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La democracia delegativa - 28.05.2009 - lanacion.com http://www.lanacion.com.

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Jueves 28 de mayo de 2009 | Publicado en edición impresa

Opinión

Guillermo O´Donnell
Para LA NACION

ace unos 15 años, al tratar de entender los gobiernos de Menem; de Collor, en


Brasil, y la primera presidencia de Alan García, en Perú, argumenté que estaba
surgiendo un nuevo tipo de democracia, a la que llamé delegativa para
diferenciarla de la que está ampliamente estudiada: la democracia representativa. Se
trata de una concepción y una práctica del poder político que es democrática porque
surge de elecciones razonablemente libres y competitivas; también lo es porque
mantiene, aunque a veces a regañadientes, ciertas importantes libertades, como las de
expresión, asociación, reunión y acceso a medios de información no censurados por el
Estado o monopolizados.

Este tipo de democracia, como la que vive hoy la Argentina, tiene sus riesgos: los
líderes delegativos suelen pasar, rápidamente, de una alta popularidad a una
generalizada impopularidad.

Los líderes delegativos suelen surgir de una profunda crisis, pero no toda crisis produce
democracias delegativas; para ello también hacen falta líderes portadores de esa
concepción y sectores de opinión pública que la compartan. La esencia de esa
concepción es que quienes son elegidos creen tener el derecho –y la obligación– de
decidir como mejor les parezca qué es bueno para el país, sujetos sólo al juicio de los
votantes en las siguientes elecciones. Creen que éstos les delegan plenamente esa
autoridad durante ese lapso. Dado esto, todo tipo de control institucional es considerado
una injustificada traba; por eso los líderes delegativos intentan subordinar, suprimir o
cooptar esas instituciones.

Estos líderes a veces fracasan de entrada (Collor en Brasil), pero otras logran superar la
crisis, o al menos sus aspectos más notorios. En la medida que superan la crisis logran
amplios apoyos. Son sus momentos de gloria: no sólo pueden y deben decidir como les
parece; ahora ese apoyo les demuestra, y debería demostrar a todos, que ellos son
quienes realmente saben qué hacer con el país. Respaldados en sus éxitos, los líderes
delegativos avanzan entonces en su propósito de suprimir, doblegar o neutralizar las
instituciones que pueden controlarlos.

Aquí se bifurcan las historias de estos presidentes. Algunos de ellos, como Kirchner (y
Menem en su momento), tuvieron la gran ventaja de lograr mayoría en el Congreso. Sus
seguidores en este ámbito repiten escrupulosamente el discurso delegativo: ya que el
presidente ha sido electo libremente, ellos tienen el deber de acompañar a libro cerrado
los proyectos que les envía "el Gobierno". Olvidan que, según la Constitución, el
Congreso no es menos gobierno que el Ejecutivo; producen entonces la mayor
abdicación posible de una legislatura, conferir (y renovar repetidamente) facultades
extraordinarias al Ejecutivo.

En cuanto al Poder Judicial (en el caso nuestro, a contrapelo de buenas decisiones


iniciales en la designación de miembros de la Suprema Corte y reducción de su
número), se van apretando controles sobre temas tales como el presupuesto de esa
institución y, crucialmente, las designaciones y promociones de jueces. Asimismo, con

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relación a las instituciones estatales de accountability (rendición de cuentas), auditorías,


fiscalías, defensores del pueblo y semejantes, se apunta a capturarlas con leales
seguidores del presidente, al tiempo que se cercenan sus atribuciones y presupuestos.
Todo esto ocurre con entera lógica: para esta concepción supermayoritaria e
hiperpresidencialista del poder político, no es aceptable que existan interferencias a la
libre voluntad del líder.

Por momentos, el líder delegativo parece todopoderoso. Pero choca con poderes
económicos y sociales con los que, ya que ha renunciado en todos los planos a
tratamientos institucionalizados, se maneja con relaciones informales. Ellas producen
una aguda falta de transparencia, recurrente discrecionalidad y abundantes sospechas
de corrupción.

En verdad, ese líder no puede tener verdaderos aliados. Por un lado, tiene que lidiar con
los nunca confiables señores territoriales. Ellos deben proveer votos, así como un
control de sus territorios que, sin importarle demasiado al líder cómo, no genere crisis
nacionales. Por supuesto, los gobernadores (no pocos de ellos también delegativos, si
no abiertamente autoritarios) pasan por esto facturas cuyo monto depende del
cambiante poder del presidente; así se pone en recurrente y nunca finalmente resuelta
cuestión la distribución de recursos entre la Nación y las provincias.

En cuanto a los colaboradores directos de estos líderes, ellos tampoco son verdaderos
aliados. Deben ser obedientes seguidores que no pueden adquirir peso político propio,
anatema para el poder supremo del líder. Tampoco tiene en realidad ministros, ya que
ello implicaría un grado de autonomía e interrelación entre ellos que es, por la misma
razón, inaceptable.

Asimismo, el líder suele necesitar el apoyo electoral de otros partidos políticos, algunos
de los cuales se tientan con la posibilidad de beneficiarse de la popularidad de aquél.
Pero estos partidos tampoco pueden ser verdaderos aliados; su a veces ostensible
oportunismo los hace poco confiables, y el propio hecho de que sean otros partidos
muestra al líder que tampoco lo son para acompañarlo plenamente en su gran tarea de
salvación nacional. Además, si fueran realmente tales aliados, el líder tendría que
negociar con ellos importantes decisiones de gobierno, lo cual implicaría renunciar a la
esencia de su concepción delegativa.

Los líderes delegativos inicialmente exitosos generan importantes cambios, algunos de


ellos, en casos como el nuestro, de signo e impactos positivos. Pero por eso mismo van
apareciendo nuevas demandas y expectativas, junto con el resurgimiento de antiguos
problemas. La complejidad de los temas resultantes exigiría tomar complejas
decisiones; pero ellas sólo son posibles con participación de sectores sociales y
políticos que sólo pueden hacerlo ejerciendo una autonomía que el líder delegativo no
está dispuesto a reconocerles.

De esta manera, los líderes se van encerrando en un estrecho grupo de colaboradores,


que quedan cada vez más atados al supremo valor de la "lealtad" al líder. A su vez,
quienes en el Estado y desde el llano apoyan desinteresadamente al líder comienzan a
dar señales de desconcierto y preocupación. Comienzan a resentir que sólo se los
convoque para aclamar las decisiones del Gobierno. Es típico de estos casos que a
períodos iniciales de alta popularidad suceden abruptas caídas y, con ello, una cascada
de "deserciones" de quienes hasta hacía poco proclamaban incondicional lealtad al
líder.

Cuando aparece la crisis de estos gobiernos, el país se encuentra con debilidades


institucionales que el líder delegativo se ha ocupado de acentuar. Entonces, los señores

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territoriales empiezan a tomar distancia de ese líder. Por su parte, los partidos que
creyeron ser aliados y descubren que sólo podían ser subordinados instrumentos,
comienzan a recorrer un complicado camino de Damasco hacia otras latitudes políticas.

Desde su creciente aislamiento, el líder reprocha la "ingratitud" de quienes, luego de


haberlo aplaudido, ahora resienten la reemergencia de graves problemas y las maneras
abruptas e inconsultas con que intenta encararlos (si no negarlos como malicioso
invento de condenables intereses expresados en los nunca tan molestos medios de
comunicación). Este es un estilo de gobernar que corresponde rigurosamente a la
constitutiva vocación antiinstitucional de la democracia delegativa.

De hecho, el líder tiende a adoptar un mecanismo psicológico bien estudiado, típico de


estas situaciones: no logra distinguir caminos alternativos y se aferra a seguir haciendo
lo mismo y de la misma manera que no hace mucho funcionó razonablemente bien. A
esta altura de los acontecimientos, otros líderes delegativos se encontraron huérfanos
de todo apoyo organizado. En cambio, entre nosotros, el matrimonio presidencial tiene
la ventaja de contar con parte del Partido Justicialista; pero, mostrando la raigambre de
sus visiones, éste es manejado con la misma discrecionalidad que su gobierno.

A medida que avanza la crisis, el líder apela al apoyo de los verdaderos "leales" y arroja
al campo del mal no ya sólo a los eternos herejes de la causa nacional, sino también a
los "tibios". El líder ya no vacila en proclamar que el principal contenido de toda la
oposición es ser la antipatria, de las que nos quiere salvar. La imagen asustadora del
retorno a la crisis de la que nació su gobierno -el caos- aparece en su discurso. En
cuanto a la oposición, tiende a aglomerar, entre otros, a sectores sociales y actores
políticos que aquél justificadamente criticó. De allí resultan incómodas compañías,
intentos de diferenciación y apuestas en pro y en contra de la polarización que impulsa
el líder delegativo.

Entonces también surge uno de los riesgos de la democracia delegativa: en respuesta a


la crispación que produce a su líder la para él/ella injustificable aparición de aquellas
oposiciones, le tienta amputar o acotar seriamente las libertades cuya vigencia la
mantienen en la categoría de democrática. Que este riesgo no es baladí se muestra en
el desemboque autoritario de Fujimori en Perú y de Putin en Rusia, y en el similar
desemboque hacia el que hoy Chávez empuja a Venezuela. Felizmente, la Argentina no
tiene las condiciones propicias para ese desenlace, pero no es ocioso recordar que la
democracia también puede morir lentamente, no ya por abruptos golpes militares sino
mediante una sucesión de medidas, poco espectaculares pero acumulativamente
letales.

En la lógica delegativa, las elecciones no son el episodio normal de una democracia


representativa, en las que se juegan cambios de rumbo pero no la suerte de gestas de
salvación nacional. Para una democracia delegativa, hasta las elecciones
parlamentarias adquieren auténtico dramatismo: de su resultado se cree que depende
impedir el surgimiento de poderes que abortarían esa gesta y devolverían el país a la
gran crisis precedente. Hay que jugar todo contra esta posibilidad porque, para esta
concepción, todo está realmente en juego. Es importante entender que estos
argumentos no son sólo recursos electorales; expresan auténticos sentimientos.

La repetición de estos episodios no es casual; obedece al despliegue de una manera de


concebir y ejercer el poder que se niega a aceptar los mecanismos institucionales, los
controles, los debates pluralistas y las alianzas políticas y sociales que son el corazón
de una democracia representativa. En el transcurso de su crisis, cuando acentúa su
discurso polarizante y amedrentador, esta manera de ejercer el poder recibe apoyos
cada vez más escasos y endebles, al tiempo que acumula enojos de los poderes e

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instituciones, políticos y sociales, que ha ido agrediendo, despreciando y/o intentando


someter. El período de crisis de las democracias delegativas es de gran aceleración de
los tiempos de la política; no deja de ser paradójico, aunque entendible dentro de esta
concepción, que sea el líder delegativo quien más contribuye a esa aceleración -como
todo le parece en juego, casi todo pasa a ser permitido-.

Con estas reflexiones expreso una honda preocupación. Estoy persuadido de que el
futuro de nuestro país depende de avanzar hacia una democracia representativa. No sé
si será posible moverse de inmediato en esa dirección. Esta duda se refiere a un Poder
Ejecutivo que parece poco dispuesto a reconducir su gestión. También incluye una
oposición que contiene importantes franjas que han demostrado compartir estas
mismas concepciones y prácticas delegativas, y no es seguro que las abandonen si
triunfan en estas y futuras elecciones. Queda abierta la gran cuestión -que algunas
campañas electorales por cierto no despejan- de si el aprendizaje de los defectos y
costos de la democracia delegativa se encarnará efectivamente en comportamientos y
acuerdos que la superen.

Típicamente, los períodos de visible crisis del poder delegativo, recomponible o no,
reencauzable o no, son de gran incertidumbre. Con ellos tendremos que vivir, sin perder
la esperanza de que, aunque mediante oblicuos y ya largos caminos, nuestro país se
encamine hacia una democracia representativa. Ella vale por sí misma; es también
condición necesaria para ir dando solución a los múltiples problemas que nos aquejan.
.

El autor es profesor emérito de Ciencia Política de la Universidad de Notre Dame (EE.UU.)

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