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ar/1132901-la-democracia-delegativa
Opinión
Guillermo O´Donnell
Para LA NACION
Este tipo de democracia, como la que vive hoy la Argentina, tiene sus riesgos: los
líderes delegativos suelen pasar, rápidamente, de una alta popularidad a una
generalizada impopularidad.
Los líderes delegativos suelen surgir de una profunda crisis, pero no toda crisis produce
democracias delegativas; para ello también hacen falta líderes portadores de esa
concepción y sectores de opinión pública que la compartan. La esencia de esa
concepción es que quienes son elegidos creen tener el derecho –y la obligación– de
decidir como mejor les parezca qué es bueno para el país, sujetos sólo al juicio de los
votantes en las siguientes elecciones. Creen que éstos les delegan plenamente esa
autoridad durante ese lapso. Dado esto, todo tipo de control institucional es considerado
una injustificada traba; por eso los líderes delegativos intentan subordinar, suprimir o
cooptar esas instituciones.
Estos líderes a veces fracasan de entrada (Collor en Brasil), pero otras logran superar la
crisis, o al menos sus aspectos más notorios. En la medida que superan la crisis logran
amplios apoyos. Son sus momentos de gloria: no sólo pueden y deben decidir como les
parece; ahora ese apoyo les demuestra, y debería demostrar a todos, que ellos son
quienes realmente saben qué hacer con el país. Respaldados en sus éxitos, los líderes
delegativos avanzan entonces en su propósito de suprimir, doblegar o neutralizar las
instituciones que pueden controlarlos.
Aquí se bifurcan las historias de estos presidentes. Algunos de ellos, como Kirchner (y
Menem en su momento), tuvieron la gran ventaja de lograr mayoría en el Congreso. Sus
seguidores en este ámbito repiten escrupulosamente el discurso delegativo: ya que el
presidente ha sido electo libremente, ellos tienen el deber de acompañar a libro cerrado
los proyectos que les envía "el Gobierno". Olvidan que, según la Constitución, el
Congreso no es menos gobierno que el Ejecutivo; producen entonces la mayor
abdicación posible de una legislatura, conferir (y renovar repetidamente) facultades
extraordinarias al Ejecutivo.
Por momentos, el líder delegativo parece todopoderoso. Pero choca con poderes
económicos y sociales con los que, ya que ha renunciado en todos los planos a
tratamientos institucionalizados, se maneja con relaciones informales. Ellas producen
una aguda falta de transparencia, recurrente discrecionalidad y abundantes sospechas
de corrupción.
En verdad, ese líder no puede tener verdaderos aliados. Por un lado, tiene que lidiar con
los nunca confiables señores territoriales. Ellos deben proveer votos, así como un
control de sus territorios que, sin importarle demasiado al líder cómo, no genere crisis
nacionales. Por supuesto, los gobernadores (no pocos de ellos también delegativos, si
no abiertamente autoritarios) pasan por esto facturas cuyo monto depende del
cambiante poder del presidente; así se pone en recurrente y nunca finalmente resuelta
cuestión la distribución de recursos entre la Nación y las provincias.
En cuanto a los colaboradores directos de estos líderes, ellos tampoco son verdaderos
aliados. Deben ser obedientes seguidores que no pueden adquirir peso político propio,
anatema para el poder supremo del líder. Tampoco tiene en realidad ministros, ya que
ello implicaría un grado de autonomía e interrelación entre ellos que es, por la misma
razón, inaceptable.
Asimismo, el líder suele necesitar el apoyo electoral de otros partidos políticos, algunos
de los cuales se tientan con la posibilidad de beneficiarse de la popularidad de aquél.
Pero estos partidos tampoco pueden ser verdaderos aliados; su a veces ostensible
oportunismo los hace poco confiables, y el propio hecho de que sean otros partidos
muestra al líder que tampoco lo son para acompañarlo plenamente en su gran tarea de
salvación nacional. Además, si fueran realmente tales aliados, el líder tendría que
negociar con ellos importantes decisiones de gobierno, lo cual implicaría renunciar a la
esencia de su concepción delegativa.
territoriales empiezan a tomar distancia de ese líder. Por su parte, los partidos que
creyeron ser aliados y descubren que sólo podían ser subordinados instrumentos,
comienzan a recorrer un complicado camino de Damasco hacia otras latitudes políticas.
A medida que avanza la crisis, el líder apela al apoyo de los verdaderos "leales" y arroja
al campo del mal no ya sólo a los eternos herejes de la causa nacional, sino también a
los "tibios". El líder ya no vacila en proclamar que el principal contenido de toda la
oposición es ser la antipatria, de las que nos quiere salvar. La imagen asustadora del
retorno a la crisis de la que nació su gobierno -el caos- aparece en su discurso. En
cuanto a la oposición, tiende a aglomerar, entre otros, a sectores sociales y actores
políticos que aquél justificadamente criticó. De allí resultan incómodas compañías,
intentos de diferenciación y apuestas en pro y en contra de la polarización que impulsa
el líder delegativo.
Con estas reflexiones expreso una honda preocupación. Estoy persuadido de que el
futuro de nuestro país depende de avanzar hacia una democracia representativa. No sé
si será posible moverse de inmediato en esa dirección. Esta duda se refiere a un Poder
Ejecutivo que parece poco dispuesto a reconducir su gestión. También incluye una
oposición que contiene importantes franjas que han demostrado compartir estas
mismas concepciones y prácticas delegativas, y no es seguro que las abandonen si
triunfan en estas y futuras elecciones. Queda abierta la gran cuestión -que algunas
campañas electorales por cierto no despejan- de si el aprendizaje de los defectos y
costos de la democracia delegativa se encarnará efectivamente en comportamientos y
acuerdos que la superen.
Típicamente, los períodos de visible crisis del poder delegativo, recomponible o no,
reencauzable o no, son de gran incertidumbre. Con ellos tendremos que vivir, sin perder
la esperanza de que, aunque mediante oblicuos y ya largos caminos, nuestro país se
encamine hacia una democracia representativa. Ella vale por sí misma; es también
condición necesaria para ir dando solución a los múltiples problemas que nos aquejan.
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