Sei sulla pagina 1di 16

Pontificia Universidad Católica de Chile

Facultad de Historia, Geografía y Ciencia política


Instituto de Ciencia política
Tópicos de Teoría Política

Antígonas

Por Jaime Andrés Loyola Haussmann

Profesora: Susana Gazmuri


Ayudante: Manuel Díaz

Jueves, 28 de junio de 2018


“Es clásico lo que persiste como ruido de fondo

incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone.”

Ítalo Calvino

Puede resultar paradójico, pero, contrario a la naturaleza poco erótica del cliché, un fenómeno
que realmente represente aquella frase banalizada hace que se reactive en toda la fuerza
iluminadora que alguna vez gatilló en su público. Así, el objetivo de este trabajo es demostrar
que “Antígona” merece el título de clásico. No “clásico” en un sentido de antiguo y
tradicional, ni en tanto libro “que las generaciones de los hombres […] leen con previo fervor
y con una misteriosa lealtad” (RAE, 2017, p. 430), sino en el sentido de Calvino: clásico es
aquella obra que jamás calla ni puede ser callada. El título de “clásico” es uno disputado,
pero me parece una categoría esencial que permite consagrar obrar que ayudan a definir una
sociedad, ilustrando sus preocupaciones y sueños. La forma en que se pretende defender la
condición clásica de “Antígona” es a través de un estudio comparado de tres distintas
representaciones e interpretaciones que se le han hecho: la de Bertolt Brecht, la de Jean
Anouilh y la de Leopoldo Marechal. Las dos primeras ambientadas en la Segunda Guerra
Mundial; la última en la Guerra del Desierto.

Sófocles, autor de esta obra, es uno de los tres grandes dramaturgos de la Grecia
Clásica. Nació en Colono, una aldea cercana a Atenas, en una familia adinerada. La fecha de
su nacimiento se cree, está “entre los años 497-494 a. C.” (Crespo, 2008, p. 53). Tuvo una
nutrida educación, y desde joven ya destacaba “por su belleza y por sus excelentes aptitudes
para la música y danza.” (Crespo, 2008, p. 53). Siempre se movió entre las altas esferas de la
comunidad helénica (se relacionó con importantes políticos, filósofos, artistas). Tan venerado
fue, que incluso Aristófanes reconoció su grandeza. Sabemos que Antígona fue representada
el año 442 a. C, y que gozó de una recepción absolutamente favorable. Murió entre el 406-
405 a.C. (Crespo, 2008, p. 54).

“Antígona” es rescatada por los alemanes románticos. En 1795, Schlegel reconocía


a Sófocles como un autor perfecto (Steiner, 1986, p. 17). Hegel se refirió a Antígona como
“una de las [obras] más sublimes y en todos los aspectos una de las obras de arte más
consumadas que el empeño humano haya jamás creado.” (Steiner, 1986, p. 18). Podemos
afirmar, con Steiner, que se sabe de traducciones y adaptaciones teatrales de esta obra desde
la década de 1530 (1986, p. 21), mas es con el rescate y la idealización romántica de Grecia
que se hace a finales del siglo XVIII que esta obra alcanza absoluta relevancia para
Occidente. Steiner habla de tres momentos decisivos para su consolidación: la obra de Jean-
Jacques Bathélemy “Le Voyage du jeune Anarchasis” de 1788, en la que un joven turista en
Grecia llega a la catarsis contemplando una representación de Antígona; la amistad de Hegel,
Schelling y Hölderlin, con sus intentos de traducir, adaptar y reivindicar a la tragedia griega
(y, en particular, a Sófocles); y la representación, el 28 de octubre de 1841, dirigida por
Ludwig Tieck y con arreglos corales de Mendelssohn, que gozó de una recepción en toda
gloria. (Steiner, 1986, pp. 21-22).

No son demasiadas las obras que logran viajar a través del tiempo respetadas tanto en
su versión original como en las fieles interpretaciones que se le hacen. El enfrentamiento de
Antígona con Creonte, dice Santiago Alba Rico a través de Steiner, “integra los cinco
conflictos que definen la ‘condición humana’” (2018). Estos son “entre hombre y mujer,
entre jóvenes y viejos, entre individuo y sociedad, entre vivos y muertos, entre humanos y
dioses.” (2018). Sin embargo, como todo texto, Antígona está sujeta a debates. Si bien
podemos pensarla como hace Steiner (en tanto fiel representante de la condición humana),
se puede decir, como Matthew Santirocco, que este “enfoque conflictivo nos incita a hacer
las preguntas incorrectas” (trad. propia; 1980, p. 180). Así, “un acercamiento válido a la obra
podría ser el considerarla no en términos de conflictos encarnados en sus personajes, sino en
términos de un tema que actúa como contexto dentro del que todos estos conflictos se
representan” (trad. propia; Santirocco, 1980, p. 180). Nietzsche declara a Eurípides como el
asesino de la tragedia, en tanto su obra representa un impulso racionalizador que el concepto
mismo de tragedia no acepta. Santirocco explica que es este moverse del mito a la razón el
espíritu de la época de Sófocles. Así, “la función de la tragedia en el siglo quinto a.C en
Atenas era, al menos en parte, exponer y explorar estos desplazamientos culturales, ya sea
afirmando valores y conceptos tradicionales, ya sea cuestionando su continua validez” (trad.
propia; Santirocco, 1980, p. 180). En Antígona “los personajes apelan a la justicia, pero cada
uno la define de manera distinta, por lo que el conflicto no lo es tanto entre la justicia y la
injusticia sino, más bien, entre un tipo de justicia y otro”. (trad. propia; Santirocco, 1980, p.
181). En fin, las interpretaciones y los usos de esta obra no faltan: fue “usada para introducir,
desarrollar o explicar temas como la justicia (Euben), el racionalismo político (P. J.
Ahrensdorf), la libertad de expresión como libertad política (A. Saxonhouse); el conflicto
entre lo privado y la ley pública (J. Butler)” (Zappulla, 2011, p. 116). Personalmente,
interpreto cada perspectiva como una razonable; no es, claro, un juicio de tibieza liberal, más
bien lo que afirmo rotundamente es que esta obra exige y necesita de todas esas
interpretaciones. Santiago Alba Rico dice usar los conflictos que nombra Steiner como un
parámetro para juzgar el progreso de una sociedad (cómo se procesa cada conflicto
culturalmente, se supone, demuestra el nivel de “civilización” existente). Si queremos
aprovechar esta obra, entonces, hay que representarla tantas veces y de tantas maneras como
necesitemos para dejar clara nuestra situación como sociedad.

¿Podemos vislumbrar la real muerte de Antígona? ¿Es un clásico de posible


caducidad, como los pensó Borges, o es, como defendió Calvino, una obra perenne, siempre
provechosa? A través del análisis de las obras ya señaladas, se espera demostrar que Antígona
es, en realidad, inmortal.
“Antígona” de Bertolt Brecht
PERSONAJES
Dos hermanas; Un soldado de las SS; Antígona; Ismena; Creonte; Hemón; Tiresias;
Guardias; Los ancianos de Tebas; Mensajeros; Doncellas, criadas.
Escrita en 1948 en Berlín
La alusión es clara: lo primero que Brecht escribe en esta obra es la fecha y lugar en que se
sitúa: Abril de 1945, Berlín. Un soldado, se nos señala en la sección de los personajes, lo es
de las SS. La obra está orientada contra el nazismo.

Comienza con dos hermanas saliendo de un refugio antiaéreo. La situación es


lúgubre: su barrio en llamas; sus ropas raídas; ellas solas. Pero, la rutina se rompe: alguien
había dejado comida inesperadamente. Asumen que es su hermano. Cuando vuelven a su
resguardo, escuchan gritos; cuando salen a ver, reconocen a su hermano, colgado y muerto
recién. Entra un guardia de la SS y les pregunta si es que conocen a ese sujeto (porque lo
había visto salir de ahí, y una de las chicas tenía un cuchillo en ese momento).

Hay un cambio abrupto de escenario: Brecht pasa de la guerra en Alemania a la Grecia


Antigua, ahora sí nombrando a Antígona e Ismena. El dialogo, ahora, es fiel a la obra original.
Ismena intenta disuadir a Antígona de su proyecto invocando su condición de mujeres (“…
no podemos luchar contra los hombres. Nuestras débiles fuerzas nos obligan a obedecer, para
no sufrir.”) (Brecht, 1948, p. 13) y la obediencia al poder institucional (de Creonte) para
intentar “hacer entrar en razón” a Antígona.

La primera intervención de Creonte, en su diálogo con Los Ancianos, presenta a


quienes son la causa del conflicto: Eteocles y Polinices, ambos muertos; uno honrado como
héroe; el otro vilipendiado como hereje. Como en la obra original, el guardia que llega a
avisar a Creonte del intento de sepulcro a Polinices está aterrado. Asimismo, se reproduce
prácticamente la misma perorata de Creonte sobre cómo el dinero enajena a las personas.
Emulando a Sófocles, Brecht, mediante “Los Ancianos” habla de cómo el hombre es capaz
de dominar todo (“Hay multitud de cosas prodigiosas, pero, de todas, la más prodigiosa es el
hombre...” (Brecht, 1948, p. 21). Escribe: “Todo es posible para él, pero tiene fijado un límite.
Porque quien quiere traspasarlo, se convierte en enemigo de sí mismo.” En su afán
dominador, la comunidad de hombres se pone reglas, supuestamente, para no dominarse entre
sí. La ley es la frontera entre el hombre y la bestia. Es por esto que los guardias no vacilan
en llevar a Antígona a rastras ante Creonte. Al preguntarle este a ella sobre su conocimiento
de la ley que prohibía enterrar a Polinices, responde sí la conocía, pero que no la obedeció
“[p]orque eran leyes tuyas, las leyes de un mortal. Un mortal puede infringirlas.” Me parece
que en el impulso desafiante de Antígona hay un claro intento emancipador: las mujeres, los
esclavos, los niños, los inmigrantes, no eran personas que pudieran decidir sobre las reglas
de la comunidad. En este desafiar la ley invocando a los dioses (para hacer un contraste claro
que define a los hombres en su irrelevancia), lo que hay es un intento de redefinir la
composición de la ciudadanía misma: el hombre ya no tiene permitido creerse superior solo
porque asume a las mujeres o a los inmigrantes como inferiores, porque el hombre mismo es
inferior a los dioses. Es decir, todos son iguales en su inferioridad. Por lo demás, Antígona
reclama a Creonte su comportamiento tiránico. Lo condena por haber mandado a gente de su
pueblo a pelear contra otro: “Cuando se emplea la violencia contra otros pueblos, también se
recurre a ella contra el propio.” (Brecht, 1948, p. 29). Incluso interpela a Los Ancianos al
respecto; les llama a apoyarla, mas ellos callan. Así, les dice: “Calláis, entonces aceptáis.
Nadie lo olvidará.” (Brecht, 1948, p. 29). A diferencia de la obra original, aquí ya no es la
lucha del individuo contra la ley; es la lucha de la comunidad contra el tirano. Al dar
capacidad de decisión a Los Ancianos, lo que hace es incluirlos en la disputa y, si uno acepta
la premisa de que una persona es lo que los demás ven de ella, entiende que Los Ancianos
ahora son parte misma de ella. Todo acto implica complicidad, nos está diciendo Brecht.

La figura de Creonte como tirano la deja clara Hemón cuando lo desafía (si bien todos
le tienen miedo, dice, él puede porque es su hijo). Llega a decirle que “[q]uisiera que actuases
de tal modo que pudiera ser tu amigo; que no dijeras que sólo tú tienes razón y ningún otro
la tiene.” (Brecht, 1948, p. 40) Incluso Los Ancianos se muestran indecisos. Creonte
responde: “Y que los caballos guíen el carro en lugar del cochero. ¿Es eso lo que queréis?”
(Brecht, 1948, p. 41).

Cuando Antígona está cerca de ser muerta, dialoga con Los Ancianos. Estos se
lamentan de su muerte, pero Antígona, ya habiéndolos interpelado antes, no compra sus
sollozos: “Os lamentáis, como si ya estuviese muerta. Alzáis los ojos hacia el cielo azul y no
osáis mirarme al rostro. Sin embargo, realicé un acto sagrado, para cumplir un deber
sagrado.” (Brecht, 1948, p. 49). Los Ancianos ya no parecen como un conjunto neutro,
despolitizado, cuando intervienen. Antígona nos permite entenderlos como sujetos que
pueden ser juzgados; así, cada vez que hablan, parecen relatores de lo que sucede, ante la
impaciencia del espectador que ahora los ve cómo actores políticos cómplices de algo.

Tiresias, el oráculo, llega ante Creonte para advertirle sobre su funesto devenir (y el
de la comunidad). Los Ancianos critican al rey. Llega un mensajero a avisar sobre la derrota
de su pueblo contra Argos. En una parte dice que “[e]l pueblo de Argos, señor, recurrió a mil
astucias. Combatieron las mujeres y ayudaron los niños.” (Brecht, 1948, p. 62). Esto no hace
sino dejar más claro el contraste entre un pueblo unido y uno guiado por las pasiones de un
solo individuo.

La obra concluye con un Creonte, casi muerto por su hijo (que se suicida al lado de
Antígona), rendido. Su rendición es también la aniquilación de su indefenso pueblo.
“Antígona” de Jean Anouilh

PERSONAJES
Antígona; Creón; El coro; Ismena; Hemón; La nodriza; El mensajero; Los guardias.
Escrita en 1944 en París, durante la ocupación nazi.

Comienza con un monólogo de “El prólogo”. Todos los personajes están presentes, pero
haciendo sus cosas en segundo plano, sin interactuar con el público (Antígona sola, lacónica;
soldados bebiendo y conversando, etc…). “El prólogo” introduce a cada personaje dando
detalles importantes de su historia y describiendo su porvenir. Lo interesante de ello es cómo
hace saber al público que esto no es sino una obra de teatro; que el futuro de cada personaje
ya está dicho y que será, necesariamente, consumado.

En la primera intervención de Antígona, se nos presenta como una figura nostálgica.


Al ser preguntada sobre su paradero reciente, responde: “[venía d]e pasear, nodriza. Era
hermoso. Todo estaba gris. Ahora ya no puedes imaginártelo; todo está ya rosa, amarillo,
verde. Se ha convertido en una tarjeta postal. Tienes que levantarte más temprano, nodriza,
si quieres ver el mundo sin colores”. (Anouilh, 1944, p. 128) Pareciera que Antígona vive en
un mundo paralelo: cuando su nodriza le dice que por qué ha salido de noche, responde que
es de día. Opta por conceder todo argumento que le arroje la nodriza. Ante la impotencia de
esta, Antígona reacciona tranquila, serena. Lo cierto es que estuvo afuera, haciendo quizá
qué.

Ismena se presenta como la parte “razonable”, que encuentra algo de lógica en el


discurso de Antígona, así como en el de Creón. Insta a su hermana a ser, también, razonable;
mas Antígona se queja de que esa siempre ha sido la demanda en su contra. Ella no quiere
serlo, no le ve sentido a ello. Ismena le hace notar que le conviene a Antígona obedecer a su
condición de mujer -en tanto opuesta al hombre, que actúa por causas y convicción- y tender
la mano hacia la felicidad que tiene por delante: le llama linda (Antígona no se considera tal)
y recuerda que se casará pronto con Hemón.

El enfoque de Anouilh está en lo no-dicho de la Antígona original. Acá se habla de


su amor, de sus inseguridades; se profundiza en las relaciones que tenía con los demás.
Luego de la primera intervención de Creón -discusión prácticamente igual a la que se
da en Sófocles-, habla el coro. “Y ya está. Ahora el resorte está tenso. No tiene más que
soltarse solo. Eso es lo cómodo en la tragedia.” (Anouilh, 1944, p. 155) Anouilh nos refriega
en la cara nuestra condición de espectadores; enfatiza que hay actores representando ciertos
roles; que hay escenas, decisiones y diálogos que se darán inevitablemente, y que no podemos
hacer nada por cambiarlos. Por eso concluye su intervención diciendo: “La tragedia es limpia.
Es tranquilizadora, es segura... En el drama, con sus traidores, la perfidia encarnizada, la
inocencia perseguida, los vengadores, las almas nobles, los destellos de esperanza) resulta
espantoso morir, como un accidente” (1944, p. 156). La propuesta de Anouilh, a diferencia
de la de Brecht, es la de buscar la serenidad, la calma, donde se pueda. La guerra como
devastación psicológica.

En el encontrón entre Antígona y Creón, este ya no se muestra como el tirano


intransigente de la obra original; más bien, actúa como alguien sensato, que piensa en el bien
común y que, de hecho, no quiere condenar a muerte a Antígona (contradiciendo el cauce
que se infiere de las reflexiones de Anouilh sobre la tragedia). Más aun, la explicación que
da Creón a Antígona sobre la “real” historia de sus hermanos (que, en fin, no eran buenas
personas) logra colocar a Antígona como si fuera ella la poco razonable. Así, se va formando
una tensión entre el aviso original de que los destinos de todos están escritos, y la
complejización de la trama, manipulando las imágenes que se hace del lector de los
personajes (siguiendo a Anouilh, convirtiendo en drama la tragedia). Mientras progresa la
discusión entre Creón y Antígona, el clivaje que ordena la discusión parece más claro:
Antígona representa la juventud (entendida como pasión e impulso); Creón la madurez, la
decisión razonada.

La discusión llega a tal nivel de tensión que Creón no puede tolerarla más: llama a
los guardias para que se lleven a Antígona. Ismena lo reprocha; él responde: “Ella era la que
quería morir. Ninguno de nosotros tenía fuerza bastante para convencerla de que viviera.
Ahora lo comprendo; Antígona nació para estar muerta. Quizá ni ella misma lo supiera, pero
Polinice era sólo un pretexto. Cuando tuvo que renunciar a ese pretexto, encontró otro en
seguida. Lo que importaba pata ella era negarse y morir.” (Anouilh, 1944, p. 186) Luego se
suma Hemón, quien sufre el desmoronamiento de su mundo. Su amada morirá, y su figura
paterna lo ha decepcionado. Huye “herido de muerte”, como dice el coro.

Ante la amenaza de que el pueblo se tome el castillo, Creón manda a los guardias que
cuidaban a Antígona (menos a uno) a defenderlo. El que se queda con Antígona tiene un
diálogo largo con ella, coloquial, en el que le cuenta sobre las jerarquías militares, algo de su
vida personal, etc. Es tan “humana” la relación que Antígona le pide que le escriba una carta
a Hemón (a cambio de un anillo de oro para el guardia).

El cambio de escena es abrupto: cuando todavía se está redactando la carta, entran los
demás guardias, y luego salen todos del escenario. Entra el coro y el mensajero. El coro
anuncia la muerte de Antígona; el mensajero, más detalladamente, cuenta cómo Creón, al
escuchar una voz distinta procedente de dentro de la fosa, ordena, histéricamente, que se
quiten todas las piedras que la tapaban. Cuando logra entrar, ve a su hijo al lado de una
Antígona que se había suicidado. Hemón intenta herir a su padre con la espada, pero falla, y
opta por enterrársela en su propio estómago. Creón entra en escena luego de este monólogo,
de lo más sereno. Dialoga un poco con el mensajero, que le cuenta que también había muerto
su esposa. Creón prosigue, tranquilo. Pregunta por sus deberes del día, y desaparece de
escena.

La obra concluye con los soldados del principio, tomando vino y jugando cartas, tan
despreocupados como le corresponde a su rol.
Antígona Vélez, de Leopoldo Marechal

PERSONAJES
Facundo Galván; Lisandro Galván; Antígona Vélez; Carmen Vélez; Martín e Ignacio Vélez; El
viejo; Coros de mujeres y hombres; Brujas
Escrita en 1951, sitúa la obra en la pampa argentina, en el contexto de la Guerra del Desierto.
Comienza con el funeral de Martín, celebrado como la tradición indica, en paralelo al cuerpo
de su hermano, también muerto, que yace solitario en algún lugar de la pampa. Las mujeres,
quienes se ocupan del cuidado de la casa y de las preparaciones de las cosas, no saben dónde
está Ignacio. Solo saben que de él no se puede hablar.

El coro de hombre cuenta cómo encontraron a Ignacio, cómo lo dejaron al lado de la


laguna, desnudo y siendo comido por pájaros. Las mujeres retroceden. El viejo reflexiona:
“Leyes hay que nadie ha escrito en el papel, y que sin embargo mandan”. (Marechal, 1951,
p. 11) La alusión a la ley divina contrapuesta a las contingentes, las de los mortales, es
temprana.

Facundo Galván (cuyo nombre, imagino, ha de tener relación con la obra de


Sarmiento) no permite su entierro. Al parecer, Galván era la persona de confianza del patrón
Luis Vélez. A la muerte de este, Galván se queda con el campo, defendiéndolo, hasta que los
herederos estén los suficientemente maduros. Se nos dice que Ignacio se une a la causa de
los indios; Martín se queda defendiendo su campo. No es la misma situación que se da en
Edipo Colono; es, sin embargo, una situación que se muestra plausible en la dinámica de los
latifundios y del mundo rural. Es esto, particularmente, lo que permite una obra como
Antígona: mantener los conflictos intactos incluso si se adaptan a distintos contextos.

A la figura de Antígona Vélez la introducen las brujas. Dice a las mujeres:

“- La tierra lo esconde todo. Por eso Dios manda enterrar a los muertos, para que la tierra cubra y
disimule tanta pena.
- ¡Está prohibido enterrar a Ignacio Vélez!
- Lo sé. Pero yo conozco una ley más vieja.” (Marechal, 1951, p. 17)
La sensación que transmite el coro de mujeres es de profunda incomodidad, de una desazón,
como si el actuar de Galván implicara una incongruencia con el normal transcurrir de la vida,
y que nada volverá a su cauce original si no se remedia esta afrenta a las “leyes viejas”
(referencia y apropiación de la “hibris”).

Los hombres conversan afuera de la casa, poniéndose al tanto del paradero de cada
persona en ese momento; ellos se preocupan del orden, del control. Por eso las mujeres se
presentan a priori como peligro, y son culpables hasta que se demuestre su complicidad con
el macho.

El encuentro entre Antígona y Facundo es el de la esfera privada con la pública.


Privada en tanto obedece a relaciones, a lazos no necesariamente racionalizados ni
nombrados; pero sentidos. Lo público aparece como conflictos en torno al orden. Discuten:

“- Mi padre sabía dictar leyes, y todas eran fáciles. Murió sableando pampas junto al río.
- Las leyes de tu padre voy siguiendo.
- ¡No, señor! Él no habría tirado su propia carne a la basura.
- ¡También él supo castigar!
- ¡Jamás lo hizo por encima de la muerte! Dios ha puesto en la muerte su frontera. Y aunque los
hombres montasen todos los caballos de su furia, no podrían cruzar esa frontera y llegarse hasta
Ignacio Vélez para inferirle otra herida.
- No hace falta: Ignacio Vélez ha recibido lo suyo.
- ¡Ha recibido más de lo suyo!
- ¿Qué más?
- La tierra sucia y los pájaros hambrientos.
- ¡Le pertenecen también!
- ¡No, señor! Dicen que Ignacio Vélez recibió tres heridas en la pelea. Y está bien, porque las
recibió más acá de la muerte y entraban en lo suyo. Lo que no está bien, ¡y lo gritaría!, es la
vergüenza que recibe ahora del otro lado de la muerte, porque no entra en lo suyo. (Al coro de
Hombres.) ¡Ni en lo de ustedes, hombres!” (Marechal, 1951, p. 24)
Luego de esta discusión, los coros comparten sus lamentos. Lo que les subyace es la idea de
que antes tenían propósito, pero ahora, que ni siquiera a un muerto se le da entierro, hay
incertidumbre y tensión.

Aparece Lisandro, el hijo de Galván. Le comunica a su padre que Ignacio fue


enterrado. El caballero, irritado, le dice al tercer participante de la conversación -un
rastreador-, que vaya a investigar y ver quién fue el culpable. Llegan los coros de hombres y
de mujeres; ambos se excusan diciendo que estaban cumpliendo con sus obligaciones. El
rastrero vuelve con evidencia que inculpaba a Antígona. Llega ella y acepta las acusaciones.
Galván, sobrepasado por la situación, ya por la afrenta directa a su autoridad, ya por la actitud
orgullosa e inflexible de Antígona, decide que se debe subir a Antígona al mejor caballo que
tengan y que él determine su suerte.

La perturbación en el ambiente responde a una sensación de falta de justicia. Galván


ha actuado como un tirano, sin voluntad de entender ni de dialogar; es decir, en ningún
momento hizo política. Pero la postura de Antígona es curiosa: su razón de vida se basaba en
el cuidado de sus hermanos. Sin ellos, no tiene nada. A ella lo mueve un instinto maternal,
una intuición a duras penas verbalizada, que choca con la imposición de una voluntad
externa.

Luego, se da un bello diálogo entre Antígona y Lisandro. Ambos, remontándose a


una escena que les ocurrió en su adolescencia y que marcó a ambos, reconocen por primera
vez su amor al otro. Antígona, abruptamente dialogando con las mujeres, dice que Galván
está en lo correcto. Que él quiere poblar el sur de flores, y ella será la primera que siembre.
Pero la clave de su tranquilidad está en esta frase: “Porque Antígona Vélez fue madre antes
que novia. Facundo Galván y yo hemos trabajado con la muerte, sin pensar en el Otro, que
también debió ser escuchado” (Marechal, 1951, p. 52). A Ignacio Vélez pocas veces se lo
refiere por su nombre en esta obra. Y si se lo hace, lo hace alguien del coro. He ahí el nudo
del asunto: Ignacio termina funcionando como un símbolo, como un objeto para probar un
punto o hacia el que reaccionar más que como un individuo con el que se haya podido
dialogar y entender. A Ignacio se lo deshumaniza y lo que lo haya podido llevar a su muerte
termina siendo anecdótico (en desmedro de lo que significa el que esté muerto en sí). “El
Otro” siempre se refirió a Ignacio Vélez a lo largo de la obra. Pero después del diálogo con
Lisandro, este Otro metamorfosea -para Antígona- en Lisandro. Me parece que la constante
referencia que hace Antígona a que su padre ya no la recibirá en su próxima existencia
obedece al remordimiento (a la vez razón de por qué parece imperturbable) que le causa el
saber que, después de la conversación con Lisandro, ya no actúa en nombre de su hermano,
sino que el objeto de su pensamiento es ahora su enamorado.

Están todos, menos Facundo Galván, reunidos para cumplir la condena. Se hace de
todos conocido el amor de Lisandro y Antígona, lo que les permite entender por qué Antígona
actuaba de tal manera. Pero la condena estaba hecha, y los hombres solo siguen órdenes.
Unos sujetan a Lisandro, otros suben y amarran a Antígona al caballo. El caballo parte al
galope hacia el horizonte. Lisandro se suelta de sus verdugos, desaparece unos segundos, y
luego reaparece galopando raudo en su caballo junto al de Antígona. Solo se ven dos puntitos,
juntos, a lo lejos. Hasta que son muertos por las lanzas de los indios.

Unos soldados que peleaban en la guerra llevan a Antígona y a Lisandro de vuelta a


“La Postrera”. Hombres y mujeres reaccionan con tristeza: los unos porque no van a poder
llevar a su querido Lisandro el día de su boda, ayudarlo con su caballo y cumplir con las
costumbres suyas; las otras porque no podrán acompañar a Antígona, también el día de su
boda, arreglándola y compartiendo su momento de felicidad. Facundo Galván dice que se les
entierre en dos tumbas adjuntas, ya que son un matrimonio. “Pero no les darán nietos”, dicen
los dos coros. “¡Me los darán!”, responde don Facundo. “¿Cuáles?”. “Todos los hombres y
mujeres que, algún día, cosecharán en esta pampa el fruto de tanta sangre” (Marechal, 1951,
p. 65).
Conclusión

La obra cumple con la definición de clásico que hace Ítalo Calvino: esta no se agota en su
primera lectura; es maleable, atractiva, transversal. A través de la descripción que se ha hecho
de las obras de Brecht, Anouilh y Marechal, me parece que se puede afirmar esto. Así,
Antígona no es necesariamente una obra que se deba reducir a los supuestos conflictos
encarnados por sus personajes, ni tampoco a su condición de respuesta a un contexto
determinado. Es tan útil tanto para denunciar la conducta irresponsable de un tirano como
para ilustrar los conflictos rurales, ajenos a los centros culturales y políticos que, por lo
general, llaman la atención. Lo que heredamos de Sófocles es un mapa para comprendernos
y desde el que criticar; una obra inmortal a la que podemos acudir para entendernos sea cual
sea la situación.
Bibliografía

Anouilh, J. (1944). Antígona.

Brecht, B. (1948). Antígona. Puerto Rico: Facultad de Humanidades Universidad de Puerto


Rico.

Crespo, E. (coordinador) (2008). Esquilo, Sófocles, Eurípides. Obras completas. Navarra:


Cátedra.

CTXT Revista Contexto (2018). Nuestra Antígona. Recuperado de:


http://ctxt.es/es/20180613/Firmas/20098/Antigona-mitos-conflictos-humanos-muertos-
mediterraneo.html

Marechal, L. (1951). Antígona Vélez. Buenos Aires: Citerea.

Santirocco, M. (1980). Justice in Sophocles’ Antigone. Philosophy and Literature, 4 (2), 180-
198 pp.

Steiner, G. (1986). Antígonas. Barcelona: Gedisa.

Real Academia Española (RAE). (2017). Borges esencial. Rio de Mouro: Alfaguara.

Reading Antigone through Hannah Arendt’s political philosophy (congreso, 2011). 5th
Mediterranean Congress of Aesthetics.

Potrebbero piacerti anche