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Este concierto nos sitúa, en efecto, entre dos mundos: el primero en Rusia, todavía zarista en el
momento de composición de este concierto, una Rusia que se inmortaliza en el arte en las manos
de Tolstoi, Repin o Mussorgksy, y que lejos de ser amable, ofrece una imagen artística
monumental, ancestral y trágica, imagen que se refleja en el Concierto nº 2 de Sergei
Rachmanninov. El otro mundo es el de la América re-conocida, admirada por Dvorak y
‘descubierta’ como inspiración dentro de la música clásica. Una América que comparte con Rusia
una naturaleza tamaño XXL, una América que guarda dentro de sí su mejor tesoro musical: el de
su propia música, los ritmos y melodías afroamericanas, hasta el momento ignorados por los
compositores de música ‘académica’, y de súbito admirados y utilizados por Dvorak en sus obras
del periodo americano.
Esos dos mundos quedan representados por dos obras-icono, sin duda entre las más queridas
por el público, y entre las más utilizadas por la cultura popular, llegando a ser imagen sonora de
películas y anuncios de televisión de dudoso gusto. De lo que no cabe duda, es de que ambas
logran captar la atención del oyente de principio a fin, probablemente por la gran capacidad de
expresión emocional y ‘narración’ del conflicto que ambas comparten.
El segundo movimiento se halla entre los momentos más poéticos de la historia del piano,
comparable, y quizás inspirado por, el movimiento lento del 5ª concierto para piano y orquesta de
Beethoven. El piano despliega un acompañamiento de arpegios, calmo pero sumamente
expresivo, sobre el que despliega la flauta, en conversación con el clarinete, el tema principal del
movimiento, una suerte de ensoñación que el piano se encargará de parafrasear y desarrollar.
Cierra el concierto un tercer movimiento musculoso y afirmativo. El compositor-pianista mira de
frente al combate con la vida, digo, con la orquesta.
Obra magistral que reafirmó el talento compositivo de Rachmaninov e impulso con fuerza su larga
carrera.
Diez años atrás, en el verano de 1891, el compositor checo Antonin Dvorak (1841-1904) decidió
emprender su aventura americana: viajar a Nueva York a hacerse con el cargo de director del
Conservatorio Nacional, tras una larga insistencia de su fundadora Jeannette Thurber. Allí entre
muchos alumnos que buscaban adoptar el paradigma compositivo europeo, encontró a algunos
otros que le mostraron lo que para Dvorak sería el verdadero tesoro de su viaje: el contacto con la
música negra e indígena de los Estados Unidos - en ella estaba el futuro de la música americana,
de acuerdo al compositor-. Su estrecha amistad con su alumno Harry T. Burleigh le serviría para
sumergirse en el estilo de música mencionado, en sus ritmos, patrones melódicos y recursos
armónicos más frecuentes. De ese idilio con la música nativa americana nació la Sinfonía del
Nuevo Mundo, la novena y última de su catálogo.
La sinfonía se abre, tras una introducción entre la evocación y la amenaza, con un Allegro
monumental en el que ya se pone de manifiesto la combinación entre lo épico (primer tema), lo
lírico (el espiritual negro que conforma el segundo tema, extraído por cierto, del espiritual negro
“Swing long, sweet cheriot”), y, además, la danza (tema de transición entre el épico y el lírico). Un
desarrollo muy “europeo” en su construcción de lo pastoral a lo combativo, y una sección final en
la que el espiritual negro del segundo tema se reconvierte y agiganta, serán los momentos más
representativos del movimiento.
Un tercer movimiento Scherzo, de molde muy Beethoveniano -recuerden aquellos que lo tengan
en la cabeza, el Scherzo de la novena sinfonia del compositor de Bonn-, incorpora de nuevo la
energía rítmica a la sinfonía. “La boda de Hiawatha”, siguiendo con la épica de Longfellow, es la
que inspira esta escena: la danza rítmica y racial en un impetuoso crescendo sin concesiones
abrirá el movimiento, mientras que, contrastando, aparecerá en la sección central un amable
tema, de cadencia muy americana, para aportar el elemento lírico.