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MAURIZIO MEDO: LA MANÍA DE LA FORMA, LA FORMA DE LA MANÍA.

Daniel Bencomo

No me gusta la idea: trazar una geografía, geometría, del lenguaje. Así


como tal no creo que exista: no hay una imagen de la imagen. Pero
ayuda el frágil concepto para intuirle cotas a la región poética, para
pensar la errancia en la poesía. La geografía del lenguaje delinea la
geografía de la Ley, de la categoría, del concepto, del poder. El
lenguaje poético se encuentra en la zona de destierro, lo sabemos,
herrada por el dictum platónico. Lejos del centro, del panóptico, lejos
allá donde apenas otea la luz de los cazadores. Por ahí no cruzan los
siervos. Allá acontece la fuga, el lenguaje se da el lujo de velar
claridades pues se asume violencia cromática, tonal, volumétrica,
cognitiva. Esa distancia, ese ser ajeno, es parte del lenguaje en la
región de la poesía.

Ya se planteó un regreso a los terrenos que definió La


República platónica. Me interesa ir un poco antes, porque si no parece
excéntrico el asunto —lo es, si aceptamos nuestro primer concepto—,
vale la pena repensar tal instante de la poesía. Junto a la cerámica,
registro matérico, Arnold Toynbee menciona al decir poético como el
soporte que pudo trasladar la potencia y memoria de la civilización
minoico-micénica (s. XIV a XII a. C.) hacia sus sucesores, la civilización
helénica que emergió tras la época oscura, circa siglo VIII a. C[i]. Las
sentencias poéticas, sus frases ya acuñadas, transmitieron por memoria
a la memoria de los helenos, transterraron el mundo vital y potente —
Nietzsche dixit— de los minoicos y sus mitos. Retazos de lenguaje,
formas expresivas muy lejanas que llegaban otra vez, encarnadas en un
decir ajeno, a ensamblarse en el canto y el habla. Dieron forma incluso a
la figura de un autor, que para mayor seña carecía de vista. Poesía épica
originaria, que no se expresaba en el lenguaje del pueblo pero sí de su
nostalgia por otra época, como puede sugerir y complementar un
fragmento de teogonía órfica, citado por Giorgio Colli: «‘Ardo de sed y
muero: pero dadme, aprisa, la fría agua que mana del pantano de
Mnemosine’. Esta última, la memoria, apaga la sed del hombre, le da la
vida, lo libera del ardor de la muerte. Con la ayuda de la memoria ‘serás
un dios en vez de un mortal’»[ii]. Orfeo es, también de acuerdo con Colli,
una manifestación menos violenta de Dionisos, deidad que tiene origen
en Creta y que en las versiones más antiguas del mito reina en el
Laberinto de Minos. Orfeo disiente de la Ley de la Vida, pero disiente
también de la ley del mito: Dionisos lo despedaza conjurando a las
Bacantes —como castigo por seguir a Apolo—, en la práctica que se
conoce como desmembramiento o sparagmos.

Lo anterior brinda luz, a mi entender, sobre uno de los malentendidos


que cunden a menudo al valorar una expresión poética: la presunta
«lejanía» o «cercanía» con el lector, la presunta «claridad» u
«oscuridad» del lenguaje. El lenguaje es oscuro porque puede serlo,
porque es una de sus latencias, potencias.

Del mito surge la poesía, de la poesía surge el mito, la forma del pensar
más remota de la que tenemos testimonio. Del mito surge, también, esa
forma de pensamiento que más tarde dará origen a la filosofía: la
sabiduría —no olvido que también en parte, proviene de Egipto. La
sabiduría, que llega a su instante final con Jenófanes, el famoso poeta
de Colofón que fue distinguido como un vagabundo, errante. El otro
límite de la sabiduría griega, antes de que el pensamiento se
sistematice, se limite a sí mismo, es Heráclito. El pensamiento de la
sabiduría proviene también del mito y se le vincula sobre todo al
Oráculo de Delfos, se dice que ahí se lanzó la denominación de los Siete
Sabios, que nunca fueron siete, pues los nombres de los «elegidos»
siempre cambiaban.

Me interesa abarcar esta constelación de poesía, sabiduría y oráculo,


pues son indisolubles hasta ese punto del devenir de Occidente. En Las
bodas de Cadmo y Harmonía, Roberto Calasso advierte que el santuario
de Delfos no sólo estaba consagrado a Apolo, sino que en los meses de
invierno el dios que ahí regenteaba era Dionisos. Y eso nos acerca a la
muy famosa polaridad entre tales divinidades, que Nietzsche heredó al
siglo XX para repensar el arte. Pero es importante, como nos sugiere
Colli, advertir que Apolo no era simplemente el dios de las formas
bellas, o bien, que esa concepción de la belleza que hemos ligado a lo
apolíneo —a saber la perfección y estabilidad de las formas— no es del
todo precisa: diversas advocaciones de Apolo estaban más cercanas al
desenfreno y a la locura, e incluso la forma en la que el dios se
manifestaba en el oráculo tenía al menos dos tiempos, de acuerdo con
Calasso: el primero de ellos en la palabra balbuceante, extática, de la
pitonisa, y en segunda instancia el «ajuste» hacia la estabilidad rítimica
del hexámetro, dada por el rapsoda. El momento de la locura extática —
la raíz griega manía—, de la posesión y dilución, también le pertenece a
Apolo. La locura del canto le es propia; pero también la adivinación que
se le atribuye a algunos de los sabios o precursores de los sabios, tal
Epiménides, corresponde al dios del arco y la lira. La «mantis» y la
«manía» fundan lo mántico y lo maníaco. Adivinación y locura,
polaridades. Detrás de la segunda late también el dios de las
contradicciones, Dionisos, que es aquel que hace una sola a la belleza y
la violencia. Violencia de la forma que refleja el instante de la
desindividuación. Quiero volver a Heráclito, el oscuro, por una cita: «El
señor, al que pertenece el oráculo en Delfos, ni descubre ni oculta, sólo
insinúa»[iii]. Al igual que el de dicho señor, el decir de Heráclito es la
manifestación más aguda del pensamiento proteico, expresado en
palabra oscura, en enigma que insinúa, forma final del pensamiento
apolíneo antes de decantar filosofía. Y no olvidemos que esa forma fue
la que acabó con la vida de Homero: se cuenta que murió de tristeza al
no poder resolver el enigma que le planteaban dos niños junto al mar.

Este preámbulo, este vagar por el pensamiento preplatónico, podrá


parecerle a más de alguno innecesario. Por mi parte, creo que lo que
fue capaz de transportar hasta nosotros la fuerza del pensamiento sin
asideros, proteico y multiforme, fue la poesía. Porque creo también,
como intentaré insinuar aquí, el mundo considerado como fenómeno
estético sólo puede permanecer abierto en ese modo del pensar, el
poético, donde las valoraciones del Bien y del Mal se diluyen, donde no
impera una Voluntad que decida dominar[iv]. Por otro lado, debo decir
que la poesía que conozco de Maurizio Medo sugiere estas intuiciones,
las refiere, le preocupan, y lo hace al internarse en las circunstancias
de la poesía escrita en Latinoamérica y en las circunstancias de la
propia Latinoamérica.

Hace no mucho tiempo dediqué unas líneas a Manicomio, libro


preponderante en tiempos recientes para la poesía latinoamericana,
que vio una reedición en México. En aquel texto anotaba ya la cercanía
de los principios apolíneos de lo «mántico» y lo «maníaco», junto a un
procedimiento escritural que refería al sparagmos o despedazamiento
de Orfeo por parte de las Bacantes[v]. Lo anterior parte de una imagen
órfica de Dionisos: la del dios desmembrado por los Titanes que, al
contemplar su imagen en el espejo, lo que ve no es una imagen de sí
despedazado, si no que observa el mundo. Lo que vincula la poesía
de Manicomio al sparagmos es una re-versión del mito, que consiste en
desmembrar al Yo solidificado del canto, para dejar que el canto libere
fuerzas distintas de lenguaje. En Manicomio tales fuerzas se expresan
en la región de la locura clínica. ¿Es la locura una Ítaca a la que se llega
por una travesía indefinible? Quizá cualquier viaje tiene un hado
inexpugnable. En un estadio anterior de su obra, en concreto en El
hábito elemental (2004, The Latino Press, New York), ciertos versos ya
dejaban ver esta noción del acto poético en tanto traslado hacia
regiones límite del habla: «el exilio nos sitúa en opuestas geografías,
mas, la palabra, siempre la misma, en asedio fecundo arrebata al olvido
a esos cuervos muchachos, extraviándolos en el tráfago eterno / que
transcurre / entre los cúrsiles marasmos de este poema», o bien esta
otra, de mucho mayor concentración: «en tierra extraña lo inédito está
dentro del ojo». Cierto es que en el caso de Medo, esta propuesta
errante surge también de una preocupación biográfica, que tiene que
ver con el trasvasamiento del individuo de una cultura a otra y las
consecuencias que ello acarrea. Gran parte del siglo veinte presenció
movimientos masivos, cuyas causas políticas tenían fundamento
ideológico; sus últimas décadas y estos primeros años del veintiuno
presencian migraciones masivas, también por causas políticas pero cuyo
fundamento inmediato es económico. No es gratuito el vínculo de Medo
con la poesía de Gerardo Deniz, autor que despedazó la lírica mexicana
para volverla un detritus que por fin muestra regeneramientos, gestos
de belleza violenta, virulencias. Virulencia que en la obra de Medo se
desata, precisamente, vía delirium. También de El hábito elemental:
«Yo amo la demencia al ser la ciencia más pura / ¿Pagaría Pascal una
deuda a la locura [...] / Amo la demencia por surgir de la duda». En
estos versos hay una declaración que afirmará su concretud
en Manicomio, por medio del estallamiento visceral del poema en
formas, imágenes, apelaciones al imaginario profundo de Occidente en
coincidencia con las erosionadas categorías de país, lengua, conciencia.

Tal gesto lírico adquiere mayor radicalidad en Homeless’s Hotel (2012,


Cascahuesos-Tambo Editores, Arequipa). En él, la búsqueda del efecto
poético se produce por superposición, trasposición, movimiento de la
forma. Una unidad extensa, «Homeless’s Hotel» devana prosa y retazos
poéticos de gesto narrativo, ubicada en Lima en un «Hotel Perú», al que
confluyen distintos personajes en tránsito, ninguno de ellos limeño, sólo
un peruano —para mayores señas «Medo»—, y una conflagración de
orientales, nórdicos, anglosajones. No se dan historias sino ocurren
pinceladas de historias, rayones alusivos que ocurren en las
colisiones/diálogos de los personajes, que con frecuencia abordan la
pregunta por la idea de país, de autor, de poema:

En mi cuaderno transtierro paria sin zorro ni raíz Este limita por el norte con todos los
meridianos y, por el lado opuesto, con aquello que no logró jamás descifrar Todo tan
abstruso que ni siquiera el infierno lo descubre crispado vipérido –y sin derecho a la
esperanza– A nadie conmueve (pese a que, ante él, uno experimenta el desasosiego de
ser observado –de acuerdo a la magnitud del recelo de la Máscara de Nadie) Es una
deshora (cuya utilidad es la del número de neutrinos calculados en la mirada de Orfeo)
Cancerbero de sí padece un terror pánico al estrellar agonía y porvenir, paralelos dentro
un mismo diagrama Por supuesto que, para el “Perú”, esto no le llega ni al bledo –y en el
cuaderno este resulta un accidente en perpetuo destierro

El fraseo conserva la potencia de las unidades versales, la ausencia de


puntos acentúa la petición de distancia en relación a la(s) gramática(s).
Las alusiones a Orfeo y a la Máscara de Nadie, velado nombre del más
fecundo en ardides, Odiseo, sondean la profundidad ctónica de todo
poema, mientras, por el otro lado, aparece el «Perú», geografía sin
geografía pero con centro: la concentración del poder y la dislocación
de un tejido cultural y lingüístico.

«Álbum» y «Cartas amarillas» son otros movimientos del libro; el


primero funge como acumulador de memoria familiar, recuerdos que
humean en los lodos activos de las fotografías. Esta aparición de la
imagen en tanto complemento / catalizador del poema no es nuevo en
la obra de Medo, pero sí adquiere mayor presencia en este volumen,
que está lleno de fotografías personales o de archivo histórico, trazos a
pincel o las recurrentes, desde Manicomio, pruebas de Rorschach.
«Cartas amarillas» por su parte, acota ciertas reflexiones sobre el
trabajo del poema desde el poema y sirve como elemento preparatorio
para la sección más insular del volumen, «Poemas del cuaderno músico
(The chamber music)» que destila alambicada por la práctica poética,
pero desde una insinuación que se logra concreción: versos irregulares,
de velocidades variables y cambios de dirección vertiginosos, gradientes
múltiples de sentido. Compuesta por diez escenas, los textos de esta
sección cuidan uno de los gestos que más atraen de la praxis de Medo:
su predilección por los tonos excéntricos del idioma, a los que apela a
través del bombardeo de esdrújulas y agudas, la recurrencia de versos
oxítonos y proparoxítonos, que huyen del abismo de los graves y de las
cadencias monótonas. Indisoluble a su lírica, es la pregunta por la
poesía desde la poesía. De la «Escena 10: Concierto para tos y puerta
No. 1»:
Y ya con tanta bulla ya no basta con besar
la placenta del lenguaje
que va de trance autista O interrumpir su tesitura vascular
[...]
Hay que rabiar arrastrando a hierros la sintaxis
—y aún por serendipia—
p.e. El pájaro de fuego de Stravinsky
[...]
El drama desequilibra el curso del vehículo Prescindamos
El poema se construye con umbrales y resulto
se entra y sale de ahí
—ya mismo estoy afuera y aquel otro
en diversos niveles de conciencia
[...]
LA REALIDAD POR AHÍ ENTRA EN ESCENA
donde cof desafina el hammerklavier
donde cof querella el telepronter
donde c o o f f f A(H1N1)

Volvía aquí para asirme y mira tú qué cosa

Salgo excedido.

Se construye así una música que pretende absorber todos los ruidos de
la época, sus deformaciones epistémicas y el hacinamiento de
información en nuestros días. John Cage está presente en el epígrafe de
la primera escena y pareciera imponerse en el trayecto, del modo en el
que versa una opinión suya sobre la música:

Donde quiera que estemos lo que oímos mas frecuentemente es ruido. Cuando lo
ignoramos no molesta. Cuando lo escuchamos lo encontramos fascinante. El sonido de un
camión a 50 millas por hora. La estática entre emisoras. La lluvia. Queremos capturar y
controlar estos sonidos, y usarlos no como efectos sonoros sino como instrumentos
musicales. [...] Con cuatro fonógrafos de cinta podemos componer e interpretar un
cuarteto para motor de explosión, viento, latido del corazón y corrimiento de tierras.[vi]

Así como nuestras pautas de conocimiento se han modificado cada vez


más, de forma caótica tras la irrupción de la WWW, de las
comunicaciones masivo-instantáneas y la efervescencia de conocimiento
(in)útil, aquí el poema se ofrece como una entidad que descree de sí
misma, que apela a estas condiciones de ruido, formas irregulares de
conocer, y las explota fermentando otros caldos verbales. Quizá la
última de las intenciones del poema en nuestros días sea fungir como
acumulador de certeza o de Verdad, entendida como sustrato
metafísico o, en el más triste de los sentidos, como Gramática o
Preceptiva. La geografía del lenguaje, para volver al maltrecho término
planteado desde inicio, concentra aquí las ideas de «Perú», «Tradición»,
«Poema», colocándolas en un mismo eje del cual se huye. Dicho centro,
móvil y especulativo, tendería a controlar la producción de los discursos
y la acumulación obcecada del sentido, llevada a su máxima
desertización en el habla del político y del mercadólogo. Por su parte
los poemas yerran errantes, estrían el lenguaje, amplían
expansivamente la zona de habla hacia la indefinición sonora de canto,
zona de aparente libertad. No se necesita promover el instante en el
que el lenguaje vuelve a su original condición, en la que da nombre y
vida a un objeto. Jean Baudrillard creía que la “inteligencia artificial”
servía como soporte para la proliferación de una estupidez que no
admite el mismo calificativo. Ante la sobreproducción de palabras
provocada por dicha inteligencia y todas sus redes, quizá la opción
consista, más que en innovar, en desmontar sus pautas y arreglarlas,
rearreglarlas en matrices combinatorias, reciclantes, inútiles. Por otro
lado, esta aparente libertad del poema o del autor, en las orillas
estriadas del lenguaje, apenas encubre la inexpugnable necesidad del
devenir de un idioma, su ampliación o colapso. Nadie puede intervenir
de manera fundamental en dicho devenir, no lo hace el poeta, Nadie lo
hace —lo hizo, como Ulises—, y todos lo hacemos. Esa fundamental
incertidumbre recubre, desde los cantos primigenios, al canto del
hombre. Esa incertidumbre es su memoria. Se trata de embestir a los
mundanos Polifemos y huir como se pueda. Quizá el verso actual sea un
mero testimonio de esa fuga.

Hay una sentencia de Octavio Paz que aparece en las primeras páginas
de El arco y la lira: «Analogía: el poema es un caracol en donde resuena
la música del mundo y metros y rimas no son sino correspondencias,
ecos, de la armonía universal»[vii]. Quizá la obra de Maurizio Medo
actualiza la analogía de Paz, considerándola desde la perspectiva
del paguro, ese cangrejo ermitaño que muda de concha en cuanto es —
nunca mejor dicho— necesario. Esa muda insinúa el transtierro eterno
de la poesía. Otra cita de Paz en el mismo libro parece confirmarlo:
«Cada poema es un objeto único, creado por una ‘técnica’ que muere
en el momento mismo de la creación»[viii]. La trayectoria de Medo
indica una migración obstinada del poema, mucho más cercana al
instante de la locura apolínea, del balbuceo, que al de su aparición
sapiencial, equilibrada, etérea. He intentado insinuar, también, su
efecto dionisiaco que ocurre por sparagmos, el cual deprecia en la voz
lírica la importancia del Yo/ autor en tanto vate, es decir, en tanto
mántica dictatorial. Lo anterior desde un supuesto, a saber, que la
poesía exista y se transforme desde el inicio del oxidante Occidente.
Sólo en caso de no ser así, podríamos considerar la siguiente idea del
mismo Cage: «Si la palabra música se considera sagrada y reservada
para los instrumentos del siglo 18 y 19, podemos sustituirla por otro
término más significativo: organizador de sonido»[ix].

Obturada su función epifánica y divina, distante Galaxias de ser


comparsa de la univocidad y sus secuaces, la poesía, de existir,
prevalece como la expresión del pensamiento proteico, hecho de
oscuridades, enigmas y azares —mucho más cercano a la nobleza del
origen que la sentencia anodina de la Razón. Debo precisar que es
expresión y no soporte, pues no admitiremos el divorcio desfondado del
fondo y la forma, sino su encarnación inmanente e irrepetible.

Excéntrico es siempre el acontecer al que aún confiamos el nombre de


«poesía». Una última mención a Heráclito —del cual se dice que se
alejaba del centro de la comunidad y prefería dedicarse a jugar con los
niños— me atrae: algunos estudiosos de los fragmentos que se conservan
del efesio, ponderan que el principio del devenir en su pensamiento,
estaría ligado a la hybris, la desmesura. Con especial énfasis en la
poesía latinoamericana más arriesgada, el lenguaje se plantea
desmesuras, hybris que rompen el equilibrio, exploran otras
sonoridades, desconfían de los tonos más estables de su idioma. Así
ocurre en la obra de Maurizio Medo. Transterrar el poema es un gesto
de intensidad inigualable; ¿sigue siendo también, como para aquellos
griegos, el instante inicial de la nostalgia por una época?

[i] Cf. Toynbee, Arnold, Los griegos: Herencias y raíces, FCE, 1995, México.
[ii] Colli, Giorgio, El nacimiento de la filosofía, Tusquets, 2009, México, p.36.
Para un estudio más amplio de los fragmentos presocráticos se sugiere acudir a
los tres tomos de Colli, Giorgio, La sabiduría griega, Trotta, Madrid, 1995.
[iii] Colli, Giorgio, La sabiduría griega, tomo III, p. 19.
[iv] Cf. Nietzsche, Friedrich, Los filósofos preplatónicos, Trotta, Madrid, 2003.
En especial el capítulo dedicado a Heráclito.
[v] Cf. «Pabellón Chandos» en la revista Crítica, num. 150, ago-sep-2012,
BUAP, Puebla. pp. 178-180
[vi] De: http://www.ccapitalia.net/reso/articulos/johncage/john_cage.htm,
consultado el 23.02.10 13.
[vii] Paz, Octavio, El arco y la lira, FCE, México, 1956 (1983), p. 13.
[viii] Ibid, p. 17.
[ix] Ídem.

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