Sei sulla pagina 1di 544

MARC BLOCH

HISTORIA RURAL FRANCESA


CARACTERES ORIGINALES

Suplemento compilado por Robert Dauvergne


según los trabajos del autor (1931-1944)

Advertencia al lector de
LUCÍEN FEBVRE

EDITORIAL CRÍTICA
Grupo editorial Grijalbo
BARCELONA
Título original:
LES CARACTÉRES ORIGINAUX DE L'HISTOIRE RURALE FRANCAISE
Traducción castellana de ALEJANDRO PÉREZ
Cubierta: Alberto Corazón
© 1952, 1956, 1976: Librairie Armand Colín, París
© 1978 de la traducción castellana para España y América:
Editorial Crítica, S. A., calle de la Cruz, 58, BarceIona-34
ISBN: 84-7423-045-4
Depósito legal: B. 5.622 -1978
Impreso en España
1978 — Gráficas Salva, Casanova, 140, Barcelona-11
A la memoria de Émile Besch
de la promoción de 1904
de la École Nórmale Supérieure
en prueba de fidelidad.
NOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

En esta edición española hemos considerado conveniente reali­


zar lo que no fue posible cuando, en 1952, se reeditó en Francia
La historia rural, a saber: dar bajo la misma cubierta el texto origi­
nal de 1931 y el suplemento de artículos y reseñas compilado por
Robert Dauvergne que Bloch había escrito entre 1931 y 1944. Así,
pues, al terminar cada capítulo de la obra original aparece el suple­
mento correspondiente que, para mayor diferenciación, damos en un
cuerpo menor.
Por su interés, hemos traducido íntegramente la «advertencia al
lector», de Luden Febvre, y el «prefacio» de Robert Dauvergne al
suplemento, aunque en esos textos se haga referencia a la disposición,
en dos volúmenes, de la edición francesa.
ADVERTENCIA AL LECTOR

Publicado por primera vez en Oslo en 1931, al mismo tiempo


que en Parts en las «Belles-Lettres», el libro de Marc Bloch La his­
toria rural francesa está agotado desde hace tiempo. En vida, Marc
Bloch tuvo el firme propósito de reeditarlo: me lo manifestó repeti­
das veces. Pero para él no se trataba de reproducir pura y simple­
mente su texto original. Sabía mejor que nadie que un historiador
no detiene el tiempo, y que al cabo de veinte años todo buen libro
de historia tiene que rehacerse; si no, es que no ha logrado su obje­
tivo, que no ha comunicado a nadie el deseo de contrastar sus fun­
damentos y de superar, precisándolas, sus concepciones más atrevi­
das. Marc Bloch no tuvo tiempo de rehacer su gran libro como habría
deseado. Y, por otra parte, ¿lo habría realmente rehecho? Se me
ocurre que más que esa labor un poco melancólica, y difícil si las
hay (pues un autor, reelaborando una de sus viejas obras, se siente
a pesar de todo prisionero de su primitivo esquema y para sepa­
rarse de él todo son dificultades), Marc Bloch hubiera preferido
probablemente el gusto de un nuevo libro que concebir y realizar...
Poco importa; nuestro amigo se llevó a la tumba ese secreto, como
tantos otros. Y el hecho está ahí: uno de nuestros clásicos de la His­
toria espera, desde hace veinte años, su reedición. Aquí está.
Está compuesta por dos elementos. Por una parte, reproduce tal
cual el texto mismo, el texto original de 1931, el del bello libro que
debió su nacbniento a una feliz iniciativa del Instituto para el Es­
tudio Comparativo de las Civilizaciones, de Oslo, Es sabido cómo,
en 1929, arriesgándose a dar un paso fuera de su ámbito acostum­
brado, esa gran institución, que llamó a colaborar en sus tareas, uno
tras otro, a hombres como MeiUet, Vinogradoff, Jespersen, Karlgren,
Magnus Olsen, Alf. Dopsch y otros, tuvo la feliz idea de pedir a
Marc Bloch, joven aún y, en el umbral de su carrera, en busca de
su camino, algunas lecciones sobre La historia rural francesa. Son
esas lecciones — profesadas con un éxito que, por primera vez, hizo
sentir a Marc Bloch su fuerza y su joven maestría— las que, remo-
deladas, profundizadas y ampliadas, se convirtieron en el libro que
todos utilizamos, el bellísimo libro, decía yo en la Revue Historique
saludando su aparición, de un ho??ibre que, apartando lejos de sí el
espectro de una «reputación científica» para pedantes, que juzgaran,
quizá, por la omisión en las notas bibliográficas de dos libros dignos
de ser tenidos en perpetua ignorancia, supo, con mano segura, es­
tablecer un balance y trazar un programa.
La empresa era ardua, pues, siendo Francia lo que es, un país
formado por tierras muy diferentes unas de otras, tanto por las
condiciones geográficas como por los rasgos particulares de un po-
blamiento más variado de lo que se cree y por la acción, sobre las
tierras que llamamos francesas, de diversas civilizaciones materiales
y morales concurrentes, siendo Francia eso, no era sencillo, sin duda,
recoger los rasgos esenciales de su historia agraria, caracterizada así
por su infinita complejidad. No por eso era la empresa, sin embargo,
menos necesaria: siendo Francia un viejo país agrícola, no conceder
a su historia rural toda la importancia que le correspondía era expo­
nerse a entender muy mal el pasado e incluso el presente de ese
país, cuyas revoluciones no fueron a menudo más que resurrecciones.
Bloch fue valiente, afrontando, el primero, tantos riesgos. Fue ade­
más otra cosa, y es por ello por lo que La historia rural francesa es
un gran libro.
Desde luego, antes de 1931 había habido hombres conocedores de
la técnica de los campos para describir, no sin mérito, <da evolución
de la Francia agrícola»: ese era el título de un valiosísimo libro de
Augé-Laribé, que nos fue muy útil en su tiempo. Y , en el ámbito
propiamente de la historia, podían encontrarse algunos libros de vo­
lumen muy pensados: recordemos L’Alleu de Fustel o, más discutible
sin duda, pero vivo y estimulante para la investigación, el trabajo
de Jacques Flach sobre Les origines de Pancienne France, quizá de­
masiado olvidado. Había incluso manuales, ¿y quién no utilizó en­
tonces, a pesar de sus defectos, de su orientación jurista y de su
falta de vida, el de Henri Sée, Les classes rurales et le régime doma-
nial en France au moyen age? Ahora bien, para esos historiadores,
para todos esos historiadores, la técnica agrícola era coto cerrado.
Yo podía escribir en 1932 que «sus campesinos no labraban más quíy
cartularios, y utilizaban, a guisa de arados, documentóse «-Que
hieran podido plantearse, en particular para los dueños de los seño­
ríos, problemas propiamente económicos, era ésa una idea que a
nadie se le ocurría. Lo mismo pasaba con otra, tan simple, sin em­
bargo, en apariencia: que no podían estudiarse las cuestiones agra­
rias en el marco de su municipio, o de su provincia. Se plantean
todas, por lo menos, en el ámbito europeo. Son materia de historiador
comparatista.
A la preocupación de no hacer historia agraria sin saber lo que
es un buey, un arado y una rotación de cultivos, Marc Bloch era
capaz de añadir, a la vez la inteligencia profunda de los textos y
de los documentos, el sentido de las realidades económicas vivas,
la preocupación por el modo de existencia de los hombres de antaño
y, finalmente, un conocimiento amplio y preciso de quienes, en Ale­
mania, en Inglaterra, en Bélgica y otras partes — de Meitzen a Des
Marez pasando por Seebohm y Vinogradoff—, se habían preocupado
por los grandes problemas de la historia rural; es por eso, porque
podía movilizar tantas aptitudes y fecundar unos con otros tantos
conocimientos diversos, por lo que en aquel momento el joven pro­
fesor de la universidad francesa de Estrasburgo fue capaz, él solo,
de darnos el libro que nos hacía falta, y de comprometer en la vía
que con autoridad trazaba a tantos jóvenes felices de encontrar un
maestro.

Pero, y Bloch lo sabía mejor que nadie, el libro de 1931 no


podía ser fecundo más que en la medida en que rápidamente de­
mostrara ser provisional, en que, poco a poco, fuera saqueado (nues­
tros libros están hechos para eso), digerido y transferido al dominio
de lo común y, más aún, discutido, contradicho, rectificado y revi­
sado sin cesar. Bloch lo sabía y, con más ardor, más autoridad, más
competencia que nadie, era el primero en emplearse en esa labor de
renovación. No hagamos de ello un mérito moral suyo. Hace falta
ser estúpido para juzgarse infalible. Para creer en el libro «defini­
tivo» hay que ser lo contrario de un historiador. Hace falta ser de
muy mezquinos alcances para no captar la grandeza de un trabajo
incesante de ampliación, de profundización y de perfeccionamiento
de las concepciones de mayor brillantez, de mayor solidez aparente.
Puede decirse que todo lo que Bloch escribió en los Annaíes sobre
los problemas agrarios, entre 1931 y 1941, no tuvo más que un
objeto: llegar desde más cerca a las realidades que el libro había
logrado abarcar en su forma primera, comprobar sus fundamentos y
ensanchar su ámbito. Y eso nos imponía, al proponernos reeditar el
inencontrable libro de 1931, otra obligación. Ya que Bloch no estaba
aquí para recapitular él mismo, en la medida de lo posible teníamos
que hacerlo nosotros en su lugar. No sustituyendo su pensamiento
por el nuestro, sino procurando no desdeñar nada del suyo, reco­
giendo piadosamente todas las sugerencias, todas las correcciones y
todas las rectificaciones que>de 1931 a 1941, alo largo de diez años
de incesante trabajo, Bloch había aportado a ese pensamiento. Ardua
tarea. Suponía en quien la emprendiera mucha abnegación, a la vez
que mucho tiento, y no hablemos ya de competencia. Pedimos que
la llevara a buen término uno de los discípulos de Marc Bloch, Ro-
bert Dauvergne, historiador de mente curiosa e inventiva, preocupa­
do por los problemas agrarios y que desde hace algunos años está
elaborando, por su propia cuenta, un importante libro sobre la
Beauce. No nos corresponde a nosotros hacer el elogio del modo
como ha entendido esa tarea. Digamos simplemente que habríamos
deseado ver terminado ese delicado trabajo lo bastante rápido como
para que hubiera podido aparecer al mismo tiempo que la reedición
del texto de Bloch y bajo la misma cubierta. Esa conjunción ha re­
sultado imposible. Hemos optado, pues, por hacer aparecer primero,
«desnudo» por así decirlo, el texto original de La historia rural;
un segundo volumen aportará luego a nuestros lectores los elemen­
tos de progreso que los artículos, actualizaciones y reseñas críticas
de Marc Bloch posteriores a 1931 nos proporcionan para dar a su
texto inicial un suplemento de interés y de vida.
Un suplemento y no otra cosa. Porque del libro que reeditamos
habrá algo que quedará, algo grande y duradero: su misma fórmula.
La historia rural francesa, escribía yo en 1932, «señala el adve­
nimiento de una historia rural que, mediando entre la historia de la
técnica agrícola, la del régimen dominical y la de la evolución com­
parada de los pueblos europeos, va a ser durante mucho tiempo uno
de los campos de estudio más fecundos del ámbito histórico, uno de
los terrenos de excepción en los que más fácilmente podrán enten­
derse, para colaborar, los historiadores con interés por las realida­
des y los geógrafos con curiosidad por los orígenes». No me desa­
grada haber sido tan buen profeta, nada más publicada La historia
rural y cuando su éxito no era más que una esperanza,
L ucien F ebvre

No podríamos dejar la pluma sin decir de qué desinteresadas


colaboraciones se ha beneficiado esta nueva edición, aún antes de
salir de las prensas. El Instituto para el Estudio Comparativo de las
Civilizaciones ha tenido a bien concedernos libre autorización para
reproducir el texto, que le pertenecía. Y en los hijos de Marc "Bloch,
una vez más, no hemos encontrado más que comprensión y genero­
sidad. En nombre de los beneficiarios de la empresa, conste aquí el
agradecimiento que merecen,
La reedición de La historia rural francesa, aparecida en Oslo en 1931,
se había convertido en una de las preocupaciones dominantes de
Marc Bloch. Movilizado, escribía a Luden Febvre, en noviembre de 1939,
que «el trabajo más urgente sería hacer la introducción de la reimpresión
de mi Historia rural», ya agotada. «El libro es todavía útil y hay quien lo
requiere [...].» 1 Reimpresión, decía, pues la guerra le impedía llevar a
cabo su verdadero proyecto: una refundición total, Marc Bloch tenía una
idea demasiado elevada del «oficio de historiador» para considerar, ni por
un momento, definitivo e intangible todo cuanto había escrito en La
historia rural. ¿No había empleado en el prefacio los bien definidos tér­
minos de «síntesis provisional», de «hipótesis de trabajo», de «dirección
de investigaciones» y de «sugerencias»? Desde 1931 se habían publicado
buena cantidad de trabajos, a menudo inspirados por él mismo. ¿No aspi­
raba él a «la mejor recompensa que podamos soñar: la de ver que nuestros
estudios quedan caducos por la aparición de trabajos más profundos»} y
envejecen por el hecho mismo de haber suscitado nuevos estudios? «La
misión de un libro», escribía, «nunca queda mejor cumplida que el día en
que sus conclusiones son rebatidas».1 Su incesante trabajo, sus nuevas in­
vestigaciones, le habían hecho volver sobre muchas de las ideas de su
Historia rural y modificar sus opiniones. Lejos de pensar que había creado
un dogma inmutable, no quería que se citara su libro sin «señalar, al mismo

1. Afínales d'Histoire Sociale, I, 1945, p. 20.


2. Armales..., 1933, p. 375, y 1936, p. 489. «Libríto [...] que me temo
yo que estará lleno de conjeturas temerarias y en parte erróneas, pero que
por lo menos podrá servir de guía a los trabajadores y dar lugar a útiles
comprobaciones y objeciones [...] Es para ser criticado para lo que se escribe,
sobre todo cuando se «ata de una obra de este tipo [...] una síntesis enor­
memente provisional, como la que he intentado dar Cartas de 1930,
1932 y 1933 a Robert Boutruche publicadas por él en el Memorial des années
1939-1945, Faculté des Lettres» Estrasburgo, 1947, pp. 203 y 204.
tiempo, las rectificaciones aportadas por el autor a las tesis que había sos­
tenido».3 Proyectaba, desde bacía tiempo, una nueva edición muy aumen­
tada, remodelando algunos capítulos de arriba abajo y da?tdo más espacio
a nociones que no había tratado más que por encima.4 A partir de sus
explicaciones, sus cartas y sus mismos artículos, es bien conocido eí sen­
tido que pretendía dar a esa nueva edición. Era un proyecto largamente
madurado en su mente y que desgraciadamente no pudo realizar. Es
imposible decir, tras los sucesivos saqueos, si Marc Bloch, muy empeñado
por otra parte hasta la guerra en otras grandes publicaciones, había empe­
zado el trabajo de redacción. Nada ha sido encontrado, ni entre sus ma­
nuscritos, ni en sus magníficas colecciones documentales que, afortunada­
mente salvadas en su mayor parte, se conservan en la biblioteca de lá
École Nórmale Supérieure.
Pero queda, con su incalculable valor, todo lo que desde 1930 publicó
Marc Bloch sobre la historia rural francesa, tanto en sus volúmenes como
en los artículos, las notas y las numerosísimas reseñas dadas 'en su gran
mayoría a los Annales cTHistoire Économíque et Sociale, fundados por él,
junto con Lucien Febvre, en 1929: esos artículos, esas reseñas, tan densos,
tan nutridos de visiones personales, de carácter tan constructivo, pueden
considerarse materiales destinados a esa segunda edición, por lo mismo que
a La société féodale, aparecida en 1939-1940, incorporó reflexiones y opi­
niones ya antes publicadas. Al mismo tiempo, multiplicaba los consejos y
reglas de método: «Nos hemos hecho una ley de no temer repetirnos».s
Esa colaboración se mantuvo, a pesar de las peores dificultades, hasta 1943,
hasta el momento en que Marc Bloch se entregó por entero a la Resistencia,
algunos meses antes de su detención. Tras meses enteros de torturas, pere­
ció bajo las balas alemanas en Samt-Didier-de-Formans, a 25 kilómetros al
nordeste de Lyon, el 16 de junio de 1944.6
Se dispone, pues, de trabajos publicados y fechados correspondientes
a catorce años de trabajo de Marc Bloch sobre la historia rural francesa
con posterioridad a la aparición de La historia rural, A la reedición integral
de ese volumen (1952) debía suceder por lo tanto, lógicamente, un apén­
dice de «adiciones» y de «correcciones» según Marc Bloch mismo. Dos ideas

3. Mélanges d’Histoire Sociale, II, 1942, p. 61


4. Esas intenciones las expresaba él de nuevo, y claramente, en febrero
de 1944, a uno de los últimos historiadores que le vio, Robert-Henri Bautier,
archivero de los Archivos Nacionales, destacado entonces como archivero de
la Creuse,
5. Afínales, 1933, p. 478.
6. Por una patética coincidencia, Marc Bloch había nacido el 6 de julio
de 1886 en Lyon, donde enseñaba entonces su padre, el historiador Gustave
Bloch, más tarde profesor de la École Nórmale Supérieure y luego de la Sorbona,
2. — BLOCH
me han guiado: el enriquecimiento de la documentación y la evolución
del pensamiento; nuevos hechos, nuevas nociones, opiniones modificadas.
A pesar de ilustres precedentes/ este apéndice he querido componerlo, y
no, en absoluto, redactarlo. Actuar de otro modo implicaba el gravísimo
riesgo de hacer proferir a Marc Bloch ideas que nunca habría tenido, Más
valía, desde mi punto de vista, ceñirse a lo escrito y publicado por él, sin
querer completar, añadir ni suplir nada en sus silencios a veces voluntarios,
y sin hacer más que buscar para sus juicios, modificaciones de puntos de
vista, nuevos horizontes e ideas personales o adoptadas más que la certi­
dumbre de su pensamiento exacto, expresado y, sobre esta preocupación
yo insisto, fechado. Evidentemente, en la proyectada reedición de La histo­
ria rural, Marc Bloch habría introducido desarrollos sistemáticos y orde­
nados. Por ricos que hayan sido los materiales que he tenido a mi disposi­
ción, en algunos aspectos, sin embargo, han presentado lagunas. Así, las
numerosas reseñas no podían citar y analizar todo lo que aparecía, como,
por ejemplo, todas las monografías departamentales de los Servicios Agrí­
colas: Marc Bloch se limitó a siete de ellas. Pero las obras esenciales nunca
se le escaparon, y puede tenerse la seguridad de que lo que aquí se leerá
— textos reproducidos o resumidos— no procede más que de Marc Bloch,
salvo dos excepciones: algunas indicaciones bibliográficas nuevas, verdade­
ramente indispensables, y determinadas reseñas aparecidas en los Annales,
complemento absoluto e indiscutible de la obra de Marc Bloch, debidas ante
todo a Luden Febvre, quien, por otra parte, desde 1940, sustituyó cada vez
más a su amigo en las tareas de los Annales. Para ser manejable, este apén­
dice no podía reproducir todo lo que Marc Bloch escribió sobre la historia
rural francesa desde 1930, en lo cual, como se ha visto, no faltan repeti­
ciones voluntarias. Me ha sido preciso, pues, escoger y resumir; al lector
le será fácil remitirse a los textos originales, pues este apéndice constituye
a la vez un índice. Pero he evitado esos cortes cuanto he podido, para que,
en los límites de lo posible, aparezca ese estilo tan atractivo cuya delicadeza
matizada y sutil tan bien sabía aunarse con la claridad y el vigor.
En estas condiciones, no hay que sorprenderse por la desproporción de
los capítulos de este suplemento, ni por el carácter fragmentario de algunos
de ellos. No se encontrarán aquí, sobre algunos temas, más que reflexiones,

7. Así, por ejemplo, el tomo VI de la Histoire des institutions politiques


de Vanctenne Franee, de Fustel de Coulanges, titulado Les transíormatíons de
la royauté pendant Vépoque carolingienne, 1891, fue «enteramente compuesto
por Jullian a base de elementos y fragmentos sueltos. El propio título es de
Jullian, al igual que el esquema de desarrollo; la composición y los enlaces
son tan perfectos que el lector apenas se da cuenta de lo que eí editor ha
añadido al trabajo del maestro» (A. Grenier, Canñlle Jullian, 1944, p. 120).
observaciones, notas críticas y consejos; pienso, en particular, en la revo­
lución agrícola de los siglos XVIH-XIX y en la historia de los precios agrí­
colas, a la que tanta importancia daba. En cambio, creo que jo que se ha
reproducido sobre el señorío, la comunidad rural, los regímenes agrarios,¿a ,
forma de los campos y la rotación de cultivos ha dado lugar a capítulos -bás­
tante completos, no muy alejados de lo que Marc Bloch habría redactado.
Desde luego, he pensado ante todo en desarrollar las partes que modificaban
el texto de 1930. A cada capítulo de los caracteres corresponde un capítulo
del suplemento. Dentro de cada uno de ellos, los extractos están agrupados
bajo rúbricas, traduciendo las ideas esenciales y siguiendo en lo posible el
orden mismo de la exposición de La historia rural.
Marc Bloch insistió a menudo y largamente sobre la necesidad y el
papel capital de la historia comparada. Él escudriñó la historia rural de
países extranjeros, principalmente de Inglaterra y de Alemania.8 Lo
que de ello dijo en los Annales encierra también principios de méto­
do válidos para toda historia rural. Como en La historia rural, la
historia comparada se limita aquí a los puntos fundamentales, y los países
fronterizos de la Francia actual, Bélgica, la Renania y Suiza especialmente,
se han incluido en el marco de la historia rural francesa, del que son inse­
parables, Bibliografía e índice se han establecido según los mismos prin­
cipios.
Hay una precisión que tengo interés en hacer muy claramente, para
prevenir todo error: yo me he borrado del todo, y no he incorporado aquí
la más mínima opinión personal. Mi única preocupación ha sido presentar
con la mayor fidelidad posible el pensamiento de este admirable historia­
dor en una de las ramas en las que ha ejercido más fuerte y fecunda in­
fluencia. Espero no haberlo traicionado ni deformado en modo alguno.

En la reedición de La historia rural, Luden Febvre dio las gradas por


su desinterés al Instituto para el Estudio Comparativo de las Civilizaciones
de Oslo, editor de 1931, y a los hijos de Alare Bloch. Uniéndome a esos
sentimientos, es para mí una satisfacción, a la cabeza de este «suplemento»,
expresar mi agradecimiento al propio Luden Febvre, y también a Fernand
Braudel, Michel de Boüard, Robert Boutruche, Jean Meuvret, Aimé Per-
pillou y Charles Parain, así como a los dos bibliotecarios sucesivos de la
École Nórmale Supérieure, Paul Étard y Roger Martin.

8. Una publicación próxima reunirá los artículos y reseñas de Marc Bloch


dedicados a la historia rural de Alemania y la Europa central.
Las páginas indicadas tras los títulos de capítulo o de subdivisión
señalan los correspondientes pasajes de La historia rural. Como la reedición
de 1952 tiene exactamente la misma paginación que la edición de 1931,
este apéndice puede adaptarse tanto a uno como a otro volumen. Las refe­
rencias de los extractos aquí reproducidos se dan al final de la cita. Una
simple fecha remite a un año de los Annales (o, para 1942-1944, de los
Mélanges), Cuando, por excepción, el pasaje no es de Marc Bloch, antecede
a la fecha el nombre del autor. Las notas van intercaladas en el texto de los
extractos entre paréntesis, salvo si constituyen de por sí materia de un ex­
tracto, Las citas hechas por Marc Bloch van entre estas comillas: "
Para las obras mencionadas en el volumen, el lugar de edición, si es
París, no va indicado.

R. D.
LA HISTORIA RURAL FRANCESA
EN LA OBRA DE MARC BLOCH DESDE 1930

1, C olaboración en los «A nnales »

La fuente principal de este apéndice proviene, pues, de la constante y


abundante colaboración de Marc Bloch en los Annales desde la fundación de
esa revista por él y Lucien Febvre, en 1929, con el título de Annales d’Histoire
Économíque et Sacíale, 1929-1938, 10 volúmenes, título que se cambió en 1939
por eí de Annales d’Histoire Sociale, 19394941, 3 volúmenes. Bajo la ocupa­
ción, Lucien Febvre, para poder continuar la publicación, adoptó la forma
de Mélanges d3Bisi oiré Sociale, 1942-1944, 3 años, cada uno con 2 fascículos
de paginación separada y en serie de numeración continua, de I a VI. Marc
Bloch colaboró allí bajo el seudónimo de M. Fougéres. Los Annales d’Histoire
Sociale reaparecieron en 1945 (Hommages á Marc Blocb), 2 fascículos, VII y
VIII, y se convirtieron en 1946 en Annales (Économies, Sociétés, Civilisatíons).
En 1953 apareció un índice analítico de esas publicaciones, Vingt années d'bis-
toire économique et sociale, 1929-1949, con un suplemento para 1949-1951,
obra de Maurice-A, Arnould, con la colaboración de Vital Chorael, Paul
Leuilliot y Andrée Scufflaire.
Damos a continuación la lista de los principales artículos y grupos de re­
señas de Marc Bloch referentes a la historia rural francesa y aparecidos en
los Annales:
«La lutte pour l’individualisme agraire dans la France du xvm* símele», 1930,
pp. 329-383, 511-556.
«Musées ruraux, musées techniques», 1930, pp. 248-251.
«La vie rurale: problémes de jadts et de naguére», 1930, pp. 96-120,
«Féodalité, vassaiité, seigneurie: ü propos de quelques travaux récents», 1931,
pp. 246-260.
«Régions naturelles et groupes sociaux», 1932, pp. 489-510.
«Sur quelques hístoires de villages», 1933, pp. 471-478.
«Réflexions d’un historien sur quelques travaux de toponymie», 1934, pági­
nas 252-260,
«Champs et villages», 1934, pp. 467-489.
«La seigneuríe lorraine: critique des témoignages et probíémes d’évolution»,
1935, pp. 451-459.
«Avénement et conquéte du moulin á eau», 1935, pp. 528-561.
«Les paysages agraires», 1936, pp. 256-277.
«Villages de France et d’ailleurs. Queíques monographies», 1936, pp. 592-596.
«Viliage et seígneurie: queíques observations de méthode k propos d’une
étude sur la Bourgogne», 1937, pp. 493-500.
«L’histoire des prix: queíques remarques critiques», 1939, pp. 141-151.
«Toponymie et peuplement», 1940, pp. 43-45.
«En Auvergne, les plaines et les monts», 1941, pp. 31-34.
«Les régúnes agraires, queíques recherches convergentes», 1941, pp. 118-124.
«Paysages agraires du Nord», 1941, pp. 159-161.
«Aux origines de notre société rurale», II, 1942, pp. 45-55.
«Probíémes de structure agraire et de méthode», II, 1942, pp. 61-63.
«Points de vue sur le Limousin», II, 1942, pp. 77-81.
«Les invasions». Primer artículo: «Deux structures économiques» VII, 1945,
pp. 33-46. Segundo artículo: «Occupation du sol et peuplement, VIII, 1945,
pp. 13-28.
«Comment et pourquoi finit l’esclavage antique», 1947, pp. 30-44, 161-170,
Aparte del artículo de 1935 dedicado al molino de agua, sobre las técnicas,
y entre ellas la de la labranza, «Probíémes d’histoire des techniques», 1932,
pp. 482-486, y «Les inventions médiévales», 1935, pp. 634-644. Sobre los pla­
nos parcelarios, ver pp. xiv-xv. Sobre la historia de los precios y de los fenó­
menos monetarios, pp. 160-166, artículos de los Anuales y un análisis de las
teorías de Fran?ois Simiand, «Le salaire et les fluctuations économiques &
longue période», en Revue Historique, I, 1934, pp. 1-31.
Cartas de Marc Bloch publicadas por Luden Febvre, VII, 1945, pp. 15-32
(testimonios sobre los acontecimientos de 1939-1942, proyectos); otras cartas
(consejos, método a seguir), 1946, pp. 355-357 (precios y monedas), 1947,
pp. 364-366.

2. T rabajos r e la c io n a d o s c o n l a h i s t o r ia r u r a l
Y APARECIDOS FUERA DE LOS «ANNALES»

«Une haute terre: l’Oisans d’autrefois et d’aujourd’hul», en Revue de Synthése,


1930, pp. 71-78.
«Le probléme des régimes agraires», en BuUetin de ['Instituí Franjáis de
Sociologie, año 2,°, constituye el fase. 2, in-16.0, pp. 43-92. Exposición y
discusión en la sesión del 12 de marzo de 1932 de las ideas contenidas en
La historia rural francesa.
«De la grande exploitation domaniale á la rente du sol: un probléme et un
projet d’enquéte», comunicación a la sección VIII (Historia Económica y
Social) del Congreso Internacional de Ciencias Históricas, Varsovia, agos*
to 1933, en BuUetin of the Intern. Conmñtlee of Historical Sciences, 1933,
pp. 122-126.
Liberté et servituáe personnelles au moyen age, particuliérement en France.
Contribution a une étude des classes, Madrid, 1933 (extracto del Anuario
de Historia del Derecho Español), in-8.°, 101 pp. Desarrollo de una comu­
nicación presentada, en mayo de 1932, en la Semana de Historia del De­
recho, de Madrid (Ch.-Edm. Perrin, 1934, pp. 274-277).
«Que demander á l’histoire?», conferencia en la Sorbona, el 29 de enero de 1937,;
ante los miembros del Centre Polytechnicien d’Études Économíques, publi­
cada en su Bulletin... X Crise, n.°35, febrero 1937, pp. 15-22 y 37-38, con
conferencia relacionada de Maurice Halbwachs, «Le point de vue du so-
ciologue», y «Observations» de Lacoin, todo bajo el título «Les méthodes
en science économíque» (L. Febvre, 1937, pp. 403-404).
«L’outillage rural», en Les Cahiers de Radio-Paris, año 9.°, n.° 5, 15 mayo
1938, pp. 442-447.
«Les problémes du peuplement beauceron», comunicación presentada en la
sesión del 23 de junio de 1938 de las Primeras Jornadas de Síntesis Histó­
rica (20-25 de junio de 1938) en el Centro Internacional de Síntesis, jor­
nadas dedicadas al poblamiento de Europa. Texto publicado en la Revue
de Synthése, febrero 1939, pp. 62-73. Discusión de los días 23 y 24 de junio,
pp. 73-77.
Aspects économíques du régne de Louis XIV, curso en la Sorbona, 1938-1939,
recogido por P. Heumann, multicopiado, in-4.°, 84 pp. En particular, car­
tografía señorial, p. 3, precios de los productos agrícolas, pp. 9-12, ingresos
agrícolas, pp, 39-53, el señorío bajo Luís XIV, pp. 41-48, los terriers y la
presión señorial, pp. 46-48, los propietarios burgueses y los campesinos,
pp. 49-52, inversiones en tierras, p. 83.
Introducción (pp. 1-10) del catálogo de la exposición de historia rural fran­
cesa Les travaux et les jours dans Vanctenne France, organizada para el
IV.° Centenario de Olivier de Series, Bibliotheque Nationale, junío-sep-
tíembre, 1939.
La société féodale, t. I: La formation des liens de dépendance, 1939, in-8.°, 472
pp., 4 gr. f.t.; t. II: Les classes et le gouvernement des hommes, 1940, in-8.°,
287 pp., 8 gr. f.t. (col. L’Évolution de rHumanité, n “ 34 y 34 bis, prólogos
de Henri Berr, t. I, pp. vn-xxv, t. II, pp. v-xvn). Rñas. de L. Febvre, del
tomo I, 1940, pp. 39-43, y del tomo II y general, 1941, pp. 125-130.
En especial, en el tomo I, paisaje rural de la alta edad media, pp. 69-90,
poblamiento escandinavo en Normandía, pp. 82-88, origen del señorío rural,
sus conquistas, su lugar en eí régimen feudal, pp. 367-388, servidumbre,
pp. 389-420, y nuevas formas del régimen señorial, a partir del siglo xn, pp. 421-
428. En el tomo II, origen de los señores, pp. 10-11, y distinción entre el ré­
gimen feudal y el régimen señorial, pp. 243, 253.
Marc Bloch tenía que dar a la col. L’Évoludon de rHumanité dos volúmenes
sobre la economía europea en la edad medía, en los que la vida rural habría
ocupado un amplio lugar: n.° 43, Les origines de Véconomie européenne
(Ve'XII* siécles), y n.° 44, De Véconomie urbaine et setgneuriale au capitalisme
financier (X III‘-XV‘ siécles); han sido encontrados algunos fragmentos redac­
tados, que se han publicado en los Annales. Esos dos volúmenes serán susti-
tuídos por otros dos, uno de R. Bou truche sobre la agricultura y la vida rural
y otro de R. Latouche sobre la economía urbana y comercial. Finalmente, Marc
Bloch proyectaba, siempre en la misma colección, un volumen sobre La révo­
lution agricole y la agricultura moderna y contemporánea (n.° 83): será obra
de M. Augé-Laribé,
«The rise of dependent cultivatíon and seignioral institutions», capítulo VI de
The Cambridge economic history of Europe /rom the decline of the Román
empire, bajo la dirección de J. H. Clapham y Eileen Power, Cambridge,
1941, pp. 224-277, bibliografía, pp. 483-487.
Se conserva un original mecanografiado de ese capítulo, en francés, pero
presenta ¿Herencias bastante numerosas con respecto a la traducción inglesa,
que debió ser hecha según las últimas modificaciones aportadas por Marc
Bloch. Los extractos aquí reproducidos, en la medida de lo posible, han sido
tomados del original francés y, en caso de divergencia, del texto inglés, que
da la forma definitiva.
Marc Bloch había fundado, en vísperas de la guerra, una colección de historia
y de geografía agrarias, Le Paysan et la Terre (Gallxmard éditeur), inaugu­
rada por H. Labouret, Les paysans d’Afrique occidentales 1941 (L. Febvre,
1941, pp. 166*167). La dirige actualmente Charles Parain. Relacionados
con la historia rural francesa han aparecido en ella dos volúmenes, los
de A. Dauzat, 1941 (L. Febvre, 1941, pp. 179-181), y O. Festy, 1947.
Ver la bibliografía complementaría.
«Les transformations des techniques comme probléme de psychologíe collecti-
ve», en Journal de Psychologíe Nórmale et Pathologique, 1948, pp. 104-115,
discusión, pp. 116-119. Comunicación presentada eí 23 de junio de 1931 en
la Jornada de Psicología y de Historia del Trabajo y de las Técnicas, orga­
nizada por la Société d’Études Psychologiques de Toulouse. Marc Bloch
era entonces profesor de la Universidad de Clermont-Ferrand, que tuvo que
abandonar poco después para ir a la de Montpellier.
Métier d‘historien, escrito entre el 10 de mayo de 1931 y el 11 de marzo del
1942, edición a cargo de Lucien Febvre en 1949, x v ii + 111 pp-, se refiere
a menudo a la historia rural.
Han sido publicadas cartas de Marc Bloch, o largos extractos de ellas, en los
Annales (véase más arriba) y por R, Boutruche en el Memorial de VUniver-
sité de Strasbourg, 1939-1945, 1947, pp. 195-207. Tan ricas como las rese­
ñas, esas cartas, dirigidas a alumnos o corresponsales que solicitaban su
opinión, abundan en críticas, reflexiones y consejos de método.
3. Los PLANOS PARCELARIOS
Toda la obra de Marc Bloch dedicada a la historia rural muestra el constan­
te interés que atribuyó a los viejos planos parcelarios, fuente de primer orden;
en La historia rural reprodujo algunos. Un estudio empezado desde ia fundación
de los Annales en 1929 dio lugar a investigaciones cuyos resultados fueron pu-
blicados en esa revísta. Damosa continuación la lista cronológica de los
artículos y notas de Marc Bloch sobre esos planos:
«Les plans parcellaires» (el plan parcelario documento histórico, el catastro,
ios planos señoriales), 1929, pp. 60-70; continuación de ese artículo (caso
particular de Saboya y del condado de Niza, en el catastro del siglo xvm,
catastro francés y su revisión, grandes líneas de la investigación futura),
1929, pp. 390-398; Inglaterra, según R, H. Tawney y H. Hall, 1929, pp. 229-
231; catastros antiguos de la Ardéchc, sin planos, según J. Régné, 1930,
p. 410; «Les plans parcellaires: lavion au Service de l’histoire agraire. En
Angleterre», según C. E. Curwen, 1930, pp. 557-558; «Une bonne nouvelle:
l’enquéte sur les plans cadastraux frangais» (por iniciativa de R. Jouanne,
archivero del Orne, investigación prescrita por circular del Ministerio de
Instrucción Pública, el 30 de octubre de 1931, para buscar los planes ca­
tastrales por naturaleza de cultivos y los planes parcelarios), 1932, pp. 370-
371; «Le cadastre par natures de cultures», departamento del Norte, tras
esa investigación, 1933, p. 152; investigación de la Direction des Archi­
ves: trabajos de J. Régné sobre los planes catastrales parcelarios de la
Ardécbe, y de R. Jouanne sobre los orígenes del catastro del Orne y los
planos por naturaleza de cultivos de ese departamento, 1933, pp. 374-375;
Suecia, p. 375; catastro de Vienne, 1934, p. 74; planos catastrales conser­
vados en el Service Géographique de l’Armée, 1934, pp. 376-377; «Les
plans parcellaires. Les terroirs du Nord au lendemain de la Révolution»,
1935, pp. 39-40; «En Seine-et-Oise», 1935, pp. 40-41; «Une nouvelle image
de nos terroirs: la mise au jour du cadastre», 1935, pp. 156-159; «Le
cadastre en Maíne-et-Loire», según J. Levron, 1938, p. 183; «Les plans
cadastraux de rancien régime», 1943, III, pp. 55-70.
Inseparables de esos artículos son los que Marc Bloch solicitó y publicó en
los Anuales sobre los planos parcelarios en países extranjeros: Alemania, por
W. Vogel, 1929, pp. 225-229; Dinamarca, por S. Aakjaer, 1929, pp. 562-575;
Checoslovaquia, por V. Cerny, 1930, pp. 243-245; Suecia, por J. Frodin, 1934.
pp. 51-61.
Añadir: A. Piganiol, sobre las fotografías aéreas en Argelia, 1930, p. 558,
y rña. de A, Deléage, Les cadastres antiques jusqu’h Dtoclétien, El Cairo,
1934, 1936, pp. 184-186; F. Imberdís, Les plans cadastraux au Service de
l'étude des voies de com m unication e t du développem ent urbain, sobre todo
en Auvergne, 1932, pp. 368-370; G. Bourgin, sobre la investigación en los
archivos, 1932, p. 387; A. Meynier, Les sources d ’erreur dans le cadastre
jran$ais, 1933, pp. 150-151; R. Dauvergne, «Les anciens plans ruraux des
colonies fran^aises», en Revue d'Histoire des Colomes, 1948, pp. 231-269.
4. Los MATERIALES RECOGIDOS POR MARC BlOCH
Gracias a los desvelos de Lucien Febvre y Paul Étard, la documentación
histórica acumulada por Marc Bloch le pudo llegar a Clermont-Ferrand a fina­
les de 1940, mientras que su biblioteca, en cambio, se la llevaban los ale-
manes, hasta el último folleto. A pesar de los repetidos saqueos, la mayor
parte de esos materiales, de los manuscritos (en su mayoría publicados poste­
riormente) y de los cursos, se volvieron a encontrar en 1944, principalmente
en su casa de Fougeres, en el Bourg-d’Hem (Creuse), de la que había tomado
su seudónimo para los Mélanges. Las colecciones de materiales se conservan
hoy en la biblioteca de la École Nórmale Supérieure, como emocionantes tes­
timonios del trabajo realizado por Marc Bloch, extraordinario y siempre tan
perfectamente metódico. En esas colecciones, con numerosas subdivisiones, están
clasificados con minucioso cuidado copias y extractos de documentos de archi­
vo, fichas bibliográficas, notas de lectura, recortes, artículos, folletos y foto­
grafías. Todo está numerado, con frecuentes referencias de colección a colec­
ción; la historia rural tiene el indicativo III6, y comprende treinta y seis co­
lecciones, III ‘1, «Historia de la vegetación y del paisaje», etc. Algunas son
particularmente voluminosas: III *18, «Arado», por ejemplo. La amplitud de la
colección III63, «Bosques», es tal que autoriza a preguntarse si Marc Bloch no
proyectaba una historia forestal de Francia, en el marco de la historia rural. En
ese material documental, de tan gran riqueza, se encuentran los elementos
de los trabajos de Marc Bloch, y principalmente de La historia rural; pero,
como dije más arriba, nada presenta en ellos el aspecto de una nueva redacción,
ni siquiera fragmentaria, de ese volumen.
5. S obre M arc B l o c h y su obra
Principalmente: Lucien Febvre, «Marc Bloch fusillé...», en Mélanges, VI,
1944, pp. 5-8; «Marc Bloch historien», en Les Cahiers Volttiques, marzo 1945,
pp. 5-11; «De l’histoire au martyre: Marc Bloch, 1866-1944», discurso pronun­
ciado en la Sorbona, el 26 de junio de 1945, en el curso de la ceremonia de
conmemoración del martirio patriótico de Marc Bloch, VII, 1945, pp. 1-10, 1
retrato; «Marc Bloch. Témoignage sur la période 1939-1940, Extraits d’une
correspondance intime», VII, 1945, pp. 15-32; «Marc Bloch et Strasbourg.
Souvenirs d'une grande histoire», Memorial des années 1939-1945, 1941 (Pu-
blications de la Faculté des Lettres de i’Universíté de Strasbourg, fase. 103),
pp, 171-189, y bibliografía de los libros y artículos fundamentales de Marc
Bloch, pp. 190-193; «Mar Bloch et Strasbourg», en Combáis pour l’histoire,
1953, pp. 391-407; «Marc Bloch: dix ans apres», 1954, pp, 145-147; Georges
Altman (Chabot), «Au temps de la clandestinite: notre “Narbonne” de la Ré-
sistance», I, 1945, pp. 11-14; H. Baulig, «Marc Bloch géographe», VIII, 1945,
pp. 5-12; G. Fournier, «Un grand savant frangais martyr de la Resístante:
Marc Bloch...», en Mémoires de la Société des Sciences Naturelles et Arcbéolo-
giques de la Creuse, 1945, pp. 287-295; R. Boutruche, «Marc Bloch vu par ses
éléves», en Memorial des années 1939-1945, de la Universidad de Estrasburgo,
pp. 195-207, con largos extractos de cartas de Marc Bloch; G. Debien, «Marc
Bloch and rural history», en Agrietútural History, julio 1947, pp. 187-189;
Ch.-E. Perrin, «L’oeuvre historique de Marc Bloch», en Revue Historique,
abril-junio 1948, pp, 161-188; Ph. Dollinger, «Notre maítre Marc Bloch», en
Revue d’Histoire Économique et Sociale, 1948, pp. 109-126; J. Stengers, «Marc
Bloch et rhistoire», en Annales, 1953, pp. 329-337.
Introducción
ALGUNAS OBSERVACIONES DE MÉTODO

Muy mala jugada sería hacer recaer en unos amables anfitriones


una responsabilidad cuyo peso sólo el autor debe soportar. Puedo
decir, sin embargo, que si el Instituto para el Estudio Comparativo
de las Civilizaciones, en el pasado otoño, no me hubiera honrado con
pedirme algunas conferencias, este libro, probablemente, nunca ha­
bría sido escrito. Un historiador consciente de las dificultades de su
oficio — el más penoso de todos, según Fustel de Coulanges— no se
decide sin vacilaciones a seguir en algunos cientos de páginas una
evolución extremadamente larga, oscura de por sí y, por añadidura,
insuficientemente conocida. Yo he cedido a la tentación de presentar,
a un público más amplio que el de mis benévolos oyentes de Oslo,
algunas hipótesis que hasta el momento, por falta de tiempo, no he
podido desarrollar con todo el aparato de pruebas necesario pero
que, ya ahora, me parece que pueden proporcionar a los investiga­
dores útiles directrices de trabajo. Antes de entrar en lo vivo del
tema, bueno será explicar brevemente con qué espíritu me he es­
forzado por tratarlo. Algunos de estos problemas de método, ade­
más, superan, con mucho, el alcance de mi pequeño libro.

En eí desarrollo de una disciplina, hay momentos en que una


síntesis, aún prematura en apariencia, resulta más útil que muchos
trabajos de análisis; son momentos en que, dicho con otros térmi­
nos, importa sobre todo enunciar bien las cuestiones, más que, toda­
vía, tratar de resolverlas. La historia rural, en nuestro país, parece
haber llegado a ese punto. Esa sumaria vista de conjunto que el
explorador se concede antes de entrar en las espesuras, tras de lo cual
las visiones amplias se hacen imposibles, es todo cuanto yo he preten­
dido presentar. Nuestras ignorancias son grandes. Me he esforzado
por no disimular ninguna, ni las lagunas de la investigación en ge­
neral ni las insuficiencias de mi propia documentación, basada, en
parte, en una investigación de primera mano pero hecha, sobre todo,
de sondeos.1 So pena, sin embargo, de hacer ilegible la exposición,
yo no podía multiplicar los signos de interrogación tanto como en
derecho habría sido necesario. Después de todo, ¿no debe siempre
entenderse que en materia de ciencia toda afirmación no es más que
hipótesis? El día en que estudios más profundos hayan hecho que
mi ensayo quede totalmente caduco, si puedo creer que oponiendo a
la verdad histórica conjeturas falsas la he ayudado a tomar conscien­
cia de sí misma, me consideraré plenamente recompensado por mis
esfuerzos.
Sólo los trabajos que, prudentemente, se limitan a un marco to­
pográfico restringido pueden dar a las soluciones definitivas los ne­
cesarios datos de hecho. Pero éstos difícilmente pueden plantear los
grandes problemas. Son precisas, para ello, perspectivas más amplias,
en las que los relieves fundamentales no corran para nada el riesgo
de perderse en la confusa masa de accidentes menudos. Incluso un
horizonte que se extienda a una nación entera es a veces insuficiente.
¿Cómo captar en su singularidad, sin una previa mirada sobre Fran­
cia, los desarrollos particulares de las diversas regiones? A su vez,
el movimiento francés no toma verdadero sentido más que cuando
ha sido ya planteado en el plano europeo. No se trata de asimilar por
la fuerza sino, por el contrario, de distinguir; no se trata de cons­
truir, como en el juego de las fotografías superpuestas, una imagen
falsamente general, convencional y borrosa, sino de destacar, por
contraste, al mismo tiempo que los caracteres comunes, las origina­
lidades. Así pues el presente estudio, dedicado a una de las corrien­
tes de nuestra historia nacional, no por ello va menos ligado a esas
investigaciones comparativas que en otro lugar me he esforzado por
definir y por las que el Instituto que me ha concedido hospitalidad
ha hecho ya tanto.
1. Señalaré de paso que no he podido dar, ni con mucho, todas las pre­
cisiones numéricas que habría deseado, especialmente en lo que se refiere a
las dimensiones de parcelas: para el estudio de las medidas antiguas son casi
inexistentes los instrumentos de investigación.
Pero las simplificaciones que implicaba la forma misma de la
exposición han traído consigo ciertas deformaciones que por simple
honradez hay que señalar. «Historia rural francesa»: esas palabras
parecen muy sencillas. Si se miran de cerca, en cambio, suscitan mu­
chas dificultades. Por su estructura agraria profunda las diversas re-J
giones que constituyen la Francia de hoy se oponen y sobre todo se
oponían entre sí mucho más fuertemente que cada una, tomada apar­
te, a otras tierras de más allá de las fronteras políticas. Poco a
poco, es cierto, por encima de esas diferencias fundamentales, se fue
constituyendo lo que puede llamarse una sociedad rural francesa,
aunque ello tuviera lugar lentamente y pasando por la absorción de
diversas sociedades o fragmentos de sociedades que primitivamente
pertenecían a mundos exteriores. Considerar «franceses» datos re­
ferentes, por ejemplo, al siglo ix o, si son de Provenza, al xm , sería
un puro absurdo sí no hubiera de entenderse desde el principio que
ese modo de hablar viene a querer decir, simplemente, que el cono­
cimiento de esos fenómenos antiguos, tomados de medios diversos,
resulta indispensable para el conocimiento de la Francia moderna y
contemporánea, surgida, generación por generación, de las diversi­
dades primitivas. En surr», la definición se toma en el final, más
que en los orígenes o en el curso mismo del desarrollo: convención
admisible, sin duda, siempre y cuando no se ignore a sí misma.
La Francia rural es una tierra grande y compleja, que reúne den­
tro de sus fronteras y bajo una misma tonalidad social los tenaces
vestigios de civilizaciones agrarias opuestas. Los campos largos y sin
cercar en torno a los grandes pueblos de Lorena, los cercados y al­
deas de Bretaña, los pueblos de Provenza, semejantes a acrópolis
antiguas, y las parcelas irregulares del Languedoc y del Berry, esas
imágenes tan diferentes, que cada uno de nosotros, cerrando los
ojos, puede ver formarse ante la mirada del pensamiento, no hacen
más que expresar contrastes humanos muy profundos. Yo me he
esforzado por hacer justicia a esas desemejanzas, como a muchas
otras. No obstante, las necesidades de una exposición por fuerza
bastante breve, y el deseo también de poner el acento, ante todo,
sobre algunos grandes fenómenos comunes, demasiado a menudo
dejados en la sombra y cuyos matices locales deberá señalar el tra­
bajo de otros, me han obligado en diversas ocasiones a insistir me­
nos en lo particular que en lo general. El principal inconveniente de
este principio es el de haber enmascarado en cierta medida la im-
portancia de los factores geográficos, pues las condiciones impuestas
a la actividad humana por la naturaleza física, si bien difícilmente
parece que puedan explicar los rasgos fundamentales de nuestra his­
toria rural, vuelven a tomar toda su importancia cuando se trata de
dar cuenta de las diferencias entre las regiones. Hay ahí algo de mu­
cho peso por corregir, lo que no dejarán de hacer, algún día, estu­
dios más avanzados.
La historia es, ante todo, la ciencia de un cambio. En el examen
de los diversos problemas yo he hecho todo lo que he podido por
no perder nunca de vista esa verdad. No obstante me ha ocurrido, en
especial respecto a los regímenes de explotación, tener que aclarar
un pasado muy lejano a la luz de tiempos mucho más próximos a
nosotros. «Para conocer el presente», decía Durkheim, al principio
de un curso sobre la familia, «hay primero que apartarse de él». De
acuerdo. Pero hay también casos en que, para interpretar el pasado
es, primero, hacia el presente, o por lo menos hacía un pasado muy
próximo al presente, hacia donde hay que mirar. Ese es, en particu­
lar, por razones que vamos a ver, el método que el estado de la do­
cumentación impone a los estudios agrarios.

La vida agraria de Francia aparece a la plena luz de la historia a


partir del siglo xvm . No antes. Hasta entonces los escritores, salvo
algunos especialistas preocupados únicamente por dar recomendacio­
nes prácticas, apenas se habían ocupado de ella; los administradores
tampoco. Apenas algunas obras jurídicas o algunas costumbres (coutu-
mes) redactadas dan datos sobre las principales reglas de explotación,
como la abertura de heredades (vaine páture). Indudablemente, no es
en absoluto imposible, más adelante lo veremos, extraer de los docu­
mentos antiguos muchas indicaciones preciosas, Pero es con la con­
dición de saberlas descubrir. Ahora bien, para eso, es indispensable
una primera visión de conjunto: es lo único que puede sugerir las
líneas generales de la investigación. Con anterioridad al siglo x vm ,
es imposible procurarse ese espectáculo. Y es que los hombres están
hechos de tal manera que apenas si perciben más que lo que cambia,
y bruscamente. Durante largos siglos los usos agrarios habían pa­
recido casi inmutables, porque de hecho se modificaban poco y,
cuando evolucionaban, era ordinariamente sin cambios bruscos. En
el siglo x vm , técnicas y reglas de explotación entraron en un ciclo
de transformación mucho más rápido. Es más: se las quiso transfor­
mar. Los agrónomos describieron las viejas rutinas, para combatir­
las. Los administradores, a fin de medir la amplitud de las reformas
posibles, se informaron sobre el estado del país. Las tres grandes en­
cuestas suscitadas de 1766 a 1787 por el problema de la abertura
de heredades y de los cercados dan una vasta imagen sin equivalente
hasta entonces. No son más que el primer eslabón de una larga ca­
dena que se continuará en el siglo siguiente.
Junto a los escritos, y casi tan necesarios como éstos, están los
mapas, que ponen ante nuestros ojos la anatomía de las tierras de
cultivo parceladas. Los más antiguos se remontan un poco más atrás,
hasta el reinado de Luis XIV. Pero esos bellos planos, en su mayor
parte de origen señorial, no empiezan a aparecer en número abun­
dante hasta el siglo xvm . Además, hay entre ellos buen número de
lagunas, locales e incluso regionales. Para conocer en toda su am­
plitud la configuración de los campos franceses hay que acercarse
hasta el catastro del Primer Imperio y de la monarquía censitaria,
realizado en plena revolución agrícola pero antes de la terminación
de ésta.2
Es en esos documentos, de época relativamente próxima, donde
la historia agraria — entiendo con ello el estudio tanto de la técnica
como de las costumbres rurales que, más o menos estrechamente,
reglamentaban la actividad de los explotadores— encuentra su pun­
to de partida obligado. Un ejemplo dará a entender, mejor que lar­
gas consideraciones, la necesidad de semejante proceder.
Hacia 1885, uno de los estudiosos a los que más debe la historia
rural inglesa, Frederick Seebohm, preocupado por el estudio del ré­
gimen que más tarde encontraremos bajo la denominación de régi­
men de campos abiertos y alargados, escribió a Fustel de Coulanges,
a quien le aproximaban muchas concepciones comunes sobre el ori­
gen de las civilizaciones europeas, para preguntarle si ese tipo agra­
rio, del que en Gran Bretaña había claros testimonios, había existido
en alguna medida en nuestro país. Fustel respondió que no había re­
conocido huella alguna de él.3 No es en absoluto faltar a su gran

2. Sobre las encuestas del siglo xvnr, que en adelante serán citadas bas­
tante a menudo, ver Anuales d’Histoire Économique, 1930, p. 551; sobre los
planos, ibid., pp. 60 y 390.
3. F. Seebohm, «French peasant proprieíorshlp», en The Economic Journal,
1891.
memoria recordar que no era de aquéllos para quienes el mundo
exterior existe intensamente. Es cosa segura que no debió mirar
nunca con gran atención las tierras de labor de tan singular forma
que, en todo el norte y el este de Francia, sugieren imperiosamente
el recuerdo del open-jield inglés. Sin particular afición por la agro­
nomía, las discusiones sobre la abertura de heredades que, en el
momento mismo en que recibía la carta de Seebohm, tenía lugar en
las Cámaras, le habían dejado indiferente. Para proporcionar infor­
mación a su corresponsal no había consultado más que textos, y muy
antiguos. Pero los conocía admirablemente. ¿Cómo es que no le re­
velaron nada sobre fenómenos de los que, sin embargo, pueden dar
testimonios bastante claros? Maitland, en un día de injusticia, le acu­
só de haber cerrado los ojos voluntariamente, por prejuicio nacional,
¿Pero son, por lo tanto, forzosamente germánicos, los campos alar­
gados? La verdadera explicación está en otra parte. Fustel no había
considerado más que los documentos en sí mismos, sin aclararlos
mediante el estudio de un pasado más próximo. Apasionado, como
tantas mentes elevadas lo estaban entonces, por las cuestiones de
orígenes, permaneció siempre fiel a un sistema estrechamente crono­
lógico que, paso a paso, le conducía de lo más antiguo a lo más
reciente. O, por lo menos, no practicaba el método inverso más que
inconscientemente y porque, quiérase o no, en cierto modo, siempre
acaba por imponérsele al historiador. ¿No es inevitable que, ordina­
riamente, los hechos más remotos sean al mismo tiempo los más
oscuros?; y así, ¿cómo escapar a la necesidad de ir de lo mejor a
lo peor conocido? Cuando Fustel buscaba las raíces lejanas del ré­
gimen llamado «feudal», preciso era que tuviera en la mente una
imagen cuando menos provisional de esas instituciones en el mo­
mento de su pleno desarrollo, y es lícito preguntarse si no hubiera
hecho mejor, antes de sumergirse en el misterio de sus principios,
precisando los rasgos de la imagen terminada. El historiador es siem­
pre esclavo de sus documentos, y más que ninguno lo es el que se
dedica a los estudios agrarios; so pena de no poder descifrar el jero­
glífico del pasado, necesita, casi siempre, leer la historia al revés.
Pero esa comprensión inversa al orden natural tiene sus peligros,
que es importante definir claramente. Quien ve la trampa corre me­
nos el riesgo de caer en ella.
Los documentos recientes despiertan curiosidades. Los textos an­
tiguos están lejos de dejarlas siempre insatisfechas. Conveniente-
mente interrogados, dan mucho más de io que en un principio se
hubiera uno -atrevido a esperar de ellos; así ocurre especialmente con.
esos testimonios de la práctica jurídica, esos íailos de tribunales y
esas actas de procesos cuyo estudio, desgraciadamente, en el estJa&sx
actual de nuestro equipo científico, está tan mal preparado. De to­
dos modos, están lejos de responder a todas las preguntas. De ahí
la tentación de sacar de las manifestaciones de esos testigos recal­
citrantes conclusiones mucho más precisas de lo que en derecho se­
ría legítimo; ello da lugar a desviaciones de interpretación de las
que fácilmente podría darse una divertida muestra.
Pero hay cosas peores. En 1856 Wilhelm Maurer escribía: «La
más rápida ojeada que se pase por los condados de la Inglaterra
actual muestra que la explotación por unidades aisladas es con mucho
la más extendida [... ] Este estado de cosas, observado en nuestros
días, permite concluir con seguridad para la época antigua» — se
trataba del período anglosajón— «en la existencia de un poblamiento
por unidades habitadas aisladas». Se olvidaba nada menos que de la
revolución de los «cercamientos», profunda brecha abierta entre el
pasado rural de Inglaterra y su presente. Las «unidades de explota­
ción aisladas» habían nacido, en su mayoría, de reuniones y despo­
sesiones de parcelas infinitamente posteriores a la llegada de Hengist
y Horsa. La falta, en ese caso, es difícilmente perdonable, porque
se trata de un cambio relativamente reciente, fácil de conocer y de
medir. Pero es en el principio mismo del razonamiento donde reside
el verdadero peligro, pues, si no se pone cuidado, puede llevar con­
sigo muchos otros errores, considerablemente más difíciles de des­
velar. Con demasiada frecuencia a un método en sí razonable se une
un postulado que es, en cambio, totalmente arbitrario: la inmuta­
bilidad de los usos agrarios antiguos. La verdad es muy otra. Desde
luego, protegidas por las dificultades materiales que se oponían a
su transformación, por el estado de una economía de reacciones más
lentas y por el tradicionalismo ambiente, las regias de explotación
se transformaban antaño mucho menos que hoy. Además, los docu­
mentos que nos informan sobre sus modificaciones antiguas son ge­
neralmente muy pobres y muy poco explícitos. Esas regias, sin em­
bargo, como veremos a lo largo de la exposición, estaban muy lejos
de poder pretender cualquier ilusoria perennidad. En unos casos
una brusca ruptura en la existencia del pueblo — devastación, repo-
blamiento después de una guerra— obligaba a trazar de nuevo los
surcos según un nuevo plan; en otros, como en Provenza en los tiem­
pos modernos, la comunidad decidía cambiar, de repente, la cos­
tumbre ancestral; más a menudo aún, tenía lugar una desviación
casi insensible y quizás involuntaria del orden primitivo. Verdadera­
mente, no miente en nada la bella frase romántica con que Meitzen
expresó un sentimiento, casi punzante, familiar a todos los investiga­
dores que han dedicado a las antigüedades agrarias parte de sus
vidas: «En cada pueblo, nuestros pasos discurren entre ruinas de la
prehistoria, más viejas que los novelescos restos de los burgos y que
las caídas murallas de las ciudades». En más de un paraje de campos
de cultivo, efectivamente, Ja configuración de las parcelas supera en
antigüedad, con mucho, a las más venerables piedras. Pero esos
vestigios, precisamente, no han sido nunca, estrictamente hablando,
«ruinas»; se parecen más bien a esos edificios formados por super­
posición, de estructura arcaica y que los siglos, sin dejar nunca de
hacer nido en ellos, han ido remodelando uno tras otro. Es por eso
por lo que casi nunca han llegado a nosotros en estado puro. La ves­
timenta del pueblo es muy vieja, pero muy a menudo se le han hecho
remiendos. Si, por prejuicio, hay un desdén o una negativa a buscar
esas variaciones, lo que se hace es negar la vida misma, que no es
más que movimiento. Sigamos, ya que es necesario, la línea de los
tiempos en sentido inverso; pero que sea etapa tras etapa, atentos
siempre a percibir con el dedo las irregularidades y las variaciones
de la curva y sin querer pasar de un salto — como demasiado a me­
nudo se ha hecho— del siglo x vm a la piedra pulimentada. En el
pasado próximo, el método regresivo, sanamente practicado, no tiene
bastante con una fotografía que bastara proyectar, siempre igual a sí
misma, para obtener la imagen inmóvil de edades cada vez más le­
janas; lo que pretende captar es la imagen última de una película que
luego se esforzará por recorrer hacia atrás, resignado a descubrir
en ella más de un corte, pero decidido a respetar su movilidad.

Estrasburgo, 10 de julio de 1930.


SUPLEMENTO A LA INTRODUCCIÓN

M é t o d o (p p . 31-34)
Análisis y síntesis
«Que, tanto en el orden intelectual como en el de la práctica, el des­
pertar de las curiosidades tiene su origen casi siempre en una especie de
ambiente colectivo, es cosa que la historia de nuestros estudios, incluso
sin llegar a la historia sin más determinaciones, bastaría para enseñárnoslo.
De repente parece que sale de la sombra una categoría de fenómenos, para
imponerse a ios esfuerzos convergentes de los trabajadores. Así se ha visto
cómo ei análisis de las parcelaciones de tierras de cultivo, desdeñado du­
rante largo tiempo, ha conquistado en algunos años un lugar de primer
orden entre las preocupaciones de los investigadores franceses.» Refirién­
dose a R, Dion, Es sai sur la formation du paysage rural \ranqais (1936,
p, 256). Las síntesís y revisiones son periódicamente necesarias. Es de ala­
bar ja tentativa de R. Dion: «Nada más útil, con sus riesgos valiente­
mente aceptados, que semejantes esfuerzos de síntesis. Quienquiera que
haya practicado el análisis de las parcelaciones de tierras de cultivo sabe
que éste vive de comparaciones; las monografías de detalle le son indis­
pensables, pero ese trabajo ai microscopio, si no se viera sin cesar dirigido
desde arriba, pronto llevaría las investigaciones a la asfixia» (1936, p. 256).
Hay que equilibrar análisis y síntesis.
Marc Bloch, efectivamente, critica el «gusto por lo infinitamente pe­
queño». Un estudio sobre la evolución del «paisaje humano» en el
Schleswig es «extremadamente minucioso, desde luego demasiado minu­
cioso para que aparezcan con mucha claridad las grandes líneas de la
curva, lo único que podría tener importancia para la historia europea. El
microscopio es un maravilloso instrumento de investigación, pero un mon­
tón de cortes microscópicos no constituyen una obra de ciencia» (1932,
p. 505). La historia rural debe también desconfiar, cuando los documentos
son abundantes, «de cierto exceso de detalles. Grave peligro; la historia
económica de las épocas más próximas a nosotros, si se negara a escoger
entre lo importante y lo accesorio, correría un gran riesgo de asestarse a sí
misma un golpe mortal» (II, 1942, p. 110). Pero las monografías precisas
son la base fundamental de la historia rural. Cuando Marc Bloch ve un
análisis de parcelaciones de tierras de cultivo —en este caso de la zona
de Birkenfeld, en Renania— «apoyado en un conocimiento muy preciso
de la realidad local, presentado con claridad y utilizando ingeniosos v
abundantes croquis», lo cita como ejemplo: «Para ia comprensión de las
sociedades campesinas, esa ciencia, de tono modesto y sencillo y sin em­
bargo muy bien informada cié ios problemas más generales, aporta mucho
más que tantas y tantas audaces construciones» U937, pp. 606-607). Un
trabajo muy discutible en sus conclusiones le mueve a escribir: «Querría­
mos estar seguros de que todas estas fragües hipótesis no nos fueran a ser
presentadas dentro üe poco por ia historiografía como certidumbres; des­
graciadamente, algunas veces se producen semejantes metamorfosis» (193f,
p. 463).
A propósito del manor inglés y de sus particularidades locales, hay que
señalar con vigor las «principales direcciones de investigación» con «una
mirada dirigida a la historia del continente». «Ei problema "manorial"
—o, por decir mejor, señorial—, después de todo, no es específicamente
inglés. En cuanto a las razones que explican la infinita variedad de tipos
locales —dominados, por otra parte, por algunos grandes caracteres co­
munes muy simples—, se encuentran en toda Europa occidental y cen­
tral Nada mejor que reconstruir poco a poco, con la ayuda de mil
pequeños rasgos, tomados de una realidad maravillosamente diversa, una
imagen de conjunto más exacta, y por tanto más matizada; es la ambición
de toda investigación cien tilica, f-'ero a esa meta ideal — ¿habrá que recor­
darlo?— la investigación no puede aproximarse más que con una condi­
ción: seguir antes el camino inverso; antes de ir de io particular a lo
general, pedir a una amplia visión de conjunto los medios para clasificar e
interpretar los pequeños accidentes del paisaje» (1931, p. 260).
Hablando de ios trabajos de K. Dion sobre ios regímenes agrarios:
«Así, en lo esencial del método, hay entre Dion y yo un completo acuerdo.
Está la preocupación de unir ai anáfisis de los factores geográficos, que es
con seguridad indispensable, ei vivificador estudio de las reacciones huma­
nas, que son infinitamente diversas y presentan “discordancias" respecto al
medio natural a menudo más ricas de enseñanzas que la tan traída y lle­
vada "armonía", en muchos casos tardía, sobre la que los geógrafos gusta­
ban en otro tiempo de llamar la atención por encima de todo; está también
la necesidad de seguir buscando, sin tregua, a la vez profundizando ia bús­
queda y extendiéndola cada vez más a través de las civilizaciones: es ia
lección misma que nos ofrecen sus trabajos. Es también la que debe inspi­
rar a todos» (1941, p. 124).

Plantear los problemas


Esas investigaciones de ámbito localizado, efectivamente, deben «partir
de un cuestionario más exactamente al corriente de los grandes problemas
generales de la historia rural» (II, 1942, p. 109). Plantear problemas, ésa
es nara Marc Bloch la base de toda investigación histórica. «Ya Fuste! afir­
maba que la historia, bien entendida, no es más que una sucesión de
"problemas”. Y ciuien dice problemas dice, por lo mismo, elección entre,
los datos que, de forma confusa, pronone lo real, y dice también suficíénte
amplitud de horizontes» (1941, p. 163). A propósito de los "registros catas­
trales" (compotx) del Larmuedoc: «Hay, es seguro, problemas, y es ya un
tiran mérito haberlo descubierto» (1939, p. 453). No hay que acumular las
fichas sin ver o plantear los «grandes problemas de fondo» o planteándolos
«por un cauce demasiado estrecho» (1937, p. 84). «Enunciar, con toda
la claridad deseable, los princínales problemas, y sugerir discretamente
algunas hipótesis de trabajo: por modestos que puedan parecer esos resul­
tados, el historiador de los orígenes señoriales no puede, en la hora actual,
proponerse otros más brillantes.» Y llegando a ser necesario en tal caso
eí método regresivo, «semejante método de exposición tendrá sin duda el
inconveniente de una gran lentitud [...] Por lo menos seguirá con bas­
tante fidelidad las líneas mismas de la investigación, y, después de todo,
quizá no sea siempre un mal medio de interesar al lector ligarlo a los
tanteos del laboratorio» (Cambridge economic history, n. 227).
Es, pues, obligado «dirigir, escoger», «dirigir [...] antes de publi­
car» (II, 1942, pp, 109-110). «Cualesquiera aue sean la paciencia y la
seguridad del investigador, no hay buen trabaio sin un cuestionario, me­
tódicamente elaborado. Ni tnmnoco buen cuestionario sin un conocimien­
to serio de los grandes problemas planteados ñor una historiografía que
desde luego no existe más que para ser superada, pero que no puede
serlo más que con la condición de que su aportación sea debidamente
considerada» (1937, p, 396). El mejor elogio que pueda hacerse de un
trabajo histórico es eí de que da una «dirección de investigaciones [...1
fecundas» (IV. 1943. n. 86). El mérito délas Jornadas de Síntesis de 1938,
por ejemplo, consistió ante todo en las «direcciones de investigación que
fueron sugeridas» (1939, p. 441).
«Es siempre legítimo dejar sin resolver un problema de relaciones;
no lo es callarlo, cuando la realidad misma lo plantea» (III, 1943, p. 95).
«Hay, creo yo, en toda disciplina, problemas a la vez irritantes v seduc­
tores. El investigador se impacienta por no saber cómo clasificar los
datos, y se da cuenta al mismo tiempo de que la solución, si lograra des­
cubrirla, pondría en sus manos la clave de muchos otros enigmas. Entre
las diversas formas de tenencia existentes en la edad media, tal es el caso
especialmente de la valvasorfa (vavassorerie) normanda» (II, 1942, p. 104).
A menudo no se observan más que «hechos negativos»: ¿por qué, por
ejemplo, Laxton, en el Nottinghamshire, permaneció al margen del régi­
men de las enclosures, generalizado en el campo inglés en el siglo xvm?
En esa ocasión, Marc Bloch recuerda: «no hay, en la historia, nada más
difícil de explicar que un hecho negativo» (1941, p. 118).

Colaboración entre las disciplinas


Marc Bloch se alzó constantemente en contra de la compartí mentación
de disciplinas.
«Así, antes de ser historiadores de tal o cual rama, somos simple­
mente historiadores» {1932, p. 316). «En esto nos alineamos de buena
gana con la banda de quebraníadores de cercados» (III, 1943, p, 115).
«No existe, en el mundo, obra completa alguna. Lo esencial es abrir ca­
minos [...] Los Anuales, mientras vivan, [...] continuarán luchando
contra la nefasta compartimentación de Jas ciencias humanas» (1941, p. 33).
Hablando de un estudio sobre la cría del cordero en el Mosa desde prin­
cipios del siglo xix, Marc Bloch ataca «las reglas de severo conformismo
que, en otro tiempo, llevaron a la Bibliograpbie des travaux publiés par
les sociétés savantes a rechazar irremediablemente, por ajenos a la dignidad
de la historia, tantos artículos del mismo orden [...] Mirándolo bien, en
cambio, tenemos ahí una materia histórica singularmente más rica que
la de más de un estudio erudito del tipo preferido por la Bibliograpbie»
(III, 1943, p. 112).
Por el contrario, la «consigna» debe ser «la alianza de las disciplinas»
(1938, pp. 53, 81; II, 19-12, p, 80). Los «misterios» no pueden aclararse
más que «por el trabajo en común de muchas de las disciplinas» (1936,
p. 271). «Sin una colaboración cada vez más estrecha entre los diversos
procedimientos de investigación no hay salvación para los estudios huma­
nos. Digamos más bien —pues cada trabajador, tomado por separado, no
dispone nunca más que de una ciencia limitada y de una sola vida— : son
los propios investigadores, dotados todos con sus armas propias, pero
habituados a reflexionar en común sobre los fines comúnmente perse­
guidos y, sobre todo, resueltos a ahorrarse la vergüenza de la mutua
ignorancia, quienes deben darse el alma de un equipo» (1932, p. 493).
«Me parece indispensable pedir a los especialistas que, en cuanto aban­
donen, precisamente, su ámbito particular, recurran a las opiniones de
otros especialistas, debidamente cualificados» (1938, p. 81). Respecto a
los congresos, se recuerda «ese principio de colaboración dirigida en el
cual vemos el alma misma de toda reunión científica» (1939, p, 441).
Sobre esa constante preocupación de Marc Bloch de ver resuelto el «enig­
ma de los regímenes agrarios» a través de la alianza que debe existir en­
tre la historia, la geografía, la tecnología, la arqueología, la prehistoria, la
toponimia, la lingüística, la etnografía, la sociología y la psicología colectiva,
H. Baulíg, V III, 1945, pp. 11-12; L. Febvre, 1946, p, 371.
Pasado, presente y evolución
«Para comprender el presente, conviene a menudo mirar antes hacia
el pasado» (1931, p. 74). El historiador debe tener «la imperiosa sensa­
ción del cambio» y debe recordar el pensamiento de «nuestro gran Miche-
let»: "Quien quiere ceñirse al presente, a lo actual, no entenderá lo
actual" (Bulletin du Centre Polytecbnicien d'Études Économiques. X Cri-
se, n.° 35, febrero 1937, pp. 18 y 20). Acerca de los trabajos de H. Ca-
vaílles sobre la vida de pastoreo en los Pirineos: «Cavaillés [...] ha sen­
tido [...] muy vivamente la solidaridad del presente con el pasado.
Leyendo esas páginas tan ricas de particularidades significativas de las
costumbres y la estructura social, uno da en reflexionar sobre la infinita
diversidad del país que llamamos nuestro, tan unido sin embargo, y da
en decir, una vez más, que no habrá más verdadera historia de Francia
que aquella en que se vea hacer justicia a esas profundas variedades regio­
nales» (1932, p. 498). Sin «trazado de la evolución», se hace «imposible una
verdadera explicación», por ejemplo, del reparto de la propiedad, de
los problemas del paisaje con cercados de seto vivo o de los «hechos de
hábitat, cuya interpretación supondría una investigación que se remon­
tara muy atrás en la línea de los tiempos, con ayuda de una concertada
alianza de disciplinas». Hay que sentir, «con toda la fuerza que se quiera,
cuánto peso tiene aún el pasado en estos campos» (II, 1942, pp. 79-80).
Ningún estudio de la vida rural puede dejar en Ja sombra «la evolución
de la estructura social, tan estrechamente ligada a la evolución propia­
mente agraria», y no puede por tanto desdeñar el señorío, las clases socia­
les o las «vicisitudes del grupo familiar» (III, 1943, p. 94).
Eí libro del P. Chaume, Les origines du duché de Bourbogne, 2.a par­
te («Géographíe historique», fase. 3), «saca a la luz, con los rasgos per­
manentes que imponen el medio natural o las tradiciones humanas, pres­
tas a la reviviscencia, la móvil agilidad de esa antigua "geografía histó­
rica" que a veces se nos presenta como inmutablemente determinada por
las fatalidades del suelo. Invitación, una vez más, a los historiadores <—en
particular a los de la vida regional— a recordar que su disciplina es
ciencia al mismo tiempo de una tenaz memoria y de un perpetuo cambio»
(1932, p. 504).
Así pues, la cronología es necesaria. El historiador debe esforzarse
por fechar siempre sus referencias; no hacerlo «es pecar contra el espí­
ritu mismo de una ciencia de evolución» (1936, p. 491). Una deficiencia
en la cronología exacta indispensable minimiza el alcance de las investi­
gaciones (1937, p. 83). Acerca de las interpolaciones en los registros de
censos carolingios: «Que, entre todos los peligros cuya amenaza pesa
sobre nuestras investigaciones, el más grave es el de atribuir un documen­
to o una fracción de documento a una época distinta de aquella a la que
hace referencia realmente es cosa sobre la que no hay necesidad de insistir
más extensamente: ¿hay peor crimen para una ciencia de evolución que
construir curvas falsas?» (1935, p, 452). En la historia rural, igualmente,
evitar a toda costa «el anacronismo». «Eí "historiador” hará siempre muy
bien intentando comprender las categorías mentales del pasado, más que
declarándolas, en virtud de sus propias categorías, confusas o absurdas»
(Liberté et servitude..., p. 87, nota 201).
Un «velo de concepciones jurídicas ya hechas, tomadas de civiliza*
ciones distintas de las que se trataba de observar, ha venido turbando la
vista de muchos medievalístas, que se han apresurado a aplicar a las
sociedades del pasado un concepto de la propiedad que Ies era profun­
damente aieno» (1933, p. 398). «Es posible, creo yo, representarse con
bastante claridad los principios de método que el historiador, enfrentado
a las realidades sociales que cristalizan en reglas de derecho, debe esfor­
zarse por observar, por poco que quiera penetrar verdaderamente hasta
lo humano. Hay que evitar, para empezar, llevar al análisis del pasado, tal
cual, la mentalidad de un jurista formado sobre la base de nuestro derecho
de hoy. Conviene, a continuación, no aplicar a ese pasado más que con
la mayor reserva nuestra nomenclatura, o una nomenclatura artificialmen­
te inspirada por nuestros hábitos actuales Cuando se trata de una
sociedad como la de la alta edad media, en la que la lengua técnica era
flotante y a la vez se ajustaba mal a los hechos, se impone además otra
precaución. Detrás del latín de los documentos hay que esforzarse por
encontrar las realidades que, en general, éste no traduce más que defor­
mándolas Es por un estricto análisis del léxico por donde debería
empezar todo estudio sobre la clasificación jurídica de los hombres. ¿Qué
es, en suma, esa clasificación, sino la imaíren que una sociedad determinada
se hacía de sí misma? O digamos más bien las imágenes. Porque esas re­
presentaciones diferían entre sí, v a menudo muy acusadamente, según
tuvieran su origen en uno u otro rhido social. La más clara, la más esta­
ble, si no la más exactamente modelada según los hechos, era, ordinaria­
mente, la que construían los juristas. Pero el peor error del "espíritu
jurídico” torpemente aplicado sería el de no querer ver una época más
que por los ojos de sus hombres de leves.» Por otra parte, en la alta
edad media, por lo menos en Francia, «el hombre de leyes era una
especie casi desconocida» (1942, pn. 51-53).
«El derecho escrito no es todo el derecho» (III, 1943, p. 108). Pero
tampoco el exceso inverso. « [...] Mirar hacia la vida, más que hacia el
derecho. De acuerdo. Todo el nroblema. no obstante, está en saber si
la vida es verdaderamente separable del derecho [...] Podemos temer, en
una palabra, que los indudables excesos de una historiografía de juristas
den lugar, por reacción, a la exageración contraria: al olvido, quiero decir,
del lugar ocupado en el destino de los hombres por esas realidades concre­
tísimas., y por otra parte eminentemente cambiantes y contingentes, que fue­
ron las definiciones, en derecho, de sus situaciones, de sus poderes y de lo
permitido y lo vedado» (1938, pp. 148-149). Así, «la historia de los bos­
ques es demasiado compleja para dejarse encerrar en una simple
antítesis entre dos tipos de hábitos agrarios o de mentalidades colectivas,
y, si bien es seguro que los problemas propiamente jurídicos no lo son
todo, se correría un grave peligro silenciándolos» (1936, p. 259). En
suma, «a los estudios rurales Ies ha hecho mucho daño cierto exclusivismo
del punto de vista jurídico, pero serta lamentable, como por influencia
de la geografía humana les ha ocurrido a ciertos autores recientes, caer en
un exclusivismo contrario» (carta del 16 de abril de 1931, Métnorial
Strasbourg, p. 203).

Necesidad de una nomenclatura


Marc Bloch insistió a menudo sobre la necesidad de establecer una
nomenclatura también en la historia rural. A propósito del término «cul­
tivo temporal», propuesto por él, «es del mayor interés, según parece,
introducir en el vocabulario de la historia agraria un poco de claridad y
de uniformidad» (1934, p. 406). «Lo urgente sería adoptar de una vez la
etiqueta y atenerse a ella. Una ciencia tiene necesidad de una nomen­
clatura, aunque no sea más que para no dejar escapar lo que los fenó­
menos tienen de común entre los diversos campos de observación» (1934,
p. 478). La misma idea, 1937, p. 394.
«¿No irá ligado el futuro del método comparativo, ante todo, a la fi­
jación de un vocabulario racional que por fin sustituye a éste que me
atrevería a llamar vocabulario de impresiones, al que quedamos ahora
reducidos?» (1936, p. 591). Demasiado a menudo se emplea «feudal»
en vez de «señorial». Es preciso que los «historiadores de sociedades
diferentes [...] no designen con los mismos nombres más que las mis­
mas cosas» (1939, p. 434). «Será preciso que un día nosotros hagamos
como los físicos, quiero decir, que nos decidamos, también nosotros, de
una vez, a definir nuestras "unidades”» (I, 1942, p. 111). Del mismo
modo, «puede preferirse una u otra expresión. Lo importante es enten­
derse. Es imposible dejar al cuidado de cada erudito el forjarse su lengua­
je, ¿Necesitaremos un congreso, como en su momento lo necesitaron los
físicos?» (II, 1942, p. 55). A propósito de la expresión «abertura de
heredades» (vaine páture): «La terminología [,..] es, para nuestras cien­
cias , una indispensable condición de buena clasificación» (1941, p. 164),
«No nos cansemos de romper lanzas en favor de una nomenclatura exac­
ta; no es menos indispensable para la geografía agraria que, por ejemplo,
para la geografía tectónica» (II, 1942, p. 79).
Marc Bloch no enrojece por una «disputa de palabras» porque, «se­
gún una regla casi constante, la polémica sobre las palabras llegará, a fin
de cuentas, a las cosas». A propósito del empleo de la palabra "dominio"
en el sentido de todo el señorío territorial, en lugar de reservarlo a la
parte de tierras de explotación directa, por oposición a las tenencias, «la­
mento, lo confieso, que uno de los escasos términos más o menos precisos
que el mal vocabulario de la edad media pone a nuestra disposición se vea
desviado así de su auténtico valor. A menudo es necesario forjarse una
nomenclatura desconocida por los documentos, o delimitar la de éstos,
cuando es excesivamente vaga; pero nunca es bueno, creo yo, contrade­
cirla» (1935, p. 454). «No pretendo en absoluto afirmar [...} que "do­
minio" haya sido siempre empleado rigurosamente en la acepción que
indico [...] Pero no basta con advertir los pretendidos caprichos de la
lengua; los deslizamientos de sentido, por extraños que puedan a veces
parecer, tienen siempre, en la mente del sujeto hablante, su m ó n de ser»
(1935, p. 454).

Método comparativo
«El oficio de historiador, y en particular la historia de las clases eco­
nómicas, tiene, como todo oficio, sus métodos. Éstos son ajenos a todo
misterio y a todo esoterismo. Se aprenden, sin duda, mediante la ense­
ñanza, [...] pero también a través de lecturas ampliamente dirigidas (y
no solamente hacia las obras de “puros” historiadores), sobre todo por
el uso de un buen repertorio de comparaciones» (1940, p. 150), Constan­
temente, Marc Bloch recordó la necesidad de practicar, tanto en la historia
rural como en otros campos, la historia comparada. «Para entender bien
lo de casa y captar hasta las originalidades, lo mejor es a veces resignarse
a salir al exterior» (1935, p. 323). Ningún país de Europa debe represen­
tarse por una «imagen de cuerpo cerrado» (1938, p. 462). La historia
rural francesa no puede entenderse más que «integrada en el conjunto
de fenómenos europeos» (1941, p. 46). Eso es cierto para todas las épo­
cas; en la primera mitad del siglo xix, por ejemplo, prosperó mucho en
Cóte-d’Or la ganadería: «Sin duda, para entenderlo, habría que atender
a los precios del ganado; su alza relativa parece haber sido, en la época,
un fenómeno europeo, cuya explicación exigiría, a su vez, una nueva inves­
tigación; pero el marco superaría en ese caso, con mucho, el de un depar­
tamento» (1933, p. 492).
Para la «interpretación de los paisajes agrarios franceses» es preciso
que el historiador o geógrafo «extienda su horizonte a una zona europea
más amplia aún, más allá de esas fronteras políticas que, en; esto, carecen
de toda significación. Nuestros campos abiertos y alargados, por ejemplo,
no pueden separarse de la champaign inglesa, ni nuestro paisaje de setos
vivos, nuestro bocage, del woodland de allí» (1934, p. 487). «Problemas*'
del paisaje rural francés. O mejor europeo. Cercados, campos irregulares,
campos alargados, agricultura individualista u obligaciones colectivas, son
ésas otras tantas realidades que, efectivamente, se encuentran y oponen
mucho más allá de nuestras fronteras; y sin duda, en esto como en todo,
el más seguro medio de entender Francia es a veces salir de ella», y sigue
Marc Bloch con largas comparaciones con los campos ingleses (1936, pá­
gina 273).
Así, la transformación del señorío en los siglos x, xi y xn, la división
de las tierras y el paso «de la gran explotación dominical a la renta de la
tierra» constituyen un problema de «la historia comparada de las socie­
dades europeas». «No puede esperarse solución más que de una compara­
ción sistemáticamente establecida entre los diversos desarrollos nacionales
o regionales», tomando como punto de partida la evolución francesa.
«Pues, cuando hayamos logrado fechar exactamente las diferentes evolu­
ciones regionales y apreciar su amplitud, entonces podremos, como por
experimentación natural, eliminar ciertos factores y sopesar el valor rela­
tivo de los demás [...] Es necesaria una investigación realizada según
directrices comunes por estudiosos de todos los países. Una vez más se
nos impone la necesidad de unificar nuestros cuestionarios» (Bulletin of
the International Committee of Historical Sciences, febrero de 1933, pá­
ginas 122 y 126).
Hay hechos misteriosos que se explican por otros más recientes y
mucho mejor conocidos. Por ejemplo, Yorkshire conoció en los siglos xn
y xm un intenso movimiento de roturación, en dos tiempos. Los rotura­
dores recortaban campos aislados, que luego se insertaban en el sistema
regular del open-field; entonces la parcela era «dividida según la forma
habitual y sometida a las obligaciones colectivas». «Así Yorkshire, como
por un experimento espontáneo, nos ofrece, a la plena luz de la historia,
el ejemplo de ese paso de la ocupación irregular a la ocupación colectiva­
mente disciplinada que, sin duda, en muchos otros puntos de Europa, el
misterio de edades sin documentos escritos nos impide que veamos» (1936,
p. 275). «¿Cómo un trabajador acostumbrado a manejar nuestros docu­
mentos agrarios, tan pobres sobre los orígenes de la ocupación del suelo,
puede leer sin una especie de estremecimiento los jugosísimos capítulos
que contiene la lev de Uplnnd [en Suecia, ley promulgada en 1276] sobre
la constitución de los pueblos nuevos y de sus parcelas de cultivo?» (1940,
p. 248). Bulgaria, casi en nuestros dias, ofrece ejemplos de disolución de
antiguas comunidades familiares y de transformación de aldeas (I, 1942,
pp. 118-119). «El historiador de las cosas agrarias» encontrará en Checos­
lovaquia «ocasión de establecer relaciones muy sugestivas con las institu­
ciones del resto de Europa» (1932, p. 302). A propósito de los trabajos
de J. Berque sobre el Marruecos rural, «el historiador, familiarizado con
las realidades rurales de muy distintos parajes, está [...] en buena posi­
ción para decir el provecho que para sus propias investigaciones sacará
de ese viaje a tierras marroquíes, guiado por un buen conocedor de ellas»
(II, 1942, pp. 65-66).
En las investigaciones de historia comparada se imponen ciertas pre­
cauciones. «Es preciso, claro está, evitar cuidadosamente confundir el
método comparativo con el razonamiento por analogía. Aquél exige, por
el contrario, para ser practicado correctamente, una gran sensibilidad a
las diferencias» (II, 1942, p. 51). Conviene no perder nunca de vista la
«percepción de las diferencias entre medios sociales, que es la propia ra­
zón de ser, así como la salvaguarda, de todo estudio comparativo»;' con­
viene también «definir en sus puntos de partida» las nociones que corres­
ponden a los términos. La historia no se edificará «mediante una compa­
ración razonada más que si, sin omitir pensar en eí plan de conjunto,
sabemos proceder, poco a poco, por experiencias cuidadosamente elegidas
y analizadas tanto en sus particularidades como en sus similitudes» (1930,
pp. 439-440), Es condición indispensable de la historia comparada un
vocabulario racional (1936, p. 591; 1939, p. 434).

Método regresivo (p. 34)


Hay que hacer un «amplio uso de ese método regresivo». «Me parece
que cuando se trata de dilucidar los "orígenes" de un hecho social es
siempre muy peligroso abordar su estudio a través de su período de géne­
sis. La embriología es una ciencia admirable, pero no tiene sentido más
que una vez conocido el ser adulto, por lo menos someramente. Una insti­
tución como la servidumbre es en el momento de su pleno desarrollo cuan­
do primero hay que entenderla; sin ello se corre el riesgo de buscar los
precedentes de cosas que nunca han existido» (1935, p. 214). La misma
idea, 1936, p, 277, y en la Cambridge economic bistory, p. 224. En la
historia de los orígenes señoriales, «imposible [...] seguir estrictamente
el orden cronológico. Sería como partir de la noche. Es de lo menos defi­
cientemente conocido de donde hay que partir, recogiendo uno por uno
los diversos indicios que pueden ayudar a comprender un pasado más
remoto y oscuro» (Cambridge economic history, p. 227). Para la historia
rural de una región, un excelente estudio geográfico, «cuyo horizonte, natu­
ralmente, se limite al presente o a un pasado muy próximo, será el mejor
de los puntos de partida» (1936, p, 319). En cuanto al método regresivo,
«se correría, no obstante, un grave peligro si se hiciera de él una aplica­
ción de algún modo mecánica. Siempre que el estado de la documentación
no nos obligue a leer la historia al revés, parece más acorde con el orden
natural de las cosas seguir sencillamente el curso del tiempo, y ello es
también más económico», para evitar repeticiones (1934, p. 83).

Realidades humanas. Lo concreto


A demasiados trabajos históricos puede dirigírseles el «grave repro­
che de permanecer demasiado a menudo lejos de io concreto [...]
Demasiadas instituciones y demasiado pocas realidades humanas» (1935,
p. 427), Detrás del aspecto jurídico hay que distinguir «el trasfondo so­
cial» (1935, p. 516), hay que ver la diferencia «entre las sucesivas apro­
ximaciones de la terminología y la evolución de las realidades» (I, 1942,
p. 106). Ei tema debe «separarse claramente dei esquema jurídico, para
ser llevado con decisión ai piano social y humano» (1934, p. 200). Tener
el «gusto por ei documento» es, como tan bien io vio y expresó Michelet,
tener el «gusto por la vida» (1940, p. 155). Hay que «recordar dos gran­
des trivialidades, o dos cosas que deberían serlo: que un nombre de per­
sona o de lugar, si no se ponen detrás realidades humanas, es simplemente
un vano sonido, y que a ojos dei historiador un hecho existe únicamente
por sus relaciones. Ser "preciso" es mantenerse cerca de lo concreto; no
es etiquetar a troche y moche cajones vacíos» (1940, p. 62). «La historia
administrativa [...] sin relación alguna con el substrato social, queda
como algo desesperadamente exangüe C_J ¿Qué placer [...] puede en­
contrarse en la historia si no se tiene el gusto por lo humano?» (1938,
p. 185).
Marc Bloch censura a «esos eruditos para quienes el campesino del
pasado parece no haber existido más que para dar ocasión a placenteras
disertaciones jurídicas». Esos campesinos que se encuentran en los reco­
vecos de los documentos deben ser vistos y enseñados como «seres de
carne y hueso, que padecían en campos verdaderos, soportaban verdaderas
fatigas y tenían una mentalidad que, aunque muy oscura a menudo a
nuestros ojos, como ya sin duda a ios suyos propios, no por ello deja de
ofrecer al historiador un admirable tema de estudio y de resurrección»
(1938, p. 147). Ei hombre del pasado no debe ser «un vano fantasma, sin
relación alguna con los seres de carne y hueso que son ios verdaderos
clientes de la historia» (1937, p. 304). Asimismo, 1935, pp. 407-408. «El
observador del pasado no sólo necesita sus ojos para aplicarlos a viejos
jeroglíficos. Tiene también que tenerlos bien abiertos al espectáculo del
mundo material. Así logrará construirse, poco a poco, una historia tal
como la soñamos; una historia capaz de hacer suyo al ser humano por
entero, con las cosas que ha creado y que le dominan; una historia que,
como decía Olivier de Serres, [...] no esté condenada, como los discursos
sobre el "cultivo de los campos" cuando no tienen más base que los libros
a “hacerse de castillos en el aire" (bastir en l’aér)» (Catálogo de la expo­
sición Les travaux et les jours..., p. 10). Muchas sugerencias e hipótesis
deberían ser «sometidas de una vez por todas a la prueba de lo concreto»
(I, 1942, p. 120; 1935, p, 424). A propósito de L. Vaillat, lle-de-France,
vieille France, 1941, «Jibrito airoso, sensible y de adecuado acento»; «una
historia que no sepa entrar en contacto con la tierra, la naturaleza, el
agua, el árbol, las nobles casas y las sólidas iglesias —sin olvidar el cíelo,
puesto que estamos en tle-de-Francc— esa historia no es más que muer­
te» (1941, p. 108).
Tenemos la oposición de dos tipos de configuración parcelaria. «Es ya
mucho haberla advertido. Los textos, por sí solos, no habrían sido sufi­
cientes. Afortunadamente, la historia no vive, ni debe vivir, únicamente
de pergaminos ennegrecidos o de viejas piedras. Los paisajes también son,
a su manera, documentos» (1934, p. 489). «La señal de la actividad hu­
mana, visible en todas partes, es uno de los más seguros atractivos de
nuestros paisajes, y es difícil concebir que el observador pueda sacar del
espectáculo que ofrecen todo el provecho y el placer que de él puede
esperar si no se le ayuda a leer la huella del pasado, estrechamente solida­
ria, por otra parte, del presente» (1940, p. 165), «A quien sabe leer los
documentos del pasado y a la vez mirar vivir el presente, nuestros pueblos
le ofrecen muchos temas de estudio que, a veces, llegan muy lejos» (1933,
p. 232). Esa «singular carencia de todo elemento concreto» se observa,
por ejemplo, en trabajos de lingüística. Los historiadores apenas tendrán
«lecciones útiles que sacar de una exposición en la que los hechos son
presentados más o menos fuera de toda clasificación y sin que sean nunca
puestas de relieve sus relaciones ni con los fenómenos de estructura so­
cial ni con las propias realidades materiales [...]». Preocupación que se
manifiesta en W. v. Wartburg, Évoluiion et structurc de la langtte fran­
gaise, 1934 (1936, p. 303).
En cambio, Marc Bloch se alegra cuando la exposición da prueba de
«un muy justo sentido de la vida social en todos sus matices» (1931,
p. 470), de «una verdadera inteligencia de los hechos sociales» (1933,
p. 492). Alaba a los autores por «no perder nunca de vista lo concreto»
(1934, p. 472), por tener el «sentido de lo concreto» (1932, p, 520;
1934, p. 405; III, 1943, p, 108), de lo «humano» (1938, p. 147), y por
mostrar, «bajo la lúcida objetividad del análisis, como un estremecimien­
to de humana simpatía» (1932, p, 520). Volvemos aquí a esa comparti-
mentación de las disciplinas, tan a menudo combatida por Marc Bloch,
que, en esa búsqueda de lo concreto, pone también en cuestión la expe­
riencia personal. «Mirar: ciencia para todos necesaria, pero —no dejemos
de repetirlo— particularmente indispensable para los historiadores» (1940,
p, 166). La guerra de 1939-1940, reavivando sus recuerdos de 1914-1918,
le hace escribir que «es innegable que a más de un ciudadano los años
pasados con el uniforme azul horizonte le han dado ocasión para pe­
netrar, mucho más de lo que se lo habían permitido apresuradas vacacio­
nes, en la intimidad de la naturaleza y de los campos» (1940, p. 165).
«Apresuradas vacaciones»: Marc Bloch pensaba en los historiadores que
se habían formado y vivían en la ciudad. Su deber era, si abordaban la
historia rural, actuar como, por ejemplo, lo hizo H. Cavaillés para sus
estudios sobre la vida agrícola y de pastoreo en los Pirineos, es decir,
realizar investigaciones con un cuidado y paciencia extremos, desde luego
en los archivos, pero también, igualmente, sobre el terreno (1932, p. 498).
Los historiadores privilegiados son aquellos que tienen a un tiempo
«el gusto por el pasado y el contacto directo con la vida regional» (1935,
p, 331), que, por su origen o su oficio, se benefician de una «sólida fami­
liaridad con las realidades de la vida rural» (III, 1943, p. 111). Entre los
motivos de interés de los libros de L. Gachón, Les Ltmagnes du Sud et
leurs bordures tnontagneuses, y Une commune rurale d*Auvergne du
X V IIIa u X X C siécle; Brousse-Montboissier, está, en primer lugar, el de
#ue «nunca entre nosotros, la vida rural había sido analizada aún
por un autor tan perfectamente armado para entenderla; armado, quiero
decir, tanto de conocimientos científicos notablemente precisos como de
lina experiencia de lo concreto en la que a la competencia técnica van
unidos, visiblemente, recuerdos de lo más directamente humano [...]
Constantemente tocamos con el dedo las relaciones, tanto entre el marco
natural y la actividad humana, como entre las diversas manifestaciones de
ÍV;>: L '

|sta» (1941, p. 33). Entre ese tipo de historiadores pueden estar un maes­
tro como A. Dubuc, autor de un excelente estudio sobre el espigueo en
jNormandía (III, 1943, pp. 110-111), o un notario como G. Segret, notario
de la Haute-Auvergne, en Blesle (Haute-Loíre), «sucesor de esos viejos
escribanos que se transmitían de generación en generación el secreto de
jas fortunas» y entre los que la propia profesión ha desarrollado «un agu­
do sentido de lo que podría llamarse aspecto social de las realidades
jurídicas» (1935, p. 330).
Precisiones numéricas
Aparentemente, las cifras son en la historia rural, como en los demás
ámbitos, un elemento maravilloso, indiscutible, de conocimiento. En rea­
lidad, los datos numéricos faltan a menudo, y, sobre todo, cuando existen,
su utilización es muy delicada. El emplearlos torpemente da lugar a graves
errores y hace nacer peligrosas ilusiones: «¿Hemos quedado escarmenta­
dos tan a menudo, en materia de estadística histórica!» (1931, p. 463).
Respecto a la historia de ios precios, ver cap. 4. Marc Bloch llamó espe­
cialmente la atención sobre «el empleo y la interpretación de los datos
estadísticos». Hay que «someterlos a crítica [...] ias estadísticas agrícolas,
en particular, están lejos de merecer ciega conñanza». Mapas, números-
índice y gráficos son «los únicos procedimientos de expresión estadística
capaces de hacer visibles a los ojos y a la mente resultados que sin ello
serían muy difíciles de sopesar» (1933, p, 493). Crítica de las estadísticas
agrícolas oficíales francesas, por R. Musset, 1933, pp. 285-291.

Historia rural regional e historia local


«Que las monografías regionales, apoyadas en una sólida erudición ali­
mentada por una amplia cultura histórica, son lo único que puede resti­
tuirnos poco a poco, en su viva diversidad, la imagen de la vieja sociedad
francesa —o, por decir mejor, de la sociedad francesa de todos los tiem­
pos, tanto presente como pasada—, es esa una verdad cuya evidencia se
impone a todos los historiadores con mayor fuerza que ninguna otra»
(1932, p. 73; 1935, p. 332). «Un estudio de historia rural puede tener
dos tipos de marcos: un señorío o una región. Uno y otro procedimiento
tienen naturalmente sus ventajas y sus inconvenientes. Si estudia usted
un señorío, sus documentos estarán ya en buena parte reunidos (en buena
parte solamente, pues naturalmente hay que echar una ojeada a los archi­
vos vecinos, ver en París los documentos reales [...] Además, situándose
en el centro mismo de la explotación, determinará más fácilmente ios
principios, las vicisitudes, el papel de la historia financiera [...] Pero
hay un gran inconveniente: los documentos no le dan de la vida rural
más que una imagen bastante fragmentaria, y a veces engañosa, y difícil­
mente le permiten captar los fenómenos masivos. Además, le falta la
unidad geográfica, tan necesaria para todo estudio de historia agraria. En
general, las posesiones de un gran señorío —y son casi las únicas que pue­
den tomarse— están dispersas entre diversas regiones naturales muy dife­
rentes. Yo preferiría, pues, verle escoger un estudio de orden regional [...]
Los documentos están más dispersos, es más difícil apreciar por adelanta-
do su amplitud pero, por regla general, serán más abundantes y su estu­
dio correrá el riesgo de llevarle un poco más lejos de lo que haya pensado
al principio {...] Hay que limitarse, pues, a un marco que no sea dema­
siado amplio. Sus fronteras serán difíciles de determinar. Es absurdo afe­
rrarse a fronteras administrativas tomadas de la vida presente, y no lo es
mucho menos utilizar las fronteras administrativas del pasado, como por
ejemplo, al modo de ciertos eruditos, las de las circunscripciones ecle­
siásticas Es preciso que la zona escogida tenga una unidad real; no
es necesario que tenga fronteras naturales de esas que no existen más que en
la imaginación de los cartógrafos de la vieja escuela Será esencial
abordar ese estudio con los elementos de un cuestionario que plantear a los
documentos» (carta del 31 de octubre de 1930 a R. Boutruche, Memorial
Strasbourg, pp. 202-203).
Marc Bioch pensaba que «sólo la colaboración de numerosos trabaja­
dores provinciales podía permitir elaborar, poco a poco, la historia de
nuestros campos» (III, 1943, pp. 110-111). Analizando algunas recientes
historias de pueblos, escribe que hay que «seguir con simpatía la gran
labor de minuciosos estudios que, sin ruido, se van llevando a cabo en
nuestras provincias [...] Todos nosotros, los historiadores de oficio, de­
dicados generalmente a investigaciones de más amplio radio, tenemos gran
necesidad de esos pacientes roturadores». La historia local puede así defi­
nirse como «una cuestión de historia general planteada a los testimonios
que proporciona un campo de experiencias restringido». Marc Bíoch ad­
mite perfectamente que los autores de historias de pueblos, por «piadoso
sentimiento de fidelidad hacia la tierra y los antepasados» y para «instruc­
ción de los habitantes actuales», «retengan con gusto gran número de
anécdotas que, vistas desde más lejos, puede parecer que tienen una sig­
nificación mediocre, y se empeñen en no desdeñar ninguna de las glorias
de la tierra chica». «El historiador profesional que, apresurado por reco­
ger hechos directamente utilízables para su propio trabajo, manifestara
algún mal humor ante la acumulación de detalles a su entender ociosos,
daría prueba simplemente de una gran falta de inteligencia respecto a un
esfuerzo muy propicio, por el contrario, por los lazos que hace sentir entre
el pasado y el presente, a servir a la compresión histórica» (1933, p. 472).
Pero el historiador puede a menudo formular legítimamente otros re­
proches a ciertos estudios de historia local: «Demasiada historia general,
tomada de manuales no siempre recomendables, y demasiada poca historia
particular, tomada de fuentes originales» {1930, p, 96). Y a la inversa, hay
estudios concienzudos, que dan documentos originales, y que en cambio
no tienen el alcance deseado, «por falta de método, [...] por falta de un
conocimiento lo bastante completo de los libros y los instrumentos de
trabajo, por falta de una orientación de investigaciones suficientemente
precisa» (1934, p. 322) y por ignorancia de obras en las que los autores
habrían encontrado «tantos instructivos elementos de comparación» pro­
cedentes de otras regiones (III, 1943, pp. 111-112). «A decir verdad,
pensar por problemas es quizá lo que más les falta a esos eruditos, tan
dignos por lo demás de una profunda estimación [...] Es natural, es sano
que sus libros abunden en detalles cuyo interés es únicamente local, pues
es por ahí por donde, en esos grupos pequeños, se mantiene el sentido
del pasado [...] No obstante, para comprender y hacer comprender la
más particular de las evoluciones, no hay mejor medio que mirarla desde
arriba y plantearle cuestiones cuyo enunciado debería tomarse de estudios
más generales, Falta saber si esos estudios proporcionan siempre el cues­
tionario que sería necesario» (1936, pp. 593-594). La misma idea en una
carta del 21 de diciembre de 1933 a R. Boutruche (Memorial Strasbourg,
p. 204), Recordemos J. Levron, Comment préparer une étude dJhistoire
comtnunale, 1941 (P. Leuilliot, VI, 1944, pp. 105-106).
Siguiendo el mal ejemplo dado por tantos de esos «estudios generales»,
el sorprendente olvido de la agricultura real, de las rotaciones de cultivos
y de las técnicas agrícolas es «particularmente frecuente en una categoría
especial de escritores: esos historiadores no profesionales que [...] se
proponen explicar el pasado de su pueblo natal o de su comarca; muchos
de ellos, no obstante, directamente ligados a la vida de los campos, tienen
un conocimiento de la práctica rural que los estudiosos de gabinete pueden
envidiarles. ¿Y si pusieran su inteligencia de las cosas de la tierra al servi­
cio del estudio del pasado? Pero no: es como sí consideraran por debajo
de la majestad de Clio esas bajas preocupaciones, y, púdicamente, pasaran
ante el montón de estiércol tapándose la narÍ2 [..,] lagunas en las
investigaciones de tantos aficionados, tan concienzudos y deseosos, sin em­
bargo, de hacer bien las cosas» (1930, pp, 97-98). «Durante mucho tiempo
nuestras sociedades eruditas han manifestado cierto desprecio hacia las
cosas de los campos» (1934, p, 469). De esa «realidad» local, no hay que
dejarse llevar hasta eliminar los «elementos más concretos, y para empe­
zar la tierra». Marc Bloch querría en cada historia de pueblo uno o varios
croquis topográficos: localización, emplazamiento del pueblo y de sus
lugares, límites de la tierra cultivada, mercados, centros de señoríos o de
jurisdicciones, centros eclesiásticos, plano de aglomeraciones, divisiones
de la tierra cultivada, distribución de los cultivos, los pastos y los bosques,
tierras comunales, mapa de los suelos y «algunos ejemplos quizá de la
morfología de las explotaciones», «Ustedes intentan hacer revivir ante
nuestros ojos un grupo campesino; ¿cómo lograrlo si no nos muestran
antes la tierra nutricia sobre la que ha modelado su actividad y que, a su
vez, transformada por los hombres a imagen suya, revela, hasta en la
forma de sus campos, la estructura social de la pequeña colectividad de la
que es célula?» Cuando no hay «planos señoriales» ni está el «precioso
catastro por naturaleza de cultivos», está siempre ei catastro, «anterior a
las grandes transformaciones de la edad moderna».
No hablar de "vida rural" sin que se trate de «agricultura en el sen-
ddo preciso de la palabra». Después de leer un libro de historia local bre­
tona, por ejemplo, no hay que ignorar «cómo están hechos los campos,
si están cercados [...] y cuándo han sido introducidos los forrajes artifi­
ciales [...] Borrar el arado o la horca es falsear la historia de los cam­
pesinos». «La investigación social debe ser la preocupación esencial de
los historiadores de nuestros pueblos En el pasado, salta a la vista
un gran hecho de estructura: el señorío [...] A decir verdad, el aspecto
jurídico de las instituciones, que es, en los documentos, el más fácil­
mente accesible, parece haber sido el que más ha retenido la atención de
los investigadores. La economía señorial se considera con mucho menos
detenimiento, Y su estudio difícilmente puede separarse del de la pose­
sión del suelo en general: es un bello tema, de un alcance decisivo para
la inteligencia de nuestras sociedades rurales, y que, sin embargo, dema­
siado a menudo se sacrifica» (1933, pp. 473-475). Todo estudio regional
debería conceder un amplio espacio a los fenómenos «de hábitat, de pobla-
miento, de roturación» (1931, p. 594). Olvido en la historia local de la
agricultura (1936, p. 593) y de la técnica agrícola (1932, p. 320).
A la insuficiencia de esos trabajos en lo referente a ese punto, Marc
Bloch opone la existencia de otros que presenta como modelos. Paul
Raveau (1846-1930) dirigió grandes explotaciones agrícolas en su lugar
de origen, el Poítou, y en Argelia. Llegó a la historia económica por la
«práctica». A los ochenta años, en 1926, publicó su hermoso libro sobre
Uagriculture et les classes paysannes en Haut-Poitou au X V Ie siécle.
«A los estudios de erudición Raveau no aplicaba sólo una sorprenden­
te paciencia; [...] tras los documentos más secos en apariencia, él sabía
descubrir la vida. Era el don de ver doble, innato probablemente en los
verdaderos historiadores; pero las lecciones de su pasado le permitían unir
a ello una singular sensibilidad a las realidades económicas. Su ejemplo
muestra cuánto podemos esperar de nuestros admirables trabajadores lo­
cales; entre todos —por poco que consientan poner al servicio de la
historia su experiencia tanto de la tierra como de la acción práctica— pa­
recen capaces de abrirnos el conocimiento de las viejas sociedades fran­
cesas» (1931, p. 245). El ejemplo de los excelentes trabajos de Gabriel
Jeanton, presidente del Tribunal civil de Macón (1881-1943), «da bri­
llante testimonio del valor de la erudición regional cuando a la sensibili­
dad de un aficionado a los recuerdos el investigador sabe unir la plena
posesión de los instrumentos críticos» (1936, p. 262).
Geografía física e historia rural
El relieve no es más que uno de los factores del «análisis, verdadera­
mente fundamental, de los suelos», en J. Despois, La Tunisie orientale...,
1940 (1941, p. 163). No obstante, «justa critica a la explicación por las con­
diciones del suelo», demasiado a menudo confundido con el subsuelo, en
L. Poirier, «Bocages et piaine dans le sud de l’Anjou», Aiwales de Géo-
graphie, 1934, pp. 22-31 (1936, p. 273). A. Perpillou, Le Limousin; étude
de géographic physique régionaíe, Cbartres, 1940, analiza la «base física
de la vida lemosina», y en particular «esos "tipos de tiempo" cuyo estu­
dio, en manos de los geógrafos, tiende afortunadamente a sustituir cada
vez más los viejos métodos de la climatología, de cuando ésta tendía a
separar exageradamente los diversos elementos del clima y, a veces, a
contentarse con cifras medias. Lo que el hombre vive, ¿no son, ante todo,
las consecuencias del "tiempo que hace", en su integridad y su realidad,
a menudo brutal?» (II, 1942, p. 77).

Etnografía, folklore e historia rural


A este respecto, Marc Bloch aconseja prudencia: «La prosperidad de
las grandes teorías etnográficas, a las que tantos estudiosos alemanes son
afectos, iba ligada a una condición imperiosa: que los autores no salieran
nunca de cierto ámbito étnico, o de lo que se pretendía que lo era» (1934,
p. 481). Pero él fue atribuyendo una importancia cada vez mayor al
folklore, al estudio de las «técnicas y tradiciones rurales» (1939, p. 448).
Respecto a los orígenes del señorío, acabó por recurrir a comparaciones
de orden etnográfico, y creyó que ciertas obligaciones para con el señor
eran en realidad supervivencia de antiquísimos ritos que habían presidido
los antiguos jefes, predecesores de ese señor (Cambridge economic history,
pp. 263-264). En el l.cr Congreso Internacional de Folklore, durante la
Exposición de 1937, París, 23-28 de agosto de 1937, bajo la presidencia
del doctor Paul Rivet, congreso «centrado en torno a algunos grandes
problemas», Marc Bloch participó en particular en los trabajos de la sub-
sección de civilización material (casa rural, anímales de labranza y de aca­
rreo, procedimientos de trilla y desgrane, alimentación tradicional, moli­
no...). En el Centro rural, «uno de los más notables éxitos de la Exposi­
ción», el excelente museíto de la tierra, montado por el grupo de estudios
de Romenay-en-Bresse, constituía «una enseñanza y un ejemplo» (1938,
p. 53). Volumen de los Travaux del Congreso, 1938 (L. Febvre, 1939,
pp. 155-158).
F u e n t e s (p . 3 0 )

Un notable instrumento de trabajo es el État des inventaires des ar­


chives natiottales, départementalcs et hospiialiéres au 1er janvier 1937, al
cuidado de P. Carón, 1938 (1940, p. 155). Entre los documentos de ori­
gen eclesiástico más importantes para 3a historia rural cita: los documen­
tos de los «cartularios» {charíriers) de los monasterios (III, 1943, p. 115),
los «formularios» (formuíaires) de las oficialías, como los de las oficialías
de Aix y Marsella (siglo xv), publicados por R. Aubenas, que dan infor­
mación sobre los rebaños y la abertura de heredades (1939, pp. 451-452),
los «registros de la Inquisición» (1940, p. 78), los documentos relativos
a las leproserías (1931, p. 240) y todos los que se refieren al diezmo. «Al
hacer del diezmo una obligación para todos los fieles, la legislación caro*
: Ungía, involuntariamente, hizo un gran servicio a los historiadores de la
: agricultura. A partir de entonces, efectivamente, apenas hubo ya modifi­
caciones en el modo de utilización del suelo sin riesgo de que se enfren­
taran, bien los diversos perceptores de diezmos entre sí, o bien el percep­
tor y el que estaba sujeto a su pago. De ahí los múltiples procesos, que
casi necesariamente han dejado su huella en los archivos. Es cuando los
hombres dejan de estar de acuerdo cuando su historia se hace clara»
(III, 1943, p. 107). Utilización de esa fuente, pp. 67, 196.
Importancia de los “registros de los vigésimos" para el estudio de la
propiedad (1932, p, 321), así como de los archivos comunales, como lo
muestra el estado de las más antiguas deliberaciones municipales de los
municipios del Ardéche, elaborado por J. Régné (1931, p. 240). Los
documentos notariales son igualmente indispensables para un «análisis
completo de la estructura rural». La «extraordinaria riqueza de ese género
[de testimonio» viene atestiguada, una vez más, por la monografía que el
doctor P. Cayla ha dedicado al pueblo de Ginestas, en Narbonnais, de 1519
a 1536 (III, 1943, p. 111). Documentos notariales provenzales del si­
glo x iii , publicados por R. Aubenas (1936, p. 454), y de la Haute-Auver-
gne, utilizados por G. Segret (1935, pp. 330-332). Sobre las fuentes para
la historia de los precios, ver cap. 4.
Los «usos locales», «esos pequeños códigos de costumbres de los cam­
pos», todavía en vigor, tienen «un valor documental de primer orden;
nos hacen tocar con el dedo los problemas mismos de la práctica», las téc­
nicas «agrarias» y las «supervivencias» (1933, pp. 584-585; 1936, p. 593).
Para la historia rural, una fuente importante es «la literatura jurídica del
Antiguo Régimen. Comentarios de l?.s costumbres, recopilaciones de juris­
prudencia, tratados sistemáticos de derecho señorial o feudal son
una mina de sorprendente riqueza» (1935, p. 563; 1936, p. 600). Por
ejemplo, para todo «historiador del derecho agrario» es de gran provecho
consultar las Sources du droil rural, de A. Bouthors, Amiens, 1865 (1931,
p. 71).
Requiere lugar aparte una fuente excepcional; los compoix, registros
catastrales, y los planos señoriales {terriers), En 1936*1937, Marc Bloch,
profesor de historia económica de la Faculté des Lettres de París, dirigió
en la École Nórmale Supérieure una «conferencia de investigación» des­
tinada a estudiantes de dicha escuela, de la Sorbona y de la Écóle des
Chartes. Estuvo dedicada a las fuentes de la historia rural francesa, y
principalmente a los planos señoriales (1.938, p. 302). Ver cap. 4.

Planos parcelarios (p. 31)


Aparte de los numerosos artículos y notas dedicados a esos planos,
que juzgaba de capital importancia {supra, pp. 24-25), Marc Bloch dio el
siguiente consejo para su utilización: «Por preciosos que sean estos do­
cumentos, no olvidemos que, fijando un momento del aspecto de las tie­
rras de cultivo, no siempre nos permiten por sí solos reconstruir la géne­
sis de la configuración así percibida» (1934, p. 486). En los excelentes
libros de L. Gachón sobre las Limagnes y el municipio de Brousse-Mont-
boissier, en Auvergne, 1939, «constantemente tocamos con el dedo las
relaciones, tanto entre el marco natural y la actividad humana, como entre
las diversas manifestaciones de ésta. Para todos los trabajadores llamados
a manejar los planos parcelarios, en particular, hay ahí una preciosa lec­
ción de realismo: Gachón, que ha hecho amplio y buen uso de ellos,
no desdeña nunca superponerlos, en cierto modo, al relieve y al mapa de
suelos. Y no es que tenga, en modo alguno, la superstición del factor
físico» (1941, p. 33). Reproche a determinados estudios por no dar nin­
gún «plano de tierras parceladas» (1933, p. 392), por no haber apro­
vechado los planos catastrales del siglo xix (1938, p. 520) y por haber
ignorado los planos catastrales por naturaleza de cultivos (II, 1942, pá­
ginas 109-110).
Hay un texto inédito de Marc Bloch (de hacia 1935) que da las indi-
caciones esenciales sobre «el modo de utilizar los planos parcelarios como
documentos de la historia agraria [... ] El estudio de los planos está aún
en su infancia y, por preciosos que sean esos documentos, su interpreta­
ción sigue siendo singularmente difícil». Tras haber recordado los diver­
sos tipos de planos del Antiguo Régimen, del Consulado, por naturaleza
de cultivos y del catastro parcelario, Marc Bloch llega a las «precauciones
que hay que tomar en la interpretación de los planos». «1) Muchos planos
están incompletos en cuanto a sus indicaciones. La mayor parte de planos
catastrales, por ejemplo ív también, más raramente, los planos del Anti­
gao Régimen), no llevan indicaciones de cultivos. Ahora bien, todo estu­
dio, en particular, de la parcelación de unas tierras debe referirse sobre
todo a las tierras de labor, y, en cualquier caso, distinguirlas claramente
de los prados, bosques, viñas, etc. El único recurso, en presencia de esa
laguna, es referirse a la matriz o al estado de sección (o;\ para los planos
del Antiguo Régimen, al plano señorial). Otro ejemplo: muchos planos
catastrales no indican si los límites de parcelas están señalados con setos
o muros, y una tierra de cercados es, constitutivamente, algo totalmente
diferente de una tierra abierta. 2) Los pianos, salvo muy raras excepcio­
nes, no llevan ninguna indicación de relieve, ni de constitución del suelo.
Imposible, naturalmente, entender unas tierras sin esos datos. Así pues,
comparar siempre el plano parcelario por lo menos con un mapa que dé
el relieve (por ejemplo, el mapa de Estado Mayor, preferentemente de
1/50.000); si es posible hacerlo también con un mapa de suelos (el mapa
geológico, desgraciadamente, es a menudo insuficiente a ese respecto, pues
se refiere sobre todo al subsuelo). 3) No olvidar nunca que los planos dan
el estado de las tierras en un momento dado. Es posible [... ] sacar datos
sobre un pasado más lejano, pero no sin precauciones ni, a menudo, sin
recurrir a los textos. De enorme valor son las comparaciones que pueden
a veces establecerse entre planos diversos, de distintas fechas, como por
ejemplo entre píanos señoriales de fechas sucesivas o entre el plano se­
ñorial y el plano del catastro.» Los planos proporcionan datos de impor­
tancia primordial sobre la parcelación de la tierra, al igual que sobre los
cultivos, el reparto de la propiedad (por ejemplo, la del dominio señorial
y h correspondiente a reuniones de tierras), las medidas agrarias e incluso
la historia de las tierras (en especial por los nombres de lugar que reve­
lan la existencia de antiguos dominios y de cultivos desaparecidos). «El
plano, considerado aisladamente, no es casi nunca base suficiente para
sacar conclusiones válidas. Pero ningún estudio agrario verdadero puede
hacerse sin recurrir constantemente al plano, que, o bien sugiere la inves­
tigación que debe hacerse, o bien apoya, precisa y localiza los datos toma­
dos de otras fuentes.»
En este suplemento se tratará de los planos parcelarios en los capítu­
los 4 (planos señoriales de los siglos xvn y, sobre todo, xviri), 6 (prime­
ros planos catastrales oficiales en el siglo xvm) y 7 (pinnos revoluciona­
rios y catastro del siglo xix).

Medidas agrarias antiguas (p. 28, n. 1)


Se dispone ahora de P. Burguburu, Es sai d’une bibliographie métro-
logique universelle, 1932 (H, Hauser, 1933, pp. 383-384). Respecto a
Normandía: comandante H. Navel, Recberches sur les anciennes mesures
agraires normárteles: acres, vergées et perches, Caen, 1932 («Société des
antiquaires de Normandie»), de alcance general. El autor concluye en
favor de la estabilidad de las medidas agrarias a través de los siglos; así,
dos pedazos de tierra determinados, en 1049, 1282 y 1792, tienen siem­
pre respectivamente, 12 y 7 acres (1934, pp. 280-282). «Ningún análisis
de la vida regional» debe concebirse «sin una investigación sobre las me­
didas, sin mapas de medidas» {p 282).
Antiguos boisseaux del Poitou, 1936, p. 460. La livre carnassiére,
utilizada en el sudoeste de Francia para la carne de carnicería, que valía
alrededor de 3 libras, estudiada por P. Burguburu (L. Febvre, 1940, pá­
gina 281).
Añadir: H. Drouot, «Pour se débrouiller un peu parmi les anciennes
mesures», Annales de Bourgogne, 1949, p, 76 (generalidades y Borgoña).

Centros de trabajo
Albert Demangeon fundó un grupo de estudios de geografía humana
(rama del Conseil Universitaire de la Recherche Sociale) que puso en
marcha tres investigaciones, sobre la estructura agraria, la vivienda rural
y los extranjeros en la agricultura francesa (1936, p, 381). Notable activi­
dad de los historiadores checoslovacos sobre la historia rural. El Bulletin
del museo agrícola era en realidad una revísta dedicada a esa rama de la
historia, llevaba resúmenes en francés, alemán e inglés y era indispensable
para el «historiador de las cosas agrarias» (1932, p. 302). V. Cerny, «L’his-
toire rurale en Tchécoslovaquie». en Annales, 1929, p. 78.
El Instituto Agrario Internacional, de Moscú, hizo aparecer en 1930
un índice bibliográfico de la cuestión alaria, cuidadoso índice en doce
lenguas de los artículos aparecidos en 1929 sobre los problemas agrarios
históricos y contemporáneos (1932, pp. 301-302). El historiador de la
agricultura dispone de las importantes publicaciones del Instituto Interna­
cional de Agricultura, de Roma, y en especial de la Kevue Internationale
d'Agriculture, cuya segunda parte, Bulletin Mensuel de Rcnseignements...,
era una investigación permanente sobre la vida agrícola (1932, pp. 301-
302). Lista de esas publicaciones, 1939 (L, Febvre, 1940, pp. 282-283).
Ese Instituto fue absorbido en 1946 por la Organización de las Naciones
Unidas para la alimentación y la agricultura (la FAO), igualmente con
sede en Roma, que emite estadísticas mensuales y anuales, así como estu­
dios agrícolas.
Los museos pueden ser notables «instrumentos de estudio», como lo
muestran los museos rurales técnicos de Escandinavia, los museos al aire
líbre y los etnográficos (1930, pp. 248-251). Asimismo los museos agríco­
las de Checoslovaquia (1932, p. 302). Sería deseable que existieran en
Francia museos análogos; nuestros «museos de civilizaciones provinciales»
(Estrasburgo, Mttseon Aríaten...) se interesan más por el mobiliario, el
vestido, el arte popular y los elementos pintorescos que por los tipos de
casas y las técnicas rurales (1930, pp. 250-251)* Las mismas observaciones
respecto a la publicación L’Art Vopulaire en Franee, Estrasburgo, ano 3.°,
1931 (1933, pp. 77-78). En el Centro rural de la Exposición de 1937 se
veía un «excelente museíto del terruño», montado por el grupo de estu­
dios de Romenay-en Bresse, pero sin «plan parcelario de las tierras» (1938,
p. 53),
ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA

En un libro de síntesis, nada más embarazoso que el problema de las


referencias. ¿No había que dar ninguna, para aligerar la exposición?;
habría sido faltar a esa ley de honradez que, para el historiador, hace que
sea un deber no proponer nada que no pueda ser comprobado. ¿Darlas
todas?; las notas se habrían comido el grueso de las páginas. Yo me he
fijado el criterio siguiente: abstenerme de toda referencia siempre que el
hecho o el texto señalados sean fáciles de encontrar para un erudito co­
nocedor de la materia, bien porque procedan de un documento univer­
salmente conocido o de un texto nombrado en la exposición misma cuyo
estudio resulte fácil por la existencia de índices adecuados, o bien tam­
bién porque, tomados de una obra cuyo título figure en la lista biblio­
gráfica que vendrá a continuación, su naturaleza misma deje ver clara­
mente el libro consultado; en cambio, precisaré con cuidado la fuente
cuando se vea claramente que, sin guía, hasta el más sagaz de los lectores
se vería en la imposibilidad de descubrirla. No se me ocultan los incon­
venientes de este método: forzosamente implica algo de arbitrario, y ade­
más corro el riesgo de pasar por ingrato ante los ojos de los historiadores
cuyas obras utilizo mucho más de lo que las cito. Pero es que había que
tomar una opción.
La «orientación» que vendrá a continuación se limita, voluntariamen­
te, a los libros esenciales, tínicamente se mencionan las obras referentes
a Francia. Quiero indicar no obstante, con dos palabras, el provecho que
he sacado de los trabajos que, fuera de nuestras fronteras, han sido dedi­
cados a la historia rural de diversos países extranjeros: sin las compara­
ciones que permiten y las sugerencias de investigación que pueden sacarse
de ellos el presente estudio, a decir verdad, habría sido imposible. Citar
todos los que he utilizado equivaldría a establecer una bibliografía euro­
pea. Pero vale la pena por lo menos referirse a algunas figuras destacadas:
nombres como los de Georg Hanssen, G. F, Knapp, Meitzen y Grad­
mann en Alemania, Seebohm, Maitland, Vinogradofí y Tawney en Gran
Bretaña y Des Marez en Bélgica no pueden ser pronunciados por el histo­
riador más que con el más vivo agradecimiento.1
1. O b r a s s o b r e l a h i s t o r i a d e l a s p o b l a c io n e s r u r a l e s f r a n c e s a s
EN LAS DIVERSAS ÉPOCAS
M. Augé-Laribé, Vévolution de la France agricole, 1912.
M. Augé-Laribé, Vagrie id ture pendan t la guerre, s. f. (Histoire Économi-
que de la Guerre, Serie fnm^aíse).
Fustel de Coulanges, Vallen et le domaine rural pendant Vépoque mero-
vingienne, 1889.
B. Guérard, Polyptyque de Vabbé Irminon, t. I: Prolégoménes, 1844.
N. Kareiew, Les paysans et la question paysanne en France dans le dernier
quart du X V IIIe siécle, 1899.
J. Loutchisky, Vétat des classes agricoles en France a la ve Ule de la Ré­
volution, 1911.
H. Sée, Les classes rurales et le révime domanial en France au moyen
áge, 1901.
2. P r in c ip a l e s e s t u d io s r e g io n a l e s
A. Aliix, VOisans, étude géographique, 1929.
Ph. Arbos, La vie pastorale dans les Alpes frangaises, 1922.
Ch. De Robillard de Beaurepaire, Notes et documents concernant Vétat
des campagnes de la Haute Normandie dans les derniers temps du
moyen áge, 1865.
Y. Bezard, La vie rurale dans le sud de la région parisienne de 1450
h 1560, 1929.
R. Blanchard, La Flandre, 1906.
A. Brutails, Étude sur la condition des populations rurales du Roussillon
au moyen age, 1891.
A. de Calonne, «La vie agricole sous FAnclen Régime dans le Nord de la
France», Mém. de la Soc. des Antíquaires de Picardie, 4.a serie, IX,
1920.
L. Delisle, Études sur la condition de la classe agricole et. Vétat de Vagri-
culture en Normandie pendant le moyen age, 1851.

1. He utilizado asimismo con provecho el libro, desgraciadamente un poco


confuso, de H. Levi Gray, Englisb field systems, 1915, y las diversas obras
inglesas sobre las enclosures, entre las que no citaré más que las comodísimas
síntesís de G. Slater, The Englisb peasantry and the enclosure of conwion-field.
1907, y H. R. Curtler, The enclosure and redistribuyan of our fields, 1920.
A, Demangeon, La plaine picarde, 1905.
D. Faucher, Plaines et bassins du Rbóne moycn. Étude géographique,
1927.
L. Febvre, Philippe II et la Franche Comté. Étude d’bistoire politique,
religieuse et sociale, 1911.
Ándré Gibert, La porte de Bourgogne et d’Alsace (Trouée de Belfort),
1930.
Ch. Hofímann, UAlsace au X V IIIC siécle, 2 vols., 1906.
R. Latouche, La vie en Bas-Quercy du X1VC au X V IIIC siécle, 1923.
V. Laude, Les ctasses rurales en Arláis a la fin de VAnclen Régime, 1914.
G. Lefebvre, Les paysans du Nord pendant la Révolution frangaise, 1924.
M. Marión, État des classes rurales dans la généralité de Bordeaux, 1902
(y Revue des Études Historiqucs, 1902; se refiere al siglo xvm).
R. Musset, Le Bas-Maiue, 1917.
P. Raveau, L1agriculture et les classes paysannes dans le Haut-Poitou au
siécle, 1926.2
Ch. De Rxbbe, La société provéngale a la fin du moyen-áge d’aprés des
documents inédits, 1897.
G. Roupnel, Les populations de la ville et de la campagne dijonnaises au
X V IIe siécle, 1922.
Th. Sdafert, Le Haut-Daupbiné au moyen-áge, 1925.
H. Sée, Étude sur les classes rurales en Brctagne au moyen-áge, 1896 (y
Anuales de Bretagne, XI y XII).
H. Sée, Les classes rurales en Bretagne du X V Ic siécle a la Révolution,
1906 (y Anuales de Bretagne, XXI a XXV).
A. Siegfried, Tablean politique de la Trance de VOuest sous la Troisiéme
République, 1913.
J. Sion, Les paysans de la Norma ndie orientale, 1909.
Théron de Montaugé, L ’agriculture et les classes rurales dans le pays
toulousain depiús le milieu du X V IIIC siécle, 1869.
L. Verriest, Le régime seigneurial dans le comté de Flalnaut du X ICsiécle
a la Révolution, 1916-1917.

2. Puede completarse con los artículos del mismo autor «La crise des prix
m xvi8 siécle en Poitou», en Revue Historique, CLXII, 1929, y «Essai sur
la situation économique et l’état social en Poitou au xvi° siécle, en Revue
d'Histoire Économique, 1930.
SUPLEMENTO A LA ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA

Esta lista complementaria, actualizada hasta 1955, no comprende, evidente­


mente, los trabajos de Marc Bloch más arriba citados. La indicación de la
reseña de los Annales figura entre paréntesis después del título. Si su autor
no es Marc Bloch se da su nombre antes de la fecha.
Bibliografía de los planos, pp. 24-25, de las medidas antiguas, pp, 55-56, y
de la historia de los precios agrícolas, pp. 381-388

1. O bras generales
M. Augé-Larribé, La politique agricole de la France de 1880 a 1940, 1950.
J. Blache, L’homme et la montagne, 1933 (L. Febvre, 1934, pp. 406-407).
R. Blais (bajo la dirección de), JL Blache, R. Dion, R. Lienhart, R. Pioger,
R, Rol, Ch. Vezin, La canipagne, 1939 (1940, pp. 165-166); R. Blais, La
forét, 1939 (1940, p. 165).
A. J. Bourde, The influence of England on the Frencb agronomes, 1780-1789,
1953.
The Cambridge economic history of Burope ¡rom the decline of the Román
Empire, bajo la dirección de J. H. Clapham y Eileen Power, vol. I, The
agrarian Ufe of the middle ages, 1941, y en particular: R. Koebner, «The
settlement and colonisation of Europe»; C. E, Stevens, «Agriculture and
rural iife in the later Román Empire»; Ch. Parain, «The evolution of
agricultural technique»; A. Dopsch, «Agrarian institutions of the Germa-
nic kingdoms from the fifth to the ninth century»; Marc Bloch, «The
rise of dependent cultivación and seignioral institutions»; Fr.-L, Ganshof,
«Medieval agrarian society in its primer, § 1, France, the Low Countries and
Western Germany»; H. Nabholz, «Medieval agrarian society in transition»;
bibliografías, pp. 563-613.
Abad V. Carriére (bajo la dirección del), Inlroáuction aux études d’histoire
ecclésiastique lócale (algunos capítulos aparecidos anteriormente en forma
de artículos en la Revue d’Histoire de l’Église de France), t. I: Les
sources manuscrites, 1940 (L. Febvre, II, 1942, p. 82); t. II: L’histoire ló­
cale ¿ travers les ages, 1934, que incluye L. le Grand, «Pour composer
rhistoire d’un établissement hospitalier» (1931, p. 240); t. III: Questions
d’histoire générale a développer dans le cadre regional ou diocésain, 1936
(1937, pp. 389-390), contiene las exposiciones de A. Lesort sobre la re­
construcción de las iglesias tras la guerra de los Cien Años (1935, p. 108)
y del abad V. Carriére sobre las «épreuves de l’Église de France au xvi*
siécle», y en especial las enajenaciones de bienes raíces.
L. Chevalier, Les paysans. Étude d’histoire et d’économie rurale, 1946.
A. Cholley, «Problémes de structure agraire et d’économie rurale», en Annales
de Géographie, 1946.
A. Dauzat, Le village et le paysan de France, 1941 (CoL Le Paysan et la Terre,
fundada por Marc Bloch) (L. Febvre, 1941, pp. 180-181); La vie rurale en
France, 1946 (L. Febvre, 1947, p. 107).
P. Deffontaines, Vhomme et la forét, 1933.
A. Demangeon, Éludes de géographie hamaine, 1942 (L. Febvre, IV, 1943,
pp. 92-93); «La France: géographie économíque et humaine», en Géogra­
phie universelle de P. Vidal de la Blache y L, Gallois, VI, 2* parte,
1946 y 1948 (L, Febvre, 1949, pp. 65-72); y G. Mauco, Les étrangers dans
les campagnes frangaises, 1938.
R. Dion, Essai sur la formation du paysage rural frangais, 1934 (1936, pp. 256-
272); «Apergus généraux sur le paysage rural de la France», en Bull. de la
Société Belge d’Études Géograpbiques, 1936 (1941, p. 124); «Types de
térro irs ruraux», lámina de 14 ejemplos de parcelaciones de tierras francesas,
extraídos de planos catastrales y reproducidos con colores y signos con­
vencionales, lámina 42 del Atlas de France del Comité National de Géo-
graphie, 1936 (L. Lebvre, 1938, p. 275, con nota de R. Dion rectificando
una leyenda de dicha lámina); «Les principaux types de paysage rural», en
La campagne, obra bajo la dirección de R. Blais, 1939 (1940, p. 165);
«Grands traits d’une géographie viticole de la France», en Kevue d’Histoire
de la P h ilo so p b ieLilíc, 1944, y Publications de la Société de Géographie
de Lille, 1948-1949 (L. Febvre, 1947, pp. 284-287); «La part de la géo­
graphie et celle de l’histoíre dans l’explication de l’habitat rural du Bassin
Parisién», Publ. Soc. Géogr. de Lille, 1946 (L. Febvre, 1947, pp. 234-235).
F. Dovring, «Les méthodes de l’histoire agraire», en Annales, 1951, pp. 340-344.
R. Dumont, Voyage en France d'un agronotnc, 1951; Économie agricole dans
le monde„ 2.“ ed. 1954.
Lord Ernle, Histoire rurale de VAngleterrc, trad. por C. Journot de la 5.* edi­
ción, a cargo de A. D. Hall (1936), 1953 (CoL Le Paysan et la Terre).
D, Faucher, Géographie agraire, 1935, 2.* ed., 1949; Le paysan et la machine,
1954.
O, Festy, L’agriculture pendant la Révolution frangaise. Les conditions de
production et de récolte des cereales... (1789-1795), 1947 (Col Le Paysan et
la Terre). Dos continuaciones con el mismo título general: «Les journaux
d'agriculture et le progrés agricole (1789-an VIII)», en Revue d’Histoire
Économíque et Soáale, 1950, y L’utilisation des jachéres (1789-1795), 1950;
«L’agriculture frangaise sous le Consulaí», en Toute VHistoire de Napoleón,
n.° 12-14, agosto-octubre 1952.
A, Garrigou-Lagrange, Production agricole et économie rurale, 1939 (III, 1943,
pp. 114-115).
A. Grenier, Manuel d’archéologie gallo-romaine, t. II, c. 2: «L’occupation du
sol», 1934.
A, G. Haudricourt, L. Hédin, Vhomme et les plantes cultivées, 1944.
A. G. Haudricourt, M. Jean-Brunhes-Delamarre, Vhomme et la charrue, 1955.
F. Imberdis, «Le probléme des champs courbes», en Annales, 1951, pp. 77-81.
G. Lefebvre, Questions agraires au temps de la Terreur, 1932 (1932, pp. 519*
520), 2 ‘ ed. 1954.
Mgr. E. Lesne, Histoire de la propriéié ecclésiastique en France, t. I: 1910,
principalmente t. III: Vinventaire de la propriéié. Églises el trésors
des églises du commencement du VIII* a la fin du X ICsiécle, 1936 (1940,
pp. 79-80) y t. VI; Les églises el les monasléres, centres d’accueil, d’exploi-
tation et de peuplement, 1943.
G. Lizerand, Le régime rural de l’ancienne France, 1942 (III, 1943, p. 108);
Études d’histoire rurale, 1952.
R, Maspétiol, L'ordre éternei des champs. Essai sur l’histoire, l’économe et
les valeurs de la paysannerie, 1946,
Maurizio, Histoire de Valimentation végétale, trad. por el Dr. Gidon, 1930.
Ch. Parain, «La notion de régime agraire», Le Mois d'Etbnographie Frangaise,
noviembre 1950, pp. 95-99.
A. Perrin, La civilisation de la vigne, 1938.
Ch-E. Perrin, Les classes paysannes et le régime seigneurial en France du
debut du IX* á la fin du X IIIe siécle, 1941; La seignettrie rurale en France
et en Allemagne du début du IXe á la fin du X llF siécle, 1952. Cursos
profesados en la Sorbona y multicopiados.
H, Pirenne, en Histoire générale de G. Glotz, Le Moyen Age, VIII, n.° 1,
1933, c. III.
G. Roupnel, Histoire de la campagne frangaise, 1932 (L. Febvre, 1934, pp. 76-
81; 1941, p. 180); Histoire et destín, 1943 (F. Braudel, VI, 1944, pp. 71-77).
P. Rouveroux, Le métayage..., 1935 (III, 1943, p. 113),
E. Savoy, Lagricullure ¿ travers les ages..., t. I: Quelques problémes d'écono-
mie sociologique. Prolégoménes, 1935 (1936, p. 405); t. II: Premiére pério•
de. de Hammourabi a la fin de l’Empire romain, 1935; t. III: Vagricullure
au moyen áge} de la fin de VEmpire romain au XV I‘ siécle, por R, Grand y
R. Delatouche, 1951; t. IV: L'agricullure du XVIP á la fin du XVIII*
siécle, por E. Soreau, 1951.
H. Sée, Histoire économique de la France, t. I; Le moyen áge et Vanden
régime, 1939; t, II: Les temps modernes, con la colaboración de R. Schnerb,
1942; reed., 1951 (L. Febvre, IV, 1943, pp. 96-97).
Société Jean-Bodin pour l'hístoire compara tíve des institutions, fundada en
Bruselas en 1935. Recudís, t. I, Les liens de vassalilé et les immunités,
1936; t. II, Le servage, 1937; t. III, La tenure, 1938 (1939, pp. 438-440);
t. IV, Le domaine, 1949. Sobre Francia, comunicaciones de F. Olivier-Martin
(I), P. Petot (II, III), Ch,-E. Perrin (III, IV) y A. Dumas, «Le régime
domanial et la féodalité dans la France du moyen age» (IV).
E. Soreau, Ouvriers et paysans de 1789 a 1792, 1936.
Max. Sorre, Les fondements de la géographie húmame, en particular t. II:
Les tecbniques de production eí de trar.:\waiíon ¿es muñeres premieres,
1950, y t. III*. Uksbii&i. Cokc1u:íok gíKírili, 1552,
Moé, R. Btun, H. Maget, introducción de Marc Bloch, notas de R. Brun,
É. A. van Moé, A. Varagnac, Ch. Parain, Ch. Bost (1939, pp. 447-448).
E. Vandervynckt, Le remembrement..., 1937 (1940, p. 167; IV, 1943, pp. 85-86).
P. Veyret, Géograpbie de l'élevage, 1951,
Principales recopilaciones misceláneas que contienen estudios de historia y
geografía rurales francesas: Vranee méridionale et pays ibériques. Métanges
géograpbiques ojferts en hommage a Daniel Faucber, 1948; Mélanges Louis
líalphen, 1951; Mélanges géograpbiques ofjerts a Pjñlippe Arbos, 1953;
Hommage a Luden Febvre. Bventaii de l’bistoire vivante, entregado el 8 de
febrero de 1954; Mélanges géograpbiques ojjerts d Ernest Bénévent, 1954.

2. E s tu d io s de h is t o r ia rural r e g io n a l
(Figuran aquí los trabajos particularmente importantes y de interés general.
A lo largo del suplemento aparecen arados muchos otros.)
R. H. Andrews, Les paysans des Mauges au XVI11e siécle: étude sur la vie
rurale dans une región de l'Anjou, 1935 (1937, pp. 393-396).
J. Boussard, Le comté aÁnjou sous ilenri Plancagenet el ses jils, 11X1-1204,
1938; «La vie en Anjou aux xí‘ et xuc sléeles», en Le Moyen Age, 1950.
R. Bou truche, La crise d1une sodéié. Seigneurs et paysans du Bordelais pendant
la guerre de Cent Ans, 1947 (resumen en Armales, 1947, pp. 336-348);
Une société provine¿ale en lutle conire le régime féodal: l'atleu en Bordelais
et en Bazadais du X F au X V lir siécle, 1947; «Les courants de peuplement
dans FEntre-Deux-Mers [en Bordelaisj: étude sur le brassage de la popula-
tion rurale. Du x r au xvc siécle», en Anuales, 1935, pp. 13-37, «du xv*
au xxc siécle», 1935, pp. 124-154; «Aux origines d’une crise nobiliaixe:
donations pieuses et prariques successorales en Bordelais du xm* au XVIo
siécle», en Anuales, 1939, pp. 161-177, 257-277.
M. Braure, Lille et la Flandre wallone au XV IIP siécle,1932 (para la parte
urbana, G. Espinas, 1933, pp. 356-358).
R. Carabie, La propriété fonciére dans le tres anden droit normand (AiVXiiJ*
siécles), t. I, La propriété domaniale, 1943.
Abad M. Chaume, Les origines du úuebé de Bourgogne, principalmente 2*
parte, fase. 2, 1936 (rña. del fase. 3, 1932, pp. 503-504).
L. Chaumeil, «L’origine du bocage en Bretagne», en Bventaii del’histoire
vivante. Hommage á Luden Febvre, i, 1^53, pp. 163-185.
G. A. Chevaila2, Aspects de l ’agriculture vaudoise ■)la fin de l ’Ajicien Régime,
1949 (1951, p. 213).
R. Dartígue-Peyrou, La vicomté de Béarn sous lerégne d’Henrid’Albret(2517-
1555), 1934 (L. Febvre, 1935, pp. 191-194).
G. Debien, En Haut-Poitou. Dejricbeurs au travail,XV‘~XVlil‘ siécles, 1952
^Cahiers des Anuales, n.0 7),
mx l i ’í i 'U w i r u r jit s ,'j í” .;V 'a ¿ & ¿ ¿ u X \ IIP S ié cle ,
A. Deléage, La vie rurale en Bourgogne ¡usqu'au debut du X I' siécle, 1941
(II, 1942, pp. 45-55).
Ph. Dollínger, L’evolulion des c{asses rurales en Baviére depuis la fin de
Vépoque caroimgienne jusqu'au milieu du X II Ie siécle, 1949 (resumen dei
autor, 1949, pp, 331-339),
G. Duby, La société aux XI* et X IP siécles dans la región mdconnaise, 1953.
D. Faucher, «Polyculture ancíenne et assolement biennaí dans la France mé-
ridionale», en Kevue Géographique des Pyrénées et du Sud-Quesl, 1934
(1936, pp. 269-270).
L. Génicot, V économie rurale namuroise au bas moyen age, 1199-1429, t. 1;
La seigneurie fonciére, 1943 (L. Febvre, 1948, pp. 200-202).
N. P. Gratsianskií, Bourgoundskaia dercvna v X-XII etolctniakb (El pueblo
borgoñón de los siglos X a XII), Moscú, 1935 (1937, pp. 493-500).
Cb, Higounet, Le comté de Contminges des origines a la réutiion a la couronne,
1946; «La seigneurie rurale et l ’habitat en llou erg u e d u IX' au x n f siécle»,
en Annales du Midi, 1950.
R. Latouche, «Un aspect de la vie rurale dans le Maine au xi* et au xu*
siécles: letablissemcnt des bourgs», en Le Moyen Age, 1951 (II, 1942,
pp. 101-102); «Défrichement et peuplement rural dans le Maíne du ixe
au x i i i " siécle», ibid., 1948.
F. Lehoux, Le bourg Saint-Germain-des-Prés [en París] depuis ses origines
jusqu’á la fin de la Guerre de Cent Ans, 195L
Ch. Leroy, Paysans normands au X V lil* siécle, 1929 (1930, pp. 96-97, 100).
P. Luc, Vie rurale et pralique jur¿dique en Bretagne aux XIV* et XV ‘ siécles,
1943.
J. Maubourguet, Sarlat et le Périgord meridional, t. I: Des origines jusqu’en
1370, 1926; t. II: 1370-1453, 1930; t. III: 14534547, 1955, en especial
colonización de las tierras abandonadas tras la guerra de los Cien Años.
A. Meynier, «Champs et chemins de Brctagne», Conférences Universitaires de
Bretagne, 1942-1943 (L. Febvre, I, 1945, pp. 126-135); «Quelques énigmes
d’histoire rurale en Bretagne», Anades, 1949, pp, 259-267.
J. Millot, Le régime seigneurial en Prancbe-Comté au X V IIP siécle, 1937;
L’abolition des droits seignettriaux dans le département du Doubs et la
región comtoise, 1941 (P. Leuilliot, II, 1942, p. 108).
L. Musset, «Les domaines de 1epoque franque et les destinées du régime do-
manial [en Normandía] du ix“ au xr siécle», en Bull. de la Société des
Antiquaires de Normandie, 1942-1945.
F, Olívier-Martin, Histoire de la coutume de Paris, 1922-1930.
P. Ourliac, «Les villages de la región touiousaine au xnc siécle», en Annales,
1949, pp. 268-277.
Ch. Parain, La Mediterranée, les hommes el leurs travaux, 1936.
Ch.-E. Perrin, Recberches sur la seigneurie rurale en Lorraine d’aprés les plus
anciens censiers {X l‘-XIll siécles), 1935; Essai sur la fortune itmnobiliére
de Vabbaye alsacienne de Marmoutier aux X ‘ et X1‘ siécles, 1935 (sobre
esos dos vols., 1935, pp. 451-459); «Une ¿tape de la seigneurie: l’exploita-
tion de la reserve á Prüm, au ixe siécle», en Annales, 1934, pp. 450-466.
P. Recht, Les biens communaux du Hanuirois et leur partage a la fin du
’ X V IIP siécle, 1950 (P. Leuilliot, 1951, pp. 207-213).
J. Richard, Les ducs de Bourgogne et la formation du duché du XI* au XIV*
siécle, 1954.
M. Roblin, «L’habítat rural dans la vallée de la Garonne de Boussens á
Grenade», en Revue Géographique des Pyrénées et du Sud-Ouest, 1937;
Le terroir de Parts aux époques gallo-romaines et franque..,, 1951 (L. Feb­
vre, 1951, pp. 504-507).
U. Rouchon, La vie paysanne dans la Haute-Loire, 1933-1941.
O. de Saint-Blanquat, «Comment se sont crees les bastides du Sud-Ouest», en
Annales, 1949, pp. 278-289.
P. de Saint-Jacob, «Études sur I’ancienne communauté rurale en Bourgogne»
(pueblo, estructura del manso, alrededores del pueblo), en Annales de
Bourgogne, 1941 (1941, p. 184), 1943 y 1946; «Les grands problémes de
rhistoire des communaux en Bourgogne», ibid., 1948.
J. Schneider, La ville de Metz aux XIII* et XlVe siécles, 1950.
O. Tulippe, L'habitat rural en Seine-et-Oise: essai de géographie du peuplement,
1934 (1936, pp. 258, 260-266).
L. Verriest, Institutions medievales [del Hainaut], 1946, importante para la
cuestión de la servidumbre (R. Doehaerd, 1949, pp. 23-28).

3. P r in c ipa l e s estu d io s g eo g r á fic o s reg io nales


A. Allix, Un pays de haute mantagne. L’Oisans, étude géographique, 1929;
VOisans au moyen ¿ge. Étude de géographie historique en haute montagne,
1929 (Revue de Synthése, I, 1930, pp. 71-78; L Febvre, 1931, pp. 81-88).
A. Álbítreccia, La Corsé, son évolution au XIX* et au début du XX* siécle, 1942.
P. Arqué, Géographie du Midi aquitain, 1939 (1941, p. 109); Géographie des
Pyrénées Frangaises, 1943.
P. Birot, Étude comparee de la vie rurale pyrénéenne dans les pays de Pallars
(Espagne) et Couserans (France), 1937 (1941, p. 112).
J. Blache, Les massifs de la Grande-Chartreuse et du Vercors, 1931 (L. Febvre,
1933, pp. 393-397).
R. Blanchard, Les Alpes occidentales, 9 vols., 193S-1950.
E. Bruley, Géographie des pays de la Loire, 1937 (1938, p. 158).
H. Cavailles, La vie pastorale et agricole dans les Pyrénées des Gaves, de
l’Adour el des Nestes, 1931; La transhumance pyrénéenne et la circulation
des troupeaux dans les plaines de Gascogne, 1931 (1932, pp. 497-501).
G. Chabot, La Bourgogne, 1942 (L. Febvre, III, 1943, pp, 105-106).
P. Deffoníaines, Les homtnes et leurs travaux dans les pays de la moyenne
Garonne (Agenais, Bas-Quercy), 1932 (1934, pp. 81-85).
Max. Derruau, La grande Limagne auvergnate et bourbonnaise, 1949.
R. Dion, Le Val de Loire, 1934 (1934, pp. 472-474, 478, 480, 481-482, 485-488).
A. Durand, La vie rurale dans les massifs volcaniques des Dores, du Cezallier,
du Cantal et de VAubrac, 1946,
L. Gachón, Les Limagnes du Sud et leurs bordures montagneuses, 1939 (1941,
pp. 31-34).
M. Gautier, La Bretagne centrale, 1947.
A. Gibert, La Porte de Bourgogne el d'Alsace, 1930 (L. Febvre, 1932, pp. 389*
394).
P. George, La région du Bas-RhÓne, 1935 (L. Febvre, 1936, pp. 578*579);
Les pays de la Saóne et du Rbóne, 1941 (L. Febvre, 1941, pp. 107-108);
Géographie des Alpes, 1942 (L. Febvre, III, 1943, p. 105).
E. Juillard, La vie rurale dans la Basse-Alsace, 1953.
J. Laurent, L’Argonne et ses bordures, 1948.
Th. Lefebvre, Les modes de vie dans les Pyrénées atlantiques occidentales, 1933
(1934, pp. 470-472, 474-478, 484-485).
M. Le Lannou, Paires et paysans de la Sardaigne, 1941 (III, 1943, pp. 94-97).
P. Marres, Les grands Causses, 1936 (L. Febvre, 1936, pp. 576-578).
A. Meynier, A travers le Massif central: Ségalas, Levézou, Cbátaigneraie, 1931
(1932, pp. 493-497); Géographie du Massif central, 1935 (1936, pp, 318-319).
H. Onde, La Maurienne et la Tarentaise: étude de géographie physique, 1938;
L’homme et la nature intraalpine. Particularités du paysage végétal et
agricole en Maurienne et en Tarentaise, 1938.
L. Papy, La cóte atlantique de la Loire a la Gironde, 1940 (L. Febvre, 1942,
I, pp. 80-82).
Ch. Parisot, Lagriculture dans le Cantal, 1949.
A. Perpillou, Le Limousin: étude de géograpbie physique régionale, 1940; Car-
tographie du paysage rural limousin: essai dfutilisation rationnelle des do-
cuments cadastraux, 1940 (II, 1942, pp. 77-81).
J. Robert, La maison rurale permanente dans les Alpes jranqaises du Nord,
1939 (L. Febvre, 1940, pp. 262-264).
J, Sion, La France méditerranéenne, 1934.
Max. Sorre, Les Pyrénées, 1934.
G. y L. Trénard, Les Bas-Bugey, la ierre et les hommes, 1951.
J. L. F. Tricard, La culture fruitiére dans la région parisiennet 1949.
P. Veyret, Les pays de la Moyertne Durance alpestre.,., 1944.
Capítulo 1

LAS GRANDES ETAPAS


DE LA OCUPACIÓN DEL SUELO

1. LOS ORÍGENES

Cuando se inició el período que llamamos edad media, cuando,


lentamente, comenzaron a constituirse un Estado y una agrupación
social que pueden calificarse de franceses, la agricultura, en nuestro
suelo, era ya cosa milenaria. Los documentos arqueológicos dan ter­
minante testimonio de ello: innumerables pueblos, en la Francia de
hoy, tienen por antecesores directos asentamientos de cultivadores
neolíticos; sus campos, mucho antes de que ninguna hoz de metal
cortara una espiga, fueron cosechados con útiles de piedra.1 Esa pre­
historia rural, en sí misma, queda fuera del tema que aquí yo trato,
pero lo domina. Si tan a menudo nos encontramos en dificultades
para explicar, en sus diversas naturalezas, los principales regímenes
agrarios practicados en nuestras tierras, es porque sus raíces se hun­
den demasiado a fondo en el pasado; de la estructura profunda de
las sociedades que los originaron se nos escapa casi todo.
Bajo los romanos, la Galia fue una de las grandes zonas agríco­
las del Imperio. Pero se veían aún, en torno a los lugares habitados
y a sus cultivos, grandes extensiones de tierras yermas. Esos espacios
desocupados aumentaron hacia el final de la época imperial, cuando
en la Romanía turbada y despoblada se multiplicaban por todas par­

1. Cf. la excelente síntesis de A. Grenier, «Aux origines de réconomie


rurale», en Afínales d’H'tstoire Économique, 1930.
tes los agri deserti. Más de una vez, en pedazos de tierra que en la
edad media tuvieron que ser arrancados de nuevo a las brozas o al
bosque, o en otros en los que, aún hoy, no hay cultivos o, por lo
menos, casas, las excavaciones han revelado la presencia de ruinas
antiguas.
Vinieron las grandes «invasiones» de los siglos iv y v. Los bárba­
ros no eran muy numerosos, pero la propia población de la Galia
romana, sobre todo en esa fecha, permanecía sin duda muy por de­
bajo de la cifra actual. Además, estaba desigualmente repartida, y
los invasores, por su parte, 110 se establecieron en capas de densidad
uniforme por todo el país, de modo que su aportación, en conjunto
débil, debió resultar en ciertos sitios relativamente importante. En
algunas regiones fue lo bastante considerable como para que la
lengua de los recién llegados sustituyera finalmente a la del pueblo
vencido; así ocurrió en Flandes, donde el hábitat, tan concentrado
hoy y ya desde la edad media, parece que era en la época romana
bastante disperso, y donde, además, la fuerza y la cultura latinas
carecían del apoyo que en otros lugares les proporcionaban las ciu­
dades, allí escasas y poco pobladas. En un grado mucho menor, en
toda la Francia del norte, las hablas, que siguieron siendo funda­
mentalmente romances, atestiguan, en su fonética y su vocabulario,
una indiscutible influencia germánica, y lo mismo ocurre con ciertas
instituciones. Conocemos muy mal las condiciones de ese estableci­
miento. Hay, no obstante, un hecho cierto: so pena de correr los
peores peligros, los conquistadores 110 podían dispersarse. El examen
de los testimonios arqueológicos, y en especial el estudio de los
«cementerios bárbaros», prueba — lo que, por adelantado, era ya
evidente— que no cometieron ese error. Vivieron, asentados en la
tierra, en pequeños grupos, organizados probablemente cada uno
en torno a un jefe. Es verosímil que, más o menos mezclados entre
ellas colonos o esclavos procedentes de la población sometida, esas
pequeñas colectividades dieran origen a veces a nuevos centros de
hábitat, insertos en los viejos dominios galorromanos que la aristo­
cracia, de grado o por fuerza, había tenido que compartir con sus
vencedores.2 Es posible que superficies hasta entonces incultas o
que, por el hecho mismo de la invasión, habían quedado en ese esta-

2. C. Jullian, en Kevue des Éludes Anciennes, 1926, p. 145.


cío, fueran entonces explotadas de nuevo o por primera vez. De los
nombres de nuestros pueblos, un buen número data de esa época.
Algunos muestran que el grupo bárbaro era a veces un verdadero
clan, una jara-, son los Fére o La Fére,3 a los que corresponden, en
la Italia de los lombardos, formas exactamente análogas. Otros, mu­
cho más frecuentes, se componen de un nombre de persona ■ — de
jefe— en genitivo, que sigue a un término común como villa o villa-
re. Ejemplo: Bosonis villa, del que hemos hecho Bouzonville. Son
característicos el orden mismo de las palabras — el genitivo a la ca­
beza cuando en la época romana, en esos términos compuestos, iba
en segundo lugar— y, sobre todo, el aspecto netamente germánico
del nombre de persona. No es que los héroes epónimos de esos pue­
blos fueran siempre germanos. Bajo la dominación de los reyes bár­
baros, en las familias de vieja cepa indígena, lo que estuvo de moda
fue imitar la onomástica de los conquistadores. ¿Fue nuestro Boson
hijo de francos o godos?; no más, quizá, de lo que todos los Percy
o los William de los Estados Unidos son hoy hijos de anglosajones.
Pero es seguro que los nombres que designan esas aglomeraciones
son más recientes que las invasiones. Las aglomeraciones mismas,
en cambio, no necesariamente; está fuera de dudas que hubo luga­
res antiguamente habitados a los que se les cambió el nombre.
Hechas esas reservas, nada de ello quita que, allí donde en el mapa
se concentran apretadamente semejantes formas toponímicas, debe
suponerse que la afluencia de elementos humanos llegados de fuera
ejerció sobre la ocupación del suelo una influencia no despreciable.
Ese fue el caso de diversas zonas situadas, en general, al margen de
las principales ciudades, focos de la civilización romana, y especial­
mente de una región que, mediocremente valorada debido a su se­
quía por los agricultores de la prehistoria, es hoy una de las tierras
de trigo más ricas de Francia: la Beauce.
A lo largo de toda la época franca los textos hablan de rotura­
ciones. De un gran señor, el duque Ckrodinus, Gregorio de Tours
nos dice «que fundó villae (dominios rurales), plantó viñas, edificó
casas, creó cultivos». Carlomagno prescribía a sus intendentes que
desbrozaran en sus bosques los lugares favorables y no permitieran

3. A los ejemplos citados por A. Longnon, Les noms de lieux de la


France , 1920, n.° 875, añádase D. Faucher, Plaines et bassitts du Rbóne moyen,
p. 605, n. 2 (Rochemaure).
que los campos fueran de nuevo ocupados por el arbolado. Es difí­
cil abrir uno de esos testamentos de ricos propietarios tan valiosos
como fuente para la historia de esos tiempos sin encontrar mención
de edificios de explotación recientemente levantados o de tierras ga­
nadas nara el cultivo. Pero no nos equivoquemos: a menudo se tra­
ta, más que de verdaderas conquistas, de reocupaciones, tras esas
crisis locales de despoblación tan frecuentes en sociedades con cons­
tantes trastornos. Carlomagno v Luís el Piadoso, ñor ejemplo, pueden
acoger en Septimania — el balo Languedoc de hoy— a refugiados
españoles que, en las brozas y los bosques, crean nuevos centros agrí­
colas: es el caso deí tal Jean que, en las Cotbíeres, «en el seno de
un desierto inmenso», establece a sus colonos y siervos, primero en
la vecindad de «la Fontaine aux Jones» y luego cerca de las «Sources»
y de las «Huttes des Charbonniers».4 Y es que la zona, marca re­
conquistada a los sarracenos* fue devastada a fondo por largas gue­
rras. Incluso cuando tenía lugar realmente una ocupación nueva,
esas victorias del hombre sobre la naturaleza difícilmente llegaban a
compensar las oérdídas. Porque éstas eran numerosas y grandes. Des­
de principios del siglo ix, en los inventarios señoriales, la mención
de tenencias desocunadas (mansi o.bsi) se multiolica del modo más
alarmante: en los «colo.nazgos» {colon &es) de la iglesia de Lvon,
según un breve establecido antes del 816, más de una sexta parte
estaban en esa situación.5 Contra las devastaciones, constantemente
repetidas, continúa, también sin tregua, la lucha, y semejante esfuer­
zo es de por sí un buen testimonio de vitalidad; es difícil creer,
sin embargo, que el saldo fuera, en conjunto, favorable.
La batalla, a fin de cuentas, terminó con un fracaso. Tras el hun­
dimiento del imperio carolingío, los campos franceses se nos presen­
tan decididamente despoblados, v moteados de esoacios vacíos. Han
dejado de cultivarse muchos lugares antes explotados. Los textos de
la época de las roturaciones — que. a partir de 1050 más o menos,
había de seguir ni período de ocupación reducida que ahora estamos

4. Un venturoso nznr hfs hecho que noseamos aún sobre esas fundaciones
un materia! muy completo: Din!. Karol.. T, n.° 179: Histoire du Latizuedoc. t.
IT, 'principalmente n.° 34, 85, 112; r. V, n" 113; cf Bulletin de la Comission
Arcbéólogjque de Narhonne. 1876-1877.
5. Exactamente 257 sobre 1.239: A. Covilíe, Recherches sur Vhistoire de
Lyon, 1928, pp. 287 ss.
describiendo— son unánimes en mostrar que» cuando se reempren­
dió la tarea de hacer avanzar los campos, hubo primero que recon­
quistar el terreno perdido. «Adquirimos (en 1102) el pueblo de
Maisons (en la Beauce), que no era más que un desierto [ ...] lo
tomamos inculto, para roturarlo»: ese pasaje, que recojo al azar en
la crónica de los monjes de Morigny, puede servir para tipificar la
multitud de testimonios análogos que pueden encontrarse. Lo mismo
puede verse, en una reglón totalmente distinta, el Albigeois, y en
una fecha ya tardía (1195), por lo que manifiesta el prior de los hos­
pitalarios, que percibía censos del pueblo de Lacapelle-Ségalar: «cuan­
do fue hecho ese donativo, la villa de Lacapelle estaba desierta; no
había hombre ni mujer algunos: y estaba desierta desde hacía tiem­
po».6 Representémonos bien la imagen: en torno a los lugares habi­
tados — puñados de casas— , tierras cultivadas de escasa superficie;
entre esos oasis, enormes extensiones nunca surcadas por el arado.
Añádase que, como más adelante advertiremos mejor, los procedi­
mientos de cultivo condenaban a las propias tierras de labor a per­
manecer baldías un año por cada dos o tres, y a menudo varios años
seguidos. La sociedad de los siglos diez y once se basaba en una
ocupación del suelo extremadamente laxa; era una sociedad con un
tejido poco tupido, en la que los grupos humanos, de por sí peque­
ños, vivían lejos además unos de otros: es un rasgo fundamental, que
determina gran número de las características propias de la civiliza­
ción de esos tiempos. La continuidad, no obstante, no se rompió.
Por unos u otros sitios, es cierto, hubo pueblos que desaparecieron,
como esa villa de Paisson, en el Tonnerrois, cuyo término había de
ser roturado más adelante por los habitantes de un lugar vecino,
sin que la aglomeración llegara nunca a ser reconstruida.7 Pero la
mayor parte se conservan, con tierras más o menos mermadas. En
algunos sitios las tradiciones técnicas sufrieron un cierto eclipse: los
romanos consideraban el margado una verdadera especialidad de los
pictos, v en el Poitou no volverá a aparecer hasta el siglo xvr. En lo
esencial, sin embargo, los viejos procedimientos se fueron transmi­
tiendo de generación en generación.

6. C. Brunel, Les plus anciennes chartes en languc proveníale, 1926, n * 292.


1. M. Quantin, Cartulaire général de l’Yonne, 1854, t. I, n.° CCXXXIII.
2. La é p o c a d e las g randes r o tu r a c io n es

Por los alrededores del ano 1050 — un poco antes, quizás, en


algunas regiones particularmente favorecidas, como Normandía o
Flandes, y un poco más tarde en el resto— se abrió una nueva era,
que no había de terminar hasta finales del siglo x m : la de las gran­
des roturaciones; según todas las apariencias, en ella tuvo lugar eí
mayor incremento de la superficie de cultivo de que nuestro suelo
ha sido escena, desde los tiempos prehistóricos.
En ese poderoso esfuerzo, el episodio más inmediatamente per­
ceptible es la lucha contra el árbol.
Ante él, durante mucho tiempo, la labranza había vacilado. Fue
en las extensiones arbustivas o herbáceas, en las estepas y Iandas,
donde los agricultores neolíticos, favorecidos probablemente por un
clima más seco que el de hoy, establecieron preferentemente sus pue­
blos;8 la desforestación habría impuesto a sus mediocres instrumen­
tos una tarea demasiado ardua. Desde entonces, sin duda, se había
hecho mella en muchas frondosidades, bajo los romanos y aún en Ja
época franca. Fue, por ejemplo «a costa de los espesos bosques»
(de densitate silvarum) como, hacia principios del siglo ix, entre el
Loira y el Aléne, el señor Tancréde conquistó la tierra del nuevo
pueblo de La Nocle.9 Sobre todo el bosque de la alta edad medía,
el bosque de la antigua Francia, en general, incluso sin calveros de
cultivo, distaba mucho de permanecer inexplorado o vacío de
hombres,10
Había todo un mundo de «gentes que vivían del bosque» (los
boisilleurs), a menudo sospechosas para los sedentarios, que lo re­

8. Cf., sobre Alemania, las hermosas investigaciones de R. Gradmann, últi­


mamente en los V'erhandlungen und Wissenschaftlicben Abhandlungen des
2) d. Geographcntags (1929), 1930; sobre Francia, claro está, Vidal de la
Blache, Tablean de la France, p, 54.
9. A. de Charmasse, Cartulaire de Véglise d'Autun, t. I, n.° XLL
10. Principales obras sobre el bosque (aparte de las obras de conjunto
señaladas en la «Orientación bibliográfica» y de diversas monografías útiles,
pero que alargarían excesivamente la cita): A. Maury, Les ¡oréis de la Gatde
et de Vancienne France, 1867; G. Huffel, Économie foreslibre, 2 tomos en
3 vols., los dos primeros, 2.* ed. 1910 y 1920, y el tercero, 1.* ed. 1919; L. Bou-
try, «La forét d’Ardenne», Annales de Géographie, 1920; S. Deck, Étude sur
la forét d’Eu, 1929 (cf, Annales d‘Histoire Économique, 1930, p. 415); R. De
Maulde, Étude sur la condition forestiére de VOrléanais.
corrían y construían en él sus cabañas: eran los cazadores, carbone­
ros, herreros, buscadores de miel y de cera silvestres (los «bigres»
de los viejos textos), los hombres dedicados a hacer cenizas, que se
utilizaban para la fabricación del vidrio o del jabón, y los arrancado­
res de cortezas, que servían para curtir los cueros o incluso para
trenzar cuerdas. Todavía a finales del siglo xn, la señora de Valois
mantiene en sus bosques de Very a cuatro sirvientes: uno es un ro­
turador (estamos ya en el momento de las roturaciones), y de los
otros tres, uno es un trampero, el otro un arquero y el último un
«cenizador». La caza, a la sombra de los árboles, no era únicamente
un deporte; abastecía de cuero las tenerías urbanas o señoriales y los
talleres de encuadernación de las bibliotecas monásticas, y proveía
todas las mesas, y también los ejércitos: en 1269, Alfonso de Poitiers,
que se preparaba para la cruzada, dio orden de matar en sus vastos
dominios forestales de la Auvergne gran número de jabalíes, para
llevar a «ultramar» su carne salada. A los habitantes de los lugares
próximos, el bosque, en esos tiempos menos alejados que hoy de los
antiguos hábitos de recolección silvestre, les ofrecía una abundancia
de recursos de la que no podemos ya hacernos idea. A él acudían,
claro está, para buscar la madera, mucho mas indispensable para la
vida que en nuestros tiempos de hulla, petróleo y metal: leña para
calentarse, antorchas, materiales de construcción, tablillas para las
techumbres, empalizadas de los castillos, zuecos, manceras de arado,
útiles diversos y haces de ramas para consolidar los caminos. Le
pedían, además, todo tipo de productos vegetales: los musgos u
hojas secas del sotabosque, los hayucos para exprimir el aceite, el
lúpulo silvestre, los ásperos frutos de los árboles en libertad — man­
zanas, peras, alisos, endrinas— y esos mismos árboles, perales o
manzanos, que eran arrancados para plantarlos luego en los huertos.
Pero el principal papel económico del bosque estaba en otra cosa,
en algo en lo que, en nuestros días, hemos perdido la costumbre de
buscarlo: por sus hojas frescas, sus brotes jóvenes, la hierba de los
sotabosques, sus bellotas y sus hayucos, servía, ante todo, como te­
rreno de pasto. El número de cerdos que sus diversas zonas podían
alimentar fue, durante largos siglos, aparte de cualquier agrimensura
regular, la medida más ordinaria de su extensión, Las gentes de los
pueblos lindantes enviaban allí su ganado, y los grandes señores man­
tenían fijos grandes rebaños, y verdaderos acaballaderos. Esas hordas
de animales vivían casi en estado natural. Todavía en el siglo xvi
— pues esas prácticas se mantuvieron por mucho tiempo— el señor
de Gouberville, en Normandía, parte hacia sus bosques en busca de
sus animales, y no siempre los encuentra; en una ocasión, no en­
cuentra al toro «que cojea» y «que no ha sido visto desde hace
dos meses», y otro día sus criados consiguen coger dos «asnos lo­
cos [ ...] que no se había logrado coger desde hacía dos años».13
Esa utilización bastante intensa, y en cualquier caso muy de­
sordenada, había reducido progresivamente la densidad deí monte.
Piénsese únicamente en cuántos hermosos robles debían morir al
quitárseles la corteza. Aunque Heno de troncos muertos y a menudo
de matojos que lo hacían difícilmente penetrable, el bosque, en los
siglos x i y x ii no dejaba de ser en algunos sitios bastante poco
denso. Cuando el abad Suger quiso escoger en el Iveline doce bue­
nas vigas para su basílica, sus guardabosques dudaron del éxito de
la búsqueda, y él mismo no estuvo lejos de atribuir a un milagro el
feliz hallazgo que, finalmente, coronó su empresa,12 Así, mermando
o debilitando el arbolado, el diente de los animales y la mano de
los que utilizaban el bosque habían preparado, desde mucho antes,
la obra de la roturación. No obstante, en la alta edad medía, las
grandes frondosidades quedaban todavía tan aparte de la vida co­
mún que, ordinariamente, no entraban en la organización parroquial
cuyo entramado se extendía a toda la zona habitada.
En el siglo x n, e igualmente en el x i ii, hay una activa preocupa­
ción por hacerlos entrar de nuevo en ella. Y es que por todas partes
se hacen sitio cultivos que hay que someter al diezmo, y se estable­

11. Me limito a algunas referencias a propósito de los detalles que no


son rigurosamente del dominio común: corteza (de tilo) «ad faclendum cordas»:
Arch. Nat., S 275 n.° 13; los sirvientes de la señora de Valois: B. Guérard,
Cartulaire de l’église de Notre-Dame de Parts, t. I, p. 233, n.° XXV; la caza
y las bibliotecas: Dtpl. Karolina, I, n.° 191; la caza de Alfonso de Poitíers:
H. R. Riviére, Histoire des institutions de VAuvergne, 1874, t. I, p. 262, n.° 5;
el lúpulo: Volyptyque de Vabbaye de Montierender, c, XIII, ed. Ch. Lalore,
1878, o Ch. Lalore, CoÜection des principaux cartulaires du diocése de Troyes,
t. IV, 1878; manzanos y perales: J. Garnier, Chartes de communes et d'affran-
chissements en Bourgogne, 1867, t. II, n.° CCCLXXIX, c, 10; Ch. de Beaure-
paíre, Notes et documents concernant Vétat des campagncs de la Haute-Nor-
mandie, p. 409; los rebaños forestales del señor de Gouberville: A. Tollemer,
Journal manuscrit d’un sire de Gouberville, 2* ed., 1880, pp. 372 y 388;
sobre las vaquerías y acaballaderos, cf. H. Du Halgouet, La vicomté de Roban,
1921, t. I, pp. 37, 143 ss.
12. De consecratione ecclesiae S. Dyonisii, c. III.
cen labradores. En las mesetas, las laderas de las colínas y las llanu­
ras de aluvión se los ataca con el hacha, el podón o el fuego. Fueron
muy pocos, a decir verdad — si es que alguno hubo— , los que de­
saparecieron del todo. Pero muchos quedaron hechos trizas. A me­
nudo, al perder su individualidad, perdieron, poco a poco, su nom­
bre. Antes cada una de esas manchas oscuras de enmedio del paisaje
agrario, como los ríos y los principales accidentes del relieve, tenía
su lugar particular en un vocabulario geográfico cuyos elementos se
remontaban, en muchos casos, más atrás que las lenguas que han de­
jado su recuerdo en la historia. Se hablaba del Biére, el Iveline, el
Laye, el Gruye, el Loge; a partir del final de la edad media, para
nombrar los fragmentos de esas viejas entidades, no se hablará ya
más que de los bosques de Fontainebleau, de Rambouillet, de Saint-
Germain, de Marly o de Orleans; una etiqueta tomada de una ciudad
o de un pabellón de caza (es sobre todo como terreno de caza real o
señorial como el bosque se imprime ahora en las imaginaciones) ha
sustituido la vieja palabra, resto de lenguajes olvidados. Poco más
o menos hacia la misma época en que se desgarraba el manto arbó­
reo de los llanos, subían los campesinos de los valles del Dauphiné
al asalto de los bosques alpinos en los que, desde dentro, hacían ya
mella las fundaciones de monjes eremitas.
No caigamos, sin embargo, en imaginar a los roturadores ocu­
pados únicamente en desenterrar troncos. También les vieron en
acción las marismas, especialmente las de la zona marítima de Flan-
des y del bajo Poitou, e igualmente los numerosos espacios incultos
ocupados hasta entonces por matorrales e hierbajos. Es contra los
zarzales, matas y helechos y todas «esas plantas molestas aferradas a
las entrañas de la tierra» contra lo que la ya citada crónica de
Morigny nos muestra que luchaban encarnizadamente los campesi­
nos, con el arado y el azadón. Al parecer, esas extensiones descu­
biertas fueron incluso, a menudo, lo que primero abordó la rotura­
ción;13 la guerra contra el bosque llegó luego, en segundo lugar.

13. Emplearé a partir de ahora corrientemente las palabras essart¡ essar-


tage) etc. (roza, rozamiento), en su sentido medieval, que equivale simplemente
al de défricbement (roturación), [N. de en la versión castellana se utilizan
preferentemente el término roturación y los de su misma raíz, para traducir
tanto défricbement como essart y sus derivados.] El propio término no indica
sí la roturación era definitiva —que es el caso de las roturaciones (essarts) &
las que me refiero aquí— o temporal, como las que encontraremos en el
Esos conquistadores de la tierra formaban frecuentemente nue­
vos pueblos, construidos en el corazón mismo del desbroce; eran,
o bien aglomeraciones espontáneas, como esa aldea de Froideville,
a la orilla del arroyo de l’Orge, cuya formación en los cincuenta años
anteriores nos muestra casa por casa una curiosa encuesta de 1224,14
o bien, más a menudo, creaciones debidas en todos sus elementos a
algún señor emprendedor, A veces el examen del mapa bastaría para
revelar, a falta de otros documentos, que tal o cual centro de hábi­
tat data de esa época: las casas se agrupan en una forma regular,
más o menos ajedrezada, como en Villeneuve-le-Comte, en Brie,
fundada en 1203 por Gaucher de Chatillon, o en las «bastidas» del
Languedoc; o bien — en zona de bosque sobre todo— se alinean
con sus cercados a lo largo de un camino expresamente abierto, y los
campos se extienden, en forma de espina de pescado, a uno y otro
lado de ese eje central, como, en Thiérache, la aldea del Bois-Saint--
Denis o, en Normandía, en el gran bosque de Aliermont, esos pue­
blos extraordinarios levantados por los arzobispos de Rouen en las
dos ramas de una interminable carretera.15 Pero a veces faltan esos
indicios: las casas se apiñan como al azar y la tierra de cultivo, por
la disposición de las parcelas, no se distingue en nada de la de los
términos vecinos. A quien ignorara que Vaucresson, en un pequeño
valle al sur del Sena, fue fundado por Suger, el plano parcelario no
le diría nada sobre ello. A menudo lo que resulta revelador es el
nombre. No siempre, claro está, Más de una aglomeración totalmente
nueva prolongó simplemente el nombre del lugar inculto sobre el que
se construyó, como por ejemplo Torfou, cuyo único epónimo era el
hayal en el que Luis VI había asentado a los roturadores. Pero ordi-

capítulo siguiente y que a veces abrieron el camino a la explotación perma­


nente. Sería abusivo querer restringir el empleo de essarts —como parece pro­
ponerlo J, Blache en un artículo por otra parte muy interesante (Revue de
Géographie Alpine 1923)— al segundo de los sentidos señalados.
14. Arch. Nat., S 206; cf, B. Guérard, Caríulaire de Notre-Dame de París,
c. II, p. 307, n.° I.
15. Cf. el mapa que da J. Sion, Les paysans de la Normandie Orientóle,
fig. 14, y sobre todo, respecto a la disposición de las parcelas, el admirable
plano del condado de Aliermont, 1752, según un original de 1659, Arch. Seine-
Inférieure, planos, n.° 1. Son los Waldhufendorfer de los historiadores alema­
nes. Puede hacerse una comparación con el mapa de una roturación china en
J. Sion, L’Aste des Moussons, t. I, 1928, p, 123. La disposición de las parcelas
es allí muy semejante, pero las casas no están alineadas.
nanamente se escogieron términos más expresivos. A veces éstos
recuerdan, sin ambigüedades, el hecho mismo de la roturación — como
Essarts-le-Roi— o el carácter reciente del poblamiento —-Villeneuve,
Neuville— ,i6 frecuentemente con un determinativo que se refiere, o
bien al carácter del señor — Villeneuve-l’Archevéque— , o bien a
algún rasgo llamativo y a veces idílico del paisaje: Neuville-Chant-
d'Oisel.17 A veces, oportunamente, esos términos ponen el acento
en las ventajas ofrecidas a los habitantes: Francheville, Sauvetat. En
otras ocasiones es el fundador quien bautiza a su criatura con su
propio nombre: Beaumarchés, Libourne. O también, como más tar­
de habían de hacerlo tantos colonos de ultramar, se buscaba para el
nuevo pueblo algún ilustre padrinazgo en países antiguos: Damiatte
(Damiette, nombre de ciudad y de batalla), Pavía, Fleurance (Flo­
rencia). Del mismo modo que en los Estados Unidos hay no menos
de diez poblaciones llamadas París, y que en el valle del Mississipi
están hoy juntas Menfis y Corinto, a principios del siglo x m el
Bearn vio levantarse, junto al pueblo de Gante, el de Brujas, y hacia
la misma época, en los húmedos bosques de la Puisaye, entre el
Loira y el Yonne, un señor, que quizás había estado en la cruzada, le­
vantó unos junto a otros los pueblos de jerusaiem, Jericho, Nazareth
y Bethphagé.18
Algunos de esos lugares de reciente fundación se convirtieron en
burgos importantes, e incluso en ciudades. Muchos, en cambio, no
pasaron de un tamaño bastante pequeño, sobre todo en los viejos
bosques, y no fue por incapacidad para desarrollarse, sino porque
el mismo modo de población así lo implicaba. Por el bosque el trán­
sito era difícil, y quizá peligroso, A menudo los roturadores consi­
deraban provechoso repartirse en grupos poco numerosos, cada uno
de los cuales recortaba entre los árboles unas tierras de escasa ex­
tensión. Entre las desnudas llanuras de la Champagne y de la Lorena,

16. Pero ciertas «viüanuevas» son muy anteriores al siglo XI, francas, o
quizá romanas. Villeneuve-Saint-Georges, cerca de París, era un pueblo bas­
tante grande ya desde Carlomagno.
17. Hoy oficialmente, Neuville-Champ-d’Oisd; pero un documento de
san Luis, que no debe ser muy posterior a la fundación (L. Delisle, Cartulaire
normandy n.° 693), da efectivamente Noveville de Cantu Avis.
18. Vathaire de Guerchy, «La Puisaye sous les maisons de Toucy et de
Bar», Ballet, de la Soc. des Sciences Historiques de VYonne, 1925, p. 164:
las cuatro localidades (la última con la grafía «Betphaget»), aldeas del muni­
cipio de St. Verain.
en las que el hábitat es de los más concentrados, la Argonne inter­
pone aún hoy la marquetería de sus menudos pueblos del bosque.
En los bosques del sur de París había una parroquia formada por
varias pequeñas aglomeraciones que, en característica alternancia,
llevaba indistintamente los nombres de Magny-les-Essarts y Magny-
les-Hameaux. Parece realmente como si hacia el final de la época
romana, en la alta edad media, los hombres, en una gran parte de
Francia, hubieran tenido tendencia, más que en el pasado, a apre­
tarse unos contra otros; entre los lugares habitados que entonces1
desaparecieron varios eran caseríos, viculi, y sabemos que a veces
fueron abandonados por razones de seguridad.15 Las grandes rotu­
raciones volvían a hacer que se dispersaran los cultivadores.
Advirtámoslo bien, sin embargo: quien dice aldea dice aún há­
bitat de agolpamiento, por restringido que sea el grupo. La casa
aislada es otra cosa totalmente distinta; supone otro régimen social
y otras costumbres, y la posibilidad y el gusto de evitar la vida co­
lectiva, el codo a codo. La Galia romana ia conoció quizá, pero hay
que observar de todos modos que las villae dispersas por los cam­
pos, cuyas huellas ha encontrado la arqueología, reunían un número
de trabajadores sin duda bastante importante, quizás alojándolos en
cabañas dispuestas en torno a la morada del dueño, débiles cons­
trucciones cuyos restos pueden muy bien haber desaparecido.2^ En
todo caso, desde las invasiones, esas villae habían quedado destrui­
das o abandonadas. Incluso en las regiones en las que, como veremos
más adelante, no se llegó a conocer el pueblo grande, los campesi­
nos de la alta edad media vivían en pequeñas colectividades, levan­
tando sus cabañas unas junto a otras. Quedaba reservado para la
era de las roturaciones el ver levantarse, además de los nuevos pue­
blos o aldeas, «granjas» apartadas (la palabra granja, hoy con un
sentido más amplio, designaba entonces el conjunto de edificaciones
de una explotación). Muchas de ellas fueron obra de grupos monás­
ticos, y no de las viejas fundaciones benedictinas, constructoras de
pueblos, sino de nuevas formaciones religiosas, nacidas del gran mo­
vimiento místico que marcó con su ello las postrimerías del siglo xi.

19. Por ejemplo, Guérard, Cartulaire de Vabbaye Saint-Pére de Charires,


t. I, p. 93, n.° I.
20. Por otra parte, no siempre han desaparecido del todo. Cf. F. Cumont,
Commeni la Belgique fut romanisée, 2,* ed., 1919, p. 42.
Los monjes de ese tipo eran grandes roturadores, porque huían del
mundo. A menudo había ermitaños no pertenecientes a ninguna co­
munidad regular que, en los bosques en los que se refugiaban, em­
pezaban a abrir algunos cultivos; de ordinario, esos independientes
acabaron por entrar en los cuadros de órdenes oficialmente recono­
cidas. Pero incluso esas órdenes estaban penetradas por el espíritu
eremita. De sus reglas puede tomarse como tipo la de la más ilus­
tre, la orden cisterciense. Nada de rentas señoriales: el «monje
'blanco» debe vivir de sus manos. Y un aislamiento ferozmente res­
petado, por lo menos al principio. Como la propia abadía, siempre
levantada lejos de los lugares habitados — casi siempre en un pe­
queño valle con arbolado cuyo arroyo, gracias a una adecuada re­
presa, proporciona los víveres necesarios para la observancia de las
vigilias— , las «granjas», diseminadas en torno a ella, evitan la proxi­
midad de las moradas campesinas. Se establecen en «desiertos» en los
que los religiosos, ayudados por sus hermanos legos, y también,
muy pronto, por sirvientes asalariados, trabajan algunos campos. Al­
rededor se extienden tierras de pasto, pues la orden posee grandes
rebaños, sobre todo de ovejas; a esas vastas explotaciones, que los
estatutos prohibían dividir en tenencias, y a una mano de obra forzo­
samente limitada, se adecuaba mejor la ganadería que el cultivo. Pero
nunca, o casi nunca, se convierte la granja, como tampoco el mo­
nasterio, en centro de una «villa nueva»; eso sería, al mezclar a los
monjes con laicos, violar el fundamento mismo de la institución cis­
terciense. Así, una idea religiosa determina una forma de hábitat.
También en otros lugares se crearon explotaciones aisladas, quizás
a imitación de las fundaciones monásticas. No parece que fueran obra
nunca de simples campesinos. Fueron establecidas, en su mayor parte,
por ricos patrocinadores de roturaciones, menos obedientes que los
humildes a los hábitos comunitarios; es el caso de ese deán de Saint-
Martin que, en 1234, en el bosque de Vernou, levantó la bella granja
cuya viva descripción nos ha conservado el cartulario de Notre-Dame
de París, cuidadosamente rodeada por un buen muro, dotada de una
prensa y protegida por una torre.21 Todavía en nuestros días, en nues­
tros campos, a alguna distancia de los pueblos, no es nada raro en­
contrar grandes casas de labranza que, por algún detalle de arquitec­

21. Guérard, Caríulaire de Notre-Dame de Paris, t. II, p. 236, n.° XLIV.


tura — un muro anormalmente grueso, una torrecilla o la forma de
una ventana— , reveían su origen medieval,
Pero sería subvalorar la obra de roturación creería reducida a los
alrededores de nuevos centros de hábitat. Las tierras trabajadas des­
de antiguo en torno a seculares aglomeraciones también se agran­
daron, por una especie de crecimiento regular; junto a los campos
labrados por los antepasados, se abrieron otros nuevos, conquistados
a las Iandas o a pequeños bosques. El buen cura de La Croix-en-Bríe
que, hacia 1220, escribió la novena ramificación del Román de
Renart, sabía muy bien que, en esa fecha, todo villano acomodado
tenía su nueva roza, su «novel essart». Ese trabajo lento y paciente
ha dejado en los textos huellas menos destacadas que las fundacio­
nes de «villas nuevas». No obstante, sí que se transparenta a través
de ellos, sobre todo a la luz de los conflictos que provocaba la impo­
sición de los diezmos sobre esos «novales». Con certeza, una parte
considerable, quizá la que más, de las tierras ganadas para el cultivo
se conquistó en el radio de acción de los antiguos pueblos, y por
obra de sus habitantes.

Cuando los estudios de detalle de que estamos aún faltos hayan


sido realizados, observaremos sin duda, en esa conquista por el ara­
do, grandes diferencias regionales: diferencias de intensidad y dife­
rencias, sobre todo, de fechas. La roturación fue acompañada en al­
gunos lugares por movimientos migratorios, de las zonas pobres a
las zonas ricas o de las zonas en las que el cultivo no encontraba
ya nada útil que explotar hacia aquéllas en las que abundaban aún
las tierras buenas. En los siglos x ii y x m hay lemosines y luego bre­
tones que van a establecerse a la región de bosques situada en la
margen izquierda del bajo Creuse, y gentes de Sintonge que ayudan
a colonizar Entre-Deux-Mers.22 Por el momento lo único que pode­
mos es entrever algunos grandes contrastes. El más notable opone,
al conjunto de Francia, el sudoeste. Allí, como es visible, el movi­
miento empezó más tarde y se prolongó más tiempo que, por ejem­
plo, en las tierras del Sena y del Loira. ¿Por qué? Según todos los

22. E. Couzot, «Cartulaire de La Merci-Dicu», en Arch. Historiques du


Poitou, 1905, n.° VIII, CCLXXI, CCLXXV, Arch. de la Gironde, Jnv. som•
maire, Série H, t. I, p. vn.
indicios, es del otro lado de los Pirineos donde hay que buscar la
clave del enigma. Para poblar ios inmensos espacios vacíos de la
península ibérica, especialmente en los límites de los antiguos emi­
ratos musulmanes, los soberanos españoles tuvieron que recurrir a
elementos extranjeros; numerosos franceses, atraídos por las ven­
tajas que ofrecían la cartas de «poblaciones», cruzaron las monta­
ñas, los «puertos». Sin duda la mayor parte procedían de las zonas
inmediatamente limítrofes, sobre todo de la Gascuña. Ese traslado
de mano de obra, naturalmente, en los lugares de donde salió la
emigración, retrasó el desarrollo de la colonización interior.
Ahora bien, y la observación precedente bastaría para recordár­
noslo, tocamos ahí un fenómeno de amplitud europea. La riada
de colonos alemanes o de los Países Bajos hacia la llanura eslava, la
explotación de los desiertos de la España del norte, el desarrollo
urbano en toda Europa, tanto en Francia como en la mayor parte
de países de alrededor suyo, y la roturación de enormes superficies
hasta entonces incapaces de dar nada que cosechar son otros tantos
aspectos de un mismo impulso humano. La característica particular
del movimiento francés, en comparación, por ejemplo, con lo que
puede observarse en Alemania, radicó sin duda — dejando aparte la
Gascuña— en haber sido casi totalmente interior, sin más corriente
de salida al exterior que la escasa emigración de las cruzadas o algu­
nas salidas aisladas, bien hacia las tierras de conquista normanda, bien
hacia las ciudades de la Europa oriental, en especial de Hungría.
Los hechos, en suma, están claros. Pero ¿y la causa?
Desde luego, las razones que llevaron a los principales poderes
de la sociedad a favorecer el poblamiento no tienen nada que resulte
muy difícil de penetrar. Los señores, en general, tenían interés en
que se hiciera, porque de las tenencias nuevas o agrandadas obtenían
nuevos censos; de ahí la concesión a los colonos, como incentivo, de
todo tipo de privilegios y franquicias, y a veces el despliegue de un
verdadero esfuerzo de propaganda: en el Languedoc hubo heraldos
que recorrieron la región anunciando al son de la trompa la fun­
dación de las «bastidas».23 De ahí también esa especie de borrachera
megalómana que parece que embargó a ciertos fundadores, como al

23. Curie-Seímbres, Essai sur les villes fondées dans le Sud-Ouesit 1880,
p. 297.
abad de Grandselve, al prever, un día, el establecimiento de mil casas,
además de otras tres mil en otro sitio.24
A esos motivos, comunes a toda la clase señorial, los señores
eclesiásticos añadían otros, característicos suyos. Para muchos de
ellos, desde la reforma gregoriana, gran parte de su fortuna consis­
tía en diezmos; éstos, proporcionales a la cosecha, rendían tanto más
cuanto más extensos fueran los cultivos. Sus dominios se formaban
a golpes de limosna, pero no todos los donantes eran lo bastante
generosos como para ceder con gusto tierras cultivadas, y a menudo
era más fácil obtener espacios incultos que luego la abadía o el capí­
tulo hacía roturar. La roturación exigía, de ordinario, una inversión,
probablemente anticipos a los cultivadores y en cualquier caso la
agrimensura de la tierra y, si se trataba de una explotación reservada
al señor, su casa. Las grandes comunidades disponían, en general, de
tesoros bastante bien provistos, que era muy adecuado emplear de
ese modo. O, si la propia comunidad no podía o no quería hacerlo,
podía encontrar sin demasiadas dificultades los recursos necesarios
en uno de sus miembros o en algún clérigo amigo que, mediante
un honesto beneficio, se encargaba de la operación. Aunque menos
extendidos en Francia que en Alemania, los contratistas de rotura­
ciones tampoco fueron allí, no obstante, un tipo social desconocido.
Muchos fueron hombres de Iglesia; en la primera mitad del siglo xm
dos hermanos que habían de alcanzar las más altas dignidades del
clero francés, Aubri y Gautier Cornu, tomaron así en contrata — sin
perjuicio de distribuir luego lotes a subcontratistas—> la roturación
de numerosas tierras recortadas de los bosques de Brie. El estado de
los documentos no permite medir exactamente, en la gran obra de
puesta en explotación de tierras yermas, la parte correspondiente a
los prelados o religiosos y la de los barones laicos. Pero que el papel
de los primeros fue de la mayor importancia es cosa que no puede
dudarse; los clérigos tenían más perseverancia y más amplias miras.
Finalmente, sobre los reyes, los jefes de los principados feudales
y los grandes abades pesaron aún otras consideraciones, además de
las que acabamos de ver. Estaba el problema de la defensa militar:
las «bastidas» del mediodía, villas nuevas fortificadas, protegían en
esa zona en disputa los puntos de apoyo de la frontera francoinglesa.

24. Bibl. Nat., Doat 79, fol. 336 v.° y 80, fol. 51 v.°.
Estaba también el problema de la seguridad pública: quien dice^ po­
blación concentrada dice más difícil bandidaje. Varios documentos
expresan abiertamente, como motivos de las fundaciones, el deseo de
atacar con el hacha un bosque hasta entonces «guarida de ladrones»
(repaire ele larrons) o el de asegurar «a los peregrinos y viajeros»
un paso apacible por un paraje desde tiempo atrás infestado de mal­
hechores.25 En el siglo x u , a lo largo del camino de París a Orleans,
eje de la monarquía, los capelos multiplicaban los nuevos centros
de hábitat, y lo hicieron por la misma razón que los reyes de España
en el xvm , a lo largo de la ruta que unía Madrid con Sevilla, de
tan mala reputación,26
Ahora bien, ¿qué nos enseñan esas observaciones? Aclaran el
desarrollo del fenómeno, no su punto de partida. Porque, a fin de
cuentas, para poblar hacen falta ante todo hombres, y para roturar
(a falta de grandes progresos técnicos, desconocidos, desde luego,
en los siglos XI y x n ) nuevos brazos. En el origen de ese prodigioso
salto adelante en la ocupación del suelo es imposible situar otra cosa
que no sea un fuerte crecimiento espontáneo de la población. Por
ese lado, a decir verdad, no se da más que en posponer el problema
y, en el actual estado de las- ciencias del hombre, hacerlo casi inso-
luble. ¿Quién, hasta ahora, ha explicado jamás verdaderamente una
oscilación demográfica? Contentémonos, pues, con advertir el hecho.
En la historia de la civilización europea en general y de la civiliza­
ción francesa en particular pocos hay que hayan tenido mayores
consecuencias. Entre los hombres, a partir de entonces más próximos
unos a otros, los intercambios de todo tipo — materiales y también
intelectuales— se hacen sin duda más fáciles y más frecuentes que
en ningún momento de nuestro pasado, ¡Qué fuente de renovación
para todas las actividades! Bédier ha hablado en algún lugar de ese
siglo, que en Francia, vio «la primera vidriera, la primera ogiva y

25. Curíe-Seímbres, pp. 107 y IOS; J. Maubourguet, Le Périgord Méri-


diond, 1926, p. 146; Suger, De rebus in adnúniUratione sita gestis, c, VI; G.
Desjardins, Cartulaire de Vabbaye de Conques, n.° 66.
26. R. Leonhard, Agrarpolilik ttnd Agrarrefonn in Spanien, 1909, p. 287.
Cuando los censos reclamados por el abad de Saint-Germain-des-Prés, bajo
Carlos VII, amenazaron con llevar al despoblamiento del pueblo de Antony,
situado en la ruta de París a Orieans, ei rey, para pedir al prelado que mo­
derara sus exigencias, invocó los peligros que implicaría, en ese camino, la
deserción de un lugar habitado: D. Anger, Les dependanees de Vabbaye de
Saint-Germain-des-Prés, t. II, 1907, p. 275.
la primera canción de gesta»; añadamos, en toda Europa, el rena­
cimiento del comercio, las primeras autonomías urbanas y, siguiendo
con Francia, en eí orden político, la reconstitución de la autoridad
monárquica, que va acompañada — y es otro síntoma del declive de
la anarquía señorial— por la consolidación interior de los grandes
principados feudales. Si esa expansión fue posible fue por la multi­
plicación de los hombres, y su preparación se debió a la azada y al
podón del roturador.

3. D e LAS GRANDES ROTURACIONES MEDIEVALES


A LA REVOLUCIÓN AGRÍCOLA

En las proximidades del año 1300, en unos sitios antes y en


otros después, la conquista de nuevas tierras se frenó y acabó por
cesar del todo. No obstante, quedaban aún muchas tierras de bosque
o baldías. Algunas, a decir verdad, eran claramente inadecuadas para
el cultivo, o por lo menos prometían un rendimiento demasiado bajo
para justificar las dificultades y los gastos de puesta en explotación.
Pero había otras que probablemente, incluso con la técnica un poco
rudimentaria de la época, habrían podido ser explotadas lucrativa­
mente, y cuya roturación no se abordó. ¿Por qué? ¿Falta de bra­
zos? Quizá sí: los recursos de población no eran inagotables, y sa­
bemos de determinadas tentativas de fundación de pueblos que fra­
casaron por falta de hombres. Pero, sobre todo, lo que parece es que
la roturación había llegado casi tan lejos como permitían las posibi­
lidades agrícolas. Porque ni bosques ni Iandas podían irse transfor­
mando indefinidamente en tierras de cultivo. ¿Dónde se habría lle­
vado a apacentar el ganado?, ¿dónde se habrían encontrado todos
los productos que el bosque proporcionaba? La suerte de éste inte­
resaba muy principalmente a los poderosos, para el recreo de la
caza que él les proporcionaba y también por los beneficios, mucho
más considerables que antes, que era razonable esperar de él. Las
ciudades te habían hecho mayores, y devoraban vigas y troncos
para leña; en los campos se habían levantado nuevas casas*, y ardía»
hogares nuevos, y menudo, a U misma sombra de los ramaje¿
se habían multiplicado las forjas. Por oirá pane, las superficies 3
boladas, roídas por la roturación, habían disminuido en todas p a r á l
Rarefacción del producto y aumento de i a demanda: ante esos 3
sicos factores de encarecimiento, ¿cómo sorprenderse de que desde
entonces el bosque fuera considerado una mercancía de precio, y
sus dueños se mostraran más atentos a preservar sus montes o sus
bosques que deseosos de sustituirlos por campos de cultivo? A decir
verdad, desde el principio, la naturaleza no había sido lo único con­
tra lo que habían tenido que combatir los roturadores. Las gentes
del campo, acostumbradas a aprovechar los pastos o las riquezas
espontáneas del bosque, defendían sus derechos. A menudo — sobre
todo cuando un señor, por compartir sus intereses o detentar, a títu­
lo de lo que fuera, privilegios forestales, ofrecía resistencia— era
preciso pleitear en contra de ellas o indemnizarlas; los archivos están
llenos de tratos de ese tipo. Guardémonos de pensar que la lucha se
limitara siempre a una pacífica controversia judicial ni que, con
mezcla o no de violencias, hubiera redundado siempre en beneficio
de los cultivos. No son un caso aislado los avatares de aquella villa-
nueva establecida hacia 1200 por un tal Frohier en los bosques de
la margen derecha del Sena, la cual, atacada por las gentes de Moret
y de Montereau, usuarias del bosque, y destruida luego por orden del
capítulo de Parts, ya no fue reconstruida. Por la misma época, en el
otro extremo del país, en la costa de Provenza, las gentes del pueblo
de Six-Fours se preocupaban por poner freno, en sus pastos, al pro­
greso de los cultivos.27 Al principio, no obstante, los espacios incultos
eran tan numerosos y los intereses ligados a la extensión de los cul­
tivos tan fuertes que, en general, se impuso el arado. Luego, más
o menos alcanzado el equilibrio, el gran esfuerzo de ocupación, que
había tenido tiempo para cambiar la faz agraria de Francia, se detuvo.
Durante largos siglos, fue empresa difícil mantener lo consegui­
do. La segunda mitad del siglo xiv y todo el siglo xv — sobre ello
habremos de volver nuevamente— fueron en Francia, como en casi
toda Europa pero más que en otras partes, una época de despobla­
ción. Una vez terminada ía guerra de los Cien Anos y dismintiida
la intensidad de las grandes p estes, la tarea que se ofreció tanto a
los señores como a los cam p esinos fue, no la de crear nuevos pueblos
y extender los cultivos, sin o h de reconstruir los pueblos antiguos
limpiar los campos, in vad id os p o : la m alera; la labor tuvo que

P^Z7.iCuérard, Cartulaire de A'otre-Dame jV París. t. II, p. 223. n.1’ XVIII;


Éijj& Nat, S 275 n.° 13; Guérard, CartuUúre de l’abluiye de Saint-Victor de
II, n.° 1023 (1197, 27 febrero).
realizarse lentamente, y en ocasiones sin poderse completar.28 En
todo el este — Borgoña, Lorena y sin duda tantas otras regiones que
no han sido aún estudiadas—• las guerras del siglo x v n implicaron,
a su vez, enormes devastaciones. Hubo pueblos que durante mucho
tiempo quedaron abandonados, y a veces desaparecieron los límites
de las parcelas; para volver a introducir un poco de regularidad en
ese caos, fue preciso a menudo en las zonas asoladas, una vez
pasada la tormenta, como hoy tras la Gran Guerra, proceder a ver­
daderas redistribuciones parcelarias.
No obstante, a pesar de esas turbaciones, a partir del siglo xvi,
en algunos sitios se reemprendió la roturación — ¡así de tenaz es el
hombre en la conquista de la tierra!— , aunque sin un movimiento
de conjunto comparable al de la edad medía. Se penetraba en maris­
mas o en viejos pastos comunales, y en ciertas regiones como el Jura
septentrional, donde la roturación medieval había dejado todavía
mucha tierra virgen, se fundaron algunas villas nuevas.29 La iniciativa
no procedía de la masa campesina más que en raras ocasiones; ésta
más bien temía las perjudiciales consecuencias que podían resultar
para los derechos de las colectividades. Esas empresas eran sobre
todo obra de algunos señores y de algunos grandes propietarios se-
miburgueses, a los que toda una transformación social llevaba en­
tonces a una utilización más completa del suelo. Las desecaciones de
marismas, emprendidas en todo el reino bajo Enrique IV y Luis X III
por una sociedad de técnicos y hombres de negocios en la que
habían invertido fondos las grandes casas de comercio — holande­
sas en su mayor parte— , fueron una de las primeras aplicaciones
de los métodos capitalistas a la agricultura.30 En el siglo xvrir, siem­
pre en la misma línea, el impulso cobró fuerza, se fundaron compa­
ñías financieras para sostenerlo, es decir, para especular con él, y el
gobierno real lo favoreció. Tampoco en ese momento alcanzó, ni con
mucho, la amplitud de la labor medieval: fueron algunos avances
sobre Iandas o arenales, especialmente en Bretaña y Guayana, aumen­

28. La gran crisis de los siglos xiv y xv será estudiada con más detalle,
posteriormente, en el capítulo 4.
29. En el condado de Montbéliard fueron fundados entre 1562 y 1690
cuatro nuevos pueblos; además, en 1671 y 1704, dos pueblos antiguamente
destruidos fueron reconstruidos: C. D,, Les villagcs ruines du comté de Moni-
béliard, 1847.
30. De Dienne, Histoire du déssccbcment des lacs et marais, 1891.
tando el tamaño de grandes explotaciones y constituyendo algunas
explotaciones nuevas, pero nada de pueblos nuevos; en conjunto, el
saldo fue mediocre. La obra de la «revolución agrícola» de los si­
glos x v m y xix estaba en otra cosa: no ya en extender los cultivos
a costa de los baldíos — el progreso técnico, por el contrario, al
intensificar el esfuerzo sobre las tierras buenas, llevó consigo en
algunos sitios el abandono de suelos más pobres antes ocupados—
sino, como veremos, por la abolición del barbecho, en la expulsión
de las propias labores de la fase de baldío hasta entonces periódica­
mente repetida.

SUPLEMENTO AL CAPÍTULO 1

El principio del capítulo 1 (pp. 69-76), así como el del capítulo 2 (pági­
nas 119-133), vuelve a ser tratado y queda completado por un estudio que
dejó Marc Bloch sobre el aspecto económico de las invasiones, publicado
en 1945. El marco es más amplio, es el marco de Europa occidental, pero
muchos pasajes, evidentemente, interesan a la historia rural francesa. En
una primera parte, «Deux structures économiques» (VII, 1945, pp. 33-46),
hablando de la «estructura económica del mundo romano a finales del
siglo IV», subraya que «la unidad profunda del mundo económico roma­
no» era resultado sobre todo de «la vida de relaciones, extremadamente
activa, que ligaba las diferentes partes y establecía entre ellas fuertes inter­
dependencias [...] De una orilla a otra del mar interior, y, más lejos aún,
hacia el interior de las tierras de esas orillas, circulaban continuamente
mercancías y seres humanos [...] Ese vaivén había transformado hasta el
paisaje. Cuando, en época de Augusto, Varron conducía un ejército hacía
el Rin a través de la Transalpina, se sorprendía de encontrar parajes sin
viñas, olivos nx huertos. Los italianos del final del Imperio no conocían
ya semejantes sorpresas. Seguía habiendo sin duda muchas diversidades:
la naturaleza no se deja forzar indefinidamente, y nunca en los ríos de
Bélgica se ha reflejado el pálido follaje de los olivos; por otra parte, las
técnicas y las costumbres agrarias, dentro del mundo romano, seguían
presentando profundos contrastes [...] Pero muchos de los cultivos del
Mediterráneo se habían extendido muy lejos de sus orillas; la vid cubría
las laderas de tierras del Mosela, y embellecían los huertos variados frutos
de orígenes lejanos —como el melocotón pérsico y la cereza del Asia me­
nor— que todavía hoy señalan en nuestras tierras la persistente huella
de Roma». Pero «la Romanía del siglo iv se presentaba a todos los obser­
vadores ampliamente despoblada. Por todas partes desplegaban sus yer­
mos los agri deserti. La escasez de hombres y la abundancia de espacios
desocupados habían traído consigo sus habituales consecuencias: insegu­
ridad de las comunicaciones, restricción del mercado y, en una palabra,
freno de los intercambios La sociedad económica, al igual que el
organismo político, tendía a Ja fragmentación [...] El gran dominio ten­
día a convertirse en una unidad administrativa y económica casi cerrada».
La «estructura económica de la Germanía» era la correspondiente a
una región mucho menos evolucionada, que ignoraba esos cultivos apor­
tados a otros lugares por los pueblos del Mediterráneo; correspondía a
una región de muy baja densidad de población, con grandes espacios deso­
cupados, «en especial esas extensiones de bosques y marismas que, por
una tradición que se remonta a los tiempos neolíticos, los cultivadores
evitaban, para agruparse preferentemente entre las hierbas de las llanuras
o mesetas». Los germanos, no obstante, no vivían en absoluto errantes
tras sus rebaños. «Tenían pueblos o aldeas, cuyas casas estaban rodeadas
por huertos cercados, tenían campos en los que cultivaban a veces trigo,
y, sobre todo, centeno, cebada, avena y lino, silos en los que encerraban
sus cosechas y arados de un tipo a menudo más perfeccionado que el
itálico; molían los granos para hacer harina, y los hacían fermentar para
elaborar la cerveza [.. J El ganado no dejaba de jugar un papel de primer
plano en la economía [... ] Ahora bien, faltando forrajes artificiales, [.,. ]
y faltando incluso prados bien cuidados y sabiamente irrigados (es uno
de los aspectos en los que el escaso perfeccionamiento técnico sorprendió
a los romanos), era realmente preciso mantener en tomo a los lugares
habitados, para la alimentación de los animales, grandes espacios baldíos,
de Íandas o bosques, que servían además para la caza y la recolección de
productos silvestres. Además, en un rasgo característico de una agricultura
poco especializada todavía, el sistema del cultivo temporal, generalmente
practicado, [.,.] impedía que entre los baldíos y la tierra de labranza se
observara una delimitación permanente, y una misma parcela, abierta por
el arado, acogía la simiente, y a continuación, abandonada a la vegetación
espontánea, servía para pastos. Tácito describió ese régimen de explota­
ción [...]: los germanos, dice, "desplazan sus labores de año en año; el
resto de la tierra son pastos": Arva per anuos mutant et superest ager.
Semejantes prácticas no eran en absoluto extrañas al mundo romano. Pero
en Germanía estaban muy ampliamente extendidas. Para una pro­
ducción muy baja exigían espacios enormes. Los pueblos germanos pare­
cen haber tenido en algún momento la sensación de escasez de tierras,
actitud que, ante tantas extensiones vacías, podría juzgarse paradójica, si
no encontrara una explicación totalmente natural en las imperiosas nece­
sidades de una agricultura esencialmente extensiva. En suma, en vez de
nomadismo de los hombres, lo que había era, en torno a asentamientos
que en principio permanecían fijos, una especie de nomadismo de los
campos. Pero los propios asentamientos no eran de una estabilidad sin
límites. Se trataba también, en gran medida, de un efecto del sistema de
cultivo habitual. En civilizaciones agrarias más evolucionadas, lo que ata
al hombre al suelo —abstracción hecha de representaciones de orden
religioso o sentimental— es el trabajo que él mismo y sus antepasados
han empleado en él, mejorando la tierra de labor y casi recreándola, le
ata la idea de que, si hay que reemprenderlo en otra parte, ese esfuerzo
se perderá, y cuentan también ja dificultad de transportar un material de
explotación considerable y, más aún quizás, el miedo a no saber adaptar
a condiciones diferentes los hábitos de una actividad ya compleja. Nin­
guno de esos obstáculos detenía al germano, para quien el campo, rudi­
mentariamente cultivado, era poca cosa más que una forma temporal del
baldío. Era sedentario en el sentido de que su género de vida, plenamente
rural, no comportaba un perpetuo vagabundeo. Cuando un grupo aban­
donaba los campos paternos era para buscar otros que se esperaba que
fueran mejores, en otra parte; en las carretas se apilaban —como nos
explica Ennodius de los ostrogodos del siglo v— los instrumentos de
labranza destinados a la nueva patria. El desplazamiento no era un fin en
sí mismo, y no obedecía, como entre los pueblos pastores, a un ritmo
cíclico. A su término se preveía la detención. Pero los desplazamientos
eran fáciles y frecuentes: era un estado de semimovilidad análogo al que
hace pocos años podía observarse en ciertas sociedades africanas, igual­
mente compuestas por cultivadores y, asimismo, también dedicadas a
una agricultura de carácter aún rudimentario» (VII, 1945, pp. 33-46),
Tras haber recordado que «fueron, no obstante, esas invasiones, causa
de tantas ruinas, lo que empezó a fijar los contornos del medio humano
en que habían de formarse ios sistemas económicos y sociales propios de
la edad media», Marc Bloch, en la segunda parte de su exposición, «Occu-
pation du sol et peuplement» (VIII, 1945, pp. 13-28), insiste en las estre­
chas relaciones entre los hechos demográficos, la vida rural y la ocupación
del suelo. Vuelve a referirse ante todo al análisis de las condiciones de la
«explotación del suelo»,
«Las sociedades de la alta edad media eran colectividades con un tejido
muy poco tupido. Los hombres, mucho menos numerosos que hoy, vivían
repartidos en grupos muy desiguales separados por grandes espacios va*
cíos. Esa falta de densidad humana es característica de todo el período, y
explica muchos de los rasgos propios de las civilizaciones de entonces, y en
especial de su vida económica. La historia de la ocupación del suelo
revela no obstante, junto a una constante escasez de población, ciertas
oscilaciones que será preciso intentar describir, por lo menos en la medida
que lo permitan los documentos que, en número excesivamente reducido,
pueden utilizarse. La agricultura, tal como entonces se practicaba en toda
Europa, era una gran devoradora de tierras. A todo grupo de explotadores
se le planteaba un doble problema: por una parte, producir los vegetales
necesarios para el hombre, y, en primer lugar, los cereales por otro,
asegurar la subsistencia del ganado [...] Cultivos de cereales repetidos
con demasiada frecuencia habrían agotado los campos. En cuanto a hacer
alternar con ellos, en las mismas parcelas, cultivos diferentes, la técnica
de la época no ofrecía medios para hacerlo. Sin duda en las tierras de
cultivo se concedía un lugar a veces bastante importante a otros vegetales,
pero éstos —en su mayoría legumbres, cáñamo, lino y vid—- ocupaban por
lo general lugares aparte, de ordinario cuidadosamente cercados y mejor
cerrados [...] Para permitir a las tierras de labor el necesario reposo no
había más recurso que el de abandonarlas por fases y durante períodos
más o menos largos a la vegetación espontánea del baldío, del barbecho.
Por otra parte, sin forrajes artificiales, el ganado exigía grandes pastos.
Las praderas, incluso donde la naturaleza favorecía su desarrollo, resulta­
ban casi siempre insuficientes. Sin la hierba de las Iandas, de los sotabos-
ques y de los baldíos —entre los cuales hay que situar los campos en
barbecho, que durante sus períodos de reposo servían también para pas­
tos—, sin las hojas del bosque y los frutos de sus arboles, los rebaños
habrían muerto de hambre. Así pues, de todos modos, el propio cultivo
suponía el respeto de grandes extensiones de tierra temporal o definitiva­
mente incultas. Esos principios generales podían aplicarse de diversos mo­
dos, en los que se revelan diferencias muy profundas entre diversos tipos
de civilización agraria y aparecen a la vez, a lo largo del tiempo, cambios
cuyas fases se nos escapan, desgraciadamente, en muchos casos.»
Los dos modos de rotación de cultivos, el bienal y el trienal, coexistían
con el cultivo temporal. «En uno y otro caso había grandes extensiones
de tierras vacías que hacían de ejército de reserva para el cultivo y, en de­
finitiva, no lograban alimentar más que a un puñado de hombres. Incluso
en los campos cultivados con más regularidad, los rendimientos, en extre­
mo variables según las regiones, eran por regla general mucho menos
elevados que hoy. Incluso de los campos cuya gran riqueza exaltan los
textos antiguos debemos evitar formamos una imagen demasiado boni­
ta [...] Diversas causas coincidían en determinar la escasa producción.
Fruto de una experiencia milenaria y adaptación ya admirable de la acti­
vidad humana a la rebelde naturaleza, la técnica agrícola no dejaba de
ser, en muchos aspectos, singularmente rudimentaria. Estaba además fuer­
temente agarrotada en sus progresos por las condiciones sociales de la
época. Sin duda por falta de brazos, las labores que se hacían eran pocas;
ordinariamente, una sola, antes de la siembra [...] La insuficiencia del
ganado llevaba consigo la del abono. La dificultad de ios intercambios
obligaba a pedir a tierras que habrían ido mejor para otros cultivos un
grano que difícilmente podían dar. Las frecuentes turbaciones implicaban
perjudiciales interrupciones de las cavas. Quien quería, tanto en los años
buenos como en los malos, comer para saciar más o menos el hambre, no
sólo tenía que disponer [...] de muchas más tierras de las necesarias para
la simiente anual. La cosecha anual, en aquellos campos de espigas me­
diocremente pesadas y apretadas, exigía ya extensiones considerables.»
No obstante, hubo una «evolución». «Nada sería más inexacto [...]
que acusar a la alta edad media de una especie de adormecimiento técnico.
Las conquistas de la rotación trienal de los culti%Tos son una prueba de
ello, entre otras muchas [...] Acompañada por la adopción de diversos
cultivos alimenticios —legumbres y frutas— tomados de la civilización
romana, dio por resultado que los hombres quedaran más firmemente ata­
dos a los campos, a partir de entonces ya estables, y sin duda que poco
a poco la tierra pudiera alimentar poblaciones más numerosas que en el
pasado. No parece, sin embargo, que los efectos de esos progresos técnicos
sobre la población fueran muy notables antes del período de roturaciones
que, en casi todas partes, se abrió hacia mediados del siglo xr; sin esas
roturaciones, a decir verdad, aquellos efectos no habrían podido producir­
se, Para hacerse una ídea exacta de las condiciones demográficas de Euro­
pa con anterioridad a ese prodigioso incremento de la superficie cultivada
que tan profundamente había de transformar su paisaje humano, la ima­
gen que conviene tener presente ante todo es la de la vida agraria. Había
pocos hombres por muchas razones, pero en particular porque la subsis­
tencia de un solo hombre requería mucha tierra.» El bosque jugaba un
importante papel. «Acostumbrados a complementar el cultivo con la reco­
lección de productos silvestres y la ganadería con la caza, ignorando la hulla
(salvo quizás en algunos rincones en los que sus vetas llegaban a flor de
suelo) y exigiendo de los metales mucho menos que nosotros, los hombres
de la alta edad medía tenían que dejar necesariamente a las fuerzas vege­
tales de la libre naturaleza, en torno a sus moradas, un amplio campo de
acción.»
En todo intento de valoración de la población hay que tener muy en
cuenta las «condiciones agrarias» de la alta edad media. «Estimar la po­
blación rural de la Galia hacia el siglo ir en una cifra casi igual que la del
siglo xix es olvidar que —aun suponiendo un nivel de vida mucho más
bajo— una técnica basada en la constante alternancia del campo y el bal­
dío era imposible que pudiera alimentar a tantos hombres como una agri­
cultura intensiva, con posibilidad de cultivos continuados. Un hecho cuan­
do menos es cierto: el mundo romano, hacia el final del Imperio, estaba
moteado de espacios vacíos,» Tras haber descrito la introdución de nuevos
elementos, en ese mundo despoblado, por las invasiones germánicas, y
luego la «asignación de tierras a los invasores», Marc Bloch subraya
(p. 21) que «llegados en grupos, fue igualmente en grupos como los germa­
nos se establecieron en sus nuevas patrias. El ínteres de su propia segu­
ridad habría bastado para desaconsejar la dispersión». Para el estudio de
esos lugares de población bárbara (p. 23), hay dos tipos de indicios que
constantemente hay que hacer concurrir: los descubrimientos arqueológi­
cos, y especialmente los cementerios, y la toponimia, Cementerios bárba­
ros y nombres de lugar de origen germánico se presentan «en grupos de
densidad extremadamente variable», «En la Galia un vivísimo contraste
separó las tierras del norte de las del sur, y quizás es lícito decir, con más
precisión, las tierras de lengua de oil y las tierras de lengua de oc. En las
primeras, visiblemente, los germanos se establecieron en mayor número.
Los nuevo» pueblos bárbaros parece corno ;,i ;-,c hubieran insertado con
frecuencia en k* dominios fcn::g:-.v, o en amígusA tierras de cultivo, a
menudo z. citrit ae -vi p:c::x^xtóár.j cosso :
centros de romanización. Habituados a las grandes llanuras limosas de la
Europa septentrional, los germanos, sin duda del grupo de los francos,
aceptaron con gusto colonizar las grandes extensiones de la Beauce, hasta
entonces algo desdeñadas debido a la falta de agua; abundan allí los nom-L
bres de lugar posteriores a las invasiones. En esa 2ona la ocupación fue,
con seguridad, apreciablemente beneficiosa [...] En conjunto [...] se­
ducía en creer que, en la totalidad de la Romanía, ese aflujo de nuevas,
sangre hiciera algo más que equilibrar —y aun con dificultades— la san-;
gría de las guerras y los largos trastornos. La población, ciertamente, que»¿
daba medianamente concentrada. Pero su distribución había cambiado,;^
Las zonas en las que, sin que los elementos romances hubieran sido expul- '
sados ni hubieran quedado diezmados, los germanos se establecieron en :
número relativamente elevado, aquellas, por consiguiente, en las que la
población quedó menos dispersa que en las demás, coinciden con las que
durante los siglos siguientes menos vieron bajar el ritmo de su vida
económica.»
Toda la alta edad medía «conoció tentativas de roturación [...] Pero es"
poco probable que en conjunto esos esfuerzos pudieran hacer algo más que’-:
reparar las pérdidas, del mejor modo posible. En general se trataba más.-'
de vaivenes que de un progreso real. Excepto en ios lugares donde, como
en Septimania, se disponía de un aflujo de inmigrados forzosos [... ] habí»'
escasez de mano de obra [... ] De hecho, desde el siglo ix, los textos se- •’
refieren por todas partes a las tenencias abandonadas en las grandes pro- -.
piedades». Los polípticos, esos «admirables inventarios de señoríos», ela->;
horados bajo los primeros carolingios, proporcionan «por primera vez los
elementos de un análisis demográfico, que difícilmente puede volver a
plantearse hasta el siglo x iii », El que hizo realizar Irminon, abad de
Saint-Germain-des-Prés de París, hacia el final del reinado de Carlomagno
o el principio del de Luis el Piadoso, permite hacer el recuento de habi­
tantes de ocho parroquias del sur de París. Estas contaban entonces con
un poco más de 4.100 habitantes, y tendrían en 1745 un poco más de
5.700 y 7.745 en 1835. La diferencia, considerando toda la región, sería
mucho mayor, puesto que «esos pueblos, relativamente poblados, eran en
conjunto mucho menos numerosos de lo que habían de serlo algunos siglos
más tarde, después de que hubiera producido sus efectos el gran movi­
miento de roturación que, entre 1050 y 1250 aproximadamente, transfor­
mó el paisaje agrario de Europa». Por otra parte, la natalidad era baja. La
cifra media de hijos vivos no casados que vivían junto a los padres era
de 2,5. «Con 2,5 hijos por matrimonio, y sin tener en cuenta otras causas
accesorias, como el celibato eclesiástico, o por mejor decir monástico, [... ]
la población de una época de tan elevada mortalidad como con seguridad
Jo era el siglo ix apenas podía asegurar su mantenimiento. Incluso acabó
■ por no poder ni mantenerse siquiera. No hay duda alguna de que, víctima
de todo tipo de perturbaciones y especialmente, en sus principios, de las
; terribles razzias normandas y húngaras, el período que se extiende de
vállales del siglo ix hasta 1050 aproximadamente se caracterizó por una
[ocupación particularmente poco densa [... ] Se multiplican más que nunca
referencias a tenencias vacías. Quedaron desiertos pueblos enteros que
no volvieron a reconstituirse, bien porque todos sus habitantes hubieran
kperecido o se hubieran dispersado, o bien porque, ante el creciente peligro,
pos-hombres, más escasos, hubieran agrupado todo lo posible sus mora-
íságs [...] muchos otros, sin ser abandonados del todo, quedaron con una
^población reducida a algunos puñados de habitantes. Los textos coetáneos
füáe la época de las roturaciones, que había de empezar hacia mediados del
IX, nos describen con gran vivacidad esas tierras casi abandonadas
jMjoe hubo que reconquistar para el hombre y el cultivo, antes de llevar el
yáado a suelos vírgenes desde siempre [...] La curva demográfica parece
|*3p&e alcanzó realmente su punto más bajo, inmediatamente antes del mo-
|*¿ento en que había de recuperar su movimiento ascendente para llegar,
parece, más arriba que nunca» {VIII, 1945, pp. 13-28).
¡j^L os problemas demográficos van, pues, ligados a la historia rural. «En
|jk?28 el gobierno real hizo realizar un vasto recuento de las parroquias y
|||sJos hogares, [...] documento afortunadamente conservado [...] A con-
iy|¡áé&.de someterlo a una minuciosa crítica, [...] demuestra poder pro-
l^ io n a r datos singularmente valiosos sobre ese problema, especialmente
glgl^ixo y especialmente capital, que es la población de la antigua Francia.»
|||^ b t l o ha interpretado «con una paciencia y una sagacidad igualmente
admirables» en la Bibliothéque de VBcole des Charles, 1929 (en apéndice,
un estado de los campanarios en 1568 y un estado de las parroquias apro­
ximadamente en 1585). «Lot adopta como coeficiente, por lo menos para
los hogares rurales, que son con mucho ios más numerosos, la cifra de
cinco personas por unidad censada, io que le da, para la superficie de la
Francia actual en 1328, de 21 a 22 millones de habitantes, y para el
reino, tal como entonces existía, grandes feudos incluidos, de 16 millones
y medio a 17. Me pregunto si el coeficiente 5 no es un poco bajo; gran
parte de las clases campesinas, a principios dei siglo xiv, vivía en régimen
de comunidad familiar, es decir, que una misma casa, contada como un
solo hogar, agrupaba frecuentemente a varias generaciones y buen número
de parejas. Así se explica [...] que en la antigua Francia —como observa
acertadamente Lot— la proporción entre el número de casas y el de habi­
tantes fuera mucho más baja que hoy; a medida que desaparecieron las
antiguas comunidades pudo verse cómo en los campos se levantaban nue­
vas viviendas [...] En suma, a título de mínimo, el total establecido por
Lot me parece inatacable. Pero quizás investigaciones posteriores llevarán
a elevarlo en algo —me refiero a investigaciones de detalle referentes
a la composición misma de los grupos "a pan y cuchillo" que consti­
tuían a un tiempo la célula fundamental de las sociedades rurales y la
unidad elemental de los catastros fiscales, pues ése parece ser realmente,
en el momento presente, el problema esencial, cuya solución sera lo único
que podrá darnos la clave de las estadísticas antiguas» (1931, pp. 603-605).

T oponim ia y población

En su artículo «Toponymie et peuplement», 1940, pp. 43-45, Marc


Bloch expone que se interesa por «la utilización de la toponimia en pro­
vecho de disciplinas más próximas a nuestras preocupaciones habituales y
más umversalmente accesibles: historia del paisaje agrario, [...] e his­
toria, sobre todo, de la población». «El primer servicio que el historiador
de la población pide al toponimista es el de proporcionarle datos cronoló­
gicamente clasificados [ . .J Por otra parte, el más temible de los peligros
a los que se expone ese género de estudios es, evidentemente, la tenden­
cia a sacar, a partir de la antigüedad de un nombre, conclusiones dema­
siado rápidas sobre la del núcleo que designa [...] Me parece, en particu­
lar, muy poco acorde con lo verosímil considerar que la cantidad de nom­
bres de lugar en acum con un nombre de persona latino como primer
elemento den testimonio de una prodigiosa extensión de la ocupación del
suelo en la época romana [...] En otros términos, ¿se trata de averiguar
si Fleurac estuvo habitado antes de la llegada de un romano o un galo
romanizado llamado Florus, que Había de ser su epónimo definitivo, o si
se levantaban ya casas en Bougival antes de que el germano o galo-franco
Baldogisilo viviera allí como dueño?; pues bien, la toponimia es impoten­
te para aclarárnoslo, y es a otros medios de investigación —en particular,
y casi exclusivamente, a la arqueología— a los que obligadamente hemos
de pedir la respuesta» (1940, pp. 43-45).
Para la «explotación de los datos toponímicos», no tiene que ocurrir
que, oponiendo los nombres galorromanos a los nombres celtas, o los
nombres «merovingios» a los galorromanos, se «olvide que los viejos nú­
cleos subsistían y que, por consiguiente, la inexistencia de nombres nuevos
no significa en absoluto un retroceso de la ocupación» (II, 1942, p. 48).
Otra observación; nuestros nombres de lugar son en el fondo menos
variados de lo que parece, «pero tanto su aparente variedad como su inin­
teligibilidad •—a ojos de la consciencia popular— son resultado de la
presencia de numerosas capas lingüísticas diferentes» (III, 1943, p. 117).
Necesidad, pues, de clasificar cronológicamente los datos toponímicos,
puesto que, en la historia de la población, recuerdan «etapas muy diferen­
tes» (1938, p. 82),
Los nombres de lugar están en estrecha relación con la historia social.
Imposible separarlos de la «historia de la conquista agraria». Debe haber
índices que permitan advertir los pueblos o aldeas que fueron creados o
destruidos en la edad media o cambiaron entonces de nombre. Son acom­
pañamiento indispensable los mapas. «¡Cuál no sería el servicio que ha­
rían nuestros Dictionnaires topograpbiques, [... ] colección [... ] muy digna
de admiración, [.,.] si abandonaran por fin las directrices excesivamente
estrechas que guiaron en un principio su elaboración! [...] Algunos índi­
ces metódicos, algunos croquis geográficos, bastarían para hacer de ellos
maravillosos instrumentos de historia social» (1931, pp. 595-596). Igual­
mente, 1934, p. 252.
Importancia de la toponimia para la «historia del paisaje agrario»
(1940, p. 43), para el «estudio del paisaje vegetal», a propósito del em­
pleo hecho por A. Deléage de ese «precioso instrumento de investigación»
(II, 1942, pp. 77-78). El estudio de P. Lebel en Annales de Bourgogne,
1943, sobre la penetración en el bosque de Auberxve, en los alrededores
de ChátíUon (Haute-Marne), muestra la importancia de la toponimia para
la geografía (L. Febvre, V, 1944, p. 70). En Inglaterra, los nombres de
lugar de Sussex permiten útiles observaciones sobre la población del Weald,
«que, como la mayoría de zonas de bosque, fue ocupado antiguamente,
pero entonces muy débilmente» (1931, p. 595).
Esos estrechos lazos entre la toponimia y la población fueron espe­
cialmente subrayados por Marc Bloch en su artículo «Réflexions d’un
historien sur quelques travaux de toponymie», 1934, pp. 252-260. Desde
ese punto de vista, le interesaron particularmente dos regiones, la Beauce,
esas «tierras de la Beauce que tanto nos atraen» {1931, p. 468), y Norman-
día. Ya en «L’Ile-de-France», estudio historiográfico y bibliográfico apa­
recido en la Revue de Synthése Histoñqne, 1913, se refería a ese proble­
ma de la población de las tierras de la Beauce, pp. 68 y 78. Igualmente en
La historia rural (supra, p. 71). «La población de la Beauce [...] plantea
difíciles problemas [...]; seguirá siendo imposible aclararlos en tanto que
no podamos apreciar el número de nombres célticos de la gran meseta limo­
sa, determinar su distribución y proceder a una comparación con las regio­
nes vecinas», dice a propósito de J. Soyer, «Recherches sur Forigine des
noms de lieux du Loiret. I: Noms composés avec les mots celtiques...», en
Bull. de la Société Archéologique et Historique de VOrléanais, XXXII,
1934, p. 252. El artículo de F. Lot, «De l’origine et de la significaron
historique et linguistique des noms de lieux en -ville et en -court», en Ro­
manía, 1933, aborda un problema capital de la toponimia francesa de la
alta edad media. Esos nombres son muy abundantes en ciertas regiones
como la Beauce y Normandía, y, «constituidos casi siempre con un primer
elemento que es un nombre de varón de origen germánico, han sido con­
siderados por la doctrina clásica como uno de los más seguros vestigios
de los núcleos bárbaros». F. Lot se opone a esa teoría, pues esos nombres
aparecen ya en la época galorromana. Han ocupado eí lugar del sufijo
-iacus (Antoniacus, Antony), aún empleado tras las invasiones. Se en­
cuentran, incluso con un nombre de varón germánico como primer com­
ponente, en pueblos en los que casi todos los nombres de lugar son roman­
ces. Finalmente, el empleo de la onomástica germánica se extendió rápi­
damente entre los galorromanos (Balderici curtís, Baudricourt). Así pues,
esos nombres «no pueden decirnos nada sobre los núcleos bárbaros de los
parajes de la Galia que mantuvieron la lengua romance». F. Lot considera
que «si los nombres en -court y en -ville se encuentran en grupos particu­
larmente numerosos y particularmente concentrados en la cuenca de París
por una parte —especialmente en la Beauce— y en Austrasia por otra es
simplemente que los reyes francos vivieron preferentemente en esas regio­
nes, y en ellas poseyeron numerosos fiscos y multiplicaron los repartos
de tierras entre sus adeptos». Los nuevos propietarios pusieron sus nom­
bres. Marc Bloch se enfrenta a esa hipótesis: los cambios de propietarios
no habrían bastado para cambiar el nombre.
«La toponimia, por sí sola, no puede permitir resolver los problemas
de población.» Es preciso recurrir a la ayuda de la arqueología, al estudio
de los hechos jurídicos, de las costumbres y especialmente de ios «usos
agrarios», de los hechos de lenguaje y del vocabulario agrario (nombres
comunes que designan los sectores de tierras de cultivo, las prácticas y las
reglas de explotación, los instrumentos y las plantas), y finalmente al exa­
men de los nombres de lugar.
F. Lot estima poco probable la idea de que la Beauce fuera rotu­
rada en la época franca, Marc Bloch hace observar que «"roturación" no
siempre correspondió a "bosque". La Beauce, que nunca estuvo cubierta
de árboles (debido a la falta de agua), puede que fuera una estepa, y, de
hecho, sabemos que allí muchas extensiones herbáceas y arbustivas tuvie­
ron que esperar hasta el siglo xn la llegada del podón y la azada de los
roturadores [...]» La ocupación prehistórica y galorromana no parece que
fuera allí muy densa. «En cualquier caso, es evidentemente primordial,
aquí, el estudio arqueológico» (1934, pp. 254-258). Roturaciones en la
Beauce del siglo xi al x i i i , 1932, pp. 490-491.
El último estadio del pensamiento de Marc Bloch sobre esta cuestión
fue expuesto en su comunicación del 23 de junio de 1938 a las Premieres
Journées de Synthése Historique, titulada «Les problémes du peuplement
beauceron». Habla de nuevo de roturaciones, no de bosques, sino de
«plantas bajas y matorrales». He aquí su conclusión: «1.° La Beauce,
región de relieve uniforme, de profundo suelo limoso, fue, desde el si­
glo xn, una tierra triguera grande y rica, sin cercados y casi sinárboles.
2.° A principios de la edad media, al parecer, sobre todo hacia el centro,
presentaba el aspecto de una amplia estepa herbácea y de matorrales, con
algunos espacios cultivados dispersos. No se excluye, sin duda, la presen­
cia de algunos núcleos de arbolado. En tiempos históricos no hay testimo­
nio, en cambio, de ningún bosque verdadero [...] 3.° La puestaen cul­
tivo y la ocupación de esas secas extensiones, que durante muchotiempo
habían rechazado al hombre, fueron concluidas en la era de las grandes
roturaciones del siglo xi al xm . Habían hecho ya, probablemente, sen-
sibles progresos durante el período franco, La civilización agraria que se
implantó entonces en la Beauce se parece más a la de las poblaciones que
vivían al norte de la región que a la representada por los usos vigentes
al este, al oeste o al sur» (Revue de Synthése, febrero 1939, pp. 68 y 73).
Las «valiosas investigaciones» de J. Soyer sobre los nombres de lugar del
Loiret, publicadas en el boletín más arriba indicado, se refieren en parte
a la Beauce (1934, p. 252; 1937, p. 211; 1938, p. 82; 1940, pp. 43-44).
Otro enigma que atrajo a Marc Bloch fue el de la población normanda
(1934, p. 282). Es un «caso típico y relativamente próximo a nosotros».
Los escandinavos modificaron profundamente la toponimia de Normandía.
F. Lot, en el artículo más arriba citado, estima que se ha exagerado el
peso de la afluencia de población extranjera. La propia forma en -ville
es romance y muestra que los normandos hablaron pronto el romance, al
que pudieron pasar algunas palabras normánicas. Marc Bloch, por el con­
trario, sostiene que en Normandía el escandinavo se mantuvo más largo
tiempo, y que hacia el año 1000 todavía se hablaba. Los «usos agrarios y
su vocabulario», sobre todo, parecen dar testimonio realmente de una
profunda inmigración campesina, como lo atestiguan las palabras «delle»
{dale) y «boel» (del danés bool) del llano de Caen (injra, pp. 153-154, 240).
Por lo que respecta a los escandinavos, como en los casos de los francos,
godos y burgundios, F. Lot ve una «ocupación de jefes», que se conver­
tían en señores de pueblos y rentistas de la tierra, Marc Bloch piensa que
entre los vikingos, como entre los germanos de las grandes invasiones,
hubo muchos que eran simples campesinos. No admite una «colonización
compuesta únicamente por jefes», señores aislados a razón de uno o dos
por pueblo, que se expusieran así a los rencores de las poblaciones some­
tidas. «Los problemas de la población son tan oscuros que sólo una com­
binación de enfoques simultáneos parece capaz de aportar un poco de
claridad para su comprensión.» Son necesarias una alianza entre los espe­
cialistas —historiadores, arqueólogos, lingüistas— y una organización del
trabajo en común (1934, pp. 258-260).
Tanto la historia comparada como la «historia agraria propiamente
normanda» le muestran esa influencia escandinava, que R. Besnier niega
en La coutume de Normandie: histoire externe, Caen, 1935 (1936, p, 600).
Y vuelve Marc Bloch sobre la cuestión en La société féodale. «Para medir
la acción en profundidad de la ocupación escandinava», hay que poner la
mirada «sobre todo, tanto en Normandía como en Inglaterra, en las peque­
ñas colectividades rurales. El conjunto de tierras que dependían de la casa
de campo se llamaba, en la Dinamarca de la edad media, bol. La palabra
pasó a Normandía, donde se fijó más tarde en algunos nombres de lugar
o, por un deslizamiento de sentido, pasó a referirse al cercado, incluidos,
junto al huerto o vergel, los edificios de explotación. En el llano de Caen
y en el Danelaw [en Inglaterra, región ocupada por los daneses], hay
un término común que designa, dentro de las tierras de cultivo, los haces
de parcelas alargadas unas junto a otras según una orientación paralela:
delle aquí, dale allí. Tan marcada coincidencia entre dos zonas sin relación
directa entre sí no podría explicarse más que por una influencia étnica
común. La región de Caux se distingue de las tierras francesas vecinas por
la forma particular de sus campos, toscamente cuadrados y repartidos
como al azar; esa originalidad parece suponer una remodelación rural, pos­
terior a la población de los alrededores» y debida a las invasiones nor­
mandas. «¿Habría podido ser deseo de algunos jefes, satisfechos de colo­
carse, por encima de los campesinos nacidos en la propia tierra, en el
lugar de los antiguos señores, el transformar de ese modo el modesto léxi­
co de los campos y modificar la forma de las tierras?, ¿habrían tenido
fuerza para hacerlo?» Esos inmigrados escandinavos no constituían única­
mente una «clase de jefes». Había entre ellos «buen número de guerreros
campesinos». «Establecidos, bien en los espacios arrebatados a los antiguos
ocupantes o abandonados por los fugitivos, bien en los intersticios del há­
bitat primitivo, esos colonos fueron lo bastante numerosos para crear o
cambiar el nombre de pueblos enteros, para extender a su alrededor su
vocabulario y su onomástica y para modificar, en algunos puntos vitales,
la base agraria y hasta la propia estructura de las sociedades campesinas,
ya profundamente trastornada, por otra parte, por la invasión. No obs­
tante, en Francia, la influencia escandinava fue, en conjunto, menos pode­
rosa que en tierras inglesas y, salvo en la vida rural, conservadora por
naturaleza, resultó menos duradera.» Respecto a Normandía, están los
«testimonios de la toponimia y las estructuras agrarias [...] hasta ahora
insuficientemente examinados. La presencia de elementos daneses parece
segura; de igual modo la de hombres de Noruega del sur [...] me atrevo
a indicar que los contrastes, tan claros, entre las tierras de cultivo de la
zona de Caux, por un lado, y las del llano de Caen, por otro, podrían muy
bien remitirse, a fin de cuentas, a una diferencia de población: los cam­
pos irregulares de la región de Caux recordarían a los de Noruega y los
campos alargados del Bessin a los de Dinamarca». «Hipótesis todavía muy
frágil», añade Marc Bloch (La société féodale, I, pp. 82-85, 87-88). Igual­
mente, 1936, p. 271. Influencia escandinava también respecto a las valva-
sorías, La société féodale, I, pp. 272-273.
E. Gamillscheg, Romanía Germantca: Sprach und Siedlungsgeschichte
der Germanen auf dem Boden des alten Romerreichst Berlín, 1934-1936,
3 voís., es a la vez «recopilación e interpretación de los testimonios lin­
güísticos referentes al establecimiento de los germanos en la Romanía:
nombres de lugar con elementos germánicos, términos de origen germá­
nico pasados antiguamente al vocabulario de las diversas lenguas roman­
ces», e influencias, sobre todo fonéticas, de las hablas germanas sobre la
lengua de oil, Muy rica y de interpretación a menudo convincente, esa
obra se sitúa «entre los trabajos más importantes dedicados desde hace
mucho tiempo a la historia de las sociedades europeas». Algunas críticas:
«La etimología de "forét”, derivada de una palabra franca que habría de­
signado el bosque de coniferas» es dudosa, «pues la "forét" del derecho
antiguo era un terreno vedado, y no forzosamente de bosque». «El nombre
de lugar "Les Francs", en Indre, puede conservar el recuerdo de un nú­
cleo de libres roturadores constituido en la época de las grandes rotura­
ciones de los siglos x i, x ii y x m , tanto como el de una antigua colonia
franca.» No llegó a conocimiento del autor el artículo de F. Lot sobre los
nombres de terminación -ville y -court. Pero «sobre las zonas de contacto
entre burgundios y francos y sobre los progresos de la expansión franca
en esa dirección, sobre la romanización de los elementos germanos [...]
y sobre la suerte de los pequeños grupos étnicos —gépidos, taifales y ala-
manes— repartidos en orden disperso por toda la Romanía, el libro abun­
da en sugestivas observaciones». Da una nueva prueba de «que sería un
grave error ver en los invasores germanos solamente un pueblo de jefes»
(1938, pp. 80-82).
Para llegar hasta la alta edad media en el estudio del hábitat y de la
ocupación del suelo, «los textos son, sin duda, escasos. Pero la arqueolo­
gía y la toponimia pueden prestar su ayuda». Un ejemplo: las excelentes
«notas de geografía histórica» sobre Le pays de Macón et de Chalón avant
Van mille, de Gabriel Jeanton, 1934; «Ayudándose al mismo tiempo con
los hallazgos arqueológicos, con el estudio de los nombres de lugar men­
cionados por los documentos y con la toponimia catastral, que conserva
el recuerdo de aglomeraciones desaparecidas, Jeanton cree poder revelar
una profunda transformación del hábitat: a la concentración caracterís*
tica del Máconnais de hoy se habría opuesto, tanto durante la época caro*
lingia como, anteriormente, bajo la dominación romana, una dispersión
mucho mayor. Nuestros pueblos agrupados en burgos no habrían, pues,
aparecido hasta la época feudal. Se formaron generalmente en torno a la
iglesia, primitivamente, sin duda, según un plan de fortificación, y en
detrimento de las pequeñas villae, desaparecidas por las condiciones de
inseguridad» (1936, p. 262).
Rñas. de los trabajos de A. Dauzat sobre los nombres de dominios
galorromanos y la toponimia céltica de la Auvergne y el Velay (1933,
p. 317), de su manual, La toponymie jrangaise, 1939, de las investigacio­
nes de Mme. Houth-Baltus, «Toponymie du pays de Gruye et du Val de
Galie», cerca de Versalies, en Revue de VHistoire de Versátiles, 1938, y
del estudio de nombres de lugar de P. Lebel en Amales de Bourgogne
(1940, pp. 43*45). P. Lemoine, sobre la toponimia de la lle-de-France
(L. Febvre, 1938, pp. 82-84). Mlle. Lotte Risch, Beitráge zur romanischen
Ortsnamenkunden des Oberelsass, Jena y Leipzig, 1932 (1934, pp. 253-
254). «Preciosa crónica de toponimia» de Albert Dauzat en la Revue des
Études Anciennes (1934, p. 260). A. G. Haudricourt, 1944, V, p. 69,

B osques (pp. 74-77)


Marc Bloch vuelve a describir de nuevo el bosque de la alta edad me­
dia, salvaje, inhóspito y no obstante muy útil y de variados recursos. En
esta ocasión da también una imagen de la naturaleza salvaje que conocían
entonces los hombres. «De las extensiones incultas por las que se espar­
cían las tierras de labranza, las más resistentes al esfuerzo humano eran
las de los bosques. No es que la tierra abandonada a la naturaleza hubiera
de llevar necesariamente una espesa capa arbórea Muchas tierras
nunca surcadas por el arado, demasiado secas para admitir una rica vege­
tación arbórea, no tenían más que matorrales y gramíneas silvestres, ape-
ñas salpicadas aquí y allá por algunas manchas de bosque. La Beauce, don­
de hasta el siglo xn abundaron los yermos, y los Alpes suabios no ofre­
cían junto a sus campos más que grandes estepas herbáceas. De todos
modos, el bosque propiamente dicho cubría espacios macho mayores que
hoy, con espesuras menos rotas por calveros. Era un obstáculo temible
para las comunicaciones. Los grandes árboles estaban a menudo bastante
dispersos, pues en nuestros climas el monte alto es sobre todo resultado
de un cuidadoso acondicionamiento humano. Pero, precisamente porque
no estaban acondicionados, los sotabosques estaban formados por un tupi­
do monte abajo, con matorrales y troncos muertos [...] En esa “opaci­
dad", como dicen los viejos textos, encontraban su guarida los animales
salvajes. Las crónicas monásticas han conservado el recuerdo de los formi­
dables osos que acechaban los límites de la abadía de Saint-Gall, en las
primeras pendientes de los Alpes alemánicos. En invierno, los lobos salían
de sus escondrijos y llegaban hasta las puertas de los pueblos, con peligro
para los rebaños e incluso para los hombres. La hostilidad del mundo
animal, cuyo espanto no lo conoce hoy Europa más que a través de los
cuentos, depositarios de tradiciones caducas, era para nuestros padres una
realidad siempre presente.»
«Tan inhóspito en muchos aspectos, el bosque distaba mucho de ser
inútil. Ningún gran dominio parecía completo si no tenía el suyo. Como
todos los espacios incultos, servía de reserva para el cultivo, sujeto, sobre
todo en sus linderos, al vaivén de los campos temporales, y a veces defi­
nitivamente vencido. Los agricultores de la edad de piedra, cuyos medio­
cres instrumentos se adecuaban mejor a la roturación de las Iandas y las
estepas, se habían detenido por regla general ante las grandes espesuras.
Sus sucesores, no obstante, hicieron ya mella en ellas, allí donde se esta­
blecieron, más profundamente. En la Romanía había villas rurales, casas
de dueños rodeadas por las cabañas de los esclavos o de los colonos, que
se elevaban a veces en pleno bosque. Pero la roturación de grandes super­
ficies de bosque habría exigido una mano de obra que la edad medía,
hasta eí siglo xn, fue incapaz de proporcionar. Incluso sobre las tierras
que podían creerse ganadas tenía a veces el bosque ofensivos retrocesos,
y contra ellos ponía en guardia Carlomagno a los administradores de sus
dominios, en unas significativas instrucciones. Era por sus productos es­
pontáneos, sobre todo, por lo que el bosque jugaba en la economía un
papel cuya importancia y variedad supera con mucho lo que hoy espera­
mos de él» (VIII, 1945, pp. 16-17). Sigue una imagen detallada de esos
recursos (pp. 17-18).
Hablando del régimen agrario de los campos abiertos del norte,
R. Dion, en su Essai sur la formation du paysage rural franqais, «ha [... ]
aclarado con fuerza poco común las repercusiones del sistema sobre el
destino de Jos bosques. Profundamente mermados en sus linderos por las
roturaciones, en las tierras del norte, donde a menudo hacen de límite
entre los diversos términos, no por ello han dejado de conservar una
mayor nitidez de contornos y, en conjunto, una superficie sensiblemente
mayor que, por ejemplo, en las tierras de cercados. Es que, en estas últi­
mas, la presencia de numerosos árboles a lo largo de los setos y la costum­
bre particularmente tenaz del cultivo temporal, que, por desplazamiento
perpetuo de las rozas, ampliaba hasta el extremo la zona de destrucción,
y, finalmente, una cierta debilidad de k organización comunitaria, con­
currieron en favorecer la merma interior de los bosques, poco a poco
horadados por calveros. Ése es, en suma, el esquema que nos propone
Dion», No obstante, las poblaciones de las zonas de cercados tenían tam­
bién el «sentido del esfuerzo colectivo». «Por otra parte, en cuanto a que
hubiera poblaciones campesinas, fueran como fueran y aun considerándo­
las animadas por el más sólido espíritu de cuerpo, que en ningún momento
se doblegaran "sin dificultades" al acondicionamiento de zonas de mato­
rral o de bosque, numerosos documentos, tanto del norte como del Me­
diodía y del centro, apuntan en sentido contrarío a tan optimista visión.
Ello no se da hasta el peligroso nomadismo de la roturación atestiguado
y hasta impuesto por un texto del siglo xn, referente a los bosques de
Corbreuse [Seine-et-Oise], entre el Sena y el Loira, La protección de los
bosques —contra la roturación, la tala desordenada de árboles y ramas
y, sobre todo, el diente de los animales—, en todas las zonas campesinas,
fue obra mucho menos de las comunidades que de algunos poderosos,
cuyos intereses se oponían duramente tanto a las tradiciones como a las
necesidades de las masas campesinas; se trataba de ricos labradores, de
burgueses acaparadores de tierras y, sobre todo, de señores. Aún hoy,
gran número de extensiones de bosque que pertenecen a particulares y,
con mucho, la mayor parte de las que están en manos deí Estado o de los
municipios, tienen su origen en antiguas reservas señoriales. Para explicar
en un sitio su resistencia y en otro su ruina, ¿no convendría mirar primero
del lado de los señoríos, cuyas posibilidades de acción estaban lejos de
alcanzar en todas las provincias el mismo nivel? Sobre el Macizo Central,
Dion observa que, en el mapa de los bosques dominicales —incluidas las
propiedades comunales—, su emplazamiento corresponde a "un vacío
casi total". Efectivamente, nada más sorprendente. Pero es en el adjetivo
dominical donde ■ — sin querer negar la desforestación de muchas regiones
de cercados— , sobre todo, creo yo, hay que poner el acento el rasgo
señalado por Dion merece situarse entre los que caracterizan uno de nues­
tros paisajes rurales más claramente singularizados» (1936, pp. 257-259).
«Sobre lo que podría llamarse arqueología forestal, véanse útiles ob­
servaciones de un especialista, el inspector adjunto Roger Blais, "De la
plaine et de la forét ou presentation de recberches recentes sur la struc-
ture du paysage rural fran?ais", en Kevue des Eaux et Foréis, 1935, pá­
ginas 981-999. Blaís discute especialmente las conclusiones que Roupnel
[Histoire de la campagne frangaise, 1932] había creído poder sacar de los
diferentes aspectos de los linderos» (1936, p. 259). «Cuando, para referir­
nos tanto al bosque de tiempos de Carlomagno, cuyas dimensiones se
calculaban según el número 'de cerdos que podía alimentar, como al del
siglo xvm , codiciado por los dueños de forjas y los vidrieros, y como,
finalmente, al de nuestros días [explotado sobre todo por la madera de
construcción], nos viene forzosamente a la boca la misma palabra, ¿nos
representamos siempre exactamente cuánto ha ido variando de una época
a otra su contenido, físico y humano? Es lo que ocurre a más de un ele­
mento de nuestro vocabulario histórico» (1940, p. 166). La palabra forét
se refería en su sentido primitivo a "territorio adehesado”. Pronto tendió
a aplicarse preferentemente a las extensiones de bosque (VI, 1944, p. 123).
La obra colectiva La forét, bajo la dirección de R. Blais, 1939, es muy
interesante y presenta numerosas observaciones sugestivas. «¡Qué instruc­
tiva esa obstinación de los campesinos del Alen^onnais en ignorar las
virtudes alimenticias del arándano, tan apreciado por los de los Vosgos!
Y eí libro transmite todo él un buen olor a madera y hojas.» Habla muy
poco de las roturaciones (1940, pp. 165-166). C. Vigouroux, La coutume
forestiére frangaise, Aurillac, 1942, muestra un gran conocimiento tanto
del bosque como de la vida rural (III, 1943, p. 108). Oposición entre el
bosque de Sénart, dividido muy antiguamente y reunido luego en el si­
glo xvm , estudiado por R. de Courcel, 1930 (1931, pp. 446-467) y el
bosque de Eu, todavía de los condes de Eu y de sus sucesores, objeto de
una monografía de Mlle. S. Dec, Caen, 1929 (G. Espinas, 1930, pp. 415-
419). P. George, «Anciennes et nouvelles foréts en région méditerranéen-
ne», en Études Rhodaniennes, 1933 (L, Febvre, 1934, p. 80).

Explotación de los bosques


El estudio de la administración de Normandía bajo San Luis realizado
por J. Reese Trayer, Cambridge (Mass.), 1932, «pone el acento adecuada­
mente en un fenómeno agrario muy importante: el creciente lugar ocupa*
do en el siglo x iii , dentro de las rentas forestales, por la venta de las
maderas» (1934, p. 196), Transporte de madera flotando por el Vienne
hasta Limoges, desde el siglo x ii (1934, pp. 184-185). La disputa en el
siglo xix entre "monte alto o monte bajo" ocultaba «antagonismos de
grupos económicos», escondía la «oposición de dos concepciones eminente'
mente diferentes de la riqueza forestal». Las poblaciones urbanas y el
Tesoro querían madera para calefacción, y la Armada quería madera de
construcción; la hulla trajo consigo el éxito de la segunda concepción.
R, Blais, Une grande querelle forestiére: la conversión, París, 1936 (1940,
p. 166). Para su comparación (utilización industrial y roturaciones, sobre
todo), P. Deffontaines, La vie forestiére en Slovaquie> 1932 (1933, pp. 495-
496). L. Mazoyer, «Exploitation forestiére et conñits sociaux en Franche-
Comté, á la fin de l’ancien régime», en Anuales, 1932, pp. 339-358. La
«curiosa historia de la caza [...] no ha tentado todavía a ningún investi­
gador serio» (III, 1943, p. 108),

P aisaje rural prim itivo y trabajo h u m a n o

«En una serie de trabajos que han hecho época, Robert Gradmann ha
aclarado no hace mucho el papel de las superficies de vegetación esteparia
en la génesis de las civilizaciones agrarias propiamente europeas», espe­
cialmente Die Steppen der Morgenlandes in ihrer Bedeutung für die
Gescbicbte der menschlichen Gesittung, Stuttgart, 1934 (Geograpbiscbe
Abbandlungen, Reihe 3, Heft 6). También en el Próximo Oriente «fue
realmente la estepa [más que el bosque] lo que proporcionó a la humani­
dad antigua su ámbito predilecto. Dio origen a los dos tipos divergentes
de civilización, la de los pueblos pastores y la de los pueblos agricultores.
Favorecía especialmente, de muchas maneras, el desarrollo de las técnicas
agrícolas [...] Pero el predominante papel de esos secos parajes del Pró­
ximo Oriente es hoy cosa del pasado. La estepa "artificial”, la estepa de
cultivo que el paciente trabajo del hombre ha abierto poco a poco en las
tierras más húmedas del norte, en comparación con las estepas naturales,
goza de inmensas ventajas, que parecen definitivas» (1938, pp. 77-78). El
estudio de la población neolítica del Hurepoix y de la Beauce realizado
por O. Tulippe, L ’habitat rural en Seine-et-Oise..., 1934, le permitió una
«observación muy interesante: [...] el reparto de las "reliquias” de la
antigua flora esteparia coincide con los hallazgos neolíticos (p. 287, n. 1).
Así resulta aclarada, de acuerdo con las ideas de Gradmann, la preponde­
rante influencia que el clima seco del último período postglaciar parece
que ejerció sobre la toma de posesión del suelo, en una época en que lo
que ante todo temía la agricultura eran los obstáculos deí bosque» (1936,
p. 261).
André Deléage, en La vie nirale en Bourgogne jusqu’au début du X Ie
siécle, Macón, 1941, dedicó un largo capítulo a la vegetación, donde «no
se contentó con seguir las vicisitudes del paisaje; con ayuda de un deteni­
dísimo estudio de los nombres de lugar, intentó reconstruir las imágenes
que las sucesivas generaciones se fueron haciendo del decorado de sus
vidas [...] Los galos y sus predecesores [dice él] [ _1 no parece que
sintieran la necesidad de caracterizar las masas vegetales según las espe­
cies dominantes, como les ocurrió a los galorromanos y a los hombres de
la alta edad media [...] La vegetación que cubría las tierras de la Galia,
en sus partes todavía no cultivadas, era sin duda un monte bajo con bre-
zas y bojes e incluso turberas y tepes, en el que se entremezclaban la
mayor parte de los árboles [...] Los paisajes no se oponían como hoy.
El hombre no había contribuido tanto, todavía, a que la naturaleza se
adaptara del mejor modo posible a los climas y a los suelos» (II, 1942,
p. 47).
El paisaje rural de la alta edad media mostraba a menudo una natu-
raleza en estado salvaje, lo cual favoreció las invasiones musulmanas, nor­
mandas y húngaras de los siglos ix-x, «No hay policía fácil más que donde
los hombres viven próximos unos de otros. Pero en esa época, incluso en
las regiones más favorecidas, según nuestros patrones actuales, la población
tenía una densidad baja. Por todas partes había extensiones vacías, lan-
das y bosques que ofrecían lugares propicios para la sorpresa contra los
caminos» {La société féodale, I, p. 90). Tras esas invasiones, y particular­
mente la de los normandos, «los hombres, también mermados en su nú­
mero, se encontraron ante grandes extensiones antes cultivadas que ha­
bían sido cubiertas por la maleza. La conquista de la tierra virgen, todavía
tan abundante, se retrasó con ello en más de un siglo» (ibid., I, p. 69).
El campo francés, lejos de permanecer inmóvil, fue evolucionando, a
distinto ritmo según las regiones. El primitivo paisaje rural se modificó,
con el incesante trabajo del hombre. «El francés de principios del si­
glo xvm no cultivaba ni las mismas plantas, ni con los mismos medios ni
según el mismo ritmo de rotación que sus antepasados de las épocas roma­
nas» (Les Cahiers de Radio-Paris, 15 mayo 1938, p. 443). A. Perpillou,
Le Limousin..., 1940, muestra bien, para esa región, la acción del hom­
bre sobre el paisaje vegetal (II, 1942, p, 77). Las marismas inglesas del
Fen, convertidas hoy en próspera región de cultivo de hortalizas, son un
«ejemplo más de esos desplazamientos de la prosperidad que el esfuerzo
humano ha multiplicado a lo largo de toda la historia de nuestras civiliza­
ciones rurales» (1941, p. 192). A propósito de la transformación de las
Iandas del Schleswig desde mediados del siglo xix: «Una vez más, vemos
hasta qué punto la eliminación de la primitiva naturaleza y de los géneros
de vida arcaicos a ella ligados ha sido, en muchos casos, en la propia
Europa, un acontecimiento mucho más próximo a nosotros de lo que a
menudo tendemos a imaginar» (1941, p. 160). El campo dominó verdade­
ramente la vida de la antigua Francia: «Casi en toda ciudad medieval, con
excepción de las grandes metrópolis del comercio, se conservó siempre
algo de campesino: la colectividad tenía sus tierras de pasto y los habí-
tantes tenían sus campos, que los más humildes cultivaban ellos mismos»
(La société féodale, I, p, 424).
En la historia de ese largo trabajo, Marc Bloch combate el «recurso al
temible sentido común», por ejemplo en lo referente a la forma de los
campos (1934, p. 485). Denuncia «los postulados de la escuela "liberar',
particularmente aquel que atribuye a un mismo tiempo a los hombres la
clara consciencia de su interés y la voluntad de no guiarse más que por él».
Pero «la noción del interés "bien entendido" es menos evidente, puede
llevar a mayores vacilaciones y está más implicada en todas las compleji­
dades psicológicas de lo que ordinariamente aceptan reconocerlo los eco­
nomistas» (II, 1942, pp. 96-97). Igualmente, Kevue Historique, enero-
febrero 1934, pp. 2-3.
«Confundir lo muy próximo con lo importante es olvidar también que
las instituciones, una vez creadas, toman una cierta rigidez y, aferradas
por todo tipo de lazos al complejo social en su totalidad, echan raíces
demasiado fuertes para poder ser fácilmente arrancadas una vez desapare­
cida su primera razón de ser. Tomemos un hecho social que he dado en
estudiar especialmente: la fragmentación. Oirán decir a veces que su causa
está en el Código Civil [...] No me da miedo decir que eso no es cierto,
No es cierto, primero, porque, en una gran parte de Francia, el Código
Civil no innovó nada en materia sucesoria, y allí donde, efectivamente, sus
disposiciones modificaron la costumbre local, en la práctica ésta se man­
tuvo la mayor parte de las veces, gracias a una serie de malabarismos ju­
rídicos [...] Eso no es cierto, sobre todo, porque la fragmentación es en
sí misma un hecho muy antiguo, probablemente mucho más que milena­
rio. Lo que hay detrás del desbarajuste de las parcelas de Lorena o Picar­
día es, en realidad, la historia de la ocupación de la tierra por comunida­
des muy antiguas animadas por una fuerte organización colectiva y que,
además, en su conquista de la tierra, procedían poco a poco. Si más tarde,
en la segura agravación de esa fragmentación, actuaron ciertos hechos de
orden social, fueron hechos también muy anteriores al Código Civil: la
fragmentación de los amplios dominios señoriales se sitúa, hacia los si­
glos x, xi o x ii, y la disolución de las grandes familias patriarcales y él
advenimiento de la familia matrimonial nos remiten a menudo a la plena
edad media. Podría citarles muchos otros ejemplos, y mostrarles, por ejem­
plo, que el reparto actual de la propiedad rural se explica por hechos que,
incluso en el más amplio sentido de la palabra, sería imposible considerar
próximos» (Bulletin du Centre Polytechnicien d’Études Économiques.
X Crise, n.° 35, febrero 1937, p. 21).
«El hombre emplea su tiempo en montar mecanismos para luego, más
o menos voluntariamente, quedar prisionero de ellos. ¿Qué observador
que haya recorrido nuestras tierras del norte no habrá quedado sorprea*
dido por la extraña forma de los campos? A pesar de las atenuaciones que
las vicisitudes de la propiedad han introducido a lo largo de los tiempos
en el esquema primitivo, el espectáculo de esas franjas que, desmesurada­
mente estrechas y alargadas, recortan la tierra cultivable en un prodigioso
número de parcelas, puede aún hoy confundir al agrónomo. El desperdicio
de esfuerzos que implica semejante disposición y las molestias que impone
a los explotadores son indiscutibles. ¿Cómo explicarla? Por el Código
Civil, han respondido publicistas demasiado precipitados. Modificad, pues,
añaden, nuestras leyes sobre la herencia y acabaréis del todo con el mal.
Si hubieran conocido mejor la historia, si también hubieran interrogado
mejor una mentalidad campesina formada por siglos de empirismo, ha­
brían considerado menos fácil el remedio. De hecho, ese armazón se re­
monta a orígenes tan remotos que ni un solo estudioso, hasta ahora, ha
logrado dar una explicación satisfactoria; probablemente tienen más im­
portancia los roturadores de la era de los dólmenes que los legisladores del
Primer Imperio» (Métier d’historien, p. 11).
El contradictorio juego de la «rutina campesina» y la introducción de
nuevas técnicas agrícolas fue analizado por Marc Bloch en una comunica­
ción a la Société d’Études Psychologiques de Touíouse, el 23 de junio
de 1941, «Si bíen la rutina campesina, indiscutiblemente, existe, no tiene
nada de absoluto. En gran número de casos vemos que ha habido técnicas
nuevas que han sido adoptadas bastante fácilmente por las sociedades cam­
pesinas, mientras que en otras circunstancias, por el contrario, esas mis­
mas sociedades han rechazado otras novedades, que, de buenas a prime­
ras, no nos parecería que tuvieran que serles menos atractivas Vea­
mos primero un caracterizado ejemplo de apego al pasado. Es precisamente
aquel en el que se piensa casi siempre que se pronuncia la expresión de
"rutina campesina": la revolución agrícola del siglo xvm. Nadie puede
discutirlo: esa gran revolución que, en lo esencial, se resume en la supre­
sión del barbecho, fue obra de elementos ajenos a la sociedad campesina,
en el sentido estricto y auténtico de la palabra; fue obra de nobles, bur­
gueses y maestros de postas, a los que se añadieron a veces algunos inmi­
grantes. La masa rural no siguió el movimiento más que muy lentamente
y de muy mala gana, y a menudo, en un principio, se opuso deliberada­
mente. De esa resistencia ha llegado hasta nuestros días su profunda huella
en los escritos de agronomía. En cierto modo, la agronomía guarda rencor
a los campesinos por no haberse asociado a una transformación que, inne­
gablemente, conducía a aumentar en considerables proporciones la capa­
cidad productiva del país. El ejemplo inverso, que pone ante nuestra
vista un caso de adaptación relativamente rápida a una técnica nueva nos
Jb proporcionará —cosa a primera vista sorprendente— un pasado mucho
más remoto. Hay um planta, un cereal, cue no¿ parece hoy el mis carac-
terfstico de la antigua agricultura francesa. Incluso, más bien, de la antigua
agricultura europea. Es el centeno. Como todo el mundo sabe, en la se­
gunda mitad del siglo xrx desapareció de la mayor parte de nuestros cam­
pos, En la edad media y hasta en pleno siglo xvm, todo el mundo lo
sabe también, su cultivo estaba muy extendido [...] Pero ese centeno no
era, en realidad» una planta muy antigua [...] Tenemos cantidad de mo­
tivos para creer que, ignorado por la agricultura romana, el centeno no
se extendió por Europa occidental hasta la época de las grandes invasio­
nes. Nos fue traído, probablemente, por las civilizaciones nómadas de la
estepa, que tan profundamente marcaron con su huella en esa época la
vida de Occidente [...]»
«Tenemos, pues, relativamente cerca de nosotros, un caso de obstinada
rutina, y, mucho más lejos en el tiempo, el ejemplo de una capacidad de
adaptación no menos notable. ¿Cómo resolver esa aparente contradicción?
Mirando más de cerca la cuestión, se percibe entre las dos experiencias
una considerable diferencia. Como correctamente ha señalado Faucher [en
una comunicación del mismo día], la revolución agrícola era una amenaza
de destrucción para todo el sistema social en el que se inscribía la vida
campesina. El pequeño campesino no era sensible a la idea de incrementar
las fuerzas productivas de la nación. No lo era más que medianamente a la
perspectiva, menos lejana, de aumentar su propia producción, o por lo
menos la parte de esa producción destinada a la venta; veía en el mercado
algo misterioso y un poco peligroso. Su principal preocupación era, mucho
más, la de conservar más o menos intacto su nivel de vida tradicional.
Casi en todas partes, consideraba ligada su suerte al mantenimiento de las
antiguas obligaciones colectivas que pesaban sobre las tierras de labor.
Pero esas costumbres suponían el barbecho. Suprimirlo era, al mismo
tiempo, acabar con la abertura de heredades que —tomando como ejem­
plo las tierras de rotación trienal— abría cada año un tercio de la tierra
cultivada a los rebaños de toda la comunidad. Privados de ese derecho,
muchos explotadores no habrían sabido cómo alimentar sus animales. La
mayor parte de campesinos, en una palabra, temían la gran transformación
social que parecía consecuencia inevitable de los nuevos métodos [...]
Imaginemos, en cambio, a nuestro campesino de la época merovingia ante
el centeno. Desde luego, el cultivo le parece nuevo. Pero quizá la planta
en sí no le es del todo desconocida: parece, en efecto, que el centeno
apareció originariamente como maleza del trigo. En todo caso, es semejante
a los demás cereales, con los que los labradores de la Galia están desde
hace tiempo familiarizados. Sobre todo, sustituir por el centeno el trigo
o la cebada no era en absoluto tocar el sistema social [...]» Pero, en rea­
lidad, «la sociedad campesina que se vio confrontada con los problemas
de la revolución agrícola del siglo xvm era una sociedad estable y de
organización bastante rígida, donde durante generaciones las familias per­
manecían casi en el mismo sitio y las mezclas entre las diversas capas socia­
les eran bien poco intensas. Tomemos en cambio la sociedad campesina
que adoptó el centeno. Era la de las grandes invasiones. Era, pues, una so­
ciedad en pleno movimiento y agitación [...] ¿Acaso no puede suponerse
que una sociedad así animada por una especie de poderoso movimiento
interno posee, por naturaleza, una mayor capacidad de adaptación? Sim­
ple hipótesis, claro está, pero quizás encontraría un principio de confirma­
ción en otros hechos paralelos Uno tiene la sensación [...] de que
las condiciones de la vida social, terriblemente trágicas en otros sentidos,
eran entonces favorables a las innovaciones» {Journal de Psychologie
1948, pp. 106-110).
El Elsass-Lothringiscber Atlas, publicado en Frankfurt en 1931 por el
Wissenschafíiches Instituí der Elsass-Lothringen im Reich, no da ningún
plano parcelario rural, da únicamente algunos planos de pueblos y un
mapa de los "bosques, marismas y tierras cultivadas”, hacia 500, «de la
más arbitraria fantasía». Un estudio sobre los «núcleos humanos» anejo
a ese atlas ha sido completado y puesto al día por W. Gley, Die Ent~
tvicklung der Kulturlandschaft in Elsass bis m r Einflussnabm Frank-
teichs.„, 1932, publicado por la misma institución. Ese estudio de la evo­
lución del paisaje humano en Alsacia va acompañado por mapas, planos y
una bibliografía muy cuidada (1933, pp. 389, 390 y 392).

R oturaciones (p. 74)


Las roturaciones constituyen el hecho capital de esa acción del hom­
bre sobre el paisaje vegetal. «En toda Europa, el trabajo de los rotura­
dores ocupados en roer los bosques, por dentro o en sus bordes, fue en los
siglos x ii y x iii lo bastante intenso como para atraer la atención de los
observadores, mediocremente atentos, por regla general, al paisaje. Véase
ese curioso pasaje del Parzíval de Wolfram d’Eschenbach, VIII, vv. 18 ss.
Gauvain había cabalgado por largo tiempo bajo el bosque: “Poco a poco
el bosque apareció entremezclado; aquí una avanzada de los árboles; allí
un campo, pero tan estrecho que apenas habría podido levantarse una tien­
da. Luego, mirando hacia delante, vio tierras cultivadas" [...]» (1936,
p. 259), Trabajo irregular: «Los bosques de alguna espesura casi nunca
fueron roturados hasta época relativamente tardía y sólo por pequeños
grupos» (1932, p. 490). Marc Bloch, por lo demás, recordó a menudo que
las roturaciones pudieron realizarse a costa de las Iandas o zonas de ma­
torral, y no exclusivamente a costa de los bosques.
¿Quién impulsó ese gran movimiento de roturaciones del siglo X
al x ii? La realeza, cuyo papel a ese respecto, en tiempos de los primeros
capetos (987-1180), no puede olvidarse, toda una multitud de señores
laicos y eclesiásticos y las fundaciones monásticas. Roturación y población
van estrechamente unidas. El derecho de asilo fue un factor esencial de la
creación, junto a esos lugares, de aglomeraciones y mercados protegidos,
las sauvetés del mediodía y las minches de Bretaña* P. Timbal Duclaux
de Martin, Le droit d}asile, 1939, con prólogo de G. Le Bras (G. Espi­
nas, 1941, pp. 168-170), En todas partes se concedieron ventajas para
atraer a roturadores y habitantes. El señor de Nemours (Seine-et-Marne),
tras haber concedido en 1170 una carta de población a los “huéspedes”
que se establecieran en Nemours por la que inmediatamente serían decla­
rados libres, atraía en 1173 a otros huéspedes a un pueblo vecino: se ve,
pues, en esa época de grandes roturaciones, la «política de población de
ese señor, análoga a la de tantos otros de sus iguales». G. Estournet, «Les
origines historiques de Nemours...», Anudes de la Société Historique et
Archéologique du Gátinais, 1930 (1932, p. 419). La historia de la abadía
de Saint-Thierry, en la Champagne, «muestra ejemplos muy curiosos de la
emigración hacia los lugares de roturación y de la competencia que tenían
con sus vecinos, dueños de los antiguos pueblos, los señores que levanta­
ban esos nuevos núcleos». G. Robert, en Travaux de l’Académie N aliónale
de Reims, 1930 (1931, p. 259). Sobre esa acción de los monasterios, G. Le
Bras, «La géographie religieuse», Mélanges d'Histoire Sociale, VII, 1945,
pp. 87-112.
El priorato cluniacense de Longueville, en la diócesis de Rouen, fue
fundado en 1093, en una zona roturada en el siglo xn. «Los documentos
referentes a las roturaciones de Auppegard las muestran abordadas prime­
ro por el señor y sólo a continuación fragmentadas en tenencias, y, hecho
más importante aún, las tierras así ganadas para el cultivo forman un
"parque", es decir, un cercado,» Cf. los n.os LXIX y LXX de las Charles
du prieuré de Longueville ... antérieures á 1204, publicadas por P. Le
Cacheux, 1934 (1938, p. 166). Hay que hacer resaltar que los pueblos
dispuestos a lo largo de un camino forestal, con parcelas en forma de es­
pina de pescado (supra, p, 78), no son en absoluto de origen germánico,
pues «se trata de una forma de asentamiento casi universalmente caracte­
rística de la roturación forestal». Se encuentran también en Eslovaquia y
en el Canadá (1933, p. 496). La abadía de Notre-Dame de Dilo, en la
diócesis de Sens, fue fundada por premonstratenses en 1132, en el empla­
zamiento de antiguas forjas galorromanas, en el corazón del bosque de
Othe, lo que llevó consigo grandes roturaciones forestales, tanto más cuan­
to que la abadía, a pesar de los principios eremíticos de la orden, dio
origen a un pueblo. Estudio del abad A. Pissier sobre esa abadía, en Bull.
de la Société des Sciences... de l’Yonne, 1928 (1932, p. 319). Carillón-
sur-Sambre, fundado en 1186 en una roturación forestal de Thiérache,
ofrece un ejemplo de "villa nueva" que ha permanecido ignorado hasta
nuestros días. P. Piétresson de Saínt-Aubin, en Revue du Nord, 1938, con
plano (G. Espinas, 1939, pp. 364-365).
La villa nueva de Draize fue fundada en 1328 por Jos monjes cister-
cienses de Signy, no lejos de su abadía (Ardenas). G. Robert, en Nouvelle
Revue de Champagne et de Brie, octubre 1932. «Toda esa región de bos­
que, en las terrazas calizas de los límites de las Ardenas, parece que fue
escenario de un activo trabajo de roturación que, empezado en el siglo x ii,
se prolongó, como se ve, hasta notablemente tarde. Pero el hecho caracte­
rístico es en ese caso que el pueblo de Draize, donde ya desde 1332 se
contaban unas sesenta casas, fue precedido en el mismo lugar por una
"cour", es decir, una "explotación señorial", que existía ya cuando la
fundación de la abadía, en 1135. El hábitat aislado era pues, en ese caso,
mucho más antiguo que la aglomeración, con la reserva, no obstante,
correctamente señalada por Robert, de que una explotación semejante de­
bía agrupar ya a un considerable número de residentes. De paso, el autor
advierte la dualidad, frecuente en la toponimia de esos parajes, de una
"explotación señorial" y un "pueblo" que llevan el mismo nombre pero
están situados a cierta distancia una de otro; a veces la "explotación se­
ñorial1', por su parte, ha dado origen a un verdadero pueblo. Conviene
observar una vez más, por otro lado, la interacción de los fenómenos reli­
giosos y los hechos de población: la creación de un pueblo de tenedores
atestiguaba cierta relajación de la primitiva regla cisterciense.» A los nue­
vos colonos les fue otorgada una carta de franquicia y se erigió una parro*
quia (1933, pp. 319-320). Roturaciones mencionadas a partir de la se­
gunda mitad del siglo xi en torno al monasterio de Nouaíllé, en el Poi-
tou (1940, p. 77).

Roturaciones en los Alpes


En los Alpes meridionales, desde el siglo xi, los bosques eran mucho
menos extensos que en los Alpes septentrionales, lindando con “garrigas"
incultas y con sólo árboles aislados o en pequeños grupos. «El hombre
hace avanzar sin tregua sus labores y sobre todo sus viñas. Por todas
partes incendia los troncos y prende fuego a los hierba jos.» A menudo se
trataba de roturaciones temporales: abandonados tras algunas cosechas,
los campos se denudan y aflora la roca, «La conquista [...] raras veces
era definitiva [...] El sistema que durante mucho tiempo predominó fue
el que yo he propuesto llamar "cultivo temporal" (la Feldgraswirtscbaft
de los alemanes) [...] A pesar del carácter flotante de la ocupación, el
principal movimiento de roturación en los Alpes meridionales se sitúa,
claramente, “en el siglo xra y hacia principios del xiv". Es decir que en
general —pero con un retraso, muy natural, sobre las tierras llanas—
coincidió con la gran expansión de las superficies cultivadas en toda la
Europa occidental y central. Como en todas partes, se realizó a costa
tanto de los simples yermos, las "ierres gates", como del bosque. Final­
mente, tanto allí como en otros sitios, el censo característico de los nuevos
campos y viñas fue un censo de reparto de frutos. Entre la utasque" de
los Alpes meridionales y el champan, el terrier o el agrier de otras pro­
vincias apenas hay diferencia sensible. Mientras que los censos que pesa­
ban sobre las partes antiguas de las tenencias —desecho, en su mayor
parte, de los mansos de antes— , casi siempre, tenían un importe fijo, los
señores ofrecían a los roturadores el atractivo de un arrendamiento que
se pagaba sólo cuando había cosecha.» Rña. de Mlle. Th, Sclafert, «A pro­
pos du déboisement dans les Alpes du Sud», en Annales de Géographie}
1933, pp. 266-267, 350-360 (1934, pp. 405-406).

Roturaciones en el siglo X V III (p. 89)


«La conquista de la tierra inculta, en Europa occidental, no se llevó
a cabo según un ritmo uniforme, Uno de los más elevados máximos de la
curva coincide [...] con el período que, a grandes rasgos, se extiende
de 1050 a 1250; otro, menos acentuado, responde a la época de incremen­
to demográfico, decisiva a todos los respectos, que marcó la segunda
mitad del siglo xvni.» Roturaciones en los Países Bajos austríacos y par­
ticularmente en Flandes, rña. de G. G. Dept, en Bull. de la Société Belge
d’Études GéographiqueSy 1933 (1936, p. 405). Roturaciones en las Com-
brailles, a costa del bosque y de “tierras frías", hacia 1760 (II, 1942, pá­
gina 80).

Conquista del suelo en zonas no forestales (p. 77)


Se ha visto la insistencia de Marc Bloch sobre el hecho de que las
roturaciones tuvieron lugar a menudo a costa de Iandas y zonas de mato­
rral, tanto como a costa del bosque. Por otra parte, tuvo lugar la lucha
contra el agua. Después de los emperadores carolingios y tras algunos
siglos de interrupción, Enrique II Plantagenet, conde de Anjou, se ocupó
activamente de las "elevaciones” a lo largo del Loira, para recuperar tie­
rra cultivable: «Podemos reconocer la gran preocupación común en esa
época a casi todos los barones: la población, por ocupación de las tierras
hasta entonces deshabitadas, y, en su caso, de las que se esperaba sustraer
al curso de las crecidas de las aguas». Rña. de R. Dion, Le Val de Loire...,
1934 (1934, p. 473). Añadir también las tierras ganadas por la práctica
del “despedregamiento de los campos", utilizándose luego las piedras, a
veces, para sustituir los setos por muros (1936, pp. 271, 274).

C am inos y cultivos (p. 85)


J. Soyer, antiguo archivero del Loiret, estudió «Les voies antiques de
l’Orléanais (civiias Aurelianorum)», en Mémoires de la Société Arcbéolo-
gique et Historique de l’Orléanais, XXXVII, 1936. Su método asocia con
fortuna la interpretación de los hallazgos arqueológicos, la de los textos,
la investigación toponímica y el conocimiento directo de las condiciones
del terreno, A lo largo de esos caminos se establecieron varias colonias
agrícolas y militares bárbaras al servicio de Roma. Igual localización tu­
vieron los centros en los que se acuñó moneda bajo los merovingios, lo
que subraya la relación entonces estrecha entre el taller monetario y el
mercado (1937, pp. 312-313). En la época merovingia las antiguas cal­
zadas conservaban, pues, su importancia, pero luego muchas fueron aban­
donadas. El comandante Lefebvre des Noéttes, en el Bulletin de la So­
ciété Nationale des Antiquaires de France, y luego en L ’Attelage Antique,
1931, atacó justamente «uno de los más venerables prejuicios de nuestros
estudios». La maravillosa red viaria empedrada de los romanos carecía en
realidad de las dos cualidades esenciales de los caminos: «plasticidad del
revestimiento y facilidad de reparación». «Así queda más claro cómo
bastantes de los caminos antaño trazados por Roma —bastantes más de
los que a veces se piensa— , después de las invasiones, fueron cayendo
poco a poco en el abandono, en provecho de nuevos itinerarios» (1932,
p. 483). Por ejemplo, la ruta galorromana de Lyon a Limoges, en su reco­
rrido por la Marche, fue abandonada mucho antes del siglo xvm (1931,
p. 623). Buen número de caminos desaparecieron bajo los cultivos. Así
pues, «la perennidad tan a menudo atribuida a las vías romanas debe rele­
garse al cúmulo de los demasiados mitos que entorpecen nuestros estu­
dios». Al escribir esas líneas (1939, p. 416), Marc Bloch aprobaba las
ideas de un artículo de F. Imberdis, «Les routes médiévales: mythes et
réalítés historiques», pp. 411-416, afirmando con energía que los perpe­
tuos desplazamientos del tráfico y de las comunicaciones en la edad media
impiden concluir en una identidad entre la red romana y la red medieval.
Por otra parte, las rutas medievales conocieron también sus propias vici­
situdes; por ejemplo, uno de los cuatro caminos de Santiago de Com-
postela, que en los siglos xi y xn pasaba por la región granítica del Séga-
las debido a la presencia de la abadía de Conques, fue luego abandonado
(1932, p. 494). Sobre las rutas medievales, 1936, p. 584.

H isto ria d e las plantas e introducción de nuevos cultivos

La «arqueología botánica» requiere la concurrencia de disciplinas, y


eso fue lo que defendió, sobre todo refiriéndose a Normandía, el doctor
F. Gidon, autor de la traducción de Maurizío, Histoire de Válimentation
végétále. «¿Sorprenderá la asociación de palabras que acabo de utilizar?
Puede que sí. Porque ese género de investigaciones se han practicado tan
poco entre nosotros, o por lo menos han permanecido tan al margen de
las preocupaciones habituales de los historiadores, que creo que realmente
carecen de nombre oficial. Precisemos, pues, que sin privarse, claro está,
de recurrir cuando sea necesario a los documentos escritos, el botanoar-
queólogo, atreviéndome a forjar tan horrible término, se dedica ante todo
al examen de la flora actual, enfocada como el más seguro testimonio sobre
su propio pasado y, por lo mismo, sobre el del hombre. En una palabra,
según un proceder tan a menudo necesario para toda investigación histó­
rica, parte del presente para, apoyándose en él, remontarse hasta lo más
remoto de los tiempos. Es así como la existencia en ciertos puntos de
Normandía, por ejemplo, de asociaciones vegetales de carácter estepario,
netamente desfavorecidas por las condiciones climáticas actuales no
atestiguan únicamente los grandes cambios de orden físico que, hacía el
principio de la edad de bronce, trajo consigo la implantación de nuestro
clima adántico, que sustituyó a un régimen mucho más seco. Dado que,
por lo menos en la mayoría de los casos, esos prados de gramíneas "xero*
térmicas" no pudieron mantenerse por sí mismos, y en la hipótesis de
haber sido abandonados a la acción espontánea de los factores naturales
no habrían tardado sin duda en desaparecer ante el bosque y sus sotabos*
ques, nos permiten además seguir los antiguos límites de la ocupación del
suelo por el hombre, e incluso fechar ciertos restos monumentales liga*
dos, a su vez, a ellos; porque fue el hombre, con seguridad, quien los
conservó, en el curso del duro combate que sostuvo para defender contra
la invasión de los árboles las tierras de labor que, antes que él, sus ante­
pasados, con menos dificultades, habían recortado en la estepa.» Doctor
F. Gidon, especialmente en Mémoires de VAcadémie des Sciences ... de
Caen, 1934, y Bull. de la Soc. des Antiquaires de Normandte, 1933. Por
otra parte, hay otras "floras residuales". "La existencia en ciertas locali­
dades, en estado silvestre, de plantas ajenas a la flora espontánea local y
que se sabe que fueron cultivadas en otro tiempo como especies alimen­
ticias, de condimento o aromáticas, constituye un testimonio muy bueno
de la ocupación galorromana o medieval de una tierra”, dice el mismo
autor, en el mismo boletín, 1937, Marc Bloch señala ese fecundo método
que da «valiosos datos sobre las huellas de la actividad humana así defi­
nidas y fechadas» (1938, pp. 78-79),
En la Marche, la presencia en suelo silicoso de espesuras de bojes
arborescentes plantea un «problema de geografía botánica» que se traduce
en la toponimia por los "Bussiére" y nombres análogos; lo señala A. Per-
pillou, Le Limousin..., donde se encuentra también una «excelente discu­
sión sobre la historia del castaño (pp. 193 ss.)» (II, 1942, p. 77).
La historia de la agricultura es inseparable de la de la alimentación. El
homo historicus es «simplemente un hombre, incapaz de vivir del aire,
humildemente dependiente, en su ser físico, del alimento que se procura
y, en el conjunto de sus actividades, de las que dedica a la búsqueda de
ese alimento». «Aunque mucho más restringida en cierto sentido que la
nuestra, puesto que no incluía las plantas importadas que tan importante
papel tienen hoy —como la judía [...]— la gama alimenticia de nuestros
antepasados era, en otros aspectos, mucho más rica. Simplemente cogidas
en los bosques o en los yermos, o bien trasplantadas y más o menos culti­
vadas en los huertos, gran número de "legumbres" que nuestras mesas
desprecian eran entonces, sobre todo entre los campesinos pero no sólo
entre ellos, de uso absolutamente común, desde el cardo, en más de una
de sus especies, hasta la modesta maravilla de los campos. Varias de
nuestras legumbres actuales, por otra parte, como la lechuga o la achicoria,
se utilizaban, por lo menos en parte, en forma distinta que hoy.» Artícu­
los del doctor F. Gidon, en Bull. de la Soc. des Antiquaires de Norman-
die, 1937, y La Presse Médicale (18-1-1936, introducción de la judía,
y 27-111-1937). Marc Bloch subraya el «valor sugestivo de semejantes in­
vestigaciones» (1938, pp. 79-80). Los grandes descubrimientos llevaron
consigo un extraordinario enriquecimiento de esa «gama alimenticia». Es
posible que la judía, introducida en Italia en 1528 o 1529, Degara a
Francia con Catalina de Médicis en 1533. «Añadamos que no habría nada
de extraño en que esa legumbre, entre nosotros, hubiera sido cultivada
primero en los huertos reales o señoriales de los castillos del Loira. Más
de una planta mediterránea, o importada con anterioridad a la zona medi­
terránea, aparte de ésa, penetró en nuestros huertos o nuestros campos
por esa vía» (1938, p. 79). Sobre los trabajos del doctor Gidon, L. Febvre,
1939, pp. 157-158.
Hubo una planta tintórea, el "glasto", es decir, la hierba pastel, que
jugó un gran papel, y aparece como «testimonio de las relaciones comer­
ciales». Luego, a partir del siglo xvi, perdió terreno ante el índigo (1932,
pp. 407-408). Sobre el glasto también G. Espinas, IV, 1943, p. 51.
Lo que puede saberse de los orígenes de la sericultura francesa ha sido
resumido por H. Chobaut, en Mémoires de VAcadémie de Vaucluse,
1940. «Es en Anduze, al pie de ios Cévennes, donde, desde 1296, apare­
cen los primeros artesanos ocupados en sacar capullos de hilo de seda (los
"trahandiers”); casi en el mismo momento, parece ser, se introducía tam­
bién la cría del gusano en un clima totalmente distinto, en Ginebra. Mont-
pellier era entonces uno de ios principales centros del comercio interna­
cional de la seda. Durante el siglo xvi, que tantas notables modificaciones
vio producirse o anunciarse en el paisaje vegetal francés, el cultivo de la
morera blanca tomó en Provenza y en el Languedoc un gran desarrollo, y
junto con él se desarrollaron también, claro está, los criaderos deí gusano
de la seda» (III, 1943, p. 111).
Exposición de los trabajos del Instituto de las plantas de Leningrado,
y en particular de Vavilov, trabajos que han replanteado el problema del
origen de las plantas cultivadas, en Ch. Parain, Vorigine des plantes cul-
tivées (1935, pp. 624-628). El mismo, estudiando la agricultura del an­
tiguo Egipto, en Revue des Études Sémitiques, 1934, concluyó que Egip­
to, país de cultivos irrigados, no pudo haber sido un primitivo centro de
agricultura: sus plantas llegaron de la Abisinia y del Asia. Las "revolu­
ciones” de su historia van ligadas a las transformaciones del cultivo y de
la ganadería (L. Febvre, 1936, p. 296). El problema de la alimentación
está en estrecha relación con la historia, dice L. Febvre, «Biologíe, socích
Iogie, alimentation» (VI, 1944, pp. 38-40), como lo muestran, por ejem­
plo, los «aspectos sociales de las innovaciones alimenticias (té, café, etc.)».
Otros artículos de L. Febvre sobre el problema: sobre las extraordinarias
adquisiciones de la agricultura mediterránea desde la Antigüedad, según
Aug. Chevallier, en Revue de Botanique Appliquée et d’Agrietú ture Tro-
pícale, 1939 (1940, pp. 29-32); sobre los boniatos y las patatas (1940,
pp. 135-136). A propósito de las "gachas” hechas con harina de maíz her­
vida en leche, muy utilizadas en el Franco Condado (P. Lebel, en Anuales
de Bourgogne, 1943), se recuerda el gran papel del mijo en la antigua
alimentación campesina: «Hemos perdido radicalmente la costumbre de
alimentos que, en la edad media y hasta ios siglos xvu y xvm , fueron
tan corrientes como pueden serio hoy las patatas» (V, 1944, pp. 75-77).
La palabra "sidra", que sustituyó a la palabra latina pomatium, apareció
en Normandía ya en el siglo xm (P. Lebel, en el Frangais moderne, 1943).
La sidra era conocida en el País Vasco desde época muy temprana; una
corriente de exportación antigua la ilevó de Vizcaya a Normandía y Bre­
taña (V, 1944, p. 77). A. G. Haudricourt, sobre el origen de algunos ce­
reales, 1939, pp. 179-182, y sobre la introducción de plantas italianas en
la baja Normandía en el siglo xvi, por Cherburgo (según Aug. Chevallier),
VII, 1945, p. 149.
Capítulo 2

LA VIDA AGRARIA 1

1. R a sg o s g e n e r a l e s d e l a a g r ic u l t u r a a n t ig u a

Una palabra hay que domina la vida rural de la antigua Francia,


hasta el umbral del siglo xix; es una vieja palabra de nuestra tierra,
ajena con segundad al latín, probablemente gala, como tantos otros
términos —-cbarrue , chemin > somart o sombre (en el sentido de bar­
becho), lande, arpent— con los que nuestro vocabulario agrícola da
elocuente testimonio de la antigüedad del trabajo de nuestros cam­
pos: la palabra ble} No entendamos, como lo quiere hoy el uso lite­
rario, que únicamente se refiera al trigo. El habla de los campos
incluía bajo ese nombre en la edad media, y durante mucho tiempo
siguió incluyéndolos, todos los cereales panificables, ya dieran el her­
moso pan blanco, placer de los ricos, ya el pan negro, cargado de
harinas mezcladas, que devoraban los campesinos, con trigo, cente­
no — cuyo abuso extendía el «fuego de San Antón»— , tranquillón
(mezcla de trigo y de centeno), espelta, avena e incluso cebada.3 El
cereal (blé ), en ese sentido, cubría, con mucho, la mayor parte de
la tierra cultivada. No había pueblo ni explotación que no le dedí-

1. C£. sobre este capítulo, Marc Bloch, «La lutte pour rindividualisme
agraire au xvm* siécle», Amales d’Histoire Économique, 1930; en apéndice
se encontrarán las necesarias referencias a las grande.'- encuestas del siglo xvm.
2. J. Jud, en Romanía, 1923, p. 405; cf. las bellas investigaciones del
mismo autor, ibid,. 1920, 1921, 1926, y (en colaboración con P. Aebischer)
Archivum Romanicum, 1921.
3. A veces hasta guisantes y habas, probablemente porque se mezclaba
su harina con la de los peores cereales. Guérard, Cartulaire de Notre-Dame de
cara lo mejor de sus campos. Su cultivo se llevaba incluso a los pa­
rajes en los que hubiera podido parecer que la naturaleza lo prohi­
bía, hasta las ásperas pendientes alpinas y, en el oeste y el centro,
hasta esos terrenos poco permeables y constantemente empapados
por la lluvia que hoy nos parecen predestinados para los pastizales.
«La agricultura de la mayor parte de las provincias de Francia»,
dicen, aún en 1787, los comisarios de la Asamblea Provincial del
Orléanais, «puede considerarse como una gran fábrica de cereal». Du­
rante mucho tiempo las condiciones de vida se opusieron a toda es*
pecialización racional de los suelos. El pan era para todos un alimen­
to esencial, y para los humildes la base misma de la alimentación
cotidiana. ¿Cómo procurarse la preciosa harina? ¿Comprándola? Esa
solución habría supuesto un sistema económico basado en los inter­
cambios, Pero estos, por lo que parece, sin haber dejado nunca de
existir totalmente, fueron durante largos siglos escasos y difíciles.
Lo más seguro seguía siendo para el señor hacer sembrar en su do­
minio tierras de pan llevar y para el campesino sembrarlas él mismo
en su tenencia. ¿Que al señor o al labrador rico les quedaban algu­
nos granos de más en sus sacos?: siempre podía conservarse la es­
peranza de darles salida hacia las regiones en que las cosechas habían
sido escasas.
Más tarde, es cierto, y sobre todo desde el siglo xvi, la organiza­
ción general de la sociedad pasó a ser de nuevo favorable a la circu­
lación de bienes. Pero para que logre instituirse en un país una
economía de intercambios no basta con que el medio lo permita; es
preciso además que nazca en las masas una mentalidad de compra
y venta. Fueron los señores, los grandes comerciantes compradores
de tierras, acostumbrados a un horizonte más amplio y al manejo de
los negocios, y dotados además de algunos capitales o con la seguri­
dad de un cierto crédito, quienes primero se adaptaron, El pequeño
productor, e incluso a veces el burgués de las pequeñas ciudades, a
quien aún en la Revolución se le ve hacerse el pan con la harina

Parts, t. II, p. 314, n,° XIII. Sobre el pan inglés, comparar W. Ashley, The
bread of our forefathers, 1928, En 1277 los canónigos del pequeño capítulo
de Champeaux, en Brie, juzgaban poco agradable la estancia en dicho pueblo
porque a menudo no se podía encontrar pan blanco: Bibl. Nat., lat. 10942,
fol. 40.
proporcionada por sus aparceros, permanecieron fíeles por mucho
tiempo a los mitos de una economía cerrada y cerealística.
Esa supremacía de los cereales daba al paisaje agrario una uni­
formidad mucho mayor que la que hoy tiene. Nada de tierras de
monocultivo, como en nuestros días la inmensa viña del bajo Lan-
guedoc o los pastizales del valle de Auge. Todo lo más parece que
hubo en época temprana — sin duda a partir del siglo X I I I — algu­
nas escasas tierras casi exclusivamente dedicadas a la vid. Y es que
el vino era un producto particularmente valioso, fácil de transportar
y con salida segura hacia los países a los que la naturaleza condena­
da a no tenerlo, o a no tenerlo más que muy malo. Por otra parte,
sólo los rincones de tierras próximas a una gran vía de tráfico — sobre
todo a una vía acuática— podían tomarse la libertad de violar de
tal manera los principios tradicionales. No es casualidad que hacia
1290 el puerto de Collioure resulte ser el único punto del Rosellón
en eí que las cepas han desplazado a las espigas, y Salimbene, un
poco antes, advertía muy bien el motivo que permitía a los campe­
sinos del valle vinícola donde se levanta Auxerre no «sembrar ni
cosechar»: el río, a sus pies, «va hacia París», donde el vino se
vende «noblemente». En Borgoña, en el siglo x v ii, no había aún
más que once comunidades en las que todos fueran viñadores. D u­
rante mucho tiempo perduró la obstinación en producir el vino, al
igual que el trigo, en cada lugar, incluso en las regiones en que, aún
cuando el año hubiera sido lo bastante bueno para que la vendimia
diera alguna cosa, las condiciones del suelo y, sobre todo, del clima,
no permitían esperar más que un triste vino peleón. En Normandía
y en Flandes no se renunció a ello más que en el siglo xvi, y en el
valle del Somme más tarde aún. Así vemos lo deficientes que eran
las comunicaciones y lo buscado que iba el vino, cierto que por su
alcohol y su gusto, pero también para su empleo ritual. Sin él no
había misas ni incluso — hasta el momento en que, hacia el siglo x i ii,
se reservó el cáliz al sacerdote— comunión para los fieles. El cris­
tianismo, religión mediterránea, llevó con él hacia el norte los raci­
mos y los pámpanos de los que había hecho elementos indispensables
de sus misterios.
Aunque predominaban en casi todas partes, los cereales, no obs­
tante, no ocupaban en absoluto por sí solos todas las tierras. Junto
a ellos vivían algunos cultivos accesorios. Unos, como ciertos fo­
rrajes — en especial las vezas— y a veces los guisantes y las habas,
alternaban con el cereal, en las mismas tierras. Otros tenían lugares
aparte; eran las legumbres de los huertos, los árboles frutales de los
vergeles, el cáñamo de las cañameras, generalmente cercadas, y — salvo
en Provenza, donde a menudo se levantaban entre las propias tierras
de cereal— las cepas de las viñas. Diferentemente extendidas según
las condiciones naturales, esas plantas anejas introducían alguna va­
riedad en el aspecto de las regiones. Fue también en ellas en las que,
andando el tiempo, se centraron los cambios más claros. En el si­
glo x m , en muchos lugares, como por ejemplo los alrededores de
París, los progresos de la industria pañera llevaron consigo la mul­
tiplicación de los campos de glasto, el índigo de la época. Luego
llegó la aportación americana: el maíz conquistó algunas tierras hú­
medas y calientes y la judía sustituyó a las habas. Finalmente, desde
el siglo xvi, el alforfón, llegado del Asia Menor quizá a través de
España, y conocido primero únicamente por los «drogueros», en las
tierras más pobres de Bresse, del Macizo Central y sobre todo de
Bretaña, fue sustituyendo lentamente el centeno o el tranquillón.
Pero la gran revolución — aparición de los forrajes artificiales y de
las plantas de tubérculo— no había de llegar hasta más tarde, hacia
el final del siglo xvm : para producirse exigía la ruptura de toda la
vieja economía agraria.
Esta no se basaba únicamente en el cultivo. En Francia, al igual
que en toda Europa, su fundamento estaba en la asociación de la
labranza y el pasto; es un rasgo capital, y uno de los que más clara*
mente oponen nuestras civilizaciones técnicas a las de Extremo Orien­
te. Los animales les eran necesarios a los hombres de muchos modos
distintos: les proporcionaban una parte de la alimentación cárnica
— el resto se buscaba en la caza o en el corral— , los productos lác­
teos, el cuero, la lana y finalmente su fuerza motriz. Pero también
el cereal, para crecer, tenía necesidad de ellos, pues el arado necesita­
ba animales de tiro y los campos, sobre todo, abono. ¿Cómo alimen­
tar a los animales? Grave problema, uno de los más angustiosos de
la vida del pueblo. A orillas de los ríos o arroyos y en las hondonadas
húmedas había praderas naturales; daban el heno para el invierno y,
una vez segada la hierba, se dejaba pacer en ellas al ganado. Pero no
en todas las tierras había prados, y ni siquiera en las más favorecidas
podían pastar. La escasez de los pastizales se ve claramente por su
precio, casi constantemente más elevado que el de las tierras culti­
vadas, y por el celo que ponían los ricos — señores y propietarios
burgueses— en hacerse con ellos. También insuficientes eran las es­
casas plantas forrajeras que alternaban aquí o allí con los cereales en
la tierra de labor. De hecho, sólo dos procedimientos, que ordinaria­
mente había que emplear uno tras otro, podían hacer vivir a los
rebaños: uno era dejarles ciertos terrenos de pasto vedados al arado,
bien de bosque, bien de yermos en los que se desarrollaban libre­
mente las mil plantas de la landa o de la estepa; otro, en las propias
tierras de labor, durante los períodos más o menos largos que se­
paraban la cosecha de la siembra, enviarlos a errar en busca de los
rastrojos, y sobre todo de la maleza. Pero esos dos métodos, a su
vez, tanto el uno como el otro, planteaban graves problemas, de na­
turaleza, a decir verdad, más jurídica que técnica; eran los relaciona­
dos con las condiciones de utilización del común, con la organización
de las obligaciones colectivas que pesaban sobre los campos. Pero
aún quedando resueltas esas dificultades, de orden social, el equilibrio
establecido por la agricultura antigua entre la ganadería y los cerea­
les seguía siendo bastante inestable y descompensado. El abono era
poco abundante, era lo bastante escaso, y por lo tanto valioso, como
para que, con gran indignación de los eruditos modernos, que se
precipitaban en ver una voluntad de humillación donde no había
más que una sensata preocupación de agrónomos, ciertos señores
juzgaran conveniente exigir como censos «potes de estiércol».4 Esa
penuria era una de las principales razones, no sólo de la necesidad
de dedicarse al cultivo de plantas pobres pero robustas — el centeno,
por ejemplo, con preferencia al trigo— ■ , sino también del bajo nivel
general de los rendimientos,
Para explicar eso último pueden ponerse a contribución aún otras
causas. Durante mucho tiempo las cavas habían sido insuficientes.
El aumento del número de labores, en la tierra destinada a la simien­
te, de dos a tres, y a veces a cuatro, fue uno de los grandes progre­
sos técnicos realizados en la edad media, sobre todo a partir del
siglo x ii y probablemente gracias al mismo aumento de la mano de
obra que hizo posibles las grandes roturaciones. Pero la dificultad
que había para alimentar a los animales obligaba a utilizar tiros

4. Archives Historiques de la Corréze, t. II, 1905, p. 370, n.° LXV, y


comentarios del editor, G. Ciément-Simon. Más frecuentemente, el señor exige
que los rebaños vayan ciertos días a amajadarse en sus tierras, para dejar el
estiércol.
demasiado poco numerosos y sobre todo mal compuestos. En la edad
media, muy a menudo, y en ciertos parajes hasta el siglo xvm , e
incluso el xix, se hacía que tiraran del arado asnos, que vivían con
poco — véanse los pollinos argelinos de hoy— , pero que no eran
demasiado aptos para proporcionar el esfuerzo necesario. Los propios
instrumentos eran a menudo imperfectos. Sería absurdo tratar de
dar cifras de rendimiento medio que pudieran considerarse aplica­
bles a todas las épocas, hasta finales del siglo xvm , a todos los sue­
los y a todos los géneros de explotación. Pero los testimonios con-
cuerdan en mostrarnos que, en la antigua Francia, no se conside­
raban desafortunados quienes lograban cosechar de tres a seis veces
el valor de la simiente. Cuando uno piensa en cuántas pacientes
observaciones, cuanta imaginación técnica y cuanto sentido de coope­
ración fueron necesarios para, sin ningún conocimiento propiamen­
te científico, establecer y hacer eficaz ese complejo programa de adap­
tación de la actividad humana a la naturaleza que, desde la aurora
de nuestra civilización rural, representa el cultivo practicado en una
tierra por un grupo de explotadores, uno se siente penetrado, para
con las generaciones que desde la piedra pulimentada se emplearon
en ello, por esa misma admiración que inspiró antaño a Vidal de la
Blache aquella página tan bella tras la visita a un museo etnográfico.
Pero nuestra gratitud hacia los tenaces antepasados que crearon el
cereal, inventaron la labranza y establecieron entre el cultivo cerea-
lístico, el bosque y los pastos una fecunda alianza, no nos obliga en
absoluto a cerrar los ojos a las imperfecciones de su obra, al raqui­
tismo de los campos y a la escasez del margen que separaba al hom­
bre del hambre, constantemente bordeada.

2. Los TIPOS DE ROTACIÓN d e c u l t i v o s

Aunque basada en todas partes en el cereal, la explotación del


suelo no dejaba por ello de obedecer, según las regiones, a princi­
pios técnicos muy diferentes. Para captar adecuadamente esos con­
trastes, abstracción hecha de todas las producciones accesorias, es en
los cultivos cerealísticos donde hay que poner la atención.
Los antiguos agricultores habían observado que los campos, salvo
si eran abonados intensivamente, necesitaban en ocasiones un «re­
poso»; entiéndase con ello que, so pena de agotar el suelo, era ne­
cesario, no solamente variar el cultivo, sino también, en ciertas
épocas, interrumpirlo totalmente. Hoy caduco, ese principio era en­
tonces perfectamente razonable: la mediocridad de los abonos y las
pocas posibilidades de opción que, debido al necesario predominio
de los cereales, ofrecían las diferentes producciones que podían suce-
derse en las tierras de labor, impedían que un simple cambio en la
naturaleza de las cosechas bastara para renovar el humus y para im­
pedir su desperdicio debido a las malas hierbas. La regla, así derivada
de la experiencia, se prestaba a una gran variedad de aplicaciones.
En la sucesión de períodos de actividad — también, a menudo, di­
versos— y períodos de reposo, era preciso un cierto orden, más o
menos firme y metódico. Se podían imaginar, y efectivamente se
imaginaron, diversos tipos de alternancia, o, con otras palabras, di­
versas rotaciones.

Todavía en el siglo xvm , en algunas tierras de regiones de suelo


pobre, en las Ardenas, los Vosgos y las zonas graníticas o esquisto­
sas del oeste, se practicaba en toda su extensión el cultivo temporal.
En los baldíos, un día, se recorta una parcela. Se limpia, a menudo
a base de artigarla, es decir, con el fuego,5 se labra y se siembra;
también a menudo se cerca para protegerla del diente de los anima­
les. Da su cosecha, varios años seguidos, tres, cuatro y hasta ocho.
Luego, cuando la mediocridad del rendimiento parece denunciar la
fatiga del suelo, se abandona de nuevo la parcela a manos de la ve­
getación espontánea, de las hierbas y brozas, En ese estado perma­
nece bastante tiempo. No digamos que entonces es improductiva.
No es ya campo para el cultivo, pero se ha vuelto a convertir en
tierra de pasto; además, tampoco sus matorrales, con los que se
hacen la pajaza, la leña menuda y a veces — como con el helecho y
la aliaga— los abonos, son en absoluto inútiles, ¿Se juzga al cabo
de un tiempo, generalmente igual de largo que el período de cultivo
y a menudo más que puede de nuevo dar cosechas? Se vuelve a me­

5. La mediocridad de los instrumentos y la escasez de abonos hicieron


que durante largo tiempo se usara mucho el fuego que despeja rápidamente
la tierra y acumula en ella las cenizas, ricas en potasa; a veces se quemaba
hasta el rastrojo; A. Eyssette, Hisioire administrative de Beaucaire, t, II, 1888,
p. 291; R. Brun, La ville de Salón, 1924, p. 309, c 63.
ter el arado y empieza de nuevo el ciclo. Ese sistema no era en sí
mismo incompatible con una cierta regularidad; se podía llegar a la
delimitación de las partes de la tierra que, con exclusión de otros
espacios, destinados a permanecer perpetuamente incultos, estaban
reservadas para esa explotación transitoria, y se podía definir una pe­
riodicidad fija. Es muy probable, efectivamente, que la costumbre
local limitara la arbitrariedad de los individuos, pero en general sin
mucho rigor. A los agrónomos del siglo xvm los pueblos de cultivo
temporal les daban una impresión, no sólo de barbarie, sino también
de anarquía; no tenían, dicen los textos, «añojales bien regulados».
Las principales razones que en otras partes habían de implicar un
estricto control de la actividad individual faltaban allí. Los campos
provisionalmente roturados estaban muy dispersos, y no había peli­
gro de que los explotadores se molestaran unos a otros. Además,
como los pastos se extendían siempre mucho más que la superficie
puesta en cultivo, no cabía preocuparse por establecer entre los pas­
tos y los cultivos aquel equilibrio cuya preocupación dominaba la re­
glamentación de las tierras más sabiamente cultivadas.
Escasos eran los grupos rurales que, en el siglo xvm , aplicaban
aún íntegramente ese modo de ocupación, particularmente laxo. No
puede dudarse, sin embargo, que en otro tiempo estuvo mucho más
extendido. Hay que ver en él, probablemente, uno de los más anti­
guos, quizás el que más, de los procedimientos inventados por el
ingenio humano para hacer trabajar la tierra sin agotaría, y para aso­
ciar el cereal al pasto. Sabemos que en el siglo x v iii diversas comu­
nidades que lo empleaban aún decidieron o fueron obligadas a sus­
tituirlo por una rotación «regulada», lo que impuso toda una nueva
distribución de las tierras.6 Según todas las apariencias, repitieron
así, de una vez, la evolución que en épocas ya lejanas muchos otros
pueblos habían realizado con mayor lentitud.
Ahora bien, ese paso a un sistema más perfeccionado a menudo
no había sido más que parcial. En los tiempos modernos el cultivo
temporal no regía en todas las tierras de una comunidad más que por
excepción, pero muy frecuentemente ocupaba aún, junto a las labo­

6. Mariembourg y subdelegación de Gívet: Arch. du Nord, Hainaut, C 695


bis. Cf. muy cerca de nuestra frontera, las curiosísimas ordeaanzas de los
príncipes de Nassau-Sarrebrück: J. M. Sittel, Sammlung der Provincial~und
Partikular Gesetze..., t. I, 1843, pp. 324 y 394.
res llevadas más regularmente, una parte notable de la tierra del
pueblo o de la aldea. En el Bearn, por ejemplo, ésa era la regla: cada
comunidad, o casi, poseía junto a su «llano» (plaine), todo de tierra
de labranza, sus «laderas» (coteaux) cubiertas de helechos, aulagas
enanas y gramíneas, a las que cada año iban los campesinos a des­
pejar un sitio para algunos campos destinados a una pronta desa­
parición. Las mismas prácticas en la Bretaña interior y el Maine, en
las Ardenas y los altos Vosgos, donde la roturación, de breve du­
ración, se hacía en gran parte a costa del bosque, en las mesetas de
la Lorena alemana, en el Jura, los Alpes y los Pirineos, en Provenza
y en todas las tierras altas del Macizo Central. En esos parajes, mul­
titud de términos rurales comprendían, junto a las «tierras calientes»
regularmente sembradas, grandes extensiones de «tierras frías» — en
el nordeste se empleaba preferentemente la palabra germánica
trieux — , en gran parte incultas, pero con efímeros surcos trazados
aquí o allí por los habitantes del lugar. De las llanuras al norte del
Loira, en cambio, esos usos casi habían desaparecido. Las rotura­
ciones habían dejado menos espacios vacíos, y lo que quedaba de
suelo virgen era, o decididamente inadecuado para la labranza, o con­
siderado indispensable para el pasto, para la producción de madera
o la búsqueda de la turba, Pero no siempre había sido así. Proba­
blemente, en la propia época de las grandes roturaciones, la explota­
ción definitiva había ido precedida a menudo por una explotación
intermitente. En el bosque de Corbreuse, que dependía del capítulo
de París, pero sobre el cual extendía el rey su derecho de protec­
ción llamado «gruerie», acompañado por diversos privilegios remu-
neradores, Luis V I no permitía a los campesinos más que esta forma
de deforestación: «harán solamente dos cosechas; luego se traslada­
rán a otra parte del bosque y, del mismo modo, recogerán, en dos
cosechas sucesivas, el producto de la simiente en la roza»,7 De igual
modo el montañés de Indochina y de Insulindía pasea de un lugar
a otro, en el bosque o la maleza, su ray, su ladang , que a veces da
origen a un arrozal estable.
Con ese vaivén de los cultivos, la rotación continuada forma,
por lo menos en apariencia, el más extraño contraste. No imaginemos
una cuidada rotación de diversas especies vegetales, parecida a las de

7. Guérard, Carltdaire de Notre-Dame de Parts, t. I, p. 258, n.° XVI.


hoy, en casi todas partes, han ocupado el lugar de los viejos sistemas
con barbecho. En los pueblos sometidos antiguamente a la rotación
continuada, en una misma haza de tierras, eran los cereales los que
sucedían a los cereales, indefinidamente, sin que estuviera prevista
ninguna interrupción; todo lo más se hacían alternar, sin mucha re­
gularidad, las siembras de otoño con las de primavera. ¡Sorprendente
mentís a la regía del reposo! ¿Cómo se llegaba siquiera a conseguir
algunas espigas de esa tierra, que parece que habría tenido que ago­
tarse y ser presa de la maleza? Es que así no se cultivaba nunca más
que una pequeña parte de las tierras; a esa parte, privilegiada, se
le reservaban todos los abonos. Alrededor no había más que tierras
de pasto, y si era necesario se recortaban algunas rozas provisionales.
Por otra parte vemos claramente que a pesar de esa acumulación de
abonos el rendimiento no era bueno. Muy extendido por Gran Bre­
taña, sobre todo por Escocia, en Francia parece que ese régimen fue
excepcional. Sus huellas se observan en algunos lugares dispersos:
alrededor de Chauny, en Picardía, en algunos pueblos del Hainaut, en
Bretaña, en Angoumois y en Lorena.8 Quizás anteriormente había
sido menos infrecuente. Puede creerse que, al salir del cultivo tem­
poral, los grupos rurales pasaran durante algún tiempo por esa ex­
periencia.

Los dos grandes sistemas de rotación que, en casi toda la su­


perficie del país, permitieron sustituir la confusión de una explotación
esporádica de las tierras por una sucesión bien regulada, comporta­

8. Arch. Nat., H 1502, n.0i 229, 230, 233 (Chauny) y H 1503, n.6 32
(Angoumois). Arch, du Nord, C Hainaut 176 (Bruille-Saint-Amand y Chateau
i’Abbaye); el legajo incluye un plano de Bruílle, con parcelas muy irregulares;
la población de ese pueblo» que había quedado arruinado durante las guerras
de Luis XIV y luego había sido repoblado, era muy pobre. H. Sée, Les classes
rurales en Bretagne du XVI9 siécle a la Révolution, pp. 381 ss.; Borie, Statisti-
que du département d’llle et Vilaine, año IX, p, 31. Ch. Étienne, Cahiers
du Bailliage de Vic, 1907, pp. 55 y 107, La región de Chauny es la única
en la que no es segura, ni siquiera muy probable, la existencia de un culti­
vo temporal junto al cultivo continuo; ¿se trataba de un desafortunado in­
tento de mejora? En cualquier caso, el cultivo continuado no comportaba
allí en 1770 praderas artificiales; imposible, pues, confundir esa práctica con las
que introdujo la revolución agrícola. Sobre el rendimiento de una tierra culti­
vada constantemente e incluso sin abono —rendimiento naturalmente malo,
pero no inexistente—, cf. The Economic Journal, 1922, p. 27.
ban un período de reposo, un barbecho. Diferían uno de otro por la
duración del ciclo.
El más corto era bienal: a un año de labor, con siembra, en ge­
neral, en el otoño, y según los momentos también en primavera, su­
cede, en cada campo, un año de barbecho. Claro está que dentro de
cada explotación, y por consiguiente de todas las tierras, el orden era
tal que cada año se encontraba en cultivo la mitad aproximadamente
de los campos, mientras la otra mitad quedaba sin cosecha, y así su­
cesivamente, por simple alternancia.
Más compleja, la rotación trienal suponía una adaptación más de­
licada de las plantas a la tierra nutricia. Se basaba, efectivamente, en
la distinción de dos categorías de cosechas. Cada explotación, en prin­
cipio, y todas las tierras de un término, se dividen en tres partes u
«hojas» iguales por su tamaño (sólo por su tamaño).9 Se llaman, se­
gún los lugares, soles, saisons, cours, cotaisons, royes, coutures y, en
Borgoña, fms, épis o fins de pie. Nada hay más variable que ese vo­
cabulario rural; las realidades eran básicamente uniformes en grandes
extensiones, pero como los grupos dentro de los que se intercambia­
ban las ideas y las palabras eran muy reducidos, la nomenclatura di­
fería de una región a otra, e incluso de un pueblo a otro. Situémonos
tras la cosecha. Una de las hojas recibirá la simiente ya en el otoño;
llevará «cereales de invierno» {blés d’hivers, también llamados hiver-
nois o bons blés)-. trigo, espelta o centeno. La segunda se reserva
para los «cereales de primavera» {blés de printemps , en general, o
gros blés, marsage, trémois, grains de carente ), cuya siembra se hace
en cuanto llega el buen tiempo: cebada, avena, y a veces forrajes,
como las vezas, o leguminosas, como los guisantes o las habas. La
tercera queda en barbecho un año entero. El otoño siguiente se
sembrará con cereales de invierno; las otras dos pasarán, la primera,
de los cereales de invierno a los cereales de primavera, y la segunda
de los cereales de primavera al barbecho. Así, de un año a otro, se
renueva la triple alternancia.
El reparto geográfico de las dos grandes rotaciones no se conoce
con exactitud. Tal como se presentaaba a finales del siglo xvm y prin­

9. He aquí algunas cifras, tomadas al azar. En Borgoña, en Saínt-Seme-


I’Église (1736-1737), 227, 243, 246 jornales; pero en Romagne-sous-Mont-Fau-
con, en Ciermontois (1778), 758, 649, 654 «}ours»; en Magny-sur-Tille, en
Borgoña, un labrador (J. B. Gevrey) posee, en 1728, entre 4 y 5 jornales en
cada hoja: Arch. Cote d’Or, E 1163 y 332; Chantilly, reg. E 33.
cipios del xix — antes de la revolución agrícola, que poco a poco
había de poner fin al barbecho e introducir rotaciones más ágiles— no
sería, sin duda, imposible reconstruirlo. Pero faltan estudios precisos.
Con toda seguridad, no obstante, los dos sistemas se oponían, ya
desde la edad media, por grandes bloques. Eí bienal era el amo en
lo que puede llamarse, en suma, el mediodía: región del Carona, Lan-
guedoc, mediodía del Ródano y vertiente meridional del Macizo Cen­
tral; llegaba hasta eí Poitou. Más al norte dominaba el trienal.
Tales son, cuando menos, las grandes líneas de agrupación. Vista
en detalle y en sus fluctuaciones a lo largo del tiempo, la división
pierde un poco de su simplicidad. Para empezar, conviene tener en
cuenta las irregularidades, tanto más frecuentes cuanto más se re­
monta el curso de la historia. Sin duda, por lo menos en diversos
tipos de disposición de las tierras de cultivo, los propios intereses y
necesidades materiales impedían o limitaban fuertemente los desvíos
de la fantasía individual. A principios del siglo xiv, un campesino de
Artois, al tomar posesión de una parcela en la hoja de los cereales de
invierno demasiado tarde como para poder realizar las labores necesa­
rias para la siembra de otoño, tuvo que contentarse con sembrar, en
marzo, avena. Al año siguiente tuvo que repetir la siembra de prima­
vera; preciso era que «adaptara» (aroyát) su tierra a la fase de «ro­
tación» {roye) de las tierras vecinas.10 Pero claro, si faltaban un año
simiente o brazos había que extender un poco los barbechos; y si
en cambio había demasiadas bocas que alimentar también se podía,
aún reduciendo un poco los pastos, llegar a un acuerdo para multi­
plicar los cultivos. Además, los primitivos hábitos del cultivo tempo­
ral estaban aún muy cerca de las mentes. A veces influían hasta en
el juego regular de las rotaciones, y en el Maíne, como más tarde se
verá, a diversos ciclos en los que el barbecho no duraba más que un
año, hacían que les sucediera un período en el que, durante varios
años, el campo dejaba de cultivarse. Aún en ese caso se trataba de un
sistema mixto, pero más o menos estable. En otros lugares se volvía
al viejo procedimiento de los largos reposos de forma intermitente.
En 1225 la carta de fundación dei pueblo de Bonlieu, en la Beauce,
por las religiosas de Yerres, estípula que las tierras de labor se
cultivarán «según las hojas habituales», pero prevé el caso en que un

10. Bibliothéque de VÉcole des Chartes, t. LUI, p. 389, n. 5.


campesino, «por pobreza o para mejorar su tierra», las deje varios
años sin cultivar.11 Finalmente, durante mucho tiempo la vida se vio
demasiado turbada para que los usos agrarios, igual que los otros,
pudieran fijarse y ordenarse perfectamente. Diversos edictos de los
duques de Lorena, tras las guerras del siglo xvn, se quejan de que
los campesinos, vueltos a sus tierras, hayan dejado de observar las
«hojas acostumbradas».12 Evitemos exagerar el rigor de las costumbres
antiguas, así como su perfecta continuidad. Son esas características
de tiempos más próximos a nosotros, de sociedades más pacíficas y
más estables. Pero esas oscilaciones no dieron únicamente por resul­
tado la «confusión» de la que se quejaban los funcionarios de Lorena;
facilitaron los cambios de un régimen de rotación a otro.
Observemos, efectivamente, desde más cerca, el reparto de los dos
grandes sistemas, el bienal y el trienal. El mapa, si pudiera hacerse,
no se dibujaría con grandes tintas lisas; se verían algunas zonas pun­
teadas. En el mediodía, es cierto, el trienal parece que fue siempre
excesivamente poco frecuente, si es que existió en alguna medida.
Bastante hacia el norte, en cambio, el ritmo bienal ocupó durante
mucho tiempo, junto al otro sistema, amplios espacios. Hasta la re­
volución agrícola, toda una parte de la llanura de Alsacia, desde las
puertas de Estrasburgo, ai sur, hasta Wissembourg, al norte, lo prac­
ticó fielmente. Lo mismo puede decirse de varios pueblos de la monta­
ña del Franco Condado y, en las costas septentrionales de Bretaña,
de bastantes tierras.53 Más antiguamente, esos islotes eran mucho más
frecuentes. Se ha revelado la existencia de algunos muy extensos en
la Normandía medieval. Por la misma época los había también, bas­

11. Arch. Nat., LL 1599B, p. 143.


12. Ordenanza deí 20 de enero 1641, en vina Mémoire del Parlamento de
Nancy, Arch. Nat., H 1486, n.° 158; fallo de la Cour Souveraine, 18 de abril
de 1670, en Fran^ois de Neufcháteau, Recueil authentique, t. II, 1784, p. 164;
c£. recurso sin fecha del arrendatario del dominio de Epinal, Arch. Meurthe-et-
Moselle, B 845, n.° 175; y, sobre el condado de Montbéliard, ordenanzas del
19 de septiembre de 1662 y del 27 de agosto de 1705, Arch. Ñat., K 2195 (6).
13. Krzymowski, Die landwirtscbaftlichen Wirtschafisysteme Elsass-Loth-
ringens, 1914; cf. Ph. Hammer, «Zweifeldwiríschaft im Unterelsass», en Elssas-
Lothringisches Jahrbuch, 1927 (las conclusiones etnográficas de este último ar­
tículo carecen de toda prueba). R. Pyot, Stathtique genérale du Jura, 1838,
p. 394. A. Aulanier y F, Habasque, Usages ...du département des Cótes du
Nord, 2.» ed-, 1851, pp. 137-139.
tante grandes, en Anjou y el Maine.14 En esta última región el ciclo
bienal se conservó en algunos lugares basta principios del siglo xix,
pero uniéndose de un modo de lo más curioso a la práctica del cultivo
temporal y a una división tripartita del suelo- Había tres hojas; en
cada una la tierra permanecía seis años en cultivo en rotación, alter­
nando el trigo o el centeno con el barbecho; luego iban tres años de
baldío total.IS Difícilmente puede dudarse de que se tratara de su­
pervivencias. Y se entrevén estadios intermedios. Los inventarios
caroKngios señalan en las reservas señoriales situadas al norte del
Loira la existencia de tres hojas y la distinción del cereal de invierno
y del tremesino; pero constantemente — según lo muestra con claridad
el estudio de las corveas exigidas a los tenedores que explotaban los
campos del señor— los cereales de invierno ocupan un lugar mucho
más amplio que los de marzo: o bien una parte del dominio perma­
necía sometida a un ritmo bienal, o bien, más probablemente, cier­
tas parcelas tenían que estar dos años en barbecho, mientras que en
las parcelas vecinas las siembras de primavera precedían regularmente
al único año de reposo. En cualquier caso, una periodicidad de tres
fases todavía embrionaria. En el norte la rotación trienal era con se­
guridad muy antigua; hay testimonio de ella desde la época franca, y
sin duda se remontaba mucho más atrás. Pero durante siglos — las
mismas observaciones han sido hechas, muy cerca de nosotros, en
G ran Bretaña— se mezcló con la rotación bienal y hubo formas in­
termedias.
Pero no nos equivoquemos: por esas observaciones, el fundamen­
tal contraste entre las dos grandes zonas de rotación no queda ate­
nuado en modo alguno. El sistema trienal, que era cosa del norte, se
extendió allí como mancha de aceite. El mediodía le fue siempre obs­
tinadamente rebelde, como a elemento extranjero. En eí norte, visi­
blemente, a medida que la población aumentaba, las preferencias se

14. Reconstrucción del cartulario de Saint-Serge de Angers, por Marchegay,


en Arch. de Maine-et-Loire, fols, 106, 280, 285; G. Durville, Catalogue du
Musée Dobrée, 1903, p. 138, n.° 127 (referencias a dos hazas).
15. Marc, en Bulletin de la Soc. d'Agriculture... de la Sarthei 1.* serie,
VII, 1846-1847. Piense lo que piense R. Musset, Le Bas-Maine, pp. 288 ss.,
no puede en ese caso tratarse de rotación trienal, puesto que no hay sucesión
de cereal de invierno y cereal de primavera. Pero sí parece que, con más a
menos mezcla de cultivo temporal, también ex istió la rotación trienal, al lado
del tipo anteriormente descrito.
fueron dirigiendo hada el método que permitía no mantener sin
cultivar cada año más que la tercera parte de las tierras, en vez de la
mitad. No cabe duda de que en el mediodía se hicieron sentir las
mismas necesidades. No obstante, antes de la revolución agrícola, al
parecer, nunca se tuvo allí la idea de incrementar la producción intro­
duciendo las tres hojas: tal era la raigambre de lo que podría llamarse
el hábito bienal. Esa antítesis plantea a la historia agraria un verda­
dero enigma. Evidentemente, las razones geográficas, en el sentido es­
trecho de la palabra, son inoperantes: las áreas son demasiado exten­
sas y las condiciones naturales dentro de cada una de ellas demasiado
diversas. Además, tanto una como otra, sobrepasan, con mucho, las
fronteras de nuestro país. El ciclo de dos fases es la vieja rotación
mediterránea, practicada por griegos e itálicos y cantada tanto por
Píndaro como por Virgilio. El trienal cubre la mayor parte de Ingla­
terra, y todas las grandes llanuras de la Europa del norte. La oposi­
ción entre ellos, en nuestro país, traduce el enfrentamiento de dos
grandes formas de civilización agraria que, a falta de mejor nombre,
pueden llamarse civilización del norte y civilización del mediodía,
constituidas ambas bajo influencias que siguen siendo aún para no­
sotros profundamente misteriosas; se trata de influencias sin duda
étnicas e históricas, y también geográficas. Pues si bien las circunstan­
cias de orden físico resultan incapaces para explicarnos por sí solas
la distribución final de ios regímenes de rotación, puede muy bien
ser que expliquen el origen, lejos del Mediterráneo, del punto de
irradiación del ritmo trienal. La agronomía romana no ignoraba los
beneficios de la rotación de cultivos, y en las tierras más ricas la
llevaba hasta el extremo de no dejar a la tierra reposo alguno. Pero lo
que insertaba entre las cosechas de granos eran las leguminosas; entre
cereales no practicaba ninguna alternancia de especies regular. Co­
nocía el cereal de primavera, pero no veía en él más que un expediente
cómodo para los casos en que no hubiera habido siembra antes del
invierno.16 Sin duda, para hacer de la alternancia de las siembras de
primavera con las de otoño la base de un sistema de cultivo, eran
necesarios veranos con más garantías que las suyas contra la sequía.
No puede hablarse más que de suposiciones. Una cosa, no obstante,
es cierta, y más adelante aún tendremos ocasión de asegurarnos de

16. Columelle, II, 6.


ella: la coexistencia de dos grandes tipos de instituciones agrarias
— tipo meridional, tipo septentrional— es a la vez una de las más
destacadas originalidades de nuestra vida rural y una de las más
valiosas revelaciones que nos aporta, sobre las raíces profundas de
nuestra civilización en general, el estudio de la economía campesina.

3. Los REGÍMENES AGRARIOS:


LOS CAMPOS ABIERTOS Y ALARGADOS

Un régimen agrario no se caracteriza únicamente por el orden de


sucesión de los cultivos. Cada uno forma un entramado complejo de
procedimientos técnicos y de principios de organización social. Tra­
temos de reconocer los que se repartían Francia.
En esta investigación hay que dejar de lado, a reserva de volver
luego a buscar en ellas aclaraciones sobre los orígenes, las tierras de­
dicadas por entero al cultivo temporal, al cultivo «arbitrario», como
decía un agrónomo del Franco Condado. En esas tierras en las que el
labrador «planta su arado» en la dirección que él mismo «ba dado
a sus trabajos agrícolas» 17 podían esbozarse sistemas regulares de
organización, pero estos no podían establecerse firmemente. Evita­
remos igualmente detenernos en las particularidades de ciertas tierras
que se regían por condiciones naturales muy particulares. La alta mon­
taña, especialmente, ha tenido siempre, por la obligada preponderan­
cia del elemento de pastoreo, una vida agraria sensiblemente diferen­
te de la de las tierras bajas y de media altura. De todos modos, en
la antigua Francia ese contraste era mucho menos acusado que hoy.
Nuestras civilizaciones rurales son hijas de los llanos o de las colínas;
lo que las zonas de gran altitud han hecho ha sido adaptar sus institu­
ciones, más que crear para sí otras profundamente originales. No
puedo aquí hacer otra cosa más que destacar — aunque sea al precio
de algunas simplificaciones— los rasgos fundamentales de una clasi­
ficación que, para ser expuesta con todos sus matices, requeriría
todo un volumen.
Para empezar se nos ofrece el más claro, el más coherente de los
regímenes agrarios: el de los campos alargados y obligatoriamente
abiertos.

17. R. Pyot, Slalislique genérale du Jura, 1838, p. 418.


Figurémonos un núcleo rural, por regla general de cierta impor­
tancia. El sistema no es en absoluto incompatible, especialmente en
tierras de roturación relativamente reciente, con un hábitat por pe­
queños grupos; parece, sin embargo, que el sistema fue ligado origina­
riamente al pueblo, más que a la aldea. Alrededor de las casas, están
los huertos y vergeles, todavía rodeados por una cerca. Quien dice
huerto (jardín) dice cercado; las dos palabras se intercambian constan­
temente y sin duda el propio término de jardín, que es germánico,
no tenía primitivamente otro sentido. Esas barreras son la señal de
que en ningún caso se permitirá el apacentamiento colectivo en las
tierras que protegen. Dentro mismo de la extensión de tierras de
cultivo se ven a veces, acá o allá, otros cercados: son viñas, por lo
menos en el norte (en las regiones meridionales, por el contrario, las
viñas están a menudo abiertas, y, como tienen particular fuerza, se
abandonan tras la vendimia al diente de los animales), o también
cañameras. A orillas de los cursos de agua, si los hay, se extienden
algunos prados. Luego están las tierras de labor y, envolviéndolas o
penetrando dentro de ellas, los pastos. Pongamos la vista en esas tie­
rras de labor.
El primer rasgo que destaca en ellas es que están ampliamente
abiertas.
No entendamos con ello, no obstante, que no se pueda ver absolu­
tamente ningún cercado. Para empezar se impone una distinción:
cierres permanentes, por un lado, cierres temporales, por otro. Du­
rante gran parte de la edad medía la costumbre fue levantar, desde
el principio del buen tiempo, en torno, no, sin duda, de cada campo,
sino de cada grupo de campos, encañados provisionales; a veces se
prefería cavar una zanja. Los calendarios rústicos situaban esa tarea
entre los trabajos de la primavera. Todavía en el siglo x i i en uno de
los pueblos de la abadía de Saint-Vaast de Arras un administrador
[sergent) hereditario «rellenaba las zanjas antes de la cosecha», pro­
bablemente en el dominio señorial.18 Una vez terminada la cosecha
se echaban abajo o se rellenaban esas ligeras defensas. Luego, a
partir de los siglos x i i y x m , más o menos lentamente según los
lugares, ese hábito se perdió. Databa de una época en que la ocu­
pación era todavía muy poco densa y los baldíos, frecuentados por

18. Cartulaire de l’abbaye de Saint-Vaast, ed. Van Drival, 1875, p. 252.


el ganado, se metían por todas partes entre los campos. Cuando,
tras las grandes roturaciones, los cultivos se presentaron en blo­
ques más compactos y más claramente aislados de los pastos, ese
trabajo de Penélope pareció inútil. En muchas zonas generalmente
abiertas, en cambio, en algunos de los límites de la zona cultiva­
da, se mantuvieron los cercados, pero entonces permanentemente.
En el Clermontois, las barreras que obligatoriamente limitaban los
campos del lado de los caminos eran primero transitorias, y con
el tiempo se convirtieron en muchos casos en fuertes setos de es­
pinos.19 En Hainaut, en Lorena, esas barreras limítrofes, a lo lar­
go de los caminos o también en las lindes con las tierras comu­
nales, eran obligatorios. En el Bearn protegían los «llanos» (plaines),
regularmente cultivados, en contra de las «laderas» (coteaux) por las
que, entre algunos campos de cultivo provisionales también cercados,
erraban los rebaños; de igual modo el ín-field escocés se separa por
un muro del out-field, destinado ai pastoreo y al cultivo interm itente.
En otros lugares como, en Alsacia, alrededor de Haguenau, esos cer­
cados compartimentaban la tierra de cultivo en algunos grandes sec­
tores.
Pero pasemos esas líneas de defensa, si las hay (en muchos lugares
no existen). En las tierras de labor ningún obstáculo se interpondrá
ya ante nuestra mirada o nuestros pasos. Entre parcela, y parcela, y
a menudo entre grupo de parcelas y grupo de parcelas, no hay más
límite que algunos cotos hundidos en la tierra, a veces un surco
sin cultivar o más a menudo aún una línea puramente ideal. {Peli­
grosa tentación, la que se ofrecía a quienes la lengua campesina lla­
maba con el pintoresco nombre de «comerrayas» {mangeurs de raies)\
Una reja de arado desplazada durante varios años más allá de la
demarcación legítima hace que el campo aumente en varios surcos
(o «rayas»), es decir, en una cantidad de tierra que, por poco larga
que sea la parcela, como generalmente es, representa un incremento
muy considerable. Se cita cierta parcela que de ese modo, en unos
sesenta años, aumentó en más de un tercio de su tamaño primitivo.
Ese «robo», «el más sutil y más difícil de probar que puede haber»,
denunciado tanto por los predicadores de la edad media como por

19. Description de la teñe et seigneurie de Varennes (1763), Chantilly,


rcg. E 31, fol. 162 v.°
los magistrados del Antiguo Régimen, era — y es quizá todavía— uno
de los signos sociales característicos de esos «campos rasos» en los
que un campo sucede a otro y así indefinidamente, sin que nada visi­
ble advierta de que se pasa de unas a otras tierras, y donde, como
dice un texto del siglo xvm , a menos que el relieve se oponga a ello,
«un cultivador ve de una sola mirada lo que ocurre en todos los
pedazos de tierra que tiene en una llanura o en una misma ería».20
Hemos reconocido así — pues, en ese aspecto, el paisaje agrario ape­
nas se ha modificado—• los aspectos «despejados» gratos a Maurice
Barres.
Pero no por el hecho de no estar marcados por ninguna cerca
dejan de existir los límites de las posesiones. Sus líneas componen
un raro dibujo, de doble compartimentación. Para empezar, cierto
número de grandes divisiones (de alrededor de una a varias dece­
nas). ¿Cómo llamarlas? Variable como ordinariamente es, el len­
guaje rural nos ofrece un gran repertorio de términos, que difieren
según las regiones o incluso ios pueblos: quartiers, climats, cantons,
contrées, bénes , triages y, por último, por no decir más, en el llano
de Caen, la palabra, con seguridad escandinava (se encuentra tam­
bién en la Inglaterra del este, ocupada durante largo tiempo por los
daneses) de « delle ». Para simplificar, adoptemos cuartel ( quartier ).
Cada una de esas partes tiene su nombre propio y constituye, en el
sentido del catastro, un «paraje» ( lieu dit). Se hablará, por ejemplo,
del «Quartier de la Grosse Borne», del «Climat du Creux des Four*
ches» o de la «Delle des Trahisons», A veces algunas de esas uni­
dades quedan acotadas por límites visibles, como repliegues del
terreno, riachuelos, taludes hechos por el hombre o setos. Pero a
menudo nada las distingue de sus vecinas, aparte de una diferente
orientación de los surcos. Porque la particular característica de un
cuartel es la de componerse de un grupo de parcelas adosadas cuyas
«rayas» están todas dirigidas en el mismo sentido, que se impone

20. Arch. de la Somme, C 136 (subdelegué de Doullens). Sobre los co-


merrayas, innumerables textos. El ejemplo de agrandamiento está tomado de
F.-H.-V. Noizet, Du cadastre, 2 * ed., 1863, p. 193; el texto sobre el «robo», de
una memoria de 1768, Bibl. Nat., Joly de Fleury, 438, fol. 19. Sobre la edad
media, Jacques de Vitry, Sermo aá agrícolas, Bibl. Nat., 17509, fol. 123.
a los ocupantes. Entre los reproches que la administración de Lorena
hacía a los campesinos que, de vuelta a sus tierras tras la guerra, des­
deñaban el respeto a las costumbres, figura el de «labrar de través»,
En cuanto a las parcelas entre las que se subdivlde esa primera
cuadriculación, forman en toda la superficie del terreno un entra*
mado muy tupido — pues su número es muy elevado— y de aparien­
cia muy singular, pues todas tienen más o menos la misma forma,
sorprendentemente disimétricas. Cada una de ellas se alarga en eí
sentido de los surcos. Su anchura, en cambio, perpendicular a ese
eje, es de lo más reducido, y en muchos casos apenas llega a una
veinteava parte de su longitud. Algunas están formadas por unos po­
cos surcos que llegan a tener un centenar de metros. Es posible que
esa disposición se haya exagerado a veces, en tiempos próximos a
nosotros, por los repartos entre herederos; no obstante, cuando los
pedazos de tierra habían alcanzado cierto mínimo de anchura, en ge­
neral había un acuerdo de no seccionarlos ya más que por líneas
perpendiculares a su dimensión mayor, rompiendo así con el prin­
cipio que hacía que cada banda tuviera que tocar con sus dos extremos
los límites del cuartel. De los siglos ix a xir, la fragmentación de los
antiguos dominios señoriales, compuestos generalmente por pedazos
de tierra más extensos que fueron entonces repartidos entre los
campesinos, multiplicó según todas las apariencias las parcelas alar­
gadas. Pero desde luego, la forma, en sus rasgos fundamentales, era
muy antigua. Los tiempos modernos, al traer consigo, como veremos,
concentraciones de tierras bastante frecuentes, más bien atenuaron
que acentuaron sus particularidades. Ya los textos medievales, en las
tierras así parceladas, se contentan ordinariamente, para indicar la
posición de un campo, con anotar el nombre del cuartel y los posee­
dores de los pedazos de tierra situados en los dos lados largos del
sector considerado; señalan el lugar de la franja en el haz de franjas
pararelas.
Evidentemente, cada uno de esos estrechos pedazos, por largo
que fuera, no representaba más que una extensión en conjunto bas­
tante reducida. Toda explotación individual, incluso mediana, tenía
que comprender por lo tanto, y de hecho comprendía, un considera­
ble número de parcelas, repartidas entre muchos cuarteles. La frag­
mentación y la dispersión de las parcelas era ley en esas tierras, desde
muy antiguo.
Dos costumbres que tocaban en lo más hondo de la vida agraria
completaban el sistema descrito: la rotación coordinada forzosa (asso-
lement forcé)21 y la abertura de heredades obligatoria.
En los campos, el cultivador tenía que seguir el acostumbrado
orden de las «hojas», es decir, tenía que someter cada una de sus
parcelas al ciclo de rotación tradicional de los cuarteles a los que
pertenecían: sembrar en el otoño el año prescrito, en la primavera
(si se trata del régimen trienal) al año siguiente yabandonar todo
cultivo cuando volvía a ser tiempo de barbecho. A menudo los cuar­
teles se agrupaban en hazas, rígidamente constituidas, dotadas, como
los propios cuarteles, de un registro civil regular recogido por el
lenguaje: en Nantillois, en el Clermontois, se distinguían así las tres
«royes» de Harupré, de los Hames y de Cotteniére,y en Magny-sur-
Tille, en Borgoña, los «fins» de la Chapelle-de-rAbayotte, del
Rouilleux y de la Chapelle-des-Champs. En las tierras de ciertos térmi­
nos esas hazas eran casi rigurosamente de un solo tenedor, de modo
que al llegar el buen tiempo había dos o tres grandes zonas de culti­
vo que oponían los visibles contrastes de su vegetación: aquí los cerea­
les de invierno o de primavera, diferentes por su tamaño y por su co­
lor, y allí los «barbechos» (las sombres y versaines)} con su tierra
parda, que durante un año rechazaba la espiga, moteada por el verde de
las gramíneas silvestres. Ese era el caso, en particular, en muchos pue­
blos de Lorena, cuyas tierras de labor, quizá, si en los tiempos moder­
nos se encontraban tan regularmente dispuestas no era más que porque,
tras los destrozos de las grandes guerras del siglo xvn, habían sido
remodeladas o regularizadas. En otros lugares, aún conservando bas­
tante unidad para ser designada con un nombre particular, cada haza
se componía de varios grupos distintos de cuarteles; a menudo las
propias vicisitudes de la conquista agrícola habían impuesto esa frag­
mentación. O bien también, como en la Beauce, la dispersión llegaba
tan lejos que ya no se pronunciaba ni siquiera el propio término de
haza, y era el cuartel, tomado aparte, la unidad de cultivo en rota­
ción. Dentro de cada cuartel, no obstante, la uniformidad no dejaba
de ser rigurosa. En cada haza o cuartel, claro está, la siembra, la
cosecha y todos los principales trabajos de cultivo tenían que hacerse

21. Tomo esa expresión, análoga al Flurzwang de los historiadores alema­


nes, de un elogio verdaderamente ditirámbico que de esa práctica hacía, a
principios del siglo xix, un agrónomo del Poitou: De Vemeilh, Observatiotts
des commissions cónsultatives, 1811, t. III, pp. 63 ss.
a un mismo tiempo, en fechas que fijaban la colectividad o su cos­
tumbre.
Aunque basado en la tradición, ese sistema no carecía totalmente
de agilidad. Ocurría que una decisión de la comunidad hiciera pasar
un cuartel de una a otra haza, como fue el caso en Jancigny, en Bor-
goña, con el «climat» de Derriére l’Églíse, cedido poco después
en 1667 por el «épy» de la Fin-du-Port al «épy» de los Champs-Roux.
El propio principio de la rotación coordinada, por imperioso que
fuera, era a veces contravenido. En tres términos de los valles del
Mosa y del Aire, en Dun, en Varennes y en Clermont, en el si­
glo xviii, ciertas tierras — situadas en su mayor parte en los alrede­
dores de las casas, de más fácil estercolado— podían ser «sembradas
a voluntad»; estaban «fuera del ciclo de cultivos» (hors couíure).
Pero tampoco esas tierras eran más que una pequeña parte de las
tierras de labor; todo el resto estaba «sujeto a la policía del cultivo
en rotación reglamentada». Además, en esa región de Clermontoís,
cuyos usos agrarios conocemos con exactitud poco frecuente, esos
campos de libertad no se encontraban más que en torno a las tres
aglomeraciones que acaban de nombrarse, todas ellas pequeñas ciu­
dades cuya población burguesa tendía como ninguna al individualis­
mo. De los simples pueblos, sin excepción, podía decirse, como lo
hacía de uno de ellos un documento de 1769, «que la universalidad
del territorio» estaba «dividida en tres hojas de cultivo [ ...] que
los cultivadores no pueden cambiar».22
Pero ya está hecha la cosecha. Los campos quedan ya sin sus
espigas; son tierras «vacías» o «baldías» (vides o vaines), lo que en el
viejo lenguaje era lo mismo. Así quedarán, si el ritmo es bienal,
durante más de un año. ¿Rige, en cambio, el ritmo trienal? Los
campos que han llevado hasta ahora el cereal de invierno esperarán
a la próxima siembra hasta la primavera, y los que llevaban ya cereal
de marzo entrarán en el año de barbecho. ¿Quedará improductivo
todo ese «baldío»? ¡No! Los rastrojos, y, sobre todo, entre los ras­
trojos y una vez consumidos éstos, la vegetación espontánea siem­
pre tan presta a desarrollarse en la tierra que nadie siembra, se

22. Jancigny, comparación de la agrimensura de 1667 y de su cuadro, un


poco posterior: Arch. Cote d’Or, E 1119. Dun, Varennes, Clermont, Mont-
blainville: Chantilly, E, reg. 39 (1783), leyenda; E. reg 31 (1762), fol, 161; E
reg. 28 (1774), leyenda; E reg. 35 (1769), leyenda.
ofrecen como alimento del ganado. «Durante las dos terceras partes
del año», dice de los campesinos del Franco Condado una memoria
del siglo x vm , «los habitantes del campo no dan casi a sus rebaños
más alimento que el de la vaine páture».23 Entiéndase: el pasto en las
tierras baldías (vaines). ¿Pero hay que entender que cada explotador
puede reservar a voluntad sus tierras para sus animales? No, la aber­
tura de heredades o derrota de mieses (vaine páture), muy al contrario,
es esencialmente cosa colectiva. Son todos los animales del pueblo
los que, formando un rebaño común, según un orden que fijan, o
bien las autoridades del lugar, o bien la tradición, expresión también
de las necesidades generales, recorren, «campeando», las tierras de
labor que han quedado ya sin espigas, y el poseedor del campo debe
acoger a ese ganado como al suyo propio, que va confundido en
esa masa.
Esos rebaños errantes exigían espacios tan extensos que tampoco
las fronteras de las propiedades eran las únicas en abatirse ante ellos;
ni siquiera las de las tierras de un lugar los detenían siempre. En la
mayor parte de regiones donde regía la abertura de heredades, se
ejercía — con el nombre de parcours o entrecours— de término vecino
a término vecino; cada comunidad tenía derecho a enviar a apacentar
sus animales, según las regiones, a todos los campos baldíos del pue­
blo lindante o a parte de ellos, y a veces incluso hasta el tercer pueblo.
Así de cierto es que la tierra vacía estaba sometida a un régimen de
apropiación muy distinto del de la tierra «empouillée».
Ese apacentamiento, finalmente, no sólo se extendía a las tierras
de labor; también los prados, igualmente abiertos del todo, estaban
sujetos a él, y ello, ordinariamente, nada más segada la primera hier­
ba. Sólo el «primer pelo», como dicen los viejos textos, pertenecía al
explotador. El renadío revertía a la comunidad, para que ésta, o bien
— según el uso sin duda más antiguo— lo dejara en el campo para los
rebaños, o bien optara por hacerlo segar, para distribuirlo entre todos
los del pueblo o incluso para venderlo. Los poseedores de prados o
de campos de cultivo, los «detentadores de bienes raíces», por hablar
como un jurista del siglo xvm , no tenían «más que una propiedad
restringida y subordinada a los derechos de la comunidad».24

23. Arch, Nat., E 2661, n.° 243. Cf. E. Martin, Cahiers de doléances du
hailliage de Mirecourt, p. 164: «sólo el pasto común hace vivir a los campos».
24. P. Guyot, Réperíoire, 1784-1785, art. «Regain» (por Henry).
Semejante sistema, que reducía hasta el extremo la libertad del
explotador, suponía evidentemente unas coerciones. El cercamiento
de las parcelas no sólo era contrarío a las costumbres; estaba for­
malmente prohibido,25 La práctica de la rotación forzosa no sólo era
una costumbre o una comodidad; constituía una regla imperativa. Eí
rebaño común y sus privilegios de apacentamiento se imponían a los
habitantes de un modo estricto. Pero como en la antigua Francia las
fuentes del derecho eran muy diversas y bastante incoherentes, el ori­
gen jurídico de esas obligaciones variaba según los lugares. Por
decir mejor, éstas se basaban en todas partes en la tradición, que se
expresaba en formas diversas, Cuando, hacia finales del siglo xv y
en el curso del xvi, la monarquía hizo poner por escrito las costum­
bres de las provincias, varias de ellas incluyeron en sus obligaciones
el principio de la abertura de heredades colectiva y la prohibición de
cercar las tierras de labor. Otras se abstuvieron de hacerlo, bien por
olvido, bien, en ciertas regiones que obedecían a regímenes agrarios
muy diferentes según los lugares, por dificultad de expresar con de­
talle usos discordantes, bien, finalmente, como en Berry, por el des­
dén de unos juristas formados en el derecho romano hada costum­
bres muy alejadas de la propiedad quiritaria. Pero los tribunales
velaban. Ya en el reinado de san Luis el Parlamento se oponía, en
Brie, al cercamiento de las tierras de labor, y en pleno siglo xvm
había de mantener con toda su fuerza en varios pueblos de Champag­
ne la rotación coordinada forzosa.26 «Las costumbres de Anjou y de
Touraine», exponía en 1787 el indendente de Tours, «no hablan para

25. Ciertas costumbres no prohíben explícitamente más que el cercamien­


to de los terrazgos, es decir, de las tierras obligadas a pagar ai señor un censo
en especie proporcional a la cosecha. Guardémonos de entender que consideren
libre el cercamiento de las demás tierras. Parten de la idea de que no puede
pensarse en cercar una tierra de labor más que para transformarla en huerto,
viña, cañamera, etc., en una palabra, para cambiar la naturaleza de los cultivos,
lo que en principio está prohibido en las tierras cuya cosecha revierte en
parte en el señor, salvo, claro está, autorización de éste. Cf. un texto, muy
preciso, de las Coutumes du bailliage d’Anñens, c. 115. {Coutume réformée,
c. 197).
26. Olim, I, p. 516, n.c VI. Arch, Nat., AD IV 1 (Nogent-sur-Seine, 1721;
Essoyes, 1779). Los fallos del siglo xvn, en Delamare, Traite de la Pólice,
t. II, pp. 1137 ss., se contentan con negar el beneficio de la abertura de here­
dades a los habitantes que no sigan la rotación común. Sobre el sentido de
esas decisiones, véase infra, p. 481. Cf. una ordenanza del condado de Mont-
béliard, 30 de agosto de 1759, Arch. Nat., K 2195 (6), y también supra, p. 140.
nada de la abertura de heredades [... ] pero el uso inmemorial ha
adquirido tal fuerza de ley, en ese particular, en las dos provincias,
que sería vana toda defensa de sus dominios en contra de ella que
cualquier propietario hiciera ante los tribunales». Finalmente, como
último recurso, incluso donde no había ley escrita y en las épocas en
que los magistrados se resistían cada vez más a aplicar esa tradición,
atacada por los agrónomos y considerada muy perjudicial por los
grandes propietarios, la presión colectiva sabía a menudo hacerse
lo bastante enérgica como para imponer por persuasión o por la vio­
lencia el respeto a las viejas costumbres agrarias. Éstas, como escribía
en 1772 el intendente de Burdeos, «no tienen fuerza de ley más que
por la voluntad de los habitantes»; no por ello, sin embargo, obligaban
menos. Sobre todo, pobre del propietario que levantara una barrera
alrededor de su campo. «Un cercado de seto no serviría para nada»,
decía hacia 1787 un propietario alsaciano a quien se animaba a intro­
ducir mejoras agrícolas incompatibles con el pasto común, «puesto
que no dejarían de arrancarla». ¿Que a un particular se le ocurre, en
la Auvergne del siglo xvm , transformar un campo en huerto cer­
cado, cosa a la que la costumbre escrita le da derecho?: los vecinos
echan abajo la barrera «y de ello derivan procedimientos criminales
cuyas consecuencias ponen en fuga o introducen la confusión en co­
munidades enteras, sin contenerlas».27 Los textos del siglo xvm
hablan a porfía de las «leyes rigurosas que prohiben a los cultivado­
res cercar sus heredades» y de la «ley de la división de los términos
de tierras de cultivo en tres hojas».28 De hecho, prohibición de cercar,
abertura de heredades y rotación coordinada forzosa se sentían hasta
tal punto como «leyes» — escritas o no, con sanción oficial o con la
única fuerza de una imperiosa voluntad de grupo— que, para abolir­
ías, en el momento de las grandes metamorfosis agrícolas de finales
del siglo x vm , fue precisa toda una nueva legislación.
Pero lo que, quizá más que ninguna otra razón, contribuyó a man­
tener esas reglas — aun cuando, a veces, hubieran perdido ya toda
sanción jurídica— era que constituían, materialmente, un engranaje

27. J. M. Ortlieb, Plan ... pour Vamélioration ... des biens de la terre,
1789, p. 32 n. Arch. Nat., H 1486, n.° 206; ejemplo concreto de una cues­
tión de ese tipo: Puy de Dóme, C 1840 (subdelegué de Thiers).
28. Procés-verbaL.. de l'Assetnblée provinciale de lile de France... 17S7,
p. 367. Arch. de Meurthe-et-Moselle, C 320.
admirable. Nada mejor trabado, efectivamente, que semejante siste­
ma, cuya «armonía» producía aun en pleno siglo xix la admiración de
sus más inteligentes adversarios.29 La forma de los campos y la prác­
tica de la abertura de heredades concurrían con igual vigor en imponer
la rotación común. En esas franjas inverosímilmente extrechas y a las
que a menudo, al estar enclavadas en el cuartel, no podía llegarse sin
pasar por las franjas vecinas, si todos los explotadores no se hubieran
regido por un mismo ritmo, las tareas deí cultivo habrían resultado
casi imposibles. ¿Y cómo, sin la obligación regular deí reposo, hubie­
ran encontrado los anímales del pueblo extensiones del baldío lo bas­
tante grandes como para tener asegurada su alimentación? Las nece­
sidades del pastoreo se oponían igualmente a todo cercamiento per­
manente de las parcelas: esos obstáculos habrían impedido el traslado
del rebaño. No menos incompatibles eran los cercados con la forma
de los campos: para cercar cada uno de esos paraleíogramos alarga­
dos, jqué ridiculas longitudes de barrera!, ¡cuánta sombra hecha al
humus!; ¿y cómo pasar de un pedazo de tierra al otro, de haber estado
todos cercados de ese modo? Finalmente, en esas finas franjas habría
sido evidentemente difícil apacentar sólo los animales del explotador
sin que consumieran la hierba del vecino, de modo que, dada la con­
figuración de las parcelas, un sistema de pasto colectivo podía pa­
recer lo más cómodo.
Tras esos rasgos visibles, sepamos ver, no obstante, las causas
humanas. Un régimen semejante no pudo nacer más que gracias a una
gran cohesión social y a una mentalidad básicamente comunitaria.
Obra colectiva tuvo que ser, para empezar, la preparación de las
tierras para el cultivo. No hay duda de que los diversos cuarteles
tuvieron que irse formando poco a poco, a medida que progresaba la
ocupación de las tierras en otro tiempo incultas. Además, tenemos
pruebas irrefutables que atestiguan, por lo mismo, que los principios
a los que había obedecido, en la noche de los tiempos, la constitu­
ción de tierras de cultivo quizá prehistóricas, siguieron presidiendo las
nuevas creaciones. Alrededor de más de un pueblo cuyo nombre reve­
la que era por lo menos galorromano, tal o tai otro haz de campos
en forma de largas bandas, por la misma palabra que lo designa (les

29. Véase una bella página de Mathieu de Dombasle, Annales Agricoles de


Roville, I, 1824, p. 2.
Rotures, por ejemplo, de ruptura, roturación) o por estar sometido
a los diezmos de «novales», demuestra ser conquista medieval. En
las tierras de las «villas nuevas» fundadas en los siglos x n y x m en
regiones de campos generalmente abiertos y alargados, se observa, a
veces con más regularidad, una compar timen tación y una configura­
ción parcelaria análogas a las de las mas viejas tierras. El término de
la destruida aglomeración de Bessey, en Borgeña, que fue recuperado
de la maleza, en los siglos xv y xvi, por los habitantes de las locali­
dades vecinas, presenta todos los rasgos que más arriba se han des­
crito. Todavía en pleno siglo xix, había pueblos del Auxois que, al
repartir sus tierras comunales, hacían lotes en forma de campos muy
estrechos y muy largos, paralelos entre sí.30 Y dentro de cada cuartel,
ya fuera resultado de roturaciones relativamente recientes, ya tuviera
su origen en remotas edades, la disposición de las estrechas parcelas
apretadas unas contra otras no pudo surgir en ningún caso más que
por un plan de conjunto, realizado en común. ¿Fue bajo las órdenes
y la dirección de un amo? No es ésa, por el momento, la cuestión. Un
grupo, después de todo, no es menos grupo por el hecho de tener
un jefe. Esa disposición imponía la concordancia de los ciclos de rota­
ción. ¿Cómo creer que no hubiera sido prevista esa consecuencia?,
¿cómo creer que no hubiera sido aceptada como totalmente natural,
ya que respondía a las tendencias de la opinión común?31

30. Roturaciones y villas nuevas, infra, p. 154, n. 45. Bessey, infra, p. 342,
n. 10. Auxois: Buüetin de la Soc. des Sciences Histor. de Semur, XXXVI,
p. 44, n. 1.
31. ¿Hubo originariamente, tras la roturación según un plan común, en
lugar de un reparto definitivo, una redistribución periódica? En Schaumbourg,
a finales del siglo xvm y principios del xix, hay ejemplos ciertos de la práctica
del reparto periódico, ligado a un cultivo intermitente (Arch. Nat., H 1486,
n.° 158, p. 5; Colchen, Mémoire statistique du département de la Moselle, año
XI, p. 119); pero esos usos no son más que una forma de la institución de las
Gehóferschaften de la región del Mosela, descrita con frecuencia y que aquí
no puede estudiarse en su conjunto; las Gehóferschaften son probablemente de
instauración bastante reciente, pero atestiguan un espíritu comunitario antiguo
y fuertemente arraigado (cf. F. Roríg, Die Entstehung der Landeshoheit des
Trierer Erzhischofs, 1906, pp. 70 ss,). En otros lugares, en épocas igualmente
bastante próximas a nosotros, se encuentran casos de «propiedad alternativa»:
en Lorena, en algunos prados (Arch, Nat., F 10 284: Soc. des Amis de la Cons-
títutíon de Verdun; cf., en Inglaterra, la extendidísima institución de los
lot-meadows), y en Mayenne, en algunos rincones no cercados, en las tierras
de labor (Arch. Parletnentaires, CVI, p. 688); son hechos demasiado infrecuen­
tes cuya evolución, por el momento, se conoce demasiado poco pata poderse
sacar la más mínima conclusión general. En cuanto a la costumbre de la la-
En cuanto a la abertura de heredades, no digamos que la exigiera
imperiosamente la forma de los campos. Bien mirado, los inconve­
nientes de esa disposición habrían podido salvarse si cada cultivador,
al reservar su campo para sus animales, tal como se hacía y se hace
aún, como veremos, en otros regímenes agrarios, los hubiera mante­
nido atados. El pasto era colectivo ante todo, verdaderamente, en
virtud de una idea o de un hábito de pensamiento: según se creía, la
tierra sin frutos ya no podía ser objeto de apropiación individual.
Oigamos a nuestros viejos jurisconsultos. Varios de ellos destacaron
admirablemente esa noción, y ninguno mejor que, bajo Luis XIV ,
Eusébe Lauriére: «Por el derecho general de Francia» — entiéndase
el de las tierras de campos abiertos, las únicas bien conocidas por
Lauriére— «las heredades no se cierran y protegen más que cuando
los frutos están encima; una vez levantados, la tierra, por una especie
de derecho de gentes, pasa a ser común a todos los hombres, ricos o
pobres por igual».32
Además, esa fuerte presión de la colectividad se hacía sentir tam­
bién en muchos otros usos. Dejemos, sí se quiere, el derecho de es-
pigueo. En las zonas que en este momento nos ocupan era particu­
larmente tenaz y, si no en derecho, sí de hecho, se extendía casi
siempre, no sólo a los inválidos y a las mujeres, sino, en todos los
campos indistintamente, a toda la población; pero, no obstante, no
puede considerarse característico de ningún régimen agrario, pues,
apoyado en la Biblia y en formas más o menos acentuadas o atenua­
das, era en Francia casi universal. Nada más significativo, en cambio,
que el derecho al «rastrojo» (éteule). Una vez libre de cosecha, la

branza en común, a la que, sin duda erróneamente, Seebohm atribuía el origen


del open-field system inglés, no conozco huella alguna suya en Francia; los
campesinos se ayudaban mutuamente con frecuencia, y los «labradores» presta­
ban o alquilaban sus tiros a los «trabajadores», pero no se trataba más que
de una obligación moral o de la sensata utilización de un capital, y ní una
ni otra práctica daban lugar a un trabajo de grupo. Queda la reciente tesis
de F. Steinbach («Gewanndorf und Einzeldorf», Historische Aufsatze Aloys
Schulte gewidmet, 1927), quien sostiene que la fragmentación y las obligaciones
colectivas son fenómenos tardíos; me parece carente de toda prueba.
32. Commentaire sur les Instituíes de hoy sel, II, II, 15. Ese desarrollo,
que no figura en la primera edición —1710—, aparece en la segunda, de 1783,
de donde ha pasado a la edición Dupin, 1846. Es probable —aunque no se­
guro— que fuera tomado, como los otros complementos de esa edición, de
notas dejadas por Lauriére.
tierra no se abandona a los anímales inmediatamente; son primero
los hombres quienes se esparcen en busca de la paja — es el sentido
de rastrojo— que emplean en cubrir sus casas, para hacer las camas
de los establos y a veces para quemarla en sus hogares; cogen la paja
en las tierras de labor, sin preocuparse por los límites de las parcelas.
Y esa facultad parece tan respetable que el explotador no está autori­
zado para reducir el provecho a que da lugar, haciendo cortar las
espigas más cerca del suelo. La guadaña se reserva para los prados;
en las tierras de pan llevar — todavía en el siglo x vm los Parlamen­
tos lo afirmarán con fuerza— sólo está autorizada la hoz, que corta
alto. Así pues, en las numerosas tierras en que se cumple esa obliga­
ción, que son todas de campos alargados, la propia cosecha no per­
tenece por entero al amo de la tierra; la espiga es suya, pero la paja
es de todo el mundo.33
Desde luego, no es totalmente cierto que, como podría hacerlo
creer la frase de Lauriére, ese sistema fuera igualitario. Pobres y ricos
participaban de las obligaciones colectivas, pero no por igual. Ordina­
riamente cada habitante, aunque no tuviera el más mínimo pedazo
de tierra, tenía derecho a enviar al rebaño común algunos animales;
pero, además de esa parte, que constituía el mínimo asignado a cada
cual, el número de animales era, para los distintos cultivadores, pro­
porcional a la extensión de las tierras que explotaban. La sociedad
rural comportaba clases, y muy delimitadas. No obstante, tanto los
ricos como los pobres estaban sujetos a la ley tradicional del grupo,
salvaguarda tanto de una especie de equilibrio social como del equi­
librio entre las diversas formas de explotación de la tierra. Con res­
pecto al tipo de civilización agraria que se expresa por el régimen de
campos alargados y obligatoriamente abiertos, ese «comunismo rudi­
mentario» — por hablar como Jaurés en las primeras páginas de su
Histoire de la Révolution, de tan brillante intuición histórica— era
eí signo característico y la razón de ser profunda.
Muy ampliamente extendido en Francia, ese régimen, en cambio,
no era en absoluto específicamente francés. Imposible señalar sus
fronteras precisas hasta que se encuentre terminado un estudio más
minucioso. Tendrán que bastar algunas indicaciones. Ese régimen do­

33. A veces, en el reparto de los rastrojos, los propietarios de los campos


se reservaban una parte, por preferencia; eí señor también participaba: Arch.
Nat., F 19 284 (Gricourt).
minaba por entero en toda la zona de Francia que quedaba al norte
del Loira, con excepción de la región de Caux y de las zonas cercadas
del oeste, y dominaba también en las dos Borgoñas, Pero de por sí
esa zona no era más que un fragmento de un área mucho más ex­
tensa que cubría gran parte de Inglaterra, casi toda Alemania e in­
cluso grandes extensiones de las llanuras polaca y rusa. Los proble­
mas de origen, sobre los que habremos de volver, no pueden tratarse,
pues, más que a nivel europeo. Lo que constituía un rasgo mucho más
característico de nuestro país era la coexistencia en nuestras tierras
de ese sistema con otros dos, que habrá que examinar ahora.

4. Los REGÍMENES AGRARIOS:


CAMPOS ABIERTOS E IRREGULARES

Imaginemos unas tierras de labor sin cercados, semejantes, en eso,


a las que acaban de ser descritas; pero las parcelas, en lugar de pre­
sentar la apariencia de bandas largas y estrechas, regularmente agru­
padas en cuarteles de igual orientación, son de forma variable, sin gran
diferencia entre sus dos dimensiones, y, echadas por la tierra como
al azar, la recortan formando una especie de puzzle, más o menos ca­
prichoso. Tendremos así ante nuestros ojos la imagen que ofrecían
a nuestros antepasados y que aún hoy nos es ofrecida, si sabemos
verla, por los campos de la mayor parte del mediodía del Ródano, del
Languedoc, de las tierras del Carona, del Poitou, del Berry y, más
al norte, del País de Caux. Ya en el siglo xi, en Provenza, unos cam­
pos cuyas dimensiones, por fortuna, sabemos, tienen una anchura que
alcanza, según los casos, del 48 al 77 % de su longitud.34 Ese ré­
gimen, que como el anterior es, más que francés, europeo, parece que
se extendió sobre todo por tierras cuya constitución agraria, desgra­
ciadamente, se ha estudiado menos que la de Alemania o Inglaterra,
como por ejemplo las de Italia. Llamémoslo, a falta de mejor nombre,
régimen de los campos abiertos e irregulares.
No se trataba, en un principio, de un sistema de individualismo.
En sus formas antiguas, comportaba la abertura de heredades colecti­

34. Guérard, Cartulaire de Saint-Victor, n.° 269; longitud un poco mayor


en el Uzégeois, n.° 198.
va y obligatoria (compascuité, se decía en el vocabulario jurídico del
mediodía), con sus naturales consecuencias: prohibición de cercar y,
probablemente, una cierta uniformidad de rotación.35 Pero — y de
ello tendremos ocasión de convencernos— esas obligaciones desapa­
recieron en esas zonas mucho más rápido que en las tierras de campos
alargados. Según todas las apariencias, nunca fueron igual de rigu­
rosas. Incluso la abertura de heredades, la más general y la más re­
sistente de todas, existía a menudo, en el Mediodía, sin ir acompañada
por la obligación del rebaño común. Y es que el entramado de obli­
gaciones sociales carecía de ese sólido armazón que en otros lugares
le proporcionaba la constitución de las tierras de cultivo. El poseedor
de una parcela alargada, inserta en un cuartel de parcelas iguales,
difícilmente podía pensar en escapar a la presión colectiva, porque,
prácticamente, esa tentativa hubiera chocado con dificultades casi in­
superables. En un campo amplio y bien apartado la tentación era ma­
yor. Además, la propia configuración agraria parece indicar que ya
desde el origen el establecimiento en esas tierras se hizo sin una re­
gulación conjunta del trabajo. A veces, en un lugar de campos alar­
gados, en un término de tierras que, en su conjunto, se ajustan total­
mente al esquema normal, se encuentra una pequeña parte en la que
los límites parcelarios forman una figura semejante a la de las regio­
nes de campos irregulares; o bien se trata, ya en un extremo de la
zona cultivada, ya en situación aislada en medio de un espacio incul­
to, de grandes pedazos de tierras de un solo tenedor y casi cuadrados.
Son lugares roturados tardíamente y al margen de todo plan colectivo.
Mientras que en los campos alargados eso era la excepción, en las
tierras en forma de puzzle ese individualismo de la ocupación era evi­
dentemente la regla. Pero, sobre todo, la razón inmediata del con­

35. Abertura de heredades antigua en las regiones de campos abiertos e


irregulares: Provenza, ver infra, p. 464. Languedoc y Gascuña: numerosos
ejemplos, entre ellos E. Bligny-Boundurand, Les Coutumes de Saint Gilíes,
1915, pp. 180 y 229; B. Alart, Privileges et litres relatifs aux franchises ... du
Roussillon, t. I, 1874, p. 270; Arch. histor. de la Gascogne, t, V, p. 60, c. 34.
Caux, Berry, Poitou, innumerables ejemplos hasta el siglo xvm y más tarde;
adviértase una interesantísima sentencia, para el Poitou, en J, Lelet, Observa-
tions sur la coutume, t. I, 1683, p. 400. Obligación del barbecho: Villeneuve,
Statistique du département des B. du Rhóne, t. IV, 1829, p. 178. En la ju­
risdicción del Parlamento de Toulouse, en el siglo xvm, el derecho a cercar
había acabado por ser reconocido como legal casi en todas partes, lo cual no
quiere decir en absoluto que no encontrara, en la práctica, ninguna dificultad.
traste entre ios dos tipos remite, según todas las apariencias, a la
antítesis de dos técnicas.36
La antigua Francia se dividía entre dos intrunientos de labranza.37
Semejantes en la mayor parte de sus rasgos, que, tanto en uno como
en otro, fueron complicándose a medida que la punta única de los
tiempos primitivos iba siendo sustituida por el doble juego de la
cuchilla y la reja y que a las partes cortantes se añadía la vertedera,
diferían, no obstante, profundamente, por un carácter fundamental:
el primero, desprovisto de eje anterior con ruedas, era arrastrado sim­
plemente por los animales en el campo, y el segundo iba montado
sobre dos ruedas.38 Nada más instructivo que sus nombres. El modelo
sin ruedas era el viejo instrumento de los agricultores que por pri­
mera vez hablaron las lenguas madre de las nuestras; en toda Francia,

36. Naturalmente, en algunos lugares, repartos posteriores —y a veces


también la introducción en fecha reciente del arado de ruedas, cuyo papel se
verá en seguida— pudieron, en ciertas tierras de parcelas irregulares, dar
origen a grupos de parcelas alargadas; el mismo fenómeno se produjo, como
habremos de mostrarlo, en las regiones de cercados. Pero no es difícil ver que
se trata de excepciones.
37. Sobre la historia del instrumento de labranza, bibliografía muy abun­
dante, pero muy confusa. Los documentos iconográficos antiguos son mediocres
y de difícil utilización. Citaré simplemente la memoria todavía útil de K. H, Rau,
Geschichte des Pfluges, 1845; H. Behlen, Der Pflug und das Pflügen, 1904;
los trabajos de R. Braungart, Die Ackerbaugerathe, 1881, y Die Urheimat der
Landwirtscbaft, 1912 (cf. también Landwírtschafliche Jabrbücber, XXVI, 1897),
que no debe consultarse sin la mayor desconfianza; algunos estudios de arqueó­
logos (J. Chr. Ginzrot, Die W agen und Fuhrwerke der Griechen und Romer,
1817; Sophus Müller, en Mémoires de la Soc. Royale des Antiquaires du Nord,
1902), de eslavistas (J. Peisker, en Zeitschrift für Sozial und Wirtscbaftges-
chicbte, 1897, y las diversas obras en checo o en francés de L. Níederlé), y
sobre todo de lingüistas (R. Meringer, en Indogermaniscbe Forschutigen, tomos
XVI, XVII, XVIII; A. Guebhardt, en Deutsche Literaturzeitung, 1909, col.
1445), El mapa «charrue» del Atlas Línguistique de Gilliéron y Edmont es
casi inutilizable, porque no distingue los diversos tipos de instrumentos y con­
sidera así que son palabras diferentes que designan un mismo objeto nombres
legítimamente discordantes de objetos absolutamente distintos. Pero ha dado
lugar a un luminoso artículo de W. Foerster en Zeitschrift für romaniscbe Philo-
logie, 1905 (con las Nacbtrdge).
38. Algunos autores han considerado característica del arado de ruedas la
introducción de la cuchilla. Eso es con toda seguridad un error. Lo que es
cierto es que, en las tierras un poco compactas, al no penetrar tan a fondo en
la tierra el arado simple como el de ruedas, el que el primero tuviera dos
piezas cortantes habría sido a menudo menos útil que molesto, y las tuvo me­
nos frecuentemente que el otro tipo. Excepcionalmente, al arado simple pro-
venzal fue a añadírsele una única rueda, situada en lugar totalmente distinto
del eje del arado de ruedas, y con la única utilidad de guiar el surco.
y casi en toda Europa, ha conservado su nombre indoeuropeo, que a
nosotros nos llegó a través del latín: es el arado de Provenza (aratrum),
el éreau del Berry y del Poitou, el érete de la región valona;: como, en
otros lugares, el erling de los dialectos altoalemanes y. el ordo del
ruso y sus congéneres eslavos.35 Para el modelo rival, en cambio, no
hay término indoeuropeo común; su aparición fue para ello demasiado
tardía y su área de extensión demasiado limitada. En francés tampoco
hay etiqueta tomada del latín para ese instrumento, pues la antigua
agricultura itálica, aparte de la Cisalpina, siempre lo ignoró o lo des­
preció. En Francia fue llamado cbarrue. La palabra, indiscutiblemente,
es gala. No hay duda, tampoco, sobre su primer sentido: muy próximo
al de «carro» o «carreta» (char o cbarrette), originariamente se había
aplicado a una forma particular de vehículo, y nada podía ser más
natural que tomar del objeto que, por esencia, llevaba ruedas, el nom­
bre del nuevo conjunto en que a la reja se unía la rueda.40 De igual
modo, Virgilio llamaba al instrumento de labranza que describía, no
aratrum — pues, educado en una región más que medio céltica, no lo
concebía sin eje anterior con ruedas— , sino, simplemente, carro, «cu­
rras».41 Las lenguas germánicas del oeste, para designar el mismo ele­
mento técnico, usaban una palabra totalmente distinta, que de ellas
pasó a las lenguas eslavas; era la palabra de la que el alemán mo­
derno ha hecho Pflug, misterioso vocablo que, de creer a Plinio, ha­
bría sido empleado primero al sur del alto Danubio por los réticos, y
por consiguiente tendría su origen en una vieja habla totalmente bo­
rrada hoy, desde hace tiempo, y quizá ajena al grupo indoeuropeo42
En cuanto al propio invento, parece que Plinio —^desgraciadamente su
texto es osicuro y ha tenido que ser reconstruido— lo situaba en

39. Naturalmente, hay algunos elementos flotantes. En la Italia del norte,


en especial, p ’to (que derivaría de la palabra germánica representada por el
alemán Pflug) habría dado en designar, según Foerster, el arado simple, y ara,
según me dice M. Jaberg, el arado de ruedas. En Noruega, según parece, ard
no se aplica hoy más que a los tipos arcaicos sin vertedera o con vertedera de
dos orejas; plog sirve para designar instrumentos más perfeccionados, pero
también desprovistos de ruedas.
40. Carrugo, en Rouergue, tierra de arado simple, designa aún un pequeño
coche. Mistral, Trésor, palabra citada.
41. Ver el comentario de Servius a G e o rg I, 174.
42. Hist. Nat., XVIII, 18, texto reconstruido por G. Baist, Archtv für
lateinische Lexikograpbie, 1886, p. 285: «Non pridem inventum in Gallia duas
addere talí rotulas, quod genus vocant ploum Raeti» (los manuscritos dan «in
Raetía Galliae» y «vocant piaumorati»).
«Galia». ¿Pero qué crédito dar a su opinión? Él veía que los galos
empleaban el instrumento. ¿Qué más sabía? Una sola cosa es segura;
fuera cual fuera el punto en que el arado de eje anterior con ruedas
apareció y desde el cual se difundió, quizás antes de que celtas y
germanos ocuparan sus hábitats históricos, ese instrumento hay que
considerarlo sin duda creación de esa civilización técnica de las llanu­
ras del norte que, en cualquier caso — y los romanos habían que­
dado, por ello, sorprendidos— , tan amplio e ingenioso uso hizo de
la rueda. Además, ¿cómo dudar que fuera hijo de los llanuras? Fue
para trazar hermosos surcos, bien’ rectos, en las grandes extensiones
limosas arrancadas a la estepa primitiva, para lo que fue construido
al principio. Aún hoy lo rechazan las tierras demasiado accidenta­
das; no fue en ellas donde pudo tener su origen.
Si hubiera surgido a tiempo la preocupación de recoger los datos
necesarios — aún hoy la tarea no sería del todo imposible, pero ha­
bría que darse prisa— , sin duda se conocería con bastante exactitud
la difusión respectiva en nuestra tierra del arado de ruedas y del
arado simple, tal como se presentaba antes de las grandes transfor­
maciones técnicas de la época contemporánea.43 En el actual estado
de las investigaciones, incluso en lo referente a ese momento tan
próximo a nosotros, no puede reconstruirse con precisión. Con más
razón, al remontarnos hacia un pasado más lejano, vemos embrollarse
cada vez más sus detalles y sus vicisitudes. Esa distribución, además,
no carece de complejidad: al ser el arado simple el instrumento más
antiguo, para ciertas labores ligeras, incluso en los países que en
principio habían adoptado desde hacía tiempo el arado de ruedas, a
veces se conservó. A pesar de todas esas dificultades, no obstante, lo
que se ve basta para mostrarnos que la zona moderna del arado de
ruedas — cuya extensión, por ello mismo, demuestra haber quedado
fijada desde muy antiguo— corresponde más o menos a la de cam­
pos alargados, y la del arado simple, en cambio, a los campos irre­
gulares. Los campos del Berry y del Poitou nos dan ocasión para

43. He procedido yo mismo a hacer averiguaciones, con gran provecho,


recurriendo a los Directores Departamentales de Agricultura, a quienes me
complace aquí darles las gracias por su amabilidad. Para interpretar correcta­
mente los hechos actuales es importante recordar que, en la primera mitad
del siglo xix, el instrumento sin ruedas, alabado por el agrónomo Mathieu de
Dombasle, ganó algún terreno.
una experiencia verdaderamente crucial. En su constitución geográ­
fica todo parecía ligar con tierras de una forma semejante a las
de la Beauce o Picardía (confieso que antes de conocerlas esperaba
encontrar unas tierras así), y sin embargo son regiones de «éreau».44
Así pues, nada de largas bandas agrupadas en cuarteles; por el
contrario, una red bastante incoherente de campos toscamente próxi­
mos a la forma del cuadrado.
El País de Caux plantea un problema más delicado. Probable­
mente, las particularidades de su plano agrario en forma de puzzle
son consecuencia de su población. En la península escandinava el
arado de ruedas permaneció ignorado durante largo tiempo, y aún
hoy no se conoce en muchos lugares; es tradicional el arado simple.
Sin duda los compañeros de Rollon, al ocupar en masa, como sabe­
mos, la zona de Caux, remodelaron sus tierras al modo de las de
su patria, sirviéndose de los instrumentos a los que estaban acos­
tumbrados. ¿Simple conjetura? De acuerdo, pues legítimamente ten­
dría que basarse en un minucioso estudio local. Hasta ahora la his­
toria de la ocupación escandinava apenas si se ha hecho más que con
ayuda de los nombres de lugar; habría que añadir el estudio de los
planos parcelarios. ¿Quién sabe si esa investigación, que sólo podría
llevarse a buen término con una alianza entre estudiosos de espe­
cialidades y quizá de nacionalidades diferentes, no aportaría, entre
otros resultados, la clave de un viejo enigma? Nada más difícil, res­
pecto a los invasores, que distinguir entre los diversos grupos étni­
cos. Suecos, noruegos, daneses, ¿cómo reconocerlos? Parece, no
obstante, que los lugares donde se establecieron los daneses, cuando
menos, deberían distinguirse de los otros precisamente por su con­
figuración agraria, pues, contrariamente a los suecos y a los noruegos,
los daneses conocieron pronto el arado de ruedas y las parcelas alar­
gadas en grupos regulares. De momento, la explicación de la forma
de los campos de Caux por la influencia escandinava, o más bien
sueconoruega, puede encontrar una confirmación en el examen de
las nuevas tierras creadas en esa misma región, cuando las grandes
roturaciones, en torno a las villas nuevas. Allí, por un sorprendente
contraste, triunfaron de nuevo los campos alargados, y con ellos la

44. Sobre la labranza en el Poitou, interesantísima memoria, Arch. Nat..


H 1510\ n.° 16.
compartimentación por cuarteles.45 Es que las costumbres agrarias
de los primeros tiempos de la conquista estaban entonces muy olvi­
dadas, y el arado de ruedas, como hoy en toda la alta Normandía,
volvía a ser usado.
Que a los dos tipos principales de instrumentos aratorios co­
rrespondan dos tipos de campos diferentes, es cosa sin duda que no
puede extrañar mucho. El arado de ruedas es un instrumento ad­
mirable que permite, a igual tiro, remover la tierra mucho' más
profundamente que con el arado simple, Pero sus mismas ruedas
hacen que necesite cierto espacio para girar. ¡Enorme problema,
tanto técnico como jurídico, en las zonas de arado de ruedas, el
planteado por ese giro que debía darse una vez trazado el surco!
A veces se disponía a cada extremo de los cuarteles, perpendicular­
mente al eje general de los surcos, una franja de tierra que se dejaba
inculta, al menos hasta el final de la labranza del conjunto: era la
fourriére de Picardía o el butier del llano de Caen. O si no, de
cuartel a cuartel, los explotadores ejercían derechos de «giro» (de
tournaille): ¡imagínese qué foco de pleitos! De todos modos, conve­
nía disminuir el número de giros, y de ahí la necesidad de alargar
hasta el extremo las parcelas. El arado simple, más ágil, invita, por
el contrario, a aproximar la forma de los campos a la del cuadrado, lo
que permite, en caso de necesidad, variar la dirección de los surcos,
e incluso entrecruzarlos.46 En Europa, en todas partes donde encon­
tramos ese último instrumento — en Escandinavia y en los antiguos
pueblos eslavos de la Alemania oriental fundados en tiempos del
antiguo oralo— encontramos también las parcelas de dos dimensio­
nes casi iguales,
¿Pero bastan esas consideraciones materiales para explicarlo todo?

45. Aparte de los planos dei Aliermont, señalados supra, p. 78, n. 15, admi­
rable plano de NeuviÜe-Champ-d’Oísel, del siglo xvm, Arch. Seine Inf., pl.
n.° 172.
46. Meitzen atribuyó probablemente excesiva importancia a la labranza con
surcos entrecruzados, pero no hay duda de que el arado simple condujo a mul­
tiplicar en todos los sentidos los ligeros surcos. Esa práctica queda especialmente
atestiguada, para el Poitou, en la memoria señalada supra, p. 153, n. 44. A tí­
tulo de contraprueba, compárense las modificaciones introducidas en la forma
de ciertas parcelas de viña por la sustitución del pico por el arado de ruedas:
R. Millot, La réforme du cadas¿re, 1906, p. 49. En China parece que el arado
de ruedas también llevó consigo el alargamiento de los campos; cf. supra,
p. 78, n. 15.
Desde luego, es grande la tentación de deducir la cadena de causas
a partir de una invención técnica. El arado de ruedas implica cam­
pos alargados; éstos, a su vez, mantienen con fuerza la iniciativa co­
lectiva; de un eje anterior con ruedas añadido a una reja deriva
toda una estructura social. Tengamos cuidado: razonando así olvida­
ríamos los mil recursos del ingenio humano. El arado de ruedas, sin
duda, obliga a hacer alargados los campos, pero no a hacerlos estre­
chos. Nada, a priori, hubiera impedido a los ocupantes distribuir
la tierra en un número bastante reducido de grandes pedazos, cada
uno de los cuales se hubiera extendido bastante en ambos sentidos;
cada explotación, en lugar de componerse de multitud de franjas
muy delgadas, habría estado formada por algunos campos muy largos,
pero también muy anchos. De hecho, semejante tipo de concentra­
ción, parece que más se evitó que se intentó. Al dispersar las po­
sesiones, se creía igualar las oportunidades; se permitía a todo
habitante participar de tierras diferentes, y se le dejaba la esperanza
de no sucumbir nunca por entero a los diversos azotes naturales o
humanos — granizos, enfermedades de las plantas, devastaciones—
que, al abatirse sobre las tierras del término, no siempre las des­
trozaban todas. Esas ideas, tan profundamente arraigadas en la cons­
ciencia campesina que aún hoy se oponen a las tentativas de remo-
delación racional, actuaron en la distribución de tierras casi tanto en
las regiones de campos irregulares como en las de campos alargados.
Pero en las primeras, en las que se utilizaba el arado simple, para
no hacer demasiado extensos los pedazos de tierra, manteniendo una
respetable anchura, bastaba con reducir la longitud. El empleo del
arado de ruedas impedía proceder de ese modo. Donde se usaba
éste, para no acortar las parcelas y al mismo tiempo para que no
tuvieran una extensión excesiva, hubo que hacerlas más estrechas;
era condenarlas a agruparse en haces regulares, sin lo cual — ¡absur­
da hipótesis!— se habrían cruzado. Pero esa agrupación suponía a
su vez un previo entendimiento entre los ocupantes y su aquiescencia
a ciertas obligaciones colectivas. Tanto que, dando la vuelta, o poco
menos, a las deducciones de antes, casi sería legítimo decir que, sin
los hábitos comunitarios, la adopción del arado de ruedas, habría
sido imposible. Pero es sin duda muy difícil, en una historia que
no podemos reconstruir más que a golpe de conjetura, valorar tan
exactamente lo que son efectos y lo que son causas. Limitémonos
pues, menos ambiciosamente, a observar que, hasta donde podemos
remontarnos, el aracío de ruedas, padre de los campos alargados, y la
práctica de una fuerte vida colectiva se asocian para caracterizar un
tipo muy claro de civilización agraria, y la ausencia de esos dos
elementos caracteriza otro tipo totalmente diferente,

5. Los REGÍMENES AGRARIOS: LOS CERCADOS


A los dos sistemas «abiertos» — caracterizados por obligaciones
colectivas importantes o atenuadas— se opone, por una sorprendente
antítesis, el de los cercados.
Los agrónomos ingleses del siglo xvm asociaban en general la
idea de cercado con la de progreso agrícola; entre ellos, en los
campos más ricos, la supresión de las rotaciones caducas y de la aber­
tura de heredades había ido acompañada por el cierre de los campos.
Pero uno de ellos , Arthur Young, al pasar el canal de la Mancha en
1789, tuvo una gran sorpresa. Vio en Franvia provincias enteras
que, aunque divididas por cercados, no por ello estaban menos so*
metidas que sus vecinas a procedimientos de cultivo totalmente anti­
cuados: «por la singular demencia de los habitantes, en las nueve
décimas partes de los cercados de Francia prevalece el mismo sis­
tema que en los campos abiertos, es decir, que hay los mismos bar­
bechos».
Así pues, en esas escandalosas regiones, por todas partes hay
cercados que compartimentan las tierras de labor, por regla general
parcela a parcela; eran, claro está, cercados permanentes, cuya pro­
pia estructura, ordinariamente, anunciaba una larga duración. Se tra­
taba casi siempre de setos vivos, subidos a veces, como en el oeste,
en altas elevaciones de tierra que allí se llaman «fossés» (lo que en
francés común se llama fossé [zanja] allí se llama douve). Todo ese
follaje —matorrales y árboles, que tampoco faltan nunca en los se­
tos— hace que aún hoy esas extensiones cultivadas, vistas desde un
poco lejos, presenten, por hablar como una memoria del siglo xvm,
«el aspecto de un móvil bosque», con apenas unos pocos calveros.47
De ahí el viejo nombre de bocage (como «boscaje») que el lenguaje
popular, oponiéndolo a los de «campiña» o «llano», que se referían

47. Arch. Nat., H 1486, n.° 191, p. 19.


a tierra sin obstáculos, gustaba de aplicar a las regiones de cercados.
Han venido — escribía hacia 1170 el poeta normando Wace, repre­
sentando una reunión de campesinos de Normandía, región que se
divide entre tierras de cercados y tierras abiertas— , han venido «cil
del bocage e cil del plain» («tal del bocage y cual del llano»).
Pero no todo cercado estable era forzosamente vegetal. A veces
el clima, el suelo o simplemente la costumbre imponían otro modo
de cerrar los campos: entonces se levantaban —como en ciertos
rincones de la costa bretona azotados por el viento de mar, o en
Quercy— pequeños muros de piedra que, sin tapar la vista, traza­
ban en el suelo un inmenso ajedrez de duras líneas.
En ese caso, como en regiones de campos abiertos, los caracteres
materiales no eran más que el signo visible de realidades sociales
profundas.
No digamos en absoluto que el régimen de cercados fuera total­
mente individualista. Sería olvidar que los pueblos en los que regía
tenían ordinariamente pastos comunales bastante extensos sobre los
que a menudo — en Bretaña por ejemplo— supieron mantener con
feroz energía los derechos de la colectividad; sería olvidar también
que a veces — aunque no siempre, pues no ocurría así ni en Bre­
taña del norte ni en el Cotentin— los prados contrastaban con las
tierras de labor cercadas por la inexistencia de todo sistema de cierre
y que, nada más segada la primera hierba, acogían a los anímales de
todos los habitantes. Digamos más bien que el dominio de la colec­
tividad se detenía ante las tierras de labor, hecho tanto más destacado
cuanto que en tierras abiertas, y sobre todo en tierras de campos
alargados, la tierra de labranza era, por excelencia, la sometida a esas
obligaciones.48 Protegido por su seto o su muro, el campo de cultivo
no conoce para nada la abertura de heredades al común — el barbe­
cho, claro está, como en todas partes, sirve para alimentar a los ani­
males, pero a los del explotador— y cada cultivador es dueño de la
rotación de sus cultivos.

48. Nada más característico que una vieja máxima de derecho rural, apli­
cada en casi rodos los lugares de campos abiertos. Cuando se encuentra un
seto que separa parcelas de tipo distinto, se supone que pertenece a aquélla
que más se presta a estar cercada: antes a la de huerto o viña que al prado,
y antes al prado que a la tierra de labor. La mayoría de regiones de cercados
desconocen totalmente esa regla.
Esos hábitos de autonomía agraria constituían hasta tal punto
la esencia misma del sis tema , que pervivían incluso cuando las cir­
cunstancias habían llevado a la supresión de su símbolo sensible, el
cercado. Había entonces, si se me permite decirlo, cercados mo­
rales. En la Bretaña del sudoeste las tierras vecinas del mar ignora­
ban, naturalmente, los setos vivos, y los campesinos no siempre
se tomaban la molestia de levantar muros. No por ello eran menos
ajenos a obligaciones colectivas. Como lo observaba en 1768 el
subdelegado de Pont-Croix, cuyo testimonio concuerda con otras ob­
servaciones, un poco posteriores: «Cada propietario ata a sus anima­
les a la estaca en sus pedazos de tierras, a fin de que no corran y
pasen a las de los demás».49 Igual respeto del «cada cual en su casa»
tendía a prevalecer cuando dentro de un mismo cercado quedaban
incluidas varias parcelas. Originariamente, según todas las aparien­
cias, cada pedazo de tierra dependiente de un único poseedor había
tenido su propia delimitación de vegetación o de piedras, al igual que
tenía su nombre, pues ahí era cada campo lo que tenía —lo que
aún tiene— su nombre de lugar característico. Esos pedazos de tierra
eran ordinariamente bastante grandes y de formas irregulares, pero
sin gran diferencia entre sus dos dimensiones. En muchas regiones
de cercados se labraba con el arado ordinario, probablemente por­
que, en su mayor parte, eran bastante accidentadas; incluso cuan­
do, como en el Maine, se empleaba el arado de ruedas, no se temía
hacer el campo bastante ancho, porque no había motivo para no
hacerlo en conjunto bastante extenso, al no observarse demasiado
—dentro de un momento entenderemos por qué— la regla de la
dispersión. Pero ocurrió que con el tiempo esas extensiones dema­
siado importantes, por enajenaciones o herencias, se vieron divididas*
entre diversos explotadores. A veces la fragmentación tenía como
consecuencia el levantamiento de nuevos cercados. En ciertos planos
normandos, que representan la misma tierra en dos fechas dife­
rentes, pueden verse así, en ciertos lugares, dos parcelas primitiva­
mente comprendidas en el mismo cercado que, en el documeato más
antiguo, están separadas por una línea puramente ideal y, en el se­
gundo, por un seto.50 Al campesino le gustaba tener su cultivo al

49. Arch. tlle-et-Vilaine, C 1632.


50. En las tierras bretonas de Brocrech, sometidas ai «domaine congéable*■
—modo de apropiación según el cual la tierra pertenecía ai arrendador y los
amparo de una valla. A menudo, no obstante, se echaba atrás ante
los gastos o las dificultades de semejante trabajo, sobre todo cuando
su tierra era pequeña. Entonces'se constituía, dentro del recinto del
cercado, un pequeño grupo de parcelas, a menudo estrechas y alar­
gadas, cuyo dibujo, en los mapas que no reparan en marcar los setos
con un signo distintivo, produce fácilmente en los observadores un
poco precipitados la ilusión de ver un cuartel de campos alargados;
eso es lo que en la Bretaña de lengua francesa se designaba con el
característico nombre de «champagne». Es difícil que entre los di­
versos poseedores que se repartían la ería {champagne) no llegara a
establecerse un entendimiento que llevara consigo una cierta uni­
formidad de las rotaciones, y a veces el apacentamiento común. Se
dispone, efectivamente, de ejemplos históricos de esas prácticas que,
en pequeños rincones de terreno, parecían reproducir los hábitos de
los campos abiertos.51 Pero el individualismo ambiente no les era
favorable. Mostrándole yo un día a un empleado del catastro de la
Manche, muy al corriente de las costumbres rurales de su tierra, el
croquis de una de esas champagnes, le dije: «Por lo menos ahí sí que
tendrán ustedes que tener una especie de abertura de heredades»;
«pues no, señor», me contestó, con aire de tenerme lástima, «y es
muy sencillo: todos atan sus animales». Así de cierto es que todo
uso agrario, ante todo, es expresión de un estado de espíritu. Refi­
riéndose al proyecto de introducir en Bretaña, por lo menos en los
pastos comunales, aquella regla del rebaño común que a los campesi­
nos de Picardía, Champagne y Lorena les parecía que pertenecía
al orden natural de las cosas, los representantes de los Estamentos
bretones escribían en 1750: «No me parece posible esperar que la
razón y el espíritu de unión reinen entre todos los habitantes del
mismo pueblo hasta el punto de que reúnan sus ovejas para no for­
mar con ellas más que un solo rebaño bajo la custodia de un solo
pastor C...]».52

edificios a los arrendatarios— los nuevos cercados, considerados como «edifi­


cios», y cuyo precio, por tanto, en caso de deshaucio, tenía que serle reinte­
grado al campesino que se iba, no podían ser levantadas sin consentimiento del
arrendador (que era, de hecho, eí señor, siendo el arrendatario un tenedor): cf.
E. Chénon, L'ancien droil dans le Morbihan, 1894, p, 80.
51, Numerosos testimonios de los siglos xvm y xix. Es sin duda a las
champagnes a lo que se aplica un fallo bastante enigmático del Parlamento de
Bretaña: Poullain du Pare, Journal des Audiences, III, 1763, p. 186,
52. Arch. d'ílle-et-Vilaine, C 3243.
¿Cómo había nacido semejante sistema?, ¿cómo, incluso, era po­
sible? Para entenderlo habría que examinar para empezar su distri­
bución geográfica, así como los géneros de vida a los que iba ligado.
Al igual que los otros regímenes que acaban de ser descritos, tampoco
existía únicamente en Francia. El bueno de Arthur Young, si hubiera
mirado bien, lo hubiera encontrado, con los mismos y arcaicos pro-
cedimientos técnicos, en la propia Inglaterra También allí, por un
sorprendente paralelismo, eí viejo lenguaje oponía, a las champaigns
o champions totalmente abiertas, el luoodland, recortado por los
setos. Pero aquí no habremos de considerar más que los cercados
franceses.
Toda Bretaña — excepto, cerca del Loira, la región de Pont-
chateau, abierta y sometida a las obligaciones colectivas— , el Coten-
tin, con las zonas de colinas que al este y al sur rodean la llanura
de Caen, el Maine, el Perche, los «Bocages» del Poitou y de la
Vendée, la mayor parte del Macizo Central — con exclusión de las
llanuras limosas que forman los correspondientes oasis sin barreras—■
el Bugey, el País de Gex y, en el extremo sudoeste, el País Vasco,
ese es, tal como hoy puede presentarse — desde luego que demasiado
sumariamente, y pendiente de precisión y revisión por estudios más
profundos— , el mapa de las regiones de cercados. Así pues, se trata
de zonas a menudo accidentadas, y en cualquier caso de suelo pobre.
Son también zonas de población muy dispersa. Casi siempre,
las tierras cercadas tenían por centro, no un pueblo, en eí sentido
general del término, sino una aldea, un puñado de casas. A veces
incluso, en nuestros días, depende de una casa totalmente aislada;
pero eso, probablemente, no es más que un fenómeno relativamente
reciente, consecuencia, bien de una roturación individual, bien de
uno de esos acaparamientos de la tierra de una aldea por parte de un
solo propietario, de los que más adelante encontraremos ejemplos.
El núcleo antiguo era pequeño; no obstante, había núcleo.
Ese pequeño grupo de hombres no cultivaba permanentemente
toda su tierra. Alrededor de las tierras de labor, cerradas por setos
o muros, se extendían inevitablemente extensos eriales: así, por
ejemplo, las Íandas bretonas. Servían de pastos, y ordinariamente en
ellos se practicaba bastante el cultivo temporal. Así se explica que
esas pequeñas comunidades pudieran renunciar fácilmente a la aber*
tura de heredades a la colectividad. El apacentamiento en los espa­
cios incultos les ofrecía recursos que ya no conocían, con importancia
semejante, las regiones más ampliamente roturadas. De ahí proviene
también que la ocupación se hiciera partiendo de grandes pedazos
de tierra, de los que cada explotador no poseía más que un pequeño
número, pues de todos modos esa ocupación estable no se aplicaba
más que a una pequeña parte de las tierras; en el resto, el cultivo
temporal se presentaba naturalmente en orden disperso.
En ese sentido, es precisamente del cultivo temporal de donde
hay que partir para reconstruir la génesis de esas tierras cercadas.
La evolución es difícil de seguir. No obstante, los hechos bretones
nos permiten hacernos una idea. Conocemos bastante bien, en la
Bretaña del siglo xvm , el régimen de las «tierras frías», alternativa­
mente baldías y de labranza intermitente. Una parte servía de tie­
rras comunales y otra, quizá más importante, era objeto de apro­
piación individual, pero sin que ello obstara a unas obligaciones co­
lectivas absolutamente desconocidas por las «tierras calientes». Cada
explotador, junto a sus campos permanentes y cercados, tenía peda­
zos de landas. De vez en cuando, con largos intervalos, iba a sem­
brar centeno, del que no hacía más que una cosecha, y luego, para el
lecho y el abono, retama, que tenía derecho a una permanencia un
poco más larga. Entonces lo cerraba, pero a título totalmente provi­
sional. «Según un uso inveterado y que casi es ley», escribía, en
1769, en un informe notable, el intendente de Rennes, «esas retamas
no pueden ocupar la tierra más que tres años y [...] tras ese plazo
fatal las cercas levantadas para conservar las cosechas de esas tierras
frías tienen que ser destruidas». Es porque la tierra, momentánea­
mente protegida contra el apacentamiento común, tenía que serle
devuelta. Primitivamente, la mayor parte, con mucho, de esas tie­
rras, quizá su totalidad, con un pequeño número de explotadores, ha­
bía sido {aparte de los huertos) «tierra fría», y como tal, al margen
de los períodos de cultivo, había estado sometida a rigurosas obliga­
ciones de pasto. El más antiguo ejemplar del derecho consuetudinario
bretón, la Tres Ancienne Coutume> redactada a principios del si­
glo xiv, en sus disposiciones, a menudo bastante oscuras, refleja
a ojos vistas las incertidumbres de una época de transición. El cer-
camiento se ve autorizado, pero la abertura de heredades — llamada
«guerb», porque obligaba a los poseedores a abandonar, a «guerpir»,
sus campos— es presentada como algo aún ampliamente practica­
do. Considerada necesaria para el bien común, es objeto en ese sen­
tido de ciertos favores jurídicos. Finalmente, el cultivo parece su-
I I - . — BI.OCH
jeto a muchas intermitencias.53 De igual modo, en la Marche, en el
siglo x i i , la abertura de heredades, boy ignorada allí, parece que fue
lo regular.54 Poco a poco, en ciertas partes de la tierra, las rotura­
ciones, llevadas a cabo, al igual que más tarde los rozamientos tem­
porales de la landa, por iniciativa individual, y en consecuencia for­
mando campos dispuestos irregularmente, pasaron a ser definitivas, y
con ello se hicieron permanentes sus cercados; éstos, en un sistema
como aquél, en que los eriales recorridos por los animales estaban
siempre cerca de las casas, parecían indispensables para la protección
de los granos.55 Así se constituyó ese régimen de cercados en el que
la colectividad no podía abdicar de sus derechos sobre las tierras
de labor más que porque los conservaba, en realidad, sobre la ma­
yor parte de las tierras, dentro de las cuales la zona regularmente
cultivada no era más que una pequeña parte.

La oposición de esos diversos regímenes agrarios, más o menos


claramente concebida, viene siendo objeto desde hace tiempo de la
atención de los historiadores. En la época en que parecía que era
la raza lo que tenía que dar la clave del pasado se pensó, natural­
mente, en pedir al Volksgeist la solución de este enigma, como la
de tantos otros. Ese fue, en especial, fuera de Francia, el objetivo de

53. Ed, Planiol, §§ 256, 273, 274, 279, 280, 283. Los nobles pueden im­
pedir el acceso a sus tierras, si son suficientemente extensas, incluso sin cerca­
do o, en cualquier caso, pueden contentarse con un cercado ligero; de todos
modos conservan sus derechos de guerb sobre los otros campos. Los no nobles
pueden cercar, pero tienen que poner cercas fuertes; en el caso en que, aún sin
ellas, quieran impedir el acceso a sus tierras, también pueden hacerlo, pero sin
tener, respecto a los animales que vayan de todos modos a pacer en ellas, más
derecho que el de expulsarlos; nada de multas ni de perjuicios e intereses,
pues el pasto común es necesario para la vida del «mundo» y debe ser favore­
cido. Los no nobles que cercan o impiden el acceso a todas sus tierras pierden
todo derecho a beneficiarse de la abertura de heredades en las tierras de labor
de los demás. Finalmente, el § 280 hace observar que, hasta mediados de
abril, es imposible saber si una tierra va a ser labrada o dejada en barbecho,
prueba de la existencia de un sistema de rotación muy irregular,
54. Ver las donaciones de derechos de pasto en toda la tierra . «tanto
despejada como cubierta por el bosque», «exceptuando las tierras sembradas
y los prados», en el cartulario de Bonlieu, Bibl. Nat., lat. 9196, fols. 33, 83,
74, 104, 130.
55. El seto, por esa razón, era a menudo obligatorio: Poullain du Pare,
Journal des Audiences et Arréts du Parlemeni de Bretagne, t. V, 1778, p. 240.
la gran tentativa de Meitzen, valiosa como iniciadora, pero que hoy
debe considerarse definitivamente agotada. Entre otros errores tenía
el de no contar más que con pueblos de los que hay testimonio his­
tóricos (celtas, romanos, germanos, eslavos). Es hasta mucho más
arriba, hasta las anónimas poblaciones de la prehistoria que crearon
nuestros campos, hasta donde habría que poder remontarse. Pero no
hablemos ni de raza ni de pueblo, pues nada hay más oscuro que
la noción de unidad etnográfica. Más vale hablar de tipos de civiliza­
ción. Y reconozcamos que, al igual que los hechos de lenguaje no
se agrupan con facilidad en dialectos — al no superponerse exacta­
mente unas a otras las diversas particularidades lingüísticas— , los
hechos agrarios no se dejan encerrar en límites geográficos que pue­
dan coincidir rigurosamente para todas las categorías de fenómenos
emparentados. El arado de ruedas y la práctica de la rotación trienal
parece efectivamente que nacieron ambos en las llanuras del norte,
pero sus áreas de extensión no coinciden. Ei arado de ruedas, por
otra parte, va ligado ordinariamente a los campos alargados, y no
obstante a veces se asocia a los cercados. Habida cuenta de las zonas
de contactos, siempre favorables al surgimiento de tipos mixtos, y
sin perjuicio de diversas imbricaciones, pueden no obstante dis­
tinguirse, en Francia, tres grandes tipos de civilización agraria, en
estrecha relación, a la vez, con las condiciones naturales y la historia
humana. Para empezar, un tipo de tierra pobre y cultivada de un
modo poco fijo y durante mucho tiempo totalmente intermitente,
y que en gran parte — hasta el siglo xix— así siguió siéndolo siem­
pre: es el régimen de los cercados. Vienen luego dos tipos de ocu­
pación más trabada, que comportan ambos, en principio, un derecho
colectivo sobre las tierras de labor, único medio de asegurar, dada
la extensión de los cultivos, el exacto equilibrio entre éstos y el
pasto que era necesario para la vida de todos; ambos, por tanto, sin
cercados. Uno, que puede llamarse «septentrional», inventó el arado
de ruedas y se caracteriza por una cohesión particularmente fuerte
de las comunidades; su elemento visible es el alargamiento general
de los campos y su agrupación en series paralelas. Probablemente
fue de los mismos medios de donde partió la rotación trienal, cuya
irradiación hacia el sur fue, en general, ampliamente superior, pero
que en otros puntos — véase el llano de Alsacia— no llegó a alcan­
zar del todo la del arado de ruedas y de las tierras de parcelas re­
gulares y alargadas. El segundo de los dos tipos abiertos, finalmente,
que para simplificar, pero con algunas reservas, puede llamarse «meri­
dional», une la fidelidad al viejo arado simple y — por lo menos en el
mediodía propiamente dicho— a la rotación bienal con, en la ocu­
pación de la tierra y la propia vida agraria, una dosis sensiblemente
más baja de espíritu comunitario. Nada impide pensar que tan vivos
contrastes en la organización y la mentalidad de las viejas sociedades
rurales hayan tenido, en la evolución del país en general, profundas
repercusiones,56

SUPLEMENTO AL CAPÍTULO 2

(p. 121)
R e g io n e s v it íc o l a s
Entre las regiones de gran cultivo de la vid desde la edad media hay
que incluir evidentemente el Bordelais (carta del 13 de abril de 1932 a
R. Boutruche, Mémorial Sírasbourg, p. 204).

(p. 122)
R e g io n e s d e g a n a d e r ía
Marc Bloch se fue interesando cada vez más por las regiones de mon­
taña antiguamente especializadas en la ganadería. H. Cavaillés, La vie

56, En todo esto he enfocado el trazado de los campos como un fenómeno


de orden puramente económico. Es posible preguntarse si en la constitución
de las tierras de cultivo no jugó su papel el factor religioso, particularmente
activo en el seno de todas las sociedades primitivas. Los actos religiosos, que
más tarde degeneraron en actos mágicos, fueron considerados durante largo
tiempo indispensables para la prosperidad de las cosechas. Por otra parte, los
límites, y entre otros los de los campos, tuvieron a menudo un valor sagrado
(cf. S. Czamowski, en Actes du Congrés International d'Histoire des Reli-
gtons ...en octobre 1923, t. I), Concepciones religiosas diferentes pudieron dar
origen a configuraciones agrarias diversas. Pero no puede hacerse más que
indicar el problema; para tratarlo, falla el terreno bajo nuestros pies. Por otra
parte, ¿acaso no hay en nuestro país huellas de la centuriatio romana, análogas
a las encontradas en Italia, en África y quizás en la región renana? La cuestión
ya ha sido planteada (cf. Revue des Etudes Anciennes, 1920, p. 209), pero
todavía espera solución. Ahora bien, dentro de las grandes líneas de la centu­
riatio, ¿cuál era la forma de las parcelas y cuáles los usos agrarios? Una vez
más, no puede bastar el examen del mapa; siempre hay que añadir el de las
costumbres de explotación. Y volvemos a encontrar aquí el problema señalado
al principio de esta nota; ¿no representa el campo romano una especie de regu-
larización religiosa -—templum— del campo de dos dimensiones casi iguales
que se impone en las regiones de arado simple? Puede verse así cuán nume­
rosas son aún los interrogantes.
pastorale et agricole dans les Pyrénées des Gaves, de l’Adour \et dés Nestes,
y La tratisbumance pyrénéenne et la circulation des troupVaux dans les
plaines de Gascogne, 1931, muestra que la posesión y la administración
de los pastos correspondían a las comunidades, mientras que én la parte
oriental de la cordillera las tierras feudales eran numerosas y las de las
comunidades poco extensas. También la comunidad familiar tenía par­
ticular fuerza. Esas colectividades dedicadas al pastoreo, durante mucho
tiempo, cultivaron cereales, los indispensables para la alimentación del
hombre. Esos cultivos han disminuido hoy mucho, y el mijo ha quedado
abandonado. «La cría del ganado, no obstante, fue en todo momento el
modo de explotación fundamental, y es hoy el preponderante. Esa dedi­
cación primordial, las particularidades a las que tienen que adaptarse allí
los rebaños y, finalmente, las tradiciones heredadas de un pasado también
muy especial, explican el establecimiento de instituciones agrarias en las
que acaba de marcarse, con respecto a los llanos vecinos e incluso a otros
macizos montañosos como los Alpes, la originalidad de las poblaciones
pirenaicas [...]» No obstante, ni siquiera en el pasado esas sociedades
estaban en absoluto replegadas sobre sí mismas, sin lazos de orden econó­
mico con las tierras bajas de los alrededores. «Bien mirado, la ganadería,
tal como se practica en las montañas, parece ejercer realmente por sí
misma una acción contraria al aislamiento. Primero porque lleva consigo,
casi forzosamente, la producción de un excedente constituido por mercan­
cías listas para el intercambio [...] Muy intensas desde el siglo xvi, por
lo menos, las relaciones comerciales entre Francia y España [...] acostum­
braban a las gentes de la montaña a los intercambios y, de rechazo, acen­
tuaban la especialización de los valles en su función pastoril [...]» Por
otra parte, «entre los pastos invernales de los llanos y los pastos estivales
de las tierras altas, la transhumancia crea relaciones humanas de todo
tipo [...]». Si bien en los Pirineos la transhumancia tuvo un papel secun­
dario y sólo se realizó dentro de las montañas, entre las faldas y las cús­
pides; a su vez, «Aquitania prescinde de la hierba de la montaña», a
diferencia de Provenza y gracias a sus lluvias de verano, pero hacia ella,
en cambio, hacia sus prados, sus Iandas, sus rastrojeras y sus viñas vendi­
miadas descendían, en invierno, los “ganados mayores” de los valles sep­
tentrionales e incluso de Navarra. Hoy ocurre mucho menos, por varias
razones: progreso en el llano desde el siglo xvm de la agricultura inten­
siva y del individualismo agrario, profundas transformaciones económicas
y sociales, extensión en los valles de los prados y cultivos forrajeros a
costa de las tierras de cereal, lo que permite alimentar al ganado en invier­
no más fácilmente, y «disolución de la antigua familia patriarcal», y por
lo tanto menor número de pastores, que eran los hijos de corta edad. No
obstante, hay aún una transhumancia de invierno que parte de los valles
del Bearn, de la Bigorre y del valle de Aure. «Así, la transhumancia, fenó­
meno sin duda tan viejo como las propias sociedades de la montaña y sin
embargo en constante cambio, refleja por su evolución la de la vida so­
cial [...)» (1932, pp. 497-501).
Al igual que en los Pirineos occidentales, en Auvergne «la especiali-
zación pastoril, [...] debido a la proximidad de las tierras de pan llevar,
fue en los macizos montañosos mucho más precoz que, por ejemplo, en los
Alpes [...] ¿Y cómo olvidar que las montañas de Auvergne plantean ai
historiador de las costumbres agrarias uno de los más curiosos y difíciles
problemas que éste encuentra en su camino? La apropiación individual
de los pastos, por su antigüedad, contrasta allí, en ese caso, tanto con gran
parte de los Pirineos como con los Alpes». Rña. de Ph. Arbos, L'Auver­
gne, 1932 (1933, p. 318). Sobre esa oposición entre los pastos colectivos
de los Alpes y las "montañas" privadas del Macizo Central, igualmente
1936, p. 259.
Mlle. Th, Sclafert, «Un aspect de la vie économique dans les hautes
vallées des Alpes du Sud: la surcharge pastorales, en Bull. de VAssocia-
tion des Géograpkes Frangais, 1939, aclara las relaciones entre los gana­
deros provenzales y las comunidades de la montaña. En los últimos siglos
de la edad media, la industria de los “nourriguiers" o empresarios de
ganadería provenzales ocupa un lugar importante en la historia del empleo
de capitales. «Se encuentra ahí más de un fenómeno [...] de tipo clara­
mente "capitalista": papel de los intermediarios (los pastos de verano de
la Ubaye eran alquilados por burgueses de Barcelonnette, que a su vez
los realquilaban, y a veces el ganadero, es decir, el verdadero usuario, no
era propiamente, en última instancia, más que el arrendatario de ese
subarrendatario) y recurso a las inversiones de los humildes (los artesa­
nos de Provenza "comprometían alegremente sus ahorros" en la compra
de algunas cabezas de ganado que se unían a los grandes rebaños que iban
a los veraneros.» Las comunidades de la montaña fueron, hasta mediados
del siglo xiv más o menos, vivamente hostiles a esos ganados ajenos atraí­
dos por sus señores, y luego, en el siglo xv, pasaron a ser muy favorables
a ellos, ante el provecho que sacaban. «Esas prácticas de transhumancia,
extremadamente antiguas —hay testimonio de ellas desde el siglo ix, y
sin duda no eran entonces nada nuevo— , protestan una vez más contra
la anticuada imagen de una economía rural totalmente "cerrada"» (1940,
pp. 164-165). Añádase A. Allix, «L’évolution rurale des Alpes», en An­
nales, 1933, pp. 141-149.
También Cerdeña «ofreció el espectáculo de “una vieja tierra de cam­
pos, huertos y pastos con la perpetua presencia de los conflictos del cam­
pesino y del pastor"». M. Le Lannou, Paires et paysans de la Sardaime,
1941 (III, 1943, p. 94).
C u l t iv o t e m p o r a l (p. 126)
Los dos sistemas de rotación descritos más adelante establecían una
«separación [...] claramente definida» «entre la tierra de labor, que nun­
ca volvía a quedar baldía más que por un tiempo muy corto y rigurosa­
mente limitado, por una parte, y los espacios definitivamente incultos,
por otra [... ] Por lo menos en tanto que la rotación, trienal o bienal, se­
guía practicándose regularmente. Tenemos buenas razones para pensar
que estaba lejos de serlo siempre. El inventario de las tierras de Saint-
Germain-des-Prés, redactado a principios del siglo ix, muestra que en los
dominios de los monjes la hoja de los cereales de invierno era constante­
mente más extensa que la de los de primavera. Esa desigualdad, inconce­
bible en un régimen estrictamente trienal, prueba que ciertos campos, una
vez cosechados los cereales que habían sido sembrados en otoño, dejaban
de cultivarse durante dos años. Hasta el siglo xm , en diversos pueblos de
íle-de-France y de Inglaterra, sea por deseo de dejar reposar la tierra
de vez en cuando, sea por falta de mano de obra, ciertas partes de las
tierras de labor, en ocasiones, se dejaban yermas durante varios años.
Dicho con otros términos, incluso en las tierras ganadas por regímenes
de rotación estables, el cultivo temporal tenía ofensivos retornos. Ocupaba
todavía, sin rivales, inmensas extensiones [...] No era, en suma, más
que una perpetua vuelta a la roturación [...] Todavía en el siglo xvm
había términos enteros de tierras, en las regiones pobres, que no conocían
otro modo de explotación, y sin duda durante la alta edad media su núme­
ro fue mucho más importante. En los demás lugares, en torno a un peque­
ño núcleo de campos explotados en un régimen de barbecho anual o
incluso —al acumular en ellos el abono— de modo totalmente continuado,
sin ninguna interrupción de las cosechas, la mayor parte de la tierra del
pueblo o de la aldea pasaba así, por oscilaciones irregulares, de la labranza
al estado natural» (VIII, 1945, p. 15),
Hay, pues, que «insistir en la distinción, capital en las épocas antiguas,
de dos zonas de ocupación, muy diferentes por su naturaleza: alrededor de
la casa, los campos permanentes; más lejos la extensión, mucho más impor­
tante, reservada para las roturaciones temporales» (1941, p. 185). Cultivo
temporal en los Alpes meridionales, según Mlle. Th. Sclafert (1934, pá­
gina 406). A finales del siglo xvm aún se practicaba ese sistema en regio­
nes pobres, de esquistos y granitos, del Macizo Central, Ségalas, Levézou
y Chátaigneraie, según A. Meynier (1932, p. 495). «En el Luxemburgo
belga, los términos de tierras de las Ardenas se dividían en "tierras de
campos”, también sometidas, por otra parte, a largos barbechos, y “tierra
de broza”, donde el artigamiento permitía crear, aquí o allí, algunos cam­
pos de labor, destinados a una muy corta existencia.» Según P. AIsteen
(1936, p. 403). «En cuanto a la oposición, clásica en Escocia, entre el
infiel y el out-field, no deja de recordar muy de cerca la de ios "llanos"
y las "laderas" del Bearn, o también la de las "tierras de campos" y las
"tierras de broza” de las Ardenas. Se trata, en todas partes, de la antítesis
entre una superficie cultivada más o menos permanentemente y las exten­
siones reservadas tanto para roturaciones temporales como para el pasto»
(1936, p. 275). La palabra “trien” designa generalmente en el departa­
mento del norte un terreno de cultivo temporal, análogo a las "tierras
frías" del centro (1932, p. 418).

128)
R o t a c io n e s (p.

El estudio de las rotaciones «revela, o bien la larga supervivencia de


tipos de civilización agraria muy antiguos y fielmente conservados, o bien,
por el contrario, una adaptación sorprendentemente dúctil a necesidades
físicas o económicas nuevas, y esas oscilaciones de tendencia, a veces, no
dejan de desconcertar ai historiador de las sociedades rurales». En el
origen, «un modo de cultivo muy primitivo que, aunque progresivamente
confinado, ordinariamente, a las partes del territorio más pobres y sobre
todo menos accesibles, ha continuado jugando hasta nuestros días, en
muchos países, un papel importante: se trata de esa alternancia de periodo
largo entre el campo y el yermo —es decir, el pasto— a la que los alema­
nes han dado el nombre de Feldgraswirtschaft y que yo mismo he pro­
puesto llamar: cultivo temporal [...]». En el otro extremo del desarrollo
aparece, no el cultivo continuado con abono intensivo, poco frecuente, sino
la rotación sin barbecho. Ese «gran perfeccionamiento agrícola» se produ­
jo antes de la "revolución" del siglo xvm y de la introducción de las
plantas forrajeras. Los trabajos de Th. Lefebvre y R. Dion han mostrado
que ya desde el siglo xvi en la vertiente septentrional de los Pirineos atlán­
ticos el barbecho fue sustituido por el maíz, y en el valle del Loira ange-
vino y turonense por las legumbres y luego el lino y el cáñamo; en ese
caso como consecuencia de las demandas de grandes centros de consumo,
residencias principescas e industria urbana, como en Flandes y alrededor
de ciertas ciudades alemanas. Lo mismo ocurrió en el Pustertal (Tirol)
hacia 1600. Pero la supresión del barbecho llevaba consigo la desaparición
de tierras de pasto y, antes de los forrajes llamados artificiales, no resul­
taba posible más que si había grandes pastos naturales, montañas o prados
ribereños.
Las dos grandes rotaciones estables con barbecho, la bienal y la trienal,
corresponden aproximadamente al mediodía y al norte, a pesar de que la
trienal penetrara en las regiones meridionales y de que la existencia de la
bienal esté atestiguada en el norte, en islotes “testimonio" de la época
en que no existía el ciclo trienal. No se sabe cuándo fue inventado. No
obstante, mi texto del siglo primero de nuestra era, omitido en La histo­
ria rural francesa, proporciona «un punto de referencia». «Plínio {Historia
natural, XVIII, 20) señala como un feliz hallazgo que, en vida suya,
los agricultores de la región de Tréveris, habiendo fallado la siembra de in­
vierno, imaginaron repetirla en el mes de marzo. Testimonio infinitamente
valioso.» Así pues en el siglo i de nuestra era, en una región que más tarde
sería de rotación trienal, el cereal de primavera no era más que un recurso
excepcional y no había alternancia regular de los dos tipos de cereales. Las
circunstancias obligaban a repetir la siembra en primavera o a no hacerla
más que en esa época, por ejemplo en caso de guerra o de trastornos, y así
lo sabemos respecto a Italia por Columelle. Pero para que «el remedio
imaginado en momentos difíciles» se convirtiera en un «método de culti­
vo», era preciso un régimen de lluvias más favorable que el de las regio­
nes mediterráneas. La rotación trienal seria, pues, más reciente: «Es muy
posible que el triple abigarramiento de los cereales de invierno, los
de primavera y los “barbechos", característica secular de tantas de nues­
tras tierras, fuera hacia el final del imperio romano un espectáculo aún
totalmente nuevo» (1934, pp, 477-480).
En la alta edad medía, «entre los modos de rotación regulares, el más
ampliamente extendido era el bienal [...] Un grupo de hombres llevado
a practicarlo no podía bastarse a sí mismo más que con la condición de
poseer una extensión de tierra de labranza igual o doble de la que le pro­
porcionaba su consumo anual. Era la rotación clásica de la zona medite­
rránea. Pero muy lejos, hacia el norte, en el corazón de la Galia, en Gran
Bretaña y quizás en Germanin, regía en tierras que los testimonios de
fecha posterior nos inclinan a suponer muy extensas». Con la rotación
trienal «sólo la tercera parte de la tierra explotada tenía que quedar obli­
gadamente cada año sin cosechar, ¿Dónde y cuándo había aparecido por
primera vez esa ingeniosa práctica? Los documentos no permiten dar muy
precisa respuesta. Aunque la curiosidad de los agrónomos romanos, o al
menos de algunos de ellos, como Plinio, se extendiera en ocasiones a las
técnicas ajenas a la agricultura mediterránea, ninguno de los que hemos
conservado las obras se refiere a la rotación trienal. Sin duda en su tiem­
po no estaba más que escasamente extendida. Difícilmente puede imagi­
narse más que en un clima cuyos veranos, lentos en llegar y cortados por
aguaceros, favorecieran más que las ardientes sequías del Mediterráneo
las siembras de primavera: piénsese en algún lugar de esas luminosas lla­
nuras de la Europa central donde se encuentra atestiguado, de hecho, por
primera vez. En realidad, los más antiguos testimonios seguros que men­
cionan las tres hojas se refieren a la Galia del norte del Loira. Datan del
siglo ix, lo que, a decir verdad, puede deberse a un simple azar de trans­
misión documental, al ser ese período mucho más rico que los que lo
habían precedido en textos referentes a la explotación rural. Poco a poco
el uso de la triple alternancia se extendió como mancha de aceite Pero
esa conquista tuvo sus límites. En la propia zona en que el régimen trie­
nal había tenido sus más antiguos hogares, hubo ciertos islotes que, hasta
las grandes transformaciones que en los siglos xvm y xix cambiaron to­
das las antiguas rotaciones, permanecieron fieles, bien al ritmo bienal,
bien a procedimientos sin periodicidad fija. Las regiones de marcada civi­
lización mediterránea, como Italia o la Francia meridional, no abandona­
ron nunca su régimen de cultivo tradicional de doble alternancia» {VIII,
1945, pp. 14-15).
Entre los «acentuados contrastes regionales» que presentan nuestros
campos abiertos del norte, uno de ellos «se deja en la sombra con dema­
siada facilidad. Aunque, en suma, la rotación trienal no se impusiera más
que lentamente e incluso no llegara nunca a hacer desaparecer ciertos
islotes consagrados al ritmo de dos tiempos, no cabe duda de que, ya
al final de la edad media, tenía conquistada la mayor parte de los campos
abiertos del norte [...] Pero mientras que en ciertas provincias, como
Lorena o Borgoña, dio lugar a la división de los términos de tierras en
tres hojas, si no forzosamente de un solo tenedor, sí compuestas todo lo
más cada una de ellas por dos o tres grandes partes, en otras regiones,
en cambio, como la Beauce, nada indica que en ningún momento se su­
perpusiera una división de ese tipo a los haces de parcelas paralelas, ele­
mento de base, como es sabido, de toda tierra de campos alargados. En
ese tipo de tierras, por numerosos que fueran esos " cuarteles", caracteri­
zados por la orientación uniforme de los surcos, cada uno formaba, aparte,
una unidad de cultivo. Más exactamente, he aquí lo que vemos en la
época, relativamente próxima a nosotros, en que el funcionamiento de las
obligaciones colectivas aparece en toda su precisión. La disposición que,
para abreviar, llamaré de la Beauce, ¿era primitiva, o resultaba, por eí
contrario, de un fraccionamiento secundario de las hojas? La cuestión,
por el momento, permanece sin respuesta, En todo caso, es seguro que
esa antítesis, sea antigua o reciente, cuando estemos en situación de inter­
pretarla, no puede dejar de arrojar nueva luz sobre la evolución de las
tierras». «Por lo menos en Borgoña la división de la tierra en grandes
hazas no era, por otra parte, absolutamente general, y a veces no se deci­
dió hasta el siglo xvm. Véase P. De Saint-Jacob, «L’assolement en Bourgo-
gne au xvm e siécle», en jEludes Rhodaniennes> XI, 1935, p. 211, [...]
observaciones muy precisas y muy instructivas. Se advertirá, en particular,
el uso de la rotación sin barbecho, practicada por ciertos pueblos de las ori­
llas del Saóne, que parece que fue ligada a dos condiciones: fertilidad del
suelo, claro está, pero también pastos comunales abundantes, que permi­
tían prescindir de la abertura de heredades. La presencia de islotes de
ritmo bienal queda bien clara. Lo más curioso es que en 1769 se ve cómo
la comunidad de Saint-Seine-en-Báche decide abandonar el trienal para
adoptar el bienal (a excepción de algunos pequeños rincones destinados
a los “granos menudos") [...] Ütiles datos también sobre el cultivo del
maíz y el problema de los diezmos» (1936, pp. 259-260). Coexistencia en
Champagne, en la Revolución, de las rotaciones trienal y bienal, G. Le­
febvre, Quesíions agraires au temps de la Terreur, 1932, p. 145 (1932,
p. 519). La introducción por decreto de un cultivo por "hojas" se observa
bastante a menudo en el ducado de Lorena y los Estados vecinos, como
el principado de Nassau-Sarrebrück (1935, p. 427).
En el folleto de F. G, Emmison, Types of open-field parishes in the
Midlands, Londres, 1937, «en lo que respecta, más especialmente, a la
estructura de las tierras de cultivo parceladas, el resultado más digno de
atención se refiere a k topografía de la rotación. El sistema comportaba
más variedades de las que a veces se ha creído, y sería grave el error de
imaginar que todo pueblo con rotación trienal regular tuviera por ello
mismo que tener repartidas sus tierras de labor, necesariamente, en tres
sectores solamente. En el Bedfordshire no era nada raro encontrar hasta
doce “fields” distintos, y a veces muchos más. Se agrupaban, naturalmen­
te, en tres hazas de cultivo. Pero cada una de éstas, caracterizada cada año
por la misma utilización de los campos, en la alternancia de los cereales
de invierno, los cereales de primavera y el barbecho, se presentaba, sobre
el terreno, fragmentada en varias subdivisiones, no forzosamente conti­
guas. En el extremo de esa fragmentación, tendríamos, como en la Beau-
ce, la rotación por cuarteles» (1941, pp. 120-121).
D. Faucher ha mostrado la necesidad de la rotación bienal en el me­
diodía. «En el norte, en cambio, ocurría que el clima llevaba al ritmo
trienal. Helmer Smeds muestra muy bien cómo en Finlandia, donde la
cebada —sembrada en la primavera— había sido hasta el siglo xvr casi el
único cereal cultivado, la introducción del centeno —sembrado en el oto­
ño— obligó al establecimiento de un año regular de barbecho. La cosecha
se hacía demasiado tarde para que, después de ella, hubiera aún tiempo
para preparar la tierra para la siembra de otoño y para sembrarla (Ma-
laxbygden, 1935, p. 246)» (1936, p. 269). «Sobre el gran problema que
plantea la introducción de la rotación trienal en Europa, proporciona un
punto de comparación interesante J. Berque, Études d*histoire rurale
maghrébine, Fez, Tánger, 1938, p. 20. En el Rharb, en Marruecos, la hoja
de los cultivos de primavera no está más que parcialmente cultivada: es
exactamente el estadio atestiguado, en la Galia, por el políptico de Irmi-
non» (1941, p. 121).
R e g ím e n e s a g r a r io s (p . 134)
Respecto a las prácticas agrarias se plantea una cuestión capital: la del
origen y la fecha de aparición o de introducción. Se impone ser pruden­
tes: «En cuanto un régimen agrario nos da impresión de primitivismo,
tendemos a creerlo prodigiosamente antiguo. El ejemplo de nuestros boca-
ges franceses parece mostrar que a menudo es un error» (III, 1943, p. 97),
Refiriéndose a la rotación trienal, que parece que era desconocida en el
siglo i de nuestra era, Marc Bloch observa: «Nos complacemos con gusto
en hacer remontar a la edad de piedra la responsabilidad de nuestros
campos y de nuestras tierras de cultivo. El hombre neolítico, si se me per­
mite decirlo, tiene mucha correa. Y es muy cierto, con toda seguridad, que
la agricultura es en nuestro suelo cosa singularmente antigua y venerable.
No estoy seguro, en cambio, de que no se exagere a veces la antigüedad
de ciertas prácticas, entre las más decisivas. Los setos de la cuenca de
Londres que las enclosures hicieron levantarse no son en absoluto obra
de los celtas, por mucho que se haya escrito todavía muy recientemente.
Si el valle del Loira despliega aún hoy en casi toda su extensión tierras
de labranza sin cercados es, como mostró Dion, por efecto de transfor­
maciones que no son anteriores al final de la edad media» (1934, pp. 477-
480). No obstante, la fragmentación parece muy antigua (infra, p, 418):
el armazón de franjas estrechas y alargadas que recortan la tierra en los
campos del norte se remonta a lejanos orígenes. «Los roturadores de la
edad de los dólmenes tuvieron probablemente más parte en ello que los
legistas del Primer Imperio», con sus disposiciones sobre el reparto obli­
gatorio de las heredades (Métier d’historien, p, 11).
«Los fenómenos que afectan a la estructura profunda de los grupos
humanos tienen «—al igual que los hechos de lenguaje—• sus áreas pro­
pias, con fronteras o, por decir mejor, fajas limítrofes que distan mucho
de coincidir, ordinariamente, con los límites de los Estados o incluso de
las naciones» (1925, p, 409). A propósito de las hipótesis de Roger Dion
sobre la oposición de los dos grandes regímenes agrarios: «Los diversos
caracteres de sus dos sistemas no siempre tienen [...] fronteras exacta­
mente concordantes. Que las diferentes isoglosas no se superpongan no
impide para nada que haya dialectos. Tampoco —atreviéndome a acuñar
ese barbarismo— la falta de coincidencia entre las "iso-agras" impide que
haya regímenes agrarios. Con una condición, no obstante: que la discor­
dancia de los límites no sea demasiado importante» (1934, p. 487).
Hipótesis de Roger Dion
R. Dion describe en Le Val de Loire..., 1934, «dos grandes episodios
de la evolución humana, por otra parte estrechamente ligados el
acondicionamiento físico del Valle por la mano del hombre y su adapta­
ción a las diversas y sucesivas formas de explotación agrícola [...] Ha­
biéndole parecido que la historia de la ocupación de la tierra en el Valle
estaba estrechamente sometida a influencias procedentes de las regiones
circundantes, y que el Valle mismo era zona de contacto y de lucha entre
dos grandes tipos de civilización agraria que con mucho lo desbordaban,
se ha visto llevado así, por momentos, a extender su horizonte mucho
más allá del campo que en principio se había fijado [...]». Dion ofrece
«un sistema de interpretación, basado en la antítesis de dos grandes regí­
menes agrarios». Distingue, alrededor del Valle del Loira, «el antagonis­
mo de dos antiguos métodos de ocupación y de explotación [..,] Al norte,
pues, el "gran cultivo": parcelas alargadas y agrupadas regularmente, sin
cercados, bosques relegados por las roturaciones a los límites de las tie­
rras de cultivo, fuertes obligaciones colectivas sobre las labores, ara­
dos tirados por caballos, hábitat concentrado, casas con patios cerrados y
preponderancia del arrendamiento. Al sur, el "pequeño cultivo": [...]
gran empleo [...] del cultivo temporal, campos irregulares y a menudo
cercados, extensos baldíos bosques degradados y despedazados, [...]
arados de ruedas o arados simples tirados por bueyes, hábitat por aldeas
o casas aisladas, [...] aparcería». Esos dos regímenes luchan a lo largo
de «una zona fronteriza que atraviesa la cuenca parisiense del noroeste al
sudeste, desde el estuario del Sena hasta Morvan». Dion piensa que la
zona de Entre-Seine-et-Loire perteneció primero al tipo agrario del sur.
Llegado de las llanuras limosas de Picardía y del este, el "gran cultivo”
conquistó, más allá del Sena, las mesetas calizas, porque en ellas armo­
nizaba con las condiciones del suelo y del relieve. Las comarcas arcillo-
silicosas (Perche, Puisaye) resistieron, y son "testimonio" de un pasado
abolido a su alrededor. Incluso hacia el sur del Valle ha avanzado el régi­
men del norte.
Marc Bloch subraya la gran importancia de «esa construcción de pode­
roso interés». No obstante, pone objeciones y entrevé una «fuerte sepa­
ración» de las «isoagras» en dos puntos. Dion estima que casi siempre los
campos irregulares van ligados al hábitat disperso. Ello es frecuente, dice
Marc Bloch, puesto que «los campos irregulares son resultado de una
ocupación "individual"». Pero la Champagne del Poitou, Provenza y el
Languedoc son «regiones de grandes pueblos y tierras parceladas en forma
de puzzle». El otro problema es el de las «relaciones entre los campos
irregulares y los cercados». Marc Bloch admite que las «parcelas cercadas
desde antiguo son siempre parcelas irregulares», pues unas franjas de
tierra estrechas y alargadas no podían rodearse de setos fácilmente. Para
Dion, en las tierras de campos irregulares el cercamiento habría estado
permitido siempre y se habría llevado a la práctica, aunque más a menudo
en otro tiempo que desde los siglos xvm o xix. Cita hechos precisos de
desaparición de setos en el Valle y en el oeste. No obstante, en muchas
regiones de campos irregulares no hay huella alguna de seto o de muro,
y, en Provenza, antes del siglo xvi, las "obligaciones colectivas" eran
fuertes. «Las regiones de cercados son, creo yo, uniformemente, regiones
de suelo antes muy pobre, sobre todo antes de introducirse el abonado
con cal [...] El cultivo temporal jugó en ellos durante mucho tiempo un
papel casi preponderante. Los pastos eran muy extensos, lo que, mediante
cercados, permitía sustraer al apacentamiento colectivo los escasos cam­
pos permanentes de alrededor de las aglomeraciones, ordinariamente muy
pequeñas. Además tampoco es seguro que los setos fueran siempre muy
antiguos.» No hay «antinomia entre las obligaciones colectivas y los cam­
pos irregulares» (1934, pp. 472-473, 485-488).
El estudio de esa «zona de contactos agrarios» había llevado así a
R. Dion a «presentar, sobre las grandes antítesis del paisaje rural francés,
visiones muy dignas de meditación». Desarrolló él esa hipótesis de la opo­
sición en Francia de dos grandes regímenes agrarios en su Essat sur la
formation du paysage rural jranqais, Tours, 1934, 162 pp., 21 figs., obra
«notable», «a la que, como a su antecesora, una rara agudeza de inteli­
gencia, servida por una lengua muy segura y muy ágil, le da un verdadero
poder de seducción». Ese libro, «ante todo de orientación y de sugestión»,
particularmente bien informado sobre los campos del norte, «merece tan
a menudo el asentimiento». Marc Bloch lo reseñó (1936, pp. 256-272)
confrontándolo con otros trabajos de marco más restringido e insistiendo
sobre algunos puntos discutibles (ver igualmente supra} pp. 103-104: bos­
ques y regímenes agrarios; p, 170: rotaciones; infra, pp. 197-199: setos y
cercados; pp. 452-453: organización comunitaria; p. 461: aldeas). Sobre el
régimen agrario de los " campos abiertos del norte", Dion enriqueció la
imagen ya varías veces trazada. «En particular, aclaró con vigor poco fre­
cuente las repercusiones del sistema sobre el destino de los bosques.» Ese
régimen no fue el único, dice Marc Bloch, en conocer el «sentido del es­
fuerzo colectivo», pues también las poblaciones de las tierras con cercados
de seto vivo lo tuvieron.
La idea fundamental de R. Dion es la «antítesis entre dos tipos de
hábitos agrarios o de mentalidades colectivas» (p. 259). «Para Dion, nada
más claro. Dos grandes "economías rurales", solamente, a su entender, se
reparten Francia. Las denomina, respectivamente, "del norte" [la del régi­
men de campos abiertos y alargados] [...] y "del sur", aunque esta últi­
ma [...] englobe la región parisiense tanto del lado del oeste, hacia Ar-
mórica y el Perche, como hacia el mediodía, desde las llanuras del Berry
y los cercados de la Creuse. Pero ¿es realmente cierto que, de la Bretaña
cercada a los campos del Poitou, del bocage de la Vendée a las parcelas
recortadas entre los “herms” y las “roches” de Provenza, las prácticas
agrarias y las costumbres sociales presentan semejanzas lo bastante nume­
rosas y fundamentales como para autorizar a hablar de una "civilización
agrícola” única? Yo he tenido ya ocasión de decirlo: no lo creo así.
Y considero que esa imagen, demasiado simple, conviene sustituirla por
la de dos regímenes agrarios francamente diferenciados: campos abiertos
e irregulares, por una parte, y cercados, por otra; y opuesto a ellos, claro
está, como tercer elemento (no ya segundo) del paisaje rural francés, el
open-field de campos alargados [...]» Marc Bloch subraya que la pre­
sencia de árboles en los campos o a lo largo de los caminos, al sur del
Loira, no impide que los campos del Berry o de la Límagne sean "cam­
pos abiertos”. «Para que haya, en sentido propio, cercado, es preciso que
la parcela [...] esté cerrada por todos lados, como en Bretaña o en el
Lemosín» y escape «a toda obligación colectiva de pasto y de rotación».
«La oposición visual, claro está, no hace más que expresar la de tipos
sociales, y casi nos atreveríamos a decir jurídicos, profundamente diferen­
tes. Tanto al "sur” como al norte, allí donde, en el siglo xvm, faltaban
los cercados, no era el simple hábito el único responsable de su ausencia.
Casi siempre estaban prohibidos, bien por la costumbre escrita, bien, al
menos, poruña tradición de grupo, capaz de las más eficaces presiones [...]
Dion se vio llevado a valorar demasiado poco, en los campos abiertos del
sur del Loira, la fuerza de las obligaciones colectivas. Éstas, desde luego,
ofrecieron allí una resistencia sensiblemente menos viva que en las regiones
de campos alargados, porque no parecían impuestas por la propia forma
de la superficie cultivada, en el mismo grado que en las tierras de parce­
las desmesuradamente estrechas; quizá también fue porque el espíritu
comunitario, como desde el principio lo indicó la estructura de las tierras
cultivadas, no estaba orientado hacia una explotación tan disciplinada.
Esas obligaciones, no obstante, no dejaban de atar bastante corto la inicia­
tiva individual [...] ¿Quiere eso decir, no obstante, que entre las regio­
nes cercadas y las de campos abiertos pero irregulares no pueda desta­
carse ninguna similitud? El hábitat queda descartado», pues es disperso
en los bocages y muy concentrado en Provenza y el bajo Languedoc. Ha­
bría un «gusto parejo por los cultivos arbóreos». Marc Bloch encuentra
que se trata de hechos demasiado diversos y a veces recientes, como los
manzanos en el oeste. ¿Rotación bienal? "Meridional”, sí, pero los «lími­
tes de ese ritmo de cultivos no coinciden con los de las formas de las
tierras de cultivo. Queda, no obstante, un rasgo común, indiscutible y a
la vez extremadamente importante: la distribución parcelaria. En ambas
partes, se armen o no las tierras de labor con barreras, atestigua, con sus
caprichos, una ocupación sin plan de conjunto firmemente trazado, y en
ese sentido una oposición decisiva con la “civilización agrícola" de los
campos alargados. ¿Es legítimo, no obstante, a partir de un parecido en
cierto modo puramente negativo, concluir en la unidad? Puede haber mu­
chos modos de no obedecer a una regla y muchas razones para no verse
sometido, en la conformación de unas tierras de cultivo, a la acción de
directrices sociales. Sin querer prejuzgar en nada sobre el futuro de las
investigaciones, será prudente, creo, por el momento, enfocar separada­
mente, donde Dion no ve más que uno, dos grupos de costumbres y de
prácticas; diferenciar los dos regímenes agrarios quiere decir en con­
creto esto, que es muy preciso: para empezar, no postular en su origen
condiciones históricas comunes, y luego, quizá por encima de todo, recor­
dar que a ojos de la investigación tienen cada uno sus propios problemas»
(1936, pp. 256-269).
En sus «Apergus généraux sur le paysage rural de la France», en Bull.
de la Société Belge d'Études Géographiques, 1936, R, Dion se esfuerza
sin «cesar por superar, por ampliar sus resultados anteriores. Sin abando­
nar las hipótesis que no hace mucho había defendido con tanta fuerza, nos
invita esta vez a preguntarnos si las invasiones bárbaras no debieran con­
siderarse responsables de la extensión por la Francia septentrional del
hábitat concentrado y de las tierras de open-field, con fuertes obligaciones
colectivas». No habría habido «introducción brutal de las prácticas germá­
nicas», sino «imitación». «La verdadera influencia habría procedido de la
necesidad de seguridad. De ahí la tendencia a la agrupación y la consti­
tución de comunidades muy centradas bajo la autoridad del jefe.» Marc
Bloch no cree que se imponga esa hipótesis, «habida cuenta de las apor­
taciones, por lo demás todavía insuficientes, de la historia comparada».
Subraya las «altas miras» de esas consideraciones, pero, dice, «se oponen
nuestras concepciones sobre la clasificación de los regímenes agrarios [...]
Ahora que, sobre lo esencial del método, hay, entre M. Dion y yo, un
pleno acuerdo» (1941, p. 124). El capítulo «Les principaux types de pay­
sage rural», de R. Dion, en La campague, obra colectiva, 1939, reproduce
iguales hipótesis y clasificaciones; «el acento puesto esta vez, con mucha
fuerza, en el contraste entre las regiones de cercados de seto vivo y los
campos abiertos del tipo de los del Berry o el Languedoc hace justicia,
felizmente, a un aspecto importante de la realidad» (1940, p. 165).
Marc Bloch no hizo reseña de G. Roupnel, Histoire de la campagne
franqaise, 1932 (L. Febvre, «Une physiologie de la campagne fran?aise»,
1934, pp. 76-81; 1941, p. 180); ponía muchos reparos a esa obra, por lo
demás viva y entusiasta. Le régime rural de Vancienne France, de G. Lize-
rand, 1942, es una «rápida visión de las investigaciones en curso», con
buenas «observaciones personales sobre las tierras del Sénonais» (III,
1943, p. 108).
R e g ím e n e s a g r a r io s : n o r t e y s u r (p . 1 3 4 )

«Se entiende, por otra parte, que esos nombres de "septentrional'' y de


"meridional" no pueden aplicarse más que a Francia, y —a la espera de
sustituirlos definitivamente por expresiones menos aproximad vas— con­
viene ponerse en guardia contra las engañosas imágenes étnicas o climá­
ticas que corren el riesgo de sugerir.» André Latron, que estudió esos pro­
blemas en Siria (Rña., 1934, p. 225X y luego en Marruecos, escribía a
Marc Bloch: «Lamento que, para distinguir los dos grandes sistemas agra­
rios, se empleen las expresiones “norte" y "mediodía"; encuentro en
África del norte, en algunas regiones bereberes, tras haber constatado
en Siria el mismo fenómeno, parcelaciones organizadas y campos con for­
ma de franjas de tierra semejantes en todo a los pueblos llamados ger­
mánicos o eslavos». Según Latron, quien estudió la propiedad rural en
Marruecos con ayuda de la fotografía aérea, «el Rif sería individualista y
las tierras del extremo sur estarían profundamente organizadas». Natural­
mente, esa organización obedece a veces a necesidades prácticas muy dife­
rentes de las de nuestros parajes. Contribuye especialmente a determinar la
forma de las parcelas la irrigación, como puede verse en la fotografía de
las tierras de cultivo, muy irregulares a su modo, pero de campos rectan­
gulares, del Ksar de Anfergane (1936, p. 270).
Marc Bloch pide precisiones, pues el “mediodía" no es más que una
«noción comodín» (1940, p. 165). Por otra parte, esas regiones, «el cen­
tro, el sudoeste, el mediodía mediterráneo, [...] han sido siempre los
parientes pobres de nuestros estudios» (1936, pp. 256-257). Igualmente,
1936, p. 488. En particular, señala en 1934 «la pobreza de nuestros co­
nocimientos sobre el sudoeste de Francia» (1934, pp. 469-470). En 1941,
a propósito del mediodía aquítano, dice: «En nuestro país pocos lugares
hay que hayan sido menos tratados por los historiadores de nuestra anti­
gua sociedad. ¿Qué sabemos del señorío de Toulouse o de Gascuña, y de
las particulares formas que tomaron allí las instituciones feudales?, ¿qué,
también, de las condiciones de población por las que, según todas las
apariencias, se explica el papel verdaderamente excepcional jugado, en
torno al Garona, por las fundaciones urbanas o semiurbanas de la edad
media?» (1941, p. 109). No obstante, desde 1934 hubo trabajos de geo­
grafía humana que contribuyeron a rellenar esa laguna, y Marc Bloch dio
cuenta de ellos (los de Th. Lefebvre, P. Deffontaines, D. Faucher y su
Revue Géographique des Pyrénées).
«Habría por otra parte un gran peligro en olvidar una cosa: ese pro­
blema del norte y del mediodía —un mediodía, se entiende, cuyos límites
desbordan con mucho los del paisaje mediterráneo— , lo que lo plantea,
con profundos rasgos, no es sólo la geografía agraria de Francia, presente
o antigua, es la geografía social toda entera.» En Vhabitation paysanne en
Bresse; Étude d’eíhnographie, de G. Jeanton, «Étude linguistique» de
A. Duraffour, Tournus, 1935, libro en que «hormiguean» «indicaciones
valiosas», se ve que «en todo momento la región [...] fue, por excelencia,
una marca. Tres fronteras, nos dice Jeanton, recorren las tierras de Bresse,
separando las tres hechos del norte y hechos del mediodía: deí derecho
consuetudinario y el derecho escrito, del francés y el provenzal —más
exactamente, el francoprovenzal—, y de las tejas planas y las tejas acana­
ladas; por lo menos hoy, no se superponen. Es probable que anteriormente
coincidieran aproximadamente, pues parece que el francoprovenzal y las
tejas acanaladas, poco a poco, realmente retrocedieron hacia el sur [...]
He dicho tres fronteras. ¿Es eso todo? ¿No se extiende también el con­
traste, en otros términos, por ambos lados de esa línea de separación, a la
forma de las parcelas?». Jeanton no habla de ello. «Hay que desear viva­
mente [... ] que [... ] se multipliquen las investigaciones sobre esas zonas
de contacto, con la preocupación por no dejar escapar ninguno de los
fenómenos que pueden traducir el choque de dos impulsos contrarios.
Cuando eso se haya hecho y los resultados estén debidamente señalados
en mapas, quizá nos encontremos aún ante un gran misterio, pero por lo
menos lo delimitaremos más claramente y entenderemos mejor que no
puede ser disipado, si es que puede serlo, más que con el trabajo en común
de muchas disciplinas» (1936, pp. 270-271).
G. Jeanton había empezado a trabajar, bajo los auspicios de la As-
sociation Bourguignonne des Sociétés Savantes (Section d’Histoire du
Droit), en un estudio sobre ios límites de las influencias septentrionales
y meridionales en Francia. Primeros resultados, publicados en Dijon
en 1936, con ese título de Enqüéte, etc. Está la dualidad lingüística, de
francés y provenzal, pero están también las del derecho, los usos agra­
rios y ciertas formas de construcción. Es importante determinar si las
líneas de demarcación coinciden, «en qué medida, por ejemplo, el lími­
te del derecho escrito se superpone o deja de superponerse al de la len­
gua de oc o de los tejados de teja redonda». El estudio se refiere a cua­
tro límites, y entre ellos está el del “sistema agrario meridional". La
imagen habrá de ser matizada, acercada a la vida: es imprudente «plan­
tear, con valor absoluto, la ecuación meridional-romano —acordémonos
de los errores de Meitzen— y, desde luego, no habrá que caer en con­
fundir meridional y mediterráneo [...] Lo que es posible, en cambio,
es que dentro del " mediodía" se separe poco a poco una zona más espe­
cialmente mediterránea. He indicado en otro lugar por q^£'íazones yo
no creo en la unidad de un régimen a la vez meridional y denlas .reglones
de cercados de seto vivo [...] {Cuántos interrogantes!, ;cuántas oscuri­
dades! [.,.] Gracias a Jeanton van a reunirse los datos, trayendo con­
sigo a su vez nuevos problemas [...]» (1936, pp. 574-576). Segundo
informe de G. Jeanton sobre ese estudio en los Annales de Bourgogne,
1937 (1939, pp. 446-447). A. Brun, «Linguistique et peuplement: essai
sur la limite entre les parlers d’oil et les parlers d’oc», en Revue de Lin­
guistique Romane, 1936, sostiene que las dos áreas lingüísticas diferen­
tes tienen su origen en la población gala, que dejó pervivir en el sur
poblaciones precélticas. «Una innata prudencia de historiador me ha
inspirado algunas vacilaciones. La antigua civilización agraria de Fran­
cia no me parece tan claramente dividida en dos [...] La influencia de
los grupos germanos, al norte, no me parece tan despreciable [...}»
(1939, p. 447).
Las provincias del centro son «tan curiosas» (1936, p. 319). A. Per-
piílou, Le Limoüún: étude de géograph'te physique régionale, Chartres,
1940, en sus dos últimos capítulos, intenta una definición «de las diver­
sas unidades regionales entre las que se divide el Lemosín» y «del pro­
pio Lemosín, en el marco de las regiones francesas»; «constantemente
entran en juego los lazos propiamente humanos». A propósito de la
«noción» de Lemosín, Marc Bloch recuerda el «rasgo más acusado, qui­
zá, del pasado lemosín», «el que mejor explica la imposibilidad en que
siempre se encontró esa sociedad regional para dotarse de unos contor­
nos más o menos estables». Desde luego, el Lemosín presentaba una
«civilización agraria» de «rasgos perfectamente claros» y «pronto, tam­
bién, la práctica de una emigración curiosamente especializada», la de
los albañiles, «¿Dónde hacer terminar, no obstante, esa región lemosina,
si se quieren tener en cuenta, quiero decir, los lazos humanos verdadera­
mente vivos y claramente sentidos? [...] Esas altas tierras no limitadas
—salvo hacia el este— casi por ninguna barrera han sido objeto de un
secular conflicto de influencia.» Las «luchas dinásticas [...] no eran [...]
más que episodios y síntomas de un conflicto mucho más amplio, que
se extendía a todas las formas de la civilización. Por el lado del norte,
traspasando [...] la larga franja casi despoblada de la Sologne y de la
Brenne se vio infiltrarse poco a poco a las corrientes económicas,
culturales y políticas procedentes de las regiones del Loira y del Sena.
Es esa [...] la historia de las conquistas del francés [...] Es también la
historia [...] de la fragmentación de Aquitania [...] Hacía el oeste, a
lo largo de las pendientes que suavemente descienden hacia las llanu­
ras oceánicas, se hacía sentir el atractivo de los ricos campos, de los
grandes mercados y de los poderosos señoríos del Poitou. Hacia el sur
chocaba con el de los hogares de civilización y de poder propiamente
aquitaños, cuyas mercancías se intercambiaban tradicionalmente con ios
productos de la tierra alta, cuyos dialectos tanto se parecían a las hablas
del Lemosín». No puede esbozarse la historia de la «noción» de Lemosín
y de Marche sin un estudio de las «vicisitudes de esas oleadas de influen­
cias» en las dos regiones (II, 1942, pp. 77, 80-81).

C o n f ig u r a c ió n p a r c e l a r ia , f o r m a d e lo s c a m po s
Y LAS TIERRAS DE LABOR (p p . 149-156)

Así, los regímenes rurales se traducen de modo muy concreto sobre


el terreno por la configuración parcelaría y la forma de los campos. Es
llamativo el contraste en la «zona de contactos». Después de R. Dion, la
Géographie des pays de la Loire, ed. Brauley, 1937, mostró la «estruc­
tura "en puzzle" de las tierras de cultivo deí Berry, tan sorprendente­
mente diferentes de las que, al norte del cercano Loira, despliegan sus
campos alargados y regularmente dispuestos» (1938, p. 518). Es para
determinar la configuración parcelaria y la forma de los campos, y, en
la medida de lo posible, para explicarlas, para lo que se emplea el «aná­
lisis de las parcelaciones de tierras de cultivo» (1936, p, 256) o de las
«formas de las parcelaciones de tierras de cultivo» (II, 1942, p. 78).
«La disposición de los campos es el libro en que las sociedades rurales
han escrito, línea tras línea, las vicisitudes de su pasado. Desgraciada­
mente, ese gran palimpsesto de las tierras de cultivo parceladas no hay
aún paleografía que lo descifre», escribía Marc Bloch en 1934, p. 483.
No obstante observaba que desde 1931 habían aparecido «buenos tra­
bajos» y, con ese motivo, se vio llevado a modificar ya ciertos puntos de
vista de la Historia rural, aunque continuara apartando, en ese esfuerzo
de explicación, las explicaciones que recurrían «al temible sentido co­
mún»: así, los campesinos, ni siempre ni en todas partes, alargaron todo
lo posible las parcelas cultivadas, por razones prácticas (1934, p. 485).
«Yo había creído poder distinguir, entre las tierras de labor sin cerca­
dos, dos tipos claramente diferenciados. Por un lado, hay parcelas estre­
chas y alargadas que se agrupan regularmente en "cuarteles", constitui­
dos cada uno por un haz de franjas paralelas. Por otro hay campos de
formas variables, pero sin diferencias muy marcadas entre sus dimen­
siones, que se imbrican unos con otros, formando un gran mosaico desor­
denado.» Para explicar ese contraste, «yo intenté referirlo a la oposi­
ción de dos instrumentos. Los campos "irregulares" corresponderían al
empleo del arado simple; los campos alargados habrían tenido su origen
en el arado de ruedas que, más difícil de girar, invita al alargamiento de
los surcos [...] Con toda evidencia, los campos alargados suponen, en el
origen de su trazado, un plan colectivo, y, en el curso de la vida rural,
una gran fuerza de las prácticas comunitarias. Yo admitía, pues, que la
propia adopción del arado de ruedas no había resultado posible, donde
había tenido lugar, más que por la existencia de grupos rurales anima­
dos por un vivísimo espíritu de solidaridad». Pues bien, esa «hipótesis
de trabajo [...] hoy me parece que debe abandonarse».
Efectivamente, Th. Lefebvre (Les modes de vie dans les Pyrénées
atlantiques orientales) mostró que en los pueblos pirenaicos, donde re­
cientemente no se encontraba más que el arado simple, las tierras de
cultivo presentan «parcelas alargadas y [...] sistemáticamente agrupa­
das», lindando con «sectores formados por campos irregulares, en forma
de puzzle». Roger Dion señaló igualmente la coexistencia de los dos tipos
en el Valle del Loira. Esa «mezcla de formas [...] es un duro golpe a la
tesis» citada. Igualmente en Polonia se observan parcelas alargadas de
tiempos del antiguo radio eslavo, anterior al arado de eje delantero con
ruedas- Suecia, sobre todo, presenta "tierras de campos alargados",
cuando en cambio el verdadero arado de ruedas es allí desconocido.
Si bien el arado de ruedas va ligado a los campos alargados, que como
él dependen de una institución comunitaria muy fuerte, éstos no van
ligados al arado de ruedas e igualmente se adaptan al arado simple. Así
pues, la «causa primera de la diferenciación entre las dos categorías de
trazados de las tierras de cultivo debe buscarse en otra cosa, no en el
contraste de ios dos instrumentos de labor. ¿Qué explicación puede en­
tonces darse de ellas? Hay que advertir que en las tierras del País Vasco
las dos formas de parcelas no se reparten al azar: los campos alargados
están en el fondo de los valles y las terrazas de aluvión y son objeto de
un cultivo permanente; los campos irregulares están en las pendientes,
donde se conquistaron a la maleza algunas tierras de labor, durante mu­
cho tiempo temporales. Las "condiciones del terreno" no jugaron más
que en la medida en que determinaron la marcha de la ocupación». La
roturación inicial, dice Lefebvre, fue colectiva en los llanos e individual
en las laderas. Dion observa igualmente que en regiones de campos
alargados la operación de la roturación tuvo un «carácter concertado,
disciplinado». Da su explicación basándose en la antítesis de dos grandes
regímenes agrarios situados a una y otra parte de una zona fronteriza
que atravesaba la región parisiense de noroeste a sudeste, desde el estua­
rio del Sena hasta Morvan: al norte, gran cultivo, parcelas alargadas y
agrupadas regularmente y hábitat concentrado; al sur, pequeño cultivo
y campos irregulares, a menudo cercados.
Hay que admitir que los campos irregulares son resultado de una
ocupación «individual». Campos irregulares y cercados están en relación:
«Las parcelas cercadas antiguamente son siempre parcelas irregulares.
¿Cómo se habrían adaptado setos a franjas de tierra largas y estrechas?».
«Quizá valdría más evitar la expresión de ocupación "individual". Desde
luego, a veces pudo tratarse de individuos aislados No obstante, la
explotación, aún sin esquema de conjunto, más frecuentemente fue obra
sin duda de familias, bastante amplias pero sin ninguna colectividad
mayor que les impusiera obligaciones [...} Dos categorías de tierras: las
que hizo la comunidad campesina —bajo un jefe o no, poco importa
eso aquí—, y las que dejó hacer. Las primeras de campos alargados. Las
segundas de campos irregulares. A veces ocurre que el grupo acepta o
adopta los dos métodos, cada uno en su momento. En ese caso coexisten
los dos tipos de formas, como testimonios de dos etapas diferentes de
la roturación. Más frecuentemente, se oponen —en Francia, en Europa—
por grandes bloques» (1934, pp. 483-489).
H. Grosser, Die Herkunft des fratizosischen Gewannfluren, Diser­
taciones de Berlín, 1932, in-8.0, 36 pp., tras el estudio, sobre todo, de
unas tierras de cultivo de la Beauce [señorío de Francourviile, Eure-et-
Loire], ha puesto también en relación los campos alargados y el arado
de ruedas. «Pero no es en absoluto para oponer al arado sin ruedas el
de eje delantero con ruedas [...] La antítesis estaría entre la reja del
norte y la del mediodía; la primera, “plana y girada hacia la derecha”, la
segunda, "cónica a modo de un azadón”. Yo no me atrevería a afirmar
que los hechos confirmen esa visión» (1936, p. 260).
En una colina del Livradois, estudiada por L. Gachón en Revue de
Géograpbie Alpine, 1934, una roturación Intensa practicada hasta eí
siglo xix hizo desaparecer casi totalmente el bosque y la landa, «La
roturación se realizó sin plan de conjunto, como lo muestra la forma
de puzzle de la parcelación de las tierras. Pero a ese respecto conviene
distinguir claramente dos categorías de parcelas. Destinadas durante mu­
cho tiempo al artigamiento temporal y al trabajo con el azadón, las más
altas tienen su dimensión mayor dirigida en el sentido de la pendiente.
Hacia abajo, al contrario, los campos se alargan paralelamente a las cur­
vas de nivel; más regularmente dispuestos, y a menudo separados por
vallas, nacen de labores permanentes. El contraste debe encontrarse en
otra cosa» (1936, p. 597),
«Las relaciones del arado de vertedera y probablemente con ruedas
con los campos alargados han sido señaladas de nuevo con fuerza por
G. Hatt, en su interesantísima comunicación sobre "L’agrículture préhis-
torique au Danemark", Revue de Syntbése, XVII, pp, 78-90. Sobre In­
glaterra —donde la tesis ha vuelto a ser considerada especialmente por
R. G. Gollingwood en su obra, escrita en colaboración con J. N. L,
Myres, Román Brilatn and the English settlemen/, 1936, así como en el
t. III de la Economic survey of ancient Rome, 1937—, cf. las indica­
ciones bibliográficas de R. Lennard, en Wirtschaft und Kultur, Festscb*
rift zutn 70. Geburstag vori A. Dopscb. El problema, como es visible,
sigue abierto. Su solución dependerá en gran medida de los progresos
de hallazgos arqueológicos. Tiene, por otra parte, dos caras: 1.° En el
instrumento de labranza nuevo, ¿cuál fue el elemento más capaz de ejer­
cer una influencia sobre la forma de los campos, las ruedas, la cuchilla
o la vertedera? Vale la pena recordar que la presencia de uno de ellos
no llevaba consigo necesariamente la de ninguno de los otros dos.
2.° ¿En qué medida la adopción de un nuevo tipo de instrumento estu­
vo en relación con la práctica de esa ocupación de la tierra según un
plan colectivo, que ahora me parece el factor decisivo?» (1941, p. 122),
«Somos varios ios que ya no atribuimos aí arado de ruedas, como factor
determinante de la forma alargada de los campos, una influencia tan
exclusiva como la que anteriormente pudimos creer que tuvo» (I, 1942,
p. 107).

134-148)
C a m p o s a b ie r t o s y a larg ad o s d e l n o r t e (p p .

«De todos los regímenes agrarios que se dividen Francia, el de los


campos abiertos del norte es hoy, con mucho, el que mejor se conoce.»
Es «uno de nuestros paisajes agrarios más claramente particulariza­
dos [...] ¿Quiere ello decir, no obstante, que ese sistema, cuya claridad
procede de su sorprendente coherencia, no guarda ya ningún misterio?
Sería necesaria, para creerlo, una rara capacidad de ilusión. ¿Cómo, en
particular, permanecer insensible a los marcados contrastes regionales
que, a pesar de la innegable similitud de ciertas instituciones fundamen­
tales, aparecen en las inmensas extensiones de nuestro open-field?». Así,
mientras que en Lorena y en Borgoña, para la rotación trienal, las tierras
se dividían en tres hazas, en otros lugares, especialmente en la Beauce,
los "cuarteles", «haces de parcelas paralelas, elementos de base [...] de
toda tierra de campos alargados», constituían cada uno una unidad de
cultivo (supra, p, 170): «antigua o reciente, esa antítesis, cuando estemos en
situación de interpretarla, no puede dejar de arrojar nueva luz sobre la
evolución de las tierras. Nos lleva, muy precisamente, a plantear un pro*
blema de génesis. Y efectivamente es a problemas de ese orden, más
que de ningún otro tipo, a los que parece dar lugar hoy el examen de
un régimen fácil de describir en su estadio final pero cuyo origen y
desarrollo permanece muy oscuro» (1936, pp. 257, 259-260). Régimen per­
fectamente realizado en esas «tierras de la Beauce, por las que tanto apego
se siente», «a la belleza de cuyas vastas extensiones y al interés de su
vida rural» ha hecho referencia especialmente C. Marcel-Robillard, Char-
tres et la Beauce cbartraine, Grenoble, 1929 (1931, p. 468). «Paisajes
ordenados, paisajes humanizados» de la lle-de-France (1941, p. 108).
La expresión "campos abiertos" exige por otra parte una precisión.
Desde luego que al sur del Loira hay a menudo árboles plantados en los
campos o al borde de los caminos. «Una región abierta no tiene que ser
por fuerza, en absoluto, una estepa, y el caso de la Beauce supone con­
diciones físicas demasiado excepcionales para que se le pueda atribuir
un valor ejemplar. Es entre los campos dotados de barreras y los cam­
pos sin cercados donde está la verdadera antítesis. Importa bastante
poco que, aquí o allí, haya líneas de árboles o de matorral que sigan el
costado de un pedazo de tierra, a veces como abrigo contra el viento, o
incluso que hagan de límite entre algunos cuarteles o que bordeen un
camino, protegiendo las tierras de cultivo adyacentes contra el diente
de los animales en tránsito; [...] En Lorena y en Hainaut, regiones de
open-fiéld por excelencia, las propias costumbres provinciales, justamen­
te vigilantes del interés de las cosechas, imponían una práctica en todo
punto semejante. Para que haya cercado, en el sentido estricto de la pa­
labra, es preciso que la parcela —o, en casos relativamente excepciona­
les, un puñado de parcelas, surgidas generalmente de un tardío reparto
familiar— esté cerrada por todas partes, como en Bretaña o en el Lemo­
sín» (1936, pp. 266-267), Hay que señalar que A, Deléage, en La vie
rurale en Bourgogne jusqu’au debut du XI* siécle, emplea el término de
“terroirs en éckeveaux" para designar los campos abiertos y alargados,
junto al término "tierras en puzzle" (terroirs en puzzle) (1942, pp, n, 55).
Respecto al sistema de los campos alargados se plantea, pues, un «pro­
blema de génesis». Es lo que da todo su interés a la «investigación extre­
madamente cuidadosa» de un geógrafo de Lieja, O. Tulippe, L'habitat
rural en Seine-et-Oise: essai de géographie du peuplement, Lieja, 1934,
investigación sobre una «fracción de la íle-de-France [... ] más exactamen­
te, ha tomado el marco de "la parte del departamento de Seine-et-Oise
situada al oeste del meridiano de Versalles” A buen seguro el es­
pado que circunscriben las fronteras occidentales de Seine-et-Oise y el
meridiano de su capital no responde a ninguna unidad real. Así, ciertos
problemas, cuyo examen habría supuesto un campo de visión a la vez más
amplio y menos diversificado, no han podido ser abordados verdaderamen­
te de frente; es el caso de los que plantea, en conjunto, la población de la
Beauce. En cambio ha sido posible, mejor que en un territorio más uni­
forme, confrontar la acción sobre la vida rural de condiciones de relieve
y de suelo sensiblemente diferentes: aquí un pedazo de la meseta de la
Beauce, allí un fragmento deí "Hurepoix" más húmedo y más accidenta­
do, y más allá un valle ampliamente abierto. Los fenómenos que Tulippe
se proponía elucidar eran, ante todo, los del hábitat, Pero, como convenía,
han sido puestos constantemente en relación con la estructura de las tie­
rras de cultivo. Ai no ser la situación presente más que el resultado de un
largo y movido pasado, el estudio, que quería ser explicativo, pasa resuel­
tamente al plano histórico. No obstante, al extenderse a varios siglos, la
documentación corría el riesgo de resultar aplastante. Tulippe ha tomado
la opción de concentrar su esfuerzo en ciertos municipios, escogidos tanto
por su emplazamiento característico como por el buen estado de su mate­
rial de archivo Si bien el factor físico se modifica casi de un
lugar a otro, las grandes líneas de la evolución social, determinada princi­
palmente por la proximidad de París y por la influencia de sus señoríos
eclesiásticos, de sus mercados y de su burguesía, se mantienen, por el
contrario, en todo el ámbito considerado, más o menos semejantes [...]
Es en vísperas de la guerra de los Cien Años cuando el estudio toma su
verdadero punto de partida. El corte es perfectamente legítimo, aunque,
claro está, con la condición de que el lector no pierda de vista que la
situación de hecho así planteada, por hipótesis, en el origen de la curva,
surgía de por sí de un larguísimo desarrollo. No nos contentemos con
referirnos aquí a la prehistoria; a algunos les pasa que olvidan que entre
la prehistoria y el presente se interpone la historia. A nadie se le ocurrirá
acusar a Tulippe de ese defecto, contra el que protesta en toda su obra.
Quizá, no obstante, se habría podido esperar de él, aunque no fuera más
que a título de advertencia, que marcara con más fuerza cuántas habían
sido las transformaciones que desde principios de la edad media —por
no remontarse más atrás— había experimentado el paisaje humano, según
todas las apariencias. El establecimiento de ios bárbaros, primero, con las
divisiones de tierras que realmente parece que derivaron a veces de él, la
fragmentación de las reservas señoriales, la disolución del manso, las tur­
baciones de todo tipo y finalmente, desde alrededor de mediados del
siglo xi, la poderosa obra de las roturaciones, son otros tantos fenómenos
cuyas huellas —por difíciles de leer que sean hoy— no es fácil que pudie­
ran dejar de inscribirse profundamente en la tierra y el hábitat».
«Desde el punto de vista del hábitat, Tulippe distingue, en la región
estudiada por éí, dos zonas cuya oposición se marca, ya desde principios
del siglo xiv, con gran claridad. Las denomina él "de ocupación antigua"
y "de ocupación reciente” (entiéndase que ese último adjetivo designa,
en lo esencial, los dos o tres siglos anteriores al año 1300). Los rasgos
característicos son, por una parte, aglomeraciones poco numerosas y rela­
tivamente importantes —dicho de otro modo, extensos términos de tie­
rras—, y, por otra, una dispersión mucho más acentuada, aunque en aldeas,
y no en explotaciones aisladas. Eí hecho es incontrovertible y tiene un
vivo interés. Las palabras, en cambio, yo creo que no expresan muy exac­
tamente la naturaleza del contraste. Parece como si sugirieran, en la zona
de hábitat concentrado, la ausencia o insignificancia de las roturaciones
medievales. La conquista de la tierra virgen, sin embargo, se realizó con
seguridad más o menos en la misma proporción que en las otras zonas.
Pero fue, bien por simple extensión de los primitivos términos de tierras
de cultivo, bien mediante la creación de villanuevas, dotadas, desde su
origen, de términos bastante extensos. Los parajes en los que, hacia el
final del poblamíento, aparecen sembrados todos ellos de pequeñas aldeas,
son aquéllos en los que se vio a los roturadores levantar sus chozas, por
pequeños grupos, en el corazón mismo de los nuevos campos que acababan
de trazar. A menudo esa disposición les era impuesta por el medio físico,
en especial por la existencia de grandes superficies forestales, incómodas de
atravesar y demasiado difíciles de roturar para permitir la constitución
de amplias tierras de cultivo, O bien respondía a necesidades de orden
social, tales como la fragmentación de los señoríos [Tulippe no ha dejado
de reconocer en absoluto la importancia del factor señorial. En Magny,
advirtiendo "la uniformidad de la extensión de todos los pequeños tér­
minos", se pregunta si no debería hacerse referencia a la hipótesis de “la
intervención, en el origen, de un dispensador, señor o empresario de ro­
turación” (p. 294, n. 4). La conjetura es ingeniosa. No podría ser demos­
trada o invalidada más que mediante el análisis del mapa de solares. Ver,
por otra parte, sobre el "brote" de las viejas tierras, una útil observación
(p, 294, n, 1): en la periferia de ciertos términos o incluso dentro de ellos
se observan lugares cuyos nombres recuerdan los de antiguos bosques].
Como ejemplo de dispersión, Tulippe ha escogido el municipio de Magny-
les-Hameaux, que es, efectivamente, de los más característicos. Pero ¿pue­
de aplicarse, sin abuso, la expresión de ocupación reciente a ese rincón de
tierras, cuando el núcleo que forma su centro lieva un nombre visible­
mente galorromano? Sólo los numerosos lugares apartados, con excepción
quizá de Brouessy, revelan ser de origen medieval. En sí mismo, el centro
principal, Magny, situado en un lugar de fácil defensa, era probablemente
mucho más antiguo que el pueblo muy concentrado de Mérobert {Mattsus
Koberti) que, descrito más adelante por Tulippe, había tenido que for­
marse alrededor de un modesto manso y conserva, en su nombre, el re­
cuerdo de un poseedor nacido después de las invasiones germánicas.»
«La crisis de la guerra de los Cien Años y la reconstrucción que siguió
abrieron un nuevo período en la historia del hábitat. Se establecieron en­
tonces un poco por todas partes nuevas aldeas y, jumo a ellas, incluso
casas aisladas. Ese fenómeno, hasta ahora, había pasado casi desapercibido.
Uno de los méritos de Tulippe es el de haber arrojado luz sobre él. Él
tiende a buscar sus causas tanto en el aumento de la población como en
el empobrecimiento de los señores, obligados a acensuar las partes de sus
dominios todavía disponibles. Me pregunto si no sería conveniente pensar
también en la disolución de las antiguas comunidades familiares; en íle-
de-France parece que fue más precoz que en otros lugares, y es sabido
que donde, como en el centro, tuvo lugar en una época más accesible a la
observación, por regla general favoreció la diseminación de las casas. Es
seguro, en cualquier caso, que esa fase de dispersión no pasó de tener una
duración bastante corta. La reconstitución de las grandes explotaciones,
sobre la que Tulippe ha aportado muchos datos precisos y originales, no
tardó mucho, efectivamente, en llevar consigo la ''anemia" de las pequeñas
aglomeraciones, las más débiles de las cuales fueron a menudo sustituidas
por una única explotación, Al mismo tiempo, la disminución deí número
de lugares habitados —desde el final del siglo xvi— permitía una más
exacta adaptación a las condiciones del suelo y del relieve.»
«Volvamos ahora al contexto de las tierras de cultivo parceladas. El
libro de Tulippe sugiere, a ese respecto, muchas reflexiones útiles. Para
empezar en lo que atañe a las propias relaciones entre el hábitat y el
régimen agrario. Frecuentemente [...] parece postularse entre los dos ór­
denes de fenómenos un paralelismo casi perfecto: en las regiones abiertas
y con fuertes obligaciones colectivas, pueblos grandes, y en los cercados,
dispersión. Es obligado reconocer, no obstante, que la correspondencia no
pasa de ser aproximada, y testimonio de ello es la zona de dispersión
estudiada por Tulippe. Hagamos una rápida referencia a la casa aislada.
En los lugares donde, como en las zonas de cercados de seto vivo, los cam­
pos no están muy entremezclados ni diseminados, las condiciones propia­
mente agrarias la hacen evidentemente posible; su existencia o su inexis­
tencia dependen de hábitos, de necesidades sociales [...] En cambio, en
las tierras donde, largas y estrechas, las parcelas correspondientes a
una misma explotación se encuentran normalmente dispersas por una ex­
tensa superficie, la huida lejos del pueblo carece de su única razón de ser,
que es la de acercar al cultivador a sus tierras de labor —a menos, claro
está, que tenga lugar, realizada por algún gran propietario, una concen­
tración de tierras cuyos efectos sean, precisamente, romper con la antigua
configuración, considerada incómoda—, La aldea es más característica
porque representa, y sobre todo representaba, un modo de hábitat mucho
más extendido. Acabamos de ver que hay aldeas en plenos campos abier­
tos del norte. Y es que la distribución de los hombres por la superficie
de la tierra obedece a causas muy diversas y muy variables. Ocurre ade­
más que la palabra aldea, demasiado uniforme, abarca, sí se mira de cerca,
realidades humanas a menudo muy opuestas.» La aldea es en los bosques
del Hurepoix «una pequeña colonia de roturadores, llegados quizá cada
uno de un punto distinto del horizonte».
«En cuanto a la forma de las parcelas, es sabido que en la mayor
parte, con mucho, de las tierras abiertas, al norte del Loira, corresponde
al tipo de los campos alargados. Aunque no sin algunas excepciones. De­
jemos las anomalías debidas a concentraciones de tierras. Bastante fáciles
de descubrir por regla general, un pequeño número de ellas, como ha
mostrado Tulippe, se remontan a la propia edad media, y la mayoría a
la crisis campesina de los tiempos modernos. Pero una vez que se han
dejado a un lado esas desviaciones secundarías, quedan todavía ciertos tér­
minos de tierras que comportan, junto a cuarteles de parcelas alargadas y
paralelas, fracciones en las que la forma y la disposición de los campos
presentan una irregularidad que no hay razón alguna para no considerar
coetánea de la propia ocupación. De acuerdo con los ejemplos citados por
Tulippe, parece que el caso se encuentra principalmente en las zonas de
roturaciones medievales (a juzgar por mis propias observaciones, sería
particularmente claro en Magny-les-Hameaux). Esa observación no puede
sorprender si se admite, como todo parece invitar a hacerlo, que los cam­
pos alargados y metódicamente agrupados en haces son testimonio de una
toma de posesión según un plan colectivo, y los campos irregulares, por
el contrario, lo son de una ocupación mucho menos disciplinada. Hubo
roturaciones dirigidas que dieron lugar a nuevos cuarteles de franjas de
tierra que en el plano no se distinguen en nada de los más antiguos. Hubo
también otras confiadas a la fantasía individual, en las que cada campe­
sino preparaba para la labranza —y a veces usurpaba— un pedazo de
landa o de bosque, sin preocuparse del vecino, no reuniéndose, sin duda,
esos recortes, más que lentamente. Así se explica que en medio de un
open-field bien ordenado se vea insertarse, aquí y allí, algunos puzzles
agrarios, muestra de las revanchas del cada cual a lo suyo» {1936, pá­
ginas 260-266).
Insistiendo siempre en la necesidad de establecer comparaciones, Marc
Bloch volvió de nuevo a menudo sobre los campos ingleses. La memoria
de L. Aufrere, «Les systémes agraires dans les lies Britanniques», en
Annales de Géographie, 1935, pp. 395-409, «vale sobre todo por una
exposición notablemente desarrollada y precisa de las investigaciones abor­
dadas en estos últimos años sobre los más antiguos restos de la ocupación
de la tierra en Gran Bretaña. Como instrumentos, esa "arqueología agra­
ria", con la que se relacionan, ante todo, ios nombres de O, G. S. Craw-
ford y E. Cedí Curwen, recurre naturalmente al examen directo del terre­
no, pero también, y quizá preferentemente, a la fotografía desde aviones».
Marc Bloch no siempre queda convencido por las conclusiones. «¿No es
cierto que, efectivamente, tienden a sugerir la imagen de una verdadera
revolución en la forma de las tierras de cultivo? El open-field de campos
alargados, que tantas provincias inglesas cubrió en la edad media, habría
ido precedido por un sistema de parcelas casi cuadradas y, por ío que
puedo yo ver, ordinariamente separadas por terraplenes de tierra. Sin
duda también en esto se impondrían algunas consideraciones críticas. Los
cercados cuyas huellas han sido halladas en torno a grupos de moradas
prehistóricas muy bien pudieron ser de los huertos, y no de las tierras de
labranza. Los que con sus barreras de tierra o de piedras dibujan la super­
ficie de iandas hoy ajenas a todo cultivo no recuerdan quizá más que
roturaciones temporales, muy difíciles de fechar [...] En sí, no obstante,
la existencia de un régimen primitivo de campos irregulares no es en
absoluto inverosímil y, para explicar su sustitución por un sistema total­
mente diferente, no es necesario imaginar para nada, como con gusto
nos lo indicaría Aufrére, la sustitución de un grupo de población por
otro. Es posible, con seguridad, que en Inglaterra los campesinos anglos
o sajones, en grandes extensiones, expulsaran a los antiguos habitan­
tes [...] Pero ni en Francia ni en los países eslavos podría atribuirse a los
campos abiertos y alargados semejante origen. ¿Acaso en la propia Ingla­
terra, por otra parte, no ha habido diversos hallazgos, cuyo interés señala
honradamente Aufrére, que atestiguan la existencia ya desde la época cél­
tica de parcelas estrechas y alargadas? Primero, en la época en que la
agricultura apenas salía de la recolección de productos silvestres, una toma
de posesión desordenada, y luego, sin duda con el estímulo del incremen­
to de la población, un acondicionamiento más reglamentado, según un
plan común: esos dos estadios, cuyo desarrollo no tiene nada de extraño,
pudieron muy bien sucederse en el seno de la misma sociedad.» Por otra
parte, T, A. M, Bishop, «Assarting and the growth of the open-fields», en
Tbe Economic Review, VI, 1935, pp. 13-29, ha mostrado cómo en el
Yorkshire, donde, como en toda Europa, el movimiento de roturación fue
intenso en los siglos x ii y x m , «la mayor parte de roturaciones se hicie­
ron en dos tiempos. Primero el pionero recortaba, en la tierra hasta enton­
ces inculta, un campo apartado de los demás y generalmente provisto de
cercados La parcela así arrebatada a los yermos se insertaba luego
en el sistema regular del open-field, fragmentada en la forma habitual y
sometida a las obligaciones colectivas [...] Así el Yorkshire, como por
un experimento espontáneo, nos ofrece a la plena luz de la historia el
ejemplo de ese paso de la ocupación irregular a la ocupación colectiva­
mente disciplinada que en muchos otros puntos de Europa, sin duda, el
misterio de edades privadas de documentos escritos impide que sea visto
por nuestros ojos» (1936, pp. 273-276),
A propósito de las investigaciones de arqueología agraria en Gran
Bretaña, Marc Bloch expone sus reservas: «Los cercados cuyas huellas han
sido halladas en torno a grupos de moradas prehistóricas muy bien pudie­
ron ser de los huertos, y no de las tierras de labranza. Los que con sus
barreras de tierra o de piedras dibujan la superficie de Iandas hoy ajenas
a todo cultivo no recuerdan quizá más que roturaciones temporales, muy
difíciles de fechar: véanse los cercados de piedras de las costas de Auver­
gne, descritas no hace mucho por P.-F. Fournier (Les ouvrages de pierre
sécke des cultivateurs d’Auvergne, 1933), o las construcciones a veces for­
midables que, en la garriga de la zona de Montpellier, como lo muestra
Tudez {Le développement de la vigne dans la región de Montpellier, 1934,
p. 196), apuntan simplemente el recuerdo de los campos superpoblados
de los siglos xvii y xvm» (1936, p. 274). Sobre esa descripción de P.-F.
Fournier, 1934, p. 489. Los cercamientos con muros de piedras secas iban
ligados a la práctica del despedregamiento de los campos (1936, p. 271).
«Mientras no me hayan demostrado que los pretendidos campos cuadra­
dos y cercados descubiertos por las excavaciones o por la fotografía aérea
en torno a antiguas fundaciones bretonas (en Gran Bretaña) no eran, sim­
plemente, huertos, yo desconfiaré de toda afirmación demasiado decidida
sobre los regímenes agrarios celtas» (I, 1942, p. 107),
En el Val de Loire, p. x l v i i i a, R. Dion publicó un extracto del plano
parcelario de la ViHe-aux-Dames, en Touraine, 1787-1789, con este comen­
tario: «El dominio de la Mairerie con [...] sus campos irregulares cerca­
dos [...] representa una supervivencia del pasado. En todos los demás
lugares dominan las parcelas en forma de estrechas franjas». Marc Bloch
dice: «Esa interpretación, no obstante, no es en absoluto la única que se
puede adoptar. Yo veo otras tres: 1,° Las parcelas irregulares fueron tra­
zadas en el curso de una roturación "individualista", en un rincón de las
tierras puesto en cultivo tardíamente; muy lejos, por consiguiente, de
remontarse a una antigüedad más remota que las parcelas alargadas, se­
rían testimonio de un episodio agrario posterior a la ocupación colectiva
que había dado lugar a esas "franjas”. Esa hipótesis, por otro lado, no la
indico más que a título de recordatorio, pues la disposición de los lugares
milita a ojos vista en contra de ella. Las otras dos, indicadas a continua­
ción, parecen en cambio mucho más sólidas. 2,° Los anchos campos del
dominio se constituyeron en una época relativamente próxima a nosotros
por la reunión de estrechas parcelas, pertenecientes originariamente a po­
seedores diferentes. Pocos planos hay del siglo xvm, como es sabido, que
no atestigüen semejantes concentraciones, manchas blancas en medio de
la fina trama regular con las líneas de acotación ordinarias que dibujan
los trazos paralelos, 3.° Tenemos ante nosotros, por el contrario, una anti­
quísima reserva señorial, antes —como parece indicarlo el nombre— admi­
nistrada por un funcionario {maire) o infeudada a él. Incluso en regiones
de campos alargados, los cultivos del manso dominical, las "coutures”,
ocupaban, sin ninguna duda, en la alta edad media, extensiones general­
mente mucho más extensas y menos divididas que las parcelas de las que
se componían las tenencias. ¿Cómo escoger entre esas diversas posibi­
lidades, incluida la de Dion, perfectamente verosímil? Apenas hay más
posibilidad que la de recurrir a los textos, sí éstos nos dan los medios
para reconstruir la historia de la tierra; o bien si, por desgracia, ese pasado
se escapa, es preciso hacer uso del razonamiento por analogía, mucho
menos seguro en sus conclusiones» (1934, p. 486),
«Las obras referentes a la concentración parcelaria proporcionan a
menudo útiles datos sobre el sistema del open-field de campos alargados,
que esa operación tiene precisamente por objeto suprimir. Véase, por
ejemplo, la Etiquete sur le remembrement publicada en 1934 por la
Chambre dAgriculture de Meurthe-et-Moselle, cuyos elementos fueron
reunidos por M. L. Bourdier, ingeniero del Génie Rural. Son particular­
mente aleccionadoras algunas observaciones concretas, especialmente sobre
la imposibilidad de mantener cultivada una parcela demasiado estrecha
en medio de un cuartel en barbecho, donde pululan babosas y ratones, y
también sobre el temor —injustificado, según los encuestadores— que la
concentración parcelaria inspira a los pequeños explotadores debido al
valor de compra demasiado elevado de las amplias parcelas a que da lugar;
el campesino teme ante todo no poder ya aumentar sus tierras, pedazo a
pedazo» (1936, p. 259),
Hay en Inglaterra, en el Nottinghamshire, una tierra, la de Laxton,
célebre por haber conservado una estructura agraria arcaica, la del antiguo
open-field, y por no haber sido nunca objeto de ningún acto de "cerca-
miento". «La parte más importante, con mucho, de la tierra cultivada
sigue totalmente abierta, las parcelas, aún concentradas, conservan una
forma alargada, la división en hazas continúa observándose y la abertura
de heredades se mantiene [... ] La vida colectiva conserva allí una fuerza
que pocas veces se encuentra en el conjunto del país, y parece realmente
que la sociedad rural presenta, después de todo, menos desigualdades, y
conserva para el individuo aislado más oportunidades de establecerse e
incluso de enriquecerse que las corrientes, ordinariamente, entre nuestros
vecinos.» La historia de esas tierras ha sido seguida, sobre todo a partir
de un registro de censos de 1695, por Mr. y Mrs, C. S. Orwin, en un
folleto, The history of Laxton, Oxford, 1935 (1936, p. 598), y sobre
todo en The open-fields, Oxford, 1938, donde Laxton se toma a «título de
caso límite, destinado a ilustrar vina teoría general del open-field y de
sus orígenes». Hay que advertir que, según la costumbre inglesa, los auto­
res entienden por open-field las tierras de campos "abiertos" y alargados,
que se presentan «con el aspecto de franjas de tierra, mucho más largas
que anchas, [...] dispuestas regularmente en haces», con exclusión de las
tierras con parcelas de forma caprichosa más o menos toscamente próxima
al cuadrado. «Es en condiciones de orden técnico, con preferencia a los
factores propiamente sociales, donde buscan la razón de ser primera de
esa forma tan particular. Por razones que, creo yo, no carecen de fuer­
za, se niegan a admitir la influencia del arado de ruedas. El hecho
determinante fue, a su entender, la adopción de la vertedera. Estuviera
o no provisto el arado de un eje anterior con ruedas, la vertedera [ ..J
obligaba a labrar en tablas ligeramente arqueadas hacia el centro. La lon­
gitud de cada uno de esos pedazos quedaba determinada por el relieve y
por la obligación de dar a los animales el necesario reposo. Su anchura
quedaba limitada, en parte por las necesidades del drenaje, y en parte
por la preocupación de no imponer al tiro, que giraba al final del campo,
un recorrido demasiado largo, pues al hacerse la labranza a partir de los
dos primeros surcos medianeros, resultaba que el último trazado a un lado
tenía que abrirse en el mismo vaivén que el que hacía pareja con él exac­
tamente en el costado opuesto. Pues bien, imaginémonos a los miembros
de una comunidad primitiva que ponen en cultivo por primera vez algún
espacio descubierto. Labrarán unos junto a otros, tomando a su cargo cada
uno el número de tablas que pueden trabajar en un día, Al día siguiente
se trasladarán más lejos, trabajando siempre paralelamente y lo más cerca
posible unos de otros. Así se formarán los sucesivos haces de parcelas alar­
gadas.»
Marc Bloch hace observar que, en esa tesis, los autores, tras haber
eliminado como elemento determinante la estructura social, la vuelven a
introducir, pues «la operación parece suponer de entrada una comu­
nidad, no sólo capaz de seguir un plan colectivo, sino también organizada
sobre bases relativamente igualitarias. Si los labradores hubieran sido escla­
vos o su trabajo hubiera correspondido a unas corveas, ese trabajo hecho
por fajas hubiera dado en crear, con toda evidencia, no un haz de parcelas
distintas, sino un extenso campo del que se habría adueñado el amo y en
el que pronto no se habría podido ya distinguir la labor realizada por cada
individuo. Con esa reserva, hay, es cierto, mucho que retener de todo el
desarrollo. Es notable la exposición del funcionamiento del open-field.
En particular, ios autores acentúan correctamente la agilidad, a menudo
desapercibida, que daba al sistema la existencia, en caso de practicarse la
rotación trienal, del haza de primavera, que podía prestarse a cultivos
muy variados. Allí, mucho antes de la revolución agrícola, se cultivó más
de una planta forrajera, como las vezas [...] ¿Qué pensar, no obstante,
de la solución propuesta para el gran problema de origen? Si no llega a
convencer es, me temo, porque el problema mismo ha sido planteado de
forma incompleta [... ] No se entiende [... ] por qué ese régimen agrario
no ha triunfado en todas partes, o, por lo menos, en todas las regiones de
suelo suficientemente favorable y de relieve medianamente marcado.
¿Cómo explicar, en más de una llanura, la existencia de parcelaciones de
tierra irregulares (si no me equivoco, en la misma Inglaterra), o la de sec­
tores de campos alargados y sectores de campos irregulares? Una experi­
mentación bien llevada debe permitir interpretar las variaciones de los
resultados por las variaciones de los factores. A ese precio, únicamente,
es como se puede esperar eliminar las falsas causas. No basta con decir:
"Ese factor ha estado presente en todas las ocasiones en que un efecto
producido se ha producido”. Hay que poder añadir además: “Donde el
efecto no se ha producido, él no ha estado". ¿Se ve, por el contrario, que
ha existido, sin aparecer el efecto?; entonces no queda más que retirarle
su usurpado título. Una conclusión, creo yo, es la que se impone: el estu­
dio de un régimen agrario, tomado aparte, será siempre impotente para
proporcionar la clave de ese mismo régimen; sólo la comparación metódica
de los diversos regímenes nos permitirá un día, explicándolos todos, expli­
carlos uno por uno» (1941, pp. 118-120).
A. Homberg, Die Entstekung der westdeutschen Flurformen: Block-
gemengflur, Streifenflur, Gewannflur, Berlín, 1935, presenta hipótesis
nuevas sobre la «génesis de las formas de parcelaciones de tierras de cul­
tivo» en Alemania occidental. Tras una crítica de las teorías de Meitzen,
dura, adecuada, pero actualmente inútil, pone el acento sobre el contraste
de dos tipos de campos abiertos: «tierras de parcelas alargadas y dispues­
tas regularmente y tierras con parcelas en forma de puzzle. Relaciona las
primeras con el empleo del arado en forma de azada, y las segundas con
el del arado "de reja" (que parece concebir provisto necesariamente de
una vertedera). Pero las tierras con parcelas en forma de puzzle se ha­
brían convertido, luego, en tierras de parcelas alargadas, y ello por efec­
to de un simple incremento de la población» (1941, p. 121).

Aspectos particulares de tierras de campos alargados


El estudio detallado del pueblo de Feuguerolles-sur-Orne, en el llano
de Caen (Calvados), realizado por el comandante H. Navel, Caen, 1931,
ha mostrado que muchas "delles" (supra, p. 137), haces de parcelas para­
lelas llamados en otros lugares "quartiers” o “cantons”, fueron cambiando
de nombre a lo largo de los siglos, «argumento que hay que retener en
contra de esa falsa imagen de un vocabulario y una vida agraria eterna­
mente inmóviles, que tantos ensueños ha suscitado» (1932, p. 320). En
H. Grosser, Die Herkunft der franzósischen Gewannfluren, 1932, a las
«observaciones sobre la historia de la palabra "ouche" [huerto] —que
originariamente habría designado la parte de las tierras cultivadas situada
cerca de las casas y no sujeta por tanto al cultivo temporal— les faltan
pruebas y un poco de claridad. La sugerencia de posibles investigaciones
debe, no obstante, retenerse» (1936, p. 260).
13. — BLOCH
C a m p o s a b ie r t o s e ir r e g u la r e s d e l su r (pp. 148-149)
El régimen de los «campos abiertos y alargados» es, pues, el que me­
jor se conoce. «Son los regímenes ajenos a él los que plantean actualmente
los problemas más difíciles. Su misma clasificación es objeto de discusión»
(1936, p. 266).
«Es sobre los usos agrarios del mediodía, de la parte de Provenza y
del Languedoc, sobre lo que quizá son hoy más inseguros nuestros cono­
cimientos [...] página ya demasiado blanca [...] Un sugestivo ensayo de
Daniel Faucher proporciona direcciones de investigación. (“Polyculture
ancienne et assolement biennal dans la France mérídionale", en Kevue
Géographique des Pyrénées et du Sud-Ouest, V, 1934. Cf. también, del
mismo autor, "Campagne fran^aíse et campagnes mérídionales: a propos
d’un livre récent", en Annales du Midi, 1933. Y recordemos las preciosas
indicaciones [...] de Jules Sion, La France méditerranéenne, París, 1934,
Col. A. Colin; la expresión "sembrado de oasis” [semis d’oasis] es de
J, Sion.) En él, con mucha fuerza, se pone el acento en el substrato físico
del paisaje humano. En nuestras provincias meridionales, hace observar
correctamente el autor, la irregularidad de la forma y la disposición de
los campos responde al fraccionamiento de la propia superficie cultivada,
condenada, por las limitaciones del suelo y del relieve, a no ser a menudo
más que un "sembrado de oasis" en medio de "yermos" (herms) irreduc­
tibles. La ocupación no disponía allí, como en el norte, de grandes “blo­
ques" compactos, fáciles de recortar en estrechas franjas. De acuerdo,
Pero en los campos del Berry o del Poitou ningún obstáculo análogo se
oponía al trazado de parcelas alargadas que, no obstante, tampoco allí
existen. El problema no deja de tener relación con el que plantea la nega­
tiva de toda la parte meridional de Francia a la adopción de la rotación
trienal. En la región mediterránea, nada más natural que esa fidelidad
obstinada al ritmo de dos tiempos. La sequía de los veranos se adecuaba
con dificultad a las siembras de primavera. Añádase, con Faucher, que
una repetición más frecuente del barbecho permitía, mediante reiteradas
cavas, almacenar mejor la humedad en el suelo y destruir también más
enérgicamente las malas hierbas, favorecidas por la tibieza de los invier­
nos. Ahora que la rotación bienal se mantuvo hacia el norte mucho más
allá de los límites dentro de los cuales podía considerarse casi impuesta.
Dion ha mostrado ingeniosamente cómo, en las zonas donde chocan dos
economías rurales, ocurre que tomen todo su peso los factores físicos.
Cuando el campesino no conoce más que su propia tradición, a veces la
aplica contra viento y marea. Cuando conoce dos —la suya y la del ve­
cino— puede escoger y, sí es necesario, readaptar sus procedimientos al
medio. Inspirada sobre todo por la actual frontera de los cercados, esa
visión explica con seguridad muchos casos importantes. No todos, sin
embargo. Y la imagen —por el momento es difícil emplear otra palabra—
que sugiere el estudio tanto de las rotaciones como de los campos de cul­
tivo irregulares, por oposición a los campos alargados, es muy diferente.
En aquéllos todo ocurre como si el frente de batalla entre costumbres agra­
rias que están, unas y otras, bastante bien justificadas en sus regiones de
origen por la ley de la naturaleza, a fin de cuentas, por una especie de
superior resistencia de las prácticas meridionales, se hubiera fijado sensi­
blemente al norte de lo que una técnica racional habría parecido aconse­
jar» (1936, pp. 269-270).
Sobre el "sistema meridional”, Marc Bloch remite a las observaciones
de Jules Sion, «Sur la structure agraire de la France méditerranéenne», en
Bulletin de la Société Languedocienne de Géograpbie, VIII, 1937; cf. bajo
ese título, en la misma publicación, IX, 1938, observaciones de R. Dion
y algunas notas nuevas de J. Sion. De J. Sion también, los «notables»
«Points de vue géographiques», presentados en las Journées de Synthése
Historique de 1938, Revue de Synthése, XVII, 1939, pp. 37-44 (1941,
p, 124). Sobre la agricultura en el mediodía mediterráneo, numerosas y
sugestivas observaciones en F. Braudel, La Méditerranée et le monde mé-
diterranéen a Vépoque de Philippe II, 1949, 1.a parte: «La part du mi-
lieu», pp. 3-304.
La irrigación parece estar verdaderamente en relación con la influencia
mediterránea. El pirenaico de los valles occidentales practica poco la irri­
gación en las praderas de los fondos. Ello contrasta con los Pirineos orien­
tales, y «es sabido hasta qué punto [... ] ese arte fue llevado a los Alpes,
en contraste singularmente destacado sobre el que es posible preguntarse
sí, en último análisis, no puede remitirse a una oposición de influencias.
¿No sería de las civilizaciones mediterráneas de donde las poblaciones al­
pinas recibieron el ejemplo de la técnica del agua?» (1932, p. 500).
Así pues, Marc Bloch se había visto atraído por ese problema de los
campos de forma diferente en un mismo término de tierras de cultivo
(1934, pp. 484, 489; 1936, p. 265). Bajo el título «Problemes de structure
agraire et de méthode», rña.} en 1942, de los trabajos de P, Fénelon sobre
Ja estructura de las tierras de cultivo del Périgord, «La structure des
champs dans une commune du Périgord», en Revue de la Société de Géo­
grapbie Commerciale de Bordeaux, 1937, pp. 11-22, y «Structure des
champs périgourdins», en Bulletin de VAssociation des Géographes Fran­
jáis, 1939, pp. 154-162. «Las tierras de cultivo del Périgord pocas veces
son uniformes. Esencialmente, se encuentran tres tipos de campos: unos
irregulares y cercados, otros en forma de rectángulos ligeramente alarga­
dos y desprovistos de cercados y otros finalmente, que se reúnen en forma
de largas franjas, dispuestas en haces y también totalmente abiertas. Los
diversos tipos no se observan en demasiadas ocasiones aisladamente. To­
dos ocupan generalmente una parte de la extensión cultivada, de suerte
que, frecuentemente, un mismo término de tierras se divide entre los tres
grandes regímenes agrarios: cercados, open-field en forma de puzzle y
open-field clásico con campos muy largos y muy estrechos sometidos con­
siguientemente a obligaciones de rotación. ¿Cómo explicar semejante abi­
garramiento? Fénelon nos invita a atender, casi exclusivamente, a los fac­
tores físicos, y ante todo al relieve y los suelos. Nos propone, como ejem­
plo particularmente característico, el municipio de Trémolat, sobre el
Dordogne, del que ha hecho un análisis en profundidad. Tres zonas: lade­
ras, terrazas y llano aluvial. Tres tipos de campos: en las laderas, los cerca­
dos, "autónomos" y más o menos diseminados; en las terrazas, campos ya
abiertos, pero irregulares, y en el llano, el open-field con franjas de tierra
de cultivo. En las laderas las pendientes son demasiado fuertes para per­
mitir el alargamiento de los surcos. Además, los suelos tienen allí un valor
desigual; de ahí la fragmentación de los campos, relegados cada uno a su
rincón de tierra, y de ahí también la posibilidad de establecer, en las par­
tes más estériles, caminos lo bastante numerosos como para asegurar a
cada parcela su independencia. En el llano, por el contrario, nada impide
trazar largos surcos, que evitan detenciones demasiado frecuentes de los
tiros. Por otra parte, el suelo, de riqueza allí casi uniforme, conserva en
las bandas así alargadas la indispensable homogeneidad, Por esa misma
fertilidad, de toda la tierra, habría sido poco sensato multiplicar las vías
de paso, que se habrían comido tierras buenas. Eran necesarias, pues, unas
obligaciones de paso, y éstas llevaban consigo, a su vez, la práctica de la
rotación común. Las terrazas, finalmente, se prestaban a la formación de
una especie de régimen mixto. Y los contrastes que los términos de tierras
del Périgord reúnen así en un pequeño espacio no hacen más que dar la
imagen de las grandes oposiciones que, por bloques, dividen a Francia y
a Europa.»
Mientras Fénelon busca la explicación en la geografía física, Marc
Bloch se dirige a la historia: «El llano no fue cultivado hasta época tar­
día [...] Esas extensiones, se nos dice, permanecieron durante largo tiem­
po "llenas de marismas y de cañaverales". Según todas las apariencias, se
trataba, pues, de un terreno de pasto y de recolección de productos sil­
vestres, sometidos a usos comunitarios. Cuando finalmente fue abordada
la puesta en cultivo, quizá por etapas, no pudo dejar de realizarse según
un plan de conjunto. Y ahí está, a mi modo de ver, el factor decisivo. Un
open-field con franjas de tierra de cultivo supone dos categorías de condi­
ciones: para empezar, qué duda cabe, de suelo y de relieve; pero también,
al principio, supone una distribución organizada, que comporta la acepta­
ción de ciertas obligaciones colectivas. Las laderas, por el contrarío, repre­
sentan una zona de cultivo y de apropiación con seguridad mucho más
antigua. A decir verdad, durante mucho tiempo ocuparon una gran parte
de ellas las viñas. Fénelon lo advierte correctamente: entre los campos
actuales, más de uno reproduce simplemente la forma de la viña que lo
precedió. Pero ¿eran en su origen las propias tierras de labor, sometidas
probablemente durante muchos siglos a la práctica del cultivo temporal,
otra cosa que pedazos de tierra más o menos provisionalmente arrancados
a la landa o a los matorrales de alrededor, metidos a voluntad de su explo­
tador en los rincones más favorecidos y que había que defender mediante
cercados contra los animales perpetuamente errantes por los pastos de los
alrededores? También en las terrazas [...] puede suponerse una ocupa­
ción primitivamente bastante desordenada, ¿En torno a qué núcleos?,
¿pueblos que agruparan cada uno a varias familias?, ¿“casas de campo"
{mas) donde, por el contrario, se habrían aislado unas de otras algunas
comunidades patriarcales? Ya querríamos saberlo. Aquí, como en los de­
más lugares, el estudio de la configuración agraria no debería separarse
totalmente del del hábitat, estrechamente ligado, a su vez, a la estructura
social [...]». Hay casos «en que el geógrafo, al igual que el economista,
desde el momento en que suponen a su sujeto movido únicamente por mo­
tivos de interés claramente concebidos, se ven obligados a abandonarlo
en la malhadada posición del asno de Buridán [...] Concluyamos: nada
mejor que un escrupuloso estudio del Périgord, pero con la condición de
recordar que, para explicar el propio Périgord, será preciso saber salir a
tiempo de él; el escrupuloso estudio del relieve, del suelo y del clima
es, ciertamente, empresa muy loable, pero con la condición (si se trata,
en definitiva, de fenómenos humanos) de no olvidar que, entre los artífi­
ces del destino del hombre está en primera línea el hombre mismo, tanto
en su pasado como en su presente» (II, 1942, pp. 61-63),
Al sudoeste del Macizo Central, en el Causse de Aveyron y el Ségalas,
la palabra "dehesa" (devéze) no designó, en su origen, una forma de vege­
tación, la pradera seca o de mala calidad, «Su sentido primero no pudo ser
más que un sentido jurídico: una "dehesa" es una "defensa”, y entiéndase
con ello un terreno que, en ciertas condiciones y en determinados mo­
mentos, queda vedado a los rebaños» (1932, pp, 426 y 497).

(pp. 156-162)
T ie r r a s de c e r c a d o s

Con respecto al paisaje rural de los campos abiertos, el de las regio­


nes de cercados se presenta a la vista en una «oposición» extraordinaria.
«Sobre la faz de Francia, ¿hay contraste más violento que el que se impo­
ne a la mirada del viajero cuando, por ejemplo, apresurándose a dejar
atrás, hacia el sur, las desnudas ondulaciones de los campos de Cháteau-
roux o de Issoudun —mosaico, no obstante, muy irregular, de parcelas
casi cuadradas—, ve perfilarse en el horizonte y luego acercarse progresi­
vamente, para ceñirlo cada vez más entre sus muros de verde, los múlti­
ples setos vivos del Boís-Chaud?» Cada parcela cercada es una «especie
de fortaleza campestre» (la expresión es de Balzac, en Les Cbouans), don­
de, «sustraído [...] a toda obligación colectiva de pasto o de rotación,
el explotador puede decirse [...] verdaderamente "amo de su casa". Nada
más característico, además, que la toponimia de las tierras de cultivo. En
regiones abiertas —ya se trate de campos «en puzzle» o de tierras simé­
tricamente dispuestas en franjas de cultivo— la parcela es anónima, y sólo
el cuartel está suficientemente individualizado como para tener derecho
de bautismo (son ésos los nombres de lugar de los catastros). En las
zonas de campos cercados, en cambio, cada campo tiene su nombre par­
ticular». Se ha visto que ese contraste con los campos abiertos correspon­
día a tipos sociales y jurídicos diferentes. Cuando no había cercados era,
en general, porque estaban prohibidos por la costumbre escrita o la tradi­
ción del grupo, que mantenían las obligaciones colectivas. No obstante*
también ahí se plantea un problema de origen.
«En regiones de cercados, la incertidumbre más grave, de momento,
se refiere a la propia antigüedad de los setos o, en su caso, de los muros
de piedras secas que, a menudo en relación con la práctica del despedró*
gamiento de los campos, relegan en algunos lugares de su papel protector
a las barreras de verde. A decir verdad, hay cercados sin secretos. Son
aquellos cuyo establecimiento en torno a las tierras de labor y más fre­
cuentemente a los prados fue una de las manifestaciones, bien de los pro­
gresos realizados desde el siglo xvi por la gran explotación, bien, más
tarde, de la revolución agrícola. Pues Francia, al igual que Inglaterra, tuvo
en los tiempos modernos sus enclosures», movimiento que entre nosotros
fue muy incompleto, debido a la «diferencia de estructuras sociales y polí­
ticas». «Generalmente, esos cercados nuevos del todo, entre los campos
abiertos, no lograron transformar muy profundamente la fisonomía de las
tierras francesas, por lo menos hasta el momento, ordinariamente bastante
próximo a nosotros, en que, bajo la influencia de la especialización agrí­
cola, en ciertas provincias se vio cómo la hierba desplazaba casi totalmente
al cereal. Fueron obra, ante todo, de algunos ricos. Allí —sólo allí— es
aplicable la designación empleada por Dion, "bocage aristocratique" (zona
de cercados aristocráticos). Visiblemente, los cercados de Armórica y deí
Macizo Central son cosa totalmente distinta, y verdaderamente "popular".
¿Son ellos, no obstante, muy viejos? [...] Podrían no remontarse a eda­
des muy remotas.» Es la opinión de André Meynier, en Le Massif Central,
pp. 33, 67, 76 y 115, y de R. Dion en su Essai. «Indiscutiblemente, hay
diversos textos que suponen hasta en plena edad media, en Bretaña y en
ja Marche, la existencia de un sistema de abertura de heredades colectiva
y de campos generalmente abiertos. En ciertos pueblos del Cotentin,
A. Rostand (Normannia, 1931, pp. 329 ss.; 1935, pp. 321 ss.) ha señalado
recientemente que en el siglo xvi pervivía la costumbre de levantar
—como antaño en tantos campos abiertos, bajo los carolingios—, en torno
a las tierras de labor, antes de la cosecha, cercados provisionales, y ello
excluye evidentemente la existencia de setos estables. En Amfréville ha
podido seguir de 1550 a 1686 los progresos de éstos. En la linde occiden­
tal del Macizo Central, en los alrededores de Confolens, un arrendamiento
de 1571 atestigua a la vez el uso de “cercados" (cloisons) temporales para
proteger ciertos campos, la existencia, en los demás lugares, de "fossés”,
es decir, de terraplenes, plantados de matorrales, y finalmente la imposi­
ción al aparcero de la obligación de hacer una cuarentena de metros de
“terraplenes nuevos"; la transformación parece, pues, cogida allí en pleno
vuelo (Paul de Rousiers, Une famille de bobereaux pendant six siécles,
1934, pp. 81-82). Sería urgente generalizar el estudio. Hasta el día en que
sepamos cómo y en qué fechas —variables probablemente según las regio­
nes— se extendió y fue considerado legítimo el cierre de los campos, no
entenderemos verdaderamente uno de los aspectos más destacados de los
paisajes agrarios franceses. Parece adivinarse que los cercados permanen­
tes sustituyeron un régimen de cultivo casi puramente temporal. Así se
explicaría su coincidencia con suelos pobres o considerados tales durante
mucho tiempo. Creados en torno a núcleos de población, como una especie
de prolongación de los huertos, sin duda se vieron favorecidos, en su mul­
tiplicación, por la dispersión del hábitat; más lejos de las casas, los bal­
díos, que habían retrocedido pero no desaparecido, continuaban desple­
gando sus grandes extensiones, reservadas unas veces al pasto y otras a
breves roturaciones y, por consiguiente, desprovistos de cercados no pro­
visionales. Cada aldea tenía sus cercados permanentes, y las aldeas eran
numerosas [...] No propongo esas observaciones más que marcándolas,
mentalmente, con todos los signos de duda posibles. A la espera de los
resultados de investigaciones más profundas, que no pueden ser obra más
que de equipos de trabajo, podrán hacerles a los investigadores, a falta de
otros servicios, el de ponerles en guardia contra los peligros con que, si
la imaginación no fuera cuidadosamente contenida, la obsesión de la pre­
historia o del factor étnico correría el riesgo de amenazar a nuestros estu­
dios. ¿Neolíticos o celtas, nuestros setos? Experimentándolo, ni siquiera
es seguro que resulten ser medievales.» (L. Poiriers, en Armales de Géo-
graphie, 1934, pp. 22-31, estudia una región de contacto entre campos
abiertos y cercados, en el sur del Anjou; no se ocupa del origen de los
setos, sino de su naturaleza, de su utilización y de su mantenimiento en
regiones de gran propiedad mobiliaria por las estipulaciones arcaicas de los
arrendamientos) (1936, pp. 267, 271-273).
«La formación de ese régimen de cercados [... ] en todas las regiones
en que hoy se observa, es resultado, según todas las apariencias, de la
definitiva puesta en cultivo de algunos de esos campos antes uniforme­
mente provisionales», según A. Meynier, Ségalas, Levézou, Cbdtaigneraie
(1932, p. 495). Un «fiel análisis de un término de tierras de cercados»,
de hábitat disperso, fue eí hecho por L. Fournier, Monographie géogra-
pbique de la commune de Btdat-Pestivien, Saint-Brieuc, 1934, con repro­
ducción de un plano parcelario. Ese municipio bretón de Cornouaille
disemina sus 1.500 habitantes entre un "burgo" (bourg) en el que se
agrupa menos de la décima parte de la población, y 77 "pueblos" (villa-
ges), más de la mitad de los cuales cuentan únicamente con uno, dos o
tres hogares. Del burgo irradian carreteras que dejan a un lado a los
"pueblos", unidos por muy malos caminos (1936, pp. 595*596).
En dos volúmenes, Le Limousin: étude de géographie physique ré-
giomle, y Cartograpbie du paysage rural limousin, 1940, A. Perpillou ha
hecho referencia a los «problemas que plantea la propia existencia del
paisaje de cercados». Él piensa que «durante ocho siglos el paisaje agra­
rio, en el Lemosín, no ha experimentado más que modificaciones poco
importantes». Equivocadamente, dice Marc Bloch, «pues diversos testi­
monios [...] sugieren una imagen mucho más móvil {supra, p. 162, y
«Les paysages agraires», 1936, p. 272 [vid. supra3. Seria de provecho
estudiar, a este respecto, junto al Lemosín, el CombraiUes y, más hacía
el este, las proximidades del alto valle del Sioule. Los Archivos del Puy-
de-Dóme poseen una serie de planos del siglo xvm procedentes de la
abadía de Bellaigue que interesan a esa última región, en torno a Saint-
Rémy-le-BIot y Lisseuil; dan la impresión de que es una zona de cerca­
dos en formación). Nacidos de la progresiva estabilización de un cultivo
antes exclusivamente temporal, los cercados del Lemosín y de la Marche,
como probablemente los de la mayor parte de zonas, parecen haberse
propagado realmente de forma muy lenta, por Iandas y pequeños bos­
ques. Poco a poco los setos fueron quitando fuerza a las antiguas prác­
ticas comunitarias, pero éstas, de las que hay claro testimonio, suponían
en su origen un régimen en que los campos abiertos, más o menos pro­
visionales, ocupaban un lugar relativamente importante» (II, 1942, pá­
gina 80). En la Marche, en las proximidades de Guéret, los setos se ven
sustituidos a veces por muros de piedras secas, p. 77.
No hay que confundir esas parcelas cercadas con otras que son de un
tipo claramente diferente. «El régimen que describe Helmer Smeds (Ma-
laxbygden, 1935, p. 436) en la costa de Finlandia comporta cercados, pero
se trata de grandes pedazos de tierra, cada uno de los cuales incluye "muí-
titud" de parcelas pertenecientes a distintos propietarios. Los cercados,
supongo yo, los distinguen de los terrenos de pasto y los protegen contra
los animales; en suma, es un sistema más semejante al in-field de las
Highlands de Escocia o a los "llanos" (plaines) del Bearn que a nuestras
zonas de cercados, nuestros bocages, en los que el cercamiento es, por
regla general, individualista» (1936, p. 273). A propósito del señorío de
los Rochers, cerca de Vitré, en Bretaña, perteneciente a Mme. de Sévigné:
con «la palabra "cbampaigne" [...] se designaba así, en el oeste, desde la
época de Noel du Fail, la reunión de diversas parcelas dentro de un mis­
mo cercado» (1932, p. 423).
A, Lequeux ha seguido con «precisión poco frecuente» la formación
de un "joven bocage", «L'accourtiílage en Thiérache aux xviic et xvme
siécles», en Mémoires de la Société d’histoire du droit des pays flamands,
picarás et wallons, 1939, pp. 21-52. «“Accouriiller" una tierra era, según
el uso lingüístico local, cercarla, para convertirla en prado o en pasto. El
diezmero perdía allí el diezmo de cereales. En principio, se le debía una
compensación, en forma de renta. En los casos particulares, no obstante,
allí había materia para muchos pleitos, de los que Lequeux ha sacado buen
partido,» El movimiento de "accourlillage" se precipitó en el siglo xvm.
«La metamorfosis del hábitat no siguió inmediatamente a la del paisaje de
cultivo. Eí pueblo concentrado resistió más tiempo que las tierras de
labor. Las explotaciones con sus edificios de hoy, aislados entre sus pra­
dos, no habían de aparecer hasta una época sensiblemente más tardía, por
efecto de un lento "esfuerzo de acomodación”. ¿Se trataba, no obstante,
de una transformación total, que hubiera sustituido una tierra de cereales,
totalmente abierta, por una zona de pastos cercados totalmente nueva?
Lequeux no lo cree así. En medio del open-field de campos alargados de
los viejos pueblos se veían insertarse, ya antes de los cercamientos, tierras
de cultivo de las aldeas formadas por parcelas irregulares, nacidas proba­
blemente de roturaciones relativamente recientes, también abiertas y pri­
mitivamente destinadas a los cereales y, sin embargo, gracias a su propia
forma, muy cerca de convertirse en cercados» (III, 1943, pp. 107-108).
Un caso particular: «el problema —si es que lo es— de los “cercados"
de viñas. La palabra se aplica casi siempre a viñas que forman parte de la
reserva señorial, pero a veces también a otras que están en manos de tene­
dores. Nada menos misterioso. Cercar una parte de las tierras de cultivo
era un acto grave, porque era sustraería a las obligaciones colectivas de
pasto, de las que no siempre se salvaban ni las mismas viñas. Era también,
cuando se trataba de proteger las valiosas cepas, una medida particular­
mente deseable para el explotador. Todos los detentadores de viñas se
esforzaban por ponerla en práctica. Menos estrechamente sometidos a la
dominación del grupo, los señores lo lograban mucho más frecuentemente
que los campesinos dependientes» (II, 1942, p, 50).

T ie r r a s a n á l o g a s : alg unas r e l a c io n e s

W, Müller-Wille dedica un excelente estudio a las tierras de Birken-


feld, en Renania, Die Ackerfluren itn Landesteil Birkenfeld und ihre
Wandlungen seit dem 17, und 18, Jabrbunderí, Bonn, 1936. «Hojeándo­
lo [...} un poco rápido, podría uno creerse en una de nuestras provincias
del norte.» Situado en el Macizo Renano, el pequeño principado de Bir­
kenfeld no se veía desfavorecido ni por el suelo ni por el clima. «Pero
el alejamiento en que se encontraba con respecto a todas las vías de co­
municación importantes lo condenó durante mucho tiempo a una vida
económica poco activa. Las pequeñas comunidades campesinas vivían allí
replegadas sobre sí mismas, preocupadas ante todo por obtener de sus
campos con qué subsistir ellas mismas [...] Según un sistema arcaico,
infinitamente más extendido además por toda Europa de lo que lo haría
imaginar el silencio mantenido respecto a él por muchos autores, las tierras
de cultivo se dividían comúnmente en dos partes. Una era la conocida
por el característico nombre de "tierra de abono" (Dungland); era natu­
ralmente la más próxima al pueblo y se cultivaba de modo permanente,
aunque sin escapar totalmente, a pesar del uso general de la rotación
trienal, a ciertas prácticas de cultivo temporal. Más allá se extendía un
espacio destinado enteramente a ese último modo de explotación. Éste,
a su vez, se dividía en Wildland. donde los cultivos alternaban en una
periodicidad casi regular con la hierba o los matorrales, y Rotíland, zona
generalmente de bosque en la que entre las cortas se insertaban, bastante
caprichosamente, roturaciones de corta duración. Compárese con la divi­
sión de las tierras del Bearn en “píame1' y "coteaux" y la de las tierras
escocesas en in-jield y out-field Había, naturalmente, verdaderos
bosques, varios de los cuales se han conservado hasta nuestros días. Müller-
Wille hace con respecto a ellos la interesante observación de que, entre
los que hoy se conservan, si bien dos se han visto protegidos por las con­
diciones del suelo, inadecuado para el cultivo, el tercero debe su conser­
vación únicamente a una particularidad de orden social: fue propiedad
señorial y ha seguido siendo propiedad nobiliaria. La Dungland, ordina­
riamente, era objeto de apropiación individual, sin perjuicio, naturalmen­
te, de los derechos colectivos de uso. Excepcionalmente, no obstante, en
algunos pueblos se redistribuía periódicamente entre las distintas familias.
Es sabido que en determinados lugares se encuentran otras huellas de ese
régimen, desde la Lorena alemana a la región de Tréves. Müller-Wille lo
considera de origen relativamente reciente. Tras las devastaciones de la
guerra de los Treinta Años, los habitantes, muy poco numerosos y ante
una tierra destrozada, se habrían repartido así el trabajo de reemprender
la explotación. No es eso más que una simple conjetura [...]».
En el siglo xix, Wildland y RotUand desaparecieron totalmente; la
conquista de la tierra, obra de la pequeña propiedad campesina, fue pro­
vocada por el aumento de la población, la construcción de carreteras y
vías férreas y la introducción de plantas forrajeras, que, al favorecer el
aumento de tamaño de los rebaños, permitieron un abonado más abun­
dante. «Naturalmente, con la aparición de la patata, en 1723, de los forra­
jes artificiales, hacia mediados del siglo xvm, y finalmente de la remola­
cha, que no tuvo lugar hasta 1890 aproximadamente, la rotación de los
cultivos ha quedado profundamente modificada. Ha desaparecido el bar­
becho. Pero aunque no exista ninguna obligación legal, el hábito de prac­
ticar una rotación uniforme en los diferentes campos que componen una
misma haza se ha mantenido en ciertas comunidades hasta nuestros días,
por la tenacísima persistencia en ellas de la abertura de heredades [...]
Ciertas parcelas situadas en la periferia de la superficie de labranza fueron,
tanto allí como en los demás lugares, las primeras en escapar a la rotación
obligatoria (p, 99). En cuanto a la abolición legal, ya en 1763 fue pro­
mulgada por el gobierno del principado de Deux-Ponts, al que pertenecía
entonces una parte de la región. Es sabido que, hacia la misma época,
fueron tomadas medidas análogas en el territorio de Sarrebrück. Éstas
deben situarse entre las manifestaciones del "despotismo ilustrado", cuyos
principios habían de inspirar a más de un dinasta alemán.» En Birken-
feld, «como en nuestro mediodía, la costumbre del heredero único, aún
tras desaparecer de! derecho, se mantuvo a menudo por la costumbre»
(1937, pp. 606-608).
Marc Bloch, que nunca dejó de recordar la necesidad de ía historia
comparada, se sintió afortunado por la ocasión que se ofreció para esta­
blecer un paralelismo entre las sociedades rurales francesas y las de un
país mediterráneo muy próximo y unido a Francia. Con el título «Une
belle histoire humaine: nomadisme et vie sédentaire en Tunisie oriéntale»,
1941, pp. 162-166, reseñó el libro de Jean Despois, La Tunisie oriéntale:
Sahel et basse steppe. Étude géographique, 1940 (Publicaciones de la Fa­
culté des Lettres d’Alger, IIa serie, t. XIII), y agradeció al autor aquella
«inteligencia y minuciosidad de análisis» al haberse «hecho una ley, cuan­
tas veces era necesario, de buscar deliberadamente, más aliá de las mismas
fronteras que se había fijado en principio, unas veces instructivas ocasiones
de comparación, y otras la explicación de una forma de vida procedente de
otro lugar». La "baja Byzacéne” era una «tierra de cereales, ante todo, como
tantas antiguas estepas en las que eí cereal sustituyó a la maleza o a los
secos matorrales». En el siglo n «se introdujo el monocultivo, el del olivo,
que hace retroceder a espigas y rebaños», aunque sin cubrir, no obstante,
toda la tierra. Tras las invasiones de mediados del siglo xi, la estepa «se
convierte o vuelve a convertirse en una inmensa tierra de pasto, con algu­
nos cultivos temporales dispersos sin árboles», pues «en tierra de pasto, el
huerto, sin la protección de sólidos cercados y de una buena policía,
sucumbe bajo el diente de los animales», Bajo el régimen turco, todavía
está la estepa, con tribus nómadas que practican el cultivo de los cereales.
«El campo se sitúa a menudo lejos de los pastos, y también él, a su modo,
es nómada.» Con la ocupación francesa, «la vida sedentaria se extiende
progresivamente por la estepa, y los propios nómadas tienden a fijarse».
No obstante, la vida rural es aún muy "extensiva". Aparte de los cereales,
«el gran instrumento de esa metamorfosis fue el olivo [...] Al mismo
tiempo que el paisaje, se transformó el derecho. El campo explotado de
forma continua y, más aún, el árbol, crean en la estepa la propiedad indi­
vidual, que el cultivo temporal había sido impotente para hacer nacer,
(Señalo aquí, de paso, algunas observaciones que a los historiadores con
apego al estudio de la vida jurídica en la antigua Europa les sería prove­
choso meditar; podrían dar sangre y carne a controversias a las que a
menudo falta un poco de contacto con la realidad.) Por un movimiento
análogo, la familia, en sentido amplio e incluso en sentido estricto, va poco
a poco sustituyendo a la tribu o fracción de tribu como grupo verdadera­
mente actuante; «a medida que se refuerzan los lazos entre los hombres
y la tierra la célula social va estrechándose [...]». La brusca introducción
de las masas campesinas o nómadas en un ciclo de intercambios acelerados
tuvo como consecuencia una crisis a la vez económica y psicológica cuya
agudeza nos la permite medir sin dificultades la historia de la antigua
Europa. Así pues, «una obra [francesa] y, tras ella, toda una evolución
pasada llenas de enseñanzas para el observador de las sociedades huma­
nas. A lo largo de la móvil historia no es posible descubrir más que
un solo factor de cambio: el hombre mismo, Las condiciones físicas, desde
los fenicios, han permanecido inmutables. Ciertamente, en esta tierra,
ciñen la actividad de nuestra especie con barreras de rigor pocas veces
superado en la superficie del globo. No obstante, dentro de esos límites,
que ningún esfuerzo técnico podría pretender superar, ¡qué maravillosa
facilidad de adaptación! Incluso en el detalle del desarrollo, lo que se
encuentra es siempre el hombre, siempre la psicología humana. ¿El pasto,
forma natural de explotación en tierra de estepa? De acuerdo, pero tam­
bién está el rebaño, única forma de riqueza que, por su movilidad, puede
ir bien a tribus expuestas a perpetuas razzias. El cultivo del olivo, entre
terraplenes, según el método saheliano, se ha dicho que es muy favorable
en esa tierra, en que la escasez de las lluvias y la intensidad de las arro-
yacks amenazan con sus peligros ai huerto. Sin duda es así. Pero ¿cómo
no ver en ese procedimiento una aplicación del clásico cultivo en terrazas
de las regiones mediterráneas, transportado a una zona con pocas piedras?
Así, el hermoso libro de Despois nos ofrece a cada paso una sana lección
de realismo, en el verdadero sentido de la palabra en ciencias cuya materia
es, esencialmente, el hombre y su espíritu» (1941, pp. 162-166). «Sobre
esos problemas de método, abordados también en su aplicación al mun­
do mediterráneo, será provechoso leer las agudas y penetrantes observa­
ciones que el interesante libro de Ch. Parain sobre La Méáiterranée ins­
piró a J. Célerier, Hespéris, 1937 (pp. 119 ss.)» (1941, p. 166).
A propósito de Le Lannou, Peltres et paysans de la Sardaigne, 1941:
«A menudo —demasiado a menudo— se ha opuesto a las fuertes obliga­
ciones rurales de la Europa del norte y del centro el campo pretendida­
mente independiente del mediodía. Véase, no obstante, al pueblo sardo,
hasta pleno siglo xix. Nada de parcelas alargadas, es cierto, ni paralela­
mente dispuestas en cuarteles; al igual que en nuestras provincias medi­
terráneas, no hay más que parcelas en forma de puzzle. En ese particular,
pues, la antítesis sigue existiendo y espera explicación. Pero las vidax-
zoni —así se llamaba la parte de tierras cultivadas regularmente— estaban
sometidas a un sistema de obligaciones colectivas (abertura de heredades,
prohibición de cercar, rotación forzosa) de un rigor tan implacable como
en cualquier open-field inglés, borgoñón o renano. Parece incluso que en
la edad medía, y todavía más tarde, la apropiación de esas tierras de labor
sin cercados permaneció incompleta durante mucho tiempo; la mayor
parte se distribuía entre los habitantes por sorteo periódico. La vidazzone
estaba dividida en hazas, a veces bastante numerosas, de tal modo que
había toda una gradación que, según los lugares, iba de un régimen de
rotación estrictamente bienal, que comportaba únicamente dos hazas, a
variados tipos de cultivo temporal con barbechos de mucho más larga
duración que el tiempo de cultivo. Rodeada por todas partes de inmensas
tierras de pasto y para la recolección de productos silvestres, la vidazzone
se protegía contra las divagaciones de los rebaños con una verdadera mu­
ralla, hecha generalmente con piedras secas y provista de puertas, cerradas
por verjas, un poco como, muy lejos de allí, en las nieblas de las cumbres,
en el in-fíeld de la alta Escocia [...] Así, tras las investigaciones de Latron
y de Weulersse sobre Siria, queda, así hay que esperarlo, destruido para
siempre uno de los más molestos mitos de nuestros estudios, un mito que
por otra parte, entre nosotros, habría tenido que bastar para disiparlo la
historia del campo de Languedoc y Provenza. El norte comunitario y el
Mediterráneo individualista; no, las cosas, decididamente, no son tan sim­
ples, y las tierras abiertas de Provenza o de Cerdeña no tienen nada que
ver con una tierra de cercados.» Esa estructura agraria se vio alterada tras
la publicación, en 1820, del edicto sobre cereamientos, «paralelo casi per­
fecto de nuestros “edictos de cercado" (édits des clos) del siglo xvm. La
reforma, sin duda, chocó con no pocas resistencias En más de un
lugar, los ricos simplemente la aprovecharon para cercar sus pastos y a
partir de entonces arrendarlos muy caros a los pastores».
Esa estructura plantea «problemas de origen»: «La influencia germáni­
ca, tan a menudo invocada igual en Inglaterra que en Francia [...] queda
ahí totalmente fuera de lugar [...] ¿Hay que mirar, pues, a la prehistoria?
Cuando el investigador encuentra en su camino un sistema aparentemente
tan misterioso como ése, la tentación natural está siempre en hacer res­
ponsables a nuestros mudos antepasados de las edades de la piedra». Por
Cerdeña se esparcen más de ocho mil "nuraghes", edificios de piedras
secas, antiguas moradas, en su gran mayoría de origen prehistórico, Esta­
ban muy dispersos. «Semejante dispersión era evidentemente incompati­
ble con el sistema de las vidazzoni. Éste dataría, pues, de una época muy
posterior, que Le Lannou sitúa en los primeros siglos de la edad media»,
y tendría por motivo la inseguridad, que llevó consigo un nuevo agrupa-
miento en el interior de la isla, con el establecimiento de prácticas comu­
nitarias. Hipótesis ingeniosa, dice Marc Bloch, pero que, en todo caso,
no puede aplicarse a los campos de Francia. «Es difícil evitar la idea de
que un sistema de ese orden debe ser expresión de ciertos hábitos sociales,
de una cierta estructura de los lazos humanos dentro del grupo; por sí
sola, la necesidad de seguridad no parece que pueda explicarlo mucho
más que, por ejemplo, la necesidad de agua o las aptitudes del terreno.
El problema me temo que sigue en pie por entero. Pero es ya mucho
haberlo planteado en esa nueva forma. Yo ya lo he señalado, que en
cuanto un régimen agrario nos da impresión de primitivismo, tendemos a
creerlo prodigiosamente antiguo. El ejemplo de nuestras zonas francesas
de cercados parece mostrar que a menudo es un error. Sí bien es cierto
que, según sugiere Le Lannou, las vidazzoni sardas, con sus parcelas abier­
tas, su redistribución periódica de éstas y su rígida abertura de heredades,
no deben considerarse anteriores a la edad media, el caso de Cerdeña, a
su vez, nos remite a una imagen más certera de la evolución y de sus
sorprendentes posibilidades» (III, 1943, pp, 95-97).
El «hermoso libro» de A. Latron, La vie rurale en Syrie et au Liban,
Beirut, 1936, da igualmente motivo a Marc Bloch para comparaciones de
historia de los regímenes agrarios. Recuerda éi sus conclusiones esencia­
les: 1.° «En Siria (en sentido amplio), los términos de tierras de campos
abiertos y alargados son muy numerosos [... ] Tanto por la forma de los
campos como por la naturaleza de las obligaciones [...] reproducen, casi
rasgo a rasgo, la familiar imagen que ios historiadores de nuestros cam­
pos europeos han analizado tantas veces. ¡Se acabaron las quimeras nór-
dícas o mediterráneas! El Gewanndorf florece aún hoy ante nuestros ojos,
lejos de las llanuras de la Europa del norte, a la oriUa misma de la vieja
mar que dio vida al mundo antiguo.» 2.a «Se encuentra otro tipo de tie­
rras de cultivo. Están formadas por parcelas irregulares, diseminadas sin
orden por la superficie que depende del pueblo [...] Allí, nada de obli­
gaciones colectivas. La explotación permanece estrictamente individuali­
zada. El contraste parece, ante todo, de naturaleza geográfica. Esas tierras
de parcelación irregular, sin prácticas comunitarias, caracterizan a las regio­
nes de relieve recortado, en las que las extensiones cultivables son escasas
y dispersas.» 3.° «El pueblo de campos abiertos y alargados en el que,
como en Europa, las parcelas son objeto de una apropiación individual
limitada únicamente por diversas obligaciones en provecho de la comuni­
dad, no representa en Siria más que el punto de llegada de una evolución
cuyas primeras etapas son aún perfectamente visibles. Hay otros términos
de tierras cuya forma es la misma, pero los lotes de parcelas son objeto
de un reparto periódico entre las distintas familias [...] En esos casos
sólo son asignados individualmente a perpetuidad los huertos, ciertos cam­
pos aislados alejados del grueso de la superficie de labranza, en medio de
bancos rocosos, y, finalmente, los campos plantados de vides o árboles
frutales (pues la redistribución por cortos intervalos supone cultivos anua­
les). Hay más. Incluso donde la totalidad de las tierras de labor ha sido
objeto de apropiación definitiva, si la colectividad decide roturar una
nueva extensión, esta, en general, permanece sometida durante algún tiem­
po a una redistribución periódica de sus distintas partes [...]» 4.° «El
sistema de obligaciones comunitarias no deja de tener su fragilidad. En­
contramos ahí un juego de influencias análogo al de las que finalmente
transformaron de arriba abajo la estructura agraria de Europa: concentra­
ción de parcelas por parte de los ricos, progreso de técnicas nuevas (en
Siria, ante todo, la vid, los árboles frutales y los cultivos irrigados) y,
finalmente, modificaciones de la mentalidad. Así acaba por introducirse
a menudo el individualismo agrario, de modo más o menos subrepticio.
En algunos sitios tienen lugar verdaderas concentraciones parcelarias, unas
por disposición oficial y otras (que para los pobres no son las menos cos­
tosas), simplemente, impuestas por los poderosos. Puede verse [...] cuán­
tas relaciones fecundas con la historia de nuestros campos occidentales
propone ese estudio. Un extraordinario desfase cronológico recoge ahí, en
un campo de experimentación verdaderamente privilegiado, las diversas
fases de una evolución que, entre nosotros, duró por lo menos dos mile­
nios [... ] El libro [... ] debe [... ] ocupar desde ahora un lugar entre las
obras indispensables para todo ensayo de interpretación de los regímenes
agrarios» (1941, pp. 122-124). A. Latron «En Syrie et au Liban: village
communautaíre et structure sociale», en Annales, 1934, pp. 225-234.
A propósito de Ja primera de esas conclusiones, Marc Bloch observa
que si bien en Marruecos, o por lo menos en el Rharb, ios campos abiertos
son irregulares y no rige la abertura de heredades (J, Berque, Études
p, 19), «el tipo común de parcelas alargadas se encuentra en civilizaciones
totalmente distintas- Véase, por ejemplo, el plano de las tierras parceladas
del pueblo de Pundjab, en Dwight Sanderson, The rural community, Bos­
ton, 1932. Tápese la leyenda: cualquiera de nosotros se creerá en las
Midlands o en la Beauce. No será sólo de Francia, de Inglaterra o de Ale­
mania, será fuera de Europa de donde un día será realmente preciso salir,
para resolver el enigma de los regímenes agrarios» (1941, p. 122).
Le pays des Alaouites de J. Weulersse, Tours, 1940, «abunda en ins­
tructivas ocasiones para establecer relaciones». En esa zona se advierten
«dos llanuras costeras, dedicadas a prácticas tradicionales de la agricultura
mediterránea, y una montaña áspera que, en grandes extensiones, el hom­
bre ha despojado enteramente de su antiguo aderezo forestal [...] Es la
estructura social, impuesta por la historia, lo que explica los rasgos más
particulares de ese paisaje agrario, cuyas bases físicas son, en suma, bas­
tante corrientes en la zona mediterránea. Por una paradoja casi escandalo­
sa, las llanuras costeras, en las que no faltan las aguas corrientes, ignoran
toda irrigación organizada. Ello, con seguridad, no tiene más motivo que
la falta de una buena disciplina colectiva. Y si donde en la antigüedad se
extendían los fértiles campos de Apamea no se ve vivir hoy, entre las
marismas, más que una miserable población de pescadores [...] es por­
que la incuria de los gobernantes dejó que el paludismo se apoderara de
los campos y los prados». J. Weulersse habla también del pueblo uman­
chad” estudiado anteriormente por Latron. «Los autores que relacionaron
ese sistema [...] con el open-field europeo de campos alargados, no pre­
tendían con ello postular nada en absoluto sobre sus orígenes étnicos.»
El hecho de que sólo sean “mouchaa” ciertos pueblos es un «contraste que
se sitúa evidentemente en el meollo mismo del problema» {III, 1943, pá­
ginas 116-117).

A b e r t u r a d e h e r e d a d e s y o b l ig a c io n e s c o l e c t iv a s (p p . 1 4 2-14 8)

Marc Bloch recuerda que la abertura de heredades (vaine páture) no


representa el «apacentamiento en los baldíos permanentes o en los bos­
ques [...] Es en un sentido totalmente distinto, cuya precisión debe ser­
virnos de modelo, en el que, por lo menos desde el siglo xvm, la lengua
jurídica fijó el empleo del término. El derecho rural francés entiende por
vaine páture ■ —y así debemos entenderlo con él— el apacentamiento en los
barbechos (tierras provisionalmente "baldías” [vaines] o “vacías” [vi­
des]), por oposición al que se realiza en las extensiones ajenas a la tierra
de labor» (1936, p, 401), La expresión "vaine páture” «conviene reservar­
la, estrictamente, para utilizarla en su sentido jurídico francés: apacenta­
miento en las tierras de labor, una vez levantada la cosecha» (1941, pá­
gina 164).
Hay que desconfiar de ciertos textos referentes a esas antiguas obliga­
ciones, que las niegan. Es el caso de la Coutume del Berry (1539), obra
de «romanistas impenitentes», entre los cuales estaba Fierre Lizet, primer
presidente del Parlamento. En la medida en que pudo, según una «concep­
ción totalmente quintaría dei derecho de propiedad», Lizet refirió esa
costumbre de acuerdo con el derecho romano y en contra de ios usos
realmente practicados. «De ahí procede luego un verdadero antagonismo
entre la tradición campesina y la ley escrita.» La abertura de heredades
estaba en el Berry efectivamente viva, pues tras las leyes de 1889 y 1890
hubo municipios que pidieron su mantenimiento (1934, p. 488; 1936,
p. 267).
Derechos colectivos sobre las rastrojeras, en las tierras del priorato
de Lucheux y del prebostazgo del Gros-Tison, en Picardía (III, 1943, pá­
gina 115).
Otro antiquísimo derecho colectivo: el espiqueo. Sobre sus beneficios,
bastante importantes, así como sobre su pronta desaparición hacia finales
del siglo xix, el excelente estudio de A. Dubuc dedicado a esa costumbre
en Normandía (Société des Études Locales dans FEnseignement Public.
Groupe de la Seine-Inféríeure, Bulletin, mayo de 1937 a mayo de 1938,
pp. 69-99) da indicaciones de orden general (III, 1943, pp. 110-111),

Abertura de heredades en el mediodía (pp. 148, 464*471)


No puede negarse, «en los campos abiertos del sur del Loira, la fuerza
de las obligaciones colectivas. Éstas, desde luego, ofrecieron allí una resis­
tencia sensiblemente menos viva que en las regiones de campos alarga­
dos [...] no obstante, no dejaban de atar bastante corto la iniciativa
individual». Un "edicto de cercados" del Bearn muestra la importancia de
esas obligaciones colectivas, equivocadamente negada a esa provincia por
Arthur Young, Iguales «obligaciones de apacentamiento particularmente
fuertes» sobre las tierras de labor de Provenza (1936, pp. 268-269). En el
Languedoc, la «"compascuité” constituía, en toda la región, una practica
antigua y de carácter claramente obligatorio [...] Está claro que las comu­
nidades la consideraban como una verdadera ley de las tierras», E. Ap-
polis, «La question de la vaine páture en Languedoc au xvme siécle», en
Armales Historiques de la Révolution Frangaise, 1938. Así pues, el me-
14. — BLOCH
diodfa, con sus campos irregulares, no es "individualista". «Es, por otra
parte, igualmente instructivo constatar con qué obstinación, tras las me­
didas restrictivas tomadas en el curso del siglo xvm, gran número de
pueblos continuaron manteniendo, de hecho, la antigua costumbre» (1941,
pp. 109-110).
A r ado y t é c n ic a s a g r íc o l a s (p. 15 0)

«El estudio del instrumento de labranza y de sus diversas formas se


sitúa naturalmente en el meollo de toda historia seria de la técnica agrí­
cola.» Desde la redacción de la Historia rural, tres trabajos importantes
sobre el arado: J. B. Passmore, The English plough, Oxford, 1930,
H. Stigum, «Plogen», en Bitrag til Bondesamfundéis Historie, Oslo y París,
1933, I, pp. 74-166, y sobre todo P. Leser, Entstehung tind Verbreitung
des Pfltíges, Munster, 1931, amplio repertorio fundamental. En Francia,
zona de «contacto entre civilizaciones rurales diversamente organizadas y
armadas», se observa la oposición entre el arado sin ruedas (araire) y el
arado montado sobre un eje delantero con ruedas (charrue). Esa «adapta­
ción de ruedas a la tierra», de considerable importancia, fue realizada por
los habitantes de las «grandes estepas limosas», al norte de los Alpes y del
Macizo Central. Hay otros problemas, referentes a la cuchilla y a la ver­
tedera, al uso del metal o de la madera y a la forma de la mancera. La
vertedera cóncava apareció en Europa en el siglo x v ii i ; existía ya en
Extremo Oriente, pero «no toda coincidencia es una imitación». El arado
de ruedas, que cavaba mejor, pero era más duro de arrastrar, planteaba
problemas de tiro y problemas sociales, pues a menudo los grandes tiros
no podían formarse más que con la mutua ayuda de varios poseedores. «Se
llega así a la pregunta de sí perfeccionamientos como el eje anterior con
ruedas o la vertedera eran posibles fuera de comunidades animadas por un
sólido espíritu colectivo, con tierras parceladas de un modo que permitie­
ra la unión de esfuerzos —y, por otra parte, tampoco puede decirse con
exactitud, en los diferentes casos, en qué medida el progreso técnico fue
un resultado o una causa.» El arado acentuó la oposición entre "labrado­
res", con ganado importante, y "trabajadores". «La técnica va siempre
ligada a las más profundas realidades sociales.» Así ocurrió igualmente
con los instrumentos de cultivo; donde las rastrojeras correspondían a la
colectividad, por ejemplo, ésta abolía el uso de la guadaña, que corta
mucho más bajo {1934, pp. 474-477). Igualmente, 1934, pp. 596-597.
Sobre el arado y la forma de los campos, supra, pp. 180-183. Muy recien­
temente ha aparecido un volumen de primera importancia, A. G. Haudri-
court, M. Jean Brunhes-Delamarre, L’homme et la charrue á travers le
monde, 1955, con gran riqueza de ilustraciones.
Sobre la historia de las técnicas el compendio de A. P. Usher, A bis-
tory of mechantcal inventions, Nueva York, 1929 (1931, pp. 278-279),
es preferible a F. M. Feldhaus, Die Tecbnik der Antike und des Mittelal-
ters, Potsdam, 1931, muy bien ilustrado, pero con lagunas de información;
ignora, en particular, los capitales estudios del comandante Lefebvre des
Noéttes sobre el tiro. Fueron expuestos en 1924 en un libro revelador,
objeto de una segunda edición muy aumentada, Vattelage, le chevd de
selle a travers les áges. Contribation a l’bistoire de l’esclavagei París,
1931, X vol. y 1 álbum con 457 grabados. Marc Bloch recuerda el gran al­
cance del descubrimiento de Lefebvre des Noéttes sobre las transformacio­
nes del tiro y la aparición de la herradura en la alta edad media. No obs­
tante, él no atribuye a esa revolución técnica la influencia que el autor
considera que tiene sobre la desaparición de la esclavitud. «Cuando el
tiro moderno hizo su aparición en Occidente, hacia el siglo x, la mano de
obra servil había dejado de ocupar desde hacía ya mucho tiempo un lugar
importante en la economía de los pueblos occidentales.» Por otra parte,
a pesar de esa aparición, en diversas zonas mediterráneas, y en particular
en España, la esclavitud se mantuvo (1932, pp. 482-484).
Marc Bloch subrayó la aportación de la estepa eurasiática, exterior a
Roma y la Germania, a esa evolución, «Les techniques, l’histoire et la vie.
Note sur un grand probléme d’influences», 1936, pp. 513-515, introducción
a A.-G. Haudricourt, «De Torigine de I’attelage moderne», 1936, pp. 515-
522, donde habla especialmente del arado, artículo completado y rectifi­
cado por «Lumiéres sur l’attelage moderne», II, 1945, pp. 117-119. Del
mismo autor, en los Annales, penetrantes estudios: «L’origine de la duga»,
la pieza de madera curva que une los dos varales en el arnés ruso del
caballo, 1940, p. 34, «Contribution á I’étude du moteur humain», 1940,
pp. 131-132, «Ce que peuvent nous apprendre les mots voyageurs», para la
historia de las técnicas, según que el nombre de un objeto corriente sea
antiguo o de reciente introducción en una lengua, I, 1942, pp. 25-30, y
«Moteurs animés en agriculture», en Revue de Botanique Appliquée, 1940
(L. Febvre, II, 1942, pp, 56-59). L. Febvre, «Attelage et manque d’attela-
ge», 1940, p. 33.
La exposición Les Travaux et les Jours dans l’Ancíenne France, organi­
zada en la Biblioteca Nacional en junio-agosto de 1939, bajo los auspicios
de las Cámaras de Agricultura, para el IVo centenario de Olivier de Serres,
había reunido una selección sin precedentes de «testimonios iconográficos
sobre la vida campesina hasta finales del siglo xvi. Para la historia de las
técnicas, en particular, se trata de una colección de materiales de valor
verdaderamente inapreciables». El catálogo elaborado por E. A. van Moé
y R. Brun, con introducción de Marc Bloch, constituye un «repertorio cien­
tífico de duradero valor; véanse, especialmente, las indicaciones de M. van
Moe sobre los arados». Las fotografías fueron depositadas en el Musée
des Arts et Tradítíons Populaíres, que había prestado su ayuda (1939,
pp. 447-448). Marc Bloch, no obstante, aconseja prudencia, recordando
dos trampas del documento iconográfico: el plagio y el esquematismo. Por
fortuna, nuestras más abundantes recopilaciones de iluminaciones rurales
datan de los siglos xiv y xv, muy realistas (Catálogo de esa exposición,
pp. 2-3).
Encuesta iniciada en 1938 en la revista Folklore Paysan por Ch. Pa­
raln sobre los procedimientos de trilla de cereales (1940, p. 158).
Capítulo 3

EL SEÑORÍO HASTA LA CRISIS


DE LOS SIGLOS XIV Y XV

1. E l s e ñ o r í o d e l a a l t a e d a d m e d ia y su s o r í g e n e s

Todo estudio del señorío debe tomar su punto de partida en la


alta edad media. No es que la institución misma no se remonte a
un pasado mucho más remoto; en su momento, trataremos de defi­
nir esas lejanas raíces. Pero en los siglos vm y ix, por primera vez,
la relativa abundancia de documentos —cartas, textos legislativos y,
sobre todo, esos valiosos inventarios señoriales que se ha tomado
por costumbre llamar polípticos— permite una descripción de con­
junto que sería vano intentar dar para una época más temprana.
El suelo de la Galia franca se nos presenta fraccionado en muy
gran número de señoríos. En general, éstos eran llamados entonces
villae, aunque esa palabra empezara ya a convertir su sentido en el
de lugar habitado. ¿Qué era, en esa época, un señorío, una villa?;
en el espacio, era un territorio organizado de tal modo que gran
parte de los beneficios de la tierra revirtieran, directa o indirecta­
mente en un solo dueño, y humanamente era un grupo que obede­
cía a un solo jefe.

La tierra del señorío se divide en dos partes, claramente dife­


renciadas pero unidas por lazos de interdependencia extremadamente
estrechos. Por una parte, una gran explotación, explotada directa­
mente por el señor o sus representantes; es lo que, en el latín de la
época, se llamaba generalmente mansus indominicatus o, más tarde,
en francés, domaine; nosotros hablaremos de dominio, o también de
reserva señorial. Por otra parte, un número bastante elevado de
pequeñas o medianas explotaciones cuyos detentadores deben al se­
ñor diversas prestaciones y, sobre todo, contribuyen al trabajo de
la reserva; los historiadores, sirviéndose de una palabra del derecho
medieval posterior, las llaman tenencias (tenares). La coexistencia
en un mismo organismo de esa gran explotación y de esas otras me­
dianas es, desde el punto de vista económico, el carácter fundamen­
tal de la institución.
Dirijamos primero la mirada a la reserva. Se trata de viviendas y
edificios de explotación, huertos, Iandas y bosques, pero sobre todo
de campos, prados y viñas: es esencialmente un dominio agrícola.
¿Es todo ello de una sola pieza? Bien se adivina que no tenemos
mapas. Pero donde los textos dejan traslucir alguna claridad adver­
timos que las tierras de labor de la reserva están normalmente divi­
didas en varios «campos», en varias «coutures», más o menos entre­
mezcladas con los bienes de los tenedores. Ahora bien, esas parcelas,
aunque de superficie muy variable según los casos — en promedio,
en Verriéres (Parisis), hasta 89 hectáreas, en Neuillay (Berry), 5
hectáreas y y en Anthenay, en la región de Reims, menos de una
hectárea— ,J son por regla general, incluso en la zona de campos
abiertos y alargados, mucho más extensas que las que componen
las tenencias. Al tener más tierras, el señor escapa en cierta medida
a la ley de la fragmentación, hecha para pequeños y medianos ocu­
pantes que poco a poco han hecho avanzar sus surcos, con la preo­
cupación de igualar sus posibilidades. Porque, ordinariamente, la
reserva es muy extensa. Dejemos a un lado casas, bosques y yermos.
De la tierra cultivada, ¿qué parte corresponde al dominio y cuál a
las tenencias? La cuestión es capital: según se resuelva en uno u otro
sentido, la propia naturaleza del organismo señorial variará total­
mente. Es también una cuestión muy dificultosa, por la penuria y
la oscuridad de los datos estadísticos. Había además, probablemente,

1. Cf. L. Halphen, Études critiques sur Vbistoire de Charlemagne, 1921,


pp. 260*261. Sobre Anthenay, B. Guérard, Volyptyque de l ’abbaye de Saint'
Rémi de Reims, 1853; desgraciadamente, ahí las medidas se indican en mappae,
que según parece fueron de magnitud variable según los lugares; es seguro,
no obstante, que no hay ningún cálculo que pueda darnos más de una hectárea.
diferencias, muy graneles, no sólo entre un lugar y otro, sino también
entre las diversas categorías de señoríos. Las grandes fortunas rústi*
cas son las únicas de las que los documentos nos dan una idea un
poco precisa. Incluso ciñéndonos a ellas, hay que renunciar a com­
poner nada que pase de un orden de magnitud. La imagen que, sin
demasiado riesgo de error, podemos hacernos de los campos señoria­
les en las tierras del rey, de la alta aristocracia y de las principales
iglesias abarca de una cuarta parte, aproximadamente, a la mitad
del total de los cultivos, con una superficie, a veces, de varios cente­
nares de hectáreas.
Nos encontramos, pues, ante un tipo de explotación grande, o
incluso muy grande. Para sacarle provecho era necesaria una mano de
obra bastante abundante, ¿de dónde podía obtenerla el señor?
Tres sistemas, en principio, podían procurársela, y de hecho se
la procuraban, aunque en proporciones extremadamente variables: el
trabajo asalariado, la esclavitud y la corvea a que estaban obligados
los tenedores.
Dentro del trabajo asalariado, a su vez, pueden considerarse dos
tipos. O bien el que lo emplea remunera al trabajador mediante un
salario fijo, en dinero o en especie, o bien lo acoge en su casa y toma
a su cargo los gastos necesarios para su manutención o incluso para
su vestido, y en caso de añadirse a ello el pago de una cantidad
de dinero, ésta no aparece más que como complemento. El primer
procedimiento, hoy constante en la gran industria, permite cierta
agilidad en el empleo de la mano de obra; es adecuado para ocupa­
ciones transitorias y favorece la libre renovación del personal; ade­
más, cuando comporta un pago en numerario, exige, evidentemente,
una economía basada en gran medida en la moneda y los intercam­
bios. El segundo, en uso aún hoy en la agricultura, supone más
estabilidad y una circulación de bienes menos intensa.
La alta edad media, por mucho que se haya dicho, conoció el
empleo retribuido de mano de obra en sus dos formas, en las re­
servas señoriales. Eran verdaderos asalariados, aquellos trabajadores
empleados por los monjes de Corbie en sus huertos, en la cava de
los arriates durante el otoño, en los plantíos de la primavera y en la
escarda del verano, mediante el pago de algunos panes, algunos moyos
de cerveza, algunas legumbres y también algunos dineros. También
lo eran aquellos campesinos llegados de regiones asoladas que, según
el testimonio de un capitular de Carlos el Calvo, se empleaban para
las vendimias.2 Ocupaciones, en uno y otro caso, temporeras, que
durante un espacio de tiempo bastante breve exigían un brusco in­
cremento del trabajo aplicado. La existencia de esos obreros tempo­
reros demuestra mayor movilidad de la población rural que la que
a veces se imagina y una cierta superabundancia de mano de obra,
que se explica por los raquíticos cultivos de la época. Pero, en los
grandes dominios señoriales, el trabajo asalariado no jugó nunca más
que un papel de complemento excepcional y pasajero.
También en todas las épocas de la edad media, y especialmente
en la Galia franca, hubo trabajadores que vivían a expensas del amo,
que recibían de él la «prebenda», la «propende» del francés medie­
val (praebendam); eran, en una palabra, por hablar como los viejos
textos, los «prebenderos». Pero, entre ellos, sólo los hombres libres
merecen el nombre de asalariados, pues el esclavo, aunque alimen­
tado también por el amo, ocupa una posición totalmente diferente.
Ahora bien, en el período franco había aún esclavos, y entre los «pre­
benderos» a los que hacen referencia documentos bastante numero­
sos —se trata sobre todo de reglamentos referentes a las distribu­
ciones alimenticias, mucho más preocupados por fijar las raciones que
por entrar en el análisis de las condiciones sociales— es a menudo
difícil distinguir las diversas condiciones jurídicas. Es posible, no
obstante, que entre la gente entremezclada y a menudo bastante
turbulenta que recibía la prebenda de manos de los mayordomos se­
ñoriales, junto a esclavos, artesanos libres, hombres de armas y va­
sallos figuraran algunos mozos de labranza o algunas criadas cuya
presencia era voluntaria. Pero no en número suficiente, eso es se­
guro, para el cultivo de las enormes explotaciones.
¿Y los esclavos?
También ahí se impone una distinción. Hay dos modos distintos
de emplear al esclavo en los campos: como mozo, trabajando en la
explotación del amo en tareas fijadas cada día por éste o por su re­
presentante, o bien asignándole un pedazo de tierra cuyo cultivo se
le confía por entero y cuyos beneficios, según las diversas modalida­
des, son compartidos entre el amo y él. En ese segundo caso el escla­
vo es, en realidad, un tenedor; si además realiza un trabajo en la

2, «Statuts», ed. Leviílain, en Le Moyen-Age, 1900, p. 361, cf. p, 359.


Capitularía, t. II, n.° 273, c. 31.
reserva, ese trabajo será una corvea. Quedan los esclavos «preben-
deros».
En el mundo romano había habido grandes explotaciones cultiva­
das únicamente por equipos de esclavos, con un sistema muy semejante
al que, muchos siglos más tarde, había de practicarse en las plantacio­
nes de la América tropical. Pero desde el final del Imperio, ese método,
cuyo uso, indudablemente, nunca había sido general, había sido aban­
donado progresivamente. Razones a la vez materiales y psicológicas
explican ese abandono. Un régimen semejante suponía una mano de
obra servil abundante y — lo que naturalmente acompaña a la abun­
dancia— barata. Los agrónomos habían ya observado que por equipos
el esclavo trabaja mal, que hacen falta muchos para hacer poco tra­
bajo, Además, cuando un esclavo muere o cae enfermo es un capi­
tal que se pierde y se impone su sustitución. Para ello no puede es­
perarse gran cosa de los nacimientos dentro del propio dominio, pues
Ja experiencia demuestra que la cría del ganado humano es de lo
más difícil de conseguir. Así pues, ordinariamente, es preciso com­
prar al sustituto, y si el precio es elevado la pérdida se hace particu­
larmente gravosa. Eran las guerras, las guerras con éxito, las razzias
en tierra bárbara, lo que alimentaba los mercados de esclavos, pero
hacia el final del Imperio, con éste reducido a la defensiva y poco
a poco llevado a la derrota, la mercancía servil se hizo escasa, y cara.
El esclavo tenedor, en cambio, trabaja mejor, por lo menos en su
tenencia, porque en parte trabaja para sí y, como vive en familias
constituidas y que apenas corren riesgo de dispersión, la mano de
obra, en ese caso, se perpetúa por sí misma Y aún hay más. Una
gran plantación es realmente una empresa capitalista, que exige un
delicado equilibrio entre el capital-mano de obra y los productos,
cuentas de ingresos y gastos difíciles de llevar y un control del tra­
bajo constante y eficaz; eran todas ellas cosas que el estado econó­
mico del mundo occidental y las condiciones de vida de la sociedad
romana y luego romano bárbara fueron haciendo cada vez más difí­
ciles. La mayor parte de los esclavos, bajo los carolingios, eran tene­
dores, o, como se decía, estaban «casados» (casati), es decir, dota­
dos de una casa propia (casa) con los campos que de ella dependían.
Eso los esclavos que quedaban, pues muchos habían sido emancipa­
dos, con la condición, precisamente, de continuar viviendo en la
tenencia.
No obstante, como en la época carolingia las fuentes de la escla­
vitud —sobre todo la guerra contra los infieles — distaban mucho de
estar agotadas, y el comercio de la mercancía humana seguía teniendo
una importancia bastante grande, en las reservas se veían aún algunos
esclavos no «casados», constantemente a disposición del amo. Sus
servicios, sin duda, no eran despreciables. Pero, evidentemente, su
número era demasiado reducido para que, por sí solos, pudieran ase­
gurar el cultivo de los campos señoriales, o incluso contribuir no­
tablemente a él. Todo, en suma, nos lleva a la misma conclusión.
Para su explotación, el dominio dependía de las corveas, o sea
de las tenencias. Veamos, pues, lo que éstas eran.

Formémonos la imagen de unas pequeñas explotaciones, en núme­


ro muy variable según los casos. Unas están próximas a la reserva,
unos campos junto a otros, y las casas de sus ocupantes lindan con
la gran «cour» —a veces ya el castillo— donde viven el señor y su
servidumbre. En otros casos la distancia es mayor; ocurre que el
azar de los donativos, de los repartos, de las compras y de los con­
tratos generadores de relaciones de dependencia ligan a un mansus
indominicatus tenencias que esparcen sus parcelas por tierras bas­
tante alejadas, a veces a una buena jornada de camino. De igual
modo, no es nada raro que dentro de un mismo pueblo y de su térmi­
no diversos señoríos entremezclen sus dominios y los bienes dé sus
tenedores. Evitemos formarnos una imagen demasiado regular de
esas sociedades; tanto en la localización geográfica de los derechos
sobre la tierra como en su definición había en ellas muchas imbri­
caciones y mucha confusión.
Aunque no todas, la mayor parte de esas tenencias forman, para
la fiscalídad señorial, unidades fijas e indivisibles generalmente lla­
madas «mansos» (mansi),3 Los hombres que los ocupan y explotan
pertenecen a condiciones en su origen muy diferentes. Para ceñirnos
a lo esencial, se encuentran entre ellos esclavos (serví) y, en número
mucho mayor, colonos. Estos últimos eran campesinos teóricamente
libres, que la legislación del Bajo Imperio romano había fijado a la

3. Las necesidades de la exposición me obligarán a volver más lejos (ca­


pítulo^ 5), con más detalles, sobre la definición del manso y la clasificación de
sus diversas categorías. Aquí no se encontrarán más indicaciones que las es­
trictamente necesarias para entender el señorío.
tierra hereditariamente. En la época carolingia la regla de la adscrip­
ción a la tierra apenas existía, pero los colonos permanecían fuerte­
mente sometidos a la sujeción señorial. Con ellos tendía a confun­
dirse a los libertos, antiguos esclavos que habían sido emancipados
a cambio de obligaciones bastante estrictas. Otras categorías aumen­
taban aún más esa confusión jurídica. Además, la tierra misma tenía
su propia condición, que no siempre correspondía a la del hombre.
Se distinguían los mansos «libres» («ingenuiles», de hombres libres),
los «serviles» y aún otros; cada clase de tenencias, en principio, es­
taba gravada de diferente modo. Pero ocurría con frecuencia que el
manso libre, hecho primitivamente para eí colono, estuviera ahora
ocupado por un esclavo, o que, inversamente, un colono viviera en
un manso servil: eran las típicas discordancias de un sistema de
jerarquización social en plena renovación. Esas clasificaciones tan
complicadas tendían a perder cada vez más su valor práctico. Lo esen­
cial era que todos los tenedores se encontraban sometidos a la
dependencia con respecto al señor; como entonces se decía, utili­
zando una expresión a la que toda la edad media dio muy pleno
sentido, aquéllos eran «sus hombres».
Damos ahí con una noción capital en la edad media en todos
los ámbitos del pensamiento jurídico y que en ningún lugar actuó
con más fuerza que en la estructura de la sociedad rural. Profunda­
mente tradícionalísta, puede decirse, con un poco de exageración,
pero muy poco, que esa época vivió basándose en la idea de que lo
que desde hace tiempo es, tiene por ello mismo derecho a existir,
y es lo único que lo tiene. La tradición del grupo — su «costum­
bre»— era lo que regía su vida. Podría parecer en un primer momento

que un sistema tal tendría que oponerse a toda evolución. Nada de
eso. La costumbre, en ocasiones, tomaba cuerpo en actas escritas,
en decisiones de jurisprudencia e inventarios de señoríos establecidos
por encuesta, pero en la mayor parte de los casos seguía siendo pura­
mente oral. ¿Se reconocía que tal institución había estado vigente
desde siempre que «memoria de hombre» podía recordarlo?: se la
tenía por válida. Pero la «memoria de hombre» es un instrumento
singularmente imperfecto y maleable; sus facultades de olvido y,
sobre todo, de deformación, son verdaderamente maravillosas. El
resultado de la idea consuetudinaria fue mucho menos el de detener
la vida que el de, transformando poco a poco los precedentes en
derechos, legitimar multitud de abusos de fuerza, o de negligencias;
fue un arma de doble filo, que unas veces sirvió a los señores y otras
a sus campesinos. El principio, cuando menos, que tenía las ventajas
y los inconvenientes de una relativa agilidad, era evidentemente pre­
ferible a la pura arbitrariedad señorial. Bajo los carolingios, cuando
la justicia pública tiene aún alguna actividad, la costumbre del se­
ñorío se ve invocada unas veces por el señor contra sus hombres y
otras por los hombres contra su señor, y desde esa época su dominio
se extiende, entre los tenedores, no sólo a los colonos, sino también
a los esclavos.4
Uno de los principales resultados de su actuación fue el de dar
en la práctica casi siempre un carácter hereditario a las tenencias.
Los señores no tenían ningún motivo para oponerse a ese movi­
miento. Al dejar crearse innumerables precedentes, lo favorecieron.
¿Qué interés habrían tenido, ordinariamente, en retirar la explota­
ción paterna a los hijos del colono o el esclavo muertos? ¿Añadirla
a la reserva?: ésta, cultivada gracias a las corveas de los tenedores,
so pena de autodestruirse como valor agrícola, no podía incremen­
tarse indefinidamente. Además, a tierra sin hombres, jefe sin pres­
tigio. ¿Llamar a otro ocupante?: la población era demasiado poco
densa y las tierras yermas demasiado abundantes para que una tierra
desocupada no corriera el riesgo de un largo abandono. El hecho
nuevo de la época franca no fue la perpetuidad de las tenencias
libres, reconocida desde hacía tiempo, según todas las apariencias,
por las costumbres de los pequeños grupos rurales, sino la extensión
de esa regla tradicional a ios tenedores en su conjunto, incluso de
condición servil.
Nada sería más inexacto que ver en las relaciones entre el señor
y sus hombres solamente su aspecto económico, por importante que
éste sea. El señor es un jefe, y no sólo un director de empresa.
Sobre sus tenedores ejerce un poder de mando, y ellos le propor­
cionan si es preciso su fuerza armada; como compensación, él ex­
tiende sobre el grupo su protección, su «mondebour». Imposible
entrar aquí en el estudio, terriblemente complicado, de los derechos
de justicia. Bastará con recordar que, desde la época franca, en teoría
y más aún, sin duda, de hecho, era al tribunal señorial adonde se
llevaba la mayor parte de las causas que afectaban a los dependientes.

4. Capitularía, t. II, n.° 297, c. 14.


Más de uno, sin duda, de los barones francos, o más tarde franceses,
habría respondido sin pensarlo como aquél de las Highlands a quien
le preguntaban cuánto le daba su tierra: «quinientos hombres».5
Desde el punto de vísta económico, el tenedor tiene para con el
señor dos tipos de obligaciones: le paga unos censos y le presta
unos servicios.
Dentro del complejo conjunto constituido por los censos, no
siempre es fácil distinguir el significado primero de cada uno de
ellos. Unos son una especie de reconocimiento del derecho real su­
perior que el señor posee sobre la tierra, una especie de compensa­
ción por el disfrute que se le reconoce al tenedor. Otros, pagados
por cabeza, son señal de la sujeción personal a la que están someti­
das ciertas categorías de dependientes. Otros son el precio de ciertos
derechos anejos — de pasto, por ejemplo— concedidos a los peque­
ños explotadores. Hay, finalmente, otros que representan simple­
mente antiguos gravámenes de Estado que los señores han sabido aca­
parar en beneficio propio. Algunos son percibidos en proporción a la
cosecha. Pero el caso no es muy frecuente. La mayor parte son fijos,
y se pagan, a veces, en dinero o, casi siempre, en especie. Su peso,
en conjunto, es grande, aunque menor que el de los servicios. En
la época carolingía, el tenedor sufre menos su condición de deudor
que la de corveable. Por lo esencial de su papel, se parece a esos
busmend a los que el gran propietario noruego de hoy cede algunos
pedazos de tierra a cambio de que presten su ayuda con sus brazos
en la explotación principal.
En el conjunto, Igualmente bastante confuso, de los servicios,
dejando a un lado algunos casos menos interesantes —los acarreos,
por ejemplo— , pueden distinguirse dos grupos verdaderamente ca­
racterísticos: los servicios de cultivo y los servicios de fabricación.
Dentro del primer grupo, se impone una nueva división: trabajo
a destajo, por un lado, trabajo a jornada, por otro. Por una parte,
efectivamente, cada jefe de pequeña explotación recibe a cargo cierta
extensión de tierra tomada del dominio, y al mismo tiempo, casi
siempre, la simiente necesaria. Él es responsable del cultivo de esos
campos. Sus beneficios van por entero al señor. Es el trabajo a des­
tajo. Por otra parte, él mismo debe al señor cierto número de jor­

5, S. F. Grant, Every day lije in an oíd Higbland farm, 1924, p. 98.


nadas de trabajo (a veces se precisa más: tantas jornadas de labranza,
tantas para la corta de los bosques, etc.). Cuestión de éste es dis­
poner de ese tiempo como mejor convenga a los intereses de la
reserva.
Jornadas de trabajo, muy bien; ¿pero cuántas? Ahí estaba la cues­
tión vital. El peso de la corvea variaba según los señoríos, y, dentro
de cada uno de ellos, según la condición jurídica de los campesinos,
o de sus mansos. Ocurría a veces que la costumbre no hubiera pues­
to a ese respecto ningún límite a la arbitrariedad señorial, por lo
menos que estuviera oficialmente aceptado: el tenedor «hace jorna­
das cuando ello es necesario», «cuando recibe orden de hacerlo».
En los mansos libres el caso se presentaba algunas veces. En los
mansos serviles era frecuente, como resto, sin duda, de los hábitos
de la esclavitud, ¿pues no estaba el esclavo, por definición, cons­
tantemente a disposición del amo? En otros lugares la tradición
fijaba expresamente el número de jornadas. Era por lo general muy
considerable. Tres días por semana: ésa era la proporción más ex­
tendida. A menudo era todavía superior, bien en ciertas épocas, como
la de la cosecha, bien, incluso, durante todo el año. ¿De dónde sa­
caban el tiempo los campesinos para cultivar sus propias tierras?
Las cifras, no lo olvidemos, se dan, no por individuo, sino por tenencia
—en general, por «manso»— . En cada una de esas unidades agra­
rias vivía por lo menos una familia, y a veces más. Uno de los hom­
bres del grupo, durante gran parte de la semana, permanecía des­
tacado al servicio del señor, a veces acompañado obligatoriamente,
para los grandes trabajos de temporada, por uno o dos «obreros» de
más; pero sus compañeros trabajaban en los campos de la pequeña
explotación. No deja de ser cierto que semejante sistema ponía en
manos de quien gobernaba el dominio una mano de obra muy con­
siderable.6
Eso no era todo. Al señor, los campesinos, o por lo menos al­
gunos de ellos, tenían que entregarle cada año un número fijo de
productos fabricados: objetos de madera, tejidos, vestidos e incluso,

6. Aunque obligatorio, el trabajo de la corvea no siempre era absoluta­


mente gratuito; a veces comportaba el deber por parte del señor de alimentar
a los campesinos. Ejemplo: «Polyptvquc de Saint-Maur des Fossés», c. 10, en
B. Guérard, Polypiyque de l’ahbé Irminon, t. II. 1844. Numerosos ejemplos
posteriores.
en, ciertos mansos en los que se perpetuaban de padres a hijos los
procedimientos de un oficio cualificado, útiles de metal. A veces la
materia prima, al igual que el trabajo, corría a cargo del tenedor, y
así debía ser ordinariamente cuando era la madera. Pero cuando
se trataba de tejidos, a menudo era el señor quien proporcionaba los
materiales: el campesino o su mujer no ponían más que su tiempo,
su esfuerzo y su destreza. La labor era realizada, bien a domicilio,
bien, con objeto de evitar desperdicios y robos — aunque esa obli­
gación verdaderamente servil no recayera más que en los esclavos
«casados», con exclusión de los colonos— , en un taller señorial, que,
incluso cuando había hombres, era llamado, con un nombre ya fa­
miliar en el Bajo Imperio, «gineceo». Así pues, la tenencia estaba
tan bien concebida como fuente de mano de obra que, en ese sentido,
tanto como de la agricultura, era empleada también al servicio de
la producción industrial En ese aspecto, puede definirse el señorío
como una enorme empresa, a la vez agraria y manufacturera — aun­
que sobre todo agraria— , en la que el salario quedaba sustituido
generalmente por asignaciones de tierras.

Ese señorío de la época franca, ¿era una institución reciente,


nacida de condiciones sociales y políticas nuevas?; ¿o bien era un
antiguo modo de agrupación, profundamente arraigado en los hábi­
tos rurales? La respuesta es mucho más difícil de lo que podría de­
searse. ¿Nos damos bien cuenta siempre de la profunda ignorancia
en que nos encontramos con respecto a la vida social de la Galia
romana, sobre todo durante los tres primeros siglos de nuestra era?
Diversas consideraciones, no obstante, nos inclinan a ver en el se­
ñorío medieval la continuación directa de usos que se remontan a
una época muy temprana, cuando menos céltica.
César nos representa a los pueblos de la Galia dominados casi
en todas partes por los grandes. Esos individuos poderosos son al
mismo tiempo los ricos. Sin duda el grueso de sus recursos los ob­
tenían de la tierra, ¿Pero cómo? Difícilmente se les puede atribuir
la dirección de grandes explotaciones, con el trabajo de grupos de
esclavos. Su fuerza se nos presenta basada ante todo en «clientes»,
sometidos, pero de origen libre. Esos hombres dependientes eran evi­
dentemente demasiado numerosos para vivir todos en la casa del
amo, y como no pueden imaginarse concentrados en las ciudades,
escasas y medianamente pobladas, es preciso que fueran en su mayor
parte hombres del campo. Todo lleva a representarse a la nobleza
de la Galia como una clase de jefes de pueblos, que obtenían el
grueso de sus ingresos de las prestaciones de campesinos situados
bajo su autoridad. ¿No nos dice César, accidentalmente, que el Ca-
durque Lucter tenía, en su «clientela», a Uxellodunum, que era un
burgo fortificado y casi una ciudad? ¿Cómo creer que otras aglo­
meraciones, ya puramente rurales, no fueran, también, «clientes»?
Quizá — pero eso no es más que una conjetura— ese régimen tenía
su origen en un antiguo sistema tribal; el ejemplo de las sociedades
célticas no romanizadas, tal como en plena edad media puede obser­
varse en el País de Gales, parece mostrar realmente un paso bastante
sencillo del jefe de tribu o de clan al señor.
Tras la fachada romana, en un Imperio en el que por todas partes
se encontraban, en la explotación de ks tierras, modos de organiza­
ción análogos, esas instituciones, en lo esencial, probablemente se
mantuvieron. Tuvieron que adaptarse, claro está, a las nuevas con­
diciones del derecho y de la economía. La abundancia de esclavos,
al principio, llevó sin duda a la creación de grandes reservas seño­
riales. Pero no es seguro en absoluto que la época céltica las cono­
ciera muy importantes. El ejemplo del País de Gales, una vez más,
demuestra que la existencia de un dominio, o en cualquier caso de
un dominio extenso, no es indispensable para el funcionamiento de un
régimen de «clientela» rústica; los ingresos del jefe pueden proce­
der única o principalmente de las prestaciones proporcionadas por
sus campesinos. La esclavitud, por el contrario, invita a la gran ex­
plotación. Más tarde, cuando la mano de obra servil se hizo más
escasa, como las reservas estaban allí y sus poseedores no tenían
intención de privarse de ellas, fueron reclamadas a los tenedores
corveas más fuertes que en el pasado, bien en lugar de ciertos cen­
sos, bien además de las antiguas cargas.7 En el Imperio la aristo­
cracia terrateniente era poderosa, y podía exigir mucho a sus hom­
bres. No obstante, ya en el mundo romano — igual en la Galia,

7. En el Alto Imperio parece que en las villac las corveas eran escasas,
pero como de costumbre carecemos de datos precisos sobre la Galia: ¡cuánta
no sería la luz que arrojaría sobre nuestra historia agraria el descubrimiento,
aquí, de tina inscripción comparable a las de los grandes saltus africanosi Cf.
H. Gummerus, «Die Fronden der Kolonen», en Oefversigt af Vinska Vetens-
kapssocietetens Fórbandlingar, 1907-1908.
probablemente, que en los demás sitios— , cada señorío rural, en
principio, tenía su ley, que era su costumbre: comuetudo praediL8
Sobre esa antigüedad del régimen señorial, en nuestras tierras,
el lenguaje proporciona sorprendentes pruebas. Está, para empezar,
la toponimia. Muchos de los nombres de nuestros pueblos franceses
están formados por un nombre de persona al que se añade un sufijo
que designa la pertenencia. Entre los nombres de varón que forman
parte de esos compuestos, como hemos visto, hay algunos germáni­
cos. Pero otros, en mayor cantidad — con sufijos diferentes— son
más antiguos: son celtas o romanos. Estos últimos, claro está, des­
provistos de todo alcance étnico, atestiguan simplemente el uso, ge­
neral tras la conquista, de la onomástica de los conquistadores. De
Bren nos, por ejemplo, que es nombre galo, salió Brennacumi de don­
de hemos sacado Berny o Brenac; de Floras, que es latino, Floriacum,
que, entre otros topónimos, ha dado Fleury y Florac. El hecho no
es específicamente francés: muchos pueblos italianos, por no referirse
más que a ellos, han conservado igualmente a través de los tiempos
el recuerdo de primitivos epónimos. Pero, por lo menos en la me­
dida en que permite advertirlo el actual estado de las investigaciones
comparativas, en ningún lugar ese uso fue tan extendido y tenaz
como en la Galia, ¿Y de quién habrían podido tomar sus nombres
tantos lugares habitados, si no es de jefes o de señores? Pero hay
más. Mientras que en las lenguas germánicas los sustantivos comu­
nes que sirven para designar el centro de hábitat rural hacen refe­
rencia a los cercados que lo rodean (totvn o lownship), o bien, en la
medida en que puede arriesgarse a ese respecto una explicación, se
refieren simplemente a la idea de una reunión de hombres (dorf),
el galorromano recurrió, con el mismo objeto, al término que en el
latín clásico se aplicaba a la gran propiedad (incluidos a la vez, por
regla general, un dominio y sus tenencias) y en suma ai señorío:
villa, del que hemos hecho «ville» y luego, mucho más tarde, con
un sufijo diminutivo destinado a marcar la diferencia entre las gran­
des aglomeraciones urbanas (para las que desde entonces se reservó
«ville») y las pequeñas, «víllage». ¿Cómo dar más a conocer que la
mayoría de los pueblos habían tenido, originariamente, un señor?

8. Fustel de Coulanges, Recherches, 1885, p, 125, Cf. la inscripción de


Henchir-Mettich, C.I.L,, t. VIII, n,° 25902, ex consuetudine Manciane.
15. — BLOCH
Debe admitirse, creo yo, que a través de muchas vicisitudes y, claro
está, de desposesiones, los señores medievales eran, por mediación
de los amos de las villae romanas, los auténticos herederos de los
antiguos jefes de pueblos galos.
Pero, en la época franca, ¿cubrían los señoríos toda la Galia?
Muy probablemente no. Según todas las apariencias, había aún pe­
queños explotadores libres de todo censo y de todo servicio — salvo,
claro está, para con el rey y sus representantes— , y sometidos única­
mente, en el cultivo de sus tierras, al menos en gran número de
lugares, a las obligaciones colectivas, fundamento de la vida agraria,
Esas gentes vivían, bien en pueblos propios, bien mezclados con los
tenedores de las villae, en las mismas aglomeraciones y las mismas
tierras. Pequeños propietarios de ese tipo los había habido siempre
en el mundo romano, aunque quizás en la Galia, desde mucho tiem­
po atrás dominada por las «clientelas» rurales, estuvieran en menor
número que, por ejemplo, en Italia. Sin duda, tras las invasiones,
su número se incrementó con parte de los germanos recién estable­
cidos en tierra gala. No es que todos los bárbaros, ni siquiera la ma­
yoría de ellos, probablemente, vivieran al margen de la organización
señorial. Ya en su primera patria — Tácito nos da testimonio de
ello— tenían la costumbre de obedecer y hacer «donaciones» — en­
tiéndase prestaciones— a los jefes de los pueblos, no lejos de con­
vertirse en señores. Nos es absolutamente imposible cifrar, ni si­
quiera aproximadamente, dentro del conjunto de la población, la
proporción de esos poseedores de «alodios» campesinos (se llamaba
ya alodio durante la alta edad media, y no dejará ya de llamarse con
ese nombre, la tierra sobre la que no gravita ningún derecho real
superior). En cambio, lo que se ve claramente es la perpetua ame­
naza que pesaba sobre su independencia, y ello en virtud de un
estado de cosas que se remontaba, cuando menos, a los últimos
tiempos del Imperio romano. Las constantes turbaciones, los hábitos
de violencia, la necesidad que todos tenían de buscar la protección
de alguien más poderoso que ellos y los abusos de poder que per­
mitía la inexistencia del Estado y que tan fácilmente legitimaba la
costumbre, tenían por consecuencia introducir en los lazos de la
sumisión señorial, de grado o por fuerza, a un número cada vez
mayor de campesinos. El señorío era muy anterior a la época franca,
pero entonces se extendió como mancha de aceite.
2. D e GRAN PROPIETARIO A RENTISTA DE LA TIERRA
Situémonos ahora hacia el año 1200, en la Francia de Felipe
Augusto. ¿En qué se ha convertido el señorío?
Desde el primer vistazo, observamos que el mundo rural no ha
dejado de dominarlo. En ciertos aspectos, parece más fuerte y más
omnipresente que nunca. En algún que otro lugar, por ejemplo en
Hainaut, se encuentran aún alodios campesinos; son muy pocos, y
sus poseedores, aunque exentos de censos sobre la tierra, están muy
lejos de escapar totalmente a la influencia señorial. Por más que
tengan sus alodios, no dejan a veces de quedar atados a un señor
por los lazos de la servidumbre, que, sin afectar a la tierra, como ve­
remos, tienen muy cogido al hombre. En casi todas partes, los
tribunales de los que dependen son los de los señores vecinos.
Porque los señores han acaparado la justicia. No es que no que­
den aún mucho más que huellas de las jurisdicciones de derecho pú­
blico vigentes en la época anterior. La distinción, fundamental en
el Estado carolingio, entre las «causas mayores», reservadas al conde
•— entonces funcionario real— , y las «causas menores», dejadas en
manos de oficiales de orden inferior o de ciertos señores, todavía
se mantiene, más o menos transformada pero aún reconocible, en
la oposición de la «alta justicia» (derecho a juzgar los procesos que
implican la pena de muerte o que, como medio de prueba, usan
del duelo) con la «baja», En gran número de tierra se reúnen aún las
tres «audiencias generales» —las tres grandes asambleas judiciales
anuales— regularizadas por la legislación de Carlomagno. En la Fran­
cia del norte por lo menos, los viejos jueces carolingios, los «esca-
binos», no han dejado de tener sus sesiones. Pero, como consecuencia
.de las concesiones —las «inmunidades»— concedidas en masa por
los reyes, por el juego de la herencia de los cargos, que ha conver­
tido en jefes inamovibles a los descendientes de los antiguos fun­
cionarios, y a causa, finalmente, de multitud de abusos de poder y de
usurpaciones, esas instituciones de Estado han escapado al control
del Estado. Señores son quienes, en virtud de un derecho que se
hereda, que se cede o se compra, nombran a Jos escabínos o convo­
can las audiencias.9 La alta justicia es igualmente privilegio heredi-
9. Sucedió en los siglos xu y xm que los habitantes de muchas ciudades
e incluso de ciertos pueblos consiguieran el derecho a nombrar a los esca-
tarío y alienable de gran número de señores, que lo ejercen en sus
tierras y a veces también en tierras vecinas cuyos amos se han visto
menos favorecidos, sin ningún control del soberano. Finalmente, la
baja justicia y la justicia rústica (es decir, el juicio de los pequeños
delitos y el de las causas referentes a las tenencias) corresponden,
en cada señorío, al propio señor, o por lo menos al tribunal que él
compone» convoca y preside — él mismo o a través de su represen­
tante— y cuyas sentencias hace ejecutar. A diferencia de Inglaterra,
donde, en forma de tribunales de condado y a veces de «centena»,
se conservan los antiguos tribunales populares del derecho germáni­
co, y a diferencia también de Alemania, donde hasta el siglo xm
el soberano conserva el derecho, al menos teórico, a investir direc­
tamente a los administradores de la alta justicia, y donde los tribu­
nales de hombres libres no han desaparecido del todo, en Francia
la justicia es cosa de los señores. Y, en el momento en que nos
encontramos, el esfuerzo de los reyes por recuperarla, por medios
cuyos detalles no interesan aquí, no hace más que empezar a tomar
forma, mucho más tímidamente que en Inglaterra.
En manos de los señores, el ejercicio casi sin restricciones de los
derechos de justicia les ha proporcionado un arma de explotación
económica infinitamente temible. Refuerza su poder de mando, lo que
la lengua de la época, usando una vieja palabra germánica que pre­
cisamente quería decir «orden», llama su «han». «Podéis obligarnos
a observar esos reglamentos» (los del horno), reconocen en 1246 los
habitantes de un pueblo rosellonés, dirigiéndose a los Templarios,
amos del lugar, «así como un señor puede y debe obligar a sus
sujetos». Todavía hacia 1319 el representante de un señor de la
Picardía le pide a un campesino que vaya a cortar madera; no es
una corvea, pues el trabajo íiabrá de ser remunerado con tarifa de
«obrero». El hombre se niega. El tribunal señorial le impone en­
tonces una multa: ha «desobedecido».10 Entre las múltiples aplicacio­
nes de esa disciplina, una de las mas significativas y, en la práctica,

binos o a participar en su designación. Pero eso fue resultado de un movimien­


to, nuevo, hada la autonomía de los grupos.
10. B. Alart, Priviléges et titres... du Roussillón, t. I, p. 185; A. J. Mar-
nier, Anden Coutumier tnédit de Picardie, 1840, p. 70, n.° LXXIX.
de las más importantes, fue la formación de los monopolios se­
ñoriales.
En la época carolingia, el dominio incluía frecuentemente un
molino de agua (el molino de viento todavía no se había extendido
por Occidente). Sin duda, los habitantes de los mansos llevaban su
grano allí bastante a menudo, de lo cual el señor obtenía apreciables
beneficios. Nada Índica, no obstante, que estuvieran obligados a ello.
Probablemente muchos utilizaban, a domicilio, las antiguas muelas
manuales. A partir del siglo x, gran número de señores sacaron par­
tido de su derecho de coerción para obligar a usar su molino •— pa­
gando, claro está— a todos los hombres de su tierra, e incluso a veces,
cuando su jurisdicción o su poder de hecho se extendían a otros
señoríos más débiles, a los hombres de las tierras vecinas. Esa con­
centración fue acompañada por un progreso técnico, la sustitución
definitiva del esfuerzo del hombre o de los animales por la fuerza
hidráulica. Quizás ese perfeccionamiento contribuyó a la referida
concentración, pues el molino de agua supone necesariamente una
instalación común a todo un grupo, y, por otra parte, el propio río
o el arroyo eran a menudo de propiedad dominical. Lo que sobre
todo ocurrió fue que la concentración sirvió a ese perfeccionamiento:
sin una orden venida de arriba, ¿cuánto tiempo no habrían seguido
fieles los campesinos a las muelas domésticas? Pero ni la evolución
del utillaje ni los derechos del señor sobre las aguas corrientes fue­
ron los factores decisivos de ese fortalecimiento de la explotación
señorial; porque si bien la «jurisdicción» (han) del molino —y el
propio término es característico— realmente parece que fue el más
extendido de los monopolios señoriales, distó mucho de ser el único.
Las otras formas no debieron nada ni a las modificaciones técnicas
ni a la propiedad de las aguas.
La «jurisdicción» (banalité) del horno fue casi tan general como
la del molino. La de la prensa, en tierras de vino o de sidra, y la de
la cervecería, tampoco lo fueron mucho menos. Frecuentemente, a
los cultivadores deseosos de incrementar sus rebaños se les impuso
recurrir al toro o al verraco jurisdiccional. En el mediodía, donde,
ordinariamente, para separar el grano de la espiga, en lugar de tri­
llarla con el mayal, se hacía pisar por caballos, muchos señores pro­
hibían a los tenedores emplear en ese trabajo más animales que los
de los establos dominicales, alquilados a buen precio. Bastante a
menudo, finalmente, el monopolio tomaba una forma más exorbi­
tante aún; el señor se reservaba el derecho a vender sólo él tal o
cual producto, ordinariamente el vino, algunas semanas al año: era
el «banvin».
No fue Francia, desde luego, el único país que vio desarrollarse
esas coerciones. Inglaterra conoció la del molino y la venta mo­
nopolizada e incluso la compra forzosa de cerveza, y Alemania casi
todos los monopolios que se crearon en nuestro país. Pero fue en
Francia donde el sistema alcanzó su apogeo; en ningún lugar se
extendió a mayor número de señoríos ni, en cada uno, a formas
más diversas de la actividad económica. Fue consecuencia, sin duda
alguna, de la mayor autoridad que proporcionó a los señores su po­
der casi absoluto sobre los tribunales. Con muy segura intuición, los
juristas, cuando en el siglo xm empezaron a poner en teoría el
estado social, estuvieron de acuerdo — en formas variables según
los autores y los tipos— en ligar las banalités con la organización
de las justicias. El derecho a juzgar había sido el más firme apoyo
del derecho a ordenar.11
Independientemente de las obligaciones jurisdiccionales, los anti­
guos censos, en lo esencial, se mantuvieron, con una infinita variedad
de detalle, que se explica por la acción de las costumbres locales y
el juego de los precedentes, de los olvidos y los golpes de fuerza,
Pero, junto a ellos, se introdujeron dos nuevas cargas: el diezmo
y la talla.12
El diezmo, en verdad, era una institución ya antigua. El hecho
nuevo fue su acaparamiento por parte de los señores. Dando fuerza
de ley a una vieja prescripción mosaica, de la que la doctrina cris­
tiana, desde hacía tiempo, pero sin la sanción del Estado, había hecho
una obligación moral para sus adeptos, Pipino y Carlomagno habían
decidido que todo fiel debería entregar a la Iglesia la décima parte

11. En virtud del mismo derecho de jurisdicción, el señor obligaba a veces


a los habitantes a recurrir a ciertos artesanos —tales como los barberos o los
herradores— a los que, mediante ciertas ventajas para sí, confería un verdadero
monopolio: cf. P. Boissonnade, Essai sttr l’organisation du travaíl en Poitou,
1899, t. I, p. 367, n.° 2, y t. II, pp. 268 ss.
12. Sobre el diezmo, cf. los estudios jurídicos de P. Viard, 1909, 1912,
1914 y en Zeitschrift der Savigny-Stiftung, K. A., 1911 y 1913; Revue Histo-
rique, CLVI, 1927; sobre la talla, F. Lot, L’impót foncier ... sous le Bas-Em~
pire, 1928, y los estudios de Cari Stephenson mencionados en esta obra, p. 131;
fácilmente se verá en qué puntos me separo yo de esos autores; cf. también
Mém. de la Soc. de 1‘Histoire de Paris, 1911,
de sus ingresos, y en particular de sus cosechas. ¿A la Iglesia?, bien;
pero, en la práctica, ¿a cuál de sus representantes? No habré de
exponer aquí las soluciones intentadas por la legislación carolingia.
Nos importa aquí únicamente el punto de llegada. Cómo, de hecho,
los señores se encontraron muy temprano con que eran amos de las
iglesias levantadas en sus tierras, cuyos servidores nombraban, y
cómo se atribuyeron el grueso de los ingresos parroquiales, y espe­
cialmente los diezmos, o por lo menos la mayor parte de ellos. Llegó
luego, a finales del siglo XI, ese gran impulso en favor de la inde­
pendencia de lo espiritual que se ha tomado por costumbre llamar
reforma gregoriana. Sus jefes hicieron figurar en su programa la
restitución de los diezmos al clero. Efectivamente, poco a poco, mu­
chos le fueron devueltos, a través de donativos piadosos o mediante
su compra. Pero, por regla general, no fueron a parar a manos de
los curas, ni tampoco, casi nunca, de los obispos. Las limosnas iban
preferentemente para los capítulos y los monasterios, que tenían las
santas reliquias y ofrecían a los donantes las plegarias de sus reli­
giosos. ¿Se trataba de comprarlos?: eran también esas ricas comu­
nidades las que más fácilmente encontraban los fondos necesarios.
De modo que el resultado final del movimiento fue mucho menos
el de quitar al diezmo su carácter señorial que el de hacer de él,
sobre todo — aunque no exclusivamente, ni mucho menos— , el in­
greso típico de cierta categoría de señores. Los sacos de trigo, en
lugar de dispersarse en manos de multitud de pequeños hidalgos o
curas de parroquia, se acumularon a partir de entonces en los gra­
neros de algunos grandes diezmeros, que disponían de ellos en los
mercados. Sin esa evolución, cuya curva se vio determinada por móvi­
les de orden religioso, ¿habrían encontrado con qué alimentarse las
ciudades que tan intensamente se desarrollaron en los siglos x i i
y x iii?
En cuanto a la talla, expresaba elocuentemente la estrecha depen­
dencia en que el grupo de los tenedores se encontraba situado res­
pecto al señor. Es muy significativo uno de los nombres que, tanto
como el de talla, servía para designar esa carga: la «ayuda». El señor,
se pensaba corrientemente, tiene derecho, en toda circunstancia gra­
ve, a la asistencia de sus hombres. Ésta, según las necesidades, re­
viste formas diversas: ayuda militar, crédito en numerario o en sumi­
nistros, alojamiento del amo (el «yantar»), de su comitiva o de sus
huéspedes, y finalmente, en caso de urgencia, prestación de una can­
tidad de dinero. De repente, el señor, cuyas disponibilidades no son
nunca muy grandes — estamos en una época en la que la moneda es
escasa y circula poco— , tiene que realizar un gasto excepcional: pa­
gar un rescate, dar una fiesta con motivo de armarse caballero un
hijo o casarse una hija, pagar una subvención reclamada por un
superior, como por ejemplo el rey o el Papa, reparar un castillo
incendiado, construir un edificio o pagar el precio de la compra de
unas tierras cuya adquisición es importante para redondear la for­
tuna rústica. Se vuelve , hacia sus inferiores y íes «pide» (la talla
lleva a veces los finos nombres de «petición» o «queste»), es decir
que, en la práctica, exige de ellos (de ahí el término de exactio que
alterna con los anteriores) la ayuda de sus bolsas. Acude a todos
sus inferiores, cualquiera que sea la categoría a la que pertenezcan.
Sí tiene por debajo de él a otros señores que son sus «vasallos»,
llegado el caso, no desdeña en absoluto acudir a ellos. Pero, natu­
ralmente, son sobre todo los tenedores quienes soportan el peso
de esas contribuciones. Primitivamente, pues, la talla no tuvo en
ninguna parte periodicidad fija, y su importe fue siempre variable;
es To~qüe~lbs“Tiistoriadores tienen por costumbre expresar diciendo
que era arbitraria. Por esas mismas características, más incómoda
debido a la imposibilidad en que se estaba para prever la fecha y
el importe de las recaudaciones, y siendo como era imposible que
quedara absorbida por la marcha normal de las exacciones marcadas
por la costumbre, a causa de la irregularidad de los reintegros, du­
rante mucho tiempo se discydó su legitimidad, generó revueltas ru­
rales^ y, en el propio seno de ciertas comunidades eclesiásticas, fue
censurada por los espíritus respetuosos del buen derecho, es decir,
de la tradición. Luego, con la evolución económica general, las nece­
sidades de dinero de los señores se hicieron más frecuentes, y tam­
bién sus exigencias. Demasiado fuertes para dejarse embaucar inde­
finidamente, los vasallos, de ordinario, hicieron que se reconociera
que no debían la talla más que en ciertos «casos», diferentemente
fijados por los usos propios de cada grupo de vasallos o de cada
región. Los campesinos eran menos capaces de resistencia: dentro
del señorío, en casi todas partes, la talla .tendió a. hacerse anual.
Su importe seguía siendo variable. En el curso del siglo xm , no
obstante, el esfuerzo de las comunidades rurales, que por todas partes
trataron entonces de regularizar y estabilizar las cargas, había de
aplicarse a hacer invariable —con excepción, a veces, de ciertos
«casos» excepcionales— la cifra pagada cada año, había de dirigirse,
como entonces se decía, a «abonner», a limitar esa cifra, a ponerle
una borne, un límite. Hacia 1200 ese movimiento no hacía más que
empezar. Limitada o no, la talla ponía en manos de los señores, en
la Francia de los caperos — así como también en gran parte de
Europa— , unos recursos mayores, valiosísimos y que habían faltado
a sus antecesores de la época franca.

La confusa complejidad de condiciones jurídicas que, en los se­


ñoríos de la alta edad media, caracterizaba a la población de tene­
dores, se debía ante todo al mantenimiento de categorías tradiciona­
les, a menudo más o menos caducas, que eran herencia de los di­
versos derechos (el romano y los germánicos) cuyas discordantes apor­
taciones se mezclaban en la sociedad carolingia. Los trastornos de
los siglos siguientes, que, tanto en Francia como en Alemania —a
diferencia de Italia e incluso de Inglaterra— , abolieron toda ense­
ñanza del derecho, todo estudio y toda aplicación consciente por
parte de ios tribunales de los códigos romanos o las leyes bárbaras,
trajeron consigo una gran simplificación.13 Así se ve a veces cómo
las lenguas -— el inglés, por ejemplo, entre la conquista normanda
y el siglo xiv— , cuando pierden su dignidad literaria y dejan de
regirse por los gramáticos y los estilistas, reducen y a menudo ra­
cionalizan sus procedimientos de clasificación. Si se dejan de lado
algunas supervivencias, de Jas que se encuentran a lo largo de toda
evolución, puede decirse que en Francia, en los siglos xi y x i i , todo
tenedor, o, por emplear las palabras de la época, todo «villano»
(habitante de la villa, antiguo nombre del señorío) es, o bien de
condición «libre», o bien «siervo».14

13. Excepcionalmente, en algunas escuelas de Provenza siguió quizás


enseñándose el derecho romano, pero sin mucha irradiación. El derecho canó­
nico, que siempre se enseñó, no afecta gran cosa a la estructura social.
14. Me baso aquí en investigaciones personales sobre la servidumbre; se
encontrará indicación de los trabajos ya publicados en el último en fecha,
Revue Historique, CLVII, 1928, p. 1. Sobre la esclavitud, cf. Anuales d’Histai­
re Économique, 1929, p. 91, y Revue de Synthése Historique, XLX, 1926,
p. 96, y XLIII, 1927, p. 89; a las referencias indicadas en esos trabajos, añá­
dase R. Livi, La schiavitu domestica nei tempi di niezzo e nei moderni,
Padua, 1928.
El villano libre no está ligado a su señor más que porque tiene
en sus manos una tenencia suya y vive en sus tierras. Representa, en
cierto modo, al tenedor en estado puro. Es por eso por lo que
corrientemente se le llama «villano», sin más, o también «huésped»
(hdte) o «manant», nombres todos que indican, en el origen de sus
obligaciones, un simple hecho de hábitat. No nos dejemos engañar
por la bella palabra de «libertad». Se opone a una noción de la
servidumbre muy particular que se nos aparecerá claramente más
tarde, pero, naturalmente, no tiene ningún valor absoluto. El villano
pertenece al señorío. Consiguientemente, para con su jefe, está
sujeto, no sólo a las diversas prestaciones que, de algún modo, cons­
tituyen la contrapartida del disfrute de la tierra, sino también a
todos los deberes de ayuda •— incluida la talla— y de obediencia —in­
cluida la sumisión a la justicia señorial y sus consecuencias— por los
que normalmente se expresa la sujeción. A cambio, tiene derecho
a protección. En 1160, los caballeros Hospitalarios, llamando a que
se instalen huéspedes en su villa nueva de Bonneville, cerca de Coul-
miers, huéspedes que sin duda estarán libres de todo lazo servil,
se comprometen «a protegerlos y defenderlos, tanto en paz como en
guerra, como suyos». El grupo de los villanos y el señor están unidos
por una solidaridad de doble filo. ¿Le clavan un cuchillo a un «bur­
gués» (libre) de Saim-Denis?: el asesino paga una indemnización al
abad. ¿Los religiosos de Notre-Dame de Argenteuil o los canónigos
del capítulo de París no pagan una renta a la que se han obligado
por contrato?: el acreedor se incauta de la persona o los bienes de
los tenedores.15 Pero, sea cual sea la fuerza de esos lazos, si el villano
abandona su tenencia, quedan rotos.
También el siervo, ordinariamente, vive en una tenencia. En ese
sentido, está sometido a las mismas costumbres que el conjunto de
los campesinos, cualquiera que sea su condición. Pero, además, obe­
dece a reglas particulares que derivan de la suya propia. Para em­
pezar, villano, pero villano más otra cosa. Aún habiendo heredado el
viejo nombre del servus romano, no es en absoluto un esclavo. En
la Francia de los cape tos, a decir verdad, prácticamente no hay escla­

15. Arch. Nat., S 5 0 1 5 fol. 43 v.“ Bibl, Nat., ms. lat. 5415, p. 319 (15
mayo 1233); L. Merlet y A. Moutié, Cartulaire de l’abbaye ds Notre-Dame des
Vaux-de-Cerwy, 1857, n.° 474 (junio 1249); B. Guérard, Cartulaire de Notre-
Dame de Paris, t. II, p, 291.
vos. No obstante, se suele decir que no es libre. Es que la noción
de libertad, o, si se prefiere, de falta de libertad, ba cambiado poco
a poco de contenido. Sus vicisitudes trazan la curva misma de la
institución servil; una jerarquía social, después de todo, ¿qué es
sino un sistema de representaciones colectivas, móviles por natura­
leza? A ojos de un hombre de los siglos XI y xn, pasa por libre quien­
quiera que escape a toda dependencia hereditaria. Es el caso del
villano, en el estricto sentido de la palabra, para quien cambiar de
explotación es cambiar de señor. Es también el del vasallo militar;
poco importa que en la práctica se ligue casi siempre al barón cuya
bandera siguió, antes que él, su padre, o que, desaparecido su primer
jefe, rinda su fidelidad a uno de los descendientes del muerto — sin
lo cual, por otra parte, perdería sus feudos— ; en derecho, las recí­
procas obligaciones del vasallo y de su señor nacen de un contrato
ceremonial, el homenaje, por el que se ligan uno a otro sólo los dos
individuos que, las manos de uno dentro de las del otro y de buen
grado, lo concluyen. El siervo, por el contrario, es siervo, y de un
señor determinado, desde el vientre de su madre. No escoge a su
amo. En su caso, pues, nada de «libertad».
Otros nombres característicos sirven también para designarlo. Se
suele decir que es el «hombre propio» de su señor, o, lo que es
más o menos equivalente, su «hombre ligio», o también su «.homme
de corps». Esos términos se refieren a la idea de un lazo estricta­
mente personal. En el sudoeste — cuyas instituciones, a menudo muy
distintas de las de las otras provincias, todavía no se conocen bien—
es posible que, muy temprano, se pudiera pasar a la condición de
siervo por el solo hecho de la residencia en ciertas tierras; es lo
que se llamaba los siervos de «caselage», Ese uso anormal confirma
una conclusión a la que parecen inclinarnos otros indicios diversos;
el sistema de relaciones personales, dentro del cual la servidumbre,
con el vasallaje, no era más que un aspecto, en gran parte de las
tierras de lengua de oc tuvo sin duda un desarrollo mucho menor
que en el centro y en el norte. En todos ios demás sitios —a pesar
de algunos esfuerzos hechos naturalmente por los señores, acá o
allá, para exigir como condición necesaria para la ocupación de cier­
tas tierras la declaración de servidumbre— el lazo servil siguió siendo
verdaderamente «corporal». Desde el nacimiento, y por el hecho
mismo del nacimiento, como más tarde diría el jurista Guí Coquille,
llegaba «a la carne y a los huesos».
De igual modo, era a un hombre a quien el siervo, hereditaria­
mente, quedaba ligado, No a una tenencia. No Jo confundamos con
el colono del Bajo Imperio, del que a menudo desciende por la san­
gre, pero al que no se parece en absoluto por su condición. Los co­
lonos, hombres libres en principio, es decir que según la clasificación
de la época estaban por encima de ía esclavitud, habían quedado fi­
jados por la ley a su explotación, de padres a hijos; eran, se decía,
no esclavos de una persona — lo que, simplemente, habría hecho
equivaler su condición a la del servus— , sino de una cosa: la tierra.
Sutil ficción, totalmente ajena al sano realismo del derecho medieval
y que, además, no podía aplicarse prácticamente más que en un Esta­
do fuerte. En una sociedad en la que por encima de la polvareda
de las jurisdicciones señoriales no intervenía ningún poder soberano,
ese lazo «eterno» entre el hombre y la tierra habría sido una noción
carente de sentido, que una consciencia jurídica muy desafecta, como
se ha visto, a las supervivencias, no tenía ningún motivo para con­
servar. Una vez escapado el hombre, ¿quién le habría puesto la mano
en el hombro?, ¿quién, sobre todo, habría obligado al nuevo amo, por
quien quizás habría sido ya acogido, a restituirlo? 16 De hecho, tene­
mos un considerable número de definiciones de la servidumbre, esta­
blecidas por los tribunales o ios juristas, y antes del siglo xiv ninguna
de ellas cita, entre los caracteres de esa condición, la «adscripción
a la gleba», en forma alguna. Sin duda los señores, que tenían un
interés vital por defenderse contra la despoblación, no temían, llega­
do el caso, retener por la fuerza a sus tenedores. A menudo dos se­
ñores vecinos se comprometían mutuamente a no dar asilo a los que
se iban. Pero esas disposiciones, que encontraban su justificación en
el poder general de jurisdicción, se aplicaban tanto a los villanos lla­
mados «libres» como a aquéllos cuya condición era calificada de
servil. Por no citar más que dos ejemplos, entre otros muchos que
hay, es a «los siervos o los otros hombres sean lo que sean» de Saint-
Benoít-sur-Loire y a «los siervos o los huéspedes de Notre-Dame de
París» a quienes los monjes de Sainü-Jean-en-Vallée y las monjas
de Montmartre se prohíben por contrato acoger en Mantarville o en
16. Compárese con las dificultades que encontró, en la Polonia de la época
moderna, la aplicación de la regla de la adscripción a la tierra: J. Rutkowski,
Histoire économíque de la Pologne svant les paríales. 1927, p. 104, y «Le
régjme agraire en Pologne au xvm” siécle», extracto de la Revue d'Histoire
Économíque, 1926 y 1927, p. 13,
Bourg-la-Reine. Y cuando messire Pierre de Dongeon hace de la resi­
dencia una estricta obligación para quienquiera que tenga tierra en
Saint-Martm-en-Biére ni por un momento repara en hacer distinciones
de clases jurídicas entre los sujetos a quienes alcanza esa orden.17
La partida del siervo era tan poco un crimen contra su condición
que a veces estaba expresamente prevista: «Doy a Saint-Martm», dice
en 1077 sire Galeran, «todos mis siervos y siervas de Nottonville
[...] de tal suerte que quienquiera que sea de su posteridad, hom­
bre o mujer, si se traslada a otro lugar, próximo o lejano, pueblo,
burgo, plaza fuerte o ciudad, no deje por ello de quedar ligado a los
monjes, allí, por el mismo lazo de servidumbre».15 Lo único que
ocurre es que cuando el siervo se va — y el texto que acabamos de
leer, como muchos otros, lo señala claramente—, a diferencia del
villano libre, no quedan con ello rotas en modo alguno sus cadenas.
¿Se establece en otras tierras?; al señor de éstas, desde ese momento,
le deberá las cargas comunes del villanaje. Pero respecto a su anti­
guo amo, al cual no ha dejado de pertenecerle su «cuerpo», sigue
teniendo que cumplir, al mismo tiempo, las obligaciones propias de
la condición servil. Obligado al deber de ayuda para con los dos,
llegado el caso, paga la talla dos veces. Por lo menos, así lo prescri­
bía el derecho. En la práctica, se adivina que muchos de esos «foras­
teros» acababan por perderse en la multitud de los errabundos.
Pero el principio no entraba en duda para nada. Para romper un lazo
can fuerte no había más que un medio legítimo: un acto solemne,
la emancipación.
¿Por qué cargas y qué imposibilidades se traduce la estrechez de
la dependencia en que vive el siervo? He aquí las más extendidas.
El señor, aún sin tener derecho al ejercicio de la alta justicia
respecto a los otros tenedores, es en las causas «de sangre» único
juez de su siervo, sea cual sea el lugar en que éste viva. De ahí
deriva un mayor poder de mando, acompañado por apreciables be­
neficios, pues el derecho a juzgar es lucrativo
El siervo no puede buscar mujer ni la sierva esposo fuera del

17. R. Merlet, Cartulaire de Saint-]ean en Val!ce, 1906, n.° XXIX (1121).


B. Guérard, Cartulaire de Notre-Dame de París, t, I, p. 388 (1152). Arch. Nat.,
S 2110 n.° 23 (febrero 1226 n. est.).
18. E. Mabille, Cartulaire de Marmoutier pour le Dunots, 1874, n.° XXXIX
(1077).
grupo formado por las síervas y siervos del mismo señor, medida
necesaria para asegurar la dominación del amo sobre los hijos. A ve­
ces, no obstante, muchacho o muchacha solicitan y obtienen auto­
rización para contraer matrimonio fuera, para «formarier», A pre­
cio de dinero, claro está. Nuevo beneficio.
El siervo, hombre o mujer, debe al señor un censo anual, la capi­
tación (chevage), Nuevo beneficio, aunque bastante escaso, pues el
principal interés de esa capitación está en constituir una prueba per­
manente de la servidumbre.
En ciertos casos, o en cierta medida, el señor hereda del siervo.
En esto se desarrollaron dos sistemas diferentes. Uno, que se en­
cuentra sobre todo en el extremo norte y presenta una semejanza casi
perfecta con los usos corrientemente extendidos tanto por Inglaterra
como por Alemania, concede al señor, cada vez que muere un siervo,
una pequeña parte de su sucesión, el mejor mueble, la mejor cabeza
de ganado o bien una pequeñísima suma de dinero. El otro, general­
mente llamado derecho de «mainmorte» (luctuosa), es específica­
mente francés; en nuestro país, además, es el más frecuente. SÍ el
siervo deja hijos —poco a poco se añade una restricción: hijos que
vivieran en comunidad con él— , el señor no recibe nada. Si no que­
dan más que parientes colaterales, se queda con todo. Se observará
que uno y otro principio suponen el carácter hereditario de la te­
nencia, sólidamente establecido por la costumbre, salvo casos excep­
cionales, por lo que se refiere tanto al siervo como al villano; así,
los documentos tratan corrientemente a los siervos de poseedores de
heredades (heredes). En definitiva, sea cual sea el modo de percepción
adoptado, los beneficios son o muy escasos o particularmente ir re -.
guiares. La tierra era aún demasiado abundante y la mano de obra
demasiado escasa para que unos cuantos pedazos de tierra fueran
presa tentadora para los señores, que por otra parte, como veremos,
llevaban camino de destruir sus propios dominios.
Sería hacerse de la servidumbre una imagen incompleta ver en
el siervo solamente al hombre hereditariamente ligado a otro más
poderoso que él por un lazo particularmente fuerte. Por una duali­
dad que hay que considerar una de las más claras características de
la institución, al mismo tiempo que sujeto de un jefe, su condición
hace de él, en el orden de la jerarquía social, un miembro de una
clase inferior y despreciada. No puede prestar testimonio en justicia
contra hombres libres (excepción hecha, por la naturaleza de sus
amos, de los hombres del rey y de los de ciertas iglesias). Los cáno­
nes, dando por motivo su dependencia demasiado estrecha, le aplican
de hecho, simplemente, las reglas antes impuestas a los esclavos, y,
salvo emancipación, le impiden el acceso a las órdenes sagradas. La
condición servil es indiscutiblemente una mancha, una «mácula», pero
también y, por lo menos en esta época, ante todo, un lazo de per­
sona humana a persona humana.
Había siervos en casi toda Francia, bien con ese nombre, bien,
en algunas regiones apartadas (Bretaña, el Rosellón) con otros nom­
bres y con algunas modalidades diferentes.19 Es una regla general que
cuando se estudia la condición de los hombres en la edad media no
hay que pararse nunca demasiado en las palabras, variables hasta el
extremo según las regiones o incluso los pueblos. ¿Cómo podía ser,
sí no, en una sociedad fragmentada, sin código, sin enseñanza jurídi­
ca y sin gobierno central, únicas fuerzas capaces de uniformar una
terminología? Tampoco hay que dejarse hipnotizar nunca por los
detalles, que pueden también tener infinitos matices, ya que en la
práctica cotidiana todo se regía por costumbres estrictamente loca*
les, que necesariamente fijaban y ampliaban las divergencias, por
ligeras que éstas fueran en su origen. Ateniéndose, en cambio, a los
principios fundamentales, se percibe rápidamente que esas nociones
esenciales, que responden a movimientos muy generales de la opi­
nión común, son a la vez muy simples e iguales en casi todas partes.
Entre una provincia y otra, entre uno y otro señorío, los términos
que sirven para designar al siervo y las aplicaciones prácticas de
su condición presentan muchas fluctuaciones. Pero, por encima de
toda esa diversidad, en los siglos xi y xn, había, quizás, una noción
europea o, en todo caso, una noción francesa de la servidumbre: es
esta última la que he intentado yo definir.
No obstante, hay una región que es caso aparte: Normandía.
No parece que se desarrollara nunca seriamente la servidumbre, y el
más reciente texto en que se hace mención de hombres que con se­

19. Los «mottiers» y «quevaisiers» ele Bretaña pertenecían a una catego­


ría que no puede por menos que considerarse —como muy bien lo ha demos­
trado H. Sée— una variedad de la servidumbre. Los homínes de remensa
roselloneses son indiscutiblemente siervos; si se evitaba llamarlos serví era
sin duda porque en el Rosellón esa palabra estaba reservada a los esclavos
propiamente dichos, que hasta finales de la edad media fueron bastante nume­
rosos; cf. infra, p. 245.
guridad pertenecieran a esa clase no puede ser muy posterior al
año 1020. Como respecto a los campos irregulares de la región de
Caux, quizá la población da la clave de esa anomalía. En el Da-
nelaw inglés, es decir, en ia parte de Inglaterra en que quedó con
fuerza la huella escandinava, la condición de la masa rural conservó
igualmente un carácter libre, mucho más marcado que en el resto
del país. El paralelo, cuando menos, da materia para reflexionar.
Excepto en Normandía, los siervos no solamente se extendían por
todas partes de Francia. Casi en todas partes, también, eran mucho
más numerosos que los simples villanos. Constituían la mayor parte
de las poblaciones rurales que vivían bajo el régimen de señorío.
En esa única clase se habían ido fundiendo poco a poco, «por
una revolución lenta y sorda»,20 los descendientes de hombres que
habían pertenecido a condiciones jurídicas diferentes: esclavos «ca­
sados», colonos, emancipados de derecho romano o de derecho ger­
mánico y quizá también pequeños alodieros. Unos, sin duda los más
numerosos, habían cambiado de condición poco a poco, sin contrato
expreso, por un insensible deslizamiento, natural en una sociedad
en la que nada era más que precedente y fluctuante tradición. Otros
habían abdicado a sabiendas de su libertad. Los cartularios nos han
conservado muchos ejemplos de esas donaciones de uno mismo. De
grado, o así se decía — de hecho, casi siempre, por miedo a los
peligros del aislamiento, apremiados por el hambre o bajo amena­
zas— , muchos antiguos campesinos libres habían entrado así en los
lazos de la servidumbre. De la nueva servidumbre. Porque, sin que
de ello se dieran cuenta claramente los hombres que a cada momento
los tenían en los labios, los viejos nombres, lentamente, habían pa­
sado a tener significaciones muy alejadas de sus primitivas acepcio­
nes. Cuando, tras las invasiones, por todas partes se multiplicaron los
lazos de dependencia, no se forjaron palabras nuevas para designar­
los. Eso incluso cuando se trataba de relaciones no hereditarias y de
carácter superior: «vasallo» procede de una palabra celta y luego
romance que designaba al esclavo; las obligaciones del vasallo cons­
tituían su «servicio», lo que, en latín clásico, no habría podido de­

20. Tomo esa expresión de B, Guérard, uno de los historiadores que, con
toda seguridad, a pesar de la forma un tanto excesivamente escolástica de su ex­
posición, más profundamente penetró en la comprensión de la evolución social
de la edad media: Polyptyque d'lrmmon, t. I, 2, p. 498.
cirse más que de una carga servil (para un hombre libre habría tenido
que ser officium). Con mayor motivo, pues, fueron frecuentes esos
deslizamientos de sentido en el ámbito, más humilde, de las relaciones
estrictamente hereditarias. En la época carolingia la lengua del de­
recho reserva cuidadosamente la palabra serví para los esclavos, pero
ya el lenguaje corriente la extiende a todos los sujetos del señorío.
Al término de esa evolución se sitúa la servidumbre, es decir, con
una etiqueta antigua, una de las piezas maestras de un sistema so­
cial transformado, en el que dominaban las relaciones de lazo per­
sonal, reguladas, en sus detalles por las costumbres de los grupos.
¿Qué obtenían de esa institución, en suma, los señores? Sin duda
grandes poderes, y, además, beneficios nada despreciables. Pero, en
cuanto a mano de obra, poca cosa. El siervo era un tenedor, cuya
actividad tenía que aplicarse sobre todo, por fuerza, a su propia
tierra, cuyas cargas eran fijadas además, por lo general, por la cos­
tumbre, al igual que las de los otros campesinos. Un régimen de
esclavitud hubiera puesto a disposición de los amos, ante todo, fuer­
zas de trabajo; las que un régimen de servidumbre ofrecía a los se­
ñores no pasaban de ser muy limitadas.

Dos rasgos, sobre todo, que afectaban a su propia estructura,


oponían a un mismo tiempo el señorío francés de finales deí siglo xn,
en el pasado, al señorío galofranco de la alta edad media y, en el
presente, a la mayor parte de señoríos ingleses y alemanes: el des­
moronamiento del manso, unidad fiscal indivisible, y la disminución
de las corveas. Dejando a un lado, provisionalmente, el primer punto,
detengamos nuestra atención en el segundo.
Nada ya de corveas de fabricación. Los señores han conservado
sin duda la costumbre de retribuir mediante la concesión de tenencias
— que, como todas las tenencias esencialmente gravadas con servicios,
son llamadas por lo general «feudos»— a algunos de los artesanos
que, en pequeño número, mantienen en torno a su casa. Pero no se
ve ya que los tenedores, en masa, suministren útiles de madera o
tablones, piezas de tejido o prendas de ropa, y el abastecimiento de
guadañas o de lanzas no recae más que sobre escasos «feudos»
de herreros; los gineceos han cerrado sus puertas. Hacía principios del
siglo doce, los alcaldes (maires) de Notre-Dame de Chartres — es de­
cir, los funcionarios señoriales que administran las diferentes tierras—
16. — BLOCH
obligan aún a las campesinas a hilar o tejer la lana, pero es en be­
neficio propio e ilegalmente, y no se ve en absoluto que los canóni­
gos, que Ies prohíben esa exacción, retengan pata ellos mismos el
provecho de semejante obligación.21 Los señores, desde esos tiempos,
cubren sus necesidades, sí tienen la fortuna de poseer bajo su domi­
nación una ciudad, medíante prestaciones exigidas a los oficios urba­
nos, o sí no recurriendo, lo que es más frecuente, a artesanos domés­
ticos, asalariados con tierras o de otro modo, o, sobre todo, medíante
compras en el mercado.
¿Por qué habían renunciado de ese modo a imponer a los tene­
dores los trabajos que antes proporcionaban al castillo o al mo­
nasterio tantos objetos, probablemente muy toscos, pero aún así
utilizables, y que no comportaban ningún gasto de mano de obra?
¿Sustitución de una «economía cerrada» por una «economía de in­
tercambios»? Esa fórmula, sin duda, expresa bastante exactamente
el fenómeno, visto desde dentro del señorío, ¿Pero hay que entender
que la economía señorial se viera arrastrada a una gran corriente de
intercambios común a todo el país, que experimentara las repercu­
siones de una transformación universal que, aumentando en todas
partes el número de productos fabricados para el mercado y facili­
tando y acelerando la circulación de bienes, finalmente, hubiera hecho
más ventajosa la compra, ampliamente practicada, que la producción
en el aislamiento? Esa hipótesis no podría sostenerse más que si la
desaparición de las corveas de fabricación hubiera seguido al rena­
cimiento del comercio al modo como el efecto de una transformación
social sigue ordinariamente a su causa, es decir, con algún retraso.
Además, como la reanudación de una circulación más activa no se
habría hecho sentir a un mismo tiempo en todas partes de Francia,
habrían de encontrarse en ciertos lugares, durante mucho tiempo,
supervivencias de las cargas del viejo tipo. Ahora bien, en la medida
en que los textos, desgraciadamente muy escasos, permiten verlo, pa­
rece realmente que el movimiento estaba consumado en todas partes
desde principios del siglo x i i , demasiado pronto, por consiguiente, y
demasiado uniformemente para poder ser atribuido a los progresos
de un comercio entonces todavía muy embrionario. Más vale consi­
derarlo uno de los aspectos de un cambio, muy profundo y muy
21. E. De Lépinois y L. Merlet, Carttdatre de 'Notre-Dame de Charlres,
t. I, 0,° LVIII (1116, 24 enero 1149).
general, que tiene lugar entonces en todo el organismo señorial, y
que a su vez, sin duda, no dejó de tener sus efectos sobre el ritmo
de la economía francesa en su conjunto. Llegó un momento, proba­
blemente, en que la nueva abundancia de productos, en los mercados,
lanzó a los señores a multiplicar sus compras. Pero quizás, en un
primer momento, si los propios mercados habían tomado una am­
plitud hasta entonces desconocida no había sido, en buena parte,
más que para responder a las nuevas necesidades de los señores.
En el estudio, apenas abordado, dei mecanismo profundo de los
intercambios, las vicisitudes del señorío tendrían que ocupar, por
lo que parece, un lugar de primer plano. Respecto a la gran meta­
morfosis que entre los siglos xi y x ii experimentó ese viejo orga­
nismo, su naturaleza aparecerá más claramente aún a través del exa­
men de las corveas agrícolas.
Tomemos un punto de referencia preciso. El pueblo de Thiais,
al sur de París, perteneció desde el reinado de Carlomagno, por lo
menos, hasta la Revolución, a los monjes de Saínt-Germain-des-Prés.
Bajo Carlomagno, la mayor parte de mansos libres habían de realizar
tres días de trabajo por semana (dos de los cuales, si era el caso,
para la labranza, y uno de brazos), además del cultivo bajo su total
responsabilidad de cuatro perches cuadradas (13 a 14 áreas) de los
campos señoriales en el haza de los cereales de invierno y de dos
en la de los tremesinos, y finalmente acarreos a voluntad de los se­
ñores. En algunos otros, la duración del trabajo de brazos era fijada
por el señor, arbitrariamente. En cuanto a los mansos serviles, cada
uno de ellos cultivaba 4 arpendes (de 35 a 36 áreas) de la viña de
los religiosos; en cuanto a la labranza y el servicio de brazos, trabajan
«cuando se les ordena». En 1250 la misma localidad obtuvo fran­
quicia de la servidumbre; en esa ocasión le fue concedida una carta
que comportaba la reglamentación general de las cargas. Sólo que­
daban suprimidas las obligaciones serviles. Las otras simplemente se
ponían por escrito, según costumbre considerada antigua y que, todo
ló más, debía remontarse a comienzos del siglo. De cultivo a destajo,
ni rastro. Todo tenedor proporciona a la abadía un día de trabajo
al año para la siega y, si posee animales de tíro, nueve días de la­
branza.22 En el caso de los más gravados, pues, diez jornadas al año.
22. Para el Thiais caroüngio (Polyptyque d’lrtninon, XIV) añádanse, a
los mansos libres y serviles, tres «hospedajes», gravados de modo diverso.
Franquicia, T?ólyptyque d’lrnúnon, ed. Guérard, t. I, p. 387.
Antes, los mejor protegidos contra la arbitrariedad tenían que rea­
lizar cincuenta y seis. En realidad, la comparación, así presentada,
no es del todo exacta. El manso podía comprender varías familias.
En 1250, en cambio, la corvea era reclamada, visiblemente, a cada
jefe de familia, Pero incluso suponiendo una medía de dos familias
por manso, que tampoco es así, la diferencia seguiría siendo enorme.
A veces la transformación se llevó aún más lejos, Dos documentos
de reglamentación de los usos que, en eí siglo xn, copiados de un
sitio a otro, acabaron aplicándose finalmente a gran número de luga­
res, el de Beaumont, en la Champagne, y el de Lorris, en el Gáti­
nais, no reconocen ya ningún trabajo agrícola obligatorio. En el otro
extremo de la escala, es cierto, hay ciertas costumbres locales que
proclaman aún al siervo «corveable a merced», como eí servus caro-
lingio; son extremadamente escasas, y no es seguro que no hagan
más que afirmar un principio, en la práctica bastante vacío. ¿Qué
hubiera hecho el señor con tantas jornadas de mano de obra? Vamos
a ver que por regla general no tenía ya en qué emplearlas. El ejemplo
de Thiais, sin duda alguna, representa el caso medio y normal. El
cultivo a destajo ha desaparecido totalmente. El trabajo por jornadas
subsiste, pero reducido a muy poca cosa. Y esta etapa, abierta ha­
da 1200, será casi definitiva. Así como era eí régimen ordinario de
las corveas bajo Felipe Augusto, así será aún, a grandes rasgos, bajo
Luis XVI.
Sobre esa prodigiosa atenuación de los servicios agrícolas, a prio-
ri, son posibles dos explicaciones: o bien el señor, para la explotación
de su reserva, ha encontrado una nueva fuente de mano de obra, o
bien ha reducido al mínimo la propia reserva.23
Confrontada con los hechos, la primera hipó tesis no se sostiene.
Efectivamente ¿a qué mano de obra habría podido recurrir eí señor,
dejando a un lado las corveas? ¿A la esclavitud? Estaba muerta,

23. El señor habría podido igualmente obtener alguna mano de obra de


las tenencias por un procedimiento diferente del de la corvea, obligando a los
hijos e hijas de los tenedores a servir algún tiempo en su explotación; es el caso
del Gesíndedienst que tan gran papel jugó en ciertos señoríos alemanes, aun­
que fuera, en realidad, sobre todo en el este y a partir del final de la edad
media. Pero aunque puedan advertirse aquí o allí, en la Francia de los capetos,
algunos esfuerzos de los señores por imponer, al menos a sus siervos, eí
trabajo doméstico obligatorio, esas tentativas permanecieron siempre aisladas
y sin gran efecto práctico.
definitivamente, al haber quedado sin fuentes de suministre». No es
que no hubiera ya guerras. Pero, al ser entre cristianos, no se admitía
que pudieran proporcionar esclavos. La opinión religiosa consideraba
a todos los adeptos de la soáetas christiana miembros de una misma
gran Ciudad, que no podían esclavizarse unos a otros, y no permitía
reducir a la esclavitud a más cautivos que los infieles o — a veces
con cierta vacilación— los cismáticos. Por esa razón, en la edad
media no se encontrarán esclavos en número apreciable más que allí
donde llegan con facilidad los tristes productos de las razzias reali­
zadas fuera de la cristiandad o de la catolicidad: en la frontera orien­
tal de Alemania, la España de la reconquista y esos lugares bañados
por el Mediterráneo a cuyos mercados arrojan los bajeles un abiga­
rrado ganado humano: negros de África, musulmanes «oliváceos» y
griegos y rusos apresados por los corsarios tártaros o latinos. El
mismo nombre de «esclavo», que sustituye en su acepción primitiva
a la vieja palabra servas, siervo, cuyo sentido, como sabemos, ha
cambiado, no es en sí más que un término étnico; esclavo o eslavo,
es todo uno, El lenguaje evoca por sí solo el origen de tantos des­
graciados como fueron los que vinieron a acabar sus días a los
castillos de las marcas alemanas o al servicio de los burgueses ita­
lianos, En Francia, por consiguiente, aparte de algunos casos aisla­
dos, sólo las provincias mediterráneas conocen aún en el siglo xn
la esclavitud. Pero incluso allí — a diferencia de ciertas regiones
ibéricas, como por ejemplo las Baleares— la mercancía servil era de­
masiado escasa y demasiado costosa para ser empleada con impor­
tancia en los trabajos del campo. Daba criados, criadas y concubinas.
Labradores o labradoras, ningunos o casi ningunos.
En cuanto a los asalariados rurales, no perdieron nunca, es seguro,
su papel complementario. Con el aumento de población a favor, in­
cluso tomaron, según parece, una importancia creciente. Ciertas
órdenes monásticas, especialmente los cistercienses, tras haber recu­
rrido, para resolver el problema de la mano de obra, a la creación
de un cuerpo de religiosos de dignidad inferior —los donados— , se
resolvieron, a fin de cuentas, por recurrir en bastante gran medida
al empleo de trabajo asalariado. Pero para explotar por ese medio
reservas señoriales comparables en magnitud a los mansi indominicati
de otro tiempo habría sido necesario un enorme proletariado agríco­
la. Desde luego que no existía, ni podía existir. Francia, más poblada
que antes, no estaba superpoblada, y, sin ningún perfeccionamiento
técnico importante, el trabajo de las antiguas tenencias y de las cons­
tituidas en el momento de las grandes roturaciones seguía reteniendo
muchos brazos. Finalmente, las condiciones generales de la economía
habrían hecho muy difíciles la manutención o el pago de semejantes
masas humanas por parte de los que habrían tenido que ser unos
grandes empresarios.
Sin duda alguna, los señores no dejaron perderse tantas corveas
agrícolas más que porque aceptaban o provocaban la disminución de
sus reservas. Las tierras que anteriormente habían estado confiadas
a los tenedores para su cultivo a destajo se fundieron poco a poco
—como lo ha demostrado perfectamente para Lorena, Ch.-Edmond
Perrin—24 en las propias tenencias de los que primitivamente se
habían encargado de trabajarlas. En cuanto a la fracción del primi­
tivo dominio que se había cultivado por jornadas, más importante,
una parte sirvió para formar pequeños feudos para los vasallos arma­
dos que los grandes barones de los siglos x y xi se veían obligados
a mantener en gran número.25 Es probable que esos hombres de ar­
mas se apresuraran casi siempre a distribuir sus lotes entre campesinos
que les pagaran censos. Otra parte, la más considerable, fue cedida
directamente por el propio señor a campesinos, bíen de los antiguos,
bien recién llegados. A menudo, era a cambio de la entrega de un
terrazgo, de una parte proporcional de la cosecha -—entre un tercio
y un doceavo, generalmente— , llamada «champan», o también «te-
rrage» o «agrier». Las tierras sometidas a una carga de ese tipo, en
la época carolingia, eran muy escasas, y en la Francia de los capetos
eran, en cambio, bastante numerosas. Ese contraste difícilmente pue­
de explicarse más que si se admite que las parcelas así gravadas pro­
vinieran, en su mayoría, de una nueva distribución. Por ahí se justi­
fica igualmente el particular carácter jurídico atribuido en muchos
lugares a las tenencias de terrazgo. Los señores, al principio, no gus­
taban de considerar irrevocable la fragmentación de sus dominios. Al
reorganizarse, tanto en su patrimonio como en su vida espiritual,
hacia 1163, el monasterio de Saint-Euverte de Orleans no había teni­
do al principio posibilidad de cultivar «con su propio arado» sus
posesiones de Boulay, y las puso a cargo de unos campesinos. Luego,

24. Mélanges d‘ktstoire du moyen-áge offerts a M. F. Lol, 1925.


25. Debo esta observación a Deléage, quien prepara un trabajo sobre la
evolución agraria de la Borgoña medieval.
los canónigos consideraron más provechoso explotarlas por sí mis­
mos, y se hicieron autorizar por el rey Luis VII y el papa Alejan­
dro III para recuperar lo que habían cedido.26 El terrazgo, pues,
censo típico de los nuevos repartos, se concibió a menudo, en prin­
cipio, sin carácter hereditario. En Touraine, en Anjou y en el Or-
léanais los juristas del siglo xm reconocían todavía al señor el derecho
a unir a su reserva los campos sobre los que el único censo que recaía
era un ierrage.21 Hasta 1X71 las tierras de aparcería de Mitry-Mory,
en el señorío de Notre-Dame de París, podían cambiar de manos a
voluntad de los canónigos, las de Garches, en el señorío de Beaudoin
d’Andilly, hasta 1193, no se heredaban, y en el Valois las costum­
bres del pueblo de Borest, redactadas durante el siglo xn, refieren
que esos tipos de bienes no deben nada al señor cuando se venden,
«porque antiguamente nadie tenía derecho de herencia sobre ellos».28
Pero no nos equivoquemos en esta cuestión; en la práctica, y esos
ejemplos bastarían para recordárnoslo, el carácter hereditario se
introdujo poco a poco, por convenio expreso como en Mitry-Mory o
en Garches, o por prescripción como en Borest. Los señores acep­
taron o dejaron hacer. Fue en forma de tenencias perpetuas, seme­
jantes, en suma, a las antiguas, como a fin de cuentas los grandes
dominios pasaron a la masa campesina. En muchas de nuestras
tierras hay erías fragmentadas, desde hace tiempo, como las que están
junto a ellas, en multitud de pequeñas parcelas, que aún hoy llevan
nombres como de lugar del tipo de «Las Corveas»; es un recuerdo
de los lejanos tiempos en que, perteneciendo a la reserva, eran culti­
vadas gracias al trabajo obligatorio de los tenedores.
A veces la reserva desapareció del todo. En otras ocasiones, más
frecuentemente, se conservó en parte, pero muy reducida, hasta el
punto de cambiar realmente de naturaleza. De lo que era en el si­
glo x ii la política dominical de un gran señor bien advertido nos
da una precisa idea el pequeño escrito en que Suger, abad de Saint-
Denis, no sin complacencia, da una imagen de su propia gestión.
Evidentemente, Suger considera que, en cada tierra, es necesaria una
26. Arch. Loiret, H 4: bula de Alejandro III, Segní, 9 sept, [1179; cf.
J, W., 13467 y 13468]. Cf. A. Luchaire, Louis VI, n,° 492.
27. Elablissements de Saint Louis, ed. P. Viollet, I, c. CLXX; cf. t. IV,
P. 191.
28. Guérard, Cartulaire de Notre-Dame de Varis, t. II, p. 339, n,° IV.
Arch. Nat,, L. 846, n.° 30. París, Bibl. Ste Genevieve, ms. 351, fol. 132 v.°.
reserva, pero de moderadas dimensiones. Si la reserva ha quedado
destruida, como en Guillerval, él la reconstituye; si es demasiado
extensa, como en Toury, la cede, en parte, a censo. ¿Pero cómo
concibe sus elementos?: una casa, preferentemente «fuerte y hecha
para la defensa», en la que morarán los monjes delegados para la
dirección del señorío y donde él mismo, en sus giras de inspección,
podrá «reposar la cabeza», un huerto y algunos campos para el
sustento de los huéspedes temporales o permanentes de esa vivienda,
los graneros en los que se almacenarán los productos de los diezmos
o de la aparcería, los establos o majadas para el rebaño señorial que,
sin duda, participa de la abertura de heredades, y cuyo estiércol
beneficia los huertos y las labores dominicales y, finalmente, según el
caso, un vivero o viñas que proporcionarán al monasterio y a sus
dependencias productos de carácter particular y, sin embargo, indis­
pensables, que en esa época es aún más ventajoso producir uno mismo
que comprarlos en mercados de caprichosos arribos. En suma, se
trata a la vez de un centro administrativo y de una explotación más
o menos especializada, cierto que importante, pero de tal magnitud
que un pequeño grupo de servidores, con el complemento de algunas
corveas, baste para explotarlo; algo totalmente distinto, por su exten­
sión y su razón de ser, de las inmensas explotaciones agrarias de
otros tiempos.29
No es nada difícil encontrar algunas de las causas que llevaron a
los señores a renunciar poco a poco el amplio empleo de la explo­
tación directa. El mansus indomimcatus carolingio ponía en manos
del amo gran cantidad de productos. Pero no todo es almacenar,
sobre todo cuando se trata de materias perecederas; una acumulación
de bienes así no tiene interés más que si se saca partido de ella a
tiempo y racionalmente. ¡Angustioso problema! En la célebre orde­
nanza de Carlomagno sobre las villae aparece constantemente esa preo­
cupación. Una parte era consumida sobre el terreno por los preben-

29. Ver la imagen análoga que nos da para ei siglo xm de los dominios
de Saint-Maur*des-Fossés y de la obra del abad Pedro I (1265-1285) el regis­
tro de censos, Arch Nat., LL 46. El más extenso dominio de labranza —casi
anormalmente extenso— es de 148 arpendes, lo que, como orden de magnitud,
representa de 50 a 75 hectáreas, lo que, según la clasificación oficial de boy,
corresponde a una propiedad grande, no «muy grande», puesto que no alcanza,
ni con mucho, las 100 hectáreas. Es igualmente de ese modo como se entiende el
dominio en la mayor paite de fundaciones de villas nuevas.
deros de la reserva. Otra iba para Ja manutención del señor, que
a veces vivía lejos y a menudo llevaba una existencia casi nómada.
En cuanto al excedente, si lo había — lo que en las grandes fortunas
forzosamente ocurría— , se hacían esfuerzos por venderlo. ¡Cuántas
dificultades, sin embargo, nacidas de las condiciones materiales y men­
tales de la época! Para evitar despilfarros, pérdidas y falsos movi­
mientos era indispensable una contabilidad exacta. ¿Sabía llevarse?
Tiene algo de patético ver cómo, en sus reglamentaciones dominica­
les, los soberanos como Carlomagno y los grandes abades como Alard
de Corbie se tienen que esforzar para explicar a sus subordinados la
necesidad de las más simples cuentas; lo que a veces tienen de
pueril esas recomendaciones demuestra que se dirigían a mentalida­
des bíen poco preparadas para entenderlas. Hubiera sido preciso
también, para repartir adecuadamente los productos, un cuerpo de
administradores bien controlados. Pero el problema del funcionarismo,
escollo de las monarquías surgidas del imperio carolingio, no tuvo
mejor solución en los señoríos. Exactamente igual que los condes o
duques de poca monta, los «agentes» {sergents), libres o incluso
siervos, retribuidos con tenencias, se convertían rápidamente en feu­
datarios hereditarios; el poder de mando que les era confiado lo
ejercían en beneficio propio, se apropiaban de todo o parte del do­
minio o de sus beneficios y a veces entraban en guerra abierta con
sus señores. Para Suger es bien visible que una explotación puesta en
manos de los agentes es una explotación perdida. El sistema suponía
transportes: [por qué caminos, y al precio de qué peligros! Final­
mente, vender el excedente era cosa fácil de decir, ¿pero en qué
mercados? En los siglos x y XI las ciudades estaban poco pobladas
y, por otra parte, eran más que medio rurales. El villano a menudo
se moría de hambre, pero sin dinero poco podía comprar. ¿No ha­
bía de ser más ventajoso, y sobre todo más cómodo, multiplicar las
pequeñas explotaciones, que vivían de sí mismas y eran responsables
de sí mismas y producían censos cuyo rendimiento era fácil de pre­
ver, además de que, al ser en numerario, eran fáciles de transportar
y de atesorar? Por otra parte, esas unidades campesinas no sólo ren­
dían censos; si el señor multiplicaba, o bien sus tenedores, o bien
los vasallos en favor de los cuales dividía su dominio en pequeños
feudos, multiplicaba así el número de sus «hombres», que definía su
fuerza militar y su prestigio. El movimiento había empezado ya al
final de la época romana, con la supresión de las grandes plantacio­
nes de esclavos y el incremento del número de esclavos «casados»
y de tenencias de colonos. Las fuertes corveas de la época franca no
habían sido más que un paliativo, destinado a conservar aún cierta
magnitud de las reservas. Los grandes señores del período que
siguió —pues de los pequeños todo lo ignoramos, y es posible que
nunca tuvieran dominios muy extensos— no hicieron más que rea­
nudar y prolongar la curva de la evolución anterior.
Ahora bien, esas explicaciones, que parecen claras, chocan, sin
embargo, con una dificultad cuya importancia no sería honrado su­
bestimar. Las condiciones de vida que acaban de ser expuestas son
un hecho europeo, y la disminución de las corveas y la reducción del
dominio, en la fecha en que se observan en Francia, no. Nada seme­
jante en Inglaterra, donde la situación, tal como la registra, por ejem­
plo, en pleno siglo xm , el libro de censos de Saint-Paul de Londres,
recuerda rasgo por rasgo las descripciones de los inventarios caro-
lingios. Nada semejante tampoco, por lo que puedo ver yo —los obs­
táculos que encuentran estas investigaciones comparadas son una
de las más enfadosas señales del escaso avance de las ciencias hu­
manas— , en la mayor parte de Alemania. La misma transformación,
sin duda, tendrá lugar en esos dos países, pero con uno o dos si­
glos de retraso. ¿Por qué ese contraste? Yo pido perdón al lector,
pero hay casos en los que el primer deber de quien investiga es
decir: «no he encontrado la solución». He llegado así a una de esas
confesiones de ignorancia, que son al mismo tiempo invitación a
proseguir una investigación de la que depende la comprensión de
uno de los tres o cuatro fenómenos capitales de nuestra historia rural.
En la vida del señorío, efectivamente, no hay transformación
más decisiva que ésa. Ya en la época franca el tenedor estaba sujeto
a la vez a censos y a servicios, pero entonces, de los dos platillos
de la balanza, pesaba más el de los servicios Ahora el equilibrio se
invierte. A los antiguos censos se han añadido nuevas cargas; la
talla, el diezmo, los derechos pagados por los servicios de uso juris­
diccional obligatorio (las banalités), las obligaciones serviles y, a
veces, a partir de los siglos x ii y xm , las rentas exigidas en susti­
tución de las antiguas corveas mantenidas hasta entonces, que los
señores acabaron por juzgar inútiles pero no siempre aceptaron su­
primir sin indemnización. Los servicios se hicieron infinitamente
más ligeros. Antes la tenencia era, ante todo, una fuente de mano de
obra. A partir de entonces lo que, a grandes rasgos, puede llamarse
su arriendo — sin dar a esa palabra un sentido jurídico preciso—,
constituye su verdadera razón de ser. El señor ha renunciado a ser el
director de una gran explotación, agrícola e, incluso, parcialmente
industrial. Ya no se ve reunirse en torno a sus capataces, durante nu­
merosos días, a la población útil de pueblos enteros. La propia casa
de labranza» desecho de su antiguo dominio, que a menudo él ha
conservado, dejará cada vez más de explotarla directamente. Sobre
todo desde el siglo xm , se extiende el hábito de acensuarla también,
claro que no a perpetuidad, sino por períodos fijos; es una diferen­
cia realmente considerable, cuyos efectos veremos aparecer más tar­
de, pero que no deja de implicar que el amo siga separándose, en
ese sentido, de la tierra, Imaginemos a un gran fabricante que, de­
jando en manos de su personal, para utilizarlas en una serie de pe­
queños talleres, las máquinas de la fábrica, se contentara con con­
vertirse en accionista, o, por decir mejor (pues la mayoría de per­
cepciones eran fijas o pasaron a serlo), obligacionista de cada fami­
lia artesana; podremos, con esa imagen, hacernos una idea de la
transformación que tuvo lugar de los siglos ix a xm en la vida se­
ñorial. Desde luego, políticamente, el señor es aún un jefe, puesto
que sigue siendo comandante militar, juez y protector nato de sus
hombres. Pero, económicamente hablando, deja de ser jefe de em­
presa, lo que fácilmente le habrá de llevar a dejar del todo de ser
jefe. Queda convertido en rentista de la tierra.

SUPLEMENTO AL CAPÍTULO 3

U n p r o b le m a : l o s o r íg e n e s d e l s e ñ o r í o (pp. 213-226)
Importancia capital del señorío en la historia rural: «Génesis y evolu­
ción de los señoríos, [...] naturaleza de las sociedades campesinas: ¿hay
en nuestra historia muchas cuestiones más vitales que ésas?» (1936, pá­
gina 487). «Una descripción de la sociedad rural a través de los tiempos
en la que se deja de lado el señorío» es un «juego de prestidígitación»
(1934, p. 85). Igual reproche, 1932, p. 494; 1934, p. 471. «Durante
demasiado tiempo hemos visto entre nosotros cómo la historia del señorío
se dejaba al margen de las investigaciones sobre el hábitat o las prácticas
agrarias. Cosas de juristas o de historiadores, por un lado, y cosas de geó­
grafos, por otro, sin ningún puente entre ellas. ¿Quién puede creer, sin
embargo, que el funcionamiento de un régimen basado en la dependencia
de unos pequeños explotadores con respecto a una "cour” central pudiera
ser el mismo en las regiones en las que los hombres vivían pegados unos a
otros y en aquellas en las que se esparcían por los campos y los bosques?
Señorío de pueblo o de aldeas, señorío de bocage, señorío de montana:
son nociones realistas que hay que volver a introducir en nuestros estu­
dios, y son también hermosos temas que esperan a quien quiera expli­
carlos» (1936, p. 276). Para entender los orígenes del señorío Marc Bloch
recurrió cada vez más a la historia comparada. «Muchas razones nos impi­
den aún hacernos una idea clara de la génesis y de la primera evolución
del régimen señorial: la pobreza de las fuentes, el número, demasiado es­
caso, de estudios serios sobre los diversos tipos regionales, y, quizás ante
todo, la falta de investigaciones profundas y a la vez de espíritu suficien­
temente amplio sobre los países que, por excepción, no conocieron el se­
ñorío. ¿Se entiende verdaderamente un fenómeno mientras se ignora por
qué a veces deja de producirse?» Ése fue el caso de Frisia, una de esas
regiones sin «señores» (1935, pp. 408-409).

E l DECLIVE DE LA ESCLAVITUD (pp. 216-218)


Para Marc Bloch la esclavitud y su declive van estrechamente ligados
a los orígenes del señorío (Cambridge economic history, pp. 228-231, 234-
243). El «problema de la esclavitud medieval ignorado durante tan­
to tiempo por la mayoría de historiadores», es, «no obstante, un problema
capital» (1938, p. 65). Su estudio «Comment et pourquoi finit l’esclavage
antique», publicado en 1947, pp. 30-44, 161-170, expresa su último punto
de vista sobre la esclavitud en la edad media y el problema de su desapa­
rición. Mientras que los siglos i a m de nuestra era habían conocido una
penuria de esclavos, en la época de las invasiones y los primeros tiempos
de los reinos bárbaros, en Europa, hubo una gran abundancia de ellos,
como consecuencia de las guerras, el bandidaje y la miseria, que provo­
caron una «recrudescencia de la trata»; «la mercancía humana había vuelto
a ser abundante y de precio accesible». Su comercio fue muy activo hasta
los tiempos merovingios, y Europa exportaba incluso a la España musul­
mana y el Oriente. A partir del siglo ix, por eí contrario, debido a una
transformación capital, «una de las más profundas que la humanidad ha
conocido», la esclavitud no jugó ya más que un escaso papel en las socie­
dades europeas. Luego desapareció casi completamente.
Marc Bloch se extiende primero largamente sobre los «dos métodos»
que se ofrecían para sacar partido de esa «fuerza viva», totalmente a dís-
creción del amo: o bien utilizar al esclavo como un animal doméstico; o
bien establecerlo por su propia cuenta, tomando «una parte de su tiérapp,
y de los productos de su actividad». «Pues bien, desde los últimos siglos-
del Imperio, ese segundo procedimiento se extendió cada vez más [...]
Los grandes propietarios, utilizando grandes extensiones de tierras suyas,
las dividieron en multitud de pequeñas explotaciones [...] Entre los be­
neficiarios del reparto de esos lotes figuraron gran número de esclavos [...]
Desde luego, el tipo de esclavo-tenedor no era totalmente insólito [...]
Pero su generalización era un hecho nuevo.» Si bien el latifundium se
fragmenta, la gran empresa rural no queda abolida. Las «reservas de ex­
plotación directa» no desaparecieron. Hasta el siglo ix «la mayor parte
de grandes señores territoriales conservaban aún bajo su propia adminis­
tración importantes tierras de cultivo», cultivadas sobre todo por los «tene­
dores, cuyas tierras estaban en dependencia con respecto al dominio prin­
cipal». «Abandonando una parte de su tierra, el gran propietario, por lo
mismo, se había asegurado las fuerzas humanas que lo restante exigía».
Los motivos de la sustitución de la «utilización directa del ganado huma­
no», en apariencia más práctica, por el «sistema indirecto de la corvea»
fueron el mal rendimiento de los esclavos, que representaban además un
capital perecedero, y las dificultades para su reclutamiento tras el prin­
cipio de la era cristiana. «Hubo una orientación hacia el régimen de tenen­
cia», con los consiguientes «servicios obligatorios en las tierras del amo.
Su rendimiento no era, sin duda, excelente, y quizás en ello radicó una
de las causas que, mucho más tarde, a partir del siglo x, llevaron, a su vez,
aí abandono de ese sistema». Es imposible decir si el «resurgir de la tra­
ta», cuando las invasiones, provocó una vuelta al empleo de la mano de
obra servil en «enormes talleres rurales»; en cualquier caso, «no hubo
revolución de gran amplitud. El giro estaba dado». Por otra parte, el
«sistema del arrendamiento» estaba dentro de las tradiciones germánicas.
«En una época en que el esclavo-arrendatario era aún cosa rara en Italia,
Tácito advertía ya su frecuencia del otro lado del Rin.»
«Ahora bien, ese esclavo-arrendatario, por su condición personal, se­
guía siendo claramente, sin duda, un esclavo. Todavía en la época carolin-
gía los monumentos legislativos se esfuerzan por hacer referencia a la
distinción entre el servus y los demás dependientes del señorío, tales
como los colonos [...] En la práctica, no obstante, el destino del esclavo,
establecido de ese modo en una pequeña explotación a él confiada, difería
mucho del que sugiere la propia palabra de esclavitud. Él no entregaba
al amo más que una parte de los productos de su actividad, y no le daba
más que una parte de su tiempo [...] No vivía a todas horas bajo las
órdenes de otro hombre, tenía su propio techo y su hogar, dirigía por sí
mismo el cultivo de sus campos y, si ponía particular empeño o era par-
ticularmente diestro en el trabajo, se alimentaba mejor que su vecino, o
bien, en la medida en que hubiera un mercado, vendía en éi sus produc­
tos. Las propias instituciones jurídicas no tardaron mucho en reconocer
las particularidades de su suerte. Como era un trabajador de la tierra, y
su esfuerzo tenía una importancia primordial para la prosperidad del Im­
perio, las leyes del siglo iv prohibían al amo —al igual que lo hacían con
respecto al arrendatario libre— que le quitara su tenencia. Sin duda, esa
regla de "la adscripción a la gleba" no fue observada más que poco tiem­
po; hizo hundirse en la ruina al Estado imperial que la había proclamado.
Pero entre los esclavos "casados" (chases) —es decir, dotados cada uno
con una casa {casa, también, en latín) y las tierras colindantes— y los
que no lo eran, el derecho carolingio señala una distinción que no carece
de importancia: los primeros son considerados bienes inmobiliarios, y los
segundos se sitúan entre los bienes muebles Desde la segunda
mitad del siglo ix, la costumbre del señorío, que desde hacía tiempo, al
no haber ley escrita, se admitía que regulaba las relaciones entre el señor
y los dependientes de condición libre, extiende su protección al esclavo-
tenedor [...] Incluso a ojos del derecho estricto, la condición del servus
casatus difería en mucho de la pura esclavitud, Desde el punto de vísta
de la economía, el empleo que se hacía de sus fuerzas no respondía ya en
absoluto a la ordinaria definición de la mano de obra servil.»
«Es más: no sólo el género dé vida de muchos esclavos se había apar­
tado pronto del que antiguamente habían llevado, sino que el mismo nú­
mero de esclavos había disminuido muy rápidamente. Para captar el fenó­
meno conviene situarse en el siglo ix, brecha de luz o, por decir mejor,
de claroscuro entre dos grandes noches: en sus registros de censos señoria­
les nos ofrece los elementos de una estadística que, aunque todavía imper­
fecta y sobre todo muy fragmentaria, ni los siglos que lo anteceden ni los
que le siguen pueden igualar en lo más mínímo, De los esclavos no casa­
dos no tenemos, a decir verdad, ningún recuento. Hay algunos textos —el
reglamento de la abadía de Corbie o el estado de bienes de Notre-Dame
de Soissons— que enumeran a los servidores que recibían de un amo la
diaria pitanza, pero, preocupados ante todo por fijar el orden de las dis­
tribuciones, no reparan en señalar las diferencias de condición dentro del
personal que participaba de ellas. Por lo que respecta a los esclavos casa­
dos, en cambio, los datos son tan precisos como habría podido desearse.»
Entre los tenedores de Saint-Germain-des-Prés, hacía finales del reinado
de Carlomagno o principios del de Luis el Piadoso, y los de Saint-Remi
de Reims, hacia mediados del siglo ix, el número de los que pertenecían
a la condición servil era pequeño. Podría pensarse que hubieran estado
siempre dispersos, pero el estudio de las tenencias indivisibles, de los
"mansos", muestra lo contrario. Éstos eran clasificados de acuerdo con la
condición personal del ocupante y, según que éste fuera esclavo u hombre
libre, eí manso era llamado servil o libre (ingénuile). Desde la caída del
imperio romano, el paralelismo entre la condición del hombre y la de la
tierra ya no se mantuvo, pero la clasificación pervivió, como «testimonio
geológico de un reparto de las personas desaparecido desde mucho tiempo
atrás». Pues bien, en eí siglo ix, en las tierras de las dos abadías preceden­
tes, se ve que los esclavos ocupaban pocos mansos serviles, aunque es
cierto que también muy pocos mansos libres. Había disminuido, pues, el
número de esclavos tenedores. «¿Qué se había producido? [...] Muy pro­
bablemente, los hombres libres que explotaban mansos originariamente
creados para esclavos eran, en su gran mayoría, herederos directos de los
detentadores primitivos. Pero, en un momento dado, la familia había re­
cibido la libertad. Y sin duda —puesto que no existía ya ninguna relación
obligatoria entre la calidad de la tierra y la de su poseedor— entre los
tenedores de mansos libres, junto a esclavos aún ligados a su servidumbre,
se habían deslizado descendientes de esclavos desde entonces ya emanci­
pados. Además, que en la época de los reinos bárbaros las emancipaciones
fueron enormemente numerosas y se aplicaron a grupos muy amplios, es
cosa que los propios textos, a pesar de terribles lagunas, no nos permiten
ignorar.»
En definitiva, fue realmente el cristianismo la causa de la desaparición
de la esclavitud. Desde luego, lo primero que quería la «opinión religio­
sa» no era subvertir «el orden social establecido»; «se reconocía la legiti­
midad de la esclavitud [...] Además, los miembros del clero, a título indi­
vidual, y la propia Iglesia, que en tanto que institución se había conver­
tido en una gran propietaria, tenían gran número de esclavos». Pero «no
era, sin embargo, poca cosa haber dicho al "instrumento con voz” (tus-
trumentum vocale) de los viejos agrónomos romanos: "eres un hombre”
y "eres un cristiano"». La validez religiosa reconocida a los matrimonios
de esclavos consolidaba las familias de esclavos-arrendatarios. «Sobre todo,
la emancipación [...] pasó a la categoría de obra pía [..,]» La época bár­
bara dejó numerosos documentos de “manumisión", sobre todo incluidos
en testamentos. Los motivos no eran sólo religiosos. La emancipación era
una «buena obra», pero también una operación sin peligro, e incluso pro­
vechosa. El esclavo convertido en hombre libre, de acuerdo con las tradi­
ciones romana y germánica, seguía teniendo obligaciones con respecto al
amo. En Roma era la costumbre del patronazgo, y entre muchos germanos
(francos, sajones, lombardos, bávaros) el liberto, “lite" o “alduin", seguía
dependiendo, de padre a hijos, del amo y de su descendencia. En esa «so­
ciedad turbada» de los reinos bárbaros no había interés por conseguir la
«independencia absoluta». Además, se generalizó la manumisión "con obe­
diencia". Eí obsequmm comportaba cargas: impuesto anual en el derecho
franco (la capitación), exacción sobre las sucesiones y tasa con ocasión de
los matrimonios. «Sobre todo, desde los tiempos de su esclavitud, el escla­
vo emancipado había sido casi siempre un tenedor; una vez salido de la
servidumbre, naturalmente, conservaba su tenencia, sometida a las obli­
gaciones que señalaba la costumbre; así pues, emancipar a un esclavo se
expresaba a veces en ios textos de esa forma: hacer de él un colono, y
entiéndase con ello, un tenedor, de condición libre pero sometido aún muy
estrechamente al amo de la tierra.» Como, «cada vez más, era en la
forma indirecta de censos y corveas como iba siendo costumbre utilizar
la fuerza de trabajo servil, en la práctica, el tenedor emancipado no repor­
taba menos que en su época de servidumbre». Con seguridad, también las
emancipaciones proporcionaban a veces a sus autores un provecho directo
y en forma de dinero. Y sobre todo los amos agrupaban así a gran número
de "dependientes" libres, lo que Ies daba «poder y prestigio». Así pues,
las emancipaciones se multiplicaron por estas tres razones: «el interés
bien entendido, la preocupación por ser jefe y el cuidado de la vida futu­
ra» (1947, pp. 30-44).
Esas constantes pérdidas de la esclavitud ya no se recuperaban. La
intensidad de la trata, desde la época carolingia, había disminuido mucho.
Los siglos siguientes la vieron bajar tanto que la esclavitud desapareció
o, incluso donde se mantuvo, pasó a ser insignificante. En los siglos xr
y xii la palabra servus es frecuente, pero designa a los siervos, no a los
esclavos. Esa misma palabra de esclavo apareció en el siglo x en Alemania
y en Italia, y es nombre étnico: eslavos. Porque el cristianismo, al no
admitir ya la esclavitud más que de los paganos, infieles o cismáticos, redu­
jo a poca cosa el área en la que podían obtenerse esclavos. Desde Luis el
Piadoso ya no se vendieron católicos de origen. A partir de entonces los
esclavos fueron sobre todo de las zonas eslavas paganas de más allá del
Elba, sobre todo en los siglos x-xi. A Francia no llegaron muchos. La pa­
labra esclave, como término jurídico, no apareció allí hasta el siglo xm.
En Italia, en Provenza y en Cataluña los esclavos fueron eslavos y tártaros
de orillas del mar Negro, sirios, bereberes y negros del Maghreb, Aunque
las cruzadas, a partir de finales del siglo xi, acostumbraron a los señores a
tenerlos, en el siglo xm en Francia los esclavos no fueron nunca más
que criados domésticos u obreros, y no se vio resurgir la menor explota­
ción a base de esclavos (1947, pp. 161-170).
Todo estudio de la esclavitud medieval tropieza con una grave dificul­
tad: «La esclavitud coexistió en las sociedades medievales con otras for­
mas de dependencia profundamente diferentes y que, no obstante, eran
consideradas por la opinión jurídica igualmente contrarias a la "libertad”.
Ordinariamente las calificamos de servidumbre. La palabra es cómoda y
sin ninguna duda merece ser conservada, aunque, de todos modos, con la
condición de tener presente que no deja de ser equívoca, pues durante
mucho tiempo la lengua medieval no supo distinguir bien las diversas
categorías posibles de serví —los que nosotros llamamos siervos y los que
llamamos esclavos—. Todavía Beaumanoir —quien, con su clara mente,
es visible que encuentra en ello un estorbo— no dispone, para unos y
otros, más que de la única palabra de user}”. En resumen, son los hechos,
mucho más que la terminología de los textos, lo que nos puede permitir
establecer las necesarias diferenciaciones Verlinden [...] ha mos­
trado, del modo más interesante, cómo hasta entre los esclavos moros
—sin llegar a hablar de sus predecesores o congéneres cristianos— muchos,
establecidos en la tierra, poco a poco se fueron elevando a un género de
vida particularmente más favorable que el de la esclavitud propiamente
dicha [...] Convendría [...] empeñarse en separar claramente dos nocio­
nes, Para empezar, una noción de hecho: desde el momento en que dota
al esclavo de una tenencia, el amo se ve llevado a dejarle a su libre dis­
posición una parte importante de su tiempo, y a concederle, de todos
modos, bastante independencia económica; incluso las cargas que gravan
la tierra tienden a tomar un carácter consuetudinario y escapan así, cada
vez más, a la arbitrariedad. Con una palabra: siendo a un tiempo tenedor
y esclavo, el hombre pasará a ser rápidamente más tenedor que esclavo.
Y ello cualquiera que síga siendo estrictamente, en derecho, su condición.
La esclavitud, con todo su rigor, casi no es compatible más que con el
servicio doméstico, el del taller o, cuando se trata de la explotación rural,
el trabajo por equipos: ésa, entre otras, es una lección muy clara que se
desprende de la historia de los "esclavos casados" a finales del imperio
romano y en los primeros siglos de la edad media (yo dejaría de lado la
institución del colonazgo propiamente dicho; ésta plantea un problema en
gran parte distinto: el del paso de los campesinos libres a la dependencia
de la autoridad señorial). Que el destino de muchos esclavos españoles fue
análogo al de los serví casati de la Galia o de Italia en la época anterior
es cosa que, tras haber leído a Verlinden, no puede dudarse. Pero véase,
además, la noción que da el derecho. En gran parte de Europa, ocurrió
que muchos de esos pequeños explotadores dependientes de un señorío,
al descender de esclavos, se los siguió considerando carentes de libertad,
o, más a menudo todavía, pasó a considerárseles así aun cuando sus ante­
pasados hubieran sido hombres libres. Era que la propia concepción de
la no libertad había ido cambiando progresivamente» (1938, pp. 64-67).
Los trabajos, de Ch. Verlinden sobre «L’esclavage dans le monde
ibérique médiéval», aparecidos en el Anuario de Historia del Derecho
Español, XI, 1934, y XII, son de alcance general, porque el autor
estudia primero la esclavitud a finales del imperio romano y, sobre
todo, porque esas sociedades ibéricas siguieron siendo por mucho más
17 . — BLOCH
tiempo que en casi toda Europa "sociedades de esclavos”. Allí pueden
captarse, pues, con ayuda de numerosos documentos, hechos idénticos a
otros que se desarrollaron en la Gaüa en una época más antigua.
Esclavitud en Sicilia desde el final de la edad media hasta princi­
pios del siglo xix (1929, pp. 91-94), y esclavitud en la Italia medieval
(1932, pp. 597-598). La esclavitud provenza! no ha tentado todavía a
ningún trabajador (1932, p. 598). Esclavitud e inventos medivales (1935,
p. 643).
O rígenes del señorío : los dominios

En una comunicación al Bulletin of tbe International Commiltee of


Hislorical Sciences, febrero 1933, pp. 122-126, «De la grande exploi-
tation domaniale á la rente du sol: un probléme et un projet d’enqué-
te», Marc Bloch plantea de nuevo ese problema, cuya solución no «pue­
de esperarse más que de una comparación sistemáticamente establecida
entre los diversos desarrollos nacionales o regionales». Los textos nos
dan la imagen de los grandes señoríos de la época franca, de los reyes,
de las iglesias y de la alta nobleza laica (los pequeños señoríos siguen sin
conocerse). El tipo más extendido presenta, «por un lado, una gran ex­
plotación, aprovechada directamente por el amo [...] el dominio (iti-
dominicatum), que nos hemos acostumbrado a designar también con
la palabra reserva, totalmente moderna. Por otro, un grupo de peque­
ñas explotaciones dependientes del poseedor del dominio: son los man­
sos, accolae u hospedajes, que reunimos bajo el nombre genérico de
tenencias». Los bosques y los baldíos, a pesar de los derechos de uso
de los tenedores, formaban parte sobre todo el dominio, que poseía
tierras de labor y prados muy extensos. Hacían falta brazos. Los traba­
jadores de la reserva, esclavos u hombres libres "prebenderos", eran
poco numerosos. Los tenedores entregaban al señor unos frutos, pero
«en la economía del señorío, las tenencias constituían ante todo una
reserva de mano de obra», para el cultivo por equipos deí dominio, para
los transportes y para las ocupaciones industriales.
«En el curso de los siglos x, xi y xii ese sistema fue dando paso poco
a poco a una organización totalmente diferente. El cambio parece consu­
mado en la mayor parte de Francia hacia el año 1200.» Las corveas agrí­
colas han quedado reducidas a un pequeñísimo número de jornadas al
año. El dominio ha disminuido considerablemente: «Un latifundmm se ve
sustituido por una buena finca de importancia». El indominicatum ha sido
distribuido entre unos tenedores, mediante las cargas habituales. De igual
modo, ha sido distribuida en lotes la mayor parte de las Iandas, estepas y
bosques, a menudo roturados.
A partir de entonces el señor obtiene sus principales ingresos de la
"renta de la tierra". En Francia las fechas de esa evolución son variables;
en Italia ésta fue más precoz, y en Alemania e Inglaterra más tardía. En
la propia Francia hubo oposición entre la Francia del norte y del centro,
por una parte, y las provincias mediterráneas y pirenaicas, por otra. Puede
conocerse la extensión del dominio y de las tenencias por el número de
jornadas de trabajo exigidas, que están en función de la superficie.
Esa alteración del organismo señorial, importante para la historia de
la clase nobiliaria y de las clases campesinas, tuvo múltiples causas, como
las grandes transformaciones económicas de la época, el resurgir del co­
mercio y de los oficios y el progreso de la economía-dinero. Algunos siglos
más tarde, la devaluación de los censos provocó un movimiento en sen­
tido contrarío: en toda Europa, a partir del siglo xvi, los señores intenta­
ron volver a la explotación directa. En la edad media, sobre todo en el
período más pobre en documentos escritos, es más difícil «distinguir con
facilidad los efectos de las causas». «¿Abandonó [el señor] el cultivo de
cereales a gran escala porque las modificaciones de la economía le hacían
considerar, a partir de entonces, más sencillo y más lucrativo pedir a unos
censos el dinero que había de permitirle comprar el cereal? Quizá. No
olvidemos, sin embargo, que ignoramos el momento exacto en que se
precipitó la fragmentación de la reserva. No es imposible que se remon­
tara a la propia época de más acentuada disminución de la actividad co­
mercial, y que se viera entonces motivada por la falta de mercado para los
productos agrícolas; el gran explotador cosechaba muchos más productos
de los que podía consumir él mismo o hacer consumir a su séquito, y
debía serle muy difícil darles salida con beneficio. Así pues, casi todas
las explicaciones de orden económico tienen doble filo, por la falta, sobre
todo, de precisiones cronológicas. Y queda además la posibilidad de otras
interpretaciones. ¿No podría ser simplemente por dificultades administrati­
vas por lo que los señores dieron en preferir el reparto en lotes a la explo­
tación directa? Ellos, personalmente, eran poco aptos para ese pesado
trabajo de dirección, y se veían obligados a confiar en unos administrado­
res (sergents)\ éstos, retribuidos, al igual que los funcionarios reales, me­
diante la concesión de feudos, que con el mismo título que el cargo pronto
pasaron a ser hereditarios, a menudo, como ios representantes reales, to­
maban todo el territorio como infeudación. A ojos deí abad de Saint-
Denis, Suger, en el siglo xn, un dominio dejado al cuidado de esos admi­
nistradores era evidentemente una tierra perdida C—3 En la dificultad [...]
no hay más que un recurso: la comparación. Pues cuando hayamos logrado
fechar con exactitud las diferentes evoluciones regionales y valorar su
amplitud, entonces podremos, como si se tratara de un experimento natu­
ral, eliminar ciertos factores y apreciar el valor relativo de los demás»
(Bulletin of tbe International Committee of Historical Sciences, febre­
ro 1933, pp. 122-126).
Hay un artículo de 1935 que muestra hasta qué punto Marc Bloch se
alejaba ya de la hipótesis del origen exclusivamente dominical del seño­
río. Es la reseña de las dos tesis de doctorado en letras de Ch. Edmond
Perrin, Recbercbes sur la seigneurie rurale en Lorraine d’aprés les plus
anciens censiers (XIe-XIIe siécles), y Essai sur la fortune immobiliére de
Vabbaye alsacienne de Marmoutier aux Xa et X IC siécles, 1935. Éstas «se­
ñalan una fecha decisiva» «en el desarrollo de los estudios sobre el señorío
rural». «No se limitan, efectivamente, a aportar gran número de datos
nuevos y de penetrantes observaciones. Con mérito menos frecuente, inau­
guran un método. Más exactamente, adaptando a los fines propios de la
investigación ese instrumento universal de conocimiento que es la crítica
del testimonio, hacen de él, por primera vez, una aplicación verdadera­
mente sistemática a un tipo de documentos particularmente difíciles y
valiosos. Desde el siglo ix , lo más tarde, en casi toda Europa, fueron esta­
blecidos innumerables inventarios de bienes y derechos señoriales, por
iniciativa de los interesados. De ese inmenso trabajo, por lo menos para
las épocas antiguas, sólo se han conservado escasos restos [...] Hace
tiempo, desde luego, que los eruditos manejan esos “censiers”. Pero [...]
hasta ahora había sido demasiadas veces para obtener datos a manos llenas,
sin preocuparse más que de paso del cómo ni del porqué de los textos.
Perrin ha roto con esas rutinas. Su estudio, forzosamente, tenía que limi­
tarse en el espacio y en el tiempo. En su tesis principal, se ha ceñido a los
más antiguos censiers de Lorena, de los siglos x i a x ii. Su tesis comple­
mentaria añade a ello el examen de documentos del mismo orden proce­
dentes de la abadía alsaciana de Marmoutier, que por otra parte tenía po­
sesiones en Lorena. Los principios que él ha destacado de ese modo no
por ello dejan de tener un alcance general, que merece ser subrayado.»
Tres observaciones que hay que retener: «Los censiers, generalmente,
no llevan fecha [...] La mayor parte de ellos no nos son conocidos más
que a través de copias. Finalmente, las propias prácticas de la explotación
señorial, frecuentemente, llevaron consigo la introducción en eí inventarío
primitivo de todo tipo de correcciones, interpolaciones o adiciones. Rela­
tivamente fáciles de distinguir cuando, por azar, tenemos el original —hay
que recordar también que en sus célebres ediciones de los “polípticos" de
Saint-Germaín-des-Prés y de Saint-Maur-des-Fossés, con los que precisa­
mente ocurre eso, Benjamín Guérard no había hecho las necesarias distin­
ciones—, esas modificaciones, en cambio, en las transcripciones, no pue­
den distinguirse del texto auténtico más que con ayuda de criterios inter­
nos, particularmente delicados de aplicar. Un testimonio, sea el que sea,
no se hace verdaderamente utilizable, y su exacta significación y —lo que
es al menos igual de importante— el alcance y los motivos de sus silencios
no aparecen claramente más que a partir del momento en que estamos
en situación de reconstruir con precisión los designios que estaba desti­
nado a servir y las condiciones que habían presidido su elaboración, a
veces muy defectuosas.» Perrin ha «cumplido victoriosamente» esa doble
tarea. En sus «minuciosas discusiones», «la agudeza no degenera en nin­
guna parte en sutileza» y «en ningún momento se hace esfuerzo alguno
por hacer pasar subrepticiamente por certidumbre una simple probabili­
dad». «Aislado, un documento pasa a ser, por ello mismo, ininteligible.
Véase, por el contrario, de qué repertorio de comparaciones ha sabido
dotarse Perrin para interpretar los objetos de su investigación crítica: para
empezar, todos los cetisiers de una extensa región, confrontados entre sí;
[...] un estudio en profundidad de las principales recopilaciones de con­
textura semejante de todo el antiguo Estado franco; [...] y finalmente,
sobre todo, [...} una larga familiaridad con la sociedad medieval en su
conjunto. Admirable obra de erudito, dirán algunos. Y sin duda es así.
Pero si alcanza esa perfección es porque ahí el erudito era, ante todo, un
historiador.» Además, Perrin, todo a lo largo de la discusión y en los tres
últimos capítulos de sus Recherches, que siguen la historia de los censiers
de Lorena hasta el siglo xn, expone las instituciones del señorío rural de
dicha región.
Perrin utiliza ampliamente las expresiones "dominio” y 11dominical” en
un sentido diferente del de la lengua medieval, que con la palabra “domi­
nio’1 designaba «la parte de la tierra cuya explotación directa conservaba
el señor, la "reserva", como gustamos decir hoy, por oposición a las
tierras de los tenedores». Perrin «designa así [...] el conjunto constituido
por la reunión o, por decir mejor, la colaboración de la reserva y las te­
nencias; se trata, en suma, del señorío mismo, en cuanto que realidad
territorial». [«No pretendo en absoluto afirmar [...] que "dominio" fue­
ra siempre empleado rigurosamente en la acepción que indico yo [...] La
historia de la palabra "dominio" [...] nunca ha sido escrita. Como señala
el propio Perrin, los términos latinos correspondientes —como el sustan­
tivo dom'micatus—, en la primera parte de la edad media, sirvieron para
designar, según los casos, dos realidades distintas: por una parte la reser­
va, frente a las tenencias, y por otra el conjunto de tierras y derechos
señoriales de todo tipo [...] que el señor conservaba en su patrimonio,
por oposición con los que tenía que asignar a sus vasa¡los o principales
precaristas [...] Se llamaba dominio, universalmente, la parte propia del
señor [...] sea por oposición a las tenencias (entonces era la parte de la
tierra que había que cultivar directamente), sea por oposición a las tierras
infeudadas. Había, dicho de otra manera, el dominio en sentido estricto
y el dominio en sentido amplio. Ese último empleo de la palabra ha sobre­
vivido en la expresión de dominio real [...] En cambio, ‘‘dominio", por
lo que puedo yo ver, no ha designado nunca el señorío territorial en sí.»]
«¿No hubiera ido bien igualmente una fórmula deí tipo de la de señorío
territorial?» (A propósito del empleo de la expresión **propiedad territo­
rial”, «a mí no me gusta demasiado, tampoco, tratándose de derechos rea­
les medievales, la palabra propiedad».) «Yo diría complacido que el abuso
del "dominical” es, a mi entender, el único defecto de esa obra tan rica,
tan firme de orientación y, por una cualidad más excepcional aún, tan pró­
xima a la vida.»
Perrin, siguiendo la evolución del señorío de Lorena, distingue en ella
dos grandes etapas. «En ía primera, que se encuentra en su forma casi
pura hacia principios del siglo xi, el señor es ante todo un amo de la
tierra: a los hombres que de él dependen los domina porque les distribuye
tierras, y sus derechos de mando terminan en las fronteras de su territorio;
la principal ventaja que obtiene es, o bien percibir, a título de arrenda­
miento, una parte de los productos del cultivo> o bien, sobre todo, obtener
de sus tenedores las prestaciones de trabajo que le permiten la explotación
de su propia reserva. Ése es el señorío que Perrin [...] ha resuelto lla­
mar dominical. Pero ya desde el final del siglo ix, y sobre todo durante
el x y el XI, se producen tres hechos decisivos que habrán de modificar de
arriba abajo ese sistema. Se trata, para empezar, de 1a adquisición por
parte de los señores del derecho de “jurisdicción" (han), o, dicho de
otro modo, del derecho a mandar y, dentro de ciertos límites, a juzgar,
derecho de origen público cuyo paso a manos privadas es consecuencia
del debilitamiento del Estado; es un derecho, además, que por su zona
de aplicación sobrepasa con frecuencia los antiguos límites del señorío
territorial, favorece la inclusión dentro de éstos de ciertos alodios y, en
cualquier caso, se extiende a todos los protegidos del señor y a sus pose­
siones (exceptuando, naturalmente, para estas últimas, el caso en que se
encuentren situadas ya bajo otra dependencia). La formación de esa clase
de protegidos, que no son tenedores más que secundariamente o que ni
siquiera todos lo son, constituye el segundo rasgo nuevo, en el que sin
dificultad se reconocerá un aspecto de la generalización de los lazos per­
sonales, tan característica de la época. El tercero, finalmente, se resume
en la progresiva disminución, y, a veces, la desaparición de la reserva. Aun
cuando esos tres fenómenos no fueran, según todas las apariencias, abso­
lutamente concomitantes, sus efectos coincidieron. Los beneficios propia*
mente "dominicales" no dejaron de existir, pero, reducidos en su importe
absoluto —la disminución de las corveas, en especial, había sido conse­
cuencia inevitable de la crisis de la reserva— , fue disminuyendo, además,
su importancia en proporción a la totalidad de los ingresos señoriales,
ces los beneficios obtenidos de la jurisdicción y de la protección. Así nació
un nuevo tipo de señorío, al que Perrin no da nombre alguno. No se trai­
cionaría mucho a su pensamiento, creo yo, hablando —si la expresión -no
hubiera de ser demasiado equívoca— , de “señorío jurisdiccional".»
«En lo esencial, creo yo, por mi parte, que conviene darle la razón ya
desde hoy. Por lo menos en lo que respecta al desarrollo a partir del si­
glo ix. Sobre la propia concepción del señorío dominical o territorial, yo
haría con mayor interés algunas objeciones. Con esa etapa de la evolución
señorial tocamos un período en el cual las realidades se presentan de
modo muy diferente según los países, pues el señorío distaba mucho de te­
ner tras él en todas partes un pasado semejante ni de igual duración.
Tomémoslo, no obstante, si se quiere, en la Galia, donde todo indica que
sus raíces se remontaban, en el orden del tiempo, muy atrás. No es difícil
distinguir en él, en la época carolingia, diversos sedimentos de fechas y
de formación variadas. Que los mansos serviles eran simples pedazos recor­
tados por el amo en sus propias tierras es cosa que no puede dudarse.
Pero ¿y los mansos libres, o, por lo menos, algunos mansos libres? ¿Cómo
saber si su dependencia con respecto al amo no había nacido primitiva­
mente del ejercicio por parte de este último de poderes de mando que
en sí mismos, quizá, no eran muy diferentes de la referida "jurisdicción"?
Podrán darse todas las vueltas que se quiera al problema de los orígenes
del señorío, pero en una 2ona como la Galia —con sus nombres de lugar
hechos en tan gran número a base de nombres de varón— es muy difícil
evitar la impresión de que antes del señor hubo el jefe de pueblo. Y esto
me lleva a un postulado que en varias ocasiones, más o menos implícito,
subyace a la exposición de Perrin: cuando un único término de tierras se
ve dividido entre varios señoríos acaba en una fragmentación secundaria.
Yo estoy de acuerdo con que esa explicación es a menudo la buena. Pero
no es nada evidente que lo sea siempre. En una de las raras regiones en
que nos es posible seguir en la edad media la génesis, por otra parte más
o menos abortada, de un poder señorial —quiero decir, en Frisia— se ve
como, hacia el siglo xiv, los jefes, los Haüptlinge, tienden a convertirse
en señores, y lo que al principio no había sido para ellos más que simple?
regalos se transforma poco a poco en unos censos. Pero ocurre con faci
lidad que haya dos o más Haüptlinge por cada pueblo. Finalmente, en h
propia jurisdicción, ¿es muy seguro que haya que reconocer, pura y sim
plemente, una concesión de los poderes públicos o una usurpación reaíi
zada en detrimento de éstos? Según la tesis jurídica entonces oficial, sí
sin duda. De hecho, sin embargo, ¿no es posible que los diplomas de ir
raunidad se limitaran únicamente a legalizar un estado de cosas preexi:
tente? Y si los señores, en Francia, acapararon una parte del mando
H/» b Justicia narticularmente grande, ¿fue porque la autoridad se mostr
más débil, o lo que ocurre es que esa misma debilidad no se explica más
que por la más antigua fuerza de un señorío más arraigado?»
«Por los rasgos originales de su desarrollo, el señorío de Lorena, como
podía esperarse, ocupa un lugar intermedio entre el señorío de Francia,
estrictamente hablando, y el de Alemania. Allí toda distinción entre los
diversos tipos de tenencias indivisibles —ios "mansos”— se borró muy
temprano. Mientras que en las tierras del Mosela y del Rin de Saint-
Maximin de Tréves, en el siglo xn, aún se encuentra a veces la antigua
oposición de los mansos libres y los serviles, la parte del censier dedicada
a Lorena ignora totalmente esa clasificación. El propio manso se desmo­
ronó rápidamente, a diferencia de Alemania, y también en ese particular
los contrastes que revelan las descripciones de las propiedades de Saint-
Maximin son muy instructivos. Pero, contrariamente a lo ocurrido en
Francia, la fragmentación de la propiedad primitiva dio origen general­
mente a otra entidad agraria que, aun siendo más pequeña, no dejó de
considerarse a su vez destinada, en principio, a permanecer estable: el
cuarto de manso o "quartier". La fusión de los dependientes hereditarios
en una única clase servil parece que fue menos clara que en Francia.
La capitación pagada por los protegidos no recaía ordinariamente más que
sobre los que vivían fuera del señorío Que, en cambio, incluso en
Alsacia, la noción de libertad o de privación de la libertad experimentó
durante el período propiamente feudal esa profunda metamorfosis en 3a
que hay que ver, creo yo, uno de los fenómenos entonces más decisivos
de la evolución social, es algo sobre lo que la historia de la clasificación de
las tenencias en la marca de Marmoutíer aporta una prueba particularmente
elocuente. Como lo muestra con mucha fuerza Perrin, los mansos libres,
todavía mencionados a principios del siglo xi junto a los mansos serviles,
aparecen hacia finales del mismo siglo confundidos con estos últimos en
una única categoría. ¿Con qué nombre?, con el nombre de serviles, a
partir de entonces común. El término ingénuile (libre), en realidad, no
desaparece totalmente, pero se reserva para ciertas tenencias desgravadas
de censos y de corveas, que casi únicamente deben el servicio de caballe­
ría; están en manos de "beneficiados", que el texto califica también curio­
samente de "barones", y constituyen, aunque no se pronuncie la palabra,
verdaderos feudos ministeriales, Visiblemente, lo que se ha desplazado es
la propia línea de separación entre lo libre y lo no libre [...]»
Perrin, «en los censiers} describe el instrumento por excelencia del
señorío "dominical” [...] De hecho, ¿cuándo nacen?» Perrin no resuelve
ese problema. «Yo no puedo [...] evitar asociar la empresa de esos gran­
des inventarios a la influencia del renacimiento carolingio como medio
intelectual y quizá, más precisamente, a la actuación de la propia monar­
quía carolingia No tenemos [...] huella alguna de semejantes reco­
pilaciones bajo los merovingios ni bajo los reyes lombardos [... ] su expan­
sión parece corresponder realmente a la del Estado franco [...] Luego,/-a
medida que se desmorona la antigua estructura, los censiers resultan ser
instrumentos de explotación cada vez más insuficientes. Por rutina [...]
se continúan utilizando a pesar de todo los modelos tradicionales, es decir,
se siguen copiando los registros o documentos elaborados muchos anos
antes. No sin intentar, no obstante, más de una adaptación. Uno de los
más destacados resultados de las pacientes investigaciones de Perrin es el
mostrar mediante ejemplos precisos que, a pesar de su respeto de principio
por la costumbre, en la edad media, ni los señores ni sus sujetos rehusa­
ron siempre las innovaciones, aunque fueran de lo más consciente. Pero,
a fin de cuentas, la presión de las circunstancias se hace demasiado fuerte
y los censiers entran en decadencia, para ser sustituidos unas veces por
uno y otras por otro de los dos nuevos tipos de documentos, muy diferen­
tes entre sí y más profundamente distintos aún del censier: el " rapport
de droit” {Weisíum de los países de lengua alemana) y la carta de franqui­
cias {que yo, por mi parte, para evitar equívocos con el franqueo o eman­
cipación de siervos, preferiría llamar carta de costumbres). Las páginas
que Perrin dedica, primero a definir esos dos términos — el primero, exce­
lente, creado además por él— con precisión hasta ahora inigualada, y
luego a poner en relación las realidades que abarcan, esas páginas se sitúan
entre las más importantes de su obra. La práctica del “rapport de droit",
leído periódicamente ante los sujetos, y en caso necesario completado por
averiguaciones hechas entre ellos, le parece que está en relación directa
con la costumbre de las "audiencias generales" (plaids généraux) que, tres
veces al año, reunían a la pequeña colectividad en torno al señor justiciero
o a su representante. Las áreas de las dos instituciones, efectivamente [...]
parecen superponerse realmente. Un estudio en Picardía y Vermandoís,
donde la audiencia general, como la mayoría de tradiciones francas, parece
que conoció una supervivencia más larga que en nuestras otras provincias,
exceptuadas las antiguas regiones de Imperio, daría sin duda interesantes
resultados.»
«Perrin parece considerar la carta de costumbres propia sobre todo de
los señoríos laicos; los señoríos eclesiásticos habrían preferido el rapport
de droit. No habría que generalizar mucho, sin duda, esa oposición. Véase
la célebre carta de Beaumont, que emana de un arzobispo de Reims. Por
otra parte, conviene advertir que, en ciertas regiones, como la íle-de-
France —donde, según la tesis de Perrin, el rapport de droit es descono­
cido— , fue la carta de franqueamiento de siervos lo que, al transformarse
en el siglo xm en un verdadero pequeño código local, ocupó frecuente­
mente el lugar de una carta de costumbres.» El censier, añade Marc Bloch,
«sobrevivió con mucho al siglo xn», pues en el siglo xm son numerosos
los «inventarios de ese orden, con nombres por otra parte diversos», que
ocupan un lugar importante en la «reacción señorial» (1935, pp. 451-459).
Marc Bloch relaciona con los estudios de Perrin las «sugestivas indi­
caciones» de F.-L. Ganshof, «Une étape de décomposition de Torganisatíon
domaniale classique á l’abbaye de Saínt-Trond», en Féderation archéolo-
gique et historique de Belgique, X X IX e session. Congres de Lié ge, 1932
(1935, p. 455).
A Marc Bloch no le gusta demasiado la palabra “propiedad" aplicada
a la edad media (1936, p. 501). «Propiedad, propietarios [...]: jqué carga­
das de equívocos, esas palabras, aplicadas a la edad media! ¿Acaso la
sociedad medieval no se caracterizaba, al contrario, por la coexistencia en
las mismas tierras de derechos reales concurrentes, de naturaleza diferente
pero igualmente respetables cada uno en su esfera, y tales que ninguno
de ellos tenía esa plenitud cuya idea va ligada, en nuestro lenguaje, a la
noción de propiedad? Los mismos derechos del alodiero, absolutos hacia
arriba, puesto que no comportaban por encima de ellos ningún derecho su­
perior, podían quedar limitados hacia abajo si el alodio se dividía en tenen­
cias dependientes, y en sentido horizontal lo estaban necesariamente, por las
limitaciones que los derechos del linaje y, si se trataba de una propiedad
rústica, los de la comunidad campesina imponían a la libertad de enajena­
ción o de explotación» (1937, pp. 497-498). Hablando de un estudio sobre
el Grésivaudan: «Forzoso es lamentar [...] que el régimen territorial de la
edad media pueda aún ser considerado como "gran propiedad Jurídica­
mente, el término carece de sentido, y económicamente enmascara un he­
cho que, aquí, es el único que importa, a saber: la indiscutible preponde­
rancia de la pequeña y mediana explotación» (1938, p, 520),
Con el título «Une grande ordonnance domaniale de Tépoque franque»,
rña. de W. Elsner, Zur Entstehung des Capitular de villis, Kiel, 1929, de
«método muy seguro».
«En toda la historia económica de la alta edad media no hay texto
más valioso que la amplia instrucción para la explotación de las tierras
reales o imperiales de los carolíngíos tradicionalmente conocida con el
nombre de Capitulare de villis. Desgraciadamente, ese extraordinario do­
cumento no lleva fecha alguna, y el nombre del soberano del que emana
no aparece indicado en ninguna parte. De ahí la existencia de numerosas
incertidumbres, la elaboración de hipótesis diversas y, entre investigadores,
el cúmulo de polémicas que hay a su alrededor [...]» Marc Bloch está
de acuerdo con W. Elsner en rechazar la teoría de Alfons Dopsch, quien
ve en ese capitular la obra, no de Carlomagno, sino de su hijo, el rey
Luis de Aquitania (el futuro Luis eí Piadoso), y la cree destinada única­
mente a ciertos dominios de la región aquí tana, especializados en el "ser­
vicio" de la corte real. «Esa sucesión de prescripciones mal ligadas entre
sí y a veces contradictorias no podría ser obra más que de un remendón
que cosiera uno con otro artículos tomados de diversos capitulares [...]
Se trataría de una especie de codificación abordada por la cancillería hacia
el año 800 para servir de manual en la administración central y, en caso
necesario, para ser enviada a los missi encargados en las provincias de
controlar, entre otras cosas, la explotación de los dominios.» «Hábil hipó-
tesis», que no es admitida por Marc Bloch. «El desorden que tan acerta­
damente denuncia él, y también algunas contradicciones de forma, me
parece que pueden explicarse fácilmente por los malos hábitos de redac­
ción propios de la mayoría de cancillerías medievales [...]» «Finalmente,
no sé si Elsner [...] ha concedido siempre un lugar suficiente a una regla
administrativa muy claramente percibida, no obstante, por él. Como he
intentado mostrarlo en otro lugar, toda la organización dominical se ba­
saba en la posibilidad de cada villa de encontrarse en una de las dos
situaciones siguientes: estar al "servicio” especial de la corte, una, y no
estarlo, la otra. En el primer caso, no tenía que suministrar más que lo
común a todas las tierras. Pero si, por el contrario, se la designaba para
el. “servicio", lo que se producía cuando el soberano y su séquito perma­
necían en la propia villa o en los alrededores, entonces se veía gravada
con todo tipo de prestaciones excepcionales. El error de Dopsch estuvo en
creer que había dos categorías de posesiones fijadas de una vez por todas.
En realidad, cada posesión, según las circunstancias, podía ser utilizada
de una forma o de la otra. Ese dilema se encuentra en todo momento en
el Capitulare de vtllis. Pero como era conocido por todos, el redactor lo dio
a menudo por sobreentendido. De ahí la existencia de muchas oscuridades,
por lo menos aparentes.» Marc Bloch está de acuerdo con W. Elsner sobre
el hecho de «que la ordenanza no estaba hecha para los funcionarios de
orden inferior encargados de cada villa en particular. Visiblemente, se
dirige a personajes de más elevado rango, con responsabilidades más am­
plias». Recuerda su artículo sobre ese capitular en la Revue Historique,
1923, y su estudio «La organización de los dominios reales carolingios y las
teorías de Dopsch», en Anuario de Historia del Derecho Español, 1926
(í931, pp. 460-463). J. W. Thompson, The dissolution of the Carolingian
}tsc in the nintk century, Universky of California Press, Berkeley, 1935;
W. M. Newman, Le domaine royal sous les premiers Capétiens (987-1180),
1937, excelente tesis defendida en la Universidad de Estrasburgo (1938,
pp. 259-261).
Sobre «esos inventarios de bienes eclesiásticos que son documento de
cabecera de los historiadores del señorío rural», importante obra de E. Les-
¡te, Histoire de la propriété ecclésiastique en France, t. III: Vnventaire de
la propriété. Églises et trésors des églises, du commencement du V IIIe h
la fin du X I* siecle, Lille, 1936. «Las modificaciones que experimenta el
tipo de inventarios rústicos no se entienden más que a medías si no se po­
nen en relación con las transformaciones del señorío en cuanto tal, y en
especial con el desmoronamietno de las unidades de tenencia fijas —los
"mansos"— que habían servido de base para las antiguas "descripciones"»
(1940, pp. 79*80).

El manso (pp. 217-219, 402-417)


«En toda la Europa de la edad media se observa la existencia de una
unidad agraria concebida como unidad estable, designada en los diversos
países con distintos nombres. Se trata —por no citar más que los principales
términos— del mas o meix francés (mansas), la buje alemana, la bidé in­
glesa y el bool danés. En toda la historia rural no hay problemas más difí­
ciles, no diré ya de resolver, sino sólo de plantear claramente, que los que
opone al erudito esa institución, misteriosa y que se intuye fundamental,
con su temible espectro [,..]» Señala las tentativas de L. Hauptmann de
calcular la extensión de las bajen bávaras, cálculos discutidos por H. von
Loesch: «Para gran parte de Alemania ignoramos, dice, el tamaño de la
bufe real. Es un hecho que ignoramos aún muchas cosas. El estudio del
mansas, en especial, en la Galia franca, está muy poco adelantado. Sería muy
de desear que hubiera quien se pusiera a ello, abordando el problema en el
plano europeo, pero fuera de los sistemas preconcebidos y demasiado esque­
máticos que lo único que han hecho ha sido dificultar aún más ese género
de investigaciones» (1931, pp. 463-464). El “tan” bretón era análogo al
manso, según señala A. Dupouy, Hisíoire de Bretagne, 1932 (1933, p. 187).
Sobre el manso, «esa institución que es quizá la más misteriosa de nuestras
viejas civilizaciones rurales, y sería igualmente, una vez interpretada correc­
tamente, de las que más viva luz permitirían arrojar sobre el pasado remo­
to de nuestros campos» (1938, p. 453). Mansos de Thuringe y de Hesse,
1938, pp. 453-455.
El importante estudio de O. Tulippe, «De l’ímportance des exploita-
tions agricoles au ixc siécle dans File de France», en Annales de Géogra-
pbie, 1931, utiliza, claro está, el famoso políptico de Irminon. Marc Bloch
no cree que la escasa extensión de los prados corresponda a una mínima
ganadería, pues estaban la abertura de heredades a las rastrojeras y los
barbechos y el pasto en los baldíos y en el bosque. «La parte de más nove­
dad del trabajo consiste en un estudio comparado de la superficie de los
"mansos" según los emplazamientos de pueblos. Tulippe observa que las ex­
plotaciones son generalmente más extensas en las mesetas limosas que en
las tierras de valles y laderas [... ] Ese punto de vista geográfico no había
sido aplicado nunca todavía al examen del políptico; promete ser fecundo.»
No obstante, no hay que «desdeñar los otros factores de variación. Sabemos
muy deficientemente lo que era exactamente un manso; [...] las unidades
de tenencia así designadas no eran exactamente comparables entre sí. Por
ceñirme a lo esencial, los mansos serviles eran por lo regular más pequeños
que los libres; donde la proporción de los primeros con respecto a los
segundos era mayor la extensión media del manso forzosamente debía re­
sultar menor que en los señoríos en los que dominaba claramente el tipo
libre. Es posible, además, que la dimensión de las tenencias no dejara de
tener relación con el peso de las corveas, que era variable» (1932, pp. 426-
427). Del mismo autor, «Le manse á l’époque carolingienne», en Annales de
la Société Scientifique de Bruxelles (Serie D, Sciences éconamiques), 1936,
«útil actualización» (1938, p. 455).
Añádase el artículo de Ch.-E. Perrin, «Observations sur le manse dans
la región parisienne au debut du ixc siécle». Advierte él que siempre se
choca con el «problema, todavía mal elucidado, del origen y la verdadera
naturaleza del manso». B. Guérard había fijado el valor del manso libre,
para los 25 dominios de la abadía de Saint-Germain-des-Prés inventariados
en el políptico del abad Irminon, en 10,59 hectáreas, cifra generalmente
redondeada en 11 hectáreas y admitida luego por todos los sucesores de
B. Guérard, como ejemplo P. Guilhiermoz y O. Tulippe (artículo citado
supra) (el manso servil era de 7,43 hectáreas). Pero Marc Bloch renunció
(in/ra, p. 406) a esa valoración tradicional de 11 hectáreas para adoptar
el valor medio de 13 hectáreas. En la región parisiense, ya desde el primer
cuarto del siglo ix el manso era una «institución degradada y que amena­
zaba ruina» (VIII, 1945, pp. 39-52). Ver supra, p. 255, e infra, pp. 274-276,
280-282, 292, 449-450.
O rígenes d el s e ñ o r ío :
LA ORGANIZACIÓN DE LOS PUEBLOS CON SUS JEFES
Marc Bloch fue llegando progresivamente a la convicción de que los
señoríos habían surgido de la organización de los pueblos con sus jefes.
Así, la cuestión de los machtierns, jefes de pueblos de Bretaña, se le re­
presentó «estrechamente ligada al importante problema del origen de los
señoríos» (1936, p. 320). No se debe ni separar los «poderes sobre la
tierra» de los ejercidos sobre ios hombres ni desdeñar plantear la cuestión
de «esas jefaturas de pueblos en las que, en la hora actual, no obstante, es
imposible no ver uno de los más probables orígenes de la institución seño­
rial» (1939, p. 439).
Un artículo de 1937 subraya esa preocupación, a partir de entonces
dominante en Marc Bloch: «La genese de la seigneurie: idée d’une recher-
che comparée». Recuerda él que «en la historia de nuestras sociedades
campesinas la institución señorial ocupa un lugar de primer plano. El pa­
sado está lleno de ella. El presente está muy marcado por su garra». Para
intentar saber cómo se «formó, asentó y desarrolló», «lo que debe verda­
deramente solicitar nuestro análisis son las variables relaciones del señorío
y la comunidad; olvidando uno de los dos factores se corre el riesgo de
deformar, de entrada, la realidad. Desgraciadamente, ese problema capital
es, al mismo tiempo, un irritante enigma». Pues los documentos europeos
son escasos y «terriblemente discontinuos», aun cuando no hayan dado
todavía todo lo que pueden dar de sí: se han descuidado demasiado las
«variedades regionales del señorío», así como los países sin señoríos.
«Aunque no sea más que, precisamente, para dotarnos de hipótesis de
trabajo, el recurso a la historia comparada se impone aquí más que en
ningún otro caso. Pues la superposición del poder de un hombre a los
lazos de la comunidad [...] así como la interpenetración, tan claramente
caractemadora de nuestro señorío, de una empresa económica y un grupo
de mando, ¿es imaginable que sean fenómenos específicamente europeos?
Sería un grave error creerlo así [...] Añádase a ello que a veces en ante
nuestras miradas o a la plena luz de un pasado muy próximo como se asis­
te en otros lugares a una evolución encubierta entre nosotros por nieblas
milenarias. Desde luego, nadie puede pensar en trasponer los resultados
de esos estudios, tal cual, de una civilización a otra. La historia compara­
da — ¿habrá que repetirlo?— no tiene como misión cerrar los ojos a las
diferencias; por el contrario, situándolas en su lugar, las pone de relieve.
Se trata, simplemente, de ver con más amplitud de perspectiva, con el fin
de entender mejor, buscar mejor, eliminar las causalidades ficticias o ac­
cesorias y, cuando no hay más remedio, interpolar mejor. ¿Podría soñarse
campo más apropiado para esas investigaciones que nuestro Marruecos,
tal como nos lo describen hombres ligados a la práctica y armados con
sólidos conocimientos generales? ¿Acaso no tiene, también él, sus fuertes
comunidades de campesinos o de ganaderos, sus «grandes "casas" casi
señoriales, sus sociedades de protectores y de protegidos y sus institucio­
nes económicas en beneficio de la religión»? Esas líneas anteceden a un
artículo de J. Berque, inspector civil en Fez, «Sur un coin de terre maro-
caine: seigneur terrien et paysans», en el alto Rharb, pp. 227-235: «Hay
ahí materia para hacer reflexionar a más de un lector de viejos documentos
y de polvorientos registros de censos» (1937, pp. 225-227).
Marc Bloch, las «imágenes» del Marruecos rural trazadas por J. Ber­
que en sus trabajos, las relaciona con los «antiguos estadios de nuestras
propias sociedades», y lo hace especialmente con el "khammés", aparcero
y sobre todo cliente, como antes nuestro propio aparcero, con «el gran
patrono urbano o el morabito, bajo cuya protección se ve cómo se orga­
nizan embrionarios señoríos (/patrocinia vicorum/), y, finalmente, con el
doctor de la ley, que se esfuerza por ajustar la letra de los textos ortodoxos
a las resistentes realidades de las costumbres rurales indígenas, exacta­
mente igual que entre nosotros, en otro tiempo, el hombre formal de los
coutumiers —a menudo con menos éxito— se esforzaba por hacer entrar
en el marco jurídico transmitido por Roma el juego de las costumbres
vivas [..J » , No obstante, «el peor error estaría en confundir con las
nuestras esas sociedades rurales del Maghreb extremo, modeladas por con­
diciones físicas sin analogía con nuestros climas [...] así como, y quizás
es lo más importante, por un pasado de ritmo totalmente distinto. Además
esa sensación, tan profunda, de lo "diferente", es en el autor resultado
de una gran cultura histórica y sociológica; insertando el objeto de su
investigación en amplias perspectivas humanas percibe aún mejor las
particularidades por contraste con ese telón de fondo. En esa amplitud de
las comparaciones hay con qué hacer enrojecer a más de uno de nosotros,
los historiadores del Occidente, demasiado inclinados a encerrarnos en
nuestro pequeño cabo del continente eurasiático» (II, 1942, pp, 65-66).
Marc Bloch piensa en 1937 que «se puede delimitar el problema con
una línea clara», y anuncia que va a intentarlo en una «empresa colecti­
va»: tenía que ser el capítulo VI (pp, 224-277) del tomo I de The Cam­
bridge economic bistory of Europe from the decline of the Román empire,
publicada bajo la dirección de J. H. Clapham y Eileen Power, volumen
aparecido en Cambridge en 1941, en plena «batalla de Inglaterra», que
no pudo llegar a conocimiento de los historiadores franceses hasta mucho
tiempo después. En ese capítulo, titulado «The rise of dependent culti-
vation and seignioral institutions» (El origen del cultivo dependiente y
de las instituciones señoriales), Marc Bloch plantea primero el problema
(pp. 224-227) haciendo una descripción del señorío «en la época de su
pleno desarrollo». «El régimen señorial o, según la expresión inglesa, ma-
norial, no se basaba en la esclavitud, en el verdadero sentido de la palabra.
Fuera cual fuera su condición jurídica, y aunque el derecho de la época
la calificara de servil, los campesinos, agrupados en el señorío, no tenían
nada que ver con un ganado humano alimentado por el amo cuya fuerza
hubiera pertenecido por entero a éste. Obtenían sus subsistencias de tie­
rras que cultivaban por su propia cuenta, que ordinariamente se transmi­
tían de padres a hijos y cuyas cosechas, si se presentaba la ocasión, podían
venderlas o intercambiarlas, para adquirir así los demás productos necesa­
rios para vivir. Casi siempre formaban pequeñas comunidades rurales, ani­
madas por un fuerte espíritu de cuerpo, con derechos colectivos sobre las
tierras de pastos y las de recolección de productos silvestres, y que eran
capaces de ejercer incluso sobre las tierras de labor derechos de interés
general, celosamente mantenidos, Pero su esfuerzo no era sólo para ellos
mismos o en beneficio de la Iglesia y el príncipe. Era en hacer vivir a un
personaje situado inmediatamente por encima de ellos en lo que se em­
pleaba obligatoriamente una parte considerable de sus esfuerzos.» A ese
señor le debían jornadas de trabajo y de acarreo, para explotar su domi­
nio, servicios de construcción y de trabajo artesano y una parte importante
de su propia cosecha, en especie o en dinero. Sus propias tierras y a me­
nudo las de la comunidad eran “tenidas" del señor, quien ejercía sobre
ellas un «derecho territorial superior». Finalmente, además de «rentista
de la tierra», el señor era también juez, protector y jefe. El señorío, «em­
presa económica», era también un «grupo de mando».
«Durante un período más que milenario, el señorío, así concebido,
figuró entre las fuerzas principales de la civilización occidental. Ya firme­
mente establecido en diversos países en el amanecer de la edad media, en
los campos europeos no dejó de regir hasta tiempos que el historiador,
acostumbrado a contar por largos intervalos, no dudará en llamar recien­
tes», y en Francia hasta 1789 y 1792. «Inevitablemente, en un tiempo tan
largo, la institución señorial, además de las diferencias que siempre había
presentado entre una región y otra, no dejó de experimentar muchas trans­
formaciones, a menudo muy profundas [... ] Pero ¿en qué tipo de ciencia
ha impedido jamás la presencia tanto de variaciones como de variedades
que se reconozca la existencia de géneros? Los caracteres fundamentales
que acaban de recordarse definen realmente un tipo de estructura social
claramente particularizada y notablemente resistente; a través de los siglos,
el destino de los hombres se ha visto tan fuertemente marcado por ella
que aún en nuestros días, en todos los lugares en los que ha quedado su
huella, el reparto de la propiedad, la conformación del hábitat rural y la
mentalidad campesina no son inteligibles más que en función de esos
viejos lazos abolidos.»
«Ahora bien, hay que confesarlo, la génesis de esa institución que tal
lugar ha ocupado en la historia de Europa sigue resultando particularmen­
te oscura. Porque los documentos son escasos y, en conjunto, tardíos. Por­
que, además, se presentan, en el tiempo y más aún en el espacio, en orden
terriblemente disperso. En la Galia, en Italia y en las regiones renanas,
hasta el siglo ix, no mucho antes, no nos permiten los textos hacernos una
imagen un poco clara del señorío, que ya entonces tenía, indudablemente,
un pasado muy largo [...] Antes de las grandes descripciones que nos pro­
porcionan los registros de censos carolingios o el catastro del Conquista­
dor, nos es forzoso contentarnos con algunos testimonios particularmente
fragmentarios o con indicios indirectos de la arqueología, la toponimia y la
semántica. En verdad, decir que sabemos muy pocas cosas de las socieda­
des germánicas antes de las invasiones es hacer una observación muy banal.
En cambio, no hay quizá suficiente consciencia del desesperante estado de
ignorancia en que nos encontramos por lo que respecta a la estructura pro­
funda de toda una parte del mundo romano, y especialmente del occidente
de Europa, en tiempos de los emperadores. Desde luego, tenemos las
bellas inscripciones de los dominios africanos, y más lejos, hacia el este,
los inapreciables archivos de tantas grandes explotaciones egipcias,
desde los ptolomeos. Pero ¿podremos creer que, entre sociedades tan
opuestas por sus condiciones de vida y sus tradiciones históricas como las
del valle del Nilo, del África berebere y de la Galia, por ejemplo, algunos
siglos de dominación política común bastarán para borrar los contrastes?
{...] Las fuentes egipcias o africanas, con toda seguridad, pueden arrojar
sobre los orígenes del señorío occidental una luz preciosa, pero con una
condición: [...] considerarlas como documentos de historia comparada.
Además, es efectivamente en los métodos de ésta donde reside nuestro
principal recurso. ¿Comparación del desarrollo europeo con las evolucio­
nes de análogo sentido que pueden observarse fuera de Europa?: sí, sin
duda, pero también, y quizá por encima de todo, dentro mismo de la civi­
lización propiamente europea, habrá que poner sistemáticamente en rela­
ción las diversas evoluciones regionales. Porque el establecimiento del
régimen señorial, en nuestros países, no se realizó en todas partes en la
misma fecha, ni con el mismo ritmo, ni alcanzó en todos los lugares igual
grado de desarrollo. Esos desfases y esas deficiencias son las experiencias
a las que debe ligarse, ante todo, el análisis de las causas.» «Imposible se­
guir, por otra parte, el orden cronológico. Sería como partir de las tinie­
blas, Habrá que partir de lo que se conoce menos deficientemente, reco­
giendo uno por uno los diversos indicios que pueden ayudar a comprender
un pasado más lejano y oscuro.»
Luego viene un cuadro de los tipos de señorío de la alta edad medía
(pp, 227-234). La Galla pertenece a ese «área en que el señorío aparece
constituido con fuerza ya en el siglo ix, y lo estaba ya, sin duda, desde
mucho más antiguo [...]». Para esa época, la más remota que puede al­
canzarse con alguna certidumbre, no llegamos a ver realmente bien más
que cierto tipo de señoríos que, al estar situados en las regiones de pueblos
grandes del norte del Loira, se distinguían, además, por sus considerables
dimensiones. Las más fáciles de describir son las posesiones monásticas.
Pero sobre los fiscos reales sabemos lo suficiente como para poder afirmar
que su organización no difería demasiado de la de las tierras eclesiásticas,
y como éstas, por otra parte, si habían llegado a manos de las iglesias había
sido a través de donaciones a veces muy poco anteriores al momento en
que los documentos nos dan una imagen detallada de ellas, podemos con­
siderar también legítimamente válidos los mismos rasgos generales para
las posesiones de la alta aristocracia laica, en las mismas condiciones de
tiempo y de lugar. Sin renunciar a extender más tarde la investigación a
otros tipos de señorío, es en éste en el que necesariamente toma ella su
punto de partida.
«Los señoríos de esa naturaleza se caracterizaban esencialmente por
la unión, extremadamente estrecha, entre una gran explotación, explotada
directamente por el señor —el "dominio", o, como generalmente se decía,
el mansus indominicatus—, y unas explotaciones campesinas pequeñas
dependientes, que llamaremos las tenencias. La explotación señorial tiene
su centro en un grupo de edificios —casas de explotación, graneros, abri­
gos para el ganado, talleres— cuyo conjunto, a veces fortificado, forma lo
que se llama la cour (curtís), que es, en sentido propio, el recinto cerrado.
Alrededor se extienden campos, viñas y prados. Ordinariamente, se inclu­
yen también bajo esa misma rúbrica de mansus indominicatus los bos­
ques, a menudo muy extensos, y las tierras de pasto. Pero esas partes de la
tierra señorial, sometidas casi siempre a derechos de uso colectivo, no son
objeto de una apropiación tan completa por parte del amo como los huer­
tos, los prados o las tierras de labor [...] Aun limitado a los cultivos y
a los prados, el "manso dominical” sigue siendo muy considerable. Su
superficie equivale corrientemente a la tercera parte y a veces a la mitad
del total de tierras de igual tipo detentadas por los campesinos. De tal
modo que al señor se le planteaban dos problemas muy graves: un pro*
blema de mercados — ¿cómo utilizar mejor los productos de esa gran em­
presa agrícola?— y un problema de mano de obra — ¿con ayuda de qué
fuerza humana asegurar su funcionamiento?— .»
El trabajo asalariado no era desconocido, pero no proporcionaba más
que una ayuda ocasional, cuando los grandes trabajos. En la mayor parte
de dominios de la Galia carolingia vivían esclavos "prebenderos”, que
recibían del amo su prebenda (praebenda), pero eran relativamente poco
numerosos. Cínicamente los pesados servicios agrícolas de los tenedores
—de hasta varios días por semana— permitían a la explotación central
vivir y prosperar. Entre esos tenedores figuraban otros personajes de con­
dición servil. «Hay un rasgo que es el primero que destaca en el sistema
de las tenencias: su regularidad. La tierra del señor que se " tiene” se re­
parte en su mayoría en cierto número de unidades, en principio indivisi­
bles, generalmente llamadas mansos, Éstos, a su vez, se agrupan por cate­
gorías, de tal modo que los diversos elementos de cada una de ellas sopor­
tan, todos o casi todos, iguales cargas C— 3 Veamos qué principio presidía
la clasificación de esas células maestras del organismo señorial. Esencial­
mente se distinguían dos categorías principales de mansos, unos conside­
rados serviles y los otros libres. Ambas no estaban necesariamente repre­
sentadas conjuntamente en todos los señoríos, pero en la mayor parte, por
lo menos en los grandes, sí se encontraban aí mismo tiempo.» Tres carac­
terísticas los diferenciaban: los mansos serviles, ordinariamente, eran me­
nos numerosos que los libres, menos extensos y sufrían cargas más pesadas
y peor definidas, y que por tanto dependían más de la arbitrariedad del
amo. En el siglo xi, no obstante, «la condición de la tierra no coincidía
ya obligatoriamente con la del hombre. Un buen número de hombres
libres explotaban mansos serviles [...] Inversamente, ocurría que los man­
sos libres estuvieran ocupados por esclavos [...] Así pues, es perfecta­
mente visible que, aunque por la falta de textos no pueda captarse más
que en una época de declive, la oposición de las dos clases de tenencias
tenía su origen en un estadio sensiblemente anterior de la evolución de
ios dos elementos de la estructura señorial; éstos se fueron fundiendo pro­
gresivamente en un único conjunto, y a priori no puede afirmarse que se
constituyeran ni en una misma etapa del desarrollo ni bajo la influencia
de condiciones semejantes».
«El manso, entidad jurídica que en cuanto tal estaba prohibido divi­
dir, en las regiones de hábitat concentrado, no correspondía sobre el te­
rreno más que muy excepcionalmente a una explotación de un solo tene­
dor. Ordinariamente se componía de múltiples parcelas, repartidas por
una tierra muy fragmentada. El propio dominio comprendía casi siempre
varios pedazos de tierra, de dimensiones generalmente más importantes
que las de los campos de los campesinos, pero más o menos mezclados con
éstos. Las casas de los tenedores se agrupaban en el pueblo, en las inmedia­
ciones de la “cour”. De suerte que la propia disposición dei pueblo rural
traducía de algún modo la interdependencia de las partes constitutivas del
señorío y, por la proximidad en que el corveable se encontraba siempre del
lugar en que era requerido su trabajo, facilitaba enormemente el funcio­
namiento del sistema. No obstante, no nos equivoquemos. Aunque a veces
fuera realidad la exacta equivalencia del término de tierras del pueblo y el
señorío, ésta no tenía, ni mucho menos, un valor de norma. Sin tener ni
siquiera en cuenta, por el momento, lo que todavía podía quedar de explo­
taciones campesinas autónomas, entremezcladas con las explotaciones de­
pendientes, más de un pueblo se repartía entre diversos señores; y ocurría
además que, incluso en las regiones de hábitat particularmente concentra­
do, un señorío se extendía a mansos a veces repartidos entre varios tér­
minos de tierras, en ocasiones relativamente alejados del centro, de tal
modo que, como se ve por el registro de censos de Montier-en-Der, en la
Champagne, ciertos tenedores, para llegar al dominio en el que les espe­
raba la labor prescrita, tenían que recorrer un camino bastante largo. Des­
preciando esas irregularidades, el estudio de los orígenes del señorío deja­
ría escapar un poco de la realidad que se propone explicar.»
«No obstante, en la Galia de esa época, como en la Francia de hoy,
había ya zonas muy extensas en las que los hombres, en vez de agruparse
en pueblos, vivían dispersos en grupos menores. En ellas el manso, habi­
tualmente, era de un solo bloque, o casi. En torno a la casa del " masadero*
( r\ ene untnn ?>n pvtpncí^n tanto míivnr cuanto One,
generalmente —pues se trataba de regiones de suelo pobre— , no se culti­
vaban más que intermitentemente, alternando en la misma tierra, más o
menos caprichosamente, los cultivos y el baldío, Así constituido, y habi­
tado, ordinariamente, por una o dos familias bastante numerosas, de tipo
patriarcal, el manso estaba a veces totalmente aislado en medio del campo.
En otros lugares formaba, con algunos otros, una pequeña aglomeración.
Como es bien evidente, semejante diseminación de la población rural no
era muy favorable a la colaboración del dominio y las tenencias. En la
práctica planteaba delicados problemas, de los que nos dan precisa idea
tres capítulos del censier de Saint-Germain-des-Prés referentes a las tie­
rras que los monjes poseían en las regiones de cercados del oeste. Ya no
hay pueblo grande que haga de unidad administrativa, y cada "fisco” se
extiende por una amplia zona en la que los mansos dependientes dibujan
un entramado muy poco tupido. Sin faltar totalmente, el dominio, pox
comparación con otras regiones geográficas, se nos presenta particularmen­
te reducido: en Boissy-en-Drouais, ocupa sólo el 10 % de la superficie culti­
vada, y en Villemeult el 11,5 %, mientras que, alrededor de París, alcan­
za el 32,6 % en Villeneuve-Saint-Georges y el 35,7 % en Palaíseau. ¿Qué
ocurría cuando un mansas indominicatus, por vía de donación, iba a parar
a manos de los religiosos?, pues que éstos, en ocasiones, al no poder ex­
plotarlo cómodamente de modo directo, se veían obligados a convertirlo en
tenencia.»
«Lo que hay que entender muy bien, únicamente, es que esas dificul­
tades afectaban sobre todo a los grandes señoríos, que a su vez eran parte
integrante de fortunas rústicas inmensas y, además, dispersas. Siempre
delicadas de dirigir, debido a la necesidad que tenían sus administradores
de hacer dos partes —una que tenía que encontrar salida en el mismo
lugar y la otra que había que transportar a un lugar único y más bien ale­
jado, el monasterio— , las fortunas de ese tipo eran de administración
todavía mucho más incómoda cuando a la distancia que separaba las diver­
sas unidades de explotación se añadían, dentro de éstas, intervalos dema­
siado grandes entre las distintas tenencias o campos dominicales. Esas
condiciones les eran mucho menos desfavorables a los pequeños señores,
que vivían en el lugar. Véase, en plena zona de cercados del Corbonnais, el
señorío de Ebbon y Eremberge, que éstos dieron a los monjes de Saint-
Germain-des-Prés, para recuperarlo de manos suyas, por otra parte, sen ­
siblemente aumentado, a título de precario, es decir, mediante el pago de
un censo en dinero. Es de pequeña dimensión (alrededor de 48,47 hectá­
reas de tierra de labor y 19,37 hectáreas de prado), cuando en cambio
los señoríos monásticos se cuentan normalmente por centenares e incluso
por millares de hectáreas. Está formado por un mansus indominicatus y
nueve tenencias, en proporción tal que el dominio representa un poco
más del 34 % del total de las tierras de labor y alrededor del 57 % de los
prados —lo que naturalmente llevaba consigo para los tenedores pesadas
corveas, dejadas en cada caso particular al arbitrio del amo— , con lo que
responde en todo punto, a escala mucho más reducida, a la estructura de
los señoríos de tipo clásico, de los que los fiscos de la Iglesia o del rey
nos dan una imagen en tamaño desmesuradamente grande. Personajes tan
modestos como Ebbon y Eremberge no tenían los medios para elaborar
bellos censiers. Es por eso por lo que ordinariamente los textos guardan
silencio respecto a esas pequeñas jefaturas rurales. Al azar de un docu­
mento, no obstante, se las ve aparecer aquí o allí, constituidas, según la
naturaleza del hábitat, bien por una fracción de pueblo, bien por una
aldea, o bien incluso por mansos dispersos. En las tierras de Occidente,
después de todo, quizás eran las más numerosas. Su constitución interna
no parece que difiriera mucho de la de sus hermanas mayores, y se adap­
taron muy bien a cualquier sistema de hábitat.»
«El contrato, de individuo a individuo, no pasaba de jugar en la vida
interior del señorío un papel de poco relieve [,..] Casi siempre, las rela­
ciones del amo con los pequeños explotadores eran fijadas únicamente por
la costumbre, común a todo el grupo, o por lo menos a todos los mansos
de naturaleza semejante [...] Los acuerdos de protección [...] compor­
taban ordinariamente la concesión de una tierra. En muchos casos, a decir
verdad, la generosidad del jefe era sólo aparente; éste se limitaba a volver
a ceder, gravándola con nuevas obligaciones, una tierra que el propio pro­
tegido le había entregado anteriormente, y ese juego de cesiones y recu­
peraciones no tenía más efecto que el de transformar antiguas explotacio­
nes autónomas en explotaciones dependientes [...] el acto no tomaba
todo su sentido más que inserto en un amplio sistema de costumbres.»
La regla referente a la duración de la posesión reconocida al detentador
era casi siempre la de herencia. Los contratos en "precario", especie de
arrendamiento de duración en principio limitada, tras haber jugado antes
un gran papel, ya no se reservan en la época carolingia más que a las per­
sonas de alto rango y para explotaciones muy diferentes de las de los
campesinos; se establecen entre las fundaciones religiosas y la aristocracia
laica, pero muy raramente entre señores y tenedores.
El propio problema de los orígenes deí señorío es analizado por Marc
Bloch en las pp. 234-270 en los siguientes párrafos: «Le déclin de Tesela-
vage» (pp. 234-243), «Action de PÉtat et origine de la seigneurie: du
colonat á rimmunité» (pp. 243-252), siendo el colonato «la institución
fundamental del bajo Imperio», cuando en cambio los campesinos libres
seguían siendo numerosos, «Protection et "commandise”» (pp. 252-260)
y «Chefs et villages» (pp. 260-271).
El «declive de la esclavitud, [...] indiscutiblemente uno de los he­
chos más notables de nuestra historia occidental», es objeto de un desa­
rrollo sobre el que Marc Bloch volvió en un artículo publicado en 1947,
utilizado más arriba. «Sobre el señorío del siglo ix no basta con decir
que no se veía trabajar en el dominio más que a un pequeñísimo número
de esclavos alimentados por el amo. La propia institución, en sus caracte­
res fundamentales, suponía una sociedad en la que la mano de obra servil
no pasara de jugar un papel de mediana importancia. Si en el mercado
hubieran sido abundantes ios esclavos y su trabajo hubiera sido remune-
rador, ¿a qué habría venido la exigencia de tantas corveas a los tenedores?
Y puesto que el peso de los censos necesariamente variaba en sentido in­
verso ai de los servicios, ¿no habría sido más aconsejable, sensatamente,
pedir a los mansos una parte más importante de sus cosechas, y en cambio
jornadas menos prolongadas? Pero hay que ir todavía más allá. Siendo
como era antitético con respecto a un sistema de esclavitud, el señorío
se había desarrollado simultáneamente al declinar de semejante sistema.
En esa curva descendente, el siglo ix no señala más que una etapa, próxi­
ma, a decir verdad, del final» (p. 234). Una vez más, se recuerda la capital
diferencia entre la esclavitud y la servidumbre (pp. 241-242); esas concep­
ciones jurídicas nuevas que utilizaban viejos ropajes, como precisamente
la palabra “siervo", «aparecieron en el interior de señoríos ya constitui­
dos, de señoríos sin esclavos. Por decir mejor, suponían la inexistencia de
esclavos. Porque los deslizamientos de sentido no resultaron posibles más
que porque la antigua noción de servidumbre, espontáneamente, en cierto
modo, se vació de su sustancia primera».
Es en el problema de las jefaturas rurales en lo que Marc Bloch insis­
tió con más fuerza en el párrafo sobre “jefes y pueblos" (pp. 260-271);
ese problema es inseparable del del manso. «El más seguro indicio de la
existencia de jefaturas rurales, en la antiquísima Europa, es el que da la
toponimia. En nuestras tierras hay multitud de pueblos, de los más anti­
guos, que llevan un nombre de varón, seguido generalmente por un sufijo
de pertenencia, variable según las lenguas [...] En Francia, por ejemplo,
no puede dudarse que, en su mayoría, los Anton’ú de Antony o Antoigné
y los Vlavii de Flaviac o Flavy (por no citar más que algunos ejemplos
entre mil) vivían bajo los emperadores. En lugares dispersos hay referen­
cias incluso a los más remotos tiempos de la Galia, y así el nombre de
Brennos, que se hizo ilustre por la historia o la leyenda de la toma de
Roma por los celtas, pervive en nuestros Breñat y nuestros Berny,» Aun­
que hubiera cambios, «normalmente, el núcleo de población y sus tierras
conservaban a través de los siglos el nombre de un personaje que desde
hacía tiempo había quedado sumido en el olvido, como si al recuerdo de
ese antepasado fuera ligado un recuerdo religioso. ¿Qué había sido, en
realidad, en vida, ese héroe epónímo? ¿Un gran propietario que había
repartido su dominio entre sus esclavos?: cuanto sabemos de jas viejas
sociedades céltica, itálica o germánica [...] nos impide admitir que ese
caso fuera frecuente. ¿Un señor?; tomado en su sentido medieval, la pa­
labra sería con seguridad anacrónica. Sea cual sea el término jurídico con
que haya que designarlo [...] ¿cómo no suponer, sin embargo, que ese
hombre cuyo nombre fue tomado por el pueblo no hubiera sido a su
modo un jefe, o, como decían aún los textos franceses del Antiguo Régi­
men refiriéndose al señor, "el primer habitante"?». Marc Bloch se refiere
entonces a la sociedad gala representada por César, que aparece dominada
por una aristocracia de ‘'caballeros”, con unos “clientes'' a cuyas presta­
ciones y regalos recurrían abundantemente. La Germania del siglo i tenía
sus principes, jefes hereditarios de pequeños grupos locales, que obtenían
sus ingresos de regalos que pronto se convirtieron en obligaciones. «¿Aca­
so un don tradicional, en una sociedad que se rige por la fidelidad al pa­
sado, dista mucho de transformarse en obligación? Así, del regalo y la
costumbre, esas dos nociones ligadas entre sí, de ellas puede decirse sin
exageración que dominaron los inicios de la historia de los censos y cor-
veas señoriales. La propia palabra de costumbre, sin más, era en la edad
medía la más corriente designación del censo, como si cuando se pensara
en éste hubiera una inmediata referencia a su único fundamento jurídico;
en la misma acepción, la palabra servía ya para designar los pagos de los
colonos en la época del bajo Imperio.» "Costumbres”, "dones", "plega­
rias" o a veces "exacciones”: «Primero se pedía, no sin utilizar, sin duda,
una suave y firme presión, y más tarde se exigía, basándose en el prece­
dente».
Ejemplos de "jefes” que se convierten en «dueños superiores de la
tierra» pueden encontrarse en sociedades occidentales de evolución aná­
loga pero más reciente, como por ejemplo en los machtierns de Bretaña,
"tiranos” de parroquias en los siglos rx-x, que luego se situaron dentro
del vasallaje y la caballería. Lo mismo en las sociedades de ultramar. «En
el Maghreb, casi ante nuestros ojos, más de un alto personaje —a menudo
un morabito— por análoga y significativa evolución, ha superpuesto su
autoridad a la de la comunidad rural, que ha pasado a ser contribuyente
suya.» Marc Bloch recurre entonces al folklore. «Además, volviéndonos
al señorío europeo, podemos descubrir en él las huellas de un antiquísimo
origen hereditario.» Ciertos derechos señoriales particulares, que los pro­
pios feudistas calificaban de "derechos ridículos”, eran en realidad viejas
supervivencias folklóricas. «El señor aparece claramente en el papel, pro­
bablemente antiquísimo, de una especie de presidente de ceremonias ritua­
les, procedentes también, sin duda, de las más remotas épocas.»
«Sobre todo, nunca se insistirá demasiado en que el señorío, en nues­
tras tierras, no mató a la comunidad rural. Originariamente —en la em-
brlonaria forma de jefatura— quizá coexistió con ella durante mucho tiem­
po. En cualquier caso, las dos instituciones vivieron durante largo tiempo
una junto a otra. Efectivamente, por estrecha que fuera su dependencia
de un amo, no dejaba el campesino en lo más mínimo de quedar some­
tido siempre a la autoridad del grupo campesino en que se encontraba
englobado; y ese mismo grupo nunca dejaba de tener una vida colectiva
propia, a menudo muy intensa. Sin duda, la fuerza de cohesión se presenta
muy variable según las tradiciones regionales y las condiciones del hábitat.
Pero busquemos, por ejemplo en Francia, cuáles eran las regiones en que
alcanzaba su más alto nivel, Las encontraremos, indiscutiblemente, al nor­
te del Loira y en el llano borgoñón; son zonas de grandes pueblos y de
tierras que, por su forma característica -—campos abiertos y alargados, dis­
puestos regularmente en haces— hacen pensar irresistiblemente en una
ocupación primitiva según un plan de conjunto, y se trata de un régimen,
finalmente, en que la abertura de heredades colectiva, una vez levantado
el fruto de las tierras de labor, y la rotación forzosa, se imponían a todos
los explotadores y con frecuencia al propio señor, respecto a su dominio.
Y es ésa además la clásica área del señorío, la más antigua y la más sólida­
mente constituida, y por ello se cometería un grave error considerando
antinómicos los dos tipos de lazos. Con seguridad, aun cuando los dere­
chos colectivos sobre ios campos y las disposiciones referentes al pasto se
mantuvieran, en gran medida, por el solo efecto de la costumbre, su apli­
cación, en determinados momentos, suponía necesariamente la intervención
de un poder reglamentador y la sanción de unos tribunales [...] incluso
allí donde el señor monopolizaba del modo más completo esos poderes de
mando agrario, era en interés del grupo, y su actuación se esperaba ver­
daderamente que fuera en cuanto que jefe de éste e intérprete de su
tradición.»
«Pero hay principalmente dos rasgos que atestiguan ía supervivencia,
subyacente al señorío, de antiguas instituciones campesinas, y subrayan al
mismo tiempo las vicisitudes de la influencia señorial.»
1.° El manso, institución misteriosa, cuya interpretación permitirá
arrojar viva luz sobre los tiempos lejanos de la historia rural. Sistema
«casi paneuropeo en zona romance mansus, casi siempre, y algunas
veces colinge {colonka)> y en la Galia del oeste designado con el viejo
vocablo de faclus, cuya filiación sigue siendo desesperadamente enigmáti­
ca; bufe en Alemania, hide en Inglaterra, bool en Dinamarca y quizá ran
en la Bretaña armoricana [...] Se denominaba manso [...] en los seño­
ríos de la alta edad media, a 1a unidad de tenencia habitual». Había otras
tenencias, las bóttses {hospicio), más tarde “bordes". «Exactamente igual
que el manso, el hospedaje (hótise) cumplía funciones de entidad catas­
tral [...] era la tenencia, fuera cual fuera, lo que, en conjunto, gravaban
los impuestos [...] Aún dispersos por todo el término de tierras, los bie­
nes raíces, a ojos del fisco señorial, constituían una base de imposición
única. Pero de uno a otro hospedaje las cargas variaban con frecuencia
bastante caprichosamente. Los mansos, por el contrario, se repartían
en clases jurídicas bien definidas: serviles, libres y, excepcionalmente, lidi-
les; [...] la situación del hospedaje era resultado de circunstancias pro­
pias de cada caso particular, mientras que la del manso la fijaba una
costumbre del grupo.» Los hospedajes, menos numerosos que los mansos,
de dimensiones más reducidas y a menudo ocupados por recién llegados
(advenae), pueden considerarse «pequeñas explotaciones, creadas tardía­
mente a costa de tierras hasta entonces baldías por squatters, unos llega­
dos de lejos y otros quizá simples hijos menores de las familias indígenas».
Sólo los poseedores de mansos podían participar plenamente de los dere­
chos de uso de las tierras de utilización colectiva. Pero un hospedaje po­
día elevarse al rango de manso. «El man so era, en una palabra, la célula
típica y, con seguridad, la antigua célula del pueblo con señorío.» Lo
marcaba, sobre todo, otra característica: su carácter fijo. Incluso fragmen­
tado entre diversos detentadores, para el fisco señorial seguía siendo una
unidad. Los copartícipes soportaban las cargas en común y solidariamente.
Ese fraccionamiento fue la primera etapa de una disgregación que, en fe­
chas muy variables según las regiones, llevó consigo la desaparición de la
institución, cuando en cambio, en el origen, a un manso correspondía una
familia.
Ese régimen, regular y estable, facilitaba la percepción de las cargas.
Las autoridades señoriales se esforzaron por mantenerlo y por reaccionar
contra el fraccionamiento del manso. Cuando fue preciso resignarse a im­
poner los censos sobre parcelas y casas, su labor se hizo, efectivamente,
mucho más complicada. Hubo, ciertamente, señores que crearon mansos,
recortados del dominio: eran mansos serviles para esclavos casados y
mansos Hdiles para libertos del derecho germánico. El sistema, sin embar­
go, no era de creación señorial; en el Estado franco había mansos en ma­
nos de hombres libres, independientes de toda sujeción personal o territo­
rial. «También ellas, las administraciones financieras de los grandes Esta­
dos, aplicaron a sus propios fines el manso y las unidades paralelas [...]
se limitaron a utilizar una institución ya existente y generalmente exten­
dida por las antiguas sociedades rurales de Europa. Lo mismo los señores,
para sus propios designios [...] Pero el instrumento que así utilizaban
no había sido forjado por ellos.»
«Terra tinius familiae, esa expresión de Bede, con toda probabilidad,
es lo que da la clave de la institución, en su naturaleza primera [...] todo
conduce a ver, en el grupo del que el manso fue al principio caparazón, una
familia de tipo patriarcal, compuesta por varías generaciones y varias pare­
jas colaterales, que vivían en el mismo hogar. Más tarde, la progresiva frag­
mentación de esas amplias colectividades consanguíneas, acompañada sin
duda por un aumento de la población, provocó el fraccionamiento del
propio manso Eran esos grupos de parientes los que habían proce­
dido a la ocupación de la tierra. En las regiones que hoy llamamos de
hábitat disperso, éstos se establecieron por separado unos de otros, y,
protegidos por su propio aislamiento, mantuvieron, por regla general, una
notable resistencia a la fragmentación. En otras partes, por el contrario,
se los vio aglutinarse en comunidades campesinas más amplias. Sus partes
no eran iguales. Tácito había advertido ya en el pueblo germánico esa
desigualdad de los lotes de tierras. Igualmente, en los censiers del siglo ix,
por poco que sus descripciones sean suficientemente detalladas, nada hay
que destaque tanto como las prodigiosas diferencias de superficie entre
los mansos de una misma clase, dentro de un mismo señorío. Las excepcio­
nes —algunas hay— se, explican probablemente por casos de reocupación
secundaria, según un plan minuciosamente reglamentado. Esa falta de uni­
formidad de las dimensiones de la tenencia típica es tanto más significativa
cuanto que contrasta con la uniformidad casi absoluta de las cargas. En
Villeneuve-Saint-Georges, por ejemplo, el más pequeño de los mansos
libres soporta exactamente las mismas obligaciones que el mayor, que,
aparte de tener un 40 % más de prados y un 60 % más de viñas, tiene
quince veces más tierra de labor, y hasta un poco más, siendo explotados
cada uno de ellos, por otra parte, por una única familia. Con toda evi­
dencia, esas sociedades campesinas antiguas —dejando aparte incluso el
poder señorial— no tenían nada de democrático. Que, por otra parte, en
toda una categoría de mansos — en número de un centenar, a veces, en
los grandes señoríos y los pueblos importantes— las cargas fueran tam­
bién rigurosamente semejantes, es una observación que interesa al máximo
a la historia de los orígenes señoriales. Al ser la parentela la célula primi­
tiva de la sociedad rural, cada una se había visto sometida con respecto
al jefe a la misma suma de censos —o regalos— y de prestaciones de
trabajo.»
2.° Junto al manso, hay otro rasgo que revela la existencia de anti­
quísimas instituciones campesinas: las formas de explotación comunitaria.
«La agricultura no había hecho desaparecer en modo alguno de la antigua
Europa los milenarios hábitos del apacentamiento, la caza y la recolección
de productos silvestres. Reducido únicamente a sus campos, el campesino,
literalmente, no habría podido vivir.» En torno al terreno dedicado a un
cultivo más o menos permanente, había grandes extensiones abandonadas
a la vegetación espontánea que eran objeto de explotación comunitaria.
Las landas, las marismas y los bosques proporcionaban un complemento de
alimentación, las camas de ios animales, la caza y, especialmente, las le­
gumbres y frutos vegetales, el utillaje, pues entonces era casi por entero
de madera, el combustible y los abonos, terrones de hierba o aulagas. «En
los pueblos sin señor o que no tuvieron señor hasta época tardía, ocurrió
a veces que en esas tierras de uso colectivo los poderes de la comunidad
siguieron siendo absolutos; ésta los tenía, según la terminología feudal, en
alodio. Es notable, por otra parte, que allí donde la tierra comunal jugaba
en la vida campesina un papel verdaderamente predominante —como en la
economía generalmente pastoril de los Alpes o de los Pirineos— la in­
fluencia del señorío era siempre menos fuerte que en las llanuras vecinas
Todo aquello que fortalecía la cohesión del grupo favorecía su inde­
pendencia. Pero en la mayor parte de Europa, donde la tierra comunal,
por necesaria que fuera, no era en cierto modo más que un apéndice de
la tierra cultivada, casi siempre, los derechos del señor se extendieron a
ella, al igual que a los campos de cultivo [...] Ya desde el siglo xi los
censiers sitúan ordinariamente a los bosques y los pastos entre las partes
constitutivas del dominio Cuando los documentos, con ocasión, por
ejemplo, de una venta o una donación, enumeran los elementos de que se
compone el señorío, se ve que —junto a los campos, prados o viñas del
dominio y junto a los beneficios de las tenencias— hacen figurar los com-
munia. Así señalan a un tiempo que la tierra de utilización colectiva está
también situada bajo la dependencia del amo y que, no obstante, perma­
nece obligatoriamente sometida a los usos comunitarios [...] Es inútil,
desde luego, buscar quién era, en la alta edad media, el verdadero "propie­
tario" del común. Pero ¿dónde encontrar al de la tenencia: en el explo­
tador, en el señor de éste o —desde el advenimiento del régimen feudal—■
entre los diversos personajes de los que dependía el señorío como feudo
o como re tro feudo?» El derecho superior del señor se traducía por per­
cepciones reclamadas a los usuarios individualmente o, más tardíamente,
por un censo sobre la tierra común, aparte de una participación de la ex­
plotación dominical en su utilización. Ese impreciso régimen se prestó
a numerosos conflictos y abusos de fuerza. «Las primeras luchas entre el
señor y la comunidad respecto a los bosques o los baldíos —o por lo
menos las primeras de las que tenemos claro testimonio— se remontan
ai siglo ix; habían de hacerse particularmente duras cuando las grandes
roturaciones de los siglos xi, xn y x i i i redujeran en considerables pro­
porciones las tierras baldías, y cuando además el resurgir de las nociones
jurídicas romanas pusiera en manos del señor una temible arma. Y fue,
a menudo, una lucha de manos contra hierro. Pero sobre el principio mis­
mo del reparto de los derechos, la opinión corriente no ofrecía dudas [... ]
El señor no sólo era jefe de individuos y, en ese sentido, extendía su
autoridad a los bienes raíces que poseían cada uno particularmente; era
también jefe de una colectividad y, consiguientemente, jefe supremo de las
tierras de las que ésta hacía uso en cuanto que tal. De tal modo que, lejos
de estar en contradicción con la comunidad campesina, el señorío, en un
aspecto particularmente importante de sus poderes y de sus ingresos,
suponía precisamente la existencia de esa comunidad.» Sobre los mansos
serviles, igualmente, pp, 242*243.
En el párrafo final (pp. 272-277), resumiendo toda su argumentación
anterior, Marc Bloch traza un «esbozo general de la evolución que había
de desembocar en la constitución del régimen señorial clásico. O, mejor,
las evoluciones, pues es importante hacer justicia a las originalidades re­
gionales [...] En el origen, entrevemos unas comunidades campesinas so­
metidas a unos jefes, para con los cuales las diversas familias (en sentido
amplio) que componían el grupo tenían la obligación de unos regalos
rituales y también, sin duda, una obligación general de ayuda, que no po­
día dejar de traducirse por ciertos servicios. La existencia de esas jefa­
turas de pueblo está claramente atestiguada en la Galia de la Independen­
cia y en la Germania de antes de las invasiones, se entrevé en las socieda­
des armoricanas y aparece más claramente en la sociedad gala. Es lícito
suponer que, en la Europa de la remota antigüedad, un poco en todas
partes, las cosas iban igual. Como es visible, tocamos ahí una de las más
antiguas líneas de separación social de nuestras civilizaciones. Desde lue­
go, las noblezas medievales y modernas se constituyeron mucho más tar­
díamente y en un medio muy diferente. La nobleza de la edad media, tal
como queda definida por la costumbre y la ley en los siglos x i i y xni, se
caracteriza por su dedicación hereditaria a la caballería. El noble es tam­
bién generalmente un vasallo militar, y es del vasallaje de lo que la noble­
za así entendida toma su género de vida, su cohesión como clase y las
reglas fundamentales de su derecho. Se trata de instituciones de fecha
relativamente próxima. No obstante, si bien es verdad que, visto desde
la perspectiva económica, el noble es también un personaje que vive de
la tierra sin cultivarla con sus manos, que es a un tiempo amo y explo­
tador de los verdaderos trabajadores de la tierra, que, en una palabra, la
fortuna nobiliaria característica es una fortuna señorial, ¿cómo no reco­
nocer en la división entre nobles y plebeyos la continuación directa de la
vieja diferenciación que en el alba de la historia se había producido entre
los campesinos "clientes" y el potentado local, alimentado en parte por
sus prestaciones, la diferenciación entre los habitantes de Brennacum y el
tal Brennos, cuyo nombre tomó el pueblo? ¿Cómo no creer también que
a pesar de multitud de remodelaciones, a pesar de los ascensos sociales o
las caídas, y del esperanzador destino de tantos aventureros, el núcleo
primordial de la clase nobiliaria (lo que no quiere decir forzosamente sus
elementos más numerosos) se había formado a partir de la descendencia
de esos jefes rurales, de la que habían salido precisamente —pues real­
mente de alguna parte tenían que salir— la mayor parte de los vasallos
Y de los caballeros?
«Pero, indiscutiblemente, la palabra jefe sigue siendo muy vaga. Se
querría saber de qué fuente procedía el poder o el prestigio de esos per­
sonajes, Podría ser tentador, en particular, ligar la organización primitiva
del pueblo a viejas instituciones de cían o tribu, e imaginar, por consi­
guiente, detrás del señor del futuro, al personaje situado a la cabeza de
un amplio grupo consanguíneo o a alguien que creyera serlo, siendo el
grupo, evidentemente, más amplio que el de la familia patriarcal [...]
Quizá fue así algunas veces [...] Pero hay una observación que
tiende a probar que los hechos pocas veces fueron así de simples,»
«En cuanto tomamos el señorío, advertimos que dista mucho de coin­
cidir siempre con el término de tierras del pueblo. Éste, por el contrario,
frecuentemente aparece dividido entre diversos solares. La observación
ha sido hecha por gran número de eruditos de todos los países, y casi
siempre ha sido con igual sorpresa: hasta tal punto parecía imponerse a
ía mente la idea de una exacta correspondencia. En realidad, la confron­
tación de estudios particulares demuestra que lo que cada historiador, en
su terreno, se inclina por considerar una excepción, era verdaderamente,
si no forzosamente lo normal, sí por lo menos un estado de cosas muy
extendido. En más de un caso, sin duda, se trataba de una fragmentación
secundaria. Sobre todo, a medida que se desarrolló la costumbre de "ca­
sar" a los vasallos, antes mantenidos en la casa del amo, los grandes seño­
res laicos y las comunidades religiosas se vieron llevados a recortar de las
tierras de ellos dependientes los feudos que a partir de entonces habían
de servir al sustento de esos seguidores armados. Las dotaciones así cons­
tituidas se componían a menudo de fragmentos separados de señoríos mu­
cho más extensos, e incluso de mansos tomados dispersamente de señoríos
diferentes, ¿pues acaso no se aseguraba tanto mejor la fidelidad del feuda­
tario cuanto que su tierra, menos concentrada, le hacía más difícil la auto­
nomía? En ese sentido el fraccionamiento de los pueblos entre múltiples
autoridades aumentaba sensiblemente. El juego de las limosnas a las igle­
sias llevó consigo parecidos efectos: quien poseía todo un pueblo no siem­
pre lo dominaba por entero. Añádanse, finalmente, las divisiones suceso­
rias. No obstante, es bien visible que en muchas circunstancias la presen­
cia simultánea de diversos poderes señoriales en una misma tierra no
puede explicarse más que por una desintegración sobrevenida después,
¿Acaso no se ve a menudo que la evolución, por un movimiento rigurosa­
mente opuesto, tiende a la concentración? Dirijamos la mirada a las zonas
de cercados de la Galia del oeste hacia principios del siglo ix, a la aldea
de Mons Acbodi. Aparte del pequeño señorío de Ebbon y de Erember-
ge, [...] había cuatro mansos, donados uno tras otro a Saint-Germain-des-
Prés por personajes en los cuales todo lleva a reconocer, no a los explota­
dores directos, sino a los amos superiores de la tierra, perceptores de cen­
sos. Los monjes los unieron al señorío de los dos esposos y todo ello, tras
un convenio concluido con Eremberge, quien probablemente había queda­
do viuda, pasó a formar a partir de entonces una única tierra señorial,
tenida en "precario" de la abadía [...].»
«Además, para imaginar lo que podía ser el abigarramiento jurídico de
ciertas tierras, conviene tener igualmente en cuenta, junto a las explotacio­
nes que dependían a veces de distintos señores, las que, junto a ellas, no
estaban sujetas a nadie. El mantenimiento de esos islotes de independen­
cia, que entremezclaban sus campos con los de las tenencias limítrofes, no
tenía aparentemente nada de contradictorio con la existencia de un anti­
quísimo régimen de jefatura rural, atestiguado por la toponimia. SÍ a un
pueblo como Florac, en el Bordelais, en un momento cualquiera de su his­
toria galorromana, sus habitantes o sus vecinos habían tomado por cos­
tumbre ponerle nombre en cuanto que pueblo, tierra o hacienda de Florus,
es que no habían faltado buenas razones para ello. No obstante, a finales
de la edad medía todavía se encontraban allí alodios campesinos. Y eí
ejemplo está tomado al azar, entre muchos otros.»
«Para comprender lo que pudo pasar en semejantes casos lo mejor,
quizás, es volverse hacia uno de los escasos países de Europa donde nos
es dado captar en una época accesible a nuestras miradas el nacimiento de
centros de mando en los pueblos. Frisia, como es sabido, había sido du­
rante mucho tiempo una tierra sin señores. A partir del siglo xiv, sin
embargo, por encima de las comunidades libres, se vio levantarse la auto­
ridad de los Haüptlinge. Bastante fuertes, especialmente en el este del
país, para obligar a la corvea, al servicio de guerra y al reconocimiento de
sus derechos de justicia a los campesinos que se decían sujetos {Undena-
ten) suyos, y a los que a cambio prometían proteger, esos nuevos dinastas,
sin embargo, no lograron en general crear verdaderos señoríos; todo lo
más fueron, como dice su más reciente historiador, señoríos "amorfos”.
Ni las condiciones económicas de la época ni sus condiciones políticas eran
propicias, ya entonces, para el fortalecimiento de poderes locales. Tenemos
por lo menos ahí, a la vista, el embrión de una institución que, en un
clima más favorable, habría podido pasar del régimen de jefes al régimen
señorial propiamente dicho. Hay, entre todas, dos observaciones que mere­
cen ser retenidas. Esos señores virtuales parece realmente que eran en su
mayoría, simplemente, campesinos más ricos que los demás, que, sobre
todo, habían sabido rodearse del apoyo de fieles armados, que vivían a su
alrededor en sus mansiones fortificadas. Por otra parte, el nombre ade­
cuado para ellos, que era además el que se les daba, era menos, en
su origen, el de jefes de pueblo que el de jefes de entre ios de un pueblo.
Pues en muchas localidades se habían formado varios poderes de esa es­
pecie, y sólo con el tiempo ocurrió a veces —pero no siempre— que el
linaje más poderoso eliminara a los que competían con él. No es ilícito
pensar que, probablemente, muchos auténticos señoríos hubieran tenido,
también ellos, en tiempos remotos, un único origen de diferenciación en
la fortuna y la fuerza, o, en una palabra, una simple supremacía de hecho,
que progresivamente se habría convertido en derecho. Y como de lo que se
trataba era sencillamente de un miembro del grupo que, destacando del
conjunto, había recibido así poco a poco la sumisión de unos y otros,
ocurría que en una misma comunidad crecieran así diversos jefes, mien­
tras junto a ellos seguían existiendo familias independientes. No fue ésa,
sin duda, la historia de todos los pueblos en los que se introdujo el seño­
río. Había habido también sumisiones en masa, pero no solamente de
aquel modo [...] Cualesquiera que fueran sus orígenes —que, probable­
mente, si fueran mejor conocidos, parecerían infinitamente variados—, esas
jefaturas de pueblos de los primeros tiempos no eran aún, ni con mucho,
verdaderos señoríos. Es en los países romanizados donde, con más clari­
dad, se las ve evolucionar, aunque muy lentamente, hacia el tipo propia­
mente señorial.»
«Los primeros tiempos de la dominación romana parece que actuaron
de dos maneras. Por una parte, la abundancia de la mano de obra servil,
fruto de las victorias, y las expoliaciones, permitieron a los ricos hacerse
dominios de explotación directa acusadamente más importantes que an­
tes. El esclavo, dentro de la población rural, se convirtió en un elemento
mucho más importante, y entre las explotaciones campesinas se señalaron
grandes latifundia. En cuanto a los grupos de campesinos dependientes,
es en Italia, parece ser, donde se los encuentra entonces con menos fuer­
za [...] la existencia, junto a inmensos latifundia, de numerosos cultiva­
dores independientes, hasta principios de la edad media, está atestiguada
por la práctica del arrendamiento temporal o Uvello, tan diferente
de la tenencia hereditaria, casi únicamente extendida al norte de los Alpes.
En las provincias, por eí contrarío, la creación de un fisco hábil —ajeno,
como es sabido, a Italia— contribuyó a fijar unos lazos antes, sin duda,
bastante flojos. Las explotaciones subordinadas se inscribieron en el ca­
tastro, no aparte, sino bajo la rúbrica del fundus, es decir, del complejo
rústico a nombre del jefe. Fue probablemente en esa época cuando tantos
pueblos galos inscritos con el nombre romano o romanizado del amo del
momento fueron rebautizados para siempre. Forma parte de la naturaleza
de un sistema catastral buscar la simplificación, y en casi todas las civili­
zaciones en que se ha visto que una autoridad nueva lo ha introducido,
ha tenido como consecuencia hacer más rigurosas, cuando no estaban más
que medio configuradas, las relaciones de sumisión campesina: así fue en
la India inglesa a principios del siglo xix, y es, en nuestros días, en el Irak.
Más tarde, la institución del colonato todavía había de reforzar el lazo:
el simple campesino dependiente, cuya tierra, lejos de ser un fragmento
desgajado del gran dominio, se reconocía desde tiempo inmemorial patri­
monio de su familia, fue fácilmente confundido con el colono que ocupaba
la suya en virtud de una concesión reciente. Los grandes propietarios, tal
como nos los muestran los bajorrelieves funerarios de Igel o de Neumagen,
recibiendo las ofrendas o los censos de sus tenedores, son considerados ya
como señores.»
«Pero el gran hecho al que le estaba reservado dar al señorío, a partir
del siglo II aproximadamente, su aspecto casi definitivo, fue el declive de
la esclavitud. Su efecto se prolongó hasta después incluso de la época ro­
mana, y se llegó a hacer sentir entonces fuera de las zonas romanizadas. Si
fue, por otra parte, tan fuerte, fue porque con anterioridad se habían for­
mado enormes dominios explotados, sin intermediarios, por los amos [ _3
esos latifundio fueron parcialmente divididos en tenencias serviles, pero
sólo parcialmente. Ni aunque se hubiera querido habría habido suficientes
esclavos para distribuir entre ellos, en su totalidad, tan grandes exten­
siones. So pena de dejar campo libre a los baldíos, fue obligado buscar
una nueva mano de obra. Se pidió ésta a los campesinos dependientes, en
forma de corveas. Éstas no habían sido cosa absolutamente desconocida
para el colono de antes, pero, dentro de sus cargas, contaban mucho menos
que los impuestos en dinero o en especie. Como lo muestran las inscrip­
ciones de los saltus africanos, dichas corveas casi no se usaban más que
en los momentos punta del año agrícola —labranza, escarda, cosecha—f y
así, reducidas a pocos días al año, su principal utilidad estaba en limitar
el empleo de trabajo asalariado en esos momentos críticos, aunque tal tipo
de trabajo fuera a veces indispensable. Es significativo que los juristas
clásicos, al tratar del arrendamiento de la tierra, no hagan mención nunca
de esas corveas. En el bajo Imperio diversos testimonios indican que em­
pezaron a exigirse servicios mucho más numerosos, a menudo sin ningún
derecho y es imposible [...] evitar relacionar esas indicaciones con
los terribles motines de la época. Las exigencias del señor continuaron, con
toda seguridad, y tras las invasiones se hicieron más urgentes. Las leyes
alemanas y bávaras nos han conservado lo esencial de un texto legislativo,
redactado en la primera mitad del siglo vil, que reglamentaba las obliga­
ciones de los colonos de las iglesias; comparando esa lista con los datos
que dos siglos más tarde, aproximadamente, nos dan los censiers carolin-
gios, se observa claramente el formidable aumento de las prestaciones de
trabajo exigidas a los mansos libres. Cerca de París, el políptico de Saint-
Maur-des-Fossés, redactado en el siglo ix, en uno de los pueblos descritos,
parece conservar el recuerdo de la introducción de corveas nuevas (Gué-
rard, Volyptyque, II, p. 287, c. 16) [...] A pesar de las protestas de los
coloni reales y eclesiásticos, un capitular de Carlos eí Calvo no vaciló en
incluir, a título de legítimas obligaciones, tareas enteramente nuevas; una
de ellas, por lo menos, el margado, era presentada de forma clara como
una reciente innovación técnica. Los simples abusos de poder que lleva­
ban a la creación de precedentes, incluso, eran probablemente más impor­
tantes. Y la presión sobre el débil gustaba de difrazarse, como era acos­
tumbrado, con el piadoso nombre de "súplica" (priére), del que incluso,
en zona romance, tomó su nombre la corvea (corrogata: el servicio pedido
a todos). No por ello fue ésta menos dura, y sin duda se trató de una de
las formas de opresión de los pobres que tan a menudo fueron denunciadas
por los soberanos
«De todos modos, a partir de esa época, nuevos factores debidos a las
circunstancias favorecieron la imposición de cargas cada vez más numero­
sas. Como consecuencia natural de esa inseguridad general que sustituyó
a la Fax Romana, pudo observarse en muchos lugares, en los primeros
siglos de la edad media, una concentración de las explotaciones agrícolas,
cosa que evidentemente animó al control señorial y al empleo de los servi­
cios de trabajo. Ante todo, la generalización de las relaciones de protec­
ción personal y la usurpación de derechos de naturaleza pública, princi­
palmente los de justicia y ban, reforzaron la influencia del señorío y per­
mitieron su extensión a las explotaciones hasta entonces libres de sus
lazos.»
«Detrás del señorío de las épocas clásicas, nosotros hemos creído des­
cubrir una larga y oscura génesis. Un régimen antiquísimo de jefaturas
rurales fue el necesario centro en torno al cual las edades, una tras otra,
cristalizaron sus aportaciones. Luego, las condiciones económicas de la
primera época romana dieron lugar a los grandes dominios, frente a los
mansos, y las de finales de la época romana y de la alta edad media lleva­
ron consigo la coexistencia y, más tarde, la fusión de las explotaciones
dependientes de los campesinos "libres" con las nuevas tenencias serviles
y, sobre todo, unieron estrechamente las tenencias, fuesen del tipo que
fuesen, al dominio, con los lazos de pesadas corveas. Finalmente, las
instituciones características de la edad feudal dieron al señorío, cada vez
más omnicomprensivo, sus toques decisivos como grupo de mando y de
dura explotación humana. Y, no obstante, la comunidad rural siguió con­
servando una gran capacidad de acción, bajo sus jefes. A ese sistema, len­
tamente constituido por sucesivas aportaciones, la Europa occidental y
central le debió varios de los más significativos aspectos de su civilización,
particularmente durante la edad media. En sociedades casi sin esclavos, en
las que durante mucho tiempo la fortuna mobiliaria no contó nada o casi
nada, la existencia de las aristocracias guerreras y clericales, o del propio
monacato, no fue posible más que gracias a un sistema de agricultura de­
pendiente [...]» (pp. 271-277).
«Aunque capaces de imprimir a la institución señorial, ya existente,
una prodigiosa expansión, las relaciones de protección del tipo propio de
las épocas feudales, por sí solas, eran impotentes para crear esa institución,
como forma social verdaderamente definida, y dominante tanto jurídica
como económicamente. En los países en que el régimen señorial penetró
profunda y espontáneamente, los orígenes del señorío se remontaban a
estructuras sociales mucho más antiguas y, por desgracia nuestra, mucho
más oscuras que las del feudalismo» (259-260).

Señorío y sociedad feudal

En La société féodale, 1939 y 1940 Marc Bloch no quiere definir «ni


los orígenes del régimen señorial ni su papel en la economía, sino que
sólo quiere mostrar su lugar dentro de la sociedad feudal, y para empezar
en la "primera edad feudal"» (siglos ix-principíos del xn). En diversas
ocasiones, sin embargo, afirma su convicción de que ios señoríos surgieron
de las "jefaturas de pueblos"; así, por ejemplo, en el tomo I, p. 383. En
otro lugar, hablando del origen de los señores (t. II, pp. 10-11), admite
que algunos de ellos, quizá, «tenían por origen algunos de esos ricos cam­
pesinos cuya transformación en rentistas de grupos de tenencias se entrevé
en ciertos documentos dei siglo x», y que, entre Jos «linajes señoriales»
que aparecieron en los siglos ix-xi, varios descendían de «aventureros sa­
lidos de la nada». «Sin embargo, no era ése, con seguridad, el caso más
general. El señorío, en gran parte de Occidente, era, con formas en su
origen más o menos rudimentarias, cosa muy vieja. Aunque con todos los
cambios que se quiera, la clase de los señores no podía ser de poca anti­
güedad. Entre los personajes a los que los campesinos de los tiempos feu­
dales debían censos y corveas, ¿quién nos dirá nunca cuántos, sí lo hubie­
ran sabido, habrían podido inscribir en su árbol genealógico los misterio­
sos epónimos de tantos de nuestros pueblos —el Brennos de Bernay, el
Comelius de Cornigliano, el Gundolf de Bundolsheim, el Alfred de Al-
versham—, o bien a algunos de esos jefes locales de Germania que Tácito
nos representa enriquecidos por los "regalos" de los patanes? El hilo se
pierde totalmente. Pero no es imposible que en la fundamental oposición
entre los amos de los señoríos y el innumerable pueblo de tenedores to­
quemos una de las más antiguas líneas de separación de nuestras socie­
dades» (La société féodale, II, pp. 10-11),
En el tomo I de esa obra, La formation des liens de dépendance, 1939,
tras haber estudiado los «lazos de hombre a hombre», el homenaje vasa-
llático, el feudo y su introducción en el patrimonio del vasallo, Marc Bloch,
al referirse a los «lazos de dependencia en las clases inferiores», sitúa el
lugar del señorío en la sociedad feudal (pp. 367-388). Define la "tierra
señorial": «en el grado inferior, las relaciones de dependencia encontraron
su marco natural en un ámbito mucho más antiguo que el vasallaje y que
habría de sobrevivir largo tiempo a su declive: el señorío territorial [...]
En tanto que los derechos de mando, cuya fuente era el homenaje vasa-
llático, no dieron origen a beneficios más que tardíamente y por una indis­
cutible desviación de su sentido primero, en el señorío era primordial el
aspecto económico. En él, desde el principio, los poderes del jefe tuvieron
por objeto, si no exclusivo, sí por lo menos predominante, asegurarle unos
ingresos, por participación en los productos de la tierra. Un señorío es,
pues, ante todo, una "tierra" —el francés oral no le daba casi más nom­
bre que ése—, pero una tierra habitada, por gentes sometidas», y divi­
didas en dos fracciones: el "dominio", llamado por los historiadores
"reserva", explotado directamente, y las "tenencias", explotaciones cam­
pesinas agrupadas en tomo a la “cour" dominical. El señor, en virtud
de su derecho real superior, exige derechos a cada ocupación, puede
apropiarse de las tenencias, percibe impuestos y servicios y, sobre todo
al principio de la era feudal, tiene allí una «reserva de mano de obra»,
con cuyas prestaciones de trabajo se explota el dominio.
«No todos los señoríos, claro está, tenían iguales dimensiones. Los
mayores, en las regiones de hábitat concentrado, cubrían todo el término
de tierras de un pueblo. Ya desde el siglo IX, ese caso no era probable­
mente el más frecuente, A pesar de algunas felices concentraciones, en
determinados lugares, con el tiempo había de hacerse cada vez más infre­
cuente en toda Europa. Y ello, sin duda, a consecuencia de las divisiones
sucesorias, pero también debido a la práctica de los feudos. Para retribuir
a sus vasallos, más de un jefe tuvo que dividir sus tierras. Como además
ocurría bastante a menudo que por una donación o venta, o como conse­
cuencia de uno de esos actos de sumisión territorial cuyo mecanismo se
describirá más adelante, un elemento poderoso hiciera pasar bajo su depen­
dencia explotaciones campesinas dispersas por una extensión bastante
grande, resultó que muchos señoríos extendieron sus tentáculos a diver­
sos términos de tierras a la vez, sin coincidir exactamente con ninguno. En
el siglo xn los límites ya no coincidían más que en las zonas de roturación
reciente, donde señoríos y pueblos habían sido fundados conjuntamente,
partiendo de la nada. La mayoría de campesinos dependían pues, a la vez,
de dos grupos constantemente diferenciados: uno formado por los some­
tidos a un mismo amo, y el otro por los miembros de una misma colec­
tividad rural. Porque los cultivadores cuyas casas se levantaban unas junto
a otras y cuyos campos se entremezclaban en un mismo término de tierras,
cualesquiera que fueran las dominaciones entre las que se dividieran, esta­
ban unidos forzosamente por todo tipo de lazos de interés común, y por
la obediencia a comunes obligaciones agrícolas.»
«Esa dualidad había de ser, a la larga, para los poderes de mando, un
grave motivo de debilidad. En cuanto a las regiones en que vivían las
familias, de tipo patriarcal, bien aisladas, bien reunidas en pequeñas al­
deas, todo lo más dos o tres juntas, el señorío comprendía en ellas, ordina­
riamente, un número más o menos elevado de esos pequeños núcleos; y
esa dispersión, sin duda alguna, le imponía una contextura notablemente
más laxa.»
Marc Bloch describe luego las «conquistas del señorío». Pervivieron
siempre, no obstante, «islotes de independencia». A su lado, conviene «dis­
tinguir cuidadosamente dos formas de sumisión: la que recaía sobre el
hombre en su persona, y la que no le alcanzaba más que como detentador
de una determinada tierra. Había entre ellas, es cierto, estrechas relacio­
nes, hasta el punto de que a menudo iban juntas. En las clases inferiores,
sin embargo — a diferencia del mundo del homenaje y del feudo— , dista­
ban mucho de confundirse [...]». No considerando más que «la depen­
dencia de la tierra o a través de la tierra», «en las regiones en que las
instituciones romanas, superpuestas a su vez a antiguas tradiciones itálicas
o celtas, habían marcado profundamente la sociedad rural, bajo los prime­
ros carolingios, el señorío presentaba ya muy claros perfiles. No es difícil
descubrir en las villae de la Galia franca o de Italia la huella de los diver­
sos sedimentos que las habían formado». Entre las tenencias indivisibles,
los "mansos", los que eran calificados de "serviles", se habían formado por
reparto de tierras a los esclavos, convertidos en arrendatarios de los anti­
guos latifundia. Cuando se hizo igual operación en beneficio de cultivado­
res libres, se vio paralelamente otro tipo de concesión: los mansos “libres"
(ingénuiles). «Pero en la masa de tenencias designadas con ese adjetivo,
muy importante, la mayor parte tenían un origen muy distinto. Lejos de
remontarse a concesiones hechas a costa de un dominio en declive, se
trataba de explotaciones campesinas de siempre, tan viejas como la pro­
pia agricultura. Los censos y las corveas que las gravaban no habían sido
primitivamente más que la señal de la dependencia en que se habían en­
contrado los habitantes con respecto a un jefe de pueblo, de tribu o de
clan, o a un jefe de clientela, poco a poco convertidos en verdaderos seño­
res.» En las regiones claramente germánicas — ante todo la llanura sajona,
entre el Rin y el Elba— , claro que junto a esclavos, libertos e incluso cam­
pesinos libres establecidos en las tierras de los poderosos, «en la masa
campesina, la distinción entre dependientes de los señoríos y alodieros es­
taba mucho menos definida, pues sólo habían hecho su aparición los pri­
meros elementos de la propia institución señorial Todavía no se había
sobrepasado más que en muy escasa medida el estadio en que un jefe de
pueblo o de una parte de pueblo se dispone a convertirse en señor, y en
que los regalos que recibe tradicionalmente —tal como atestigua Tácito
del jefe germano—■empiezan a convertirse en censos».
«Ahora bien, por las dos partes, en la primera época feudal, la evolu­
ción había de orientarse en el mismo sentido. Tendió, uniformemente, a
una creciente institucionalización del señorío. Fusión más o menos com­
pleta de los diversos tipos de tenencias, adquisición de nuevos poderes
por parte de los señoríos y, sobre todo, paso de muchos alodios bajo la
autoridad de un poderoso: ésos fueron entonces hechos de todas partes o
casi de todas partes [...] En ningún sitio, por otro lado, en esa triunfal
marcha del señorío, fue elemento despreciable el abuso de fuerza.» Los
"poderososw no tenían particular interés en despojar al hombre de su tie­
rra, cosa que habría hecho perder valor a ésta, sino en «someter a los
pequeños, con sus campos». «En la estructura administrativa del Estado
franco tenían un arma valiosísima.» Incluso a los hombres libres, a los
alodíeros que escapaban aún a la autoridad señorial, los oficiales reales, el
conde o sus representantes les exigieron por su propia cuenta censos y
corveas que los hicieron confundirse con la masa de sujetos de los seño­
ríos . Por otra parte, la "inmunidad" dio a la mayoría de señores eclesiás­
ticos y laicos poderes judiciales y fiscales, hasta entonces del Estado; éstos
se extendían únicamente a las tierras dependientes de ellos, pero acaba­
ron por abarcar ios pequeños alodios enclavados en los señoríos.
A menudo hubo «violencia al descubierto». No obstante, los señoríos
se extendieron sobre todo «a golpe de contrato». «El pequeño alodiero
cedía su tierra —a veces [...] con su persona—- para recuperarla luego a
título de tenencia; era igual que el caballero que de su alodio hacía un
feudo, por el mismo motivo expreso, que era el de encontrar un defensor.»
Mientras que en Alemania entraban a depender de la autoridad de un po­
deroso pueblos enteros, «en Francia y en Italia, donde, ya desde el si­
glo xi, éste [el poder señorial] había avanzado mucho más en sus con­
quistas, los actos de entrega de tierra revistieron un carácter individual».
Brutalidades y contratos verdaderamente espontáneos denunciaban una
misma causa profunda, que era «la debilidad de los campesinos indepen­
dientes». Las causas de orden económico no intervinieron más que indi­
rectamente. «Porque el señorío era, ante todo, un conglomerado de
pequeñas explotaciones sometidas; y el alodiero, al hacerse tenedor, si
bien asumía nuevas cargas, no cambiaba en nada las condiciones de su ex­
plotación.» Sin duda, «la atonía de los intercambios y de la circulación
monetaria» contribuyó a la vez a «la escasa presencia de la autoridad pú­
blica» y a la debilidad de la resistencia de los cultivadores. Pero «en el
humilde drama campesino, conviene reconocer un aspecto del mismo mo­
vimiento que a tantos hombres precipitó, en un escalón superior, a los
lazos de la subordinación vasalla tica». Si el alodiero «buscaba a un amo o
se sometía a él no era más que debido a la insuficiencia de los otros mar­
cos sociales, solidaridades de linaje o poderes de Estado». La vida de los
alodios, no obstante, fue dura. Si bien en los siglos xn y xm , en amplias
zonas de Francia, entre el Mosa y el Loira y en Borgoña, se habían hecho
muy escasos o incluso habían desaparecido, en la Francia del sudoeste,
en el centro y especialmente en Forez, en Toscana y sobre todo en Alema-
nia y en Sajonia, es decir, en regiones en las que se mantenían «alodios
de jefes», en las que éstos tenían tenencias, dominios y poderes de mando
sin deber ningún homenaje, se mantuvieron los alodios en número consi­
derable. «El señorío rural era persona mucho más vieja que las institucio­
nes verdaderamente características de la primera época feudal. Pero sus
victorias, en ese período, así como sus parciales fracasos, se explican [,..3
por las mismas causas que produjeron o dificultaron el éxito del vasallaje
y del feudo.»
Finalmente, Marc Bloch estudia las relaciones del señor y los tenedo­
res. «A excepción de los contratos de sumisión individual», imprecisos y
rápidamente olvidados, esas relaciones «no tenían más ley que la "costum­
bre de la tierra", hasta el punto de que en francés el nombre corriente de
los censos era simplemente el de "costumbres" (coutumes), y el del hom­
bre sujeto a ellos, “homme couíumier”». Por esas reglas «ancestrales», que
todos, amo y subordinados, debían respetar, cada señorío tenía su tradi­
ción particular que lo oponía a los señoríos vecinos. Pero aunque «unidas,
a través de los tiempos, por una costumbre virtualmente inmutable, nada
había que se pareciera menos a un señorío del siglo ix que un señorío
del xm ». La costumbre se modificó bajo la «presión de las condiciones
sociales reinantes», «Por encima de todo, una costumbre no puede ser ver­
daderamente obligatoria más que donde tiene como guardián una autori­
dad judicial imparcial y bien obedecida.» No podía ocurrir así, debido al
«acaparamiento de los poderes de jurisdicción por parte de los señores».
El propio abad Suger se felicita por haber impuesto a los campesinos de
una de sus tierras la sustitución del viejo censo en dinero por un censo
proporcional a la cosecha y más provechoso {De rebus, ed. Lecoy de la
Marche, c. X, p. 167). «Los abusos de fuerza de los amos apenas sí tenían
más contrapeso —a menudo, a decir verdad, bastante ineficaz— que la
maravillosa capacidad de inercia de la masa rural y el desorden de sus
propias administraciones.» Esas cargas del tenedor, en la primera época
feudal, son muy variables: entregas de dinero, de gavillas, de pollos, de
panales de cera, trabajo en los campos y los prados del dominio, acarreos,
trabajos de reparación, acogimiento de huéspedes del amo, alimentación
de la jauría cuando la caza o servicio de «infantería o de mozo de ejército»
en tiempo de guerra. «El estudio detallado de esas obligaciones correspon­
de, ante todo, al estudio del señorío como "empresa" económica y fuente
de ingresos. Aquí nos limitaremos a poner el acento en los hechos de
evolución que más profundamente afectaron al vínculo propiamente huma­
no. La dependencia de las explotaciones campesinas con respecto a un
amo común se traducía por el pago de una especie de alquiler de la tierra.
En ello, la obra de la primera época feudal fue, ante todo, de simplifica­
ción. Bastantes percepciones que en la época franca se descontaban por
separado acabaron por fundirse en una única renta territorial, que en
Francia, cuando se satisfacía en dinero, era generalmente conocida con el
nombre de cens. Ahora bien, entre los impuestos primitivos había algu­
nos que originariamente habían sido percibidos por las administraciones
señoriales únicamente, en principio, por cuenta del Estado», y luego ha­
bían sido acaparados por el señor. «Su unión a una carga que, al no
aprovechar más que al señor, era concebida como expresión de sus dere­
chos superiores sobre la tierra, atestigua con particular claridad el predo­
minio adquirido por el poder próximo del pequeño jefe de grupo a costa
de cualquier lazo más elevado.»
«El problema del carácter hereditario, uno de los más candentes plan­
teados por la institución del feudo militar, no ocupó casi ningún lugar
en la historia de las tenencias rurales, por lo menos durante la era feudal.
Casi universalmente, los campesinos se sucedían de generación en ge­
neración en los mismos campos [...] el derecho de los descendientes de­
bía ser respetado, siempre y cuando no hubieran abandonado prematura­
mente el círculo familiar [...] Porque en la mayoría de explotaciones
campesinas, antes de que las jefaturas de pueblos se convirtiesen en seño­
ríos, ésa había sido la costumbre inmemorial, poco a poco extendida a los
mansos más recientemente recortados del dominio», y también porque los
señores, «en esos tiempos en que la tierra era más abundante que el
hombre», para explotar sus reservas, preferían «disponer permanentemen­
te de los brazos y de la capacidad contribuyente de campesinos dependien­
tes, capaces de mantenerse por sí mismos».
Entre las nuevas "exacciones", las más características fueron los mo­
nopolios, las "bartali¿ésn que el señor se atribuyó. «Ignoradas por la época
franca, no tenían más fundamento que el poder de ordenar reconocido al
señor, designado con la vieja palabra germánica de “banu (jurisdicción).
Poder [... ] muy antiguo, pero que, en manos de los pequeños potentados,
había reforzado particularmente el desarrollo de su papel de jueces.» Pre­
cisamente, en el reparto de esos monopolios, «Francia, donde el debilita­
miento del poder público y el acaparamiento de las justicias habían llega­
do más lejos, fue el terreno predilecto
Hay que añadir el control de la iglesia parroquial, hubiera o no sido
construida en el dominio por un antecesor, y principalmente el derecho
de "patronato" o poder de nombrar o presentar al cura párroco, el acapa­
ramiento del diezmo, impuesto a los fieles por los primeros carolingios
(cuando la reforma gregoriana, al clero le fue restituida sólo una parte) y
la obligación impuesta a los tenedores rurales de la "ayuda” pecuniaria
o "talla", reclamada cada vez más frecuentemente, de modo irregular y
arbitrario, e impuesta, al igual que los monopolios, gracias a los derechos
de jurisdicción. «Así de cierto es que el amo entre los amos, en la era feu­
dal, fue siempre el juez.»
«Así pues, el tenedor de finales del siglo xn paga el diezmo, la talla y
los múltiples derechos de los monopolios, cosas todas que [...] su ante­
cesor del siglo vm , por ejemplo, no había conocido.» Pero las "obliga­
ciones de trabajo" están muy reducidas. Los señores, ya desde los siglos x
y xi, en Francia, en Lotaringia y en Italia, distribuyen amplios pedazos
de sus reservas, para hacer con ellos tenencias o incluso formar pequeños
feudos vasalláticos, luego fragmentados en tierras acensuadas a los cam­
pesinos. «Pero quien decía dominio reducido decía también, forzosamen­
te, corveas abolidas o más ligeras. Al tenedor que bajo Carlomagno debía
varias jornadas de trabajo por semana, en la Francia de Felipe Augusto o
de San Luis no se le veía ya trabajar en los campos o prados dominicales
más que algunos días al año. El desarrollo de las nuevas "exacciones"
no fue solamente, región por región, proporcional al mayor o menor aca­
paramiento del derecho a mandar. Tuvo lugar también en proporción di­
recta al abandono por parte del señor de la explotación personal
Convirtiéndose él mismo en puro rentista de la tierra, el señor, allí donde
esa evolución se realizaba en toda su plenitud, dejaba relajarse inevita­
blemente un poco de la vinculación de dominación humana. Al igual que
la historia del feudo, la historia de la tenencia rural, a fin de cuentas, fue
la historia del paso de una estructura social basada en el servicio a un sis­
tema de rentas territoriales» (La société féodale, I, pp. 367-388).
A pesar de un error frecuente, el feudalismo y el régimen señorial
siempre se diferenciaron. «Desde mediados del siglo xm , las sociedades
europeas se apartaron definitivamente del tipo feudal [...] Durante mu­
cho tiempo el régimen señorial, que había quedado marcado por su huella,
le sobrevivió» (La société féodale, II, p. 253). Desde luego, «la confusión
de la riqueza —entonces principalmente territorial— con la autoridad fue
uno de los rasgos característicos del feudalismo medieval. Pero era menos
a causa de los caracteres propiamente feudales de esa sociedad que porque,
al mismo tiempo, ésta estuviera basada en el señorío» (II, p. 243). No
obstante, debido a las nuevas condiciones de vida, surgidas a partir del
siglo ix, aproximadamente, ese «antiguo modo de agrupación» no sólo se
extendió y consolidó: «experimentó profundamente la acción deí amblen-
te. El señorío de las épocas en que se desarrolló y vivió el vasallaje consis­
tió, ante todo, en una colectividad de dependientes, que estaban simultá­
neamente bajo la protección, las órdenes y la presión de su jefe y muchos
de los cuales estaban vinculados a él por una especie de vocación heredita­
ria, sin relación con la posesión del suelo o del hábitat. Cuando las rela­
ciones verdaderamente características del feudalismo perdieron su fuerza,
el señorío subsistió. Pero fue con características distintas, más territoria­
les, más puramente económicas» (I, p. 428).

F ormas regionales del se ñ o r ío : seño río y vida rural


en B orgoña durante la alta edad media

El historiador ruso N. P. Gratsíanskii ha estudiado el pueblo borgoñón


de los siglos x a xn, Bourgoundskaia derevna v X-XII ctoletniakb, Mos-
cúj 1935. Ese trabajo, «importante, con gran riqueza de hechos e ideas y
también discutible, a mi modo de ver, en ciertos aspectos, [...] marca un
hito en nuestros conocimientos». Es el primero en observar, «en una época
particularmente interesante, la historia rural de una de nuestras provincias
más ricas en documentos antiguos». El autor no ha utilizado más que la
documentación impresa, de rara abundancia, por otra parte, puesto que
incluye el admirable cartulario de Cluny, publicado por Bernard y Bruel.
Ciertas cuestiones no son abordadas de frente, como por ejemplo la frag­
mentación del manso, la larga supervivencia de esa unidad de tenencia
o «la palabra “condamine” de las más misteriosas (¿campo del do­
minio, tenencia, o los dos sentidos sucesivos?)». La preocupación casi ex­
clusiva ha sido la de destacar dos tesis, «muy nuevas y de gran alcance»,
sobre «la estructura de las tierras parceladas» y «el reparto de la "propie­
dad", o lo así llamado»,
Gratsíanskii sostiene que es un error representarse «las tierras de la
Borgoña medieval constituidas por parcelas abiertas, probablemente alar­
gadas, fragmentadas hasta el extremo y sometidas, finalmente, a imperiosas
obligaciones colectivas», es decir, como tierras análogas a las del siglo xvur.
Los textos de los siglos x, xi y xn muestran una imagen muy diferente:
ni abertura de heredades ni rotación forzosa, con sólo una excepción, la
de las explotaciones a menudo de un solo tenedor, recogidas en tomo a
la casa y a veces cerradas por un mismo cercado. Marc Bloch se alza en
contra de esas hipótesis. A la afirmación de que los testimonios de la aber­
tura de heredades colectivas no se refieren más que a tierras de roturación
reciente, en las que el «apacentamiento comunitario» no era más que su­
pervivencia de los antiguos usos colectivos, él responde que, por el con­
trario, «especificando la existencia de obligaciones colectivas sobre las tie­
rras de labor o ios prados nuevos, era al derecho común a lo que se preten­
día sujetar a los pioneros, con natural tendencia a sacudir las viejas coer­
ciones». «La abertura de heredades, en tierras muy antiguas, está atesti­
guada desde el siglo xm , en Borgona, por documentos inequívocos.» En
cuanto a los textos reunidos para demostrar la existencia de tierras poco
divididas, con algunos cercados, «logran convencer», pero «se refieren ex­
clusivamente al Maconnais y al Lyonnais [... 3 dos regiones situadas clara­
mente por debajo de la frontera que se está de acuerdo en atribuir a los
campos abiertos y alargados», que dominan en el llano de Dijon, objeto
de una admirable descripción de Varenne de Béost. Así pues, esos datos
«se limitan a confirmar, muy útilmente por otra parte, la imagen que ten­
día ya a sugerir el espectáculo de un paisaje agrario más reciente». (Que
ciertos señoríos fueran de un solo tenedor es cosa de la que no se puede
concluir nada respecto a la forma interior de las parcelaciones de tierras.
La referencia a límites que demarquen los campos no tiene nada de con­
tradictorio con un régimen de open-field. Finalmente, procedería examinar
con detenimiento los derechos de paso — exitus et regressus— estipulados
por muchos documentos en beneficio de las tierras enajenadas).
Segunda tesis: Gratsianskii observa que, en una serie de regiones bor-
goñonas, la gran propiedad territorial no era predominante, y que el papel
principal correspondía al pueblo libre, con muchos pequeños propietarios.
Marc Bloch pone objeciones al empleo de las palabras propiedad y propie­
tarios (supra, p. 266). «Podemos decir que, según él, desde el siglo X
hasta el siglo x ii no dejó de haber en Borgona numerosas explotaciones
campesinas que escapaban a toda dependencia con respecto a un señorío.
Lo que él niega es, en realidad, la hegemonía del régimen señorial. No
hay duda de que, así rectificada, la observación tiene un gran alcance, por
cuanto es lícito preguntarse si el caso de Borgoña debe considerarse excep­
cional [... 3 Lo que, para empezar, se desprende de los textos borgoñones
es, sin duda, la falsedad de la vieja ecuación: a un pueblo, un señorío.
Muy pocos señoríos, si alguno hay, se extienden por todo un término de
tierras, buen número de ellos se encuentran fragmentados entre diversos
términos y es frecuente que un mismo término, por fragmentos, dependa
de diversos señores. Con seguridad, algunos de esos hechos se explican
por fenómenos de fragmentación secundaria [...] en muchos otros casos
la fragmentación de los solares se remontaba, por el contrario, a los propios
orígenes del régimen señorial. Región tras región, sucesivamente, los in­
vestigadores han ido observando esa característica; generalmente se han
inclinado por considerarla una anomalía, y así será hasta el día en que,
reuniendo el resultado de los estudios locales, haya que reconocer final­
mente que lo que se creía que era la excepción era, en realidad, casi la
norma. Esos señoríos, por otra parte, eran de dimensión y estructura muy
variables. Gratsianskii ha mostrado excelentemente cómo, en la frontera
del señorío en cierto modo clásico, con sus numerosas tenencias centra­
das en torno a un extenso dominio, había una especie de zona marginal,
con tipos progresivamente simplificados. El campesino alodiero o el vasallo
de mediana fortuna, e incluso el detentador de una tenencia de mediano
tamaño, a partir del momento en que, en la tierra hasta entonces explo­
tada directamente por ellos o con la ayuda de mozos, establecían a un
tenedor, se convertían en señores, aunque de poca monta. Tanto fue así
que entre los señores de épocas posteriores, sin duda alguna, figuró más
de un descendiente de esos ricos campesinos acaparadores de parce­
las [...].»
«Finalmente, está fuera de dudas que, en Borgoña, hasta finales del
siglo xn se vio subsistir más de un alodio campesino. Algunos estaban in­
cluso en manos de siervos, lo que, por lo demás, no tiene nada de contra­
dictorio con la idea de servidumbre como dependencia puramente perso­
nal, y coincide con las observaciones hechas innumerables veces en otras
regiones ¿Eran esos alodios, no obstante, tan numerosos como pare­
ce creerlo Gratsianskii? Me temo que, en ese punto, la fatal palabra de
"propiedad” le ha jugado una mala pasada [..,] ¿es exacto que, para un
hombre, el hecho de vender su tierra, de donarla o de transmitirla en
viudedad demuestre necesariamente la inexistencia de toda sujeción, tanto
del individuo como del suelo? Es conveniente dudarlo. Entre los pasajes
más instructivos de la obra figuran los desarrollos dedicados por el propio
G. a los “francos hombres" borgoñones. Aunque libres por sus personas
—es decir, ajenos a todo vínculo hereditario—, esas gentes no dejaban
por ello de depender muy a menudo de un señor al que pertenecían sus
tierras, hasta tal punto que el propio término de franquicia, por una curio­
sa ampliación de sentido y oponiéndose así al de alodio, servía para desig­
nar, bien la tenencia del tenedor "libre”, bien el propio censo que la gra­
vaba. Sospecho que entre los propietarios de nuestro autor se ha deslizado
más de un "franco” de esa especie [...] Me pregunto [...] sí no ha expe­
rimentado con exceso la influencia de la concepción que los manuales co­
rrientes quieren imponernos de la institución señorial, sin duda demasiado
rígida. Donde no encuentra reproducidos todos sus rasgos, tiende a negar
la existencia del propio señorío. La impresión que a mi modo de ver pare­
ce desprenderse [...] sensiblemente diferente [...] es la de relaciones
de subordinación señorial aún muy flexibles, muy diversas, mal fijadas y
que sólo más tarde, tras una evolución espontánea y por la acción de un
derecho más sabio, tomarán los perfiles regulares tan a menudo descritos.
Parece evidente, con otros términos, que para el señorío borgoñón el
período de gestación se alargó, como sin duda en muchas otras zonas,
durante más tiempo que el imaginado ordinariamente» (1937, pp. 493-500).
Marc Bloch dedicó una reseña muy elogiosa, «Aux origines de notre
société rurale» (En los orígenes de nuestra sociedad rural), insistiendo en
los problemas de método, a la tesis de André Deléage, La vie rurale en
Bourgogfte jusqu'au debut du X Ia siécle, Macón, 1941, 2 vols. (uno de
ellos de apéndices) y 1 fase, con 31 mapas. A. Deléage, nacido en Macón
en 1903, había de morir también por Francia, cerca de Luxemburgo, el 21
de diciembre de 1944. «Pocas veces una consciencia tan escrupulosa, una
semejante amplitud de conocimientos y una inteligencia más ávida de en­
tender se habrán empleado en beneficio de nuestros estudios. Desde luego,
no todo convence. Ocurre incluso que, por momentos, tal o cual afirma­
ción, tal o cual rasgo de método ponen en contra al lector bastante acusa­
damente. Pero ¿qué importa? Propio de una personalidad verdaderamente
fuerte es no inspirar nunca indiferencia, y de las imaginarias controversias
que surgen así al hilo de las páginas entre el autor y nosotros, nunca, creo,
seducidos o rebeldes, dejaremos de salir, por lo menos, enriquecidos.» El
autor ha tomado como marco territorial los tres departamentos de Cdte-
d’Or, Saóne-et-Loire y Yonne. Pero, dice Marc Bloch, «el historiador no
tiene por qué adoptar marcos administrativos anacrónicos; a él correspon­
de el hacerse cada vez su región, rigiéndose por las condiciones de la
época estudiada». No obstante, el estudio ha sido realizado «según los
principios del método comparativo de más amplia concepción, de modo
que las perspectivas que nos abre, lejos de limitarse a tres departamentos
franceses, aumentan a veces [...] hasta abarcar toda la civilización occi­
dental». El país es estudiado en una larga descripción geográfica. En el
tiempo, no se indica ningún límite inicial: «esas brumas de la protohisto-
ria difícilmente soportan datación precisa». El límite final es «muy razo­
nable»; «es hacia mediados del siglo xi cuando empieza la que en otros
lugares ha sido llamada segunda edad feudal». A, Deléage aplica «el méto­
do regresivo con mucha flexibilidad». «Ordinariamente, las épocas
más oscuras, en la investigación, vienen después de fases más recientes
que, al conocerse mejor o menos nial, sirven para aclarar la evolución an­
terior. Para el señorío, el punto de partida ha sido tomado así hacia la
mitad del desarrollo, en la bella época carolingia. Para la vegetación, el
hábitat y las parcelaciones de tierras ha sido forzoso retroceder hasta mu­
cho más atrás aún que el siglo xi; la única base de referencia un poco
luminosa, en aquel caso, la proporcionaba el estado actual.»
«Como el estudio llegaba así a períodos total o parcialmente carentes
de textos escritos, y como, por otra parte, se extendía a todas las realida­
des concretas de la vida rural, para poder ser realizado con éxito exigía
esa alianza de disciplinas de cuya necesidad tan a menudo hemos hablado
en los Annales. Deléage se armó como era preciso. Excelente editor y co­
mentador de textos diplomáticos, y teniendo a su disposición, por otro
lado, para esa parte de su labor, la maravillosa colección documental que
nos dejó la abadía de Cluny, supo él dotarse también de las variadas com­
petencias del toponimista, el arqueólogo [...], y finalmente el botánico.»
El pasaje citado (supra, p. 106), de su capítulo sobre la vegetación,
muestra «cuánta fuerza sugestiva pueden tener semejantes análisis, y tam­
bién cuánta ciencia y originalidad despliega allí el autor». «Es, en suma,
el primer historiador francés que ha recurrido ampliamente como testimo­
nio, junto al de los nombres de lugares habitados, al de los de “lugares
del campo" (lieux-dits); es un inmenso progreso.»
Los apéndices incluyen textos y cuadros estadísticos. «Entre éstos hay
dos series, la primera referente a la extensión de las explotaciones y la
segunda a la extensión del señorío, que no se limitan a Borgoña, sino
que cubren toda Francia, Alemania, Italia y, por lo menos parcialmente,
Inglaterra. Se pone así a disposición nuestra un instrumento de compara­
ción de precio inestimable, sin nada que se le pueda comparar.» El atlas,
«en lugar de limitarse a trazar, de una forma que en otros casos suele ser
desgraciadamente demasiado segura, hipotéticas fronteras de dominaciones,
se esfuerza por recoger gráficamente en su evolución algunas de las reali­
dades profundas de la vida social. También en esto, Deléage habrá hecho
obra de iniciador».
Marc Bloch está en desacuerdo respecto a «algunas grandes cuestiones
de método». A. Deléage tiene a un tiempo «el gusto, cien veces loable, de
las grandes hipótesis», y mucha prudencia. «Es así como dedica varias pá­
ginas a aclarar con fuerza convincente la vanidad de los esfuerzos a los
que se dedicaron tantos investigadores con la esperanza de lograr clasi­
ficar por su condición a los poseedores de tierras cuyos nombres propor­
cionan los documentos. Esa valentía y esa prudencia, asociadas, son cuali­
dades admirables. Pero ocurre que a veces, una u otra, triunfan aislada­
mente. Es, sí se me permite decirlo, de una singular delicadeza de cons­
ciencia no admitir, por ejemplo, sin muchos circunloquios, la práctica del
barbecho en Borgoña, hacia los siglos ix, x y xi. De ella hay testimonio
en la propia Borgoña desde el siglo siguiente, y alrededor de dicha región
desde el siglo ix, y, por otra parte, es difícil ver en esa época la posibili­
dad de otra técnica algo generalizada.» En cambio, Marc Bloch no admite
ciertos cálculos de A. Deléage, que parten según su parecer de «datos mí­
nimos». «Yo lo entiendo: sin esas bases, se hace imposible para nosotros
medir diversos fenómenos, de un interés capital. Desgraciadamente, hay
en la historia problemas provisional o definitivamente insolubles. Y ade­
más, hay que confesarlo, las inclinaciones de Deléage no siempre le llevan
a las soluciones más sencillas, que no son forzosamente las peores.» Hay
que evitar «ese clásico escollo de los historiadores, sobre todo tratándose
de épocas mal documentadas: el abuso de las medias. La media es a me­
nudo ficticia. Lo es, para empezar, cuando se basa en un número de datos
demasiado pequeño [... ] Ficticias son también Jas medias cuando las cifras
de base presentan diferencias demasiado acusadas. En ese caso, por lo
menos, deben corregirse mediante un cálculo de dispersión. Yo mismo, a
propósito del censier de Saint-Germain-des-Prés, he podido experimentar
que el método de los "cuartiles" da una imagen de la posesión del suelo,
tal como realmente se ejercía, mucho más precisa y concreta que la que
permitiría una simple suma seguida por una división. El explotador medio
y la explotación media serán siempre, a fin de cuentas, mitos. Lo que im­
porta, ante todo, es saber cómo se repartían los diferentes niveles de for­
tunas territoriales».
«En manos de Deléage, el método comparativo se ha mostrado, una
vez más, relativamente fecundo [...]» Pero «antes de ser aceptadas o
modificadas definitivamente, las grandes hipótesis del libro deberán ser
confrontadas de nuevo con la experiencia inglesa, que es —ya se trate de
la estructura agraria, ya de la génesis del señorío— la más original e ins­
tructiva. Por otra parte, claro está, hay que evitar cuidadosamente confun­
dir el método comparativo con el razonamiento por analogía. Aquél exige,
a diferencia de éste, para ser practicado correctamente, una gran sensibi­
lidad a las diferencias. Deléage lo sabe mejor que nadie: son contrastes
particularmente sugestivos lo que sus investigaciones, llevadas a cabo con
tanta consciencia e ingenio respecto a los tipos de hábitat, de parcelacio­
nes de tierras y de explotaciones, le han permitido revelar [...]» .
Marc Bloch hace el reproche de que se emplee «nuestra nomenclatura
o irna nomenclatura artificialmente inspirada en nuestros hábitos actuales»,
y especialmente la palabra “semilibertad”, «para calificar la condición de
ciertos hombres dependientes». «También sobre otra cuestión parece ha­
berse visto entorpecido Deléage por una cuestión de vocabulario. En gene­
ral, él evita la anacrónica palabra de "propietario”, Por motivos menos'
claros, parece repelerle también la de "alodiero", que, sin embargo, es de
la época. Pero el empleo que hace de "posesión” y de "posesor" no está
nada claro [...] Más habría valido, creo yo, renunciando a todo respeto
del código civil, intentar aclarar simplemente la superposición sobre una
misma tierra de los diversos derechos reales, tal y como la edad media
concibió su escalonamiento. Una vez destacada esa noción, se habrían des­
pejado muchas de las dificultades. La antítesis de "tierra señorial” y “tie­
rra comunal" (p. 365) es ficticia: el derecho real superior del señor no
impedía en modo alguno, en los pastos, el ejercicio de derechos comunita­
rios, no menos sólidamente protegidos, en principio, por la costumbre; es
por eso por lo que los communia figuran regularmente en los documentos
de tradición de señoríos [...]»,
«Cuando se trata de una sociedad como la de la alta edad media, cuya
lengua técnica era flotante y además no se adaptaba bien a los hechos, se
impone todavía otra precaución. Detrás del latín de los documentos, hay
que esforzarse por encontrar las realidades que éste no traduce general­
mente más que deformándolas Es por un estricto análisis histórico
del léxico por donde tendría que empezar todo estudio de la clasificación
jurídica de los hombres [...] La definición de las condiciones humanas
variaba, pues, hasta eí extremo, por lo menos en el detalle, según los
señoríos, las regiones o incluso —por lo menos en lo tocante a la expre­
sión—• según las cancillerías. En cuanto es posible elevarse por encima de
las palabras, sin embargo, mucho más diferentes entre sí que las cosas,
pueden destacarse claramente algunas grandes líneas; éstas traducen los
principales rasgos comunes de la economía, de la tradición social y de la
mentalidad. Así, además de presentar diferencias en el espacio, esa clasi­
ficación ha fluctuado particularmente a lo largo del tiempo. Deléage hace
plena justicia, en su exposición sobre el señorío como realidad territorial,
a esa movilidad de la sociedad; muestra perfectamente cómo, entre el gran
señor y el campesino acomodado, detentador de demasiadas tierras para
poderlas explotar él mismo, se escalonaban una serie de niveles que, gene­
ración por generación, no eran imposibles de franquear, por lo menos
algunos.»
«Hay que resistirse a la tentación de referir aquí todas las nuevas con­
clusiones que ofrece Deléage a nuestra reflexión, de reproducir, por ejeo
pío, su original y fecundo análisis de las redes de caminos campesinos,
"estrelladas” o "ajedrezadas”, o de seguir con él las vicisitudes de la po­
blación borgoñona: el progresivo abandono de las montañas calizas, a par­
tir de la época gala, la vuelta, por el contrario, o mejor la huida hacia
otras tierras altas —las de Morvan, Charolais, Clunysois—• en la época
de las invasiones bárbaras Dos grandes hipótesis directrices, de im­
portancia capital para la historia de toda nuestra civilización occidental, se
apuntan como al extremo de la obra. Borgoña se le presenta a Deléage
como palenque de civilizaciones agrarias diferentes. ¿En qué número?
A ese respecto, en determinados lugares, la expresión se hace un poco
vacilante. Tres, se nos dice a veces (especialmente pp. 95 y 354), y dos,
más a menudo. Ocurre quizá que la propia noción de civilización agraria,
de la que nuestros estudios no han empezado a hacer uso hasta hace poco
tiempo, tiene todavía algo de flotante. Fundamentalmente, no obstante,
se trata realmente de dos grandes combinaciones de usos jurídicos y téc­
nicos de lo que Deléage nos invita a observar el choque. Una se caracteriza
por el pueblo grande, fuertemente organizado en comunidad y sometido
pronto a un jefe, por la familia patriarcal, las tierras de campos alargados
y regularmente dispuestos en haces y el pesado arado de eje anterior con
ruedas. La otra es la de los pueblos pequeños, con el régimen señorial
introducido lentamente y mal, la de la familia reducida, las tierras parce­
ladas en forma de puzzle y el arado ligero sin ruedas. La primera triunfó
en la Borgoña del nordeste; probablemente fue llevada allí por los hom­
bres de los túmulos y señala la penetración indoeuropea y más especial­
mente celta. La segunda, que ocupa la Borgona del sudoeste, llegó allí con
los hombres de los dólmenes; su origen debe buscarse en el mundo medi­
terráneo. Sobre el terreno, esas costumbres tradicionales fueron objeto,
naturalmente, de muchas adaptaciones. En sus grandes líneas, la oposición
se mantuvo, y se mantiene aún. Ése es [...] el esquema general que De­
léage cree poder destacar de sus investigaciones y proponer para el examen
de las investigaciones futuras. Yo no trataré de discutirlo. Desde luego,
ya ahora, hay algunas afirmaciones que hacen dudar. En particular, me
sorprende la coincidencia que se supone entre la familia reducida y el
hábitat relativamente disperso, pues en varias ocasiones, en otros lugares,
me ha parecido observar todo lo contrario. ¿Qué crédito conceder, por
otra parte, después de los trabajos de Latron [supra, pp, 206-207], a la
antítesis de Mediterráneo y open-field? Las largas parcelas y los cuarteles
perfectamente regulares de las tierras sirias es seguro que no hablan en
modo alguno en favor de ella.» La teoría de A. Deléage requerirá «el con­
trol de toda una serie de nuevos estudios inspirados en sus orientaciones
y que, aunque sea imponiéndole más de una modificación, demostrarán,
por el impulso que habrán tomado de ella, su fecundidad».
«Al reunir, en una potente síntesis, datos tomados de todo el mundo
romano e incluso prerromano, hasta Egipto y el Asia menor, para com­
pararlos luego con lo que nuestros primeros textos, mucho más tardíos, nos
permiten entrever del señorío occidental en sus inicios, Deléage se ha
esforzado por seguir la génesis del régimen señorial. Salvo un estudio,
redactado, desgraciadamente, antes de la publicación de su libro, que no
ha aparecido hasta el mismo momento aproximadamente y no ha podido
ser conocido en Francia [Marc Bloch, en el tomo I de la Cambridge eco-
nomic bistory], su tentativa es, desde Fustel, la primera que ha abordado
de frente ese problema grande y difícil. Una vez más, es a la hipótesis de
un conflicto de civilizaciones a lo que pide él la solución. El sistema de
las tenencias y de las corveas, puramente económico y territorial, llegó, nos
dice, del Mediterráneo; se combinó en Occidente con un régimen de
vínculos de hombre a hombre y de sumisión al jefe propio de las socie­
dades continentales, y de ese encuentro nació el señorío medieval. La ima­
gen es seductora. Se entiende que también ahí, desde el primer momento,
se presentan al espíritu ciertas objeciones. Pienso en los patronatos de
pueblos {patrocinio, vicorum), que son del Oriente; no veo las razones que
tienen que obligar a ver en los servicios agrícolas del campesino occidental
“los servicios de diques y canales" del antiguo Egipto, con una finalidad
progresivamente transformada, y Hamo la atención sobre diversas expe­
riencias que parecen mostrar realmente, en sociedades muy ajenas a las
aportaciones mediterráneas, el nacimiento casi espontáneo de un señorío
poco a poco arraigado en la tierra (experiencia anglosajona y, a pesar del
carácter embrionario conservado allí por la institución, experiencia de las
jefaturas frisonas). Me pregunto, en una palabra, si la indiscutible duali­
dad de carácter que señala Deléage en los señoríos rurales de su tierra,
en lugar de explicarse por una colisión de influencias, no tendría su origen
más bien en la acción convergente de fuerzas surgidas de nuestras mismas
sociedades. ¿Habrá, pues, que terminar esta reseña con la expresión de
una duda? ¿Y por qué no, si esa duda es una invitación a la investigación,
y para una obra de ciencia no puede haber más bella recompensa que la
de suscitar así sus propias prolongaciones?» (II, 1942, pp, 45-55).

O tras form as regionales del señ o r ío

Aparte de los elementos constantes y generales, la adaptación de las


instituciones señoriales a regiones y a costumbres rurales muy diferentes
plantea un problema de gran importancia, trátese del señorío de las pro­
vincias del centro (1936, p. 319) o del señorío pirenaico, «hasta ahora
muy insuficientemente estudiado [...] apasionante enigma» (1932, pá­
gina 471).
La recopilación de las Charles du Forez antérieures au X IV e siécle,
publicada bajo la dirección de G. Guichard, del conde de Neufbourg, de
Ed. Perroy y de J.-E. Dufour, Montbrison, 1929 y años siguientes, muy
cuidada y provista de índices muy buenos (cosa que demasiado a menudo
falta en esos trabajos, como por ejemplo en las Charles de Cluny) (1935,
p. 489), da muchas informaciones sobre el señorío en Forez en el siglo xin.
«La servidumbre, frecuente en las fronteras del Forez, parece muy poco
común en el condado» (1933, p. 579). Se observa el «“reconocimiento" de
la tenencia, impuesto a los herederos de las tierras acensuadas, precedente
de las obligaciones de las que tanto partido habían de sacar más tarde los
que elaboraban los terriers» (1934, p. 376). El señorío «parece reducirse
en el siglo xn, en Forez, a un conjunto de rentas sobre la tierra; las corveas
son escasas y sobre todo de acarreo, y las reservas apenas cuentan ya. No
obstante, los beneficios de los derechos casuales —tales como los laude-
mios— son lo bastante importantes como para que una talla de 30 sueldos
y unos censos de 20 sueldos, pero “con señorío", sean considerados equi­
valentes (n.° 476). El régimen señorial, por otra parte, no lo ha invadido
todo hasta el punto de no dejar subsistir aún, dispersos, algunos alodios
campesinos. La situación de los pequeños alodieros, sin embargo, no care­
ce de inconvenientes, puesto que en fecha relativamente tardía, en 1280,
se ve (n.° 500) cómo uno de ellos somete su tierra al censo, con la finalidad
confesada de beneficiarse de la protección que una iglesia extiende sobre
sus "hombres": ¡igual que en los tiempos carolingios! La burguesía, tam­
bién allí, afirma su fuerza; conquista la tierra, y hasta los castillos (n.° 534).
En un movimiento paralelo, el dominio condal aumenta, a costa igualmen­
te de los pequeños señores con dificultades de dinero. Observemos, final­
mente, un curiosísimo testimonio sobre los derechos de los abogados
(n.° 476). Se ve señalarse en él con rara claridad los esfuerzos de las igle­
sias por mantener el carácter primero de esa carga que gravaba sus bienes:
el de un verdadero salario, debido a un defensor. En cuanto deja de poder
ejercerse la protección, los pagos, piensan los clérigos, igualmente deben
finalizar. El estudio de la abogacía, hasta ahora, en Francia, se ha visto
particularmente descuidado [...] plantear problemas, ¿no es eso acaso lo
propio de toda recopilación bien hecha?» (1935, pp. 489-490).
Robert Latouche prosiguió sus investigaciones sobre «la estructura
agraria y el régimen señorial en el Maíne, en la edad media», tratando,
por tanto de una zona de cercados: «Agrarzustande im westlichen Frank-
reich wahrend des Hochmittelalters», en Vierteljahrschrift für Sozial und
Wirtscbaftsgescbichte, t. XXIX; «Un aspect de la vie rurale dans le Maine
au xie et au xn® siécles: Tétablissement des bourgs», en Le Mayen Age,
1937; «L’économie agraire et le peuplement des pays bocagers», comunica­
ción a las Premiares Journées de Synthése Historique, en Revue de Syn~
thése, febrero de 1939, pp. 44-50. «Será la primera vez que un estudio de
este tipo, llevado a cabo con todo el método y el cuidado necesarios, toma­
rá por objeto una región de cercados Latouche, creo yo, tiene toda
la razón al poner el acento en los caracteres originales del señorío del
Maíne, ya desde la alta edad media. Nada recuerda allí las grandes empre­
sas, muy centradas, de las tierras de campos abiertos y hábitat concentrado;
cuando el lector del políptico de Irminon pasa de íle-de-France a las zonas
de cercados del oeste le parece abordar otro mundo. No es que el señorío,
con su clásica división en dominio y tenencias, realmente no exista. Hay
algunos muy claros, especialmente en manos de pequeños potentados lai­
cos. Pero la escala es totalmente diferente. Ese contraste, ciertamente, en
el plano de la organización señorial, estaba en estrecha relación con la
oposición de los tipos de estructura agraria. El problema está en saber en
qué sentido se ejerció la influencia [... ] En cuanto a los burgos, el artículo
especialmente dedicado a ellos por Latouche abunda en indicaciones ex­
tremadamente importantes. Véase, en particular, para lo referente a la
antigüedad y el sentido de la palabra "burgués", destinada a un futuro
tan grande y diverso, y para la historia, también, de la "jurisdicción"
(ban) y los derechos que llevaba consigo. El propio término de "burgo”,
en el empleo que de él hacen tantos documentos del Maine de los siglos xi
y xn, es difícil de interpretar [...] la significación de lugar fortificado se
había perdido totalmente. Latouche tiende a ver uno de los rasgos distin­
tivos del burgo en la existencia de un mercado. Yo advierto, no obstante,
que, según su propia expresión, la coexistencia no se observa más que
"generalmente" [...] Hay un hecho [...] que me ha sorprendido. En
todos los casos que he podido [...] entender, el burgo aparece realmente
como fundación nueva, establecida, sí se trata de señores eclesiásticos, ha­
bitualmente, en torno a la iglesia parroquial, y si se trata de señores
laicos, por lo menos una vez, en torno a la "mota" del castillo [...] Pero,
por lo regular, ese centro de hábitat creado de arriba abajo había ido pre­
cedido, en el centro del mismo lugar o junto a él, por una aglomeración
más antigua. En Sceaux-sur-Huisne, por ejemplo, los monjes de Saint-Vin-
cent, en una tierra cedida a ellos al mismo tiempo que la iglesia del lugar,
construyen un burgo. Pero la propia iglesia ya existía, y el pueblo de
Sceaux es seguro que no databa del siglo xi. Se trata de una situación
particularmente análoga a la de muchos "burgos" urbanos que fueron fun­
dados o se formaron espontáneamente al lado de la "ciudad". Tanto en los
campos como en las ciudades, ¿acaso la idea a la que se refería el nombre
de burgo no era ante todo la de una especie de agrupación aneja, jurídica
y topográficamente diferenciada del antiguo núcleo junto al cual se la
veía nacer?» (II, 1942, pp. 101-102).
Se ha visto que existían, «al margen del gran bloque de las civiliza­
ciones occidentales, diversos pequeños grupos cuyo original destino estuvo
en escapar a algunas de las principales corrientes que modelaron el resto
de Europa [...] El problema, para la historia comparada, presenta un
interés de primer orden» (1938, pp. 50, 52). Frisia fue «una tierra sin
señor» y sin vasallaje. Fueron las «sociedades campesinas», en el marco
de la organización parroquial, superpuestas a otros modos de asociación,
las que jugaron el papel que en otros lugares correspondía a los señores.
Por lo demás, al final de la edad media, aquéllas conocieron el surgimiento
del poder de los jefes. Sobre esas instituciones, trabajo de B, E. Siebs
(1935, p. 408). Cerdeña, por su parte, fue «una región en la que se intro­
dujo el señorío, pero no el feudalismo». Ni homenaje de vida ni feudo
militar, sino transformación del esclavo en tenedor y verdadero régimen
señorial en beneficio de las familias de maiorales. Investigaciones de R. C.
Raspi (1938, pp. 50-52).
En su contribución a «La tenure» (comunicaciones, sesión de 1937
de la Société Jean Bodin, Kecueils, III), «Petot mostró muy bien que la
clasificación tradicional de las tenencias en nuestro derecho medieval tiene
bastante de artificial sistematización» (1939, p. 439). Durante la edad
media estuvieron vigentes diversas formas de tenencia, propias de regio­
nes más o menos extensas, y también a ese respecto son indispensables las
precisiones terminológicas, A finales del siglo x i i , alrededor de París em­
pezó a introducirse ia costumbre de designar el censo señorial como jun-
dus ierre. Se extendió ampliamente. Hay que subrayar la antítesis entre el
"chef cens", que llevaba consigo la percepción de los derechos señoriales,
y el "surcens" o "croít de cens”, renta pura, que figura principalmente
entre las inversiones capitalistas, por ejemplo en Douai, a finales del si*
glo x i i , y en la región parisiense, a principios del xiv. El " chef cens" se
llamaba también renta "fons de ierre", y el "surcens" renta “aprés le jons
de ierre” (1936, p. 468). El Artois conoció unas “tenures en échevinage”,
estudiadas por J. Massiet du Biest en Revue du Nord, 1929 (1931, p. 71).
El caso de la “ vavasoría" normanda se cuenta entre los «problemas a un
tiempo irritantes y seductores». Algunas hipótesis en La société féodale, X,
p. 272; II, pp. 21, 78-79, 82. El comandante H. Navel, refiriéndose a las
vavassoreries de la abadía del Mont-Saínt-Míchel en Brettevílle-sur-Odon y
Verson, cerca de Caen (Bull. de la Soc. des Antiquaires de Normandie,
1938), aclaró el vínculo, en su origen, entre algunas de esas tenencias y
los servicios de sergenterie, de administración (II, 1942, p. 104). Igual­
mente, 1937, p. 201.
Con la palabra “ténements" «se designaban, en el centro [particular­
mente en el Lemosín], agrupaciones de parcelas cuyos diversos tenedores,
con respecto al señor, debían la renta conjuntamente; es una institución
que, con diversos nombres, se encuentra en varias regiones, y en todas
partes arroja una luz extremadamente curiosa sobre la evolución interna
de las sociedades campesinas» (III, 1943, p. 61). En el Toulousain la
palabra "feudo" se aplicó a una tenencia acensuada o en aparcería. La
"infeudación”, que era allí, por tanto, la constitución de una tenencia a
censo, comportaba a menudo el pago de una cantidad de dinero, También
los derechos normando, anglorromano y bretón conocieron el deslizamiento
del sentido de la palabra "feudo" al sentido general de tenencia, lo que
plantea un curioso problema. H. Richardot, «Le fiet roturier á Toulouse
aux x i i c et x iiic siécles», en Revue Historique de Droií Frangais et Étran-
ger, 1935 (1936, pp. 488-489). Igualmente, La société féodale, I, pp, 272-
273.
La "colonge” representaba un tipo de señorío rural muy extendido en
Alsacia, Lorena y la región del Rin y el Mosela. Los tenedores “colongers”
disfrutaban de una situación claramente privilegiada, protegidos por la
costumbre y solidarios entre sí. Ch.-Edmond Perrin reseñó, con reservas,
St. Inglot, Essai sur la vie rurale et les colonges d’Alsace (X Ie-X IIle sié­
cles) t 1932. Él, contrariamente a ese autor, no admite que la "colonge"
surgiera de una distribución en lotes de 1a reserva señorial en el siglo x i i ,
acompañada por condiciones muy favorables de cesión a censo para atraer
a los colonos (1936, pp. 56-61).
Parroquia y señorío
«La formación de las parroquias, en general, permanece como un he­
cho extremadamente misterioso. Se nos dice: el señor edificó la iglesia; sí,
pero ¿cuántas parroquias han correspondido nunca a un único señorío?»
Para el «secreto de esa génesis», a falta de textos, casi inexistentes hasta
la época de las grandes roturaciones, hay que «remitirse, para empezar, al
mapa» (1934, p. 481). Si bien es cierto, como lo cree F. Lot (État des
paroisses en 1328), que entre el siglo xiv y el xvm el número de parro­
quias cambió poco, anteriormente, en cambio, del siglo xi al xm , «el gran
movimiento de colonización interior del que fue teatro Francia, al igual
que Europa entera, multiplicó las nuevas parroquias» (1931, p. 605). El
abbé Chaume, en Les origines du duché de Bourgogne, IIa parte, fase. 3,
dedicado a los pagi, 1931, protestó con justicia contra «el dogma de la
coincidencia de los límites eclesiásticos de la edad media con los de las
ciudades galorromanas», y se declaró cada vez más convencido de que «la
geografía eclesiástica representa, para empezar y esencialmente, una rea­
lidad que data de los siglos ix y x» (1932, pp. 503-504). Sobre las oscila­
ciones de las fronteras de las diócesis, igualmente 1937, p. 313. La parro­
quia, y por tanto la comunidad campesina, no coincidía con el señorío,
lo que provocaba dificultades, por ejemplo en Bresse en el siglo xvm, se­
gún O. Morel (1936, p. 610).

E volución d el s e ñ o r ío : de gran pr o pieta r io


a rentista de la tier ra (pp. 227-251)

En La société féodale, I, pp. 421-428, Marc Bloch estudia la evolución


«hacia las nuevas formas del régimen señorial» a partir del siglo xn.
Para empezar, advierte, a partir del siglo xn, la «estabilización de las
cargas», y quiere «marcar aquí cómo la actuación señorial salió del feuda­
lismo». «Desde que los censiers carolíngios, inaplicables en la práctica y
cada vez más difícilmente inteligibles, habían caído en desuso, la vida inte­
rior de los señoríos, incluso en los mayores y menos mal administrados,
amenazaba con no conocer ya más reglas que las puramente orales.» A de­
cir verdad, «el hábito de esos inventarios no había de perderse nunca.
Pronto, no obstante, la atención se fijó en otro tipo de escrito que, al des­
cuidar la descripción de la tierra para ocuparse de establecer las relaciones
humanas, parecía responder más exactamente a las necesidades de la época,
en que el señorío se había convertido por encima de todo en un grupo de
mando. El señor, en un documento autentificado, fijaba las costumbres
propias de tal o cual tierra. Aunque en principio otorgadas por el amo,
esas especies de pequeñas constituciones locales eran sin embargo, ordina­
riamente, resultado de tratos previos con los sujetos. Además, un acuerdo
semejante parecía tanto más necesario cuanto que el texto casi nunca se
limitaba a registrar la práctica antigua, y en ciertos puntos la modificaba.
Así ocurre en la carta mediante la cual, ya en 967, eí abad de Saint-Arnoul
de Metz redujo los servicios de los hombres de MorvíIle-sur-Nied, e igual*
mente, en sentido inverso, en eí "pacto" cuyas cláusulas, bastante duras,
impusieron los monjes de Béze, en Borgoña, a los habitantes, antes de
permitir la reconstrucción de un pueblo incendiado (Ch.-Ed. Perrin, Re­
cberches sur la seigneurie rurale en L o r r a in e 1935, pp. 225 ss.; Chro-
nique de Vabbaye de Saint-Bénigne, ed. E. Bougaud y J. Garnier, pp, 396-
397 [1088-1119])».
«Pero hasta el principio del siglo x i i esos documentos siguieron siendo
muy poco abundantes. A partir de esa fecha, en cambio, hubo diversas
causas que contribuyeron a multiplicarlos. En los medios señoriales, un
nuevo gusto por la claridad jurídica aseguraba la victoria de lo escrito. In­
cluso entre los humildes, debido a los progresos de la instrucción, parecía
lo escrito más valioso que en otro tiempo [...] Eran sobre todo las trans­
formaciones de ía vida social lo que impulsaba a fijar las cargas y a ate­
nuar su peso. En casi toda Europa se estaba llevando adelante un gran
movimiento de roturación. Quien quería atraer a los pioneros a su tierra
tenía que prometerles condiciones favorables; lo menos que podían pedir
era saberse a salvo, por adelantado, de toda arbitrariedad. Luego, en las
proximidades, el ejemplo que de ese modo se daba pronto se les imponía
a los amos de los viejos pueblos, so pena de ver ceder a sus sujetos al
atractivo de tierras menos pesadamente gravadas. No es casualidad, sin
duda, que las dos constituciones de costumbres que habían de servir de
modelo para tantos otros textos semejantes, la carta puebla de Beaumont-
en-Argonne y la de Lorris, cerca del bosque de Orleans, concedidas, una
a un núcleo de fundación reciente y otra, por el contrario, a un núcleo
antiquísimo, al haber nacido igualmente en el lindero de grandes zonas
forestales, tomarán, ya desde su primera lectura, la medida que daban las
hachas de los roturadores. No menos significativo es que en Lorena la
palabra de villanueva acabara por designar toda localidad, aunque fuera
milenaria, que hubiera recibido una carta puebla. La visión de los grupos
urbanos actúa en el mismo sentido. Sometidos también al régimen seño­
rial, muchos de ellos, ya desde finales del siglo xi, habían logrado con­
quistar importantes ventajas, estipuladas en pergamino. El relato de sus
triunfos daba valor a las masas campesinas, y el atractivo que las ciu­
dades privilegiadas corrían el riesgo de ejercer hacía reflexionar a los
amos. Finalmente, la aceleración de los intercambios económicos no sólo
inclinaba a los señores a desear ciertas modificaciones de la distribución
de las cargas, sino que, al hacer que llegara un poco de numerario inclu­
so a los cofres de los campesinos, abría ante éstos nuevas posibilidades.
Menos pobres, y por tanto menos impotentes y menos resistentes, a partir
de entonces podían comprar lo que nunca les habrían dado, o podían con­
seguirlo en lucha reñida, pues todas las concesiones señoriales distaron
mucho de ser gratuitas o de ser concedidas por pura buena voluntad.»
«Así aumentó, por montes y valles, el número de esos pequeños códi­
gos campesinos. Se los llamaba, en Francia, cartas de "costumbres" o de
"franquicias". A veces se juntaban las dos palabras. La segunda, sin sig­
nificar necesariamente la abolición de la servidumbre, hacía referencia a las
variadas desgravaciones aportadas con respecto a la tradición. La carta de
costumbres fue, en la Europa de los últimos tiempos feudales y el período
siguiente, una institución muy general», salvo en Inglaterra y en la Alema­
nia transrenana y, especialmente, en el reino de Francia, en la Lotaringia
y el reino de Arles, en la Alemania renana. En la Alemania transrenana
«la carta de costumbres no siguió siendo excepcional más que por causa
de la predilección de que fue objeto allí otro procedimiento de fijación de
las cargas: el Weistum, que Ch.-Edmond Perrin propuso ingeniosamente
llamar, en francés, “rapport de droit". Habiéndose conservado en los seño­
ríos alemanes la costumbre de reunir a los dependientes en asambleas pe­
riódicas, herederas de las "audiencias" (plaids) judiciales carolingias, se
consideró cómodo darles lectura, con esa ocasión, de las disposiciones tra­
dicionales por las que se habían de regir dichos sujetos, y a las que por su
propia asistencia a esa proclamación parecían declararse sometidos; era
una especie de prospección de las costumbres [...] perpetuamente reno­
vada [...] El “rapport de droit" tuvo por ámbito propio la Alemania de
más allá del Rin»; a la orilla izquierda y hasta tierras de lengua francesa
se extendió una amplía zona de transición que aquél se repartió con la
carta de costumbres. Más minucioso, ordinariamente, que esta última, el
"rapport de droit” se prestaba, en cambio, a modificaciones más fáciles.
Pero el resultado fundamental era, por ambos lados, el mismo [...] fue,
verdaderamente, bajo el signo de una creciente estabilización de las rela­
ciones entre amos y sujetos como se abrió, en la historia del señorío euro­
peo, una nueva fase. "Que no se perciba ningún censo, si no está escrito":
esa frase de una carta puebla del Rosellón era como el programa de una
mentalidad y de una estructura jurídica tan alejadas una como otra de las
costumbres de la primera edad feudal (Carta puebla de Codalet de Con-
flent, 1142, en B. Alart, Priviléges et titres relatifs aux franchises ... de
Rous sillón, t. I, p. 40).
Marc Bloch destaca «la transformación de las relaciones humanas» en
el señorío. Grandes modificaciones: «Reducción general de las corveas;
sustitución, bien de éstas, bien de los censos en especie, por pagos en
dinero, y progresiva eliminación, finalmente, de todo aquello que en el
sistema de cargas seguía marcado por un carácter incierto y fortuito, son
esos hechos que se inscriben a partir de entonces en todas las páginas de
los cartularios. Especialmente Ja talla, que era antes "arbitraria", en Fran­
cia fue muy generalmente "regularizada" (abonnée), es decir, convertida
en un impuesto de importe y periodicidad invariables. De igual modo, a
los suministros debidos al señor con ocasión de estancias en los distintos
lugares que eran evidentemente variables, sucedió a menudo un impuesto
concertado. A pesar de múltiples variaciones regionales o locales, estaba
claro que, cada vez más, el sujeto tendía a convertirse en un contribuyente,
cuya cuota, de año en año, no experimentaba más que escasas variaciones.»
«Por otra parte, la forma de dependencia que había encontrado su más
pura expresión en la subordinación de hombre a hombre, unas veces desa­
parecía y otras se alteraba. A partir del siglo xm , repetidos franqueos,
que a veces se aplicaban a pueblos enteros, hicieron disminuir el número
de siervos franceses e italianos. Otros grupos llegaban a la libertad por
simple rutina. Además, en Francia, allí donde seguía existiendo la servi­
dumbre, se la vio apartarse progresivamente del antiguo "hommage de
corps", Pasó a concebirse menos como un vínculo personal que como una
inferioridad de clase que, por una especie de contagio, podía pasar de la
tierra al hombre. Hubo a partir de entonces tenencias serviles cuya pose­
sión hacía siervo y cuyo abandono, a veces, emancipaba. El propio con­
junto de obligaciones específicas, en más de una provincia, se disoció. Apa­
recieron nuevos criterios. Antes habían estado sometidos a la talla arbi­
traria innumerables tenedores, y siervos que habían seguido siendo sier­
vos habían obtenido la regularización, A partir de entonces, pagar a volun­
tad del señor fue por lo menos una presunción de servidumbre» (La so­
ciété féodale, I, pp. 421-427).
Las "cartas de costumbres", en Francia, jugaron un papel más o menos
semejante a los Weistümer alemanes, que «constituyen con seguridad una
de las más bellas series de testimonios de que dispone la historia de una
sociedad europea». Un Weistum es «un escrito que, surgido de una en­
cuesta en que los campesinos figuran como testimonios de la costumbre,
se propone regular, bien las relaciones de esos campesinos entre sí, bien sus
relaciones con la autoridad señorial. Y en los archivos de Europa, medie­
vales y modernos, abundan enormemente los documentos de ese género.
Más particularmente [...] en los de Alemania, al oeste del Elba». «Los
más antiguos, en Alemania, se remontan a ios siglos xi y x ii [...] Nota­
blemente numerosos a partir del siglo xiv [... ] alcanzan su' mayor abun­
dancia en las proximidades del año 1600. Su tradición se mantuvo hasta
los primeros años del siglo xix.» Así pues, están muy desigualmente re­
partidos en el espacio y en el tiempo. H. Wiessner los ha estudiado en
Sachinhalt und wirtschaftliche Bedeutung der Weistümer un deutschen
Kulturgebiet, Badén, cerca de Viena, 1934, obra que resultará útil sobre
todo como índex rerum, pues «sus conclusiones sufren de una especie de
obstinado desprecio de la cronología» y su autor «la ha concebido, visi­
blemente, como un libro de tesis. Una vez más, por reacción contra la his­
toria romántica, y sobre todo por fidelidad a las ideas profesadas con tanta
brillantez por Alfons Dopsch, he aquí que se aborda el mostrarnos que
los Weistümer no surgieron en absoluto espontáneamente del alma popu­
lar ni reflejan la antigua tradición de sociedades de iguales. La iniciativa
de su elaboración procedió, casi siempre, de ios señores, y el derecho que
expresan es, fundamental y originalmente, señorial. Yo he tenido ya oca­
sión de decirlo: el problema, así enunciado, es insoluble, y esa antítesis de
lo "libre" y lo "dominical" representa, precisamente, el círculo mágico del
que nos es preciso salir "La morada señorial en torno a la cual surgió
el pueblo", escribe en algún lugar Wiessner. Es ya característico que se
pretenda englobar una evolución evidentemente muy larga y muy diversa
en una fórmula así de general, y nadie va a creer que todos los pueblos de
Alemania tengan un origen uniforme. Supongamos, no obstante, si se
quiere, que el autor pensara en una especie de caso tipo. De esa frase, in­
cluso interpretada en un sentido tan reducido, ¿qué imagen podemos ha­
cernos que nos haga captar en lo concreto la génesis tanto del hábitat
como del señorío? ¿Cómo representarnos una sociedad en la que los seño­
res hubieran precedido a los sujetos?» (1935, pp. 423-424).

M o lin o s (p. 229)


Marc Bloch escribió luego un importante artículo: «Avénement et con-
quéte du moulin a eau», 1935, pp. 538-561. El molino hidráulico apareció
en el siglo i antes de Jesucristo en Cabiria, en el Ponto. En la Galia los
primeros aparecieron en el siglo iri de nuestra era en un pequeño afluen­
te del Mosela (en Mosella de Ausone). Un efecto inmediato de ese avance
técnico fue la aparición de molineros especializados, cuando en cambio
anteriormente molían el grano esclavos, mujeres de la casa y panaderos.
«En todo análisis de nuestras viejas sociedades rurales, así como de nues­
tras burguesías, tan a menudo surgidas del campesinado de los pequeños
oficios, el molinero, junto al posadero o al comerciante de ganado, tiene
un lugar bien determinado [...].» Ese descubrimiento constituyó, dentro de
lo que eran los medios de que disponía la humanidad, un progreso com­
parable a los del siglo xix, y llevó consigo una prodigiosa transformación.
Más tarde había de ser aplicado a otros aparatos: prensas de aceitunas,
molinos de curtiduría, sierras hidráulicas, batanes, fuelles de forja y mar-
tiñe tes. Pero en la antigüedad ese perfeccionado instrumento se extendió
poco. «Aunque invento antiguo, por la época de su verdadera expansión
el molino hidráulico es medieval.» El mundo antiguo, al disponer de la
esclavitud, no buscaba el ahorro de fuerza humana. «Un invento apenas
se extiende más sino es ampliamente sentida su necesidad social.» Desde
el final del Imperio, al disminuir la población, la mano de obra servil,
que era lo que había permitido el mantenimiento del molino manual, se
hizo escasa. Poco a poco los grandes equipos de esclavos alimentados por
el amo fueron disueltos y distribuidos por tenencias separadas del dominio,
«hechos que cuentan entre los más importantes que, en esos tiempos inter­
medios entre la antigüedad y la edad media, dominaron la evolución de las
sociedades europeas». El molino hidráulico se extendió en la época mero-
vingia y llegó a toda Europa, aunque la conquista tuvo lugar progresi­
vamente. Los procedimientos de molienda con la fuerza animal o humana
se mantuvieron, de entrada, en las tierras sin corrientes de agua, debido a
las dificultades de comunicación, hasta la aparición en Occidente, hacía
finales del siglo x i i , del molino de viento, tomado del mundo árabe (pri­
mera mención en Francia, en Normandía, hacia 1180). Pero incluso donde
abundaba el agua siguieron utilizándose los viejos instrumentos. Si bien
los grandes dominios carolingios tuvieron todos molinos hidráulicos, las
casas campesinas siguieron teniendo muelas de mano. Las dificultades de
instalación de un molino hidráulico —necesidad de disponer jurídicamen­
te de una corriente de agua y gastos de construcción— explican que todos
los molinos cuya historia puede seguirse sean de origen señorial. Los mo­
nasterios dieron el ejemplo y los señores laicos los imitaron. A partir del
siglo x, el desarrollo de la jurisdicción señorial instituye en provecho de
los señores unos monopolios, y entre ellos se cuenta el del molino: los
tenedores no pueden moler su grano más que en el molino jurisdiccional,
del señor. «Nuestro país fue tierra predilecta de los monopolios jurisdic­
cionales. No sólo se extendieron en él a un número de actividades más
elevado que en ningún sitio, sino que además triunfaron, en todo su rigor,
notablemente pronto.» Los señores prohibieron las muelas de mano y en
los siglos x y xi las luchas fueron duras. No obstante, a finales de la edad
media pervivían muchos de esos viejos instrumentos manuales. La vuelta
a la lucha fue uno de los aspectos de la "reacción señorial" de los siglos x v ii
y xvm, con el apoyo de los «grandes cuerpos de justicia, ciudadela de los
privilegiados. Así por ejemplo, los Parlamentos de Dijon y de Rouen se
pronunciaron contra esas muelas de mano. El combate fue duro sobre
todo en Bretaña, donde los “moulinets" siguieron usándose todavía hasta
mucho después de la Revolución. Sin embargo, el papel económico de
esos restos era muy secundario. Verdaderamente, los monopolios jurisdic­
cionales, a costa de las rutinas ancestrales, habían asegurado el triunfo del
molino hidráulico». De forma comparable, en suma, a nuestras grandes
empresas, debido a la penuria de mano de obra, primero las explotaciones
señoriales se vieron imponer ese gran perfeccionamiento del utillaje hu­
mano; luego, con dureza, lo impusieron a su alrededor. Así pues, el pro­
greso técnico fue en ese caso hijo de una doble imposición. Aunque no
sólo en él, indudablemente (1935, pp. 538-561). Igualmente «Les "inven-
tions médiévales”», 1935, pp. 634-643.
Después de ese artículo, fue descubierto en Francia un molino hidráu­
lico de la época romana, a una decena de kilómetros de Arles; era una
verdadera molinería accionada por un acueducto, una fábrica de Estado
que se remontaba a las reformas de la anona bajo Diocleciano y Constan*
tino. Por otra parte, el molino de viento aparece por primera vez en Pro-
venza en los "estatutos de la República de Arles", promulgados por el
arzobispo hada 1162-1180 (F. Benoit, 1939, pp. 183-184).
Marc Bloch insistió varias veces en el hecho de que los monopolios
jurisdiccionales, lejos de ser una realidad primitiva, no se conocen en nin­
gún lugar antes del siglo x (1936, p. 319; La société féodale, I, pp. 383-
384). Los monopolios jurisdiccionales se extendieron mucho. En la enco­
mienda de Hospitalarios del Burgaud, en el Toulousain, por lo menos has­
ta 1375, se contó entre ellos una forja (1936, p. 491).

S ervidum bre y sociedades rurales (p, 234)


Las teorías de Marc Bloch sobre el origen y el carácter de la serví-
dumbre fueron largamente desarrolladas en su estudio «Liberté et servi-
tude personnelles au moyen age, partículiérement en France», aparecido
en el Anuario de Historia del Derecho Español, Madrid, 1933, que fue
objeto de una rña. de Ch.-Edmond Perrin, cuyos pasajes esenciales vienen
a continuación:
«Concebido como estado de sujeción personal y hereditaria, que tiene
como consecuencia el someter al homme de corps a la jurisdicción de su
señor, la servidumbre se caracteriza por tres impuestos: la capitación
(chevage), de escaso importe pero de percepción regular, el impuesto de
formariage y la luctuosa (mainmorte). Esta última se presenta en dos for­
mas diferentes: en los países de Imperio y en algunas regiones del norte
de Francia, el señor se reserva a la muerte de todo siervo una parte de su
sucesión, pero esa parte, tomada únicamente de sus bienes muebles, se
reduce, casi siempre, a una prenda de vestir, a un objeto del mobiliario
o a la mejor cabeza de ganado; en Francia, en cambio, el señor reivindica
su derecho de modo irregular, y, en principio, cuando el siervo no deja
herederos directos, se arroga entonces toda la sucesión. Para el siervo,
el hecho de salir de los límites del señorío no rompe el vínculo que lo
une a su señor; de todos modos, fácilmente se adivina qué multiplicidad
de obstáculos debían alzarse ante los señores de la edad media cuando
pretendían ejercer con respecto a sus "siervos foráneos" la plenitud de sus
derechos. Que se vieran llevados a tomar medidas para disminuir la emi­
gración de sus siervos, Bloch lo acepta gustoso, pero no piensa él, en
contra de la opinión corriente, que la adscripción a la gleba constituyera
una característica de la servidumbre, por lo menos en eí período antiguo
de la institución.»
Por lo que respecta al origen de la servidumbre, podría creerse que el
siervo medieval era descendiente del esclavo antiguo. Desde luego, hay
rasgos de semejanza, como la propia palabra de siervo, para designar al
“homtne de corps” (esclavo = servus), o la «sujeción de carácter heredi­
tario, que no puede borrarse más que por un acto de emancipación». Pero
las diferencias son profundas: el siervo disfruta de una condición jurídica
propia, puede poseer, ocupa su asiento en las audiencias del señorío, rea­
liza en beneficio de su señor eí servicio militar y, finalmente, punto ca­
pital, hay «deberes de ayuda mutua» que obligan al señor a proteger
al siervo; éste debe ayudarle con su persona y también con sus bienes,
pagando un derecho en dinero, la "talla", que, en su origen, no tiene
nada de servil. Bloch niega que la servidumbre derivara de la esclavitud
antigua, de la que pudiera ser una dulcificación, y da dos argumentos
principales: un «argumento de orden numérico [...] ciertos señoríos de
la región parisiense cuya población hacia finales del siglo x i i no incluía más
que siervos, contaban al principio del siglo ix con un número de serví
ínfimo»; por otra parte, en Francia, en el siglo xi, en las tierras del Sena
y el Loira medios, la existencia de cólliberú> quienes soportaban las cargas
serviles y acabaron por confundirse con los siervos. Esos coüiberti, des­
cendientes, de acuerdo con su nombre, de antiguos esclavos, «emancipa­
dos de la sumisión de tipo antiguo llamada esclavitud, cayeron en una
sumisión de nuevo tipo que es precisamente la servidumbre». Ésta se
inspiró en la emancipación cum obsequio del derecho franco. El ‘{lide,,
sigue sometido a su antiguo dominas; pago de una capitación, obligación
(so pena de multa) de contraer matrimonio entre los libertos dependientes
de un mismo amo y, desde el siglo xi, luctuosa, son los tres impuestos
que se convirtieron en «símbolo de toda sujeción personal de carácter here­
ditario». Los hombres libres que, en el siglo x, si situaron bajo la pro­
tección de una iglesia, bajo su mundium, se sometieron a ella. La inmu­
nidad, al hacer del señor, en lugar del Estado, único protector de ios
hombres del señorío, acentuó su dominación personal sobre ellos. Con el
desarrollo de la servidumbre esa concepción se precisó. Las complicadas
clasificaciones sociales del siglo x se simplificaron. Se «desembocó en una
distinción muy clara: por un lado, los individuos ligados a un protector
por un vínculo de sujeción hereditaria, que fueron los siervos; por otro,
aquellos para quienes ese vínculo conservaba un carácter vitalicio, que
fueron los vasallos», los colliberti y los libres que se situaron bajo el
mundium de un señor. «El carácter hereditario del vínculo que los unía
a su señor acabó por imponerse.» En el siglo xn, «los siervos constituyen
una clase social claramente configurada».
«Describiendo fenómenos sociales, Bloch no ha perdido nunca de vis­
ta su trasfondo económico [... ] ha mostrado con mucho ingenio que cier­
tas tentativas realizadas por los señores para aumentar sus beneficios y
reforzar su autoridad sobre los siervos, durante mucho tiempo, chocaron
con condiciones económicas desfavorables. Reservar las tierras disponibles
para sus bommes de corps, confiscar las tenencias de los siervos que se
habían ido, para contener la emigración servil, y restringir el derecho a
heredar únicamente a los hijos del siervo que vivían en comunidad, eran
prácticas que los señores tenían interés por introducir en la costumbre.
Pero mientras la mano de obra fuera escasa y las tierras disponibles abun­
dantes, tales prácticas no podían tener más resultado que acumular en
manos del señor las tenencias confiscadas o no transmitidas por herencia.
Fue sólo en el siglo xn cuando la abundancia de mano de obra, la escasez
de tierras por roturar y la posibilidad de vender los bienes inmobiliarios
rurales permitieron a los señores hacer valer sus exigencias; prácticas ape­
nas esbozadas en el siglo xi pudieron entonces arraigar fuertemente en la
costumbre» (1934, pp. 274-277). «De todas las formas de dependencia
del señorío, la más auténticamente feudal había sido la servidumbre. No
obstante, profundamente transformada, y convertida en algo mucho más
territorial que personal, en Francia pervivió hasta las vísperas de la Re­
volución. ¿Quién recordaba entonces que, entre los sujetos a la luctuosa,
había, con seguridad, algunos cuyos antepasados se habían "encomendado"
ellos mismos a un defensor?» (La société féodale, II, p. 253).
Sobre la servidumbre, igualmente, La société féodale, I, particular­
mente pp. 389-407, sergents, “maires” y caballeros-siervos, II, pp. 86-95.
Marc Bloch dio siempre una gran importancia numérica a la servidumbre,
hacia la que lentamente se deslizó «la masa de sujetos de los señoríos,
antiguos y recientes» (I, p. 401). En un «mapa de la libertad y la servi­
dumbre campesinas» en Francia, una gran mancha blanca, Normandía,
y algunas otras menos extensas, como el Forez, En lo demás, «una enorme
mayoría de siervos» y «una presencia dispersa de villanos libres», unas
veces mezclados con los siervos y otras agrupados en pueblos que hubieran
escapado a la servidumbre. Unos «conflictos de fuerza» o incluso el «puro
azar» determinaron la suerte tanto de unos como de otros. «En un régi­
men feudal perfecto, al igual que toda tierra habría sido un feudo o tenen-
cía villana, todo hombre se habría hecho vasallo o siervo. Pero es bueno
que los hechos estén ahí para recordárnoslo: una sociedad no es una figura
geométrica» (I, pp. 406-407). Sobre la servidumbre y las condiciones "per­
sonales" en la edad media, en rña. de A. Deléage (II, 1942, pp. 51-52).
Las estrechas relaciones entre las emancipaciones y las transformacio­
nes del señorío aparecen claramente en trece actas de emancipación otor­
gadas de 1380 a 1512 por los monjes del priorato de Notre-Dame de Novy,
en las tierras de Rethel, lejana dependencia de la abadía aquitana de la
Sauve-Majeure, actas publicadas por G. Robert en Notwelle Revue de
Champagne et de Brie, 1930. Las más antiguas manumisiones fueron con­
cedidas contra el pago de un recargo perpetuo del censo, «procedimiento
característico de un país pobre, en el que los campesinos apenas tenían di­
nero líquido». Luego, otro sistema; el liberto cedía un fragmento de su
tenencia, que recuperaba luego en arrendamiento. «Ahí se señalan dos te­
nencias comunes en la explotación señorial de esa época: la reacción cons­
ciente contra las rentas perpetuas y la importancia atribuida al dominio
de los prados» (1932, p. 420).
Servidumbre en Flandes (1937, pp. 301-304), en las posesiones de la
orden de Cluny (1936, p. 501), en la castellanía de Clamecy (Niévre) a
finales del siglo xiv y principios del xv, en que la luctuosa se traducía por
el pago de un simple impuesto (1932, p, 319), y en Berry (III, 1943,
pp. 109-110). «Si bien en Bretaña la palabra siervo casi no se conoció,
rigieron allí con seguridad condiciones jurídicas próximas a la servidum­
bre» (1933, p. 187). R. James, en Charles seigneurtales et priviléges ro-
yaux de l*lie de Ré, 1939, subraya la probable inexistencia de la servi­
dumbre en esa isla, inexistencia ya observada en el bajo Poitou, lo que
«merece toda la atención de los historiadores preocupados por elucidar
la estructura de las clases jurídicas en la edad media» (III, 1943, p. 106).
El "estatuto servil” en Provenza se ha descuidado hasta ahora casi por
entero. Servidumbre en Castellane en el siglo xiv, estudiada por R, Au-
benas, en Revue Historique du Droit, 1937 (1937, p. 454). En la abadía
de Saint-Gall se observa el «ascenso social de la clase de los ministeriales»,
de resultas, como en Francia, de los «poderes de mando ejercidos por los
administradores {maires) de pueblo» (1932, pp. 621-622).
En Leeuw, en Brabante, al oeste del bosque de Soignes, antiguo alodio
cedido hacía el año 800 a la iglesia de Colonia, se observa por los alrede­
dores del año mil, entre los hombres dependientes del señorío, la existencia
de «solivagi que, diferenciados de los poseedores de mansos serviles o li­
bres, eran, como los hagestolzen alemanes, hombres dependientes no pro­
vistos de tierras. Una vez más, una lectura atenta de los testimonios nos
recuerda que el antagonismo de los "labradores" (laboureurs) y los "traba­
jadores" (manouvriers), tan vivo en el siglo xvm , se remontaba, en sus
principios, a una lejanísima historia». P. Bonenfant, en Revue Belge de
Vhilosophie et d’Histoire, 1935 (1936, p. 489). Sociedad rural en Braban­
te en el siglo xiv; desacuerdo con las ideas y la terminología de L. Verriést
a ese respecto (1936, p. 490). Sobre la sociedad medieval en la región
de Reims, R. Debuisson, Éiude sur la condition des personnes et des ierres
d’aprés les coutumes de Reims du X IIC au X V Ie siécle, Reims, 1930.
Buena utilización de los textos impresos; datos abundantes y precisos,
pero no separa hechos pertenecientes a estadios sociales diferentes, con
diversos siglos de intervalo. Bibliografía de los trabajos de G. Robert
(1932, pp. 419-420). Mlle. G. Maiilart, «Les classes rurales dans la región
marnaise au moyen age (jusqu’en 1328)», en Mémoires de la Soc. des
he tires, des Sciences, des Arts ...d e Saint-Dizier, 1929. La conveniencia
del marco departamental es tanto más escasa cuanto que ya los grandes
señoríos de la época ignoraban las fronteras políticas (1931, p. 258).

E conom ía señ o r ia l . Se ñ o r ío s y tierras laicas

«A decir verdad, el aspecto jurídico de las instituciones, que es el más


fácilmente accesible a través de los documentos, parece haber sido el que
más ha atraído la atención de los investigadores. A la economía señorial se
atiende con mucho menos detenimiento, pero su estudio difícilmente puede
separarse del de la posesión de la tierra en general; es un hermoso tema,
de decisivo alcance para la comprensión de nuestras sociedades rurales,
y que demasiado a menudo, sin embargo, se ha visto sacrificado» (1933,
p. 475). «Por otra parte, la historia financiera de los señoríos puede pare­
cer una materia bastante ingrata; sin embargo, ¿acaso no da, en muchos
sentidos, la clave de la evolución del propio régimen señorial?» (1931,
p. 135). H. Pirenne, en el t. V III de la Histoire du moyen Age, en la His-
totre genérale de G. Glotz, reconstruyó el «resurgir de la vida urbana»
del siglo xi a mediados del xv. «Convendría, creo yo, conceder una aten­
ción más sostenida al problema que planteaba a los poseedores de los
principales señoríos la utilización de sus ingresos, y especialmente la salida
del excedente; sus repercusiones afectaron, no sólo a la historia interna
del organismo señorial, sino a la de la economía en su totalidad» (1935,
p. 80). La investigación de la «utilización de los excedentes» permitiría
«revisar, sin duda, llegando a la propia noción de la economía "dominical",
ciertas ideas más extendidas que exactas» (1936, p. 501). «Cuanto más se
estudie la historia de la economía señorial [...] mejor se reconocerá que
el problema de la salida de los productos pesó en toda ella.» El derecho
de banvin en Mulhouse en la edad media, estudiado por Moeder en Bull.
de la Soc. Industrielle de Mulhouse, 1928, fue para la ciudad un medio
de dar salida a los vinos que percibía a título de diezmos o de derechos
(1932, pp. 409-410). A propósito de los Études inédites de G. des Marez,
Bruselas, 1936, sobre la historia urbana: «¡Qué placer además ver disuelta
por fin la falaz equivalencia, demasiado tiempo mantenida, entre el régi­
men “dominical", en todas sus fases, y la economía cerrada!» (1938, p. 89).
Hay que recordar que en la edad medía, «aunque habitualmente cam­
pesino por su lugar de vida, el noble, sin embargo, no tenía nada de
agricultor. Echar mano de la azada o del arado habría sido para él un
signo de degradación [...] no parece que, ordinariamente, dirigiera el
cultivo de muy cerca. Los manuales del buen gobierno dominical, cuando
se escriban, estarán destinados, no al amo, sino a sus oficiales, y el tipo de
gentilhombre rural pertenece a una época totalmente distinta, tras la revo­
lución de las fortunas en el siglo xvi» [La société féodale, II, pp. 30-31,
e igualmente pp. 72-73). No obstante, hubo excepciones. La corresponden­
cia de la familia normanda de Estouteville, de 1460 a 1535, editada por
P. Le Cacheu, París, 1935 (Société d’Histoire de la Normandie), muestra
a los Estouteville hombres de guerra y grandes cazadores. «Pero son igual­
mente grandes propietarios campesinos, muy atentos, particularmente, a
sus huertos [...] La percepción de las rentas señoriales, que naturalmente
constituyen la mayor parte de su fortuna, no carece de dificultades. No
siempre es cómodo hacer pagar a los recaudadores. Hay que conceder
reintegros a los tenedores arruinados por los saqueos de las gentes de
guerra (n.° VI) y, sobre todo, hay que perseguir por la justicia a los paga­
dores recalcitrantes o que se hacen pasar por tales, y llevar contra los
campesinos la dura guerra judicial del común (n.° LXIV; cf. p. 74) [...]
En esas tierras acabadas de salir de las ansias de la guerra, la escasez de
la mano de obra levanta ante los explotadores un obstáculo más (n.° III):
imposible encontrar obreros para reparar el castillo mientras duren la cose­
cha, la siembra o la vendimia (se trata ahí del Bourbonnais). A partir
de 1517 es a una viuda, Jacqueline d’Estouteville, a quien corresponde,
contra viento y marea, llevar la dirección del importante patrimonio fami­
liar. Toda una mujer, afortunadamente, que realizó con valentía y dureza
esa pesada labor, hasta el punto de dar ella misma las órdenes para que
fuera cercado con alisos y sauces un prado que acababa de redondear una
compra reciente (n.° LUI). Concentración de las tierras y cercamientos
destinados a sustraer el prado ai dominio colectivo: el rasgo es doblemente
característico de una etapa de la evolución agraria» (1938, pp. 68-69),
«Sobre las grandes administraciones señoriales o nobiliarias, nuestros
conocimientos son hoy demasiado someros» (1939, p. 71). No obstante,
J, Reese Strayer, The administration of Normandy under saint Louist
Cambridge (Mass.), 1932, aporta precisiones, especialmente sobre el cre­
ciente lugar ocupado en el siglo x i i i por la venta de la madera, y también
sobre las tentativas por parte del Estado de utilizar en su provecho las
"relaciones feudales” {1934, p. 196). Hay, sobre todo, otro excelente volu­
men del mismo autor, Tbe royal domain in the bailliage of Rouen, Prin-
ceton, 1936, que arroja luz sobre los señoríos y los campos de san Luis.
Publica un estado del dominio real en la bailía de Rouen, elaborado en­
tre 1260 y 1265. Para dar una base exacta a las percepciones arrendadas,
con enumeración y valoración en dinero, el escribano ha dejado de lado las
no arrendadas (derechos sobre los feudos, justicia, madera, derechos sobre
las iglesias). Ese recuento da testimonio del valor del personal administra­
tivo: se tomó incluso el cuidado de hacer la agrimensura de la tierra. El
dominio real era muy extenso, de resultas de confiscaciones de señoríos
realizadas desde Felipe Augusto y aún bajo san Luis. El 40 % de los in­
gresos se obtenían de las ciudades, «No obstante, la riqueza de los re­
yes [...] seguía siendo territorial.» Se dispone ahí de informaciones pre­
cisas sobre la vida rural. Las reservas señoriales eran de mediana dimen­
sión, y había pocas corveas. Los inmuebles rurales arrendados lo estaban
por pequeñas unidades. Por esas posesiones rurales muy numerosas y dis­
persas, la administración quería dinero y no productos; de ahí el sistema
del arrendamiento con el cual el arrendador se encargaba de convertir en
numerario los productos recogidos. Así pues, en «la base, una economía
aún ampliamente "natural", y en la cúspide una economía "dinero". Ese
dualismo social, y también económico, había de pervivir hasta mucho
después del siglo xm ». Nada de "arrendadores profesionales”, por otra
parte, sino nobles, burgueses y clérigos, así como campesinos, lo que de­
muestra la activa circulación del dinero. Entre principios y mediados del
siglo x ii hay un «alza sensible y general de los precios» que lleva consigo
un aumento de los ingresos dominicales. Ese estudio da información tam­
bién sobre el cultivo del cereal, la técnica agrícola, las roturaciones, la
situación social de los roturadores y, finalmente, sobre la clase de los
“vavasseurs” normandos (1937, pp. 199-201).
Las Comptes de la ckátellenie et de la vicomté de Clamecy de 1375
a 1404, Clamecy, 1930, de L. Mirot, «permiten seguir de cerca la adminis­
tración de un señorío, en manos de una gran casa principesca (en ese caso,
los duques de Borgoña). Todos los ingresos permanentes son "vendidos”,
es decir, arrendados [...] Naturalmente, ciertos ingresos por esencia ines­
tables seguían recaudándose directamente, especialmente las "échoites”
serviles» (1932, p. 319). El estudio de R. Lacour, Le gouvernement de
Vapanage de Jean, duc de Berry, 1360-1416, París, 1934, se refiere sobre
todo a la historia administrativa y al personal de la hacienda que más tarde
había de servir a Carlos VII, "rey de Bourges”. Habría sido interesante
investigar de dónde salían los oficiales. «A esos prebostes, por ejemplo,
que arrendaban las percepciones ducales, ¿en qué medios los encontra­
ban?» (1938, pp, 184-185). Algunas indicaciones proporcionadas por J. de
Croy, «Notice historique sur les Archives de la Chambre des Comptes de
Blois», en Mémoires de la Société des Sciences et Lettres de Loir-et-Cher,
1936. Al igual que en Inglaterra, los funcionarios reales tomaban parte en
la gestión de las fortunas nobiliarias de mayor importancia, lo que mues­
tra una de las actividades de esos medios de "oficiales”, cuya historia, to­
davía por escribir, «tanto importaría para la comprensión de la antigua
sociedad francesa y, al mismo tiempo, de las antiguas prácticas de gobier­
no» (1939, pp. 71-72). Entre los oficiales de los grandes señoríos del si­
glo xiii, en Francia, igual que en Inglaterra, se emplearon muchos fun­
cionarios de la monarquía, como lo atestigua el cursus de un Beaumanoir,
por ejemplo. N. Denholm-Young, Seignorial administration in England,
Oxford, 1937, principalmente en el siglo xm (I, 1942, pp. 107-108).
«Cuando el duque de Borgona Felipe el Atrevido se hizo ceder por la
duquesa de Brabante, bajo la condición de comprarlos a los señores impli­
cados, diversos castillos y diversas tierras del Limbourg y de la región de
Outre-Meuse, uno de sus primeros cuidados —primero en 1389 y luego
en 1393— fue el de ordenar la realización de una encuesta referente al
estado de las posesiones así adquiridas y al alcance de los derechos que
podía arrogarse sobre ellas.» Ese texto da «testimonio de la mala gestión
de esos encargados, que, con palabras de un encuestador, habían "gober­
nado [muy] mezquinamente”. Se advierte ahí, a lo vivo, lo inestable que
era entonces el equilibrio de fortunas. En los señoríos muy pequeños toda­
vía podía pasar, pero eran los grandes complejos de derechos y de bienes
raíces los amenazados, sobre todo, por el peligro: en cuanto la vigilancia
se debilitaba y las escrituras dejaban de estar en orden, corrían el riesgo
de hacerse añicos». F. Quicke, «Une enquéte sur les droits et revenus du
duc de Limbourg, seigneur de Dalhem et des pays d'Outre-Meuse (1389-
1393)», en Bull. de la Commission Royale d'Histoire, 1932, (1935, p. 412).
El Cartulaire des comtes de la Marche et d*Angouléme, publicado por G.
Thomas, Angouléme, 1934 (Société Historique et Archéologique de la
Charente), publica 69 actas, de 1178 a 1290, varias de ellas sobre la vida
económica de Longjumeau, cerca de París, y algunas cartas de franquicia,
pero pocos de esos documentos se refieren a la «historia de la explotación
rural» (1936, p, 93). L.-J. Thomas dio curiosos estudios sobre la heredad
de Guillaume de Nogaret durante dos siglos, que muestran realmente las
vicisitudes de una fortuna señorial, en 1924 y 1928 (1932, p. 421).
En la isla de Re (donde el señorío de Ré propiamente dicho no cubría
más que una parte de la isla), en el mismo año que la gran carta de cos­
tumbres, «en 1289, la sustitución de todas las percepciones rústicas en
especie por un censo en dinero se sitúa dentro de una serie de transfor-
las masivamente». R. James, Chartes seigneuriales et priviléges royaux de
Vile ¿le Ré, 1939 (III, 1943, p. 106). Los archivos conservados de un seño­
río de Picardía tomado por el duque de Borgoña en 1474, y en particular
un registro de 1444-1445, han permitido a R. Dubois y B. H. Weerenbeck
dar a conocer las Comptes de la seigneurie de Lucheux} Lille, 1935, obra
de vivo interés (1938, p. 182).
De esas administraciones señoriales emanan desde el siglo x iii docu­
mentos con gran conocimiento y minuciosidad. Dos de ellos, excepcionales,
se adornan con imágenes de la vida rústica: el Rentier de Audenarde (en­
tre 1275 y 1291) y el " Terrier VÉvéque” (1275), de la catedral de Cam-
brai (en los Archives du Nord), ilustrado con numerosos dibujos colorea­
dos que representaban el objeto que gravaba los derechos: gavillas, vive­
ros, molinos, carretas, tabernas, etc. H. Laurent, en Bull. de la Commission
Royale d’Histoire, Bruselas, 1939 (L. Febvre, 1940, p. 279).

Posesiones rurales y burguesía urbana


Es importante señalar «el empleo por parte del naciente capitalismo
de los instrumentos de explotación que le proporcionaba el antiguo régi­
men señorial» (1936, p. 468). Tempranamente, los señoríos y bienes raíces
rurales empezaron a caer en manos de la burguesía. A propósito del pa­
tricio y rentista de Douais Jean de France (finales del siglo x iii ), poseedor
de rentas inmobiliarias, estudiado por G. Espinas, Marc Bloch señala la
«solidaridad necesaria entre los documentos rurales y los urbanos, dema­
siado a menudo dejados de lado por los historiadores» (1936, p. 468). El
testamento de un burgués de Líeja, Simón Stourmis (8 de junio de 1281),
lo muestra en posesión de inmuebles rurales y de rentas rústicas. Publica­
do por Yans, en Bull. de la Commission Royale d’Histoire, 1937 (1939,
p, 217). Cerca de Troyes, el señorío de Saint-Pouange (Aube) «se abur­
guesa» desde el siglo xiv (1936, p. 593). Alrededor de Toulouse, desde los
siglos x ii -x iii , el "feudo", es decir, la tenencia en general, incluso acensua­
da o en aparcería, fue utilizado por la burguesía comercial para la inver­
sión de sus capitales. En las nuevas infeudaciones, hacia finales del si­
glo x iii , los censos fueron brusca y acusadamente elevados, por influencia
de las variaciones monetarias (1936, p. 489).

S e ño río s y tierras eclesiásticas

Marc Bloch recuerda que sus «ricos archivos y unos textos narrativos
ríf» r-iro íin rm lttn r! v <1 m f'rm H r» C A m rp n iIp n t^ m p n tp nii<a I/* r*r<m
abadía alemánica de Saint-Gall sea un tema de estudio verdaderamente
privilegiado y, para la comprensión de la sociedad medieval en todos sus
aspectos, una fuente de informaciones y reflexiones casi inagotables».
Obras referentes a ella (1932, p. 621). Posesiones de los monasterios
merovingios (1936, p. 502).
Para la orden de Cluny, se dispone ahora de la importante obra de
G, de Valous, Le monachisme clunisien des origines au X V e siécle: vic
intérieure des monastéres et organisation de Vordre, Ligugé y París, 1935,
3 vols. (Archives de la France Monastique, tomos XXXIX, XL y XLI).
Los dos primeros volúmenes dan un cuadro de las instituciones cluniacen-
ses de «una riqueza y una precisión hasta ahora inigualadas», con una lista
de los centros de la orden. El tercero, sobre el patrimonio y la situación
financiera de esos centros, «chocaba, desde el principio, con una grave
dificultad. Una explotación agrícola se ve siempre muy condicionada por el
medio geográfico y humano. Pero la fortuna territorial de la orden, además
de ser inmensa, estaba dispersa, y el estudio del patrimonio cluniacense,
incluso restringido casi exclusivamente, tal como lo ha concebido. De Va-
lous, a las provincias francesas, obliga a confrontar datos tomados de sis­
temas de economía rural a menudo opuestos [...]» . Observaciones «por
otra parte infinitamente valiosas, y [...] el autor se ha esforzado constan­
temente por hacer justicia a los contrastes regionales. Por no destacar
más que un rasgo entre muchos otros, tiene él, creo yo, toda la razón
en negarse a ver en el empleo de dos animales de labranza diferentes —en
un lugar el caballo, y en otro el buey— una de las características que
pudieran distinguir entre sí a los regímenes agrarios "del norte" y "del
mediodía" (que siguiendo a Dion él llama "gran cultivo" y "pequeño
cultivo”). La realidad no es tan simple. Ütiles observaciones, igualmente,
sobre las particularidades de los métodos aplicados por los centros reli­
giosos pequeños; éstos mantuvieron mucho más que los otros grandes el
apego a la explotación directa. La misma antítesis se marcaba probable­
mente entre los diversos tipos de señoríos laicos [...] se han silenciado
los problemas que planteaba la utilización de los excedentes» (1936, pá­
ginas 499-501). Respecto a la orden cisterciense, publica los estatutos
promulgados en sus reuniones anuales por los capítulos generales de la
orden de 1116 a 1786 el P, Joseph-Marie Canivez, vol. 2, 1221-1261, Lo-
vaina, 1934 (1936, p. 501), vol. 3, 1262-1400, 1935. «Con un interés ca­
pital para la historia del hábitat, se señala varias veces el arrendamiento de
las granjas a laicos (por ejemplo, p. 486, c. 33; y p. 488, c. 40)» (1938,
pp. 163-164). Imposible olvidar el «contraste, tan destacado, [...] entre
la economía benedictina propiamente dicha y la economía cisterciense, e
incluso entre los emplazamientos de los monasterios de las dos fami­
lias [...]» (1931, pp. 134-135). Añádase, sobre la fortuna rústica eclesiás-
tica, G. Le Bras, «La géographie religieuse», en Amales, VII, 1945, espe­
cialmente pp. 99-100, con bibliografía. Hay que subrayar que «esás,.gran­
des comunidades eclesiásticas, en la edad media, ignoraban deliberadamei}.-
te la regla de la unidad de presupuestos; cada "oficio” tenía sus propios-
recursos y gastos, como, en Saint-Denis, el oficio del tesorero estu­
diado por L. Bigard en Revue Mabillon, 1928 y 1929 (1931, p. 135).
Entre las recopilaciones de documentos que se refieren especialmente
a las fortunas rústicas eclesiásticas y, por consiguiente, a la historia rural:
R. Poupardin, A. Vidier, L. Levillain, Recueil des charles de Vabbaye de
Saint-Germain-des-Prés des origines au début du X IIIe siécle, 2 vols.,
1909-1930 (Société de THistoire de París et de l’íle-de-France), muy valio­
so para la historia de las instituciones señoriales (1939, p. 259); Mlle. G.
Lebel, Catalogue des actes de Vabbaye de Saint-Denis relatifs a la province
ecclesiaslique de Sens... (1937, pp. 80-85); documentos del priorato de
Lucheux, en la diócesis de Arras, referentes a la abadía de Molesme y al
vecino prebostazgo de Gros-Tison, dependiente de los premonstratenses
de Furnes, publicados por R. Dubois en las Mémoires de la Société des
Antiquaires de Picardie, 1937, fundaciones modestas pero cuyos documen­
tos constituyen un material muy instructivo sobre la vida rural (III, 1943,
p. 115); P. Le Cacheux, Charles du prieuré de Longueville de Vordre de
Cluny au diocése de Rouen, antérieures a 1204, 1934 (1938, pp. 165-166);
Bnquéte de 1133 sur les f'tefs de Vévéché de Bayeux, cuidadosamente edi­
tada por el comandante H. Navel, Société des antiquaires de Normandie,
Caen, 1935 (1940, p. 80); E. Raison y M. Garaud, Vabbaye d’Absie-en-
Gátine, Poitiers, 1936, colocada en 1120 bajo la regla del Císter (1936,
p, 605); Dom P. de Montsabert, Charles de Vabbaye de Nouaillé de 678
a 1200, Poitiers, 1936 (Archives Hístoriques du Poitou, XLIX, 1), donde
las menciones de roturaciones y de construcción de burgos nuevos en
Poítou aparecen en la segunda mitad del siglo xi (1940, p. 77); A. Huchet,
Le chartrier de Vontmorigny, Bourges, 1936, estudio de esa abadía cister-
ciense del Berry y catálogo de sus documentos de 1135 a 1300 (1940, pá­
ginas 77-78); P. Lefrancq, Le cartulaire de Saint-Cybard..., abadía de
Angouléme, Angouléme, 1931 (Société Archéologique et Historique de la
Charente), documentos de 1171 a 1218 (1932, p. 231); A. Deléage, Re-
cueil des actes du prieuré de Saint-Symphorien d'Autun de 696 d 1300,
Autun, 1936 (II, 1942, p. 47); el "gran cartulario” de Saint-Julien de
Brioude, formado a finales del siglo xi y perdido desde la Revolución, ha
sido reconstruido por Mme, A.-M. y M. Baudot, Mémoires de VAcadémie
des Sciences, Belles-Lettres et Arts de Clermont-Ferrand, 1935, y esos
documentos de Auvergne son más interesantes aún por cuanto se trata
de una región «cuya estructura rural y señorial se ha estudiado hasta
ahora de forma muy incompleta» (1936, pp. 603-604).
Algunas obras referentes a esas fortunas rústicas eclesiásticas: Mlle. G.
Lebel, Histoire administrative, économíque et financiare de l’abbaye de
Saint-Denis, étudiée spécialement dans la province ecclésiastique de Sens}
de 1151 a 1346, 1935 (1937, pp. 80-85); R. Louis y Ch. Porée, Le dó­
mame de Régennes á Appoigny: histoire d’une seigneurie des évéques
d’Auxerre du Va siécle á la Révolution, 1939 (1941, p. 182); N. Didíer,
«Étude sur le patriraoine de l’église cathédrale de Grenoble du x® au mi-
lieu du x i i c siécle», en Annales de VUniversité de Grenoble, 1936, mues­
tra el esfuerzo de reconstrucción del obispo san Hugo, de 1080 a 1132
(1940, pp. 76-77); G. Ducos, Sainte-Croix de Volvestre et son monastére.,.
(1117-1789), Toulouse-París, 1937, dependencia de Fontevrault, informa­
ciones sobre el bosque y los derechos señoriales (1940, p. 80). En el Bur-
gaud, en el Toulousain, los Hospitalarios poseían una encomienda que
reunía derechos eclesiásticos, la alta justicia, una pequeña reserva y, final­
mente, la posesión de tierras acensuadas y pequeños feudos. Expresaron
la pretensión, contraria al derecho común, de hacer pagar «los derechos de
transmisión de herencia sobre las tenencias campesinas no solamente a la
muerte del tenedor, sino también a la del señor (representado allí al mis­
mo tiempo por el gran maestre y por el prior de Toulouse), lo que aumen­
taba todavía más el número de pagos»; tuvieron que renunciar a ella
en 1360. La tierra era pobre y el único cereal era la avena, pero estaba
el recurso de la viña y el bosque. Ch. Higounet, «Le régime seigneurial et
la vie rurale dans la commanderie du Burgaud», en Annales du Midi, 1934
(1936, p. 491). El señorío de Allauch, del capítulo de Marsella, ha sido
estudiado, desde los orígenes hasta 1595, por el abad P. Espeut, Marsella,
1932 (1933, pp. 471, 473, 474). Utilizando el marco departamental, que
no gusta demasiado a Marc Bloch, un preciso trabajo de J. A. Durbec
sobre los Templarios en los Alpes Marítimos, aparecido en Nice Histo-
rique, 1937-1938, da la imagen de un «tipo particular de fortuna señorial»
(1941, p. 184).
«En la época en que casi todo el Occidente estaba bajo la dominación
franca, las iglesias favorecidas por los reyes y los grandes habían recibido
en donativo tierras dispersas por toda esa inmensa extensión, a veces a
una distancia muy grande de la sede central. Tras la disolución del imperio
carolingio, la administración de esas posesiones, demasiado alejadas y situa­
das, además, dentro del radio de acción de poderes sobre los que ni el
obispo ni los religiosos tenían ningún dominio, se hizo particularmente
difícil. Algunas se perdieron, sin compensación. Otras fueron cedidas en
feudo. Muchas, finalmente, tuvieron poco a poco que ser liquidadas, me­
diante venta o intercambio. Merecería la pena intentar el estudio de esa
concentración de la propiedad eclesiástica, sobre la que Suger ha escrito ya
algunas inteligentes líneas (De rebus in administratione sua gestis). Arro­
jaría una luz curiosa, no sólo sobre la historia de las comunicaciones, sino
también sobre la estructura de los Estados y las vicisitudes del concepto
de frontera. Porque parece realmente que la enajenación, en muchos casos,
intervino bastante tarde; más que el período de universal anarquía política
inmediatamente posterior al hundimiento del poder carolingio, fue la era
de reconstitución de los Estados lo que, al crear verdaderamente la noción
de extranjero, pareció desaconsejar todo esfuerzo por conservar esos do­
minios del exterior.» Un ejemplo: las posesiones renanas detentadas du­
rante largo tiempo por la iglesia y unos monasterios de Verdún. «Allí, por
otra parte, la explotación directa dio paso a la infeudación tempranamen­
te.» P. E. Hubinger, Die weltlicben Beziehungen der Kirche von Verdun
zu den Rbewlanden, Bonn, 1935 (1940, pp. 74-75).

Comparaciones con la historia rural inglesa


La historia agraria de Inglaterra permite muy instructivas comparacio­
nes. Se dispone ahora del excelente libro de H. S. Bennet, Life of tbe
Englisb manor: a study of peasant conditions, 1150-1400, Cambridge, 1937
(1938, pp. 147-151). N. S. B. Gras y Mrs. E. C. Gras, en Tbe economic
and social htstory of an English village (Crawley, H a m p s h i r e Cam­
bridge (Mass.), 1930 (Harvard Economic Studies, XXXIV), estudian un
señorío eclesiástico, del obispo de Winchester. Durante mucho tiempo, la
organización señorial siguió siendo del tipo corriente en la Europa del
oeste y del centro: tenencias y dominio cultivados sobre todo con ayuda
de las corveas de los tenedores. «Como en casi toda Inglaterra, ese sistema
se mantuvo hasta pleno siglo x i i , mientras que en otras partes — especial­
mente en Francia— había experimentado ya fuertes modificaciones [...]
No obstante, a partir del siglo xiv los campesinos empezaron a redimir las
corveas mediante pagos. El movimiento afectó primero a las debidas todo
el año varias veces por semana. Mucho más tiempo persistió el señor en
exigir las jornadas de trabajo que [...] se aplicaban a las principales faenas
agrícolas: labranza, acarreos de abonos, esquila de los corderos, etc. [...]
El contraste es general y se encuentra también en Francia. Una mano de
obra regularmente asalariada podía sustituir las corveas de semana, pero
cuando llegaban los momentos en que toda explotación importante requie­
re un complemento excepcional de fuerzas humanas —esos períodos punta
del ritmo estacional que en nuestros días llevan al empleo de tantos obre­
ros temporales— era conveniente poder recurrir al concurso, gratuito, de
la población circundante.» Es ya a partir del siglo xvi cuando Crawley
cuenta a muchos braceros empleados por otros, pues los progresos de la
economía de intercambio y los primeros cercamientos provocan la crisis
de la pequeña explotación, la venta de las tierras correspondientes a ella
en provecho de los más poderosos y la constitución de un proletariado
agrícola frente a la clase poco numerosa de los campesinos acomodados,
los yeomen, cuya "edad de oro” empieza entonces (1933, pp. 471, 476).
The Estates of Crowland Abbey: a study in memorial organisation, de Miss
Fr. M. Page, Cambridge, 1934, revela gran número de hechos característi­
cos de la historia rural inglesa. Así, «entre la tierra señorial y el pueblo,
ninguna coincidencia regular; el término de tierras se encuentra casi
siempre dividido entre diversos solares señoriales. Es, en toda Europa, casi
lo normal. No por ello, sin embargo, plantea menos problemas. Si bien,
a ese respecto, el señorío inglés no se diferencia mucho de los organismos
continentales del mismo tipo, por muchos rasgos sí se separa de ellos. Es,
especialmente, por una estructura administrativa y judicial notablemente
fuerte». En particular, los lords de los manors ingleses pudieron establecer
«un régimen de adscripción a la tierra que la contextura del Estado, mu­
cho más laxa, impidió durante mucho tiempo a sus vecinos de Francia».
En la segunda mitad del siglo xiv la institución señorial está en decaden­
cia; los lazos entre el villano y su tenencia se aflojan, «En esa "disolución"
final del manor Miss Page tiende a atribuir una influencia considerable a
las grandes epidemias [...] tuvieron por resultado, durante largos anos,
una especie de anarquía interna [...] La peste no habría producido más
que una corta y violenta sangría; fue la emigración que la siguió lo que
llevó consigo una despoblación más duradera, cuyos resultados fueron,
primero, reuniones de explotaciones en manos de algunos tenedores, y
luego incrementos notables de las propias reservas señoriales. ¿Es lo ade­
cuado, sin embargo, hablar solamente de "mortalidades", no se trata de
una crisis más profunda y más general, sensible en el mismo momento en
toda Europa?» Los grupos de herederos que, en el condado de Cambridge,
aun repartiéndose desigualmente la tenencia paterna, no contaban a ojos
del señor más que como un único tenedor, no tenían nada de excepcional,
y eran análogos a las comunidades familiares del continente. Marc Bloch,
a ese respecto, insiste una vez más en la necesidad de la historia compa­
rada (1935, pp. 322-323). Añádase G. C. Homans, English villagers of the
thirteenth century, Cambridge, 1942.
Capítulo 4

LAS TRANSFORMACIONES DEL SEÑORÍO


Y DE LA PROPIEDAD
DESDE EL FINAL DE LA EDAD MEDIA
HASTA LA REVOLUCIÓN FRANCESA

1. T r a n sf o r m a c io n e s ju r íd ic a s d e l s e ñ o r ío ;
EL FUTURO DE LA SERVIDUMBRE

Es con una crisis de las rentas señoriales como termina la edad


media y se inician los tiempos modernos.
No es que el viejo armazón experimentara entonces un trastor­
no total. Sobre sus tenedores — a quienes se empieza a llamar sus
«vasallos», por una confusión característica del oscurecimiento de
las viejas nociones de los vínculos personales, y utilizando una pa­
labra antes reservada a un vínculo de dependencia totalmente dis­
tinto— y sobre sus tenencias, en lo esencial, los derechos del se­
ñor son bajo Francisco I e incluso bajo Luis X V I, en la mayor parte
de sus aplicaciones, los mismos que bajo san Luís. Hay, sin embargo,
dos excepciones, que son de peso: la decadencia de las justicias se­
ñoriales y la desaparición, casi siempre, o, donde subsiste, la trans­
formación profunda de la servidumbre.
Las jurisdicciones señoriales no están muertas. Sólo la Revolución
las matará. Muchos asuntos se tratan todavía en ellas. Pero son
mucho menos lucrativas y mucho menos poderosas que en el pasado.
Un regía de derecho que desde el siglo xvi se admite universalmente
y se aplica casi siempre impide al señor juzgar en persona. De todos
modos, la creciente complicación del sistema jurídico le habría hecho
difícil la tarea. A partir de entonces tiene que nombrar a un juez
profesional, y tiene por lo tanto que pagarle, y eso no como se ha­
bría hecho en otro tiempo, mediante la atribución de un «feudo»
(los usos económicos han dejado de ser favorables a ese modo de
retribución), sino en dinero contante. Indudablemente, al igual que
las disposiciones reales que exigen de ese magistrado ciertas ga­
rantías técnicas, las que reclaman para el un sueldo adecuado no
son observadas con regularidad; las «especies» que le entregan los
justiciables, en muchas tierras, constituyen lo más sustancioso de
sus beneficios. Pero no deja de ser cierto que para el señor la
carga es a menudo bastante pesada. Se añaden otros gastos y a me­
nudo todos ellos superan en conjunto los beneficios, hasta el punto
de que a veces se teme juzgar demasiado. «El producto de las multas,
bienes mostrencos y confiscaciones», escribe en el siglo xvii un no­
ble borgoñón, «no basta para pagar los honorarios de los oficiales de
justicia». Y en 1781 el intendente del ducado de Mayenne, en un
informe a sus amos, escribe: «La miseria [...] nos ocasiona muchos
procedimientos criminales. He recortado todo lo que he podido ha­
ciendo huir a dos o tres malos elementos que detenían a los viajeros
casi a fuerza descubierta».1
Pasa sobre todo que los tribunales de Estado — bien de los gran­
des principados, bien de la monarquía, y desde el siglo xvi casi úni­
camente los de ésta ■ — son para las justicias señoriales una terrible
competencia. Les han arrebatado gran número de sus causas. Muchas
otras las acaparan, por «prevención», ganando en rapidez al funcio­
nario local. Finalmente, reciben a partir de entonces los recursos
de todas. De ahí que, para el administrador tanto de la alta como de
la baja justicia, se deriven muchas molestias y gastos — pues, según
un viejo principio que hasta el siglo x v ii mantiene toda su fuerza,
es contra el juez de primera instancia y no contra el litigante ganador
contra quien el recurrente se dirige directamente— , y, peor aún, una
sensible pérdida de poder y de prestigio. Había sido imponiendo a
sus hombres su autoridad judicial como en los siglos x y xi los seño­
res habían desarrollado sus facultades de mando y habían hecho
crecer sus ingresos. El arma no se le ha escapado totalmente, puesto
que en materia de policía rural, de la que tantos intereses depen­
den, suelen tener todavía la última palabra; sin embargo, está con-

1. J. De la Monneraye, en Nouvelle Revue Hxstorique de Droit, 1921,


p. 198.
síderablemente debilitada. ¿No iba a verse amenazado el propio
régimen señorial? Ya veremos cómo, gracias a la actitud de los tri­
bunales públicos, se evitó el peligro. Pero ese juez cuyas sentencias
corren cada vez el riesgo de quedar invalidadas, si bien mantiene y
a veces refuerza sus derechos útiles, es menos jefe que nunca.

La misma transformación de la estructura social que se expresa


por la acción creciente del Estado y de sus tribunales vuelve a en­
contrarse en la raíz de las vicisitudes por las que pasa la servidum­
bre. De la sociedad del siglo xi se daría una imagen bastante exacta
representándola construida esencialmente según líneas verticales; se
fragmentaba en infinidad de grupos reunidos alrededor de unos
jefes, que dependían a su vez de otros jefes, formando grupos de
siervos o de tenedores, o «mesnadas» (mesnies) de vasallos. A partir
de mediados del siglo xn aproximadamente, por el contrario, la
masa humana tiende a organizarse por estratos horizontales. Grandes
unidades administrativas — principados, Estado monárquico— en­
globan y abogan a los pequeños señoríos. Se constituyen con fuerza
unas clases jerárquicas, principalmente la nobleza. El municipio -—so­
bre todo urbano, pero extendido a veces a colectividades puramente
rurales— se da por base esa institución, revolucionaría si las hay,
del juramento de ayuda mutua entre iguales, que sustituye al viejo
juramento de obediencia, prestado de inferior a superior. En todas
partes, además, el sentido de los vínculos de dependencia de hombre
a hombre va debilitándose. Ahora bien la servidumbre, tal como se
había conformado con los restos de la esclavitud, del colonato y
de la emancipación condicional, así como con la entrada voluntaria
o pretendidamente voluntaria en ella de muchos campesinos antigua­
mente libres, era, por su naturaleza profunda, uno de los elementos
de ese sistema de sujeción y de protección basado en intercambios
de arriba abajo del escalonamiento social. A decir verdad, no era
sólo eso. Siempre el siervo había sido considerado de una casta infe­
rior. Pero ése no era, antiguamente, más que uno de los aspectos de
su condición. A partir del siglo x m , por el contrario, de acuerdo
con el movimiento general de la evolución, al mismo tiempo que
hacia fuera la «servaille» queda limitada cada vez más rigurosamente
— especialmente al plantear la jurisprudencia como principio, a par­
tir de entonces, que las dos condiciones de siervo y de caballero
son incompatibles— , es el carácter de clase lo que predomina, deci­
didamente, en la idea que la opinión común se forma de esa condición.
Por otra parte, precisamente porque la idea del vínculo «de carne
y hueso» se oscurece y se pierde, a partir de entonces la servidumbre
va a tender a fijarse menos en la persona que en la tierra. No ya sólo
el nacimiento, sino también la posesión de ciertas tenencias y la resi­
dencia en ciertas tierras harán de un campesino un siervo. Es más, a
ese siervo de la tierra gustará de considerársele «adscrito» a la tie­
rra. No sería demasiado exacto decir que no puede abandonarla en
modo alguno, pero si se va sin permiso del amo pierde su tenencia.
Respecto a eso último, el movimiento se ha visto ayudado por la in­
fluencia de doctrinas doctas. Cuando, a partir de los siglos x i i y
x iii , los juristas adoptaron la tradición del derecho romano, se preo­
cuparon por encontrar en esos venerados textos, fuente de toda cien­
cia, precedentes de las instituciones sociales de su tiempo, y en espe­
cial de la servidumbre. [Ardua empresa! ¿Había institución más es­
pecíficamente medieval que la servidumbre? Siervo, servus : el pa­
rentesco de las palabras invitaba a la comparación con la esclavitud
antigua. Pero el abismo entre las dos condiciones era demasiado
visible; a pesar de algunas excepciones individuales, nuestros juris­
tas franceses tuvieron la sensatez de no forzar demasiado esa analo­
gía, de la que en cambio, en los siglos siguientes, para mayor per­
juicio de los Leibeigenen de su tierra, tanto partido habían de sacar
los hombres de leyes de la Alemania oriental. En contraste, el co­
lonato, que era distinto de la esclavitud pero suponía la sumisión a
un señor, les pareció que permitía una asimilación menos arbitraria.
Indudablemente, si tuvieron la idea de insistir sobre ella, fue porque
la servidumbre de su tiempo, por su carácter más real que personal,
en cierta medida, se había aproximado ya a aquella condición del
colonato que había tenido como rasgo fundamental el vínculo del
hombre con la tierra. Pero, a su vez, la expresión jurídica que die­
ron a esa naciente semejanza no hizo más que acentuarla. Los propios
términos que gustan de emplear a partir de entonces los notarios o
los teóricos para designar al nuevo modelo de siervo, «ascripíus
glebae», o, con más fuerza aún, «siervo de la gleba» — combinación
de palabras cuyo contraste con el «homme de corps» de antes es
verdaderamente pasmoso— , estaban tomados del vocabulario del que
habían hecho uso al principio los romanistas de la edad media para
describir el colonato. No exageremos, sin embargo, la importancia
de esa influencia doctrinal. Sí, como antes, la tierra hubiera sido mu­
cho más abundante que la mano de obra, ios esfuerzos de los seño­
res por retener a sus siervos, con la amenaza de confiscar su «gleba»,
sin duda habrían sido bastante vanos. Sin las grandes roturaciones,
la regla de la «adscripción» no habría sido más que una vacía
fórmula.
Los viejos censos e incapacidades característicos de la condición
servil pervivían en su mayoría, sobre todo la luctuosa ( mainmorte ) y
el formariage. Pero junto a ellos surgió una nueva idea que, con el
acento puesto en la inferioridad de clase y la naturaleza real del
vínculo, iba a constituir uno de los criterios de la nueva servidum­
bre. Las cargas llamadas «arbitrarias», las que no habían sido fija­
das ni por un acuerdo escrito ni por una costumbre sólidamente
establecida y que el señor exigía a voluntad suya, muy generalmente,
pasaron a ser un signo de servidumbre; así ocurría con la talla «a vo­
luntad», que era en su origen la forma casi universal de esa contri­
bución pero que, desde las regularizaciones, se había convertido casi
en la excepción. Desde luego, todos los siervos no están sujetos a
tallas «a merced», y menos aún a corveas del mismo tipo; pero es­
tarlo a unas o a otras, ahora, representa por ello mismo el riesgo
de verse considerado siervo. Ya en la época carolingia, trabajar
«cuando se recibe la orden de hacerlo» era ordinariamente cosa de
los servi} que entonces eran verdaderos esclavos. Quizá perviviera en
las consciencias, más o menos oscuramente, la idea que hay algo
contrarío a la libertad en el verse así sometido a la voluntad de un
amo. El carácter anormal de semejante obligación, y sin duda tam­
bién la analogía entre el siervo y el servus romano, que, a pesar de
todo, no podía dejar de tener algún efecto en las mentes, contribuye­
ron a hacer revivir esa concepción.
Tales eran, sin perjuicio de multitud de matices locales con los
que no querría recargar esto, los grandes rasgos de la condición ser­
vil al final de la edad media; así permanecieron hasta el momento
en que no hubo ya más siervos, es decir, hasta la Revolución. Pero
esa condición fue comprendiendo a un número de hombres cada
vez menos elevado.
El gran movimiento de desaparición de la servidumbre comenzó
en el siglo x iii; prosiguió hasta mediados del xvi. Probablemente,
en cada lugar, las obligaciones características de la servidumbre de­
saparecieron por simple caída en desuso. Por regla general, no obstan­
te, fue mediante actos expresos, mediante «manamisiones» debida­
mente selladas, como los siervos, unas veces uno por uno o por fa­
milias y otras por pueblos enteros, recibieron su libertad. Ésta, más
que dársela, se les vendía. Desde luego, la emancipación pasaba por
ser un gesto piadoso, una «grant aumosne» (una gran limosna), como
decía Beaumanoir, una de esas obras que, el día del Juicio, habían
de inclinar hacia el paraíso la balanza del Arcángel. En los preámbu­
los de los documentos se gustaba de recordar, de forma más o me­
nos elocuente o prolija, esas grandes verdades; se hacía referencia
a las enseñanzas del Evangelio o, sí el notario prefería inspirarse
en los Códigos más que en el Libro Sagrado, a las bellezas de la
«libertad natural». Las conveniencias exigían que se rindiera ese
homenaje a las enseñanzas de la moral, y sin duda más de una vez,
bajo esas ampulosas palabras, se escondió un sentimiento sincero y
como un ingenuo cálculo; después de todo, el beneficio que puede
obtenerse en este bajo mundo de una buena acción no excluye la
esperanza de una recompensa más alta. Ahora bien, ¿podía la clase
señorial quedarse toda ella sin nada, por pura caridad? En realidad,
salvo raras excepciones, debidas al agradecimiento o a la amistad, las
manumisiones eran verdaderos contratos cuyas cláusulas, a veces,
eran largamente debatidas y duramente discutidas. ¿Queremos en­
tender por qué fueron concedidas en tan gran número?: debemos
preguntarnos qué provecho esperaban de ellas las dos partes.
El señor renunciaba sin duda a sus derechos, lucrativos pero de
percepción regular e incómoda. A cambio, casi siempre, obtenía una
cantidad de dinero, cobrada de una vez, que le sacaba de uno de
esos apuros financieros que eran mal habitual de las fortunas nobi­
liarias y rústicas, o bien le permitía un gasto suntuario deseado du­
rante largo tiempo, o bien también daba paso a un nuevo empleo
ventajoso. ¡Cuáles no habían de ser los elementos diversos en que
la prodigiosa alquimia de las corrientes monetarias transformara los
«dineros de las libertades»! A veces éstos iban a parar directamente
a los cofres del rey, pues ocurría que, para satisfacer al recaudador
de impuestos, un señor metido en dificultades de dinero no tuviera
más remedio que liberar a algunos siervos. Otras veces eran para
saldar una deuda inoportuna con el banquero florentino, y otras
iban a engrosar los caudales de un enemigo afortunado; después de
Poitiers, más de un caballero o escudero no se libró de las garras
de los ingleses más que pidiendo los escudos del rescate a la venta
de las franquicias. En otros lugares, aquellos dineros se convertían
en piedras de iglesia: en el monasterio de Saint-Germain-des-Prés,
la capilla de la Virgen, una de las joyas del París de san Luis, acabó
de levantarse con el precio de las manumisiones concedidas por el
abad. Más a menudo se convertían en cómodas posesiones rústicas:
campos, prados o viñas, censos y diezmos, prensas, casas o molinos
comprados, construidos o reparados gracias a las monedas reunidas,
sueldo a sueldo, en los calcetines de los campesinos, y soltadas final­
mente un día en que la servidumbre babía parecido demasiado dura.2
Otras veces el «manumisor» hacía que se le reconociera una renta
periódica y fija, que se añadía a los antiguos censos sobre las tenen­
cias y sustituía con ventaja las cargas serviles, de tan caprichoso ren­
dimiento. Más tardíamente, la retribución se hizo a veces con tierras:
el pueblo liberado entregaba al señor una parte del común. Esas ce­
siones, que aún hoy pesan en la vida de más de una comunidad
rural, fueron particularmente frecuentes en la Borgoña del siglo xvr,
y en el vecino Condado en el siglo siguiente.3 Es que el campesino
borgoñón o del Franco Condado, arruinado por las guerras, era en­
tonces muy pobre, y los señores, por otra parte, empezaban a tomar
gusto a hacer reunión de las parcelas. Pero, para conquistar su li­
bertad, el campesino no abandonó casi nunca toda su tenencia, ní
parte de ella. Muy al contrarío, al renunciar a la luctuosa, el señor,
por lo mismo, abdicaba de la esperanza de incrementar algún día
su dominio con la heredad del siervo. En Francia, el franqueo de la

2. Arch. Nat., J J 60, fol. 23 (1318, 17 diciembre): emancipación de un


matrimonio servil por el abad de Oyes, motivado por la necesidad en que se
encontraban los religiosos de pagar al rey la décima; cf. al final de la presente
nota. Froissart, ed. S. Luce, t. V, p. i, n. 1. Arch. Nat., L 780, n.° 10 (1255
diciembre); perjudicada por las emancipaciones, la comunidad de Saint-Germain-
des-Prés protestó además contra eí uso que se había hecho de las 2.460 libras;
consideraba justo que ese dinero se empleara con preferencia en compras, en
beneficio suyo; una combinación financiera bastante complicada le dio satis­
facción. Bibl. St. Genevíéve, ms, 351 fol. 123; lista elaborada para los canónigos
de Ste. Geneviéve y titulada «Iste sunt possessíones quas emimus et edificia
que fecimus de denariis Übertatum hominum nostrorum et alierum quorum
nomina inferáis scrípta sunt»; entre adquisiciones, construcciones y reparaciones
diversas, pago mercatoribus florentínis de 406 libras (cantidad demasiado im­
portante, sin duda, para representar el pago de una décima apostólica); igual­
mente pro decima domini regís, 60 1.
3. Hay, naturalmente, algunos ejemplos más antiguos: cf. De Vathaire
de Guerchy, en Bullet. de la Soc. des Sciences Historiques de l’Yonne, 1917.
población servil no llevó consigo directamente — como más tarde
ocurrió, por ejemplo, en Rusia, en transformaciones sociales análo­
gas— su desposesión, ni siquiera parcial, en provecho del señor.
Junto a esas ventajas inmediatamente tangibles, intervenía a ve­
ces otro motivo que más de un documento confiesa cándidamente.
Podía ocurrir que la tierra aún sometida a la servidumbre se encon­
trara cerca de otras tierras en las que reinara la libertad, de «villa-
nuevas» cuyo éxito hubiera sido a veces asegurado, por el fundador
mediante importantes franquicias — no siempre era así, pues en los
buenos tiempos de la servidumbre hubo siervos incluso en los lu­
gares recién roturados— o bien de localidades liberadas precoz­
mente. Entonces había un gran riesgo de que se despoblara, poco
a poco, en provecho de esos lugares de vida más fácil. Lo más sen­
sato era detener la emigración mediante un sacrificio oportunamente
consentido; éste, además, al ser pagado, naturalmente, por los be­
neficiarios, no dejaba de reportar su beneficio. Era ésa una prudencia
particularmente recomendable en períodos de crisis; al hacer renacer
los despoblados, la guerra de los Cien Años, y, más tarde, en diversas
regiones fronterizas, las guerras del siglo xvn, produjeron en los
amos de la tierra una gran generosidad. «A lo largo de cierto tiem­
po», escriben los Hospitalarios de la encomienda de Bure, en Bor­
goña, al conceder franquicia en 1439 a sus hombres de Thoisy,
todas las «casas y granjas ola mayor parte de las que hay en
citada Thoisy fueron y han sido quemadas, arrasadas y destrui­
das [ ...] y precisamente también por causa de la dicha luctuosa,
ningunos otros quieren vivir [ ...] en la citada villa, [ ...] y así
todos se han ido, para vivir en lugar franco». De igual modo, en
1628, el señor de Montureux-les-Gray, en el Franco Condado, no di­
simula nada su esperanza de que el pueblo con franquicia se vea
«mejor habitado y poblado» y, «consiguientemente», los derechos
señoriales tengan «un importe mayor». La miseria generó a veces
libertad.4
Por lo demás, respecto al hecho de que, en general, el franquea­
miento, bien preparado e inteligentemente concebido, era conside­
rado por los administradores de las grandes fortunas señoriales un

4. J. Garnier, Chartes de communes et d’affranckissentents, t. II, p. 550.


J. Finot, en Bullet. de la Soc. d’Agriculture... de la Haute-Saóne, 1880, p. 477.
excelente negocio, la mejor prueba está en las campañas de propa­
ganda organizadas por algunos señores poderosos — reyes como Fe­
lipe el Hermoso y sus hijos o más tarde Francisco I y Enrique I I ,
y grandes nobles como, en el Bearn, el conde Gastón Phoebus— para
conducir a sus súbditos hasta él, e incluso, con éxito diverso,
para obligarles a conseguirlo.5
¿Y los propios siervos?
«Stres [ ...] ríest chose que je ne jets se { Meis que par tant
franc me ve'isse / E t ma jame et mes anfanz quites » (Señores
no hay cosa que yo no vaya a hacer / con tal de verme yo franco /
y a mi mujer y mis hijos libres); esas palabras que Chrétien de Tro-
yes, el gran poeta del siglo xn, pone en boca de uno de los pocos
héroes serviles cuya figura ha aparecido en la literatura medieval,6
más de un « bomme de corps » debió murmurarla para sí. ¿Acaso la
servidumbre no había sido siempre una «mácula»? Pero sin duda, a
medida que la idea del vínculo personal, del intercambio de protec­
ción y de servicios, antes inherente a la propia concepción de la
condición servil, perdió su fuerza, para dar paso a la aguda cons­
ciencia de una inferioridad de clase, ese deseo se hizo cada vez más
apremiante; también acentuó sin duda esa tendencia el hecho de que,
al ir disminuyendo cada día la población de esa condición, el hombre
que seguía sometido a ella se sentía cada vez más aislado, y con ello
más paria que nunca. Las quejas de esas gentes humildes apenas nos
han llegado. Una de ellas, no obstante, se hizo lo bastante fuerte
como para penetrar en la opacidad de los textos: al siervo y a la
sierva les era difícil encontrar con quién casarse, hasta el punto de
que, dice un cronista, muchas muchachas, a falta de esposo, «se
echaban a perder».7 A decir verdad, mientras los siervos habían sido
numerosos, y aún cuando ya a principios del siglo xiv el pesimista
autor de Renart le Contrefaít acusara a la prohibición del formariage

5. Mate Bloch, Rois et serfs, 1920. Garnier, loe. cit., «Introduction»,


p. 207. P. Raymond, en Ballet, de la Soe. des Sciences... de Pau (1877-1878):
encuesta de 1387; en los n.°* 98 y 119, menciones de dos campañas anteriores.
6. Cliges, w . 5502 ss.
7. Du Cange, voz «Manumissio», y Recueil des Histor. de Vranee, t. XXI,
p. 141; Guérard, Cartulaire de Notre-Dame de Parts, t. II, p. 177, n.° VII. Los
testimonios, que es imposible citar aquí en su totalidad, son notablemente
numerosos.
de atollir generación»,8 el obstáculo no había tenido nada insupe­
rable. Dentro del señorío los muchachos y muchachas que eran su­
jetos serviles del mismo amo se unían entre sí, aún a riesgo de
multiplicar los matrimonios consanguíneos que, a ojos de la iglesia,
constituían el motivo más poderoso para condenar, si no la propia
servidumbre, casi legitimada por el pecado original, sí por lo me­
nos una de sus reglas, la que prohibía el matrimonio fuera del grupo.
¿Que algún independiente se empeñaba todavía en buscar compa­
ñero o compañera más allá de la pequeña colectividad servil?: una
cantidad pagada al señor — dado el caso a los dos señores, si cada
uno de los cónyuges era súbdito de un noble distinto— , o, a veces,
entre los dos propietarios de hombres, un cambio de siervos, y ya
estaba hecha la jugada; era así como hasta los siglos xii y xm la
mayoría de familias de funcionarios señoriales, ordinariamente ser­
viles, pero demasiado poderosas y demasiado ricas para aceptar unir­
se a simples campesinos, contraían entre sí honrosas alianzas. Pero
cuando a cada señor le hubieron quedado menos siervos que antes,
y, además, en el conjunto del país, el total de siervos se hubo hecho
menor, el mal se hizo amenazador. Porque en cuanto a casarse con
hombres libres, cada vez había que pensar menos en ello, pues pocos
hombres o mujeres nacidos en la libertad consentían en renunciar a
ésta, para ellos mismos (pues la «mácula» era contagiosa) y para sus
hijos, por semejantes matrimonios, y aunque hubieran consentido en
ello, a menudo se oponían sus parientes, por sentido del honor o
por temor de ver caer un día en luctuosa el patrimonio familiar.
En 1467, convicta de infanticidio, una pobre criada de la Cham­
pagne se excusaba por su conducta alegando que no había podido
casarse siguiendo a su corazón, porque su padre se había negado a
unirla a aquél por quien «habría tenido voluntad», ya que aquel
hombre era siervo.9 Al igual que entre los señores el temor a perder
a sus tenedores, entre los siervos, la angustia de ser, en el seno de
masas humanas que habían conquistado ya la libertad, los únicos
sometidos a las viejas cargas y al común desprecio, explica que, una
vez introducido en una región determinada, la emancipación ten­
diera siempre a propagarse de un lugar a otro con mucha rapidez.

8. Vv. 37203 ss.


9. G. Robert, en Travaux de VAcadéntie de Reim t CXXVT, 1908-1909,
pp. 257-290.
Pero ese bien tan precioso tenía que comprarse. Sí bien el deseo
de obtenerlo fue probablemente, a partir del siglo x iii , aproximada­
mente igual en todas partes, las posibilidades, por el contrario, va­
riaban extremadamente según las provincias. Sólo podían procurarse
el dinero necesario los campesinos a quienes la venta de sus produc­
tos Ies habían permitido acumular algunas reservas, o aquellos que
tenían a su alcance a prestamistas dispuestos a invertir sus capita­
les en el campo, especialmente en forma de aquellas constitutions de
rente que jugaban entonces en la economía el mismo papel que hoy
la hipoteca; sólo pudieron conseguirlo, en dos palabras, aquéllos
que vivían en lugares en que los intercambios eran ya abundantes,
los mercados urbanos eran capaces de absorber una cantidad bastan­
te grande de productos agrícolas y el numerario y el espíritu de
empresa estaban lo bastante extendidos como para que se hubiera
creado una cíase de capitalistas, grandes o pequeños. Ya desde la
segunda mitad del siglo x iii reunía la región parisiense esas carac­
terísticas; es por eso por lo que la servidumbre, que antes había sido
allí la condición de verdaderas multitudes humanas, desapareció casi
totalmente ya antes de la llegada de los Valois. Donde las circuns­
tancias económicas eran menos favorables, duró mucho más tiem­
po. En el siglo xiv las mismas iglesias parisienses que alrededor de la
gran ciudad no tenían ya un solo siervo, los tenían todavía en gran
número en sus tierras de la Champagne; las mismas comunidades
orleanesas que ya desde san Luis habían puesto en libertad a todos
sus hommes de corps de la Beauce, levantaban la luctuosa y el for-
mariage de sus pueblos de Sologne bajo Francisco 1: el franquea­
miento, fenómeno de masas, debe explicarse mucho menos por las
disposiciones individuales de tal o cual señor que por las condicio­
nes características de grandes grupos sociales. En Champagne, en las
provincias del centro, en el ducado de Borgoña y en el vecino Con­
dado, eí movimiento, sin prisa pero con alternancia de aceleraciones
y disminuciones de ritmo, cuya curva seria muy de desear que unas
investigaciones precisas nos permitieran trazarla un día, se mantuvo
hasta pleno siglo xvi. Ni en las dos Borgofias ni en el centro alcanzó,
por otra parte, su pleno término. A partir de la segunda mitad del
siglo xvi, los señores, como veremos, cada vez más aferrados al
mantenimiento de sus derechos, y especialmente de aquellos que,
como la luctuosa, les prometían ganar tierras, dejaron de considerar
con simpatía las manumisiones. Los pueblos que todavía no habían
podido conseguir su libertad la fueron obteniendo cada vez con
mayor dificultad. En lugares dispersos, hasta la Revolución pervivie­
ron islotes de servidumbre, aunque de una servidumbre, como es
sabido, muy diferente de la institución original.
Pero, mucho antes que el debilitamiento de los poderes judicia­
les de los señores o que la relajación de los vínculos personales que
tenían antes atados a sus siervos, fueron causas propiamente econó­
micas las que, a partir del siglo xv, provocaron, primero la crisis,
y luego la transformación de las fortunas señoriales.

2. La CRISIS DE LAS FORTUNAS SEÑORIALES


Los dos últimos siglos de la edad media, en toda la Europa del
oeste y del centro, fueron una época de malestar rural y de despobla­
ción; se diría que era el pago de la prosperidad del siglo xm . Las
grandes creaciones políticas de la época precedente — monarquías
de los Capetos y de los Plantagenet y, en mínima medida, «terri­
torios» principescos de la nueva Alemania-— , arrastradas por su
propio poder a todo tipo de aventuras guerreras, parecen provisio­
nalmente incapaces de cumplir la misión de policía y de orden que
era su razón de ser. Sobre todo, además, la reconcentración de la
masa humana, consecuencia de las roturaciones y de los progresos
de la población, ofrece a las epidemias un terreno atrozmente fa­
vorable. La Inglaterra de la guerra de la? Dos Rosas y de las
grandes revueltas agrarias, la Alemania en la que se multiplican
los W üstungen , pueblos que quedaron entonces desiertos y que ya
no han vuelto a surgir, son el equivalente exacto de Francia,
aun más afectada y verdaderamente desangrada: es la Francia de la
guerra de los Cien Años, presa de los salteadores de caminos, asola­
da por los levantamientos rurales y sus represiones, más terribles que
los propios motines, y alcanzada, finalmente, hasta en sus fuerzas de
renovación, por las «grandes mortandades».
Cuando la victoria de los Valois hubo traído de nuevo una rela­
tiva paz, atravesada aún bajo Carlos V II y Luis X I por buen nú­
mero de trastornos, gran parte del reino no era más que una vasta
zona roja. Los textos de la época — menos quizá los cronistas que
una multitud de testimonios humildes y verídicos, de informes, de
registros de visitas diocesanas, de inventarios y de cartas de franqui-
d a o de acensuamiento— han representado a porfía el horror de esos
campos, en los que «no se oía ya cantar gallo ni gallina». ¡Cuántos
franceses podían decir entonces, como aquel cura de Cahors, que «a
ío largo de su vida no había visto, en su diócesis, más que guerra»!
Acostumbrados, a la menor alarma dada por los centinelas, a buscar
asilo en las islas de los ríos o a hacer en los bosques cabañas de
ramaje, obligados a apilarse durante largos días tras las murallas
de las buenas ciudades en las que la peste, sobre esas multitudes mi­
serables y demasiado apretujadas, atacaba con toda su fuerza, mu­
chos campesinos, poco a poco, se habían desarraigado. Los campesi­
nos de la región de Cahors habían huido en masa hacia el valle del
Garona y hasta el Condado. Por todas partes, pueblos enteros habían
quedado abandonados, a veces durante generaciones. Donde queda­
ban algunos habitantes, ordinariamente, no eran más que puñados
de hombres. En los Prealpes, el Périgord y el Sénonais el bosque
había invadido campos y viñas. Innumerables términos de tierras no
ofrecían ya a la vista más que «espinos, matojos y otras malezas».
Los antiguos límites habían dejado de ser reconocibles; cuando, ha­
cia finales del siglo xv, empezaron a repoblarse las tierras de los
monjes de ios Vaux-de-Cernay, «n’estoit homme ou femme qu’il
sceut a dire oü estoient ses héritages» (no había hombre ni mujer
que supiera decir dónde estaban sus heredades).
Algunos de esos estragos no fueron reparados hasta muchos
siglos más tarde; otros no se borraron nunca. En Puisaye había yer­
mos que databan de esa época que no fueron puestos de nuevo en
cultivo hasta el siglo xix. Incluso cuando los campos acabaron por
ser puestos de nuevo en cultivo, los pueblos arruinados a menudo
no se reconstruyeron; el hábitat se concentró. Las tierras de Bessey,
en Borgoña, tuvieron que ser distribuidas entre las buenas gentes de
dos comunidades limítrofes, y el núcleo habitado quedó borrado del
mapa para siempre, De doce pueblos destruidos entonces en el con­
dado de Montbéliard, diez ya no han vuelto a aparecer. En casi todas
partes, sin embargo, aunque muy lentamente, la reconstrucción se
hizo. En RennemouÜn, al sur de París, en 1483, dos campesinos pre­
sumen de haber sido los primeros — el uno al cabo de doce a trece
anos, y el otro al cabo de ocho o nueve— en «roturar» la tierra.
A veces han vuelto los antiguos habitantes, uno por uno; junto a
ellos, algunos vecinos de antes, cuya antigua residencia, muy próxi­
ma, sigue aún bajo la maleza. En otros lugares, los señores, intere­
sados en reemprender la explotación, han recurrido a una mano de
obra extranjera: en Provenza italianos, en el Valentinois y el Comtat
Venaissin saboyanos, franceses del norte o de Borgoña e incluso ale­
manes, y en la región de Sens bretones, lemosines y turonenses.
O bien ocurre — como en el caso de esos tres pobres hombres de
Normandía que en 1457 constituyen toda la población de Magny-
les-Hameaux, cerca de París— que un buen día se establecen gentes
errantes. En La-Chapelle-la-Reine, en el Gátiñáis, en 1480, dos de
los nuevos campesinos son naturales del Beaujoláis, otro de Anjou y
un cuarto de Touraine. En el Vaudoué, no lejos de allí, uno de los
primeros en establecerse es normando; lo mismo, también dentro de
esa pequeña comarca, en Fromont. La interrupción del poblamientó
fue a veces tan prolongada y el predominio de los elementos inmi­
grados tan fuerte que se produjo como una ruptura de la memoria
agraria: en Recloses, en la Gátinais, se observa que entre el siglo xiv
y el xv los nombres de lugares del campo cambian casi totalmente.
Ante semejante mezcla humana, ¿cómo creer con fe sin reservas, en
antítesis con el mestizaje de las ciudades, en la pureza étnica de las
poblaciones campesinas? La empresa de reocupación prosiguió hasta
las dos o tres primeras décadas del siglo xvi, y el atractivo espec­
táculo de paciencia y de vida que ofrece presenta a las generaciones
de hoy imágenes que guardan todavía pleno frescor,10
La miseria de los campesinos había sido atroz. Pero la recons­
trucción, en conjunto, no les fue desfavorable. Para asegurar la re­
población, que era una fuente de ingresos, los señores concedieron
a menudo considerables ventajas, unas de aplicación con alcance in­
mediato — exenciones temporales de cargas, préstamo de instrumen­
tos o de simiente— y otras más duraderas: franquicias diversas, nivel
muy moderado de los censos. En 1395, los monjes de Saint-Germain-

10. Ni la crisis ni la reconstrucción han sido estudiadas suficientemente.


No doy aquí más que las referencias a aquellos hechos citados que no proceden
de las monografías regionales señaladas en la bibliografía. H, Denifle, La
désolatiott des églises, t. II, 2, 1899, pp. 821-845. J. Maubourguet, Sarlat et
le Périgord meridional, t. II, 1930, p, 131. J. Quantin, en Mémoires lus á la
Sorbonne, Histoire et Pbilologie, 1865 (Sénonais). Roserot, Dictionnaire topo-
graphique du département de la Cote d'Or, p. 35; Arch. de la C. d’Or, E 1782
y 1783 (Bessey). C. D., Les villages ruines du comté de Montbéliard, 1847.
Bulletin de la Soc. des Sciences Historiques de l’Yonne, 1925, pp, 167 y 184
(Puisaye). Ch. H. Waddington, en Annales de la Société Historiase et Archéo-
logique du Gátinais, XXXIX, 1929, pp. 14 ss. (Gátinais).
des-Prés habían intentado vanamente una primera reconstitución de
su viñedo de Valentón; ofrecían entonces la tierra al censo de 8 suel­
dos el arpende. A partir de 1456, nueva tentativa. Aquella vez fue
preciso -— aun cuando en el intervalo la moneda había experimentado
una sensible pérdida de valor metálico— mantenerse casi constante­
mente por debajo de 4 sueldos; visiblemente, el éxito era a aquel
precio.11 Los señores, legalmente, estaban facultados para hacerse
con las tierras que llevaban sin cultivar demasiado tiempo. A me­
nudo tomaron la precaución de hacerse reconocer ese derecho en
términos expresos. Pero eso era con la finalidad de poder distribuir
aquellos yermos entre nuevos tenedores, sin esperar a la problemá­
tica vuelta de los antiguos campesinos, y no para añadirlos a sus
propias reservas. En ese momento, no se ve esfuerzo alguno de su
parte por sustituir la tenencia perpetua por un uso amplio de la
explotación directa o del arrendamiento temporal. El señorío se re­
construyó según las viejas normas de la costumbre, con una acumu­
lación de pequeñas explotaciones en torno, casi siempre, de una pro­
piedad dominical mediana. Desde luego que la vida del campesino
después de la crisis siguió siendo muy dura. Fortescue, un inglés que
escribía bajo Luis X I, comparando la situación de las masas rurales
en su país y en el nuestro, reserva sus colores más sombríos para la
parte francesa del díptico. Con mucha razón, insiste en la carga que,
cada vez más pesadamente, va a recaer sobre nuestros campos: la
fiscaüdad real. Pero, por mucho que afinara como jurista, olvidaba
un elemento esencial: aplastado por los impuestos, mal alimentado,
mal vestido y muy indiferente, por otra parte, a la comodidad, el
campesino de entre nosotros, por lo menos, no había dejado de tener
su tierra en «heredad».
¿De qué deriva que las poblaciones campesinas salieran, en suma,
tan bien paradas de una prueba que habría podido serles fatal? No
hay duda de que, finalmente, de los propios desastres que habían
dejado huella en sus tierras de labor y de la muerte que había merma­
do sus propias filas obtuvieron un provecho. La mano de obra, escasa,
era cara; los salarios, tanto en los campos como en las ciudades, ha­
bían ido aumentando constantemente, a despecho de las ordenanzas
reales y de las disposiciones de los poderes locales, que, en su vano

11. Olivier Martin, Histoire de la Coutume de Parts, 1. 1, 1922, pp. 400-401.


intento de detener ese alza, nos han dejado fuerte testimonio de ella.
Bajo Carlos V se observaba que, gracias a la elevación de los jor­
nales, muchos braceros habían podido adquirir tierras.12 Una gran
explotación «por mozos», en eí supuesto de que al señor le hubiera
apetecido, habría sido particularmente costosa. La razón aconsejaba
proceder a base de distribuir lotes de tierras. Pero como la tierra
volvía a ser abundante y faltaban hombres, para atraer a los tene­
dores, era verdaderamente preciso no pedirles demasiado y, sobre
todo, garantizarles aquel carácter hereditario al que estaban habi­
tuados y al que no habrían renunciado sin resistencia.
No obstante, esas consideraciones aritméticas no lo explican todo.
En el siglo xvn, las guerras que volvieron a surgir llevaron consigo
en ciertas regiones, como Borgoña y Lorena, desastres en todo punto
semejantes: tierras cubiertas por la maleza en las que no era ya visi­
ble .límite.. alguno entre los campos, pueblos desiertos entre cuyas
ruinas vivían dispersos algunos desgraciados que, vueltos a los usos
de la más primitiva humanidad, vivían de la caza o de la pesca, y
lenta reconstrucción, en parte por extranjeros. Esa vez, sin embar­
go, los señores supieron sacar partido de la recuperación en provecho
propio. Porque entonces la clase señorial, renovada y ya enriquecida,
había, tomado consciencia de su poder y había encontrado métodos
cle-expiQtgeión mucho más perfeccionados que en el pasado. A fina­
les de la edad media, por el contrario, los pequeños explotadores no
encontraban por encima de ellos más que a una clase debilitada, pro­
fundamente afectada en su fortuna y, por su mentalidad, sólo me­
dianamente capaz de adaptarse a una situación sin precedentes.

Afectada en su fortuna lo estaba, para empezar, por la propia


desolación de los campos. Indudablemente, por lo menos para la no­
bleza laica, la guerra tenía sus beneficios: el caballero no desdeñaba
ni rescates ni botines del saqueo: cuando en 1382 Carlos V I reunió
en Melun un ejército destinado a tomar represalias contra París,
entonces rebelde, se observó que los nobles agrupados bajo el estan­
darte real habían llevado carretas en las que pensaban apilar cuanto
pudieran sacar de la gran ciudad.13 ¿Qué eran, sín embargo, esos

12, L. Delisle, Mandements... de Charles V, 1874, n.° 625.


13. Chronique des quatre premiers Valois, ed, S. Luce, 1862, p. 302,
beneficios caprichosos y sujetos a tantas crueles devoluciones, qué
eran incluso las pensiones cortesanas a las que, cada vez más, los
nobles grandes y pequeños acostumbraban a pedir con qué redondear
sus presupuestos, frente a los buenos ingresos regulares de tantos
censos, tallas o diezmos que la desgracia de los tiempos había redu­
cido a la nada? Desprovistos en su mayoría de fondos de reserva,
incapaces de obligarse al ahorro, hacia el final de la guerra de los
Cien Años muchos señores de rancio abolengo no vivían más que de
recursos extremos. En cuanto a las comunidades eclesiásticas, no
conseguían ya más que alimentar, a duras penas, un pequeño núme­
ro de religiosos.
Pero hay más. ¿Se habían seguido pagando los antiguos dere­
chos?, ¿se habían, si no, vuelto a establecer? Si se percibían en di­
nero — caso muy frecuente desde el siglo xm , excepto para los diez­
mos— , su valor real no igualaba ni de lejos el que habían tenido an­
tes. Ya desde finales del siglo xv la baja era considerable, y en el
siglo siguiente todavía se acentuó más, de modo casi vertiginoso. El
hundimiento monetario fue la causa principal del momentáneo em­
pobrecimiento de la clase señorial. Hay que distinguir dos fases, muy
diferentes por su naturaleza y su fecha, pero cuyos efectos se super­
pusieron: primero la devaluación de la moneda de cuenta, y luego
la depreciación de los metales acuñados.14
Heredera de complejas tradiciones monetarias codificadas bajo
los carolingíos, la antigua Francia establecía sus cuentas por livres,
sous y deniers (libras, sueldos y dineros). Las relaciones de esas tres
unidades entre sí eran inmutables: veinte sueldos por libra y doce
dineros por sueldo. Pero ninguna de ellas respondía ya desde hacía
tiempo, en el orden material, a nada estable. Durante muchos siglos,
de los talleres de acuñación franceses no habían salido más que dine­

14. Quiera el lector enterado excusar las insuficiencias de este esbozo


de historia monetaria. Nada más oscuro todavía, nada peor conocido que la
historia económica de la moneda, especialmente tratándose de las «mutacio­
nes» de finales de la edad media o de la gran crisis del siglo xvi, Nada, sin
embargo, más importante para nuestro conocimiento de la vida social de la
antigua Francia, y de su vida rural en particular. Tenía yo que indicar somera­
mente los rasgos más generales de esa evolución, de por sí particularmente
compleja, y hacerlo someramente equivale a hacerlo de un modo excesivamente
esquemático. Para hacerlo mejor, hubieran sido precisas largas discusiones,
que hubieran quedado aquí totalmente fuera de lugar.
ros de plata.35 Su valor nominal era siempre el mismo; su contenido
de metal precioso, en cambio, según los distintos lugares y momen­
tos, varió enormemente. En conjunto, disminuyó mucho. Bajo san
Luis, la moneda de un dinero se convirtió en tan poca cosa — sobre
todo en una sociedad como aquélla, en la que la circulación mone­
taria se había hecho mucho más intensa que en el pasado— que no
podía servir ya casi más que como calderilla, y efectivamente quedó
relegada a partir de entonces a esa función. La monarquía, que desde
entonces tuvo en sus manos casi toda la acuñación, se puso a acuñar
monedas de peso y de ley más elevados y de valor, en principio, más
alto, unas de plata y otras de oro. Pero esa indispensable reforma, al
fin y al cabo, no dio más que en aumentar la inestabilidad de los me­
dios de pago. Porque entre esas monedas, que, según una vieja cos­
tumbre, carecían todas de inscripción que precisara su curso, y cuyos
mismos nombres — gros, écu, agnel, franc, loáis— no hacían refe­
rencia más que a un tipo, y no a un valor, entre esas monedas y las
medidas abstractas que eran la libra o sus fracciones, lo único que
había era una relación fijada por el Estado que acunaba, de modo que
se consideraba que una moneda de un tipo determinado representa­
ba tantas o cuantas libras y tantos o cuantos sueldos y dineros. To­
talmente arbitraria, esa relación podía variar, y efectivamente varió.
Unas veces la moneda se «debilitaba», es decir, que a una misma can­
tidad de metal se hacía corresponder una cifra más elevada de unida­
des de cuenta (éstas tomaban por lo tanto un valor más «débil»), y
otras veces, en una operación inversa, se «fortalecía». El mismo
peso de oro que el 1.° de enero de 1 3 3 7 valía exactamente una libra,
a partir del 31 de octubre se contará como 1 libra 3 sueldos 1 dine­
ro y 7 /9 : debilitamiento. El 27 de abril de 1 3 4 6 , tras haber alcan­
zado entre tanto un valor en libras todavía más importante, vuelve
a los 16 sueldos 8 dineros: fortalecimiento. Diversas razones, que a
veces nos es difícil diferenciar, inclinaban a los poderes públicos a

15. No quiere eso decir, sin embargo, que todos los pagos en los que
intervenía la moneda o, al menos, la idea de moneda, se hicieran en dineros.
Sin siquiera querer hablar de los pagos en especie, pero con «apreciación» de los
objetos en valor monetario, o del uso de lingotes, las grandes cantidades se
pagaban bastante a menudo con monedas de oro extranjeras, bizantinas o
árabes. Pero ese último modo de pago no afectaba a los derechos señoriales.
Espero poder volver en otro lugar, más detalladamente, sobre esos delicados
problemas de circulación.
esas maniobras- Éstas llevaban consigo nuevas acuñaciones, que eran
para el soberano fuente de aprecíables beneficios. Modificaban opor­
tunamente el equilibrio de los débitos y los créditos del Estado.
Permitían restablecer, entre los precios efectivos de los dos metales
preciosos y su relación legal, aquel ajuste que era eterno problema
de los sistemas bimetálicos. Cuando las monedas en circulación ha­
bían quedado reducidas por desgaste o por las tijeras de especulado­
res demasiado ingeniosos a un contenido metálico netamente infe­
rior al que habían tenido al salir del taller de acuñación, el «debili­
tamiento» volvía a poner el curso oficial del metal al nivel del curso
real. Finalmente, en una época como aquélla, en que la técnica finan­
ciera, aún muy rudimentaria, ignoraba el billete de banca y los refi­
namientos del descuento con interés variable, las «mutaciones» pro­
porcionaban al Estado el único medio posible, o casi, de actuar
sobre la circulación, A la larga, las oscilaciones de la curva no se
compensaron. El debilitamiento, como resultante, se impuso, y con
mucho. En qué proporción, es lo que mostrarán claramente las cifras
siguientes. La libra «tornesa», unidad de cuenta fundamental, re­
presentaba en 1258 un valor oro igual a 112,22 fr., aproximadamen­
te, de nuestra moneda; en 1360, 64,10 fr.; en 1465, 40,68 fr.; en
1561, 21,64 fr.; en 1666, 9,39 fr.; en 1774, 5,16 fr.; y en 1793, la
víspera de la supresión del antiguo sistema monetario, 4,82 fr. Esas
cifras, además, hacen todavía abstracción de los puntos más acentua­
dos: ya en 1359, la libra había bajado a un contenido metálico
— siempre en oro— que equivalía a 29,71 fr, de hoy, y en 1720 a
2,06 fr. La curva de las monedas de plata es, a todos los respectos,
análoga.16
Todos los pagos, en principio — sin perjuicio de las cláusulas
particulares de ciertos contratos comerciales— , se expresaban en mo­
neda de cuenta. Los censos señoriales, especialmente. El tenedor no

16. Tomo mis cifras de N. De Wailly, en Mém. de VAcad. des Imcñp-


tioris, XXI, 2, 1857, pero con la salvedad de las modificaciones siguientes:
1.° he convertido las cifras al valor deí franco de la nueva ley monetaria; 2?
por esa razón, me he visto obligado a no tener en cuenta más que el valor en
oro de las antiguas unidades de cuenta; esa opción, que debido a nuestro
actual monometalismo se hace casi necesaria, tiene diversos inconvenientes que
no ignoro: el contenido de plata no siempre variaba en proporción con el con­
tenido de oro, el curso legal deí oro, instrumento de intercambios internacional,
estaba a menudo bastante lejos de su curso comercial (por debajo, en general)
y, finalmente, los derechos señoriales se pagaban casi siempre en plata; afor-
debía tal peso de oro o de plata; estaba obligado a entregar tantas
libras, sueldos o dineros. Y esa cifra, aun cuando no designara nin­
guna realidad fija, en sí misma, era considerada casi universalmente
como inmutable. Efectivamente, estaba reglamentada por la costum­
bre* a veces oral y a menudo — cada vez más frecuentemente— co­
dificada por escrito; en cualquier caso, era considerada imperativa,
y los tribunales, llegado el caso, la hacían respetar. ¿No se llamaban
los propios censos, en el lenguaje corriente de la edad media, « cou-
turnes», y el villano a quien gravaban « coutumier »? De ello resul­
taba que el sucesor de un señor que en 1258 había recibido una
libra, en 1465 continuaba percibiendo la misma cantidad; pero en
1258 el antecesor había percibido, en valor oro, algo así como 112 fr.,
y en 1465 el heredero tenía que contentarse con el equivalente de
40 fr. De igual modo, hoy, una deuda contraída en 1913 y que con-
tinúa saldándose en «francos» comporta para eí acreedor una pérdida
de las cuatro quintas partes, aproximadamente. Así, por el juego
combinado de un fenómeno jurídico, la costumbre, y de un fenó­
meno económico, la devaluación de la unidad monetaria, los cam­
pesinos, poco a poco, habían visto disminuir sus cargas — mientras
que lo que ganaban, si alquilaban sus brazos o vendían sus produc­
tos, al no estar sometido a ninguna limitación de la costumbre, había
podido mantenerse al nivel del nuevo patrón— y los señores, lenta­
mente, se habían empobrecido.
Lentamente y, al principio, inconscientemente. La mejor prueba
está en que todavía a finales del siglo x m y en el xiv muchos admi­
nistradores señoriales, como de buen grado se había hecho desde
que se había extendido el uso del numerario, continuaron favore­
ciendo la sustitución de los pagos en especie por pagos en dinero,
cambiando así la sólida realidad de productos siempre deseables por
la otra, más inestable, de los instrumentos de cambio. Tenemos hoy
buenos motivos para saber que, cuando el patrón de los valores per­
manece nominalmente invariable, durante largo tiempo los ojos

tomadamente, no se trata aquí más que de órdenes de magnitud, que no se


ven afectados por esas posibilidades de error; 3.° he prescindido decididamente
de los decimales inferiores a la centésima; a lo único que conducen es a dar
una impresión, totalmente falsa, de rigor matemático. Naturalmente, no hay
motivo para que me ocupe de la breve tentativa del gobierno en 1577 para
romper con la cuenta por libras, sueldos y dineros.
se cierran a su verdadera depreciación: se impone la palabra sobre
la cosa. Pero, pronto o tarde, viene forzosamente el despertar. Sin de­
masiado temor a errores, el momento en que la consciencia de la
desvalorización general de las rentas se hizo un lugar en la opinión
puede fijarse a principios del siglo xv. Hay ordenanzas reales o prin­
cipescas (en Bretaña, en Borgoña) que exponen entonces el fenóme­
no con mucha claridad,17 Los escritores extienden su conocimiento
entre el público. Ninguno con más fuerza que, en 1422, Alain
Chartíer. Oigamos a su «caballero»: «los del pueblo tienen esa ven­
taja de que su bolsa es como la cisterna que ha recogido y recoge
las aguas y las fuentes de todas las riquezas de este reino [... ] por­
que la debilidad de las monedas ha hecho disminuir para ellos el
pago de los deberes y de las rentas que nos deben, y la ultrajante
carestía que han impuesto en los víveres y obrajes les ha aumentado
el haber que cada día recogen y acumulan».18 Fecha de importancia,
aquélla en que un movimiento económico empieza a ser percibido,
porque a partir de aquel momento se hace posible la lucha. Sin
embargo, no era al caballero de Alain Chartier ni a sus contempo­
ráneos a quienes estaban reservados el descubrimiento y la puesta
en práctica de los medios capaces de poner remedio a esa insidiosa
sangría. Antes de que se hubiera entablado verdaderamente el com­
bate, a la primera causa de depreciación había venido a añadirse
otra, de efectos más bruscos.
Es útil conocer el contenido metálico de una moneda; mucho
más interesante aún sería saber estimar su poder adquisitivo, Sobre
ello, desgraciadamente, para la edad media, en el actual estado de
las investigaciones, no podemos pasar de hacer conjeturas. Además,
en un país como éste, muy fragmentado económicamente, el valor
de cambio de las especies monetarias forzosamente variaba en modo
extremo según las regiones. Además, durante la guerra de los Cien
Años, en todos los mercados que nos han dejado algunas cifras, es­
tuvo sujeto a oscilaciones muy bruscas y fuertes, fácilmente expli­
cables por las «fortunas de guerra». Es seguro, en cambio, que ha­
cia el año 1500 los precios habían caído en todas partes hasta quedar
bastante bajos. En oro o en plata (principalmente en plata, pues el

17. OrdonnanceSi t. XI, p. 132. L. Li&vre, La monnaie et le change en


Bourgogne, 1929, p, 49, n.° 1. Plañid, La trés ancienne coutume, 1896, p. 386.
18. Le Quadriloge invertíf, ed. E. Droz, 1923, p. 30.
oro no era más que para los pagos importantes), el señor recibía me­
nos que antes, pero esa mediana cantidad de metal le permitía adqui­
rir más bienes de los que habría podido obtener con una cantidad
igual en el período inmediatamente precedente. La compensación,
aunque insuficiente para restablecer el equilibrio, no dejaba de ser
apreciable. En el curso del siglo xvi, las cosas cambiaron de aspecto.
Primero la explotación intensiva de las minas de la Europa central
y luego la aportación, mucho más considerable, de los tesoros y
de las minas de América •— sobre todo desde la apertura, en 1545,
de los maravillosos filones argentíferos del Potosí— , incrementaron
formidablemente la masa metálica. Al mismo tiempo, la creciente
rapidez de la propia circulación multiplicaba, a su modo, el nume­
rario disponible. De ahí un alza de los precios extraordinariamente
fuerte. El movimiento, común en sus líneas generales a toda Europa,
se hizo sentir en Francia a partir de 1530 aproximadamente. Raveau
ha calculado que en el Poitou el poder adquisitivo de la libra, igual
bajo Luis XI al de alrededor de 285 francos de nuestra moneda, ha­
bía descendido bajo Enrique II, en promedio, a 135 francos, y bajo
Enrique IV a 63. En un siglo y medio, por el efecto combinado de
la pérdida de contenido metálico experimentada por la libra, unidad
ficticia, y del alza de los precios, ese poder adquisitivo había dismi­
nuido en más de las tres cuartas partes. Ese cambio afectaba de
forma muy diferente a las diversas clases de la población que, direc­
tamente o no, vivían de la tierra. Los productores apenas lo sufrían.
Pero había dos clases gravemente perjudicadas: los jornaleros, que
— al ser la mano de obra mucho menos escasa, debido a la repo­
blación— veían que sus salarios no seguían el aha de precios de los
productos más que con mucho retraso, y los señores, que eran, ante
todo, rentistas. El señorío de Chátillon-sous-Maíche, en el Franco
Condado, reportaba a su amo, en 1550, 1673 francos, y en 1600,
2333; hay un progreso aparente de casi un 150 %, que se explica,
no sólo por una administración probablemente muy cuidadosa, sino
sobre todo por el hecho de que el señor, en esa tierra durante mucho
tiempo económicamente atrasada, recogía aún, bien en forma de de­
rechos, bien como frutos del dominio productos agrícolas bastante
abundantes, que luego vendía. El caso es, pues, relativamente favora­
ble, Pero, en el mismo lugar, entre las dos fechas indicadas, el pre­
cio del trigo, por no citar más que ése, había aumentado un 200 %.
Incluso donde, por excepción, las cifras parecerían indicar en un prí-
mer examen un beneficio, la atención a las realidades económicas
deja ver, pues, una pérdida.19
No todas las fortunas señoriales se vieron afectadas del mismo
modo. La mayor parte de centros eclesiásticos habían acumulado en
sus manos diezmos cuyos buenos beneficios permanecían invariables.
En ciertas provincias, al margen de las grandes corrientes económi­
cas, la conversión en dinero de los primitivos censos en especie no
había tenido nunca más que un mediano alcance; por otra parte, los
señores — quizá, sobre todo, los poseedores de pequeños feudos—
habían conservado en ellos una parte considerable de sus propios do­
minios. Por un curioso efecto, los nobles sufrieron en ellas menos
que en las regiones de antigua riqueza, en las que todo se basaba
en el numerario. En otros lugares, el elevado total de las rentas en
dinero, al hacer menos nefasta su depreciación, y la posesión de diez­
mos o terrazgos y los recursos adicionales proporcionados por los
presupuestos de Estado o de corte, permitieron a ciertas familias
soportar sin demasiados pesares las dificultades del momento, y po­
nerles luego remedio. La devaluación monetaria no fue el San Mar­
tín de la vieja nobleza. No por ello deja de ser cierto, sin embargo,
que muchos antiguos linajes entraron entonces en decadencia. Al­
gunos no evitaron la catástrofe más que renunciando provisional­
mente a su rango social y metiéndose de nuevo en la actividad eco­
nómica. Otros, más numerosos aún, fueron de crisis en crisis y final­
mente no pudieron salvarse más que sacrificando una parte de su
patrimonio.
He ahí, pues, al noble de vieja estirpe con problemas de dinero.
A menudo se contenta al principio con tomar prestado, a veces
dando en prenda o hipotecando su tierra. ¿Pero cómo devolver?
A fin de cuentas, hay que resignarse a vender, no sólo algunos cam­
pos, sino algunos señoríos, unas veces al propio acreedor, otras a
otros compradores cuyos escudos permitan saldar las deudas dema­
siado llamativas. ¿De qué capa social sale el nuevo amo? Eso equi­

19. Causa accesoria de la decadencia de las fortunas nobiliarias fue la


costumbre de las divisiones, al haber sido el derecho de primogenítura de
aplicación mucho menos general que lo que a veces se ha creído; cf. Y. Bezard,
La vie rurale dans le sud de la región parisienne, pp. 71 ss.; Ripert-Montclar,
Cartulaire de la commanderie de Richerenches, 1907, pp. cxxxix ss.; y, respecto
a Provenza, el ejemplo dado infra, p. 366 (Lincel).
vale a preguntar dónde está el dinero. Castillo, banco de honor en la
iglesia parroquial, horcas patibularias que son distintivo de la alta
justicia, censos, tallas y derechos de luctuosa, todas las glorias y
todos los beneficios del antiguo sistema jerárquico, casi siempre, van
a engrosar el patrimonio y el prestigio de un burgués de origen que
ha hecho su fortuna en los negocios y los oficios y que, ennoblecido.
o a punto de serlo, se convierte en señor. En todos los alrededores
de Lyon, por ejemplo, hasta el Forez, el Beaujoíais y el Dauphiné,
baronías, castellanías y feudos de- toda especie se acumulan así en
manos de las grandes familias del pauiciado lionés enriquecidas en
el comercio de especias o de paños, en las minas o la banca, familias
francesas de nacimiento, como los Camul, los Laurencin, los Vinols,
los Varey, o incluso italianas, como los Gadagne y los Gondi, o ale­
manas, como los Cléberg. De cuarenta señoríos vendidos por el con­
destable de Borbón o liquidados tras el embargo de sus bienes, sólo
tres fueron adquiridos por nobles de vieja estirpe. Poco importa
que sea cierto, como quiere la tradición, que el cambista Claude Lau­
rencin, hijo de un pañero y nieto de un tabernero, en la baronía
comprada por él a la propia hija de Luis XI, tuviera todas las difi­
cultades del mundo para obtener el homenaje de sus nuevos vasa­
llos. No por ello su mujer había de dejar de ser dama de honor de
la reina, y su hijo primer capellán del rey.20 El régimen señorial
no sufrió trastorno. Es más, no tardó en cobrar nuevo vigor, Pero
la propiedad señorial, en gran medida, cambió de manos.
No digamos, sin embargo, como ya se ha hecho, que entonces
aparece «un nuevo pretendiente a la posesión de la tierra, el bur­
gués». Desde que había burguesía, no sólo se había visto a muchos
de sus miembros adquirir posesiones rurales en torno a las ciudades,
sino que a los más eminentes se les había visto deslizarse poco a poco
al mundo de los señores. Burgués era aquel Renier Accorre cham­
belán de los condes de Champagne, burgueses aquellos Orgemont
enriquecidos sin duda en la administración de las ferias de Lagny,
y burgués también aquel Robert Alorge, comerciante de vinos en
Rouen, arrendador de impuestos y usurero, quienes habían fundado,
el primero en el siglo x iii , y los otros en el xiv y principios del xv,

20. A. Vachez, Histoire de Vacquis'Uion des Ierres nobles par les rotu-
riers dans les provitices du Lyonnais, Forez et Beaujoíais, 1891.
fortunas señoriales que los Camus y los Laurencio, bajo Francisco I,
no habrían encontrado indignas de su categoría.21 Pero nunca se
había asistido a una entrada en masa semejante. Ya no volverá a
repetirse otra igual. En el siglo xvn la casta vuelve ya a quedar se-
micerrada. Es cierto que admite aún a muchos elementos nuevos, pero
es, en conjunto, en cantidad menos importante y más lentamente. En
la historia social de Francia, y especialmente en su historia rural,
no hay hecho más decisivo que esa conquista burguesa, que tan rápi­
damente consolidó sus posiciones. El siglo xiv se había visto seña­
lado por una violenta reacción antinobiliaria En aquella «guerra de
los no nobles contra los nobles» ■ —la expresión es de la época— a
menudo se habían encontrado unidos burgueses y campesinos. Étien-
ne Marcel había sido el aliado de los Jacques, y los buenos comer­
ciantes de Nímes no tenían para con los caballeros de su región sen­
timientos más dulces que los «Tuchtns» de los campos del Langue-
doc. Demos un salto de un siglo, o de un siglo y medio. Los Étíenne
Marcel de la época son a partir de ahora, por el juego de las con­
cesiones reales de nobleza, nobles y por el efecto de las transforma­
ciones económicas, señores. Toda la fuerza de la burguesía —por lo
menos de la alta burguesía y de quienes aspiraban a alcanzar su ni­
vel— se volcó en asegurar el edificio señorial. Pero a hombres nue­
vos espíritu nuevo. Esos comerciantes, arrendadores del fisco y pres­
tamistas de los reyes y de los grandes, acostumbrados a administrar
con cuidado, astucia y también valentía fortunas mobiliarias, al ha­
cerse sucesores de los antiguos rentistas de la tierra, no modifican
ni sus hábitos intelectuales ni sus ambiciones. Lo que llevan consi­
go a la administración de las posesiones recién adquiridas, lo que
su ejemplo enseñará a los nobles de más auténtica nobleza que por
azar hayan conservado las riquezas hereditarias, y lo que quizá sus
hijas, cuya provechosa alianza es buscada por los nobles desadinera­
dos, introduzcan en el seno de las antiguas familias, que tan a me­
nudo vieron salvado su patrimonio por alguna mujer, es una men­
talidad de gentes de negocios, acostumbradas a calcular los beneficios
y las pérdidas y capaces, llegado el caso, de arriesgar los gastos tran-

21. Bourquelot, en Bibliotb. de l'Ecole des Charles, 1867 (muy insufi­


ciente). L. Mirot, Les d’Orgemont, 1913. Beaurepaire, Notes et documents sur
Vétat des catnpagues en Norntandte, p. 491.

2 3 . — BLOCH
sitoriamente estériles de los que dependen los beneficios futuros;
es, sacando ya la palabra, una mentalidad de capitalistas. Ese fue el
germen que había de transformar los métodos de la explotación
señorial.

3. La «REACCIÓN SEÑORIAL»; GRAN PROPIEDAD


Y PEQUEÑA PROPIEDAD
La depreciación de las rentas era un hecho europeo. Europeos
eran también los esfuerzos realizados por la clase señorial, más o
menos renovada, para recuperar su fortuna. Tanto en Alemania, In­
glaterra y Polonia como en Francia, el mismo drama económico plan­
teó problemas semejantes. Pero las condiciones sociales y políticas,
variables según los países, trazaron a los intereses perjudicados líneas
de acción diferentes.
En la Alemania oriental, más allá del Elba, al igual que en los
países eslavos que constituían su prolongación hacia el este, todo el
viejo sistema señorial se alteró y dio paso a un régimen nuevo. Los
censos ya no dan. Que por eso no quede: el hidalgo se convertirá
él mismo en productor y comerciante de trigo. En sus manos se
concentran los campos, arrebatados a los campesinos; se funda una
gran explotación dominical, en torno a la cual se conserva única­
mente el número de pequeñas explotaciones suficientes para asegu­
rarle una mano de obra sujeta a fuertes corveas; vínculos cada vez
más rigurosos unen con el amo a sus campesinos, y le garantizan
a aquél el trabajo de éstos, obligatorio y gratuito; el dominio ha
devorado o sangrado las tenencias. En Inglaterra la evolución siguió
un curso sensiblemente diferente. También allí, es cierto, se extendió
ampliamente la explotación directa, a costa tanto de las tierras cam­
pesinas como de las comunales. No obstante, el squire sigue siendo,
en gran medida, un rentista. Pero la mayor parte de sus rentas dejan
de ser inmutables. Será, en el mejor de los casos, por un tiempo de­
terminado, y más a menudo aún a voluntad del propio señor, como a
partir de entonces se concederán las pequeñas explotaciones. Nada
más sencillo, a cada renovación, que poner el arrendamiento en
armonía con las circunstancias económicas del momento. En los
dos extremos de Europa, la característica fundamental es, pues, la
misma: el régimen de tenencias perpetuas, que era el gran respon­
sable de la crisis, había sido tirado por la borda.
Ahora bien, eso es lo que en Francia, en esa forma brutal, era
imposible. Para simplificar, dejemos a un lado Alemania del este
y Polonia, cuyas instituciones, que tanto poder daban a la clase seño­
rial, eran extremadamente diferentes de las de nuestra monarquía;
limitemos la comparación a Inglaterra. A ambos lados del canal de
la Mancha, el punto de partida, hacia el siglo xm , es a grandes ras­
gos el mismo: la costumbre, propia de cada señorío, protege al
campesino y, en la práctica, le asegura la herencia. ¿A qué autoridad
correspondía, sin embargo, el cuidado de hacerla respetar? Ahí va
a marcarse un contraste muy vivo. La realeza inglesa, ya desde el
siglo x ii , establece su poder de justicia con una fuerza extraordina­
ria. Sus tribunales se alzan por encima de los antiguos tribunales de
hombres libres y de las jurisdicciones señoriales: todo el país está
sometido a ellos, Pero esa rara precocidad tenía que tener su precio.
En el siglo x ii los vínculos de dependencia eran todavía demasiado
fuertes para que pudiera admitirse o ni siquiera concebirse que entre
el señor y sus súbditos directos fuera a deslizarse un extraño, aunque
se tratara del rey. En el interior de su manor — así se llama, en In­
glaterra, su tierra— , bajo los Plantagenets, el señor no castiga los
crímenes de sangre, que son de derecho público. Sus «villanos», que
tienen asignados sus campos medíante censos y corveas, pueden ser
llamados en muchos casos ante los tribunales del Estado, pero en
todo cuanto afecta a sus tenencias, los únicos que juzgan son él o su
tribunal. Naturalmente, se supone que el tribunal señorial decide
según la costumbre, y a menudo lo hace o cree hacerlo así. Pero una
regla consuetudinaria, sí no se ha puesto por escrito, ¿qué es, en
el fondo, si no una regla de jurisprudencia? No puede causar sor­
presa que los jueces del manor inclinaran los precedentes en un sen­
tido favorable a los intereses del amo, En los siglos xiv y xv cada
vez se inclinaron menos por el reconocimiento del carácter heredi­
tario de la tenencia villana, que se había tomado por costumbre llamar
tenencia por copia — copyhold— , porque no se probaba más que
por la inscripción en eí registro de la tierra señorial. Llegó un mo­
mento, es cierto, a finales del siglo xv, en que los magistrados
reales, franqueando por fin la antigua barrera, se resolvieron a inter­
venir en los asuntos internos del manor. Pero ellos, a su vez, no
podían fundar sus dictámenes más que sobre las costumbres de las
diversas tierras, tai como se Ies ofrecían, ya casi en todas partes
transformadas. En todos los lugares en que había pasado a formar
parte de la costumbre, que eran, con mucho, los más numerosos,
admitieron la precariedad de la posesión campesina.
En Francia, la evolución de la justicia real, con un retraso de
un siglo largo respecto a Inglaterra, siguió vías muy diferentes. Poco
a poco, de forma irregular, aquí haciéndose con un «caso» y allí
haciendo referencia a los recursos de tal o cual tierra, los tribunales
de la monarquía, desde el siglo x iii , toman pellizcos de las justicias
señoriales. Nada de grandes disposiciones legislativas comparables
a las «audiencias» de los Plantagenet, pocas vistas de conjunto, pero
tampoco ninguna frontera definida. Los procesos que surgen entre
el señor y sus tenedores nunca se han visto, por principio, excluidos.
Desde el principio, las gentes deí rey, si se presenta la ocasión, no
dudan en hacerse cargo de ellos. Los juzgan, desde luego, según la
costumbre local, con lo cual contribuyen a fijarla; eso es a veces
a costa del campesino, cuyas cargas se ven así perpetradas y a ve­
ces, cuando los abusos se convierten en precedentes, agravadas, pero
es por lo menos en gran provecho de sus derechos hereditarios. Con­
solidado por la jurisprudencia, el carácter patrimonial de las tenen­
cias, en el siglo xvi, ha entrado demasiado en las costumbres para
que pueda verse discutido en lo sucesivo. Desde que se enseñaban
en las escuelas las leyes de Justiniano, había un grave problema de
nomenclatura que preocupaba a íos juristas. La organización seño­
rial, y, por encima de ella, el sistema feudal, gravaban la tierra con
toda una jerarquía de derechos reales superpuestos, basados en la
costumbre o en contratos, todos igualmente respetables en su esfera,
y de los cuales ninguno tenía el carácter absoluto y dominante de la
propiedad quiritaria. En la práctica, durante largos siglos, todos los
procesos referentes a la pertenencia de la tierra o de los ingresos
que reportaba se habían basado en la «saisine», es decir, la posesión
protegida y legitimada por la tradición, y nunca sobre la propiedad.
Pero, a los estudiosos, las categorías romanas se les imponían im­
periosamente. Entre el señor del feudo o el vasallo, entre el señor
de la tenencia o el villano, ¿quién era, pues, el propietario? A toda
costa, había que saberlo. No nos ocupemos aquí más que de la te­
nencia, con exclusión deí feudo, y dejemos de lado todos los sistemas
mixtos — como la distinción de los dos «dominios», «directo» y
«útil»— que a lo largo de los tiempos fueron surgiendo. En la
búsqueda del verdadero propietario, durante mucbo tiempo la doc­
trina vaciló. Pero ya desde el siglo xm hubo hombres de los tri­
bunales y desde el xvi autores como el ilustre Dumoulin que reco­
nocieron esa calidad al tenedor. En el siglo xvm ésa es la opinión
común.22 Los propios terriers, especies de catastros elaborados por las
administraciones señoriales para facilitar la percepción de los censos,
suelen escribir, en cabeza de la columna en la que ponen los nom­
bres délos poseedores de las tierras sometidas a las cargas, esa fatídica
palabra de «propietarios». Palabra efectivamente cargada de sentido:
confirmaba y reforzaba la idea de perpetuidad, inherente al derecho
real que ejercía tradicionalmente el tenedor sobre su casa y sus
campos. Por una curiosa paradoja histórica, la propia lentitud del
desarrollo judicial francés había sido más ventajosa para los hom­
bres del campo que las atrevidas construcciones de los reyes norman­
dos y angevinos de Inglaterra.
Ante la catástrofe con que los amenazaban las transformaciones
de la economía, i acaso los señores franceses, jurídicamente incapa­
ces de acaparar la tierra, iban a rendirse? Creer que sí habría sido
conocer muy poco el estado de espíritu que los nuevos adquisidores
de feudos, formados en la escuela de las fortunas burguesas, habían
extendido a la clase en la que acababan de entrar. Lo único que pasó
fue que los métodos tuvieron que hacerse más insidiosos y más fle­
xibles. Los derechos propiamente señoriales estaban lejos de haber
perdido todo su valor, pero su rendimiento había disminuido mu­
cho; ¿no era posible, con una administración más agarrada, obtener
un rendimiento mejor? El sistema que hacía del señor menos un
explotador que un rentista, a la larga, había demostrado ser desas­

22. Ejemplos antiguos, en k práctica: R. Merlct, Cartulaire du Grand-


'Beaulieu, 1907, n.° CCCXXI, 1241 (donde propietario es claramente sinónimo
de tenedor a perpetuidad); Arch. de Seine et Gise H, fondo de Livry, 1 (1296).
Para el siglo xv, J. Legras, Le bourgage de Caen, 1911, pp. 126 n.° 1, 220 n.° 2;
R. Latouche, La vie en Bas-Quercy, p. 72. En la literatura jurídica, tendencia
en ese sentido desde J. d’Ableiges (especialmente II, c. XXIV). Dumoulin,
CEuvres, t. I, ed. de 1681, p. 603. Pothier, Traite du droit de domaine, § 3.
Cf. Championniere, De la propriété des eaux courcntes, 1846, p. 148. Desde
luego, no sería difícil citar casos, mucho más numerosos, en que el tenedor es
presentado como detentador, no de la propiedad de la tierra, sino de la de un
derecho sobre la tierra; y, a decir verdad, es en esa forma —aplicada a los
derechos reales más que, directamente, a los bienes raíces— como la edad media
concibió, sobre todo, la propiedad inmobiliaria.
troso; ¿por qué no intentar dar marcha atrás y, sin violencia, puesto
que la violencia no estaba permitida, tenazmente, diestramente, tra­
bajar en la reconstrucción del dominio?

Muchos de los antiguos derechos, precisamente porque eran de


poco provecho, y debido también al desorden habitual en tantas
casas nobiliarias, hacia el final de la edad medía habían dejado de
percibirse regularmente. El señor perdía con ello, no solamente la
renta anual, ordinariamente de valor mediocre, sino también, lo que
era más grave, la esperanza de que, el día en que por defunción o
alienación la tierra cambiara de manos, él podría probar su dere­
cho a exigir el impuesto de mutación, también fijado generalmente
por la costumbre, pero con un importe relativamente elevado. A ve­
ces no se sabía ya muy bien de qué señorío dependían tal o cual
parcela. En el siglo xvi no es nada raro ese caso. En los siglos si­
guientes se encuentra todavía —por lo imbricados que estaban los
«solares» y lo difícil que era, por tanto, precisar sus límites— , pero
cada vez con menos frecuencia. Y es que en la administración se­
ñorial han penetrado las sanas costumbres de los negocios: conta­
bilidad, inventarios. Indudablemente, desde que había señoríos se
había comprendido que era conveniente proceder a recapitulaciones
periódicas y poner por escrito los derechos. Los «polípticos» caro-
lingios, herederos, probablemente, de una tradición romana, ates­
tiguaban ya esa preocupación, y lo mismo se veía, una vez pasados
los terribles trastornos de los siglos x y xi, en numerosos «censiers»
y «¿erriers». Pero a partir de la gran reconstrucción que siguió a la
guerra de los Cien Años, esos documentos se multiplicaron, se re­
pitieron en las mismas tierras con intervalos cada vez más cortos
y se hicieron cada vez más metódicos y cuidados. A decir verdad,
tenían un defecto: resultaban bastante caros. Ahora bien, ¿quién
pagaba? Un principio de derecho disponía que el tenedor, al igual
que, más arriba de la escala social, el vasallo con feudo, se vieran
obligados, en ciertos momentos y por solicitud con manifestación
de motivos, «a declarar» a su señor sus posesiones y sus obliga­
ciones. El terrier podía considerarse que reunía, simplemente, una
relación de declaraciones; ¿no era conveniente que, de igual modo,
fueran los contribuyentes quienes cargaran con los gastos? En las
tenencias, no obstante, la declaración había sido siempre una forma­
lidad excepcional; el terrier, pasado de nuevo a limpio con frecuencia,
había riesgo de que representara una carga mucho más pesada; de
una vieja máxima jurídica se iba a sacar, de hecho, una nueva carga.
La jurisprudencia parece que vaciló, y no fue nunca unánime; pero
bajo el Antiguo Régimen, entre Parlamento y Parlamento, pocas
veces lo era. Al final, no obstante, a partir del siglo x v ii, en gran
parte del reino, se decidió a reconocer al señor el derecho a reclamar
de sus hombres — aquí cada treinta años, allí, incluso, de veinte
en veinte años— , total o parcialmente, según las provincias, los
gastos inherentes a la renovación de los temibles ííbros que fijaban
su sujeción.23 ¿Cómo retroceder, a partir de entonces, ante un tra­
bajo que no costaba nada o que costaba muy poco, y cuyo provecho
era seguro? Así se creó toda una técnica, una «práctica», codificada
por la letra impresa en el siglo xvm , y, por lo mismo, todo un
cuerpo de especialistas, de «comisarios», diestros en trazar su ca­
mino entre la espesura de los derechos. Pronto no habrá casi biblio­
teca alguna de castillo o de monasterio en la que no se vea alinearse
en los estantes, encuadernados en piel o en pergamino, esos registros
en larga colección — «¿errters», «liéves», «arpenteme?jts», «marche-
menís»: los nombres varían hasta el infinito y las propias modalida­
des son muy diversas— , los más antiguos, casi siempre miserable­
mente garabateados, y los más recientes caligrafiados con trazo ele­
gante y claro. Desde finales del siglo x v ii, cada vez más a menudo,
van acompañados por «píanos geométricos», ya que la propia ma­
temática, aplicada a la representación del terreno, se pone al ser­
vicio de la economía. Gracias a esos inventarios, que se suceden de
generación en generación y aún con más frecuencia, las mallas deí
entramado señorial se hacen más fuertes. Ningún derecho, por mo­
desto que sea, corre el riesgo de extinguirse por prescripción.
Pero hay más. Sacando a colación los viejos títulos, escarbando
los fondos de baúl del señorío, había una fuerte tentación, aquí de
hacer revivir un antiguo derecho caído en desuso, allí de aplicar una
obligación general en la zona a una tierra que hasta entonces hu­
biera escapado a ella, y en otro lugar de derivar, de una costumbre
cierta, una consecuencia jurídica que antes quedara en la sombra,

23. Guyot, Répertoire, voz «Terrier». Cf., sobre la evolución de la juris­


prudencia, O. Martín, Histoire de la coulame de Taris, t, I, p. 406.
o incluso de deslizar, simplemente, en el embrollado haz de dere­
chos, una carga totalmente nueva. ¡Qué gloria para el feudista o el
funcionario señorial, qué útil fundamento para una buena reputación
profesional, un regalo semejante hecho a quien les da trabajo!
Añádase, además, el beneficio inmediato, porque ordinariamente los
comisarios percibían los atrasos de esos «descubrimientos». «Des­
cubrían mucho.» 24 «Todo ha cambiado de aspecto en Brieulles»,
escribe en 1769 el representante del príncipe de Condé, que acaba
de terminar la «descripción» de esa tierra. Le ha sido mostrado, es
cierto, un documento más antiguo, sensiblemente menos favorable
a «Su Alteza Serenísima», «documento nulo y falso», que sobre todo
habrá que guardarse de comunicar a partir de entonces «a quienquie­
ra que sea».25 La incertidumbre de las tradiciones permitía muchos
malabarismos. A decir verdad, en ese embrollo, hasta el más sin­
cero de los hombres podía no saber ya siempre dónde empezaba el
abuso; a ojos del orden establecido, la propia desaparición de las
antiguas cargas había sido un atentado al derecho, y, por otra parte,
los señores no siempre iban desacertados cuando acusaban a los
campesinos — «maliciosos a más no poder», decía una dama de
Auvergne— 36 de evitar someterse siempre que podían a las obliga­
ciones más reconocidas: eran los inevitables malos entendidos jurí­
dicos entre las fuerzas sociales en lucha. Nada más indeterminado y,
sin el platino o el invar, nada más variable que los patrones de
medida. Una modificación del celemín del terrazgo o de los diezmos,
como la que hizo en el siglo xvm un monasterio bretón, y ya eran
algunos sacos ganados. Más aún que las rentas rústicas, fueron los
derechos anejos lo que ingeniosas interpretaciones consiguieron hacer
aumentar y obedecerá nuevas necesidades económicas. Los campesinos
del ducado de Rohan, desde siempre, llevaban los granos de los censos
al granero señorial. Pero en el siglo xvn el señorío bretón entró

— o volvió a entrar— en el ciclo de intercambios. Igual que un
hidalgo del báltico, el noble duque se hizo comerciante de cereales.

24. Informe de los comisarios civiles en el Lot. 15 de marzo de 1791, en


Arch. Parlementaires, t. XXV, p, 288.
25. Carta (2 diciembre 1769) en cabeza del terrier de 1681: Chantilly,
reg. E 41. Ese terrier, tan injuriosamente tratado, es el único conservado de
los de las antiguas series del Clermontois; ¿fueron los otros destruidos volun­
tariamente por los agentes del príncipe?
26. Revue d'Auvergne, XLII, p. 29.
A partir de entonces, en virtud de una serie de decretos del Par­
lamento de Rennes, fue hasta el puerto de mar, a menudo mucho
más alejado, hasta donde tuvieron que hacerse los acarreos. En Lo­
rena, ya desde la edad media, algunos señores se habían hecho reco­
nocer el «rebaño aparte». Entiéndase con ello que, cuando los bar­
bechos o el común se abrían al apacentamiento colectivo, ellos se
libraban de la obligación de enviar a sus animales con el rebaño
común del pueblo, y con ello evitaban en la práctica, en cuanto al
número de los animales y a los terrenos de apacentamiento, una vi­
gilancia que consideraban molesta. Esos privilegiados eran entonces
muy pocos. En los siglos xvn y xvm , al mismo tiempo que los pro­
gresos del comercio de lanas y carnes y, en una palabra, como antes,
la participación del señorío en un sistema general de circulación de
bienes, hacía más deseable el favor, el número de los que lo disfru­
taban aumentó considerablemente, y así se contaron entre ellos todos
los que tenían en sus manos la alta justicia y la mayoría de los demás
señores. Legalmente no tenían derecho a esos privilegios más que con
la condición de aprovecharlos ellos mismos. No obstante, a pesar de
los textos más claros, los tribunales de Metz y de Nancy, ya muy
inclinados a reconocer esa ventaja a quien la reclamara, la dejaban
arrendar a grandes empresarios ganaderos. De igual modo, en el
otro extremo del reino, en el Bearn, el Parlamento de Pau aceptaba
sin pestañear las declaraciones en las que, en contra de la costum­
bre, muchos poseedores de feudos se atribuían una facultad análoga,
llamada allí «hierba muerta».27
No es ninguna casualidad que en casi todos esos ejemplos —y en
otros casos, innumerables, que podrían citarse— aparezca la palabra
Parlamento. La entrada en masa de la burguesía de los oficios en la
nobleza y la constitución del cuerpo judicial como una verdadera
casta, por el mecanismo del carácter hereditario y la venalidad de
los cargos, hicieron que los tribunales reales de justicia, a todos los
niveles, se poblaran de señores. El más probo de los magistrados, a
partir de entonces, difícilmente podía ver las cosas más que a
través del prisma del espíritu de clase. En Alemania las asambleas

27. L. Dübreuil, en Revue d'Histoire Économique, 1924, p. 485. Du


Halgouet, Le duché de Roban, t. II, 1925, p. 46; cf. M. Sauvagcau, Arresis et
réglemens, 1737, 1. I, caps. 289-291. Afínales d’Histoire Économique, 1930,
pp. 366 y 516.
electivas, los «Estamentos», en los que dominaban los hidalgos, y en
Inglaterra las Cámaras, que representaban sobre todo a la gentry,
y los jueces de paz, dueños de la policía rural, que salían del mismo
medio, eran los más firmes pilares del régimen señorial. En Francia
ese papel correspondió a los tribunales de baílía y de senescalía, a los
présidiaux y, sobre todo, a los Parlamentos. Si bien no llegaron hasta
permitir la evicdón de los tenedores — revolución jurídica verdade­
ramente inconcebible y que nadie se atrevía a pedir— , sí, al menos,
toleraron multitud de pequeñas usurpaciones que, a la larga, acabaron
por pesar.
Afortunadamente para los campesinos, la clase señorial francesa,
cuya influencia llegaba a la jerarquía judicial, no alcanzaba a poseer
plenamente otros resortes de mando que la gentry inglesa — desde
las revoluciones— y el junkertum alemán —hasta la reconstitución
de la monarquía— tuvieron fuertemente de la mano: el poder políti­
co y la libre dirección de los grandes servicios administrativos.
A partir del siglo xvii, en cada provincia, el representante directo
del rey, el Mons. Intendente, aunque perteneciente él mismo por
sus orígenes al mundo señorial, por una necesidad de su misma
función se encuentra en perpetua rivalidad con la magistratura de
oficios. Además, como agente fiscal por excelencia, se debe a la
protección de las comunidades rurales, materia imponible si las hay,
en contra de las intemperancias de la explotación por parte de los
señores. Más en general, tiene por misión conservar los súbditos del
Príncipe. En Inglaterra la caída del absolutismo permitió el auge,
en provecho de la gentry, del célebre movimiento de los «cercamien-
tos», que era una transformación de los métodos técnicos, pero
también, en la práctica, en sí mismo o por sus consecuencias, repre­
sentaba la ruina o la desposesión de innumerables tenedores. En
Francia, por un fenómeno análogo pero inverso, la victoria de la
monarquía absoluta limitó la amplitud de la «reacción feudal». Sólo
la limitó. Los servidores de la realeza consideraron siempre el régi­
men señorial como una de las piezas maestras del Estado y del
orden social. No comprendieron el peligro de aquella paradoja ya
entrevista, en el umbral de los tiempos modernos, por Fortescue:
la de un campesino cada vez más gravado por el fisco público, sin
que el antiguo fardo de las obligaciones que tenía para con el señor,
quien en el Estado monárquico no era, después de todo, más que
un particular, fuera suprimido ni siquiera suficientemente aligerado.
A través del rebaño aparte, a través de la «hierba muerta», ya
hemos visto esforzarse al señor por tomar parte inmediata, con la
ganadería, en los beneficios de la tierra. La misma meta, más eficaz­
mente aún, la alcanzó él mediante la reconstrucción del dominio.
Reconstrucción, primero, a costa de las tierras comunales. Más
tarde habremos de describir las vicisitudes del gran combate por
las tierras yermas. De momento retengamos simplemente que éste,
muy duro en los tiempos modernos, permitió finalmente a muchos
señores recortarse en las antiguas tierras de pasto, o bien grandes
pastos vedados a partir de entonces a toda intrusión ajena, o bien
buenos campos que dieran sus cosechas.
Reconstrucción también, y quizá por encima de todo, a costa
de las tenencias. Antes, la tierra, la «écboiie» de quien estaba su­
jeto a la luctuosa, casi siempre se vendía a los parientes del difunto,
hasta el punto de que en ciertos señoríos del siglo xm esa última
costumbre había adquirido fuerza de ley. Ahora ocurre mucho más
frecuentemente que, allí donde aún pervive la servidumbre, el se­
ñor se queda con la écboite. Era cosa generalmente admitida que el
señor tenía derecho a unir a la reserva todas las posesiones sin
dueño. Un buen día, con ocasión de un terrier o de una redistribu­
ción realizada tras una guerra, hay que medir las parcelas de los
tenedores. Algunas de ellas muestran una superficie superior a la
que les atribuían los antiguos títulos, porque efectivamente se hu­
bieran producido ilegítimos agrandamientos, o porque, más bien,
los procedimientos de agrimensura primitivos hubieran sido dema­
siado poco precisos o el patrón de medición, entre tanto, se hubiera
modificado. Esos pedazos de campo de más son posesiones vacan­
tes, y son, en ese sentido, presa fácil, O bien se trata del juego de
los atrasos, «finamente conducido», denunciado por un moralista
del siglo xvii: un señor, con prisa por «cuadrar» su dominio, deja
pasar por lo regular veintinueve años sin exigir sus rentas (éstas
prescribían, normalmente, a los treinta años); al cabo de ese plazo
de tiempo, «habla»: las «pobres gentes», dormidas en una engañosa
seguridad, naturalmente, no han dejado a un lado la enorme canti­
dad que de repente se hace necesaria; como son insolventes, les llega
el embargo. De este modo nuestro hombre, a su muerte, resulta
«poseedor de casi todas las tierras de su parroquia».25
28. Anuales d'Histoire Économique, 1930, p. 535. Le Pére Collet, Traite
des devoirs des getts du monde, 1763, p. 271.
Pero fue sobre todo a través de una lenta concentración por las
vías más normales — compras, intercambios— como, en manos de
los señores, resurgió la gran explotación rústica. A este respecto, su
obra no puede separarse del trabajo totalmente semejante realizado
al mismo tiempo por muchos otros miembros de las clases acomo­
dadas, por burgueses que seguían aún de esta parte de la móvil
frontera que separaba la plebeyez de la nobleza, o incluso por gran­
des campesinos, totalmente dispuestos, por otra parte, a adoptar el
género de vida de la burguesía.
Dirijamos la vista a uno de esos planos de tierras de cultivo
elaborados en tan gran número desde el siglo xvn y que tan viva ima­
gen nos han dejado del caparazón de la sociedad rural y, tras de ella,
del animal mismo. Estamos, supongamos, en zona de fragmentación,
o digamos incluso — con ello el ejemplo será aún más significativo—
de campos alargados. Por todas partes recortan la tierra las largas
franjas acostumbradas. Hay, no obstante, unos rectángulos mayo­
res, mucho mayores, que, dispersos entre el desbarajuste de menudas
bandas, forman grandes manchas blancas. Se han constituido me­
diante la progresiva reunión de cierto número de parcelas del tipo
normal, y a veces de un número muy grande. En torno al pueblo de
Bretteville-POrgueilleuse, en el llano de Caen, son claramente visi­
bles varios de esos grandes campos, que presentan con el resto
de tierras del término el más vivo contraste. Por fortuna, un «mar-
chement» de 1482 —anterior en casi dos siglos— proporciona un
punto de referencia de precisión poco frecuente; sabemos por él -o
más bien por la comparación que un erudito del siglo xvm , fami­
liarizado con la historia del lugar, tuvo la feliz inspiración de esta­
blecer entre los dos documentos— que allí donde en 1666 desple­
gaban sus surcos cuatro pedazos de tierra gigantes, en 1482 se veían,
respectivamente, 25, 34, 42 y 48 parcelas Ahí el fenómeno es
particularmente claro y fácil de seguir, pero en otros lugares, en
miles de casos, se repite. De los mapas pasemos a los terriers. Inte­
rroguémosles sobre los títulos y condiciones de los felices poseedores
de esos campos excepcionalmente extensos. Con una regularidad ma­
ravillosa, constantemente nos ponen en presencia de uno de los cua­
tro casos siguientes: el señor (es lo más frecuente); un noble de
los alrededores, casi siempre de la nobleza de oficio, todavía medio
aburguesada; un burgués de alguna de las ciudades o poblaciones
vecinas, un comerciante, pequeño funcionario u hombre de leyes,
es decir, en una palabra, un «Monsieur» (los terriers, por regla gene­
ral, ponen gran cuidado en no gratificar con ese honroso apelativo
más que a las personas de condición superior a la de los menesteres
rústicos), y a veces, pero más raramente, un simple labrador que ya
fuera dentro de aquellas tierras un propietario importante y que fre­
cuentemente muestra ejercer, junto a sus ocupaciones propiamente
agrícolas, un oficio de manejar dinero, de comerciante o de taber­
nero, al que a menudo une la profesión, más lucrativa pero menos
agradable de confesar, de prestamista a la dita.
Ahora bien, todas esas categorías sociales no son a menudo más
que etapas de un mismo ascenso: el campesino rico dará cepa de
Messieurs, y éstos, quizá, la darán de nobles. Los primeros concen­
tradores de tierras, ya desde el final del siglo xv, surgieron sobre
todo de entre esos pequeños capitalistas de los pueblos o núcleos
de población — los comerciantes, los notarios, los usureros— , quie­
nes, en la sociedad económica renovada y cada vez más dominada
por el dinero-rey, tenían un papel que era sin duda más oscuro que
el de los grandes aventureros de la banca y de los negocios, pero
que no era menos eficaz: el papel, en suma, de un fermento. Se
trataba de gentes que ordinariamente no ahogaban los escrúpulos,
pero que sabían ver claro y lejos. El movimiento era general y se
repite igual en todas las provincias: la misma tenacidad inspira las
adquisiciones de Jaume Deydier, hombre de leyes de Ollioules, en
Provenza, de «sire» Pierre Baubísson, comerciante de Plaisance,
en Montmorillonnais, o de Pierre Cédle, consejero de S. M. Felipe II
en su Parlamento de Dole. Los señores no siguieron el impulso más
que con cierto retraso, y a menudo no tuvieron que hacer más que
prolongar la acdón de antepasados nacidos de la plebe. Señor de
Minot, en Borgoña, y gran propietario de tierras del término, Ale-
xandre Mairetet, consejero del Parlamento de Dijon bajo Luis XIV,
desciende de un pequeño comerciante que en el siglo xvr empezó a
acumular bienes raíces en el mismo lugar. Una familia originaria
de Caen o de sus proximidades, los Perrotte de Cairon, en 1666,
detenta casi todas las grandes tierras de labor que hay en un solo
pedazo alrededor de Bretteville-POrgueilleuse. Sus miembros se ha­
cen con el título de escudero e invariablemente ponen a continuación
de su patronímico un nombre de señorío: sieurs de Saint-Laurent, de
la Guere, de Cardenville, de Saint-Vigor, de la Pigassiére. Pero su
nobleza no data de mucho más de dos siglos atrás, y desde luego
el patrimonio se formó primero en el comercio y los oficios, aunque
pronto se cimentara con una sólida base rústica. Ya desde 1482 Ni­
colás de Cairon poseía a las puertas del pueblo un campo llamado
entonces «le Grand Clos» (el gran cercado), «y procede dicho cer­
cado», dice el «marcbement», «de diversas personas, por adquisición,
cambio y otras formas».29 A menudo — como en Minot, en el caso
de los Mairetet— la condición señorial de la tierra no vino más
que en segundo lugar. En tres años, de 1527 a 1529, un procurador
general del Parlamento de Borgoña, gracias a veintidós escrituras
de venta obtenidas de diez propietarios diferentes, constituye el do­
minio de La Vault, de unas seis decenas de hectáreas, y después de
eso se adueña de una parte de los derechos señoriales y de justicia,30
En los siglos xvii y xvm , en las familias de la alta burguesía, la
tradición de esas adquisiciones rústicas persiste. Se implanta en
las familias nobiliarias. Unir prados a las tierras de labor y viñas
a los bosques es, para el comerciante enriquecido, asegurar la for­
tuna de su descendencia sobre bases más sólidas que los azares del
comercio; «las familias», escribe Colbert, «no pueden mantenerse
bien más que mediante inversiones sólidas en bienes raíces». Es
también aumentar el prestigio del linaje: la conquista de la tierra y
de los derechos señoriales que no dejan de añadírsele tarde o tem­
prano da consideración y prepara el ennoblecimiento. Para el noble
auténtico, es asegurarse contra los riesgos de los censos. Finalmente,
para todos aquellos que tenían algún dinero, nobles de vieja y de
nueva estirpe o simples plebeyos, en eí siglo xvu vino a añadirse
una nueva razón de apuntar a las adquisiciones de tierras: la esca­
sez de inversiones mobiliarías que fueran a un tiempo lucrativas y
seguras. Se compran campos como más tarde habían de comprarse
títulos de deuda del Estado, obligaciones de ferrocarriles o valores
del petróleo. Era obra de persistencia: a Antoine de Croze, abogado
de Aix, le hizo falta toda una vida, o casi, para reconstruir en be­
neficio suyo el señorío de Lincel, fragmentado entre tantos interesa­
dos que la primera parte que él adquirió, de un deudor insolvente,

29. Aubert, en Comité des Travaux Historiques, Bull. Historique, 1898.


Texto referente al documento 33, Arch. Calvados, H 3226, fol. 271. Los Archi­
vos de Calvados tienen un cartulario de la familia de Cairon, empezado el 13
de febrero de 1460, cuyo estudio detallado, que yo no he podido abordar, sería
de gran interés.
30. A. De Charmasse, Cartulaire de l’église d'Auíun, 3.* parte, 1900, p. cxiv.
era de un cuarentaiochoavo; a los señores de Lantenay, en Borgoña,
les fueron necesarios setenta y cinco años para componer con- di­
versos pedazos de tierra la parcela que a partir de entonces tomará
el característico nombre de «grande piéce» (gran pedazo), y ciento
sesenta para reunir en sus manos el terreno sobre eí cual, finalmente,
levantarán su castillo. Pero el beneficio valía la pena de eso.
En ciertos lugares, esa concentración de tierras fue lo bastante
importante como para modificar incluso la distribución de los hom­
bres sobre el terreno. Donde dominaban los grandes pueblos, los
términos de tierras eran demasiado extensos y el número de ocu­
pantes demasiado grande como para que esa multitud de explotado­
res pudiera ser sustituida por un único amo. En cambio, en las zonas
de cercados del centro y quizá de Bretaña, donde los núcleos de
población eran mucho más pequeños y la fragmentación era menos
acusada, y en las zonas de roturación reciente, donde los roturadores
se agrupaban en aldeas, no era imposible para un propietario afortu­
nado acaparar poco a poco todo un término de tierras. En el lugar
de más de un antiguo puñado de casas, en tierras de Montmorillon,
en el Lemosín o por los cerros de tierras de Montbéliard, se vio
surgir, aislada, una gran casa de labranza, con sus campos reunidos a
su alrededor.31 La labor de reconstitución rústica, realizada bajo el
Antiguo Régimen por la burguesía y la nobleza, tuvo como conse­
cuencia un nuevo progreso del hábitat disperso.
Las antiguas reservas señoriales, donde, parcialmente, habían sub­
sistido, no podían hacer mucho más que servir como punto de
apoyo para una reconstitución del dominio que, con mucho, las su­
peraba. Los intercambios, de forma dispersa, permitieron cómodos
redondeos, pero, desde luego, las concentraciones parcelarias se hi­
cieron sobre todo por medio de compras. ¿Cómo es que tantos pe­
queños campesinos se vieron llevados a deshacerse de los campos
paternos? Con otras palabras, ¿por qué se tuvieron tantas dificulta­
des de dinero?
A veces es un acontecimiento fortuito lo que explica su miseria.
Así, por ejemplo, la guerra. En la Borgoña de finales de siglo xvn

31. Montmorillonnais: Raveau, L’agrictdture... dans le Haut-Poitou, p. 54,


Lemosín: informaciones amablemente comunicadas por M. A. Petit, archivero
de Haute-Vienne, o recogidas por mí mismo. Montbéliard: C. D., Les villages
ruinés, 1847.
es significativo que los pueblos en los que se contaba el menor núme­
ro de tenedores hereditarios fueran al mismo tiempo aquéllos en los
que, a lo largo del siglo, los destrozos de las invasiones y los com­
bates habían sido más profundos, Algunos antiguos habitantes se
habían ido y no habían vuelto a aparecer; su tierra, caída en des­
herencia, revertía al señor, quien, más entendido que sus predeceso­
res de después de la guerra de los Cíen Años, y más favorecido
por las circunstancias económicas, se guardaba mucho de repartirla
de nuevo en tenencias perpetuas; la conservaba para sí o, sí creía
tener que arrendarla, no formalizaba el contrato más que por un
tiempo determinado. Muchos censaleros, no obstante, se habían que­
dado o habían vuelto, pero sin anticipos, muriéndose de hambre y a
menudo endeudados, habían tenido que vender sus posesiones, a
bajo precio.
Para lanzar a la masa rural a irresolubles dificultades financieras,
los golpes de azar, sin embargo, no eran en absoluto necesarios. Para
ello bastaban con creces las dificultades de la adaptación a un mundo
económico nuevo. Había pasado la época en que, bien o mal, y más
mal que bien, el pequeño productor podía y sabía vivir de lo
suyo. Desde ahora, constantemente había que echar mano de la
bolsa: pagar al recaudador de impuestos, instrumento de un Estado
cuyas necesidades se habían visto centuplicadas por la revolución
económica, pagar al agente del señor, también llevado por las nece­
sidades de la época, al igual que el Estado, a un máximo de rigor, y
pagar al comerciante, pues las costumbres de vida, que habían pe­
netrado hasta los más humildes, ya no permitían demasiado dejar de
comprar ciertos alimentos o ciertos productos. Indudablemente, allí
estaban los frutos de la tierra, una parte de los cuales, por lo me­
nos en los años buenos, podía venderse. Pero no todo es vender.
Para obtener algún beneficio, hay que hacerlo además en el momento
favorable, y por consiguiente hay que ser capaz de espera y de pre­
visión, cuestión de fondos de reserva y de mentalidad. Ni la abun­
dancia de capitales ni la habilidad para calcular la «coyuntura» eran
el punto fuerte del pequeño campesino. Sobre el comercio de cerea­
les se levantaron del siglo xvi al xvm buenas fortunas, fortunas de
comerciantes, de «blatiers», y a veces también de grandes labradores,
de hospederos y de empresarios de acarreos. El campesino «medio»
ganó en ello mucho menos. La necesidad que tenían tantas gentes
del campo de procurarse a toda costa dinero líquido se traducía,
bajo el Antiguo Régimen, en muchas regiones, por su celo en buscar
ea la forma del trabajo domiciliario el complemento de los salarios
industríales. Más a menudo aún, esas gentes tomaban dinero prestado,
No hace falta decir que con intereses muy gravosos. El crédito
agrícola no estaba ni organizado ni previsto. En cambio, el ingenio
de los prestamistas era infinito. Préstamos de dinero, préstamos de
cereales y préstamos de ganado, con la garantía de la tierra o de la
próxima cosecha y a menudo — sobre todo en el siglo xvi, debido
a la vieja prohibición de que teóricamente eran todavía objeto los
intereses—* disfrazados con la máscara de los más inofensivos con­
tratos, todas esas combinaciones, sutiles y diversas, tenían el efecto
general de gravar pesadamente al deudor. Una vez atrapado en el
engranaje de las deudas, incapaz de dar satisfacción a un tiempo al
fisco, al hombre del señor y al usurero del pueblo, el campesino, aun
cuando tuviera la suerte de evitar el embargo o la venta «por de­
creto», difícilmente escapaba, finalmente, a la necesidad de vender,
amistosamente, algunos pedazos de tierra de labor, viñedo o prado.
A menudo el propio prestamista, comerciante de posesiones — «mo-
yenneur», como se dice en el Poitou del siglo xvi— al mismo tiempo
que comerciante de dinero, es el comprador; quizá, desde el prin­
cipio, si concedió el préstamo no fue más que con esa esperanza.
Otras veces es para guardar la tierra él mismo y convertirse a su
vez en propietario rústico, primer paso del camino hacia el pres­
tigio social y la nobleza, y otras para revenderla, con beneficios, a
algún burgués mejor situado o a algún noble. En otros lugares el
vendedor, con dificultades de dinero, se dirige directamente a un
gran comerciante o a su propio señor. Todas esas gentes, claro está,
no compran al azar; saben el precio de las tierras «bien acotadas»,
unidas, en lo posible, «al recinto de la casa»,32 y compuestas en cual­
quier caso de un pequeño número de grandes pedazos de un solo
tenedor. En el origen de la resurrección de las grandes explotaciones,
de tantos bellos dominios reunidos, que se ven entonces nacer y cre­
cer en los campos, lo que revelarán los estudios minuciosos que un
día habrá que emprender, provincia por provincia, será sin duda,

32. Rapin, Les plaisirs du genttlhomme champétre, citado por P. De


Vaissifere, Gentilbommes campagnards, 2* ed., 1928, p. 205.
2 4. — BLOCH
ante todo, en la financiación de la vida campesina, una larga y fuerte
crisis de crédito.33
El movimiento, naturalmente, según las regiones, presentó grados
de intensidad muy diferentes. De momento no podemos más que
entrever algunas de esas divergencias, y únicamente situándonos en
el punto final, es decir, hacia filiales del siglo xvui.34 De una pro­
vincia a otra, entre las diversas clases sociales, el reparto de la
«propiedad» — tenencias perpetuas, alodios o feudos— explotada
directamente o por arrendamiento temporal variaba entonces en ex­
tremo. En el Cambrésis y el Laonnois, las iglesias lograron conser­
var o, más probablemente, rehacer grandes dominios; en el Toulou-
sain lo consiguieron en mucho menor grado, o aplicaron a ello mucho
menos esfuerzo; en buena parte de la zona de bocage del Oeste, fra­
casaron totalmente o no lo intentaron en absoluto. En cuanto a la
burguesía, en el Cambrésis tiene poca cosa, en la zona marítima de
Flandes acapara la mitad de la tierra y alrededor de Toulouse, gran
ciudad de comercio y de oficios, unida a la nobleza, muchas de cuyas
familias son también probablemente de origen burgués, detenta* con
mucho, la mayor parte de las tierras. No cabe duda de que las pro­
longaciones de esos contrastes se hacen aún sentir en nuestros días:
la Revolución, con la venta de los bienes nacionales, cambió de
manos muchas propiedades, pero pocas veces las fragmentó. La im­
portancia, en el llano de Picardía, de la gran propiedad, o el pre­
dominio, en el Bocage Normand o en el Oísans, de la pequeña pro­
piedad campesina, son igualmente hechos de hoy y de ayer cuya
clave tiene con seguridad que buscarse en las vicisitudes de la re­
modelación de la tierra después de la guerra de los Cien Años. Des­
graciadamente, faltan estudios precisos, que serían lo único que per­
mitiría unir sólidamente el presente al pasado.

33. Quizá la atenuación de la crisis, a finales del siglo xvm, trajo con­
sigo esa reactivación de las compras campesinas que ha creído observar Louts-
chisky, por lo menos en el Lcmostn; pero la naturaleza misma del fenómeno,
descrito por Loutschisky, sigue quedando todavía bastante oscura: cf. G. Le-
febvre, en Revue d'Histoire Moderne, 1928, p, 121
34. _Datos reunidos y agudamente interpretados por G. Lefebvre, en Revue
d'Histoire Moderne, 1928, pp. 103 ss. Las inmunidades fiscales, de derecho o
de hecho, de las que disfrutaban los estamentos privilegiados, hacían muy per­
judicial para el fisco real el incremento de la propiedad nobiliaria o eclesiástica,
de suerte que la reconstitución de la gran propiedad, a su modo, contribuyó a
la crisis de la monarquía.
Noble o burgués, ¿cómo va a organizar su explotación el nuevo
amo de la tierra, que se niega a no ser más que un perceptor
de rentas perpetuas? Algunos no vacilan en llevar adelante la ex­
plotación ellos mismos, mediante «mozos» (valéis). ¡Gran cambio
de las costumbres! El señor de la edad media, salvo en el Mediodía,
había sido siempre un hombre del campo, en el sentido de que vivía
de buen grado fuera de las ciudades; pero no se ocupaba demasiado
de sus campos. Es verdad que el señor del Fayel, según el testimo­
nio de un poeta del siglo xiii, sale con el alba para «sus trigos, sus
tierras mirar». Siempre es agradable contemplar la tierna verdura
de los jóvenes brotes o el oro de las espigas, bellas cosas de las que
saldrán buenos escudos contantes y sonantes Pero dirigir el cultivo
no era una ocupación demasiado señorial. Vigilar la percepción de los
derechos, hacer justicia y hacer construir, ésos eran ■ — junto a la
guerra, la política, la caza y los relatos nobles o divertidos— los
trabajos y los placeres del castellano. ¿Que un anecdotario pone en
escena a un caballero que se ocupa de los cultivos?: pondrá buen
cuidado en advertirnos que es un hombre arruinado. A principios
del siglo xii, el arzobispo de Dol, Baudri de Bourgueil, buen huma­
nista que sin duda había leído las Geórgicas, se complacía, nos dicen,
en hacer roturar las marismas ante su vista; pasajera fantasía, puesto
que luego reparte la tierra en tenencias perpetuas.35 En el siglo xvi,
en cambio, aparece un tipo nuevo, tanto en la realidad como en la
literatura: el noble campesino (gentilhomme campagnard). Véase,
por ejemplo, en Normandía, en la segunda mitad del siglo, al señor
de Gouberville, noble por su condición y su género de vida, pero
que desciende de burgueses y de funcionarios de justicia. No contento
con mantener con sus administradores una activa correspondencia,
vende él mismo sus bueyes, supervisa la construcción de los diques
y los cercados y la cava de zanjas y, en persona, «lleva a todos los
mozos de la casa» a sacar las piedras de los campos más pedregosos.
Incluso las damas, de la burguesía o de la nobleza, meten las manos
en la masa. En la íle-de-France del síglo xvi, Mademoiselle Poignant,
mujer de un consejero del rey, dirige a segadores y vendimiadores, y
ante ella se estercolan sus tierras. En la Provenza del xvn, la con­

35. Le Chátelain de Coucy, v. 6387. Ch. V. Langloís, La víe en Franee au


moyett-áge, t. II, 1925, p. 154, n. 1. J. AUcnou, Hisioire féodale des mara'ts
de Dol, 1917, p. 57, c. 17, y p. 63, c. 20.
desa de Rodhefort, cuyo marido está lejos» hace plantar viñedos y ve
trillar y ensilar el trigo. En 1611 se tomaba constancia oficialmente
en Artois de los progresos de la explotación directa.36
Si se dirigía inteligentemente, nada más ventajoso que esa ex­
plotación por el propio amo. Pero suponía vivir allí. Incluso si la
tierra estaba arrendada, en su totalidad o en parte, el mejor medio
de utilizarla con provecho era también permanecer junto a ella, para
controlar a arrendadores o aparceros, consumir uno mismo una parte
de los productos y dirigir la venta de ios otros. «En proporción,
saco yo más de mis tierras», escribía Bussy-Rabutin a Madame de
Sévigné, «que usted de Bourbilly, porque yo estoy cerca de los luga­
res y usted está lejos de ellos [... ] Haga por desterrarse: la cosa no
es tan difícil como se piensa».
Pero el destierro, después de todo, era una solución desesperada;
por otra parte, muchos grandes propietarios, nobles o burgueses, no
tenían ni el gusto ni el tiempo libre para vivir en el campo, sin
contar con que ordinariamente los ricos poseían demasiadas tierras,
y demasiado dispersas, como para que íes fuera posible dirigirlas
todas personalmente. Preciso era entonces recurrir al arrendamiento.
Por tiempo determinado, claro está. La tenencia hereditaria, en la
mente de los amos, estaba condenada definitivamente. Pero se ofre­
cían dos sistemas: dividir la gran propiedad en varias explotaciones
pequeñas, confiadas cada una a un arrendador diferente, o bien con­
cederla toda entera a un solo arrendador. Éste, ordinariamente, si
se trata de un dominio señorial, será al mismo tiempo, según una
práctica extendida desde el siglo xm , el arrendador de los censos
y cargas diversas que recaen sobre los tenedores. Dos métodos, y
también dos tipos sociales. El pequeño arrendador es un campesino
que a menudo, junto a su arriendo, posee una tenencia. Su explota­
ción no exige de él más que escasos anticipos. Precisamente porque
se sabe que tiene poco dinero en sus cofres y pocas posibilidades de
ganarlo, el arriendo, en muchas zonas, se le reclama total o parrial-

36. A. Tollemer, Journal manuscrít, 2/ ed., 1880; Mórn. de la Soc. des


Antiquaires de Normandte, XXXI y XXXII; Leíires missives de Charles de
Brucan, ed. Blangy, 1895; A. de Blangy, Généalogie des sires de Russy. 1892.
Y. Bezard, La vie rurde dans le sud de la région parisienne, p. 108. Ch. De
Ribbe, Une grande dame dans son ménage... 1890. Ch. Hirschauer, Les États
d‘Artois, t. I, 1923, p. 121, n. 3. Sobre todo esto, cf. P. De Vaissi&re, Geniils-
bommes campagnards de l’anctenue France, 2.* ed., 1928.
mente en forma de granos. El gran arrendador, en cambio, que 'ti'ene
necesidad de un fondo de operaciones relativamente importante, qué
debe saber vender y calcular y que gobierna a un tiempo una casa
importante, y por delegación el propio señorío, es, en su esfera,
un personaje poderoso, un capitalista por su función económica y,
por su género de vida y su mentalidad, casi siempre, un burgués.
Disponemos de la lista de los arrendadores que, de 1641 a 1758,
se sucedieron en el señorío y el dominio de Thomirey, en el Autu-
nois; frente a veintiún «comerciantes», un carnicero, un notario, un
abogado y un simple «burgués» — del mismo Thomirey o de las
ciudades o poblaciones circundantes— , todos más o menos empa­
rentados entre sí, no se cuenta, representada por dos contratos, más
que una sola familia de cultivadores del lugar, por otra parte visi­
blemente acomodada y aliada con familias de negociantes.37 En la
elección de esos títulos, a decir verdad, hay que atribuir cierta parte
ala vanidad; comerciante fue considerado durante mucho tiempo más
distinguido que labrador. Muchos de quienes así se llamaban pro­
bablemente sacaban de la tierra el grueso de sus ingresos, y, en caso
necesario, no dejaban de manejar ellos mismos el arado. Pero no deja
de ser cierto que su actividad no se limitaba al cultivo, que su hori­
zonte y sus ambiciones desbordaban el estrecho círculo del pueblo.
No faltaban ejemplos de ricos arrendadores que lograban suplantar a
sus amos. Cuando en el siglo xvm la agricultura tomó en todo el
país un carácter cada vez más netamente capitalista, muchos propie­
tarios que hasta entonces habían juzgado más cómodo dividir sus
tierras, procedieron a «reuniones» de explotaciones, en provecho
de algunos grandes arrendadores y a costa de multitud de gentes de
baja condición. Los cuadernos de la Francia del norte, en 1789,
están llenos de protestas elevadas por la masa campesina contra esa
costumbre recién extendida. En esa forma indirecta, y tardíamente,
la reconstitución de la gran propiedad, que en ciertos lugares se
había adaptado hasta entonces al mantenimiento de pequeñas explo­
taciones, condujo también entre nosotros a verdaderas evicciones.38

37. Arch. de la Cóte d’Or, G 2412 y 2415.


38. En Bretaña, a decir verdad, la constitución de los grandes arriendos
no tenía forzosamente como resultado 3a supresión de las pequeñas explotacio­
nes; a menudo, los «particulares ricos» que acaparaban en una comunidad «casi
todas las explotaciones», las hacían cultivar por diversos «subarrendadores»:
Pero las pequeñas explotaciones —los nuevos adquisidores forzó*
sámente tenían algunas en sus manos, bien porque los medios de:
que disponían no hubieran sido abundantes, bien porque hubierah
tenido que dividir sus adquisiciones— no tentaban a los empresarios
capitalistas. Entre los campesinos no siempre era fácil encontrar ni
siquiera un pequeño arrendador, capaz de los modestos anticipos
necesarios. Finalmente, sobre todo en el siglo xvi, y en la primera
mitad del xvn, la tan reciente experiencia del hundimiento monetario
había inspirado a muchos propietarios un sano terror a las rentas en
dinero, forzosamente inmutables durante un cierto período, por corto
que éste fuera. De ahí el extraordinario avance de la aparcería —por
mitad, en principio— , del «métayage».
La retribución de los derechos superiores sobre la tierra por
medio de una parte proporcional de los productos cosechados por el
explotador, esa costumbre, bien reconocida por el derecho romano.,
nunca se había ignorado en nuestros campos. Testimonio de ello
son las tierras de terrazgo que hacia los siglos x y xi se multiplicaron
a costa de los dominios. Pero luego, al haber fomentado los señores,
como es sabido, hacia el final de la edad media, la sustitución de los
pagos en especie por pagos en dinero, ese modo de tenencia se ha­
bía hecho menos frecuente. Donde se había mantenido, pronto se
había hecho hereditario; a la vez, la carga, que casi siempre distaba
mucho de representar la mitad de los frutos, había revestido aquel
carácter de inmutabilidad que tanto desagradaba a los propietarios
del Antiguo Régimen. La propia palabra de métairie (finca en apar­
cería), no obstante, y la costumbre de fijar en la mitad o poco más
o menos la parte del arrendador, se encuentran pronto en ciertas
zonas, especialmente en el oeste, hasta el Maine y el Perche, desde
el siglo xi o el xii, y en Artois por la misma época. ¿Arrendamiento
perpetuo o arrendamiento temporal?: los textos no permiten a me­
nudo dilucidarlo, así como tampoco determinar en cada caso si se
trata de una verdadera tenencia, sometida a toda la retahila de obli­
gaciones señoriales, o de un simple acuerdo entre particulares sin

E. Dupont, en Afínales de Bretagnet XV, p. 43. Pero en muchas otras regiones


—las llanuras del norte, Picardía y Beauce, por ejemplo— hubo, pura y sim­
plemente, sustitución de la gran explotación por la pequeña explotación. Sobre
las resistencias campesinas, c£. tnfra, p. 449.
' «i de vínculo de dependencia; de todos modos, puede dudarse

E 5 en lugar alguno surgiera claramente ese último tipo de con-


rústico, puramente privado, antes del siglo xm. Lo que es
, en cambio, es que gran número de regiones, durante toda la
nedia, habían ignorado la institución casi totalmente o, con
l|ptas salvedades, habían limitado su empleo a algunas aplicaciones
|£articulares, y en especial a los viñedos: siempre el burgués o el
fláérigo que habían adquirido un viñedo bascaron para él un apar-
IgjxQji con preferencia a un arrendador; ¡mejor llenar la bodega que
¡el cofre de íos dineros! Bruscamente, a partir del siglo xvi, se ve
la aparcería, hasta entonces tan desigualmente repartida, y tan
%qco frecuente incluso donde era conocida desde antiguo, se extien-
a toda Francia y, por lo menos hasta el siglo xvm , ocupa un lu-
Sgar, siempre creciente. Contra las fluctuaciones monetarias, no hay
-■ij^tmedio más seguro. Los burgueses de Italia, sutiles financieros, ha-
Iblán sido los primeros en darse cuenta; ¿acaso a veces —como en
..Bolonia a partir de 1376— no habían obligado por ley a ese tipo
■¡ele arrendamiento a todo ciudadano de la ciudad reinante que diera
en arriendo tierras a los habitantes del contado, sometidos y opri-
Ajnidos? Los propietarios franceses no habían tardado mucho más en
hacer la misma observación.
Al principio, durante el período que siguió inmediatamente a
la guerra de los Cíen Años, el contrato fue a veces perpetuo. En los
Campos despoblados, los amos de la tierra trataban de rehacer su
fortuna. Los censos en dinero estaban, a sus ojos, desacreditados,
muchos no querían ni podían llevar la explotación ellos mismos, y en
cuanto a encontrar cultivadores dispuestos a desbrozar las tierras con
k simple garantía de un arrendamiento temporal, no había ni que
soñarlo. La aparcería hereditaria protegía a la vez al cultivador con­
tra la evicción y al amo contra Ja baja monetaria. Tuvo en ciertas
regiones, como el centro, un vivo éxito.39
....Pero a medida que la gran propiedad aseguraba su dominio, la
aparcería por tiempo fijo —por la mitad, la tercera o la cuarta parte
del fruto— se impuso, y con mucho. Olívíex de Serres, bajo Enri­
que IV, la recomienda calurosamente, no encontrando preferible más
que la explotación directa. Practicado en todas partes, o casi, fue
39. A. Petit, «La métairie perpétuelle en Limousin», en Not/vcllc Re une
Historique de Droit, 1919.
sobre todo el modo de explotación preferido, geográficamente por
las zonas pobres, en las que el hombre del campo carecía de todo
fondo de reserva, y socialmente por los pequeños propietarios, no
sólo porque estos últimos tenían a menudo demasiado pocas pose­
siones para poder recurrir a un arrendador capitalista, sino también
sobre todo, porque el arrendamiento en aparcería halagaba sus há­
bitos de vida y de pensamiento. El comerciante o el notario de ciu­
dad pequeña gustan de consumir los productos de su tierra; les
complace recibir de la finca, unas veces el trigo cuya harina habrá de
dar en el horno familiar el crujiente pan y las doradas galletas, y
otras aquellos menudos «deberes» de los huevos, las aves y la carne
de cerdo, estipulados a lo largo de todos los contratos, de los que
tanto partido saca el ama de la casa para los placeres de la mesa.
Le resulta agradable, o bien en la propia ciudad o bien, sobre todo,
cuando vive en su casa del campo, ver acudir a él, gorra en mano,
al aparcero, a su aparcero, reclamar a ese campesino los diversos ser­
vicios — casi corveas— que los acuerdos especifican cuidadosamente,
y patrocinarlo. Aunque jurídicamente es un «socio», el aparcero es
prácticamente, en el sentido romano, un cliente. Los tomadores, dice
un arriendo «á demy-fruits» otorgado en 1771 a beneficio de Jeróme
de Rimailho, consejero honorario del tribunal de primera instancia
(presidid) de Toulouse y gran prestamista de dinero ante el Padre
eterno, deberán al arrendador «fidelidad, obediencia, sumisión».’®
A través de la aparcería, toda una parte de la población urbana se
mantuvo en contacto directo con las cosas de la tierra, y entre ella y
el pueblo de los campos, en plenos tiempos modernos, se establecie­
ron verdaderos vínculos de dependencia personal.

Todo el gran movimiento que acaba de ser descrito tuvo un doble


resultado: uno transitorio y otro que dura todavía.
El lento deslizamiento por el cual, poco a poco, las clases cam­
pesinas parecían escapar al dominio señorial, se detuvo. El señor
volvió a ceñir con fuerza el haz de las cargas. Aunque recién ac­
cedido, a menudo, a su condición, ello no le llevó más que a
hacerle sentir más fuertemente todavía alma de amo. Nada más

40. T. Donat. Une communauté rumie á la fin de VAnden Régime, 1926.


p. 245.
característico que la importancia atribuida por ciertos terriers, des­
pués de su puesta al día, a los derechos honoríficos. «Cuando el
señor o la señora de Bretenniéres o su familia entran o salen de la
iglesia, todos los habitantes y parroquianos de dicho lugar deben
guardar silencio y saludarles»: así habla un terrier borgoñón de 1734.
El terrier precedente no decía nada de eso.
De todos es sabido cómo, de 1789 a 1792, se hundió el edificio
señorial, arrastrando a su ruina a un orden monárquico que se había
identificado con el.
Pero por mucho que el nuevo tipo de señor pretendiera ser jefe
de campesinos, también, y quizá sobre todo, se había vuelto a con­
vertir en un gran explotador, y con ello, de igual modo, en algo
más que un simple burgués. Si -—hipótesis absurda—»la Revolución
hubiera estallado hacia el ano 1480, suprimiendo las cargas seño­
riales, hubiera puesto la tierra casi únicamente en manos de multi­
tud de pequeños ocupantes. Pero de 1480 a 1789 habían pasado
tres siglos, y en ellos había vuelto a formarse la gran propiedad. No
hay duda de que ésta no se extendió, como en Inglaterra o en Ale­
mania Oriental, a casi la totalidad de la tierra. Dejó a los campesinos
propietarios muy amplias extensiones, quizá mayores, en conjunto,
que las que cubrió ella misma. No por ello dejó de conquistar, sin
embargo — con éxito sensiblemente desigual según los lugares— ,
extensiones considerables. La Revolución había de pasarla sin de­
masiados trastornos. Así pues, para interpretar en su diversidad y
sus rasgos fundamentales la imagen de la Francia rural de hoy —de
la que no hay que decir, como a veces se ha dicho, que es un país
de pequeña propiedad, sino más bien que, en una proporción muy
variable según las provincias, gran propiedad y pequeña propiedad
viven una junto a otra— , es a la evolución de la Francia rural del
siglo xv al xvm a la que, ante todo, hay que plantearle las pre­
guntas.

SUPLEMENTO AL CAPÍTULO 4

Cartas de franquicias (p. 335)


De ese término, «la definición quedará siempre, sin duda, un poco
flotante», pues su aplicación se ha extendido a «simples manumisiones
colectivas, que abolían la servidumbre sin, por otro lado, fijar ni modificar
las cargas no serviles» (III, 1943, p. 109). Las franquicias de los pueblos
son particularmente abundantes en las provincias del este (Lorena, Cham­
pagne), La Société d’Histoire du Droit ha emprendido la elaboración del
inventario de las cartas de franquicias francesas y, llegado el momento,
hará su edición (1930, p. 253; 1936, p. 84). La misma sociedad ha comen­
zado un Recueil de documents relatifs a Vhistoire du droit municipal en
France des origines á la Révolution, inaugurado por la publicación de
G. Espinas sobre una parte del Artois, 1934 (1936, pp. 84-86; III, 1943,
p. 109). En la misma colección, teniente J, Ramiére de Fortanier, Char­
les de francbise du Lauragais, 1939 (G. Espinas, 1941, pp. 147-148).
R. Gandilhon, Catalogue des chartes de francbise du Berry, Rennes,
1940. Marc Bloch cree que «es dudoso que en el Berry, al igual que en
los demás sitios, los reyes jugaran un papel de iniciadores en el movi­
miento de emancipación de los siervos». Por otra parte, el silencio de
los textos sobre los actos de violencia que pudieron estar en el origen
de las franquicias no demuestra su inexistencia, a pesar de la “espontánea
voluntad" expresada por el señor (III, 1943, p. 109; G. Espinas, 1941, pá­
ginas 144*145). Ch, Porée elaboró aparte el «Catalogue des chartes de
franchise des communautés d’habitants de l’Yonne», en Bull. de la Soc.
des Sciences ... de VYonne, 1930 (1933, p. 580). Algunas cartas de fran­
quicia de los condados de la Marche y de Angouléme han sido publicadas
por G. Thomas (1936, p. 93), y la de Nemours (1178) por G. Estournet
(1932, p. 419).

R econstrucción tras la guerra de los C ien A ños (p, 341)


«La crisis de los campos franceses en el siglo xv y la reconstrucción»
constituyen una «etapa decisiva de nuestra historia social». Aunque abor­
de el tema desde el ángulo, forzosamente un poco particular, de la vida
eclesiástica, el estudio tan cuidadoso y tan claro de A. Lesort, «La recons-
titution des églises aprés la guerre de Cent Ans», en Revtte d'Bistoire Ec-
clésiastique de France, 1934, reimpreso luego en Introduction aux études
d'bistoire ecclésiastique lócale, del abad V. Garriere, t. III, 1936, da «un
programa de estudio y la indicación de las fuentes u obras fundamentales»
y «constituirá a partir de ahora, para cualquier investigación regional de
ese orden, el mejor punto de partida posible» (1935, p. 108).
Sobre esa reconstrucción, Marc Bloch deseaba muchas investigaciones
tan precisas como las de Ch.-H. Waddington, «Note sur la dépopulation
des campagnes gátinaises pendant la guerre de Cent Ans et leur reconsti-
tution économique», en Armales de la Société Historique et Arcbéologique
du Gatinais, 1930. «Nota muy interesante [...] proporciona, sobre episo­
dios capitales de nuestra historia rural, datos particularmente vivos. Son
siempre los mismos fenómenos, que diversos sondeos nos han dado ya a
conocer en algunos puntos del territorio francés, pero que en su conjunto
siguen todavía insuficientemente estudiados: se trata de la deserción total
de ciertos pueblos, cuyos campos son invadidos por el matorral, e incluso
por el bosque, y con ello aparece una verdadera solución de continuidad en
la vida agraria; un testimonio terminante de esa ruptura nos lo proporcio­
nan, en Recloses, los nombres de lugar, que entre el siglo xiv y el xvi se
modifican casi en su totalidad; lenta repoblación por familias aisladas que,
una tras otra, van a roturar la tierra cubierta de maleza; entre esos pioneros,
unos son naturales de los pueblos vecinos, y otros son gentes errantes que
se establecen en cada lugar más o menos al azar: en La ChapeUe-la-Reine,
dos hombres del Beaujolais, uno de la región de Anjou y otro de Tourai-
ne, y en Boissy-aux-Cailles, dos normandos. Ruptura en la sucesión regu­
lar de la evolución y mezcla de población, son otros tantos correctivos que
hay que introducir en la tradicional imagen de la pretendida inmovilidad
rural, en el principio de la pureza étnica de las clases campesinas» (1931,
p. 466). Se observa también esa misma «intensidad de la gran mezcla de
población» tras la guerra y una repoblación en torno a la abadía de Dilo,
fundación de los premonstratenses, en el corazón del bosque de Othe
(1932, p. 319).
El burgo "elevado" de Biot, hacia el interior de Antibes, presenta un
sorprendente ejemplo de renovación de la población. El emplazamiento
había estado ocupado desde muy antiguo: oppidum iigurio o celta, san­
tuario, en la época romana, de una divinidad epónima, y pueblo medieval.
Pero éste, en el curso de las guerras dinásticas que asolaron Provenza des­
de el final del siglo xiv, quedó casi completamente arruinado y vacío; los
piratas hicieron el resto [...].» En 1470 la repoblación se hizo recurrien­
do a inmigrantes llegados del Val d'Oneillc, en la Riviera genovesa. En la
misma costa, en el mismo momento, fueron colonizadas de ese modo otras
tierras. Ese episodio es «sintomático de la diversidad de nuestros verda­
deros orígenes rurales». La colonización detuvo en seco la concentración
de tierras en provecho del señor, comenzada con éxito anteriormente por
los templarios, y luego por los hospitalarios. jf. A. Durbec, «Monographie
de Biot...», en Anuales de la Soc. Scientifique et Littéraire de Catines...,
VII, 1935, y VIII (1941, pp. 183-184).
En 1935 aparecían en los Anuales los reveladores artículos de Robert
Boutruche sobre «Les courants de peuplement dans FEntre-Deux-Mers (en
Bordelais): étude sur le brassage de la population rurale, du xie au xxu
siecle», y en 1939 «Aux origines d’une crise nobiliaire: donatíons pieuses
et platiques successorales en Bordelais du xme au xvic siécle». Trabajos
que anunciaban la tesis, tan importante, de ese historiador, La crise d’une
société. Seigneurs et paysans du Bordelais pendant la guerre de Cent Ans,
1947 (resumen en los Annales, 1947, pp. 336-348) {supra, p, 65). Recons­
trucción en lle-de-France, supra, p. 187.
D ecadencia de las fortunas nobiliarias (p. 351)
Una importante causa de la decadencia de las fortunas nobiliarias: los
repartos sucesorios. «En todas partes, el señorío se nos presenta —ya des­
de el siglo xm— extremadamente fragmentado, hecho importante que no
siempre ha atraído lo suficiente la atención de los historiadores.» Así
ocurre en Saint-Pouange, cerca de Troyes (Aube), según A. Morin, Saint-
Pouange, 1935 (1936, p. 593), en íle-de-France, según Mlle. Y. Bezard
(1932, p. 422), en Provenza, R. Aubenas, «La famiile dans l’ancienne Pro-
vence», en Annales, 1936, pp. 523-541, y en Bretaña, en torno a Saint-
Pére-Marc-en-Poulet, según Th. Chalmel (1933, p. 475). En esa región, la
propiedad nobiliaria, a pesar de los esfuerzos, especialmente, del duque
Geoffroy en 1185, se desmembró igualmente. «Repartos más o menos dis­
frazados entre herederos, infeudaciones y donaciones fragmentaron hasta
el infinito los señoríos, multiplicando por todas partes del país los peque­
ños feudos, los vivares y los palomares, y creando una verdadera polvareda
de justicias», y de ahí el debilitamiento del régimen señorial. H. du Hal-
gouet, «División de la propriété noble en Bretagne», en Mém. de la Soc.
d’Histoire et d’Arcbéologie de Bretagne, 1929. Esas observaciones dan al
traste con la «vieja tesis del derecho de primogenitura, guardián de una
especie de patriarcado nobiliario». No obstante, en sentido inverso hubo,
observa Marc Bloch, el «movimiento de reunión de tierras y señoríos»,
obra de burgueses ennoblecidos, más ricos y más diestros que los antiguos
nobles (1932, pp. 421-422).
El señorío de Belcastel, en el Haut-Quercy, con el propio castillo le­
vantado en el siglo x sobre el Dordogne, «se encontró fragmentado desde
el siglo xii entre diversos detentadores, de familias en parte diferentes,
que lo poseían en común; ese régimen de coseñorfo, particularmente fre­
cuente en el sudoeste, según parece, contribuyó en medida nada despre­
ciable a la decadencia de las antiguas fortunas caballerescas. No tocó a su
término, en Belcastel, hasta principios del siglo xvi, y aún fue ello con
pleitos». L. Lacrocq, en Bull. de la Société des Études... da Lot, abril-
junio de 1935 (1936, p, 490). En Champagne, región de pequeño feudalis­
mo, los señoríos, a partir del siglo xvi, se fragmentan en multitud de pe­
queños feudos, gran número de los cuales comportan un manoir (L. Feb-
vre, VI, 1944, p. 116). Sobre la decadencia de las fortunas nobiliarias
en el Bordelais, trabajos de R. Boutruche citados más arriba.
H istoria de los precios (pp. 349-352)
A partir del siglo xvi, los documentos se multiplican y permiten una
verdadera historia de los precios; Marc Bloch se interesó vivamente por
ella, y en la proyectada reedición de La historia rural sin duda hubiera
desarrollado ese capítulo de los precios agrícolas. Yo no puedo hacer más
que reproducir aquí vigorosas reflexiones y críticas referentes a ese deli­
cado tema. Ya desde los orígenes de los Afínales, él mostraba esa preocu­
pación, como lo atestigua en particular su artículo «Prix et mesures: un
exemple de recherche historique», 1930, pp. 385*386, después de que
L. Febvre hubiera hecho referencia a «Le probléme historique des prix»,
p. 67, y hubiera estudiado «L’afflux des métaux d’Amérique et les prix
k Séville...» y las repercusiones sobre ios precios agrícolas, pp. 68-80.
Además hay que relacionar sus investigaciones sobre los problemas mone­
tarios, y entre ellas «Le probléme de l’or au moyen age», 1933, pp. 1-34,
y «Mutatíons monétaires dans Tancienne France», 1953, pp. 145-158, 433-
456. Han sido publicadas unas lecciones de Marc Bloch, Esquisse d'une his-
toíre monétaire de l’Europe, 1954, 96 pp. (Cahiers des Annalesi n.° 9). Los
Anuales publicaron en 1946, pp. 355-357, y en 1947, pp. 364-366, tres
cartas escritas en 1942 por Marc Bloch a Rene Baehrel referentes a la his­
toria de los precios, las monedas y las curvas.
Cuando se dispone de una serie de precios locales exactos, no hay que
darles «una explicación sacada, ni del examen de las circunstancias loca­
les, ni de las condiciones consideradas particulares del producto. ¡Como
si no hubiera movimientos generales de los precios franceses, europeos o
incluso mundiales, y como si, faltando un buen conocimiento de esas cur­
vas globales, fuera posible determinar lo que puede haber de específico
en la forma de las curvas de detalle!». Más vale, si los «fenómenos de
gran amplitud» son demasiado difíciles de captar, «resignarse a recoger,
simplemente, y con buenos métodos, los precios locales —labor que es
siempre de lo más útil— y abstenerse de darles una interpretación que,
indiscutiblemente, sería prematura» (1933, p. 493). Sobre esa necesidad
de «hacer intervenir también el movimiento general de los precios en el
estudio de condiciones económicas locales, igualmente 1938, p. 183.
Reseñando las "Instructions pour les collaborateurs frangís" redac­
tadas por Henri Hauser, representante de Francia en el Comité científico
internacional para la historia de los precios, Marc Bloch recuerda el «meollo
mismo del problema: ¿cómo buscar los documentos?, ¿qué elementos rete­
ner?, ¿cómo anotarlos (elaboración de fichas y cuadros)? Con mucho sentido
común y de forma muy expresiva, H, Hauser nos pone en guardia muy
especialmente contra un grave peligro: a partir de la identidad de nombre,
¿qué eruditos no concluyen, a través del tiempo y el espacio, en la identí-
dad de las mercancías? Y, sin embargo, ¡cuántas diferencias! No sola­
mente hay vinos y vinos, campos y campos, no solamente, en todas las
épocas, eí precio del caballo en sí, que agrupa bajo una misma media al
corcel del gentilhombre y al rocín del campesino, es una idea carente de
sentido, sino que el buey normando o charoles de hoy —hecho importan­
te y que demasiado a menudo se olvida— es un animal totalmente dife­
rente de los cuadrúpedos trasijados que formaban los rebaños de la edad
media. Además, a esas disparidades de naturaleza se añaden, aun más
difíciles de distinguir y no obstante de importancia capital, las disparida­
des económicas: el azúcar, en el siglo xv, era un producto de lujo, caro,
escaso y de pequeño mercado; el azúcar de hoy, e incluso el del si­
glo xvm, es un producto de gran consumo. Introducir de forma sucesiva
en un mismo cuadro, sin siquiera una palabra de advertencia, eí precio de
esas cosas heterogéneas, o, peor aún, calcular respecto a ellas unos precios
medios, sería cometer el viejo error, constantemente repetido, del niño
que suma casas y manzanas». La palabra "ble" también ha sido a veces
objeto de un equívoco: «en la antigua Francia designaba corrientemente,
no el trigo, sino los cereales en su conjunto» (1931, pp. 227-228). Análogas
observaciones referentes a los precios del ganado, 1930, p. 118. Eí propio
H. Hauser dio a los Annáles un artículo, «L’histoire des prix; contro verse
et méthode», 1936, pp. 163-166, con reseña (pp. 165-166) de L. Nottin,
alumno de F. Simiand, Recberches sur les variations des prix dans le Gá-
tinais du XVle au X lX e siécle, 1935.
Pero cuando aparecieron los resultados de ese estudio en Francia, bajo
el patrocinio de ese comité, H. Hauser, Recberches et documents sur l‘bis-
toire des prix en France de 1500 h 1800, 1936, Marc Bloch expresó mu­
chas reservas, «L'histoire des prix: quelques remarques critiques», 1939,
pp. 141*151, importante artículo que expone reglas de método, especial­
mente sobre los precios agrícolas. «Desacreditada por la excesiva precipita­
ción de ciertas síntesis y víctima también de planteamientos de problemas
demasiado simplistas, el estudio de los precios antiguos ha parecido duran­
te mucho tiempo una especie de reino de la aventura, vedado a los pru­
dentes y a los escrupulosos.» En Francia ese estudio se recuperó particu­
larmente gracias a las investigaciones de Paul Raveau, quien aportó una
«valiosa ansia de concreción», a los «bellos trabajos metodológicos de
Fran^ois Simiand» y al «revelador libro de Labrousse sobre el siglo xvm».
Dos tipos de "datos": las cuentas de instituciones, valiosas sobre todo
por «motivos de continuidad», y, por otra parte, las «evaluaciones oficia­
les de que a menudo eran objeto los precios aplicados en los mercados».
En lo que respecta a los primeros documentos, «si se tratara de la edad
media y de las ventas de tierras o derechos señoriales, yo tendería, por
mi parte, a una mayor prudencia. El verdadero precio se componía ordina­
riamente, en ese caso, de dos elementos: ía cantidad de dinero y el bene­
ficio espiritual. El segundo, puede creerse, no dejaba de llevar consigo
una reducción del primero». Respecto a los segundos, hay que distinguir
los haremos con vistas a la conversión de rentas en especie, a menudo
parciales, y las evaluaciones destinadas a informar a los gobernantes sobre
el estado de ios mercados. «Desde luego, como las estadísticas actuales o
aún menos que ellas, las estadísticas antiguas no podían aspirar a esa per­
fecta exactitud», pero lo esencial es que «verdaderamente parecen per­
mitirnos captar las únicas realidades que importan auténticamente: órde­
nes de magnitud y dirección de los movimientos».
«Los precios, evidentemente, no son utilizables más que en forma de
promedios, al menos si se exceptúa el estudio de las desviaciones [...]
Ahora bien, un promedio no tiene sentido más que si se basa en una
cantidad suficiente de datos particulares [...] Pero hay referencias y re­
ferencias, y en el volumen francés, que no separa [...] los mercuriales de
las otras fuentes, me pregunto si era realmente legítimo contar indistinta­
mente como una unidad cada dato, tomado de un pago aislado o tomado
de una evaluación oficial, que era fruto a su vez de un trabajo de elabo­
ración ya bastante complejo. Porque los dos casos no son comparables en
nada. Una media establecida, por ejemplo, con ayuda de dos compras,
siempre correrá el riesgo de no coger más que excepciones. ¿Cuánto más
convincente no sería, en cambio, sí resultara de la confrontación de dos
cotizaciones de mercado apoyadas cada una en la observación de múltiples
transacciones?» Las medias se han establecido año por año. «Mucho más
claramente que unas simples medias, el procedimiento, hoy clásico, de los
números índice, permite representar el sentido y la amplitud de los mo­
vimientos de precios [...] Hauser y sus colaboradores [...] se han toma­
do la molestia de elaborar, muy regularmente, dos series de índices, am­
bas referidas como base, de acuerdo con las instrucciones del Comité inter­
nacional, a los años 1721-1745. Una se refiere a los precios evaluados en
moneda de cuenta: ésta será de gran utilidad. La segunda, desgraciada­
mente, referida a las equivalencias metálicas, será casi inutilizable. Por­
que [...] se basa en un cálculo inexacto del contenido de plata de la libra.
Ésa es la dificultad de ese tipo de investigaciones: la menor paja en los ci­
mientos corre siempre el riesgo de comprometer la solidez de más de un
lienzo de pared.»
No obstante, H. Hauser crítica las “medias": enmascaran las desvia­
ciones, los tirones repentinos, la amplitud y la brusquedad de las desviacio­
nes, que tan profundamente repercuten en las vidas humanas, y, en suma,
la «humilde realidad concreta». «Las medias no son, desde luego, inúti­
les [...] Indiscutiblemente, dejan escapar mucho de la realidad directa­
mente viva.» No obstante, hace ya tiempo que la estadística se ocupa de
las desviaciones. «Los historiadores de los precios se han preocupado has­
ta ahora casi únicamente por las cifras medías. Se han equivocado. H, Hau­
ser Ies vuelve a llamar al orden. Es hacerles un gran servicio. Con una
condición, sin embargo: que el consejo sea, no de abandonar los caminos
de la estadística, sino de pasar de una estadística demasiado elemental a
una estadística mejor entendida» (1939, pp. 141-151).
Crítica, igualmente, de la historia de los precios reducida a un estudio
de promedios (1937, p. 110), y aún más de esa «noción singularmente ine­
xistente»: la media de un siglo. «¡Pues no hace falta que estén poco lejos
del presente los historiadores para que se atrevan a hablar de precios
"seculares"!» (1938, p. 185). Por otra parte, se condena hoy de forma
general el procedimiento de dar los precios por "muestras": «unos islotes
seleccionados no son una estadística» (II, 1942, p. 110).
Un artículo de Moeder, en Bull. du Musée Historique de Mulhousc,
1928, muestra que los diezmos poseídos por la ciudad sobre los cereales
y el vino fueron percibidos siempre en especie, desde el siglo xv hasta
el xvm, mientras que los «diezmos menudos» sobre los otros productos
de la tierra y los rebaños, a partir del siglo xvi, fueron percibidos en nu­
merario, porque la diversidad de productos hacía menos fácil su venta y
no favorecía el control del mercado. «Ese contraste prueba una vez más
hasta qué punto la famosa fórmula "paso de la economía-naturaleza a la
economía-dinero" es insuficiente para explicar la complejidad de los fenó­
menos» (1932, p, 410). Marc Bloch desarrolló más tarde esa idea en el
artículo «Économie-nature ou Économie-argent: un pseudo-dilemme»,
1939, pp. 7-16.
«Sobre el movimiento de los precios en la antigua Francia, pocos
documentos hay más valiosos que los mercuriales de los "grandes frutos",
elaborados en virtud de la orden de 1667, sobre el procedimiento civil»,
que a su vez seguía disposiciones dictadas ya en 1539; esos documentos
se encuentran, pues, ya en el siglo xvi. El estudio de R. Latouche, «Le
mouvement des prix en Dauphiné sous l’Ancien Régime: étude méthodo-
logique», en Annales de l’Université de Grenoble, Sed ion Lettres-Droit,
1934, es un ejemplo. Muestra lo que daría de sí el análisis de esos mercu­
riales irregularmente conservados en el Dauphiné: datos sobre las «gran­
des variaciones de precios: movimientos de muy larga duración o, en el
interior de esos grandes períodos, oscilaciones cíclicas», y sobre todo «mu­
chas precisiones nuevas sobre las variaciones estacionales y sobre las crisis
breves provocadas por el hambre, por las turbaciones o por la repercusión
de medidas monetarias excepcionales [...] fenómenos que, a menudo,
agitaron profundamente a las poblaciones y afectaron del modo más grave
a sus condiciones de vida». Hay que llevar a cabo «la investigación me­
tódica y la clasificación crítica» de esos antiguos mercuriales (1937, pá-
ginas 110-111; 1939, p. 145)- C.-E. Labrousse ha utilizado esos documen­
tos (G. Lefebvre, 1937, pp. 156-157) y ha mostrado «Corament contróler
les mercuriales?», 1940, pp. 117-130. '’\
Una de las más graves «dificultades con las que tropieza a veces el
historiador de los precios» es la de las antiguas medidas y sus variaciones.
«A todo historiador de los precios, como trabajo prepatorio, se le impone
un exacto conocimiento y un examen sanamente crítico de las medidas
antiguas [...] ¿Para qué recoger, año tras año, los datos aparentemente
más precisos sobre el valor en dinero del celemín de trigo o la libra de
pan, si antes no se ha determinado lo que en las fechas y lugares escogidos
representaban, en peso y en capacidad, la libra y el celemín?» Una «exce­
lente lección de prudencia y de sagacidad» es la que da el estudio de Sir
William Beveridge sobre los datos proporcionados por la ciudad de Exeter,
en la que las medidas experimentaron variaciones (1930, pp. 385-386), De
igual modo, 1930, p. 116. Otra razón para ser prudente en la utilización
de los precios antiguos es que, aparte de la cantidad pagada, muy a menu­
do había retribuciones en especie y abusos tolerados: «la existencia de
esos beneficios adicionales, tan difíciles de conocer y de evaluar —véanse
los antiguos hábitos de la molinería—, implica un riesgo constante de fal­
seamiento de las estadísticas» (1931, p. 472). Sobre la utilización de los
precios agrícolas, igualmente, 1935, p. 333; 1947, pp. 365-366.
Algunos aspectos de esa historia de los precios agrícolas: en el solar de
Jean, duque de Berry, 1360-1416 (1938, p. 185), en el Berry del siglo xvm,
según E. Salée (III, 1943, p. 110). Los precios agrícolas bajo Luis XIV
fueron inestables. Esas oscilaciones eran motivadas por: 1.° «La técnica
agrícola. Los azares meteorológicos son cosa de todos los tiempos, peto
su repercusión era mucho mayor en una época como aquélla, en la que el
rendimiento era mucho más bajo que hoy (no selección de las simientes,
inexistencia de abonos químicos, necesidad del barbecho un año de cada
tres, cultivos de cereal en tierras inadecuadas para ellos) [...] Además, el
sistema de trilla con el mayal obligaba a no trillar más que por pequeñas
cantidades.» El cereal, conservado a menudo en espiga en el exterior, co­
rría numerosos riesgos. A los mercados llegaban, irregularmente, «pequeños
stocks», y de ahí que hubiera oscilaciones. 2.° El «régimen de comunica­
ciones y de intercambios». Los caminos eran en general mediocres, y esta­
ban cortados por eí obstáculo de los peajes; cada región tendía a quedarse
con su cereal, y por tanto no había compensación. Las ciudades y los ejér­
citos drenaban los cereales de sus regiones. Consiguientemente, el comer­
cio interior se veía obstaculizado, al defenderse las provincias unas contra
otras o contra las ciudades. Si bien se exportaba cereal, especialmente a
España para conseguir dinero, se importaba, en cambio, muy poco (Aspects
éconotntques du régne de Louis XIV, pp. 9-11). Después de la guerra
25. — BLOCH
de 1914-1918, las «fluctuaciones monetarias» reforzaron el «gusto por la
aparcería», que «ya en el siglo xvi había debido su popularidad a conside­
raciones análogas» (1932, p, 428). A. Mirot, «Le probléme historique des
prix. Prix de grains et prix de rentes en grains», en Afínales, 1931, pá­
ginas 551-552,
Desde la aparición de La historia rural, como subrayó Marc Bloch,
hubo trabajos de primer orden que renovaron la historia de los precios.
Frangois Simiand (1873-1935) expuso en toda una serie de obras, publica­
das casi simultáneamente, el resultado de investigaciones realizadas du­
rante treinta años: Cours d'écono mié politique, profesado en 1922-1930
en el Conservatoire des Arts et Métiers, 3 vols., t. II, 1930; t. III, 1931;
t. I, 1932, «nuevos cuadros, un método riguroso [...] un libro fundamen­
tal. Un libro de cabecera» (L. Febvre, 1930, pp. 581-591; 1932, p, 192;
1933, pp. 161-163); Recherches anciennes et nouvelles sur le mouvement
général des prix du XVIe au XIXa siécle, 1932, investigaciones «valiosas»,
«obra notable» que responde a una «imperiosa necesidad», en la cual,
como en las demás de Fr. Simiand, los jóvenes trabajadores encontrarán
una «iniciación» (1933, p. 494); Le salaire, l'évolution sociále et la mon~
naie, 1932, 3 vols. (L. Febvre, 1933, p. 163), «el principal de sus libros»
(G. Lefebvre, 1937, p. 153); Les fluctuatiom économiques a longue durée
et la crise mondiale, 1932, «volumen que permitirá entrar en conocimiento
de las ideas de Simiand del modo más rápido» (G. Lefebvre, 1937„ p. 139;
L. Febvre, 1933, p. 163); «La monnaie réalité sociale», en Anuales Socio-
logiques, serie D, Sociologie économique, fase. I, 1934, «denso, duro y
sustancioso» (1936, pp. 306-307). Sobre el método y las conclusiones de
Simiand, Marc Bloch «Le salaire et les fluctuations économiques á longue
période», en Revue Historique, enero-febrero de 1934, pp. 1-31; G. Le­
febvre, «Le mouvement des prix et les origines de la Révolution fran^ai-
se», en Annales, 1937, pp, 139-154; L. Febvre, 1936, p. 42; Ch. Morazé,
I, 1942, pp. 5-24; II, pp. 22-44.
«Que desde el final del siglo xv un ritmo de alternancia, con oscila­
ciones largas, dominó la evolución económica francesa, e incluso europea,
es cosa que no habrá ya grandes tentaciones, creo yo, de poner en duda.
Así presentado, el descubrimiento es ya bastante hermoso, y quienquiera
que a partir de ahora dirija su atención a un fragmento, sea cual sea, de
esa historia —permítaseme pensar, en particular, en las vicisitudes de la
sociedad rural—, deberá tener bien de la mano el hilo conductor que nos
ha entregado Simiand,» Así, «la clase de los poseedores de señoríos, que
tan amplia renovación había experimentado en sus elementos humanos
en el siglo xvi, en el siglo siguiente parece que, en cierta medida, se esta­
bilizó: acceden a ella, parece, menos familias, y de ella salen también me­
nos familias antiguas. Podemos preguntarnos si la caída de los precios
durante "la fase B" que se inició hacia 1650 no fue responsable de esa
cristalización, por lo menos en parte; al hacer más lucrativos los derechos,
fortalecía las situaciones adquiridas. En el momento en que, en un libro
reciente, intentaba seguir la evolución señorial, yo tenía ía sensación de
un vínculo de ese tipo; al faltar estudios sólidos sobre los precios, no me
atreví a abordar el problema. Hoy valdría la pena volver sobre él, sin
prejuzgar, claro está, su solución. Porque la hipótesis que acabo de indicar
no puede tener más valor que el de una solución orientadora [...] La
propia historia de la clase señorial en cuanto que clase, de su constitución
y de su "durabilidad", está todavía por escribir toda ella. ¿Es preciso
añadir que habría un grave peligro para el historiador en dejarse hipnoti­
zar por las fluctuaciones de período largo hasta el punto de desdeñar la
influencia de las oscilaciones más cortas, de las oscilaciones " interdecena­
les", por hablar como Simiand?» (Kevue Historique, enero-febrero 1934,
p. 26).
Ése es precisamente el sentido de la obra de C.-E. Labrousse, quien,
en una Esquisse du mouvement des prix et des revettus en France au
XVIIIe siécle (Collectíon Scientifique d’Économie Politique, III), 2 vols.,
1933, llamaba especialmente la atención sobre la venta de vinos a bajo
precio al final del Antiguo Régimen (G. Lefebvre, 1937, pp. 154-170);
en 1943, daba La crise de Véconom'te frangaise ¿ la fin de l’Ancien Régi­
me et au début de la Révolution, t. I: Apergus généraux, métbode, objec-
tifs. La crise de la viticulture (G. Lefebvre, 1946, pp. 51-55; L. Febvre,
1947, pp. 2S1-284). Del mismo historiador, «Prix et structure régionale.
Le froment dans les régions framjaises, 1782-1790», en Annales, 1939,
pp. 382-400, con 7 gráficos; 1940, p. 130. Los trabajos de Paul Raveau
dedicados al Poitou (1931, p. 245), arrojaron viva luz sobre el movimiento
de los precios en el siglo xvi. Su «Essai sur 1a situation économíque et
Tétat social en Poitou au xvie siécle», en Kevue d’Hisloire Économíque et
Sociale, 1930, contiene un «Coup d’oeil sur le prix du froment du xvi* sié-
cle á nos jours» de «valor excepcional», con un «comentario [...] lleno de
sentido común, de sabor y de espíritu realista» (L. Febvre, 1933, p, 153).
Sobre P. Raveau, igualmente G. Lefebvre, 1937, p. 139.
Jean Meuvret expuso su método para la elaboración de curvas de pre­
cios en Journal de la Société de Statistique de París, mayo-junio de 1944,
pp. 109-119. Del mismo, «L’hístoire des prix des cereales en France dans
la seconde moitié du xvne siécle, Sources et publication», en Mélanges, V,
1944, pp. 27-44; «Conjoncture et crise au xne siéde: Fexemple des prix
milanais», en Annales, 1953, pp. 215-219; sobre la geografía de los pre­
cios, Revista de Economica, Lisboa, 1951. Añádase A. Chabert, Essai sur
les mouvements des prix... en France de 1798 ¿ 1820, 1945, Essai sur
' les mouvements des revenus et de Vactivité économíque en France de 1798
a 1820, 1949 (L. Febvre, 1948, p. 242).
Es necesario dar aquí la lista de las principales obras recientes que
tratan de la historia de ios precios en los países extranjeros vecinos, pre­
cios cuyas variaciones, en los siglos xvi-xvm, han ido ligadas a menudo
a las de los precios franceses, Inglaterra: Sir Wiilíam Beveridge, Prices
and tvages in England, t. I: Mercantile era, Londres, 1939 (cf. 1930, pá­
ginas 385-386). Países Bajos: N. W, Posthumus, Inqtñry into tbe bistory
of prices in Holland, t, I: Wholesale prices at the exchange of Amster-
dam, 1585-1914. Rales of exchange at Amsterdam, 1609-1914, Leyden,
1946 (1.a edición, en holandés, aparecida en 1943) (E. Coornaert, 1947,
pp. 482-483). Alemania: M. J. Elsas, XJmriss einer Geschichte der Preise
und Lokne in Deutschland votn ausgebenden Mittelalter bis zum Beginn
des neunzehnten jabrbunderts, Leyden, 1936-1949, 3 vols. (E. Coornaert,
1947, p. 483); esas dos publicaciones últimas han aparecido en la colec­
ción editada por el Comité científico internacional de historia de los pre­
cios. Austria: A. F. Pribram, con la colaboración de R. Geyer y Fr. Ko­
ran, Materialen zur Geschichte der Preise und Lóbne in Oesterreick (XV-
XV III Jabrh.), Viena, 1938. Italia: G. Parenti, Prime riccercbe sulla rivo-
luzione dei prezzi in Firenze, Florencia, 1939 (L. Febvre, 1940, pp. 239-
242; I, 1942, p. 117); Prezzi e mércalo del grano a Siena, Florencia, 1942.
A. Fanfani, Indagini sulla rivoluzione dei prezzi, Milán, 1940 (cf. H. Hau-
ser, 1933, pp. 619-621); A. de Maddaiena, Prezzi e aspetti di mércalo in
Milano durante il secólo XVII, Milán, 1949. España: Earl J. Hamílton,
«En période de révolution économique: la monnaie en Castille (1501-
1650)», en Annales, 1932, pp. 140-149, 242-256; Money, prices and tva­
ges in Valencia, Aragón and Ñavarre, 1351-1500, Cambridge (Mass.), 1936;
American treasures and tbe price révolution in Spain, 1501-1650, Cam­
bridge (Mass.), 1934 (L. Varga, 1936, pp. 570-573); War and prices tn
Spain, 1651-1800, Cambridge (Mass.), 1947. Sobre otros trabajos de Earl
J. Hamilton, L. Febvre, 1930, pp. 67-80; 1931, p. 160; G. Ruhlmann,
1947, pp. 248-250; F. Braudel, «En relisant Earl J. Hamílton, De Thistoi-
re d’Espagne á l’histoire des prix», en Annales, 1951, pp. 202-206.

Señorío y vida rural en los siglos XVI y XVII


El siglo xvi fue testigo, pues, de profundas transformaciones de la
estructura señorial, como lo revelan todas las monografías de señoríos y
de dominios analizadas a continuación, así como también de profundas
transformaciones de los cultivos. Fueron introducidas numerosas plantas
mediterráneas y exóticas, especialmente la judía y el maíz (supra, p. 118),
algunas de ellas a través de los huertos reales o señoriales del valle del
Loira (1938, p, 79).
A la agricultura francesa de finales del siglo xvi, en plena evolución,
va estrechamente ligado un nombre: el de Olivier de Serres; el cuartó
centenario de su nacimiento, en 1939, dio lugar, en especial, a la exposi­
ción titulada «Les travaux et les jours dans l’ancienne France», en la Bi­
blioteca nacional, cuyo catálogo llevaba un prefacio escrito por Marc
Bloch, «Olivier de Serres no escribía para los campesinos, cuya inmensa
mayoría, en su tiempo, habría sido incapaz de leerle. El "mesnager” a
quien se dirigen sus lecciones es el gran propietario. Su libro quería ser
breviario de aquella nobleza campesina que, surgida a menudo en corto
tiempo de una fuerte raíz popular, y conocedora además de la fragilidad
de las rentas, debido a las vicisitudes de la revolución de los precios,
pedía entonces al Théálre des champs el medio para reparar, incrementar
y consolidar las fortunas ancestrales. La agricultura que pregona no se
basa o, por lo menos, no se basa únicamente en las "recomendaciones" de
hombres prácticos "iletrados”. Desde luego que no desconoce las ense­
ñanzas de la costumbre. Profesa que hay que “apartarse de ella lo menos
posible, y con grandes consideraciones", Pero, de acuerdo con el mejor
espíritu del Renacimiento, pretende corregirla cuando es necesario por
medio de la “tazón", Sin embargo, no nos quepa duda, el ingenio y los
esfuerzos de esos campesinos los había visto a menudo. Lo que sabía por
experiencia directa —y ésa era, con seguridad, la parte más notable de su
bagaje de agrónomo—, lo había aprendido menos de los hombres de su cla­
se que de esos “buenos y expertos labradores" hacia los que, ya desde las
primeras páginas, confesaba lealmente su deuda. Si finalmente su libro, lleno
todo él de los familiares olores de la gleba y la cocina, no tiene nada de
insulso, ¿cómo olvidar que el señor deí Pradel, lector del Evangelio, en­
contró algunas palabras de simple grandeza para alzarse contra las paga­
nas durezas del viejo Catón? Porque los servidores deben ser tratados a
partir de entonces como “personas de libre condición y cristianas" y "la
verdadera obediencia no procede más que de la amistad”. Es por eso por
lo que, cuando se ha tratado de honrar la memoria de ese caballero, jus­
tamente apasionado por la "ciencia", pero sensible a la “majestad" que
posee “el antiguo modo de trabajar la tierra", no se ha creído poder ofre­
cerle homenaje más legítimo que el de hacer revivir ante los ojos del pú­
blico los empíricos trabajos y los humildes días de esos hombres del cam­
po a quienes él no despreció y de los que mucho aprendió» (Catálogo de
la exposición Les Travaux et les Jours, pp. 1-2).
A propósito de Mlle. A. Lavondés, Olivier de Serres, seigneur du Pra­
del, Carriéres-soas-Poissy, 1936: «La nobleza rural, sus costumbres y sus
fortunas; las técnicas agrícolas del siglo xvi y sus transformaciones (de la
parte del huerto, principalmente): son ésos hermosos temas que exigen
todavía el trabajo de numerosos investigadores» (1940, p. 168). En 1941
aparecieron dos ediciones parciales del Théátre d‘agñculture et Mesnage
des champs, una en Pión y 3a otra en Firmin-Didot, esta última más desa­
rrollada, con una cómoda bibliografía y la referencia de las manifestaciones
del 4.° centenario en el Vivarais, en Lyon y en París (P. Leuilliot, III,
1943, p. 113).
Dentro de la historia rural moderna, el siglo xvii ha sido el menos
estudiado. Marc Bloch escribía el 14 de febrero de 1942: «Habrá podido
darse cuenta de ello (aunque no sea más que por una triste deficiencia de
mi Historia rural): el siglo xvii rural es térra incógnita» (1947, p, 365).
Luden Febvre dijo por su parte que La ville et la campagne di'pnnatse^
de Gastón Roupnel, era «uno de los escasísimos libros sustanciosos de
historia social a que ha dado lugar hasta el presente entre nosotros nues­
tro siglo xvii campesino y burgués (ese desheredado)» (1947, p. 479).
Marc Bloch se esforzó por paliar esa carencia y esa deficiencia, y en su
curso profesado en 1938-1939 en la Sorbona sobre los aspectos económi­
cos del reinado de Luis XIV ocupan un importante lugar las cuestiones
rurales. En tiempos de Luis XIV, «una institución muy vieja, todavía muy
poderosa, carga todo su peso sobre la sociedad rural: es d señorío. Los
señoríos son de tamaños muy diversos y están en general bastante frag­
mentados, es poco frecuente que las tierras de un pueblo grande no per­
tenezcan más que a un solo señor y casi siempre hay en el pueblo un señor
prindpal, siendo los otros señoríos feudos dependientes de él, quien al
estar dotado, en especial, de derechos superiores de justicia, juega un papel
preponderante [.,. ] En el siglo xvm el señorío se mantiene, pues, resuel­
tamente. Como poder político, sin duda, se ha debilitado, pero como em­
presa económica sigue siendo fuerte y exigente. Hay que introducir aquí,
no obstante, una reserva: una fortuna señorial tiene el grave defecto de
no reportar más que multitud de pequeños ingresos cuya percepción y
cuyo empleo (cuando se trata de rentas en especie) exige una administra­
ción minudosa y metódica. Así, las fortunas señoriales prosperan sobre
todo en manos de familias que tienen otros recursos, que en el señorío
colocan el excedente de sus beneficios y que están, por lo demás, más
acostumbradas a los negocios. Las familias nobles cuya fortuna es casi
únicamente señorial se ven reducidas a “abonar sus tierras" mediante alian­
zas con la toga o las finanzas [...] A pesar de todo, bajo el reinado de
Luis XIV, la coyuntura económica no parece demasiado desfavorable a
las viejas familias nobles». Éstas se benefician de la caída de los precios,
y sus gastos suntuarios son menos gravosos. Las dificultades del comercio y
de la industria reducen la competencia de la alta burguesía. Ese reinado,
en reladón con los siglos xvi y xvm, es una «era de cristalización so-
dal»; es también un período de gran miseria campesina {Aspects écono-
tniques du régne de Louis XIV, pp. 41 y 52).
En esa caída de los precios «parece realmente que hay que ver, cada
vez más, uno de los rasgos dominantes de la evolución social en la segunda
mitad del siglo x vii ». La revuelta agraria de 1675 en Bretaña está en rela­
ción con ese movimiento, como lo advierte E. Durtelie de Saint-Sauveur,
Histoire de B r e ta g n e 1935 (1936, p. 320),

«T erriers » (pp. 358-359)


Los «registros de reconocimientos señoriales y los compoix» son de la
mayor importancia para el «análisis completo de la estructura rural» (III,
1943, pp. 111-112). En Provenza y el Languedoc, zona de "talla real",
hubo comunidades que, ya desde el final de la edad media, elaboraron
«verdaderas matrices catastrales», los "compoix”. Son «testimonios par­
ticularmente ricos en datos sobre la antigua sociedad rural». No van
acompañados de planos, salvo algunos del final del Antiguo Régimen que
se inspiran en terriers señoriales. Los compoix, al repartir los bienes raíces
por naturalezas de cultivo, y luego en clases de valor decreciente, determi­
naban además una tarifa de impuestos uniforme, aplicable por unidad de
superficie a cada una de esas clases (III, 1943, pp. 55-56 y 57; bibliogra­
fía, p. 55). Compoix de Provenza, numerosos (1932, p. 417), y del Lan­
guedoc mediterráneo (1939, p. 453). "Estimes" de 1464 y “compoix” del
Vivarais (Ardéche) (siglos xvi-xvm), (1930, p. 410).
Los terriers señoriales han sido descuidados con demasiada frecuencia;
son numerosos a partir del siglo xv, y cuando se tiene la suerte de encon­
trar varios sucesivos de una misma localidad, se dispone de los elementos
para seguir durante siglos «la evolución de los derechos señoriales y de la
ocupación de la tierra»; eso con la condición de saberlos utilizar (1936,
pp. 593-594). Ligados ya en tiempos de Luis XIV a la «presión señorial»
{Aspects économiques du régne de Louis XIV, pp. 46-48), los terriers, con
diversos nombres, ocuparon un lugar importante en la «reacción señorial»,
y fueron objeto de manuales técnicos, como La pratique universelle des
terriers, escrito por de la Poix de Fréminvílie, 1746, quien define el terrier,
en p. 61 (1935, p. 459). Marc Bloch dirigió en 1936-1937 un «seminario
de investigación» dedicado a las fuentes de la historia rural francesa,
«Entre éstas, los terriers ocupan indiscutiblemente un lugar de primer or­
den [...] Sín embargo —no necesito, para probarlo, más que la gran
cantidad de monografías de pueblo, a menudo de las que más mérito
tienen— distan mucho de haber recibido hasta ahora toda la atención que
merecen» (1938, p. 302). A título de ejemplo, para mostrar «lo que puede
encontrarse en un terrier», hizo él publicar el análisis del correspondiente
al señorío de Hauterive (Yonne), realizado por dos de sus oyentes, P. Gras
y J. Rígaut, alumnos de la École des Chartes (1938, pp. 302-309). Ese
bello terrier, muy completo, con declaración de los censaleros y cuadro de
recapitulación de las parcelas, elaborado por el señor, el duque de Mont-
morency, en vísperas de la Revolución, presenta «un corte horizontal de la
historia de un pueblo», que puede compararse con los documentos más
antiguos y más recientes (p. 309).

P lanos señoriales (p. 359}


«Había desde hacía tiempo pequeños croquis topográficos hechos a
ojo; en el siglo xvii aparecen los planos geodésicos por agrimensura, los
“planos geométricos". El más antiguo que conozco es un plano normando
elaborado en 1666 para un dominio de la abadía de Saint-JÉtienne de Caen.
Fue a partir de entonces un instrumento maravilloso para la explotación
señorial» (Aspects économiques du regne de Louis XIV, p. 3). Instru­
mento maravilloso también para el estudio de las tierras de cultivo. A pro­
pósito del acta de agrimensura con "plano figurativo", del señorío de Bel-
castel, en el Haut-Quercy, elaborado en 1771-1772: «Dense las gracias,
una vez más, a los viejos feudistas, tan impopulares, no obstante, en su
tiempo» (1936, p. 490). Consejos dados por Marc Bloch para la utilización
de esos planos, ver supra, p. 54.
Esos planos señoriales están muy desigualmente repartidos. En Seine-
et-Oise son notablemente abundantes. «Es que, en esa región de por sí
fértil y en la que, además, los señoríos se encontraban en gran parte en
manos, o bien de viejas y ricas iglesias, o bien de familias de las más
acomodadas —nobleza de corte o de toga, alta burguesía parisiense—, las
fortunas capaces de soportar los gastos que imponía la confección de los
terr'ters y de los mapas, bastante elevados, eran numerosas, más que en
otras partes.» H. Lemoine, Les plans parcellaires de VAnden Régime en
Seine-et-Oise, 1933 (1935, p, 40), 2.a ed. muy aumentada, 1939 (L, Feb­
vre, 1940, p. 156).
En el ducado de Ciéves, territorio prusiano de Renania, hubo una ten­
tativa de reforma del impuesto, abordada en 1731 y abandonada algunos
años más tarde, debido a la hostilidad de los Estamentos, que ha dejado
una hermosísima serie de planos parcelarios (K. Ketter, Der Versuch
einer Katasterreform in Cleve unter Friedricb Wilhelm J, Bonn, 1929).
«Se advertirá que los dos grupos de topógrafos, agrimensores civiles e
ingenieros militares, tenían cada uno un modo diferente de representar las
edificaciones: los segundos las señalaban en el plano geométrico, mientras
los primeros se limitaban todavía al dibujo de la imagen en perspectiva.
Es, sin duda, xm pequeño detalle, pero hay que ir con cuidado, porque
tiene una gran historia: es la historia de la penetración de los métodos
matemáticos en la economía, o por decir mejor de la abstracción en lo
concreto» (1931, p. 471).
Aparte de los planos parcelarios, R, Dion, en su Essai sur la ¡orina-
tion du paysage rural frangais, «ha sacado eí mejor partido posible de esos
hermosos mapas de caminos del siglo xviii de los Archivos nacionales,
que desde luego otros investigadores —entre los cuales debo yo incluirme—
no habían estudiado con suficiente cuidado» (1936, p. 256).

Reacción señorial y señoríos en el siglo XVIII (pp. 360-370)


La «reacción señorial» de los siglos xvu y xvur encontró un apoyo
muy eficaz en los Parlamentos y otros grandes cuerpos de justicia, «ciuda-
deks de los privilegiados» (1935, p. 557). En cuanto a las justicias seño­
riales, fueron a un tiempo vigiladas y utilizadas por el gobierno monár­
quico, Privadas de la justicia criminal, en el siglo xvm presentan no obs­
tante un recrudecimiento de su actividad, al encontrar en ellas el Estado
un «instrumento de buena policía» en los campos (1936, p. 610). «Sobre
todo, abandona en sus manos [...] la jurisdicción de los censos, instru­
mento de lo más eficaz en la "reacción" feudal» (1935, p. 516). Justicias
señoriales de la región parisiense, estudiadas por P. Lemercier (1935, pági­
na 516), de Bresse, por O. More! (1936, pp. 609-610), y de Anjou, donde
los señores conservaron en el siglo xvm amplios poderes judiciales, por
R, H. Andrews (1937, p. 395). En el Bearn, especialmente, «la novedad re­
sidía —como en Lorena respecto al "rebaño aparte"— en la utilización
intensiva por parte de los señores de una vieja obligación colectiva»
(1936, p. 269),
La pequeña región de Mauges, al sudoeste de Anjou, en la prolonga­
ción del bocage de la Vendée, bastante claramente particularizada, no tenía
antes del encalado de las tierras más que un suelo pobre y a menudo cu­
bierto de landas. En el siglo xvm, «más de la mitad de la tierra pertenece
a los nobles, una gran parte también a los señores de la Iglesia, y muy
poco, en cambio, a los clérigos, sin derechos señoriales. Los porcentajes de
propiedad burguesa y de propiedad campesina son aproximadamente igua­
les: 16,50 % de la superficie considerada por un lado y 17,44 % por
otro. Pero la propiedad campesina está infinitamente más fragmentada, y,
por otra parte, muy desigualmente distribuida. Más de un millar de cam­
pesinos se reparten menos de 8.000 hectáreas, y la mayor parte, con
mucho, tienen menos de una hectárea». Ese proletariado rural está en una
situación miserable, tanto más cuanto que experimenta un «prodigioso
incremento demográfico». La explotación está muy fragmentada, al divi­
dirse corrientemente los dominios señoriales en varias "métairies" (fincas
en aparcería), cuyo modo de explotación era en realidad el arrendamiento.
R. H. Andrews, Les paysans des Mauges au XVII!e siécle..., Tours, 1935.
El autor piensa que el régimen señorial no era allí muy gravoso para los
campesinos, de lo cual discrepa Marc Bloch (1937, pp. 393-396).
Un folleto conmemorativo con ocasión del 150 aniversario de la Re­
volución, publicado por J. Page y un grupo de maestros, «Les droits féo-
daux á la fin du xvnic siecle. Les cahiers de doléances dans le Rbóne»
(número del 20 de febrero de 1939 del Bulletin Corporatíf, revista del
Syndicat de l’Enseignement La'ique del Rhóne), da «buen número de datos
precisos y útiles sobre los derechos señoriales, en Lyonnaís y Beauj oláis,
hacia el final del Antiguo Régimen. Se advertirá, en particular, la impor­
tancia relativa de los derechos de mutación y el lugar ocupado en las deci­
siones de la jurisprudencia por la idea del "respeto" al que estaban obli­
gados los campesinos con respecto al señor». En los cuadernos de parro­
quias del Beaujolais, reproducidos íntegra o parcialmente, las quejas con­
tra el sistema señorial son casi unánimes (III, 1943, pp. 113-114).

Endeudamiento de los campesinos (p. 368)


En el siglo xvii, dos grandes grupos en la clase campesina, los labra­
dores y los braceros: «de modo general, toda esa gente, salvo algunos pri­
vilegiados, vive muy mal y se mantiene al borde del hambre. Si el labra­
dor hubiera vivido únicamente de lo suyo, no habría ganado ni perdido
nada con las oscilaciones de los precios. Pero, debido a las rentas señoria­
les y al impuesto real, estaba sometido a desembolsos en numerario regu­
lares, y para hacerles frente le era forzoso vender. Ahora bien, los precios
eran en el reinado de Luis XIV más bajos que antes, sin que los desem­
bolsos hubieran disminuido. No obstante, eran las variaciones estaciona­
les de los precios, considerables ( \.J lo que más gravemente afectaba al
labrador. Con la urgencia de vender sus frutos, era víctima de la baja
estacional tras la cosecha, cuando en cambio los grandes productores po­
dían esperar. Muy a menudo también era víctima de las variaciones alcis­
tas, pues cuando no había producido lo suficiente para su consumo (cosa
que en el caso de los braceros era lo más frecuente) o cuando, habiendo
producido bastante al principio, había tenido que vender gran parte de
su cosecha por urgencia de dinero, le era preciso comprar cereales o pan.
Los años de escasez, se veía reducido al hambre». A pesar de los recursos
adicionales, aparte del cultivo (emigración, transporte, industria rural),
«los campesinos sufrían una terrible crisis de endeudamiento», aguda des­
de el siglo xvi y el desarrollo de una economía de intercambios basada en
el numerario. El campesino tenía que recurrir a la usura y vender su tierra,
entera o en parte» (Aspects économiques du régne de Louis XIV, pá­
ginas 49-51).

C oncentraciones de tierras (p. 366)


En el siglo xvi y en la primera mitad del xvii, por el gran aumento
de los dominios, la compra de parcelas a los tenedores «se tradujo en la
explotación señorial por la gran alza de los precios de 1540-1660». Bajo
Luis XIV, la reunión de tierras prosigue, aunque la caída general de los
precios y los ingresos, hecho europeo, sea perjudicial para los señores. «En
cualquier caso, los zigzags de la curva de precios eran a menudo favorables
al gran productor —y por consiguiente al señor—, quien podía esperar
para vender, al revés de lo que le ocurría a la masa de los tenedores. Así,
pues, no sorprende que bajo Luis XIV prosiguiera en cierta medida el
incremento de los señoríos. Pero, y ahí está el problema capital, ¿era al
mismo ritmo que antes, o que después de 1740? El problema, aún hoy,
no está resuelto. Probablemente hay que distinguir dos categorías de se­
ñores: los que ponen en la tierra capitales ganados en otra parte, quienes
al parecer incrementaron mucho su dominio (como Colbert), y los que
obtienen todos sus ingresos del señorío; éstos, al parecer, reunieron menos
tierras que en el pasado (así Mme, de Sévigné).» Aparte de las tenencias,
fueron entonces acaparados por los señores buen número de "comunales"
{Aspects économiques du régne de Louis XIV, pp. 44-45).
A propósito del pueblo inglés de Crawley y de las enclosures, Marc
Bloch subraya: «No quiere eso decir que el estudio de las remodelaciones
experimentadas a lo largo del tiempo por el reparto de los dominios seño­
riales, y de las tenencias convertidas poco a poco en propiedades, no tenga
que reservarnos también entre nosotros valiosas enseñanzas». Los celes-
tinos de Lyon constituyeron a partir del siglo xvxi, en Millery (Rhóne), un
importante dominio, y su obra ha sido presentada «con mucha consciencia
y sagacidad», haciendo «un uso muy bueno de los planos antiguos», por
Edm. Morand, Le domaine des Célestins de Lyon a Millery, Lyon, 1932.
«Nunca se repetirá con exceso: sin un conocimiento muy profundo de los
hechos antiguos, y más particularmente del gran trabajo de reunión de
parcelas realizado, del siglo xvi al xvm, por tantos émulos de los celes-
tinos de Notre-Dame-des-Bonnes-Nouvelles, clérigos y laicos, el régimen
actual de la propiedad, y en consecuencia toda la historia social de la época
contemporánea, permanecerán eternamente inexplicados.» Es precisa una
«elaboración estadística» de los documentos (1933, pp. 477-478).
El aumento de la fortuna rústica de la nobleza y de la burguesía se vio
facilitado por las enajenaciones de bienes eclesiásticos que decidieron los
reyes en el siglo xvi, durante las guerras de Religión. «El estudio {...]
merecería, a buen seguro, una profundización región por región. Interesa
en el más alto grado a ese hermoso tema, todavía tan mal estudiado, de la
historia de las fortunas.» Hecho estudiado por el abad V, Carriére, en
Introduction aux études d’histoire eccléüaúique lócale, t. III, 1936 {1937,
pp. 389-390).
Esas reuniones de tierras fueron importantes sobre todo en torno a las
ciudades. Así, por ejemplo, en Feuguerolies-sur-Orne (Calvados), en el
llano de Caen, donde el hecho fue descrito por el comandante H. Navel
en la monografía sobre ese municipio, Caen, 1931. «Del siglo xiv al xvi
desaparecen en Feuguerolles las medidas de capacidad locales, ante las
medidas de Caen, que a partir de entonces son las únicas que se emplean:
es síntoma de conquista económica y, más en general, signo de que la
fragmentación social va disminuyendo. En el siglo xvm , los principales
propietarios de las tierras de Feuguerolles, próximas a una ciudad de no­
table importancia, eran burgueses [...] Y son ya familias de origen bur­
gués, más o menos teñidas de nobleza, las que a partir de ios siglos xv
y xvi procedieron a grandes concentraciones de parcelas, llegando incluso
en el lugar llamado Cours d’Orne a sustituir una pequeña aldea, cuyas
casas y campos habían sido comprados todos, por una gran explotación
aislada.» Relación por establecer con las concentraciones con cercados rea-
lizadas, muy cerca, en Bretteville-rOrgueilleuse (1932, pp. 320-321),
Igualmente, concentraciones en los bosques, por ejemplo en el bosque
de Sénart, fragmentado desde hacía tiempo, «En el siglo xviii [...3 un
financiero [...] el célebre París de Montmartel, y luego [...] el conde de
Artois, realizaron fructíferas reuniíicaciones; la Revolución, al unir a los
bosques de la Corona los de las comunidades religiosas y del príncipe emi­
grado, había de completar su obra.» R, de Courcel, «La forét de Sénart»,
en Mémoires de la Soc. de VHist. de Paris et de Vtle-de-F'ranee, L, 1930
(1931, pp. 466-467).
Comparaciones con la historia rural inglesa y alemana (p, 354)
M. Bloch trató constantemente de comparar la evolución del régimen
señorial en Francia con hechos paralelos de países vecinos, Inglaterra y
Alemania. Las concentraciones observadas en Francia son, desde luego,
poca cosa, al lado de las enclosures, que tan radicalmente habían de
modificar la fisonomía rural de Inglaterra. El pueblo de Crawley, en
Hampshire (supra, p. 327), ofrece un nuevo y destacado ejemplo de ello.
Debido a la crisis de la pequeña explotación, ya desde el siglo xvi, los
braceros eran allí numerosos. «Muchos poseedores de tierras habían te­
nido que enajenar sus posesiones en favor de otros más diestros o más
ricos Así se había formado, frente a un proletariado agrícola más
abundante que en el pasado, una clase poco numerosa de campesinos
acomodados, suficientemente fuertes económica y socialmente para ' de­
sembarazarse [...] de los últimos restos del pasado servil: son esos
yeomen que desde ese momento, y durante varios siglos, vivirán su
"edad de oro”. En 1794 fueron aún, al mismo título que el señor del
manor o su arrendatario, los grandes beneficiarios de la definitiva ley de
cercamiento. A su vez, no obstante, aunque muy tardíamente [...] esos
primeros acaparadores de tierras habían de verse desposeídos. No por
el señor obispo, cada vez más lejano, sino por su arrendatario. Ya desde
el principio del siglo xvi, se había tomado la costumbre de arrendar el
dominio. Primero se había arrendado a campesinos. Luego, hacia me­
diados del siglo xvi, se señaló en la condición social de los arrendadores
una verdadera revolución. En dos etapas. Durante un primer período,
éstos pertenecen a la gentry, pequeña nobleza ligada desde mucho tiem­
po atrás a la tierra A partir de finales del siglo xvm, en cambio,
se los ve surgir, generalmente, de las familias que habían hecho fortuna
en el comercio con las colonias o en la banca. A esos capitalistas, con
urgencia por colocar en bienes raíces sus beneficios mobiliarios —tanto,
al menos, por afán de prestigio social como por razones propiamente
económicas— les estaba reservado el establecer en Crawley el "nuevo
manoríalismo". A partir de 1850, aproximadamente, se dedicaron a
comprar, al mismo tiempo que los pedazos de tierra de los braceros, las
tierras, mucho más extensas, de los yeomen [...].» Así, campesinos
ricos y simples braceros se vieron despojados de modo parejo. En Craw­
ley no hay que acusar ni al éxodo rural ni a la «fragilidad jurídica de los
derechos reales», tan a menudo invocados, a justo título, para explicar
ios fulminantes progresos de la gran propiedad inglesa. Allí los poseedores
se vieron obligados a aceptar la compra por las circunstancias económicas,
En 1908, todas las tierras de ese pueblo no formaban más que una sola
explotación, en manos de un banquero (1933, pp. 476-477).
Sobre Alemania, especialmente «Problémes seigneuriaux dans TAlle-
magne moyenne (xvie-xvmc siécles)», 1936, pp. 491-495, y «Les deux
Ailemagnes rurales», 1937, pp. 606-610, donde Marc Bloch analiza dos
"monografías regionales", referentes, una a las tierras de Birkenfeld, en
Renania (supra, pp. 202-203), y otra a Pomerania. A través de Alemania
corre la línea que «separa dos inmensas zonas continentales cuya evolu­
ción agraria, de una parte y de otra, se opone con los más vivos contrastes.
Hacia el oeste —Alemania occidental, Países Bajos, Francia— el régimen
señorial condujo poco a poco a la formación de multitud de pequeñas o
medianas propiedades que, surgidas de la liberación de las tenencias cam­
pesinas, no cubren aún hoy, desde luego, la totalidad de la tierra, pero sí,
por lo menos, una parte grande de ella, a veces la mayor, Al este, en cam­
bio —Alemania de los "Junker", Polonia, Rusia—, el mismo régimen, in­
troducido, al parecer, más tarde, dio origen a un sistema de grandes pro­
piedades, apoyado al final de los tiempos modernos en una verdadera su­
misión a la servidumbre de los tenedores, a quienes el señor, al explotar
él mismo grandes extensiones de tierras, tendía a imponer corveas a vo­
luntad» (1935, p. 409). Así, «del declive de las instituciones señoriales, la
Europa del oeste vio derivar la propiedad campesina [...] En la Europa
del este, por el contrario, la historia de los campesinos, desde el final de la
edad media hasta una época muy próxima a nosotros, apenas fue más
que la de una larga y progresiva degradación» (1937, p, 606). El estudio
de E, E. Klots sobre el señorío en Silesia en el siglo xviu, Breslau, 1932,
muestra que allí se mantenía la tenencia campesina, pero con pesadas
cargas. Federico II hizo elaborar terriers para fijar los derechos y detener
los abusos de la explotación señorial; él tenía interés en proteger a los
campesinos: sin ellos, pocos impuestos y nada de soldados. El poder real
en Francia tuvo a menudo preocupaciones análogas (1935, pp. 410-411).

F ortunas rústicas en los siglos XVI-XVIII.


S eñorío s y tierras (pp. 363-370)

En su introducción al estudio sobre la nobleza, «Sur le passé de k


noblesse fran^aise: quelques jalons de recherche», Marc Bloch recordó
algunas cuestiones esenciales referentes a las fortunas nobiliarias: «la re­
construcción y la transformación de los patrimonios señoriales, tras la gran
crisis de los siglos xv y xvi», la «reacción señorial» del siglo xvm y la
«desaparición, mantenimiento o, aún, reconstrucción de las fortunas rús­
ticas de la nobleza, tras la Revolución» (1936, p, 377). Algunas monogra­
fías de después de 1930 permitieron penetrar mejor en el meollo de esos
problemas; en todas partes, se trata de la adquisición de las posesiones
rurales por los burgueses de las ciudades.
El señorío de La Groie, en tierras de Chátellerault, conoció realmente
antes de la Revolución una crisis de patrimonio, De 1380 a 1690, perte­
neció a la familia d’Aloigny, que acabó en la pobreza. Pasó luego a dos
dinastías de la toga y las finanzas, la segunda de las cuales se endeudó.
Hacia 1750 el castillo medieval fue casi completamente reconstruido. Las
ampliaciones de la reserva señorial se hicieron en dos etapas: 1590-1661
y 1747-1765. ¿Se debieron a condiciones particulares, a las vicisitudes de
las fortunas individuales?, ¿se encuentran, por el contrario, en los seño­
ríos próximos? Es cierto que ese «intervalo de abstención [...] coinci­
de [...] con el conocido período de caída de los precios en la segunda
mitad del siglo xvii y a principios del xvm». G. Debien, «Notes sur
le cháteau et la seigneurie de la Groie», en Bull, de la Société des
Antiquaires de l'Ouest, 1936 (1938, pp. 183-184). En Saint-Pouange
(Aube), cerca de una ciudad importante, Troyes, el señorío, muy frag­
mentado ya desde el siglo x i i i , se «aburguesa» pronto. A partir del si­
glo xvi, la principal mansión pasó de una familia de negociantes de Troyes
a otra de nombre Colbert. «Llegó la tormenta revolucionaria; el señor de
Saint-Pouange, quien por otra parte no es ya un Colbert, emigra [...]
bajo el Consulado, encuentra intacta toda una parte de sus posesiones; es
un hecho importante, una vez más, porque seguro que no es hecho aislado,
y es sin embargo poco conocido.» A. Morin, Saint-Pouange (Aube), Tro-
yes, 1933 (1936, p. 393). Igual esquema en la historia de los linajes seño­
riales que se sucedieron en la aldea de Froidmont, cerca del pueblo de
Jemeppe-sur-Sambre (Bélgica): «Primero alta aristocracia (con, incluso,
una rama bastarda de los Volois de Borgoña); luego, hacia finales del
siglo xvi, adquisición del señorío por un patricio de Anvers, y de nuevo,
finalmente, ascenso de esa familia burguesa a la gran nobleza». J. Fichefet,
Histoire de J.-sur-S. et F., Jemeppe, 1938 (1941, pp. 182-183).
Un señorío del siglo xvii: el de Mme. de Sévigné en los Rochers, cerca
de Vitré, en Bretaña. Eí abate Rahuel, modesto clérigo de la diócesis de
Rennes, fue de 1669 a 1680 "recaudador" (recevetir) del señorío de los
Rochers y capellán de la marquesa. Uno de sus libros de cuentas fue pu­
blicado por J. Lemoine y H. Bourde de la Rogerie en Bull. et Mémoires
de la Soc. Archéologique du Dép. d’lUe-et-Vilaine, 1930. Se trata de «un
tipo de documento muy valioso y aún demasiado raramente explorado».
«Se advertirán, en particular, indicaciones muy interesantes sobre los dos
procedimientos de explotación señorial entre los cuales los Sévigné, como
tantos otros nobles de su tiempo, vacilaron constantemente: la explota­
ción directa (era el caso de los Rochers) o el arriendo a un arrendador
general. Igual vacilación ante los modos de tenencia, entre el dominio de-
sahuciable (domaine congéable) —tan ventajoso en tantos sentidos, pero
que tenía el inconveniente de que, en los frecuentes casos de arrendadores
endeudados, implicaba desembolsos a cada desahucio— y el arrendamien­
to perpetuo (afféagement a perpétuité), De modo general, las diversas
rentas o derechos se cobraban con bastante dificultad; "no hay que con­
tar”, escribía Mme. de Sévigné, "más que con la cuarta parte de su
importe"» (1932, pp. 422-423). La tierra de Belcastel, en el Haut-Quercy,
mermada por ventas, «escapó por muy poco, durante el siglo xvii, a las
afiladas uñas de un prestamista que, naturalmente, era un comerciante de
la vecindad». Su nieto, escudero y secretario del rey, esposó a una hija
noble del mismo linaje (ver supra, p. 380) (1936, p. 490).
Otros ejemplos de dominios, de "casas de campo" y de "tierras”. La
del Fresne, en Vendomois, pasó de la vieja aristocracia a la nobleza de
toga, luego a un “nabab", enriquecido en las guerras de las Indias,
y, a través de su descendencia, a una "nobleza de extracción". Ge­
neral de Brantes y colaboradores, La ierre du Fresne en Vendó-
mo'ts, 1283-1937, Limoges, 1937 (1939, p. 449). A Malesherbes «gran
señor de toga», entre sus numerosas tierras, le gustaba particular­
mente aquella cuyo nombre él llevaba, del valle del Essonnes (Loiret).
M. Bocate, Monsieur de Malesherbes dans son domaine, Burdeos-París,
1930 (1933, pp. 190-191). Esos estudios no tratan de la «explotación se­
ñorial». Sí se ve, en cambio, cómo era adquirida, explotada y transmitida
la tierra en P. de Rousíers, Une famille de hohereaux pendant six siécles,
1935, región de Confolens (L. Febvre, 1935, p. 520), y en P. de Cham­
bón, La "forteresse” charentaise d’Alfred de Vigny (le Maine-Giraud)>
Ruffec, que sigue los «avatares de una propiedad nobiliaria antes, duran­
te y después de la Revolución»; es el lugar en que están fechadas las
Destinées de Alfred de Vigny. Ahí, al final del siglo xvm, los ingresos
señoriales superan con mucho los de la explotación directa (1932, p. 423).
En función de esos señoríos vivía todo un mundo de «oficiales», por
ejemplo los de Saint-Pouange (Aube) (1936, p. 593), o los Boisleux o «de
Boisleux», arrendatarios y oficiales señoriales de los alrededores de Arras,
Mgr. A. Boisleux, La famille Boisleux..., Arras, 1934 (1936, pp. 598*599).

Fortunas rústicas eclesiásticas


El monasterio de Ligugé (Vienne) fue, del siglo xn al xvn, un prio­
rato de Maillezais, y luego un beneficio unido al Colegio de Jesuítas de
Poitiers. «El estudio de sus bienes proporciona muchos datos útiles que
confirman y precisan lo que por otras partes creíamos saber de las fortu­
nas de ese tipo y de sus vicisitudes. Reducido hacia el final de la edad
media a poca cosa, en el siglo xvn el dominio propio se extendió nota­
blemente. Ordinariamente, el priorato cedía el conjunto de sus ingresos
generales a unos arrendadores, comerciantes u hombres de leyes. Los
Jesuitas, administradores más atentos, se hicieron cargo ellos mismos de
la gestión; ellos se contentaban con arrendar, por partes, las diferentes
explotaciones rurales. Tras la disolución de la orden y el embargo de su
patrimonio, volvió a aparecer el arriendo general, también esa vez en be­
neficio de algunos capitalistas, uno de los cuales, por lo menos, fue un
burgués de París.» Dom Pierre de Montsabert, Le monastere de Ligugé:
étude historiques Ligugé, 1929 (1931, p. 135). La abadía cisterciense de
Beaulieu (diócesis de Rodez) y su presupuesto en el siglo xvm fueron es­
tudiados por Jcan Donat, en Annales du Midi, 1933 y 1934 (las posesiones
rurales, arrendadas sobre todo en aparcería, ventas de granos y de gana­
do) (1936, p. 94). Sobre el dominio episcopal de Régennes, cerca de
Auxerre, ver supra, p. 326.

Explotación de los grandes dominios (pp. 371-376)


En el siglo xvm, en Saint-Pierre-du-Boscguérard, en el Roumois
(Seme-Inférieure), se ve cómo una explotación agrícola muestra «una agri­
cultura ya perfeccionada, que parece liberada de toda obligación colectiva
y que, aún sin haber logrado eliminar totalmente el barbecho, y sin dejar
tampoco de basar ante todo sus rotaciones bienales en la alternancia de los
cereales, ya desde la primera mitad del siglo, introduce en ellas las plantas
forrajeras, el lento ascenso de un linaje de labradores hacia la bur­
guesía curial {de basoche)\ en sus manos está una gran explotación que
realiza un intenso comercio de esos productos, sobre todo de ganado y de
sidras de manzana y de pera gravitando a su alrededor, están todos
los obreros agrícolas, dotados en su mayoría de una pequeña choza con su
tierra y de una o dos vacas, gentes pobres y duras Estudio de
Ch. Leroy sobre esa explotación, Rouen, 1934 (1935, pp. 332-333).

26. — BLOCH
Capítulo 5
LOS GRUPOS SOCIALES

1. E l MANSO Y LA COMUNIDAD FAMILIAR

Más que por individuos, las sociedades antiguas estaban formadas


por grupos. Aislado, el bombre apenas contaba. Era ligado a otros
hombres como realizaba su esfuerzo y se defendía; eran grupos, de
todos los tamaños, lo que los amos, señores o príncipes estaban acos­
tumbrados a encontrar ante ellos, a nombrar y a gravar con sus im­
puestos.
En el momento en que la historia de nuestros campos empieza a
salir de las tinieblas —durante ese período que nosotros llamamos
alta edad media— , la sociedad rural, por debajo de las colectividades
relativamente extensas que eran el pueblo y el señorío, tenía como
célula elemental otra unidad, a un tiempo territorial y humana — la
casa y el grupo de campos, habitada la una y explotados los otros por
un pequeño grupo de hombres— , que se encuentra en la Galia franca
casi en todas partes, en forma semejante aunque con nombres di­
versos. El más corriente es manse {mansus)} A veces se dice tam-

1. No ignoro que «manso» es un barbarísmo. En buena lengua de oil,


tendría que ser «tneix». Pero sólo en lengua de oil, porque en provenza!.
sería «mas», Y aún cabría tener en cuenta, por una y otra parte, las formas
dialectales. Añádase que «ttieix» y «mas», hoy y desde hace ya tiempo, como
se verá, cubren realidades muy diferentes de las que expresaba el tnansüs fran­
co. Variabilidad de las formas y modificaciones del sentido, todo ello invita
a huir del modernismo y por una vez, con la conciencia tranquila, conservar
la palabra que los historiadores, a pesar de la fonética, han tomado la costumbre
de calcar del latín: el «manso» de Guérard y de Fustel.
bien factus, o bien condamine (condoma, condomino). Esas palabras,
tanto unas como otras, no aparecen atestiguadas hasta bastante tar­
de: el siglo vil en el caso de manso2 y, por lo menos en la Galia, dey
condamine (frecuente este último sobre todo en el mediodía, au'nqüé
el primer texto en el que aparece proceda del Maíne),3 y el siglo ix
en el caso de factus. Y es que, con anterioridad, apenas tenemos tes­
timonios de la lengua agraria corriente. La institución era, con se­
guridad, mucho más antigua.
De esos tres nombres, uno permanece desesperadamente sumido
en el misterio: factus, el cual ni siquiera se sabe con qué lengua
ponerlo en relación, pues su derivación de facere no resulta dema­
siado verosímil, Condamine sugiere la idea de comunidad (primiti­
vamente en la misma casa) y, en el uso, designaba casi indistinta­
mente la pequeña colectividad que vivía en la tierra y esa misma
tierra. En cuanto a manstis, en su origen se refería a la casa, o al
menos al conjunto formado por la vivienda y los edificios agrícolas;
ese sentido no se borró nunca, y ha sido finalmente el único que ha
sobrevivido: es hoy el del meix borgoñón y el mas de Provenza.
Un término muy próximo, y que los textos antiguos consideran sinó­
nimo de mansus en todas las acepciones de éste, el término «masa­
re», designaba en la tle-de-France de la edad media, y designa aún
en la Normandía de hoy, la morada rural con su huerto. Así, la uni­
dad agraria ha tomado el nombre de la morada de sus ocupantes:
¿acaso la casa no es, decían los escandinavos, «la madre del campo»?
Para estudiar el manso, al igual que la mayor parte de formas so­
ciales de la época, es del señorío de donde hay que partir; no con
el fin de postular a favor de éste ninguna primacía ilusoria, ninguna
misión de matriz universal, sino, simplemente, porque sólo los ar­
chivos señoriales nos han dejado documentos lo bastante abun­
dantes como para permitir hacernos una primera idea de los he­
chos. En el interior de la villa de la alta edad media, la función
2. Cf. M. Prou y A. Vidier, Recueil des charles de l'abbaye de Saint-
Benott-sur-Loire, t. I, 1907, p. 16; Zeumer, en Neues Archiv., XI, p. 331;
L. Levillain, en Le Moyen-Age, 1914, p. 250. Desde luego, aquí no se tienen
en cuenta ios textos (como Forniul, Andecav., 25) en los que mansus puede
tener el sentido de casa.
3. Actus pontificia» Cenomannemium, ed. G. Busson y A. Ledra, 1902,
p. 138. En Italia, ya desde el siglo vi: Casiodoro, Variae, V, 10. Sobre el sen­
tido (y las vacilaciones de Mommsen a ese respecto), certeras observaciones de
G. Luzzato, 1 servi nelle grande proprieta ecclesiastiche, 1910, p. 63, n. 3.
esencial del manso es clara: juega el papel de unidad de percepción.
No es, en efecto, sobre las diversas parcelas, tomadas separadamente,
sobre lo que recaen los censos o corveas; tampoco se cuentan éstos
por familias o casas. Respecto a toda la tierra «amansada» — una
pequeña parte de la tierra, como veremos, escapa a esa división—,
los inventarios no conocen más que un contribuyente: el manso.
Varias familias, a veces, trabajan en común los campos agrupados
bajo esa denominación. No importa. Es el manso, siempre, lo que
se somete a los impuestos, lo que debe tantos dineros de plata, tan­
tos celemines de cereal, tantas gallinas y huevos y tantas jornadas
de trabajo. Cosa de los distintos ocupantes •— compañeros,' socii—
es el repartirse la carga. De ella responden, sin ninguna duda, soli­
dariamente. El manso, base del fisco señorial, es en principio in­
divisible. Si por casualidad se autoriza su fragmentación, es en frac­
ciones simples —mitades, y mucho más raramente cuartos— , que
a su vez pasan a ser unidades rigurosamente fijas.
Dentro de un mismo señorío, no todos los mansos se consideran,
ordinariamente, de valor y dignidad iguales. Casi siempre se dis­
tribuyen en diversas categorías, tales que las cargas difieren de una
a otra. Dentro de cada una de ellas, en cambio, sobre los mansos
que las componen, recaen impuestos casi iguales. El principio de
clasificación varía. Frecuentemente es de naturaleza jurídica y sus
criterios derivan, ante todo, de las condiciones humanas. Se dis­
tinguen, como hemos visto, mansos libres (mansos ingénuiles, de
hombres libres, y sobre todo de colonos), mansos serviles y tam­
bién, en algunas ocasiones, mansos «lidíles» (los lites eran libertos
del derecho germánico). Añadamos, a título de información, algu­
nos mansos «censiles», arrendados por contrato para un tiempo de­
terminado y claramente diferenciados, por ello, de los grupos ante­
riores; se definen los tres por la pura costumbre y son, en la
práctica, hereditarios. En otros lugares las caracterizaciones se to­
man de los servicios a que se está obligado en ellos: mansos de aca­
rreos, mansos de brazos (carroperarii, manoperarii). De hecho, el
contraste entre ambos métodos es más aparente que real. En la
época franca, como es sabido, la condición del hombre y la de la
tierra no coincidían ya regularmente: un manso, por ejemplo, habi­
tado por hombres libres, si sus primeros explotadores, en tiempos
quizá muy remotos, habían sido esclavos, no dejaba de llamarse ser­
vil. Pero es que lo que mantenía tan viva la memoria de la ocupación
original era la sensación de que ésta decidía obligaciones presentes;
en gran parte, éstas, fijadas por la costumbre, dependían mucho me­
nos del rango del tenedor actual que del de sus predecesores remo­
tos. Así, en ía vida cotidiana, los diversos niveles de mansos, fuera
cual fuera su etiqueta, se oponían ante todo por sus cargas. Los
mansos de brazos son antiguos mansos serviles; los polípticos, a veces,
emplean ambas palabras de forma indistinta.4 Poco a poco, abando­
nando su nombre tradicional, que se prestaba a estridentes discor­
dancias con la condición real de sus poseedores, se tomó por cos­
tumbre designarlos con un adjetivo más claro y más concreto. Pero
—es importante señalarlo— , realmente, parece que la agrupación
por clases de hombres fue la forma primitiva de diferenciación.
Era natural que, dentro del señorío, los mansos, entre una y otra
categoría, difirieran en sus dimensiones. De hecho, por ceñirnos a
los dos tipos principales, los mansos serviles son por lo regular más
pequeños que los libres. En cambio, habría sido normal que, al ser
elementos imponibles, los mansos de una misma categoría situados
en una misma villa fueran, regularmente, iguales entre sí. De hecho,
eso ocurría a menudo: así, por ejemplo, en el siglo ix, en el norte de
3a Galia, en la mayoría de tierras de Saint-Bertin. Se tenía la sen*
sación de un orden de magnitud local: en 1059 dos personajes donan
a Saint-Florent de Saumur, en un bosque, el terreno en el que rotu«
rar siete mansos «tales como los que hacen los hombres que viven
cerca de esa tierra».5 Pero en otros lugares las desigualdades eran,
por el contrario, muy sensibles. Las menores, a decir verdad, pueden
explicarse por diferencias en la fertilidad de los suelos: paridad de
rendimiento no siempre equivale a paridad de superficie. Pero hay
algunas demasiado importantes — de sencillo a doble, o a triple—
para resistir esa interpretación. Es preciso admitir realmente'que en
la distribución de la tierra «amansada» ciertos ocupantes se habían
visto favorecidos, y otros desfavorecidos. ¿Desde el principio, o úni­
camente con el transcurso de la evolución? Eso es muy difícil sa­
berlo. Se advertirá, de todos modos, que en los alrededores de París,
ya desde el siglo IX, esas divergencias eran particularmente fuertes;
allí, como se verá, parece que el manso entró muy pronto en deca-

4. «Poíyptyque des Fossés», en B. Gucrard, Polyptique de l’abbé Irminon,


t. II, p. 283, c. 2.
5. Bibl. Nat., nuevas adqs. lats. 1930, fol. 45 v.° y 46.
ciencia. En cambio, que de señorío a señorío y, más en general, en
promedio, de región a región, variara la extensión, es cosa muy ex­
plicable. En Picardía y Flandes, regiones relativamente despobladas,
en el siglo IX, el manso era generalmente más extenso que en las
tierras del Sena. No obstante, en el conjunto de la Galia, las diferen­
cias no eran tan grandes como para que el número de mansos-tenen­
cias de tal o cual tipo, o incluso de mansos-tenencias, en general, que
incluía un señorío, no pudiera servir para apreciar en términos ge­
nerales la importancia de éste. Nosotros, por nuestra parte, pode­
mos hacernos una idea de cómo era esa unidad rústica fundamental.
Limitémonos, para simplificar, a Jos mansos libres. Salvo algunos
casos aberrantes, oscilan entre las 5 y las 30 hectáreas; la media se
sitúa sobre las 13 hectáreas, un poco por debajo, como podía espe­
rarse, de la cifra mínima — alrededor de 16,5 hectáreas— asignada
por la legislación carolingia, muy cuidadosa de los intereses del clero,
al manso-tipo que ella misma prescribía que se atribuyera a cada
iglesia parroquial. Todos esos datos nos conducen a la misma con­
clusión: por su dimensión, el manso equivalía a lo que hoy se lla­
maría una pequeña o una mediana explotación, y económicamente,
dado el carácter mediocremente intensivo del cultivo antiguo, siem­
pre a una explotación pequeña o incluso muy pequeña.6
Eran mansos la mayor parte de las tenencias, pero no todas. En
muchos señoríos, junto a la abigarrada multitud de los mansi de
todo tipo, se encontraban explotaciones que escapaban a esa clasi­
ficación, aún estando gravadas por censos y servicios. Se las desig­
naba con diversos nombres: hospedajes (hospitia), accolae y, en
otros lugares, sessus o laisinae; más tarde, en muchas regiones, se
las llamó bordes o chevannes. Esas tenencias anormales eran siempre
mucho menos numerosas que los mansos, y eran de menor exten­
sión y muy desiguales entre sí; aparentemente, escapaban a la ley
de indivisibilidad. A veces el detentador de un manso, un «mese­
guero» (mansuarius), añadía a su explotación principal uno de esos
anejos, pedazos desprendidos del dominio o rozas conquistadas a los
yermos. Mas frecuentemente, los hospedajes tenían sus ocupantes
propios, sin otras tierras. En el organismo de la villa, eran elemen­
tos accesorios, aberrantes. ¿Que un hospedaje aumentaba lo suficien­
6. Cf. F. Lotf «Le tribut aux Nonnands», en Bibliotb. de 1‘École des
Chartes, 1924.
te, por donación del amo, tras una roturación o de cualquier otta
manera? Parecía natural elevarlo a la dignidad de célula-tipo. La
percepción de los derechos se hacía con ello más regular y más
fácil, y el propio explotador sin duda salía ganando, al participar sin
reservas en los aprovechamientos colectivos (pasto, uso de los bos­
ques, etc.) reconocidos a los tenedores plenos. «En Agart y en Auri
hemos hecho de su tierra un manso», escriben los monjes de Saint-
Germain-des-Prés, «para que paguen en adelante las cargas comple­
tas». En otro lugar se ve cómo los mismos religiosos, cogiéndole a
un primer meseguero un pedazo de la reserva que le había sido ce­
dido provisionalmente, y a otro otras tierras, constituyen con esos
dos fragmentos unidos un medio manso para un tercer beneficiario.
Una transformación semejante no se operaba en absoluto con un
simple cambio del lenguaje corriente; era preciso un acto expreso,
era necesaria k decisión de una autoridad competente. Así pues, el
manso es verdaderamente una institución, puesto que implica una
voluntad y, si se quiere, una artificialidad.
Como el carácter más evidente del manso es el de ser un ele­
mento imponible para el señorío, es grande la tentación de tomarlo
por creación del propio señorío. En el alba de la historia, un amo
reparte entre sus hombres la tierra dei pueblo, por unidades muy
poco distintas y que él declara indivisibles: imposible una imagen
más sencilla. Y sin embargo, pensando bien la cosa, ¡cuántas dificul­
tades plantea semejante hipótesis! ¿Hubo, pues, un momento en el
■que las poblaciones de la Galia se componían, en todo y para todo,
de dos clases, un puñado de dinastas todopoderosos y una multitud
de dóciles esclavos, dispuestos a aceptar lo que se quería asignarles
de una tierra todavía virgen? En el principio el señor fue... ¿Pero
por qué detenerse a discutir ese mito? Una sola observación basta
para destruirlo. Diversos reglamentos referentes al servicio militar
nos indican que había en la Galia carolíngia hombres libres que, por
toda posesión, tenían un manso, o incluso un medio manso. ¿Te­
nedores?: no, pues de los textos se desprende claramente que por
encima de ellos no se ejercía sobre Ja tierra ningún derecho real su­
perior. ¿Señores?: tampoco, pues ¿cómo en un manso, y con más
razón en medio manso, podían vivir además de los explotadores una
familia de rentistas? Esas gentes humildes eran pequeños propieta­
rios campesinos, provisionalmente a salvo de las garras de la aristo­
cracia. Si su tierra, que no es una tenencia, se clasifica no obstante
como manso, es que ese nombre designa, independientemente de toda
idea de carga señorial, una unidad de explotación.
De ese patrón rústico, por lo demás, hacía amplio uso el Estado,
para repartir el servicio militar y para establecer la base tributaria
del impuesto. Desde Carlos el Calvo hasta el año 926, los reyes se
vieron llevados con frecuencia a imponer contribuciones generales
cuyo producto servía para pagar los fuertes rescates que exigían los
vikingos para cesar en sus incursiones. Por lo regular, los grandes
y las iglesias se ven gravados en proporción al número de mansos
que les están sometidos. Se trata ahí, es cierto, únicamente de man­
sos-tenencias. Pero remontémonos más arriba todavía. Los merovin-
gios habían heredado el impuesto rústico romano, que siguieron per­
cibiendo —utilizando por lo general los viejos catastros, o haciendo
a veces elaborar otros nuevos— durante mucho tiempo, hasta el día
en que, definitivamente, tras una larga decadencia, ese arma se les
escapó de las manos, inexpertas en la conducción de un Estado bu­
rocrático. La contribución rústica del Bajo Imperio, institución oscu­
ra si las hay, presenta por lo menos un rasgo cierto; se basaba en
la división de la tierra en pequeñas unidades imponibles — capiia,
fuga— , cada una de las cuales correspondía, a grandes rasgos, a una
unidad de explotación rural. La semejanza con el manso salta a la
vísta. Los nombres, sin duda, difieren. ¿Pero acaso no sabemos que
en el lenguaje corriente, junto a sus nombres oficiales, la unidad
fiscal romana tenía varios otros, variables según el uso provincial y
desconocidos, en su mayoría, para nosotros?7 ¿Cómo no creer que
«condamine» — atestiguado, aunque en Italia, ya desde principios
del siglo vi— , que manso y factus se contaran entre ellos?
Pero no nos equivoquemos; considerar que el mansus franco
salió del capul romano o, por decir mejor, no es más que el capui
romano con otro nombre, no forzosamente equivale a ver, en la
propia realidad que cubrían esas palabras, la arbitraria creación de
algunos funcionarios del Imperio que sufrieran la falta de un catas­
tro. Haciendo una abstracción provisionalmente necesaria, hasta ahora
he tratado el problema como si fuera un problema francés. En rea­
lidad es general a Europa, Ni siquiera es privativo, como habría
podido esperarse, del mundo romanizado. Italia no es el único lugar

7. C. Th.t XI, 20, 6; cf. A, Piganiol, Uimpói de capitation, 1916, p. 63.


que conoció unidades agrarias en todo punto análogas a las de la
Galia franca, a menudo designadas, además, con los mismos térmi­
nos, Los países germánicos nos ofrecen un espectáculo semejante:
bufe alemana, hide inglesa y bool danés, todas esas palabras indíge­
nas suelen traducirse en latín por mansus, y las instituciones que
designan, que son a la vez unidades fiscales (tanto para eí Estado
como para el señor) y unidades de explotación, presentan las más
seguras afinidades con nuestro manso- Así pues, ¿quién puede atre­
verse a la aventura de explicar esas similitudes por imitación? ¿Ha­
bremos de imaginar que los reyes bárbaros, tomando de las oficinas
del fisco romano un sistema de divisiones catastrales, extendieron su
empleo, por imposición, a inmensos territorios que lo habían igno­
rado hasta entonces? Todo cuanto sabemos de la debilidad adminis­
trativa de esas monarquías se opone a semejante suposición. Por eí
contrario, ¿consideraremos el manso-bufe una invención específica­
mente germánica, impuesta a los campos de la Romanía por sus fe­
roces vencedores? Incluso si no hubiéramos reconocido en el manso
la continuación del caput romano, la certidumbre que tenemos de
que las invasiones bárbaras, labor de conquista, salvo raras excepcio­
nes, no fueron labor de poblamiento, nos impediría semejante en­
sueño. Es preciso, pues, que el manso sea algo más profundo que
unas medidas gubernamentales y más antiguo que los límites his­
tóricos de los Estados. El sistema fiscal romano o franco fue utili­
zado por el régimen señorial, y ejerció con ello fuerte influencia sobre
la historia de éste. Su origen está en otra parte; los enigmas de ese
origen, una vez más, no pueden ser resueltos más que con una
vuelta a las realidades de la tierra, a los tipos milenarios de civiliza­
ción agrícola.
Pero antes es indispensable deshacerse de una de esas dificultades
de terminología que impone a los pobres historiadores el carácter
flotante de la mayoría de lenguajes habituales, y especialmente de los
vocabularios medievales. El señor tenía su explotación, diferenciada
de las de los tenedores: era su dominio. Cuando el Estado carolingio
reclamaba una contribución a los grandes propietarios, ordinaria­
mente, no se contentaba con imponérsela en proporción a las tenen­
cias-tipo que dependían de ellos; gravaba también las reservas y, a
pesar de la extrema desigualdad de éstas, por pura ficción, les atribuía
un valor uniforme, hasta el punto de que la explotación señorial, a
pesar de carecer de toda fijeza, era considerada a su modo una unidad
fiscal. Ahora bien, mirando las cosas a grandes rasgos, ¿qué era un
manso de la época franca, sino una explotación agrícola que servía
de base a un sistema fiscal? En Inglaterra, donde la reserva escapa­
ba al impuesto, no se le dio nunca el nombre de hide; en cambio, en
los países que estuvieron sometidos al imperio franco, es un mansas
o una hufe. Frente a los mansos serviles o libres, se tomó la costum­
bre (desaparecida, por otra parte, muy rápidamente, al parecer hacia
el siglo x i) de hablar del ntansus indominicatus. Pero el verdadero
manso no es ése. Es la célula rural — casa, campos, participación en
los derechos colectivos— que está en manos del tenedor o del peque­
ño campesino libre, dotada, en principio, de una perfecta estabilidad,
y que responde a un orden de magnitud tal que cuando se dice de
un hombre que posee un manso entero, medio manso o un cuarto
de manso, su lugar dentro del grupo, a ojos de sus contemporáneos,
se muestra inmediatamente con perfecta claridad.
Ahora bien, ese manso presentaba en concreto, según los regí­
menes agrarios, aspectos muy diferentes.
En las regiones de tierras fragmentadas y de hábitat concentra­
do — especialmente en las zonas de campos abiertos y alargados—
el manso no es casi nunca de un solo tenedor. Los edificios se
agrupan, con muchos otros, en un mismo pueblo, y las parcelas, muy
dispersas, se extienden junto a las de los otros mesegueros, en las
mismas hazas. Sin embargo, cada una de esas unidades, que son pu­
ramente ficticias, es fija, y si algunas son desiguales entre sí, por lo
menos representan órdenes de magnitud claramente comparables. El
estudio de los términos de tierras parceladas nos había conducido
ya a representarnos la ocupación de la tierra, en sus fases sucesi­
vas, como algo que había obedecido a un pian de conjunto, más o
menos tosco. ¿Impuesto por un jefe, por un señor?, ¿libremente
trazado, por el contrario, por la colectividad?: es el secreto de la
prehistoria. En suma, el pueblo y sus campos son obra de un amplio
grupo, quizá — pero esto no son más que conjeturas— de una tribu
o de un clan; los mansos son las partes asignadas — ya desde la fun­
dación o más tarde: ¿cómo saberlo?— a unos subgrupos más pe­
queños. ¿Qué era esa colectividad secundaria cuyo caparazón era el
manso? Muy probablemente la familia, distinta del clan en el sen­
tido de que no abarcaba más que unas cuantas generaciones, capaces
de definir su ascendencia común; pero era una familia de tipo aún
patriarcal, lo bastante amplia para incluir diversas parejas colatera-
Ies. En Inglaterra la palabra hide tiene como sinónimo latino térra
unius familiae y, probablemente, ella misma desciende de una vieja
palabra germánica que quería decir familia.
Los lotes así constituidos, a veces desiguales, debido a circuns­
tancias cuyo detalle siempre se nos escapará, y sin embargo concordes
con un mismo tipo de explotación, no cubrían todo el término de
tierras. Sin duda al jefe, si lo había, le correspondía más. En el otro
extremo de la escala social, diversos ocupantes, situados en una con­
dición de inferioridad con respecto a las principales familias, en el
caso de algunos quizá por haber llegado más tarde, habían recibido
partes menores que las de los ocupantes de pleno derecho. Eran los
hospedajes; a juzgar por los hechos italianos, los accolae, en particu­
lar, debieron ser fragmentos tardíamente arrancados a la tierra co­
munal por pequeños roturadores que el grupo toleraba.
Tal era la institución antigua que luego los Estados encontraron
cómodo convertir en base de su catastro. Los señores, a medida que
se extendía su influencia sobre los pueblos, la utilizaron igualmente
para sus propios fines. Cuando fragmentaron sus dominios, forma­
ron para sus esclavos radicados verdaderos mansos; los mansos ser­
viles, mucho menos numerosos en conjunto que los libres, fueron
creados muy probablemente a imitación de éstos. De igual modo, los
nuevos núcleos fundados de arriba abajo por señores emprendedo­
res tomaron forma según los antiguos.
El estado de los documentos y, más aún, el de las investigacio­
nes, no permiten hacerse una idea demasiado exacta del estado de
los mansos en las zonas de campos abiertos e irregulares. Algunas
indicaciones, todo lo más, nos autorizan a suponer que algunas ve­
ces, aunque sin duda no siempre, eran de un solo tenedor.8 En cam­
bio, en la mayoría de zonas de cercados la situación está clara, y el
contraste con las zonas de campos alargados es todo lo agudo que
puede esperarse.
También ahí quien dice manso dice explotación rural de un pe­
queño grupo humano, probablemente familiar. Pero no se trata ya
de una entidad puramente jurídica formada por campos dipersos

8. Habría toda una investigación que hacer, con un interés capital, sobre
los mansos de un solo bloque, que aparecen por la indicación de los campos
lindantes. Encuentro algunos, y no sin sorpresa por mí parte, en eí Oscheret,
en Borgoña: Pérad, Recudí de plusieurs pieces curieuses, 1664, p, 155.
dentro de un extenso términos de tierras, a los que se añade la asig­
nación de una parte de los derechos colectivos. La explotación for­
ma un solo bloque y se basta a sí misma. Las fuentes antiguas, en las
regiones de ese tipo, designan corrientemente a los mansi por los
cuatro pedazos de terreno colindantes, cosa que casi nunca hacen en
las zonas de campos alargados, y ello es prueba manifiesta de que
dichos mansi eran todos de una pieza. En el Lemosín, donde las
vicisitudes de esa historia son más fáciles de seguir que en otros
lugares, el manso carolingío, con el transcurso del tiempo, da ori­
gen a una aldea. Ya desde la alta edad media, ésta tiene su nombre,
muy suyo, mantenido hasta nuestros días. Los dos mansos de Ver­
dinas y de Roudersas, mencionados en un reparto del 20 de junio
del ano 626, son hoy dos aldeas de un pequeño municipio de la
Creuse.9 La célula familiar, en esos lugares de suelo pobre y de
ocupación poco densa, no quedó mezclada con otros grupos; se hizo
su posición aparte.

La antítesis entre los dos tipos de mansos — divididos o de un


solo tenedor— se expresa en el contraste de sus futuros.
Desde los inicios de la edad media, fuera de ías zonas de cerca­
dos, el manso se nos presenta en plena decadencia. Deja de ser indi­
visible, lo que para él, prácticamente, es dejar de existir. Por enaje­
nación o por otras vías, de todas partes se desprenden fragmentos
de él. Y eso quizás ya desde el siglo vi, en que se ve observar a Gre­
gorio de Tours que la «división de las posesiones» dificulta la per­
cepción del tributo rústico. Con certeza, en cualquier caso, desde
el reinado de Carlos el Calvo. Un edicto de ese rey, del 25 de junio
del año 864, se queja de que los colonos hayan adquirido la cos­
tumbre de vender la tierra del manso sin conservar más que la casa.
Por lo que se ve, si hubieran enajenado unidades enteras — a un
tiempo edificios y campos— no se hubiera pensado en reprochárse­
lo. El mal procedía de la ruptura del manso, por la «destrucción» y
«confusión» de los señoríos. Hacía imposible la percepción correcta

9. F. Lot, en Mélanges d'hisioire ofjerts a H. Pirenne, 1926, p. 308.


Ejemplo de un manso de un solo tenedor, en el Oeste, Cartulaire de la cathé-
drale d'A/tgers, ed. Urseau, n.° XX. Convendría estudiar de cerca el tan bretón,
quizá análogo al manso.
de los derechos. Para que cesara ese desorden, los .mansos recupera­
ron todo lo que les había sido arrancado sin el asentimiento delrse;
ñor. ¡Vanas defensas! Hacía la misma época, en una villa del Parisis,
de los treinta y dos explotadores que se repartían doce mansos libres,
once residían fuera del señorío.10 Probablemente fue esa desmembra­
ción, con el consiguiente aumento de las tenencias no amansadas, lo
que en 866 llevó al gobierno a intentar por primera vez gravar con
impuestos los hospedajes, hasta entonces desdeñados. Ya con ante­
rioridad había habido algunos intentos de percibir ciertas contribu­
ciones, ya no por mansos, sino por familias (casatae)}1
A partir del siglo xi el manso se fragmenta y, así, poco a poco,
desaparece. Más o menos tempranamente, claro está, según las regio­
nes y los lugares. Estudios más avanzados pondrán sin duda el acento
un día sobre esas divergencias. En el Anjou, en 1040 todavía se dife­
rencian claramente los mansos y las bordes; lo mismo en el Rosellón
en el siglo xn, pero sin que el sentido de esa diferencia se compren­
da ya allí muy claramente. En 1135, en Villeneuve-le-Roi, en el Pa­
risis, se hace referencia a un medio manso. En 1158 en Prisches, en el
Hainaut, y entre 1162 y 1190 en Limoges y en Fourches, al sur de
París, los derechos son percibidos por mansos o por medios mansos.
En 1234, en Bouzonville y Bouilly, en el Orléanais, aunque no está
exactamente prohibido dividir las «masares» (ahí la palabra designa
toda la explotación, incluidos los campos, y equivale a manso), sí lo
sigue estando dividirlas de cualquier modo que no sea por fracciones
fijas (hasta el quinto). En Borgoña, en la castellanía de Semur, sub­
siste más o menos vaga a finales del siglo xv la tradición de que el
meix no puede desmembrarse.12 Pero casos semejantes son entonces,

10. «Polyptyque des Fossés», c. 14.


11. El sentido de cásala, familia [rnénage], queda bien precisado por una
carta del papa Zacarías que da como sinónima la expresión conjugio servorum
(tomado ahí servus en el sentido amplio, de dependiente del señorío); cf.
E. Lesne, Histoire de la propriété ecclésiastique, t. II, 1, 1922, pp. 41 ss.
12. Bibl. Nat., nuevas adqs. lats. 1930, fol. 28 v.° (Anjou). Tardif, Cartons
des rois, n.° 415, y Arch. Nat., S 2072, n.° 13 (Villcneuve-Ie-Roi). Revue Belgc
de Pbilologie et d'Histoire, 1923, p, 337 (Prisches). Arch. Nat., L L 1351,
fol. 7 (Limoges y Fourches). Arch. Loiret, H 30:, p. 438, y Arch. du Cher,
fondos de Saint-Benolt-sur-Loire, cartulario no catalogado, fol. 409 v,° (comu­
nicado por Prou y Vidier; Bouzonvilie y Bouilly). Flour de Saint Genis, en
Bulletin du Comité des Travaux Hisioriques, Section des Sciences Économi-
ques, 1896, p. 87 (Semur).
y desde tiempo atrás, excepcionales; pronto ya no se encontrarán.
A partir de entonces —y, desde el siglo x ii , casi siempre— las ren­
tas rusticas recaen sobre las distintas parcelas, tomadas aparte; sobre
la casa, los derechos del corral, y sobre el hombre o la familia, la
corvea. Por lo mismo, ya no son fijas las tenencias ni hay, entre ellas,
relaciones estables; crecen y se dividen a voluntad de sus poseedo­
res, con la única condición — si se trata de enajenación— de un
asentimiento señorial negado cada vez más raramente.
Así se destruyó progresivamente, un poco por toda Europa, la uni­
dad agraria original, cualquiera que sea el nombre que se le dé. Pero
en Inglaterra y en Alemania fue mucho menos rápido que en las tie­
rras abiertas de Francia. Cuando finalmente desaparece la hide in­
glesa, mencionada con frecuencia aún en el siglo xm , es para dejar
tras de sí todo un sistema de tenencias regulares y fijas, de una
vergée (cuarto de hide) o de una bovée (octavo de hide). En Ale­
mania, igualmente a partir del siglo xm —y a menudo más tarde— ,
la bufe no desaparece más que para ser sustituida en muchos lugares
por tenencias más diversas pero también indivisibles, en virtud de
reglas de sucesión, en ocasiones con vigor hasta nuestros días, que
aseguran la herencia a uno solo de los sucesores. En Francia, seme­
jantes vetos a la división de las tenencias rústicas apenas si rigieron
más que en ciertos señoríos bretones, donde actuaban en beneficio
del hijo más joven.13 En la mayor parte de nuestro país, en suma, ya
desde el siglo x ii , el señorío y la comunidad rural habían dejado del
todo de ser bellos edificios ordenados, con compartimentos regulares
y estables. El manso, en general, aun con sus diversas denominacio­
nes, es una institución europea; su desaparición precoz y sin dejar
ratro, en cambio, un hecho propiamente francés.
Desde luego, esa transformación no puede explicarse más que por
razones que tocan a lo más profundo de la vida social. La historia
de la familia medieval la conocemos poco, demasiado poco. Sin em­
bargo, desde la alta edad media, se entrevé una lenta evolución. El
grupo de las personas vinculadas por la sangre —el linaje— sigue
siendo muy fuerte. Pero sus límites pierden toda precisión, y las

13. Ejemplos análogos en los Países Bajos. Cf. G. Des Marez, Le probléme
de la colonisation franque, 1926, p, 165. Respecto a la Lorena, tentativas de
tenencias fijas, sin mucho éxito: Ch. Guyot, «Le Lehn de Vergaville», en
Journal de la Société d’Archéologie Lorraine, 1886.
obligaciones que ligan a sus miembros, del rango de las obligaciones
jurídicas, tienden a pasar al de las simples obligaciones morales o
casi de las costumbres. La vendetta sigue siendo un deber impuesto
por lá opinión pública, pero sin que exista ninguna regla exacta de
solidaridad criminal, activa ni pasiva. La costumbre de mantener in­
divisa la tierra entre padre e hijos, entre hermanos, e incluso entre
primos, conserva una gran fuerza, pero no es, de hecho, más que una
costumbre; la propiedad individual está plenamente reconocida por
las leyes y costumbres y la parentela no tiene más derecho establecido
que, en caso de enajenación, una opción de compra preferente. Natu­
ralmente, ese grupo, de contornos menos claros y no mantenido ya
por una fuerte presión jurídica, corre mucho más peligro de descom­
posición, La sólida y amplia familia patriarcal tiende a ser sustituida,
como centro de vida común, por la familia conyugal, constituida
esencialmente por los descendientes de una pareja todavía viva.
¿Cómo sorprenderse de que desaparezca al mismo tiempo el rígido
marco rústico de la antigua familia patriarcal? Ya desde la época
carolingia, el manso francés lo ocupan frecuentemente diversas fami­
lias que viven separadas y no tienen quizá más vínculo que la solida­
ridad fiscal impuesta por el señor; en el señorío de Boissy, dependien­
te de Saint-Germain-des-Prés, hay hasta 182 hogares que correspon­
den a 81 mansos. Era indicio de una descomposición interna. Pero
entonces el manso, por la acción tanto del Estado como del poder
señorial, bien o mal, se conservaba como entidad indivisible. En
cambio en Francia, tempranamente, le faltó el primero de esos pi­
lares. Mientras en Inglaterra sobrevivió hasta pleno siglo x n un
sistema de impuestos basado en la hide> y eso contribuyó con segu­
ridad al mantenimiento de esa institución, en la Galia, a principios
del siglo x, se detiene todo esfuerzo de contribución pública. En
cuanto a los señores, los decisivos cambios que experimentaron del
siglo x ai siglo xii sus métodos de explotación, como consecuencia
de la disminución de las corveas —rasgo también característico de
nuestro país— , explican que dejaran morir la antigua unidad de per­
cepción. ¿Por qué aferrarse a ella, si la materia misma de las cargas
se había modificado? Los viejos polípticos estaban llenos de dis­
posiciones caducas; su lenguaje, por otra parte — como lo confesa­
ba hacia finales del siglo xi el monje que copió o resumió el de Saint-
Pere des Chartres— , se había hecho casi ininteligible; dejaron de
consultarse y, consiguientemente, no pudieron ayudar a perpetuar las
normas del pasado. La redacción de la familia a un círculo más estre­
cho y más variable, la ruina de toda fiscalidad pública y unos seño­
ríos totalmente transformados interiormente: tales son, por lo que
puede verse, muy graves y un poco misteriosos, los diversos fenó­
menos expresados por el hecho, aparentemente tan insignificante, de
que un censier del siglo ix procede por mansos y uno del siglo xm
o del xvm campo por campo o familia por familia.
Así fueron las cosas, por lo menos, donde el manso, formado por
una multitud de campos dispersos, no estaba claramente inscrito en
la tierra* En una unidad de esa especie había algo de arbitrario y
consiguientemente frágil. En las regiones de cercados, por el con­
trario, donde el manso era de un solo tenedor, su división entre va­
rias explotaciones distintas no implicó forzosamente su desaparición.
Es eso lo que se percibe con claridad en el Lemosín. Allí, al levantar
su casa y tomar su parte de las tierras cada familia conyugal, o casi,
el manso carolingio, aislado en el campo, fue sucedido por una aldea,
igualmente aislada. Lo mismo en Noruega, que ignora también el
hábitat concentrado, al dispersarse las viejas comunidades patriarca­
les, más de una vez se vio cómo la enorme casa de labranza ancestral
—la aettegaard— se descomponía en un puñado de viviendas inde­
pendientes.14 Pero por mucho tiempo, hasta los tiempos modernos,
la aldea del Lemosín siguió llevando el antiguo nombre de mas.
A ojos de la administración señorial no había dejado de merecer­
lo, pues respecto a las cargas que recaían sobre él los habitantes
seguían respondiendo solidariamente. De igual modo, la montaña del
Languedoc ha conocido casi hasta nuestros días los mas o mazades,
aldeas cuyos «parsonniers» persistieron durante siglos en poseer la
tierra en común. No obstante, incluso allí había de llegar la disolu­
ción. En el siglo xvm la propiedad común de las mazades parecía
haberse reducido en general a los baldíos y a los bosques; la tierra
cultivada había sido dividida. Y, a pesar de una solidaridad mante­
nida desde arriba, en el mas del Lemosín la verdadera unidad eco­
nómica fue ya desde entonces la familia, en el sentido restringido
de la palabra.15

14. Magnus Olsen, Tarms and janes oj a n cie n t Nortvay, 1928, p. 48,
15. Sobre el mas del Lemosín, notas comunicadas por A. Petit e investi­
gaciones personales. Sobre las mazades, artículo, por otra parte muy insuficiente,
de J. Bauby, en Recueil de VAcadémie de Législation de Toulouse, t, XXXIV.
Efectivamente, entre el manso y la simple familia conyugal, en
casi todas partes ha habido la transición de la comunidad fam'iJíaj>
A menudo se le llamaba communauté taisible (es decir, tácita), por­
que por regla general se constituía sin formalización escrita, y a me­
nudo también «¡reresebe», lo que significa grupo de hermanos. Los
hijos, incluso casados, vivían junto a los padres y, desaparecidos és­
tos, frecuentemente seguían viviendo juntos, «a pan y cuchillo», tra­
bajando y poseyendo en común, A veces se unían a ellos algunos ami­
gos, por un contrato de fraternidad ficticia (afjrairement, hermana­
miento).10 Eran varias generaciones las que vivían bajo eí mismo
techo: en una casa de la región de Caen — excepcionalmente densa,
por otra parte— a la que hacía referencia en 1484 un diputado de
los Estados Generales, eran hasta diez parejas y setenta individuos.17
Esas costumbres comunitarias estaban tan extendidas que una de
las instituciones fundamentales de la servidumbre francesa, la luc­
tuosa (mainmorte), acabó por basarse en ellas. Inversamente, la con­
cepción misma del derecho de luctuosa, en las familias serviles, con­
tribuyó a aconsejar la indivisión: una vez rota la comunidad, la he­
rencia corría mucho mayor riesgo de ir a parar a manos del señor.
Donde el impuesto se percibía por hogares, el temor al fisco tenía
un efecto parecido; multiplicando las moradas separadas se multipli­
caban las tasas. Sin embargo, a pesar de toda la vitalidad que podían
tener, esas pequeñas colectividades no tenían nada de obligatorio
ni inmutable. Constantemente había individuos de actitud más inde­
pendiente que los otros que se separaban, y con ellos resultaban sepa­
rados algunos campos: son los foris familiati de la edad media, a
veces «mis hors pain» (dejados sin pan) a título penal, y a veces
también por su propia voluntad. Y forzosamente llegaba el momen­
to en que la colmena se dividía definitivamente, en varios enjam­
bres. La communauté taisible no se veía soportada por el armazón
de una tierra 1egalmente indivisible.

En Bretaña parece que hubo aldeas de «parsonniers», pero quizá habían surgido
de las simples comunidades familiares de las que se tratará más adelante; el
problema no ha sido estudiado de cerca: cf. Annales de Bretagne, XXI, p. 195.
16. Ch. De Ribbe, La société proveníale, p. 387; R. Latouche, La vie en
Bas-Quercy, p. 432.
17. Tehan Masseltn, Journal des États Généraux, ed. A. Bernier, 1835,
pp. 582-584.
2 7. — BLOCH
También le tocó, a su vez, desaparecer. Lentamente, como se
borra una costumbre, y en fechas infinitamente diversas según las pro*
víncias. Alrededor de París, parece ser, ya antes del siglo xvr había
casi dejado de existir. En el Berry, en cambio, en el Maine, el Lemo­
sín y en toda una parte del Poitou, en vísperas de la Revolución se
la encontraba aún en pleno vigor. Un estudio de conjunto que acla­
rara esos contrastes arrojaría una luz de lo más vivo sobre ese tema
tan poco conocido y tan apasionante que es el de las diversidades
regionales de la estructura social francesa. Ya ahora, hay un hecho
que destaca claramente: al igual que el manso, la comunidad familiar
se mantuvo con tenacidad particular en las regiones de hábitat dis­
perso. En el Poitou, en las proximidades del Macizo Central, ciertos
planos señoriales del siglo xvm muestran la tierra dividida en
«freresches»}* Algunas de éstas, igual que los mas del Lemosín, al
fragmentarse, han dado origen a aldeas, pues en todas partes la diso­
lución de esas antiguas comunidades tuvo por resultado el aumento
del número de casas; cada pareja quiere ya su techo.19 A veces, en
esos lugares que no conocen el pueblo grande, la explotación familiar
ha sobrevivido hasta nuestros días. No es casualidad que en la lite­
ratura novelesca los Agrafeíl de Eugéne Leroy sean del Périgord y
los Arnal de André Chamson de los Cévennes.
Volvamos a las regiones abiertas. En ellas, sobre la propia cons­
titución de los términos de tierras, primero la existencia y luego la
desaparición de esos grupos comunitarios ejercieron una gran influen­
cia. Fragmentación, flagelo de la explotación rural: ¿quién no habrá
oído, piadosamente transmitida por ios economistas del siglo xvm
a los del xix y el xx, esa queja mil veces repetida? Desde el siglo
pasado, suele ir acompañada por sangrientos reproches a ese des­
graciado, a ese miserable: el Código Civil. ¿Acaso no ha sido éste,
efectivamente, el que por el reparto igual de las sucesiones ha causado
todo el mal? Sí los herederos se repartían parcelas enteras, todavía.
Pero cada uno, sediento de igualdad, exigía un pedazo de cada cam­
po, y la fragmentación continuaba hasta el infinito, Que la fragmen­
tación es un grave inconveniente, uno de los más temibles obstácu­

18, Ver, en los Arch, cíe la Vienne, serie de planos, los curiosísimos pla­
nos de Ovré y de Antogné (¿siglo xvm?).
19. Excelentes observaciones a ese respecto en L. Lacrocq, Monographte
de la commune de La Celle-Dumtse, 1926.
los con los que chocan, en nuestro país, los progresos de una agri­
cultura verdaderamente racional, en eso de acuerdo. En lo de que
tiene su origen únicamente en los repartos sucesorios, desde luego
que no. El hecho se remonta a la ocupación misma de la tierra, y sus
primeros responsables son quizá los agricultores neolíticos. Sin em­
bargo, no puede ponerse en duda que los repartos, poco a poco, lo
han agravado. Pero el Código Civil es inocente. Porque no renovó
nada: se limitó a seguir las viejas costumbres provinciales que, en su
mayoría, ponían a igual nivel a todos los herederos; el derecho de
primogenitura, en Francia — a diferencia de Inglaterra— , permaneció
siempre como un privilegio nobiliario, y mucho menos imperioso
además, incluso a ese nivel, que lo que a veces se ha imaginado. En
cuanto al testamento, en ninguna parte era absolutamente libre, y
ni siquiera limitado parece haberse usado en los campos. Es bien
cierto, no obstante, que en los tiempos modernos, y sin duda cada
vez más rápidamente a medida que nos acercamos a nuestros días, la
fragmentación ha aumentado mucho. Pero las leyes, que no han cam­
biado, no tienen en ello parte. Ha sido la evolución de las costum­
bres la que lo ha hecho todo. Cuando los herederos vivían en
«jreresche» no tenían motivo alguno para dividir los campos ances­
trales, ya muy estrechos y dispersos, como es sabido. Disueltas, poco
a poco, las antiguas comunidades familiares, se multiplicaron las par­
celas de las tierras de labor, así como las casas de los pueblos. En
ello puede verse que los aspectos materiales de la vida campesina,
en sus vicisitudes, no son nunca más que el reflejo de las trans­
formaciones experimentadas por los grupos humanos.

2. La COMUNIDAD RURAL; EL COMÚN

Los diversos individuos o las diversas familias que explotaban el


mismo término de tierras y cuyas casas, próximas unas de otras, se
levantaban en la misma aldea o en el mismo pueblo, no sólo vivían
en contacto. Unidos por multitud de vínculos económicos y senti­
mentales, esos «vecinos» —en la época franca, en todas partes, y
en Gascuña siempre, tal fue su nombre oficial— formaban una pe­
queña sociedad, la «comunidad rural», antecesora de la mayor parte
de municipios —o secciones de municipio— de hoy.
Comunidad; a decir verdad, hasta el siglo xm , ios documentos
antiguos apenas pronuncian la palabra. De modo general, hablan mu­
cho del señorío, pero casi nunca del cuerpo de los habitantes. ¿Sería,
pues, que hubo un tiempo en que el señorío dejó reducida a la nada
la vida propia del grupo? Así ha podido creerse. Pero, en la historia,
la experiencia negativa no vale si no se satisface una condición: ase*
gurarse de que el silencio de los textos proviene de los hechos y no
de los testigos. Casi todas nuestras fuentes tienen un origen señorial;
las comunidades, en su mayoría, no mantuvieron archivos hasta el
siglo xvi. Es más, lo esencial de su existencia, durante mucho tiem­
po, transcurrió al margen dei derecho oficial; mucho antes que per­
sonalidades legales, fueron asociaciones de hecho. El pueblo, como
decía Jacques Flach, fue durante siglos, en nuestras sociedades, un
«actor anónimo». Numerosos indicios revelan, sin embargo, que vivió
y actuó.
En el espacio, la comunidad rural se definía por los límites de
un término de tierras sujeto a diversas regías comunes de explota­
ción (regulación del cultivo temporal, del apacentamiento en las tie­
rras comunales, de las fechas de la cosecha, etc.) y, sobre todo, a
obligaciones colectivas en provecho del grupo de habitantes; sus
fronteras eran particularmente claras en las regiones abiertas, que
eran, al mismo tiempo, regiones de hábitat muy concentrado. El
señorío comprendía la extensión sometida a los derechos y servicios
de un único amo, en la que éste ejercía sus derechos de ayuda y de
mando. ¿Coincidían los dos confines? A veces sí, desde luego, y par­
ticularmente en los nuevos núcleos, reción creados de arriba abajo.
Los datos son sobre todo precisos, no hay duda, respecto a las épocas
relativamente bajas, en las que el juego de las enajenaciones y en
especial de las infeudaciones ha fragmentado gran número de los
antiguos señoríos. Pero ya la villa franca incluía a menudo mansos
dispersos entre diversos términos. La misma observación ha sido
hecha en todos los países de Europa en los que funcionó el régimen
señorial. Sí bien es cierto que los señores francos o franceses deben
ser considerados lejanos herederos de antiguos jefes de pueblos, hay
que añadir que en el mismo lugar, aparentemente, pudieron desarro­
llarse diversos poderes distintos. En cualquier caso, esa simple ob­
servación, de orden topográfico, se opone ya a la idea de que la
comunidad hubiera podido nunca quedar absorbida completamente
por el señorío. Consciente de su unidad, el grupo rural, al igual que
el grupo urbano, supo a veces reaccionar vigorosamente contra la
fragmentación señorial: en Hermonville, en Champagne, el pueblo
y su territorio estaban divididos entre ocho o nueve solares, cada uno
de los cuales tenía su justicia; pero, por lo menos a partir de 1320,
los habitantes, sin distinción de señorío, se dotaron de jurados co­
munes, de los que dependía 3a policía agraria.20
Fue sobre todo oponiéndose a sus enemigos como la pequeña
colectividad campesina, no sólo tomó más firme consciencia de sí
misma, sino que logró poco a poco obligar a toda la sociedad a admi­
tir su voluntad vital.
Oponiéndose, para empezar, a sus amos, y a menudo por la
violencia, «jCuántos siervos», exclamaba en el siglo x i i i un predi­
cador, «han matado a sus señores o incendiado sus castillos!»21 «Es­
clavos» flamencos cuyas «conjuras» denuncia un capitular del año
821, campesinos normandos aplastados, hacia el año mil, por la
hueste ducal, hombres del campo del Sénonais que, en 1315, esco­
gieron un «rey» y un «papa» que los mandaran, Jacques y Tucbins
de los tiempos de la guerra de los Cien Años, ligas del Dauphiné
aplastadas en Moirans en 1580, «Tards Avisés» del Périgord bajo
Enrique IV, desgraciados de la Bretaña colgados por el «buen duque»
de Chaulnes, incendiarios de castillos y cartularios durante el ardien­
te verano de 1789, son ésos otros tantos eslabones —y salto algu­
nos— de una larga cadena trágica. Ante eí último episodio del drama
—los desórdenes de 1789— Taine, sorprendido y desconcertado,
pronunció la expresión de «anarquía espontánea». ¡Vieja anarquía,
en cualquier caso! Lo que al filósofo mal informado parecía escán­
dalo nuevo no era mucho más que la repetición de un fenómeno tra­
dicional y, desde tiempo atrás, endémico. Tradicionales eran también
los aspectos, casi siempre semejantes, de la rebelión: sueños místicos
y sentimiento primitivo y fuerte de una igualdad evangélica, que no
esperó a la Reforma para acosar el espíritu de los humildes; y en las
reivindicaciones, mezcla de exigencias precisas, que a menudo llegan
lejos, y de multitud de pequeñas quejas y proyectos de reforma, a
veces graciosos (el Code páisant bretón de 1675 reclama a la vez la
supresión de los diezmos, sustituidos por una asignación fija a los
clérigos, la restricción de los derechos de caza y de jurisdicción, y

20. G. Robert, en Travaux de VAcad. de Reims, t. CXXVI, p. 257.


21. Jacques de Vitry, Exempla, ed. Crane, 1890, p. 64, n.° CXLIII.
que a partir de entonces, comprado con el dinero del impuesto, en
misa se distribuya tabaco con el pan bendito, «para la satisfacción de
los parroquianos»).22 Finalmente, en cabeza de los campesinos de
«cogote duro», como dicen los viejos textos, de ese pueblo «impa­
ciente en el sufrimiento de la sujeción al señorío» del que nos habla
Alain Chartier, encontramos casi siempre a algunos sacerdotes del
campo, a menudo tan desafortunados como sus parroquianos, o casi,
y más capaces que ellos de ver sus miserias en relación con un mal
general; sacerdotes dispuestos, en una palabra, a jugar con respecto
a las masas sometidas ese papel de fermento que han jugado en
todos los tiempos los intelectuales. Rasgos, a decir verdad, europeos,
tanto como franceses. Un sistema social no se caracteriza solamente
por su estructura interna, sino también por las reacciones que pro­
voca; un sistema basado en el mando puede comportar en ciertos
momentos deberes de ayuda recíprocos, sinceramente cumplidos, y
en otros, por ambas partes, brutales accesos de hostilidad. A ojos
del historiador, que no tiene que hacer más que advertir y explicar
las relaciones de los fenómenos, la revuelta agraria se presenta tan
inseparable del régimen señorial como, por ejemplo, la huelga de
la gran empresa capitalista.
Las grandes insurrecciones, casi siempre destinadas al fracaso y
al aplastamiento final, eran de todos modos demasiado inorgánicas
para fundamentar nada duradero. Más que estos fuegos de paja, ha­
bían de resultar creadoras las luchas pacientes y sordas, obstinada­
mente llevadas adelante por las comunidades rurales. Una de las
más vivas preocupaciones campesinas, en la edad media, fue la de
constituir sólidamente el grupo del pueblo y hacer reconocer su
existencia. Ello se hizo, a veces, a través de una institución religio­
sa. De la parroquia, cuyo territorio correspondía en unas ocasiones al
de una sola comunidad y en otras a varios términos de tierras a la
vez, se había adueñado el señor — o, por decir mejor, uno de los se­
ñores— ; éste nombraba al cura o lo proponía al obispo, y explotaba
en beneficio propio más de un derecho que habría tenido que rever­
tir en el culto. Pero precisamente porque él se preocupaba más de
sacar provecho de esos derechos que de emplearlos para su verda­
dera finalidad, los parroquianos se vieron llevados a tomar en sus

22, La Bordetie, La révolte du papier timbré, 1884, pp. 93 ss.


manos, en su lugar, los intereses que él despreciaba, y especialmente'
el mantenimiento mismo de la iglesia. ¿Acaso ésta, único edificios*,
pacioso y a la vez de sólida construcción que se levantaba en medio
de las chozas, acaso no servía, al mismo tiempo que de casa de Dios,
de casa del pueblo? Allí se celebraban las asambleas encargadas de
deliberar sobre los asuntos comunes — a menos que, para eso, se
considerara suficiente la sombra del olmo del cruce de caminos o,
simplemente, se escogiera como lugar de reunión la hierba del ce­
menterio— ; a veces, con gran escándalo de los doctores, se alma­
cenaba allí el excedente de las cosechas, y, en caso de peligro, era
lugar de refugio, y hasta de defensa. El hombre de la edad media
tendía, más que nosotros, a tratar lo sagrado con una familiaridad que
no excluía el respeto. En muchos lugares, lo más tarde desde el si­
glo xm , se constituyeron para la administración de la parroquia
las «fábricas», comités elegidos por los parroquianos y reconocidos
por la autoridad eclesiástica; era para los habitantes una ocasión de
encontrarse, debatir los intereses comunes y, en una palabra, tomar
consciencia de su solidaridad.23
Mejor aún que esos organismos parroquiales, de fines claramente
definidos y con un carácter decididamente oficial, había otra asocia­
ción de orden religioso más espontánea y flexible, la cofradía, que,
aún satisfaciendo necesidades espirituales, permitía unir voluntades
para una acción común, e incluso encubrir designios casi revoluciona­
rios. Hacía 1270 formaron una unión de ese género las gentes de
Louvres, al norte de París. Sus objetivos confesados, por inocentes
que fueran, iban ya más allá de la simple piedad; entre ellos estaban
los de edificar una iglesia y pagar las deudas de la parroquia, desde
luego, pero también los de encargarse del mantenimiento de cami­
nos y pozos. Y eso no era todo. La unión se proponía también «con­
servar los derechos del pueblo», y entiéndase con ello defenderlos
contra los alcaldes (maires), agentes del señor-rey. Sus miembros se
vinculaban con un juramento. Tenían una caja común, alimentada por

23. En Normandía, en 1660, los tesoreros de las fábricas rurales partici­


paron en la elección de los diputados del Tercer Estado en los Estados provin­
ciales: cf. M. Baudot, en Le Moyen-Age, 1929, p. 257. Por otra parte, mucho
antes de la constitución oficial de las fábricas se ve ya participar a los fieles
en la administración de la fortuna de la parroquia; ejemplo —entre otros—
de principios del siglo xii, B. Guérard, Cartulairc de Saint-Pere de Cbar¡res,
t. II, p. 281, n.° XXL
a contribución que se pagaba en trigo. Sin atender a la justicia
iorial, elegían «maestros», encargados de resolver las desavenen-
s. Sin tener en cuenta el derecho de jurisdicción, que no habría
sido corresponder más que al señor, dictaban reglamentos de po-
a sancionados por multas. ¿Que algún habitante ponía dificulta-
i para unirse a ellos?: ellos lo boicoteaban, negándole la posibilidad
emplear el trabajo de sus brazos, arma clásica de los odios cam­
inos.24
Pero, después de todo, no se trataba con eso más que de cami-
; indirectos. Las comunidades rurales, grupos laicos por natura-
i, como tales tenían que elevarse al rango de colectividades regu-
nente constituidas,
Las que en la edad media alcanzaron plenamente ese objetivo, lo
raron inspirándose en movimientos de origen urbano. En mu-
s ciudades, en los siglos xi, xn o xiu, se había visto unirse entre
i los burgueses por un juramento de ayuda mutua; era, como ya
hemos advertido, un acto verdaderamente revolucionario, y con-
irado como tal por todas las mentes aferradas al orden jerárquico.
:que esa promesa de nuevo tipo, en lugar de consagrar, a imitación
los viejos juramentos de fidelidad y de homenaje, relaciones de
>endencia, no vinculaba más que a iguales. La asociación jura-
itada, «la amistad» así constituida, se llamaba «commune't>, y cuan-
sus miembros eran lo bastante poderosos, lo bastante hábiles y,
añadidura, se veían felizmente secundados por las circunstancias,
;aban a hacer reconocer por el señor, en un acto expreso, la exis­
ta y los derechos del grupo. Ahora bien, campos y ciudades no
i mundos aparte. Entre los individuos había mil lazos — fueron
gueses de París quienes negociaron, bajo san Luis, la emandpa-
í de los siervos rurales del capítulo de Notre-Dame— y a veces
>s se formaban también entre los grupos: los pueblos reales del
éanais habían sido liberados de la servidumbre, bajo Luis VII,
la misma carta que la ciudad y, sin duda, con costes comunes,
mismo, entre la ciudad y el pueblo el límite era, de ordinario,
/ poco definido: ¡cuántos burgos del comercio o de los oficios
eran, al mismo tiempo, medio agrícolas! Más de una aglomeración
puramente rural, a su vez, intentó constituirse como municipio (com-

24. Layettes du Trésor des Charles, t. V, n,° 876.


muñe), y ello con más frecuencia, probablemente, de lo que nunca
llegaremos a saber, porque la mayor parte de esos esfuerzos fracasa­
ron y, por ello, se nos escapan. Sólo a través de algunas prohibicio­
nes dictadas por los señores conocemos las tentativas comunales en
los campos de la Ile-de-France en el siglo xm Un puñado de campe­
sinos en un lugar totalmente abierto no tenían ni el número, ni la
riqueza, ni la tenaz solidaridad de una colectividad de comerciantes,
codo con codo dentro de las murallas de su ciudad. No obstante, en
forma dispersa, algunos pueblos o ligas de pueblos — mediante la
confederación se salvaba la escasez numérica— conquistaron cartas
de municipio. En las regiones de lengua de oc, donde el municipio
siempre fue menos frecuente, fue con el nombre de «consulados»
como, a partir del siglo xm , se tomó la costumbre de designar aque­
llas ciudades que habían obtenido una relativa autonomía. Pero entre
esos consulados — sobre todo en los siglos xiv y xv— se deslizaron,
en gran número, grupos más rurales que urbanos, e incluso a veces
puros pueblos; son, por otra parte, esos pueblos del mediodía agru­
pados en torno a su plaza pública, con un aspecto y una mentalidad
de pequeña ciudad.25 Sea municipio o sea consulado, la colectividad
que ha conquistado uno u otro de esos títulos se convierte en un
organismo permanente, que no muere con sus miembros transito­
rios; los juristas que desde el siglo xnr, según el modelo romano,
vuelven a elaborar una teoría de la personalidad moral, la reconocen
como ser colectivo, como uníversitas. Tiene su sello, signo de la in­
dividualidad jurídica, y sus magistrados, nombrados por los habi­
tantes bajo un control señorial más o menos activo- Ha conquistado,
en una palabra, en tanto que sociedad, su lugar a la plena luz del
derecho.
Pero la mayor parte de pueblos no llegaron nunca tan alto. Las
cartas de franquicia que, a partir del siglo xn, los señores otorgaron
en número bastante grande, no eran cartas de municipio. Fijaban la
costumbre antigua, y a menudo la modificaban en provecho de los
campesinos, pero no daban origen a una persona colectiva. Algunos
juristas, como en 1257 Gui Foucoi, papa, más tarde, con el nombre

25. El consulado de pueblo fue sobre todo cosa del Languedoc; pero en
Provenza, con el nombre de «sindicatos», muchas comunidades rurales alcanza­
ron muy pronto una personalidad moral. El pueblo del mediodía, verdadero
oppidum mediterráneo, era muy diferente del pueblo del norte.
de Clemente IV, podían muy bien afirmar que «toda multitud de
hombres que vive en una aglomeración»' debe ser considerada forzo­
samente como una «universidad», con capacidad para elegir represen­
tantes.26 Esa tesis liberal, por lo general, no fue seguida. A las co­
munidades que quedaron sin acta de constitución, durante mucho
tiempo, las ideas jurídicas no les concedieron más que una existencia
pasajera. ¿Tienen los habitantes que tratar de algún interés común
—tratar, por ejemplo, con su señor, de la compra de una franquicia— ,
o quejarse de algún perjuicio?; lo más tarde desde el siglo xru, se
reconoce oficialmente (la costumbre era mucho más antigua) que,
por mayoría, pueden concluir un acuerdo o decidir un gasto o una
acción por la justicia —a la que a veces los tribunales reales darán
buena acogida, incluso si va dirigida contra el señor justiciero— ;
igualmente se reconoce que, para uno u otro de esos fines, pueden
elegir mandatarios, que son llamados habitualmente «procuradores»
o «síndicos». Lógicamente, decisiones y mandatos no habrían debido
tener efecto más que sobre los individuos que los habían votado.
No obstante, el más ilustre jurista del siglo xm , Beaumanoir, que era
además un alto funcionario, admitía que la voluntad del mayor núme­
ro comprometía a la colectividad en su totalidad. Con una condición,
de todos modos: que la mayoría incluyera a algunos de los más
ricos. Se debía eso, sin duda, a que no se quería permitir a los pobres
aplastar a los «mejor dotados»; pero estaba también aquella tenden­
cia censitaría que inspiraba generalmente a la monarquía en sus re­
laciones con los medios urbanos, la que todavía al final del Antiguo
Régimen había de regir la política de la administración con respecto
a las asambleas rurales. La terminología traducía la imprecisión del
derecho: ¿con qué nombre designar esas asociaciones de insegura
existencia? En 1365, los campesinos de cuatro pueblos de la Cham­
pagne pertenecientes a una misma parroquia y acostumbrados a ac­
tuar en asociación con un quinto pueblo, recalcitrante al respecto,
se crearon graves contratiempos por haberse abandonado a denomi­
nar su unión con las palabras «corps» y «commtine»; tuvieron que
explicar al Parlamento que no habían empleado esos términos «en
propiedad», sino únicamente para dar a entender, más o menos bien,

26. E. Blíngny-Bondurand, Les couttimes de Saint-Gilíes, 1915, p. 183;


c£., por lo que se refiere a las ciudades, k tesis sostenida en nombre de los
lioneses, Olim, t, I, p. 933, n.° XXIV.
que no se trataba de individuos tomados «uno por uno»,27 Los textos
jurídicos, sin embargo, a las «compañías» que eran p^rte en los
procesos, pronto se acostumbraron a llamarlas, no municipios, desde
luego, pero tampoco, como hubiera requerido la negación 'de toda
personalidad moral, por los nombres de tales y cuales personas, resi­
dentes en tal lugar; decían ordinariamente «la comunidad» del lugar,
fórmula ya cargada de sentido. Lo que ocurre es que, una vez con­
cluido el asunto, procuradores y síndicos se pierden en el conjunto
y, en apariencia, el grupo queda de nuevo sumido en la nada o,
por lo menos, en el sueño.
Poco a poco, no obstante, esas instituciones representativas
— asamblea de los habitantes y procuradores o síndicos— se estabi­
lizaron. Ya el fisco señorial recurría, en buen número de casos, a
la colaboración de los campesinos, encargados ordinariamente de re­
partir ellos mismos entre las familias la talla o derechos análogos.
El fisco real continuó esas costumbres. Además, ¿cómo un poder
central, que se negaba a estar a merced de los señores, habría podido
prescindir del apoyo de los grupos locales? Antes del triunfo de la
anarquía feudal, ya la monarquía carolingia había intentado confiar
la vigilancia de las monedas y medidas a «jurados» elegidos por los
habitantes,2^ En la Francia nuevamente monárquica, a medida que
se desarrollaban las autoridades administrativas, éstas se vieron lle­
vadas a recurrir cada vez más frecuentemente a las comunidades,
para todo tipo de finalidades de policía, de milicia o de finanzas. Se
vieron conducidas, al mismo tiempo, a regularizar su funcionamiento.
Bajo el Antiguo Régimen, sobre todo en el siglo xvm — de cuando
data, en lo esencial, nuestro edificio burocrático— , hay una serie
de ordenanzas, en su mayoría de alcance regional y, por otra parte,
más o menos eficazmente aplicadas, que organizan las asambleas, en
general en un sentido favorable a los campesinos acomodados, y pre­
vén la permanencia de los síndicos. Y ello bajo una doble tutela:
la del señor, por una parte, y la del Intendente, por otra. ¿Podían
los habitantes reunirse sin el consentimiento del señor? El derecho
era variable: la costumbre de la Haute-Auvergne respondía que sí,

27. G. Robert, «L’abbaye de Saint-Thierry et les comtnunautés populaires


au moyen-áge», 1930 (de los Tramnx de l'Acad. Nation¿de de Rems, t. CXLII,
p. 60).
28. Capitularía, t. II, n.° 273, c. 8, 9, 20.
la de la Basse que no. Casi siempre, no obstante, ese consentimiento
era considerado necesario, a menos que lo sustituyera el del repre­
sentante del rey. Era ya la solución a la que tendía la jurisprudencia
del final de la época capetiana.23 Frecuentemente, las decisiones no
tenían carácter ejecutivo basta ser homologadas por un tribunal de
justicia o, una vez más, por el intendente. Reinaba en todo ello mu­
cha incertidumbre; ios conflictos entre poderes a menudo servían al
pueblo. No menos cierto era que éste, insertándose oficialmente en
el orden jurídico, se comprometía, por ello mismo, en vínculos bas­
tante estrechos. Era el precio de su definitiva admisión en la hono­
rable sociedad de las personas morales.

Para forzar esa puerta, a la comunidad rural le habían sido pre­


cisos muchos siglos. Pero para ser, no había esperado a que se le con­
cediera permiso. La vida agraria antigua, toda ella, suponía seme­
jante grupo, fuertemente constituido. Basta esa vida para revelar su
existencia.
Ahí tenemos, para empezar, en las regiones abiertas, todo el
juego de las obligaciones colectivas: abertura de heredades, rotación
obligatoria, prohibición de cercar. A decir verdad, cuando esas reglas
son transgredidas, en general, no es el pueblo quien juzga. En la
antigua Francia, desde el hundimiento del sistema judicial franco,
no hay más tribunales que los del rey o de los señores. Sin duda
—por lo menos hasta el momento en que triunfó definitivamente,
en épocas muy variables según los lugares, la idea de que el juicio
por iguales estaba reservado a los nobles— ocurría que participaran

29. ^ El Parlamento, en marzo de 1320, anuló unos poderes concedidos por


los habitantes de los pueblos de Thiais, Choisy, Grignon, Antony y Villeneuve-
Saint-Georges, porque, no siendo ««í corps ni com m une los habitantes ha­
brían debido obtener primero el consentimiento de su señor, el abad de Saínt-
Germain-des-Prés; pero se reservaba el derecho, al mismo tiempo, si el abad,
solicitado con semejante motivo, «faltaba», de sustituir la autorización del señor
por la del tribunal, lo que evidentemente abría la puerta a interpretaciones
bastante amplias (Arch. Nat,, L S09, n.u 69). Sería bueno que, a ese respecto,
un historiador del derecho se empeñara en reconstruir la evolución de la juris­
prudencia; los documentos no faltan, pero hasta que se haya trabajado sobre
ellos, sobre esa grave cuestión de doctrina y de hecho, será imposible decir
más que cosas vagas y, quizás erróneas (cf. otro asunto referente a Saint-
Germain-des-Prés en 1339, Arch. Nat., K 1169a, n.° 47 bis).
campesinos en los tribunales señoriales; en pleno siglo xin, .ya am­
pliamente iniciado el proceso hacia el juez único, el maire del ca­
pítulo de París, en Orly, antes de pronunciar sus sentencias, debía
tomar consejo de «hombres buenos», escogidos con seguridad entre
los labradores.30 Era al señor, no obstante, no a la colectividad, a
quien representaban esos magistrados de ocasión. En la edad media,
cuando regían aún las viejas costumbres de ejecución personal, se
admitía corrientemente que el grupo afectado por ciertas infrac­
ciones podía ejercer represalias. Si los habitantes de Valentón, cerca
de París, encuentran en la marisma común un rebaño de ovejas que
no está autorizado a pacer allí, pueden, todavía en el siglo xm , apro­
piarse de uno de los animales, degollarlo y comérselo.32 Pero, cada
vez más, esas violencias fueron sustituidas por simples tomas de
prendas, inicio de una acción por la justicia que terminaba ante los
tribunales ordinarios. Legalmente, salvo en algunos pueblos dotados
de franquicias excepcionales, sólo el amo supremo del término de
tierras conservó definitivamente el derecho a castigar; sin perjuicio,
a veces, de tener que entregar una parte de las multas a la comunidad
perjudicada, cuya natural tendencia, según costumbres también muy
extendidas en las primitivas sociedades urbanas, era la de convertir
ese dinero en unos tragos.32
Pero las reglas mismas, ¿quién las hacía? En lo esencial, a decir
verdad, no se «hacían». Porque eran reglas consuetudinarias. El gru­
po las recibía de la tradición, y, por otra parte, se encontraban tan
íntimamente ligadas a todo un sistema bien concertado, material y
jurídico a la vez, que verdaderamente parecían formar parte de la
naturaleza de las cosas. No obstante, en determinados momentos, sí
eran indispensables algunos complementos al orden antiguo: había
que modificar las modalidades de apacentamiento, y reservar unas
veces un cuartel y otras otro para el pasto preferente de los anima­
les de labor («embannies»); cuando se había conquistado a los yer­
mos un nuevo pedazo de tierras, se tenía que fijar la sucesión de

30. B. Guérard, Cartulaire de Notre-Dame de París, t. II, p. 17,


31. Arch. Nat., L L 1043, foi. 149 v.° (1291). Cf. {toma de prendas en
sustitución del sacrificio de los animales) reglamento de 1211 referente a
Maisons, S 1171, n. 16.
32. Arch. de la Moselle, B 6337 (Longeville, 18 diciembre 1738; Many,
8 septiembre 1760).
las rotaciones; a veces, incluso, éstas tenían que modificarse en toda
una parte de las tierras; finalmente, tenían que fijarse las fechas, for­
zosamente variables, de la cosecha o de la vendimia. En semejante
situación, ¿quién decidía?
Imposible dar a esa pregunta una respuesta uniforme, ni si­
quiera para una época o una región determinadas. Desde luego, le­
galmente, es el señor el único que detenta el derecho de mando, la
«jurisdicción» {han). Las ciudades, con gran dificultad, han podido
verdaderamente arrebatarle una parte; los pueblos nunca, o casi.
Pero en la práctica, aunque fuera por simple comodidad, el señor
se veía obligado a tolerar ciertas iniciativas por parte del grupo, de
tradición sin duda milenaria y que, por el hecho mismo de haber
sido toleradas durante mucho tiempo, tomaban fuerza de ley. El re­
parto de atribuciones lo decidían circunstancias estrictamente loca­
les. En 1536 los monjes del Císter pretenden cambiar la fecha de
pasto fijada por la costumbre para los prados de Silly; los habitantes,
ante los tribunales, les niegan la facultad de hacerlo. En 1356, el
señor de Bruyéres-le-Chátel, cerca de París, fija por sí solo la fecha
de las vendimias; en Montévrein, no lejos de allí, eso corresponde a
los campesinos, con la condición de obtener el consentimiento del
señor, y lo mismo ocurre en Vermenton, en el Auxerrois, donde
en 1775 el agente del señor (en ese caso el rey) se esfuerza en vano
por retirar ese derecho a la asamblea,33 Nada más característico que
las costumbres relativas a ciertos nombramientos. A veces los cam­
pesinos participan incluso en la designación de los oficiales que, en
nombre del señor, se encargan de percibir los derechos o de hacer
justicia; pero el caso, frecuente en Inglaterra, es en Francia enorme­
mente raro. Mucho más a menudo tienen voz en la elección de los
pequeños funcionarios rurales. En Champhol, cerca de Chartres, ya
desde principios del siglo xii, los campesinos eligen al hornero del
horno jurisdiccional, y en Neuilly-sous-Clermont, en 1307, al pastor
de la vacada común. En Rungis, en mayo de 1241, es el alcalde
(maire)y representante del señor, quien nombra a los guardas de los
viñedos, pero lo hace después de haber consultado al propio señor

33. Revue Bourguignome d’Enseignement Supérietir, 1893, p. 407. L. Mer-


let y A. Moutié, Cartulaire de Noíre-Dame des Vaux-de-Cernay, t. II, 1858,
n.° 1062. Arch.Nat., L 781, n.° 12 y LL 1026, fol. 127 v.° y 308. Btdletin de
la Soc. des Sciences Historiqties... de l’Yomic, XXX, 1876, 1.a parte, p. 93.
y a los habitantes. En Pontoy, en Lorena, en el siglo xvm , de los
tres «bangaards» — guardias rurales— , los habitantes nombran a
dos y el señor al tercero. En cambio, muy cerca, el señor abad de
Longeville reivindica para sí hasta el privilegio «de escoger violines
para las fiestas de todos los pueblos del señorío».34 En suma, con to­
das esas divergencias y quedando oficialmente a salvo el poder se­
ñorial, en esas pequeñas pero importantes cuestiones de disciplina
rural, la acción del grupo conservaba en la práctica una gran fuerza.
Además, tampoco vacilaba en ejercerse, en caso necesario, fuera
de toda forma legal, e incluso contra toda legalidad, especialmente
en aquellas tierras de campos abiertos y alargados que una vieja
tradición, al mismo tiempo que su armazón agrario, destinaba a una
mentalidad comunitaria fácilmente tiránica. Que las obligaciones
colectivas debían a menudo su principal fuerza al poder de una opi­
nión pública capaz, incluso, de sustituir por eficaces violencias la
presión puramente moral, es algo que ya sabemos. Pero sin duda,
en las masas rurales, la expresión más significativa de ese espíritu
verdaderamente indomable de unión y de resistencia nos la ofrece,
en los tiempos modernos, una costumbre característica esencialmente
de las llanuras de Picardía y Flandes, aunque en otros lugares, par­
ticularmente en Lorena, puedan revelarse algunas tendencias seme­
jantes: es el uso que se designaba unas veces con el nombre de
derecho de trato (droit de marché) — «derecho» a ojos de los cam­
pesinos, abuso a ojos de la ley— y otras con los de «contra volun­
tad» u «odio de censo» (mauvais gré o haine de cens, en flamenco
haet van paht),35 con su sabor de combate. Era, contra el arrenda­
miento temporal introducido por la evolución económica, la revan­

34. L. Delísle, Études sur la condition de la ciaste agricole, p. 105, y


Olim, t. III, 1, p. 98, n," XLVII. Cartuíaire de Saint-Pire de Chartres, t. II,
p. 307, n.° LIV. Arch. de Seine et Oise, H, Maubuisson, 54. Bibl. de Ste. Ge-
neviéve, ms. 356, p. 154. Arch. de la Moselle, B 6337,
35. Aparte de las monografías geográficas o históricas regionales, trabajos
de J. Lefort, 1892, F. Debouvry, 1899, y C. Boulanger, 1906. Tomo algunas
expresiones de las memorias y edictos publicados por Boulanger y por E. De
la Poix de Fréminville, Traité général du gouvernement des bíens et ajfaíres
des Communautés, 1760, pp. 102 ssMy La pratique universelle pour la reno-
vation des terriers, t. IV, 1754, p. 381 (cf. Denisart, Collection de décisions,
t. III, 1786, palabra Berger). Sobre la Lorena, cf. un decreto deí duque Car­
los IV (10 junio 1666) contra la «monopólica inteligencia» {monopoleuse in-
telligeríce) de los explotadores: Frangois de Neufcháteau, Rectieil aulhentique,
t. II, 1784, p. 144.
cha de aquellas viejas nociones de perpetuidad y carácter hereditario
que en otro tiempo habían establecido consuetudinariamente la natu­
raleza perenne de las tenencias. El gran propietario puede muy bien
intentar proteger su fortuna no formalizando más que contratos por
tiempo fijo. Cuando el arrendamiento expira, ¡pobre de él si se niega
a renovárselo al mismo arrendatario!, ¡pobre del nuevo arrendatario,
sobre todo, pobre del «dópointeur», si es que se encuentra a alguno!
(en general, tiene que ser alguien de fuera del pueblo, pues las gen­
tes del lugar ni quieren ni se atreven a hacerlo). Eso que la cons­
ciencia campesina siente como atentado a sus derechos, uno y otro
corren el riesgo de pagarlo caro: el boicot, el robo, el asesinato, «el
hierro y el fuego» no sobrarán para castigarlos. Las exigencias del
pueblo de esos campos van aún más lejos: el arrendatario, en caso
de venta, afirma el privilegio de opción preferente, e incluso los
obreros agrícolas, «segadores, trilladores, pastores, guardabosques»,
se consideran también inamovibles y hereditarios; así ocurre particu­
larmente con los pastores que, bajo Luis XV, en el Laonnais y la
región de Guise, «por amenazas, vías de hecho y asesinatos», han
logrado asegurar para su «raza» un verdadero monopolio. Desde el
siglo xvii, las reglamentaciones rurales se desgañitan en vano para
prohibir esas prácticas que, dice un informe oficial, en las bailías
de Péronne, Montdidier, Roye y Saint-Quentin (en Picardía), hacen
«de la propiedad de las tierras» una noción «ficticia». Ni siquiera el
miedo a las galeras detiene a los obstinados: en 1785, el intendente
de Amiens, ante un nuevo proyecto de edicto, se pregunta si la
tropa de su généralité bastará para «proporcionar toda la fuerza a ca­
ballo de la que tendrá necesidad para contener a una multitud de
amotinados». Y la situación de los prefectos y los tribunales de la
nueva Francia no debía ser mucho más afortunada que la de los
intendentes o los Parlamentos de antes. Porque, aplicado preferen­
temente, por una tradición característica, a ciertas grandes propie­
dades que corresponden casi campo a campo a las mismas que detenta­
ban bajo el Antiguo Régimen los señores o los diversos acaparadores
de parcelas, el derecho de trato se mantuvo a lo largo del siglo xix
y no está hoy, sin duda, totalmente muerto,

Pero, más aún que las obligaciones que recaían sobre la tierra
cultivada, la existencia de una tierra de explotación colectiva, fuera
cual fuera el régimen agrario al que obedeciera el término en el que
se insertaba, establecía entre los miembros del grupo un poderoso
vínculo. «La pequeña parroquia de Saci», escribe a finales del si­
glo xvm Rétif de la Bretonne, «como tiene tierras comunes, se go­
bierna igual que una gran familia».36
La utilidad de la tierra comunal era múltiple. Si era de baldío o
de bosque, aseguraba a los animales el complemento de pasto del
que, ordinariamente, ni los prados ni el apacentamiento en los bar­
bechos habrían permitido prescindir. También si era bosque, daba
la madera y los otros mil productos que se acostumbraba a buscar
a la sombra de los árboles. Si era tierra pantanosa, daba la turba
y los juncos. Si era landa, las brozas del lecho de los animales y
las motas de hierba, las retamas o los helechos que servían de abono.
Finalmente, en muchos parajes, cumplía la función de reserva de
tierra de labranza, para el cultivo temporal. Hay que preguntarse
cómo en las diversas épocas y en los diversos lugares se reglamentó
la naturaleza jurídica de esa tierra comunal, no si dicha tierra comu­
nal existía. Porque, sobre todo en los períodos antiguos, en ios que
la agricultura estaba aún débilmente individualizada y los produc­
tos que no podía proporcionar la pequeña explotación no había modo
de comprarlos, sin ella no era posible vida agraria alguna.
En la explotación de esos preciosos bienes, a veces encontraban
un motivo de unión grupos humanos más amplios que el propio
pueblo. Ocurría que una extensa landa, un bosque — como el de
Roumare, en Normandía— o, aún más frecuentemente, unos pastos
de montaña, sirvieran para el uso indistinto de varias comunidades,
bien porque éstas hubieran nacido de la escisión de una colectividad
más amplia, bien porque, aunque independientes en su origen, la
necesidad de emplear con fines semejantes un territorio situado en
medio de ellas las hubiera llevado a un entendimiento. Era el caso
de los «valles» pirenaicos, confederaciones cuyo cohesionador era el
pasto. Casi siempre, no obstante, la tierra comunal era cosa de pueblo
o de aldea, parte aneja a la tierra de labor y prolongación de ella.
La tierra comunal ideal, jurídicamente hablando, habría sido una
tierra sobre la que no hubiera habido más derechos reales que los
del grupo; en términos de derecho medieval, un alodio, poseído en

36. La vie de mon pere, t. II, 3.* ed., 1788, p. 82.


28. — BLOCH
común por los habitantes. De esos alodios colectivos se encuentran
efectivamente algunos ejemplos, pero infinitamente raros.37 Casi siem­
pre, sobre la tierra de explotación común, al igual que sobre el con­
junto de las tierras, se superponían derechos diversos y jerarquizados:
los del señor y los propios señores de éste y los del cuerpo de los
campesinos. Y allí, mucho más aún que en las explotaciones indi­
viduales, los límites de esos derechos permanecieron durante mucho
tiempo muy imprecisos, y no se fijaron más que a través de ásperas
luchas procesales.
La lucha por la tierra comunal formaba parte de la naturaleza de
las cosas. Siempre dividió al señor y sus sujetos. Ya en el siglo ix
una-fórmula judicial franca —cierto que redactada en un monasterio
alemánico, el de Saint-Gall, pero es pura casualidad que no tengamos
otras semejantes referentes a la Galia— nos describe el proceso entre
un centro religioso y los habitantes respecto a la explotación de un
bosque.38 El acaparamiento de la tierra común, a través de los tiem­
pos, ha sido una de las más antiguas y constantes quejas expresadas
en las revueltas agrarias. «Querían», escribe el cronista Guillaume
de Jumiéges, a propósito de los campesinos normandos protagonistas
de una revuelta hacía el año mil, «doblegar a sus propias leyes el
uso de las aguas y de los bosques», y el poeta Wace, un poco más
tarde, lo traduce con estas ardientes palabras: Nombreux comme nous
le sommes, j contre les chevaliers défendons nous. / Áinsi nous pour-
rons aller aux bo’ts, / couper les arbres et les prendre a notre cboíx,
l dans les vivkrs prendre les poissons f et dans les foréts les venat-
sons; i de tout nous ferons a notre volonté, / des bois, des eaux et
des prés» (Numerosos como somos, / de los nobles defendámonos.
/ Así podremos ir a los bosques, / cortar los árboles y cogerlos a
nuestro gusto, / coger los peces en los viveros / y en los bosques
la caza; / con todo haremos a voluntad nuestra, / con los bosques,
las aguas y los prados). Que el hombre no podía, sin abuso, apropiar­
se la hierba, el agua, las tierras incultas y todo cuanto no había

37. B. Alart, Cartulaíre roussillonnais, 1880, p. 51 (1027); cf., para otro


ejemplo en tos oaíses de la antigua Marca de España, Kowalewsky, Die okono-
tniscbe Entivickelitng Europas, 1901 ss., t. III, p. 430. n. 1. Á. Bernard y
A. Bruel, Rect/eil des charles de Vabbaye de Chtny. t. VI, n.° 5167 (1271),
38. Parece que un diploma de Clotario III, referente a Larrev, en Bor-
goña, tiene aue ver con un asunto de bienes comunales: Pardessus, Diplómala,
t. II, n,° CCCXLDÍ.
sido trabajado por manos humanas, era ése un viejo sentimiento ele­
mental de la consciencia social. Refiriéndose a un señor que, con­
trariamente a la costumbre, había pretendido hacer pagar a los
monjes un derecho de pasto, un religioso de Chattres decía, en el
siglo x i: «contra toda justicia negaba esta hierba que Dios ha orde­
nado que produzca la tierra para todos los animales».39
No obstante, mientras hubo tierra en abundancia sin ocupar, la
batalla por el suelo baldío o por los bosques no fue muy intensa.
Consiguientemente, la necesidad de precisar la situación jurídica de
las tierras comunales no pasó de sentirse medianamente. Sobre los
pastos o el bosque, el señor, casi siempre, ejerce el mismo derecho
real superior que sobre las tierras de labor; derecho superior, y no
forzosamente supremo, puesto que como ese personaje es a su vez
vasallo de otro noble, también engarzado en los vínculos del home­
naje, por encima de sus propios derechos se elevan ordinariamente
los de toda una jerarquía feudal, Pero ciñámonos ai señor inmediato
del pueblo, primer eslabón de esa cadena vasallática. La sumisión a
él de la tierra inculta se traduce, generalmente, por el pago de dere­
chos al que están obligados, como cuerpo o individualmente, los
habitantes que hacen uso de ella. ¿Diremos, pues, que la tierra co­
munal le pertenece? Hablar así sería muy incorrecto, porque los
usos de los campesinos — en los que el señor, naturalmente, explo­
tador a la vez que jefe, también participa— son derechos, a su
modo, igualmente fuertes. ¿Acaso no los sanciona y protege al mis­
mo título la tradición?, ¿acaso en la lengua medieval, corrientemente,
el propio territorio sometido al disfrute común no se designa con
enérgica palabra, «las costumbres» (les coutumes) de tal pueblo o
tal otro? Una perfecta expresión de ese estado de espíritu nos la
proporcionan esos textos de la época franca que, al enumerar las
pertenencias de una villa, raramente dejan de hacer lugar a los com-
niunia, jQué paradoja, en apariencia, hacer figurar entre los bienes
de un particular, dados, vendidos e infeudados con toda libertad, unas
«tierras comunes»! Pero es que el señorío no solamente incluye el
dominio directamente explotado por el amo. Engloba también los
espacios sobre los que éste no hace más que extender su dominación
y exigir las cargas adeudadas: se trata de las tenencias, incluso si son

39. Guérard, Cartulaire de Saint-Pére de Chartres, t. 1, p. 172, n.° XLV.


hereditarias, y Jas tierras comunales, sometidas a usos colectivos no
menos respetables que los derechos particulares de los tenedores.
«Las calzadas y vías públicas», escriben hacia 1070 los Usatges de
Barcelona, aplicados de este lado de los Pirineos en el Rosellón, «las
aguas corrientes y fuentes abiertas, los prados, los pastos, las garri-
gas y las rocas [...] son de los señores, no para que los tengan en
alodio» —es decir, sin tener que preocuparse de más derechos que
los suyos— «o los tengan en su dominio, sino con el fin de que en
todo momento el disfrute de ellos corresponda a su pueblo»,40
Llegaron las grandes roturaciones, reduciendo la tierra inculta.
El conflicto cobró una nueva agudeza. En general, no es que la tierra
comunal tentara entonces a los señores como medio de aumentar
sus propias tierras de labor; los dominios estaban, en todas partes,
en plena disminución. Operación a menudo impuesta por el poder
señorial fue la sustitución, en los pastos, del vagabundeo del rebaño
común por la obra del arado, pero para distribuir aquel suelo virgen
entre tenedores. Los explotadores de esos nuevos campos y el be­
neficiario de los derechos obtenían de ello un provecho; se veía
perjudicada, en cambio, la comunidad, que perdía así sus derechos
de uso y también toda posibilidad de libre roturación. En otros
lugares, sin embargo, es realmente por la voluntad de sacar prove­
cho de ella directamente por lo que el señor se esfuerza en acaparar
la tierra comunal Pero, ordinariamente, ¿qué quiere de ella?: una
tierra de pasto, reservada ya exclusivamente a sus animales — en esa
época de decadencia de las reservas, el pastoreo, que requiere poca
mano de obra, es un elemento importante de la explotación seño­
rial, mucho más que la agricultura— ; o bien ciertos productos par­
ticularmente provechosos. ¿Se trata de una zona pantanosa?; enton­
ces será la turba: «en aquel tiempo {hacia 1200)», escribe el sacerdote
Lambert d’Ardres, «Manassé, hijo primogénito del conde de Guiñes
[...] hizo cavar y cortar en turbas unos pastos pantanosos que en
otro tiempo había dado, como bien común, a todos los habitantes
de la parroquia de Andrés». Sobre todo, cuando en la tierra sometida
al disfrute colectivo crecen los árboles, la codicia señorial toma por

40, Cf. la discusión por parte de P. Lacombe, Vappropriation du sol, 1912,


p. 379, del comentario que Brutails había hecho de ese texto. En lo esen­
cial —y con todas las reservas respecto a su comentario de las palabras alodhm
y domnicum— me adhiero a la interpretación de Lacombe.
objeto la madera, de valor, como es sabidoj cada vez mayor. ¿Dónde
estaba el derecho? Con la incertidumbre de las fronteras jurídicas,
hasta el más escrupuloso de los hombres hubiera tenido a menudo
buenas dificultades para saberlo; más de un noble acaparador de
tierras, sin duda, encontraba una justificación suficiente a sus propios
ojos en el pensamiento que con tanto candor expresaba, en 1442, el
señor de Senas, que había ocupado los baldíos de su pueblo de Pro-
venza: «la razón muestra que entre el señor y sus sujetos tiene que
haber una diferencia».41 Pero los campesinos no se dejaban hacer
sin protestas. A menudo, al final, intervenía un reparto, un «cantón-
nement». El señor consigue la plena disposición de una parte de la
tierra antes indivisa; la comunidad, por lo general mediante un
censo, conserva el uso, «lJaisement»} del resto. De ese modo, en
muchos lugares, esa crisis había desembocado en el reconocimiento
oficial de los derechos del grupo, al menos sobre una parte de los
antiguos communia, y buen número de nuestros actuales municipios
pueden aún hacer remontar el origen de sus bienes a actos de esa
especie.
Nueva crisis, y mucho más grave, a partir del siglo xvi. Entonces
la renovada clase señorial se aplica, con todo su ardor y toda su
habilidad, a la reconstrucción de las grandes explotaciones. Como
ella, burgueses y campesinos ricos se hacen acaparadores de tierras.
La transformación de la mentalidad jurídica servía oportunamente
a su codicia. Los juristas se esforzaban por sustituir la superposición
de derechos reales por una noción clara de la propiedad. Para la
tierra comunal, al igual que para el resto de las tierras, era preciso
encontrar un dominus, en el sentido romano de la palabra. Ordinaria­
mente, se llegó a la conclusión de que era el señor. Y a esa pura idea
se le añadió una tesis genética, que, cosa extraordinaria, los histo­
riadores de hoy han asumido a veces como propia. En el origen, se
decía, las tierras comunes habían pertenecido únicamente a los se­
ñores; en cuanto a los habitantes, no debían su disfrute más que a
concesiones hechas con el correr de los tiempos. ¡Cómo si el pueblo
fuera forzosamente más joven que su jefe! Naturalmente, esos teóri­
cos no pretendían sacrificar los derechos adquiridos de las comuni­

41. «Car reson monstra que diferencia sia entre lo senhor et los vassalhs».
Arch. Bouches-du-Rhóne, B 3343, fol, 342 (28 enero 1442).
dades. Pero, según una jurisprudencia que había empezado a esbo­
zarse a partir del siglo xm ,42 tendían en general a no reconocerlos
como válidos más que si estaban sancionados por el pago de un
derecho; las «concesiones» de pura generosidad, salvo que hubiera
actos formales, parecían poco sólidas, y en tal caso, además, se podía
dudar si se había tratado verdaderamente de regalos o de simples
abusos por parte de los usuarios. Todo ello no sin muchas vacila­
ciones y matices. Profesores de derecho, escribanos y administrado­
res, aunque sin unanimidad y sin mucho éxito, se esforzaban por
introducir en la masa de los bienes comunales toda una clasifica­
ción, calculada según las fuerzas variables de los derechos antago­
nistas atribuidos al señor o a sus hombres. Pero, inspirados por ese
estado de espíritu y armados con la doctrina, los señores, sus hom­
bres de leyes y los mismos tribunales, animados por un vigoroso es­
píritu de clase, con facilidad veían las cosas más simples y sin tanto
detalle. En 1736, el Fiscal General del Parlamento de Rennes adopta,
sin ambajes, la tesis señorial: «todas las landas, bosques, tierras yer­
mas y baldíos son en Bretaña dominio propio de los Señores de
Feudo». El 20 de junio de 1270 una transacción había prohibido
al señor de Couchey, en Borgoña, alienar las «comunidades de la
villa», sin el asentimiento de los habitantes; a pesar de tan claro
texto, ya en 1386 el consejo ducal, al que siguió casi tres siglos des­
pués (1733) el Parlamento, decidió que «la? plazas, las calles, las
carreteras, caminos, senderos, pastos [...] y otros lugares comunes»
del pueblo eran del señor y éste podía disponer de ellos a su volun­
tad. En 1777 el Parlamento de Douai se negaba a registrar un edicto
en el que se hacía referencia a bienes que «pertenecen» a las comu­
nidades; hubo que escribir: «de los cuales éstas disfrutan».43
De hecho — las quejas de los usuarios, incluso en los Estados pro­
vinciales o generales, dan elocuente testimonio de ello—• el asalto a
los bienes comunales, a partir del siglo xvi, se hizo más vigoroso
que nunca. Las formas que revistió fueron diversas.

42. Olim, t. I, p. 334, n.° III y 776, n.° XVII (pero se trataba de hombres
que rio eran couchanis et levants deí señor interesado y el punto jurídico no
fue juzgado). L. Verriest, Le régbne seignetirial, pp 297, 302, 308.
43. Poullain Du Pare, Journal des atidiences... du Parlement de Bretagne,
t, II, 1740, pp. 256 ss. J. Garnier, Charles de conmunes, t. II, n.° CCCLXXI
y CCCLXXIL G. Lefebvre, Les paysans du Nord, p. 67, n. 1.
Para empezar, la usurpación pura y simple. El señor abusaba de
sus poderes de mando y de justicia; hay algunos, dicen en los Esta­
dos de Blois de 1576 los diputados del Tercer Estado, que «hacién­
dose por voluntad propia jueces en sus propias causas, han cogido
y se han apropiado los usos, lugares baldíos, landas y bienes comu­
nales de que disfrutan los pobres sujetos, e incluso les han quitado
las cartas por las que constaba su buen derecho a ello». Los ricos
propietarios, incluso campesinos, se aprovechaban de esa influencia
que da la fortuna, a la que en los campos, en opinión de un agróno­
mo del siglo xv iii , todo cedía. En 1747, Jas gentes del Cros-Bas, en
Auvergne, se quejan de que «Géraud Salat-Patagon, habitante de
dicho pueblo [...], se ha propuesto por su autoridad privada
como rico y gallo del pueblo que es, cerrar, cercar la mayor parte de
los comunes dependientes de dicho pueblo y unirlos a su campo».44
A veces, el acaparamiento seguía caminos más insidiosos, y ju­
rídicamente casi irreprochables. Un labrador acomodado hacía que
se le concediera a censo una parte del común, a precio excesiva­
mente bajo, G bien un señor reclamaba el reparto. La operación, en
sí, no era forzosamente desventajosa para las comunidades, puesto
que consolidaba al menos una parte de sus derechos; pero si las
condiciones del reparto eran demasiado desfavorables sí pasaba a ser
desventajosa. Y muchos señores exigían hasta un tercio de los bienes
divididos; era el derecho de «triage», muy extendido en los tiempos
modernos, y que en 1669 la propia monarquía tuvo la debilidad de
reconocer. En principio, sin duda, se limitaba a casos determinados;
era preciso, en especial, que la pretendida concesión primitiva hu­
biera sido gratuita. En la práctica, esas reservas, que por otra parte
dejaban campo libre a muchas de las pretensiones, no siempre fue­
ron respetadas con mucha exactitud.
Finalmente, no fueron los campesinos, como individuos, los úni­
cos que quedaron cargados de deudas de aquéllas que, como hemos
visto, ayudaron a los grandes adquisidores de tierras a operar pro­
vechosos acaparamientos de parcelas. También las comunidades es­
taban a menudo endeudadas, y fuertemente; ocurría como conse­
cuencia de gastos de interés común, especialmente necesarios para

44, Essuíle, Traite polilique el économique des commttnes, 1770, p. 178.


C. Trapenard, Le páturage communal en Hante-Auvergne, 1904, p. 57; cf. Arch,
du Puy-de-Dóme, Inventaire, C, t. II, n. 2051.
la reconstrucción después de las guerras, y sobre todo porque en
esos gastos se había tenido que comprometer el futuro, para satisfa­
cer las exigencias del fisco real y los fiscos señoriales. Para despren­
derse de ese peso muerto, ¡qué tentación vender parte de los bienes
comunales, o venderlos todos! Los señores lo apoyaban gustosos,
bien porque contaran con comprar ellos mismos, bien porque, recla­
mando con ese motivo la aplicación del triage a título de indemniza­
ción por la pérdida de su derecho superior sobre la tierra, pudieran
esperar quedarse con una parte del pastel sin ningún gasto. En
Lorena, la costumbre o la jurisprudencia llegaban a reconocerles el
derecho a percibir la tercera parte de la cantidad pagada a los habi­
tantes. Esas ventas eran a menudo muy sospechosas, unas veces por
su razón de ser oficial —un decreto real de 1647 acusaba a las per­
sonas afanosas de «despojar» a las comunidades de poner como pre­
texto deudas «simuladas»—- y otras por las mismas condiciones de
fijación del precio. Pero, al mismo tiempo, la presión de los nacien­
tes intereses y la lamentable situación financiera de muchos peque­
ños grupos rurales, a menudo muy mal administrados, las hacían
inevitables. De 1590 a 1662, el pueblo de Champdótre, en Borgoña,
vendió tres veces sus bienes comunales; las dos primeras operaciones
fueron anuladas, por tacha de fraude o de error; la última —conce­
dida a los mismos adquisidores que la segunda— fue definitiva.
Naturalmente, el movimiento encontró fuertes resistencias. Es
cierto que, incluso ante los abusos más patentes, a menudo los cam­
pesinos vacilaban en abrir la lucha, de manos contra hierro. «Des­
pués de haber sido usurpados todos los bienes comunales y estando
éstos en poder o de los señores de las comunidades o de personas
de autoridad», escribe en 1667 el intendente de Dijon, «los pobres
campesinos se guardarán de quejarse si se íes maltrata». Y el gran
doctor de la «práctica de los terriers»> Fréminville, nos dice: «ante
un señor poderoso, ¿osan los habitantes exponerse a su resentimien­
to?».45 No todos, sin embargo, eran así de fáciles de intimidar. En
Bretaña, hacia principios del siglo xvm , gran número de señores se
habían puesto a «afféager» las Iandas, es decir, a arrendarlas a em­
presarios de cultivo o de forestación. El signo visible de ese progreso
de la apropiación individual era, en torno a la tierra arrancada al

45, Pratique, 2.* ed., t. 11, p. 254.


uso común, la elevación de grandes taludes de tierra; pero grupos ar­
mados iban a menudo a destruir esos cercados, molestos y siínljóHcos,
El Parlamento quiso intervenir. (Inútil esfuerzo!; era imposible,, en
los campos, encontrar testigos. Habiendo sido derribados así algunos
taludes de alrededor de la landa de Plourivo, el señor hizo publicar
bandos «a fin de descubrir [... ] a los culpables». Pero un buen día,
en el límite de las dos parroquias afectadas, se encontró una horca;
ai pie, una fosa con esta inscripción: Aquí vendrán a parar a quie­
nes declaren
Otro poder, además del de la masa campesina, trataba de poner
freno al proceso: era la propia monarquía con sus funcionarios, pro*
tectores natos de los grupos rurales, fuente de los impuestos y de
la fuerza militar. A partir de 1560 — año en que el decreto de Or-
leans quitó a los señores el juicio «en soberanía» de los procesos
referentes a los bienes comunales— , se sucedieron toda una serie
de edictos, unas veces de alcance general y otras de alcance local,
que prohibían las enajenaciones, anulaban las ventas y triages reali­
zados en cierto tiempo anterior y organizaban la «búsqueda» de los
derechos usurpados a las comunidades. Los Parlamentos favorecían
las actuaciones de los señores; a partir del siglo xvn, sus adversarios
habituales, los Intendentes, abrazaron el partido contrario. Esa po­
lítica se imponía hasta tal punto a todo Estado de aquel tiempo que,
por ejemplo, se la ve prolongarse exactamente igual en el ducado de
Lorena. Los gobernantes no cambiaron de campo —por un verdade­
ro trastoque de ideas— hasta mediados del siglo x viii , cuando se
manifestó esa «revolución agrícola» de la que más adelante estudia­
remos, junto a su propia naturaleza, los efectos que tuvo sobre el
régimen de los bienes comunales.
Pero ni la una ni la otra de esas resistencias fue muy eficaz. La
de la monarquía estaba viciada por preocupaciones de explotación
fiscal: las declaraciones de 1677 y 1702 autorizaban a los acapara­
dores a conservar, por lo menos temporalmente, los bienes enajena­
dos, con la condición de «restituir» — al Rey, claro está— los frutos
percibidos en los treinta años anteriores. Los campesinos, demasiado
a menudo, se limitaban a «emociones populares» sin futuro. La frag­
mentación de los bienes comunales en provecho de los señores o

46. Poulkin Du Pare, loe. cit., p. 258.


de los ricos fue, en ios tiempos modernos, un hecho europeo. Eran
las mismas causas las que daban lugar a él en todas partes: tenden­
cia a la reconstitución de la gran explotación, avance de un indivi­
dualismo productivo deseoso de trabajar para el mercado, y crisis de
las masas rurales, con grandes dificultades para adaptarse a un sis­
tema económico basado en el dinero y los intercambios. Contra esas
fuerzas, las comunidades no tenían envergadura para luchar. Además,
ellas mismas distaban también de poseer la perfecta unión que a
veces se les supone.

3. L as c la s e s
Dejemos al señor, dejemos al burgués que, desde la villa o la
ciudad vecinas, domina su tierra o percibe las rentas que ésta da.
Esas gentes, propiamente hablando, no formaban parte de la so­
ciedad campesina. Ciñámonos a ésta, compuesta por cultivadores que
vivían directamente de la tierra que trabajaban. Es visible que esa
sociedad campesina no es hoy, como no era ya en el siglo xvm ,
verdaderamente igualitaria. Pero se ha mostrado a veces complacen­
cia en ver en esas diferencias de nivel el efecto de transformaciones
relativamente recientes. «El pueblo», escribía Fustel de Coulanges,
«no era ya en el siglo xvm lo que había sido en la edad media; en
él se había introducido la desigualdad».47 Parece cierto, por el con­
trario, que en todos los tiempos esos pequeños grupos rurales pre­
sentaron, con inevitables fluctuaciones en las líneas de separación,
divisiones de clase bastante definidas.
A decir verdad, esa palabra de clase es una de las más equívocas
del vocabulario histórico, y conviene precisar bien el empleo que
aquí se hará de ella. En cuanto a que hubiera entre los campesinos,
en las diversas épocas, diferencias de estatuto jurídico, demostrarlo
sería echar abajo una puerta abierta. La villa franca presentaba todo
un prisma multicolor de condiciones diversas, cuyos contrastes, por
otra parte, pronto fueron más aparentes que reales. En muchos se­
ñoríos medievales, cada vez más numerosos a medida que se multi­
plicaron las emancipaciones, estuvieron, junto a los siervos, los

47. Séances et travaux de VAcad. des Se. Morales, t. CXII, p. 357.


villanos «libres». Postular, como algunos han hecho, la igualdad
primitiva de la sociedad campesina no es, claro está, negarse a reco­
nocer esos indiscutibles contrastes; es estimar que en el conjunto de
los campesinos, aun cuando éstos estuvieran sometidos a reglas de
derecho diferentes, los géneros de vida eran lo bastante semejantes
y los órdenes de magnitud de las fortunas lo bastante próximos como
para no crear ninguna oposición de intereses; en una palabra, por
utilizar términos cómodos, aunque de mediano rigor, es, aún admi­
tiendo las clases jurídicas, negar la existencia de clases sociales. Nada
menos exacto que eso.
En el señorío de la alta edad media, los mansos de una misma
categoría —ya porque la desigualdad fuera originaria, ya porque re­
sultara de una decadencia de la institución— presentaban a veces
entre sí, como sabemos, marcadas diferencias. En Thiais, la familia
del colono Badilo detenta, a título de manso libre, entre 16 y 17 hec­
táreas de tierra de labor, alrededor de 38 áreas de viñedo y 34 áreas
de prados. Doon y Demanche, el primero con su mujer y el segundo
con su mujer y su hijo, igualmente colonos y que poseen en común
un manso libre, se reúnen ambos para explotar muy poco más de 3 hec­
táreas de campo de labranza, 38 áreas de viñedo y de 10 a 11 áreas
de prados. ¿Podrá creerse que Badilo y sus vecinos se sintieran al
mismo nivel de la escala social? En cuanto a las diversas clases de
mansos, la disparidad entre ellas es normal. Un manso servil puede
muy bien estar en manos de un personaje —un colono, por ejem­
plo— jurídicamente igual al poseedor del manso libre limítrofe; no
por ello el primero deja de ser, por lo regular, más pequeño que el
segundo. Finalmente, los campesinos cuyos pedazos de tierra no han
sido elevados a la dignidad de manso —poseedores de hospedajes o
de accolae que, sin duda, casi nunca pasan de ser «squatters» tolera­
dos, en un lugar de los baldíos roturado por ellos— pertenecen, en
su mayor parte, a una capa aún más humilde.
La disolución de los mansos, al favorecer la fragmentación de las
tenencias, no hizo más que acentuar esos contrastes. Pocas veces nos
es fácil, en la edad media, valorar las fortunas campesinas. Algunos
documentos, no obstante, permiten ciertos sondeos, aunque dema­
siado escasos. En 1170, en tres señoríos del Gátinais, se impone una
talla sobre las tenencias, proporcional, con seguridad, a su valor: los
pagos van de 2 a 48 dineros. Bajo san Luis, los siervos reales de la
castellanía de Pierrefonds pagan, como precio de su emancipación,
él 5 % de sus haberes; éstos, traducidos al valor monetario, se esca­
lonan de 1 a 1.920 libras. A decir verdad, las más ricas de esas
gentes no eran, sin duda, del campo. Pero incluso entre los pequeños
y medios patrimonios, que hay que suponer sobre todo agrícolas, las
diferencias siguen siendo apreciables; más de las dos terceras par­
tes, en total, no alcanzaban las veinte libras, y más de una séptima
parte, en cambio, pasaban de las cuarenta.48
Hubo sobre todo dos principios de distinción que, a lo largo de
los tiempos, señalaron entre los campesinos marcadas diferencias. Uno
de dignidad y de poder: el servicio del señor. Otro más especial­
mente económico: la posesión o la carencia de animales de tiro para
la labranza.
En el señorío medieval, el amo tenía un representante que go­
bernaba en su nombre. A ese funcionario se le llamaba, según los
lugares, preboste, alcalde (maire), baile o (en el Lemosín) juez. En su
condición personal, nada lo ponía por encima de sus administrados.
A veces incluso, jurídicamente, se encontraba por debajo de aquellos
campesinos que habían conservado su «libertad»; porque a menudo
él era de condición servil: la fuerza de ese vínculo, primitivamente,
había parecido una garantía de buena conducta. Pero su cargo le
aseguraba abundantes beneficios, legítimos o no, y sobre todo le
confería ese prestigio inigualado que ha dado en todo momento, pero
particularmente en las épocas de costumbres violentas y sentimientos
un poco rudos, el derecho a mandar a los hombres. En su modesta
esfera, él era un jefe, y llegado el caso incluso un jefe de guerra;
¿acaso no se ponía en cabeza de las fuerzas del pueblo, en momentos
de peligro o de vendetta? A despecho, a veces, de severas prohibi­
ciones, gustaba de llevar espada y lanza. Excepcionalmente, conseguía
ser armado caballero. Por su poder, su fortuna, sus costumbres de
vida, se distinguía de la despreciada multitud de los hombres de la
tierra. Ese mundillo de «sergenis» señoriales, bastante turbulento y
tiránico pero no siempre incapaz de lealtad, tuvo tempranamente,
además, el cimentador casi indispensable de toda clase sólidamente
constituida: la herencia. En la práctica, a pesar de los esfuerzos de
los señores, que temían por su autoridad, la función, al igual que

48. M. Ptou y A. Vídier, Recueil des charles de Saint-Jicnoit sur Loire,


1900 ss., n.° CXCIV (el texto habla cíe «masures»; hay que entender explo­
taciones) Marc Bloch, Rots et serfs , 1920, p. 180.
la tenencia (el «feudo») a ella vinculada, se transmitía de padres a
hijos. En los siglos x ii y xrn —lo sabemos por los contratos deinter-
cambio de siervos— , de señorío a señorío, los hijos y las hijas de
alcaldes se unían con preferencia entre ellos mismos. Inclinarse por
el matrimonio «en el mismo medio» es prueba visible, si las hay,
de que ese medio está en vías de convertirse, socialmente, en una
clase.
Clase, no obstante, efímera, a la que además, en Francia, faltó
siempre la consagración de un estatuto jurídico particular. En Ale­
mania se le hizo un lugar aparte al pie de ía escala nobiliaria; y es
que la jerarquía social, allí, a partir del siglo xm , dio en comportar
multitud de grados. La sociedad francesa se organizó también jerár­
quicamente, pero de un modo más simple. La nobleza se constituyó
en ella con mucha fuerza, igualmente en el siglo xm , pero sin cono­
cer oficialmente subclases. Muchos administradores (sergents) adqui­
rieron h caballería con carácter hereditario y se fundieron con la
nobleza de los campos. Casi siempre renunciaron al mismo tiempo
a sus funciones, que pasaron de nuevo a los señores, quienes no te­
nían demasiados deseos de conservar representantes como aquéllos,
con la indocilidad que habían llegado a mostrar. Esos antiguos dés­
potas de los pueblos tanto se habían elevado por encima de la colec­
tividad campesina que habían dejado de pertenecer a ella totalmente.
Otros, sin embargo, menos afortunados o menos hábiles, no llegaron
tan arriba. La reducción del dominio, la decadencia del poder de
mando del señor, su creciente costumbre de arrendar sus derechos y
su propia desconfianza hicieron que sus cargos fueran cada vez
menos importantes; desde entonces los administradores, por su tipo
de vida y su rango social, no fueron ya más que ricos villanos, sin
más. La clase de los administradores, tan poderosa en los siglos xi
y xii, se desvanece a lo largo del xm , por efecto de una especie de
escisión. La sociedad se ha cristalizado: hay que ser o noble o cam­
pesino.
A partir de entonces los señores soportan cada vez menos fun­
cionarios hereditarios o les conceden cada vez menos poderes. En
el pueblo, en los tiempos modernos, sus representantes principales
serán, o bien hombres de leyes a sueldo suyo, o bien los arrendado­
res de los derechos o del dominio. El hombre de leyes es un burgués,
cuyo caso no nos interesa aquí. El arrendador también, a veces, lo es;
pero otras, en cambio, es un campesino rico. En ese caso, sin em­
bargo, no es más que un «labrador», uno de tantos, aunque de
posición particularmente buena.
«Colin», escribe Voltaire, «debía sus días a un buen labrador».
En la literatura del siglo xvm, la palabra es frecuente. Temo mucho
que el lector de hoy tienda a ver en ella una expresión de estilo
noble, más distinguida que «campesino». Sería un error. El término,
para un hombre de la época, tenía un sentido muy definido. Ya
desde la edad media, se observa una separación muy clara entre dos
categorías de campesinos: por una parte, los que tienen animales de
tiro para la labranza, sean caballos, bueyes o asnos (son, naturalmen­
te, los de mejor posición), y por otro los que para trabajar no tienen
más que sus brazos; labradores propiamente dichos, cultivadores
«con caballo para el tiro» (ayant cheval trayant), frente a braceros,
«labradores de brazo», «ménagers». Los estados de las corveas los
distinguen cuidadosamente. En Varreddes, en el siglo xm , las cor-
veas de labranza y de acarreo son exigidas a quienquiera que «unza
animal al arado», mientras que el trabajo en la huerta del obispo es
exigido a todos los campesinos, «tengan o no arado». En Grisolles,
en el Toulousain, en 1155, se pronuncia expresamente la palabra
braceros {brassiers). Sin duda, entre los labradores, no todos son
iguales, ni mucho menos: cuando se trata de escalonar los derechos
que pesan sobre ellos, de nuevo la administración señorial gusta
de mirar sus cuadras y establos. Los menos ricos de todas partes,
como se nos dice en el siglo xm del pueblo de Curey, en Avranchin,
se ven forzados a «unir sus animales» a un mismo arado. ¿No es
cierto que en las regiones de suelo pesado, para trazar el surco, son
precisos hasta tres o cuatro pares de bueyes? De ahí derivan nuevas
distinciones: en el mismo Varreddes, entre los villanos que «un­
cen» uno, dos, tres y cuatro caballos (o más), y en Saint-Hilaire-sur-
Autize, en el Poitou, en el siglo xi, entre los poseedores de dos
y cuatro bueyes. En Marizv-Sainte-Geneviéve, por la misma época,
junto a los pobres desgraciados que «trabajan sin bueyes», ciertos
campesinos tienen «tiro entero» (charrue cutiere), y otros «medio
tiro» {demi-charrue) solamente.49 A pesar de esos matices, el con­
49. Bíbl. de Meaux, jns 64, p. 197 (Varreddes). C, Douais, Cartulaire de
Vabbaye de Saint-Sermn, 1887, CVI (Grisolles). L, DclisleÉtudes, p. 135,
n. 36 (Curey). L. Rédet, en M.ém. de la Soc. des Antiquaires de lOuest,
t. XIV, n,° LXXXV (St-Hiíaire). F. Soehnée, Catalogue des acies de Henri Ier,
1907, n* 26 (Marizy).
traste esencial no deja de ser el que separa a ios labradores de los
braceros.
¿Propietarios contra no propietarios? No exactamente. La oposi-
rión es de orden económico, no jurídico. El bracero tiene a menudo
algunos pedazos de tierra — aunque no se trate más que de su choza
y su huerto— e incluso algunos anímales menudos. Y eso desde muy
antiguo. «Amauri, hijo de Rahier», dice una nota referente a un
contrato un poco anterior a 1096, «ha dado a los monjes de Saint-
Martin-des-Champs, en Mondonvílle dos huéspedes que no
tienen más tierra que la que basta para las casas y huertos».50 Es la
situación que describen aún muy claramente los textos del siglo xvrri.
En cuanto al «labrador», puede muy bien no tener su explotación,
por lo menos en gran parte, más que a título de arrendamiento tem­
poral. El caso será cada vez más frecuente a medida que en los tiempos
modernos se desarrolle la gran propiedad, raramente utilizada en ex­
plotación directa. El cultivador que ha alquilado al noble o al bur­
gués las tierras tenazmente reunidas por éste o por sus antepasados,
verdadero capitalista del pueblo, sacando provecho de numerosos
campos y de grandes rebaños, a menudo supera en riqueza y en pres­
tigio al pequeño propietario. No es casualidad que, ya desde el si­
glo xvin, arrendador (fermier) se convirtiera casi en sinónimo de
labrador; aún hoy, el lenguaje corriente entiende por ferme, sin nin­
guna idea de precisión jurídica, toda explotación rural un poco
importante.
¿Cómo, sin animales de tiro, trabajaba el bracero sus pocos cam­
pos? A veces —y en las épocas antiguas sin duda bastante frecuente­
mente— sin arado. Un documento de 1210, previendo el caso de
que el monasterio de La Cour-Dieu haga poner en cultivo un bosque,
supone por adelantado que se verán dos categorías de campesinos:
«los que cultivarán con bueyes, los que trabajarán con la azada». En
Vauquois, el plano de 1771 señala «tierras cultivadas a brazo» .Sí Pero
en otros lugares — sobre todo donde el suelo es compacto— hay que
tomar prestados el tiro y el arado del vecino más afortunado, unas
veces gratuitamente —la ayuda mutua era, en muchas comunidades
rurales, una obligación social bastante fuerte— , y más a menudo a

50. Depoin, Líber testamentorum Saneti Marlim, n." LXXX.


51. R. De Maulde, Élude sur la condilion forestiere de VOrléanais, p. 178,
n. 6, y p. 114. Chantilly, reg. E 34.
cambio de una remuneración. Ésta se pagaba a veces en dinero, y sí
no en especie, con uno de aquellos servicios de brazos que el pobre
estaba acostumbrado a prestar al rico. Y es que, demasiado mal do­
tado para poder vivir de lo suyo, el bracero completaba por lo ge­
neral su sustento empleándose en casa del labrador, era «manouvrier»
o «journalier». Así se establecía entre las dos clases una colaboración,
sin excluir el antagonismo. En Artois, a finales del siglo xvm , ios
labradores, descontentos de ver cómo los braceros arrendaban algu­
nas tierras en lugar de reservar su trabajo a los campesinos de buena
posición, elevaron, para castigarlos, los precios de alquiler de los
tiros; el descontento fue tan vivo y tan amenazador que el gobierno,
imperativamente, tuvo que fijar una tarifa legal.52
La antítesis y, por consiguiente, la rivalidad, habían existido
siempre. Pero las transformaciones económicas del mundo moderno
las hicieron más agudas. La entrada de la agricultura en un ciclo de
intercambios, ya se ha visto, fue origen de una verdadera crisis cam­
pesina. Los cultivadores mejor situados y más hábiles se aprovecha­
ron de ella, aumentando su riqueza; muchos labradores, en cambio, se
endeudaron, tuvieron que vender una parte de sus posesiones y pa­
saron a engrosar la masa de los braceros, o por lo menos fueron a
parar a una situación muy próxima a ésa. De todos modos, mientras
los nuevos amos de la tierra organizaron sus posesiones por peque­
ñas explotaciones, quedaba a esos desclasados el recurso, utilizado
por muchos, de hacerse cargo de algunas tierras contra un arriendo
en dinero o en aparcería. Pero la «reunión de explotaciones» (réunion
des fermes), realizada en el siglo xvm en muchas provincias, preci­
pitó definitivamente a buen número de ellos en el proletariado agrí­
cola. Muchos textos de esa época nos describen esos pueblos en los
que, como dice en 1768 de ciertos lugares del Artois el intendente
de Lille, «el mismo explotador reúne todos los arados de una sola
comunidad, lo que le convierte en dueño absoluto de la vida de los
habitantes y perjudica tanto a la población cuanto a la agricultura».53
En vísperas de 1787, en gran número de comunidades — en Lorena

52. A. De Calonne, en Mém. de la Soc. des Antiquaires de Picardie, 4.* se­


rie, IX, pp. 178-179. Cf. el art. 9 del cabier de doléances común a los pueblos
loreneses de Bannay y Loutremange, Condé-Northen, Vaudoncourt y Varize,
en Quellen zur tothringischen Geschichte, t. IX.
53. Arch. Nat., H 1515, n.° 16.
y en Picardía, por ejemplo, y quizás en eí Berry— los braceros, eran
mayoría. La «revolución agrícola», económica y técnica que hacia 1750
empezó a transformar ios campos de la mayor parte de Francia, al
igual que más tarde la revolución política que había de abatir la
monarquía, encontró frente a sí una sociedad campesina muy dividida.

SUPLEMENTO AL CAPÍTULO 5

En la remodelación de La historia rural que proyectaba, Marc Bloch


habría situado ia mayor parte de este capítulo mucho más arriba, en los
orígenes mismos del señorío, pues había llegado a la convicción de la
anterioridad de las comunidades con respecto ai señorío. Por ese motivo,
yo he remitido al capítulo 3 todo cuanto se refiere al manso y las colec­
tividades rurales, objeto de las páginas 402-416, no manteniendo aquí
más que los hechos de supervivencia.
Supervivencias del manso (pp, 413-416)
Un estudio de E. Raison, revisado por Garaud, sobre la abadía de
Absie-en-Gátine (Poitou), Poitiers, 1936, da (p. 165) una indicación so­
bre la "borderie", mitad de la “masare”. «Parece que nos encontramos
verdaderamente en presencia de un testimonio nuevo sobre un fenómeno
capital y demasiado mal estudiado todavía: el fraccionamiento del man­
so» (1936, p. 605). El Angoumois del siglo xn conocía «la antigua
distinción entre los "mansos", tenencias plenas, y las "bordes"», como se
ve en P. Lefrancq, Le cartulaire de Saint-Cybard [abadía de Angulema],
Angulema, 1931, particularmente n.os 70 y 246 (1932, p. 321),
En el señorío de Belcastel, en el Haut-Quercy, todavía en el si­
glo xviii «la tierra estaba dividida en "ténements" de una sola pieza, en
los cuales Lacrocq ve ísupra, p. 3803, creo que a justo título, una supervi­
vencia de un sistema análogo aí del manso. Cada uno de ellos, en el si­
glo xviii, estaba dividido entre un número de ocupantes bastante eleva­
do, no todos domiciliados en el señorío; no obstante, las rentas y corveas
gravaban sobre el tenement en su conjunto, y probablemente los diver­
sos copartícipes respondían solidariamente, A veces éstos solicitaban des­
prenderse de ese vínculo y obtenían que los derechos se aplicaran a las
parcelas tomadas una a una; si he entendido bien, tal es el sentido de un
documento de 1765. Esas curiosas agrupaciones, extendidas, con nom-
29. — BLOCH
bres diversos —como, por ejemplo, en Anjou, los de /reresebe o fresebe—,
por muchas provincias del oeste y del centro, en el momento en que
mejor las apreciamos, no eran evidentemente más que el resto de un
modo de ocupación mucho más antiguo. Respecto a la unidad de tenencia
originariamente indivisible y sin duda explotada casi siempre por una
sola familia, de tipo patriarcal, los señores no habían autorizado el frac­
cionamiento más que con la condición de mantener, en su propio bene-
ficio, la indivisibilidad de las cargas». Marc Bloch deseaba que se hiciera
un estudio de esa institución, región por región (1936, pp. 490-491).
«La palabra “mesure" no solamente sirvió para designar la casa, con
una acepción que poco a poco se ha ido haciendo peyorativa. Parece que
realmente se empleó bastante a menudo con un valor jurídico, como sinó­
nima de "manso"; la "masure", en ese caso, era la unidad de tenencia.
Y, aun restringido su sentido al plano del hábitat, casi nunca se aplicaba
a los edificios solos; en la edad media, en gran parte de la Francia del
norte, al igual que todavía hoy en Normandía, se llamaba Umasure!> al
conjunto constituido por la casa y eí huerto. También “borde”, frecuen­
temente, tenía una significación jurídicamente determinada: era también
una unidad de tenencia, pero de una categoría inferior a la del manso,»
A propósito de J. Soyer, «Les noms de lieux du Loiret», topónimos que
designan la vivienda, en Bull. de la Société Arcbéologique et Historique
de VOrléanais, 1936 (1938, p. 82). Así pues, hay que evitar la «confusión
entre los dos sentidos de mansus-. explotación agrícola, y simple casa con
su huerto; en Borgoña —donde se decía, en francés, "meix”— esa última
acepción ha pervivido mucho más que la primera». Rña. de G, de Valous,
Le monachisme clunisien..., 1934, capítulo sobre el manso (1936, p. 501).
C omunidades rurales (pp. 419-442)
Al igual que respecto al manso, Marc Bloch se vio llevado a afrontar
las colectividades rurales en íntima relación con los orígenes y la historia
del señorío; de ello se ha tratado largamente en los correspondientes ca­
pítulos de este apéndice. Así, yo no me reñero aquí más que a la «evolu­
ción de las colectividades rurales, cuyo estudio, en Francia, ha permaneci­
do hasta ahora como un terreno casi virgen» (1938, p. 430). No debe
perderse de vísta «el papel de los órganos parroquiales —y de las cofra­
días— en la elaboración jurídica de la comunidad rural» (1935, p. 402).
Constantemente, a lo largo de sus historia, se hicieron sentir las «dificul­
tades que creaba [...] la falta de coincidencia entre la comunidad del
pueblo y el señorío»; por ejemplo, en Bresse, en el siglo xvm (1936,
p. 10, según O. More!). «El señorío de Ré propiamente dicho no cubría
más que una parte de la isla» (III, 1943, p. 106).
Sobre las comunidades rurales de la Champagne, en G. Robert, Vab­
baye de Saint-Thierry et les communautés populaires ati moyen age, Reims,
1930, in-8.°, 91 pp. (separata de los Travaux de l’Académie Nationate de
Reims, t. CXLII), «se recogerán multitud de instructivos y vivos datos
sobre la actividad, a menudo poco conocida, de las comunidades rurales,
tanto en el marco de la parroquia —elección de los mayordomos, a quie­
nes el señor se limita a confirmar en su cargo— como entrando en los
poderes propiamente administrativos. Los habitantes pretenden fijar la
talla ellos mismos, y levantan mercados sin la autorización señorial. Un
pueblo —el de Hermonville—, aunque dividido entre diversos señoríos,
al igual que tantas ciudades comerciales situadas en el mismo caso, no
deja de conquistar un único municipio. Finalmente, una curiosísima cues­
tión arroja clara luz sobre las nociones jurídicas de corpus y de communia,
así como sobre los reparos de los tribunales en cuanto a conceder legal­
mente a las colectividades campesinas la personalidad moral que de hecho
tenían» (1931, p, 259). Las cuentas de los "mainbours” de la iglesia de
Preux-au-Sart, estudiadas por E. Champeaux, son importantes para la
historia de las comunidades rurales del Hainaut (1931, p. 71). En la isla
de Re, dotada de una "gran carta de costumbres”, en 1289, «la evolución
de las asambleas de habitantes hacia una constitución cada vez más oligár­
quica está en relación con todo un movimiento de conjunto que, en
suma, espera todavía explicación». R. James, Charles setgneuriales et pri-
viléges royaux de Vite de Ré, 1939 (III, 1943, p. 106).
P. de Saint-Jacob ha abordado en los Anuales de Bourgogne, XII,
1941, una serie de «Études sur l’ancienne communauté rurale en Bourgo­
gne». «Se refieren al pueblo, a las condiciones jurídicas del hábitat. Con
frecuencia, se nos dice, se ha situado el pueblo en su marco geográfico,
y se han buscado los elementos naturales capaces de incidir sobre su ori­
gen y sobre su evolución. Menos frecuentemente se ha recurrido, para
explicar el pueblo, al vínculo del hombre con su grupo, al estatuto de la
asociación constituida por el pueblo.» Las comunidades, «fuerzas de cohe­
sión», tuvieron su peso en la vida y la estructura del pueblo. «¿Cómo
nacieron esas comunidades? Respecto a muchas de ellas, a las más anti­
guas, tenemos que resignarnos a ignorarlo. Pero en una época más recien­
te, en las tierras de los cistercienses que permanecieron fieles a sus hábitos
de colonización, los textos nos hacen asistir a esa génesis.» P. de Saint-
Jacob los interrogó, aclarándolos mediante una notable serie de planos de
pueblo comentados, y dio el contrato de edificación y fundación del pue­
blo de Saint-Nicolas-les-Cíteaux, «Buen estudio, que plantea problemas,
y en particular el del meix {mansas)» (1941, p. 184).
Historia muy característica, la de las comunidades pirenaicas. «En las
montañas, por poco que las crestas fueran altas y sin tajos profundos, los
grupos agrarios no podían tener más marco que los valles. En ninguna
parte aparece tan acusado ese rasgo, sin duda, como en los Pirineos occi­
dentales y centrales, donde cada valle reúne a su alrededor todo un mun­
do de pequeños valles afluentes Los Pirineos occidentales no igno­
raron, desde luego, el régimen señorial, Pero no parece que éste ejerciera,
ni con mucho, la misma influencia que en la mayor parte de Francia. Por
lo menos en el ámbito del pastoreo [... ] Por lo que respecta a la posesión
y la administración de los pastos, no cabe ninguna duda. Correspondían,
en lo esencial, a las comunidades», mientras que en la parte oriental de la
cadena las tierras feudales eran numerosas y las de los municipios (com-
muñes) poco extensas. «El sentido colectivo y vigoroso que animaba &las
poblaciones pirenaicas se adecuaba muy bien al hábitat extremadamente
disperso [...] La comunidad familiar [...] en aquellos valles del sudoes­
te, [... ] parece que conservó su fuerza hasta tiempos particularmente pró­
ximos a nosotros. Su originalidad procedía, sobre todo, de la existencia
de un derecho de primogenitura prodigiosamente riguroso. Se llamaba
uostau”\ la palabra, por su sentido primitivo, que es, claro está, ei de
"casa", sugiere con respecto a "manso”, extendido en otras partes y con
una significación original muy semejante, un parentesco semántico sin­
gularmente sugestivo. Así divididas en pequeños grupos patriarcales, las
grandes “vcsiaus”, con sus pastos, podían abarcar un valle entero o —de­
bido quizás a una fragmentación ocurrida a lo largo del tiempo— solamen­
te una parte de un valle. Esas colectividades de pastoreo, por muy firme­
mente cimentadas que estuvieran, no tenían nada que ver con una demo­
cracia. Formaban sociedades fuertemente jerarquizadas En la cús­
pide, un verdadero “patriarcado rural", la oligarquía de las “tmisons
casoleras", favorecida por los reglamentos de pasto. Totalmente seme­
jante fue, como es sabido, la estructura de las otras repúblicas campesinas
de la antigua Europa, y en especial la de las tierras bajas del litoral del
mar del Norte.» Rña, de H. CavaiÜés (1932, pp, 498-499).
La "organización comunitaria" fue muy fuerte en los “campos abier­
tos del norte", pero «[...] nada sería más inexacto que negar a las pobla­
ciones de los bocages todo sentido del esfuerzo colectivo. El empeño de
los hombres del campo bretones en la defensa de sus bienes comunales
apenas tuvo igual en la antigua Francia. Incluso en nuestros días, Louis
Fournier, en su excelente monografía del municipio de Bulat-Pestivien,
en el corazón de la Cornouaille, ¿acaso no nos muestra a los campesinos
acostumbrados a prestarse ayuda mutuamente para todos los grandes tra­
bajos y, en caso de accidente grave del ganado, haciendo colecta entre los
vecinos como si hubiera un seguro? Y en las aldeas de la Marche, para
los acarreos y la trilla, especialmente, ¿acaso no vemos subsistir, a un tiem­
po como necesidad de hecho y como obligación moral fuertemente sentí-
da, la antigua práctica de la ayuda mutua, el "arban” del viejo lenguaje
rural (cf. L. Lacrocq, Monograpkie de la commune de la Ceüe-Dimoise,
1926, p. 240)? La verdad es que en esos campos el espíritu de solidaridad,
o, por hablar como Dion, de "disciplina social", aun cuando no tuviera en
sí mismo menos fuerza que en otros lugares, no revestía las mismas formas
que entre los habitantes de las zonas de campos abiertos y alargados. La
estructura tradicional de los trabajos agrícolas, en armonía con una agri­
cultura muy individualista, le condenaba a buscar aplicación más en las
faenas domésticas que en la propia explotación de las tierras. Las condi­
ciones del hábitat hacían que las comunidades fueran mucho menos nume­
rosas, y por lo tanto menos fuertes y con menos tendencia a las gran­
des empresas Y quizás, en regiones de cercados, aún hoy se encon­
traría un testimonio bastante notable de los límites que así se imponían
al instinto comunitario en la operación de la trilla del grano, verdadera­
mente crucial [...] En la Marche pueden verse, cada verano, todos los
grupos de trabajadores que se afanan en torno a la máquina, sucesivamen­
te puesta al servicio de las diversas familias. Pero la propia máquina, por
lo que yo sé, siempre se alquila a un empresario. Nada de esas trilladoras
en cooperativa tan extendidas en otras provincias. Éstas suponen, proba­
blemente, grupos más amplios. Al menos eso es lo que parecen sugerir
algunas observaciones, cierto que demasiado rápidas y fragmentarias para
autorizar nada más que una fugitiva hipótesis. ¿Cuándo tendremos mapas
que, junto a la distribución, lugar por lugar, de los antiguos procedimien­
tos utilizados para separar la paja del grano —mayal, rodillo, desgrane
bajo las pezuñas de los caballos—, pongan ante nuestra vista la de los
regímenes de empresa que, en nuestros días, gobiernan esa iniciadora de la
motorización rural que es la máquina trilladora?» (1936, pp. 257-258).
Igualmente, pp. 267-268.
La evolución de las comunidades locales alemanas fue objeto de una
obra de conjunto, con un importante espacio dedicado a las regiones rena­
nas, de Fr. Steínbach y E. Becker, Geschichtliche Grundlagen der kom-
munalen Selbstverwaltung in Deutscbland, Bonn, 1932, con 28 mapas. Allí
se ven, como en la Francia monárquica, «las necesidades casi ineluctables
que hicieron buscar a todos los gobiernos preocupados por mantener el
contacto directo con sus súbditos, contra las usurpaciones señoriales, el
&poyo de comunidades organizadas». Cuando se estudian las colectividades
rurales, hay que insistir en las obligaciones que implicaban y no hay que
omitir las rivalidades de clase (labradores contra braceros), de decisivo pa­
pel (1935, pp. 426-427).
C omunidades familiares (pp. 417-419)
Tuvieron una enorme importancia, Una comunidad familiar clásica
fue la de ios Jault o Lejault, cuyo emplazamiento constituyó el núcleo de
una aldea del mismo nombre, en el municipio de Saint-Benin-des-Bois
(Niévre). Fue descrita a menudo, especialmente por el mayor de los Dupin,
que la vio en 1840, poco antes de su desmembramiento; su «sabroso cua­
dro» fue reproducido en sus Réquisiioires..,, t. VI, 1842, p, 493- Le
Play explicó su disolución, Les ouvriers de l'Occident, t, V, p, 300 ss.
Nuevo estudio por parte de Ch. Prieuret, «Une association agricole du
Nivernais. Histoire de la grande communauté des Jault (1580-1847)», en
Bull. de la Société Nivernaise des Lettres, Sciences et Arís, 1930 (1933,
p. 191).
También en Provenza, los contratos “de hermanamiento" unían a ve­
ces a la comunidad familiar a gentes extrañas por la sangre. A partir de
la segunda mitad del siglo xvi, en Provenza, esas asociaciones familiares
se hacen infrecuentes, y luego desaparecen. El «mecanismo de esa insti­
tución» fue claramente expuesto por R. Aubenas, «Le contrat d’"affraira-
mentum" dans le droit proven^al du moyen age», en Revue Historique de
Droit Franqais et Étranger, 1933 (1934, p. 200), Igualmente R. Aubenas,
en Anuales, 1936, p. 535. La monografía del Dr. P. Cgyla dedicada al pue­
blo de Ginestas, en el Narbonnais, de 1519 a 1536 (Carcassonne, 1938),
basada casi exclusivamente en documentos notariales, y muy rica, por
otra parte, en lo referente a la sociedad rural del siglo xvi, presenta cu­
riosos planteamientos sobre esos "contratos de fraternidad artificial''
(III, 1943, pp. 111-112).
El burgo de Blesle (Haute-Loíre), en contacto con el Cézallier y con
el valle del Alagnon, que se abre sobre la Limagne dTssoire, emplazamien­
to de una gran abadía, centro activo de comercio y de artesanado, tuvo
un estudioso de su pasado en el notario G. Segret, «investigador sagaz»,
autor de estudios aparecidos en la Revue d’Auvergne, 1922, y el M-
manach de Brioude, 1924, 1925 y 1934, «El trabajo más importante y más
reciente se refiere a la transmisión de los patrimonios familiares. En los
siglos xvii y xvm, gracias a la práctica del nombramiento de heredero,
y a menudo en contra de las disposiciones consuetudinarias legales, las
familias burguesas y sobre todo campesinas —mucho más que los linajes
nobles— conseguían asegurar la continuidad de la "casa", es decir, de la
fortuna rústica y de la explotación, en provecho de un heredero único,
escogido bastante arbitrariamente entre sus hermanos y hermanas. ¿Qué
hacían los otros hijos? Algunos de ellos seguro que emigraban, o se ha­
cían artesanos o jornaleros. Otros permanecían en comunidad con su her­
mano más favorecido, o a veces con su cuñado, porque ocurría que el
elegido fuera un yerno [...] esas "compañías" a pan y cuchillo, tdn-exten-
didas en otras regiones de Francia, no eran alrededor de Blesle ni muy
numerosas ni muy amplias [... ] Es evidente [... J que, debido a las com­
pensaciones en dinero a que estaba obligado el heredero instituido con
respecto a sus hermanos o hermanas, la protección asegurada a la "casa"
tenía su reverso: sobre la propiedad rústica gravaban cargas bastante pe­
sadas, que probablemente drenaban una buena parte del capital que hu­
biera sido necesario o útil para la explotación. Sería bueno saber en qué
medida esas prácticas contribuyeron al endeudamiento de los campesinos
que, por Jo que parece, no fue en Auvergne menos grave que en el resto
de la antigua Francia [...] crisis financiera rural La Revolución, al
abolir la institución contractual, y el Código Civil, al limitaría, provoca­
ron un fuerte proceso de fragmentación. Durante el período en el que se
admitió la rescisión retroactiva de las instituciones antiguas (17 nivoso
año II — 19 fructidor año III), se vio cómo "burgueses, comerciantes y
campesinos se precipitaban a casa de Jos notarios para [...] arrancar a
sus hermanos mayores, unos un complemento de la dote, otros algunas
tierras o algunos prados", Pero desde finales del siglo xix los campesinos
o sus consejeros han aprendido a esquivar la ley, y de nuevo se evita casi
siempre el reparto en especie. Es característico que esa vuelta a los usos
del pasado haya sido facilitada por el aumento de la riqueza mobílíaria
entre la clase agrícola; coincide, por lo demás, con una visible tendencia
a la reconcentración. Así se nos revela la originalidad de una evolución
regional muy diferente, por lo que parece, de lo que puede observarse en
otros parajes franceses» (1935, pp. 331-332).

C lases sociales en los campos (pp. 442-449)


En el interior de la propia sociedad campesina había antagonismos de
grupo, y en la Francia del siglo xvrrr éstos se manifiestan con gran inten­
sidad; existía en primer lugar la oposición entre los campesinos propieta­
rios y los braceros. A propósito del "arte popular", «carácter unitario e
igualitario del "pueblo”, y especialmente del pueblo de Jos campos: una
ilusión más que hay que rechazar a toda costa [...] Hay campesinos y
campesinos, y, entre las diversas capas sociales, no sólo Ja vestimenta, sino
también el mobiiiario, Ja propia casa y, en una palabra, el modo de vida,
en todas sus manifestaciones exteriores, ayudan a marcar las diferencias;
la arqueología puede prestarnos el gran servicio de precisarlas» (1930,
p. 406), Igualmente, 1931, p. 283. «Y es que verdaderamente, más o me­
nos enmascarado por ese barniz de consideraciones de fácil moralización
que es una de las taras de la literatura "agraria”, lo concreto se toma por
fuerza su revancha. Gran explotador de la Beauce o del Valoís, aparcero
del Lemosín, pequeño productor de las regiones de policultivo, bracero
que padece por las vastas explotaciones de las tierras de trigo o de remo­
lacha, capitalista urbano en busca de inversiones rústicas generadoras de
una renta modesta pero segura: son ésos otros tantos tipos humanos —y
no están todos-— que, con toda seguridad, no tienen ni los mismos inte­
reses, ni las mismas posibilidades mentales de adaptación, ni la misma
concepción del provecho; ante un problema como el del precio del trigo,
reaccionarán necesariamente de modo diverso, aunque no sea más que
porque no venden —cuando venden— en la misma cantidad ni en el
mismo momento, y, respecto a la cantidadque reciben, no se plantean
los mismos empleos» (1940, p. 52).
Esa cuestión de las clasessociales en la sociedad rural aparece clara­
mente, por ejemplo, a principios del siglo xix, en Vendenheim (Bajo
Rin), que era entonces un «pueblo superpoblado». «La sociedad se dividía
allí en clases rigurosamente opuestas: grandes propietarios, que se distin­
guían por el indiscutible signo de riqueza que era la posesión de diversos
tiros de caballos, pequeños campesinos y, finalmente, jornaleros, obligados
a buscar un complemento a sus recursos en la clásica industria del tisaje.»
C. Sittig, en Revue d'Alsace, 1934 (1936, p. 595). Iguales problemas de
clases estudiados respecto al Namurois del siglo xvm por P. Recht, en
Annales de la Société Archéologique de Namur, 193S. Éste intentó una
«exacta y concreta descomposición de las colectividades campesinas en
clases, diferenciadas por su situación económica, su participación en la
administración de la comunidad y su estado de espíritu». Dejando a un
lado los grupos cuya actividad principal no era la agricultura (molineros,
artesanos, comerciantes), las gentes de los bosques (leñadores, carboneros)
y finalmente los itinerantes (tratantes de granos, cocheros), distinguió cua­
tro clases de campesinos: los "censatarios" (censiers)t que explotaban al
menos un arado (30 bonniers), los "grandes campesinos" (gros mamuts),
dotados de medio arado, los "pequeños campesinos" [petits manants),
sin tiro de arado, salvo en la zona de pastos del Condroz, y que tomaban
prestados los animales de labor de los vecinos más afortunados, y los
"campesinos pobres" (pauvres manants), simples jornaleros, casi sin tie­
rra. Los límites entre las clases no coinciden para nada con las diferentes
explotaciones, de tenencia hereditaria o de arriendo: «Como en Francia,
el gran explotador, en su “cense", con los edificios en torno a un corral
bien cerrado, aparece como el rico, frente al pequeño tenedor que, en su
casa de adobe, lleva una vida precaria y dependiente». Desde el siglo xvi,
en que se oponían simplemente los "labradores", las dos primeras clases,
y los "braceros", las dos últimas, la jerarquía de hecho se ha complicado
(1941, pp. 181-182). «Penetrantes observaciones» sobre «los grupos y las
clases en las sociedades rurales», presentadas por A systematic source
book in rural sociology, de P. A. Sorokin, C. C. Zimmerman y Ch. J. Gal-
pin, t. X, Minneapolis, 1930 (1932, p. 475).
E. Salle «se ha esforzado en cifrar los presupuestos de las diversas
situaciones campesinas, en el siglo xviii, en dos parroquias de la Cham­
pagne del Berry» (en Revue de l’Ácadémie du Centre, 1939, pp. 83-97).
«Las conclusiones son bastante sombrías. Los criados de cultivo apenas
ganaban para vestirse [...] formaban una mano de obra inestable y fácil­
mente oprimida; cuando la recluta de los trescientos mil hombres, en
el 93, de los ocho que enviaron las dos parroquias, seis pertenecían a esa
clase. Los jornaleros disponían de una vivienda propia, generalmente con
un pedazo de tierra, pero a menudo ésta era de alquiler, y parece que
sus salarios aumentaron mucho menos que los precios de las subsisten­
cias; el examen de los procesos incoados por la administración de im­
puestos muestra que no consumían casi ninguna carne, ni siquiera de cer­
do. Tampoco los aparceros y arrendadores se aprovecharon del alza tanto
como habría podido imaginarse, porque las cargas fiscales eran grandes y
los arriendos elevados, y los campesinos, incluso los de buena posición,
se encontraban constantemente endeudados» (III, 1943, p. 110).
Las industrias rurales, sobre todo las textiles, fueron un gran recurso
complementario para los braceros y pequeños campesinos; por ejemplo,
industria textil en la Champagne de Troyes de 1784 a 1789, 1938, p, 183.
, Industria de horquillas de madera de aimecino en la pequeña población
de Sauve, en el Languedoc, desde el siglo xvi, según H. Chobaut (1933,
p. 322).
Algunas monografías de pueblos y de regiones rurales: H. Javelle,
sobre Vííleneuve-Saint-Georges (Seine-et-Oise), Aviñón, 1936, no ha uti­
lizado en los Archives Nationales «una de las más bellas colecciones de
documentos de nuestra historia rural» (1941, p. 184); A. Morin, sobre
Saint-Pouange (Aube), Troyes, 1935 (1936, pp. 592-596); C. Sittig, sobre
Vendenheim (Bajo Rin), desde principios del siglo xix, en Revue d'Alsace,
1934 (1936, pp. 594-595); Dr. de Brinon, sobre Vaumas (Allier), Mou-
lins, 1935, y Ed. Garmy, sobre la región de Marcillat dAllier (1936, pá­
ginas 592-594); L. Fourníer, sobre el municipio de Bulat-Pestivien, en Cor-
nouaille (Cótes-du-Nord), Saint-Brieuc, 1934 (1936, pp. 595-596); Th. Chal-
mel, sobre Saint-Pere-Marc-en-Poulet (ílle-et-Vílaíne), Rennes, 1931 (1933,
pp. 471, 473, 475); J. Durieux, sobre Saín t-Aquilin, en el Pérígord, Péri-
gueux, 1936 (1941, p, 184). Sobre la Brie antigua, 1934, p. 322.
E l h á b ita t (pp. 410, 412, 416, 418-419, 424)
Marc Bloch tenía la intención de desarrollar el pasaje de La historia
rural referentes a ese «gran problema: el hábitat». En septiembre de 1931,
el Congreso internacional de Geografía reemprendía el estudio del hábitat
rural; era el resultado de un estudio del que Albert Demangeon había
trazado las líneas principales y destacado las conclusiones más importantes.
A ese respecto: «El estudio parte del estado actual, el único que puede ser
percibido en su detalle [...] Pero, como dice excelentemente Demangeon,
"el punto de llegada de la investigación científica, es decir, la explicación
de los hechos de hábitat, no puede alcanzarse sin la utilización de los
documentos históricos". Con otros términos, el presente puede muy bien
ser descrito por sí mismo, pero no encierra dentro de sí su propia explica­
ción, o por lo menos su explicación global, puesto que no es más que la
resultante del pasado. Yo querría añadir [...] que para esa investigación
retrospectiva nada es sin duda más importante que distinguir exactamente
las diversas fases de la ocupación de la tierra». Cierto que no deben des­
cuidarse las condiciones físicas. No obstante, de los estudios sobre el há­
bitat, «la gran lección que se desprende es, sin duda, ante todo, una lec­
ción de método. Observar el estado presente del hábitat, el problema, des­
pués de todo, por delicado que sea, no deriva más que de una técnica, que
es bastante simple en sus principios y que los geógrafos pronto llevarán a
la perfección. Pero a partir del momento en que, como quieren hacer De­
mangeon y sus colaboradores, negándose a detenerse en los síntomas, se
intente pasar a la explicación, ¿cuántos no serán los elementos que entren
en juego?: condiciones físicas, etapas del poblamiento, influencia ejercida
por el señorío —sobre la que se encontrarán interesantes observaciones
en la tesis de Clozier, quien ha creído observar que, en el Lot, en los
lugares en que "a partir del siglo xv se mantuvieron una casa feudal po­
tente o un monasterio, no hay" (o ha dejado de haber) "hábitat disper­
so"—, acción de las vías de comunicación, factores de orden religioso (las
órdenes de tendencia eremítica, como el Císter, multiplicaron las "gran­
jas" aisladas, y su ejemplo hizo sin duda mucho para reintraducir ese
modo de ocupación), y, finalmente, los fenómenos de estructura jurídica,
sobre los que, si he insistido tanto, ha sido sólo porque a veces parecen
injustamente descuidados. Podría existir la tentación de decir que no
tendremos una buena historia del hábitat (me refiero a historias de marco
regional, las únicas que pueden concebirse) en tanto que nos falten, igual­
mente región por región, buenas monografías sobre la historia de la evo­
lución de la familia». Es indispensable una estrecha colaboración entre los
diversos procedimientos de investigación (1932, pp, 489-493).
R. Dion sostuvo en el Val de Loire que el hábitat disperso iba ligado
casi siempre a los campos irregulares, «El hábitat está con seguridad en
estrecha relación con la disposición de las tierras de cultivo. No obstante,
depende al mismo tiempo de tantas otras causas, de esos hechos de estruc­
tura social [...], de la preocupación de la seguridad, y aún sin duda de
tantos factores físicos o humanos [...]» (1934, p. 488). R. Dion, «Aper-
gus généraux sur le paysage rural de la France», en Bull. de la Société
Belge d'Études Géographiques, 1936, da «indicaciones muy interesantes,
en particular, sobre las razones técnicas del hábitat disperso, en regiones
de bocages con landas. Dichas indicaciones explicarían bien el carácter
reciente de muchas aldeas, en contraste con los “bourgs”. Pero ¿no habría
que mirar también de! lado de la estructura familiar?» (1941, p. 124).
También, a propósito de las kopanice, aldeas forestales de Eslovaquía
(1930, p. 109) en las que P. Deffontaines, La vie forcstiére en Slovaquie,
1932, ve antiguos núcleos de pastores poco a poco fijados a la tierra, «ese
problema del hábitat disperso no puede ser resuelto sin un cuidadoso exa­
men de la constitución del grupo familiar, al mismo tiempo, por otra
parte, que de la organización de los poderes señoriales» (1933, p. 496).
Por otro lado, no puede decirse «que los campesinos edificaron sus pue­
blos cerca de los castillos. Naturalmente, algunas veces el hecho tuvo que
producirse. Casi siempre, no obstante, el pueblo era más antiguo que el
castillo. ¿Cuándo acabaremos con el obstinado mito de que "antes, era el
señor"?» (1931, pp. 258-259). «Ninguna explicación válida posible del
hábitat que no se apoye, ante todo, en un exacto análisis de la estructura
social y de su evolución» (I, 1942, p, 119).
Volviendo sobre esa cuestión de “el pueblo y la casa", Marc Bloch
dice de nuevo que la concentración del hábitat y la morfología de las
poblaciones no pueden set estudiadas sin confrontación con la «forma de
las tierras de cultivo» y la «antigua estructura de los señoríos». Hay que
abstenerse de las «grandes teorías etnográficas» (crítica de las «pretendi­
das observaciones» de Meitzen y de su «mapa, grandemente fantasioso,
del reparto de las formas de hábitat aglomeradas y dispersas», 1936, pá­
gina 584). Por lo demás, «las relaciones con la constitución de la familia
no son simples, porque son relaciones humanas». He aquí ejemplos muy
claros de esas relaciones: en la meseta de Lhers, en los Pirineos, en el
siglo xix, tras la «disolución de las grandes comunidades familiares y de
sus patrimonios», los hijos menores formaron una aldea, en el municipio
de Accous (P. Dejean, en Revue Géographique des Pyrénées, 1932). En
otros lugares de los Pirineos fueron observados hechos del mísmo género,
de fundación de explotaciones y casas por los hijos menores fuera de los
pueblos. Así pues, la «fragmentación de la comunidad familiar» llevó con­
sigo una dispersión del hábitat, así como la descomposición de las «agrupa­
ciones patriarcales» llevó a la sustitución de la aldea por la casa aislada
(1934, pp. 482-483; 1932, pp, 491-492). A partir del siglo xvn y sobre
todo del xix, avance del hábitat disperso en Provenza, señalado por
R. Busquet (1932, p. 417).
Hay que destacar que O. Tulippe, Vhabitat rural en Seine-et-Oise,
1934, «tras intentarlo ha tenido que renunciar a sacar ningún partido
de la clasificación de los pueblos según las formas geométricas de sus pla­
nos» (1936, p. 264). En Le Lannou, Pátres et paysons de Sardaigne, 1941,
hay «un nuevo golpe mortal ai pseudodetermínismo geográfico, en una de
sus formas antes más rebatidas: en Cerdeña, ni los grandes pueblos, orga­
nizados para la defensa, ni las moradas aisladas de los roturadores, temie­
ron situarse lejos de los puntos de agua» (III, 1943, p. 97).

Las a ld e a s (pp. 412, 416, 418-419)


Un problema importante y delicado es el de la aldea, más difícil de
definir y de clasificar que el pueblo grande y la casa aislada. «Acertadamen­
te, Demangeon concluye que la respuesta no puede pedirse más que a la
propia historia: si es “aglomeración primaria", la aldea “corresponde al
hábitat concentrado”, y si es "aglutinación de casas primitivamente aisla­
das", deriva del “hábitat disperso”.» Ciertas aldeas del Lemosín se re­
montan a la época franca. Hay fenómenos de estructura social que pueden
explicarlas. Su origen estaría en la descomposición de mansos con la vi­
vienda y las tierras separadas. Es una conjetura, pero fenómenos análogos
más recientes son más fáciles de entender, al conocerse mejor «otro grupo
familiar, sin duda más restringido y más reciente, que era la communauté
taisible, casi universal en la edad media, con un papel todavía importante
en ciertos lugares hasta pleno siglo x viii y todavía no muerto del todo hoy
en Auvergne. Pues bien, sabemos de modo ya absolutamente seguro que
muchas de nuestras aldeas nacieron de núcleos constituidos por colectivi­
dades de ese tipo». Primitivamente, los “caparsonniers" no habitaban por
lo general más que en una sola casa. Al romperse la unión, si los disiden­
tes se alejaban, la vieja sociedad, la "freresche”, no dejaba más que una
explotación aislada. Pero si se quedaban, se creaba una aldea, cuyo nom­
bre recuerda el origen (por ejemplo, “Casa de tal" o "Los cual", nombres
tan extendidos sobre todo en el centro). «Conocemos con precisión el
caso de una communauté taisible del Nivernais [la de los Jault], cuyos
miembros, hacia principios del siglo xix, al decidir vivir aparte, empeza­
ron por dividir con tabiques la vasta morada de otro tiempo. Inversamen­
te, en ciertos lugares, hacía el final del Antiguo Régimen, al reunirse las
tierras de aldeas enteras en manos de ricos compradores de la burguesía
o de la nobleza de toga, una explotación única pasó a ocupar el lugar de
la menguada aglomeración de antaño: así se ve cómo las vicisitudes del
hábitat, al modo de un barómetro registrador, traducen fielmente las de la
propia evolución social. En cuanto a las aldeas relativamente recientes —de
roturadores forestales, por ejemplo— constituidas poco a poco por agru-
pamiento al azar, y desprovistas, en todo caso, ordinariamente, de toda
base familiar, representan un tipo muy diferente del “mas” del Lemosín
o de los puñados de comunidades "a pan y cuchillo", por ejemplo, del
Nivernais. Son, a decir verdad, en el pleno sentido de la palabra, auténti­
cos pueblos a los que las condiciones humanas y físicas de pobiamiento
han condenado a no desarrollarse nunca mucho» (1932, pp. 491-492).
Así pues, las aldeas no tienen todas el mismo origen ni la misma sig­
nificación social. No confundir «dos realidades esencialmente distintas: la
aldea y la casa aislada» (1936, p. 584).
La aldea es «característica, porque representa, y sobre todo represen­
taba, un modo de hábitat mucho más extendido» que la casa aislada; «se
encuentra en plenos campos abiertos del norte». Pero «[...] la palabra
aldea, demasiado uniforme, recubre si bien se mira realidades huma­
nas a menudo muy opuestas. Tómese, en el oeste o el centro, una antigua
comunidad familiar, una "fréreche”, aislada desde el principio en medio
de sus posesiones y cuyos miembros, poco a poco, se han hecho su hogar
aparte. Póngase la vísta, en los bosques del Hurepoix, en una pequeña
colonia de roturadores, llegados quizá cada uno de un punto distinto del
horizonte. Considerando solamente el número de casas o de hombres,
ambos núcleos de población se podrán colocar bajo la misma rúbrica.
¿Podrá creerse, no obstante, que fueran semejantes en ambos lugares las
costumbres colectivas, cuya huella está siempre en la forma de las tierras
de cultivo? Afortunadamente liberado, por los propios esfuerzos de los
geógrafos, de las trabas de un determinismo geográfico demasiado simplis­
ta, el estudio del poblamiento depende hoy —nunca se repetirá lo sufi­
ciente—, en sus avances, ante todo, de una más íntima vinculación con el
análisis de la estructura social. Contar los individuos o sus viviendas está
bien; contar las familias no es menos útil; describir el funcionamiento de
los grupos que viven y se esfuerzan en común, eso sería mejor aún» (1936,
p. 265). En los municipios de Seine-et-Oise estudiados por O. Tulippe,
«las aldeas eran numerosas, ¿Por qué? Sólo la historia de la ocupación
de la tierra y de los vínculos familiares podría dar ahí la respuesta [...]
Es significativo que a menudo en las tierras de ese tipo —igual que en
Magny, en Hurepoix— se señale un clarísimo contraste entre el nombre
del centro, actual o antiguo, de la parroquia, el “bourg", y los de gran
número, por lo menos, de las aldeas; el primero es de origen visiblemente
céltico o galorromano; los otros atestiguan una fundación mucho más
reciente En Bresse y en el Máconnais del norte, parece haber gran
número de aldeas provistas de nombres "célticos, precélticos o gaiorroma­
nos”, mientras que en el Máconnais del sur, nuevamente, las aldeas, a
menudo bautizadas según las comunidades familiares, son visiblemente,
en su mayoría, mucho menos antiguas que los centros de los municipios.
Cf. J. Jeanton, Vhabitation paysanne en Brease, p. 34, y L’habitation rus­
tique au pays máconnais, p. 111, Convendría averiguar si el contraste que
aparece así en la historia del hábitat entre esas dos pequeñas regiones
coincide con una diferencia de estructura agraria» (1936, pp, 272-273).
A. Ombret, «L’habitat rural en Bas-Pays limousin» [Bassin de Brive], en
Kevue Géographique des Pyrénées, 1937, distingue también los "pueblos
colgados" (villages perches), con nombres celtas o galorromanos, y los
"pueblos de valle" (villages de vallée), de "resonancia más moderna”
(1941, pp. 111-112).
En la Forterre, región bastante rica del Bourbonnais, al este del Allier,
«el hábitat es, por lo menos en nuestros días, muy disperso: domina la
gran propiedad, por otra parte en regresión No es imposible que
precisamente su supremacía explique la presencia de tantas explotaciones
aisladas; es sabido que en muchos otros lugares éstas representan instala­
ciones recientes o, a veces, después de reuniones de parcelas, no son más
que lo que ha sustituido a antiguas aldeas» (1932, p, 428). Las aldeas de
una colina del Livradois (L. Gachón, en Kevue de Géographie Mpine,
1934), fundadas no antes de la edad media, en su mayoría, parecen «deri­
var de comunidades familiares» (1936, p. 597). Hechos análogos observa­
dos en Bulgaria en una época muy reciente permiten a Marc Bloch una
comparación con los resultados de la disolución de la antigua comunidad
familiar de los Pirineos y con el origen de muchas de nuestras aldeas
(I, 1942, p. 119).
Casas rurales

Las casas rurales, gracias a Albert Demangeon, «están hoy clasificadas


en forma mucho más segura que las formas de los pueblos. Siguen siendo
casi tan difíciles de interpretar», R. Dion, especialmente, subrayó la opo­
sición entre la "casa de corral cerrado" (Beauce, Picardie) y la "casa de
corral abierto” a un terreno de pasto, de las regiones del sur del Loira.
Pero se trata de las viviendas de grandes explotadores, de "labradores".
«Las chozas de los braceros eran mucho más rudimentarias [...] las
casas, si bien tienen sus variedades geográficas, son también, a su manera,
instituciones de clase. Por lo demás, ¿acaso el hábitat puede jamás sepa­
rarse de su sustrato social?» (1934, p. 482).
Estudios de G. Jeanton sobre la vivienda rústica en el Pays Mácon­
nais (L. Febvre, 1933, p. 306), de G, Jeanton y A. Durafour sobre la
vivienda campesina en Bresse (1936, p. 270), y de Mlle. J, MaiUet sobre
la jerme a porte-rue en Champagne (L. Febvre, VI, 1944, pp. 116-117).
Las construcciones de piedra suelta de las garrigas del Languedoc, abrigo
de pequeños explotadores, y de Auvergne, cabañas de pastores, son de
«fecha muy reciente» (1936, p. 274; III, 1943, p, 96),
Capítulo 6

Es costumbre designar con el nombre de «revolución agrícola»


las grandes transformaciones de la técnica y de los usos agrarios que,
en toda Europa, en fechas variables según los países, señalaron la
llegada de las prácticas de la explotación contemporánea. El término
es cómodo. Apunta a un paralelismo entre esas metamorfosis rústi­
cas y la «revolución industrial» que dio origen a la gran industria,
paralelismo ai que no pueden dejar de reconocerse su exactitud y su
verdadera base en los hechos. Pone además el acento en la amplitud
y la intensidad del fenómeno. Parece que, definitivamente, hay que
darle derecho de ciudadanía en el vocabulario histórico. Pero con
la condición, no obstante, de evitar los equívocos. La historia rural,
toda ella, desde los primeros tiempos, fue un perpetuo movimiento;
cíñéndonos a la pura técnica, ¿hubo transformación más decisiva que
la invención del arado de ruedas, la sustitución del cultivo temporal
por las rotaciones reguladas y la dramática lucha de los roturadores
contra la landa, el bosque y los usuarios? «Revolución», sin duda,
puede decirse de los cambios cuyo estudio vamos a abordar, si con
esa palabra se entiende una mutación profunda. ¿Sacudida, sin em­
bargo, inaudita, tras siglos de inmovilidad?: nada de eso. ¿Brusca
mutación?: tampoco. Duró largos años, e incluso varios siglos. En
ningún lugar como en Francia fue tan sensible su lentitud.
Dos rasgos la caracterizan: desaparición progresiva de las obliga­
ciones colectivas, donde existían antiguamente, y novedades técnicas.
Los dos movimientos tuvieron estrechos vínculos, y fue al coincidir
ambos cuando despuntó, en el pleno sentido de la palabra, la revo­
lución. Pero no fueron exactamente coetáneos; en Francia, al igual
que en casi todos los países —Inglaterra, por ejemplo— , el asalto a
las obligaciones colectivas precedió, con mucho, a las modificaciones
del cultivo propiamente dichos.

1. E l PRIMER ASALTO CONTRA LAS OBLIGACIONES COLECTIVAS:


P rovenza y N o rm andía
En Provenza la abertura de heredades había sido en otro tiempo
casi tan rigurosa como en las demás regiones de tierras abiertas,1 Si
bien a veces les estaba permitido a los cultivadores cercar una parte
de sus barbechos, en especial para el alimento de sus anímales de
labor, esa facultad — en Grasse, por ejemplo, según los estatutos
de 1242—2 se limitaba a una pequeña parte de sus posesiones. Pero
a partir del siglo xiv se configuró un fuerte movimiento contra la
antigua costumbre.
Ese movimiento fue lo bastante potente como para dar lugar, ya
al final de la edad media, a una tentativa de reforma legal. En 1469
los Estados de Provenza, ocupados en una especie de codificación ge­
neral del derecho público, presentaron al soberano del momento,
el rey Rene, la siguiente petición: «Como todas las posesiones pro­
pias de los particulares deben ser para provecho suyo y no de los
demás, suplican los Estados que todos los prados, viñedos, cercados
y otras posesiones cualesquiera que puedan ser cercadas lo estén
todo el año bajo pena temible, a pesar de toda costumbre contraría
vigente en los lugares dependientes del rey». El rey asintió: «Consí-

1. Sobre la historia agraria de Provenza —casi toda por escribir, aunque


no faltan los documentos, especialmente sobre la transhumancia, cuyo estudio
proporcionaría a la historia de la estructura social datos de tan vivo interés—
véanse los juristas de Antiguo Régimen, especialmente J. Morgues, Les statuts,
2* ed., 1658, p. 301; las respuestas del intendente y del fiscal general a la
encuesta de 1766 sobre la abertura de heredades; las respuestas de los sub-
prefectos y alcaldes de las Boucbes-du-Rhóne a las encuestas de 1812 y 1814
(Arch. des B.-du-Rhóne, M 136 y Statistique agricole de 1814 1914); las cos­
tumbres locales impresas de las Bouchcs-du-Rhóne (Ch. Tavernier, 1859) y del
Var (Cauvín y Boulle, 1887, pero según una encuesta de 1844); finalmente,
P. Masson, en Les 'Bouches-du-Rhóne, Bncyclopédie départetnentde, t. VII:
UAgrktdture, 1928.
2. F. Benoit, Recueil des actes des comles de Provenas, t. II, 1925, p. 435,
n. 355, c. VIL
derando que es justo y equitativo que cada cual disponga y tenga
potestad sobre su posesión, hágase como se ha solicitado»,3 A decir
verdad, ese «estatuto» — en elio se había convertido mediante la
aprobación real— , por lo que se refería a las tierras de labor, no
era de una perfecta claridad. Los comentadores, no obstante, fueron
unánimes en interpretar que abolía totalmente la abertura de here­
dades obligatoria. Lo único es que, asemejando en ello a la mayor
parte de actos legislativos de la época, no se observó demasiado.
Revela un estado de espíritu. Pero la verdadera transformación llegó
de otra parte: de decisiones locales, comunidad por comunidad. Se
escalonó por lo menos en cuatro siglos, del xiv al xvn. Para con­
tarla con exactitud, habría que tener la historia detallada de casi
todos los burgos o pueblos de Provenza, No sorprenderá que yo ten­
ga que limitarme —por falta de espacio y por falta también de los
datos necesarios— a un rudimentario esbozo 4
A menudo, sobre todo en los primeros tiempos, la abertura de
heredades (compascuité) fue sólo reducida. A veces se extendía a
nuevos cultivos la protección de que siempre habían sido objeto
ciertos productos privilegiados: en Salón, donde sólo las viñas se
sustraían antiguamente al pasto, en 1454 se añadieron los olivares,
las tierras de almendros e incluso los prados.5 O si no se prohibía
el apacentamiento en toda una parte de las tierras, llamada ordina­
riamente, por las cotas que la delimitaban, las «bolles»', era ordi­
nariamente la parte más próxima al núcleo de población, o la más
rica. Así, por ejemplo, en Aix, en 1381 —pero se preveía el levan­
tamiento del cercado en caso de guerra, ya que entonces los rebaños
no podían alejarse demasiado de las murallas; la excepción rigió des-

3. Arch. B.«du*Rhóne, B 49, fol. 301 v.°.


4. La naturaleza cíe los documentos impresos e incluso manuscritos, a un
investigador sin posibilidades de recorrer la región pueblo por pueblo, le hace
más particularmente accesible las deliberaciones de comunidades por lo menos
semiurbanas. No hay en esto último gran inconveniente, pues todas esas «villas»
provenzales —incluso Aix— tenían un carácter aún muy ampliamente rural. La
cuestión de los derechos de pasto en las tierras lindantes era tan grave para los
habitantes de Aix que, en el siglo xiv, les llevó a cometer una falsificación:
Benoit, loe tit., p. 57, n. 44 (anterior al 4 de agosto de 1351; cf. Arch.
Aix, AA 3, fol. 139).
5. R. Brun, La ville de Salón, 1924, p. 287, c. 9; p. 300, c, XX; p. 371,
c, 27; cf. más tarde, sobre Alemania, Arch. des B.-du-Rhóne, B 3356, fol. 154
(21 julio 1647).
30. — BLOCH
de 1390— , en Tarascón, en Salón (en 1424), en Malaucene, en
Carnoules, en Pernes y en Aubagne.6
En otros lugares, y ya desde los primeros tiempos, se aventuraron
medidas más radicales. En Senas el apacentamiento colectivo se rea­
lizaba tradicionalmente en todo el término de tierras, dominio se­
ñorial incluido. Llegó un día en que los señores se dieron cuenta de
que esa costumbre les era perjudicial; en 1322 prohibieron para el
ano en curso a los rebaños de los campesinos el acceso a los «res-
toubles» -—es decir, los rastrojos— en todos los campos, pero ellos
pretendían seguir enviando su propio ganado. Los campesinos pro­
testaron, y parece que menos contra la prohibición en sí que contra
la desigualdad del trato. El problema, al mismo tiempo que técnico,
era jurídico: ¿a quién correspondía dictar las reglas agrarias? La
sentencia arbitral que medió finalmente zanjó ese conflicto de atri­
bución, siempre delicado, con una definición imprecisa; fue reco­
nocido el derecho del señor a cercar las rastrojeras, pero con la
condición de consultar antes a los habitantes, y también de observar
él mismo la prohibición, sin lo cual nadie se vería obligado a res­
petarla. Por lo que se ve, los árbitros consideraban del todo natural
la abolición de la vieja costumbre que, aunque hecha allí por deci­
siones anuales, debía sin duda tender a perpetuarse.7 Otras comuni­
dades, en fechas enormemente variables, suprimieron de golpe toda
abertura de heredades. Salón, por ejemplo, tras el preludio de las
moderadas disposiciones que hemos visto, se resolvió a ese decisivo
acto poco antes de 1463; Avignon ya en 1458, Riez en 1647 y Oran-
6. Arch. d’Aix, AA 2, fol. 42 v.°; 46; 45. E. Bondurand, Les cotitumes de
Tarascón, 1892, c. CXI. Arch. des B.-du-Rhóne, Lívre vert de l’archevéché
d’Arles, fol. 235. F. y A. Saurel, Hisioire de la ville de Malaucéne, t. II, 1883,
p. LV (4 junio 1500). Arch. des B.-du-Rhóne, B 3348, fol. 389 v.° (28 septiem­
bre 1631). Giberti, L'bistotre de la ville de Pernes, p. 382. L. Barthélemy,
Histoire d’Aubagne, t. II, 1889, pp. 404 ss. (especialmente c. 29).
7. Arch. B.-du-Rhóne, B 3343, fol, 412 v.° y 512 v.° (5 octubre 1322). Las
dificultades volvieron a empezar en 1442 [ibid., fol. 323 v.° ss.). Ese último texto,
por otra parte oscuro, parece mostrar que la prohibición de pacer en los ras­
trojos no siempre se observaba con exactitud. La puesta en cultivo de los
«yermos» (herms) y el ejercicio de los derechos de pasto sobre ellos dieron
lugar igualmente a vivas controversias; además de los textos citados (aquí y
supra, p. 437, n, 41), véase en el mismo registro fol. 400 v.° (5 diciem­
bre 1432; confirmado 6 agosto 1438) y 385 (29 diciembre 1439). En Digne,
la abertura de heredades en las rastrojeras fue igualmente prohibida, en 1365,
durante tres años: F, Guichard, Essai hislorique sur le cominalat, t. II, 1846,
n.° CXXIII.
ge, más al norte, esperó hasta el 5 de julio de 1789.8 Poco a poco
esas decisiones se multiplicaron. En muchos otros lugares, sin que
en principio fuera abolido el apacentamiento común, se reconoció
a los cultivadores el derecho a sustraer a él sus campos, bien poc
acto expreso, bien por efecto de una simple tolerancia, que muy pron-
to se convertía en ley. A veces esa facultad se limitaba a una parte
de cada explotación; en Vaíensolle, por ejemplo, en 1647, era la
tercera parte.9 En otros lugares era total. Para apartar a los pastores
bastaba una simple señal; en general una «montjoie», montón de
piedras o terrones. La observancia obligatoria de los derechos colec­
tivos, en suma, más o menos completamente, se borró de casi toda
la superficie de la región. No, sin embargo, de la región entera. Al­
gunas comunidades, fieles a las viejas costumbres, se negaban a
admitir cercado alguno, o bien eran los señores quienes, armados
con antiguos privilegios, se consideraban con derecho a no respetar
las «montjotes». Si pudiera hacerse un mapa agrario de Provenza al
término del Antiguo Régimen, se verían, entre amplías extensiones
de color uniforme que señalarían el triunfo del individualismo, man­
chas de otro color que indicarían los términos de tierras, más escasos,
en los que el derecho de pasto sobre los barbechos se mantenía
todavía. Uniendo mentalmente esos puntos dispersos, como hacen
los geólogos con los «testimonios» de los estratos erosionados, o
como hace también la geografía lingüística con los restos de las
formas antiguas del lenguaje, se reconstruiría en toda su extensión el
antiguo aspecto comunitario.
¿Por qué, en Provenza, esa precoz desaparición del «comunismo
rudimentario» de otro tiempo? A decir verdad, como es sabido, éste
nunca había sido allí tan fuerte como en las llanuras del norte. No
se apoyaba en el mismo entramado de reglas imperiosas, y sobre
todo no se hacía casi necesario, como allí, por la forma misma de
las parcelas. En los campos, casi tan anchos como largos, y disper­
sos al a2ar por los términos de tierras, no había dificultades serias

8. Sobre Salón, ver infra, p. 469, n, 12. J. Girare!, y P. Pansier, La


La cour iemporelle d’Avignon, 1909, p. 149, c. 95, y p, 155, c. 124, Arch. des
B.-du-Rhóne, B 3356, fol. 705 v,° Arch. d’Orange, BB 46, fol, 299 (según in-
ventario; a pesar de haber buscado en el lugar, no pude encontrar el documento),
9. Arch. des B.-du-Rhóne, B 3355, fol. 360 v." (los que levantaban cercas
parece que aspiraban a más). En Alemania (B 3356, fol. 154), en 1647, las
«devandudes» son permitidas en proporción al impuesto pagado.
para aislarse de los vecinos. Pero el mismo trazado se encuentra en
otras zonas, como el Languedoc, tan próximo, o el Berry, más le­
jano, y éstas tardaron mucho más en desprenderse de los viejos sis­
temas. Ese trazado explica que la transformación pudiera hacerse,
no que se hiciera, ni que se hiciera tan temprano.
Desde siempre se enseñaban en Provenza las leyes romanas, y
oficialmente se reconocía que, a falta de estipulaciones particulares
de las costumbres, ellas fijaban la norma misma del derecho. Toda
restricción de la propiedad individual les era, como decían los viejos
juristas, «odiosa». Ellas dieron argumentos a favor de la reforma
agraria y hacia ella inclinaron las mentalidades. Visiblemente, el es­
tatuto de 1469 está lleno de su recuerdo. Lo mismo más de una sen­
tencia de tribunal y más de una decisión de comunidad redactada por
el hombre de leyes del lugar. Pero su influencia, que secundó al
movimiento, no fue lo que lo creó. El Languedoc, destinado en
cambio a un triunfo mucho más tardío del individualismo, ¿acaso no
vivía también bajo su ascendiente? Las verdaderas causas de la meta­
morfosis del régimen agrario provenzal es en la constitución económi­
ca y geográfica de la región donde hay que buscarlas.
La naturaleza de la tierra había impedido en Provenza que ía
roturación fuera tan lejos como en otras regiones. No faltaban allí
las tierras incultas y destinadas a quedar así para siempre. No había
término de tierras que no tuviera su «roche», su «garrígue», cu­
bierta de arbustos aromáticos y con sus grupos de árboles dispersos.
Añádanse algunas grandes extensiones demasiado secas y demasiado
pobres en humus para prestarse al cultivo, pero que en la buena
temporada podían proporcionar una hierba preciosa, en especial la
Crau. Esos espacios sin cultivar, claro está, servían de tierra de
pasto. Unas veces los rebaños erraban libremente por ella y otras
los habitantes, o algunos de ellos, se hacían reconocer el derecho
a detraer temporalmente algunas partes, llamadas «cassouh», para
cercarlas y reservarlas a los animales de ciertos propietarios. Contra
los señores, las comunidades defendían valientemente sus usos. Al
igual que las landas en las regiones de cercados, los «herms» pedre­
gosos de Provenza — «herm», en sentido propio, quiere decir desier­
to— permitían a los pequeños explotadores, con más facilidad que
en las tierras más completamente roturadas, evitar el apacentamiento
colectivo.
Porque ocurría precisamente que éste, poco a poco, había dado
en servir sobre todo a intereses diversos de los de los labradores.
Los braceros, evidentemente, y los muy pequeños propietarios, aun­
que también para ellos estuvieran abiertos los baldíos comunales,
¿o tenían motivo para desear que los campos escaparan a la antigua
obligación; ellos, que no tenían ninguna o casi ninguna tierra, ha­
bían de perder en ese cambio algunas facilidades de pasto, sin ganar
nada. En diversos lugares, cuando las revueltas agrarias que coinci­
dieron con la revolución política de 1789, ellos se esforzaron por
restablecer el apacentamiento común.10 Sin duda habían lamentado
su desaparición. Ciertas hostilidades que quienes ponían cercados
encontraron, de modo disperso, en las comunidades, tenían probable­
mente ese origen.11 Pero la verdadera oposición a la restricción de
la antigua costumbre surgió de un medio singularmente más pode­
roso: los grandes empresarios de la ganadería lanar, los «nourri-
guiers». Fueron ellos, por ejemplo, quienes en Salón, apoyados por
sus clientes naturales, los carniceros, después de que el municipio
obtuviera de su señor, el arzobispo de Arles, la abolición total de
la abertura de heredades en tierras de labor, tuvieron en jaque la
reforma durante varios años.12 Aunque vencidos en lo esencial y sin
haber ganado más que en dos cosas accesorias —el mantenimiento
del apacentamiento en los campos aislados en medio de los lugares
incultos, y por ello demasiado difíciles de cerrar, y la supresión de

10. Sobre los Alpes Marítimos (la evolución en el condado de Niza, se­
parado de Provenza en 1388, parece que fue parecida a la del resto de la región),
ver un informe del prefecto, Arch. Nat., F 10 337 (año XII, 10 frimario). En
eí departamento de Bouches<iu-Rhone, el municipio de Puyloubier, parece ser,
había mantenido la abertura de heredades; en el año iv y el año v, los «grandes
tenedores» quisieron aboliría; fue «la causa de los ricos contra los pobres»;
F w 336; cf. Arch. des B.-du-Rhóne, L 658.
11. Cf. sobre la región de Digne, Arch. des Bouches-du-Rhónc, B 159,
fols. 65 y 66 (1345); y sobre Valensolle, ver supra, p. 467, n. 9.
12. Arch. de Salón, Copie du Livre Blanc (xvm e síécle), pp. 674 ss. Un
documento, con fecha inexacta (está dirigido al arzobispo Philíppe, y tiene que
situarse entre el 11 de febrero de 1463 y el 4 de noviembre de 3475) y sin
referencia completa de la cuestión, publicado por R. Brun, La vilíe de Salón,
p. 379. La disposición que prohibía el apacentamiento en las tierras de labor,
incluso después de la cosecha, databa de los tiempos del cardenal de Foix
(9 octubre 1450-11 febrero 1463). El proceso, llevado primero ante la juris­
dicción real del justicia mayor, fue llevado definitivamente ante el oficial del
arzobispo, pronunciándose sentencia el 26 de octubre de 1476. Los estatutos
de 1293, are. LXXVII, in fine, y art. LXXVIII, dan ya testimonio de mucha
hostilidad contra eí ganado forastero.
un cossoul creado por la comunidad para excluir a sus animales— ,
no renunciaron a su rencor. Todavía en 1626, habiéndose aumen­
tado las multas por los daños a viñedos y olivares, protestaban con­
tra el reglamento, que podía perjudicar a los «particulares que se
inclinan por criar ganado»,13 No era involuntario que la nueva po­
lítica agraria de las comunidades perjudicara a los ganaderos; su
objeto esencial era poner fin al provecho que, abusivamente, según
los demás habitantes, aquéllos obtenían de los antiguos usos.
Ya desde los tiempos más remotos, Provenza había sido región
de transhumancia, Pero desde el siglo xm , como consecuencia de
los progresos de la pañería y del desarrollo de las ciudades, ávidas
de carne, la importancia de esa práctica milenaria en la economía
no había hecho más que aumentar. Los rebaños los formaban, en
general, ricos personajes propietarios de los anímales o que los
tomaban a su cargo. En la primavera, a lo largo de los anchos
pasos —las «carreires»— que, bajo fuertes penas, los cultivadores
estaban obligados a dejar abiertos en medio de ios campos, subían
hada los pastos de las tierras altas; a su paso levantaban aquellas
nubes de polvo que habían hecho dar a los derechos de peaje a que
estaban sometidos el pintoresco nombre de «pulvérage», Llegado el
otoño, volvían a bajar, y era entonces cuando se esparcían por las
tierras de labor vacías. Así, los ganaderos se aprovechaban de los
derechos de apacentamiento colectivo; unas veces era porque, al
ser ellos mismos originarios del lugar, tenían derecho a ello como
habitantes, y otras era porque habían arrendado el derecho a una
comunidad endeudada, o, más a menudo, a pesar de las protestas de
los campesinos, a algún señor con dificultades de dinero.14 Así, el
arcaico derecho, imaginado en otro tiempo para asegurar a cada
miembro del pequeño grupo el alimento de los animales indispensa­
bles para su vida, revertía en provecho de algunos grandes empre­
sarios — «hombres nobles y prudentes», como se autodenominaban
los de Salón— cuyas ovejas lo devoraban, todo. Como los cultivado­
res podían muy bien, gracias a la forma de los campos, mantener sus

13. Arch, des Bouehes-du-Rhóne, B 3347, fol. 607.


14. Cf. una instructiva queja de los habitantes de Sault, en 1543, en
T. Gavot, Tiires de l‘a»tien comté de Sault, t. II, 1867, p. 137, y compárese
con las «bandites» del condado de Niza, estudiadas por L. Guyot, Les droits
de bandite, 1884; J. Labarriére, Le páturage d’été, 1923.
animales con el pasto de sus propios rastrojos, y por otra parte los
herms les proporcionaban un complemento de hierba suficiente, su­
primieron la abertura de heredades, que no servía más que para en­
tregar sus posesiones al temible diente de los transhumantes. En
Provenza, la destrucción del antiguo sistema de pasto comunitario fue
un episodio de la lucha eterna del cultivador contra el ganadero
—casi nos atreveríamos a decir del sedentario contra el nómada— ,
y al mismo tiempo del combate del pequeño productor contra el
capitalista.
No tuvo como consecuencia ninguna modificación aparente del
paisaje agrario. Ningún cercado, o casi ninguno (los setos de apre­
ses hoy característicos de tantos campos provenzales tienen por mi­
sión defender los campos contra el viento, no contra los rebaños;
antes del siglo xix no había apenas ninguno).15 Nada de reuniones de
parcelas. Provenza, insensiblemente, había pasado al individualismo
agrario casi sin tocar el marco material edificado por las generacio­
nes pasadas.

En las regiones abiertas del norte, las comunidades siguieron


siendo adeptas durante mucho tiempo al apacentamiento colectivo,
a veces hasta nuestros días. Pero, principalmente desde el siglo xvi,
ciertos individuos empezaron a oponerse a él como un estorbo. Eran
los propietarios de aquellas extensas parcelas formadas a costa de
pacientes concentraciones que, por aquella época, en innumerables
términos de tierra, empezaban a romper la antigua fragmentación.
La forma de sus campos les permitía reservar los barbechos para
el alimento de sus propios animales. Su rango social les hacía inso­
portable la sumisión a las mismas reglas que el pueblo sencillo.
Finalmente, sus bien fornidos establos les daban abono lo bastante
abundante como para impulsarles a veces a liberarse del barbecho.
Si podían, en lugar de dejar la tierra completamente inactiva duran­
te un año, sembraban, aquel año, mijo, plantas oleaginosas, y sobre
todo legumbres, «fayoulx» o «porées». Se llamaba esa práctica «bar­
becho robado»; ¿acaso no se privaba a la tierra de su reposo?

15. Véase sin embargo un asunto de cercado: H, Boniface, Arrests nota­


bles, t. IV, 1708, 3." parte, 1. II, c. XXI.
Los agrónomos de la Antigüedad clásica ya la recomendaban. Luego,
sin duda, no se había nunca perdido de vista del todo, pero no se
utilizaba más que en raras ocasiones, y esporádicamente. Poco a
poco, no obstante, en algunas provincias en las que los mercados
urbanos ofrecían a los productores tentadoras posibilidades de venta,
su empleo se extendió. En Flandes, probablemente, ya desde el final
de la edad media, tuvo un papel importante. En Provenza, cuando
la ultima fase del movimiento contra los derechos comunitarios,
quizá contribuyó, junto con el temor a Jos transhumantes, a acabar de
inclinar a los propietarios por esa transformación. En Normandía
hay testimonio de ella desde principios del siglo xvi.16
En los campos en los que el rebaño común, por todas partes,
seguía apacentándose en las tierras cosechadas —en casi todas las
regiones abiertas, por lo tanto, exceptuada Provenza— esa emanci­
pación individual no podía tener lugar más que al amparo de buenos
setos o de profundas zanjas. En la Francia moderna, en forma dis­
persa, se vio cómo se levantaban nuevos cercados, contra los que
protestaban las comunidades. La mayor parte de ellos, no obstante,
no protegían tierras de labor. Por motivos que expondremos más
adelante, se los reservaba para los prados, o bien, como los que
prohibía poco después de 1565 el conde de Montbéüard, tenían por
razón de ser la transformación de las tierras de cereal en huertos o
vergeles.17 Antes del final del siglo xvm , en la tierra de labor de
la mayor parte de regiones, no existía nada semejante a aquellos «cer­
cados» que, ya desde los Tudor, empezaron a transformar el paisaje de
la vieja Inglaterra. Véanse, por ejemplo, esos planos parcelarios de la
Beauce o del Berry de principios del siglo xvm , en los que se extien­
den los grandes campos de ios acaparadores de tierras; están total­
mente abiertos, lo mismo que las menudas franjas de tierra de los
pequeños campesinos. Las reglas consuetudinarias estaban demasiado
sólidamente establecidas y el movimiento hacia la concentración de
las parcelas encontraba en la perpetuidad de las tenencias demasiados

_ 16. Arch. B.-du-Rhóne, B 334S, fol. 589 v.° (Carnoules). Le grand caustu-
mier du pays et duché de 'Nnrmandie... avec plusieurs additions... compasees
par Guillaume le Rouílle, 1539, e. VIII. Sobre Borgoña, testimonio de cul­
tivo del «milot» en el barbecho en 1370, en Semur; B. Prost, Inventaires mo-
biliers, t. I, 1902-1904, n.° 1171 (señalado por Deléage).
17. Métn. de la Soc, d’Érnulation de Monlbéliard 1895, p. 218. La prohibi­
ción de cercar fue renovada en 1703 y 1748: Arch. Nat., K 2195 (6).
obstáculos para que fuera posible una transformación de tal ampli­
tud, o ni siquiera para que ésta se deseara muy vivamente. Salvo, no
obstante, una excepción: Normandía.
Tres hechos dominan la evolución de las antiguas regiones abier­
tas de Normandía en los tiempos modernos. Uno es de orden agra­
rio: por lo menos en una parte de ellas — el Pays de Caux— muchos
términos de tierras presentaban esa parcelación en forma de puzzle
particularmente favorable, como en Provenza, a la abolición de las
obligaciones colectivas. Otro es de naturaleza jurídica: el ducado
normando, centralizado tempranamente, tenía una costumbre única,
formalizada ya desde principios del siglo xiii en unas compilaciones;
éstas, aunque de origen privado, pronto habían sido reconocidas por
la jurisprudencia como fuente misma del derecho y, en 1583, habían
de servir de base para una redacción expresamente oficial, Pero en
su constitución agraria el ducado normando, por el contrario, dista­
ba mucho de la uniformidad: junto a extensiones abiertas, incluía
bocages, en los que, tradicionalmente, estaba autorizado el cerca-
toíento. Los coutumiers del siglo xm , hechos para unos y otros para­
jes y distinguiéndolos, sin duda, mal, habían conducido a una solu­
ción bastarda y de escasa claridad. Reconocían la abertura de here­
dades — el «banon»— en las tierras vacías «si no estaban cercadas
de antiguo». Ahora bien, ¿se podía cercar libremente? Probablemen­
te, a ese respecto, había que remitirse a los usos locales. ¡Qué fácil,
sin embargo, doblegar el texto en provecho de quienes querían cer­
car! ; porque los códigos de costumbres tenían a su favor la fuerza de
lo escrito, mientras que los usos locales no se conservaban más que
por transmisión oral. Finalmente — y es el tercer hecho, propiamen­
te económico— , en la antigua Francia, ya desde el siglo xn, no había
campos más ricos que los del Caux o de la Baja Normandía. La
agricultura alcanzó allí tempranamente un alto grado de perfección.
Ya desde el siglo x i i i , la realización de labores de desfonde en el
barbecho había llevado a los códigos de costumbres a reducir la dura­
ción de la abertura de heredades, autorizada solamente hasta me­
diados de marzo, incluso para las tierras no cercadas.58 Muy pronto
se impuso el «barbecho robado». Las fortunas burguesas eran nu­

18. Prescripción, por otra parte, muy poco observada, por lo menos en
el Caux; ver infra, p. 475, n. 19.
merosas y sólidas. Poderosa era, por lo tanto, la acción de la gran
propiedad renovada.
De hecho, en esas fértiles extensiones, ya desde el siglo xvi, el
cercamiento de las tierras de labor tomó una amplitud insospecha­
da en otros lugares. Las grandes parcelas de tierra labrantía tenaz­
mente reunidas, alrededor de Bretteville-l’Orgueilleuse, por los Per-
rotte de Cairon, son cercados, son «pares». Creería verse uno de
esos planos de «cercados» publicados por los historiadores ingleses.
Doctrina y jurisprudencia impulsaban a reconocer, sin restricciones,
la facultad de cerrar los campos. Así lo admite, ya en 1539, uno de
los primeros comentadores de los textos de las costumbres, Gui-
llaume le Rouille. En 1583, la costumbre oficial, precisando y com­
pletando las recopilaciones anteriores, sanciona expresamente ese de­
recho. En el siglo xvm , en el llano de Caen, los setos vivos eran nu­
merosos; lo eran incluso más que en nuestros días, pues muchos
de ellos, amparo de los chuanes, fueron abatidos bajo la Revolución,
y otros, más pacíficamente, fueron arrancados por los propietarios
cuando en toda esa región, en el siglo xix, desapareció el uso de la
abertura de heredades, que era lo único que los hacía útiles.
Pero el cercado, después de todo, costaba caro. ¿No habría sido
más sencillo reconocer a todo propietario de una heredad, incluso
abierta, el derecho a negar, si él quería, el acceso de los animales del
vecino? Los más antiguos comentadores de la costumbre no osaban
llegar tan lejos. A partir de Basnage, que escribía en 1678, saltaron
el pasaje. La jurisprudencia vaciló durante mucho tiempo. En el si­
glo xvn se ve todavía al Parlamento anular la sentencia de una ju­
risdicción inferior que había admitido la pretensión de un señor de
no aceptar en su dominio la abertura de heredades más que mediante
retribución. En el siglo siguiente sus decisiones se hicieron más fa­
vorables a las aspiraciones de ios grandes propietarios. Especialmen­
te en el Caux. Allí la existencia, en las ciudades e incluso en los cam­
pos, de una industria pañera en pleno desarrollo, creaba, entre
cultivadores y ganaderos, el clásico antagonismo. «No es nada raro»,
dice una memoria de 1786, «ver en este País cómo quienes no tienen
ovejas encuentran los medios de prohibir a quienes las tienen el
pasto en sus tierras en tiempo de barbecho, y encuentran jueces lo
bastante solícitos como para aceptar un sistema tan contrario al
interés público». El movimiento no fue adelante sin protestas, vivas
sobre todo, significativamente, en los pueblos nacidos de roturaciones
relativamente recientes, como los de Aliermont; éstos, por la longi­
tud y estrechez de las parcelas, se oponían a los viejos núcleos es­
candinavos. A pesar de esas resistencias, los campos normandos, bien
por cercamiento, bien por aceptación pura y simple del derecho al
cada cual en su casa, ya a mediados del siglo xvm habían pasado a
una fase agraria muy diferente de aquélla en la que estaban, en lo
esencial, las regiones como íle-de-France o Lorena, que habían per­
manecido fieles a los usos colectivos en las tierras de labor.19

19. Estos son los textos esenciales; Surnma de legibus, ed. Tardif, VIII;
en el texto del c. 1, en la frase «nísi clause fuerint vel ex antiquitate defense»,
interpretar la palabra vel por «es decir»; así se desprende de las palabras que
siguen («ut haie et hujusmodí») y, más aún, del c, 4. Le grand coustumier...
avec plusteurs additiotts compasees par... maistre Guillarme le Rouille, 1539,
en el c. VIII. G. Terríen, Commcntaire..., 2.“ ed., 1578, p. 120. Couturnes
de 15S3, c, LXXXIII. Basnage, La coutunie réformée. 2.a ed., 1694, t. I, p. 126.
Sentencia denegando al señor de Agón sus pretensiones de hacer pagar la
abertura de heredades, 1916, 1 de julio, Arch. Seiiie-lnfér., registro titulado
Audiences, 1616, Costentin\ cf. Bibí. Rouen, ms. 869. Sentencia deí 19 de di­
ciembre de 1732, referente, es cierto, a un campo sembrado de pequeños robles,
pero con la característica mención marginal «Nadie está obligado a cercar; las
tierras sembradas quedan cerradas sin estar cercadas»: Arch. S.-Inf., Recueil
d'arrets ... depuis la Saint Martin 1732, pp. 24-26. Memoria del síndico de la
asamblea municipal de Beaumont-le-Hareng, dirigida a la Comisión interme­
diaria: Arch. S.*Inf., C. 2120. Hay que advertir, no obstante, que por muy
favorable que fuera, a otros respectos, a la voluntad de los propietarios, la
sentencia deí 26 de agosto de 1734 referente al condado de Aliermont ( Recueil
d'arrets ... depuis la Saint-Marlin 1732, p. 204), prohibía la abertura de here­
dades sólo durante el tiempo de cierre, desde mediados de marzo hasta el
14 de septiembre, de acuerdo con la costumbre escrita pero en contra del
uso. Sin duda la jurisprudencia, después de esa decisión, se modificó. En el
Caux, los labradores no hacían rebaño común en toda la parroquia, sino sim­
plemente en ei interior de hazas («cueilletles») más pequeñas. La jurispruden­
cia, medianamente favorable en suma a la abertura de heredades, ya desde el
siglo XVII fue hostil al tránsito ( parcours): Basnage, t. I, p, 127 (he comproba­
do las sentencias). En Verson, en el siglo xm , cuando querían cercar, los
campesinos pagaban al señor un derecho de «porprestare» (L. Deüsle, Études,
p. 670, w . 103 ss.); pero se trata visiblemente de un cercado destinado a cam­
biar el cultivo — transformar, probablemente, una tierra de labor en huerto o
vergel— , puesto que ese derecho señorial tenía su origen en el cbampart.
2. LA DECADENCIA DE LOS DERECHOS COLECTIVOS
SOBRE LOS PRADOS 20

Donde todavía dominaba el barbecho, al cultivador de un campo


de labor de tipo ordinario, después de todo —si no tenía que de­
fenderse, como en Provenza, de las actividades de los grandes gana­
deros— , le importaba bastante poco que su tierra, una vez alzada
la cosecha, se abriera a los animales de todo el mundo. No perdía
en ello más que unos pocos rastrojos o hierbajos, y ganaba — aparte
de la reciprocidad— el abono que dejaba a su paso el rebaño común.
En los prados era de otro modo. Ya muy antiguamente, se había
visto que casi en todas partes podían dar un segundo corte. Pero,
también en casi todas partes, ese renadío, devorado por el rebaño co­
mún en el lugar o bien segado a cargo y en provecho de la comuni­
dad, no aprovechaba al propietario. Éste 110 veía más que con dis­
gusto disiparse así un producto precioso, que hubiera querido alma­
cenar para alimento invernal de sus establos, o vender también él a
cambio de buenos dineros contantes. Porque el no ganar, ahí era sin
compensación. Los prados eran escasos y se concentraban entre po­
cas manos, y muchos habitantes que se aprovechaban del derecho
colectivo sobre la hierba de los demás no tenían nada que ofrecer
a cambio.
El mal humor de los amos de los prados era temible, porque en
su mayoría se contaban entre los poderosos: eran señores que, cuan­
do la disolución de los dominios, habían cedido las tierras de labor
y se habían reservado los pastos, o compradores de cualquier origen
que los habían adquirido más tarde. Más capaces de imponer su vo­
luntad, incluso ilegalmente, que el común de los campesinos, y con
menos tendencia a temer las represalias, pronto intentaron, o bien
sustraerse a la abertura de heredades en general, o bien, por lo me­
nos, no permitirla más que después del renadío. Y si podían no de­
jaban de proteger su hierba con buenas y sólidas barreras. Ya desde

20. Por lo que respecta a este apartado y lo¿ siguientes —así como el
capítulo 7—, remito una vez por todas a los artículos que he publicado en los
Afínales d'Histoire Économque, 1930, bajo el título «La lime pour {'individua-
lisme agraire dans la France du xvm ” siécle». No se encontrarán en adelante
referencias más que a algunos hechos no señalado.- en ese estudio. Ver tam­
bién H. Sée, La vie économique ... en Vranee au XVTII‘ siecle, 1924; sobre
los bienes comunales, G. Bourgin, en ’Nouvelte Kevue Bistorique du Droii, 1908,
el siglo xm surgieron a ese respecto numerosos procesos entre ellos
y los habitantes. Sus esfuerzos no dejaron de tener éxito. ¿Habían
logrado impedir al rebaño común, varios años seguidos, de forma
definitiva o por lo menos hasta el renadío, la entrada en su posesión?:
el abuso se convertía en antigüedad, y los tribunales poco podían
hacer, si no aceptarlo como un derecho. Los jueces, por otra parte,
a partir del siglo xvi, se complacieron en ello, y en Champagne lle­
garon a admitir como suficiente una prescripción de tres años; se
creó así, como en los Parlamentos de Dijon y de Rouen, una juris­
prudencia favorable, salvo en casos de imposibilidad jurídica abso­
luta, a ese tipo de cercados o de exenciones.21 En otros lugares
un terrier, una concesión o un acuerdo daban ocasión al señor para
hacer reconocer por sus sujetos el privilegio de las hierbas domi­
nicales.22 Poco a poco fueron creándose tres clases de prados: unos
cerrados en todo momento; otros, más numerosos — «prés gaig-
neaux», «prés de revivre»— , que, aunque sin cercados permanentes,
no se abrían, para el pasto, sin embargo, más que tras la segunda
siega; otros, finalmente, que eran con mucho los más, continuaban
sometidos a la antigua obligación con todo su rigor. El equilibrio de
fuerzas local decidía la extensión de unos y otros. Porque los cam­
pesinos no se dejaban hacer sin resistencia. En virtud de tradiciones
que se remontaban al más remoto pasado, y que habían acabado por
tener un tinte casi sentimental, ¿acaso la hierba, más que ningún otro
producto, no era considerada cosa común? «Desde la creación del
mundo hasta ahora», dice, en 1789, un cahier de Lorena, «la se­
gunda hierba» pertenece a las comunidades.
Pero llegó un momento en que poderes más elevados entraron
en litigio. El escaso aprovechamiento de los renadíos por el uso

21. Taisand, Coutumes genérales des pays et duché de Bourgogtte, 1698,


p. 748; I. Bouvot, Nouveau recaed des arrests, t. II, 1728, p. 764; P. J. Bri-
)ion, Dicliotinaire des Arréts, t, V, 1727, pp. 108 y 109. Sentencias, sin em­
bargo, opuestas, Fréminvillc, Pratique, t, III, pp. 430 ss. Sobre Normandía, Bibl.
de Rouen, ms. 870, fol. 283; Arch. Seíne-Infér., Registre d’arrets, juillet-aoüt,
sentencia del 7 de julio; P. Duchemin, Pelit-Qucvilly, 1900, p. 59. Igual ten­
dencia, ya desde el siglo xvi, en el Parlamento de París: sentencias curiosas en
J. Imbert, Enchiridion, 1621, p. 194.
22. Ejemplos (entre muchos otros): Saint-Ouen-en-Brie, Bibl. Nat,, lat,
Í0943, fol. 297 (junio 1266). A Lacroix, Uarrondisscment de hiontélimar, t. V,
1877, pp. 24 y 183 (24 abril 1415 y 27 enero 1485). P. L. David, Amanee
en Vranche-Comté, 1926, p. 458 (1603).
colectivo, sobre todo cuando accidentalmente la primera siega había
dado poco, inquietaba a las autoridades responsables de la economía
general del país —gobernadores, intendentes, Cours Souveraines— .
Porque, por lo menos en las proximidades de las fronteras, les afec­
taba en un punto particularmente sensible: los intereses de la Ca­
ballería Real, gran consumidora de forrajes. Poco a poco a partir
del siglo xvi, y en el siglo xvn con frecuencia cada vez mayor, cuan­
do la primavera había sido demasiado húmeda o demasiado seca, se
tomó por costumbre promulgar disposiciones que, en la región afec­
tada, decidían o permitían que se apartara la segunda hierba, en
parte o en su totalidad. Primero se hacía con mucha discreción, y
sólo cuando, con toda autenticidad, la medida parecía imponerse.
Pero el paso estaba dado. Los Parlamentos, que en muchas provin­
cias reivindicaban el derecho a ejercer esa forma de policía rural, se
inclinaban por la salvaguarda de los derecho de los propietarios. Los
propios intendentes, al principio dispuestos a proteger a las comuni­
dades, a partir de mediados del siglo xvm experimentaron la influen­
cia de las nuevas doctrinas económicas que tendían a sacrificar a las
necesidades de la producción ios intereses de los humildes y los
derechos adquiridos de las colectividades. Ya en .1682 se üevó a cabo
una tentativa de abolir totalmente, en una provincia de las más ex­
puestas militarmente —Alsacia— , la abertura de heredades para los
renadíos. El reglamento, prematuro, atacado por las comunidades y
sólo medianamente respetado por los tribunales, pronto quedó casi
como letra muerta. Pero en el siglo xvm , en gran parte del reino, los
edictos y decretos, en principio siempre excepcionales e invariable­
mente limitados al año en curso, se sucedieron a intervalos cada vez
más reducidos, con el más mínimo pretexto y a veces sin pretexto
válido alguno; tanto fue así que por lo menos en dos provincias — el
Bearn ya desde principios de siglo y el Franco Condado hacia el
final— se los vio repetirse regularmente todos los años. El pueblo
humilde protestaba, y no sin violencias, pero en conjunto sin éxito.
No por eso, sin embargo, quedaba plenamente asegurada la vic­
toria de la propiedad individual. Reservar los renadíos era, en teoría,
cosa fácil. ¿Pero en provecho de qué parte interesada? Ahí empeza­
ban las dificultades. Varios aspirantes hacían valer sus derechos. Para
empezar los propietarios, claro está. Pero también las comunidades,
muy capaces de emprender por su propia cuenta la recogida y la dis­
tribución o venta. Y tampoco ellas eran unánimes. Sus intereses se
diferenciaban claramente de aquellos de los propietarios de los pra­
dos, que constituían una pequeña minoría; pero, entre los habitantes
que no tenían pastos, se encontraban los labradores y los braceros:
diversos modos de distribución podían favorecer o a unos o a otros.
Finalmente, por encima de los campesinos estaba el señor, ordina­
riamente poseedor de prados, pero dotado al mismo tiempo, bastante
a menudo, de privilegios particulares; eran derechos de pasto, como
el «rebaño aparte» o las «hierbas muertas», que al quedar reducido
su valor por la reserva de los renadíos parecía que tenían que dar
lugar a una indemnización, y en Lorena regía el derecho a una ter­
cera parte de todos los productos comunales. Entre tantas reivindica­
ciones contrarias, imagen de una sociedad compleja y enredada entre
multitud de elementos conservados de otro tiempo, ¿cómo no vacilar?
Algún Parlamento, como el de Metz, osciló perpetuamente entre las
tesis más diversas. En otros lugares la jurisprudencia se estabilizó,
pero en sentidos muy diferentes según las provincias. En los lugares
en que, como en el Franco Condado y el Bearn, al cercamiento que
se hacía anua! se añadía la aplicación de un sistema que asignaba al
propietario la totalidad del renadío, se borraba definitivamente toda
huella del antiguo derecho colectivo. En otros lugares — por ejem­
plo en Borgoña o en Lorena— no sucumbía enteramente, puesto que
ciertos años se ejercía todavía la abertura de heredades sobre las se­
gundas hierbas y, el resto del tiempo, los forrajes que se quitaban
al rebaño común, en todo o en parte, revertían en otra forma a las
colectividades. Pero como, ordinariamente, el reparto de la hierba se
hacía en proporción al número de cabezas de ganado poseídas por
cada uno, los braceros, por lo menos, víctimas predilectas de la re­
volución agrícola, perdían mucho con el cambio. De todos modos,
las viejas prácticas comunitarias en torno a los prados, sin reforma
de conjunto, por una especie de insensible pérdida de terreno, desa­
parecían poco a poco,

3. La REVOLUCIÓN TÉCNICA

Lo esencial de la revolución técnica que había de dar un nuevo


impulso a la lucha contra las obligaciones colectivas puede resumir­
se en unas pocas palabras: abolición de lo que un agrónomo, Fran-
^ois de Neufcháteau, llamaba «el oprobio de los barbechos». A la
tierra, acostumbrada hasta entonces, en los sistemas más perfeccio­
nados, a descansar un año cada dos o cada tres, se la iba a privar
a partir de entonces de todo reposo. En la vida material de la huma­
nidad no hay progreso más importante. Era unas veces doblar, otras
aumentar en la mitad el valor anterior de la producción agrícola, y
por consiguiente la posibilidad de sustentar a un número de hom­
bres mucho mayor; era además, dado que el aumento de población
no seguía de hecho exactamente el incremento de los cultivos, la po­
sibilidad de sustentar mejor que en el pasado multitudes que eran,
sin embargo, más numerosas. Sin esa inaudita conquista no habrían
sido concebibles, ni el desarrollo de la gran industria, con la acumu­
lación en las ciudades de masas de población que no obtenían directa­
mente su sustento de la tierra, ni, de modo general, el «siglo dieci­
nueve», con todo lo que esa expresión evoca para nosotros de efer­
vescencia humana y de fulgurantes transformaciones.
Pero los antiguos regímenes agrarios constituían sistemas bien
trabados. No era fácil meter ei hacha sin echarlo todo abajo. Para
que se realizara la revolución de los cultivos resultaban necesarias
diversas condiciones.
¿Qué poner en el haza antes reservada al barbecho? ¿Cereales?
A veces se pensó en eso, pero la idea era demasiado desacertada para
que se siguiera. La observación mostraba que sembrando eternamente
la misma planta — o plantas análogas— en la misma tierra las cose­
chas se reducían a un nivel ínfimo. Había que encontrar vegetales
capaces de buscar el humus a profundidades diferentes de las que
alcanzaban las raíces de los cereales. ¿Legumbres? Fue por ahí por
donde, ordinariamente, se comenzó. Pero su cultivo no era recomen­
dable en todas partes, ni su consumo podía extenderse indefini­
damente. Idéntica observación respecto al lino y la colza. Para
eso, verdaderamente, no valía la pena cambiar toda la antigua cons­
titución agraria.
Además, descubrir la planta no lo era todo. Por bien escogida que
estuviera la alternancia de las cosechas, si no se encontraba el pro­
cedimiento para administrar al suelo una dosis reforzada de abono,
es decir —no habiéndose inventado el abono químico— , de estiércol,
la continuidad del cultivo corría el riesgo de agotar dicho suelo. De
ahí la necesidad de impulsar el desarrollo de la ganadería. Pero en
eso, en un principio, la contradicción parecía ínsoluble. El barbecho,
efectivamente, no tenía como única finalidad dar reposo a la tierra.
Daba el pasto a los animales. En los siglos xvn y xvm , en diversos
pueblos vecinos a la capital, el Parlamento de París impuso mediante
decretos el respeto de la antigua rotación, con año de reposó; y es
que los nuevos métodos le parecían comprometer la cría del cordero,
y con ello el abastecimiento de la población parisiense,23 Al suprimir
el barbecho, querer no solamente mantener la ganadería, sino hacerla
más intensa, ¿no era buscar la cuadratura del círculo?
La solución de esa doble dificultad la dio el cultivo de los forra­
jes artificiales. Esencialmente, serán las plantas forrajeras las que,
en una nueva alternancia, relevarán al trigo, a la vez que obligarán,
como cantaba san Lamberto, «a los campos recién cosechados / a
dar hierba tierna a los rebaños asombrado» (les champs depuis peu
moissonnés / d’offrir une berbe tendre aux troupeaux étonnés);24
serán leguminosos como el trébol, el pipirigallo y la alfalfa, cuyas
raíces, más profundas que las de los cereales, no piden además al
suelo la misma proporción de alimentos químicos, o bien vegetales
de raíz carnosa, como el nabo — los famosos «turneps», tan a menudo
mencionados en las memorias agronómicas de la época— , que, a las
virtudes de las anteriores especies, unen la ventaja de obligar a una
escarda por la que las tierras de labor se ven libradas periódicamente
de las malas hierbas. ¿Nuevos cultivos? Nada de eso. En su mayoría
se practicaban desde hacía tiempo, pero a pequeña escala y no en los
campos, Se reservaban para los huertos. En cierto sentido, la revo­
lución de los cultivos puede considerarse bajo el prisma de una con­
quista de la labranza por la horticultura: se toman productos, se to­
man procedimientos — escarda y abono intensivo— y se toman re­
glas de explotación — exclusión de toda abertura de heredades y, en
caso necesario, cercamiento— P A finales del siglo xvm se añadió

23. Cí. supra, p. 142, n. 26; motivos en unas conclusiones del fiscal
general de Aguesseau (28 febrero 1722), Journal des Atuliences, t. VII, p. 647.
24. Les Saisons, «L’automne», ed, de 1826, p. 161.
25. En las regiones pobres, como la Marche, a veces el propio trigo, más
delicado que el centeno, había sido planta de huerto: G, Martin, en Aíém. de
la Soc. des Sciences INaturelles de la Creuse, t VIII, p. 109. A veces los pra­
dos artificiales sucedieron a antiguas cañameras, desde siempre al margen de las
obligaciones colectivas: Arch, Nat., H 1502, n,° 1, fol. 5 v.° _Sobre todo res­
pecto a los alrededores de París, en el siglo xvn, se tienen ejemplos bastante
numerosos de cultivo del pipirigallo; muchos textos, referentes a los diezmos,
que nos dejan ver esa práctica, muestran claramente que ese forraje se cultivaba
entonces en cercados, y a menudo en huertos: Rectieil des édils ... rendus en
faveur des curez, 1708, pp. 25. 73, 119, 135, 165, 183.

3 1. — BLOCH
a la lista de los descubrimientos vegetales la patata, conocida desde
su llegada de América, pero que durante mucho tiempo no se había
cultivado más que a pequeña escala, sólo en algunas provincias del
este y sobre todo para la alimentación de los animales; ese cultivo
contribuyó asimismo a alejar de las poblaciones campesinas, hasta en­
tonces alimentadas de cereales, el espectro del hambre. Luego fue
la remolacha azucarera, destinada a formar con el trigo la más clási­
ca de las rotaciones. Pero, en su primera fase, la «nueva agricultu­
ra», por hablar como sus teóricos, se situó toda ella bajo el signo de
los forrajes.
La primera idea que se les ocurrió a esos iniciadores, naturalmen­
te, fue conservar el antiguo ritmo, bienal o trienal. Simplemente, se
quitaba el barbecho, Pero pronto se vio que muchos forrajes daban
mejores cosechas cuando se les dejaba desarrollarse sin interrupción
durante algunos años en la misma tierra. ¿Y cuando luego se volvía
al cereal? Pues entonces las espigas salían más cargadas y apretadas.
Así se llegaron a hacer verdaderas «praderas artificiales» de cierta
persistencia, y se llegaron a inventar ciclos de rotación a un tiempo
más largos y más flexibles, que transformaban de arriba abajo todo
el antiguo sistema.
Otra condición era además indispensable, no digamos todavía
para que tuviera éxito la revolución técnica, pues ese éxito no era
posible más que mediante ciertas transformaciones jurídicas cuyo
estudio vendrá más adelante, sino únicamente para que se intentara:
que se tuviera la idea y la necesidad de llevarla a cabo.
En lo esencial, fue del extranjero de donde Francia recibió el im­
pulso de los nuevos métodos. La revolución agrícola, hecho europeo,
se propagó según líneas de filiación muy curiosas de observar. Las
zonas de poblamiento intenso, y más en particular de fuerte desa­
rrollo urbano, fueron las primeras en abolir el barbecho; así, los alre­
dedores de algunas ciudades alemanas y algunos campos de Norman-
día o de Provenza, pero sobre todo las dos grandes zonas de civili­
zación urbana conocidas por Europa desde la edad media: Italia del
norte y Flandes, Aún cuando ya en el siglo xvi un agrónomo venecia­
no, sin duda el primero en todo el Occidente, recomendara una rota­
ción sin reposo con forrajes,26 y a pesar de algunas referencias a las
26. C. Torello, Ricordo d’agricoltora; 1* ed., salvo error, de 1556; la
Bibl, Nat. posee la de 1567, Venecia,
prácticas de Lomb^rdía que aparecen en los escritos franceses del
siglo xvm , no parece %que 'el ejemplo italiano ejerciera muy fuerte
influencia sobre las técnicas ultramontanas. Flandes, por el contra­
rio, con Brabante, fue verdaderamente la madre de las reformas del
cultivo. Además, sus métodos se adaptaban sin duda mejor a nues­
tros climas. Pero dejando a un lado, para simplificar, ía pequeña
parte francesa — de la Francia de después de Luis XIV— , que no
es más que un pedazo de Flandes, la influencia de los Países Bajos,
no obstante ser éstos limítrofes, casi no incidió entre nosotros más
que dando un rodeo, a través de Inglaterra. «Discurso sobre la agri­
cultura tal como se practica en Brabante y en Flandes», tal es — en
1650— el título de la primera obra inglesa que desarrolla un pro­
grama, perfectamente claro, de rotación basada en las plantas forra­
jeras.27 En una Inglaterra que nacía a la gran industria, devoradora
de pan y de carne, y donde la tierra estaba dominada cada vez más
por los grandes propietarios, propensos a la innovación, la «nueva
agricultura» encontraba un terreno abonado; allí se desarrolló y per­
feccionó mucho. Pero no cabe duda de que fue, en lo esencial, en
los líanos de Flandes donde sus iniciadores tomaron los principios.
Fue de Gran Bretaña, a su vez, sobre todo a partir de 1760 —año
en que aparecieron los Éléments d’agriculture de Duhamel du Mon-
ceau, que hicieron época-—, de donde los teóricos franceses recibieron
la antorcha.
Es, efectivamente, de teorías y de ideas de lo que conviene pri­
mero hablar. «No hay un poseedor de tierras», escribía en 1766 un
observador de Touraine —pensaba, claro está, en los grandes pro­
pietarios— , «que no reflexione... sobre las ventajas que de ello
puede obtener».28 Los pesimistas, como Grimm, se burlaban de los
«cultivadores de gabinete». No siempre estaban equivocados. No
obstante, «reflexiones», influencia del libro sobre la práctica y es­
fuerzos por basar en la razón el progreso técnico son elementos sig­
nificativos. Las transformaciones agrícolas de las épocas precedentes
no habían tenido nunca semejante colaboración intelectual. Pero,
si la nueva doctrina tuvo algún éxito, no fue más porque en la so-

27, R. E, Prothero, The pioneers, 1888, pp. 249 y 32; cf. Dict. of Na-
tional Biography,
art. «R. Weston».
28. G. Weuíersse, Le mowement pbysiocratique, t. II, 1910, p. 152.
ciedad francesa encontró entonces circunstancias singularmente favo­
rables a. todos los respectos.
La población crecía acusadamente. Las personas preocupadas por
el bien público concluían de ello la necesidad de aumentar las subsis­
tencias y, en lo posible, hacerlas independientes de la llegada de
productos extranjeros; ésta era siempre azarosa y, en varias ocasio­
nes, las guerras habían amenazado con interrumpirla. El mismo fe­
nómeno demográfico aseguraba a los propietarios, si lograban elevar
el rendimiento de sus posesiones, salidas seguras para sus productos.
Se estaba fundando toda una doctrina económica, dominada por la
preocupación de Ja producción y dispuesta a sacrificar los otros inte­
reses humanos. La concentración de tierras, llevada a cabo por la no­
bleza y la burguesía, había recompuesto las grandes propiedades,
propicias a las mejoras técnicas. Los capitales, a los que la industria
y el comercio no ofrecían más que inversiones insuficientes y a me­
nudo aleatorias, tendían a aplicarse a la tierra y buscaban en ella un
empleo más remunerador que las rentas señoriales. Finalmente, la
inteligencia del siglo de las luces vivía dominada por dos grandes
direcciones de pensamiento. Por una parte se aplicaba en racionali­
zar la práctica, al igual que las creencias, y a partir de ello se nega­
ba a considerar respetable la tradición en sí misma; los usos agríco­
las antiguos, que se comparaban por su barbarie con los edificios gó­
ticos, si no tenían a su favor más que el hecho de haber existido du­
rante mucho tiempo, debían desaparecer. Por otra parte ponía muy
arriba los derechos del individuo, y no aceptaba ya que se vieran coar­
tados por obstáculos nacidos de la costumbre e impuestos por co­
lectividades poco ilustradas. La afición de los salones por los cam­
pos, la «agromanía» dominante, ha dado a veces motivo a la'son­
risa; ha habido quien se ha sorprendido del simplismo de la tesis
fisiocrática de que toda riqueza deriva de la tierra. ¿Modas litera­
rias, espíritu de sistema? Sin duda. Pero, sobre todo, manifestacio­
nes intelectuales o sentimentales de una gran ola de fondo: la revo-.
lucíón agrícola.
Quien dice historia de una técnica dice historia de contactos en­
tre mentalidades. Como todos los otros cambios del mismo orden,
las transformaciones agrícolas se abrieron paso a partir de ciertos
puntos de irradiación: eran las oficinas ministeriales o las oficinas de
intendenda, pronto pobladas por hombres afectos a la agronomía
reformada; eran también las sociedades de agricultura, igualmente más
que medio oficiales, y eran sobre todo, más modestos pero más efica­
ces, los focos formados en los propios campos por tal o cual pro­
piedad inteligentemente explotada. La iniciativa raramente procedió
de los campesinos. Donde se ve a éstos adoptar espontáneamente los
métodos nuevos, su actitud se explica, ordinariamente, por sus rela­
ciones individuales o masivas con regiones ya más evolucionadas; los
pequeños productores del Perche, por ejemplo, al mismo tiempo ven­
dedores de telas, boyeros o vendedores de aros de tonel, aprendieron
las nuevas prácticas de Normandía y de íle-de-France, a donde lleva­
ban sus mercancías.29 Más a menudo es un noble instruido por los
libros o los viajes, un cura, gran lector de nuevos escritos o un di­
rector de forjas o maestro de postas (atentos éstos, tanto uno como
otro, a inventos que pudieran ayudarles a alimentar sus animales: ha­
cia el fin de siglo muchos maestros de postas fueron tomados como
arrendatarios por propietarios preocupados por las mejoras), quien
introduce en su tierra los prados artificiales, imponiéndose poco a
poco su ejemplo a los vecinos. A veces a las migraciones de ideas se
añaden migraciones de hombres: se trata sobre todo de los flamen­
cos, llegados de la patria misma del progreso técnico, a quienes el
Hainaut, Normandía, el Gátínais y Lorena llaman como obreros o
arrendatarios; y desde la Brie, más atrasada, se intenta atraer a gente
del Pays de Caux, Poco a poco, el cultivo de los forrajes, acompa­
ñado por muchos otros perfeccionamientos, realizados o intentados
— en el utillaje, en la selección de las razas animales, en la protec­
ción contra las enfermedades de los vegetales o de los animales— , se
extendió a un campo tras otro. El barbecho empezó a desaparecer,
sobre todo en las regiones de gran propiedad, y preferentemente en
las proximidades de los pueblos, donde el abono era más fácil de
aplicar. Pero fue eso, por otra parte, muy lento. La revolución técni­
ca no solamente chocaba con hábitos heredados o con dificultades
de orden económico. Encontraba ante sí, en la mayor' parte del país,
el obstáculo de un sistema jurídico de fijos contotnos. Para permi­
tirle triunfar era necesaria una remodeladón del derecho. A esa re­
forma se aprestaron los gobernantes en la segunda mitad del siglo.

29. Dureau de la Malle, Description du bocage perchcron, 1823, pp. 58 ss.


4. EL ESFUERZO POR EL INDIVIDUALISMO AGRARIO:
BIENES COMUNALES Y CERCADOS

En todas partes, en la antigua Francia, había íandas, marismas


y bosques reservados para el uso colectivo por parte de los habitan­
tes; incluso en regiones de cercados, donde el explotador era plena­
mente dueño de su campo, esa libertad de las tierras de labor, preci­
samente, había resultado posible por la existencia de baldíos comu­
nes. En gran parte del reino, además, la propia tierra de labor obe­
decía a fuertes obligaciones en provecho del grupo. Los agrónomos
de la nueva escuela estuvieron desde el principio en guerra con esas
prácticas comunitarias. A los bienes comunales, «restos de nuestra
antigua barbarie»,30 les reprochaban el desperdicio de muchas tie­
rras buenas que, si se hubieran explotado inteligentemente, hubieran
podido aportar ricas cosechas o, por lo menos, alimentar rebaños
más numerosos. ;«Qué vacío», escribía el conde de Essuíle, notorio es­
pecialista, «en la masa general de productos de consumo o de comer­
cio»!31 A veces exageraban la productividad de esas extensiones, que
a menudo no habían quedado incultas más que porque eran inculti­
vables. Sin embargo, no siempre se equivocaban. Ciñéndose a la preo­
cupación de la producción, ¿cómo no dar la razón al duque de Rohan
cuando se quejaba de que los campesinos bretones, «destripando»
las Íandas para sacar los terrones «hasta dejar la roca al desnudo», las
dejaban «para siempre estériles»?52 En cuanto a la abertura de here­
dades, decían sus enemigos, no sin cierto matiz de verdad, que para
los animales no era ninguna ventaja real, pues Ies condenaba a cansa­
dos vagabundeos por los barbechos para encontrar una hierba de­
plorablemente escasa, y además impedía, por sí misma o por las obli­
gaciones adicionales que hacía necesarias, la abolición del barbecho
y el cultivo de los forrajes. Esas razones teóricas no carecían de
fuerza, pero indudablemente, por sí solas, hubieran sido impotentes
para alimentar tan acusado odio. Sentimientos más profundos y se-
miinconscientes impulsaban a los reformadores. Había motivos de
interés: muchos eran grandes propietarios y su fortuna se veía me­

30. Méntoire de la Soc, d’Agrtctdture de Bourges, Arch. Nat., H 1495,


n.° 20.
31. Traité politique, 1770, p. vi.
32. Du Halgouet, Le duché de Roban, p, 56.
noscabada por esos obstáculos; además, los comunales y derechos
de pasto, al ofrecer a los pequeños cultivadores y a los braceros la
posibilidad de vivir estrechamente de algunos beneficios demasiado
fáciles, alentaban su «indolencia», y léase en ello que apartaban sus
brazos del servicio de las grandes explotaciones. Estaba también el
gusto por el individualismo: esos obstáculos «deshonraban» a la
propiedad.
Y resultó que, hacia mediados del siglo, las nuevas ideas ganaron
para sí a los poderes; así ocurrió con Estados Provinciales que, como
los del Bearn desde 1754 y los del Languedoc y Borgoña hacia la
misma época, abrazaron con gran tenacidad la causa de las transfor­
maciones agrarias, y también con intendentes y despachos suyos e
incluso con ministros y grandes funcionarios. Bertin, Interventor
General de 1759 a 1763 y luego Secretario de Estado, ayudado
— hasta enero de 1769— por su amigo y consejero ordinario Daniel
Trudaine, pone en píe el proyecto de reformas moderadas, animadas
por un prudente empirismo. En los despachos de la Intervención Ge­
neral, $obre todo, que hasta 1773 tienen en sus manos prácticamente
la dirección de los asuntos agrícolas, un hombre, el intendente de
finanzas d’Ormesson, en nombre de efímeros ministros, guía con
mano firme la administración por los caminos de lo que su mentali­
dad rígida y sistemática considera que es el verdadero progreso.
Una serie de medidas legislativas tomadas, en general, tras pre­
vias encuestas, traducen en actos esas posiciones teóricas. Natural­
mente, se procede provincia por provincia, pues la Francia del Anti­
guo Régimen estaba imperfectamente unificada. De 1769 a 1781 es
autorizado mediante edictos el reparto de los bienes comunales en
Trois Evéchés, Lorena, Alsacia, el Cambrésis, Flandes, Artois, Bor­
goña, la generalidad de Auch y Pau. En otras regiones, en forma
dispersa, disposiciones o sentencias de alcance puramente local —pro­
cedentes del Consejo del Rey o de los poderes regionales— permi­
ten la misma operación pueblo por pueblo. En Bretaña, por simple
aplicación de una jurisprudencia favorable a los señores, las enajena­
ciones de landas siguen adelante a fuerte ritmo. Además, las venta­
jas de todo tipo, especialmente fiscales, que fueron concedidas a las
roturaciones, impulsaban a la puesta en cultivo de muchas tierras an­
tiguas dedicadas por costumbre o tolerancia al apacentamiento co­
mún, y favorecían en la práctica su usurpación, unas veces por parte
de los ricos y otras por parte de la masa de pequeños roturadores.
Igual movimiento contra las obligaciones colectivas. Los Estados
del Languedoc, en 1766, obtienen del Parlamento de Toulouse una
sentencia que prohíbe en gran parte de la provincia la abertura de
heredades obligatoria, en principio y salvo parecer contrario de las
comunidades. El Parlamento de Rouen la proscribe totalmente en el
caso de ciertos forrajes, y lo mismo hacen el Consejo Soberano del
Rosellón y, en ciertos sectores de su jurisdicción, el Parlamento de
París. En otros lugares, tribunales de bailía, intendentes e incluso
simples comunidades, aunque ordinariamente bajo inspiración de las
autoridades superiores, toman análogas disposiciones en favor de los
prados artificiales. En 1767, por impulso de d’Ormesson, entra en
campaña el gobierno de la monarquía. Suprimir pura y simplemente
la obligación de la abertura de heredades parece una revolución de­
masiado importante, que corre demasiados riesgos de provocar «emo­
ciones» populares, y que por lo tanto no se puede abordar. Pero por
lo menos se juzga razonable, y ya eficaz, enfrentarse a dos antiguos
usos. Para empezar la prohibición de cercar; libre ya de cerrarse con
lo suyo, el propietario, si consiente al gasto de una barrera o una
zanja, será verdaderamente el amo de su campo y, en toda época,
podrá negar el acceso a él de los animales del vecino. En segundo
lugar el tránsito (parcours) entre comunidades, que al someter toda
reforma al acuerdo de varios pueblos hacía prácticamente imposible
que cada grupo, separadamente, si lo deseaba, restringiera en sus
tierras el rigor del pasto. De 1767 a 1777, en Lorena, los Trois
Evéchés, el Barrois, el Hainaut, Flandes, el Boulonnais, la Champag­
ne, Borgoña, el Franco Condado, el Rosellón, el Bearn, la Bigorre
y Córcega, una serie de edictos establecen la libertad de cercamiento.
De 1768 a 1771, en Lorena, los Trois Evéchés, el Barrois, el Haunaut,
la Champagne, el Franco Condado, el Rosellón, el Bearn, la Bigorre
y Córcega es suprimido oficialmente el tránsito.
La tentativa — a la que no fue en absoluto ajena la obra em­
prendida del otro lado del canal de Ja Mancha por el Parlamento in­
glés— era de enorme magnitud. Finalizó bastante bruscamente. El
edicto del Boulonnais, que es de 1777, señala el final de los «edictos
de cercados». Además, no era por su parte más que el resultado de
tratos iniciados ocho años antes. El movimiento, de hecho, se detuvo
ya en 1771. A partir de entonces no se encuentran más que algunas
medidas muy locales y dispersas. Aires de timidez y de desánimo
parecen afectar a las mentes; los administradores, si son consultados
sobre los efectos de las reformas antiguas y la posibilidad de otras
nuevas, aconsejan casi siempre, para el futuro, prudencia y abstención.
Y es que el ensayo de gran política agraria había chocado con dificul*
tades insospechadas por sus primeros autores. La sociedad rural del
Antiguo Régimen, por la misma complicación de su armazón, ofrecía
para la transformación de las viejas costumbres múltiples obstáculos,
tanto más difíciles de prever y de superar cuanto que su naturaleza
variaba según las regiones.

Dejemos a un lado, si se quiere, ciertos móviles de oposición,


que sin embargo podían ser en algunos casos muy poderosos: entre
algunos nobles, el temor de que las nuevas barreras impidieran la
caza, placer y orgullo de su clase (¿acaso los monteros de Su Majes­
tad, en las tierras dependientes de las capitanías reales, no prohibían
cuidadosamente los cercados?); entre muchos administradores, prin­
cipalmente magistrados, el respeto de los derechos adquiridos, de
«esa especie de propiedad perteneciente al cuerpo de las comunida­
des de habitantes», como decía respecto a la abertura de heredades
el Fiscal General de París (no queriendo ver en la propiedad más que
su aspecto individual, los economistas, a su modo, eran revolucio­
narios); entre gran número de personas, a menudo de los mismos
medios, el temor a toda transformación que, afectando al orden esta­
blecido, pudiera correr el riesgo de resquebrajar todo el edificio so­
cial y en especial los privilegios señoriales, que los agrónomos más
atrevidos gustaban de considerar con la misma reprobación que las
obligaciones colectivas; y estaba por fin, más simplemente, el culto
a la tradición en sí. Ese «dominio de la costumbre», que se oponía
tanto a las novedades técnicas como a las reformas del derecho
agrario, se encontraba en todos los universos. Alentado por los fra­
casos de algunos innovadores más entusiastas que hábiles, inspiraba
la desafección de muchas personas ricas y relativamente instruidas;
así «Nuestros Señores» del Parlamento de Nancy, burlándose de las
posiciones agronómicas del intendente La Gaíaíziére. Pero en ningún
medio estaba más extendido y era más fuerte aquel dominio que en
las masas campesinas, en las que se confundía con el oscuro senti­
miento de los peligros con que la revolución agrícola amenazaba a los
de abajo.
Incluso quedándose en el terreno de los intereses elementales,
con una simplificación indispensable pero que no deja de deformar
la móvil realidad, las transformaciones de la técnica y de las leyes
afectaban en todas partes de modo diverso a las diferentes clases
que, directa o indirectamente, vivían de la tierra. Variaciones regio­
nales muy acentuadas matizaban, además, esos contrastes. Desde
luego, las clases no siempre tenían una idea perfectamente nítida
de su posición económica, y sus propios contornos eran a veces muy
indefinidos. Pero precisamente la revolución agrícola tuvo por efec­
to el fortificar y aclarar en ellas el sentimiento de los antagonismos
necesarios y, en consecuencia, la consciencia de su propia existencia;
dio ocasión a sus miembros para concertarse con vistas a una acción
común: a los señores en los Estados provinciales o los Parlamentos, y
a los campesinos de todos los niveles en las asambleas de comunida­
des, en espera de que la Revolución política de 1789 les permitiera,
en los cahiers, expresar deseos en los que a menudo se dejaría oír
el eco de las controversias de los anos anteriores.
Con respecto a la abolición de las obligaciones colectivas y, más
en general, a la supresión de los barbechos, que amenazaba con re­
ducir los pastos, la posición de los braceros, a la que hay que añadir
la de los pequeños labradores, siempre con el peligro de pasar al
proletariado, no presentaba equívocos. Sin tierras o con muy pocas,
acostumbrados a cultivar día a día sus pequeñas parcelas, demasiado
poco instruidos para adaptarse a métodos nuevos, y demasiado pobres
para intentar mejoras que forzosamente exigían una cierta inversión,
por pequeña que fuera, no tenían ningún interés por aquella refor­
ma, de la que no podían aprovecharse. De ella, en cambio, podían
temerlo todo. Porque la mayoría de ellos poseían algunos animales,
a los que no podían dar más alimento que el que les proporcionaban,
junto a las tierras comunales, los campos cosechados sometidos al
apacentamiento común. Claro que los reglamentos que presidían el
apacentamiento, ordinariamente, fijaban la parte de cada habitante en
proporción a sus bienes raíces, y favorecían con ello a los ricos; pero,
o bien esos mismos reglamentos, o bien una simple tolerancia que
los agrónomos gustaban de considerar usurpación,31 permitían casi
siempre al pobre, aunque no tuviera un solo palmo de tierra suya,
enviar algunas cabezas de ganado a los barbechos. Privados de ese

33. Arch, Nat., H 1495, n.° 33 (Soc. d’Agriculture d’Angers) y Anuales


d'Uistoire Économique, 1930, p. 523, n. 2.
recurso, esas gentes humildes corrían el riesgo, o de morir de ham­
bre, o de caer, con respecto a los labradores o a ios grandes propie­
tarios, en una dependencia mucho más estrecha aún que en el pasa­
do. ¿Cómo habrían podido equivocarse? Unánimes en su resistencia,
formaron en todas partes las fuerzas de choque de los partidos rura­
les opuestos tanto a los perfeccionamientos ensayados por propieta­
rios aislados como a los propios edictos de cercados. Su mano se
encuentra en todas las destrucciones de cercados en las que se ex­
presó el descontento colectivo provocado por las iniciativas de algu­
nos individuos, en Auvergne o en Alsacia, o por la legislación, en
el Hainaut, Lorena o la Champagne.
El problema de los bienes comunales encontraba a esas gentes
mucho menos unidas. Indudablemente, todo ataque a los bienes de
la colectividad reducía por fuerza esos derechos de apacentamiento
a los que la gente humilde era por tantas razones afecta. Para ios
proletarios del campo, no obstante, el reparto podía tener sus atrac­
tivos; ¿acaso no les daba ocasión para realizar aquel sueño tanto
tiempo acariciado, de convertirse, a su vez, en propietarios? Claro
que con una condición, la de que el reparto se realizara de un modo
favorable a los habitantes más modestos. Contra el brutal o insidioso
acaparamiento de los pastos comunes por parte de los señores o de
los «gallos de pueblo», sin compensación para los pobres, al igual
que contra las «enajenaciones» (afféagements) bretonas, por ejemplo,
los braceros, al igual que la mayor parte de campesinos, se oponían
con fuerza. Lo mismo contra las decisiones de ciertas comunidades
dirigidas por los grandes propietarios, que no dividían la tierra co­
mún más que para repartirla en proporción al tamaño de las propie­
dades ya constituidas. Los edictos reales tuvieron más en cuenta el
interés de la masa, En significativa manifestación de la tradicional
deferencia para con las poblaciones campesinas —aunque entre los
administradores ésta tendiera cada vez más a ceder ante la preocu­
pación de la producción— , prescribían el reparto por familias,34 Así
concebida, salvo en las regiones de montaña, en las que en la masa
rural no había a decir verdad nadie con interés por reducir los pastos,
k operación complacía a los braceros, siempre dispuestos a conver­

34. De todos modos, el edicto referente a Alsacia da opción a la comuni­


dad entre el reparto y el arrendamiento al mejor postor. Ignoro las razones
de ese particular sistema, mucho más favorable a los ricos.
tirse en roturadores. En Lorena, por ejemplo, fueron ellos quienes
aprovecharon la mayoría que su número les daba en las asambleas de
parroquia, mayoría a veces aplastante, para imponer a los labradores
recalcitrantes la aplicación de las leyes de reparto,
En el otro extremo de la escala social, los intereses de los se­
ñores se regían por consideraciones diversas, a veces contradictorias
y muy diferentes según los lugares. Ellos eran grandes propietarios,
que tenían ordinariamente grandes parcelas, propicias a las mejoras
agrícolas y al cada cual en su casa. Por otra parte, participaban de los
derechos colectivos, no sólo al mismo título que los demás habi­
tantes, sino, en bastante provincias, mucho más ampliamente que el
común de los campesinos. Unas veces privilegios precisos reconocidos
por la costumbre, como en Lorena y una parte de la Champagne el
«rebaño aparte» y en el Bearn las «hierbas muertas», y otras un
abuso que tomaba fuerza de ley, o casi, como en el Franco Condado,
les permitían mantener, en las tierras comunales y en los pastos, reba­
ños casi ilimitados. Esos favores habían pasado a ser tanto más lu­
crativos cuanto que las transformaciones de la economía aseguraban
a la ganadería preciosas salidas, y le abrían al mismo tiempo todas
las facilidades para una explotación de forma capitalista; sí, el «re­
baño aparte» de Lorena, arrendado a poderosos empresarios, propor­
cionaba la lana de numerosas manufacturas y abastecía de carne a
París. Como expresión del egoísmo de clase, nada más claro que la
política de los señores del Bearn, amos del Parlamento y de la
mayoría de los Estados: libertad de cercar en las tierras de cultivo
temporal, los coteaux, de los que poseían amplios sectores; nada de
cercados en las «plaines», donde todas las parcelas, incluso las suyas,
habían quedado demasiado pequeñas y estaban demasiado imbricadas
entre sí para que valiera la pena cerrarías; mantenimiento del dere­
cho de «hierbas muertas», a pesar de las barreras, o bien redención
con una tarifa elevada. Sobre el segundo punto tuvieron que ceder;
respecto a los otros dos, los más importantes, ganaron. Exceptuadas
las «plaines» del Bearn, en ningún lugar pusieron obstáculos los
señores a la libertad de cercar; sabían que serían los únicos que
aprovecharían sus campos bien redondeados Pero la supresión del
tránsito, que corría el riesgo de restringir la extensión útil de los
privilegios de pasto, iba contra sus más queridos intereses, y a ella se
opusieron en casi todas partes; en Lorena y el Franco Condado,
apoyados por los Parlamentos, consiguieron impedirla.
Desde siempre habían codiciado los bienes comunales. Durante
todo el siglo mantuvieron sus esfuerzos por acapararlos. P^rg el pro-
pió reparto legal, generalmente, no les era nada desfavorable; los
edictos, en principio, preveían la aplicación del derecho de triage,
y, al no definir con detalle sus modalidades, daban paso a una juris­
prudencia favorable a todas las pretensiones. Obtener, sin abrir la
bolsa, la tercera parte de los terrenos repartidos, era una presa ten­
tadora. En Lorena los señores se unieron a los braceros para presio­
nar a las comunidades.35
Los labradores no constituían, ni mucho menos, una clase per­
fectamente unida. En casi todas partes, no obstante, estaban de
acuerdo sobre un punto particularmente delicado. Si tenía que ha­
cerse por familias y apartando el tercio señorial, se oponían unáni­
memente al reparto de los bienes comunales. Hecha así, la opeeración
incrementaba sus tierras con pedazos, a su modo de ver, ínfimos.
Los privaba de derechos de pasto tanto más valiosos cuanto que, en
los rebaños comunales, sus animales eran los más numerosos. Y final­
mente, la transformación de los jornaleros en pequeños propietarios
corría el riesgo de quitar a las explotaciones una mano de obra de
la que tenían gran necesidad. ¿Acaso el bracero, decían en 1789 en
su cahier los grandes y medianos campesinos de Frenelle-Ia-Grande,
no está «esencialmente destinado, en los campos, a servir de ayuda al
labrador»?36 Es característico que en Languedoc los Estados, que
eran de hecho los amos de la política agraria, prefirieran el arrenda­
miento al reparto; así satisfacían a un tiempo a los señores, a los
que se había cuidado de reservar la facultad de reclamar, llegado
el caso, el acotamiento, y a los campesinos de buena posición, los
únicos capaces de tomar el arriendo.37 Era la hábil realización de la
unión de los poseedores. En Lorena, donde la constelación de fuer­
zas se formó siguiendo otras líneas, la batalla por los bienes comu­
nales —los labradores contra los braceros y señores agrupados— tomó
las proporciones de una verdadera lucha de clases.

35. No obstante, el Parlamento se opuso allí a los edictos de reparto,


quizá porque no reconocían el triage más que a los administradores de la alta
justicia, poco numerosos en el ducado; queda ahí, a pesar de todo, un punto
bastante oscuro.
36. E. Martín, Cahiers de doléances dti bailliage de Mirecourt, 1928, p. 90,
37. Amales d’Histoire Économique, 1930, p. 349.
En cuanto a lo demás, los labradores estaban muy divididos. Los
más ricos, sobre todo arrendatarios, más que propietarios, tenían más
o menos los mismos intereses que la burguesía terrateniente. Aislada­
mente, a menudo tendían a intentar conseguir una parte de los
bienes comunales. A veces, cuando podían obtener de las comuni­
dades que el reparto se hiciera en proporción a la fortuna rústica o
a los impuestos, presionaban para que se hiciera. En tanto que po­
seedores o explotadores de campos bastante extensos, formados por
concentración de parcelas, fácilmente se adherían a la causa del culti­
vo continuado y de los forrajes. No pedían más que cerrar sus pose­
siones, tanto más cuanto que los edictos, por un singular abuso, con
sólo una excepción —Flandes y Hainaut— , permitían que quienes
levantaban cercas siguieran aprovechando sin ninguna restricción de
la abertura de heredades en la parte de las tierras que había quedado
abierta: |todas las ventajas y ningún inconveniente!
La masa, por el contrario, incluso entre ios campesinos propieta­
rios, era mucho más afecta a los antiguos usos. ¿Rutina? Sin duda.
Pero también muy certera intuición de los peligros del momento.
Dé todos modos, para esas gentes de modesta fortuna y cuyas po­
sesiones obedecían aún a las antiguas configuraciones de las parce­
las de cultivo, la adaptación a un régimen económico nuevo habría
sido dificultosa. Las reformas, concebidas para servir a otros inte­
reses, añadían a esas razones de inquietud sus propias amenazas.
Los ricos, en general, tenían prados, y en ellos encontraban los re­
cursos necesarios para suplir el pasto colectivo; la libertad de cercar
les facultaba para reservarse completamente esa preciosa hierba. Los
labradores medios no los tenían casi nunca, o tenían muy pocos;
para la vida de sus animales tenían necesidad de los pastos comunes
y de los derechos colectivos sobre las tierras de labor y los prados
de los demás. A decir verdad, sus campos podían dar forrajes. Pero
para ellos esa innovación del cultivo comportaba muchas dificulta­
des, sobre todo en las regiones de parcelas alargadas. La rotación
difícilmente podía modificarse en ellas más que haza por haza, y ha­
bía que ponerse de acuerdo. Ese acuerdo, en realidad, no era impo­
sible. En diversas comunidades de Lorena, hacia finales del siglo xvni,
se había logrado delimitar, ordinariamente en los extremos de las
hojas de tierra, espacios regularmente dedicados a los prados artifi­
ciales. Pero, durante el año habitualmente dedicado al barbecho, con
la consiguiente abertura de heredades, ¿cómo proteger esos rincones
privilegiados contra las iniciativas de todos aquellos que tenían in­
terés en el mantenimiento del antiguo apacentamiento?; se trataba,
no solamente de los braceros, sino también de los señores, si tenían
rebaño aparte, y de los principales propietarios que podían haber ce*
rrado sus propias posesiones, pero no querían renunciar a los bene­
ficios del apacentamiento en las de sus vecinos. ¿Se habían de sus­
traer todos los forrajes, en principio, a los derechos colectivos? En
algunas provincias, ya se ha visto, así lo decidieron reglas o senten­
cias, y en otros lugares fueron disposiciones tomadas por las comu­
nidades. En el Cambrésis y el Soissonnais parece que ordinariamen­
te éstas fueron respetadas, pero en otras regiones, frecuentemente,
se recurría contra ellas por la justicia y eran anuladas —sobre todo
en los lugares afectados por los edictos de cercados— Porque
éstos eran tajantes: para escapar a la abertura de heredades había
que cercarse. Y precisamente eso era muy difícil de realizar para
los labradores de mediana fortuna. El cercamiento era siempre cos­
toso, sobre todo en aquel momento en que la carestía de la madera
suscitaba innumerables quejas; más aún lo era, y se hacía verdadera­
mente impracticable, cuando se trataba de cerrar parcelas estrechas
y muy alargadas, de desmesurado perímetro con respecto a la super­
ficie. De hecho, el cercamiento, líbre pero exigido como condición
necesaria para el cierre de los campos, conducía a una especie de
monopolio de los ricos. Cortaba a los otros explotadores el acceso a
los perfeccionamientos técnicos, a los que los más advertidos aspira­
ban. Cómo asombrarse de que el conjunto de los labradores, sin
duda capaces de desprenderse poco a poco de ios antiguos usos, pero
con la condición de que se íes hiciera fácil la evolución, se fueran
encontrando poco a poco de acuerdo en todas partes con los braceros,
que pedían pura y simplemente el mantenimiento del estado de cosas
tradicional, para protestar contra la política agraria de la monarquía.
Lo que habían intentado los reformadores era, en el fondo, como
decía el Parlamento de Nancy, un cambio total de la antigua «econo­
mía campesina» (économie champétre), o más bien del orden social.
No habría que creer que sus ojos fueran absolutamente ciegos a la

38. En Aisacia el edicto sobre los bienes comunales, del 15 de abril de


1774, permitía cerrar al pasto un arpende de prados artificiales por cabeza de
ganado empleada en el cultivo. Es, en ese sentido, la única medida tomada bajo
el Antiguo Régimen por el poder central.
gravedad de esa transformación. No habían medido desde luego en
su justo alcance la resistencia de la mayor parte de los campesinos.
Pero sabían que los de abajo, especialmente los braceros, corrían el
riesgo de verse aplastados. El arzobispo de Toulouse, afecto sin em­
bargo a la causa de la nueva agronomía, ¿acaso no confesaba en 1766,
en los Estados del Languedoc, que la abertura de heredades podía ser
«vista como continuación de una sociedad necesaria entre los ha­
bitantes de una misma comunidad y que contenía una igualdad toda­
vía justa»? No todos los agrónomos aceptaban sin preocupación
las temibles consecuencias de la revolución agraria. Estas hacían va­
cilar al ministro Bertin y a su auxiliar Trudaíne. A un observador
inteligente, el presidente Musac, del Parlamento de Metz, íe hacían
temer un éxodo rural que, despoblando los campos, podía privar a
los principales propietarios tanto de mano de obra como de consu­
midores para sus productos.39 Ante esa eterna tragedia de las mejo­
ras humanas, los más osados, sin embargo, no retrocedían. Querían
el progreso y aceptaban que produjera víctimas. A ellos no les repe­
lía en absoluto una organización económica que pusiera al proleta­
riado en una dependencia más estricta que en el pasado con respecto
a los grandes productores. Los propósitos de los innovadores, a me­
nudo, no dejaban de tener su dureza. La Sociedad de agricultura de
Orleans, en 1784, preocupada por la escasez y la carestía de la mano
de obra, rechazaba, es cierto, la idea de obligar a los artesanos a em­
plearse para las cosechas, porque «la mayor parte no está acostum­
brada a un trabajo penoso»; pero proponía prohibir el espigueo a
las mujeres y las hojas del campo; obligadas a buscar otros recursos,
serían mano de obra buena para la cosecha; ¿acaso no estaban acos­
tumbradas, efectivamente, «a tener el cuerpo doblado hacia la tierra»?
Con frecuencia los administradores se negaban a considerar la mi­
seria más que como resultado de una culpable «holgazanería».40

39. Parece, por otra parte, que ese éxodo se hizo yn sentir en el siglo xvnr:
cf. una memoria (sin duda de d’Essuile) sobre el reparto de los bienes comu­
nales, Arch. Nat., H 1495, n.° 161 (la necesidad de detener la emigración hacia
las ciudades y la mendicidad de los «pobres sujetos» se da como uno de los
motivos que abogan en favor del reparto y del reparto por hogares), y, res­
pecto al Hainaut, Amales d’Histoire Écommiqtse, 1930, p, 531.
40. Arch. Nat., K 906, n.° 16 (Soc. d’Orléans). En 1765, el intendente de
Burdeos escribía, a propósito de la escasez de los granos: «Esta carestía, que por
la atracción de la ganancia trae infaliblemente la abundancia, puede muy bien
despertar ias quejas de algunas personas del populacho sumidas en la miseria
A decir verdad, tan cruda inhumanidad hubiera conmovido a las
almas sensibles. Pero éstas se reconfortaban con el maravilloso opti­
mismo que la economía dominante, prima del Dr. Pangloss/S^feía
de legar a la escuela «clásica» del siglo siguiente. ¿Acaso no es cosa
reconocida, como escribía en 1766 el subdelegado de Montier-en-Der,
que «todo lo que es ventajoso para el público, necesariamente pasa
a serlo para el pobre»?; en otras palabras, que la felicidad del pobre,
cuya esperanza debe estar toda en encontrar fácilmente trabajo y no
conocer el hambre, acaba por salir tarde o temprano de la prospe­
ridad del rico. «En general», decía Calonne, entonces joven intenden­
te de Metz, «no siendo los braceros y jornaleros, con respecto a los
cultivadores, más que como lo accesorio con respecto a lo principal,
no hay que inquietarse por su suerte cuando se mejora la de los
cultivadores; es principio constante el de que aumentando las pro­
ducciones y las subsistencias en un lugar se mejora la situación de
todos los que en él habitan, a todos los niveles y en todas las condi­
ciones; la transferencia se hace por sí sola, y sería conocer muy mal
el orden natural de las cosas tener sobre eso la menor duda. Tanto
en Francia como en Inglaterra, antes que los problemas de la indus­
tria, los problemas agrícolas dieron por primera vez ocasión a lo que,
a falta de otra palabra mejor, hay que llamar la doctrina capitalista,
para expresar, con la candidez de la juventud, a un tiempo las inge­
nuas ilusiones y la crueldad de su admirable, de su fecundo ardor
creativo.

No obstante, ni las reformas jurídicas del último tercio del siglo


ni, más en general, el movimiento hacia los perfeccionamientos técni­
cos, habían llegado a modificar muy sensiblemente la fisonomía agra­
ria del país. Las únicas regiones que, incluso en su paisaje, experi­
mentaron una verdadera metamorfosis, fueron aquéllas a las que la
revolución llegó en el momento en que empezaban a dejar de ser
tierras de pan llevar para dedicarse por entero a ios pastos: el
borde oriental del Hainaut y el Boulonnais, En el curso del siglo xvm,

porque'lo están en la holgazanería; pero las quejas de esa especie no merecen


más que el desprecio»: Arch. de ía Gironde, C 28 No es difícil —en otro
lugar he intentado hacerlo— reunir muchos textos del mismo orden, a propó­
sito de los bienes comunales o de la legislación sobre los cercados.
5 2. — BLOCH
los progresos de las comunicaciones y de los intercambios económi­
cos y la vecindad de grandes extensiones cerealísticas, capaces de
mantener a los pastores, y de ciudades dispuestas a absorber la car­
ne, permitieron a esas zonas renunciar por fin al antiguo dominio
del grano, para aprovechar las particulares facilidades que suelo y
clima ofrecían en ellas para la cría o el engorde. La transformación
fue conducida por los grandes propietarios, los únicos que podían
aprovecharse de una economía nueva. La libertad de cercar que ha­
bían reclamado la usaron para plantar, en torno a sus prados anti­
guos o nuevos, numerosos setos, que los protegían contra los dere­
chos colectivos, derrochadores de hierba. En lugar de las tierras de
labor despejadas, por todas partes, los verdes setos. En otras regiones,
en forma dispersa, se veían surgir igualmente barreras, ordinaria­
mente en tierras señoriales o burguesas. También allí, en su mayor
parte, en torno a prados. Era sobre todo la hierba lo que se trataba
de defender. Los campos mucho menos a menudo. Igual vacilación
en el progreso del cultivo propiamente dicho: salvo en algunas pro­
vincias particularmente evolucionadas, como Normandía, el barbecho,
al final del siglo, continuaba practicándose ampliamente en la in­
mensa mayoría de las parcelas campesinas, e incluso en buen número
de propiedades más extensas. Y es que, en gran parte del reino, sobre
todo en las regiones de campos alargados, para hacer triunfar las
nuevas técnicas, habría sido precisa una transformación aún más
profunda que aquélla cuyo proyecto habían acariciado los reforma­
dores agrarios, habría sido precisa, como en Inglaterra y diversas
regiones de Alemania, una remodelación completa de las tierras.
Un obstáculo, ante todo, impedía al labrador cercar, o en gene­
ral liberar su tierra de toda obligación, y obstaculizaba incluso las
tentativas de los más ricos propietarios. Era la fragmentación, ley
de las pequeñas explotaciones, a la que ni siquiera los grandes, a pesar
de la concentración de las parcelas, lograban escapar del todo. Agru­
par esos campos dispersos, de escasa extensión y forma incómoda, en
algunas piezas extensas de un solo tenedor, provistas cada una de
un acceso desde un camino: sobre el papel, el método era muy sen­
cillo. Inglaterra, de hecho, lo practicaba; todo acto de cercamiento, o
casi, decidía allí al mismo tiempo una redistribución de las posesio­
nes, y los cultivadores no tenían más remedio que someterse a esa
prescripción. Ahora bien, esa obligación, natural en un país en el que
ía mayor parte de tenencias no habían logrado conquistar la perpetui­
dad, ¿era concebible en Francia? Ni economistas ni administrado­
res pensaron siquiera en la posibilidad. Se limitaban a pedir que se
favorecieran los intercambios. Pero los campesinos estaban apegados
a los hábitos antiguos, conocían cada uno su tierra y desconfiaban de
la del vecino, trataban de disminuir el riesgo de accidentes agrícolas
—de «orvales», como se decía en el Comté— dispersando los cam­
pos por todo el término de tierras y finalmente, no sin razón, daban
en temer los peligros de aquella operación que forzosamente habría
sido conducida por los señores y los ricos; incluso en las provincias
en las que, como en Borgoña, mediante exenciones fiscales, la ley
trató de facilitar los intercambios, ellos se resolvieron a realizarlos
sólo excepcionalmente, y más raramente aún se prestaron a las redis­
tribuciones generales intentadas por algunos nobles agrónomos. La
fuerza de la propiedad campesina, nacida de la costumbre en un
tiempo en que la tierra era más abundante que el hombre, y conso­
lidada luego por la jurisdicción real, no solamente había moderado
las conquistas del capitalismo rural. Hacía de freno respecto a la revo­
lución agrícola retrasándola, pero impidiendo al mismo tiempo que,
con su brusquedad, afectara demasiado cruelmente a las masas rura­
les. Los braceros, que no habían llegado a acceder a la posesión de
la tierra o la habían perdido, eran las inevitables víctimas de las
transformaciones de la técnica o de la economía. Los labradores, en
cambio, podían conservar la esperanza de adaptarse lentamente y
sacar provecho de ella.

SUPLEMENTO AL CAPÍTULO 6

A los inicios de la revolución agrícola se ha hecho referencia en los


capítulos 2 (roturaciones en el siglo xvin, transhumancía, abertura de
heredades, regímenes agrarios), 4 (señorío y vida rural en los siglos xvn
y x v i i i ) y 5 (evolución de las comunidades rurales y familiares en el si­
glo x v iii y principios del x ix ). En todas partes se han visto manifestarse
a la vez, en el siglo x v iii, los progresos técnicos, la «lucha por el indivi­
dualismo agrario» y el asalto a las prácticas comunitarias. La formación
de un paisaje con cercados de seto vivo en Thiérache en el siglo x v iii
mediante el "accourtillage”, es decir, la transformación de los campos de
labor en prados, revela la «evolución de los campos de Thiérache hacia
el pasto», lo que se ha observado en muchos otros lugares de Francia (su-
pra, p. 201). Hay que destacar dos hechos. En primer lugar la importancia
cada vez mayor de la «influencia de la coyuntura económica, en su ritmo
nacional o mundial», sobre la vida rural: olvidarlo es un grave error.
«¡Como si a partir del siglo xvm el productor, destinado cada vez más a
cosechar para vender, no se hubiera encontrado en creciente dependencia
respecto a la curva de ios precios!» (1941, p. 159). Un importante resul­
tado de las investigaciones de A. Lequeux sobre el “accourtillage" en
Thiérache consistió en «mostrar que el movimiento no fue sólo obra de
los ricos. Los que lo llevaron a cabo eran, en gran parte, gentes de posi­
ción bastante modesta. En cuanto a las razones que, en el siglo xvm,
precipitaron el ritmo de la evolución, Lequeux [...] tiende a atribuir
cierta influencia a la “inflación" de Law, sin duda porque produjo el
alza del precio de los productos de intercambio, y por lo tanto de los
productos de la ganadería. El alza general de los precios en el siglo xvm
tuvo, me imagino, un efecto más duradero. ¿No habría que tener también
en cuenta el mercado que los núcleos urbanos del norte, en pleno desarro­
llo, ofrecían entonces para la carne? ¿No habría que considerar también
la creciente amplitud del roulage, como procedimiento utilizado por los
“hourriats" de Thiérache?» (III, 1943, p, 107).

I ntervención del E stado


Es a partir del siglo xvm cuando se manifiesta en Francia la interven­
ción sistemática del Estado en la agricultura a través de sus disposiciones
legislativas y su ayuda técnica (1936, p. 403). Indirectamente, eso fue
también resultado del desarrollo de las vías de comunicación, que per­
mitió el aumento de los intercambios y un principio de especiaüzación
agrícola de las regiones. J. Levron, Les routes de la Haute-Marcbe et des
pays circonvoizms au XVU le stecle, Guéret, 1930, «aporta una interesante
contribución a la historia de los esfuerzos realizados por el Antiguo Régi­
men en sus últimos tiempos para mejorar, incluso en las provincias más
pobres, la red de caminos, tan defectuosa desde mucho tiempo atrás; fue­
ron esfuerzos coronados, en suma, por un «preciable éxito, a pesar de los
obstáculos de una organización administrativa particularmente enmaraña­
da. Merecen ser destacadas algunas observaciones de alcance general: ine­
xactitudes del mapa de Cassini; desaparición entre el siglo xvi y el xvm
de un “camino directo" de París a TouJouse, y, en conjunto, variabilidad
de los antiguos trazados (la vía romana de Lyon a Limoges, en su reco­
rrido por la Marche, había sido parcialmente abandonada ya antes del
siglo xvm); finalmente, a partir de 1771, organización de los “talleres
de caridad"». Se formaron al principio con parados de Aubusson, pero,
especialmente en 1789 y 1790, la institución fue solicitada por bastantes
parroquias rurales, lo que constituye un «testimonio más sobre la crisis
del proletariado de los campos al final del siglo xviri» (1931, pp. 622*
623). Marc Bloch recuerda también (p. 623) las valiosas indicaciones so­
bre la historia de las comunicaciones en el siglo xvm que da el t. VII de
la Histoire de la langue fran^aisc de F. Brunot,

P rimeros planos catastrales oficiales


Se ven aparecer entonces en Francia los primeros planos catastrales
oficiales. En su artículo desarrollado, «Les píans cadastraux de l’Ancicn
Régime», III, 1943, pp. 55-70, Marc Bloch quiso llamar la atención de
los estudiosos sobre un tipo de documentos de los que se había oído ha*
blar mucho: los planos fiscales del Antiguo Régimen, Después de haber
pensado que no habían existido (1929, p. 66), observó que con las ten­
tativas de catastro fiscal del siglo xvni sí se habían elaborado planos to­
pográficos.
En primer lugar, en regiones de talla real, en Provenza y en el Langue-
doc, a los compoix, «verdaderas matrices catastrales» elaboradas por las
comunidades a partir del final de la edad media, acabaron por añadírseles
planos, al final del Antiguo Régimen: las autoridades municipales se ins­
piraban en los terriers señoriales. «Fue, no obstante, en las regiones de
talla proporcional donde la cartografía fiscal, en el siglo xvm, tomó ma­
yor desarrollo.» Se quiso reformar la técnica del impuesto, porque la
"talla personal" se basaba en una «evaluación global y sumaria de la for­
tuna de cada contribuyente», método muy malo. Además, en el siglo xvm,
se vio también aparecer el proyecto de un catastro "general" del Reino.
En 1763, «hacia el apogeo del despotismo ilustrado francés», el ministro
Bertin trató de realizar ese "catastro”, con “enumeración” y "estimación”
de los bienes, sin prever, en cambio, planos; fue un fracaso. Pero habían
aparecido ya procedimientos de percepción más perfeccionados: la "talla
proporcional" y su aplicación particular, la "talla tarifada”. «Los recur­
sos de cada contribuyente, a partir de entonces, debían registrarse y valo­
rarse con exactitud. Así, en el futuro, ía talla sería verdaderamente "pro­
porcional" a las fortunas». Las regiones de talla real ofrecían un modelo:
los compoix distribuían las posesiones por clases y, en el interior de cada
“grado", el impuesto por unidad de superficie era uniforme. Ese sistema
de "tarifa” fue introducido igualmente, y así la talla pasó a ser talla "tari-
fada", sin que ésta se aplicara siempre al mismo tiempo que la talla pro­
porcional. En 1716 se pensó en establecer la talla proporcional en todo
el reino, aparte de las regiones de talla real, pero sin éxito. Poco a poco
se introdujo en diversas generalidades (généralités) o, como en Borgoña,
en algunos pueblos. En esos ámbitos, progresivamente, se elaboraba el
catastro de la mayor parte de comunidades. «La talla proporcional no im­
ponía necesariamente la confección de planos. Pero conducía a ella como
consecuencia casi natural.» Esos trabajos «cartográficos» fueron impulsa­
dos en tres generalidades, las de Limoges, Riom y París.
En la generalidad de Limoges, la talla proporcional fue introducida
por Tourny, intendente de 1730 a 1743. Después de haberse contentado
con pedir a los contribuyentes sus declaraciones, se utilizó un método más
seguro. «Llamado por la comunidad, un agrimensor procedía, sobre
el terreno, ai reconocimiento y medición de las tierras. Registraba los
resultados de su trabajo en un "estado general de las fincas”. Ese registro,
dispuesto según un orden topográfico, correspondía muy exactamente al
"estado por secciones" de nuestro catastro. Luego, unas veces el mismo
agrimensor y otras, más a menudo, unos "peritos abonadores", especial­
mente designados, procedían a la valoración de las posesiones, que a su
vez se pasaba al "estado general". En este caso nada de división por cla­
ses, nada de "tarifa". La renta de cada parcela se evaluaba en sí mis­
ma [...] Donde nosotros decimos "evaluación", entre los provincianos
era costumbre utilizar la palabra “abono" [...] Las parroquias con ese
tipo de catastro se denominarán, consiguientemente, "abonadas", expresión
que particularmente en el Lemosín, al parecer, expone hoy al historiador
a graves riesgos de confusión. La administración hacía elaborar luego unas
"hojas de abono" que, tomando las indicaciones dispersas del estado gene­
ral de las fincas, las agrupaban propietario por propietario. Y con ayuda
de esos documentos se establecían las listas. Ese gran trabajo de catastra-
ción fue llevado a cabo con prontitud. Del 2 de abril de 1739 al 26 de
agosto de 1759 se había hecho ya la agrimensura de 605 collecies. Luego
Turgot, intendente de 1761 a 1774, prosiguió con vigor la empresa.
Y ésta no se detuvo con él.» En 1779 habían sido "abonadas" las tres
cuartas partes de las parroquias. Ese catastro fue completado en parte con
alzados topográficos, gracias a un protegido y colaborador de Turgot, Pierre
Cornuau, antiguo ingeniero topógrafo, «gran trabajador y buen técnico,
de mentalidad abierta y lúcida, como tantas que proporcionó el siglo xviu».
Turgot y Cornuau proyectaban una «obra de gran envergadura». «Parece,
no obstante, que en conjunto, en la generalidad, se realizó un número
bastante reducido de planos parcelarios fiscales. Los proyectos de Cornuau
siempre habían encontrado adversarios, incluso entre los subdelegados del
intendente. La partida de Turgot le privó, sin duda, de su mejor apoyo.
Los pocos planos que se conservan, aparte de borradores o de documen­
tos sueltos, son de una calidad excelente», y abarcan los campos del Lemo­
sín y del Angoumois, dependientes de la generalidad de Limoges.
En la generalidad de Riom, el intendente Trudaíne introdujo la " talla
tarifada" hacia 1733. Al igual que en el Lemosín, al principio todo se
redujo a recoger las declaraciones de los contribuyentes, y luego se pasó
a una agrimensura total de las comunidades, que trataban con los técni­
cos. «Estos, en Auvergne, y lo mismo en el Lemosín, parece que no fal­
taban. Había todo un personal de feudistas, formados por la práctica de
los terriers señoriales, que no pedía más que encontrar una nueva fuente
de ganancias al servicio de las comunidades; eran burgueses de pequeñas
ciudades, en su mayor parte, o incluso de pueblos grandes, tanto hombres
de leyes como agrimensores, que, a los empleos un poco aleatorios que les
prometía su aptitud para la elaboración de catastros, unían a menudo las
más estables y honoríficas funciones de notarios reales. El agrimensor,
una vez concluido su estudio, se ponía al trabajo sobre el terreno; para la
identificación de las parcelas contaba con la ayuda de "síndicos" designa­
dos por los habitantes. En cuanto a la tarifa, a la que, a diferencia del
Lemosín, Auvergne permaneció fiel, la comunidad fijaba primero las diver­
sas clases. Luego, el reparto de las "heredades" particulares entre esas
clases lo realizaba, o bien el propio agrimensor, o bien un "perito eva­
luador", tomado en un pueblo vecino; asistidos uno u otro, también ahí,
por representantes de los habitantes. Los resultados de esos trabajos se
llevaban no, como en el Lemosín, a un estado de secciones dispuesto por
orden topográfico, sino a una especie de matriz catastral, en la que las
parcelas se agrupaban bajo los nombres de los diferentes propietarios. Ese
documento, precisamente, recibía el nombre de "agrimensura" (árpente-
rnent}.» Pero tanto en los pueblos como en la misma Intendencia, la catas-
tracíón chocaba con resistencias. «Las implicaciones sociales de las agri­
mensuras, en Auvergne, se nos aparecen mucho más claramente que en el
Lemosín.» Mientras que los pobres las deseaban, los grandes contribuyen­
tes se inquietaban, «habituados como estaban desde hacía tiempo a pagar
mucho menos de lo que hubiera exigido el estado real de sus recursos».
Por interés, por su oposición a toda novedad, no menos hostiles eran los
privilegiados, cuyos arrendatarios pagaban la talla: así, el último intenden­
te de Riom, Chazerat, hizo fracasar un proyecto de catastro general con­
cebido en los medios parisienses vinculados a Auvergne en 1785-1786;
ese «curioso episodio pone claramente de relieve, hacía el final del Anti­
guo Régimen, el antagonismo de intereses que se tejía así en torno a lo
que habría podido parecer un simple problema de técnica fiscal».
La matriz de la agrimensura no siempre iba acompañada por un plan
parcelario. «Al fin, no obstante, se realizaron bastantes; y los que conser­
vamos merecen contarse entre los bellos documentos de la historia agra­
ria. Los más cuidados estaban, como se decía, "iluminados”; entiéndase
con ello que los tipos de cultivo se distinguían por coloraciones díferen-
tes [...] La mayor parte no llevan color. Pero aclaran adecuadamente la
forma de las parcelas. Ésta resulta particularmente interesante de estudiar
en Auvergne, donde, por lo menos en las Limagnes, se encuentran nume­
rosas parcelaciones mixtas, algunas de cuyas partes presentan el aspecto
característico del “puazle", mientras que otras están formadas por cam­
pos regularmente alargados. ¿Traduce esa disposición el contraste de dos
fases de ocupación? Naturalmente, la conjetura se hará. Pero la conclu­
sión definitiva no la podrá dar más que un estudio histórico minucioso.
El día en que, con ayuda de los planos de agrimensura, así como de los
del catastro, se haya llevado a buen término esa investigación, nuestra pasa­
do rural nos revelará uno de sus más importantes secretos ([...] la agri­
mensura y el plano de Brousse-Montboissier han sido comentados muy
inteligentemente —con reproducción parcial del plano— por Gachón [... ]
[sobre ese piano, igualmente, 1941, p. 313). La extensión que las agri­
mensuras habían tomado en Auvergne, a pesar de tan feroces resistencias,
y su popularidad, en ciertos medios campesinos, no dejarían de tener sus
efectos sobre las prácticas de la época revolucionaria. La ley del 28 de
agosto de 1791 había concedido a los municipios la facultad de elaborar, a
su costa, el plano de su territorio; plano parcelario, precisaba el decreto
del 23 de septiembre. En el conjunto de Francia, sólo poquísimos muni­
cipios aprovecharon esa autorización, entre 1791 y las primeras aplicacio­
nes del gran catastro parcelario, decidido en 1807. En Auvergne, en cambio,
su número aparece relativamente considerable Prueba, una vez más,
de una continuidad de tradiciones administrativas
Finalmente, en la generalidad de París, la introducción de la talla
tarifada fue obra del intendente Bertier de Sauvigny, en 1776. También
allí la reforma dio lugar a la elaboración de planos, realizados al mismo
tiempo que las listas, por iniciativa de la propia intendencia. «Esos pia­
nos no son parcelarios. Indican simplemente, mediante una coloración
apropiada, las naturalezas de cultivo» y asemejan, «en la concepción gene­
ral y hasta en los detalles de la técnica», a los planos del catastro por
«masas de cultivo» que, bajo el Consulado, precedió al catastro parcela­
rio. La filiación es clara: «el origen de la empresa abordada en 1802 por
la administración consular [...] debe buscarse del lado de la Intendencia
parisiense. En cuanto ai historiador de la agricultura en íle-de-France, a
partir de ahora, entre los testimonios que le permiten jalonar de hito en
hito la evolución de la explotación de la tierra, es preciso que conceda un
lugar de excepción a los planos que nos han dejado los dibujantes del
intendente Bertier» (III, 1943, pp. 54-70). Sobre el plano catastral de
Córcega por masas de cultivo (1770-1796), A. Albitreccia, Le plan terrier
de la Corsé, París, 1942.
E. Justin, Les sociélés royales d'agriculture au XVIIIe siéde, Saint-
Lo, 1935 (1939, p. 449).
Arthur Young tuvo «bellas dotes de observador [...] Para interpretar
como se debe sus obras principales, y especialmente los famosos Voyages
en Frunce, es indispensable un conocimiento exacto del autor, de sus pri­
meros escritos, de su experiencia y de su mentalidad». De ahí el interés de
su biografía realizada por C. S. Haslam, Rugby, 1930 (tesis de la Univer­
sidad de Rennes). Ésta se detiene en vísperas del primer viaje a Francia,
en 1787 (1932, pp. 314-315). Se dispone ahora de la importante traduc­
ción crítica realizada por Henri Sée de los Voyages en Franee en 1787,
1788 el 1789, 1931, 3 vols. (Col, Les Classiques de la Révolution Fran­
jarse), según la edición de 1792, completada con la de 1794. Introducción
y numerosas notas de H. Sée, quien da gran crédito a Young (L. Febvre,
1932, pp, 323*324). Una colección de extractos de la traducción de 1793,
aparecida en 1930, «no está destinada a los historiadores de oficio» (1931,
p. 468). Restricciones que hacer a veces respecto al valor del testimonio
de Arthur Young, por ejemplo sobre el Bearn, donde niega equivocada­
mente la antigüedad y la importancia de la abertura de heredades (1936,
p. 269).
Capítulo 7
LAS PROLONGACIONES: PASADO Y PRESENTE

La historia rural de la Revolución francesa no puede describirse


matizadamente más que en estrecha vinculación con el estudio del
fenómeno político y de sus diversas fases. A pesar de algunas mono­
grafías regionales excelentes, la evolución agraria del siglo xix y de
principios del xx se conoce todavía demasiado poco para soportar
un resumen, sin que surjan deformaciones. En lo esencial, nuestra
exposición debe detenerse en 1789. Pero, para terminar, importa
señalar las repercusiones que ha tenido, sobre un pasado más próxi­
mo y sobre el presente mismo, el desarrollo que acaba de esbozarse.1

Las Asambleas de la Revolución, al abordar la política agraria,


no partían de una tabla rasa. La monarquía había planteado los pro­
blemas y había intentado resolverlos. El nuevo régimen tomó su re­
levo, y lo hizo con una mentalidad en muchos sentidos análoga, No se
limitó en absoluto, sin embargo, a una imitación servil. De los pasados
fracasos él sacó útiles lecciones; el nuevo régimen obedecía a una
preocupación de clase sensiblemente diferente, y finalmente trabajaba
sobre un terreno liberado de muchos obstáculos.
No cabe duda de que el pueblo de los campos, en su mayoría,
si hubiera sido líbre para actuar, hubiera vuelto simplemente a los
viejos usos comunitarios. Es lo que profetizaba en 1789 un obser­

1. Cf. sobre la Revolución, G, Lefebvre, en Afínales d’Histotre Économi-


que> 1929, con bibliografía que me dispensa de otras citas; G. Bourgín, en
Revue d’Histoire des Doctrines Économiques, 1911.
vador extranjero, el agrónomo inglés Arthur Young. En diversas re­
giones afectadas por los edictos de cercados o, como Pro venza, por
transformaciones agrarias más antiguas aún, en el curso de las agi­
taciones agrarias del principio de la Revolución, los campesinos in­
tentaron poner de nuevo en vigor, a menudo por la fuerza, los dere­
chos colectivos. Reclamaban esa vuelta atrás muchas asambleas de
parroquia en sus cahiers} y más tarde algunos municipios rurales y
sociedades populares de los pueblos. «Esa ley», escribían a propósito
del derecho de cercar los sans-adottes de Parly, en el Yonne, «no
pudo ser hecha más que por ricos y para ricos, en un tiempo en que
la libertad no era aún más que una palabra y la igualdad nada más
que una quimera». Otros cahiers, otros clubs, como la Société Po-
pulaire d’Autun, denuncian «la liga parricida» de los «agricultores
egoístas», «de los propietarios avaros» y «de los arrendatarios codi­
ciosos» que, convirtiendo en prados artificiales la mayoría de sus tie­
rras, quitan el pan al pueblo.2 Pero las Asambleas no estaban com­
puestas por braceros o pequeños labradores y no representaban su
opinión. Llenas de burgueses instruidos y acomodados, creían en el
carácter sagrado de la propiedad individual; ¿acaso un Constituyen­
te, Heurtault-Lamerviüe, no había propuesto hacer de «la indepen­
dencia de ía tierra» un artículo constitucional? Los más osados de
entre los diputados de la Convención de la gran época podían muy
bien pasar por encima de esos principios ante las necesidades de la
guerra contra el extranjero y los enemigos de 1a Revolución; pero
la mayoría, en el fondo de sus corazones, no por ello les eran menos
fieles. Por otra parte, esos hombres, penetrados por la filosofía del
ambiente, no concebían el progreso económico, en el que creían con
toda su alma, más que bajo el signo de la producción, ni el progreso
agrícola más que bajo los auspicios de los forrajes, «Sin abonos, nada
de cosechas; sin ganado, nada de abonos»: con esa máxima res­
pondía la Comisión de Agricultura de la Convención a la Société
Populaire de Nogent-le-Républicain, que había reclamado una ley
que obligara a los cultivadores al barbecho.3 Aquellos hombres ten­
dían a considerar las antiguas rutinas como un molesto legado de la
barbarie «feudal». «Los barbechos son a la agricultura», decían en

2. Arch. Nat., F w 284 (29 agosto 1793).


3. Arch. Nat., F 50 212 B.
el año II los administradores del departamento de TEure-et-Loir,
«lo que los tiranos son a la libertad».4
Muchos obstáculos que habían dificultado la política agraria de
la monarquía ya no existían. Los Parlamentos, que tantas veces se
habían interpuesto a las medidas que afectaban a los intereses seño­
riales o simplemente turbaban el orden establecido, habían desapa­
recido, y lo mismo los Estados Provinciales. Los intereses de los
propios privilegiados habían dejado de ser respetables: nada de reba­
ño aparte, de hierba muerta ni de triage. Nada, tampoco, de motivos
para inclinar la reforma en un sentido favorable sobre todo a los
muy grandes propietarios. La Revolución 110 se preocupó gran cosa
de los braceros; pero, en suma, se esforzó por dar satisfacción a las
aspiraciones de los más despiertos de entre los medíanos labradores.
Finalmente, en la nación ya una e indivisible, la legislación no había
de ser, como antes, provincial. La «ley general» en la que en otro
tiempo, en la época de los grandes impulsos reformadores del Anti­
guo Régimen, había soñado por un momento d’Ormesson, sin atre­
verse nunca a darle cuerpo, podía hacerse realidad.
La prudencia, no obstante, seguía siendo de rigor. La rotación
forzosa, a decir verdad, era demasiado contraria a la nueva noción
de la libertad, del todo individualista, para que pudiera pensarse ni
un minuto en mantenerla. Al proclamar el derecho de los propietarios
a «variar según su voluntad el cultivo y la explotación de sus tie­
rras», la Constituyente la puso fuera de la ley. En cuanto a la aber­
tura de heredades obligatoria, a veces se llegó también a plantear el
proyecto de aboliría totalmente. Pero esas propuestas nunca fueron
tomadas muy en serio. La Constituyente se contentó con proseguir
la política de los edictos de cercados, extendiéndola; proclamó así,
en toda Francia, el derecho absoluto de cercar. Añadió no obstante a
esa disposición dos prescripciones nuevas, que suprimían los más
graves inconvenientes que habían tenido, para los campesinos, las
antiguas ordenanzas, Los derechos de los propietarios a la abertura
de heredades fueron restringidos o abolidos, en proporción a las
tierras que cercaran. Por otra parte — de acuerdo con proyectos va­
rias veces esgrimidos a finales del Antiguo Régimen, y que si éste
hubiera durado y perdido la timidez que caracterizó sus últimos actos

4. [L. Merlet], Vagriculturc dans la Bcauce en Van II, 1859, p. 37,


quizás habrían acabado por hacerse realidad—5 los prados artificia­
les, a partir de entonces, quedaron prohibidos al pasto en todo mo­
mento. Era abrir a la masa de explotadores el acceso al progreso
agrícola. Al mismo tiempo, la desaparición de los derechos señoriales,
aumentando su producción, les libraba de la angustia de no traba­
jar, como decían antes, más que «para los perceptores del diezmo y
el terrazgo».6
Quedaba la cuestión de los prados naturales, o mejor de los
renadíos. También ahí hubiera podido parecer posible una ley gene­
ral, que prohibiera toda abertura de heredades antes de la recogida
de la segunda hierba. La comisión encargada por la Constituyente de
elaborar el Código Rural tuvo por un momento esa idea. Pero no
se llevó adelante. Ante la complejidad de los intereses en juego,
durante mucho tiempo, no se pasó de la política vacilante del Antiguo
Régimen: reglamentaciones locales dispuestas por los municipios, los
distritos, los departamentos e incluso — puesto que la caballería de
la República tenía las mismas exigencias que los escuadrones del
Rey— por los representantes en misión en el ejército, y asignación
de la hierba recogida, unas veces por reparto entre los propietarios
y las comunidades, y otras a estas últimas solamente. Es posible in­
cluso que en algunos lugares se entregara toda a los propietarios,
pero la Convención jacobina, respetuosa con las aspiraciones de los
pequeños campesinos, que no tenían prados, consideraba visible­
mente esas decisiones contrarias a la equidad. Los termidorianos pen­
saron las cosas de otra manera, Al prescribir, en 1795, con una me­
dida de excepcional amplitud, el cierre de los renadíos en todo el
territorio, el Comité de Salud Pública renovado los dio a los dueños
de los pastos. Ya desde el año siguiente se volvió a los edictos loca­
les, cuya costumbre se ha prolongado hasta nuestros días. Pero a
partir de entonces sólo fue considerada legal la atribución al propie­
tario, con exclusión de cualesquiera otras pretensiones, salvo quizá
ciertos usos locales. Ningún episodio mejor que ése para poner de

5. La reforma se había realizado parcialmente en Alsacia, por lo menos


oficialmente: ver sttpra, p. 495, n. 38.
6. Carta del intendente de Soissons (26 octubre 1760), en Vierteljahr-
schrift jür Sozid- und Wirtscbaftsgeschichte, 1906, p. 641. La cuestión de
saber si los nuevos cultivos debían someterse al diezmo fue muy debatida en
el siglo xvm; en general, parece que se resolvió en un sentido favorable a los
intereses de los díezmeros.
relieve tanto la continuidad del desarrollo como las variaciones de la
curva. En la policía de los prados, a los intendentes sucedieron nues­
tros prefectos; la antiquísima costumbre del apacentamiento en la
«segunda hierba» (second poil), atacado ya con pequeñas arremeti­
das en los tres últimos siglos de la monarquía, en el siglo xix acabó
de sucumbir en muchos sitios bajo asaltos igualmente repetidos y
siempre sin ley de conjunto. Pero la Revolución, más atrevida que los
gobiernos reales, tras algunas vacilaciones, cuando no tomaban la
forma del apacentamiento abolió todos los derechos de las colecti­
vidades sobre esa cosecha, y con ello orientó toda la transformación
en beneficio de algunos individuos. No sin un objetivo clarísimamen-
te definido. El decreto de 1795 se refería expresamente al «carác­
ter sagrado» de la propiedad, amenazada por ios «sistemas de inmo­
ralidad y de pereza». Es característico que ese decisivo acto fuera
obra de la asamblea transformada que acababa de reprimir duramente
los «motines del hambre» y restituía a los poseedores el monopolio
del derecho electoral.
La abertura de heredades, reducida en duración pero no suprimi­
da en los prados, en los campos de labor de los lugares en que era
tradicional, si es que no estaban cercados o se habían transformado
en prados artificiales, contribuyó ejerciéndose obligatoriamente, una
vez alzada la cosecha, durante largos años. De los regímenes políticos
que se sucedieron en Francia a partir de 1789, no hay casi uno sólo
que no pensara en aboliría, y ninguno que, por mucha simpatía hacia
la propiedad individual que le animara, no retrocediera ante el se­
guro descontento de las masas campesinas. La Tercera República
acabó por hacerse continuadora de la solución moderada aplicada
ya desde 1766 por los Estados del Languedoc: supresión, en princi­
pio, de la obligatoriedad, y derecho del municipio a pedir su mante­
nimiento. El viejo uso comunitario sigue inscrito en nuestras leyes.
La lentitud y las vacilaciones de la legislación no habían hecho
más que modelarse según la propia curva del desarrollo técnico.
Durante mucho tiempo las comunidades campesinas, sobre todo
en regiones de campos abiertos, permanecieron obstinadamente ape­
gadas a los antiguos usos. No todo era cerrar el campo: faltaba to­
davía conseguir de los vecinos que respetasen sus barreras. Bajo
la Monarquía de Julio la tradición de las roturas de cercados, cas­
tigo infligido por la perjudicada comunidad a quien los levantaba,
no estaba en absoluto muerta. Para proteger los prados artificiales,
no cercados, habría sido preciso, se decía en 1813 en la Haute-Saone,
«un guarda en cada surco». Los tribunales inferiores, basándose en
las costumbres locales, se negaron a veces, en la primera mitad del
siglo, a considerar válido el cierre de los forrajes. Poco a poco, no
obstante, al extenderse las mejoras técnicas, los derechos del indi­
viduo se hicieron reconocer mejor. Pero los cercados, exceptuando
las regiones que progresivamente sustituían los campos de labor por
pastos, fueron siempre muy escasos. La mayor parte de las antiguas
tierras abiertas siguen siendo aún en nuestros días los «campos ra­
sos» de otro tiempo; entre el paisaje abierto, el «plain», y el paisaje
de cercados, el «bocage», el contraste no es para el viajero de hoy
menos vivo que en tiempos del buen poeta Wace. La abertura de
heredades, claro está, ha perdido terreno; pero en las regiones de
campos abiertos y sobre todo de campos alargados, conservó durante
largos años su influencia en gran número de tierras, y la conserva
aún. Las Cámaras, en 1889, la suprimieron en los prados totalmente.
Al año siguiente, ante las resistencias de la opinión campesina, tu­
vieron que autorizarla de nuevo. En Lorena, en la Champagne, en
Picardía, en el Franco Condado y en otros lugares, muchos munici­
pios aprovechaban el derecho que les daba la ley para mantenerla en
los campos de labor y los pastos. El historiador inglés Seebohm,
acostumbrado a tener que interrogar a los viejos textos para buscar
en ellos la huella de las obligaciones colectivas, desde tiempo atrás
borradas de las tierras de su patria, se asombraba en 1885 de ver
con sus ojos de hombre moderno cómo los rebaños de la Beauce
erraban por las rastrojeras. La abolición legal de la rotación forzo­
sa, todavía bajo el Primer Imperio, suscitaba numerosas lamenta­
ciones. De hecho, se mantuvo durante mucho tiempo, casi tan im­
periosa como en el pasado. La práctica, en el ámbito de los campos
alargados, ha pervivido hasta nuestros días: es obligación impuesta
por la forma de las parcelas, y por lo tanto obligación moral. En las
mesetas de Lorena y los llanos de Alsacia o Borgoña, las tres «hojas»
no han dejado de oponer en primavera la diversidad de sus tintas.7
Sólo que, en casi todas partes, en aquella que antes se dedicaba al re­

7. De igual modo, las obligaciones referentes a la siega de los prados, la


cosecha de los granos y la vendimia son aún legales. Sólo las últimas, parece,
tienen todavía importancia práctica real.
poso, nuevas plantas han sustituido las escasas hierbas del barbecho.
La historia de la conquista del barbecho por el cultivo, nuevo
triunfo del hombre sobre ja tierra, tan emocionante como las grandes
roturaciones medievales, será sin duda alguna una de las más bellas
de contar, el día en que sea posible escribirla. Por el momento fal­
tan los materiales. Apenas si se entrevén algunas de las causas que
ayudaron al movimiento: llegada de los cultivos industriales; in­
vento de los abonos químicos, que, al resolver el problema del
estiércol, eliminaron la necesidad de la antigua asociación del grano
y el ganado y ahorraron a la agronomía la obsesión de los forrajes,
cuyo cultivo a gran escala había parecido a los hombres del si­
glo xvm condición imperiosa y a veces molesta de toda mejora
agrícola; especialización racional de las tierras, favorecida por el
desarrollo de una economía de intercambio europea y luego mundial;
y progreso, finalmente, de intercambios de otro orden, de los inter­
cambios intelectuales, que pasan a unir los pequeños grupos rurales
a medios más instruidos e intrépidos. Un hecho, además, es cierto:
el ritmo de la transformación, naturalmente muy diferente según las
regiones, no fue en ninguna parte rápido. Hasta en la segunda mitad
del siglo xix, más de un campo, especialmente en el este, continuó
desplegando las tierras vacías de sus «sombres» o «somarts», fre­
cuentadas por pastores y cazadores, En definitiva, no obstante, salvo
en las regiones condenadas por la naturaleza a una irremediable
esterilidad, se ha impuesto poco a poco la costumbre de exigir a la
tierra un trabajo de casi todos los años. Pero los rendimientos
siguen siendo, en promedio, inferiores a los de muchos países ex­
tranjeros. Casi en todas partes, en el mundo europeo o europeizado,
la agricultura tiende a hacerse más racional, más científica, tiende a
inspirarse en métodos técnicos y financieros semejantes, en muchos
sentidos, a los de la gran industria. En esa evolución, que es una
de las más claras características de la economía contemporánea, Fran­
cia ha entrado con paso inseguro y, en conjunto, no ha llegado tan
lejos como la mayor parte de naciones vecinas. Incluso donde ha
triunfado el monocultivo, que es una de las formas del progreso de
los intercambios — especialmente en las regiones de viñedo, y sobre
todo de pastos— , el campesino francés, a diferencia por ejemplo
del productor americano, sigue viviendo en parte de lo suyo: por lo
menos de su huerto y de su corral, y a menudo de su establo y su
porqueriza.
No es imposible distinguir algunas de las causas que explican {
esa fidelidad al pasado. La que más inmediatamente salta a la yíst^
es de orden material. La vieja parcelación de las tierras, en lo esen­
cial, en las regiones abiertas y particularmente en las de campos
alargados, es decir en algunas de las tierras más ricas, no ha cam­
biado demasiado; ha seguido sosteniendo, imponiendo las costum­
bres agrarias para las que estaba hecha. ¿Remodelarla? A menudo
se pensó en ello. Pero para conseguir una redistribución general
de las parcelas había que ordenarla. Marat, de alma dictatorial, no
retrocedía en absoluto ante la idea de semejante imposición. ¿Cómo
habrían podido seguirle los diputados de la Constituyente y de la
Convención, cómo, más tarde, los economistas y los hombres del
poder? El respeto de la independencia del propietario estaba en la
base de su filosofía social Obligar al amo de la tierra a renunciar
a sus campos hereditarios: ¿podía concebirse más cruel ataque a sus
derechos? Sin contar con que, ante un trastorno de esa envergadura,
las masas rurales, cuyas reacciones no podían dejar insensibles ni a
los regímenes no basados en el libre sufragio, no habrían dejado de
erguirse. De hecho, las remodelaciones, para las que había que con­
fiar en k persuasión, fueron siempre muy escasas. Por una verda­
dera paradoja histórica, ese mismo culto de la propiedad individual
que llevaba a los reformadores a rechazar los viejos principios comu­
nitarios, les impidió un gesto decisivo, el único que hubiera podido
eliminar eficazmente los obstáculos en que seguía trabada la propie­
dad y, simultáneamente, precipitar el progreso técnico.
A decir verdad, la remodelación habría podido alcanzarse, auto­
máticamente, mediante una simple revolución económica, que hu­
biera implicado la muerte de las pequeñas explotaciones. Pero tam­
poco esa revolución tuvo lugar.

La gran crisis que se abre en 1789 no destruyó la gran propiedad,


reconstituida en los siglos precedentes. Los nobles o los burgueses
acaparadores de tierras que no emigraron — mucho más numerosos,
incluso los primeros, de lo que a veces se imagina— , conservaron
sus posesiones. Entre los emigrados, también algunos consiguieron
conservarlas, haciéndolas comprar por parientes suyos o por personas
interpuestas, o las recuperaron con el Consulado o el Imperio. La
supervivencia de las fortunas nobiliarias en ciertas regiones de Fran-
33. — BLOCH
da -—especialmente en el oeste —es uno de los hechos peor estu­
diados de nuestra reciente historia social, pero también uno de los
más indiscutibles. La misma venta de los bienes nacionales — bienes
del clero, bienes de los emigrados— no fue un golpe demasiado
fuerte contra la gran propiedad, puesto que las propias modalidades
de la operación no fueron desfavorables a las compras por grandes
parcelas o incluso por explotaciones enteras; grandes arrendatarios
se convirtieron en grandes propietarios, ciertos burgueses continua­
ron la obra rustica, paciente y eficaz, de las generaciones anteriores,
y ciertos labradores de buena posición aumentaron su patrimonio y
pasaron definitivamente a las filas de los capitalistas rurales.
No obstante, echando al mercado tierras tan numerosas, la Re­
volución, por otra parte, fortaleció la pequeña propiedad. Muchos
campesinos modestos — especialmente en las regiones de intensa
vida colectiva en las que la presión de las comunidades se hizo sentir
incluso en las condiciones de la compra— adquirieron también parce­
las, consolidando así su situación económica. Incluso braceros toma­
ron parte en la arrebatiña, llegando así a la clase de los posesores. La
división de los bienes comunales tuvo un efecto semejante. Había
sido decidida — salvo en lo tocante a los bosques— por la Legis­
lativa, tras el Diez de Agosto, entre diversas medidas destinadas,
como confesaba el diputado Frangois Neufcháteau, a «vincular a la
Revolución a los habitantes de los campos». Para responder a ese
objetivo, claro está, no podía concebirse más que por familias. Así
fue como efectivamente, un poco más tarde —reduciendo por otra
parte la orden a una autorización— , la Convención la reglamentó.
Nada de triage, claro está, puesto que no había ya señor; en agosto
de 1792 se llegó incluso a revocar, en principio, todos los tríages
antiguos realizados desde 1669, Se reconocía además a las comu­
nidades una especie de presunción de propiedad sobre las tierras
vacantes. En suma, las asambleas se permitían el lujo de satisfacer
a un mismo tiempo, por el reparto, que poco a poco había de acabar
con el antiguo uso colectivo, el individualismo de los economistas,
y por la reglamentación de la operación las aspiraciones de la gente
humilde del campo, de la que el nuevo régimen tenía necesidad.
Pero, en virtud de una evolución semejante a la que nos ha ejem­
plificado ya la cuestión de los renadíos, esos repartos, favorables a
los pobres, fueron impedidos por los gobiernos burgueses de la fase
final de la Revolución, Directorio y Consulado. Es más, algunos que
se habían realizado sin las necesarias precauciones legales, fueron
anulados, a menudo con el apoyo de unas administraciones munici­
pales que estaban ya entonces en manos de los ricos; incluso, en el
norte, se llegó a anular algunas que databan de la monarquía. Junto
al reparto para el simple uso, a partir de entonces, sólo la enajena­
ción a título de compra siguió permitida; también la ley, a decir
verdad, la había prohibido al principio, pero no tardó en volver a
practicarse y en ser reconocida por la jurisprudencia. En el curso
del siglo xix, ello permitió en ciertas regiones, especialmente del
centro, la progresiva reducción de los bienes comunales, y a veces
su desaparición casi total (la marcha del fenómeno y sus modali­
dades, aún muy mal estudiadas, se nos escapan); pero, evidente­
mente, no podía conducir a la creación de muchos propietarios nue­
vos. A pesar de esa vuelta atrás, y aunque por otra parte estemos
muy mal informados sobre la aplicación de los decretos de la Legis­
lativa y de la Convención, no puede dudarse que la política del
reparto, por efímera que fuera, proporcionó a muchas gentes hu­
mildes la ocasión de hacerse con alguna tierra, que era el objeto
de sus aspiraciones. Finalmente, liberando al campesino de las car­
gas señoriales, las asambleas revolucionarias le dejaron a salvo de
una de las más poderosas causas del endeudamiento que, desde el
siglo xvi, tan peligrosamente había comprometido su dominio de la
tierra. En suma, atendiendo a los grandes rasgos y sin querer consi­
derar matices que sería de un interés capital precisar, la coexistencia
de la gran propiedad de forma capitalista y de la pequeña propiedad
campesina, establecida por la evolución del Antiguo Régimen, se
mantuvo en la Francia renovada.
La mayor parte de los hombres de la Revolución, con excepción
de los que, en el momento de más fuerte lucha, entrevieron la ne­
cesidad de apoyarse en el bajo pueblo, no tenían mucho más en
cuenta a los braceros que los reformadores del siglo xvm. El dipu­
tado de la Convención Delacroix pensaba que dándoles tierras se
corría el riesgo de quitar brazos a la industria y a la propia agricul­
tura. El Comité de Salud Pública termidoriano, al quitarles todos
los derechos sobre los renadíos, les aconsejaba, si querían procurarse
un poco de hierba para sus animales, ofrecer sus servicios a los
amos de los prados; exactamente igual que ciertos gobernantes del
Antiguo Régimen, se permitía poner en duda hasta la existencia de
una clase pobre en los campos: «los habitantes incluso indigentes
(sí todavía existen) [.,.}»• De hecho, la desaparición de los derechos
colectivos fue para el proletariado rural un golpe del que no se
recuperó. Sin duda, gracias a los edictos reales y a las leyes revolu­
cionarias, había obtenido algunas ventajas de la fragmentación de
los bienes comunales y, en forma dispersa, había adquirido algunos
pedazos de los bienes nacionales. Pero a menudo esos beneficios
fueron ilusorios; en esas tierras mediocres y esas explotaciones dema­
siado poco extensas, muchos eran los sinsabores que esperaban a ios
roturadores. No todo era falso en las previsiones de los labradores
de Frenelle-la-Grande que, en 1789, después? de los repartos, pro­
fetizaban un excedente transitorio de natalidad, seguido por una
crisis de miseria. El atractivo de los salarios urbanos, la decadencia
de las industrias campesinas, que antes ayudaban a vivir a los obre­
ros de la tierra, las dificultades de adaptación a una economía nueva,
los mismos cambios de la mentalidad común, menos firmemente
apegada que antes a los trabajos tradicionales, y un nuevo gusto
de la comodidad, que avivó la repugnancia por las tristes condi­
ciones de vida del obrero del campo, hicieron el resto. Realizando
las predicciones del presidente Musac, jornaleros y pequeños labra­
dores abandonaron en masa los campos. El éxodo rural, tantas ve­
ces denunciado, sensible ya bajo la Monarquía de Julio y con un
ritmo casi constantemente acelerado desde mediados del siglo, se
debió sobre todo a ellos. Secundado, a su vez, igualmente desde 1850,
aproximadamente, por la crisis de natalidad, y luego, en nuestros
días, por la terrible sangría de la gran guerra, ese éxodo rural, al
dar lugar a la escasez de mano de obra, aceleró ciertas transforma­
ciones técnicas: progreso del maquinismo agrícola, conquista de mu­
chas tierras de cereal por parte de los pastos, A los campos conges­
tionados de finales del siglo xvm y, más aún, de la primera mitad
del xix, sucedió una Francia rural mucho más vacía de hombres, sin
duda demasiado vacía; en ella reaparecen, en algunos lugares, los
yermos, pero quizá puede esa misma Francia rural adaptarse mejor
a una economía libre tanto del espíritu de tradición como de esa
perpetua angustia del hambre, que tanto había pesado durante mu­
cho tiempo en las prácticas de cultivo.
Mucho más delicado -— a decir verdad, en el estado actual de
nuestros conocimientos, casi imposible— es dar una explicación pre­
cisa, respecto a la Francia contemporánea, de la pequeña o mediana
explotación campesina (propiedad, arrendamiento, aparcería). Desde
luego que ha experimentado diversas crisis, que no han* dejado de
tener su gravedad: perpetuas dificultades de crédito, competencia de
los productos exóticos, y especialmente, desde 1880 más o menos,
de los trigos rusos y americanos, falta de mano de obra, debida a la
partida de los braceros y al descenso de la natalidad, y, hoy, subida
de los productos industriales de los que el campesino, mucho más
que antes, tiene necesidad. En ciertas regiones en las que el pe­
queño explotador es en buena parte arrendador o aparcero, ese tipo
de explotación sufre todavía la sumisión a la gran propiedad; un
poco por todas partes está la que imponen el capitalista, el presta­
mista y, sobre todo, el comerciante, que somete al productor a sus
precios y puede aprovechar mejor que él las coyunturas. Su situa­
ción económica, en muchos sentidos, sigue siendo inestable. En lo
esencial, no obstante, no hay duda de que ha atravesado victoriosa­
mente el siglo xix y el principio del xx, La propiedad campesina, en
particular, con toda la fuerza jurídica de la expresión, ha mantenido
su dominio de gran parte de la tierra, e incluso ha conquistado nota­
bles extensiones; muy cerca de nosotros, durante la guerra y los pri­
meros años que siguieron, primero la crisis de abastecimiento y luego
la crisis monetaria, como en tiempos de la guerra de los Cien Años
y de sus secuelas, Ja favorecieron. Es una banalidad, pero también
una indiscutible verdad, decir que aún hoy representa una gran
potencia económica y social. Aprisionada en parcelaciones cuya for­
ma se negaba a cambiar y poco dada por gusto a las innovaciones
bruscas — «tanta es la majestad», decía ya ei viejo Olívier de Serres,
«del antiguo modo de trabajar la tierra»— , le ha costado dejar los
usos ancestrales y no ha aceptado el progreso técnico más que len­
tamente. A pesar de la nueva revolución que introduce en nuestros
días en la mentalidad común una familiaridad creciente con la má­
quina, en todas sus formas, revolución de la que sin duda hay mucho
que esperar, ella, hasta ahora, no ha llevado muy lejos los perfec­
cionamientos. Pero las metamorfosis agrícolas, por lo menos, no la
han aplastado. Francia sigue siendo un pueblo en el que la tierra
pertenece a muchas manos.

Así rige el pasado sobre el presente. Porque no hay rasgo casi


de la fisonomía rural de la Francia de hoy cuya explicación no tenga
que buscarse en una evolución cuyas raíces se pierden en la noche
de los tiempos. ¿El éxodo del proletariado agrícola? Es el punto de
llegada del viejo antagonismo de los braceros y los labradores, la
continuación de una historia cuya primera fase, en la edad media, se
inscribe en los pergaminos que oponían las corveas de brazos a las
corveas de arado. ¿El tenaz vigor de la propiedad campesina, ella
misma responsable del tradicionalismo en la configuración de las par­
celas, de la larga resistencia que opusieron al nuevo espíritu las
prácticas comunitarias y de la lentitud del progreso técnico?; antes
de que los tribunales reales concedieran definitivamente su sanción
a los derechos de los tenedores, se basó, jurídicamente, en la cos­
tumbre de los señoríos, y tomó su razón de ser económica de la
abundancia de la tierr^ y de la escasez de hombres. Pero el pequeño
campesino no es el único que posee la tierra; las grandes explotacio­
nes que han sido para él y son aún una dura competencia, sin las
que la revolución agrícola que en ellas tomó su punto de partida
quizás habría sido imposible, son creación del capitalismo señorial
y burgués de los tiempos modernos. En regiones de campos abiertos
y alargados, la fragmentación es tan vieja como nuestras más anti­
guas civilizaciones agrarias; las vicisitudes de la familia, desde el
manso patriarcal, pasando por la communauté taisible de las épocas
posteriores, dan la clave de sus progresos; las reuniones de parcelas,
aplicación de un sistema económico nuevo a la vida rural, explican
las excepciones que ha tenido que sufrir. En cuanto al contraste
fundamental de los campos abiertos y alargados, de los campos
abiertos e irregulares y de los cercados, y a los paralelos contrastes
de las costumbres que, por ejemplo, han impuesto en los campos del
norte y del este esa fuerte mentalidad colectiva que ni los pueblos
del mediodía ni las aldeas del oeste, parece, conocen en el mismo
grado, sería en episodios de la ocupación de la tierra, en caracteres
de estructura social perdidos en las brumas de un pasado sin docu­
mentos escritos, donde, si fuera posible, habría que buscar su se­
creto. A ojos de todo espíritu reflexivo, en esas observaciones reside
el apasionante interés de las investigaciones rurales. ¿Dónde encon­
trar, efectivamente, un género de estudios que obligue más imperio­
samente a captar la verdadera naturaleza de la historia? En ese
continuo que es la evolución de las sociedades humanas, las vibracio­
nes, de molécula a molécula, se propagan a tan larga distancia que
nunca la inteligencia de un instante, sea el que sea, tomado en el
curso del desarrollo, puede alcanzarse sólo por el examen del que
inmediatamente le precede.
L a SOCIEDAD RURAL EN LA REVOLUCIÓN (p. 515)
Répertoire critique des cahiers de doléances, elaborado por Béattice
F. Ilyslop; 1933, Suppiément, 1952 (Collection de Documents Inédits sur
l’Histoire Economique de la Révolution Fran^aise). En esa colección fue­
ron publicados en especial, en 1938, por parte de P. Lesprand y L. Bour,
los cahiers de Sarrebourg, Phalsbourg y de la bailía de Lixheim. Se refie­
ren a los mismos problemas: cercados, bienes comunales, apacentamiento
en los bosques, abertura de heredades y rebaño aparte (P. Leuilliot, 1939,
pp. 449-450).
El «error colectivo» del Gran Pánico (la Grande Peur) es «síntoma
de un estado social». G. Lefebvre lo estudió minuciosamente en La Gran­
de Peur de 1789, 1932. Trató de llegar a «las realidades profundas sub­
yacentes y, en particular, las realidades del medio rural». Un cuadro que
encabeza el libro y el análisis mismo del movimiento hacen aparecer algu­
nos aspectos esenciales de los campos en 1789: «hambre» mantenida por
la existencia de un numeroso proletariado rural y por el considerable cre­
cimiento demográfico, campos congestionados, «vagabundos», tradición
de motines, oposición entre las ciudades y los campos, luchas de clases
en el interior de la propia sociedad rural. El resultado de ese «gran estre­
mecimiento» fue, entre los campesinos, «una mayor consciencia de su
fuerza y sobre todo de su solidaridad, y un gusto nuevo por la acción co­
lectiva y guerrera que, esfumados los bandidos, debía naturalmente vol­
verse hacia aquel enemigo social que tan próximo estaba: el señor, con
sus archivos y sus detestados derechos» (1933, pp. 303-304).
En su volumen Questions agraires au temps de la Terreur, Estrasbur­
go, 1932, Georges Lefebvre estudia en primer lugar los decretos de ven­
toso del año II, «mediante los que la Convención pareció llamar a la
propiedad al proletariado rural, repartiéndole las tierras de los sospecho­
sos: tentativa extremadamente significativa, pero muy inhábil y tímida
todavía, y estorbada por todo tipo de disensiones de los grupos de intere­
ses»; estudia luego «otro problema de reparto, estrechamente vinculado a
esa tentativa: las condiciones de venta de los bienes nacionales», «los
grandes arrendamientos y el arrendamiento», la «aparcería», con la cues­
tión de los «arrendadores generales», y finalmente la reglamentación del
cultivo.
«El libro se emparenta con las admirables páginas de Jean Jaures, que
no hace mucho revelaron a tantos de nosotros el oscuro drama campesino,
medio disimulado tras los más brillantes episodios de la escena revolucio­
naria [...] Tan bien disimulado por otra parte, ese gran drama, en opi­
nión de Lefebvre, que los propios corifeos de la Revolución no pasaron de
tomar consciencia de él muy imperfectamente. Los jefes de las Asam­
bleas [...] pudieron muy bien, en ciertos momentos, oír alzarse hacia ellos
el clamor de los de abajo; los más clarividentes —un Fran?oÍs de Neuf-
cháteau, después del 10 de agosto, un Saint-Just, vuelto desde muy lejos,
en el año I I — pudieron muy bien, con el confesado designio de "vincu­
lar a los habitantes de los campos a la Revolución” (la expresión es de
Fran?ois de Neufcháteau), intentar calmar el hambre de tierras, tan viva
en el corazón de muchas gentes humildes; pero las doctrinas extendidas
a su alrededor, la presión de los intereses de clase y hasta la formación
primera de esos hijos de la burguesía conspiraban para impedirles aplicar,
e incluso concebir, una verdadera política agraria. Ya desde 1789, ¿acaso
no se ve cómo los cahiers de las bailías, e incluso los de las parroquias, se
niegan a veces a expresar las reivindicaciones de la clase rural? En la tri­
buna de los jacobinos, ¿acaso diversos oradores —y no de los menores—,
refiriéndose a la legislación sobre la venta de los bienes nacionales, no
testimoniaban la más inverosímil ignorancia respecto a ella, como si el
problema fuera de los que pueden considerarse accesorios (p. 57}?» No
obstante, Marc Bloch piensa que «las medidas tomadas por la Revolución,
por lo menos en lo que respecta a "la reglamentación del cultivo" [...]
parece que dieron satisfacción a las aspiraciones y a las necesidades
de los campesinos de posición relativamente buena, de los "labradores".
Es muy cierto, en cambio, que no salvaron de la ruina —de una ruina
quizá difícilmente evitable— a los braceros y a todos los pequeños pro­
pietarios, a los que el siglo xix casi nunca había de dejar más recurso que
el de abandonar los campos por la fábrica, o por los diversos oficios ur­
banos» (1932, pp. 519-521).

P roblemas de la tierra
Bienes nacionales
La venta de las tierras del monasterio de Ligugé (Vienne) [ver supra,
p. 4001 muestra muy bien el tipo de compradores: burgueses, campesinos
e incluso un noble (1931, p. 135). En las tierras anexionadas, la venta
de los bienes nacionales del distrito de Namur procedió de modo distinto.
Efectivamente, se inició a finales de 1795, y experimentó por lo tanto los
efectos de la reacción burguesa y de apremiantes necesidades fiscales. La
población católica rehuía esa forma de enriquecimiento y la masa rural,
debido a las malas cosechas y a las guerras, tenía poco dinero. Los lotes
no divididos fueron comprados por grupos de religiosos, burgueses de
mediana fortuna y algunos grandes capitalistas franceses. No obstante, a
partir de 1800 y sobre todo de 1815, los campesinos se beneficiaron de
las reventas y desmembramientos. El Estado se convirtió en propietario
de bosques muy extensos. I. Deiatte, «La vente des biens nationaux dans
l’arrondissement de Namur», en Anuales de la Société Archéologiquc de
Namur, XL, 1937, pp. 314-315.

Reparto de los bienes comunales (p. 514)


Marc Bloch rectifica un «error de pluma» de La historia rural'. «Fue
por cabeza de habitante, y no, como equivocadamente escribí (p. 514), por
familia, como el decreto del 10 de junio de 1793 autorizó el reparto de
los bienes comunales» (1932, p. 521).

Distribución de las tierras (p. 515)


En virtud de la ley del 4 de junio de 1793, de las posesiones de los
emigrados se habían de tomar unas parcelas, en principio de un arpende,
que habían de distribuirse entre los indigentes. La ley fue derogada ya
el 13 de septiembre de 1793, pero el distrito de Versalles continuó el re­
parto y lo extendió incluso a las tierras de la lista civil. Se elaboraron
"planos de concesiones" y ciertos nombres de lugar, "Les Concessíons”
o, en Saint-Cyr, "Les Arpents”, conservan el recuerdo de ese episodio,
que «aclara un aspecto muy curioso de la historia social de la Revolución»,
como mostró H. Lemoine en su inventario de los planos de los Archivos
de Seíne-et-Oíse y en el Bull. Comité Seine-et-Oise, 1931-1934 (1935,
p. 41; 1936, p. 455).

EL CATASTRO

El catastro por naturaleza de cultivos del Consulado y el catastro par­


celario empezado bajo el Imperio fueron objeto de numerosos artículos y
notas de Marc Bloch, quien señaló los primeros estudios departamentales
(Ardéche, Nord, Orne, Vienne, Seine-et-Oise, Maine-et-Loire, etc.) (ver
supra, p. 25). H. Lemoine, archivero de Seine-et-Loire, al elaborar el in­
ventarío de los planos por naturaleza de cultivo de sus fondos, en Bull.
du Comité Départemental pour la Recherche et la Publication des Docu-
ments Relatifs ¿ la Vie Économique de la Révolution, 1931-1934, indicó
unos planos que unos municipios hicieron elaborar bajo la Revolución para
servir de base a la contribución rústica: ya desde 1791 el municipio de
Louvres ofreció un verdadero plano parcelario. Más arriba se ha indi­
cado la existencia de píanos de “concesiones” (1936, p. 455). Sobre esa
cuestión, R. Schnerb, «Technique fiscale et partís pris sociaux: l’impót
foncier en France depuis la Révolution», en Annáles, 1938, pp. 11-37. Del
mismo autor, Les contributions fonciéres directes a l’époque de la Révo­
lution dans le département du Puy-de-Vóme, 1933 (L, Febvre, 1934, pá­
ginas 163-166). Th. Dreux, Le cadastre et l’impót foncier, 1933 (1933,
p. 375).
La revisión del catastro de la primera mitad del siglo xix fue prescrita
por las leyes de 31 de diciembre de 1907, de 29 de marzo de 1914 y sobre
todo de 16 de abril de 1930. Se había hecho absolutamente indispensable.
«Los planos, fundamento necesario de toda fiscalidad rústica, persistían
en dar la imagen de una Francia rural falazmente parada» (1935, p, 157).
Tiene extremo interés para el historiador confrontar los datos del antiguo
catastro y del nuevo, cosa que hizo en 1936, por iniciativa de Turpin, el
Service de la Revisión Cadastrale, para hacer una selección de ejemplos
con-vistas a la Exposición de 1937 (1936, p. 381).
A. PerpiUou, Cartographie du paysage rural limousín: essaí d'uhlisa-
tion rationnelle des documents cadastraux, 1940. Commentaires, in-8.°, y
Atlas, in-4.0, 21 pl. Es un «útilísimo instrumento de trabajo», que pre­
senta «un método original que [...] merecerá hacer escuela». El atlas, de
«concepción muy nueva», se basa principalmente en el empleo de los
documentos catastrales, planos y sobre todo estados de sección, con sus
cuadros de clasificación por cultivos. Presenta dos series paralelas de ma­
pas, de principios del siglo xix y de principios del XX, «para cada modo
de utilización de la tierra (landas, bosques, tierras de labor, prados de
siega) y para cada cultivo importante». Aunque las indicaciones cronológi­
cas sean por fuerza un poco flotantes, al haber durado la elaboración del
primer catastro de Napoleón a Luis Felipe y extenderse la revisión actual
a lo largo de varios años, se capta claramente la oposición de dos perio­
dos, de dos «fases bien caracterizadas de la evolución agraria». Se ven
también mapas que muestran los cambios sobrevenidos en la propiedad
rural, la densidad de población, el hábitat y las formas de ganadería, aun­
que estas últimas según las estadísticas agrícolas, pues en eso el catastro
es mudo (II, 1942, pp. 78-79).
Descripciones agronómicas a principios del siglo XIX
Bajo el Consulado y el Imperio, la reconstituida administración abor­
dó una gran obra de «descripción estadística», de la que había tenido ya
precursores bajo el Directorio. Así, en 1804, el subprefecto dp¿¡í\rcis*sur-
Aube redactó una memoria sobre la "topografía" de su distrito?;reeditada
por P. Piétresson de Saint-Aubin, en Nouvelle Revue de Champagne et
de Brie, 1934. «Abunda en datos precisos, tanto más interesantes [...]
cuanto que la región debió ver profundamente modificada su fisonomía
a lo largo del siglo, por la introducción de nuevos cultivos y la forestación
de numerosos yermos.» En la rotación trienal aparecen la patata y los
prados artificiales; el trigo es poco frecuente. Los campesinos piden otros
recursos al transporte y sobre todo a la mercería, pero los oficios rurales
conocen ya la competencia de dos fábricas con máquinas, en Arcís (1936,
p. 315).
Agrónomos apasionados, como en el siglo xvm, volvieron entonces a
aquella «literatura descriptiva respecto que tanta sana curiosidad y tanto
espíritu de observación atestigua». En fructidor del año ix, el marqués
André de Fayolie redactó una interesantísima Topograpbie agricole du
département de la Dordogne, publicada por J. Maubourguet, Société His-
torique et Archéoiogique du Périgord, 1939 (III, 1943, p. 115). F. Puyau,
Uagriculture dans les Landes en 1505, Dax, 1935, analiza las comunica­
ciones presentadas en la Société d’Agrículture du Département des Lan­
des el 2 de septiembre de 1805, que revelan el estado de una región cuyo
paisaje había de verse luego fuertemente transformado. Los bosques eran
entonces poco extensos. Inmensos rebaños de corderos constituían el
principal recurso. Se pensaba en multiplicar los alcornoques, y se había
hecho un intento de aclimatar el cacahuete (III, 1943, p. 111). Memorias
cuidadosas e instructivas de R. Berland, Les cultures et la vie paysanne
dans la Vienne a Vépoque napoléonienne, y de O. Festy, Vengúete de
l’an II sur les engrais, en «Coll, de Documents Inédits sur l’Histoire Éco-
nomíque de la Révolution Franca ise. Mémoíres et documents», VII, 1937
(II, 1942, pp. 109-110).

F uentes para la historia rural de los siglos XIX y XX


La primera idea de ayuda técnica dei Estado a la agricultura se remonta
al siglo xvm. Ésta ha tenido su pleno desarrollo en los siglos xix
y xx. El cuerpo del Génie Rural, fundado en diciembre de 1918, es here-
dero del Service de l’Hydraulique Agricole, creado bajo la II República.
Bourdier, Le Service du Gente Rural, Metz, 1934 (1936, pp. 403-405).
Por otra parte, los departamentos tienen ahora una dirección de servicios
agrícolas. De esas administraciones especializadas en las cuestiones rura­
les emanan numerosas publicaciones de gran importancia. «En nuestra
Francia, que sigue siendo profundamente campesina, captar la matizada
vida de las sociedades regionales es ante todo, en el caso de muchas de
ellas, captar los rasgos significativos de su vida rural; es ésa tarea de
historiador, en el sentido más amplio de la palabra, pero los esfuerzos de
los puros intelectuales resultan por sí solos insuficientes para llevarla a
cabo. Requieren el concurso de trabajadores más directamente ligados a h
acción. Para ese grande y necesario estudio, ninguna colaboración más
deseable que la de los técnicos vinculados a ios servicios agrícolas de los
departamentos» (1932, p. 501). Marc Bloch reseñó monografías agrícolas
departamentales debidas a esos «excelentes colaboradores», especialmente
sobre Lorena y las Ardenas, así como sobre la Manche, redactada esta
última por el director de los servicios agrícolas de ese departamento.
La Statistique agricole annueile, que aparece en la Imprimeríe Natío-
nale, es un «precioso instrumento de trabajo. Útiles cuadros retrospectivos
permiten situar las cifras actuales en el curso de la evolución»; así, por
ejemplo, la proporción de las tierras labrantías, por una parte, y de los
prados, herbazales y pastos por otra. Estadística de 1927, aparecida en
1928 (1931, p. 73). La de 1929 aparecida en 1931 (1932, p. 470). Críticas,
no obstante, a veces severas, de R. Musset, «Les statistiques agricoles of-
ficielles fran^aises: étude critique», en Armales, 1933, pp. 285-291.
Ha habido también monografías agrícolas obra de sociedades y agru­
paciones sindícales. Con ocasión de un concurso de monografías agrícolas
descriptivas, organizado como complemento a la encuesta decenal oficial
de 1930 por parte de la Société des agriculteurs de France y de la Union
centrale des syndicats des agriculteurs, Guide de Venquéiettr, de P. Roux,
1930, inspirada en los métodos de la escuela de Le Play, que pone el
acento en el «aspecto humano y social del problema», recuerda la impor­
tancia del pasado para comprender el presente y «plantea una cuestión
demasiado frecuentemente descuidada: la de los capitales mobiliarios de
origen campesino y su empleo» (1931, p. 74).

E volución rural en los siglos XIX y XX


Casi todos los campos franceses estuvieron a principios del siglo xix
superpoblados; un rasgo esencial era la presencia de un proletariado rural,
de una masa de jornaleros en busca a menudo de un «suplemento de re­
cursos en esos dos expedientes clásicos de las poblaciones rurales indigen­
tes: la emigración de temporada y el tisaje a domicilio» (1936, p, 597),
Sobre ese papel del tísaje, las mismas observaciones han sido hechas res­
pecto a lugares tan diferentes como Vendenheim (Bajo Rin), al norte de
Estrasburgo (C. Sittig) (1936, p. 595), y los pueblos del Ségalas, del Le-
vézou y de la Chátaigneraie (A. Meynier) (1932, p. 495). En los siglos xix
y xx, entre los aspectos principales de la evolución rural, debida en gran
parte al desarrollo de las vías de comunicación y luego del maqumismo
agrícola, deben advertirse la fortísima disminución o incluso la desapari­
ción de ese proletariado rural y de la industria de pueblo, la puesta en
explotación de tierras mediocres mediante nuevos abonos o abonos ya
abundantes, la introducción de cultivos nuevos, la especialización de las
regiones agrícolas y el desarrollo general de la ganadería, en estrecha rela­
ción con el consumo de carne, en constante aumento, y la escasez de
mano de obra, cada vez mayor.
He aquí, por ejemplo, los grandes rasgos de la agricultura en Cóte-
d’Or, en la primera mitad del siglo xix: «A pesar del derecho, en esa
vieja región de campos abiertos, las prácticas de explotación colectiva per­
vivieron durante mucho tiempo; parece incluso como si el uso de la aber­
tura de heredades en los renadíos hubiera acabado por imponerse con
respecto a la Administración —a menos, sin embargo, que la falta casi
total de reserva oficial de las segundas hierbas, a partir de 1826, deba
explicarse en parte por la multiplicación de los cercados alrededor de los
principales prados— [...] Sin embargo, la promulgación del Código fo­
restal de 1827, aplicado estrictamente, fue un rudo golpe para el pasto.
Lo mismo la roturación de las tierras comunales, bajo la monarquía cen­
suaría, gracias al reparto de parcelas arrendadas [...] Como en todas
partes, el proletariado rural experimentó una crisis gravísima, verdadera­
mente mortal; los grandes propietarios, que tanto habían de sufrir más
tarde el éxodo que provocó, distaban mucho en aquel momento de consi­
derarla perjudicial para sus intereses; ¿acaso no consideraba uno de ellos
como un obstáculo para la agricultura, en el año XIII, "la holgura deí
bracero"? Las mejoras del cultivo no pasaban de introducirse muy
lentamente; el hambre, cuya amenaza era aún de lo más real, continuaba
pesando en la producción, impulsando a los campesinos al monocultivo
de los cereales; cada oleada preparaba una "crisis de sobreabundancia".
La ganadería, en cambio, prosperó grandemente Sin duda, para en­
tenderlo, habría que mirar del lado de los precios del ganado; su alza rela­
tiva parece haber sido en la época un fenómeno europeo R. Lau-
rent, Uagriculture en Cóte-d'Or pendant La premierc moitié du XIXe síecle,
Dijon, 1931 (1933, p. 492).
Rña. de L. Gachón, Les Limagnes du Sud et leurs bordures montagneu-
ses, 1939, y Une commune rurale d’Auvergne du XVIIIe au XXe siécle:
fírousse-Montboissier, 1939. En Limagne se observan «dos fases del des­
poblamiento: hasta 1860 aproximadamente, "descarga”, por emigración
ox-iginada en lugares durante mucho tiempo congestionados (se advertirá,
con el autor, que el éxodo fue pues claramente anterior a la llegada del
ferrocarril); en el período siguiente, y no sin altibajos, crisis de natalidad.
Al mismo tiempo, el reparto del hábitat se modifica sensiblemente, por ío
menos en la montaña y la “región cortada": allí, el régimen de la aldea
tiende a ser sustituido cada vez más por el de la explotación aislada. Las
Limagnes, en términos generales, permanecen fieles al pueblo agrupado,
que forma parte de los rasgos tradicionales del open-field ( [ ...] que por lo
demás, al menos originariamente, parece haber comportado muchas parce­
laciones en “puzzle” Como en casi todas partes, en el Macizo Cen­
tral, el tipo humano que en el curso del siglo x ix asegura su predominio es
el del pequeño propietario explotador, que practica el policultivo junto
con la ganadería [,.. ] la impresión de conjunto es la de una región en la
que la utilización de la tierra parece haber alcanzado casi su equilibrio
racional. Eso, por lo menos, de suponer conjurado un grave peligro, que
sigue siendo por el momento muy amenazador: la persistente hemorragia
demográfica, aunque a decir verdad un poco frenada, tras la excesiva po­
blación antigua, corre hoy el riesgo de provocar una desproporción inver­
sa, pero igualmente funesta, entre el espacio disponible y la fuerza hu­
mana» (1941, pp. 33-34).
En Auvergne, igualmente, el pasado humano de una colina alta del
Livradois, estudiado a partir de su catastro por L. Gachón, en la Revue
de Géographie A l pin e, 1934, muestra cuán profundos cambios han podido
experimentar, en un centenar de años, el paisaje rural y las costumbres.
Esa colina, a 1.000 metros de altitud, durante mucho tiempo cubierta de
bosques y landas, fue colonizada, gracias a una intensa roturación, por tres
municipios cuyos núcleos se encuentran más abajo. En la edad media fue­
ron creadas en elia aldeas, derivadas sobre todo de comunidades familia­
res. En 1840, la colina tuvo su máximo de habitantes, 500, o sea 110 por
kilómetro cuadrado en una tierra miserable y con un clima muy duro: es
un ejemplo notable de esos congestionados campos franceses de principios
del siglo xix. También allí tenía que recurrirse a la emigración de tempo­
rada y al tisaje a domicilio, desaparecido junto con la práctica del roza­
miento. Hoy no hay más que 200 habitantes (1936, pp. 596-598).
En la Forterre, región bastante rica del Bourbonnais, al este del Allier,
en las mesetas calizas y el llano limoso del norte, en contacto con la
Sologne del Bourbonnais, domina aún la gran propiedad, aunque en regre­
sión. El modo de explotación es sobre todo la aparcería; como en el si­
glo xvi, las fluctuaciones monetarias han reforzado recientemente su uso.
L. Guillot, La Forterre: son agriculture, Moulins, 1930 (1932, p. 428).
MUe. G. Verner, «L’agrículture du Grésivaudan», en Afínales de VUniver-
siié de Grenoble , 1936 (1938, p. 520).
Otras monografías debidas a las oficinas regionales de agricultura: Bas-
Rhitt, 1933, Hautes-Alpes , 1933. Nada sobre la estructura de las parcela­
ciones de tierras (1936, pp. 402-403).
Le visage de la Franee, t, I: Normandie, Centre-Sad, Ain, Bretagne,
Haute-Loire, Haute-Savoie, Sud-Ouest, 1934 (sep. de La vie agricole et
rurale). El capítulo sobre Bretaña (bajo la dirección de R. Grand) es el
más desarrollado (1940, p. 168).

Agricultura en el este
Cuatro monografías muy interesantes, debidas al Office Agricole Re­
gional de l’Est, aclaran los grandes rasgos de la vida agraria, de la estruc­
tura social rural y de su evolución contemporánea en Lorena y las Arde-
nas: «L’agriculture dans le département de Meurthe-et-Moselle en 1927»,
Nancy, 1927 (Bidletin de aquel Office, n.° 17); «des Ardennes en 1928»
(Bull,, n.° 23); «de la Moselle en 1929», 1929 ( B u ll n.° 28); «de la Meu-
se en 1931» (Bull,, n.° 37). La monografía agrícola de la Moselle muestra
que «Lorena sigue siendo la región clásica de la rotación trienal». Se ad­
vierten en particular la desaparición del proletariado rural, tan numeroso
aún a principios del siglo xix, el carácter semirrural de la población obre­
ra, el desarrollo de los cercados alrededor de los prados, y algunos datos
sobre el rebaño comunal y sus pastores, los hédts de los pueblos. En
Meuríhe-et-Moseile se practica la concentración parcelaria, También allí,
hay intenso desarrollo de los pastos. La mediana propiedad se extiende a
costa de la pequeña y quizá también de la grande. Progreso de la venta
y de la compra en el lugar: «el corretaje, realizado en el mismo domicilio
del productor, no le facilita en nada a éste el conocimiento del mercado
y, en consecuencia, deja el precio a discreción del comprador». Los pro­
gresos de la industrialización en ese departamento han determinado tres
tipos de pueblos (el industrializado, el influido por la industria y el que ha
permanecido exclusivamente rural). Las antiguas prácticas comunitarias
están en decadencia. Entre las causas de despoblación figura la desapari­
ción del viñedo. Marc Bloch querría que, época por época, se investigaran
las clases rurales afectadas por la despoblación, puesto que hacia 1789
el pueblo de Lorena aparecía dividido en clases netamente delimitadas
(1931, pp. 468-471). En cuanto a la Meuse, el extremo fraccionamiento y
numerosos usos arcaicos son la prueba de que «esa tierra de la Meuse,
vieja tierra de cereal, permaneció en muchos aspectos sorprendentemente
fiel a las tradiciones agrarias de las regiones abiertas del norte». De todos
modos, en estos últimos años, se han manifestado profundas transforma­
ciones «incluso en su paisaje, debido a la cada vez más frecuente sustitu­
ción de las tierras de labor, siempre abiertas, por pastos cercados» (1932,
pp. 501-502). En las Ardenas, doble aspecto de esa evolución contemporá­
nea: la zona del departamento que forma parte de la Champagne, gracias
a los abonos químicos, se ha convertido en un «verdadero granero de tri­
go». En todos los demás lugares, «formidables progresos de los pastos» y
decadencia, por el contrario, de los cultivos forrajeros. Se permanece fiel
a la rotación trienal y a menudo incluso al barbecho “muerto". La con­
centración parcelaría está extendida. También allí la mediana propiedad
progresa a costa de la pequeña, mientras la grande, considerablemente im­
portante, se mandene. Igualmente, desarrollo del corretaje a domicilio.
«Solicitado por los comerciantes y sin la costumbre de acudir a ferias y
mercados, el agricultor parece hacerse a veces más “casero” que en el pa­
sado modificación importante, cuyas consecuencias sociales me­
recerían ser estudiadas» (1931, pp. 469470). La memoria de E. Millet
sobre «L’élevage du mouton dans le département de la Meuse depuis le
début du xix* siécle», en Annales de l’Est, 1936, se refiere a «una materia
histórica singularmente [... ] rica [ ... ] Pues las vicisitudes del rebaño co­
mún, por ejemplo, tocan en lo más profundo de la evolución social de nues­
tros campos; y el establecimiento, después de 1918, de un régimen de trans-
humancia entre la Alsacia recuperada y la Lorena del Meuse no es, sin duda,
un fenómeno que pueda dejar indiferente al historiador de nuestras inter­
conexiones nacionales» (III, 1943, p. 112). O. Tulippe, L’élevage da
cheval en Belgique, Lieja, 1932, pone el acento sobre ese grave fenómeno
señalado más arriba: «a consecuencia de la "rebaja de los precios" (rabat-
íage) con la utilización del coche, la decadencia de las ferias en las que
antes se fijaban los precios» (1936, p. 298).

Especialización de regiones
Ciertas regiones, gracias al progreso de las comunicaciones, especiali­
zaron su producción. En la cuenca de Brive, se observa «la evolución des­
de un régimen de policultivo, del tipo clásico en el Macizo Central, hada
un sistema basado aún en la asociación de cultivos muy diversos, pero en
el que el predominio corresponde a dos modos de empleo de la tierra bien
especializados: la ganadería por una parte, las legumbres y la fruta por
otra el problema dominante es, cada vez más, el del mercado. Y eso
aunque, por otra parte, el campesino siga fiel a más de una tradición de
“autarquía" doméstica: piénsese en la viña. Ahora bien, quien dice mer­
cado dice también intermediarios. Sería desacertado [ ...] descuidar ese
aspecto social del drama campesino». A. Ombret, «La vie agricole dans
le Bas-Pays limousin», en Revue Géographique des Pyrénées et du Sud-
Ouest, 1936, pp, 169-200, 238-295 (1941, p. 111). Otro caso particular:
Sologne, que conoció la prosperidad en el tercer cuarto del siglo xrx con
el policultivo. Luego una evolución tendió a hacer de ella una región de
grandes explotaciones y un gran terreno de caza, en detrimento cjól cultivo.
«La supresión de los ferrocarriles departamentales, sustituidos pdr autoca­
res, fue un duro golpe para la explotación de los bosques: es un episodio
que hay que retener, sobre ese gran problema del raíl y de la carretera.»
Abbe P. Guilíaume, Un ménage malheureux en Sologne: la cbasse et la
culture divorceront-elles?, Orleans, 1936 (III, 1943, p. 112).
En el estudio de las reglones vitícolas y de la «crisis de nuestros cam­
pos meridionales» en los siglos x v m y xix, una buena aportación la pro­
porciona Tudez, Le développement de la vigne dans la région de Mont-
pellier, du X V íIti s. a nos jours, Montpellier, 1934. El autor, «él mismo
viticultor», sigue las transformaciones de la técnica y la adaptación del
cultivo. Utiliza los compoix, los planos antiguos, el catastro, y compara la
situación de algunas parroquias típicas en diversas épocas. El campesino
fue lento en decidirse a abandonar la vieja economía por el monocultivo
de la vid (1936, p. 274; sobre todo J. Sion, 1936, pp. 299-300).
Ejemplos de transformación de pueblos: Vendenheim, a una decena
de kilómetros al norte de Estrasburgo, experimenta la influencia del fe­
rrocarril, a partir de 1850, y de la gran ciudad próxima. C. Sittig, en
Revue d’Álsace, 1934 (1936, pp. 594-595). Saint-Nauphaise (Lot), en las
Gausses, es un pequeño pueblo de meseta «al que la proximidad de la
gran carretera salva del abandono de que han sido víctimas, en provecho
de los valles, tantos pueblos así situados». J. Quercy, Un village frang&is,
son é v o lu tio n 1936, da dos cortes de la sociedad campesina, uno de
1900 y el otro de 1935. A finales del siglo xix hubo una crisis económica
y moral provocada por «la inserción de esos campos remotos en el ciclo
del crédito». Después de la guerra de 1914-1918, los subsidios y pensio­
nes constituyeron una aportación de numerario (1941, p. 183).

Regiones de economía pastoril (ver cap. 2, pp. 129-131)


Gracias a los trabajos de Allix y Arbos especialmente, la economía
pastoril de los Alpes franceses, sus técnicas y sus géneros de vida, empie­
zan a conocerse adecuadamente. Sobre las transformaciones recientes en
Saboya, «observaciones muy interesantes» en Vexploitation pastorale dans
le département de la Savoie, de F. Frey, inspector general de Aguas y
Bosques, Chambéry, 1930. Los altos valles se despueblan, porque los
montañeses van a sustituir en las tierras bajas a los cultivadores atraídos
por las ciudades, y se establece así una «emigración en dos etapas»; la
transhumancia ptovenzal progresa hacia el norte; la explotación ovina
tiende cada vez más hacia el engorde; sigue planteándose el «delicado
problema técnico del abono» (1931, p. 468).
3 4 . — DLOCH
T ransformación de las , regiones pobres

«Los progresos agrícolas de los siglos xix y xx en ningún lugar afec­


taron a las condiciones de vida rural tan profundamente como en las re­
giones tradicionalmente clasificadas como de tierra pobre o muy pobre;
y no sé si la transformación que así se produjo en la escala de los valores
económicos no debería situarse entre los rasgos fundamentales de la evo­
lución europea en la época inmediatamente anterior a la nuestra» (1936,
p. 403), «En toda Francia, las antiguas "tierras frías1’ de los bocages deja-
ron de hacer de parientes pobres; en su mayor parte han ido igualando
poco a poco la prosperidad de los campos de subsuelo calizo, que antes
las dominaban con todo el orgullo de sus cosechas de grano, y en ocasio­
nes la han superado. No sé si los historiadores de la Francia contemporá­
nea, en particular los que se ocupan de desentrañar las vicisitudes de su
mapa político, han prestado siempre la atención conveniente a ese despla­
zamiento de riqueza» (1932, pp. 502-503). Se produjo así un «vuelco
general de los valores que, en el curso del siglo xix, modificó en provecho
de los macizos antiguos la clasificación de las tierras según su riqueza»
(1936, p. 273), una «revolución» que modificó profundamente el mapa
humano de Francia (II, 1942, p. 79).
Esa evolución fue sobre todo consecuencia del desarrollo de los me­
dios de comunicación. Sus rasgos esenciales se encuentran por todas par­
tes: abundante empleo de abonos y sobre todo de cal, posible gracias a los
ferrocarriles, roturaciones, abandono de las viejas prácticas de rozamiento
y de cultivo temporal, introducción de cultivos nuevos, especialmente de
las patatas y de los forrajes, sustitución de la cebada por el trigo y mejor
adaptación de la producción al suelo y al clima, reemplazando a menudo
el cultivo de cereales por la ganadería.
A. Meynier, A travers le Massíf Central: Sé galas, Levézou, Chátai-
gneraie, Aurillac, 1931, estudia los tipos de vida de esa región de esquistos
y granitos, que hasta finales del siglo x v m permaneció «al margen, pobre
y atrasada». En el siglo xix, se da una completa transformación. Se rotura
la landa. «A partir de 1820, y sobre todo de 1840, el abono con cal, que
cambió totalmente la economía de todo el centro, favorece las conquistas de
la labranza [.*>]; la landa deja de ser una reserva de cultivo temporal
para reducirse al papel fundamental de tierra de pasto.» Las tierras comu­
nales disminuyen progresivamente. A partir de entonces la rotación se hace
regular, con dos o tres fases. Aparecen nuevas plantas: el trigo, antigua­
mente cerrado en los huertos, la patata y los forrajes artificiales. Durante
gran parte del siglo x ix la población aumenta, y luego disminuye. La ali­
mentación mejora. Los progresos de la dispersión se traducen por la crea­
ción de muchas casas aisladas y de pequeños grupos de casas. La pequeña
propiedad domina, pero la muy pequeña desaparece, «lo que evidentemen­
te responde a uno de los mayores hechos que caracterizan la historia so­
cial francesa desde el siglo xxx: la casi desaparición del proletariado agrí­
cola» (1932, pp. 493-497).
El atlas de A. Perpillou, Cartograpbie du paysage rural limousin
1940, con sus dos series paralelas de mapas, de principios de los siglos xix
y xx, aporta informaciones de lo más sorprendente sobre la evolución
agrícola, y el comentario explica su historia. D e nuevo se encuentra «ese
gran rasgo de la historia rural francesa las viejas regiones pobres
de las tierras frías, las malas tierras de la cebada, del castaño y de la eter­
na vuelta de la landa, convertidas en el curso del siglo xix, si no en regio­
nes ricas, sí por lo menos en regiones de vida relativamente holgada
y luego en regiones que ya no se vacían por las sangrías de la emigración
de temporada». El papel de la patata es ahí particularmente destacado
(II, 1942, p. 79). Otro ejemplo de región transformada por los abonos y
la especialización: el departamento de la Manche, C. Vezin, L’évoltition
de VagrictiUure de la Manche en un siécle, 1830-1930, 1931. En 1830 no
se veía allí mucho más que tierras labrantías y landas, éstas con límites
móviles. A pesar de lo ingrato de la tierra y de lo poco favorable del
clima, en todas partes se cultivaban cereales y plantas textiles, para las
necesidades inmediatas de los hombres. Un siglo más tarde, la hierba
domina en todas partes y los cereales que todavía se cultivan son para el
ganado. El trigo viene de otros lugares. La región, vasta empresa de ga­
nadería, exporta productos lácteos, carne y ganado reproductor. El suelo,
en otro tiempo pobre en calcio y fósforo, a fuerza de “tangue", tomada
en los arenales marinos, de cal y de abonos químicos, se ha hecho fecun­
do. En esa especialización fue precursora la región de Carentan, qué era
desde antiguo región de pastos (1932, pp. 502-503).
Igual evolución en Bretaña, donde se observa, por ejemplo, el papel
del abonado con cal en el municipio de Bulat-Pestivien, en Cornouaílle
(1936, p. 596), en el sur del Anjou, en la margen izquierda del Loira (1936,
p. 273), y en el Luxemburgo belga, P. Alsteen, en Anuales de Gembloux,
1934 (1936, p. 403).

P ropiedad rural y concentración parcelaría

La concentración parcelaria de la propiedad rural francesa, tan fraccio­


nada, ha sido objeto de una notable obra de E. Vandervynckf, Le retnem-
brement parmi les améliorations jonciéres rurales: elude critique de nos
moyens actuéis de réalisation, 1937. Esboza para empezar de modo muy
preciso la evolución de los diversos tipos de propiedad rural en la Fran-
cía de los siglos xix y xx, «Hasta alrededor de I8S0 el número total de
propiedades se incrementó constantemente; al mismo tiempo, su super­
ficie medía tendía a disminuir. Era una fragmentación progresiva. Vino el
punto de inflexión de los años 80, cuya importancia, creo yo, aparecerá
cada día más claramente. El movimiento pareció invertirse. D e un modo
casi regular, a partir de entonces el número total de propiedades iba a
reducirse.» Pero hay que distinguir los niveles de propiedad: la pequeña,
que no permite una existencia autónoma basada en el producto de la
explotación; la mediana, que alimenta a una familia, y la grande, que
requiere, o bien el empleo de asalariados, o bien la presencia de diversos
arrendatarios o aparceros. A partir de 1880, sólo el número de muy pe­
queñas propiedades continúa aumentando, fenómeno sin gran interés
desde el punto de vista rural, puesto que se trata sobre todo de divisio­
nes suburbanas. En cambio, las pequeñas propiedades se concentran y
disminuyen en número: las explotaciones son más extensas que antes,
como consecuencia del maqumismo y de la obligación de no quedarse
ya atrás, La gran propiedad experimentó una «ligera sangría». «Al haberse
operado ante todo la extensión de las propiedades por medio de una suce­
sión de pequeñas compras, efecto suyo, en apariencia inesperado, fue a
menudo una nueva fragmentación de las parcelas,»
La concentración parcelaria choca con las objeciones de los campesi­
nos. Los cultivadores temen la helada local que puede dañar a un único
campo, y que es peligro menor para las parcelas dispersas. La concentra­
ción reduce el empleo de personal de temporada, y afecta por lo tanto a
los jornaleros. Y, añade Marc Bloch, muchos campesinos rechazan el rea-
grupar sus parcelas por esta otra razón: «Un campo es, en el fondo, una
obra humana, formada de generación en generación; el cultivador, por
una especie de instinto adquirido, conoce su tierra; ante una tierra nueva
se siente torpe y como extraño». Habría que estudiar, por lo demás, las
reacciones particulares de las clases económicas y de los grupos de edad
o de instrucción (1940, p. 167; IV, 1943, pp. 85-86).
Sobre un caso de concentración parcelaria en una región de Lorena,
la Jinquete sur le remembrement bajo la dirección de L, Bourdier, inge­
niero del Génie Rural, publicada en 1934 por la Chambre d’Agriculture
de Meurthe-et-Moselle, muestra esas resistencias a la concentración (1936,
p. 259). Robert Louis, Le remembrement de la propriété foncibre en
Lorraine, 1936 (1940, p. 167).
Para el estudio de la propiedad rural hay que tener en cuenta un
hecho: hay propiedades rurales que se extienden por varios municipios.
Si se dividen en otras tantas unidades distintas, municipio por municipio,
se exagera el peso de la pequeña propiedad (II, 1942, p. 78). El reparto
de la propiedad se diferencia a menudo del de la explotación, como se
observa en el municipio de Bulat-Pestivien (Cótes-du-Nord), donde en el
siglo xix, a consecuencia de la venta de los bienes nacionales, la pequeña
propiedad hizo progresos. Monografía de L, Fournier, 1934 (1936, p. 596).

P oblación y mentalidades rurales

Un ejemplo de movimiento de la población en un departamento rural lo


ha dado G. Callón, quien ha analizado los recuentos demográficos en la Creu-
se de 1821 a 1921 (en Mémoires de la Société des Sciences Naturelles et
Arcbéologiques de la Crease, 1929). «Fundamentalmente rural [ ...] de me­
diana riqueza, ese departamento presenta caracteres demográficos clásicos de
las regiones de ese tipo: natalidad considerable hasta alrededor de 1850,
y en disminución casi constante desde entonces; emigración continua y
muy fuerte; en conjunto, hasta el término del siglo xix, población en ple­
no crecimiento, pero, como consecuencia de la emigración, con un creci­
miento sensiblemente más lento de lo que podría haber hecho suponer la
elevada tasa de nacimientos; a partir de esa fecha, en tantos aspectos deci­
siva, marcada despoblación (un poco más de 228.000 habitantes en 1921
y de 216,000 en 1926 frente a casi 249.000 en 1821 y casi exactamente
287.000 en 1851). Quedaría por abordar el análisis social del fenómeno
y, en especial, el señalar qué clases de la población campesina se vieron
sobre todo afectadas por sus diversas manifestaciones: movimientos de los
nacimientos, emigración, etc.» (1931, p. 605).
En ese mismo departamento, el motín del municipio de Ajain en 1848,
como consecuencia del impuesto de los 45 céntimos, y la marcha de los
campesinos sobre Guéret, revelan la oposición entre el campo y la ciudad
burguesa, la evolución de la mentalidad, que en esa región, «vivero de
albañiles», no es ya «del todo campesina», y finalmente las diferencias de
rango y de intereses en las colectividades campesinas. }. Levron, Une ré-
volte de contribuables (1848), Limoges, 1936 (1938, pp. 185-186).

Campesinos franceses contemporáneos (p. 517)


Un estudio sobre Les populat'tons rurales du Puy-de-Dóme, llevado a
cabo por la Commíssion départementale d’agriculture, gracias a diversos
colaboradores, entre ellos Ph. Arbos ( Mémoires de l’Académie des Scien­
ces, Belles-Lettres et Arts de Clermont-Ferrand, 1933), destacó la profunda
evolución de las costumbres y de la mentalidad en la «Francia campesina
de hoy» (1934, p. 469). A. Meynier mostró también en 1931 esa menta­
lidad nueva, después de la Gran Guerra, en regiones del Macizo Central,
Ségalas, Levézou, Chátaigneraie: progresos técnicos (abonos químicos,
prados artificiales) y sindicatos agrícolas (1932, p, 496). Evolución, c par­
tir de esa guerra, del pueblo de Saulzet, en Limagne (Puy-de-Dóme), se­
gún P. Coutin (1933, p. 321). Sobre los problemas agrícolas contemporá­
neos, 1936, p. 398. En «Regards sur des paysanneries de crise», en Fran­
cia y en Suiza, Marc Bloch se ocupó de la crisis agrícola posterior a La
historia rural (1940, pp. 50-52). De igual modo, N. Hunter, Peasantry
and crisis itt France, Londres, 1938 (1939, pp. 452-453).
P. Rouveroux, Le métayage: ce qu'il faut en savoir, 1935, «deberá
figurar a partir de ahora entre los "habituales" de los estudios rurales
franceses» (III, 1943, p. 113). A. Garrigou-Lagrange, Production agricole
et économie rurale, 1939, importante estudio de economía política que,
sin embargo, deja casi constantemente en la sombra los «hechos de estruc­
tura social, subyacentes a los fenómenos propiamente económicos», así
como el reparto de la propiedad rústica en Francia (III, 1943, pp. 114-
115). Sobre los inmigrantes extranjeros, A. Demangeon, y G. Mauco, Do~
cuments pour servir á l’étude des étrangers dans Vagriculture frangaise,
1939 (L. Febvre, 1939, pp. 194-196). Un notable testimonio sobre esa
evolución campesina: R, Thabault, Mon village: ses hommes, ses routes,
son école, prefacio de André Siegfríed, 1945, sobre el pueblo de Maziéres-
en-Gátine (Deux-Sévres) de 1848 a 1944 (L. Febvre, 1945, pp. 141-146).
Marc Bloch señaló que el « tradicionalismo inherente a tantas socieda­
des campesinas» procede ante todo del hecho de que, por las condiciones
de trabajo, al mantenerse los padres alejados de los hijos, éstos son educa­
dos sobre todo por los abuelos ( Métier d‘historien, p. 12). Pero «el arcaís­
mo relativo de la vida campesina francesa» no debe engañar. «Incluso en
las regiones francesas menos abiertas a las influencias de fuera, el compor­
tamiento rural, desde hace algunas décadas, ha experimentado prodigiosas
transformaciones, en la alimentación, en particular, y en las técnicas»
(1938, p. 147).
ÍNDICE DE LUGARES

Abisinia, 118. Andrés (Pas-de-Calais), 436.


Absie-en-Gátíne (Deux-Sévres), abadía, Anduze (Gard), 118.
325, 449. Angouniois, 128, 449, 502.
Accous (Basses-Pyrénées), 459. Angulema, condado de, 322, 378.
Adour, río, 165, Angulema (Charente), abadía de Saint-
África del norte, 177, 273. Cybard, 325, 449.
Agón, 475 n. Anjou, 52, 114, 132, 142, 199, 247,
Ain, dep., 527. 342, 379, 393, 413 y n., 450, 531.
Aire, valle del, 140. Anthenay (Marne), 214.
Aíx-en-Provence (Bouches-du-Rhone), Antibes (Alpes-Maritimes), 379.
53, 366, 465 y n. Antogné, mun. de Chátellerault (Vien-
Ajain (Creuse), 533. ne), 418 n.
Alagnon, río, 454. Antoigné (Maine-et-Loire), 278.
Alaouites, región (Sitia), 208. Antony (Seine), 85 n., 98, 278, 428 n.
Albigeois, 73. Appoigny (Yonne), 326.
Alemania, 25, 168, 193, 208, 256, 259, Aquitania, 165,177, 179, 266.
264, 268, 280, 293, 294, 301, 311, Arcis-sur-Aube (Aube), 523.
312-313, 388, 396, 397, 398, 465 n., Ardeche, dep., 25, 53, 391, 521.
467 n. Ardenas, 125, 127, 168; belga, 167.
Alen?onnaís, 105. Ardennes [Ardenas], dep., 524, 527-
Aiiermont, bosque y región, 78, 154 n., 528.
475 y n. Argelia, 25.
Alpes, 113-114,120,127,165,166,195, Argenteuü (Seine-et-Oise), priorato,
283, 529; Alpes del sur, 166, 167; 234.
alemánicos, 103; Alpes suabios, 103, Argonne, 80.
Alpes, Hautes, dep,, 526, Arles (Bouches-du-Rhóne), 57, 143; ar­
Alpes-Maritimes, dep., 326, 469 n. zobispo, 469.
Alpes, región al norte de los, 210, 287. Arles, reino de, 311.
Alsacia, 111, 131, 136, 143, 163, 264, Armóríca, 175, 198.
308, 456, 478, 487, 491, 495 n., Arras (Pas-de-Calais), 325, 400; abadía
' 509 n., 511, 528, 529. de Saint-Vaast, 135.
Allauch (Bouches-du-Rhóne), 326. Artoís, 308, 372, 374, 378, 448, 487.
AUier, río, 462, 526. Asia, 118.
Amanee (Haute-Saóne), 477 n. Asia menor, 89, 304.
Amfréville (Manche), 199. Aubagne (Bouches-du-Rhóne), 466.
Amiens (Somme), intendente, 432. Aubusson (Creuse), 501.
Auch (Gers), generalidad, 487. Bernay (Charente-Maritime, Eure, Sar-
Audenarde (Handes oriental. Bélgica), the, Seine-et-Marne, Somme), 290,
323. Berny (Seine, Aisne, Somme), 278.
Auge, valle, 121. Berry, 142, 148, 151, 175, 176, 180,
Auppegard (Seine-Maritime), 112. 194, 209, 214, 318, 321, 378, 385,
Aure, valle, 166. 417, 449, 457, 468, 472.
Auribe, bosque (Haute-Marne), 97. Bessey, mun. de Dampierre-et-Hée (Có-
Austrasia, 98. te-d’Or), 145, 341.
Austria, 388. Bessin, región alrededor de Bayeux (Cal­
Autunois, 373. vados), 101.
Autun (Saone-et-Loíre), priorato de Bethphagé, véase Betphaget
Saint-Synphorien, 325; Société Po- Betphaget, mun. de Saint-Verain (Nié-
pulaire, 507. vre), 79.
Auvergne, 25, 47, 53, 54, 75, 102, 143, Béze (Cóte-d’Or), 310.
166, 190, 325, 427, 439, 455, 460, Biere, bosque, 77.
462, 491, 503-504, 525-526. Bigorre, 32, 488.
Auxerre (Yonne), 121, 326, 401. Biot (Alpes-Maritimes), 379.
Auxerrois, 430. Birkenfeld, región (Renania), 35, 202,
Auxois, 145 y n. 203, 397.
Avignon (Vaucluse), 466. Blesle (Haute-Loire), 47, 454-455.
Blois (Loir-et-Cher), 322.
Bois-Chaud, región del Berry, 198.
Bois-Saint-Denís, Le Petit, mun. de La
Bannay, véase Baunay. Flamcngrie (Aisne), 78.
Barrois, 488. Boissy-aux-CailIes (Seine-et-Marne), 379.
Baudricourt (Vosges), 98. Boissy-et-Drouais (Eure-et-Loir), 276.
Baunay o Bannay (Moselle), 448 n. Boissy-Maugis (Orne), 415.
Bayeux (Calvados), obispo, 325. Bonlieu, i lonum Locum, pueblo funda­
Bearn, 79, 127, 166, 168, 201, 202, do por las religiosas de Yerres en
209, 337, 361, 393,478,479,488,
1225, cerca de Grigneviile (Loiret),
492, 505; Estados, 487, 492. 130.
Beauce, 71, 73, 97-99, 103, 106, 130, Boníieu, raun. de Peyrat-la-Noni&re
139, 153, 170, 171, 182, 183, 184, (Creuse), abadía, 162 n.
208, 339, 454, 462, 472, 511. Bonneville, mun. de Coulmiers (Loiret),
Beaujolais, 342, 352, 379, 394. 234.
Beaulieu, mun. de Ginals (Tarn-et-Ga- Bordclaís, 164, 286, 379, 380.
tonne), abadía, 400. Borest (Oise), 247.
Beaumarchés (Gers), 79. Borgoña, 39, 56, 88, 102, 106, 121, 129,
Beaumont-en-Argonne (Ardennes), 244, 139, 145, 148, 170, 183, 205, 246 n.,
265, 310. 294, 297-305, 309, 310, 322, 330,
Beaumont-le-Hareng (Seine-Inférieure), 335, 336, 339, 341, 344, 349, 367,
475 n. 377, 411 n., 413, 434 n., 438, 440,
Bedfordshire (Inglaterra), 171. 450, 451, 472 n., 479, 488, 499, 502,
Belcastel, mun. de Lacave (Lot), 380, 511; condado de, véase Franco Con­
392, 449. dado; Estados, 487,
Bélgica, 528. Bouches-du-Rhóne, dep., 469 n.
Bellaigne (Puy-de-Dóme), abadía de, Bougival (Seine-et-Oise), 97,
200. Bouiiiy (Loiret), 413 y n.
Boulay (Loiret), 246. Byzaccne (Tunicia), 203.
Boulonnais, 488, 497.
BourbiUy, mun. de Vic-de-Chassenay
(Cóte-d’Or), 372. Caen (Calvados), 365; abadía de Saint-
Bouxbonnais, 320, 462, 526. Étienne, 392; región y llano, 100,
Bourg-la-Reine (Seine), 237, 137, 154, 160, 193, 365, 396, 474.
Bouzonville-aux-Bois (Loiret), 413 y n. Cahor, región, 341.
Brabante (Bélgica), 318, 319, 322. Cambra! (Nord), 323.
Brenat (Puy-de-Dóme), 278, Cambrcsis, 370, 487, 495.
Brennacum, 284, véase Bernay, Berny, Cambridge (Inglaterra), condado, 328.
Brenat. Canadá, 112.
Brenne, 179. Carentan, 531.
Bresse, 122, 178, 309, 393, 450, 461, Carnoules (Var), 466.
462. Castellane (Basses-Alpes), 318.
Bretaña, 82, 88, 112, 118, 122, 127, Cataluña, 256.
128, 157-162, 175, 184, 199, 239 n., Catillon-sur-Sambre (Nord), 112-113.
268, 269, 280, 308, 318, 342, 349, Causses, 197, 529.
360, 367, 380, 391, 412 n., 414, Caux, País de, 101, 148, 153, 240,
417 n., 421, 440, 452, 486, 487, 491, 473-475, 485.
527, 531. Celle-Dunoise, La (Creuse), 453.
Breteniére (Cóte-d’Or), 377. Cerdeña, 205, 206, 307, 460.
Bretennieres, véase Breteniére. Cévennes, 118, 418.
Bretteville-í’Orgueilleuse (Calvados), Cézallier, en Auvergne, 454.
364, 365, 396, 474. Císter [Cíteaux], mun. de Saint-Nico-
Bretteville-sur-Odon (Calvados), 308. las-les-Cítenux (Cóte-d'Or), abadía,
Brie, 78, 84, 120 n., 142, 457, 485. 324, 325, 430, 458.
Bríeulles-sur-Meuse (Meuse), 360. Clamecy (Nievre), 318, 321.
Bríonde (Haute-Loire), abadía de Saint- Clermont-en-Argonne (Meuse), 140 y n.
Julien, 325. Clermontois, principado que debe su
Brive (Corréze), 462, 528. nombre a Ciermont-en-Argonne, 129,
Broerech, nombre bretón del Vannetaís, 136, 139, 140, 360 n.
158 n. Cleves (Renania), ducado, 392.
Brouessy, mun. de Magny-les-Hameaux Cluny (Saone-et-Loire), abadía, 297,
(Seine-et-Oise), 186. 301, 305, 318, 324, 325, 450.
Brousse-Montboíssier (Puy-de-Dóme), Clunysois, 303.
47, 54, 504, 525. Codalet, 311.
Bruille-Saint-Amand (Nord), 128 n. Colonia (Renania), 318.
Brujas (Flandes occidental, Bélgica), 79. Collioure (Pyrénées-Orien tales), 121.
Bruyéres-le-Chátel (Seine-et-Oise), 430. Combrailles, 114, 200.
Bugey, 160. Comtat Venaissin, 341, 342,
Bulat-Pestivien (Cótes-du-Nord), 200, Condé-Northen (Moselle), 448 n.
452, 457, 531, 533. Condroz, región de Bélgica, 456,
Bulgaria, 44, 462. Confient, región del Rosellón, 311.
Burdeos (Gironde), intendente, 143, Confolens (Charente), 199, 400,
496 n. Conques (Aveyron), abadía, 116.
Bure-leS'Templiers (Cote-d’Or), 336. Corbieres, 72.
Burgaud (Haute-Garonne), 315, 326. Corbie (Somme), abadía, 215, 249,
Corbonnais, región del Maine, alrede­ Choisy'le-Roi (Seine), 428 n.
dor de Mamers (Sarthe), 276. Dalhem (Límbourg, Bélgica), 322
Corbreuse (Seine-er-Oise), 104, 127. Damiatte (Tarn), 79
Córcega, 488, 504. Danclaw (Inglaterra), 100
Coroouailie, región de Bretaña, 200, Dauphmé, 352, 384, 421
452, 531. Deux-Ponts (Renania), antiguo princi­
Cóte-d’Or, dep., 42, 300, 525. pado, 203.
Cotentin, 157, 160, 199. Digne (Basses-Alpes), 466 n., 469 n.
Couchey (Cóte-d’Or), 438. Dijon (Cóte-d’Or), 314, 390; inten­
Coulmiers (Loiret), 234. dente de, 440; Parlamento, 477; aba­
Coux-Dieu, La, mun. de Ingrannes (Loi- día de Saint-Bénigne, 310; región,
ret), abadía, 447. 298, 390
Crau, 468. Dilo (Yonne), abadía, 112, 379
Crawley (Harapshire, Inglaterra), 395, Dinamarca, 25, 100, 182, 268, 280
396, 397.
Creuse, dep., 533; margen izquierda Dol (Ille-et-Vilaine), arzobispo, 371
del bajo, 82. Dole (Jura), Parlamento, 365
Croix-en-Brie, La (Seine-et-Marne), 82. Dordogne, dep., 523
Cros-Bas, Le, mun. de Brezons (Cantal), Dordogne, río, 380
439. Douai (Nord), 308, 323; Parlamen­
Cruye, bosque, 77. to, 438
Curey (Manche), 446. Draize (Ardennes), 113
Dun-sur-Meuse (Meuse), 140
Chalon-sur-Saóne (Seine-et-Loire), re­
gión, 102. Egipto antiguo, 118, 272, 273, 304-
Champagne, 79, 112, 142, 159, 171, 305
244, 338, 339, 378, 380, 421, 426, Elba, río, 256, 292, 312
457, 462, 477, 488, 491, 492, 511, Entre-Deux-Mers, región entre Giron-
527; condes de, 352. de y Dordogne, 82, 379
Champagne del Berry, 457. Epinal (Vosges), 131 n.
Champagne de Poitou, 173, 175. Escandinavia, 56
Champdótre (Cóte-d’Or), 440. Escocia, 168, 201, 202, 205
Champeaux (Seine-et-Marne), 120. Eslavos, países, 189, 256
Champhol (Eure-et-Loire), 430. Eslovaquia, 106, 112, 459
Chapelle-la-Reine, La (Seine-et-Marne). España, 165, 211, 252, 257, 385, 388
342, 379.
Charolais, 303. Essarts-le-Roi, Les (Seine-et-Oíse), 79
Chartres (Eure-et-Loir), 430, 435; aba­ Essonnes, río, 400
día de Saint-Jean-en-ValIée, 236; aba­ Essoyes (Aube), 142 n.
día de Saint-Pére, 415; capítulo, 241. Estrasburgo (Bas-Rhín), 57, 131, 524,
Chátaignerai, 167, 200, 524, 530, 534. 529
Cháteau-l’Abbaye (Nord), 128 n. Eu (Setne-Maritime), bosque, 105
Chateauroux (Indre), 198 Eurasia, 211, 271
Chátellerault (Vienne), 398 Eure-ct-Loir, dep., 508
Chátillon-sous-Makhe, véase Malche Europa: norte, 171, 205-207; centro,
Chauny (Aisne), 128 205; media, 169; occidental, 273
Checoslovaquia, 25, 44, 56, 57 Exeter (Devonshíre, Inglaterra), 385
Cherburgo (Manche), 118 Extremo Oriente, 210
Fen, marismas del (Inglaterra), 107 Frisia, 252, 263, 286-287, 307
FeugueroIles-sur-Orne (Calvados), 193, Froideviile, Frígida villa, aldea a la
396 orilla del arroyo de I'Orge, entre
Finlandia, 171, 200 Corbreuse y Brétencourt; se puede
Flandes, 70, 121, 168, 318, 406, 421, identificar con Saint-Martin-de-Bré-
431, 472, 482, 485, 487, 488, 494; tencourt (Seine-et-Oise). 78
marítimo, 77, 370; belga, 114 Fromont (Seine-et-Marne), 342
Flaviac (Ardeche), 278 Furnes (Flandes occidental, Bélgica)
Flavy (Aisne, Oise), 278 abadía de los Prémontrcs, 325
Fleurac (Charente, Dordogne), 96
Fleurance (Gers), 79
Florac (Gironde), 286
Fontaine-aux-Joncs, La, Fontejoncosa, Galia, 257, 263, 284; belga, 89; del
véase Fontjoncouse norte del Loira, 169-170; del oeste,
Fontaínebleau (Seine-et-Marne), 77 280, 285; franca, 272, 274, 292
Fontevrault (Maine-et-Loire), abadía, Gand, véase Gante
326 Gante (Basses-Pyrénées), 79
Fontjoncouse (Aude), 77 Carches (Seine-et-Oise), 247
Fontmorigny, mun. de Mennetou-Cou- Garona, región y valle, 130, 148, 177,
ture (Cher), abadía, 325 341
Forez, 294, 305-306, 352, 357 Gascuña, 83, 149 n., 165, 177, 419
Forterre, La, región del Bourbonnais, Gátinaís, 244, 342 y n„ 379, 382, 443,
462, 526 485
Fourches, mun, de Limoges-Fourchcs Gaves, Les, río, 165
(Seine-et-Marne), 413 n. Germanía, 169, 211, 253, 255, 282,
Francia: centro, 120 ,167, 177, 178, 284, 290, 292
187, 235, 259, 294, 304, 308, 340, Gex, País de, 160
367, 375, 450, 460, 461, 515, 527, Giliv-les-Citeaux (Cóte-d’Or), 430
530; este, 173, 378, 482, 512, 518, Ginebra (Suiza), 118
527; mediodía, 84, 112, 130-134, Ginestas (Aude), 53, 454
149, 164, 168, 171-179, 194, 195, Givet (Ardennes), subdelegación,
205, 209-210, 229, 324, 403, 425, 126 n.
518; norte, 70, 132, 133, 135, 163, Gran Bretaña, 169, 188, 189
168-170, 172-178, 183, 188, 194, Grandselve, mun. de Bouillac (Tarn-
195, 227, 235, 238, 259, 315, 324, et-Garonne), abad de, 84
342, 373, 405, 450, 452, 461, 515, Grasse (AIpes-Mari times), 464
518, 527; nordeste, 127; oeste, 120, Grenoble (Isére), obispo de, 326
125, 148, 156, 174, 175, 201, 276, Grésivaudan, 266, 526
306, 450, 461, 514, 518; sudoeste, Gricourt (Aisne), 147
56, 82, 177, 235, 294, 380 Grignon, mun. de Thiais (Seine), 428
Franco Condado, 106, 118, 131, 134, Grisolles (Tarn-et-Garonne), 446
141, 335, 336, 339, 350, 478, 479, Groie, La, mun. de Cháteuai-Larcher
488, 492, 499, 511 (Vienne), 398
Francourvilfe (Eure-et-Loire), 182 Gros-Tison, Le, mun. de Lucheux
Francs, Les, tierras de los departamen­ (Somme), 209, 325
tos de Cher e Indre, 101 Guayan a, 88
Frenelle-Ia-Grande (Vosges), 493, 516 Guéret (Creuse), 200, 533
Fresne, £1, mun d’Authon (Lotr-et- Guillen/al (Seine-et-Oise), 248
Cher), 400 Guise (Aisne), región, 432
Haguenau (Bas-Rhin), 136 Landes, dep., 523
Hainaut, 128, 136, 184, 227, 413, 451, Languedoc, 37, 78, 83, 118, 130, 148,
485, 488, 491, 494, 496 n„ 497 173, 175, 176, 209, 39J, 416, 425,
Hampshire (Inglaterra), 327 457, 462, 468, 501; bajo, 72, 94,
Hauterive (Yonne), 391-392 121; Estados, 487, 488, 493, 496,
Hermonville (Marne), 421, 451 510
Hesse, 268 Lantenay (Cóte-d’Or), 367
Hurepoix, 106, 184, 187, 461 Laonnois, 370, 432
Huttes de Charbonniers, Cellocarboni- Larrey (Cóte-d’Or), 434 n.
les; probablemente Les Carboug- Lauragais, 378
nols, mun. de Fontjoncouse (Aude), Laxcon (Notúnghamshire, Inglaterra),
72 37, 191
Laye, bosque, 77
Leeuw (Brabante, Bélgica), 318
Igel (Renania), 288 Lemosín, 52, 82, 107, 117, 175, 179,
lle-de-France, 46, 102, 167, 184, 187, 180, 184, 200, 308, 342, 370 n,,
265, 268, 306, 371, 380, 403, 425, 412, 416, 418, 444, 456, 460, 461,
475, 485, 504 462, 502, 522, 528, 531
Imperio, regiones de, 265, 315 LevéEou, 167, 200, 524, 530, 534
India, 288 Lhers, mun. de Accous (Basses-Pyré-
Indre, dejp., 101 nées), 459.
Inglaterra, 25, 36, 43, 97, 100, 167, Liboume (Gironde), 79,
182, 188, 189, 192, 198, 205, 208, Lie ja (Bélgica), 151.
259, 268, 271, 280, 301, 311, 322, Ligugé (Vienne), abadía, 400, 520.
327, 388, 396 Lilie (Nord), intendente, 448.
Irak, 288 Limagnes, 47, 54, 175, 454, 525-526,
Issoire (Puy-de-Dóme), 454 534.
Issoudun (Indre), 198 Limbourg (Bélgica y Países Bajos), 322.
Italia: antigua, 253, 257, 287; medie­ Limoges (Haute-Viemie), 105, 115, 500;
val y moderna, 117, 169, 170, 256, generalidad, 502.
257, 259, 272, 292, 293, 296, 301, Limoges, mun. de Limoges-Fourches
312, 388 (Seine-et-Marne), 413.
Iveline, bísque, 77 Lincel (Basscs-Aipes), 351 n„ 366.
Lisseuil (Puy-de-Dóme), 200,
Livradoís, región de Auvergne, 182,
Jancigny (Cóte-d’Or), 140 462, 526.
Jaults, Les, mun. de Saint-Benin-des- Lixheim (Moselíe), 519.
Bois (Niévre), 454, 460 Loge, bosque, 77.
Jemeppe-sur-Sambre (Namur, Bélgica), Loira, río, 114, 115, 388; cuenca, 388;
399 valle, 168, 172,181, 458; regiones del
Jéricho, mun. de Saint-Verain (Nie- Loira, 82, 117, 180, 316, 531; región
vre), 79 al norte del Loira, 127, 132, 148,
Jerusalem, mun. de Saint-Verain (Nie­ 188, 273; región entre el Sena y el
vre), 79 Loira, 173; región entre el Mosa y
Jura ,127 el Loira, 294; regiones al sur del
Loira, 184, 209, 462.
Loire [Loira], Haute, dep., 527.
Lacapelle-Ségalar (Tarn), 73 Loiret, dep., 98, 99, 450.
Lagny (Seine-et-Marne), 352 Londres, cuenca de, 172.
Longeville-Ies-Saint-Avold (Moselle), Many (Moselle), 429.
429 n., abad de, 431. Marcillat d’Allier (Aüier), región, 457.
Longjumeau (Seine-et-Oise), 322. Marche, 115, 117, 162, 180, 199, 200,
Longueviüe (Seine-Maritime), priorato, 322, 378, 452, 453, 481 n., 500.
112, 325. Mariembourg (Bélgica), 126.
Lorena, 79, 88, 128, 131, 136, 139, Mamy-Sainte-Gcnevicve {Aisne), 446.
145 n., 159, 170, 183, 184, 202, 246, Marly-Ie-Roi (Seine-et-Oise), 77.
260-266, 308, 310, 378, 393, 414 n., Marmoutier (Bas-Rhin), abadía, 260,
431, 440, 441, 448, 475, 477-479, 264.
485, 487, 488, 492-494, 511, 524, Mama i.se, región, 319.
527, 528, 532; alemana, 127. Mar Negro, 256.
Lorris (Loiret), 244, 310. Marruecos, 44, 171, 177, 208, 270.
Lotaríngia, 296, 311. Marsella (Bouchcs-du-Rhóne), 53, 326.
Lot, dep., 360 n., 458. Mauges, Les, región de Anjou, 393.
Loutremange (Moselle), 448 n. Mayenne, dep., 145 n.; ducado, 330.
Louvres (Seine-et-Oise), 423, 522. Maziéres-en-Gátine (Deux-Sévres), 534.
Lucheux (Somme), señorío, 323; prio­ Mediterráneo: francés, 105, 178, 194,
rato, 209, 325. 195, 245, 259; regiones mediterrá­
Luxemburgo belga, 167, 531. neas, 117, 118, 169, 170, 205, 207,
Lyonnais, 298, 394. 304, 305.
Lyon (Rhóne), 115, 352, 390, 426 n., Melun (Seine-et-Marne), 344.
500; convento de los Celestinos, 395; Merobet, mun. de Magny-les-Hameaux
iglesia, 72. (Seine-et-Oise), 186.
Metz (Moselle), 310; intendente, 497;
Parlamento, 361, 478, 496; abadía
Macizo Central, 122, 127, 130, 160, de Saint-Arnould, 310.
167, 198, 199, 210, 418, 526, 528. Meurthe-et-Moselle, dep., 191, 527,
Macón (Seine-et-Loire) y Máconnais, 532.
51, 102, 298, 461, 462. Meuse [Mosa], dep., 38, 527-528.
Maghreb, 256, 271, 279. Meuse [Mosa], río, 322; región entre
Magny-les-Essarts, véase Magny-les-Ha­ el Mosa y el Loira, 294; región de
meaux. Outre-Meuse, 322; valle, 140.
Magny-les-Hameaux (Seine-et-Oise), 80,
186, 188, 342, 461. Midlands (Inglaterra), 171, 208.
Magny-sur-Tílle (Cóte-d’Or), 139. Milán (Italia), 388.
Matche (Doubs), 350. Millery (Rbóne), 395.
Maülezais (Vendée), 400. Minot (Cóte-d’Or), 365, 366.
Maine, 127, 130, 132, 158, 160, 306, Mítry-Mory (Seine-et-Marne), 247.
374, 403, 418. Moirans (Isére), 421.
Maine-et-Loíre, dep., 25, 521. Molesme (Cóte-d’Or), abadía, 325.
Maine-Gíraud, Le, mun. de Avert (CHa- Mondonvílle-Saint-Tean {Eure-et-Loir),
rente-Maritime), 400. 447.
Maisons-Alfort (Seine), 429 n. Mons Acboái, antigua aldea de Sarthe,
'Maisons (Eure-et-Loír), 73. 285.
Malaucfene (Vaucluse), 466. Montbélíard (Doubs), 88 n., 131 n.,
Malesherbes (Loiret), 400. 142 n., 341, 367, 472.
Manche, dep., 159, 524, 531. Montdidier (Somme), bailía, 432.
Mantarville, mun. de Sainville (Eure- Montereau-Faut-Yonne (Seine-et-Mar-
et-Loir), 236. ne), 87.
Montévrein, región situada cerca de Niza, condado, 25, 469 n., 470 n.
Arpajon y de Avrainville (Seine-et- Nocle-Mauiaix, La (Nievre), 74.
Oise) que en 1255 fue plantada de Nogent-!e-RépubIícain, hoy Nogent-le-
viñedos, 430. Rotrou (Eure-et-Loir), Société Popu-
Montier-en-Der (Haute-Marne), 275; iaírc, 507.
subdelegado, 497. Nogent-.sur-Seine (Aube), 142.
Montmartre, mun. incorporado a París, Nord [Norte], dep., 25, 168, 521.
abadía, 236. Normandía, 47, 56, 74, 76, 78, 98, 99-
Montmorillon (Viennc), región, y Mont- 101, 105, 116-117, 118, 121, 131,
moriUonnais, 365, 367 y n. 157, 209, 239, 308. 314, 317, 320,
MontpeUier (Hérault), 118; región, 190, 321, 379, 403, 421, 433, 434, 450,
529. 472-475, 482, 485, 498, 527; Bocage
Mont-Saint-Michel (Manche), abadía, Normand, 370, 371.
308. Norte, mar del, litoral, 452,
Montureux, mun. de Montureux-et- Noruega, 101.
Prantigny (Haute-Saóne), 336. Nottinghamshire, 37.
Moret-sur-Loing (Seine-et-Marne), 87. Nottonville (Eure-et-Loir), 237.
Morigny, mun. de Morigny-Champigny Novadle (Vienne), monasterio, 113, 325.
(Seine-et-Oise), abadía, 73, 77. Novy (Ardennes), priorato, 318.
Morvan, 173, 181, 303.
Morville-sur-Níed (Moselle), 310.
Mosela, río, 313; región del Mosela, Oisans, 370.
89, 145, 264, 308. OJHoules (Var), 365.
Moselle [Mosela], dep., 527. Orange (Vauduse), 466.
Mulhouse (Haute-Rhin), 319, 384. Oriente, 106, 252, 304.
Orléanais, 115, 247, 413, 424; Asam­
blea Provincial, 120.
Namur (Bélgica), antiguo distrito, 521, Orleans (Loiret), 77, 85 y n., 424; mo­
Namurois (Bélgica), 456. nasterio Saint-Euverte, 246; sociedad
Nancy (Meurthe-et-Moselle), intenden­ de agricultura, 496; bosque, 310.
te, 489, Corte y Parlamento, 131 n.( Orly (Seine), 429.
361, 489, 495. Orne, dep., 25, 521,
NantiUois (Meuse), 139. Oscheret, 411.
Narbonnais, 53, 454. Othe (Yonne), bosque, 112, 379.
Nassau-Sarrebrück, antiguo principado, Oyes (Marne), abad de, 335.
171, 203. Ovré (Víenne), 418.
Navarra (España), 165.
Nazareth, mun. de Saint-Veraín (Nie-
vre), 79. Países Bajos, 114, 388, 397.
Nemours (Seine-et-Marne), 112, 378. Paísson, mun. de Pimelles (Yonne), 73.
Nestes, Les, río, 165. Pakiseau (Seine-et-Oise), 276.
Neuiüay-les-Bois (Indre), 214. París, 79 y n., 85, 121, 344, 390, 413,
Neuilly-sous-CIermont (Oise), 430. 423, 424, 429, 430, 492, 500; aba­
Neumagen, 288. día de Saint-Germain-des-Prés, 85 n.,
Neuville-Champ-d’Oisel, La (Seme-Tn- 95, 167, 243, 254, 260, 269, 276,
férieure), 79,154 n. 285-286, 302, 325, 335, 342-343, 407,
Nilo, río, 273. 415, 428 n.; abadía de Ste. Gene-
Nímes (Gard), 353. vieve, 335 n.; capítulo, 81, 87, 234,
Nívemais, 454, 460, 461. 236, 247, 424, 429; alrededores, 122,
•405, 418, 481 n.; Parlamento, 142, 351 n., 365, 371, 379, 391, 454, 459,
478, 481, 488, 489; Priorato de Saint- 464-474, 482, 501, 507, 529.
Martin'des-Champs, 447; generalidad, Puisaye, 79, 173, 341.
502, 504; región parisiense, 181, 269, Pundjab (India), 208.
308, 393. Pustertai (Tírol), 168.
Parísis, 214, 413. Puy-de-Dómc, dep., 522, 533.
Parly (Yonne), 507. Puy d’lssolu, Le, vease Uxeíladarntm.
Pau (Basses-Pyrénées), generalidad, Puyíoubicr (Bouches-du-Rhóne), 469.
487; Parlamento, 361, 492.
Pavía (Gers), 79.
Pays de Gruye, cerca de Versalles (Sei- Quercy, 157, 380, 392, 399, 449.
nc-et-Oíse), 102.
Perche, 160, 173, 175, 374, 485.
Périgord, 195, 196, 341, 418, 421, 523. Rambouillet (Seine-et-Oise), 77.
Pernes (Vauduse), 466. Recloses (Seine-et-Marne), 342.
Péronne {Somxae), baílía, 432. Rcgennes, dominio episcopal en Ap-
Pe d t-Boi s-Saint-Deni s, Le, véase Bois- poigny (Yonne), 326, 401.
Saint-Denis. Reims (Marne), arzobispo de, 265; aba­
Petít-Quevilly, Le (Seine-Inférieure), día de Satnt-Rémi, 254; región, 214,
477 n. 319.
Pbalsbourg (Moselle), 519. Ré, isla (Charentc-Maritime), 318, 322-
Picardía, 128, 153, 154, 159, 173, 209, 323, 451.
265, 370, 406, 431, 432, 449, 462, Renania, región, 202, 205, 264, 272,
511. 308, 311, 327, 397, 453.
Píerrefonds (Oíse), 443. Rennemoulin (Seine-et-Oise), 341.
Pirineos, 39, 47, 127, 165-166, 168, Rennes (Ille-et-Vilaine), 399; intenden­
181, 195, 259, 283, 305, 433, 452, te, 161; Parlamento, 361, 438.
459, 462. Rethel (Ardennes), 318,
Plaisance (Vienne), 365. Rhin, Bas, dep., 526.
Plourivo (Cótes-du-Nord), 441. Rhóne [Ródano], dep., 394; mediodía
Poiders (Vienne), 400; batalla, 334. del, 130, 148.
Poitou, 51, 56, 73, 113, 130, 139 n., Riez (Basses-AIpcs), 466.
148, 151, 152, 153 n„ 194, 318, 350, Rjf (Marruecos), 177.
369, 387, 418, 446; Bajo, 77. Rin, río, 292,
Polonia, 181, 398. Riom (Puy-de-Dóme), generalidad, 502,
Pomeranía, 397. 503-504.
Pont-Croix (Finístére), subdelegado, Rochemaure (Ardéche), 71 n.
158. Rochers, mun. de Vitré (ílle-et-Viki-
Pontchateau (Loire-Inférieure), 160. ne), 201, 399.
Ponto (Asia menor), 313. Rohan (Morbihan), ducado, 360, 486.
Pontoy (Moselle), 431. Roma, 211, 255.
Pradel, Le, mun, de Mirabel (Árdéche), Romagne-sous-Mont-Faucon (Meuse),
389. 129,
Prealpes, 341. Romenay-en-Bresse (Seíne-et-Loire), 52,
Preux-au-Sart (Nord), 451. 57.
Prisches (Nord), 413, Rosellón, 121, 239, 311, 413, 436, 488;
Provenza, 53, 87, 118, 122, 127, 148, Consejo Soberano, 488.
151, 165, 166, 173, 174, 175, 194, Roudersas, mim. de Royare (Creuse),
205, 233 n., 256, 258, 315, 318, 342, 412.
Rouen (Seine-Inférieure), 352; arzo­ Saint-Pouange (Aube), 323, 380, 399,
bispos de, 78; Parlamento, 474, 477, 400, 457.
488. Saint-Quentín (Aisne), bailía, 432.
Rouen (Seine-Maritime), 314, 321. Saint-Rémy-le-Blot (Puy-de-Dóme), 200.
Rouergue, 151 n. Saint-Seine-en-Baehe (Cóte-d’Or), 171.
Roumare, bosque, 433. Saint-Seme-l’Église, mun, de Saint-Sei-
Roumois, 401. ne-sut-Vingeanne {Cóte-d’Or), 129.
Roye (Somme), 432. Saínt-Tbierry (Mame), abadía, 112, 451.
Rungis (Seine}, 430. Saínt-Trond, Limbourg (Bélgica), aba-
Rusia, 211, 398. din, 266 .
Saínt-Vincent (Sarthe), abadía, 307.
Sajonia, 294.
Saboya, 25, 342. Salón (Bouches-du-Rhone), 465, 466,
Saci (Yonne), 433, 469.
Saint-Aquilin (Dordogne), 457. Saóne-et-Loíre, dep., 300,
Saint-Benin-des-Bois (Nievre), 454. Saóne, Haute, 511.
Saint-Benoit'Sur-Loire (Loiret), abadía, Saóne, río, 170.
236. Sarrebourg (Moselle), 519.
Saint-Bertin, véase Saint-Omer. Sault (Vaucluse), 470.
Saint-Cyr (Seine-et-Oise), 521. Saulzet (Puy-de-Dóme), 534.
Saint-Denis (Seine), 234; abadía, 247, Saumur (Maine-et-Loire), abadía Saint-
259, 325, 326. Florent, 405.
Sainte-Croix de Volvestre (Ariége), aba­ Sauve (Gard), 457.
día, 326, Sauve-Majeure, La (Gironde), abadía,
Saint-Gall (Suiza), abadía, 103, 318, 318.
324. Savoie [Saboya], dep., 24, 529.
Samt-Gerxnain-en-Laye (Seine-et-Oise), Savoie, Haute, dep., 527.
77. Sceaux-sur*Huisne (Sartbe), 307.
Saint-Hilaire-sur-Autize, llamado tam­ Schaumbourg (Tréveris, Renanla), 145
bién Saint-Hilaire-des-Loges (Ven­ nota.
dée), 446. Schleswig, 35, 107,
Saint-Jean-en-Vallée, véase Chartres. Ségalas, 115-116, 167, 197, 200, 524,
Saint-Martin-de-Brétencourt, véase Froi- 530, 534.
deville. Seine-et-Oise, dep., 24, 184, 459, 461,
Saint-Martin-en-Biére (Seine-et-Marne), 521.
237. Semur-en-Auxois {Cóte-d’Or), 413, 472
Saint-Maur-des-Fossés (Seine), abadía, nota.
248, 260, 288. Sena, río, 173, 181; margen derecha
Salnt-Nauphaise (Lot), 529. del, 87; tierras del, 82, 179, 316, 406;
Samt-Nicolas-les-Clteaux (Cóte-d ’Or), zona entre el Sena y el Loira, 176.
451. Sénart (Seine-et-Oise), bosque, 105,
Saint-Omer (Pas-de-Calais), abadía 396,
Saint-Bertin, 405. Senas (Bouches-du-Rhóne), 437, 466.
Saint-Ouen-en-Brie (Seine-et-Marne), Sénonais, 177, 341, 421.
477 n. Sens (Yonne), 325, 342,
Saint-Pére-Marc-en-Poulet (IUe-et-Vilai- Septimania, véase Languedoc, bajo.
ne)f 380, 457. Sevilla (España), 381.
Saint-Pierre-du-Boscguérard (Seine-Mari- Sicilia, 258.
tirne), 401. Signy (Ardennes), abadía, 113.
Silesia, 398. Ubaye, 166.
Sintonge, 82, UpUind (Suecia), 43.
Sioule, río, 200. Uxeüodunum, probablemente Le Puy
Siria, 177, 205, 206, 207, 256. d'íssoíu, mun. de Vayrac (Lot), 224.
Stx-Fours (Var), 87. Uzcí'eois, 148.
Soigncs (Brabante, Bélgica), bosque,
318.
SoLssonnnis, 495. Val de Galie, ccrca de Versalles (Seine-
Soissons (Aisne), abadía de Notre-Da-
mc de, 254; intendente, 509. et-Oise), 102.
Sologne, 179, 339, 528-529. Val d’Gneilíe, en la Riviera genovesa
Sologne del Bourbonnais, 526. (Italia), 379.
Somme, valle, 121. Vaíensolte (Basses-Alpes), 467, 469 n.
Sources, Fontes, aldea desaparecida o Vakntinois, 342.
no identificada, cuya capilla, en 963, Valentón (Seinc-et-Oise), 343, 429.
dependía de la parroquia de Fontjon­ Valois, 247, 455; señora de, 75.
couse, 72. Valona, región, 151.
Varennes-en-Argonne (Meuse), 140.
Suecia, 24, 43, 181. Vame (Moselle), 448.
Suiza, 534. Varreddes (Seine-et-Marne), 446.
Sussex (Inglaterra), 97. Vasco, País, 118, 160, 181.
Vaucresson (Seine-et-Oise), 78.
Vaudoncourt (Moselle), 448,
Vaudoué (Seine-et-Marne), 342.
Tarascón (Bouches-du-Khóne), 466. Vauit, La, mun. de La Tagniere (Saóne-
Tártaras, regiones, 256. et-Loirc), 366.
Tliiais (Seine), 243, 244, 428 n,, 443, Vaumas (Aliier), 457.
Thiérache, 78, 113, 201, 499. Vauquois (Meuse), 447.
Thoisy-le-Désert (Cóte-d'Or), 336. Vaus-de-Cernav, mun. de Cernay-la-
Thomírey (Cóte-d’Or), 373. Vílíe (Seine-et-Oise), abadía, 341.
Thuringe, 268. Velfiy, 102.
Tonnerrois, 73. Vendée, dep., 160, 175; bocage de la
Torfou (Seine-et-Oise), 78. Vendée, 393.
Toscana, 122. Vendenheím (Bas-Rhin), 456, 457, 524,
Toulousain, 177, 308, 315, 326, 370, 529.
446. Vendómois, 400.
Toulouse (Haute-Garonne), 308, 323, Verdinas, mun. de Royere (Creuse),
326, 370, 500; arzobispo, 496; Par­ 412.
lamento, 149 n., 488; présid'td, 576. Verdún (Meuse), iglesia y monasterios,
Touraine, 142, 190, 247, 342, 379. 327.
Tours (Indre-et-Loire), intendente, 142. Vermandoís, 265.
Toury (Eure-et-Loir), 248. Vermenton (Yonne), 430.
Tremolat (Dordogne), 196. Vernou-sur-Seine (Seine-et-Marne), 81.
Tréveris (Renania), 264; abadía de Verriéres-le-Buísson (Seine-et-Oise),
Saint-Maximin, 264; regida, 169, 202. 214.
Trois-Evéches, 487, 488. Versalles (Seine-et-Oise), distrito, 521.
Troyes (Aube), 323, 380, 399, 457. Verson (Calvados), 308, 475 n.
Tunicia, 52, 203. Very-Noureuil (Aisne), 75.
35. — BLOCH
Vienne, dep., 25, 521, 523. Vizcaya (España), 118.
Vienne, río, 105. Vosgos, 105, 125; altos, 127.
VíHe-aux-Dames (Indre-et-Loire), 190.
ViUeneuve-rArchevéque (Yonne), 79.
Vüleneuve-le-Comte (Seine-et-Marne), Weatd (Inglaterra), 97.
78. Wissembourg (Bas-Rhin), 131.
Villeneuve-le-Roi (Seine-et-Oise), 413.
Villeneuve-Saint-Georges (Seíne-et-
Oise), 79 n., 276, 282, 428 n., 457. Yerres (Seine-et-Oise), abadía, 130.
Vitré (Ille-et-Vilaine), 201, 399. Yonne, dep., 300, 378, 507.
Vivarais, 390, 391. Yorkshire (Inglaterra), 43, 189.
ÍNDÍCE

Nota ala edición española........................................................... 7


Advertencia al lecto r.................................................................11
Prefacio del suplemento ......................................................... 16
La historia rural francesa en la obra deMarc Blochdesde 1930 21
1. Colaboración en los A n n a le s ..................................... 21
2. Trabajos relacionados con la historia rural y aparecidos
fuera de los A nuales....................................................22
3. Los planos parcelarios.....................................................24
4. Los materiales recogidos por Marc Bloch . . . . 25
5. Sobre Marc Bloch y su o b r a ..................................... 26
Introducción. — Algunas observaciones de método. . . 27
Suplemento a la introducción.................................................35
M é to d o .................................................................................35
Análisis y síntesis, 35. — Plantear los problemas, 36. —
Colaboración entre las disciplinas, 38. — Pasado, presente
y evolución, 39. — Necesidad de una nomenclatura, 41. —
Método comparativo, 42. — Método regresivo, 44. —
Realidades humanas. Lo concreto, 45. — Precisiones numé­
ricas, 48. <— Historia rural regional e historia local, 48. —
Geografía física e historia rural, 52. — Etnografía, folklore
e historia rural, 52.
F u e n te s.......................................................................................53
Planos parcelarios, 54. — Medidas agrarias antiguas, 55. —
Centros de trabajo, 56.
Orientación bibliográfica...............................................................59
1. Obras sobre la historia de las poblaciones rurales fran­
cesas en las diversas épocas........................................60
2. Principales estudios regionales....................................... 60
Suplemento a la orientación bibliográfica................................62
1. Obras g e n e ra le s............................................................... 62
2. Estudios de historia rural regional................................65
3. Principales estudios geográficos regionales . . . 67
Capítulo 1. — Las grandes etapas de la ocupación del suelo . 69
1. Los orígenes....................................................................... 69
2. La época de Jas grandes roturaciones . . . . 74
3. De las grandes roturaciones medievales a la revolución
ag ríco la............................................................................... 86
Suplemento al capítulo 1 ...................................................... - 89
Toponimia y p o b la c ió n ........................................................96
B osques.......................................................................................102
' Explotación de los bosques, 105.
Paisaje rural primitivo y trabajo humano . . . . 106
Roturaciones............................................................... ....... . 111
Roturaciones en los Alpes, 113. — Roturaciones en el
siglo xviii, 114. — Conquista del suelo en zonas no fores­
tales, 114.
Caminos y c u ltiv o s ............................................................... 115
Historia de las plantas e introducciónde nuevos cultivos . 116
Capítulo 2. — La vida agraria........................................................119
1. Rasgos generales de la agricultura antigua . . . 119
2. Los tipos de rotación de cultivos . 124
3. Los regímenes agrarios: los campos abiertos yalargados 134
4. Los regímenes agrarios: campos abiertose irregulares . 148
* 5. Los regímenes agrarios: los cercados............................156
Suplemento al capítulo 2 ................................................................164
Regiones vitícolas....................................................................... 164
Regiones de ganadería................................................................164
Cultivo tem poral....................................................................... 167
^ R o ta c io n e s........................................ 168
Regímenes agrarios . ........................................................172
Hipótesis de Roger Dion, 173.
Regímenes agrarios: norte y su r................................................177
Configuración parcelaria, forma de los campos y las tierras
de la b o r...............................................................................180
Campos abiertos y alargados del n o rte ................................183
Aspectos particulares de tierras de campos alargados, 193.
Campos abiertos e irregulares del s u r ................................194
Tierras de c e rc a d o s ............................................................... 197
Tierras análogas: algunas relaciones........................................202
Abertura de heredades y obligaciones colectivas . . . 208
Abertura de heredades en el mediodía, 209.
Arado y técnicas agrícolas ........................................................210
Capítulo 3. — El señorío hasta la crisis de los siglos X IV y X V 213
1. El señorío en la alta edad media y sus orígenes . . 213
2. De gran propietario a rentista de la tierra . . . 227
Suplemento al capítulo 3 ............................................................... 251
Un problema: los orígenes del señorío................................251
El declive de la esclavitud ........................................................252
Orígenes del señorío: los dom inios....................................... 258
El manso , ....................................................................... 268
Orígenes del señorío: la organización de los pueblos con
sus je fe s ............................................................................... 269
Señorío y sociedad feudal....................................................... 290
Formas regionales del señorío: señorío y vida rural en
Borgoña durante la alta edad m edia................................297
■Otras formas regionales del señorío........................................305
Parroquia y señorío, 309.
.■^Evolución del señorío: de gran propietario a rentista de
la tie r r a ............................................................................... 309
M olinos.......................................................................................313
Servidumbre y sociedades ru rales........................................315
Economía señorial. Señoríos y tierras laicas . . . . 319
Posesiones rurales y burguesía urbana, 323*
Señoríos y tierras eclesiásticas ................................................323
Comparaciones con la historia rural inglesa, 327,
Capítulo 4. — Las transformaciones del señorío y de la propie­
dad desde el final de la edad media hasta la Revolución
francesa....................................................................... 329
1. Transformaciones jurídicas del señorío; el futuro de
la se rv id u m b re............................................................... 329
2. La crisis de las fortunas señoriales............................ 340
3. La «reacción señorial»; gran propiedad y pequeña
propiedad...........................................................................354
Suplemento al capítulo 4 ............................................................377
Cartas de franquicias............................................................377
Reconstrucción tras la guerra de los Cien Años . . . 378
Decadencia de las fortunas nobiliarias............................ 380
Historia de los precios............................................................ 381
Señorío y vida rural en los siglos xvi y xvn , . . . 388
«Terrier s » ............................................................................ 391
Planos señoriales....................................................................392
Reacción señorial y señoríos en el siglo xvin . . . . 393
Endeudamiento de los campesinos, 394.
Concentraciones de tierras.................................................... 395
Comparaciones con la historia rural inglesa y alemana, 396.
Fortunas rústicas en los siglos xvi-xvin. Señoríos ytierras. 398
Fortunas rústicas eclesiásticas, 400. — Explotación de los
grandes dominios, 401.
Capítulo 5. —•Los grupos sociales................................................402
1. El manso y la comunidad familiar . . . . . 402
2. La comunidad rural; el com ún.................................419
3. Las c l a s e s ................................................................442
Suplemento al capítulo 5 ............................................................... 449
Supervivencias del m anso........................................................449
Comunidades ru ra le s................................................................450
Comunidades fa m ilia re s........................................................454
Clases sociales en los cam pos................................................455
El h á b i t a t ............................................................................... 457
Las a l d e a s ............................................................................... 460
Casas rurales............................................................................... 462
Capítulo 6. -— Los inicios de la revolución agrícola . . . 463
1. El primer asalto contra las obligacionescolectivas: &
Provenza y Normandía........................................................464
2. La decadencia de los derechos colectivos sobre los
p r a d o s ............................................................................... °476
3. La revolución técnica....................................................... 479
4. El esfuerzo por el individualismo agrario: bienes comu­
nales y cercados............................................................... 486
Suplemento al capítulo 6 . . . . . . . . 499
Intervención del E s t a d o .......................................................500
Primeros planos catastrales oficiales....................................... 501
■Agrónomos del siglo x v m ....................................................... 505
Capítulo 7. — Las prolongaciones: pasado y presente . . . 506
Suplemento al capítulo 7 ............................................................... 519
La sociedad rural en la Revolución........................................519
Problemas de la tierra............................................................... 520
Bienes nacionales, 520. — Reparto de los bienes comu­
nales, 521. — Distribución de las tierras, 521.
El c a ta s tr o ...............................................................................521
Descripciones agronómicas a principios del siglo xix . . 522
Fuentes para la historia rural de los siglos xix y xx . . 523
Evolución rural en los siglos xix y x x ................................524
Agricultura en el este, 527. — Especializacíón de regio­
nes, 528. — Regiones de economía pastoril, 529.
Transformación de las regiones pobres................................530
Propiedad rural y concentración parcelaria . . . , 531
Población y mentalidades ru rales........................................533
Campesinos franceses contemporáneos, 533.
índice de l u g a r e s ....................................................................... 535

Potrebbero piacerti anche