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Advertencia al lector de
LUCÍEN FEBVRE
EDITORIAL CRÍTICA
Grupo editorial Grijalbo
BARCELONA
Título original:
LES CARACTÉRES ORIGINAUX DE L'HISTOIRE RURALE FRANCAISE
Traducción castellana de ALEJANDRO PÉREZ
Cubierta: Alberto Corazón
© 1952, 1956, 1976: Librairie Armand Colín, París
© 1978 de la traducción castellana para España y América:
Editorial Crítica, S. A., calle de la Cruz, 58, BarceIona-34
ISBN: 84-7423-045-4
Depósito legal: B. 5.622 -1978
Impreso en España
1978 — Gráficas Salva, Casanova, 140, Barcelona-11
A la memoria de Émile Besch
de la promoción de 1904
de la École Nórmale Supérieure
en prueba de fidelidad.
NOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLA
R. D.
LA HISTORIA RURAL FRANCESA
EN LA OBRA DE MARC BLOCH DESDE 1930
2. T rabajos r e la c io n a d o s c o n l a h i s t o r ia r u r a l
Y APARECIDOS FUERA DE LOS «ANNALES»
2. Sobre las encuestas del siglo xvnr, que en adelante serán citadas bas
tante a menudo, ver Anuales d’Histoire Économique, 1930, p. 551; sobre los
planos, ibid., pp. 60 y 390.
3. F. Seebohm, «French peasant proprieíorshlp», en The Economic Journal,
1891.
memoria recordar que no era de aquéllos para quienes el mundo
exterior existe intensamente. Es cosa segura que no debió mirar
nunca con gran atención las tierras de labor de tan singular forma
que, en todo el norte y el este de Francia, sugieren imperiosamente
el recuerdo del open-jield inglés. Sin particular afición por la agro
nomía, las discusiones sobre la abertura de heredades que, en el
momento mismo en que recibía la carta de Seebohm, tenía lugar en
las Cámaras, le habían dejado indiferente. Para proporcionar infor
mación a su corresponsal no había consultado más que textos, y muy
antiguos. Pero los conocía admirablemente. ¿Cómo es que no le re
velaron nada sobre fenómenos de los que, sin embargo, pueden dar
testimonios bastante claros? Maitland, en un día de injusticia, le acu
só de haber cerrado los ojos voluntariamente, por prejuicio nacional,
¿Pero son, por lo tanto, forzosamente germánicos, los campos alar
gados? La verdadera explicación está en otra parte. Fustel no había
considerado más que los documentos en sí mismos, sin aclararlos
mediante el estudio de un pasado más próximo. Apasionado, como
tantas mentes elevadas lo estaban entonces, por las cuestiones de
orígenes, permaneció siempre fiel a un sistema estrechamente crono
lógico que, paso a paso, le conducía de lo más antiguo a lo más
reciente. O, por lo menos, no practicaba el método inverso más que
inconscientemente y porque, quiérase o no, en cierto modo, siempre
acaba por imponérsele al historiador. ¿No es inevitable que, ordina
riamente, los hechos más remotos sean al mismo tiempo los más
oscuros?; y así, ¿cómo escapar a la necesidad de ir de lo mejor a
lo peor conocido? Cuando Fustel buscaba las raíces lejanas del ré
gimen llamado «feudal», preciso era que tuviera en la mente una
imagen cuando menos provisional de esas instituciones en el mo
mento de su pleno desarrollo, y es lícito preguntarse si no hubiera
hecho mejor, antes de sumergirse en el misterio de sus principios,
precisando los rasgos de la imagen terminada. El historiador es siem
pre esclavo de sus documentos, y más que ninguno lo es el que se
dedica a los estudios agrarios; so pena de no poder descifrar el jero
glífico del pasado, necesita, casi siempre, leer la historia al revés.
Pero esa comprensión inversa al orden natural tiene sus peligros,
que es importante definir claramente. Quien ve la trampa corre me
nos el riesgo de caer en ella.
Los documentos recientes despiertan curiosidades. Los textos an
tiguos están lejos de dejarlas siempre insatisfechas. Conveniente-
mente interrogados, dan mucho más de io que en un principio se
hubiera uno -atrevido a esperar de ellos; así ocurre especialmente con.
esos testimonios de la práctica jurídica, esos íailos de tribunales y
esas actas de procesos cuyo estudio, desgraciadamente, en el estJa&sx
actual de nuestro equipo científico, está tan mal preparado. De to
dos modos, están lejos de responder a todas las preguntas. De ahí
la tentación de sacar de las manifestaciones de esos testigos recal
citrantes conclusiones mucho más precisas de lo que en derecho se
ría legítimo; ello da lugar a desviaciones de interpretación de las
que fácilmente podría darse una divertida muestra.
Pero hay cosas peores. En 1856 Wilhelm Maurer escribía: «La
más rápida ojeada que se pase por los condados de la Inglaterra
actual muestra que la explotación por unidades aisladas es con mucho
la más extendida [... ] Este estado de cosas, observado en nuestros
días, permite concluir con seguridad para la época antigua» — se
trataba del período anglosajón— «en la existencia de un poblamiento
por unidades habitadas aisladas». Se olvidaba nada menos que de la
revolución de los «cercamientos», profunda brecha abierta entre el
pasado rural de Inglaterra y su presente. Las «unidades de explota
ción aisladas» habían nacido, en su mayoría, de reuniones y despo
sesiones de parcelas infinitamente posteriores a la llegada de Hengist
y Horsa. La falta, en ese caso, es difícilmente perdonable, porque
se trata de un cambio relativamente reciente, fácil de conocer y de
medir. Pero es en el principio mismo del razonamiento donde reside
el verdadero peligro, pues, si no se pone cuidado, puede llevar con
sigo muchos otros errores, considerablemente más difíciles de des
velar. Con demasiada frecuencia a un método en sí razonable se une
un postulado que es, en cambio, totalmente arbitrario: la inmuta
bilidad de los usos agrarios antiguos. La verdad es muy otra. Desde
luego, protegidas por las dificultades materiales que se oponían a
su transformación, por el estado de una economía de reacciones más
lentas y por el tradicionalismo ambiente, las regias de explotación
se transformaban antaño mucho menos que hoy. Además, los docu
mentos que nos informan sobre sus modificaciones antiguas son ge
neralmente muy pobres y muy poco explícitos. Esas regias, sin em
bargo, como veremos a lo largo de la exposición, estaban muy lejos
de poder pretender cualquier ilusoria perennidad. En unos casos
una brusca ruptura en la existencia del pueblo — devastación, repo-
blamiento después de una guerra— obligaba a trazar de nuevo los
surcos según un nuevo plan; en otros, como en Provenza en los tiem
pos modernos, la comunidad decidía cambiar, de repente, la cos
tumbre ancestral; más a menudo aún, tenía lugar una desviación
casi insensible y quizás involuntaria del orden primitivo. Verdadera
mente, no miente en nada la bella frase romántica con que Meitzen
expresó un sentimiento, casi punzante, familiar a todos los investiga
dores que han dedicado a las antigüedades agrarias parte de sus
vidas: «En cada pueblo, nuestros pasos discurren entre ruinas de la
prehistoria, más viejas que los novelescos restos de los burgos y que
las caídas murallas de las ciudades». En más de un paraje de campos
de cultivo, efectivamente, Ja configuración de las parcelas supera en
antigüedad, con mucho, a las más venerables piedras. Pero esos
vestigios, precisamente, no han sido nunca, estrictamente hablando,
«ruinas»; se parecen más bien a esos edificios formados por super
posición, de estructura arcaica y que los siglos, sin dejar nunca de
hacer nido en ellos, han ido remodelando uno tras otro. Es por eso
por lo que casi nunca han llegado a nosotros en estado puro. La ves
timenta del pueblo es muy vieja, pero muy a menudo se le han hecho
remiendos. Si, por prejuicio, hay un desdén o una negativa a buscar
esas variaciones, lo que se hace es negar la vida misma, que no es
más que movimiento. Sigamos, ya que es necesario, la línea de los
tiempos en sentido inverso; pero que sea etapa tras etapa, atentos
siempre a percibir con el dedo las irregularidades y las variaciones
de la curva y sin querer pasar de un salto — como demasiado a me
nudo se ha hecho— del siglo x vm a la piedra pulimentada. En el
pasado próximo, el método regresivo, sanamente practicado, no tiene
bastante con una fotografía que bastara proyectar, siempre igual a sí
misma, para obtener la imagen inmóvil de edades cada vez más le
janas; lo que pretende captar es la imagen última de una película que
luego se esforzará por recorrer hacia atrás, resignado a descubrir
en ella más de un corte, pero decidido a respetar su movilidad.
M é t o d o (p p . 31-34)
Análisis y síntesis
«Que, tanto en el orden intelectual como en el de la práctica, el des
pertar de las curiosidades tiene su origen casi siempre en una especie de
ambiente colectivo, es cosa que la historia de nuestros estudios, incluso
sin llegar a la historia sin más determinaciones, bastaría para enseñárnoslo.
De repente parece que sale de la sombra una categoría de fenómenos, para
imponerse a ios esfuerzos convergentes de los trabajadores. Así se ha visto
cómo ei análisis de las parcelaciones de tierras de cultivo, desdeñado du
rante largo tiempo, ha conquistado en algunos años un lugar de primer
orden entre las preocupaciones de los investigadores franceses.» Refirién
dose a R, Dion, Es sai sur la formation du paysage rural \ranqais (1936,
p, 256). Las síntesís y revisiones son periódicamente necesarias. Es de ala
bar ja tentativa de R. Dion: «Nada más útil, con sus riesgos valiente
mente aceptados, que semejantes esfuerzos de síntesis. Quienquiera que
haya practicado el análisis de las parcelaciones de tierras de cultivo sabe
que éste vive de comparaciones; las monografías de detalle le son indis
pensables, pero ese trabajo ai microscopio, si no se viera sin cesar dirigido
desde arriba, pronto llevaría las investigaciones a la asfixia» (1936, p. 256).
Hay que equilibrar análisis y síntesis.
Marc Bloch, efectivamente, critica el «gusto por lo infinitamente pe
queño». Un estudio sobre la evolución del «paisaje humano» en el
Schleswig es «extremadamente minucioso, desde luego demasiado minu
cioso para que aparezcan con mucha claridad las grandes líneas de la
curva, lo único que podría tener importancia para la historia europea. El
microscopio es un maravilloso instrumento de investigación, pero un mon
tón de cortes microscópicos no constituyen una obra de ciencia» (1932,
p. 505). La historia rural debe también desconfiar, cuando los documentos
son abundantes, «de cierto exceso de detalles. Grave peligro; la historia
económica de las épocas más próximas a nosotros, si se negara a escoger
entre lo importante y lo accesorio, correría un gran riesgo de asestarse a sí
misma un golpe mortal» (II, 1942, p. 110). Pero las monografías precisas
son la base fundamental de la historia rural. Cuando Marc Bloch ve un
análisis de parcelaciones de tierras de cultivo —en este caso de la zona
de Birkenfeld, en Renania— «apoyado en un conocimiento muy preciso
de la realidad local, presentado con claridad y utilizando ingeniosos v
abundantes croquis», lo cita como ejemplo: «Para ia comprensión de las
sociedades campesinas, esa ciencia, de tono modesto y sencillo y sin em
bargo muy bien informada cié ios problemas más generales, aporta mucho
más que tantas y tantas audaces construciones» U937, pp. 606-607). Un
trabajo muy discutible en sus conclusiones le mueve a escribir: «Querría
mos estar seguros de que todas estas fragües hipótesis no nos fueran a ser
presentadas dentro üe poco por ia historiografía como certidumbres; des
graciadamente, algunas veces se producen semejantes metamorfosis» (193f,
p. 463).
A propósito del manor inglés y de sus particularidades locales, hay que
señalar con vigor las «principales direcciones de investigación» con «una
mirada dirigida a la historia del continente». «Ei problema "manorial"
—o, por decir mejor, señorial—, después de todo, no es específicamente
inglés. En cuanto a las razones que explican la infinita variedad de tipos
locales —dominados, por otra parte, por algunos grandes caracteres co
munes muy simples—, se encuentran en toda Europa occidental y cen
tral Nada mejor que reconstruir poco a poco, con la ayuda de mil
pequeños rasgos, tomados de una realidad maravillosamente diversa, una
imagen de conjunto más exacta, y por tanto más matizada; es la ambición
de toda investigación cien tilica, f-'ero a esa meta ideal — ¿habrá que recor
darlo?— la investigación no puede aproximarse más que con una condi
ción: seguir antes el camino inverso; antes de ir de io particular a lo
general, pedir a una amplia visión de conjunto los medios para clasificar e
interpretar los pequeños accidentes del paisaje» (1931, p. 260).
Hablando de ios trabajos de K. Dion sobre ios regímenes agrarios:
«Así, en lo esencial del método, hay entre Dion y yo un completo acuerdo.
Está la preocupación de unir ai anáfisis de los factores geográficos, que es
con seguridad indispensable, ei vivificador estudio de las reacciones huma
nas, que son infinitamente diversas y presentan “discordancias" respecto al
medio natural a menudo más ricas de enseñanzas que la tan traída y lle
vada "armonía", en muchos casos tardía, sobre la que los geógrafos gusta
ban en otro tiempo de llamar la atención por encima de todo; está también
la necesidad de seguir buscando, sin tregua, a la vez profundizando ia bús
queda y extendiéndola cada vez más a través de las civilizaciones: es ia
lección misma que nos ofrecen sus trabajos. Es también la que debe inspi
rar a todos» (1941, p. 124).
Método comparativo
«El oficio de historiador, y en particular la historia de las clases eco
nómicas, tiene, como todo oficio, sus métodos. Éstos son ajenos a todo
misterio y a todo esoterismo. Se aprenden, sin duda, mediante la ense
ñanza, [...] pero también a través de lecturas ampliamente dirigidas (y
no solamente hacia las obras de “puros” historiadores), sobre todo por
el uso de un buen repertorio de comparaciones» (1940, p. 150), Constan
temente, Marc Bloch recordó la necesidad de practicar, tanto en la historia
rural como en otros campos, la historia comparada. «Para entender bien
lo de casa y captar hasta las originalidades, lo mejor es a veces resignarse
a salir al exterior» (1935, p. 323). Ningún país de Europa debe represen
tarse por una «imagen de cuerpo cerrado» (1938, p. 462). La historia
rural francesa no puede entenderse más que «integrada en el conjunto
de fenómenos europeos» (1941, p. 46). Eso es cierto para todas las épo
cas; en la primera mitad del siglo xix, por ejemplo, prosperó mucho en
Cóte-d’Or la ganadería: «Sin duda, para entenderlo, habría que atender
a los precios del ganado; su alza relativa parece haber sido, en la época,
un fenómeno europeo, cuya explicación exigiría, a su vez, una nueva inves
tigación; pero el marco superaría en ese caso, con mucho, el de un depar
tamento» (1933, p. 492).
Para la «interpretación de los paisajes agrarios franceses» es preciso
que el historiador o geógrafo «extienda su horizonte a una zona europea
más amplia aún, más allá de esas fronteras políticas que, en; esto, carecen
de toda significación. Nuestros campos abiertos y alargados, por ejemplo,
no pueden separarse de la champaign inglesa, ni nuestro paisaje de setos
vivos, nuestro bocage, del woodland de allí» (1934, p. 487). «Problemas*'
del paisaje rural francés. O mejor europeo. Cercados, campos irregulares,
campos alargados, agricultura individualista u obligaciones colectivas, son
ésas otras tantas realidades que, efectivamente, se encuentran y oponen
mucho más allá de nuestras fronteras; y sin duda, en esto como en todo,
el más seguro medio de entender Francia es a veces salir de ella», y sigue
Marc Bloch con largas comparaciones con los campos ingleses (1936, pá
gina 273).
Así, la transformación del señorío en los siglos x, xi y xn, la división
de las tierras y el paso «de la gran explotación dominical a la renta de la
tierra» constituyen un problema de «la historia comparada de las socie
dades europeas». «No puede esperarse solución más que de una compara
ción sistemáticamente establecida entre los diversos desarrollos nacionales
o regionales», tomando como punto de partida la evolución francesa.
«Pues, cuando hayamos logrado fechar exactamente las diferentes evolu
ciones regionales y apreciar su amplitud, entonces podremos, como por
experimentación natural, eliminar ciertos factores y sopesar el valor rela
tivo de los demás [...] Es necesaria una investigación realizada según
directrices comunes por estudiosos de todos los países. Una vez más se
nos impone la necesidad de unificar nuestros cuestionarios» (Bulletin of
the International Committee of Historical Sciences, febrero de 1933, pá
ginas 122 y 126).
Hay hechos misteriosos que se explican por otros más recientes y
mucho mejor conocidos. Por ejemplo, Yorkshire conoció en los siglos xn
y xm un intenso movimiento de roturación, en dos tiempos. Los rotura
dores recortaban campos aislados, que luego se insertaban en el sistema
regular del open-field; entonces la parcela era «dividida según la forma
habitual y sometida a las obligaciones colectivas». «Así Yorkshire, como
por un experimento espontáneo, nos ofrece, a la plena luz de la historia,
el ejemplo de ese paso de la ocupación irregular a la ocupación colectiva
mente disciplinada que, sin duda, en muchos otros puntos de Europa, el
misterio de edades sin documentos escritos nos impide que veamos» (1936,
p. 275). «¿Cómo un trabajador acostumbrado a manejar nuestros docu
mentos agrarios, tan pobres sobre los orígenes de la ocupación del suelo,
puede leer sin una especie de estremecimiento los jugosísimos capítulos
que contiene la lev de Uplnnd [en Suecia, ley promulgada en 1276] sobre
la constitución de los pueblos nuevos y de sus parcelas de cultivo?» (1940,
p. 248). Bulgaria, casi en nuestros dias, ofrece ejemplos de disolución de
antiguas comunidades familiares y de transformación de aldeas (I, 1942,
pp. 118-119). «El historiador de las cosas agrarias» encontrará en Checos
lovaquia «ocasión de establecer relaciones muy sugestivas con las institu
ciones del resto de Europa» (1932, p. 302). A propósito de los trabajos
de J. Berque sobre el Marruecos rural, «el historiador, familiarizado con
las realidades rurales de muy distintos parajes, está [...] en buena posi
ción para decir el provecho que para sus propias investigaciones sacará
de ese viaje a tierras marroquíes, guiado por un buen conocedor de ellas»
(II, 1942, pp. 65-66).
En las investigaciones de historia comparada se imponen ciertas pre
cauciones. «Es preciso, claro está, evitar cuidadosamente confundir el
método comparativo con el razonamiento por analogía. Aquél exige, por
el contrario, para ser practicado correctamente, una gran sensibilidad a
las diferencias» (II, 1942, p. 51). Conviene no perder nunca de vista la
«percepción de las diferencias entre medios sociales, que es la propia ra
zón de ser, así como la salvaguarda, de todo estudio comparativo»;' con
viene también «definir en sus puntos de partida» las nociones que corres
ponden a los términos. La historia no se edificará «mediante una compa
ración razonada más que si, sin omitir pensar en eí plan de conjunto,
sabemos proceder, poco a poco, por experiencias cuidadosamente elegidas
y analizadas tanto en sus particularidades como en sus similitudes» (1930,
pp. 439-440), Es condición indispensable de la historia comparada un
vocabulario racional (1936, p. 591; 1939, p. 434).
|sta» (1941, p. 33). Entre ese tipo de historiadores pueden estar un maes
tro como A. Dubuc, autor de un excelente estudio sobre el espigueo en
jNormandía (III, 1943, pp. 110-111), o un notario como G. Segret, notario
de la Haute-Auvergne, en Blesle (Haute-Loíre), «sucesor de esos viejos
escribanos que se transmitían de generación en generación el secreto de
jas fortunas» y entre los que la propia profesión ha desarrollado «un agu
do sentido de lo que podría llamarse aspecto social de las realidades
jurídicas» (1935, p. 330).
Precisiones numéricas
Aparentemente, las cifras son en la historia rural, como en los demás
ámbitos, un elemento maravilloso, indiscutible, de conocimiento. En rea
lidad, los datos numéricos faltan a menudo, y, sobre todo, cuando existen,
su utilización es muy delicada. El emplearlos torpemente da lugar a graves
errores y hace nacer peligrosas ilusiones: «¿Hemos quedado escarmenta
dos tan a menudo, en materia de estadística histórica!» (1931, p. 463).
Respecto a la historia de ios precios, ver cap. 4. Marc Bloch llamó espe
cialmente la atención sobre «el empleo y la interpretación de los datos
estadísticos». Hay que «someterlos a crítica [...] ias estadísticas agrícolas,
en particular, están lejos de merecer ciega conñanza». Mapas, números-
índice y gráficos son «los únicos procedimientos de expresión estadística
capaces de hacer visibles a los ojos y a la mente resultados que sin ello
serían muy difíciles de sopesar» (1933, p, 493). Crítica de las estadísticas
agrícolas oficíales francesas, por R. Musset, 1933, pp. 285-291.
Centros de trabajo
Albert Demangeon fundó un grupo de estudios de geografía humana
(rama del Conseil Universitaire de la Recherche Sociale) que puso en
marcha tres investigaciones, sobre la estructura agraria, la vivienda rural
y los extranjeros en la agricultura francesa (1936, p, 381). Notable activi
dad de los historiadores checoslovacos sobre la historia rural. El Bulletin
del museo agrícola era en realidad una revísta dedicada a esa rama de la
historia, llevaba resúmenes en francés, alemán e inglés y era indispensable
para el «historiador de las cosas agrarias» (1932, p. 302). V. Cerny, «L’his-
toire rurale en Tchécoslovaquie». en Annales, 1929, p. 78.
El Instituto Agrario Internacional, de Moscú, hizo aparecer en 1930
un índice bibliográfico de la cuestión alaria, cuidadoso índice en doce
lenguas de los artículos aparecidos en 1929 sobre los problemas agrarios
históricos y contemporáneos (1932, pp. 301-302). El historiador de la
agricultura dispone de las importantes publicaciones del Instituto Interna
cional de Agricultura, de Roma, y en especial de la Kevue Internationale
d'Agriculture, cuya segunda parte, Bulletin Mensuel de Rcnseignements...,
era una investigación permanente sobre la vida agrícola (1932, pp. 301-
302). Lista de esas publicaciones, 1939 (L, Febvre, 1940, pp. 282-283).
Ese Instituto fue absorbido en 1946 por la Organización de las Naciones
Unidas para la alimentación y la agricultura (la FAO), igualmente con
sede en Roma, que emite estadísticas mensuales y anuales, así como estu
dios agrícolas.
Los museos pueden ser notables «instrumentos de estudio», como lo
muestran los museos rurales técnicos de Escandinavia, los museos al aire
líbre y los etnográficos (1930, pp. 248-251). Asimismo los museos agríco
las de Checoslovaquia (1932, p. 302). Sería deseable que existieran en
Francia museos análogos; nuestros «museos de civilizaciones provinciales»
(Estrasburgo, Mttseon Aríaten...) se interesan más por el mobiliario, el
vestido, el arte popular y los elementos pintorescos que por los tipos de
casas y las técnicas rurales (1930, pp. 250-251)* Las mismas observaciones
respecto a la publicación L’Art Vopulaire en Franee, Estrasburgo, ano 3.°,
1931 (1933, pp. 77-78). En el Centro rural de la Exposición de 1937 se
veía un «excelente museíto del terruño», montado por el grupo de estu
dios de Romenay-en Bresse, pero sin «plan parcelario de las tierras» (1938,
p. 53),
ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA
2. Puede completarse con los artículos del mismo autor «La crise des prix
m xvi8 siécle en Poitou», en Revue Historique, CLXII, 1929, y «Essai sur
la situation économique et l’état social en Poitou au xvi° siécle, en Revue
d'Histoire Économique, 1930.
SUPLEMENTO A LA ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA
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R. Blais (bajo la dirección de), JL Blache, R. Dion, R. Lienhart, R. Pioger,
R, Rol, Ch. Vezin, La canipagne, 1939 (1940, pp. 165-166); R. Blais, La
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The Cambridge economic history of Burope ¡rom the decline of the Román
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nic kingdoms from the fifth to the ninth century»; Marc Bloch, «The
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«Medieval agrarian society in its primer, § 1, France, the Low Countries and
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de artículos en la Revue d’Histoire de l’Église de France), t. I: Les
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cale ¿ travers les ages, 1934, que incluye L. le Grand, «Pour composer
rhistoire d’un établissement hospitalier» (1931, p. 240); t. III: Questions
d’histoire générale a développer dans le cadre regional ou diocésain, 1936
(1937, pp. 389-390), contiene las exposiciones de A. Lesort sobre la re
construcción de las iglesias tras la guerra de los Cien Años (1935, p. 108)
y del abad V. Carriére sobre las «épreuves de l’Église de France au xvi*
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Société Belge d’Études Géograpbiques, 1936 (1941, p. 124); «Types de
térro irs ruraux», lámina de 14 ejemplos de parcelaciones de tierras francesas,
extraídos de planos catastrales y reproducidos con colores y signos con
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graphie, 1936 (L. Lebvre, 1938, p. 275, con nota de R. Dion rectificando
una leyenda de dicha lámina); «Les principaux types de paysage rural», en
La campagne, obra bajo la dirección de R. Blais, 1939 (1940, p. 165);
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Principales recopilaciones misceláneas que contienen estudios de historia y
geografía rurales francesas: Vranee méridionale et pays ibériques. Métanges
géograpbiques ojferts en hommage a Daniel Faucber, 1948; Mélanges Louis
líalphen, 1951; Mélanges géograpbiques ofjerts a Pjñlippe Arbos, 1953;
Hommage a Luden Febvre. Bventaii de l’bistoire vivante, entregado el 8 de
febrero de 1954; Mélanges géograpbiques ojjerts d Ernest Bénévent, 1954.
2. E s tu d io s de h is t o r ia rural r e g io n a l
(Figuran aquí los trabajos particularmente importantes y de interés general.
A lo largo del suplemento aparecen arados muchos otros.)
R. H. Andrews, Les paysans des Mauges au XVI11e siécle: étude sur la vie
rurale dans une región de l'Anjou, 1935 (1937, pp. 393-396).
J. Boussard, Le comté aÁnjou sous ilenri Plancagenet el ses jils, 11X1-1204,
1938; «La vie en Anjou aux xí‘ et xuc sléeles», en Le Moyen Age, 1950.
R. Bou truche, La crise d1une sodéié. Seigneurs et paysans du Bordelais pendant
la guerre de Cent Ans, 1947 (resumen en Armales, 1947, pp. 336-348);
Une société provine¿ale en lutle conire le régime féodal: l'atleu en Bordelais
et en Bazadais du X F au X V lir siécle, 1947; «Les courants de peuplement
dans FEntre-Deux-Mers [en Bordelaisj: étude sur le brassage de la popula-
tion rurale. Du x r au xvc siécle», en Anuales, 1935, pp. 13-37, «du xv*
au xxc siécle», 1935, pp. 124-154; «Aux origines d’une crise nobiliaixe:
donations pieuses et prariques successorales en Bordelais du xm* au XVIo
siécle», en Anuales, 1939, pp. 161-177, 257-277.
M. Braure, Lille et la Flandre wallone au XV IIP siécle,1932 (para la parte
urbana, G. Espinas, 1933, pp. 356-358).
R. Carabie, La propriété fonciére dans le tres anden droit normand (AiVXiiJ*
siécles), t. I, La propriété domaniale, 1943.
Abad M. Chaume, Les origines du úuebé de Bourgogne, principalmente 2*
parte, fase. 2, 1936 (rña. del fase. 3, 1932, pp. 503-504).
L. Chaumeil, «L’origine du bocage en Bretagne», en Bventaii del’histoire
vivante. Hommage á Luden Febvre, i, 1^53, pp. 163-185.
G. A. Chevaila2, Aspects de l ’agriculture vaudoise ■)la fin de l ’Ajicien Régime,
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mx l i ’í i 'U w i r u r jit s ,'j í” .;V 'a ¿ & ¿ ¿ u X \ IIP S ié cle ,
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Vépoque caroimgienne jusqu'au milieu du X II Ie siécle, 1949 (resumen dei
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cuestión de la servidumbre (R. Doehaerd, 1949, pp. 23-28).
1. LOS ORÍGENES
4. Un venturoso nznr hfs hecho que noseamos aún sobre esas fundaciones
un materia! muy completo: Din!. Karol.. T, n.° 179: Histoire du Latizuedoc. t.
IT, 'principalmente n.° 34, 85, 112; r. V, n" 113; cf Bulletin de la Comission
Arcbéólogjque de Narhonne. 1876-1877.
5. Exactamente 257 sobre 1.239: A. Covilíe, Recherches sur Vhistoire de
Lyon, 1928, pp. 287 ss.
describiendo— son unánimes en mostrar que» cuando se reempren
dió la tarea de hacer avanzar los campos, hubo primero que recon
quistar el terreno perdido. «Adquirimos (en 1102) el pueblo de
Maisons (en la Beauce), que no era más que un desierto [ ...] lo
tomamos inculto, para roturarlo»: ese pasaje, que recojo al azar en
la crónica de los monjes de Morigny, puede servir para tipificar la
multitud de testimonios análogos que pueden encontrarse. Lo mismo
puede verse, en una reglón totalmente distinta, el Albigeois, y en
una fecha ya tardía (1195), por lo que manifiesta el prior de los hos
pitalarios, que percibía censos del pueblo de Lacapelle-Ségalar: «cuan
do fue hecho ese donativo, la villa de Lacapelle estaba desierta; no
había hombre ni mujer algunos: y estaba desierta desde hacía tiem
po».6 Representémonos bien la imagen: en torno a los lugares habi
tados — puñados de casas— , tierras cultivadas de escasa superficie;
entre esos oasis, enormes extensiones nunca surcadas por el arado.
Añádase que, como más adelante advertiremos mejor, los procedi
mientos de cultivo condenaban a las propias tierras de labor a per
manecer baldías un año por cada dos o tres, y a menudo varios años
seguidos. La sociedad de los siglos diez y once se basaba en una
ocupación del suelo extremadamente laxa; era una sociedad con un
tejido poco tupido, en la que los grupos humanos, de por sí peque
ños, vivían lejos además unos de otros: es un rasgo fundamental, que
determina gran número de las características propias de la civiliza
ción de esos tiempos. La continuidad, no obstante, no se rompió.
Por unos u otros sitios, es cierto, hubo pueblos que desaparecieron,
como esa villa de Paisson, en el Tonnerrois, cuyo término había de
ser roturado más adelante por los habitantes de un lugar vecino,
sin que la aglomeración llegara nunca a ser reconstruida.7 Pero la
mayor parte se conservan, con tierras más o menos mermadas. En
algunos sitios las tradiciones técnicas sufrieron un cierto eclipse: los
romanos consideraban el margado una verdadera especialidad de los
pictos, v en el Poitou no volverá a aparecer hasta el siglo xvr. En lo
esencial, sin embargo, los viejos procedimientos se fueron transmi
tiendo de generación en generación.
16. Pero ciertas «viüanuevas» son muy anteriores al siglo XI, francas, o
quizá romanas. Villeneuve-Saint-Georges, cerca de París, era un pueblo bas
tante grande ya desde Carlomagno.
17. Hoy oficialmente, Neuville-Champ-d’Oisd; pero un documento de
san Luis, que no debe ser muy posterior a la fundación (L. Delisle, Cartulaire
normandy n.° 693), da efectivamente Noveville de Cantu Avis.
18. Vathaire de Guerchy, «La Puisaye sous les maisons de Toucy et de
Bar», Ballet, de la Soc. des Sciences Historiques de VYonne, 1925, p. 164:
las cuatro localidades (la última con la grafía «Betphaget»), aldeas del muni
cipio de St. Verain.
en las que el hábitat es de los más concentrados, la Argonne inter
pone aún hoy la marquetería de sus menudos pueblos del bosque.
En los bosques del sur de París había una parroquia formada por
varias pequeñas aglomeraciones que, en característica alternancia,
llevaba indistintamente los nombres de Magny-les-Essarts y Magny-
les-Hameaux. Parece realmente como si hacia el final de la época
romana, en la alta edad media, los hombres, en una gran parte de
Francia, hubieran tenido tendencia, más que en el pasado, a apre
tarse unos contra otros; entre los lugares habitados que entonces1
desaparecieron varios eran caseríos, viculi, y sabemos que a veces
fueron abandonados por razones de seguridad.15 Las grandes rotu
raciones volvían a hacer que se dispersaran los cultivadores.
Advirtámoslo bien, sin embargo: quien dice aldea dice aún há
bitat de agolpamiento, por restringido que sea el grupo. La casa
aislada es otra cosa totalmente distinta; supone otro régimen social
y otras costumbres, y la posibilidad y el gusto de evitar la vida co
lectiva, el codo a codo. La Galia romana ia conoció quizá, pero hay
que observar de todos modos que las villae dispersas por los cam
pos, cuyas huellas ha encontrado la arqueología, reunían un número
de trabajadores sin duda bastante importante, quizás alojándolos en
cabañas dispuestas en torno a la morada del dueño, débiles cons
trucciones cuyos restos pueden muy bien haber desaparecido.2^ En
todo caso, desde las invasiones, esas villae habían quedado destrui
das o abandonadas. Incluso en las regiones en las que, como veremos
más adelante, no se llegó a conocer el pueblo grande, los campesi
nos de la alta edad media vivían en pequeñas colectividades, levan
tando sus cabañas unas junto a otras. Quedaba reservado para la
era de las roturaciones el ver levantarse, además de los nuevos pue
blos o aldeas, «granjas» apartadas (la palabra granja, hoy con un
sentido más amplio, designaba entonces el conjunto de edificaciones
de una explotación). Muchas de ellas fueron obra de grupos monás
ticos, y no de las viejas fundaciones benedictinas, constructoras de
pueblos, sino de nuevas formaciones religiosas, nacidas del gran mo
vimiento místico que marcó con su ello las postrimerías del siglo xi.
23. Curie-Seímbres, Essai sur les villes fondées dans le Sud-Ouesit 1880,
p. 297.
abad de Grandselve, al prever, un día, el establecimiento de mil casas,
además de otras tres mil en otro sitio.24
A esos motivos, comunes a toda la clase señorial, los señores
eclesiásticos añadían otros, característicos suyos. Para muchos de
ellos, desde la reforma gregoriana, gran parte de su fortuna consis
tía en diezmos; éstos, proporcionales a la cosecha, rendían tanto más
cuanto más extensos fueran los cultivos. Sus dominios se formaban
a golpes de limosna, pero no todos los donantes eran lo bastante
generosos como para ceder con gusto tierras cultivadas, y a menudo
era más fácil obtener espacios incultos que luego la abadía o el capí
tulo hacía roturar. La roturación exigía, de ordinario, una inversión,
probablemente anticipos a los cultivadores y en cualquier caso la
agrimensura de la tierra y, si se trataba de una explotación reservada
al señor, su casa. Las grandes comunidades disponían, en general, de
tesoros bastante bien provistos, que era muy adecuado emplear de
ese modo. O, si la propia comunidad no podía o no quería hacerlo,
podía encontrar sin demasiadas dificultades los recursos necesarios
en uno de sus miembros o en algún clérigo amigo que, mediante
un honesto beneficio, se encargaba de la operación. Aunque menos
extendidos en Francia que en Alemania, los contratistas de rotura
ciones tampoco fueron allí, no obstante, un tipo social desconocido.
Muchos fueron hombres de Iglesia; en la primera mitad del siglo xm
dos hermanos que habían de alcanzar las más altas dignidades del
clero francés, Aubri y Gautier Cornu, tomaron así en contrata — sin
perjuicio de distribuir luego lotes a subcontratistas—> la roturación
de numerosas tierras recortadas de los bosques de Brie. El estado de
los documentos no permite medir exactamente, en la gran obra de
puesta en explotación de tierras yermas, la parte correspondiente a
los prelados o religiosos y la de los barones laicos. Pero que el papel
de los primeros fue de la mayor importancia es cosa que no puede
dudarse; los clérigos tenían más perseverancia y más amplias miras.
Finalmente, sobre los reyes, los jefes de los principados feudales
y los grandes abades pesaron aún otras consideraciones, además de
las que acabamos de ver. Estaba el problema de la defensa militar:
las «bastidas» del mediodía, villas nuevas fortificadas, protegían en
esa zona en disputa los puntos de apoyo de la frontera francoinglesa.
24. Bibl. Nat., Doat 79, fol. 336 v.° y 80, fol. 51 v.°.
Estaba también el problema de la seguridad pública: quien dice^ po
blación concentrada dice más difícil bandidaje. Varios documentos
expresan abiertamente, como motivos de las fundaciones, el deseo de
atacar con el hacha un bosque hasta entonces «guarida de ladrones»
(repaire ele larrons) o el de asegurar «a los peregrinos y viajeros»
un paso apacible por un paraje desde tiempo atrás infestado de mal
hechores.25 En el siglo x u , a lo largo del camino de París a Orleans,
eje de la monarquía, los capelos multiplicaban los nuevos centros
de hábitat, y lo hicieron por la misma razón que los reyes de España
en el xvm , a lo largo de la ruta que unía Madrid con Sevilla, de
tan mala reputación,26
Ahora bien, ¿qué nos enseñan esas observaciones? Aclaran el
desarrollo del fenómeno, no su punto de partida. Porque, a fin de
cuentas, para poblar hacen falta ante todo hombres, y para roturar
(a falta de grandes progresos técnicos, desconocidos, desde luego,
en los siglos XI y x n ) nuevos brazos. En el origen de ese prodigioso
salto adelante en la ocupación del suelo es imposible situar otra cosa
que no sea un fuerte crecimiento espontáneo de la población. Por
ese lado, a decir verdad, no se da más que en posponer el problema
y, en el actual estado de las- ciencias del hombre, hacerlo casi inso-
luble. ¿Quién, hasta ahora, ha explicado jamás verdaderamente una
oscilación demográfica? Contentémonos, pues, con advertir el hecho.
En la historia de la civilización europea en general y de la civiliza
ción francesa en particular pocos hay que hayan tenido mayores
consecuencias. Entre los hombres, a partir de entonces más próximos
unos a otros, los intercambios de todo tipo — materiales y también
intelectuales— se hacen sin duda más fáciles y más frecuentes que
en ningún momento de nuestro pasado, ¡Qué fuente de renovación
para todas las actividades! Bédier ha hablado en algún lugar de ese
siglo, que en Francia, vio «la primera vidriera, la primera ogiva y
28. La gran crisis de los siglos xiv y xv será estudiada con más detalle,
posteriormente, en el capítulo 4.
29. En el condado de Montbéliard fueron fundados entre 1562 y 1690
cuatro nuevos pueblos; además, en 1671 y 1704, dos pueblos antiguamente
destruidos fueron reconstruidos: C. D,, Les villagcs ruines du comté de Moni-
béliard, 1847.
30. De Dienne, Histoire du déssccbcment des lacs et marais, 1891.
tando el tamaño de grandes explotaciones y constituyendo algunas
explotaciones nuevas, pero nada de pueblos nuevos; en conjunto, el
saldo fue mediocre. La obra de la «revolución agrícola» de los si
glos x v m y xix estaba en otra cosa: no ya en extender los cultivos
a costa de los baldíos — el progreso técnico, por el contrario, al
intensificar el esfuerzo sobre las tierras buenas, llevó consigo en
algunos sitios el abandono de suelos más pobres antes ocupados—
sino, como veremos, por la abolición del barbecho, en la expulsión
de las propias labores de la fase de baldío hasta entonces periódica
mente repetida.
SUPLEMENTO AL CAPÍTULO 1
El principio del capítulo 1 (pp. 69-76), así como el del capítulo 2 (pági
nas 119-133), vuelve a ser tratado y queda completado por un estudio que
dejó Marc Bloch sobre el aspecto económico de las invasiones, publicado
en 1945. El marco es más amplio, es el marco de Europa occidental, pero
muchos pasajes, evidentemente, interesan a la historia rural francesa. En
una primera parte, «Deux structures économiques» (VII, 1945, pp. 33-46),
hablando de la «estructura económica del mundo romano a finales del
siglo IV», subraya que «la unidad profunda del mundo económico roma
no» era resultado sobre todo de «la vida de relaciones, extremadamente
activa, que ligaba las diferentes partes y establecía entre ellas fuertes inter
dependencias [...] De una orilla a otra del mar interior, y, más lejos aún,
hacia el interior de las tierras de esas orillas, circulaban continuamente
mercancías y seres humanos [...] Ese vaivén había transformado hasta el
paisaje. Cuando, en época de Augusto, Varron conducía un ejército hacía
el Rin a través de la Transalpina, se sorprendía de encontrar parajes sin
viñas, olivos nx huertos. Los italianos del final del Imperio no conocían
ya semejantes sorpresas. Seguía habiendo sin duda muchas diversidades:
la naturaleza no se deja forzar indefinidamente, y nunca en los ríos de
Bélgica se ha reflejado el pálido follaje de los olivos; por otra parte, las
técnicas y las costumbres agrarias, dentro del mundo romano, seguían
presentando profundos contrastes [...] Pero muchos de los cultivos del
Mediterráneo se habían extendido muy lejos de sus orillas; la vid cubría
las laderas de tierras del Mosela, y embellecían los huertos variados frutos
de orígenes lejanos —como el melocotón pérsico y la cereza del Asia me
nor— que todavía hoy señalan en nuestras tierras la persistente huella
de Roma». Pero «la Romanía del siglo iv se presentaba a todos los obser
vadores ampliamente despoblada. Por todas partes desplegaban sus yer
mos los agri deserti. La escasez de hombres y la abundancia de espacios
desocupados habían traído consigo sus habituales consecuencias: insegu
ridad de las comunicaciones, restricción del mercado y, en una palabra,
freno de los intercambios La sociedad económica, al igual que el
organismo político, tendía a Ja fragmentación [...] El gran dominio ten
día a convertirse en una unidad administrativa y económica casi cerrada».
La «estructura económica de la Germanía» era la correspondiente a
una región mucho menos evolucionada, que ignoraba esos cultivos apor
tados a otros lugares por los pueblos del Mediterráneo; correspondía a
una región de muy baja densidad de población, con grandes espacios deso
cupados, «en especial esas extensiones de bosques y marismas que, por
una tradición que se remonta a los tiempos neolíticos, los cultivadores
evitaban, para agruparse preferentemente entre las hierbas de las llanuras
o mesetas». Los germanos, no obstante, no vivían en absoluto errantes
tras sus rebaños. «Tenían pueblos o aldeas, cuyas casas estaban rodeadas
por huertos cercados, tenían campos en los que cultivaban a veces trigo,
y, sobre todo, centeno, cebada, avena y lino, silos en los que encerraban
sus cosechas y arados de un tipo a menudo más perfeccionado que el
itálico; molían los granos para hacer harina, y los hacían fermentar para
elaborar la cerveza [.. J El ganado no dejaba de jugar un papel de primer
plano en la economía [... ] Ahora bien, faltando forrajes artificiales, [.,. ]
y faltando incluso prados bien cuidados y sabiamente irrigados (es uno
de los aspectos en los que el escaso perfeccionamiento técnico sorprendió
a los romanos), era realmente preciso mantener en tomo a los lugares
habitados, para la alimentación de los animales, grandes espacios baldíos,
de Íandas o bosques, que servían además para la caza y la recolección de
productos silvestres. Además, en un rasgo característico de una agricultura
poco especializada todavía, el sistema del cultivo temporal, generalmente
practicado, [.,.] impedía que entre los baldíos y la tierra de labranza se
observara una delimitación permanente, y una misma parcela, abierta por
el arado, acogía la simiente, y a continuación, abandonada a la vegetación
espontánea, servía para pastos. Tácito describió ese régimen de explota
ción [...]: los germanos, dice, "desplazan sus labores de año en año; el
resto de la tierra son pastos": Arva per anuos mutant et superest ager.
Semejantes prácticas no eran en absoluto extrañas al mundo romano. Pero
en Germanía estaban muy ampliamente extendidas. Para una pro
ducción muy baja exigían espacios enormes. Los pueblos germanos pare
cen haber tenido en algún momento la sensación de escasez de tierras,
actitud que, ante tantas extensiones vacías, podría juzgarse paradójica, si
no encontrara una explicación totalmente natural en las imperiosas nece
sidades de una agricultura esencialmente extensiva. En suma, en vez de
nomadismo de los hombres, lo que había era, en torno a asentamientos
que en principio permanecían fijos, una especie de nomadismo de los
campos. Pero los propios asentamientos no eran de una estabilidad sin
límites. Se trataba también, en gran medida, de un efecto del sistema de
cultivo habitual. En civilizaciones agrarias más evolucionadas, lo que ata
al hombre al suelo —abstracción hecha de representaciones de orden
religioso o sentimental— es el trabajo que él mismo y sus antepasados
han empleado en él, mejorando la tierra de labor y casi recreándola, le
ata la idea de que, si hay que reemprenderlo en otra parte, ese esfuerzo
se perderá, y cuentan también ja dificultad de transportar un material de
explotación considerable y, más aún quizás, el miedo a no saber adaptar
a condiciones diferentes los hábitos de una actividad ya compleja. Nin
guno de esos obstáculos detenía al germano, para quien el campo, rudi
mentariamente cultivado, era poca cosa más que una forma temporal del
baldío. Era sedentario en el sentido de que su género de vida, plenamente
rural, no comportaba un perpetuo vagabundeo. Cuando un grupo aban
donaba los campos paternos era para buscar otros que se esperaba que
fueran mejores, en otra parte; en las carretas se apilaban —como nos
explica Ennodius de los ostrogodos del siglo v— los instrumentos de
labranza destinados a la nueva patria. El desplazamiento no era un fin en
sí mismo, y no obedecía, como entre los pueblos pastores, a un ritmo
cíclico. A su término se preveía la detención. Pero los desplazamientos
eran fáciles y frecuentes: era un estado de semimovilidad análogo al que
hace pocos años podía observarse en ciertas sociedades africanas, igual
mente compuestas por cultivadores y, asimismo, también dedicadas a
una agricultura de carácter aún rudimentario» (VII, 1945, pp. 33-46),
Tras haber recordado que «fueron, no obstante, esas invasiones, causa
de tantas ruinas, lo que empezó a fijar los contornos del medio humano
en que habían de formarse ios sistemas económicos y sociales propios de
la edad media», Marc Bloch, en la segunda parte de su exposición, «Occu-
pation du sol et peuplement» (VIII, 1945, pp. 13-28), insiste en las estre
chas relaciones entre los hechos demográficos, la vida rural y la ocupación
del suelo. Vuelve a referirse ante todo al análisis de las condiciones de la
«explotación del suelo»,
«Las sociedades de la alta edad media eran colectividades con un tejido
muy poco tupido. Los hombres, mucho menos numerosos que hoy, vivían
repartidos en grupos muy desiguales separados por grandes espacios va*
cíos. Esa falta de densidad humana es característica de todo el período, y
explica muchos de los rasgos propios de las civilizaciones de entonces, y en
especial de su vida económica. La historia de la ocupación del suelo
revela no obstante, junto a una constante escasez de población, ciertas
oscilaciones que será preciso intentar describir, por lo menos en la medida
que lo permitan los documentos que, en número excesivamente reducido,
pueden utilizarse. La agricultura, tal como entonces se practicaba en toda
Europa, era una gran devoradora de tierras. A todo grupo de explotadores
se le planteaba un doble problema: por una parte, producir los vegetales
necesarios para el hombre, y, en primer lugar, los cereales por otro,
asegurar la subsistencia del ganado [...] Cultivos de cereales repetidos
con demasiada frecuencia habrían agotado los campos. En cuanto a hacer
alternar con ellos, en las mismas parcelas, cultivos diferentes, la técnica
de la época no ofrecía medios para hacerlo. Sin duda en las tierras de
cultivo se concedía un lugar a veces bastante importante a otros vegetales,
pero éstos —en su mayoría legumbres, cáñamo, lino y vid—- ocupaban por
lo general lugares aparte, de ordinario cuidadosamente cercados y mejor
cerrados [...] Para permitir a las tierras de labor el necesario reposo no
había más recurso que el de abandonarlas por fases y durante períodos
más o menos largos a la vegetación espontánea del baldío, del barbecho.
Por otra parte, sin forrajes artificiales, el ganado exigía grandes pastos.
Las praderas, incluso donde la naturaleza favorecía su desarrollo, resulta
ban casi siempre insuficientes. Sin la hierba de las Iandas, de los sotabos-
ques y de los baldíos —entre los cuales hay que situar los campos en
barbecho, que durante sus períodos de reposo servían también para pas
tos—, sin las hojas del bosque y los frutos de sus arboles, los rebaños
habrían muerto de hambre. Así pues, de todos modos, el propio cultivo
suponía el respeto de grandes extensiones de tierra temporal o definitiva
mente incultas. Esos principios generales podían aplicarse de diversos mo
dos, en los que se revelan diferencias muy profundas entre diversos tipos
de civilización agraria y aparecen a la vez, a lo largo del tiempo, cambios
cuyas fases se nos escapan, desgraciadamente, en muchos casos.»
Los dos modos de rotación de cultivos, el bienal y el trienal, coexistían
con el cultivo temporal. «En uno y otro caso había grandes extensiones
de tierras vacías que hacían de ejército de reserva para el cultivo y, en de
finitiva, no lograban alimentar más que a un puñado de hombres. Incluso
en los campos cultivados con más regularidad, los rendimientos, en extre
mo variables según las regiones, eran por regla general mucho menos
elevados que hoy. Incluso de los campos cuya gran riqueza exaltan los
textos antiguos debemos evitar formamos una imagen demasiado boni
ta [...] Diversas causas coincidían en determinar la escasa producción.
Fruto de una experiencia milenaria y adaptación ya admirable de la acti
vidad humana a la rebelde naturaleza, la técnica agrícola no dejaba de
ser, en muchos aspectos, singularmente rudimentaria. Estaba además fuer
temente agarrotada en sus progresos por las condiciones sociales de la
época. Sin duda por falta de brazos, las labores que se hacían eran pocas;
ordinariamente, una sola, antes de la siembra [...] La insuficiencia del
ganado llevaba consigo la del abono. La dificultad de ios intercambios
obligaba a pedir a tierras que habrían ido mejor para otros cultivos un
grano que difícilmente podían dar. Las frecuentes turbaciones implicaban
perjudiciales interrupciones de las cavas. Quien quería, tanto en los años
buenos como en los malos, comer para saciar más o menos el hambre, no
sólo tenía que disponer [...] de muchas más tierras de las necesarias para
la simiente anual. La cosecha anual, en aquellos campos de espigas me
diocremente pesadas y apretadas, exigía ya extensiones considerables.»
No obstante, hubo una «evolución». «Nada sería más inexacto [...]
que acusar a la alta edad media de una especie de adormecimiento técnico.
Las conquistas de la rotación trienal de los culti%Tos son una prueba de
ello, entre otras muchas [...] Acompañada por la adopción de diversos
cultivos alimenticios —legumbres y frutas— tomados de la civilización
romana, dio por resultado que los hombres quedaran más firmemente ata
dos a los campos, a partir de entonces ya estables, y sin duda que poco
a poco la tierra pudiera alimentar poblaciones más numerosas que en el
pasado. No parece, sin embargo, que los efectos de esos progresos técnicos
sobre la población fueran muy notables antes del período de roturaciones
que, en casi todas partes, se abrió hacia mediados del siglo xr; sin esas
roturaciones, a decir verdad, aquellos efectos no habrían podido producir
se, Para hacerse una ídea exacta de las condiciones demográficas de Euro
pa con anterioridad a ese prodigioso incremento de la superficie cultivada
que tan profundamente había de transformar su paisaje humano, la ima
gen que conviene tener presente ante todo es la de la vida agraria. Había
pocos hombres por muchas razones, pero en particular porque la subsis
tencia de un solo hombre requería mucha tierra.» El bosque jugaba un
importante papel. «Acostumbrados a complementar el cultivo con la reco
lección de productos silvestres y la ganadería con la caza, ignorando la hulla
(salvo quizás en algunos rincones en los que sus vetas llegaban a flor de
suelo) y exigiendo de los metales mucho menos que nosotros, los hombres
de la alta edad medía tenían que dejar necesariamente a las fuerzas vege
tales de la libre naturaleza, en torno a sus moradas, un amplio campo de
acción.»
En todo intento de valoración de la población hay que tener muy en
cuenta las «condiciones agrarias» de la alta edad media. «Estimar la po
blación rural de la Galia hacia el siglo ir en una cifra casi igual que la del
siglo xix es olvidar que —aun suponiendo un nivel de vida mucho más
bajo— una técnica basada en la constante alternancia del campo y el bal
dío era imposible que pudiera alimentar a tantos hombres como una agri
cultura intensiva, con posibilidad de cultivos continuados. Un hecho cuan
do menos es cierto: el mundo romano, hacia el final del Imperio, estaba
moteado de espacios vacíos,» Tras haber descrito la introdución de nuevos
elementos, en ese mundo despoblado, por las invasiones germánicas, y
luego la «asignación de tierras a los invasores», Marc Bloch subraya
(p. 21) que «llegados en grupos, fue igualmente en grupos como los germa
nos se establecieron en sus nuevas patrias. El ínteres de su propia segu
ridad habría bastado para desaconsejar la dispersión». Para el estudio de
esos lugares de población bárbara (p. 23), hay dos tipos de indicios que
constantemente hay que hacer concurrir: los descubrimientos arqueológi
cos, y especialmente los cementerios, y la toponimia, Cementerios bárba
ros y nombres de lugar de origen germánico se presentan «en grupos de
densidad extremadamente variable», «En la Galia un vivísimo contraste
separó las tierras del norte de las del sur, y quizás es lícito decir, con más
precisión, las tierras de lengua de oil y las tierras de lengua de oc. En las
primeras, visiblemente, los germanos se establecieron en mayor número.
Los nuevo» pueblos bárbaros parece corno ;,i ;-,c hubieran insertado con
frecuencia en k* dominios fcn::g:-.v, o en amígusA tierras de cultivo, a
menudo z. citrit ae -vi p:c::x^xtóár.j cosso :
centros de romanización. Habituados a las grandes llanuras limosas de la
Europa septentrional, los germanos, sin duda del grupo de los francos,
aceptaron con gusto colonizar las grandes extensiones de la Beauce, hasta
entonces algo desdeñadas debido a la falta de agua; abundan allí los nom-L
bres de lugar posteriores a las invasiones. En esa 2ona la ocupación fue,
con seguridad, apreciablemente beneficiosa [...] En conjunto [...] se
ducía en creer que, en la totalidad de la Romanía, ese aflujo de nuevas,
sangre hiciera algo más que equilibrar —y aun con dificultades— la san-;
gría de las guerras y los largos trastornos. La población, ciertamente, que»¿
daba medianamente concentrada. Pero su distribución había cambiado,;^
Las zonas en las que, sin que los elementos romances hubieran sido expul- '
sados ni hubieran quedado diezmados, los germanos se establecieron en :
número relativamente elevado, aquellas, por consiguiente, en las que la
población quedó menos dispersa que en las demás, coinciden con las que
durante los siglos siguientes menos vieron bajar el ritmo de su vida
económica.»
Toda la alta edad medía «conoció tentativas de roturación [...] Pero es"
poco probable que en conjunto esos esfuerzos pudieran hacer algo más que’-:
reparar las pérdidas, del mejor modo posible. En general se trataba más.-'
de vaivenes que de un progreso real. Excepto en ios lugares donde, como
en Septimania, se disponía de un aflujo de inmigrados forzosos [... ] habí»'
escasez de mano de obra [... ] De hecho, desde el siglo ix, los textos se- •’
refieren por todas partes a las tenencias abandonadas en las grandes pro- -.
piedades». Los polípticos, esos «admirables inventarios de señoríos», ela->;
horados bajo los primeros carolingios, proporcionan «por primera vez los
elementos de un análisis demográfico, que difícilmente puede volver a
plantearse hasta el siglo x iii », El que hizo realizar Irminon, abad de
Saint-Germain-des-Prés de París, hacia el final del reinado de Carlomagno
o el principio del de Luis el Piadoso, permite hacer el recuento de habi
tantes de ocho parroquias del sur de París. Estas contaban entonces con
un poco más de 4.100 habitantes, y tendrían en 1745 un poco más de
5.700 y 7.745 en 1835. La diferencia, considerando toda la región, sería
mucho mayor, puesto que «esos pueblos, relativamente poblados, eran en
conjunto mucho menos numerosos de lo que habían de serlo algunos siglos
más tarde, después de que hubiera producido sus efectos el gran movi
miento de roturación que, entre 1050 y 1250 aproximadamente, transfor
mó el paisaje agrario de Europa». Por otra parte, la natalidad era baja. La
cifra media de hijos vivos no casados que vivían junto a los padres era
de 2,5. «Con 2,5 hijos por matrimonio, y sin tener en cuenta otras causas
accesorias, como el celibato eclesiástico, o por mejor decir monástico, [... ]
la población de una época de tan elevada mortalidad como con seguridad
Jo era el siglo ix apenas podía asegurar su mantenimiento. Incluso acabó
■ por no poder ni mantenerse siquiera. No hay duda alguna de que, víctima
de todo tipo de perturbaciones y especialmente, en sus principios, de las
; terribles razzias normandas y húngaras, el período que se extiende de
vállales del siglo ix hasta 1050 aproximadamente se caracterizó por una
[ocupación particularmente poco densa [... ] Se multiplican más que nunca
referencias a tenencias vacías. Quedaron desiertos pueblos enteros que
no volvieron a reconstituirse, bien porque todos sus habitantes hubieran
kperecido o se hubieran dispersado, o bien porque, ante el creciente peligro,
pos-hombres, más escasos, hubieran agrupado todo lo posible sus mora-
íságs [...] muchos otros, sin ser abandonados del todo, quedaron con una
^población reducida a algunos puñados de habitantes. Los textos coetáneos
füáe la época de las roturaciones, que había de empezar hacia mediados del
IX, nos describen con gran vivacidad esas tierras casi abandonadas
jMjoe hubo que reconquistar para el hombre y el cultivo, antes de llevar el
yáado a suelos vírgenes desde siempre [...] La curva demográfica parece
|*3p&e alcanzó realmente su punto más bajo, inmediatamente antes del mo-
|*¿ento en que había de recuperar su movimiento ascendente para llegar,
parece, más arriba que nunca» {VIII, 1945, pp. 13-28).
¡j^L os problemas demográficos van, pues, ligados a la historia rural. «En
|jk?28 el gobierno real hizo realizar un vasto recuento de las parroquias y
|||sJos hogares, [...] documento afortunadamente conservado [...] A con-
iy|¡áé&.de someterlo a una minuciosa crítica, [...] demuestra poder pro-
l^ io n a r datos singularmente valiosos sobre ese problema, especialmente
glgl^ixo y especialmente capital, que es la población de la antigua Francia.»
|||^ b t l o ha interpretado «con una paciencia y una sagacidad igualmente
admirables» en la Bibliothéque de VBcole des Charles, 1929 (en apéndice,
un estado de los campanarios en 1568 y un estado de las parroquias apro
ximadamente en 1585). «Lot adopta como coeficiente, por lo menos para
los hogares rurales, que son con mucho ios más numerosos, la cifra de
cinco personas por unidad censada, io que le da, para la superficie de la
Francia actual en 1328, de 21 a 22 millones de habitantes, y para el
reino, tal como entonces existía, grandes feudos incluidos, de 16 millones
y medio a 17. Me pregunto si el coeficiente 5 no es un poco bajo; gran
parte de las clases campesinas, a principios dei siglo xiv, vivía en régimen
de comunidad familiar, es decir, que una misma casa, contada como un
solo hogar, agrupaba frecuentemente a varias generaciones y buen número
de parejas. Así se explica [...] que en la antigua Francia —como observa
acertadamente Lot— la proporción entre el número de casas y el de habi
tantes fuera mucho más baja que hoy; a medida que desaparecieron las
antiguas comunidades pudo verse cómo en los campos se levantaban nue
vas viviendas [...] En suma, a título de mínimo, el total establecido por
Lot me parece inatacable. Pero quizás investigaciones posteriores llevarán
a elevarlo en algo —me refiero a investigaciones de detalle referentes
a la composición misma de los grupos "a pan y cuchillo" que consti
tuían a un tiempo la célula fundamental de las sociedades rurales y la
unidad elemental de los catastros fiscales, pues ése parece ser realmente,
en el momento presente, el problema esencial, cuya solución sera lo único
que podrá darnos la clave de las estadísticas antiguas» (1931, pp. 603-605).
T oponim ia y población
«En una serie de trabajos que han hecho época, Robert Gradmann ha
aclarado no hace mucho el papel de las superficies de vegetación esteparia
en la génesis de las civilizaciones agrarias propiamente europeas», espe
cialmente Die Steppen der Morgenlandes in ihrer Bedeutung für die
Gescbicbte der menschlichen Gesittung, Stuttgart, 1934 (Geograpbiscbe
Abbandlungen, Reihe 3, Heft 6). También en el Próximo Oriente «fue
realmente la estepa [más que el bosque] lo que proporcionó a la humani
dad antigua su ámbito predilecto. Dio origen a los dos tipos divergentes
de civilización, la de los pueblos pastores y la de los pueblos agricultores.
Favorecía especialmente, de muchas maneras, el desarrollo de las técnicas
agrícolas [...] Pero el predominante papel de esos secos parajes del Pró
ximo Oriente es hoy cosa del pasado. La estepa "artificial”, la estepa de
cultivo que el paciente trabajo del hombre ha abierto poco a poco en las
tierras más húmedas del norte, en comparación con las estepas naturales,
goza de inmensas ventajas, que parecen definitivas» (1938, pp. 77-78). El
estudio de la población neolítica del Hurepoix y de la Beauce realizado
por O. Tulippe, L ’habitat rural en Seine-et-Oise..., 1934, le permitió una
«observación muy interesante: [...] el reparto de las "reliquias” de la
antigua flora esteparia coincide con los hallazgos neolíticos (p. 287, n. 1).
Así resulta aclarada, de acuerdo con las ideas de Gradmann, la preponde
rante influencia que el clima seco del último período postglaciar parece
que ejerció sobre la toma de posesión del suelo, en una época en que lo
que ante todo temía la agricultura eran los obstáculos deí bosque» (1936,
p. 261).
André Deléage, en La vie nirale en Bourgogne jusqu’au début du X Ie
siécle, Macón, 1941, dedicó un largo capítulo a la vegetación, donde «no
se contentó con seguir las vicisitudes del paisaje; con ayuda de un deteni
dísimo estudio de los nombres de lugar, intentó reconstruir las imágenes
que las sucesivas generaciones se fueron haciendo del decorado de sus
vidas [...] Los galos y sus predecesores [dice él] [ _1 no parece que
sintieran la necesidad de caracterizar las masas vegetales según las espe
cies dominantes, como les ocurrió a los galorromanos y a los hombres de
la alta edad media [...] La vegetación que cubría las tierras de la Galia,
en sus partes todavía no cultivadas, era sin duda un monte bajo con bre-
zas y bojes e incluso turberas y tepes, en el que se entremezclaban la
mayor parte de los árboles [...] Los paisajes no se oponían como hoy.
El hombre no había contribuido tanto, todavía, a que la naturaleza se
adaptara del mejor modo posible a los climas y a los suelos» (II, 1942,
p. 47).
El paisaje rural de la alta edad media mostraba a menudo una natu-
raleza en estado salvaje, lo cual favoreció las invasiones musulmanas, nor
mandas y húngaras de los siglos ix-x, «No hay policía fácil más que donde
los hombres viven próximos unos de otros. Pero en esa época, incluso en
las regiones más favorecidas, según nuestros patrones actuales, la población
tenía una densidad baja. Por todas partes había extensiones vacías, lan-
das y bosques que ofrecían lugares propicios para la sorpresa contra los
caminos» {La société féodale, I, p. 90). Tras esas invasiones, y particular
mente la de los normandos, «los hombres, también mermados en su nú
mero, se encontraron ante grandes extensiones antes cultivadas que ha
bían sido cubiertas por la maleza. La conquista de la tierra virgen, todavía
tan abundante, se retrasó con ello en más de un siglo» (ibid., I, p. 69).
El campo francés, lejos de permanecer inmóvil, fue evolucionando, a
distinto ritmo según las regiones. El primitivo paisaje rural se modificó,
con el incesante trabajo del hombre. «El francés de principios del si
glo xvm no cultivaba ni las mismas plantas, ni con los mismos medios ni
según el mismo ritmo de rotación que sus antepasados de las épocas roma
nas» (Les Cahiers de Radio-Paris, 15 mayo 1938, p. 443). A. Perpillou,
Le Limousin..., 1940, muestra bien, para esa región, la acción del hom
bre sobre el paisaje vegetal (II, 1942, p, 77). Las marismas inglesas del
Fen, convertidas hoy en próspera región de cultivo de hortalizas, son un
«ejemplo más de esos desplazamientos de la prosperidad que el esfuerzo
humano ha multiplicado a lo largo de toda la historia de nuestras civiliza
ciones rurales» (1941, p. 192). A propósito de la transformación de las
Iandas del Schleswig desde mediados del siglo xix: «Una vez más, vemos
hasta qué punto la eliminación de la primitiva naturaleza y de los géneros
de vida arcaicos a ella ligados ha sido, en muchos casos, en la propia
Europa, un acontecimiento mucho más próximo a nosotros de lo que a
menudo tendemos a imaginar» (1941, p. 160). El campo dominó verdade
ramente la vida de la antigua Francia: «Casi en toda ciudad medieval, con
excepción de las grandes metrópolis del comercio, se conservó siempre
algo de campesino: la colectividad tenía sus tierras de pasto y los habí-
tantes tenían sus campos, que los más humildes cultivaban ellos mismos»
(La société féodale, I, p, 424).
En la historia de ese largo trabajo, Marc Bloch combate el «recurso al
temible sentido común», por ejemplo en lo referente a la forma de los
campos (1934, p. 485). Denuncia «los postulados de la escuela "liberar',
particularmente aquel que atribuye a un mismo tiempo a los hombres la
clara consciencia de su interés y la voluntad de no guiarse más que por él».
Pero «la noción del interés "bien entendido" es menos evidente, puede
llevar a mayores vacilaciones y está más implicada en todas las compleji
dades psicológicas de lo que ordinariamente aceptan reconocerlo los eco
nomistas» (II, 1942, pp. 96-97). Igualmente, Kevue Historique, enero-
febrero 1934, pp. 2-3.
«Confundir lo muy próximo con lo importante es olvidar también que
las instituciones, una vez creadas, toman una cierta rigidez y, aferradas
por todo tipo de lazos al complejo social en su totalidad, echan raíces
demasiado fuertes para poder ser fácilmente arrancadas una vez desapare
cida su primera razón de ser. Tomemos un hecho social que he dado en
estudiar especialmente: la fragmentación. Oirán decir a veces que su causa
está en el Código Civil [...] No me da miedo decir que eso no es cierto,
No es cierto, primero, porque, en una gran parte de Francia, el Código
Civil no innovó nada en materia sucesoria, y allí donde, efectivamente, sus
disposiciones modificaron la costumbre local, en la práctica ésta se man
tuvo la mayor parte de las veces, gracias a una serie de malabarismos ju
rídicos [...] Eso no es cierto, sobre todo, porque la fragmentación es en
sí misma un hecho muy antiguo, probablemente mucho más que milena
rio. Lo que hay detrás del desbarajuste de las parcelas de Lorena o Picar
día es, en realidad, la historia de la ocupación de la tierra por comunida
des muy antiguas animadas por una fuerte organización colectiva y que,
además, en su conquista de la tierra, procedían poco a poco. Si más tarde,
en la segura agravación de esa fragmentación, actuaron ciertos hechos de
orden social, fueron hechos también muy anteriores al Código Civil: la
fragmentación de los amplios dominios señoriales se sitúa, hacia los si
glos x, xi o x ii, y la disolución de las grandes familias patriarcales y él
advenimiento de la familia matrimonial nos remiten a menudo a la plena
edad media. Podría citarles muchos otros ejemplos, y mostrarles, por ejem
plo, que el reparto actual de la propiedad rural se explica por hechos que,
incluso en el más amplio sentido de la palabra, sería imposible considerar
próximos» (Bulletin du Centre Polytechnicien d’Études Économiques.
X Crise, n.° 35, febrero 1937, p. 21).
«El hombre emplea su tiempo en montar mecanismos para luego, más
o menos voluntariamente, quedar prisionero de ellos. ¿Qué observador
que haya recorrido nuestras tierras del norte no habrá quedado sorprea*
dido por la extraña forma de los campos? A pesar de las atenuaciones que
las vicisitudes de la propiedad han introducido a lo largo de los tiempos
en el esquema primitivo, el espectáculo de esas franjas que, desmesurada
mente estrechas y alargadas, recortan la tierra cultivable en un prodigioso
número de parcelas, puede aún hoy confundir al agrónomo. El desperdicio
de esfuerzos que implica semejante disposición y las molestias que impone
a los explotadores son indiscutibles. ¿Cómo explicarla? Por el Código
Civil, han respondido publicistas demasiado precipitados. Modificad, pues,
añaden, nuestras leyes sobre la herencia y acabaréis del todo con el mal.
Si hubieran conocido mejor la historia, si también hubieran interrogado
mejor una mentalidad campesina formada por siglos de empirismo, ha
brían considerado menos fácil el remedio. De hecho, ese armazón se re
monta a orígenes tan remotos que ni un solo estudioso, hasta ahora, ha
logrado dar una explicación satisfactoria; probablemente tienen más im
portancia los roturadores de la era de los dólmenes que los legisladores del
Primer Imperio» (Métier d’historien, p. 11).
El contradictorio juego de la «rutina campesina» y la introducción de
nuevas técnicas agrícolas fue analizado por Marc Bloch en una comunica
ción a la Société d’Études Psychologiques de Touíouse, el 23 de junio
de 1941, «Si bíen la rutina campesina, indiscutiblemente, existe, no tiene
nada de absoluto. En gran número de casos vemos que ha habido técnicas
nuevas que han sido adoptadas bastante fácilmente por las sociedades cam
pesinas, mientras que en otras circunstancias, por el contrario, esas mis
mas sociedades han rechazado otras novedades, que, de buenas a prime
ras, no nos parecería que tuvieran que serles menos atractivas Vea
mos primero un caracterizado ejemplo de apego al pasado. Es precisamente
aquel en el que se piensa casi siempre que se pronuncia la expresión de
"rutina campesina": la revolución agrícola del siglo xvm. Nadie puede
discutirlo: esa gran revolución que, en lo esencial, se resume en la supre
sión del barbecho, fue obra de elementos ajenos a la sociedad campesina,
en el sentido estricto y auténtico de la palabra; fue obra de nobles, bur
gueses y maestros de postas, a los que se añadieron a veces algunos inmi
grantes. La masa rural no siguió el movimiento más que muy lentamente
y de muy mala gana, y a menudo, en un principio, se opuso deliberada
mente. De esa resistencia ha llegado hasta nuestros días su profunda huella
en los escritos de agronomía. En cierto modo, la agronomía guarda rencor
a los campesinos por no haberse asociado a una transformación que, inne
gablemente, conducía a aumentar en considerables proporciones la capa
cidad productiva del país. El ejemplo inverso, que pone ante nuestra
vista un caso de adaptación relativamente rápida a una técnica nueva nos
Jb proporcionará —cosa a primera vista sorprendente— un pasado mucho
más remoto. Hay um planta, un cereal, cue no¿ parece hoy el mis carac-
terfstico de la antigua agricultura francesa. Incluso, más bien, de la antigua
agricultura europea. Es el centeno. Como todo el mundo sabe, en la se
gunda mitad del siglo xrx desapareció de la mayor parte de nuestros cam
pos, En la edad media y hasta en pleno siglo xvm, todo el mundo lo
sabe también, su cultivo estaba muy extendido [...] Pero ese centeno no
era, en realidad» una planta muy antigua [...] Tenemos cantidad de mo
tivos para creer que, ignorado por la agricultura romana, el centeno no
se extendió por Europa occidental hasta la época de las grandes invasio
nes. Nos fue traído, probablemente, por las civilizaciones nómadas de la
estepa, que tan profundamente marcaron con su huella en esa época la
vida de Occidente [...]»
«Tenemos, pues, relativamente cerca de nosotros, un caso de obstinada
rutina, y, mucho más lejos en el tiempo, el ejemplo de una capacidad de
adaptación no menos notable. ¿Cómo resolver esa aparente contradicción?
Mirando más de cerca la cuestión, se percibe entre las dos experiencias
una considerable diferencia. Como correctamente ha señalado Faucher [en
una comunicación del mismo día], la revolución agrícola era una amenaza
de destrucción para todo el sistema social en el que se inscribía la vida
campesina. El pequeño campesino no era sensible a la idea de incrementar
las fuerzas productivas de la nación. No lo era más que medianamente a la
perspectiva, menos lejana, de aumentar su propia producción, o por lo
menos la parte de esa producción destinada a la venta; veía en el mercado
algo misterioso y un poco peligroso. Su principal preocupación era, mucho
más, la de conservar más o menos intacto su nivel de vida tradicional.
Casi en todas partes, consideraba ligada su suerte al mantenimiento de las
antiguas obligaciones colectivas que pesaban sobre las tierras de labor.
Pero esas costumbres suponían el barbecho. Suprimirlo era, al mismo
tiempo, acabar con la abertura de heredades que —tomando como ejem
plo las tierras de rotación trienal— abría cada año un tercio de la tierra
cultivada a los rebaños de toda la comunidad. Privados de ese derecho,
muchos explotadores no habrían sabido cómo alimentar sus animales. La
mayor parte de campesinos, en una palabra, temían la gran transformación
social que parecía consecuencia inevitable de los nuevos métodos [...]
Imaginemos, en cambio, a nuestro campesino de la época merovingia ante
el centeno. Desde luego, el cultivo le parece nuevo. Pero quizá la planta
en sí no le es del todo desconocida: parece, en efecto, que el centeno
apareció originariamente como maleza del trigo. En todo caso, es semejante
a los demás cereales, con los que los labradores de la Galia están desde
hace tiempo familiarizados. Sobre todo, sustituir por el centeno el trigo
o la cebada no era en absoluto tocar el sistema social [...]» Pero, en rea
lidad, «la sociedad campesina que se vio confrontada con los problemas
de la revolución agrícola del siglo xvm era una sociedad estable y de
organización bastante rígida, donde durante generaciones las familias per
manecían casi en el mismo sitio y las mezclas entre las diversas capas socia
les eran bien poco intensas. Tomemos en cambio la sociedad campesina
que adoptó el centeno. Era la de las grandes invasiones. Era, pues, una so
ciedad en pleno movimiento y agitación [...] ¿Acaso no puede suponerse
que una sociedad así animada por una especie de poderoso movimiento
interno posee, por naturaleza, una mayor capacidad de adaptación? Sim
ple hipótesis, claro está, pero quizás encontraría un principio de confirma
ción en otros hechos paralelos Uno tiene la sensación [...] de que
las condiciones de la vida social, terriblemente trágicas en otros sentidos,
eran entonces favorables a las innovaciones» {Journal de Psychologie
1948, pp. 106-110).
El Elsass-Lothringiscber Atlas, publicado en Frankfurt en 1931 por el
Wissenschafíiches Instituí der Elsass-Lothringen im Reich, no da ningún
plano parcelario rural, da únicamente algunos planos de pueblos y un
mapa de los "bosques, marismas y tierras cultivadas”, hacia 500, «de la
más arbitraria fantasía». Un estudio sobre los «núcleos humanos» anejo
a ese atlas ha sido completado y puesto al día por W. Gley, Die Ent~
tvicklung der Kulturlandschaft in Elsass bis m r Einflussnabm Frank-
teichs.„, 1932, publicado por la misma institución. Ese estudio de la evo
lución del paisaje humano en Alsacia va acompañado por mapas, planos y
una bibliografía muy cuidada (1933, pp. 389, 390 y 392).
LA VIDA AGRARIA 1
1. R a sg o s g e n e r a l e s d e l a a g r ic u l t u r a a n t ig u a
1. C£. sobre este capítulo, Marc Bloch, «La lutte pour rindividualisme
agraire au xvm* siécle», Amales d’Histoire Économique, 1930; en apéndice
se encontrarán las necesarias referencias a las grande.'- encuestas del siglo xvm.
2. J. Jud, en Romanía, 1923, p. 405; cf. las bellas investigaciones del
mismo autor, ibid,. 1920, 1921, 1926, y (en colaboración con P. Aebischer)
Archivum Romanicum, 1921.
3. A veces hasta guisantes y habas, probablemente porque se mezclaba
su harina con la de los peores cereales. Guérard, Cartulaire de Notre-Dame de
cara lo mejor de sus campos. Su cultivo se llevaba incluso a los pa
rajes en los que hubiera podido parecer que la naturaleza lo prohi
bía, hasta las ásperas pendientes alpinas y, en el oeste y el centro,
hasta esos terrenos poco permeables y constantemente empapados
por la lluvia que hoy nos parecen predestinados para los pastizales.
«La agricultura de la mayor parte de las provincias de Francia»,
dicen, aún en 1787, los comisarios de la Asamblea Provincial del
Orléanais, «puede considerarse como una gran fábrica de cereal». Du
rante mucho tiempo las condiciones de vida se opusieron a toda es*
pecialización racional de los suelos. El pan era para todos un alimen
to esencial, y para los humildes la base misma de la alimentación
cotidiana. ¿Cómo procurarse la preciosa harina? ¿Comprándola? Esa
solución habría supuesto un sistema económico basado en los inter
cambios, Pero estos, por lo que parece, sin haber dejado nunca de
existir totalmente, fueron durante largos siglos escasos y difíciles.
Lo más seguro seguía siendo para el señor hacer sembrar en su do
minio tierras de pan llevar y para el campesino sembrarlas él mismo
en su tenencia. ¿Que al señor o al labrador rico les quedaban algu
nos granos de más en sus sacos?: siempre podía conservarse la es
peranza de darles salida hacia las regiones en que las cosechas habían
sido escasas.
Más tarde, es cierto, y sobre todo desde el siglo xvi, la organiza
ción general de la sociedad pasó a ser de nuevo favorable a la circu
lación de bienes. Pero para que logre instituirse en un país una
economía de intercambios no basta con que el medio lo permita; es
preciso además que nazca en las masas una mentalidad de compra
y venta. Fueron los señores, los grandes comerciantes compradores
de tierras, acostumbrados a un horizonte más amplio y al manejo de
los negocios, y dotados además de algunos capitales o con la seguri
dad de un cierto crédito, quienes primero se adaptaron, El pequeño
productor, e incluso a veces el burgués de las pequeñas ciudades, a
quien aún en la Revolución se le ve hacerse el pan con la harina
Parts, t. II, p. 314, n,° XIII. Sobre el pan inglés, comparar W. Ashley, The
bread of our forefathers, 1928, En 1277 los canónigos del pequeño capítulo
de Champeaux, en Brie, juzgaban poco agradable la estancia en dicho pueblo
porque a menudo no se podía encontrar pan blanco: Bibl. Nat., lat. 10942,
fol. 40.
proporcionada por sus aparceros, permanecieron fíeles por mucho
tiempo a los mitos de una economía cerrada y cerealística.
Esa supremacía de los cereales daba al paisaje agrario una uni
formidad mucho mayor que la que hoy tiene. Nada de tierras de
monocultivo, como en nuestros días la inmensa viña del bajo Lan-
guedoc o los pastizales del valle de Auge. Todo lo más parece que
hubo en época temprana — sin duda a partir del siglo X I I I — algu
nas escasas tierras casi exclusivamente dedicadas a la vid. Y es que
el vino era un producto particularmente valioso, fácil de transportar
y con salida segura hacia los países a los que la naturaleza condena
da a no tenerlo, o a no tenerlo más que muy malo. Por otra parte,
sólo los rincones de tierras próximas a una gran vía de tráfico — sobre
todo a una vía acuática— podían tomarse la libertad de violar de
tal manera los principios tradicionales. No es casualidad que hacia
1290 el puerto de Collioure resulte ser el único punto del Rosellón
en eí que las cepas han desplazado a las espigas, y Salimbene, un
poco antes, advertía muy bien el motivo que permitía a los campe
sinos del valle vinícola donde se levanta Auxerre no «sembrar ni
cosechar»: el río, a sus pies, «va hacia París», donde el vino se
vende «noblemente». En Borgoña, en el siglo x v ii, no había aún
más que once comunidades en las que todos fueran viñadores. D u
rante mucho tiempo perduró la obstinación en producir el vino, al
igual que el trigo, en cada lugar, incluso en las regiones en que, aún
cuando el año hubiera sido lo bastante bueno para que la vendimia
diera alguna cosa, las condiciones del suelo y, sobre todo, del clima,
no permitían esperar más que un triste vino peleón. En Normandía
y en Flandes no se renunció a ello más que en el siglo xvi, y en el
valle del Somme más tarde aún. Así vemos lo deficientes que eran
las comunicaciones y lo buscado que iba el vino, cierto que por su
alcohol y su gusto, pero también para su empleo ritual. Sin él no
había misas ni incluso — hasta el momento en que, hacia el siglo x i ii,
se reservó el cáliz al sacerdote— comunión para los fieles. El cris
tianismo, religión mediterránea, llevó con él hacia el norte los raci
mos y los pámpanos de los que había hecho elementos indispensables
de sus misterios.
Aunque predominaban en casi todas partes, los cereales, no obs
tante, no ocupaban en absoluto por sí solos todas las tierras. Junto
a ellos vivían algunos cultivos accesorios. Unos, como ciertos fo
rrajes — en especial las vezas— y a veces los guisantes y las habas,
alternaban con el cereal, en las mismas tierras. Otros tenían lugares
aparte; eran las legumbres de los huertos, los árboles frutales de los
vergeles, el cáñamo de las cañameras, generalmente cercadas, y — salvo
en Provenza, donde a menudo se levantaban entre las propias tierras
de cereal— las cepas de las viñas. Diferentemente extendidas según
las condiciones naturales, esas plantas anejas introducían alguna va
riedad en el aspecto de las regiones. Fue también en ellas en las que,
andando el tiempo, se centraron los cambios más claros. En el si
glo x m , en muchos lugares, como por ejemplo los alrededores de
París, los progresos de la industria pañera llevaron consigo la mul
tiplicación de los campos de glasto, el índigo de la época. Luego
llegó la aportación americana: el maíz conquistó algunas tierras hú
medas y calientes y la judía sustituyó a las habas. Finalmente, desde
el siglo xvi, el alforfón, llegado del Asia Menor quizá a través de
España, y conocido primero únicamente por los «drogueros», en las
tierras más pobres de Bresse, del Macizo Central y sobre todo de
Bretaña, fue sustituyendo lentamente el centeno o el tranquillón.
Pero la gran revolución — aparición de los forrajes artificiales y de
las plantas de tubérculo— no había de llegar hasta más tarde, hacia
el final del siglo xvm : para producirse exigía la ruptura de toda la
vieja economía agraria.
Esta no se basaba únicamente en el cultivo. En Francia, al igual
que en toda Europa, su fundamento estaba en la asociación de la
labranza y el pasto; es un rasgo capital, y uno de los que más clara*
mente oponen nuestras civilizaciones técnicas a las de Extremo Orien
te. Los animales les eran necesarios a los hombres de muchos modos
distintos: les proporcionaban una parte de la alimentación cárnica
— el resto se buscaba en la caza o en el corral— , los productos lác
teos, el cuero, la lana y finalmente su fuerza motriz. Pero también
el cereal, para crecer, tenía necesidad de ellos, pues el arado necesita
ba animales de tiro y los campos, sobre todo, abono. ¿Cómo alimen
tar a los animales? Grave problema, uno de los más angustiosos de
la vida del pueblo. A orillas de los ríos o arroyos y en las hondonadas
húmedas había praderas naturales; daban el heno para el invierno y,
una vez segada la hierba, se dejaba pacer en ellas al ganado. Pero no
en todas las tierras había prados, y ni siquiera en las más favorecidas
podían pastar. La escasez de los pastizales se ve claramente por su
precio, casi constantemente más elevado que el de las tierras culti
vadas, y por el celo que ponían los ricos — señores y propietarios
burgueses— en hacerse con ellos. También insuficientes eran las es
casas plantas forrajeras que alternaban aquí o allí con los cereales en
la tierra de labor. De hecho, sólo dos procedimientos, que ordinaria
mente había que emplear uno tras otro, podían hacer vivir a los
rebaños: uno era dejarles ciertos terrenos de pasto vedados al arado,
bien de bosque, bien de yermos en los que se desarrollaban libre
mente las mil plantas de la landa o de la estepa; otro, en las propias
tierras de labor, durante los períodos más o menos largos que se
paraban la cosecha de la siembra, enviarlos a errar en busca de los
rastrojos, y sobre todo de la maleza. Pero esos dos métodos, a su
vez, tanto el uno como el otro, planteaban graves problemas, de na
turaleza, a decir verdad, más jurídica que técnica; eran los relaciona
dos con las condiciones de utilización del común, con la organización
de las obligaciones colectivas que pesaban sobre los campos. Pero
aún quedando resueltas esas dificultades, de orden social, el equilibrio
establecido por la agricultura antigua entre la ganadería y los cerea
les seguía siendo bastante inestable y descompensado. El abono era
poco abundante, era lo bastante escaso, y por lo tanto valioso, como
para que, con gran indignación de los eruditos modernos, que se
precipitaban en ver una voluntad de humillación donde no había
más que una sensata preocupación de agrónomos, ciertos señores
juzgaran conveniente exigir como censos «potes de estiércol».4 Esa
penuria era una de las principales razones, no sólo de la necesidad
de dedicarse al cultivo de plantas pobres pero robustas — el centeno,
por ejemplo, con preferencia al trigo— ■ , sino también del bajo nivel
general de los rendimientos,
Para explicar eso último pueden ponerse a contribución aún otras
causas. Durante mucho tiempo las cavas habían sido insuficientes.
El aumento del número de labores, en la tierra destinada a la simien
te, de dos a tres, y a veces a cuatro, fue uno de los grandes progre
sos técnicos realizados en la edad media, sobre todo a partir del
siglo x ii y probablemente gracias al mismo aumento de la mano de
obra que hizo posibles las grandes roturaciones. Pero la dificultad
que había para alimentar a los animales obligaba a utilizar tiros
8. Arch. Nat., H 1502, n.0i 229, 230, 233 (Chauny) y H 1503, n.6 32
(Angoumois). Arch, du Nord, C Hainaut 176 (Bruille-Saint-Amand y Chateau
i’Abbaye); el legajo incluye un plano de Bruílle, con parcelas muy irregulares;
la población de ese pueblo» que había quedado arruinado durante las guerras
de Luis XIV y luego había sido repoblado, era muy pobre. H. Sée, Les classes
rurales en Bretagne du XVI9 siécle a la Révolution, pp. 381 ss.; Borie, Statisti-
que du département d’llle et Vilaine, año IX, p, 31. Ch. Étienne, Cahiers
du Bailliage de Vic, 1907, pp. 55 y 107, La región de Chauny es la única
en la que no es segura, ni siquiera muy probable, la existencia de un culti
vo temporal junto al cultivo continuo; ¿se trataba de un desafortunado in
tento de mejora? En cualquier caso, el cultivo continuado no comportaba
allí en 1770 praderas artificiales; imposible, pues, confundir esa práctica con las
que introdujo la revolución agrícola. Sobre el rendimiento de una tierra culti
vada constantemente e incluso sin abono —rendimiento naturalmente malo,
pero no inexistente—, cf. The Economic Journal, 1922, p. 27.
ban un período de reposo, un barbecho. Diferían uno de otro por la
duración del ciclo.
El más corto era bienal: a un año de labor, con siembra, en ge
neral, en el otoño, y según los momentos también en primavera, su
cede, en cada campo, un año de barbecho. Claro está que dentro de
cada explotación, y por consiguiente de todas las tierras, el orden era
tal que cada año se encontraba en cultivo la mitad aproximadamente
de los campos, mientras la otra mitad quedaba sin cosecha, y así su
cesivamente, por simple alternancia.
Más compleja, la rotación trienal suponía una adaptación más de
licada de las plantas a la tierra nutricia. Se basaba, efectivamente, en
la distinción de dos categorías de cosechas. Cada explotación, en prin
cipio, y todas las tierras de un término, se dividen en tres partes u
«hojas» iguales por su tamaño (sólo por su tamaño).9 Se llaman, se
gún los lugares, soles, saisons, cours, cotaisons, royes, coutures y, en
Borgoña, fms, épis o fins de pie. Nada hay más variable que ese vo
cabulario rural; las realidades eran básicamente uniformes en grandes
extensiones, pero como los grupos dentro de los que se intercambia
ban las ideas y las palabras eran muy reducidos, la nomenclatura di
fería de una región a otra, e incluso de un pueblo a otro. Situémonos
tras la cosecha. Una de las hojas recibirá la simiente ya en el otoño;
llevará «cereales de invierno» {blés d’hivers, también llamados hiver-
nois o bons blés)-. trigo, espelta o centeno. La segunda se reserva
para los «cereales de primavera» {blés de printemps , en general, o
gros blés, marsage, trémois, grains de carente ), cuya siembra se hace
en cuanto llega el buen tiempo: cebada, avena, y a veces forrajes,
como las vezas, o leguminosas, como los guisantes o las habas. La
tercera queda en barbecho un año entero. El otoño siguiente se
sembrará con cereales de invierno; las otras dos pasarán, la primera,
de los cereales de invierno a los cereales de primavera, y la segunda
de los cereales de primavera al barbecho. Así, de un año a otro, se
renueva la triple alternancia.
El reparto geográfico de las dos grandes rotaciones no se conoce
con exactitud. Tal como se presentaaba a finales del siglo xvm y prin
23. Arch, Nat., E 2661, n.° 243. Cf. E. Martin, Cahiers de doléances du
hailliage de Mirecourt, p. 164: «sólo el pasto común hace vivir a los campos».
24. P. Guyot, Réperíoire, 1784-1785, art. «Regain» (por Henry).
Semejante sistema, que reducía hasta el extremo la libertad del
explotador, suponía evidentemente unas coerciones. El cercamiento
de las parcelas no sólo era contrarío a las costumbres; estaba for
malmente prohibido,25 La práctica de la rotación forzosa no sólo era
una costumbre o una comodidad; constituía una regla imperativa. Eí
rebaño común y sus privilegios de apacentamiento se imponían a los
habitantes de un modo estricto. Pero como en la antigua Francia las
fuentes del derecho eran muy diversas y bastante incoherentes, el ori
gen jurídico de esas obligaciones variaba según los lugares. Por
decir mejor, éstas se basaban en todas partes en la tradición, que se
expresaba en formas diversas, Cuando, hacia finales del siglo xv y
en el curso del xvi, la monarquía hizo poner por escrito las costum
bres de las provincias, varias de ellas incluyeron en sus obligaciones
el principio de la abertura de heredades colectiva y la prohibición de
cercar las tierras de labor. Otras se abstuvieron de hacerlo, bien por
olvido, bien, en ciertas regiones que obedecían a regímenes agrarios
muy diferentes según los lugares, por dificultad de expresar con de
talle usos discordantes, bien, finalmente, como en Berry, por el des
dén de unos juristas formados en el derecho romano hada costum
bres muy alejadas de la propiedad quiritaria. Pero los tribunales
velaban. Ya en el reinado de san Luis el Parlamento se oponía, en
Brie, al cercamiento de las tierras de labor, y en pleno siglo xvm
había de mantener con toda su fuerza en varios pueblos de Champag
ne la rotación coordinada forzosa.26 «Las costumbres de Anjou y de
Touraine», exponía en 1787 el indendente de Tours, «no hablan para
27. J. M. Ortlieb, Plan ... pour Vamélioration ... des biens de la terre,
1789, p. 32 n. Arch. Nat., H 1486, n.° 206; ejemplo concreto de una cues
tión de ese tipo: Puy de Dóme, C 1840 (subdelegué de Thiers).
28. Procés-verbaL.. de l'Assetnblée provinciale de lile de France... 17S7,
p. 367. Arch. de Meurthe-et-Moselle, C 320.
admirable. Nada mejor trabado, efectivamente, que semejante siste
ma, cuya «armonía» producía aun en pleno siglo xix la admiración de
sus más inteligentes adversarios.29 La forma de los campos y la prác
tica de la abertura de heredades concurrían con igual vigor en imponer
la rotación común. En esas franjas inverosímilmente extrechas y a las
que a menudo, al estar enclavadas en el cuartel, no podía llegarse sin
pasar por las franjas vecinas, si todos los explotadores no se hubieran
regido por un mismo ritmo, las tareas deí cultivo habrían resultado
casi imposibles. ¿Y cómo, sin la obligación regular deí reposo, hubie
ran encontrado los anímales del pueblo extensiones del baldío lo bas
tante grandes como para tener asegurada su alimentación? Las nece
sidades del pastoreo se oponían igualmente a todo cercamiento per
manente de las parcelas: esos obstáculos habrían impedido el traslado
del rebaño. No menos incompatibles eran los cercados con la forma
de los campos: para cercar cada uno de esos paraleíogramos alarga
dos, jqué ridiculas longitudes de barrera!, ¡cuánta sombra hecha al
humus!; ¿y cómo pasar de un pedazo de tierra al otro, de haber estado
todos cercados de ese modo? Finalmente, en esas finas franjas habría
sido evidentemente difícil apacentar sólo los animales del explotador
sin que consumieran la hierba del vecino, de modo que, dada la con
figuración de las parcelas, un sistema de pasto colectivo podía pa
recer lo más cómodo.
Tras esos rasgos visibles, sepamos ver, no obstante, las causas
humanas. Un régimen semejante no pudo nacer más que gracias a una
gran cohesión social y a una mentalidad básicamente comunitaria.
Obra colectiva tuvo que ser, para empezar, la preparación de las
tierras para el cultivo. No hay duda de que los diversos cuarteles
tuvieron que irse formando poco a poco, a medida que progresaba la
ocupación de las tierras en otro tiempo incultas. Además, tenemos
pruebas irrefutables que atestiguan, por lo mismo, que los principios
a los que había obedecido, en la noche de los tiempos, la constitu
ción de tierras de cultivo quizá prehistóricas, siguieron presidiendo las
nuevas creaciones. Alrededor de más de un pueblo cuyo nombre reve
la que era por lo menos galorromano, tal o tai otro haz de campos
en forma de largas bandas, por la misma palabra que lo designa (les
30. Roturaciones y villas nuevas, infra, p. 154, n. 45. Bessey, infra, p. 342,
n. 10. Auxois: Buüetin de la Soc. des Sciences Histor. de Semur, XXXVI,
p. 44, n. 1.
31. ¿Hubo originariamente, tras la roturación según un plan común, en
lugar de un reparto definitivo, una redistribución periódica? En Schaumbourg,
a finales del siglo xvm y principios del xix, hay ejemplos ciertos de la práctica
del reparto periódico, ligado a un cultivo intermitente (Arch. Nat., H 1486,
n.° 158, p. 5; Colchen, Mémoire statistique du département de la Moselle, año
XI, p. 119); pero esos usos no son más que una forma de la institución de las
Gehóferschaften de la región del Mosela, descrita con frecuencia y que aquí
no puede estudiarse en su conjunto; las Gehóferschaften son probablemente de
instauración bastante reciente, pero atestiguan un espíritu comunitario antiguo
y fuertemente arraigado (cf. F. Roríg, Die Entstehung der Landeshoheit des
Trierer Erzhischofs, 1906, pp. 70 ss,). En otros lugares, en épocas igualmente
bastante próximas a nosotros, se encuentran casos de «propiedad alternativa»:
en Lorena, en algunos prados (Arch, Nat., F 10 284: Soc. des Amis de la Cons-
títutíon de Verdun; cf., en Inglaterra, la extendidísima institución de los
lot-meadows), y en Mayenne, en algunos rincones no cercados, en las tierras
de labor (Arch. Parletnentaires, CVI, p. 688); son hechos demasiado infrecuen
tes cuya evolución, por el momento, se conoce demasiado poco pata poderse
sacar la más mínima conclusión general. En cuanto a la costumbre de la la-
En cuanto a la abertura de heredades, no digamos que la exigiera
imperiosamente la forma de los campos. Bien mirado, los inconve
nientes de esa disposición habrían podido salvarse si cada cultivador,
al reservar su campo para sus animales, tal como se hacía y se hace
aún, como veremos, en otros regímenes agrarios, los hubiera mante
nido atados. El pasto era colectivo ante todo, verdaderamente, en
virtud de una idea o de un hábito de pensamiento: según se creía, la
tierra sin frutos ya no podía ser objeto de apropiación individual.
Oigamos a nuestros viejos jurisconsultos. Varios de ellos destacaron
admirablemente esa noción, y ninguno mejor que, bajo Luis XIV ,
Eusébe Lauriére: «Por el derecho general de Francia» — entiéndase
el de las tierras de campos abiertos, las únicas bien conocidas por
Lauriére— «las heredades no se cierran y protegen más que cuando
los frutos están encima; una vez levantados, la tierra, por una especie
de derecho de gentes, pasa a ser común a todos los hombres, ricos o
pobres por igual».32
Además, esa fuerte presión de la colectividad se hacía sentir tam
bién en muchos otros usos. Dejemos, sí se quiere, el derecho de es-
pigueo. En las zonas que en este momento nos ocupan era particu
larmente tenaz y, si no en derecho, sí de hecho, se extendía casi
siempre, no sólo a los inválidos y a las mujeres, sino, en todos los
campos indistintamente, a toda la población; pero, no obstante, no
puede considerarse característico de ningún régimen agrario, pues,
apoyado en la Biblia y en formas más o menos acentuadas o atenua
das, era en Francia casi universal. Nada más significativo, en cambio,
que el derecho al «rastrojo» (éteule). Una vez libre de cosecha, la
45. Aparte de los planos dei Aliermont, señalados supra, p. 78, n. 15, admi
rable plano de NeuviÜe-Champ-d’Oísel, del siglo xvm, Arch. Seine Inf., pl.
n.° 172.
46. Meitzen atribuyó probablemente excesiva importancia a la labranza con
surcos entrecruzados, pero no hay duda de que el arado simple condujo a mul
tiplicar en todos los sentidos los ligeros surcos. Esa práctica queda especialmente
atestiguada, para el Poitou, en la memoria señalada supra, p. 153, n. 44. A tí
tulo de contraprueba, compárense las modificaciones introducidas en la forma
de ciertas parcelas de viña por la sustitución del pico por el arado de ruedas:
R. Millot, La réforme du cadas¿re, 1906, p. 49. En China parece que el arado
de ruedas también llevó consigo el alargamiento de los campos; cf. supra,
p. 78, n. 15.
Desde luego, es grande la tentación de deducir la cadena de causas
a partir de una invención técnica. El arado de ruedas implica cam
pos alargados; éstos, a su vez, mantienen con fuerza la iniciativa co
lectiva; de un eje anterior con ruedas añadido a una reja deriva
toda una estructura social. Tengamos cuidado: razonando así olvida
ríamos los mil recursos del ingenio humano. El arado de ruedas, sin
duda, obliga a hacer alargados los campos, pero no a hacerlos estre
chos. Nada, a priori, hubiera impedido a los ocupantes distribuir
la tierra en un número bastante reducido de grandes pedazos, cada
uno de los cuales se hubiera extendido bastante en ambos sentidos;
cada explotación, en lugar de componerse de multitud de franjas
muy delgadas, habría estado formada por algunos campos muy largos,
pero también muy anchos. De hecho, semejante tipo de concentra
ción, parece que más se evitó que se intentó. Al dispersar las po
sesiones, se creía igualar las oportunidades; se permitía a todo
habitante participar de tierras diferentes, y se le dejaba la esperanza
de no sucumbir nunca por entero a los diversos azotes naturales o
humanos — granizos, enfermedades de las plantas, devastaciones—
que, al abatirse sobre las tierras del término, no siempre las des
trozaban todas. Esas ideas, tan profundamente arraigadas en la cons
ciencia campesina que aún hoy se oponen a las tentativas de remo-
delación racional, actuaron en la distribución de tierras casi tanto en
las regiones de campos irregulares como en las de campos alargados.
Pero en las primeras, en las que se utilizaba el arado simple, para
no hacer demasiado extensos los pedazos de tierra, manteniendo una
respetable anchura, bastaba con reducir la longitud. El empleo del
arado de ruedas impedía proceder de ese modo. Donde se usaba
éste, para no acortar las parcelas y al mismo tiempo para que no
tuvieran una extensión excesiva, hubo que hacerlas más estrechas;
era condenarlas a agruparse en haces regulares, sin lo cual — ¡absur
da hipótesis!— se habrían cruzado. Pero esa agrupación suponía a
su vez un previo entendimiento entre los ocupantes y su aquiescencia
a ciertas obligaciones colectivas. Tanto que, dando la vuelta, o poco
menos, a las deducciones de antes, casi sería legítimo decir que, sin
los hábitos comunitarios, la adopción del arado de ruedas, habría
sido imposible. Pero es sin duda muy difícil, en una historia que
no podemos reconstruir más que a golpe de conjetura, valorar tan
exactamente lo que son efectos y lo que son causas. Limitémonos
pues, menos ambiciosamente, a observar que, hasta donde podemos
remontarnos, el aracío de ruedas, padre de los campos alargados, y la
práctica de una fuerte vida colectiva se asocian para caracterizar un
tipo muy claro de civilización agraria, y la ausencia de esos dos
elementos caracteriza otro tipo totalmente diferente,
48. Nada más característico que una vieja máxima de derecho rural, apli
cada en casi rodos los lugares de campos abiertos. Cuando se encuentra un
seto que separa parcelas de tipo distinto, se supone que pertenece a aquélla
que más se presta a estar cercada: antes a la de huerto o viña que al prado,
y antes al prado que a la tierra de labor. La mayoría de regiones de cercados
desconocen totalmente esa regla.
Esos hábitos de autonomía agraria constituían hasta tal punto
la esencia misma del sis tema , que pervivían incluso cuando las cir
cunstancias habían llevado a la supresión de su símbolo sensible, el
cercado. Había entonces, si se me permite decirlo, cercados mo
rales. En la Bretaña del sudoeste las tierras vecinas del mar ignora
ban, naturalmente, los setos vivos, y los campesinos no siempre
se tomaban la molestia de levantar muros. No por ello eran menos
ajenos a obligaciones colectivas. Como lo observaba en 1768 el
subdelegado de Pont-Croix, cuyo testimonio concuerda con otras ob
servaciones, un poco posteriores: «Cada propietario ata a sus anima
les a la estaca en sus pedazos de tierras, a fin de que no corran y
pasen a las de los demás».49 Igual respeto del «cada cual en su casa»
tendía a prevalecer cuando dentro de un mismo cercado quedaban
incluidas varias parcelas. Originariamente, según todas las aparien
cias, cada pedazo de tierra dependiente de un único poseedor había
tenido su propia delimitación de vegetación o de piedras, al igual que
tenía su nombre, pues ahí era cada campo lo que tenía —lo que
aún tiene— su nombre de lugar característico. Esos pedazos de tierra
eran ordinariamente bastante grandes y de formas irregulares, pero
sin gran diferencia entre sus dos dimensiones. En muchas regiones
de cercados se labraba con el arado ordinario, probablemente por
que, en su mayor parte, eran bastante accidentadas; incluso cuan
do, como en el Maine, se empleaba el arado de ruedas, no se temía
hacer el campo bastante ancho, porque no había motivo para no
hacerlo en conjunto bastante extenso, al no observarse demasiado
—dentro de un momento entenderemos por qué— la regla de la
dispersión. Pero ocurrió que con el tiempo esas extensiones dema
siado importantes, por enajenaciones o herencias, se vieron divididas*
entre diversos explotadores. A veces la fragmentación tenía como
consecuencia el levantamiento de nuevos cercados. En ciertos planos
normandos, que representan la misma tierra en dos fechas dife
rentes, pueden verse así, en ciertos lugares, dos parcelas primitiva
mente comprendidas en el mismo cercado que, en el documeato más
antiguo, están separadas por una línea puramente ideal y, en el se
gundo, por un seto.50 Al campesino le gustaba tener su cultivo al
53. Ed, Planiol, §§ 256, 273, 274, 279, 280, 283. Los nobles pueden im
pedir el acceso a sus tierras, si son suficientemente extensas, incluso sin cerca
do o, en cualquier caso, pueden contentarse con un cercado ligero; de todos
modos conservan sus derechos de guerb sobre los otros campos. Los no nobles
pueden cercar, pero tienen que poner cercas fuertes; en el caso en que, aún sin
ellas, quieran impedir el acceso a sus tierras, también pueden hacerlo, pero sin
tener, respecto a los animales que vayan de todos modos a pacer en ellas, más
derecho que el de expulsarlos; nada de multas ni de perjuicios e intereses,
pues el pasto común es necesario para la vida del «mundo» y debe ser favore
cido. Los no nobles que cercan o impiden el acceso a todas sus tierras pierden
todo derecho a beneficiarse de la abertura de heredades en las tierras de labor
de los demás. Finalmente, el § 280 hace observar que, hasta mediados de
abril, es imposible saber si una tierra va a ser labrada o dejada en barbecho,
prueba de la existencia de un sistema de rotación muy irregular,
54. Ver las donaciones de derechos de pasto en toda la tierra . «tanto
despejada como cubierta por el bosque», «exceptuando las tierras sembradas
y los prados», en el cartulario de Bonlieu, Bibl. Nat., lat. 9196, fols. 33, 83,
74, 104, 130.
55. El seto, por esa razón, era a menudo obligatorio: Poullain du Pare,
Journal des Audiences et Arréts du Parlemeni de Bretagne, t. V, 1778, p. 240.
la gran tentativa de Meitzen, valiosa como iniciadora, pero que hoy
debe considerarse definitivamente agotada. Entre otros errores tenía
el de no contar más que con pueblos de los que hay testimonio his
tóricos (celtas, romanos, germanos, eslavos). Es hasta mucho más
arriba, hasta las anónimas poblaciones de la prehistoria que crearon
nuestros campos, hasta donde habría que poder remontarse. Pero no
hablemos ni de raza ni de pueblo, pues nada hay más oscuro que
la noción de unidad etnográfica. Más vale hablar de tipos de civiliza
ción. Y reconozcamos que, al igual que los hechos de lenguaje no
se agrupan con facilidad en dialectos — al no superponerse exacta
mente unas a otras las diversas particularidades lingüísticas— , los
hechos agrarios no se dejan encerrar en límites geográficos que pue
dan coincidir rigurosamente para todas las categorías de fenómenos
emparentados. El arado de ruedas y la práctica de la rotación trienal
parece efectivamente que nacieron ambos en las llanuras del norte,
pero sus áreas de extensión no coinciden. Ei arado de ruedas, por
otra parte, va ligado ordinariamente a los campos alargados, y no
obstante a veces se asocia a los cercados. Habida cuenta de las zonas
de contactos, siempre favorables al surgimiento de tipos mixtos, y
sin perjuicio de diversas imbricaciones, pueden no obstante dis
tinguirse, en Francia, tres grandes tipos de civilización agraria, en
estrecha relación, a la vez, con las condiciones naturales y la historia
humana. Para empezar, un tipo de tierra pobre y cultivada de un
modo poco fijo y durante mucho tiempo totalmente intermitente,
y que en gran parte — hasta el siglo xix— así siguió siéndolo siem
pre: es el régimen de los cercados. Vienen luego dos tipos de ocu
pación más trabada, que comportan ambos, en principio, un derecho
colectivo sobre las tierras de labor, único medio de asegurar, dada
la extensión de los cultivos, el exacto equilibrio entre éstos y el
pasto que era necesario para la vida de todos; ambos, por tanto, sin
cercados. Uno, que puede llamarse «septentrional», inventó el arado
de ruedas y se caracteriza por una cohesión particularmente fuerte
de las comunidades; su elemento visible es el alargamiento general
de los campos y su agrupación en series paralelas. Probablemente
fue de los mismos medios de donde partió la rotación trienal, cuya
irradiación hacia el sur fue, en general, ampliamente superior, pero
que en otros puntos — véase el llano de Alsacia— no llegó a alcan
zar del todo la del arado de ruedas y de las tierras de parcelas re
gulares y alargadas. El segundo de los dos tipos abiertos, finalmente,
que para simplificar, pero con algunas reservas, puede llamarse «meri
dional», une la fidelidad al viejo arado simple y — por lo menos en el
mediodía propiamente dicho— a la rotación bienal con, en la ocu
pación de la tierra y la propia vida agraria, una dosis sensiblemente
más baja de espíritu comunitario. Nada impide pensar que tan vivos
contrastes en la organización y la mentalidad de las viejas sociedades
rurales hayan tenido, en la evolución del país en general, profundas
repercusiones,56
SUPLEMENTO AL CAPÍTULO 2
(p. 121)
R e g io n e s v it íc o l a s
Entre las regiones de gran cultivo de la vid desde la edad media hay
que incluir evidentemente el Bordelais (carta del 13 de abril de 1932 a
R. Boutruche, Mémorial Sírasbourg, p. 204).
(p. 122)
R e g io n e s d e g a n a d e r ía
Marc Bloch se fue interesando cada vez más por las regiones de mon
taña antiguamente especializadas en la ganadería. H. Cavaillés, La vie
128)
R o t a c io n e s (p.
C o n f ig u r a c ió n p a r c e l a r ia , f o r m a d e lo s c a m po s
Y LAS TIERRAS DE LABOR (p p . 149-156)
134-148)
C a m p o s a b ie r t o s y a larg ad o s d e l n o r t e (p p .
(pp. 156-162)
T ie r r a s de c e r c a d o s
T ie r r a s a n á l o g a s : alg unas r e l a c io n e s
A b e r t u r a d e h e r e d a d e s y o b l ig a c io n e s c o l e c t iv a s (p p . 1 4 2-14 8)
1. E l s e ñ o r í o d e l a a l t a e d a d m e d ia y su s o r í g e n e s
7. En el Alto Imperio parece que en las villac las corveas eran escasas,
pero como de costumbre carecemos de datos precisos sobre la Galia: ¡cuánta
no sería la luz que arrojaría sobre nuestra historia agraria el descubrimiento,
aquí, de tina inscripción comparable a las de los grandes saltus africanosi Cf.
H. Gummerus, «Die Fronden der Kolonen», en Oefversigt af Vinska Vetens-
kapssocietetens Fórbandlingar, 1907-1908.
probablemente, que en los demás sitios— , cada señorío rural, en
principio, tenía su ley, que era su costumbre: comuetudo praediL8
Sobre esa antigüedad del régimen señorial, en nuestras tierras,
el lenguaje proporciona sorprendentes pruebas. Está, para empezar,
la toponimia. Muchos de los nombres de nuestros pueblos franceses
están formados por un nombre de persona al que se añade un sufijo
que designa la pertenencia. Entre los nombres de varón que forman
parte de esos compuestos, como hemos visto, hay algunos germáni
cos. Pero otros, en mayor cantidad — con sufijos diferentes— son
más antiguos: son celtas o romanos. Estos últimos, claro está, des
provistos de todo alcance étnico, atestiguan simplemente el uso, ge
neral tras la conquista, de la onomástica de los conquistadores. De
Bren nos, por ejemplo, que es nombre galo, salió Brennacumi de don
de hemos sacado Berny o Brenac; de Floras, que es latino, Floriacum,
que, entre otros topónimos, ha dado Fleury y Florac. El hecho no
es específicamente francés: muchos pueblos italianos, por no referirse
más que a ellos, han conservado igualmente a través de los tiempos
el recuerdo de primitivos epónimos. Pero, por lo menos en la me
dida en que permite advertirlo el actual estado de las investigaciones
comparativas, en ningún lugar ese uso fue tan extendido y tenaz
como en la Galia, ¿Y de quién habrían podido tomar sus nombres
tantos lugares habitados, si no es de jefes o de señores? Pero hay
más. Mientras que en las lenguas germánicas los sustantivos comu
nes que sirven para designar el centro de hábitat rural hacen refe
rencia a los cercados que lo rodean (totvn o lownship), o bien, en la
medida en que puede arriesgarse a ese respecto una explicación, se
refieren simplemente a la idea de una reunión de hombres (dorf),
el galorromano recurrió, con el mismo objeto, al término que en el
latín clásico se aplicaba a la gran propiedad (incluidos a la vez, por
regla general, un dominio y sus tenencias) y en suma ai señorío:
villa, del que hemos hecho «ville» y luego, mucho más tarde, con
un sufijo diminutivo destinado a marcar la diferencia entre las gran
des aglomeraciones urbanas (para las que desde entonces se reservó
«ville») y las pequeñas, «víllage». ¿Cómo dar más a conocer que la
mayoría de los pueblos habían tenido, originariamente, un señor?
15. Arch. Nat., S 5 0 1 5 fol. 43 v.“ Bibl, Nat., ms. lat. 5415, p. 319 (15
mayo 1233); L. Merlet y A. Moutié, Cartulaire de l’abbaye ds Notre-Dame des
Vaux-de-Cerwy, 1857, n.° 474 (junio 1249); B. Guérard, Cartulaire de Notre-
Dame de Paris, t. II, p, 291.
vos. No obstante, se suele decir que no es libre. Es que la noción
de libertad, o, si se prefiere, de falta de libertad, ba cambiado poco
a poco de contenido. Sus vicisitudes trazan la curva misma de la
institución servil; una jerarquía social, después de todo, ¿qué es
sino un sistema de representaciones colectivas, móviles por natura
leza? A ojos de un hombre de los siglos XI y xn, pasa por libre quien
quiera que escape a toda dependencia hereditaria. Es el caso del
villano, en el estricto sentido de la palabra, para quien cambiar de
explotación es cambiar de señor. Es también el del vasallo militar;
poco importa que en la práctica se ligue casi siempre al barón cuya
bandera siguió, antes que él, su padre, o que, desaparecido su primer
jefe, rinda su fidelidad a uno de los descendientes del muerto — sin
lo cual, por otra parte, perdería sus feudos— ; en derecho, las recí
procas obligaciones del vasallo y de su señor nacen de un contrato
ceremonial, el homenaje, por el que se ligan uno a otro sólo los dos
individuos que, las manos de uno dentro de las del otro y de buen
grado, lo concluyen. El siervo, por el contrario, es siervo, y de un
señor determinado, desde el vientre de su madre. No escoge a su
amo. En su caso, pues, nada de «libertad».
Otros nombres característicos sirven también para designarlo. Se
suele decir que es el «hombre propio» de su señor, o, lo que es
más o menos equivalente, su «hombre ligio», o también su «.homme
de corps». Esos términos se refieren a la idea de un lazo estricta
mente personal. En el sudoeste — cuyas instituciones, a menudo muy
distintas de las de las otras provincias, todavía no se conocen bien—
es posible que, muy temprano, se pudiera pasar a la condición de
siervo por el solo hecho de la residencia en ciertas tierras; es lo
que se llamaba los siervos de «caselage», Ese uso anormal confirma
una conclusión a la que parecen inclinarnos otros indicios diversos;
el sistema de relaciones personales, dentro del cual la servidumbre,
con el vasallaje, no era más que un aspecto, en gran parte de las
tierras de lengua de oc tuvo sin duda un desarrollo mucho menor
que en el centro y en el norte. En todos ios demás sitios —a pesar
de algunos esfuerzos hechos naturalmente por los señores, acá o
allá, para exigir como condición necesaria para la ocupación de cier
tas tierras la declaración de servidumbre— el lazo servil siguió siendo
verdaderamente «corporal». Desde el nacimiento, y por el hecho
mismo del nacimiento, como más tarde diría el jurista Guí Coquille,
llegaba «a la carne y a los huesos».
De igual modo, era a un hombre a quien el siervo, hereditaria
mente, quedaba ligado, No a una tenencia. No Jo confundamos con
el colono del Bajo Imperio, del que a menudo desciende por la san
gre, pero al que no se parece en absoluto por su condición. Los co
lonos, hombres libres en principio, es decir que según la clasificación
de la época estaban por encima de ía esclavitud, habían quedado fi
jados por la ley a su explotación, de padres a hijos; eran, se decía,
no esclavos de una persona — lo que, simplemente, habría hecho
equivaler su condición a la del servus— , sino de una cosa: la tierra.
Sutil ficción, totalmente ajena al sano realismo del derecho medieval
y que, además, no podía aplicarse prácticamente más que en un Esta
do fuerte. En una sociedad en la que por encima de la polvareda
de las jurisdicciones señoriales no intervenía ningún poder soberano,
ese lazo «eterno» entre el hombre y la tierra habría sido una noción
carente de sentido, que una consciencia jurídica muy desafecta, como
se ha visto, a las supervivencias, no tenía ningún motivo para con
servar. Una vez escapado el hombre, ¿quién le habría puesto la mano
en el hombro?, ¿quién, sobre todo, habría obligado al nuevo amo, por
quien quizás habría sido ya acogido, a restituirlo? 16 De hecho, tene
mos un considerable número de definiciones de la servidumbre, esta
blecidas por los tribunales o ios juristas, y antes del siglo xiv ninguna
de ellas cita, entre los caracteres de esa condición, la «adscripción
a la gleba», en forma alguna. Sin duda los señores, que tenían un
interés vital por defenderse contra la despoblación, no temían, llega
do el caso, retener por la fuerza a sus tenedores. A menudo dos se
ñores vecinos se comprometían mutuamente a no dar asilo a los que
se iban. Pero esas disposiciones, que encontraban su justificación en
el poder general de jurisdicción, se aplicaban tanto a los villanos lla
mados «libres» como a aquéllos cuya condición era calificada de
servil. Por no citar más que dos ejemplos, entre otros muchos que
hay, es a «los siervos o los otros hombres sean lo que sean» de Saint-
Benoít-sur-Loire y a «los siervos o los huéspedes de Notre-Dame de
París» a quienes los monjes de Sainü-Jean-en-Vallée y las monjas
de Montmartre se prohíben por contrato acoger en Mantarville o en
16. Compárese con las dificultades que encontró, en la Polonia de la época
moderna, la aplicación de la regla de la adscripción a la tierra: J. Rutkowski,
Histoire économíque de la Pologne svant les paríales. 1927, p. 104, y «Le
régjme agraire en Pologne au xvm” siécle», extracto de la Revue d'Histoire
Économíque, 1926 y 1927, p. 13,
Bourg-la-Reine. Y cuando messire Pierre de Dongeon hace de la resi
dencia una estricta obligación para quienquiera que tenga tierra en
Saint-Martm-en-Biére ni por un momento repara en hacer distinciones
de clases jurídicas entre los sujetos a quienes alcanza esa orden.17
La partida del siervo era tan poco un crimen contra su condición
que a veces estaba expresamente prevista: «Doy a Saint-Martm», dice
en 1077 sire Galeran, «todos mis siervos y siervas de Nottonville
[...] de tal suerte que quienquiera que sea de su posteridad, hom
bre o mujer, si se traslada a otro lugar, próximo o lejano, pueblo,
burgo, plaza fuerte o ciudad, no deje por ello de quedar ligado a los
monjes, allí, por el mismo lazo de servidumbre».15 Lo único que
ocurre es que cuando el siervo se va — y el texto que acabamos de
leer, como muchos otros, lo señala claramente—, a diferencia del
villano libre, no quedan con ello rotas en modo alguno sus cadenas.
¿Se establece en otras tierras?; al señor de éstas, desde ese momento,
le deberá las cargas comunes del villanaje. Pero respecto a su anti
guo amo, al cual no ha dejado de pertenecerle su «cuerpo», sigue
teniendo que cumplir, al mismo tiempo, las obligaciones propias de
la condición servil. Obligado al deber de ayuda para con los dos,
llegado el caso, paga la talla dos veces. Por lo menos, así lo prescri
bía el derecho. En la práctica, se adivina que muchos de esos «foras
teros» acababan por perderse en la multitud de los errabundos.
Pero el principio no entraba en duda para nada. Para romper un lazo
can fuerte no había más que un medio legítimo: un acto solemne,
la emancipación.
¿Por qué cargas y qué imposibilidades se traduce la estrechez de
la dependencia en que vive el siervo? He aquí las más extendidas.
El señor, aún sin tener derecho al ejercicio de la alta justicia
respecto a los otros tenedores, es en las causas «de sangre» único
juez de su siervo, sea cual sea el lugar en que éste viva. De ahí
deriva un mayor poder de mando, acompañado por apreciables be
neficios, pues el derecho a juzgar es lucrativo
El siervo no puede buscar mujer ni la sierva esposo fuera del
20. Tomo esa expresión de B, Guérard, uno de los historiadores que, con
toda seguridad, a pesar de la forma un tanto excesivamente escolástica de su ex
posición, más profundamente penetró en la comprensión de la evolución social
de la edad media: Polyptyque d'lrmmon, t. I, 2, p. 498.
cirse más que de una carga servil (para un hombre libre habría tenido
que ser officium). Con mayor motivo, pues, fueron frecuentes esos
deslizamientos de sentido en el ámbito, más humilde, de las relaciones
estrictamente hereditarias. En la época carolingia la lengua del de
recho reserva cuidadosamente la palabra serví para los esclavos, pero
ya el lenguaje corriente la extiende a todos los sujetos del señorío.
Al término de esa evolución se sitúa la servidumbre, es decir, con
una etiqueta antigua, una de las piezas maestras de un sistema so
cial transformado, en el que dominaban las relaciones de lazo per
sonal, reguladas, en sus detalles por las costumbres de los grupos.
¿Qué obtenían de esa institución, en suma, los señores? Sin duda
grandes poderes, y, además, beneficios nada despreciables. Pero, en
cuanto a mano de obra, poca cosa. El siervo era un tenedor, cuya
actividad tenía que aplicarse sobre todo, por fuerza, a su propia
tierra, cuyas cargas eran fijadas además, por lo general, por la cos
tumbre, al igual que las de los otros campesinos. Un régimen de
esclavitud hubiera puesto a disposición de los amos, ante todo, fuer
zas de trabajo; las que un régimen de servidumbre ofrecía a los se
ñores no pasaban de ser muy limitadas.
29. Ver la imagen análoga que nos da para ei siglo xm de los dominios
de Saint-Maur*des-Fossés y de la obra del abad Pedro I (1265-1285) el regis
tro de censos, Arch Nat., LL 46. El más extenso dominio de labranza —casi
anormalmente extenso— es de 148 arpendes, lo que, como orden de magnitud,
representa de 50 a 75 hectáreas, lo que, según la clasificación oficial de boy,
corresponde a una propiedad grande, no «muy grande», puesto que no alcanza,
ni con mucho, las 100 hectáreas. Es igualmente de ese modo como se entiende el
dominio en la mayor paite de fundaciones de villas nuevas.
deros de la reserva. Otra iba para Ja manutención del señor, que
a veces vivía lejos y a menudo llevaba una existencia casi nómada.
En cuanto al excedente, si lo había — lo que en las grandes fortunas
forzosamente ocurría— , se hacían esfuerzos por venderlo. ¡Cuántas
dificultades, sin embargo, nacidas de las condiciones materiales y men
tales de la época! Para evitar despilfarros, pérdidas y falsos movi
mientos era indispensable una contabilidad exacta. ¿Sabía llevarse?
Tiene algo de patético ver cómo, en sus reglamentaciones dominica
les, los soberanos como Carlomagno y los grandes abades como Alard
de Corbie se tienen que esforzar para explicar a sus subordinados la
necesidad de las más simples cuentas; lo que a veces tienen de
pueril esas recomendaciones demuestra que se dirigían a mentalida
des bíen poco preparadas para entenderlas. Hubiera sido preciso
también, para repartir adecuadamente los productos, un cuerpo de
administradores bien controlados. Pero el problema del funcionarismo,
escollo de las monarquías surgidas del imperio carolingio, no tuvo
mejor solución en los señoríos. Exactamente igual que los condes o
duques de poca monta, los «agentes» {sergents), libres o incluso
siervos, retribuidos con tenencias, se convertían rápidamente en feu
datarios hereditarios; el poder de mando que les era confiado lo
ejercían en beneficio propio, se apropiaban de todo o parte del do
minio o de sus beneficios y a veces entraban en guerra abierta con
sus señores. Para Suger es bien visible que una explotación puesta en
manos de los agentes es una explotación perdida. El sistema suponía
transportes: [por qué caminos, y al precio de qué peligros! Final
mente, vender el excedente era cosa fácil de decir, ¿pero en qué
mercados? En los siglos x y XI las ciudades estaban poco pobladas
y, por otra parte, eran más que medio rurales. El villano a menudo
se moría de hambre, pero sin dinero poco podía comprar. ¿No ha
bía de ser más ventajoso, y sobre todo más cómodo, multiplicar las
pequeñas explotaciones, que vivían de sí mismas y eran responsables
de sí mismas y producían censos cuyo rendimiento era fácil de pre
ver, además de que, al ser en numerario, eran fáciles de transportar
y de atesorar? Por otra parte, esas unidades campesinas no sólo ren
dían censos; si el señor multiplicaba, o bien sus tenedores, o bien
los vasallos en favor de los cuales dividía su dominio en pequeños
feudos, multiplicaba así el número de sus «hombres», que definía su
fuerza militar y su prestigio. El movimiento había empezado ya al
final de la época romana, con la supresión de las grandes plantacio
nes de esclavos y el incremento del número de esclavos «casados»
y de tenencias de colonos. Las fuertes corveas de la época franca no
habían sido más que un paliativo, destinado a conservar aún cierta
magnitud de las reservas. Los grandes señores del período que
siguió —pues de los pequeños todo lo ignoramos, y es posible que
nunca tuvieran dominios muy extensos— no hicieron más que rea
nudar y prolongar la curva de la evolución anterior.
Ahora bien, esas explicaciones, que parecen claras, chocan, sin
embargo, con una dificultad cuya importancia no sería honrado su
bestimar. Las condiciones de vida que acaban de ser expuestas son
un hecho europeo, y la disminución de las corveas y la reducción del
dominio, en la fecha en que se observan en Francia, no. Nada seme
jante en Inglaterra, donde la situación, tal como la registra, por ejem
plo, en pleno siglo xm , el libro de censos de Saint-Paul de Londres,
recuerda rasgo por rasgo las descripciones de los inventarios caro-
lingios. Nada semejante tampoco, por lo que puedo ver yo —los obs
táculos que encuentran estas investigaciones comparadas son una
de las más enfadosas señales del escaso avance de las ciencias hu
manas— , en la mayor parte de Alemania. La misma transformación,
sin duda, tendrá lugar en esos dos países, pero con uno o dos si
glos de retraso. ¿Por qué ese contraste? Yo pido perdón al lector,
pero hay casos en los que el primer deber de quien investiga es
decir: «no he encontrado la solución». He llegado así a una de esas
confesiones de ignorancia, que son al mismo tiempo invitación a
proseguir una investigación de la que depende la comprensión de
uno de los tres o cuatro fenómenos capitales de nuestra historia rural.
En la vida del señorío, efectivamente, no hay transformación
más decisiva que ésa. Ya en la época franca el tenedor estaba sujeto
a la vez a censos y a servicios, pero entonces, de los dos platillos
de la balanza, pesaba más el de los servicios Ahora el equilibrio se
invierte. A los antiguos censos se han añadido nuevas cargas; la
talla, el diezmo, los derechos pagados por los servicios de uso juris
diccional obligatorio (las banalités), las obligaciones serviles y, a
veces, a partir de los siglos x ii y xm , las rentas exigidas en susti
tución de las antiguas corveas mantenidas hasta entonces, que los
señores acabaron por juzgar inútiles pero no siempre aceptaron su
primir sin indemnización. Los servicios se hicieron infinitamente
más ligeros. Antes la tenencia era, ante todo, una fuente de mano de
obra. A partir de entonces lo que, a grandes rasgos, puede llamarse
su arriendo — sin dar a esa palabra un sentido jurídico preciso—,
constituye su verdadera razón de ser. El señor ha renunciado a ser el
director de una gran explotación, agrícola e, incluso, parcialmente
industrial. Ya no se ve reunirse en torno a sus capataces, durante nu
merosos días, a la población útil de pueblos enteros. La propia casa
de labranza» desecho de su antiguo dominio, que a menudo él ha
conservado, dejará cada vez más de explotarla directamente. Sobre
todo desde el siglo xm , se extiende el hábito de acensuarla también,
claro que no a perpetuidad, sino por períodos fijos; es una diferen
cia realmente considerable, cuyos efectos veremos aparecer más tar
de, pero que no deja de implicar que el amo siga separándose, en
ese sentido, de la tierra, Imaginemos a un gran fabricante que, de
jando en manos de su personal, para utilizarlas en una serie de pe
queños talleres, las máquinas de la fábrica, se contentara con con
vertirse en accionista, o, por decir mejor (pues la mayoría de per
cepciones eran fijas o pasaron a serlo), obligacionista de cada fami
lia artesana; podremos, con esa imagen, hacernos una idea de la
transformación que tuvo lugar de los siglos ix a xm en la vida se
ñorial. Desde luego, políticamente, el señor es aún un jefe, puesto
que sigue siendo comandante militar, juez y protector nato de sus
hombres. Pero, económicamente hablando, deja de ser jefe de em
presa, lo que fácilmente le habrá de llevar a dejar del todo de ser
jefe. Queda convertido en rentista de la tierra.
SUPLEMENTO AL CAPÍTULO 3
U n p r o b le m a : l o s o r íg e n e s d e l s e ñ o r í o (pp. 213-226)
Importancia capital del señorío en la historia rural: «Génesis y evolu
ción de los señoríos, [...] naturaleza de las sociedades campesinas: ¿hay
en nuestra historia muchas cuestiones más vitales que ésas?» (1936, pá
gina 487). «Una descripción de la sociedad rural a través de los tiempos
en la que se deja de lado el señorío» es un «juego de prestidígitación»
(1934, p. 85). Igual reproche, 1932, p. 494; 1934, p. 471. «Durante
demasiado tiempo hemos visto entre nosotros cómo la historia del señorío
se dejaba al margen de las investigaciones sobre el hábitat o las prácticas
agrarias. Cosas de juristas o de historiadores, por un lado, y cosas de geó
grafos, por otro, sin ningún puente entre ellas. ¿Quién puede creer, sin
embargo, que el funcionamiento de un régimen basado en la dependencia
de unos pequeños explotadores con respecto a una "cour” central pudiera
ser el mismo en las regiones en las que los hombres vivían pegados unos a
otros y en aquellas en las que se esparcían por los campos y los bosques?
Señorío de pueblo o de aldeas, señorío de bocage, señorío de montana:
son nociones realistas que hay que volver a introducir en nuestros estu
dios, y son también hermosos temas que esperan a quien quiera expli
carlos» (1936, p. 276). Para entender los orígenes del señorío Marc Bloch
recurrió cada vez más a la historia comparada. «Muchas razones nos impi
den aún hacernos una idea clara de la génesis y de la primera evolución
del régimen señorial: la pobreza de las fuentes, el número, demasiado es
caso, de estudios serios sobre los diversos tipos regionales, y, quizás ante
todo, la falta de investigaciones profundas y a la vez de espíritu suficien
temente amplio sobre los países que, por excepción, no conocieron el se
ñorío. ¿Se entiende verdaderamente un fenómeno mientras se ignora por
qué a veces deja de producirse?» Ése fue el caso de Frisia, una de esas
regiones sin «señores» (1935, pp. 408-409).
Marc Bloch recuerda que sus «ricos archivos y unos textos narrativos
ríf» r-iro íin rm lttn r! v <1 m f'rm H r» C A m rp n iIp n t^ m p n tp nii<a I/* r*r<m
abadía alemánica de Saint-Gall sea un tema de estudio verdaderamente
privilegiado y, para la comprensión de la sociedad medieval en todos sus
aspectos, una fuente de informaciones y reflexiones casi inagotables».
Obras referentes a ella (1932, p. 621). Posesiones de los monasterios
merovingios (1936, p. 502).
Para la orden de Cluny, se dispone ahora de la importante obra de
G, de Valous, Le monachisme clunisien des origines au X V e siécle: vic
intérieure des monastéres et organisation de Vordre, Ligugé y París, 1935,
3 vols. (Archives de la France Monastique, tomos XXXIX, XL y XLI).
Los dos primeros volúmenes dan un cuadro de las instituciones cluniacen-
ses de «una riqueza y una precisión hasta ahora inigualadas», con una lista
de los centros de la orden. El tercero, sobre el patrimonio y la situación
financiera de esos centros, «chocaba, desde el principio, con una grave
dificultad. Una explotación agrícola se ve siempre muy condicionada por el
medio geográfico y humano. Pero la fortuna territorial de la orden, además
de ser inmensa, estaba dispersa, y el estudio del patrimonio cluniacense,
incluso restringido casi exclusivamente, tal como lo ha concebido. De Va-
lous, a las provincias francesas, obliga a confrontar datos tomados de sis
temas de economía rural a menudo opuestos [...]» . Observaciones «por
otra parte infinitamente valiosas, y [...] el autor se ha esforzado constan
temente por hacer justicia a los contrastes regionales. Por no destacar
más que un rasgo entre muchos otros, tiene él, creo yo, toda la razón
en negarse a ver en el empleo de dos animales de labranza diferentes —en
un lugar el caballo, y en otro el buey— una de las características que
pudieran distinguir entre sí a los regímenes agrarios "del norte" y "del
mediodía" (que siguiendo a Dion él llama "gran cultivo" y "pequeño
cultivo”). La realidad no es tan simple. Ütiles observaciones, igualmente,
sobre las particularidades de los métodos aplicados por los centros reli
giosos pequeños; éstos mantuvieron mucho más que los otros grandes el
apego a la explotación directa. La misma antítesis se marcaba probable
mente entre los diversos tipos de señoríos laicos [...] se han silenciado
los problemas que planteaba la utilización de los excedentes» (1936, pá
ginas 499-501). Respecto a la orden cisterciense, publica los estatutos
promulgados en sus reuniones anuales por los capítulos generales de la
orden de 1116 a 1786 el P, Joseph-Marie Canivez, vol. 2, 1221-1261, Lo-
vaina, 1934 (1936, p. 501), vol. 3, 1262-1400, 1935. «Con un interés ca
pital para la historia del hábitat, se señala varias veces el arrendamiento de
las granjas a laicos (por ejemplo, p. 486, c. 33; y p. 488, c. 40)» (1938,
pp. 163-164). Imposible olvidar el «contraste, tan destacado, [...] entre
la economía benedictina propiamente dicha y la economía cisterciense, e
incluso entre los emplazamientos de los monasterios de las dos fami
lias [...]» (1931, pp. 134-135). Añádase, sobre la fortuna rústica eclesiás-
tica, G. Le Bras, «La géographie religieuse», en Amales, VII, 1945, espe
cialmente pp. 99-100, con bibliografía. Hay que subrayar que «esás,.gran
des comunidades eclesiásticas, en la edad media, ignoraban deliberadamei}.-
te la regla de la unidad de presupuestos; cada "oficio” tenía sus propios-
recursos y gastos, como, en Saint-Denis, el oficio del tesorero estu
diado por L. Bigard en Revue Mabillon, 1928 y 1929 (1931, p. 135).
Entre las recopilaciones de documentos que se refieren especialmente
a las fortunas rústicas eclesiásticas y, por consiguiente, a la historia rural:
R. Poupardin, A. Vidier, L. Levillain, Recueil des charles de Vabbaye de
Saint-Germain-des-Prés des origines au début du X IIIe siécle, 2 vols.,
1909-1930 (Société de THistoire de París et de l’íle-de-France), muy valio
so para la historia de las instituciones señoriales (1939, p. 259); Mlle. G.
Lebel, Catalogue des actes de Vabbaye de Saint-Denis relatifs a la province
ecclesiaslique de Sens... (1937, pp. 80-85); documentos del priorato de
Lucheux, en la diócesis de Arras, referentes a la abadía de Molesme y al
vecino prebostazgo de Gros-Tison, dependiente de los premonstratenses
de Furnes, publicados por R. Dubois en las Mémoires de la Société des
Antiquaires de Picardie, 1937, fundaciones modestas pero cuyos documen
tos constituyen un material muy instructivo sobre la vida rural (III, 1943,
p. 115); P. Le Cacheux, Charles du prieuré de Longueville de Vordre de
Cluny au diocése de Rouen, antérieures a 1204, 1934 (1938, pp. 165-166);
Bnquéte de 1133 sur les f'tefs de Vévéché de Bayeux, cuidadosamente edi
tada por el comandante H. Navel, Société des antiquaires de Normandie,
Caen, 1935 (1940, p. 80); E. Raison y M. Garaud, Vabbaye d’Absie-en-
Gátine, Poitiers, 1936, colocada en 1120 bajo la regla del Císter (1936,
p, 605); Dom P. de Montsabert, Charles de Vabbaye de Nouaillé de 678
a 1200, Poitiers, 1936 (Archives Hístoriques du Poitou, XLIX, 1), donde
las menciones de roturaciones y de construcción de burgos nuevos en
Poítou aparecen en la segunda mitad del siglo xi (1940, p. 77); A. Huchet,
Le chartrier de Vontmorigny, Bourges, 1936, estudio de esa abadía cister-
ciense del Berry y catálogo de sus documentos de 1135 a 1300 (1940, pá
ginas 77-78); P. Lefrancq, Le cartulaire de Saint-Cybard..., abadía de
Angouléme, Angouléme, 1931 (Société Archéologique et Historique de la
Charente), documentos de 1171 a 1218 (1932, p. 231); A. Deléage, Re-
cueil des actes du prieuré de Saint-Symphorien d'Autun de 696 d 1300,
Autun, 1936 (II, 1942, p. 47); el "gran cartulario” de Saint-Julien de
Brioude, formado a finales del siglo xi y perdido desde la Revolución, ha
sido reconstruido por Mme, A.-M. y M. Baudot, Mémoires de VAcadémie
des Sciences, Belles-Lettres et Arts de Clermont-Ferrand, 1935, y esos
documentos de Auvergne son más interesantes aún por cuanto se trata
de una región «cuya estructura rural y señorial se ha estudiado hasta
ahora de forma muy incompleta» (1936, pp. 603-604).
Algunas obras referentes a esas fortunas rústicas eclesiásticas: Mlle. G.
Lebel, Histoire administrative, économíque et financiare de l’abbaye de
Saint-Denis, étudiée spécialement dans la province ecclésiastique de Sens}
de 1151 a 1346, 1935 (1937, pp. 80-85); R. Louis y Ch. Porée, Le dó
mame de Régennes á Appoigny: histoire d’une seigneurie des évéques
d’Auxerre du Va siécle á la Révolution, 1939 (1941, p. 182); N. Didíer,
«Étude sur le patriraoine de l’église cathédrale de Grenoble du x® au mi-
lieu du x i i c siécle», en Annales de VUniversité de Grenoble, 1936, mues
tra el esfuerzo de reconstrucción del obispo san Hugo, de 1080 a 1132
(1940, pp. 76-77); G. Ducos, Sainte-Croix de Volvestre et son monastére.,.
(1117-1789), Toulouse-París, 1937, dependencia de Fontevrault, informa
ciones sobre el bosque y los derechos señoriales (1940, p. 80). En el Bur-
gaud, en el Toulousain, los Hospitalarios poseían una encomienda que
reunía derechos eclesiásticos, la alta justicia, una pequeña reserva y, final
mente, la posesión de tierras acensuadas y pequeños feudos. Expresaron
la pretensión, contraria al derecho común, de hacer pagar «los derechos de
transmisión de herencia sobre las tenencias campesinas no solamente a la
muerte del tenedor, sino también a la del señor (representado allí al mis
mo tiempo por el gran maestre y por el prior de Toulouse), lo que aumen
taba todavía más el número de pagos»; tuvieron que renunciar a ella
en 1360. La tierra era pobre y el único cereal era la avena, pero estaba
el recurso de la viña y el bosque. Ch. Higounet, «Le régime seigneurial et
la vie rurale dans la commanderie du Burgaud», en Annales du Midi, 1934
(1936, p. 491). El señorío de Allauch, del capítulo de Marsella, ha sido
estudiado, desde los orígenes hasta 1595, por el abad P. Espeut, Marsella,
1932 (1933, pp. 471, 473, 474). Utilizando el marco departamental, que
no gusta demasiado a Marc Bloch, un preciso trabajo de J. A. Durbec
sobre los Templarios en los Alpes Marítimos, aparecido en Nice Histo-
rique, 1937-1938, da la imagen de un «tipo particular de fortuna señorial»
(1941, p. 184).
«En la época en que casi todo el Occidente estaba bajo la dominación
franca, las iglesias favorecidas por los reyes y los grandes habían recibido
en donativo tierras dispersas por toda esa inmensa extensión, a veces a
una distancia muy grande de la sede central. Tras la disolución del imperio
carolingio, la administración de esas posesiones, demasiado alejadas y situa
das, además, dentro del radio de acción de poderes sobre los que ni el
obispo ni los religiosos tenían ningún dominio, se hizo particularmente
difícil. Algunas se perdieron, sin compensación. Otras fueron cedidas en
feudo. Muchas, finalmente, tuvieron poco a poco que ser liquidadas, me
diante venta o intercambio. Merecería la pena intentar el estudio de esa
concentración de la propiedad eclesiástica, sobre la que Suger ha escrito ya
algunas inteligentes líneas (De rebus in administratione sua gestis). Arro
jaría una luz curiosa, no sólo sobre la historia de las comunicaciones, sino
también sobre la estructura de los Estados y las vicisitudes del concepto
de frontera. Porque parece realmente que la enajenación, en muchos casos,
intervino bastante tarde; más que el período de universal anarquía política
inmediatamente posterior al hundimiento del poder carolingio, fue la era
de reconstitución de los Estados lo que, al crear verdaderamente la noción
de extranjero, pareció desaconsejar todo esfuerzo por conservar esos do
minios del exterior.» Un ejemplo: las posesiones renanas detentadas du
rante largo tiempo por la iglesia y unos monasterios de Verdún. «Allí, por
otra parte, la explotación directa dio paso a la infeudación tempranamen
te.» P. E. Hubinger, Die weltlicben Beziehungen der Kirche von Verdun
zu den Rbewlanden, Bonn, 1935 (1940, pp. 74-75).
1. T r a n sf o r m a c io n e s ju r íd ic a s d e l s e ñ o r ío ;
EL FUTURO DE LA SERVIDUMBRE
15. No quiere eso decir, sin embargo, que todos los pagos en los que
intervenía la moneda o, al menos, la idea de moneda, se hicieran en dineros.
Sin siquiera querer hablar de los pagos en especie, pero con «apreciación» de los
objetos en valor monetario, o del uso de lingotes, las grandes cantidades se
pagaban bastante a menudo con monedas de oro extranjeras, bizantinas o
árabes. Pero ese último modo de pago no afectaba a los derechos señoriales.
Espero poder volver en otro lugar, más detalladamente, sobre esos delicados
problemas de circulación.
esas maniobras- Éstas llevaban consigo nuevas acuñaciones, que eran
para el soberano fuente de aprecíables beneficios. Modificaban opor
tunamente el equilibrio de los débitos y los créditos del Estado.
Permitían restablecer, entre los precios efectivos de los dos metales
preciosos y su relación legal, aquel ajuste que era eterno problema
de los sistemas bimetálicos. Cuando las monedas en circulación ha
bían quedado reducidas por desgaste o por las tijeras de especulado
res demasiado ingeniosos a un contenido metálico netamente infe
rior al que habían tenido al salir del taller de acuñación, el «debili
tamiento» volvía a poner el curso oficial del metal al nivel del curso
real. Finalmente, en una época como aquélla, en que la técnica finan
ciera, aún muy rudimentaria, ignoraba el billete de banca y los refi
namientos del descuento con interés variable, las «mutaciones» pro
porcionaban al Estado el único medio posible, o casi, de actuar
sobre la circulación, A la larga, las oscilaciones de la curva no se
compensaron. El debilitamiento, como resultante, se impuso, y con
mucho. En qué proporción, es lo que mostrarán claramente las cifras
siguientes. La libra «tornesa», unidad de cuenta fundamental, re
presentaba en 1258 un valor oro igual a 112,22 fr., aproximadamen
te, de nuestra moneda; en 1360, 64,10 fr.; en 1465, 40,68 fr.; en
1561, 21,64 fr.; en 1666, 9,39 fr.; en 1774, 5,16 fr.; y en 1793, la
víspera de la supresión del antiguo sistema monetario, 4,82 fr. Esas
cifras, además, hacen todavía abstracción de los puntos más acentua
dos: ya en 1359, la libra había bajado a un contenido metálico
— siempre en oro— que equivalía a 29,71 fr, de hoy, y en 1720 a
2,06 fr. La curva de las monedas de plata es, a todos los respectos,
análoga.16
Todos los pagos, en principio — sin perjuicio de las cláusulas
particulares de ciertos contratos comerciales— , se expresaban en mo
neda de cuenta. Los censos señoriales, especialmente. El tenedor no
20. A. Vachez, Histoire de Vacquis'Uion des Ierres nobles par les rotu-
riers dans les provitices du Lyonnais, Forez et Beaujoíais, 1891.
fortunas señoriales que los Camus y los Laurencio, bajo Francisco I,
no habrían encontrado indignas de su categoría.21 Pero nunca se
había asistido a una entrada en masa semejante. Ya no volverá a
repetirse otra igual. En el siglo xvn la casta vuelve ya a quedar se-
micerrada. Es cierto que admite aún a muchos elementos nuevos, pero
es, en conjunto, en cantidad menos importante y más lentamente. En
la historia social de Francia, y especialmente en su historia rural,
no hay hecho más decisivo que esa conquista burguesa, que tan rápi
damente consolidó sus posiciones. El siglo xiv se había visto seña
lado por una violenta reacción antinobiliaria En aquella «guerra de
los no nobles contra los nobles» ■ —la expresión es de la época— a
menudo se habían encontrado unidos burgueses y campesinos. Étien-
ne Marcel había sido el aliado de los Jacques, y los buenos comer
ciantes de Nímes no tenían para con los caballeros de su región sen
timientos más dulces que los «Tuchtns» de los campos del Langue-
doc. Demos un salto de un siglo, o de un siglo y medio. Los Étíenne
Marcel de la época son a partir de ahora, por el juego de las con
cesiones reales de nobleza, nobles y por el efecto de las transforma
ciones económicas, señores. Toda la fuerza de la burguesía —por lo
menos de la alta burguesía y de quienes aspiraban a alcanzar su ni
vel— se volcó en asegurar el edificio señorial. Pero a hombres nue
vos espíritu nuevo. Esos comerciantes, arrendadores del fisco y pres
tamistas de los reyes y de los grandes, acostumbrados a administrar
con cuidado, astucia y también valentía fortunas mobiliarias, al ha
cerse sucesores de los antiguos rentistas de la tierra, no modifican
ni sus hábitos intelectuales ni sus ambiciones. Lo que llevan consi
go a la administración de las posesiones recién adquiridas, lo que
su ejemplo enseñará a los nobles de más auténtica nobleza que por
azar hayan conservado las riquezas hereditarias, y lo que quizá sus
hijas, cuya provechosa alianza es buscada por los nobles desadinera
dos, introduzcan en el seno de las antiguas familias, que tan a me
nudo vieron salvado su patrimonio por alguna mujer, es una men
talidad de gentes de negocios, acostumbradas a calcular los beneficios
y las pérdidas y capaces, llegado el caso, de arriesgar los gastos tran-
2 3 . — BLOCH
sitoriamente estériles de los que dependen los beneficios futuros;
es, sacando ya la palabra, una mentalidad de capitalistas. Ese fue el
germen que había de transformar los métodos de la explotación
señorial.
33. Quizá la atenuación de la crisis, a finales del siglo xvm, trajo con
sigo esa reactivación de las compras campesinas que ha creído observar Louts-
chisky, por lo menos en el Lcmostn; pero la naturaleza misma del fenómeno,
descrito por Loutschisky, sigue quedando todavía bastante oscura: cf. G. Le-
febvre, en Revue d'Histoire Moderne, 1928, p, 121
34. _Datos reunidos y agudamente interpretados por G. Lefebvre, en Revue
d'Histoire Moderne, 1928, pp. 103 ss. Las inmunidades fiscales, de derecho o
de hecho, de las que disfrutaban los estamentos privilegiados, hacían muy per
judicial para el fisco real el incremento de la propiedad nobiliaria o eclesiástica,
de suerte que la reconstitución de la gran propiedad, a su modo, contribuyó a
la crisis de la monarquía.
Noble o burgués, ¿cómo va a organizar su explotación el nuevo
amo de la tierra, que se niega a no ser más que un perceptor
de rentas perpetuas? Algunos no vacilan en llevar adelante la ex
plotación ellos mismos, mediante «mozos» (valéis). ¡Gran cambio
de las costumbres! El señor de la edad media, salvo en el Mediodía,
había sido siempre un hombre del campo, en el sentido de que vivía
de buen grado fuera de las ciudades; pero no se ocupaba demasiado
de sus campos. Es verdad que el señor del Fayel, según el testimo
nio de un poeta del siglo xiii, sale con el alba para «sus trigos, sus
tierras mirar». Siempre es agradable contemplar la tierna verdura
de los jóvenes brotes o el oro de las espigas, bellas cosas de las que
saldrán buenos escudos contantes y sonantes Pero dirigir el cultivo
no era una ocupación demasiado señorial. Vigilar la percepción de los
derechos, hacer justicia y hacer construir, ésos eran ■ — junto a la
guerra, la política, la caza y los relatos nobles o divertidos— los
trabajos y los placeres del castellano. ¿Que un anecdotario pone en
escena a un caballero que se ocupa de los cultivos?: pondrá buen
cuidado en advertirnos que es un hombre arruinado. A principios
del siglo xii, el arzobispo de Dol, Baudri de Bourgueil, buen huma
nista que sin duda había leído las Geórgicas, se complacía, nos dicen,
en hacer roturar las marismas ante su vista; pasajera fantasía, puesto
que luego reparte la tierra en tenencias perpetuas.35 En el siglo xvi,
en cambio, aparece un tipo nuevo, tanto en la realidad como en la
literatura: el noble campesino (gentilhomme campagnard). Véase,
por ejemplo, en Normandía, en la segunda mitad del siglo, al señor
de Gouberville, noble por su condición y su género de vida, pero
que desciende de burgueses y de funcionarios de justicia. No contento
con mantener con sus administradores una activa correspondencia,
vende él mismo sus bueyes, supervisa la construcción de los diques
y los cercados y la cava de zanjas y, en persona, «lleva a todos los
mozos de la casa» a sacar las piedras de los campos más pedregosos.
Incluso las damas, de la burguesía o de la nobleza, meten las manos
en la masa. En la íle-de-France del síglo xvi, Mademoiselle Poignant,
mujer de un consejero del rey, dirige a segadores y vendimiadores, y
ante ella se estercolan sus tierras. En la Provenza del xvn, la con
SUPLEMENTO AL CAPÍTULO 4
26. — BLOCH
Capítulo 5
LOS GRUPOS SOCIALES
8. Habría toda una investigación que hacer, con un interés capital, sobre
los mansos de un solo bloque, que aparecen por la indicación de los campos
lindantes. Encuentro algunos, y no sin sorpresa por mí parte, en eí Oscheret,
en Borgoña: Pérad, Recudí de plusieurs pieces curieuses, 1664, p, 155.
dentro de un extenso términos de tierras, a los que se añade la asig
nación de una parte de los derechos colectivos. La explotación for
ma un solo bloque y se basta a sí misma. Las fuentes antiguas, en las
regiones de ese tipo, designan corrientemente a los mansi por los
cuatro pedazos de terreno colindantes, cosa que casi nunca hacen en
las zonas de campos alargados, y ello es prueba manifiesta de que
dichos mansi eran todos de una pieza. En el Lemosín, donde las
vicisitudes de esa historia son más fáciles de seguir que en otros
lugares, el manso carolingío, con el transcurso del tiempo, da ori
gen a una aldea. Ya desde la alta edad media, ésta tiene su nombre,
muy suyo, mantenido hasta nuestros días. Los dos mansos de Ver
dinas y de Roudersas, mencionados en un reparto del 20 de junio
del ano 626, son hoy dos aldeas de un pequeño municipio de la
Creuse.9 La célula familiar, en esos lugares de suelo pobre y de
ocupación poco densa, no quedó mezclada con otros grupos; se hizo
su posición aparte.
13. Ejemplos análogos en los Países Bajos. Cf. G. Des Marez, Le probléme
de la colonisation franque, 1926, p, 165. Respecto a la Lorena, tentativas de
tenencias fijas, sin mucho éxito: Ch. Guyot, «Le Lehn de Vergaville», en
Journal de la Société d’Archéologie Lorraine, 1886.
obligaciones que ligan a sus miembros, del rango de las obligaciones
jurídicas, tienden a pasar al de las simples obligaciones morales o
casi de las costumbres. La vendetta sigue siendo un deber impuesto
por lá opinión pública, pero sin que exista ninguna regla exacta de
solidaridad criminal, activa ni pasiva. La costumbre de mantener in
divisa la tierra entre padre e hijos, entre hermanos, e incluso entre
primos, conserva una gran fuerza, pero no es, de hecho, más que una
costumbre; la propiedad individual está plenamente reconocida por
las leyes y costumbres y la parentela no tiene más derecho establecido
que, en caso de enajenación, una opción de compra preferente. Natu
ralmente, ese grupo, de contornos menos claros y no mantenido ya
por una fuerte presión jurídica, corre mucho más peligro de descom
posición, La sólida y amplia familia patriarcal tiende a ser sustituida,
como centro de vida común, por la familia conyugal, constituida
esencialmente por los descendientes de una pareja todavía viva.
¿Cómo sorprenderse de que desaparezca al mismo tiempo el rígido
marco rústico de la antigua familia patriarcal? Ya desde la época
carolingia, el manso francés lo ocupan frecuentemente diversas fami
lias que viven separadas y no tienen quizá más vínculo que la solida
ridad fiscal impuesta por el señor; en el señorío de Boissy, dependien
te de Saint-Germain-des-Prés, hay hasta 182 hogares que correspon
den a 81 mansos. Era indicio de una descomposición interna. Pero
entonces el manso, por la acción tanto del Estado como del poder
señorial, bien o mal, se conservaba como entidad indivisible. En
cambio en Francia, tempranamente, le faltó el primero de esos pi
lares. Mientras en Inglaterra sobrevivió hasta pleno siglo x n un
sistema de impuestos basado en la hide> y eso contribuyó con segu
ridad al mantenimiento de esa institución, en la Galia, a principios
del siglo x, se detiene todo esfuerzo de contribución pública. En
cuanto a los señores, los decisivos cambios que experimentaron del
siglo x ai siglo xii sus métodos de explotación, como consecuencia
de la disminución de las corveas —rasgo también característico de
nuestro país— , explican que dejaran morir la antigua unidad de per
cepción. ¿Por qué aferrarse a ella, si la materia misma de las cargas
se había modificado? Los viejos polípticos estaban llenos de dis
posiciones caducas; su lenguaje, por otra parte — como lo confesa
ba hacia finales del siglo xi el monje que copió o resumió el de Saint-
Pere des Chartres— , se había hecho casi ininteligible; dejaron de
consultarse y, consiguientemente, no pudieron ayudar a perpetuar las
normas del pasado. La redacción de la familia a un círculo más estre
cho y más variable, la ruina de toda fiscalidad pública y unos seño
ríos totalmente transformados interiormente: tales son, por lo que
puede verse, muy graves y un poco misteriosos, los diversos fenó
menos expresados por el hecho, aparentemente tan insignificante, de
que un censier del siglo ix procede por mansos y uno del siglo xm
o del xvm campo por campo o familia por familia.
Así fueron las cosas, por lo menos, donde el manso, formado por
una multitud de campos dispersos, no estaba claramente inscrito en
la tierra* En una unidad de esa especie había algo de arbitrario y
consiguientemente frágil. En las regiones de cercados, por el con
trario, donde el manso era de un solo tenedor, su división entre va
rias explotaciones distintas no implicó forzosamente su desaparición.
Es eso lo que se percibe con claridad en el Lemosín. Allí, al levantar
su casa y tomar su parte de las tierras cada familia conyugal, o casi,
el manso carolingio, aislado en el campo, fue sucedido por una aldea,
igualmente aislada. Lo mismo en Noruega, que ignora también el
hábitat concentrado, al dispersarse las viejas comunidades patriarca
les, más de una vez se vio cómo la enorme casa de labranza ancestral
—la aettegaard— se descomponía en un puñado de viviendas inde
pendientes.14 Pero por mucho tiempo, hasta los tiempos modernos,
la aldea del Lemosín siguió llevando el antiguo nombre de mas.
A ojos de la administración señorial no había dejado de merecer
lo, pues respecto a las cargas que recaían sobre él los habitantes
seguían respondiendo solidariamente. De igual modo, la montaña del
Languedoc ha conocido casi hasta nuestros días los mas o mazades,
aldeas cuyos «parsonniers» persistieron durante siglos en poseer la
tierra en común. No obstante, incluso allí había de llegar la disolu
ción. En el siglo xvm la propiedad común de las mazades parecía
haberse reducido en general a los baldíos y a los bosques; la tierra
cultivada había sido dividida. Y, a pesar de una solidaridad mante
nida desde arriba, en el mas del Lemosín la verdadera unidad eco
nómica fue ya desde entonces la familia, en el sentido restringido
de la palabra.15
14. Magnus Olsen, Tarms and janes oj a n cie n t Nortvay, 1928, p. 48,
15. Sobre el mas del Lemosín, notas comunicadas por A. Petit e investi
gaciones personales. Sobre las mazades, artículo, por otra parte muy insuficiente,
de J. Bauby, en Recueil de VAcadémie de Législation de Toulouse, t, XXXIV.
Efectivamente, entre el manso y la simple familia conyugal, en
casi todas partes ha habido la transición de la comunidad fam'iJíaj>
A menudo se le llamaba communauté taisible (es decir, tácita), por
que por regla general se constituía sin formalización escrita, y a me
nudo también «¡reresebe», lo que significa grupo de hermanos. Los
hijos, incluso casados, vivían junto a los padres y, desaparecidos és
tos, frecuentemente seguían viviendo juntos, «a pan y cuchillo», tra
bajando y poseyendo en común, A veces se unían a ellos algunos ami
gos, por un contrato de fraternidad ficticia (afjrairement, hermana
miento).10 Eran varias generaciones las que vivían bajo eí mismo
techo: en una casa de la región de Caen — excepcionalmente densa,
por otra parte— a la que hacía referencia en 1484 un diputado de
los Estados Generales, eran hasta diez parejas y setenta individuos.17
Esas costumbres comunitarias estaban tan extendidas que una de
las instituciones fundamentales de la servidumbre francesa, la luc
tuosa (mainmorte), acabó por basarse en ellas. Inversamente, la con
cepción misma del derecho de luctuosa, en las familias serviles, con
tribuyó a aconsejar la indivisión: una vez rota la comunidad, la he
rencia corría mucho mayor riesgo de ir a parar a manos del señor.
Donde el impuesto se percibía por hogares, el temor al fisco tenía
un efecto parecido; multiplicando las moradas separadas se multipli
caban las tasas. Sin embargo, a pesar de toda la vitalidad que podían
tener, esas pequeñas colectividades no tenían nada de obligatorio
ni inmutable. Constantemente había individuos de actitud más inde
pendiente que los otros que se separaban, y con ellos resultaban sepa
rados algunos campos: son los foris familiati de la edad media, a
veces «mis hors pain» (dejados sin pan) a título penal, y a veces
también por su propia voluntad. Y forzosamente llegaba el momen
to en que la colmena se dividía definitivamente, en varios enjam
bres. La communauté taisible no se veía soportada por el armazón
de una tierra 1egalmente indivisible.
En Bretaña parece que hubo aldeas de «parsonniers», pero quizá habían surgido
de las simples comunidades familiares de las que se tratará más adelante; el
problema no ha sido estudiado de cerca: cf. Annales de Bretagne, XXI, p. 195.
16. Ch. De Ribbe, La société proveníale, p. 387; R. Latouche, La vie en
Bas-Quercy, p. 432.
17. Tehan Masseltn, Journal des États Généraux, ed. A. Bernier, 1835,
pp. 582-584.
2 7. — BLOCH
También le tocó, a su vez, desaparecer. Lentamente, como se
borra una costumbre, y en fechas infinitamente diversas según las pro*
víncias. Alrededor de París, parece ser, ya antes del siglo xvr había
casi dejado de existir. En el Berry, en cambio, en el Maine, el Lemo
sín y en toda una parte del Poitou, en vísperas de la Revolución se
la encontraba aún en pleno vigor. Un estudio de conjunto que acla
rara esos contrastes arrojaría una luz de lo más vivo sobre ese tema
tan poco conocido y tan apasionante que es el de las diversidades
regionales de la estructura social francesa. Ya ahora, hay un hecho
que destaca claramente: al igual que el manso, la comunidad familiar
se mantuvo con tenacidad particular en las regiones de hábitat dis
perso. En el Poitou, en las proximidades del Macizo Central, ciertos
planos señoriales del siglo xvm muestran la tierra dividida en
«freresches»}* Algunas de éstas, igual que los mas del Lemosín, al
fragmentarse, han dado origen a aldeas, pues en todas partes la diso
lución de esas antiguas comunidades tuvo por resultado el aumento
del número de casas; cada pareja quiere ya su techo.19 A veces, en
esos lugares que no conocen el pueblo grande, la explotación familiar
ha sobrevivido hasta nuestros días. No es casualidad que en la lite
ratura novelesca los Agrafeíl de Eugéne Leroy sean del Périgord y
los Arnal de André Chamson de los Cévennes.
Volvamos a las regiones abiertas. En ellas, sobre la propia cons
titución de los términos de tierras, primero la existencia y luego la
desaparición de esos grupos comunitarios ejercieron una gran influen
cia. Fragmentación, flagelo de la explotación rural: ¿quién no habrá
oído, piadosamente transmitida por ios economistas del siglo xvm
a los del xix y el xx, esa queja mil veces repetida? Desde el siglo
pasado, suele ir acompañada por sangrientos reproches a ese des
graciado, a ese miserable: el Código Civil. ¿Acaso no ha sido éste,
efectivamente, el que por el reparto igual de las sucesiones ha causado
todo el mal? Sí los herederos se repartían parcelas enteras, todavía.
Pero cada uno, sediento de igualdad, exigía un pedazo de cada cam
po, y la fragmentación continuaba hasta el infinito, Que la fragmen
tación es un grave inconveniente, uno de los más temibles obstácu
18, Ver, en los Arch, cíe la Vienne, serie de planos, los curiosísimos pla
nos de Ovré y de Antogné (¿siglo xvm?).
19. Excelentes observaciones a ese respecto en L. Lacrocq, Monographte
de la commune de La Celle-Dumtse, 1926.
los con los que chocan, en nuestro país, los progresos de una agri
cultura verdaderamente racional, en eso de acuerdo. En lo de que
tiene su origen únicamente en los repartos sucesorios, desde luego
que no. El hecho se remonta a la ocupación misma de la tierra, y sus
primeros responsables son quizá los agricultores neolíticos. Sin em
bargo, no puede ponerse en duda que los repartos, poco a poco, lo
han agravado. Pero el Código Civil es inocente. Porque no renovó
nada: se limitó a seguir las viejas costumbres provinciales que, en su
mayoría, ponían a igual nivel a todos los herederos; el derecho de
primogenitura, en Francia — a diferencia de Inglaterra— , permaneció
siempre como un privilegio nobiliario, y mucho menos imperioso
además, incluso a ese nivel, que lo que a veces se ha imaginado. En
cuanto al testamento, en ninguna parte era absolutamente libre, y
ni siquiera limitado parece haberse usado en los campos. Es bien
cierto, no obstante, que en los tiempos modernos, y sin duda cada
vez más rápidamente a medida que nos acercamos a nuestros días, la
fragmentación ha aumentado mucho. Pero las leyes, que no han cam
biado, no tienen en ello parte. Ha sido la evolución de las costum
bres la que lo ha hecho todo. Cuando los herederos vivían en
«jreresche» no tenían motivo alguno para dividir los campos ances
trales, ya muy estrechos y dispersos, como es sabido. Disueltas, poco
a poco, las antiguas comunidades familiares, se multiplicaron las par
celas de las tierras de labor, así como las casas de los pueblos. En
ello puede verse que los aspectos materiales de la vida campesina,
en sus vicisitudes, no son nunca más que el reflejo de las trans
formaciones experimentadas por los grupos humanos.
25. El consulado de pueblo fue sobre todo cosa del Languedoc; pero en
Provenza, con el nombre de «sindicatos», muchas comunidades rurales alcanza
ron muy pronto una personalidad moral. El pueblo del mediodía, verdadero
oppidum mediterráneo, era muy diferente del pueblo del norte.
de Clemente IV, podían muy bien afirmar que «toda multitud de
hombres que vive en una aglomeración»' debe ser considerada forzo
samente como una «universidad», con capacidad para elegir represen
tantes.26 Esa tesis liberal, por lo general, no fue seguida. A las co
munidades que quedaron sin acta de constitución, durante mucho
tiempo, las ideas jurídicas no les concedieron más que una existencia
pasajera. ¿Tienen los habitantes que tratar de algún interés común
—tratar, por ejemplo, con su señor, de la compra de una franquicia— ,
o quejarse de algún perjuicio?; lo más tarde desde el siglo xru, se
reconoce oficialmente (la costumbre era mucho más antigua) que,
por mayoría, pueden concluir un acuerdo o decidir un gasto o una
acción por la justicia —a la que a veces los tribunales reales darán
buena acogida, incluso si va dirigida contra el señor justiciero— ;
igualmente se reconoce que, para uno u otro de esos fines, pueden
elegir mandatarios, que son llamados habitualmente «procuradores»
o «síndicos». Lógicamente, decisiones y mandatos no habrían debido
tener efecto más que sobre los individuos que los habían votado.
No obstante, el más ilustre jurista del siglo xm , Beaumanoir, que era
además un alto funcionario, admitía que la voluntad del mayor núme
ro comprometía a la colectividad en su totalidad. Con una condición,
de todos modos: que la mayoría incluyera a algunos de los más
ricos. Se debía eso, sin duda, a que no se quería permitir a los pobres
aplastar a los «mejor dotados»; pero estaba también aquella tenden
cia censitaría que inspiraba generalmente a la monarquía en sus re
laciones con los medios urbanos, la que todavía al final del Antiguo
Régimen había de regir la política de la administración con respecto
a las asambleas rurales. La terminología traducía la imprecisión del
derecho: ¿con qué nombre designar esas asociaciones de insegura
existencia? En 1365, los campesinos de cuatro pueblos de la Cham
pagne pertenecientes a una misma parroquia y acostumbrados a ac
tuar en asociación con un quinto pueblo, recalcitrante al respecto,
se crearon graves contratiempos por haberse abandonado a denomi
nar su unión con las palabras «corps» y «commtine»; tuvieron que
explicar al Parlamento que no habían empleado esos términos «en
propiedad», sino únicamente para dar a entender, más o menos bien,
Pero, más aún que las obligaciones que recaían sobre la tierra
cultivada, la existencia de una tierra de explotación colectiva, fuera
cual fuera el régimen agrario al que obedeciera el término en el que
se insertaba, establecía entre los miembros del grupo un poderoso
vínculo. «La pequeña parroquia de Saci», escribe a finales del si
glo xvm Rétif de la Bretonne, «como tiene tierras comunes, se go
bierna igual que una gran familia».36
La utilidad de la tierra comunal era múltiple. Si era de baldío o
de bosque, aseguraba a los animales el complemento de pasto del
que, ordinariamente, ni los prados ni el apacentamiento en los bar
bechos habrían permitido prescindir. También si era bosque, daba
la madera y los otros mil productos que se acostumbraba a buscar
a la sombra de los árboles. Si era tierra pantanosa, daba la turba
y los juncos. Si era landa, las brozas del lecho de los animales y
las motas de hierba, las retamas o los helechos que servían de abono.
Finalmente, en muchos parajes, cumplía la función de reserva de
tierra de labranza, para el cultivo temporal. Hay que preguntarse
cómo en las diversas épocas y en los diversos lugares se reglamentó
la naturaleza jurídica de esa tierra comunal, no si dicha tierra comu
nal existía. Porque, sobre todo en los períodos antiguos, en ios que
la agricultura estaba aún débilmente individualizada y los produc
tos que no podía proporcionar la pequeña explotación no había modo
de comprarlos, sin ella no era posible vida agraria alguna.
En la explotación de esos preciosos bienes, a veces encontraban
un motivo de unión grupos humanos más amplios que el propio
pueblo. Ocurría que una extensa landa, un bosque — como el de
Roumare, en Normandía— o, aún más frecuentemente, unos pastos
de montaña, sirvieran para el uso indistinto de varias comunidades,
bien porque éstas hubieran nacido de la escisión de una colectividad
más amplia, bien porque, aunque independientes en su origen, la
necesidad de emplear con fines semejantes un territorio situado en
medio de ellas las hubiera llevado a un entendimiento. Era el caso
de los «valles» pirenaicos, confederaciones cuyo cohesionador era el
pasto. Casi siempre, no obstante, la tierra comunal era cosa de pueblo
o de aldea, parte aneja a la tierra de labor y prolongación de ella.
La tierra comunal ideal, jurídicamente hablando, habría sido una
tierra sobre la que no hubiera habido más derechos reales que los
del grupo; en términos de derecho medieval, un alodio, poseído en
41. «Car reson monstra que diferencia sia entre lo senhor et los vassalhs».
Arch. Bouches-du-Rhóne, B 3343, fol, 342 (28 enero 1442).
dades. Pero, según una jurisprudencia que había empezado a esbo
zarse a partir del siglo xm ,42 tendían en general a no reconocerlos
como válidos más que si estaban sancionados por el pago de un
derecho; las «concesiones» de pura generosidad, salvo que hubiera
actos formales, parecían poco sólidas, y en tal caso, además, se podía
dudar si se había tratado verdaderamente de regalos o de simples
abusos por parte de los usuarios. Todo ello no sin muchas vacila
ciones y matices. Profesores de derecho, escribanos y administrado
res, aunque sin unanimidad y sin mucho éxito, se esforzaban por
introducir en la masa de los bienes comunales toda una clasifica
ción, calculada según las fuerzas variables de los derechos antago
nistas atribuidos al señor o a sus hombres. Pero, inspirados por ese
estado de espíritu y armados con la doctrina, los señores, sus hom
bres de leyes y los mismos tribunales, animados por un vigoroso es
píritu de clase, con facilidad veían las cosas más simples y sin tanto
detalle. En 1736, el Fiscal General del Parlamento de Rennes adopta,
sin ambajes, la tesis señorial: «todas las landas, bosques, tierras yer
mas y baldíos son en Bretaña dominio propio de los Señores de
Feudo». El 20 de junio de 1270 una transacción había prohibido
al señor de Couchey, en Borgoña, alienar las «comunidades de la
villa», sin el asentimiento de los habitantes; a pesar de tan claro
texto, ya en 1386 el consejo ducal, al que siguió casi tres siglos des
pués (1733) el Parlamento, decidió que «la? plazas, las calles, las
carreteras, caminos, senderos, pastos [...] y otros lugares comunes»
del pueblo eran del señor y éste podía disponer de ellos a su volun
tad. En 1777 el Parlamento de Douai se negaba a registrar un edicto
en el que se hacía referencia a bienes que «pertenecen» a las comu
nidades; hubo que escribir: «de los cuales éstas disfrutan».43
De hecho — las quejas de los usuarios, incluso en los Estados pro
vinciales o generales, dan elocuente testimonio de ello—• el asalto a
los bienes comunales, a partir del siglo xvi, se hizo más vigoroso
que nunca. Las formas que revistió fueron diversas.
42. Olim, t. I, p. 334, n.° III y 776, n.° XVII (pero se trataba de hombres
que rio eran couchanis et levants deí señor interesado y el punto jurídico no
fue juzgado). L. Verriest, Le régbne seignetirial, pp 297, 302, 308.
43. Poullain Du Pare, Journal des atidiences... du Parlement de Bretagne,
t, II, 1740, pp. 256 ss. J. Garnier, Charles de conmunes, t. II, n.° CCCLXXI
y CCCLXXIL G. Lefebvre, Les paysans du Nord, p. 67, n. 1.
Para empezar, la usurpación pura y simple. El señor abusaba de
sus poderes de mando y de justicia; hay algunos, dicen en los Esta
dos de Blois de 1576 los diputados del Tercer Estado, que «hacién
dose por voluntad propia jueces en sus propias causas, han cogido
y se han apropiado los usos, lugares baldíos, landas y bienes comu
nales de que disfrutan los pobres sujetos, e incluso les han quitado
las cartas por las que constaba su buen derecho a ello». Los ricos
propietarios, incluso campesinos, se aprovechaban de esa influencia
que da la fortuna, a la que en los campos, en opinión de un agróno
mo del siglo xv iii , todo cedía. En 1747, Jas gentes del Cros-Bas, en
Auvergne, se quejan de que «Géraud Salat-Patagon, habitante de
dicho pueblo [...], se ha propuesto por su autoridad privada
como rico y gallo del pueblo que es, cerrar, cercar la mayor parte de
los comunes dependientes de dicho pueblo y unirlos a su campo».44
A veces, el acaparamiento seguía caminos más insidiosos, y ju
rídicamente casi irreprochables. Un labrador acomodado hacía que
se le concediera a censo una parte del común, a precio excesiva
mente bajo, G bien un señor reclamaba el reparto. La operación, en
sí, no era forzosamente desventajosa para las comunidades, puesto
que consolidaba al menos una parte de sus derechos; pero si las
condiciones del reparto eran demasiado desfavorables sí pasaba a ser
desventajosa. Y muchos señores exigían hasta un tercio de los bienes
divididos; era el derecho de «triage», muy extendido en los tiempos
modernos, y que en 1669 la propia monarquía tuvo la debilidad de
reconocer. En principio, sin duda, se limitaba a casos determinados;
era preciso, en especial, que la pretendida concesión primitiva hu
biera sido gratuita. En la práctica, esas reservas, que por otra parte
dejaban campo libre a muchas de las pretensiones, no siempre fue
ron respetadas con mucha exactitud.
Finalmente, no fueron los campesinos, como individuos, los úni
cos que quedaron cargados de deudas de aquéllas que, como hemos
visto, ayudaron a los grandes adquisidores de tierras a operar pro
vechosos acaparamientos de parcelas. También las comunidades es
taban a menudo endeudadas, y fuertemente; ocurría como conse
cuencia de gastos de interés común, especialmente necesarios para
3. L as c la s e s
Dejemos al señor, dejemos al burgués que, desde la villa o la
ciudad vecinas, domina su tierra o percibe las rentas que ésta da.
Esas gentes, propiamente hablando, no formaban parte de la so
ciedad campesina. Ciñámonos a ésta, compuesta por cultivadores que
vivían directamente de la tierra que trabajaban. Es visible que esa
sociedad campesina no es hoy, como no era ya en el siglo xvm ,
verdaderamente igualitaria. Pero se ha mostrado a veces complacen
cia en ver en esas diferencias de nivel el efecto de transformaciones
relativamente recientes. «El pueblo», escribía Fustel de Coulanges,
«no era ya en el siglo xvm lo que había sido en la edad media; en
él se había introducido la desigualdad».47 Parece cierto, por el con
trario, que en todos los tiempos esos pequeños grupos rurales pre
sentaron, con inevitables fluctuaciones en las líneas de separación,
divisiones de clase bastante definidas.
A decir verdad, esa palabra de clase es una de las más equívocas
del vocabulario histórico, y conviene precisar bien el empleo que
aquí se hará de ella. En cuanto a que hubiera entre los campesinos,
en las diversas épocas, diferencias de estatuto jurídico, demostrarlo
sería echar abajo una puerta abierta. La villa franca presentaba todo
un prisma multicolor de condiciones diversas, cuyos contrastes, por
otra parte, pronto fueron más aparentes que reales. En muchos se
ñoríos medievales, cada vez más numerosos a medida que se multi
plicaron las emancipaciones, estuvieron, junto a los siervos, los
SUPLEMENTO AL CAPÍTULO 5
10. Sobre los Alpes Marítimos (la evolución en el condado de Niza, se
parado de Provenza en 1388, parece que fue parecida a la del resto de la región),
ver un informe del prefecto, Arch. Nat., F 10 337 (año XII, 10 frimario). En
eí departamento de Bouches<iu-Rhone, el municipio de Puyloubier, parece ser,
había mantenido la abertura de heredades; en el año iv y el año v, los «grandes
tenedores» quisieron aboliría; fue «la causa de los ricos contra los pobres»;
F w 336; cf. Arch. des B.-du-Rhóne, L 658.
11. Cf. sobre la región de Digne, Arch. des Bouches-du-Rhónc, B 159,
fols. 65 y 66 (1345); y sobre Valensolle, ver supra, p. 467, n. 9.
12. Arch. de Salón, Copie du Livre Blanc (xvm e síécle), pp. 674 ss. Un
documento, con fecha inexacta (está dirigido al arzobispo Philíppe, y tiene que
situarse entre el 11 de febrero de 1463 y el 4 de noviembre de 3475) y sin
referencia completa de la cuestión, publicado por R. Brun, La vilíe de Salón,
p. 379. La disposición que prohibía el apacentamiento en las tierras de labor,
incluso después de la cosecha, databa de los tiempos del cardenal de Foix
(9 octubre 1450-11 febrero 1463). El proceso, llevado primero ante la juris
dicción real del justicia mayor, fue llevado definitivamente ante el oficial del
arzobispo, pronunciándose sentencia el 26 de octubre de 1476. Los estatutos
de 1293, are. LXXVII, in fine, y art. LXXVIII, dan ya testimonio de mucha
hostilidad contra eí ganado forastero.
un cossoul creado por la comunidad para excluir a sus animales— ,
no renunciaron a su rencor. Todavía en 1626, habiéndose aumen
tado las multas por los daños a viñedos y olivares, protestaban con
tra el reglamento, que podía perjudicar a los «particulares que se
inclinan por criar ganado»,13 No era involuntario que la nueva po
lítica agraria de las comunidades perjudicara a los ganaderos; su
objeto esencial era poner fin al provecho que, abusivamente, según
los demás habitantes, aquéllos obtenían de los antiguos usos.
Ya desde los tiempos más remotos, Provenza había sido región
de transhumancia, Pero desde el siglo xm , como consecuencia de
los progresos de la pañería y del desarrollo de las ciudades, ávidas
de carne, la importancia de esa práctica milenaria en la economía
no había hecho más que aumentar. Los rebaños los formaban, en
general, ricos personajes propietarios de los anímales o que los
tomaban a su cargo. En la primavera, a lo largo de los anchos
pasos —las «carreires»— que, bajo fuertes penas, los cultivadores
estaban obligados a dejar abiertos en medio de ios campos, subían
hada los pastos de las tierras altas; a su paso levantaban aquellas
nubes de polvo que habían hecho dar a los derechos de peaje a que
estaban sometidos el pintoresco nombre de «pulvérage», Llegado el
otoño, volvían a bajar, y era entonces cuando se esparcían por las
tierras de labor vacías. Así, los ganaderos se aprovechaban de los
derechos de apacentamiento colectivo; unas veces era porque, al
ser ellos mismos originarios del lugar, tenían derecho a ello como
habitantes, y otras era porque habían arrendado el derecho a una
comunidad endeudada, o, más a menudo, a pesar de las protestas de
los campesinos, a algún señor con dificultades de dinero.14 Así, el
arcaico derecho, imaginado en otro tiempo para asegurar a cada
miembro del pequeño grupo el alimento de los animales indispensa
bles para su vida, revertía en provecho de algunos grandes empre
sarios — «hombres nobles y prudentes», como se autodenominaban
los de Salón— cuyas ovejas lo devoraban, todo. Como los cultivado
res podían muy bien, gracias a la forma de los campos, mantener sus
_ 16. Arch. B.-du-Rhóne, B 334S, fol. 589 v.° (Carnoules). Le grand caustu-
mier du pays et duché de 'Nnrmandie... avec plusieurs additions... compasees
par Guillaume le Rouílle, 1539, e. VIII. Sobre Borgoña, testimonio de cul
tivo del «milot» en el barbecho en 1370, en Semur; B. Prost, Inventaires mo-
biliers, t. I, 1902-1904, n.° 1171 (señalado por Deléage).
17. Métn. de la Soc, d’Érnulation de Monlbéliard 1895, p. 218. La prohibi
ción de cercar fue renovada en 1703 y 1748: Arch. Nat., K 2195 (6).
obstáculos para que fuera posible una transformación de tal ampli
tud, o ni siquiera para que ésta se deseara muy vivamente. Salvo, no
obstante, una excepción: Normandía.
Tres hechos dominan la evolución de las antiguas regiones abier
tas de Normandía en los tiempos modernos. Uno es de orden agra
rio: por lo menos en una parte de ellas — el Pays de Caux— muchos
términos de tierras presentaban esa parcelación en forma de puzzle
particularmente favorable, como en Provenza, a la abolición de las
obligaciones colectivas. Otro es de naturaleza jurídica: el ducado
normando, centralizado tempranamente, tenía una costumbre única,
formalizada ya desde principios del siglo xiii en unas compilaciones;
éstas, aunque de origen privado, pronto habían sido reconocidas por
la jurisprudencia como fuente misma del derecho y, en 1583, habían
de servir de base para una redacción expresamente oficial, Pero en
su constitución agraria el ducado normando, por el contrario, dista
ba mucho de la uniformidad: junto a extensiones abiertas, incluía
bocages, en los que, tradicionalmente, estaba autorizado el cerca-
toíento. Los coutumiers del siglo xm , hechos para unos y otros para
jes y distinguiéndolos, sin duda, mal, habían conducido a una solu
ción bastarda y de escasa claridad. Reconocían la abertura de here
dades — el «banon»— en las tierras vacías «si no estaban cercadas
de antiguo». Ahora bien, ¿se podía cercar libremente? Probablemen
te, a ese respecto, había que remitirse a los usos locales. ¡Qué fácil,
sin embargo, doblegar el texto en provecho de quienes querían cer
car! ; porque los códigos de costumbres tenían a su favor la fuerza de
lo escrito, mientras que los usos locales no se conservaban más que
por transmisión oral. Finalmente — y es el tercer hecho, propiamen
te económico— , en la antigua Francia, ya desde el siglo xn, no había
campos más ricos que los del Caux o de la Baja Normandía. La
agricultura alcanzó allí tempranamente un alto grado de perfección.
Ya desde el siglo x i i i , la realización de labores de desfonde en el
barbecho había llevado a los códigos de costumbres a reducir la dura
ción de la abertura de heredades, autorizada solamente hasta me
diados de marzo, incluso para las tierras no cercadas.58 Muy pronto
se impuso el «barbecho robado». Las fortunas burguesas eran nu
18. Prescripción, por otra parte, muy poco observada, por lo menos en
el Caux; ver infra, p. 475, n. 19.
merosas y sólidas. Poderosa era, por lo tanto, la acción de la gran
propiedad renovada.
De hecho, en esas fértiles extensiones, ya desde el siglo xvi, el
cercamiento de las tierras de labor tomó una amplitud insospecha
da en otros lugares. Las grandes parcelas de tierra labrantía tenaz
mente reunidas, alrededor de Bretteville-l’Orgueilleuse, por los Per-
rotte de Cairon, son cercados, son «pares». Creería verse uno de
esos planos de «cercados» publicados por los historiadores ingleses.
Doctrina y jurisprudencia impulsaban a reconocer, sin restricciones,
la facultad de cerrar los campos. Así lo admite, ya en 1539, uno de
los primeros comentadores de los textos de las costumbres, Gui-
llaume le Rouille. En 1583, la costumbre oficial, precisando y com
pletando las recopilaciones anteriores, sanciona expresamente ese de
recho. En el siglo xvm , en el llano de Caen, los setos vivos eran nu
merosos; lo eran incluso más que en nuestros días, pues muchos
de ellos, amparo de los chuanes, fueron abatidos bajo la Revolución,
y otros, más pacíficamente, fueron arrancados por los propietarios
cuando en toda esa región, en el siglo xix, desapareció el uso de la
abertura de heredades, que era lo único que los hacía útiles.
Pero el cercado, después de todo, costaba caro. ¿No habría sido
más sencillo reconocer a todo propietario de una heredad, incluso
abierta, el derecho a negar, si él quería, el acceso de los animales del
vecino? Los más antiguos comentadores de la costumbre no osaban
llegar tan lejos. A partir de Basnage, que escribía en 1678, saltaron
el pasaje. La jurisprudencia vaciló durante mucho tiempo. En el si
glo xvn se ve todavía al Parlamento anular la sentencia de una ju
risdicción inferior que había admitido la pretensión de un señor de
no aceptar en su dominio la abertura de heredades más que mediante
retribución. En el siglo siguiente sus decisiones se hicieron más fa
vorables a las aspiraciones de ios grandes propietarios. Especialmen
te en el Caux. Allí la existencia, en las ciudades e incluso en los cam
pos, de una industria pañera en pleno desarrollo, creaba, entre
cultivadores y ganaderos, el clásico antagonismo. «No es nada raro»,
dice una memoria de 1786, «ver en este País cómo quienes no tienen
ovejas encuentran los medios de prohibir a quienes las tienen el
pasto en sus tierras en tiempo de barbecho, y encuentran jueces lo
bastante solícitos como para aceptar un sistema tan contrario al
interés público». El movimiento no fue adelante sin protestas, vivas
sobre todo, significativamente, en los pueblos nacidos de roturaciones
relativamente recientes, como los de Aliermont; éstos, por la longi
tud y estrechez de las parcelas, se oponían a los viejos núcleos es
candinavos. A pesar de esas resistencias, los campos normandos, bien
por cercamiento, bien por aceptación pura y simple del derecho al
cada cual en su casa, ya a mediados del siglo xvm habían pasado a
una fase agraria muy diferente de aquélla en la que estaban, en lo
esencial, las regiones como íle-de-France o Lorena, que habían per
manecido fieles a los usos colectivos en las tierras de labor.19
19. Estos son los textos esenciales; Surnma de legibus, ed. Tardif, VIII;
en el texto del c. 1, en la frase «nísi clause fuerint vel ex antiquitate defense»,
interpretar la palabra vel por «es decir»; así se desprende de las palabras que
siguen («ut haie et hujusmodí») y, más aún, del c, 4. Le grand coustumier...
avec plusteurs additiotts compasees par... maistre Guillarme le Rouille, 1539,
en el c. VIII. G. Terríen, Commcntaire..., 2.“ ed., 1578, p. 120. Couturnes
de 15S3, c, LXXXIII. Basnage, La coutunie réformée. 2.a ed., 1694, t. I, p. 126.
Sentencia denegando al señor de Agón sus pretensiones de hacer pagar la
abertura de heredades, 1916, 1 de julio, Arch. Seiiie-lnfér., registro titulado
Audiences, 1616, Costentin\ cf. Bibí. Rouen, ms. 869. Sentencia deí 19 de di
ciembre de 1732, referente, es cierto, a un campo sembrado de pequeños robles,
pero con la característica mención marginal «Nadie está obligado a cercar; las
tierras sembradas quedan cerradas sin estar cercadas»: Arch. S.-Inf., Recueil
d'arrets ... depuis la Saint Martin 1732, pp. 24-26. Memoria del síndico de la
asamblea municipal de Beaumont-le-Hareng, dirigida a la Comisión interme
diaria: Arch. S.*Inf., C. 2120. Hay que advertir, no obstante, que por muy
favorable que fuera, a otros respectos, a la voluntad de los propietarios, la
sentencia deí 26 de agosto de 1734 referente al condado de Aliermont ( Recueil
d'arrets ... depuis la Saint-Marlin 1732, p. 204), prohibía la abertura de here
dades sólo durante el tiempo de cierre, desde mediados de marzo hasta el
14 de septiembre, de acuerdo con la costumbre escrita pero en contra del
uso. Sin duda la jurisprudencia, después de esa decisión, se modificó. En el
Caux, los labradores no hacían rebaño común en toda la parroquia, sino sim
plemente en ei interior de hazas («cueilletles») más pequeñas. La jurispruden
cia, medianamente favorable en suma a la abertura de heredades, ya desde el
siglo XVII fue hostil al tránsito ( parcours): Basnage, t. I, p, 127 (he comproba
do las sentencias). En Verson, en el siglo xm , cuando querían cercar, los
campesinos pagaban al señor un derecho de «porprestare» (L. Deüsle, Études,
p. 670, w . 103 ss.); pero se trata visiblemente de un cercado destinado a cam
biar el cultivo — transformar, probablemente, una tierra de labor en huerto o
vergel— , puesto que ese derecho señorial tenía su origen en el cbampart.
2. LA DECADENCIA DE LOS DERECHOS COLECTIVOS
SOBRE LOS PRADOS 20
20. Por lo que respecta a este apartado y lo¿ siguientes —así como el
capítulo 7—, remito una vez por todas a los artículos que he publicado en los
Afínales d'Histoire Économque, 1930, bajo el título «La lime pour {'individua-
lisme agraire dans la France du xvm ” siécle». No se encontrarán en adelante
referencias más que a algunos hechos no señalado.- en ese estudio. Ver tam
bién H. Sée, La vie économique ... en Vranee au XVTII‘ siecle, 1924; sobre
los bienes comunales, G. Bourgin, en ’Nouvelte Kevue Bistorique du Droii, 1908,
el siglo xm surgieron a ese respecto numerosos procesos entre ellos
y los habitantes. Sus esfuerzos no dejaron de tener éxito. ¿Habían
logrado impedir al rebaño común, varios años seguidos, de forma
definitiva o por lo menos hasta el renadío, la entrada en su posesión?:
el abuso se convertía en antigüedad, y los tribunales poco podían
hacer, si no aceptarlo como un derecho. Los jueces, por otra parte,
a partir del siglo xvi, se complacieron en ello, y en Champagne lle
garon a admitir como suficiente una prescripción de tres años; se
creó así, como en los Parlamentos de Dijon y de Rouen, una juris
prudencia favorable, salvo en casos de imposibilidad jurídica abso
luta, a ese tipo de cercados o de exenciones.21 En otros lugares
un terrier, una concesión o un acuerdo daban ocasión al señor para
hacer reconocer por sus sujetos el privilegio de las hierbas domi
nicales.22 Poco a poco fueron creándose tres clases de prados: unos
cerrados en todo momento; otros, más numerosos — «prés gaig-
neaux», «prés de revivre»— , que, aunque sin cercados permanentes,
no se abrían, para el pasto, sin embargo, más que tras la segunda
siega; otros, finalmente, que eran con mucho los más, continuaban
sometidos a la antigua obligación con todo su rigor. El equilibrio de
fuerzas local decidía la extensión de unos y otros. Porque los cam
pesinos no se dejaban hacer sin resistencia. En virtud de tradiciones
que se remontaban al más remoto pasado, y que habían acabado por
tener un tinte casi sentimental, ¿acaso la hierba, más que ningún otro
producto, no era considerada cosa común? «Desde la creación del
mundo hasta ahora», dice, en 1789, un cahier de Lorena, «la se
gunda hierba» pertenece a las comunidades.
Pero llegó un momento en que poderes más elevados entraron
en litigio. El escaso aprovechamiento de los renadíos por el uso
3. La REVOLUCIÓN TÉCNICA
23. Cí. supra, p. 142, n. 26; motivos en unas conclusiones del fiscal
general de Aguesseau (28 febrero 1722), Journal des Atuliences, t. VII, p. 647.
24. Les Saisons, «L’automne», ed, de 1826, p. 161.
25. En las regiones pobres, como la Marche, a veces el propio trigo, más
delicado que el centeno, había sido planta de huerto: G, Martin, en Aíém. de
la Soc. des Sciences INaturelles de la Creuse, t VIII, p. 109. A veces los pra
dos artificiales sucedieron a antiguas cañameras, desde siempre al margen de las
obligaciones colectivas: Arch, Nat., H 1502, n,° 1, fol. 5 v.° _Sobre todo res
pecto a los alrededores de París, en el siglo xvn, se tienen ejemplos bastante
numerosos de cultivo del pipirigallo; muchos textos, referentes a los diezmos,
que nos dejan ver esa práctica, muestran claramente que ese forraje se cultivaba
entonces en cercados, y a menudo en huertos: Rectieil des édils ... rendus en
faveur des curez, 1708, pp. 25. 73, 119, 135, 165, 183.
3 1. — BLOCH
a la lista de los descubrimientos vegetales la patata, conocida desde
su llegada de América, pero que durante mucho tiempo no se había
cultivado más que a pequeña escala, sólo en algunas provincias del
este y sobre todo para la alimentación de los animales; ese cultivo
contribuyó asimismo a alejar de las poblaciones campesinas, hasta en
tonces alimentadas de cereales, el espectro del hambre. Luego fue
la remolacha azucarera, destinada a formar con el trigo la más clási
ca de las rotaciones. Pero, en su primera fase, la «nueva agricultu
ra», por hablar como sus teóricos, se situó toda ella bajo el signo de
los forrajes.
La primera idea que se les ocurrió a esos iniciadores, naturalmen
te, fue conservar el antiguo ritmo, bienal o trienal. Simplemente, se
quitaba el barbecho, Pero pronto se vio que muchos forrajes daban
mejores cosechas cuando se les dejaba desarrollarse sin interrupción
durante algunos años en la misma tierra. ¿Y cuando luego se volvía
al cereal? Pues entonces las espigas salían más cargadas y apretadas.
Así se llegaron a hacer verdaderas «praderas artificiales» de cierta
persistencia, y se llegaron a inventar ciclos de rotación a un tiempo
más largos y más flexibles, que transformaban de arriba abajo todo
el antiguo sistema.
Otra condición era además indispensable, no digamos todavía
para que tuviera éxito la revolución técnica, pues ese éxito no era
posible más que mediante ciertas transformaciones jurídicas cuyo
estudio vendrá más adelante, sino únicamente para que se intentara:
que se tuviera la idea y la necesidad de llevarla a cabo.
En lo esencial, fue del extranjero de donde Francia recibió el im
pulso de los nuevos métodos. La revolución agrícola, hecho europeo,
se propagó según líneas de filiación muy curiosas de observar. Las
zonas de poblamiento intenso, y más en particular de fuerte desa
rrollo urbano, fueron las primeras en abolir el barbecho; así, los alre
dedores de algunas ciudades alemanas y algunos campos de Norman-
día o de Provenza, pero sobre todo las dos grandes zonas de civili
zación urbana conocidas por Europa desde la edad media: Italia del
norte y Flandes, Aún cuando ya en el siglo xvi un agrónomo venecia
no, sin duda el primero en todo el Occidente, recomendara una rota
ción sin reposo con forrajes,26 y a pesar de algunas referencias a las
26. C. Torello, Ricordo d’agricoltora; 1* ed., salvo error, de 1556; la
Bibl, Nat. posee la de 1567, Venecia,
prácticas de Lomb^rdía que aparecen en los escritos franceses del
siglo xvm , no parece %que 'el ejemplo italiano ejerciera muy fuerte
influencia sobre las técnicas ultramontanas. Flandes, por el contra
rio, con Brabante, fue verdaderamente la madre de las reformas del
cultivo. Además, sus métodos se adaptaban sin duda mejor a nues
tros climas. Pero dejando a un lado, para simplificar, ía pequeña
parte francesa — de la Francia de después de Luis XIV— , que no
es más que un pedazo de Flandes, la influencia de los Países Bajos,
no obstante ser éstos limítrofes, casi no incidió entre nosotros más
que dando un rodeo, a través de Inglaterra. «Discurso sobre la agri
cultura tal como se practica en Brabante y en Flandes», tal es — en
1650— el título de la primera obra inglesa que desarrolla un pro
grama, perfectamente claro, de rotación basada en las plantas forra
jeras.27 En una Inglaterra que nacía a la gran industria, devoradora
de pan y de carne, y donde la tierra estaba dominada cada vez más
por los grandes propietarios, propensos a la innovación, la «nueva
agricultura» encontraba un terreno abonado; allí se desarrolló y per
feccionó mucho. Pero no cabe duda de que fue, en lo esencial, en
los líanos de Flandes donde sus iniciadores tomaron los principios.
Fue de Gran Bretaña, a su vez, sobre todo a partir de 1760 —año
en que aparecieron los Éléments d’agriculture de Duhamel du Mon-
ceau, que hicieron época-—, de donde los teóricos franceses recibieron
la antorcha.
Es, efectivamente, de teorías y de ideas de lo que conviene pri
mero hablar. «No hay un poseedor de tierras», escribía en 1766 un
observador de Touraine —pensaba, claro está, en los grandes pro
pietarios— , «que no reflexione... sobre las ventajas que de ello
puede obtener».28 Los pesimistas, como Grimm, se burlaban de los
«cultivadores de gabinete». No siempre estaban equivocados. No
obstante, «reflexiones», influencia del libro sobre la práctica y es
fuerzos por basar en la razón el progreso técnico son elementos sig
nificativos. Las transformaciones agrícolas de las épocas precedentes
no habían tenido nunca semejante colaboración intelectual. Pero,
si la nueva doctrina tuvo algún éxito, no fue más porque en la so-
27, R. E, Prothero, The pioneers, 1888, pp. 249 y 32; cf. Dict. of Na-
tional Biography,
art. «R. Weston».
28. G. Weuíersse, Le mowement pbysiocratique, t. II, 1910, p. 152.
ciedad francesa encontró entonces circunstancias singularmente favo
rables a. todos los respectos.
La población crecía acusadamente. Las personas preocupadas por
el bien público concluían de ello la necesidad de aumentar las subsis
tencias y, en lo posible, hacerlas independientes de la llegada de
productos extranjeros; ésta era siempre azarosa y, en varias ocasio
nes, las guerras habían amenazado con interrumpirla. El mismo fe
nómeno demográfico aseguraba a los propietarios, si lograban elevar
el rendimiento de sus posesiones, salidas seguras para sus productos.
Se estaba fundando toda una doctrina económica, dominada por la
preocupación de Ja producción y dispuesta a sacrificar los otros inte
reses humanos. La concentración de tierras, llevada a cabo por la no
bleza y la burguesía, había recompuesto las grandes propiedades,
propicias a las mejoras técnicas. Los capitales, a los que la industria
y el comercio no ofrecían más que inversiones insuficientes y a me
nudo aleatorias, tendían a aplicarse a la tierra y buscaban en ella un
empleo más remunerador que las rentas señoriales. Finalmente, la
inteligencia del siglo de las luces vivía dominada por dos grandes
direcciones de pensamiento. Por una parte se aplicaba en racionali
zar la práctica, al igual que las creencias, y a partir de ello se nega
ba a considerar respetable la tradición en sí misma; los usos agríco
las antiguos, que se comparaban por su barbarie con los edificios gó
ticos, si no tenían a su favor más que el hecho de haber existido du
rante mucho tiempo, debían desaparecer. Por otra parte ponía muy
arriba los derechos del individuo, y no aceptaba ya que se vieran coar
tados por obstáculos nacidos de la costumbre e impuestos por co
lectividades poco ilustradas. La afición de los salones por los cam
pos, la «agromanía» dominante, ha dado a veces motivo a la'son
risa; ha habido quien se ha sorprendido del simplismo de la tesis
fisiocrática de que toda riqueza deriva de la tierra. ¿Modas litera
rias, espíritu de sistema? Sin duda. Pero, sobre todo, manifestacio
nes intelectuales o sentimentales de una gran ola de fondo: la revo-.
lucíón agrícola.
Quien dice historia de una técnica dice historia de contactos en
tre mentalidades. Como todos los otros cambios del mismo orden,
las transformaciones agrícolas se abrieron paso a partir de ciertos
puntos de irradiación: eran las oficinas ministeriales o las oficinas de
intendenda, pronto pobladas por hombres afectos a la agronomía
reformada; eran también las sociedades de agricultura, igualmente más
que medio oficiales, y eran sobre todo, más modestos pero más efica
ces, los focos formados en los propios campos por tal o cual pro
piedad inteligentemente explotada. La iniciativa raramente procedió
de los campesinos. Donde se ve a éstos adoptar espontáneamente los
métodos nuevos, su actitud se explica, ordinariamente, por sus rela
ciones individuales o masivas con regiones ya más evolucionadas; los
pequeños productores del Perche, por ejemplo, al mismo tiempo ven
dedores de telas, boyeros o vendedores de aros de tonel, aprendieron
las nuevas prácticas de Normandía y de íle-de-France, a donde lleva
ban sus mercancías.29 Más a menudo es un noble instruido por los
libros o los viajes, un cura, gran lector de nuevos escritos o un di
rector de forjas o maestro de postas (atentos éstos, tanto uno como
otro, a inventos que pudieran ayudarles a alimentar sus animales: ha
cia el fin de siglo muchos maestros de postas fueron tomados como
arrendatarios por propietarios preocupados por las mejoras), quien
introduce en su tierra los prados artificiales, imponiéndose poco a
poco su ejemplo a los vecinos. A veces a las migraciones de ideas se
añaden migraciones de hombres: se trata sobre todo de los flamen
cos, llegados de la patria misma del progreso técnico, a quienes el
Hainaut, Normandía, el Gátínais y Lorena llaman como obreros o
arrendatarios; y desde la Brie, más atrasada, se intenta atraer a gente
del Pays de Caux, Poco a poco, el cultivo de los forrajes, acompa
ñado por muchos otros perfeccionamientos, realizados o intentados
— en el utillaje, en la selección de las razas animales, en la protec
ción contra las enfermedades de los vegetales o de los animales— , se
extendió a un campo tras otro. El barbecho empezó a desaparecer,
sobre todo en las regiones de gran propiedad, y preferentemente en
las proximidades de los pueblos, donde el abono era más fácil de
aplicar. Pero fue eso, por otra parte, muy lento. La revolución técni
ca no solamente chocaba con hábitos heredados o con dificultades
de orden económico. Encontraba ante sí, en la mayor' parte del país,
el obstáculo de un sistema jurídico de fijos contotnos. Para permi
tirle triunfar era necesaria una remodeladón del derecho. A esa re
forma se aprestaron los gobernantes en la segunda mitad del siglo.
39. Parece, por otra parte, que ese éxodo se hizo yn sentir en el siglo xvnr:
cf. una memoria (sin duda de d’Essuile) sobre el reparto de los bienes comu
nales, Arch. Nat., H 1495, n.° 161 (la necesidad de detener la emigración hacia
las ciudades y la mendicidad de los «pobres sujetos» se da como uno de los
motivos que abogan en favor del reparto y del reparto por hogares), y, res
pecto al Hainaut, Amales d’Histoire Écommiqtse, 1930, p, 531.
40. Arch. Nat., K 906, n.° 16 (Soc. d’Orléans). En 1765, el intendente de
Burdeos escribía, a propósito de la escasez de los granos: «Esta carestía, que por
la atracción de la ganancia trae infaliblemente la abundancia, puede muy bien
despertar ias quejas de algunas personas del populacho sumidas en la miseria
A decir verdad, tan cruda inhumanidad hubiera conmovido a las
almas sensibles. Pero éstas se reconfortaban con el maravilloso opti
mismo que la economía dominante, prima del Dr. Pangloss/S^feía
de legar a la escuela «clásica» del siglo siguiente. ¿Acaso no es cosa
reconocida, como escribía en 1766 el subdelegado de Montier-en-Der,
que «todo lo que es ventajoso para el público, necesariamente pasa
a serlo para el pobre»?; en otras palabras, que la felicidad del pobre,
cuya esperanza debe estar toda en encontrar fácilmente trabajo y no
conocer el hambre, acaba por salir tarde o temprano de la prospe
ridad del rico. «En general», decía Calonne, entonces joven intenden
te de Metz, «no siendo los braceros y jornaleros, con respecto a los
cultivadores, más que como lo accesorio con respecto a lo principal,
no hay que inquietarse por su suerte cuando se mejora la de los
cultivadores; es principio constante el de que aumentando las pro
ducciones y las subsistencias en un lugar se mejora la situación de
todos los que en él habitan, a todos los niveles y en todas las condi
ciones; la transferencia se hace por sí sola, y sería conocer muy mal
el orden natural de las cosas tener sobre eso la menor duda. Tanto
en Francia como en Inglaterra, antes que los problemas de la indus
tria, los problemas agrícolas dieron por primera vez ocasión a lo que,
a falta de otra palabra mejor, hay que llamar la doctrina capitalista,
para expresar, con la candidez de la juventud, a un tiempo las inge
nuas ilusiones y la crueldad de su admirable, de su fecundo ardor
creativo.
SUPLEMENTO AL CAPÍTULO 6
P roblemas de la tierra
Bienes nacionales
La venta de las tierras del monasterio de Ligugé (Vienne) [ver supra,
p. 4001 muestra muy bien el tipo de compradores: burgueses, campesinos
e incluso un noble (1931, p. 135). En las tierras anexionadas, la venta
de los bienes nacionales del distrito de Namur procedió de modo distinto.
Efectivamente, se inició a finales de 1795, y experimentó por lo tanto los
efectos de la reacción burguesa y de apremiantes necesidades fiscales. La
población católica rehuía esa forma de enriquecimiento y la masa rural,
debido a las malas cosechas y a las guerras, tenía poco dinero. Los lotes
no divididos fueron comprados por grupos de religiosos, burgueses de
mediana fortuna y algunos grandes capitalistas franceses. No obstante, a
partir de 1800 y sobre todo de 1815, los campesinos se beneficiaron de
las reventas y desmembramientos. El Estado se convirtió en propietario
de bosques muy extensos. I. Deiatte, «La vente des biens nationaux dans
l’arrondissement de Namur», en Anuales de la Société Archéologiquc de
Namur, XL, 1937, pp. 314-315.
EL CATASTRO
Agricultura en el este
Cuatro monografías muy interesantes, debidas al Office Agricole Re
gional de l’Est, aclaran los grandes rasgos de la vida agraria, de la estruc
tura social rural y de su evolución contemporánea en Lorena y las Arde-
nas: «L’agriculture dans le département de Meurthe-et-Moselle en 1927»,
Nancy, 1927 (Bidletin de aquel Office, n.° 17); «des Ardennes en 1928»
(Bull,, n.° 23); «de la Moselle en 1929», 1929 ( B u ll n.° 28); «de la Meu-
se en 1931» (Bull,, n.° 37). La monografía agrícola de la Moselle muestra
que «Lorena sigue siendo la región clásica de la rotación trienal». Se ad
vierten en particular la desaparición del proletariado rural, tan numeroso
aún a principios del siglo xix, el carácter semirrural de la población obre
ra, el desarrollo de los cercados alrededor de los prados, y algunos datos
sobre el rebaño comunal y sus pastores, los hédts de los pueblos. En
Meuríhe-et-Moseile se practica la concentración parcelaria, También allí,
hay intenso desarrollo de los pastos. La mediana propiedad se extiende a
costa de la pequeña y quizá también de la grande. Progreso de la venta
y de la compra en el lugar: «el corretaje, realizado en el mismo domicilio
del productor, no le facilita en nada a éste el conocimiento del mercado
y, en consecuencia, deja el precio a discreción del comprador». Los pro
gresos de la industrialización en ese departamento han determinado tres
tipos de pueblos (el industrializado, el influido por la industria y el que ha
permanecido exclusivamente rural). Las antiguas prácticas comunitarias
están en decadencia. Entre las causas de despoblación figura la desapari
ción del viñedo. Marc Bloch querría que, época por época, se investigaran
las clases rurales afectadas por la despoblación, puesto que hacia 1789
el pueblo de Lorena aparecía dividido en clases netamente delimitadas
(1931, pp. 468-471). En cuanto a la Meuse, el extremo fraccionamiento y
numerosos usos arcaicos son la prueba de que «esa tierra de la Meuse,
vieja tierra de cereal, permaneció en muchos aspectos sorprendentemente
fiel a las tradiciones agrarias de las regiones abiertas del norte». De todos
modos, en estos últimos años, se han manifestado profundas transforma
ciones «incluso en su paisaje, debido a la cada vez más frecuente sustitu
ción de las tierras de labor, siempre abiertas, por pastos cercados» (1932,
pp. 501-502). En las Ardenas, doble aspecto de esa evolución contemporá
nea: la zona del departamento que forma parte de la Champagne, gracias
a los abonos químicos, se ha convertido en un «verdadero granero de tri
go». En todos los demás lugares, «formidables progresos de los pastos» y
decadencia, por el contrario, de los cultivos forrajeros. Se permanece fiel
a la rotación trienal y a menudo incluso al barbecho “muerto". La con
centración parcelaría está extendida. También allí la mediana propiedad
progresa a costa de la pequeña, mientras la grande, considerablemente im
portante, se mandene. Igualmente, desarrollo del corretaje a domicilio.
«Solicitado por los comerciantes y sin la costumbre de acudir a ferias y
mercados, el agricultor parece hacerse a veces más “casero” que en el pa
sado modificación importante, cuyas consecuencias sociales me
recerían ser estudiadas» (1931, pp. 469470). La memoria de E. Millet
sobre «L’élevage du mouton dans le département de la Meuse depuis le
début du xix* siécle», en Annales de l’Est, 1936, se refiere a «una materia
histórica singularmente [... ] rica [ ... ] Pues las vicisitudes del rebaño co
mún, por ejemplo, tocan en lo más profundo de la evolución social de nues
tros campos; y el establecimiento, después de 1918, de un régimen de trans-
humancia entre la Alsacia recuperada y la Lorena del Meuse no es, sin duda,
un fenómeno que pueda dejar indiferente al historiador de nuestras inter
conexiones nacionales» (III, 1943, p. 112). O. Tulippe, L’élevage da
cheval en Belgique, Lieja, 1932, pone el acento sobre ese grave fenómeno
señalado más arriba: «a consecuencia de la "rebaja de los precios" (rabat-
íage) con la utilización del coche, la decadencia de las ferias en las que
antes se fijaban los precios» (1936, p. 298).
Especialización de regiones
Ciertas regiones, gracias al progreso de las comunicaciones, especiali
zaron su producción. En la cuenca de Brive, se observa «la evolución des
de un régimen de policultivo, del tipo clásico en el Macizo Central, hada
un sistema basado aún en la asociación de cultivos muy diversos, pero en
el que el predominio corresponde a dos modos de empleo de la tierra bien
especializados: la ganadería por una parte, las legumbres y la fruta por
otra el problema dominante es, cada vez más, el del mercado. Y eso
aunque, por otra parte, el campesino siga fiel a más de una tradición de
“autarquía" doméstica: piénsese en la viña. Ahora bien, quien dice mer
cado dice también intermediarios. Sería desacertado [ ...] descuidar ese
aspecto social del drama campesino». A. Ombret, «La vie agricole dans
le Bas-Pays limousin», en Revue Géographique des Pyrénées et du Sud-
Ouest, 1936, pp, 169-200, 238-295 (1941, p. 111). Otro caso particular:
Sologne, que conoció la prosperidad en el tercer cuarto del siglo xrx con
el policultivo. Luego una evolución tendió a hacer de ella una región de
grandes explotaciones y un gran terreno de caza, en detrimento cjól cultivo.
«La supresión de los ferrocarriles departamentales, sustituidos pdr autoca
res, fue un duro golpe para la explotación de los bosques: es un episodio
que hay que retener, sobre ese gran problema del raíl y de la carretera.»
Abbe P. Guilíaume, Un ménage malheureux en Sologne: la cbasse et la
culture divorceront-elles?, Orleans, 1936 (III, 1943, p. 112).
En el estudio de las reglones vitícolas y de la «crisis de nuestros cam
pos meridionales» en los siglos x v m y xix, una buena aportación la pro
porciona Tudez, Le développement de la vigne dans la région de Mont-
pellier, du X V íIti s. a nos jours, Montpellier, 1934. El autor, «él mismo
viticultor», sigue las transformaciones de la técnica y la adaptación del
cultivo. Utiliza los compoix, los planos antiguos, el catastro, y compara la
situación de algunas parroquias típicas en diversas épocas. El campesino
fue lento en decidirse a abandonar la vieja economía por el monocultivo
de la vid (1936, p. 274; sobre todo J. Sion, 1936, pp. 299-300).
Ejemplos de transformación de pueblos: Vendenheim, a una decena
de kilómetros al norte de Estrasburgo, experimenta la influencia del fe
rrocarril, a partir de 1850, y de la gran ciudad próxima. C. Sittig, en
Revue d’Álsace, 1934 (1936, pp. 594-595). Saint-Nauphaise (Lot), en las
Gausses, es un pequeño pueblo de meseta «al que la proximidad de la
gran carretera salva del abandono de que han sido víctimas, en provecho
de los valles, tantos pueblos así situados». J. Quercy, Un village frang&is,
son é v o lu tio n 1936, da dos cortes de la sociedad campesina, uno de
1900 y el otro de 1935. A finales del siglo xix hubo una crisis económica
y moral provocada por «la inserción de esos campos remotos en el ciclo
del crédito». Después de la guerra de 1914-1918, los subsidios y pensio
nes constituyeron una aportación de numerario (1941, p. 183).