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Curso: El Posmodernismo en las Ciencias Sociales

Clase Nº3: La crítica estructuralista a Europa y la modernidad

Murillo, Susana: “La crítica estructuralista a Europa y la modernidad.” [CLASE].


En: Curso virtual “Posmodernidad en las Ciencias Sociales.’’ (Programa
Latinoamericano de Educación a Distancia, Centro Cultural de la Cooperación,
Buenos Aires, Mayo 2013).

®De los autores

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La crítica estructuralista a Europa y la
modernidad

Susana Murillo

La ambivalencia del sentido de Hombre, Humanismo e Historia tras la


Segunda Guerra Mundial.

Luego de la Segunda Guerra Mundial los conceptos de Hombre y Humanismo se


tornaron profundamente ambivalentes. Ello ocurrió en relación con diversos
procesos históricos. Veamos entonces algunos de los diferentes sentidos que cobra
este concepto.

El Humanismo liberal de la persona

El período de tres décadas que va desde 1945 hasta mediados de los setenta
constituye a nivel mundial una etapa particular para la economía capitalista. La
complementación entre taylorismo y fordismo, en tanto formas predominantes de
organización del trabajo, con la teoría económica keynesiana y las políticas
welfaristas constituyeron un nuevo modo de “dar respuesta” a la cuestión social,
constituyeron en ese sentido una nueva estrategia de gobierno de la fuerza de
trabajo y de administración de la contraposición entre trabajo y capital. Estas
tecnologías de gobierno de los sujetos y las poblaciones supusieron la construcción

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de fuertes anclajes identitarios en la familia y en el empleo asalariado, así como la
posibilidad de construcción de cuerpos y proyectos colectivos. En la posguerra se
produce un marcado crecimiento demográfico impulsado por el mejoramiento de las
condiciones de vida y el desarrollo de avances médicos. Entre 1950 y 1975 la
población mundial creció de 2.500 millones a 4.000 millones, a la vez que se
produce un aumento considerable de la expectativa de vida y un descenso de la
mortalidad. Aumenta además la población urbana, tanto por el proceso de
tecnificación del campo como por las mayores posibilidades educativas, sanitarias y
laborales presentes en las ciudades.
Mientras que la población total de AL aumentó de 200 millones de habitantes en
1950 a 350 millones en 1975, la media de la población urbana lo hizo de 41% a 65%
en el mismo período. Este crecimiento poblacional generó interrogantes a los grupos
dominantes en el mundo, particularmente en lo referente a la distribución de
recursos y al gobierno de los sujetos y las poblaciones. Se expande, en esa clave, la
educación media y superior y la participación femenina en áreas educativas y en el
mercado de trabajo. Crece la proporción de trabajadores asalariados en el conjunto
de la población económicamente activa y, por ende, el consumo. Los medios de
comunicación de masas, que habían comenzado a imponerse ya en la década del
treinta, se consolidan como tecnologías de gobierno de las poblaciones a través de la
construcción de ideales subjetivos basados en el modelo de vida impulsado desde el
cine o la televisión.
Estas transformaciones sociales estuvieron vinculadas con lo que se llamó el
“Estado de Bienestar”, concepto que hace referencia a la estructura estatal que se
presenta como garante de un conjunto de servicios sociales para toda la población,
independientemente de la órbita del mercado. Esta posibilidad de regular a través de
diversas tecnologías de gobierno, la vida de las poblaciones, estaba facilitada y
financiada en un contexto de pleno empleo y políticas identificadas como
keynesianas.
Este proceso ubicó al Estado como un mediador entre los sindicatos por oficios y las
empresas. Requirió elevar el nivel educativo de toda la población, del mismo modo
que sus niveles sanitarios. Permitió también el auge del consumo de modo que la
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técnica profundizó su introducción en la vida cotidiana constituyéndose en un modo
de sostener el circuito del capital, pero también conformándose en un complejo
dispositivo de gobierno de sujetos y poblaciones.
En este marco el Estado se constituyó en agente y productor de la cohesión social,
ampliando la esfera de la ciudadanía con un modelo basado en políticas de carácter
universalistas, en las que se promueve la alianza entre sectores de la burguesía
industrial y sindicatos de trabajadores. Esta coalición de clases y fracciones de
clases, favoreció el proteccionismo que apuntalaba las medidas arriba indicadas y
logró contener la “cuestión social” a través de la integración.
El llamado Estado de Bienestar construyó una igualdad que aparece en el
imaginario como contenedora de las diferencias. El trabajo asalariado se volvió
central en la construcción de los sujetos individuales y sus agrupaciones colectivas,
en tanto la inserción en el ámbito laboral supone la obtención de los derechos
sociales, de la estabilidad y de la posibilidad de ascenso social. La identidad
individual estuvo signada por la dignidad construida en torno de la inserción en el
continuo familia-trabajopropiedad- educación-recreación. La vida transcurría
entonces como una “carrera”, cuyos momentos tenían diversos grados de
previsibilidad, incluso la muerte. La dignidad, sostenida en la ciudadanía social, se
otorgaba a todos aquellos que aceptaran la disciplina del trabajo y la moral como
aglutinantes del cuerpo social. La integración por el trabajo se consolida en la
educación y en la recreación que facilitan espacios de encuentro y ampliación de
lazos en los diversos espacios de aprendizaje y ocio. En este punto, la acción de los
sindicatos, legitimada por el Estado, fue central. La idea de pueblo” (concepto que
supone conciliación de clases) cobra relevancia en ese contexto.
La figura de Estado de Bienestar, es una categoría discutida en el ámbito de las
ciencias sociales. Las críticas a su utilización sugieren que este concepto no capta
las peculiaridades de América Latina (AL), comparando sistemas de seguridad social
muy dispares e igualándolos a sus pares europeos.
Pero más allá de las divergencias, la centralidad del Estado en su papel de
cohesionador social y la inclusión creciente de la población en el universo de la
ciudadanía, supuso una profundización de las tecnologías tanto disciplinarias como
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biopolíticas. En ese sentido el hombre adquirió un lugar central, pero también
ambivalente. Por una parte, el concepto de humanismo y el de hombre supone ser
sujeto de derechos y deberes universales y por ende de disciplinamiento y punición
en caso de desvío de la ley. Por otro, supone líneas de normalidad y anormalidad
que establecen líneas de inserción social o de la necesidad de resocialización. En
estas claves, el humanismo era heredero de la tradición liberal, tal como fue
descripta en la clase anterior. Lo llamo “humanismo liberal de la persona”, porque
como había señalado Hegel en su Filosofía del Derecho el núcleo del Derecho
burgués es: “sé persona y respeta a los demás como persona”, pero ser persona,
según el filósofo alemán, supone en este Derecho, tener propiedad.
No obstante, el acceso masivo a la educación y al trabajo que gestionaba la vida,
generó cuerpos colectivos resistentes que cuestionaron de diversos modos en las
décadas del cincuenta y sesenta, el orden establecido. El concepto de ley y moral
universal, subyacentes al concepto de “hombre” inscripto en las diversas
modalidades de la ciudadanía social instaurada tras la segunda guerra, habían
tenido efectos que iban más allá de lo esperado. Los dispositivos disciplinarios no
fueron sólo el lugar de reproducción de relaciones de dominación, sino un efectivo
campo de luchas y de construcción de nuevas prácticas sociales. Los cuerpos
colectivos formados en ellos construyeron obediencia pero también rebeldía. La
ficción simbólica de una ley trascendente e igual para todos, que nunca eclipsó
completamente el espectro de la dominación, posibilitó que sujetos individuales y
colectivos, formados en esa matriz, impugnaran lo real del antagonismo que nunca
cesó de insistir en el orden social capitalista. Las disciplinas habían dejado de ser
funcionales a la dominación. Ello ocurría en medio de un complejo entramado de
fuerzas que incluían el conflicto entre la URSS y el mundo capitalista, así como las
controversias entre los países centrales y los pertenecientes al Tercer Mundo.
De ese modo, en los años sesenta la cuestión social adquirió una nueva dimensión:
los remedios pensados para suturarla habían creado resistencias también nuevas en
las cuales era clara la conciencia del abismo entre los derechos proclamados y la
realidad efectiva. El acceso a los derechos sociales no clausuraba el problema sino
que lo agudizaba. La retirada de Vietnam y rendición de los estadounidenses fue un
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hito que tuvo impactos sistémicos: era la primera vez que una potencia garante del
capitalismo a nivel mundial sufría una derrota que impacta al orden desde su
interior. Ese contexto histórico vio también emerger diversos movimientos de
liberación de países del llamado “tercer mundo”, entre ellos la revolución cubana
jugó un papel central. Al mismo tiempo, la alianza de los países llamados
“subdesarrollados”, pero poseedores de recursos estratégicos, como energía y
materias primas, fue vista con preocupación por los líderes de los llamados “países
industrializados”.
En ese contexto el concepto de “hombre” fue cuestionado por quienes se rebelaban
contra el orden pues él expresaba los conceptos en cuyo nombre se oprimía. Pero
paulatinamente también comenzaría a ser cuestionado por los estados poderosos de
la tierra que vieron en el universalismo de los derechos la raíz del resurgimiento de
la cuestión social.

El humanismo cristiano de la persona

Pero no sólo el humanismo liberal era discutido en las décadas de 1950 y 1960. La
interpretación del Cristianismo en clave humanista se desarrolla entre la segunda
mitad del siglo XIX y la primera del XX. El proceso tendió a la revisión de las
doctrinas cristianas a fin de adaptarlas al mundo moderno; un mundo con respecto
al cual la Iglesia católica había adoptado, durante siglos, a partir de la
Contrarreforma, una posición de neto rechazo. A partir del Renacimiento, la
autoridad espiritual de la Iglesia, fue declinando cada vez más: la cultura del
humanismo había invertido la imagen que el cristianismo medieval había construido
del hombre, la naturaleza y la historia; ello fue reforzado por la Reforma protestante,
las filosofías racionalistas, y desde el siglo XIX por las ideologías liberales y
socialistas. En el siglo XX la Iglesia se vio obligada a abandonar progresivamente la
visión del mundo que había heredado del Medioevo. En el intento de acercamiento
de la Iglesia al mundo moderno, la encíclica Rerum Novarum de León XIII de 1891
construyó una doctrina social que se contraponía a ciertos modos del liberalismo y
al socialismo en cualquiera de sus facetas. En polémica con éste último, se
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reafirmaba el derecho a la propiedad privada, pero atenuándolo con un llamado a la
solidaridad entre clases en pos del bien común y a la responsabilidad recíproca
entre individuo y comunidad. Contra el liberalismo invitaba al Estado y a las clases
más fuertes a ayudar a los grupos sociales más débiles. Después de la primera
guerra mundial, en el clima de desilusión general frente a las ideas de progreso, la
Iglesia profundizó su incidencia en los procesos sociales. Y lo hizo tanto en el plano
político -autorizando la formación de partidos de masas de inspiración cristiana-
como en el doctrinario -proponiéndose como portadora de una visión, una fe y una
moral capaces de dar respuesta a las necesidades más profundas del hombre de
esta época. Es, en este marco, que se encuadra el Humanismo cristiano, del que
puede considerarse al francés Jacques Maritain como su iniciador. Éste sostuvo que
el Humanismo renacentista era la raíz de los problemas que atravesaba la sociedad,
dificultades de las que el nazismo y el estalinismo eran la expresión más degradada.
Con Maritain, la invención de la modernidad como modo de ocultar las
desigualdades, adquiere un nuevo rostro: ella, y no la explotación de los
trabajadores, sería la responsable del desgarramiento humano. En su libro
Humanismo integral, examinó los desarrollos del pensamiento llamado “moderno”
desde la crisis del cristianismo medieval hasta llegar al individualismo liberal del
siglo XIX y a los denominados totalitarismos del siglo XX. Estos puntos de llegada
fueron presentados como un efecto del Humanismo antropocéntrico, desarrollado a
partir del Renacimiento. El hombre moderno que surge en el Renacimiento lleva
sobre sí el pecado de soberbia, pues prescindió de Dios, colocó en su lugar a la
razón y construyó un saber científico de la naturaleza que terminó destrozando al
hombre mismo. En efecto, Darwin y Freud, según Maritain, asestaron los golpes
mortales a la visión optimista y progresista del humanismo antropocéntrico.
“Acheronta movebo”, moveré el infierno, había dicho Freud, no obstante, afirma
Maritain, con él la soberbia de la razón se hunde en la ciénaga de los instintos. El
proceso habría sido completado con Hegel y Marx en cuyos escritos radicaría el
núcleo de los totalitarismos del siglo XX. Contra ese humanismo antropocéntrico,
Maritain sostiene el Humanismo cristiano, integral y teocéntrico que encuentra en
Dios el núcleo de lo humano y asume a éste como pecador redimido por el concepto
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cristiano de gracia y libertad. El hombre no es pura naturaleza ni pura razón: su
esencia se define como persona en la relación con Dios y con su gracia. La persona
encuentra en sí y en su amor a Dios, a su prójimo, respecto de quien tiene la
obligación de la caridad y caridad es amor. Maritain distingue en la persona
humana dos tipos de aspiraciones, las connaturales y las transnaturales.
Las primeras deben ser colmadas, pero la realización de las mismas no lo deja
completamente satisfecho porque existen en él también las aspiraciones
transnaturales que lo impulsan al mundo de lo trascendente y que sólo pueden ser
satisfechas por la gracia divina. Este humanismo teocéntrico tiene la tarea de
reconstruir una “nueva cristiandad” que sepa reconducir la sociedad. Pero esta
renovada civilización cristiana deberá evitar repetir los errores del Medioevo, y
deberá preocuparse por integrar las actividades profanas con el aspecto espiritual de
la existencia. La interpretación cristiana que Maritain dio del humanismo fue
acogida en forma entusiasta en algunos sectores de la Iglesia y entre varios grupos
laicos. Tuvo influencia sobre jóvenes intelectuales de Acción francesa, se refugió en
EE UU donde estaba enseñando en el momento en que se desató la segunda guerra.
Entre 1945-48 fue embajador de Francia en el vaticano. En 1947 presidió la
delegación francesa en la Segunda Asamblea General de la Unesco (México). Inspiró
numerosos movimientos católicos comprometidos con la acción social y la vida
política, por lo que resultó ser un arma ideológica eficaz sobre todo contra el
marxismo. Así, el período de posguerra contempló, en muchos casos. las luchas
entre cristianos y marxistas; y, en otros, las alianzas, en un complejo proceso aún
no dilucidado.

El humanismo socialista de la persona

Pero el humanismo no era reclamado sólo por el cristianismo y las potencias


capitalistas. La guerra fría proponía a la U.R.S.S. como una amenaza y el
liberalismo y el catolicismo la atacaban en nombre del humanismo. No obstante, en
el mundo soviético se iniciaba una nueva fase histórica en la que se efectuaba un
crítica radical del personalismo y de la figura de Stalin a partir del XXº Congreso del
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PCUS en 1956. La URSS insistía en valorizar los derechos individuales. El XXIIº
Congreso del PCUS declaró que, con la desaparición de la lucha de clases, la
dictadura del proletariado había sido superada en la URSS, afirmaba que el Estado
soviético no era ya un Estado de clases, sino del “pueblo entero” y que la U.R.S.S.
estaba comprometida en la construcción del comunismo bajo la consigna humanista
“Todo para el hombre”. El proceso supuso crecientes contradicciones entre los
partidos comunistas más poderosos del campo socialista: el soviético y el chino, que
culminan con la ruptura del llamado "campo socialista" en 1967. Por su parte, los
partidos comunistas occidentales pusieron el acento en consignas basadas en la “vía
pacífica hacia el socialismo”. El proceso culminó con la Perestroika en la década del
´80; en el marco de la cual el Informe del Secretario General del CC del PCUS al Pleno
del Comité Central reunido el 27 de Enero de 1987 en Moscú dice: «Nuestra moral,
nuestro modo de vida están sometidos a prueba. En este caso se trata de su
capacidad de desarrollar y enriquecer los valores de la democracia socialista, de la
justicia social y del Humanismo... Por su esencia revolucionaria, por su audacia y
por su orientación social humanista, el trabajo que está en marcha es la
continuación de la gran obra iniciada por nuestro Partido leninista en octubre de
1917». En esta perspectiva, los hombres son considerados “personas” (concepto que
tiene similitudes con el humanismo liberal, pero sobre todo con el cristiano), sin
distinción de clases. Este humanismo, nos indica Althusser, se basó en las obras del
“joven Marx”, en las que hay una filosofía del hombre entendido como ser social,
comunitario, cuya esencia no se realiza en el Estado ni en la sociedad civil tal como
el liberalismo lo plantea; sino que, por el contrario, tanto el Estado como la sociedad
civil expresan la enajenación de la esencia humana. La acción política debe ser una
reapropiación práctica de la esencia humana enajenada. El humanismo socialista de
la persona, sostenía Louis Althusser, tenía un costado economicista y disciplinario.
El economicismo marxista afirma que la historia humana es la historia de cómo el
hombre progresa en el dominio de la naturaleza mediante el desarrollo indefinido de
las fuerzas productivas. Para el humanismo socialista de la persona, existiría una
contradicción entre el desarrollo indefinido de las fuerzas productivas y las
relaciones de producción capitalistas, de modo que cuando la capacidad productiva
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humana pasase un determinado punto, se instauraría el socialismo, para
“adaptarse” a dicho desarrollo. Esta tesis, en el fondo, como señalaría Althusser
terminaba justificando la explotación bajo el lenguaje del humanismo. Esta tesis
dejaba de lado según el pensador francés, la ruptura efectuada por Marx a partir de
1845 en La Ideología Alemana, donde la idea de naturaleza o esencia humana fue
reemplazada por un riguroso análisis de los mecanismos constituidos y
constituyentes de las sociedades humanas a través de la historia. El Materialismo
histórico de Marx abandona toda idea de esencia humana, así como la idea de que lo
social es un conjunto de individuos racionales y libres y analiza la estructura social
concreta con sus diferencias y desigualdades objetivas. La URSS a fines de los
cincuenta había olvidado este planteo marxista.

El humanismo marxista

Pero el humanismo socialista tuvo aristas diversas. Durante los primeros cuarenta
años de la U.R.S.S., el humanismo socialista había planteado la lucha de clases
como modo de acabar con la estructura desigual de la sociedad. Este concepto,
como vimos, es abandonado en la década del ’50. Sin embargo, en 1959 se produce
la revolución cubana que invalida la idea de que AL no puede accionar contra los
amos tradicionales y que su sumisión a EE.UU. es inevitable. Esa revolución rompe
también con el concepto de que todo proceso revolucionario en AL está
necesariamente ligado a las burguesías nacionales y muestra la importancia de la
integración de las masas a los movimientos de transformación. En este sentido, esa
revolución puso en primer plano a la organización de las masas campesinas y a la
participación popular. También colocó en el centro de las miras la idea de
enfrentarse al imperialismo y gestó en muchos jóvenes la idea de que el humanismo
socialista de la U.R.S.S expresaba intereses expansionistas. La revolución cubana
reclamó un nuevo concepto de humanismo que tenía antecedentes desde los años
20. Esta idea estaba centrada en la idea de hombre nuevo planteada por Ernesto
Guevara. Idea, que fue retomada por Salvador Allende, aunque éste priorizó la vía
pacífica al socialismo. Así decía Allende en 1971: "Pisamos un camino nuevo;
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marchamos sin guía por un terreno desconocido; apenas teniendo como brújula
nuestra fidelidad al humanismo de todas las épocas -particularmente al humanismo
marxista-".

El humanismo marxista, tienen rostros diversos, pero basó buena parte de su


argumentación en la relectura de los textos del joven Marx. Sus representantes
sostuvieron que el marxismo posee “un rostro humano”, que su problemática central
es la liberación del hombre de toda forma de opresión y de alienación y que,
consecuentemente, es por esencia un humanismo. Un grupo bastante heterogéneo
de filósofos pertenecieron a esta línea de pensamiento. Los más representativos
fueron: Ernst Bloch en Alemania, Adam Shaff en Polonia, Roger Garaudy en
Francia, Rodolfo Mondolfo en Italia, Erich Fromm y Herbert Marcuse en los Estados
Unidos. No obstante, este modo de pensar el marxismo tuvo antecedentes desde
principios de los años veinte en algunos teóricos eminentes. Georg Lukács, Karl
Korsch y Antonio Gramsci, cada uno a su modo, sostuvo que el marxismo es
fundamentalmente una crítica a la sociedad burguesa y una doctrina de la
revolución social que se orienta a la liberación del ser humano de todas las
alienaciones a las que el sistema capitalista lo ha condenado. Según estos autores,
la teoría de la alienación y del fetichismo de la mercancía habría sido en buena
medida olvidada por los comentaristas tras la muerte de Marx. Lukács colocó en
primer plano este rostro del trabajo de Marx. En esta línea interpretativa, el
verdadero núcleo del pensamiento de Marx, el centro teórico es el que contiene la
carga revolucionaria, el que postula la negación del mundo históricamente dado: un
mundo dividido, alienado, que debe ser superado dialécticamente y reconstituido en
su unidad a través de la actividad revolucionaria. En este sentido, la dialéctica es
incompatible con la lógica de las ciencias empíricas. Para Lukàcs esta lógica que
despedaza el mundo en datos separados y desconectados es la misma lógica de la
producción industrial del capitalismo, donde la división del trabajo se hace
xasperada y donde el trabajador es transformado en objeto, en cosa, en “hecho
natural”. Pretender utilizar los métodos de investigación de las ciencias empíricas o
una interpretación “científica” de la dialéctica para comprender la historia y la
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sociedad humanas es tergiversar el pensamiento de Marx. Por otra parte, Gramsci
ataca duramente las interpretaciones marxistas que proyectan en el mundo de los
hombres un determinismo que no existe. Los hombres están condicionados por un
cierto modo de producción y por ciertas superestructuras pero, precisamente por ser
hombres y no simples objetos naturales, pueden transformar su situación histórica
a través de la toma de conciencia y de la práctica revolucionaria. Gramsci ataca la
idea misma de “realidad” objetiva, que es el fundamento de las ciencias empíricas.
Creer en la “realidad”, en la objetividad del mundo, constituye sólo el primer estadio
cognoscitivo, estadio que corresponde a una conciencia ingenuamente “natural”.
“Objetivo” para Gramsci significa siempre “históricamente subjetivo”. Esencialmente,
Gramsci ve en el marxismo un humanismo.

El humanismo existencialista

Pero uno de los apoyos fundamentales al humanismo marxista de Cuba y de los


grupos de liberación en el mundo fue dado por Jean Paul Sartre y el existencialismo
quien, luego de la Segunda Guerra Mundial, dominaba el panorama cultural
francés. El proceso intelectual de Sartre es muy complejo y comienza antes de la
Segunda Guerra Mundial. No obstante, más allá de sus transformaciones, estuvo
signado por un profundo compromiso político con los países del tercer Mundo y su
rechazo a las diversas formas de opresión. En El huracán sobre el azúcar hacía una
descripción de la revolución cubana que la mostraba en su rostro humano. Sartre
sostuvo que el primer principio del existencialismo consistía en que el hombre no es
sino lo que él hace de sí mismo. En ese sentido el hombre no es “cosa” sino un
“existente”: un ser abierto hacia, en quien nada está determinado de antemano. La
dignidad del hombre consiste en primer lugar en que existe, en que se lanza hacia
un porvenir y en que tiene conciencia de ese proyectarse. El existente es, ante todo,
quien habrá proyectado ser. Por lo tanto, el hombre no tiene una esencia
determinada; su esencia se construye en la existencia, primero como proyecto y
después a través de sus acciones. El hombre es libre de ser lo que quiera, pero en
este proceso de autoformación, no tiene a disposición reglas morales que lo guíen,
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no hay determinismo: el hombre es libertad. De este modo, no encontramos valores
u órdenes que puedan legitimar nuestra conducta. “El hombre está condenado a ser
libre”.
Condenado porque no se ha creado a sí mismo, y no obstante libre porque, una vez
lanzado al mundo, es responsable de todo lo que hace. La libertad supone angustia,
porque en el momento en que el hombre elige experimenta la “aplastante
responsabilidad” que acompaña a una elección que se reconoce no sólo como
individual, sino que involucra a otros seres humanos, o aun a la humanidad toda
cuando se trata de decisiones muy importantes y radicales. La libertad coloca en
primer plano a la ética, la cual, a juicio de Sartre no se funda en qué elegimos, sino
en la autenticidad de la elección. La autenticidad radica en decidir sin ningún
pretexto, excusa, justificación, ni esperanza de recompensa. Lo contrario es la mala
fe. Es posible dar un juicio moral aunque no exista una moral definitiva y aunque
cada uno sea libre de construir la propia moral en la situación en la cual vive,
eligiendo entre las distintas posibilidades que se le ofrecen con autenticidad. Este
juicio moral se basa en el reconocimiento de la libertad (propia y de los otros) y de la
mala fe. El existencialismo es un humanismo pues el hombre está constantemente
proyectándose y sólo se constituye como hombre persiguiendo fines trascendentes
que involucran a la humanidad. No hay otro universo que no sea un universo
humano, el universo de la subjetividad humana. El existencialismo es un
Humanismo porque el hombre es el único legislador que sólo se realiza como
humano trascendiendo hacia los demás. El pensamiento de Sartre sufrió, en los
años sucesivos, continuos reajustes y, a veces, mutaciones profundas en un difícil
itinerario que lo condujo a ser miembro del Partido Comunista francés y luego a
asumir una posición de abierta ruptura con éste, después de la invasión a Hungría
en 1956. Asimismo, varias de las ideas expuestas en El existencialismo es un
humanismo fueron reelaboradas más tarde. Después del encuentro con el marxismo,
que lo estimuló a hacer un análisis más profundo de la realidad social, Sartre pasó a
sostener la idea de una libertad ya no absoluta, sino condicionada por factores
sociales y culturales. Pero aun aceptando esos condicionamientos, Sartre sostuvo

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siempre el núcleo de su pensamiento: que la libertad es constitutiva de la conciencia
humana. El humanismo tenía entonces en los años sesenta múltiples facetas que se
articulaban con las luchas entre el viejo orden social que se negó a declinar, los
enfrentamientos y alianzas entre la URSS, los países capitalistas y la Iglesia y las
luchas que en América Latina, Europa, Asia y África se levantaban contra diversas
formas de explotación. Sería vano, erróneo y peligroso definir el concepto de
humanismo de una única manera y ligarlo a una sola dirección. Lo mismo ocurre
con las formas de pensamiento que se opusieron a la idea de hombre y humanismo.
Una vez más el obstáculo epistemológico de la unidad debe ser evitado.

El sentido estructuralista de la crítica al Hombre universal y al Humanismo

En los años sesenta surgen formas de pensar que se oponen a la idea de hombre y
al humanismo. Se trata, entre otras, de una corriente de pensamiento –el
estructuralismo– que adopta una posición antihumanista. No se puede pensar al
estructuralismo como una Escuela. Es un estilo de investigación en el que se suele
incluir a pensadores de diversos campos de las ciencias sociales y las humanidades.
Tales como la antropología (Claude Lévi-Strauss), la crítica literaria (Roland
Barthes), el psicoanálisis (Jacques Lacan), la filosofía, entendida como “política de la
verdad” (Michel Foucault), o el marxismo (Louis Althusser). La mayoría de ellos,
negó reiteradamente ser “estructuralista”.
Este heterogéneo grupo de investigadores comparte, sin embargo, una actitud
general de rechazo a las ideas del humanismo, que son el núcleo central de las
interpretaciones del existencialismo, el humanismo marxista, el cristianismo, el
liberalismo o el socialismo soviético de la persona. El estructuralismo utilizó
métodos que tendieron a dejar de lado la conciencia o intención individual. Trató de
elaborar estrategias investigativas capaces de dilucidar las relaciones sistemáticas y
constantes que se constituyen en la condición de posibilidad del comportamiento
humano, individual y colectivo, y a las que se da a veces el nombre de estructuras.
Aunque sus diversos representantes lo hicieron con miras diversas, el

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antihumanismo ganó terreno hasta el presente y con características y efectos
políticos también diferentes.
El concepto de estructura y el método inherente a él llegan al estructuralismo a
través de la lingüística. Un punto de referencia común ha sido siempre la obra de
Ferdinand de Saussure, Curso de lingüística general (1915) que introduce el uso del
"método estructural" en el campo de los fenómenos lingüísticos. Las raíces del
estructuralismo se encuentran en esa rica tendencia que aparece en Rusia en la
época de la Revolución y que recibe el nombre de Formalismo. En esta perspectiva,
el arte y la literatura son instrumentos cuyo objetivo es desestructurar los clisés del
pensamiento, a través del uso de objetos extraños e inmotivados, privilegiando el
aspecto formal en desmedro del contenido. El lingüista ruso Roman Jacobson
vinculó los diversos componentes históricos del estructuralismo y trasladó el método
estructural de la lingüística a las demás ciencias humanas.
Los aspectos esenciales de la teoría de Saussure permiten comprender por qué tuvo
tanta importancia para el desarrollo del estructuralismo. Dichos aspectos remiten a
un conjunto de conceptos: lengua y habla, significante (imagen acústica) y
significado (concepto) de un signo lingüístico, diacronía y sincronía. Pero el concepto
clave que puede inferirse del análisis de Saussure es que el nexo que une a los dos
componentes del signo (el significante y el significado) es arbitrario. Un idioma no
sólo produce un conjunto particular de significantes, dividiendo y organizando el
espectro sonoro de una manera que es al mismo tiempo arbitraria y específica, sino
que también lo hace respecto de la gama de posibilidades conceptuales: un idioma
posee un modo, también arbitrario y específico, de dividir y organizar el mundo en
conceptos y categorías, es decir, posee su propia forma de crear significados. De
aquí se infiere que los significados no existen por sí mismos, no constituyen
entidades fijas, válidas para todos los idiomas. Los significantes y los significados
por el hecho de ser divisiones arbitrarias de un continuo –conceptual en un caso,
sonoro en el otro– pueden ser definidos solamente a partir de sus relaciones, o sea,
en función del sistema de diferencias recíprocas, siendo cada uno de ellos lo que los
demás no son. El nudo central de la teoría lingüística, es la concepción diferencial de
los significados y los significantes. Los conceptos son puramente diferenciales,
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definidos no positivamente por su contenido, sino negativamente por sus relaciones
con los demás términos del sistema. Su más exacta característica es la de ser lo que
los otros no son en un continuo interdependiente.
En este sentido la lengua conforma un sistema, o como dirá el Círculo Lingüístico
de Praga, constituye una “estructura”. De modo que el lenguaje, por una parte, está
compuesto de signos totalmente arbitrarios; y, por la otra, presenta una estructura
impersonal, externa que precede al individuo, quien no puede crearla ni
transformarla.
Esta estructura funciona como una suerte de a priori social: aunque no se perciba
concientemente, ella ejerce una influencia fundamental sobre los que la aprenden y
la usan, en cuanto determina en gran medida la calidad y la amplitud de su
horizonte cognitivo. Los miembros de una cultura asimilan el lenguaje mucho antes
de poder pensar de un modo autónomo (si es que esto es efectivamente posible), más
aún, el aprendizaje del lenguaje constituye la base para un individuo adquiera
conocimientos y pueda pensar por sí mismo. En ese sentido el estructuralismo
sostiene que se piensa siempre desde un lenguaje o que “somos hablados por el
lenguaje”. Entonces, el lenguaje no es un mero instrumento de interpretación de
una realidad exterior sino constitutivo de la realidad humana.
Todo esto permite comprender el concepto de anti-humanismo presente en los
estructuralistas. El hombre, como sujeto individual, libre y racional, es sólo una
ilusión.
Él es miembro de una cultura que lo trasciende, es un producto histórico, más aún
la idea de individuo racional y libre no es sino una invención de la modernidad
liberal ligada a la idea de contrato social o del social- cristianismo, y de los intereses
de URSS inclusive. Todos los cuales, aun cuando colisionaran en algunos puntos
requerían de esta invención para ejercer la dominación. Pero no hay una esencia de
hombre que se desarrolle en la historia o la preceda. Más aún, como hemos visto en
las clases anteriores la idea de hombre sólo habría universalizado algunas
características del hombre europeo, como un instrumento más para lograr la
dominación sobre diversas regiones del mundo.

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Lévi-Strauss, que puede ser considerado el "padre" del estructuralismo era un
antropólogo, quien tras conocer a Roman Jacobson, asumió que el enfoque
adoptado por el estructuralismo lingüístico era el mejor instrumento para indagar
en lo profundo de los fenómenos socio-culturales con el fin de encontrar algunas
constantes universales de las sociedades humanas. Así, adoptando el método del
estructuralismo lingüístico, Lévi-Strauss propone estudiar las culturas humanas
como estructuras de lenguajes verbales y no verbales. En esta clave, una serie de
sistemas tales como el parentesco, los ritos matrimoniales, las comidas y los mitos,
constituyen un conjunto de procesos que permiten un tipo específico de
comunicación y, por lo tanto, son tratados como lenguajes que operan en distintos
niveles de la vida social, cada uno con su propio sistema de signos. El conjunto
estructurado de todos estos lenguajes constituye la totalidad de la cultura. La
diferencia entre las culturas modernas y las llamadas “primitivas” sólo radica en
una construcción diferente de la realidad. De modo entonces que lo que surge en
cada cultura es lo que se denomina una función simbólica estructurante de las
prácticas sociales, función presente en todas las sociedades, aunque con contenidos
y códigos diversos.
Esta posición rompe con el eurocentrismo en el que se había basado, tal como vimos
la clase pasada, la historia del siglo XIX y deshace la idea de hombre
autodesarrollándose en ella. Lévi-Strauss es un crítico severo del hombre y de la
sociedad moderna, a la que define como "un cataclismo monstruoso" que amenaza
con destruir el planeta, y en este sentido anticipa muchos de los temas de los
movimientos ecológicos que surgirían mas tarde. Para él, el así llamado "progreso"
ha sido posible sólo a costa de la violencia, el colonialismo, la destrucción de la
naturaleza; es sólo una ilusión etnocéntrica de la civilización europea y, como tal,
tiene el mismo valor de arbitrariedad y la misma función de "verdad social" que los
mitos del llamado “mundo primitivo”. El progreso no existe porque tampoco existe la
historia como sucesión objetiva de eventos. Para Lévi-Strauss no existe una
substancia individual (ésta es sólo una ilusión) ni tampoco un sujeto colectivo, una
humanidad que crea la historia y que da una continuidad conciente a los

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acontecimientos. En ese sentido sostendrá Lévi-Strauss que el fin último de las
ciencias humanas no es constituir al hombre, sino disolverlo.

El antihumanismo de Althusser

En paralelo con esta línea de análisis Althusser considera al humanismo como una
forma de ideología. La ideología forma parte de toda totalidad social y se conforma
en un conjunto de prácticas que construyen creencias, modos de ver el mundo, de
relacionarse consigo mismo y con los demás. La ideología es inconciente y es un
producto de relaciones sociales que se constituyen a espaldas del conocimiento y la
voluntad individual. Ella es el suelo sobre el que se asienta la constitución de los
sujetos y lo que se denomina la conciencia de los mismos. Hay en la ideología un
carácter imaginario (en el sentido psicoanalítico) a través del cual los sujetos se
vinculan con sus condiciones de existencia de modo que para toda conciencia está
irremediablemente vedado el conocimiento entendido a la manera de adecuación
entre sujeto y objeto. No hay sujetos sino en la ideología y por la ideología. Porque
todo sujeto se constituye como tal en una familia y en ella en unos ideales que de
modo inconsciente lo constituyen a partir de la identificación imaginaria con ellos.
Ideales que las figuras parentales toman de la propia cultura, también de modo
inconsciente. Pero a partir de esa identificación, en la ideología los hombres viven la
relación imaginaria con su mundo de modo “natural”, “evidente”. Es en la ideología
que los sujetos toman conciencia de su mundo y es también en ella donde rompen y
forman nuevas formas de conciencia. De ahí que la Ciencia es para Althusser un
proceso sin sujeto, una actividad colectiva en la que lo fundamental es la
articulación de los conocimientos con la praxis revolucionaria. Dicho de otro modo:
las prácticas ideológicas constituyen a los sujetos y tienden a profundizar las
relaciones de dominación de modo inconsciente, aun cuando ellas son también
espacios de lucha; lo que Althusser llama “ciencia” es un conjunto de conocimientos
teóricamente organizados producto de luchas colectivas y a la vez instrumentos o
cajas de herramientas de esas luchas que no tienen un sujeto y que deben
modificarse constantemente en relación a las prácticas revolucionarias. En ese
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contexto, el concepto de “humanismo” es por ende para Althusser una ideología
pues en esa coyuntura histórica, en sus usos y efectos tiende a prolongar de nuevas
maneras la dominación y la soportable de modo ilusorio, imaginario, el
desgarramiento producto de la sociedad basada en el egoísmo del liberalismo
burgués. En las condiciones de fines de los años ´50 y ´60, Althusser consideraba
que el humanismo como ideología cumplía una activa función en los movimientos de
rebeldía: impulsa al abandono del análisis teórico de las condiciones de dominación
y su reemplazo por un peligroso concepto de espontaneísmo de las masas que podía
conducir a consecuencias fatales.

Michel Foucault y el inicio del antihumanismo postestructuralista

Foucault presenta puntos en común con este planteo, sin embargo comienza a
romper con el estructuralismo. Uno de los puntos centrales de divergencia será la
centralidad dada a la historia. Luego de los estudios de Lévi-Strauss sobre las
sociedades y de Lacan sobre el inconsciente, se aboca a la tarea de reconstruir las
verdades- evidencia en las que estamos construidos y rechaza toda idea de una
esencia del hombre que se realiza en la historia. Para ello intentará, en un análisis
que denomina “arqueológico”, indagar en las capas de las memorias colectivas que
nos constituyen más allá de nuestra conciencia y voluntad. Él eludirá la palabra
“estructura” por el carácter cerrado o fijo que este término evoca. También rechazó
el concepto de ideología, al cual analizó y presentó como una “falsa conciencia”,
ignorando los aportes de Althusser y sus vinculaciones con el psicoanálisis. En su
lugar hablará de “saber” entendido como “a priori histórico”, como una especie de
película de pensamiento invisible, unos códigos del ver y del hablar presentes en
una cultura. Códigos que no están dichos de modo explícito, pero que atraviesan las
acciones y pensamientos de los miembros de esa cultura. No son relaciones
evidentes sino que se trata de modos de hablar y de ver que, en gran parte, no se
perciben concientemente pero que condicionan las prácticas sociales.
Independientemente del objeto de estudio, la investigación estructuralista había
tendido a hacer resaltar lo inconsciente y los condicionamientos en vez de la
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conciencia o la libertad humana. A diferencia del humanismo, rechaza la idea de
que la conciencia sea transparente para sí misma o que pueda conocer el mundo
como en una especie de “reflejo”. El saber, comprendido como “a priori histórico”, no
implica que sus transformaciones signifiquen un “progreso en el conocimiento”
(saber no es conocimiento sino el fondo de códigos culturales sobre el que se
asientan todos los conocimientos efectivos, desde los filosóficos hasta los culinarios);
antes bien, los cambios en los códigos culturales significan un reagrupamiento, una
resignificación en los modos de ver y hablar.

La historia al fin cuestionada

Todo lo dicho tiene efectos sobre la concepción de la historia. En este sentido no hay
en la historia ni homogeneidad en un momento determinado (esto significa, no hay
un sentido único que lo atraviesa todo) ni hay transformaciones acumulativas de un
momento a otro de la historia. En ese sentido, Foucault -de modo análogo a
Althusser, a Bachelard o a Levi-Strauss; y tras reconocer los aportes de Marx,
Nietzsche y Freudpone el acento en los cortes, las rupturas, antes que en las
continuidades de la historia.
En un período (por ejemplo, en el renacimiento) la compleja red de códigos de la
mirada y la palabra respecto de la locura, el amor, el delirio o la muerte no tiene un
sentido homogéneo y único, no obstante durante ese período podemos encontrar
relaciones entre los diversos modos de pensar o percibir a la muerte o a la locura. El
saber de un período y un lugar reconoce relaciones y dispersiones: por ejemplo el
saber del Renacimiento sobre la locura supone diversas formas de ver y hablar de la
locura, formas diversas que tienen vinculaciones entre sí. Hoy podríamos pensar
que en ciertas zonas de Latinoamérica el saber sobre el delito, supone ciertos
códigos que no son idénticos pero que se reconocen mutuamente.
Ahora bien, en toda cultura hay, en la larga duración, transformaciones radicales de
esos códigos del saber, transformaciones que hacen que podamos pensar que
estamos ya en otra cultura, en otro suelo, en un modo diverso de ver y hablar acerca
de la economía, la política, la pobreza, el amor o la muerte. Así entre 1970 y el
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presente en Latinoamérica de modo paulatino, pero sin pausa han cambiado los
modos de ver y pensar al Estado, la política, el trabajo, las relaciones de género, etc.
A estas transformaciones de los códigos de una cultura, Foucault las llamó
“mutaciones”, para indicar que la transformación histórica no es acumulativa y que la
historia no es lineal.
Y al período que transcurre entre dos mutaciones del saber, lo denominó “episteme”.
Así habló de una episteme renacentista, una clásica (siglo XVII hasta la revolución
francesa) y una moderna desde entonces hasta la década de 1970. La formación de
una episteme no supone la acumulación de los sentidos presentes en la anterior,
con lo cual se borra toda idea lineal de la historia, sí se mantienen elementos de la
anterior (así la escuela y la familia moderna subsisten hoy día) pero el sentido que
estos elementos cobran en la nueva episteme, en la nueva formación cultural es
diverso (la escuela y la familia toman en la sociedad actual, posmoderna,
significados, características y roles distintos a los que tenían en la sociedad salarial).
La episteme es el suelo inconsciente sobre el que transcurre nuestra vida cotidiana,
ella conforma la zona más profunda de nuestras relaciones sociales; en un segundo
nivel surgen los dichos, los gestos, las discusiones, los pensamientos, los amores, en
fin las prácticas de todo tipo de las que sí tenemos conciencia y sobre ellas se
constituye un tercer nivel, de carácter reflexivo que son los conocimientos científicos
y filosóficos que analizan ese suelo profundo (la episteme) y esas prácticas
habituales atravesadas por los códigos epistémicos. Este conocimiento reflexivo será
el que establezca qué de esos códigos en los que los hombres viven su cotidianeidad
es aceptable y qué es rechazable, qué es verdadero o falso, qué es justo o injusto.
Pero entonces la verdad, la belleza o la justicia están en última instancia
condicionadas por los códigos de cada cultura, no son principios universales. Su
intento de universalización es una tentativa de dominación (aunque estimo, a parir
de los hechos históricos de los últimos años, que la inversa también es posible). Las
ciencias y la filosofía se conforman paulatinamente como tecnologías de poder que
coadyuvan a sancionar qué es lo aceptable y lo rechazable en una cultura. Qué es lo
Mismo (aquello en lo que podemos reconocernos, con lo que podemos identificarnos:
la moral, la decencia, las buenas costumbres) y lo Otro (aquello que siendo interior a
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una cultura, sin embargo ella rechaza, al tiempo que lo necesita para ser desde la
alteridad; por ejemplo: los pobres peligrosos, los locos, los criminales, las brujas). En
fin… cada cultura tiene espejos en los que mirarse e identificarse y objetos que la
conforman pero que ella rechaza. Así entonces, para Foucault, como para los
estructuralistas en general, no hay un substrato último, no hay un en sobre el que
transcurra la historia, esto lo presenta Foucault en la metáfora de la mesa de
disección: no hay una especie de mesa, soporte o substrato inmutable, sobre el cual
se realice el descubrimiento de lo que las cosas son a lo largo de la historia o en el
que el hombre, entendido como una esencia se realice paulatinamente. Por el
contrario, las palabras y las cosas tienen un entrecruzamiento tal que no es posible
separar lo que es, del pensar y nombrar el ser. Cuando las sociedades piensan,
nombran, clasifican, manipulan a “las cosas”, les dan sentidos y estos sentidos
conforman la realidad. La realidad, entonces, es esta articulación indiscernible del
cuerpo de las cosas, de la carne de los acontecimientos y del modo en que cada
cultura los significa. En Foucault, los códigos de una cultura que instalan
clasificaciones, taxonomías, jerarquías, conforman un orden el cual surge del
atravesamiento de las cosas en su ciega oquedad por las rejillas de la mirada y la
palabra que las sociedades construyen sobre ellas sin saberlo. Es como si
tuviésemos un caos sobre el que se arrojase una red, veríamos ese caos no como
caos sino a través de las grillas que la red instala en él. Pero nuestra mirada nunca
podría distinguir con claridad qué pertenece al orden íntimo de las cosas, de los
cuerpos y al de los trazos que pinta la red. No obstante, el conocimiento científico y
filosófico sirven también para reconocer ese suelo profundo, esas grillas, esa red en
la que se hunden nuestras evidencias cotidianas. Estos conocimientos, permiten
comprender por qué somos como somos, en qué códigos estamos construidos sin
saberlo. Para ello la arqueología, como método, trata de aislar los diferentes estratos
horizontales dentro de los cuales cada episteme está constituida.

El sentido político del anti- humanismo

Con el concepto de arqueología Foucault demuestra seguir, por lo que respecta a la


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historia, la lección de Lévi-Strauss y, sobre todo, la de Nietzsche y Marx: a él no le
interesan las verdades del pasado, sino el pasado de las verdades del presente. La
historia es un archivo y la arqueología –mediante el análisis sincrónico de los restos–
muestra su discontinuidad, los distintos estratos de depósito, pero no analiza
individuos, "sujetos históricos". Pero Foucault, a diferencia de Lévi-Strauss o Lacan,
no busca estructuras invariables, sino que –como Nietzsche o Marx– muestra la
esencial fluidez de todos los significados sociales y su incesante reinterpretación.
Para Foucault, de modo análogo a Althusser, uno de los obstáculos más graves con
los que se enfrenta el pensamiento de la época es el "humanismo". Por ello, aunque
de modo distinto a cómo lo hace Althusser, el objetivo fundamental de muchos de
sus textos parce radicar en mostrar cómo se ha formado la idea de hombre y de qué
modo este concepto es presentado como una invención que se inscribe en una
táctica de saberpoder que nos constituye en la verdad-ficción de ser sujetos
racionales y libres y por ende punibles. Foucault sostiene que puede decirse que el
hombre nació definitivamente en el siglo XIX, cuando las ciencias del hombre se
desbloquearon y conformaron a los individuos y a las poblaciones en objeto de
conocimiento y por ende de acciones de poder. El hombre resulta entonces una
creación de la cultura europea, invención que permitió imponer códigos a diversas
culturas e intentar homogeneizarlas en tiempos en que el capitalismo industrial
crecía y las colonias cumplían funciones vitales para la reproducción de ese orden
social. El concepto de humanismo, también sirve en las décadas de los ’50 y ’60, a
juicio de Althusser para que la social democracia, el comunismo soviético, los
partidos demócrata cristianos y los liberales del mundo capitalista, conformen
variadas alianzas tendientes a contener la cuestión social expresada en las
rebeliones estudiantiles, la Revolución Cubana, los conflictos obreros, los
movimientos de liberación en África y América latina, las tremendas luchas del
pueblo vietnamita. Complejísimo proceso que requerirá la invención de nuevas
formas de contención, pues en lo esencial, en la década del ’60 comienza a
descender la tasa de ganancia del capital y a fracasar las técnicas disciplinarias y
biopolíticas tradicionales de gobierno de sujetos y poblaciones. No obstante, más
allá del juicio de Althusser y Foucault –ambos profundamente respetables– vistos
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hoy en perspectiva los hechos, es necesario no olvidar que los rebeldes de los ’60
luchaban también en nombre del hombre. De un hombre nuevo, pero hombre al fin.
Así entonces quedaban abiertas las condiciones de posibilidad para que el
antihumanismo, jugara papeles diversos en los años que venían.
Este papel ambiguo era adelantado de algún modo en el críptico lenguaje que
adquiriría paulatinamente el antihumanismo postestructuralista el cual se
concentraría cada vez más en el análisis de conceptos e ideas, al tiempo que la
historia efectiva perdía algo de la centralidad que le había otorgado Foucault.
Asimismo, se refugiaría en la filosofía, particularmente en la de Husserl y Heidegger.
De algún modo, en ese punto volvía a algunos de los cánones del modernismo
mencionados en la primera clase.

Bibliografía básica:

Foucault, Michel 1999 (1968) Las palabras y las cosas (México: Siglo XXI), Prefacio.
Althusser, Louis 2004 (1965) “Marxismo y humanismo” en La revolución teórica
de Marx (México: Siglo XXI).

Bibliografía de ampliación:
Derrida, Jacques 1998 (1968) «Los Fines Del Hombre» Traducción de C. González
Marín en Derrida, J., Márgenes de la filosofía, Madrid, Cátedra, 1998, pp. 145-174.
Edición digital Derrida en castellano.
http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/textos.htm
Derrida, Jacques 1966 La estructura, el signo y el juego en el discurso de las
ciencias humanas en Http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/textos.htm.
Heidegger, Martín 2000 (1946) Carta sobre el humanismo en
http://www.usma.ac.pa/eticos/1/Humanismo_R3.html (31 of 31)09/15/2006
10:31:42 a.m.
Khrushchev, Nikita 25de febrero de 1956 Informe Secreto al XX Congreso del
PCUS http://www.marxists.org/espanol/khrushchev/1956/febrero25.htm.
Maritain, Jacques 1999 (1936) Humanismo integral:: Problemas temporales y
espirituales de una nueva cristiandad (Madrid: Ediciones Palabra).
Marx, Karl y Engels, Federico 1985 (1845) (Primera Publicación 1932)“La
ideología alemana”. “Feuerbach. Oposición entre las concepciones materialista e
idealista”, apartados I, II y III. Primer Capítulo de La Ideología Alemana en
http://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/feuerbach/1.htm.
Sartre, Jean Paul 1979 (1960) Crítica de la Razón dialéctica (Buenos Aires:
Losada). Prólogo (págs. 9-12)

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