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2 EL LENGUAJE DE LOS SEXOS

Todos los seres humanos poseen un


conjunto de señales biológicas genéricas
muy eficaces, pero las culturas en que
viven las modifican de mil y una formas
diferentes, exagerando algunas y
suprimiendo otras, cambiándolas y
haciéndolas más y más elaboradas, y
transformando el lenguaje biológico de los
sexos en una babel cultural.
Hoy por hoy, cuando los seres humanos
muestran su género, en lugar de
transmitir sosegadamente sus señales
reproductoras básicas, proclaman a voz
en grito su estatus adulto con toda la
complejidad que la vida moderna les
puede ofrecer. Nos hemos acostumbrado
a ello desde niños y nos hemos
preparado a conciencia para responder a
las modas de la belleza con un sinfín de
detalles de maquillaje, peluquería y
prendas de vestir. Cuando buscamos una
pareja, tenemos en cuenta miles de
pequeños detalles de cosmética, vestido
y otros elementos visuales. El asombroso
ordenador que reside en nuestro cerebro
realiza centenares de cálculos meteóricos
cada vez que nos cruzamos con un
destacado miembro del sexo opuesto,
evaluando instantáneamente su atractivo
sexual, y si alguno de ellos merece un
«diez», lo sabemos de inmediato. No
obstante, si nos pidieran que
analizásemos los diversos factores que le
hacen acreedor de tan extraordinaria
calificación, nos resultaría una tarea harto
difícil, ya que nuestra evaluación se basa
en un complicado conjunto de influencias
culturales.

SEXO Y BELLEZA
¿Por qué nos cuesta tanto emparejarnos?
Si un miembro del sexo opuesto posee
las señales genéricas básicas, las
propiedades físicas esenciales y una
inteligencia razonable, ¿qué nos impide
emparejarnos con él? La respuesta reside
en lo que se ha dado en llamar «la trampa
de la belleza». Hemos aplicado una serie
de sofisticados estándares a lo que
consideramos el compañero sexual ideal
en nuestro moderno contexto social, y es
probable que ni siquiera seamos
conscientes de la forma en que lo hemos
hecho, sino que se trata simplemente de
lo que está «de moda» o «en nuestra
longitud de onda», quedando atrapados
en la pegajosa tela cultural que la araña
de los usos sociales teje alrededor de
cada uno de nosotros desde el momento
de nacer. Pero eso no es todo, sino que
para complicar aún más las cosas, los
detalles de esta situación son diferentes
en cada una de nuestras sociedades.
En efecto, cada comunidad humana tiene
sus propios estándares de belleza. En un
estudio realizado sobre doscientas
culturas distintas con el propósito de
determinar lo que se consideraba
atractivo en cada una de ellas, apenas se
encontraron cualidades válidas para
todos los colectivos, y muchas de las
señales sexuales evidentes no
consiguieron gozar de una aceptación tan
universal como se creía.
Por cada cultura que sentía una especial
predilección por los senos femeninos
voluminosos, había otra que los prefería
pequeños. Si en una cultura triunfaban los
dientes blancos, en otra eran los dientes
negros o limados. Si a una le gustaba el
pelo largo, otra se inclinaba por las
cabezas rasuradas. Si a una le gustaban
los cuerpos esbeltos, otra prefería los
obesos, y así sucesivamente. A veces las
preferencias eran un tanto arbitrarias o se
basaban simplemente en lo opuesto a lo
de la tribu vecina con la finalidad de crear
una diferencia distintiva. Con relativa
frecuencia se exageraba alguna de las
innumerables señales genéricas
humanas. Así, por ejemplo, mientras una
cultura destacaba los labios, otra ponía el
énfasis en el cuello o los pies. En
cualquier caso, el procedimiento era
idéntico, seleccionando un rasgo físico
específico y llevándolo hasta el límite, o lo
que es lo mismo, creando lo que se ha
denominado «estímulos supernormales».
A este respecto, nada podría ser más
normal que los increíbles labios de plato
que se estilan entre las mujeres de ciertas
tribus africanas. Si se considera seductor
en una mujer el hecho de tener unos
grandes labios carnosos, ¿por qué no
agrandarlos? El método es el siguiente:
se practica un corte en los apéndices
labiales de la niña en su más tierna
infancia y se introduce un platito para
ensancharlos; luego, a medida que va
creciendo, se sustituye el platito por otro
más grande, de tal manera que los labios
van aumentando de tamaño hasta que la
mujer consigue unos superlabios que en
teoría deberían ser superseductores. En
general, los primeros platos apenas
tienen las dimensiones de una moneda,
pero los últimos son lo bastante grandes
como para servir una cena opípara.
Algunas tribus incluso utilizan dos platos,
uno para el labio superior y otro para el
inferior, lo que dificulta la acción de
comer, beber o fumar. Sus posibles
ventajas o inconvenientes respecto a la
estimulación erótica previa al acto sexual
nunca se han analizado.
En las tribus de los surma y los mursi, los
labios de plato femeninos son tan
importantes para que una mujer joven sea
sexualmente atractiva que el precio que
debe pagar el novio para desposarla se
determina en función del tamaño del
plato. Cuanto mayores sean las
proporciones del plato que luce una
muchacha soltera, mayor será su valor.
(Los platos más grandes están tasados
en cincuenta cabezas de ganado, toda
una fortuna en términos locales.) Como
cabe imaginar, esta práctica somete la
elasticidad de la carne humana a una
durísima prueba, llegando casi hasta el
punto de rotura. Las normas locales sólo
permiten a las mujeres quitarse los platos
cuando se hallan en la compañía
exclusiva de otras mujeres, cuando
comen en privado o para dormir, pero
deben usarlos siempre que esté presente
un hombre.
Curiosamente, eso que a ojos de los
occidentales se considera una auténtica
deformidad facial, se ha desarrollado en
diversas culturas tan alejadas entre sí
como las del África tropical y las de las
selvas de América del Sur. Aunque pueda
parecer extraño, conviene recordar que
nuestra propia cultura utiliza, si bien de
una forma muy modesta, una exageración
labial similar. A menudo las mujeres se
pintan los labios con una barra brillante
por fuera de la línea real que los delimita.
De este modo, consiguen realzar su
tamaño y volumen. Esta moda fue
introducida por las prostitutas del Antiguo
Egipto con el fin de parecer más
atractivas a sus clientes, y desde
entonces se ha ido extendiendo hasta
convertirse en una de las principales
industrias de nuestro tiempo. Por otro
lado, desde hace unos años se usan
implantes de colágeno o de grasa para
aumentar el volumen de los labios. Así
pues, la diferencia entre la «deformidad»
de los labios de plato y el
«embellecimiento» de los labios
occidentales sólo es una cuestión de
medida, ya que en ambos casos se da
una exageración de una respuesta sexual
femenina, es decir, la hinchazón labial
que se produce durante una fase de
intensa excitación sexual. En este
sentido, la cultura extralimita los designios
de la naturaleza.
En otras zonas corporales también tiene
lugar un proceso semejante. El cuello de
la mujer es más largo y esbelto que el del
hombre, de lo que se infiere que cualquier
modificación que pueda darle un aspecto
aún más prolongado y fino incrementará
su feminidad. El ejemplo más notable lo
constituyen las asombrosas mujeres de
cuello de jirafa de Birma-nia,
pertenecientes al subgrupo padaung del
pueblo karen, en el oeste de aquel país,
que empiezan a colocarse anillas
alrededor del cuello desde muy jóvenes.
A medida que van creciendo continúan
añadiendo más y más anillas que
empujan los hombros hacia abajo, dando
la impresión de tener un cuello
larguísimo. El objetivo consiste en colocar
el mayor número de anillas, que por
alguna razón, suele cifrarse en 32.
La leyenda remonta los orígenes de esta
tradición a una época en que las mujeres
se veían amenazadas por un tigre que las
mataba mordiéndoles el cuello, y según
se creía, las anillas constituían una
protección contra estos ataques. Sin
embargo, las jóvenes mujeres padaung
dan una explicación más simple de esta
extraña costumbre: «Las anillas de latón
alrededor del cuello te hacen más bella.»
El problema para ellas no es, como se
podría pensar, de orden práctico —cómo
moverse—, sino cómo conseguir el dinero
para comprar las anillas, habida cuenta
de su elevado precio. La solución ha
consistido en estos últimos años en
cruzar la frontera tailandesa, donde se
dejan fotografiar por los turistas a diez
dólares la instantánea. Para algunos ésto
es un deplorable ejemplo de explotación
étnica, pero al menos mantiene viva la
antigua tradición. .
Otro rasgo femenino que también ha
adquirido gran relevancia cultural es la
anchura de las caderas. En África
occidental, las mujeres de Camerún
tienen un especial cuidado en acolchar
las faldas para dar la impresión de que
sus caderas son más anchas y por
consiguiente que están mejor preparadas
para la maternidad. En las sociedades
occidentales se suele preferir una silueta
más esbelta y juvenil, sobre todo ahora
que la natalidad ha experimentado un
notable descenso, pero en Camerún,
donde la tasa de natalidad es cuatro
veces superior a la europea, las señales
maternales todavía siguen predominando
sobre las de la juventud.
Es posible que unas caderas generosas
no gocen de tanta popularidad en el
mundo occidental, pero los senos de gran
tamaño cuentan con innumerables
adeptos. Teniendo en cuenta el
extraordinario atractivo que ejerce la
forma hemisférica del pecho femenino
como señal sexual, no es de extrañar que
algunas culturas hagan lo indecible para
realzar este rasgo corporal. En Estados
Unidos, en particular, los implantes
mamarios se han hecho inmensamente
populares entre las show girls. Se trata de
conseguir unos senos capaces de
conservar una firmeza y una redondez
casi rígidas cualquiera sea el movimiento
que realice su poseedora. Ni que decir
tiene que eso crea una poderosa imagen
visual, aunque otra cuestión es si estos
nuevos pechos tecnológicos son o no
sexualmente sensitivos. No obstante, eso
es algo que tiene poca importancia en el
contexto de los clubes que ofrecen
espectáculos eróticos, puesto que tocar
está prohibido.
A lo largo de la historia distintas culturas
han seleccionado diferentes
características del cuerpo para
exagerarlas. En China era habitual
mejorar la naturaleza femenina
reduciendo en lo posible el tamaño de los
pies. Desde la infancia las niñas se veían
obligadas a soportar unos vendajes
terriblemente dolorosos. A partir de los
siete años, las madres llevaban a sus
hijas a los encargados de practicar este
ritual con el propósito de que envolvieran
sus piececitos con una venda especial, de
cinco centímetros de ancho por tres de
largo, que curvaba los dedos hacia atrás
y los embutía debajo de la región plantar,
dejando libre únicamente el dedo
gordo. A medida que aumentaba la
tensión, el vendaje también tiraba de la
planta del pie, aproximándola poco a
poco al talón. Después de varios años
con este cruel tratamiento, los pies
acababan deformados por efectos de la
atroz presión, reducidos a una especie de
pequeña pezuña. De este modo cabían
en los minúsculos zapatitos de exquisito
bordado que se confeccionaban para las
damas de la alta sociedad y que apenas
medían unos centímetros de longitud.
El pie diminuto, conocido como el Loto de
Oro, estaba considerado por los varones
chinos como la cumbre de la belleza
erótica. Durante el acto sexual lo
acariciaban, lo chupaban, lo
mordisqueaban e incluso se lo introducían
en la boca. Era el centro del deseo
erótico. Dado que las mujeres tenían pies
más pequeños que los hombres, el hecho
de exagerar esa diferencia les otorgaba
un estado de superfemi-nidad. Sólo las
campesinas tenían los pies planos, o
«pies de pato» como se les denominaba
mordazmente. Con estos antecedentes
no es de extrañar que aún hoy algunos
aseguren que el cuento de La Cenicienta,
cuyas malvadas hermanastras no
lograron enfundar sus grandes pies en el
diminuto zapatito de cristal, tuviese sus
orígenes en aquel país.
La costumbre china de vendar los pies se
prolongó durante casi un milenio, desde
el siglo x hasta principios del siglo xx,
cuando por fin se prohibió dicha práctica
por brutal y primitiva. Su persistencia
durante tanto tiempo se debió a un doble
significado. En efecto, el pie no sólo
actuaba a modo de zona erótica, sino
también como un distintivo de alto estatus
social, pues las mujeres con los pies
vendados no podían realizar ninguna
labor manual. Lucir un par de Lotos de
Oro equivalía a llevar una vida de
distinguida reclusión, de inactividad y
fidelidad forzosas.
Quizá nos horroricemos ante la idea de
mutilara nuestras hijas de tal guisa, pero
lo cierto es qué tampoco hemos sido
completamente inmunes a este tipo de
exageración. El zapato de tacón
occidental, pese a ser una tenue sombra
del estilo chino de calzado, no deja de ser
una grave distorsión de la naturaleza
física humana. Al igual que los zapatos
chinos, los de tacón también incapacitan
a las mujeres. Como es lógico, no llegan
a aquellos extremos, pero consiguen dar
un aspecto más delicado y vulnerable a
quienes los calzan y, por tanto, es más
probable que despierten los instintos
protectores del varón. Tal como sucede
con las exageraciones labiales, sólo es
una cuestión de medida, pero el principio
es el mismo. A modo anecdótico, tal es el
poder disuasorio, sexualmente hablando,
de un pie femenino de gran tamaño, que
el pianista de jazz Fats Waller escribió
una canción dedicada a este tema (Your
Feef's Too Big!), que concluye con el
famoso verso: «Tus extremidades
pedales son detestables.» Nos guste o
no, hoy en día la belleza desempeña una
función esencial en la selección de la
pareja, aunque por algún motivo ha
perdido su primigenio sentido común.
Actualmente, una mujer de rostro
deslumbrante será más atractiva como
pareja potencial que otra cuyo rostro no
tenga nada de particular, sin importar sus
cualidades maternales. Incluso si tiene
labios estrechos, es insulsa, de mal
carácter y vanidosa, una mujer
exquisitamente bella siempre estará en
condiciones de competir por una pareja
con una rival cariñosa, hogareña, fértil y
dotada de un temperamento plenamente
compatible. Lo mismo se puede aplicar al
sexo masculino. Un hombre atractivo, con
una personalidad más que dudosa,
siempre será capaz de competir con
cualquiera de sus homólogos de rasgos
físicos más vulgares aunque éste sea
amable y leal. Y eso va más allá de la
selección de pareja, influyendo asimismo
en el ámbito del empleo y la selección de
personal. Un estudio reciente reveló que,
por término medio, la beautiful people
gana un 5 por ciento más que sus
compañeros de aspecto normal y
corriente. Otra investigación elevó la cifra
hasta el 12 por ciento.

En otras palabras, el estatus tiene


preferencia sobre la reproducción. En
algunas especies esta curiosa situación
sería impensable, pero en nuestras
superpobladas comunidades humanas el
énfasis en la potencial reproducción ha
disminuido, mientras que el deseo de
poder hacer ostentación de un estatus
público elevado se ha incrementado. En
la complicada jerarquía social actual se
prefiere al compañero sexual capaz de
hacer que los rivales se mueran de
envidia antes que al que promete ser una
pareja reproductora ideal. Este aspecto
es uno de los factores más complejos en
la moderna selección de la pareja. El
joven adulto no sólo tiene que encontrar
un compañero sexual, sino que además
tiene que dar con uno que posea las
cualidades especiales, casi inalcanzables,
del glamour físico.
Son pocos los que se habrán dado cuenta
de que en estos últimos años se ha
producido una rebelión contra esta nueva
tiranía, si bien por desgracia se ha
convertido más en una cuestión feminista
que en un tema de ámbito humano
general. La escritora norteamericana
Naomi Wolf ha comentado: «El mito de la
belleza carece de justificación biológica;
lo que se está haciendo hoy en día a las
mujeres no es sino el resultado de la
acuciante necesidad que siente la
estructura del poder, de la economía y de
la cultura actuales de organizar una
contraofensiva contra ellas. El mito de la
belleza no tiene nada que ver con las
mujeres, sino que está relacionado con
las instituciones masculinas y el poder
institucional.»
Su crítica del mito de la belleza es
correcta, pero su explicación de lo que
subyace detrás constituye una clara
reminiscencia de lo que alguien bautizó
como «campaña de incoherencias».
Afirmar que el concepto de la belleza
deriva de algún complot masculino contra
la mujer supone ignorar dos puntos
importantes. Primero, el aspecto
masculino forma parte del mito tanto
como la belleza femenina. Y segundo, el
mito de la belleza femenina lo mantienen
vivotanto las mujeres como los varones.
No se trata de una batalla que hay que
librar en la guerra de los sexos, sino de
una cuestión relativa al hombre y la
mujer.
Dicho esto, hay que admitir que la
situación no es tan sencilla como puede
parecer a primera vista. Si se examina
con mayor profundidad enseguida se
distinguen dos clases principales de
belleza. La primera está relacionada con
aquellos sutiles matices locales que
hacen que un rostro, ya sea masculino o
femenino, sea el más atractivo
sexualmente, y que variarán de un lugar a
otro y también de una época a otra, al
igual que cambian los roles tipo y los
ídolos de moda. Es la belleza de la
estrella de cine, la seducción de la
modelo de pasarela, la mística del varón
musculoso, elegante e irresistible; esa
clase de belleza perfeccionista más
relacionada con la estética escultural, con
el culto al héroe y a la heroína que con
una selección reproductora realista y
genuina. Es la belleza competitiva que ha
invadido la vida familiar, ridiculizando la
biología reproductora.
Pero lejos de esta forma de belleza
refinada artificialmente y siempre variable
existe un conjunto universal de elementos
claves del atractivo visual humano. Juntos
constituyen lo que se podría denominar
«belleza biológica». Estos \ elementos
son: 1) las señales genéricas básicas
(amplitud de los hombros masculinos,
caderas femeninas anchas, etc.), 2) las
señales de juventud (vigor, flexibilidad,
elasticidad, suavidad de las superficies
corporales), 3) las señales de salud (piel
clara, ausencia de enfermedad, buena
forma físi-ca),-y 4) los rasgos simétricos.
Éstos son los únicos elementos visuales
que poseen el mismo atractivo en todas
las culturas. Los demás detalles, tales
como la forma de la nariz, la longitud del
pelo y el tamaño de los senos, varían de
una sociedad a otra. Los tres primeros
parecen lógicos a efectos reproductores,
pero el cuarto es mucho más enigmático
y requiere explicación.

Los estudios del «atractivo de la simetría»


son bastante recientes y han revelado
algunos resultados inesperados. A partir
de las pruebas realizadas con fotografías
de rostros humanos que mostraban
distintos grados de asimetría los
investigadores han podido concluir que
cuanto mayor es la simetría de un rostro,
más atractivo se considera. La exacta
medición de 72 voluntarios demostró que
la asimetría más atractiva se cifraba entre
el 1 y el 2 por ciento, y la menos atractiva
se situaba entre el 5 y el 7 por ciento. Por
otro lado, los individuos más simétricos
disfrutaban de una vida sexual más
satisfactoria. Por término medio, los
varones simétricos iniciaban su vida
sexual tres o cuatro años antes que los
más chuecos o desiguales. Y las parejas
femeninas de los hombres simétricos
alcanzaban el orgasmo en el 75 por
ciento de los intercambios sexuales,
comparado con sólo el 30 por ciento en el
caso de los varones asimétricos. Además,
los orgasmos simultáneos eran más
frecuentes en los individuos más
simétricos.
Se ha argumentado mucho sobre la
causa del poderoso atractivo que ejerce
la simetría corporal, y la respuesta parece
estar en la esfera de la salud. Estudios
realizados con animales han demostrado
que las crías de las madres enfermas
presentan una asimetría más acusada, y
las investigaciones sobre seres humanos
indican que las mujeres con senos
asimétricos son menos fértiles que las
demás. Así pues, al parecer durante el
proceso de desarrollo, tanto anterior
como posterior al nacimiento, los
individuos simétricos están más sanos,
son más fuertes y su sistema
¡inmunológico es más eficaz. Siendo así,
sería lógico desdé un punto de vista
evolutivo que se les considerase más
atractivos. Pero la reacción ante ellos no
se analiza tal cual se produce. Nadie es
realmente consciente de cómo reacciona,
sino que constituye un trasfondo secreto
en el lenguaje corporal de los encuentros
sexuales.

Al combinarse estos elementos


universales de juventud, salud y simetría
dan lugar a una forma básica de belleza
biológica reconocida en todas las
culturas. Así, por ejemplo, cuando se
mostró fotografías de varones griegos a
un grupo de mujeres inglesas, chinas e
indias y se les pidió que los clasificaran
por su atractivo, sus respuestas fueron
idénticas. Otros tests similares,
efectuados con participantes de trece
culturas diferentes, dieron los mismos
resultados.
El descubrimiento más significativo quizá
sea el derivado de las pruebas realizadas
con bebés. Al mostrar parejas de
fotografías de rostros adultos a
pequeñines de pocos meses de edad,
éstos miraban durante un período más
largo de tiempo las que previamente otros
adultos habían seleccionado como más
atractivos, lo que apoya la idea de la
existencia de un factor de belleza
universal en el aspecto físico mucho
antes de que las influencias culturales
hayan empezado a operar.
Así pues, parece que debemos aceptar la
existencia de dos niveles de belleza: uno,
universal, que nos permite valorar el
atractivo físico de alguien del otro lado del
mundo, perteneciente a una raza
diferente, y otro, localizado, cultural, que
varía a tenor de un conjunto de reglas de
moda casi | arbitrarias. El primero nos
proporciona nuestra humanidad,~;
común; el segundo, nuestra rica variedad
de culturas.

SEÑALES DE JUVENTUD
Uno de los rasgos mencionados
anteriormente y que. posee un inequívoco
atractivo universal es la juventud. El;
hecho de que, a medida que vamos
creciendo, cuanto más joven es el adulto
humano más intensas son las señales; —
mensajes— sexuales que transmite
merece ser analizado en profundidad. El
foco de esta sexualidad reside en el
estado de conservación de la piel y los
músculos. Una piel suave, un torso
flexible y unas extremidades ágiles
contribuyen a crear una poderosa imagen
de atractivo sexual. Mientras que en los
jóvenes la energía está presente en todas
sus acciones, la gente mayor camina
lenta y pesadamente, se fatiga al subir las
escaleras, le flaquean los brazos y las
piernas y se siente decaída. El cuerpo de
un adulto joven da la sensación de ser
más blando, más elástico y más ligero,
como si la fuerza de la gravedad apenas
influyera en sus movimientos.

En el caso de las mujeres, la resistencia


juvenil a la fuerza de la gravedad es
especialmente relevante ^n una zona
específica de su cuerpo. En efecto, los
senos conservan toda su firmeza, sin
combarse, sin ceder un milímetro. Sin
embargo, a medida que van creciendo, la
combadura se incrementa hasta que
finalmente, a edad muy avanzada, el
pecho caído reposa sobre el tórax. En la
vida de la mujer hay un período muy
importante en el que, al término de la
adolescencia, recién cumplidos los veinte
años, los senos alcanzan su plenitud por
lo que a volumen se refiere, sin haber
empezado aún a combarse. Es en esta
época cuando poseen el máximo atractivo
sexual y no es casualidad que también
sea en esta fase cuando la hembra
humana está más preparada para la
reproducción. En este sentido, conviene
recordar que la edad de máxima
fecundidad en la mujer, es decir, aquella
en que tiene más probabilidades de
gestar un feto y llevarlo a buen término a
los nueve meses, es de veintidós años.
Los pechos tersos, desafiantes y
respingones de la mujer en el umbral de
la adultez constituyen una señal muy
especial para el varón, una exhibición
sexual a la que le resulta imposible
resistirse.
El hecho de que esta demostración
juvenil «antigravitacional» se limite
únicamente a este período de su vida ha
sido causa de consternación para muchas
mujeres y ha pro-
piciado la invención de los corsés
ceñidos, de los sujetadores y, más
recientemente, de los implantes de
silicona, artilugios que no son sino un
intento desesperado de conferir señales
de juventud a unos senos femeninos ya
maduros. Su extraordinaria popularidad
constata el poder de la juventud como
señal genérica.
Cuando con los años el estado de forma
muscular inicia su declive, otras partes
del cuerpo se pueden beneficiar de una
pequeña ayuda artificial. Al igual que con
las glándulas mamarias, el tejido graso de
las nalgas también pierde su firmeza y se
comba. Pues bien, basta un pantalón
ajustado, vaquero o de cualquier otro tipo,
para corregirlo. Además, en estos últimos
años ha hecho su aparición en el
mercado una serie de prendas especiales
destinadas a quienes desean lucir un
trasero más juvenil para solaz de los ojos
que quieran I posarse en él, entre las
que se incluyen productos con nombres
comerciales tales como «Bum-bra»
(sujetador para las nalgas), «Bottom-bra»
(sujetador para el pompis), «Bottom
Falsies» (rellenos para el trasero) y
«Miracle Boost Denims» (vaqueros
milagrosos para levantar salva sea la
parte). Los diseñadores de estos inventos
utilizan el último grito en tecnología textil
para elevar, dar firmeza y prominencia a
las nalgas. Aun reconociendo que puedan
tener cierto atractivo, el problema
consiste en que sólo funcionan cuando se
está completamente vestido, y en el caso
de que la exhibición sexual haya
resultado satisfactoria y conduzca a una
relación más íntima, llegará el ineludible
momento en el que el cuerpo quede al
desnudo y toda aquella tersura artificial
de falsa juventud dé paso a la flaccidez
natural de la edad.
Que nadie se lleve a engaño pensando
que las mujeres son las únicas a quienes
les preocupa esta cuestión. La necesidad
de parecer joven es uno de los factores
que se esconden detrás de la curiosa
actividad masculina del afeitado. Muchos
hombres adultos dedican una
considerable cantidad de I
tiempo de su vida a rasurarse la barba, o
lo que es lo mismo, a eliminar este
emblema distintivo del macho humano
adulto. Dedicar unos escasos diez
minutos a esta tarea diaria equivale a un
total aproximado de ciento treinta y dos
días, o diecinueve semanas, en una vida
de setenta años.
Hay quien ha dicho que tan extraño
proceder tiene seis ventajas principales:
1) confiere un aspecto más joven al
varón, ya que a los niños no les crece la
barba, 2) le da un aspecto más aseado,
puesto que los pelos de la barba atrapan
olores y residuos alimenticios, 3) un rostro
rasurado parece más expresivo al hacer
más visibles las diferentes expresiones
faciales, 4) también da la impresión de
ser más amistoso, porque una barba
prominente exagera los maxilares
masculinos, 5) demuestra tener una
mayor sensibilidad, dando la cara —
limpia, al descubierto— a los problemas,
y 6) un hombre afeitado parece más
femenino y, por lo tanto, no da la
sensación de constituir una amenaza
sexual para la mujer.
Y en realidad es cierto, aunque en la
actualidad el más importante de estos
seis factores es el relacionado con un
aspecto más juvenil. El mentón afeitado
confiere al varón un aspecto infantil que
contribuye a que su poseedor parezca
más joven de lo que es.
El rasurado se introdujo como un acto de
humillación muchos siglos atrás, cuando
se afeitaba a los prisioneros y esclavos
para arrebatarles su virilidad. Asimismo,
algunos hombres piadosos se rasuraban
voluntariamente como un signo de
humillación ante sus dioses. Más tarde,
en la Grecia y Roma antiguas, se ordenó
a los soldados que se afeitasen el rostro
para distinguirse de los peludos bárbaros
en el fragor de la batalla y para evitar ser
agarrados de la barba durante el combate
cuerpo a cuerpo. Cuando estas primitivas
funciones del rasurado se desvanecieron
en el recuerdo, la costumbre de quitarse
la barba, que ya había experimentado un
fuerte impulso social, logró sobrevivir en
su nueva función de mecanismo que
fomentaba la juventud. Por otro lado, a
medida que la longevidad humana fue en
aumento, también se incrementó la
necesidad de conservar un aspecto
juvenil, y el afeitado se convirtió en un
uso de ámbito general.

Para una mujer madura, el problema es


diferente. Su tez, tan tersa y suave en la
juventud, pierde su firmeza y se arruga
con el paso del tiempo. La solución que
se le plantea va más allá de diez minutos
de afeitado: la cirugía estética.
Sometiéndose al bisturí del cirujano, una
mujer de mediana edad puede recuperar
su apariencia juvenil mediante diversas
técnicas, tales como estiramiento de la
cara, los párpados y las bolsas de los
ojos, o raspado cutáneo con productos
químicos o dermoabrasión.
El estiramiento de la piel del rostro
consiste en una operación de tres horas
que un cirujano describió con las
siguientes palabras: «Empiezo con una
incisión en la región temporal. Luego
desciendo hasta llegar frente al pabellón
auricular y continúo alrededor del lóbulo
hasta la línea capilar posterior. Llegados
a este punto, separo la piel del tejido
inferior y la levanto totalmente desde la
sien hasta el borde exterior de la ceja, la
mejilla y un poco en el cuello. Levanto la
piel, dejando a la vista el tejido inferior. A
continuación, tiro de la piel hacia atrás y
hacia arriba, recortando el exceso y
suturándola en su nueva posición.» Como
se puede comprobar, no es ni mucho
menos un procedimiento apto para
pusilánimes, y su creciente popularidad
revela hasta qué punto son valiosas las
señales de juventud para la
mujer moderna.
Un curioso efecto secundario del deseo
de tener el aspecto del más joven de los
adultos consiste en el «TinyTots Beauty
Pageant» (miniconcurso de belleza para
los pequeñines). Mientras que las
personas de mediana edad quierenvolver
a parecer adolescentes, los niños que
todavía no han llegado a la pubertad
quieren parecer mayores. Podríamos
decir que hoy en día todo el mundo desea
aparentar veintiún años, la edad más
seductora del animal humano.
Otra señal clave de juventud es la
proporción entre la cintura y las caderas
de la mujer. De niña, al igual que en la
madurez, la diferencia entre estas dos
medidas es mínima, y la edad en que se
aprecia el máximo contraste, es decir,
aquella en la que el talle es más reducido
en comparación con la anchura de las
caderas, se sitúa de nuevo en ese
período mágico de los veinte y pocos
años. En las mujeres, la proporción ideal
es de 0,7 (cintura/cadera), frente al 0,9 de
los hombres. El atractivo de este
coeficiente es universal, un hecho que se
puede comprobar con un simple
experimento. Se confeccionan varias
siluetas femeninas de cartón recortado y
se colocan en fila en un lugar público, por
ejemplo un centro comercial, y acto
seguido se procede a preguntar a los
transeúntes qué proporción
cintura/caderas consideran más atractiva.
Este test se realizó en unos grandes
almacenes de una ciudad inglesa en la
que, por aquellos días, había un gran
número de turistas además de la gente
del lugar, lo que permitió asegurar que las
respuestas procedían de una amplia
diversidad de entornos culturales. Aun
así, el consenso fue general y la práctica
totalidad de los encuestados mostró su
preferencia por una silueta en particular.
Ni que decir tiene que el coeficiente
seleccionado fue el mágico 0,7. : Este
resultado no es tan sorprendente si se
analizan las conclusiones de una
investigación en que se puso de
manifiesto que las mujeres que
presentaban un menor contraste entre el
talle y las caderas tenían menos
probabilidades de quedar embarazadas
una vez alcanzado el período álgido de
fértil i dad. Un descenso de sólo el 10 por
ciento de la proporción cintura/caderas se
traducía en una caída en picado de hasta
el 30 por ciento en el grado de
fecundidad. En otras
palabras, una mujer con un coeficiente de
0,9 tenía un tercio menos de
probabilidades de quedar encinta que otra
con un coeficiente de 0,8. Teniendo en
cuenta estos datos, es más fácil
comprender por qué los hombres
reaccionan inconscientemente de una
forma más contundente ante un cuerpo
de guitarra, bien contorneado, que ante
una mujer de figura rectilínea. Y también
es más fácil comprender por qué a una
edad en que suele estar perfectamente
equipada para reproducirse, la hembra
humana muestra esta mayor diferencia
entre el talle y las caderas.

SEÑALES DE SALUD
La salud es el otro rasgo humano
universal del atractivo sexual humano. En
todas las culturas del mundo, los signos ;
de enfermedad o de escasa salud
conforman un poderoso atractivo
negativo. Las manchas en la piel
provocan desagrado. De ahí que durante
siglos haya existido una colosal :|
industria cosmética dedicada a la venta
de toda clase de productos
dermatológicos destinados a disimular
este tipo de imperfecciones cutáneas.
Desde el Antiguo Egipto hasta el moderno
Estados Unidos, las mujeres se han
empolvado la cara, se han aplicado
cremas, se han pintado y han recurrido a
mascarillas de barro para conseguir una
imagen perfecta.
La sofisticada complejidad de los
cosméticos en la Antigüedad es
asombrosa. Los egipcios, por ejemplo,
utilizaban;! sombra de ojos violeta, azul y
verde —esta última tonalidad; la
elaboraban con malaquita, finamente
molturada en preciosos morteros de
piedra—; definían las cejas con polvo
negro de antimonio; exageraban el efecto
de los párpados con galena obtenida a
partir del estaño; resaltaban el con-f;
torno de los ojos con una mezcla de
huevos de hormiga triturados; se pintaban
el rostro con albayalde; añadían ocre al
color de las mejillas y carmín para
enrojecer los labios. También usaban
crema de membrillo para suavizar los
rasgos faciales; se aplicaban aceites
limpiadores elaborados a partir de la
planta del ricino; empleaban hidrosilicato
de cobre para contrarrestar el color
moreno de la piel por efecto de la
radiación solar; disimulaban las arrugas
con mascarillas de clara de huevo y
preparaban perfumes antisépticos a partir
del azafrán, agua de rosas, melisa, miel,
azafrán de primavera, loto, vid, hierbas
aromáticas, resina quemada y maderas
fragantes.
Las tradiciones cosméticas del antiguo
Oriente Medio viajaron por todo el
planeta, simplificándose, modificándose y
alterándose, aunque casi nunca
consiguieron superar a los productos
iniciales. En efecto, algunas veces el
increíble espesor de los maquillajes
europeos llegó a convertirse en un grave
riesgo para la salud; en lugar de disimular
los signos de enfermedad, la causaban.
Con el tiempo, la ciencia ha tomado
cartas en el asunto —actualmente todos
los productos cosméticos modernos son
inocuos para la piel— y el sector ha
alcanzado nuevas metas. Se ha calculado
que en un solo año los europeos se
gastan la friolera de 3.270 millones de
pesetas en cosmética y artículos de
perfumería. Hoy en día, hasta los
cadáveres en sus ataúdes reciben una
cuidadosa atención cosmética para tener
un aspecto «más saludable» antes de ser
expuestos en las salas de velatorio, una
derivación de las remotas artes funerarias
egipcias que sus propios introductores no
dudarían en aprobar.
Pero las exhibiciones de salud no son
sólo una cuestión de aspecto, sino
también de movimiento. Cualquiera que
demuestre tener una energía inagotable y
un vigor sin límites transmite
automáticamente señales sexuales a sus
semejantes. Ésta es la esencia, por
ejemplo, de las cheerleaders, una
invención genuinamente norteamericana,
que transmiten un poderoso atractivo
sexual a los chicos jóvenes, no por la
picara y seductora danza que ejecutan o
por las innegables cualidades atléticas de
que hacen gala, sino porque de sus
movimientos emana una salud a prueba
de bomba. En este sentido, las rutinas se
diseñan minuciosamente para que no
haya la menor duda de ello, combinando
los provocativos movimientos de las
bailarinas de los espectáculos eróticos y
los ejercicios de estiramiento muscular de
los atletas de competición. De algún
modo, las cheerleaders se las ingenian
para ocupar una posición intermedia entre
estos dos extremos y, en consecuencia,
para centrar nuestra atención en la
flexibilidad y la equilibrada potencia de
sus cuerpos curvilíneos y esculturales.
Por su entrenamiento y su estilo de vida,
estas chicas constituyen la
personificación de la buena salud y, por
ende, del más rutilante atractivo sexual.
Las exhibiciones de salud poseen gran
valor para cualquier adulto joven que
desee anunciarse como potencial pareja
sexual. A tal efecto, en todo el mundo y
en casi todas las culturas se les puede
ver realizando extraños movimientos
rítmicos frente a frente para hacer gala de
su plena forma física, aunque sin
comprometerse en nada relacionado con
la competición, como por ejemplo el
atletismo o la gimnasia. De este modo,
giran y giran sin parar unos frente a otros,
en una locomoción simbólica que no
conduce a ninguna parte. Es lo que
llamamos baile. Las enérgicas acciones
de los bailarines sugieren vigorosas
condiciones físicas que se traducen en un
poderosísimo potencial reproductor.
Si nos remontamos a los orígenes de la
danza, descubrid remos que había dos
contextos específicos en los que se
ejecutaba: cuando el ser humano se
preparaba para atacar o para aparearse.
La danza de la guerra y la danza erótica
eran; muy importantes en las sociedades
primitivas, pero en la actualidad sólo esta
última posee algún significado. Hace ya
mucho tiempo que la danza de la guerra
ha quedado reducida al ámbito de las
representaciones comerciales que
ofrecen algunos indígenas para
satisfacción de los turistas. Con la única
excepción de este caso, el mensaje de la
danza moderna es meramente sexual y
ha pasado a formar parte de la
exageración cultural de las señales
genéricas humanas en las colectividades
sociales, desde las pequeñas fiestas
privadas hasta los carnavales públicos,
desde los iluminadísimos salones de baile
hasta las discotecas envueltas en un halo
de penumbra, y desde los elegantes night
clubs hasta los sórdidos cabarets.

SIMBOLISMO FÁLICO

Pese a su notoria intensidad, el lenguaje


sexual de la danza suele ser más
implícito que explícito. En efecto, las
exhibiciones genitales puras y duras
resultan inusuales. La temática
representada casi siempre está
relacionada con las primeras etapas del
cortejo humano, mientras que las más
avanzadas se acostumbran a rodear de
una larga serie de sinuosos movimientos
de contorsionismo y de cierto grado de
abstracción que desvirtúan por completo
cualquier pretendida imitación de la
cópula. Respecto a las exhibiciones
eróticas basadas en la fase de extrema
excitación sexual, debemos apuntar en
otra dirección, concretamente hacia la
esfera del simbolismo fálico.
La forma diferente de los genitales
externos es una de las señales genéricas
humanas más significativas. En muchas
especies animales los genitales externos
son muy parecidos en ambos sexos,
quedando reducidos a una abertura
masculina y una abertura femenina que
se unen durante el apareamiento. Pero en
el ser humano y en otros mamíferos, el
macho presenta un pene prominente que
aumenta de tama-
ño con la excitación sexual. Este
engrasamiento se ha convertido en un
símbolo universal de la virilidad masculina
y desempeña una función central en la
mitología erótica.
En algunos hombres el deseo de mostrar
un falo de grandes dimensiones es tan
poderoso que no dudan en recurrir a
medidas extremas. En las islas Filipinas
existe una forma popular de cirugía
erótica que emplea unas pequeñas bolas
de plástico, llamadas bulitas, para
agrandar el pene de los varones jóvenes
que quieren proporcionar un intenso
placer sexual a sus parejas. Los
perdigones, que se venden en las casetas
de tiro al blanco de las ferias, se insertan
debajo de la piel del miembro viril,
creando unas duras protuberancias que
aumentan no sólo la estimulación de los
genitales femeninos, sino también el
estatus sexual de sus portadores,
indicando hasta qué punto están
dispuestos a hacer todo lo que esté en
sus manos con el fin de mejorar su vida
amorosa.
Incluso hay quienes, frustrados por lo que
consideran un pene de tamaño
insuficiente, han ido más allá. No hace
mucho un médico californiano conseguió
amasar una fortuna practicando una
espectacular intervención quirúrgica de
agrandamiento de pene. Se trata de una
especie de liposucción a la inversa,
inyectando grasa extraída de cualquier
otra región corporal del paciente en su
supuestamente inadecuado órgano
sexual, lo que incrementa su diámetro,
mientras que la longitud se altera
modificando la base del miembro,
liberando cinco centímetros que
normalmente permanecen en el interior
del cuerpo.
La operación, que dura cuarenta minutos
y se realiza con anestesia general, cuesta
alrededor de 850.000 pesetas y el
avispado doctor se las arregla para
intervenir a seis pacientes al día. El
cálculo es de lo más simple. Con un
número suficiente de caballeretes al
borde de un síndrome ansioso-depresivo,
¡esa cantidad equivale aproximadamente
a 1.500 millones de pesetas anuales! Y,
desde luego, los clientes no
parecen escasear., Según se comenta,
actualmente recibe más de dos mil
llamadas al día y tiene una lista de espera
de cinco meses. A finales de 1995
aseguró haber intervenido nada más y
nada menos que 3.500 penes. El culto a
la falo-manía incluso dispone de su propia
revista, el Penis Power Monthly.
Todo eso demuestra a las claras que los
hombres están dispuestos a pagar lo que
sea para aumentar de estatura en sentido
fálico. Un chico modelo que se sometió a
tan terrible experiencia declaró más tarde:
«Antes mi pene medía unos 15 cm; ahora
23, y eso es sensacional. Con un
miembro de estas proporciones, ¿quién
necesita un flamante deportivo para
llevarse el gato al agua?»
Otro marido joven, después del
tratamiento en cuestión, dijo que la
anchura de su pene había aumentado un
40 por ciento y que fruto de ello su vida
sexual había «resucitado».
Existe otro modo, aún más alucinante, de
conseguir que el tamaño del miembro viril
dé la impresión de haberse agrandado.
Se trata de un método indirecto, ya que
en este caso es la mujer la que se las
ingenia para que el falo parezca más
voluminoso estrechando su propio canal
sexual. Hoy en día, muchos cirujanos
plásticos californianos realizan una
intervención rutinaria de injerto de grasa,
llamada «potenciación genital femenina»,
en aquellas mujeres que «desean sentir
más el pene del varón». La grasa se
extrae de los muslos de las pacientes, se
emulsiona y se inyecta en los labios
mayores de la vagina, que luego se
tensan para reposicionar el tejido graso
en las paredes vaginales laterales. El
estrechamiento del canal femenino hace
que incluso un miembro viril de
dimensiones reducidas parezca enorme,
tanto para el varón como para su
quirúrgicamente potenciada pareja. Por
no hablar de la sensación, grotesca sin
duda, que se debe experimentar con un
pene de gran tamaño.

Esta idea de hacer que el falo dé la


sensación de ser más grande reduciendo
el diámetro del canal sexual femenino no
es nueva. Ya en el siglo XVII un
catedrático francés de cirugía aconsejaba
a las mujeres que se mojaran los
genitales con zumo destilado de bayas de
mirto, perfumado con clavo y ámbar gris,
si querían curar la «flaccidez» vaginal.
Como es lógico, cuando los confines del
cuerpo humano quedan atrás y nos
adentramos en el reino del simbolismo
escultural, no hay más límite que el cielo.
En muchas partes del mundo se pueden
encontrar gigantescas estatuas fálicas
que los artistas han levantado durante
miles de años.
Hay quien ha dicho que los pueblos
prehistóricos no comprendían la conexión
entre la erección y la eyaculación
masculinas, por un lado, y el embarazo
por otro. Las mujeres estaban
involucradas en la reproducción porque
eran ellas precisamente las que daban a
luz a los hijos, pero según parece el rol
del varón en la procreación se ignoraba
por completo. En opinión de algunos
especialistas esta ignorancia explicaría el
predominio de la diosa Naturaleza en las
religiones primitivas. La madre
simbolizaba la fecundidad y la fertilidad
de la tierra, mientras que el padre apenas
tenía relevancia. Más tarde, cuando por
fin se comprendió su función
reproductora, la diosa Naturaleza
palideció y se metamorfoseó en un dios,
el Padre. Una historia muy atractiva, pero
que no puede ser cierta, ya que el poder
fertilizante del falo se conmemoró en el
arte antiguo desde la noche de los
tiempos. El culto del falo como símbolo de
virilidad se conoce desde principios del
Neolítico, hace alrededor de diez mil
años.

Efectivamente, el pene masculino como


fuente de vida se consideraba tan
importante que la veneración fálica no
tardó en extenderse por todo el planeta.
Al Creador, al Ser Supremo, se le
representaba en forma de falo y se le
atribuía la cualidad de procreador del
Universo, y los amuletos que
representaban un pene erecto eran muy
frecuentes para invocar la protección de
la Gran Unidad, al igual que en la
actualidad mucha gente lleva un crucifijo.
Las estatuas y las imágenes fálicas
fueron muy abundantes en las
civilizaciones mediterráneas, desde el
Antiguo Egipto, 4.500 años antes de
Cristo, hasta la época grecorromana. En
la isla de Córcega se han conservado
hasta hoy diversos megalitos de colosales
proporciones en forma de pene, erigidos
en ambos sentidos de la palabra hace
5.000 años, y en la de Malta, según los
relatos de un viajero Victoriano, se
descubrió una escultura de «cuatro falos
enormes, tallados en granito macizo,
aunque posteriormente fueron
metamorfoseados por los virtuosos
Caballeros de San Juan e incorporados a
sus escudos de armas», lo que explicaría
las curiosas puntas cercenadas de la
famosa Cruz de Malta.
En la India el antiguo culto al falo,
conocido allí como lingam, se ha
perpetuado hasta nuestros días. Aún hoy
se pueden admirar los gigantescos
lingams decorados y ornamentados con
guirnaldas por los devotos, al igual que
los monumentos de similares
características que se conservan en
Tailandia, donde están adornados con
sedas de colores, flores y otras ofrendas.
En Japón, cada mes de marzo, se celebra
un festival en Komakashi, cerca de
Nagoya, donde los sacerdotes llevan en
procesión por las calles de la locaJidad
un inmenso pene tallado en madera. Al
término de las festividades, el nuevo falo
se coloca con gran respeto en el pasillo
de entrada al santuario, junto a los de los
años anteriores. El festival es una oración
para la procreación y la virilidad, y según
dicen, si una mujer visita el santuario y
golpea uno de los enormes falos de
madera, sus oportunidades de encontrar
el compañero sexual perfecto aumentan
considerablemente. A lo largo de los
siglos la exhibición fálica masculina se ha
modificado y estilizado de muchas e
ingeniosas maneras. Fue así como el
pene biológicamente erecto pasó a ser
un instrumento de culto que podía
adoptar un sinfín de formas, tales como
un pedazo largo y seco de bacalao que
se llevaba colgado del cuello, una varita
mágica que los hechiceros blandían en el
aire para hacer aparecer cosas de la
nada (bebés, por ejemplo), un cetro real
que se sacaba en procesión, un cayado
de pastor que se completaba con dos
vejigas infladas que actuaban a modo de
testículos simbólicos, un palo de escoba
con el que las brujas cabalgaban por el
cielo camino del aquelarre, una altísima
cucaña decorada con flores y cintas
alrededor de la cual los danzantes
celebraban los ritos de la primavera, y el
dedo o el antebrazo extendido en
innumerables gestos obscenos.
En Inglaterra la última gran exhibición
fálica tuvo lugar hace unos dos mil años
en Cerne Abbas, Dorset. Allí, en una
colina, se levantó una colosal figura de
yeso de casi 55 metros, de cuyo centro
emergía un pene de 9 metros luciendo
una espectacular erección. En un
momento de la historia el porten toso
órgano viril fue eliminado por los piadosos
cristianos, que lo consideraban un horror
pagano, aunque más tarde fue restaurado
y recuperó su antiguo esplendor. En
diciembre de 1996 un supuesto sacerdote
pagano realizó un ritual de fertilidad en la
superficie del pene coincidiendo con el
solsticio de invierno. A tal efecto hizo un
llamamiento a las parejas sin hijos para
que acudieran al lugar e hicieran el amor
sobre el falo, con la esperanza de
conjurar los ansiados embarazos. Una
vez más, se estaba reafirmando la
autoridad del pene como la más intensa
señal masculina y la más rotunda
expresión en el lenguaje de los sexos. Su
permanente poder se refleja en el hecho
de que el pene erecto sigue estando
totalmente prohibido en las pantallas
cinematográficas y televisivas que emiten
filmes dirigidos al público en general. Los
revólveres, diseñados específicamente
para la muerte, sí están permitidos, pero
no los miembros viriles, destinados a
infundir vida. El siglo xx será recordado
por esta distinción.

EXHIBICIÓN DEL ESTATUS

La ostentación de un elevado estatus


social constituye una forma menos directa
de exhibición sexual. Este tipo de
demostraciones es capaz de ignorar
todos los rasgos corporales habituales e
incluso de hacer que un individuo poco
atractivo físicamente parezca un
superseductor. Presentando signos de
gran riqueza o influencia, el varón o la
mujer está en situación de transmitir
mensajes sexuales basados no en el
aspecto exterior, sino en la promesa de
un excepcional poder protector. La gente
importante que hace pública su
privilegiada posición social viviendo en
mansiones de ensueño puede tener una
edad muy avanzada y el rostro arrugado,
o tal vez una edad muy avanzada y el
rostro desarrugado, pero, siguen
despidiendo un fuerte atractivo sexual
simplemente a través de su visible
fortuna.
Por su parte, quienes carecen de
posesiones deben buscar otras fórmulas
para exhibir su alto estatus social. Entre
los nómadas de África del norte, por
ejemplo, los tuareg utilizan un método
inusual. Los varones más importantes de
la tribu ponen de relieve su elevada
posición ocultando el rostro y guardando
silencio. Un hombre poderoso nunca
muestra su rostro en público —sus
expresiones son invisibles— y su voz casi
nunca se oye. Constituye un enigma, y
precisamente esto le confiere su atractivo.
Sólo los varones más débiles tienen que
recurrir a la voz y a las expresiones
faciales para imponer sus opiniones. Los
jefes desprecian esa debilidad.
También se puede observar una forma
diferente de exhibición del estatus cuando
una cultura domina a otra. La más débil
imita a la más fuerte. En el Antiguo Egipto
las tribus más próximas siempre
intentaban emular a sus influyentes
vecinos. De este modo, tanto los hebreos
como los árabes se esforzaron por copiar
a los egipcios en innumerables aspectos
de su civilización, como en el caso de la
circuncisión de los varones jóvenes. Más
tarde serían los griegos y los romanos
quienes servirían de modelo a otras
comunidades. Hoy en día, esta función la
desempeña Estados Unidos o Europa. A
menudo se puede observar a los adultos
jóvenes de culturas no occidentales
potenciando su estatus a través de la
imitación de determinadas cualidades
occidentales, en lugar de hacerlo
mediante el respeto de sus antiguas y
genuinas tradiciones locales. No se trata
simplemente de abandonar los exquisitos
atuendos orientales en favor de los
monótonos estilos de Occidente, sino que
los cambios también afectan a los rasgos
faciales.
En la India, el blanqueo del rostro se ha
convertido en un próspero negocio. Una
cara pálida se considera una señal de
elevado estatus social, pues confiere un
aspecto más occidental a su poseedor, al
tiempo que indica que no se ha visto
obligado a trabajar al sol.
Hasta hace poco, el estiramiento del pelo
también constituía un negocio floreciente.
Las ondulaciones capilares se pueden
eliminar con un simple planchado, al igual
que se hace con las arrugas de la ropa.
Pues bien, los artistas negros solían
alisarse su rizadísimo pelo para tener una
apariencia más europea. En la década de
los setenta, siguiendo los dictados de la
campaña «lo negro es bello», esta
costumbre declinó notablemente y los
artistas recuperaron con orgullo su estilo
afro natural.
En Singapur las mujeres desdeñan el
característico pliegue oriental de la piel de
los ojos, que se extiende desde los
párpados hasta el vértice exterior de la
abertura ocular y que evolucionó como
una forma de protección de sus
antepasados contra el intenso frío del
norte, donde tuvieron su ori-1 gen,
sometiéndose de buen grado al bisturí del
cirujano, que los extrae y les confiere
rasgos más occidentales.
Lo mismo sucede en Japón. En un
hospital de cirugía
plástica el registro anual de operaciones
efectuadas demostró que el 43 por ciento
de las mismas fueron de ojos, frente a
sólo el 22 por ciento de intervenciones de
nariz, el 12 por ciento de labios, otro 12
por ciento de arrugas de la piel, el 9 por
ciento de liposucción y el 2 por ciento
restante de otros rasgos físicos. En
cualquier país de Occidente este tipo de
tratamiento suele estar reservado a
aquellas mujeres que quieren rejuvenecer
su aspecto, pero en Japón el deseo de
asemejarse a los occidentales predomina
sobre las demás motivaciones. Sin ir más
lejos, en este centro hospitalario el 49 por
ciento de los pacientes eran muy jóvenes,
concretamente de edades comprendidas
entre los trece y los veintiún o veintidós
años.
La razón principal que subyace detrás de
estas operaciones de remodelación
estética ocular estriba en la necesidad de
mejorar el estatus social a través del
atractivo sexual. Las muchachas recurren
a la cirugía para ejercer un mayor poder
de seducción sobre los hombres y, en
consecuencia, gozar de mayor aceptación
entre los potenciales empresarios. A decir
verdad, muchas de las jóvenes que
visitan el hospital llevan consigo
fotografías de supermodelos y actrices de
Hollywood a las que desearían parecerse,
con la esperanza de conseguir su
prestigio social a través de la imagen.
Es curioso pensar que los descendientes
de una civilización tan antigua como la
japonesa y con una larga tradición
estética basada en sus valores exclusivos
acudan en tropel a las clínicas y se
entreguen a los cirujanos con el único
propósito de imitar una cultura extranjera.
Sería difícil imaginar una escena
convincente de, pongamos por caso, una
joven mujer norteamericana llegando a un
centro hospitalario con la fotografía de
una belleza oriental en el bolso y
manifestando el irrefrenable deseo de
tener unos exquisitos pliegues oculares
como los suyos que añadieran un
atractivo exótico a su rostro. En cambio,
las chicas orientales que sacrificarían lo
más preciado de su vida para poder
deleitarse con la contemplación de unos
rasgos faciales occidentales cada vez que
se miran en el espejo se cuentan por
millares. Cualquier intento de erradicar las
características físicas que tipifican a un
pueblo constituye una extraña conducta
que reniega de la propia raza. Pero si
eleva el estatus y el atractivo sexual,
siempre habrá quienes estén dispuestos
a someterse al martirio del bisturí.

SÍMBOLOS DE VALOR

En muchas culturas tribales otra forma de


decir «Voy a ser una excelente pareja
sexual» ha consistido en demostrar algún
tipo de coraje. En las islas de! Pacífico
sur, por ejemplo, una piel tatuada siempre
se ha considerado especialmente
atractiva, y una buena parte de ese poder
de seducción reside en el dolor que
ocasiona su aplicación, un sufrimiento tan
agudo que requiere un verdadero acto de
valor.
¿Cuál es el mensaje que se oculta detrás
de esta tradición? Quien es lo bastante
valiente para someterse de un modo
voluntario al dolor de la mutilación
corporal en aras de su aspecto físico,
será más probable que sea capaz de
defender a su pareja o a su familia con el
mismo arrojo en caso de necesidad. De
igual forma, para una mujer, someterse a
la dolorosa experiencia que supone
decorar su cuerpo sugiere una mayor
disposición para afrontar los dolores del
parto.

A pesar de su inherente seducción, la piel


tatuada no goza de una aprobación
universal. La opinión acerca de si
realmente aumenta el atractivo sexual o,
por el contrario, lo reduce, está muy
dividida, y es probable que quienes se
inclinan por una visión negativa estén
reaccionando a otra respuesta básica que
considera más atractiva una piel suave
inmaculada. Por este motivo, si bien la
práctica del tatuaje está más extendida de
lo que podría imaginarse, su exhibición ha
sido minoritaria.
Todo parece indicar que el tatuaje hizo su
aparición en la Alta Prehistoria,
extendiéndose desde Europa hasta el
resto del planeta, y entre sus funciones
más importantes figuraban la de proteger
al individuo contra los malos espíritus,
identificarlo como perteneciente a un
grupo o religión particular, y aplacar los
espectros del más allá. Pero también era
una forma de enviar un mensaje
específico. Algunos viajeros de la
Antigüedad, por ejemplo, dejaron su
testamento grabado en la propia piel para
asegurarse de que sus últimas voluntades
no serían ignoradas. Asimismo, en las
guerras antiguas había mensajeros que
tatuaban información trascendental para
el devenir de las campañas en su cabeza
previamente rasurada. Cuando el pelo les
volvía a crecer lo suficiente para ocultar
las palabras, cruzaban las líneas
enemigas y entregaban las misivas
secretas después de otro rapado al cero.
Los naga de Assam utilizaban los tatuajes
para que los maridos y las viudas
pudieran reconocerse en la otra vida; las
mujeres ainu se tatuaban para parecerse
a su diosa, Aioi-na; y una de las razones
por las que los indígenas de América del
Norte reverenciaban esta práctica era
porque creían que, después de la muerte,
los espíritus guardianes les pasarían una
minuciosa revista y sólo podrían entrar si
lucían los diseños apropiados. Otros
grupos culturales, entre los que se
incluyen los yakusa japoneses, los
birmanos, los maoríes de Nueva Zelanda,
los samoanos y los marquesinos, se
adornan la piel con tatuajes de una
inusual maestría artística.
La Iglesia católica prohibió todas las
formas de decoración corporal por
considerarlas insultantes a los ojos de
Dios, que había creado a la humanidad a
su imagen y semejanza. En 1654, John
Bulwer tituló el capítulo de su obra
dedicado al tatuaje: «Las crueles y
fantásticas invenciones practicadas por
los hombres en su cuerpo en un supuesto
acto de valor, y las malignas prácticas de
los hombres y los demonios para alterar y
deformar la obra de la Creación
Humana», describiendo con asombroso
detalle todos y cada uno de los
innumerables ejemplos tribales de cómo
«los hombres y las mujeres se pintaban y
bordaban la piel con punteros de hierro,
inyectándose tintes indelebles en la
creencia de que con su proceder
atraerían la prosperidad. ¡Diabólica
prosperidad en todo caso!, pues todo lo
que se hace abusando de la Naturaleza
es diabólico. De la misma manera que el
uso correcto de los dones naturales del
cuerpo procede de Dios, el abuso es obra
del Diablo».
Los misioneros cristianos hicieron todo lo
posible para suprimir cualquier forma de
tatuaje nativo, pese a tener que admitir
que quienes se sometían a los mismos
poseían una «cruel bravura». Esta
oposición cristiana hizo que los tatuajes
quedaran reducidos a una rareza exótica
en Europa y no fue sino hasta el siglo xix
cuando un puñado de exhibicionistas se
atrevió a «decorarse como salvajes».
Aquellos hombres, que aseguraban
haberse visto obligados a someterse a
esa práctica mientras exploraban
regiones remotas del planeta, se
convirtieron en una extraordinaria
atracción de feria, hasta el punto de
ganarse muy bien la vida mostrando su
cuerpo al público, que pagaba por verlos.
Cuanto más dolorosas habían sido las
aplicaciones, más se maravillaba la
muchedumbre. Algunos llegaron al
extremo de cu-I brirse las palmas de las
manos con bellos diseños, y otros al de
tatuarse los párpados e incluso el interior
de la boca y la nariz. Uno de aquellos
famosos exhibicionistas el capitán
Constantine, que decía haber sido
tatuado a la fuerza por los tártaros chinos
en Birmania, tenía decorado cada
milímetro de su cuerpo con la única
excepción de la planta de los pies. En
total, lucía 388 motivos diferentes.
A principios del siglo xx el tatuaje
experimentó una im-
presionante recuperación, sobre todo
entre quienes viajaban a zonas del
mundo cuyas culturas locales seguían
practicando este arte. Como resultado,
los marinos quedaron asociados de por
vida a los tatuajes, y en una ocasión se
calculó que el 90 por ciento del personal
naval lucía algún tipo de tatuaje grabado
en la piel. A mediados de siglo la moda
incluso llegó a extenderse a figuras tan
célebres como el rey Federico de
Dinamarca y el mariscal de campo
Montgomery.
En estas últimas décadas, esta práctica
se ha puesto en boga como una señal de
exhibición sexual entre la población
juvenil, junto a diversas formas de
perforación decorativa del cuerpo
(piercing), de aplicación igualmente dolo-
rosa, tales como aros nasales, clavos en
la lengua, anillas en los pezones y
ornamentos genitales. El principal
inconveniente de estas laceraciones
consiste en que, a pesar de anotar puntos
como una prueba indiscutible de coraje
físico, inhiben las vigorosas relaciones
sexuales que han potenciado. De ahí que
no hayan pasado de ser una moda
excéntrica y minoritaria.
Otra forma viciada de exhibición de
valentía es la que utilizan aquellos
varones que eligen una profesión
peligrosa para atraer a las mujeres que
consideren sexualmente atractiva su
capacidad para correr riesgos. Por
desgracia, la bravura que demuestran
también puede arrebatarles la vida. El
atractivo sexual de este tipo de
actividades, tales como el automovilismo,
el motociclismo o el boxeo, actúa a modo
de imán para estas mujeres que, una vez
unidas emocional-mente a sus héroes, se
esfuerzan desesperadamente por
persuadirles de abandonar aquello que
les había hecho tan seductores.
A pesar de los defectos inherentes a
todas estas actividades, lo cierto es que
la cobardía nunca ha sido atractiva desde
un punto de vista sexual. El hombre débil,
alfeñique, timorato o gallina, y la mujer
inquieta y escandalosa siempre
carecerán del poder seductor de sus
homólogos más audaces y más
sosegados respectivamente. Y ni siquiera
les salva el hecho de que a largo plazo
los cobardes y las nerviosas puedan ser
compañeros sexuales más seguros, ya
que es en los momentos de tensión y de
emergencia cuando realmente se pone a
prueba la pareja humana, y es entonces
cuando el intrépido siempre toma la
delantera.

SEÑALES DE DISPONIBILIDAD

En la sociedad moderna, la.señalización


genérica ha perdido su primitiva
simplicidad. Ya no basta con enviar
señales que anuncien la llegada de la
adultez, sino que además existe un
complejo sistema de signos que pueden
ser indicativos de belleza, juventud, salud,
virilidad, estatus y valor. Y eso no es todo.
En muchas culturas también se utilizan
señales específicas de disponibilidad. En
otras palabras, un joven adulto puede
exhibir todas las señales necesarias de
sexualidad activa, pero ¿quiere decir que
está disponible para tener
relaciones íntimas?
En una tribu pequeña esta cuestión no
debería representar ningún problema, ya
que todo el mundo se conoce y debería
ser capaz de ver lo que sucede a su
alrededor. Pero ¿y en el caso de una
sociedad más hermética? Supongamos
que, para conservar su integridad, las
muchachas jóvenes estuviesen obligadas
a estar encerradas, lo que les impediría
exhibir su atractivo femenino. ¿.Qué
ocurriría entonces? La solución ha
consistido en crear una especie de señal
formal que haga saber al resto de la
comunidad: «Ahora está disponible.»
Uno de los ejemplos más destacados de
señal de disponibilidad lo encontramos en
la isla de Malta. Muchas de las viviendas
más antiguas de sus pequeños
pueblecitos muestran un curioso detalle
arquitectónico en forma de repisa de
piedra en la ventana del primer piso, y
aunque con los años ha quedado
obsoleto, en el pasado desempeñaba una
importante función en la señalización
genérica local. Si en la casa habitaba una
muchacha virgen en edad de contraer
nupcias, se colocaba una maceta de
albahaca en la repisa en cuestión. La
albahaca era la planta que simbolizaba a
los amantes, y su exhibición anunciaba a
los transeúntes que allí moraba una
doncella casadera.
En el entorno social actual, la motivación
de dicho proceder parece extraordinaria.
Siglos atrás a las mujeres jóvenes casi
nunca se les permitía salir de su casa.
Solía decirse, quizá con cierta
exageración, que sólo podían mostrarse
en público dos veces en la vida: para
casarse y para ser enterradas.
Exceptuando estas ocasiones tan
especiales, permanecían recluidas entre
los muros de la vivienda familiar que las
protegían de los peligros del mundo
exterior. De ahí que este tipo de
demostración de disponibilidad era
esencial para ellas.
Incluso cuando las reglas se flexibilizaron
un poco y se les autorizó a salir de casa
para asistir a los oficios eclesiásticos,
estaban obligadas a cubrirse con un velo
de diseño específicamente maltes, la
faldetta, que no sólo ocultaba el rostro,
sino que también disimulaba la figura
femenina. Se trataba de un atavío de
prohibición que transmitía un inequívoco
mensaje a los varones que se cruzaban
con ellas: «Manteneos alejados.»
En otras culturas menos restrictivas se
han utilizado diversas señales de
indumentaria para indicar la disponibilidad
o no disponibilidad, una tradición muy
consolidada en la España rural, por
ejemplo, y que todavía se puede ver en
los campos de Lanzarote, en las islas
Canarias, donde es posible distinguir de
un vistazo, e incluso a lo lejos, a las
mujeres solteras de las casadas. Las
primeras llevan unos característicos
casquetes de algodón blanco, y las
segundas se tocan la cabeza con
sombreros de palma marrón pálido. Tal
es la rigidez de este sistema, que resulta
totalmente imposible cometer un error de
apreciación.
Las mujeres europeas se sentirían
humilladas si se les sugiriera la necesidad
de adoptar cualquiera de estos métodos
de señalización visual. En algunos países
incluso se considera insultante dirigirse a
ellas con el tratamiento de señora o
señorita. Con todo, habrá veces en que
una joven atractiva prefiera transmitir
señales de que no está disponible antes
que tener que declinar repetidamente las
insinuaciones de un enjambre de
esperanzados varones. En este sentido,
las lanzaroteñas cuentan con una
indudable ventaja sobre ellas. En el
Pacífico Sur, donde el estilo de vida es
mucho más liberal, es frecuente que los
jóvenes adultos también adopten una
señal de disponibilidad para informar a los
demás si es o no conveniente que se les
aproximen con propósito sexual. Al igual
que en Malta, las señales son florales,
aunque en este caso la especie elegida
es el hibiscus, de un vivo colorido. Si un
chico o una chica está disponible como
posible pareja, se coloca una flor detrás
de la oreja derecha; de lo contrario, la
lleva tras la izquierda. Para quienes
tengan dificultades a la hora de recordar
esta regla, la clave consiste en que la
persona que ya está comprometida luce
el hibiscus encima del corazón, es decir,
en el lado izquierdo. Según dicen las
malas lenguas, no es raro que un padre
de familia se cambie de lado la flor, de la
oreja izquierda a la derecha, durante una
alegre velada nocturna con los amigos. El
equivalente occidental sería quitarse el
anillo de boda.

VIRGINIDAD

Uno de los rasgos físicos de la hembra


que siempre ha tenido una gran
significación en el lenguaje de los sexos
es la virginidad. No es algo que pueda
exhibir públicamente en su vida cotidiana,
pero su presencia o ausencia ha
despertado y sigue despertando un
interés muy especial en los hombres.
Existe una poderosísima razón que
justifica ese interés.
Una de las desigualdades sexuales que
ha existido en todas las épocas entre el
hombre y la mujer es la del parentesco.
Una mujer siempre sabe cuando su hijo
es suyo, pero para el varón siempre
existe un elemento de duda. ¿Es él
realmente el padre? A muchos hombres
les parecería ridículo formularse esta
pregunta, puesto que nunca se les
pasaría por la cabeza la idea de que su
esposa les hubiese sido infiel, y
considerarían un grave insulto la mera
sugerencia de esta posibilidad. Aun así,
desde un punto de vista objetivo, nada les
puede garantizar plenamente la fidelidad
de su pareja, a menos que permanezcan
junto a ella minuto a minuto, día a día.
Eso es casi imposible y en consecuencia
algunos varones inseguros sufren lo
indecible a causa de una profunda
sensación de incertidumbre, de un
arraigado sentimiento de celos que les
acosa y sume en la ansiedad.
Tan obsesionados llegan a estar por el
temor a una hipotética infidelidad
conyugal que muchas leyendas y cuentos
famosos, no exentos de picardía, se han
hecho eco de este tema. El relato más
universal quizá sea el de aquel marido
que, después de intentar de mil y una
formas diferentes pillar in fraganti a su
esposa, finalmente decide aplicar el único
método infalible; se castra en secreto
para poder acusarla de adulterio si ella,
más tarde, le da un hijo.
A lo largo de los siglos se han realizado
innumerables intentos para reducir la
incertidumbre del varón. En Samoa, por
ejemplo, antes de emprender un viaje, los
hombres aplicaban una pintura amarilla
especial en el vientre de su esposa, de tal
modo que si les eran infieles, la fricción
ejercida por sus parejas sexuales ilícitas
eliminaba una parte de la misma, y los
maridos, al regresar, podían detectarlo
enseguida. Ni que decir tiene que
cualquier esposa solitaria recolectando la
planta con que se elaboraba aquel
pigmento se consideraba sospechosa.
Según testigos oculares, hace varios
siglos los pobladores del este del mar
Negro utilizaban una cincha ancha sin
curtir para evitar que las niñas que
llegaban a la pubertad pudiesen tener
relaciones sexuales antes de casarse. A
la temprana edad de diez o doce años se
les colocaba este artilugio de piel y luego
se cosía para que quedara bien ajustado.
Más tarde, en la noche de bodas, el
marido cumplía el ritual de cortar el cuero
con una afilada daga.
Otros métodos para asegurar la castidad
eran más brutales. Algunos viajeros
regresaban a Europa con exóticas
historias de mujeres de tierras lejanas
que eran obligadas a llevar una fíbula,
una hebilla o un aro metálico prendido de
los labios mayores, previamente
perforados, para impedir la penetración.
Se cree que estos asombrosos relatos
inspiraron el invento europeo del cinturón
de castidad, una «prenda de vestir» que
no implicaba laceración alguna y que por
lo tanto era más «civilizada» que los aros
genitales. Según la leyenda popular, este
infame mecanismo se ideó para guardar
la fidelidad de las esposas medievales
cuando sus maridos estaban guerreando
en las Cruzadas y para proteger la
virginidad de las hijas cuando los
hombres no estaban a su lado para
defenderlas, aunque es mucho más
probable que este cinturón metálico que
se colocaba en la entrepierna femenina y
se cerraba con candado para impedir la
cópula lo hubiesen empleado por primera
vez en Europa no los caballeros de la
nobleza, sino un puñado de sádicos
excéntricos.
En el siglo xiv, en Padua, un tirano
llamado Novello da Carrara
experimentaba placer infligiendo
ingeniosas torturas a sus prisioneros, y
entre los crueles instrumentos que
utilizaba, cuyos orígenes se remontan a
finales de aquel siglo, figuraba un collar
de hierro y una «cincha de castidad» que,
según las habladurías, había obligado a
llevar a su esposa.
El primer registro publicado de un
cinturón de castidad data de 1405. Se
trata de un dibujo que representa un
tosco instrumento proveniente de
Florencia. En el siglo xvi, en el mercado
de St. Germain de París se vendían
cinchas metálicas para las mujeres. Un
poco más tarde, en el siglo xvu, un
grabado titulado El marido celoso se
prepara para salir de viaje muestra una
mujer desnuda con un cinturón de
castidad intentando arrebatar la llave de
la mano de su esposo. En algunos
museos europeos también se pueden
encontrar diversos ejemplos de antiguos
cinturones de castidad, aunque lo cierto
es que no existe ninguna evidencia de
que este mecanismo se haya usado
alguna vez a escala general, sino que
más bien parece haber sido una
curiosidad sexual reservada en buena
parte a la ficción romántica y a algunos
casos aislados.
Actualmente estos cinturones todavía se
fabrican y se llevan, aunque se usan más
para estimular la libido que como uri
método de control sexual. Forman parte
de los rituales sadomasoquistas y los
suelen utilizar quienes encuentran
excitante las formas inusuales de
«vestir». Estos nuevos modelos son
auténticas obras de arte que se
confeccionan a medida para que no
causen la menor incomodidad a sus
usuarios. De fabricación artesanal,
bellamente diseñados en latón, forrados
de terciopelo, provistos de candado y con
un precio superior a las 100.000 pesetas,
los actuales cinturones de castidad se
han convertido en objetos de haute cou-
ture erótica. Cierto es que imposibilitan
eficazmente la penetración, e incluso se
ha rumoreado que algunos varones de
edad avanzada lo emplean para refrenar
la generosidad sexual de sus jóvenes
esposas, pero a pesar de las
innumerables fantasías masculinas
siguen siendo una rareza, una
singularidad en la historia europea de las
relaciones íntimas entre hombre y mujer.
No obstante, un ejemplo de uso
excepcional del moderno cinturón de
castidad está relacionado con una mujer
que fue víctima de una violación y que
como consecuencia quedó tan
traumatizada que le resultaba imposible
disfrutar de una vida sexual normal con
su marido. Vivía con el temor permanente
de sufrir una nueva experiencia de este
tipo, y a causa de tan extremado
desasosiego se volvió frígida. Para salvar
su matrimonio decidió ponerse un
cinturón de castidad especialmente
diseñado que le permitía moverse con
entera libertad sin estar sometida a un
estado de ansiedad obsesiva. Poco a
poco se fue tranquilizando y con los años
su vida sexual recuperó la normalidad. Es
evidente, pues, que en un caso tan
especial como éste el ridiculizado cinturón
de castidad, antaño protector de honores
mancillados,
jugó un papel decisivo.
En algunas sociedades tribales donde la
virginidad es un don muy apreciado, las
ceremonias que se celebran con el fin de
garantizarla son más moderadas y menos
dolorosas, y sus consecuencias no van
más allá de la mera vergüenza social.
Así, por ejemplo, las muchachas de la
tribu irabo, en Nigeria, se someten a la
inspección pública de los senos
coincidiendo con el advenimiento de la
pubertad. En efecto, bajo la atenta mirada
de una audiencia entusiasta, tienen que
descubrir sus pechos para que sean
examinados por un grupo de mujeres
maduras, que son las encargadas de
confirmar que todavía no han iniciado su
producción de leche materna y que, por lo
tanto, no han perdido —supuestamente—
la virginidad. Al término del examen, se
procede a dar cumplimiento a la
formalidad burocrática de sellado y
entrega oficial del correspondiente
certificado de virginidad que atestigua su
condición de doncellas.
En muchos países se celebra una
ceremonia matrimonial para demostrar
que la novia era virgen cuando se casó.
En algunas regiones, tales como el norte
de África y determinadas zonas de
Oriente Medio, se cuelga una sábana
manchada de sangre de la ventana de la
cámara nupcial, dando fe de la rotura del
himen, y en otras la sábana se lleva por
las calles en una especie de procesión
para que todos los invitados a la boda
puedan verla. Por suerte para algunas
novias, siempre suele haber algún animal
doméstico a mano del que extraer un
poco de sangre. AI parecer, también se
han dado casos en los que la madre de
alguna novia que ya había perdido la
virginidad ha confeccionado un
pseudohimen con una pequeña vejiga
conteniendo sangre fresca de origen
animal. Luego, bastaba con ocultarla bajo
la almohada y romperla con un dedo en el
momento crucial.
Otra forma de limitar el riesgo de
infidelidad de las mujeres jóvenes
consiste en reducir su placer sexual, lo
que se puede conseguir extirpando
quirúrgicamente los genitales externos.
En tal caso, desposeídas brutalmente del
clítoris y los labios mayores, la excitación
sexual desaparece casi por completo y el
sexo deja de tener interés para ellas. En
este terrible estado de mutilación, no hay
ningún motivo que justifique una aventura
sexual, ya sea pre o posmatrimonial.
Esta salvaje operación, que en términos
generales se conoce como circuncisión
femenina, constituye una práctica muy
habitual en diversas partes del mundo.
Por desgracia, no se trata de una simple
rareza tribal, sino que hoy en día está
vigente a gran escala en África y Oriente
Medio. Y lo peor es que, además de
arrebatar a las chicas un derecho
biológico adquirido por nacimiento, los
encargados de llevar a cabo esta atroz
intervención no son hombres, sino
mujeres. En algunas regiones del planeta
no sólo se mutila de
este modo a las muchachas, sino que
también se las cose para que, en el
hipotético caso de que un varón se las
ingeniara para yacer con ellas, fuese
incapaz de penetrarlas. De este modo, su
virginidad estará a buen recaudo hasta
que, en la noche de bodas, el marido las
descosa ceremonialmente.
En todo el mundo existen diferentes
culturas que han impuesto sus dialectos
locales en el lenguaje de los sexos. Así,
mientras unas han intentado suprimirlo,
restringirlo y controlarlo, otras lo han
ampliado y exagerado. Pero de uno u otro
modo, los niños están predeterminados
genéticamente a sentirse atraídos por las
niñas, a hacer el amor y a tener hijos.
Dejando a un lado la excitación sexual, es
indudable que tiene que desarrollarse
algún tipo de vida familiar.

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