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Julio Ramos

PARADOJAS
DE LA L E T R A
Editado por Ediciones eXcultura
(Asociación Civil Crítica de la Literatura y la Cultura Latinoamericanas)
Fax (58) 02- 793.31.75, e-mail ecroquer@usb.ve/Caracas, Venezuela
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con el aporte de la Dirección de Literatura del Consejo Nacional de la Cultura -
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y co-editado por la Universidad Andina Simón Bolívar, Subsede Ecuador
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Diseño: Tamara Marrosu


Arte final: Sen’ilibros

ISBN: 980-07-3222-5
Caracas, Venezuela, 1996

IV
índice

Prólogo. Don de la crítica / Crítica del don


Rafael Castillo Z a p a ta .................................................. v il

I. Límites
1. El don de la lengua................................................ 3
2. Cuerpo, lengua, subjetividad ................................ 23
3. La ley es otra: literatura y constitución del
sujeto ju ríd ic o ............................................................ 37

II. Intersticios
4. Entre otros: U na excursión a los indios ran-
queles de Lucio V. M an silla................................ 73
5. A nticonfesiones: deseo y autoridad en M e ­
m o ria s p o s tu m a s d e B rá s C u b a s y D om
C a sm u rro de M achado de A s s is ....................... 97
6. Luisa Capetillo o los pliegues de la le tra ....... 117

III. Pasajes
7. Trópicos de la fundación: poesía y nacionali­
dad en José M a rtí.................................................... 153
8. El reposo de los h é ro e s ........................................ 165
9. M igratorias................................................................... 177
Prólogo
DON DE LA CRÍTICA / CRÍTICA DEL DON

Don de lengua, don de crítica. A Julio Ramos se le dan bien estos dones; lo
saben bien los que han seguido y perseguido sus artículos a lo largo de una
sólida carrera; lo saben bien los que han recorrido sus D esencuentros de la
m odernidad en A m érica Latina; lo saben, en fin, los que han escuchado sus
conferencias, los que han asistido y asisten a sus clases en Caracas, en La Haba­
na, en San Juan o en Berkeley. Apertrechado de estos dones que no duda en
donar siempre que puede y quiere, Julio Ramos vuelve, y vuelve con un libro
m isceláneo, éste, donde recoge textos diversos, textos dispersos, leídos en con­
gresos, publicados en actas de coloquios o en, las así llamadas, revistas arbitra­
das. Libro m isceláneo, entonces, en el que el don de la crítica tiene, en manos de
Ramos, el raro don de hacer patente un hilo fuerte, una suerte de hueso vertebral
que articula elásticam ente lo que pudiera creerse, a primera vista, desconectado
y suelto. Y es que esos artículos dispersos están focalizados sobre un punctum
que m agnetiza y orienta la m ultiplicidad de los asuntos allí considerados. S em e­
jante punctum integrador remite a la idea crucial de la subaltemidad o de la
minoridad discursiva, en el sentido kafkiano, ya célebre, que le lian podido dar
a esa experiencia los inefables D eleuze y Guattari asociados. Quiero decir, en ­
tonces, que, efectivam ente, los textos de este libro generoso giran alrededor de
ese asunto céntrico, concéntrico, dinamizador: desde el análisis de la im posi­
ción autoritaria de la lengua al desafortunado, aunque vengativo, sim io del
cuento de Lugones en "El don de la lengua”, hasta el problema de la situación
del poeta e/in-migrante ante la lengua y ante la difícil delim itación de su territo­
rialidad discursiva en "M igratorias” , el libro -que, de paso, nos muestra las
razones ilustres e ilustradas del acto políticam ente trascendental de enseñar la
lengua: com o en la Gramática de Bello; o el traumático acceso al habla del
esclavo Juan Francisco Manzano en Cuba; o la conquista del discurso por parte
de la obrera anarquista puertorriqueña Luisa Capetillo; o los forcejeos martianos
con la inquietante modernidad y con el exilio- nos conduce siempre al m ism o
espacio problemático: el de los discursos m enores en relación con los discursos
hegem ónicos, del orden, del poder, de la ley, de la literatura. En cada uno de los
textos del conjunto, Ramos vuelve a donar crítica a ese asunto: rumia su espesor
y tratxi de som eterlo por diferentes cam inos, volviéndolo a leer en diferentes
escenarios -la lengua racionalizadora enfrentada a la oralidad heteróclita en el
Chile postcolonial; la escritura robada que traiciona al m ism o tiempo al propie-

vn
tario y al ladrón en el X IX de la Cuba esclavista y colonial o en el X X del Puerto
R ico neocolonial- para cercarlo, marcarlo y situarlo de alguna forma, para hacer­
lo hablar, para que muestre las fuerzas com plejas que determinan su aparición
constante en la historia de la modernidad en y de América Latina.
Pero no voy a detenerme a evocar, con pormenores, el m odo particular com o
Ram os, en cada uno de esos escenarios, vuelve a plantear la subaltemidad
discursiva con todas sus im plicaciones. Voy, en cam bio, a plantear, en este otro
escenario que es el prólogo -sim ple pasadizo, umbral que se quiere discreto y
neutro- el m ism o problema que perturba a Ramos, pero tomando com o blanco a
la propia crítica, es decir, al acto de donar o dar crítica, cuya propiedad o impro­
piedad debe, necesariamente, según creo, ser som etida a consideración. Para
ello, voy a seguir la ruta que me proporciona la crítica donada por R am os a sus
objetos: en un escenario paralelo a aquél donde se exhiben com o pruebas los
casos del sim io, del esclavo, de la anarquista, del poeta, del patriota, que no es
otro sino el escenario de la subaltemidad, según he dicho, voy a situar el caso del
crítico, afectado algunas veces por los dilem as y por las duplicidades de todo el
que accede a la escritura en situación de minoridad y de todo el que, en situación
de superioridad, se atreve a dar la palabra a otro (a una obra, literaria, por ejem ­
plo). Y voy a hacerlo porque el propio libro de Ramos m e lo pide: com o lector
entusiasmado no he podido ignorar la sensación de que el referente subterráneo
de todas estas inteligentes exploraciones es precisam ente la crítica, la crítica
com o práctica discursiva autoconsciente que se pone a sí m isma en cuestión en
e l acto de criticar las obras y el mundo. Y puesto que donar im plica, com o
contrapartida, recibir, es precisam ente en esa dialéctica com pleja de dar y de
aceptar el discurso donde quisiera situar al crítico com o otro subalterno y a la
crítica en su minoridad subversiva: en esa dialéctica que implica asumir el poder
de otorgar la palabra, por un lado, y de aceptar que otro, por otro, nos haga
acceder a ella, com o si no pudiéramos hacerlo sin pactar de algún m odo con los
poderes que la dominan y la poseen; en esa dialéctica inquietante en donde la
propiedad y el origen están constantemente am enazados por el robo y el extra­
ñam iento y gracias a la cual, en sus intersticios problemáticos, las viejas obse­
siones de la identidad o de la m inusvalía epistem ológica latinoamericanas pue­
den replantearse irónicamente; en esa dialéctica rara con todas sus duplicidades
conflictivas sitúo, pues, m i caso con Ramos: dono, por un instante, crítica a su
crítica (critico el don ), rapto un lenguaje y m e atrevo a hablar.
Cuando Julio Ramos reflexiona sobre el caso del esclavo cubano Juan Fran­
cisco Manzano, interpelado y conducido a hablar en su A utobiografía, o cuan­
do sacude los hilos de la textualidad subalterna de Luisa Capetillo en sus E n sa­
y os lib ertarios o en su In fluencia de las id eas m odernas, no pierde oportuni­
dad para mostrar la riqueza sociológica y epistem ológica de ese acontecim iento
crucial que es el acceso a la escritura por parte de los llamados sujetos iletrados,
el salto que intentan y a veces logran hacer desde la oralidad a la instancia
autoritaria y autorizada de la letra. A cceder a esta instancia, muestra Ramos,
im plica una doble y mutua dependencia transformadora, pues en el acto de

vm
asumir la letra, de acceder a la escritura, el esclavo o la obrera no sólo reproducen
un m odelo im puesto de decir y unas maneras enunciativas marcadas por el dis­
curso hegem ónico donador, sino que además descom ponen ese m ism o m odelo
al utilizarlo idiolectalm ente, al servirse de él impregnándolo de la m em oria de
su oralidad de origen. Sin forzar dem asiado el sustancioso texto de Ramos, creo
que en un escenario semejante puede colocarse al crítico y proponerlo com o un
subalterno en relación con lo que pudiéramos llamar e l saber dominante, gene­
rado y repartido, es decir, donado, desde los centros del poder epistem ológico
occidental. C om o tal subalterno, 110 recibe pasivam ente esa lengua donada: al
tomarla, al aceptarla, al servirse de ella, el crítico activa en su estructura cierta
desestabilización enriquecedora. Puesta a funcionar en el escenario de las pecu­
liaridades de la cultura latinoamericana, esa lengua es som etida a procesos cons­
tantes de inversión y reacomodo: el crítico contamina el discurso donado con
los elem entos de su propia discursividad, transformándola efectivam ente en una
discursividad nueva, híbrida, compleja. Se trata, sin embargo, más de una propo­
sición que de una realidad plena; y tal vez allí radique la importancia de su
planteamiento: no estoy seguro de que toda la crítica latinoamericana se com ­
porte de este m odo con respecto al discurso hegem ónico occidental, pero, com o
quiera que sea, Ramos nos invita a concebir su posibilidad y su pertinencia. En
efecto, en su propio discurso, Riunos parece haber logrado, en muchas oportuni­
dades, esa ideal antropofagia que proponía Oswald de Andrade com o estrategia
de apropiación cultural: sin temor a mimetizar las cadencias de la prosa derrideana
o deleuziana, por ejem plo, pone a prueba en escenarios inesperados un concepto
de Adorno o una idea de Foucault, y los obliga a adaptarse a nuevas condiciones
de acción y de relación. Equiparando el pensamiento de H egel con el del autor
de la M em oria sobre la vagancia en Cuba, J. A. Saco, a propósito de la reificación
del cuerpo del esclavo, Ramos contribuye a desplazar, com o él m ism o dice, la
m etafísica del origen, rompiendo el esquem a tradicional de la dominación del
saber hegem ónico, tal com o Fernando Ortiz invierte, por ejem plo, la relación
entre colonia y metrópolis en su C ontrapunteo cubano del tabaco y el azúcar.
Plantea, así, una salida a la aporía tradicional que tiende a paralizar a la crítica
latinoamericana en la paranoia de la dependencia del discurso metropolitano,
mostrando cóm o, subalternamente, se puede subvertir esa dependencia transfor­
mándola en autonomía productiva. Y ello sin que importe dem asiado que, en el
cam ino de lograrla, el crítico n o pueda liberarse del todo de una cierta fascina­
ción por el discurso dominante, por un cierto respeto todavía vivo por el princi­
pio de propiedad y de autoridad de las ideas. La utopía de una antropofagia
cabal, de una asim ilación desjerarquizadora plena de los discursos, de una e fe c­
tiva pluralidad textual de la crítica más allá de la ley de pertenencia y de la
fantasmática de la prioridad y del origen, sigue siendo eso, una utopía. Lo que
no im pide, com o he querido apuntarlo, que el texto de Ramos deba ser conside­
rado com o una de las proposiciones de donación crítica más próxima a ese ideal
discursivo prometedor.
D e cualquier form a, ese id eal sigu e estando llen o de o b stácu los. La

IX
subaltemidad del crítico no se define solamente en relación con el discurso
teórico dominante, se define en relación, además, con el discurso m ism o de la
obra o del mundo al que intenta otorgarle, cederle, concederle la palabra crítica.
El fantasma de la secundariedad con respecto a la obra, fantasma que ha perse­
guido al acto crítico a lo largo de toda la modernidad, vuelve a plantearse en
términos de minoridad: la crítica debe legitimar, justificar, la arrogancia de su
pretencioso don. Y aun cuando lo haga, com o en efecto lo logra el discurso de
R am os sin plantéarselo explícitam ente, la crítica no puede escapar tampoco a la
contam inación que la fuerza propia de la obra le imprime a su propósito. El
fantasma de la objetividad, entonces, trastabillea cada vez que el crítico -y 110 lo
digo com o una falla, más bien me parece una virtud, una bartheana virtud- se
deja seducir por la obra y Ramos, creo, no escapa a esa suerte de erótica de la
lectura en la que el crítico más que espectador se convierte en jugador y juguete
en el juego poderoso de la obra o del mundo al que la obra le permite acceder.
Cuando Ramos analiza la situación del Martí exiliado en la Nueva York de
fines del XIX y desenreda los nudos de los poem as postumos de V ersos libres, o
cuando interpreta la ética corriente en la poesía nuyorricana de Tato Laviera,
plantea otro escenario en el que, com o en el de la subaltemidad del esclavo o de
la obrera, el crítico vuelve a representarse com o sujeto problemático. Es proba­
ble que lo más interesante de la crítica latinoamericana se haya producido en
territorio extranjero, por así decirlo. El crítico latinoamericano ha vivido, por
diversas circunstancias, la m ism a experiencia de los destierros que los políticos
o lo s p o eta s y en su c a s o v u elv e n a p la n tea rse lo s p ro b lem a s de la
desterritorialización, el desarraigo, la discontinuidad, la fractura de la identidad,
la separación lingüística. Interesa, entonces, percibir cóm o, en el m ism o Ramos,
donador de crítica, se (re)producen estas instancias y cóm o, a su vez, esta
problematicidad se hace productiva.
Enfrentado a la doble experiencia de la em igración y de la inmigración, de la
desintegración y la reintegración, el crítico latinoamericano ha tenido que pro­
ducir astutas estrategias pitra sobrevivir a las dificultades vitales y epistem ológicas
del extrañamiento, aplicando, com o dice Ramos evocando a Ludmer, las “tretas
del débil”, y produciendo con ello una discursividad necesariamente con flicti­
va. Si el crítico latinoamericano ha tenido que sobreponerse a su subaltemidad
con respecto a los discursos del saber dominante; si ha tenido que jugarse con su
determinación por la obra y el mundo a los que pretenciosamente dona otra
lengua para hacerlos hablar -obra y mundo- de nuevo; ha tenido, encima, que
conducirse con tácticas de náufrago en territorios extran jeros. Está por elaborar,
creo, una historia y una crítica de seme jante aventura intelectual, una historia de
la crítica latinoamericana producida en los centros del poder académ ico metro­
politano: ¿de qué m odo se ha generado un pensamiento autónomo sobre lo
latinoamericano desde ese espacio otro, marcado por otro imaginario y por otra
lengua y en el cual el crítico debe inscribir su práctica, conquistando un territo­
rio propio separado de su entorno cultural de origen?, ¿qué pasa, por ejem plo,
con los entrecruzamientos entre la lengua nativa y la lengua extranjera alrede­

X
dor de ese neohablante problem ático que es el crítico e/in-m igrado?, ¿cuál es el
horizonte de destinación frente al cual el crítico asilado, por así decirlo, en los
cam pus de las universidades norteamericanas y europeas, construye su discurso:
para quién habla, a quién interpela, cuál es el rostro efectivo del interlocutor de
su escritura? Todas estas preguntas que aluden directamente a un problema de
identidad y de territorialidad, de construcción de la subjetividad y de delim ita­
ción de un espacio vital e intelectual, planteadas brillantemente por Ramos a
partir de Martí y de Laviera, están, de hecho, vinculadas a su propia experiencia
de crítico, de crítico latinoamericano e/in-m igrado en Estados Unidos: todas
ellas apuntan a una aventura intelectual que en la elección de sus sujetos y de
sus estrategias de interpretación, que en la conquista progresiva de una escritura
particular entre dos campos lingüísticos y sim bólicos contrapuestos, muestra, de
nuevo, la productividad de una experiencia subalterna, de una literatura menor
que se construye a partir del conflicto y la resistencia, de la nostalgia y la inte­
gración, de la pluralidad y del compromiso; en la hibridez, en la confusión, en la
m ultiplicidad. Tener el don de la crítica, frente a este horizonte, im plica, enton­
ces, no sólo lucidez, sino pasión de riesgo, pasión de riesgo y tenacidad. Las
páginas que siguen son, sin duda, la mejor prueba de ello.

R afael Castillo Zapata

XI
I. L ÍM IT E S
1
EL D O N D E L A L E N G U A *

En su p rop uesta de una filo so fía de la risa, P eter S lo terd ijk co m en ta


un cu rio so retrato de E in ste in 1. S eñ ala, en el irreverente sa b io que
saca la le n g u a , un d esa fío irreductible: la fuga de las c o n d ic io n e s
siem p re d e sig u a le s de un d iá lo g o in exorab lem en te estra tifica d o , por
m ás n iv ela d o r que pretendiera haber sid o . En otras tra d icio n es, la
so e z creen cia popular so stie n e que sacar la le n g u a ta m b ién im p lica
el r ie sg o de p oner el cu erpo bajo el escru tin io de la m irada m éd ica ,
lo q ue c o n v ie rte la le n g u a , m e to n ím ic a m e n te , en la parte b lan d a
y m aleab le d on d e el m éd ico le e lo s sín tom a s de la en ferm edad que
sufre el cu erp o entero. El que no sabe so sp ec h a a sí que en la len g u a ,
en la s in fle x io n e s p articu lares d e su c o lo r id o , en su s d e s v ío s d e
la salu d y la n orm alid ad, el ex am in an te -é se q ue está su p u esto a
sa b e r - s ile n c io s a m e n t e d e s c ifr a lo s s ín to m a s d e u n m al a c a s o
s o s p e c h a d o y h a sta s e n tid o p or el p a c ie n te , p ero in n o m b r a d o o
d e sc o n o c id o . S o sp e ch a , el p acien te in cau to, que la le n g u a ex p resa
verdad eram en te un p rofu n d o m alestar. El e x a m in a n te, en c a m b io ,
p ro v ee la cura; él tien e el don de la len gu a y la su y a es la len g u a
d el d on .
Ya que de entrada n os en con tram os con el circu ito de p o sic io n e s
en la e sc e n a que q u isiéram os explorar -es decir, co n la len g u a , el
p acien te q ue la saca, y lo s d o ctores exam in a n tes- co n v ie n e advertir
q ue en ad elan te el u so de la frase “sacar la le n g u a ” se acerca m ás
a la astu cia iletrada de la d o x a p opu lar que al irreverente retrato
d e E in ste in c o m e n ta d o por .Sloterdijk,
Por otro lado, para evitar confusiones, y ya que se trata de Bello
-un clásico de la lengua- también conviene aclarar que no habrá
aquí que enseñarle la lengua a nadie, aunque sí es necesario reconocer
que, en el acto de enseñarla, la lengua siem pre se desliza en
perturbadores equívocos que nos obligarán -al leer a Bello- a situarnos
en los intersticios de las posibles implicaciones de la frase: entre
mostrarla, como cuando se le enseña la monstruosidad de su colorido
al médico; entre sacarla, en son de burla, como cuando no se tiene
nada que decir, o no se quiere decir nada; o simplemente enseñarla,
com o cuando se la pone a decir bien en una clase. Este trabajo
es precisamente una reflexión sobre tales deslices, sobre los inters­
ticios entre los discursos del saber de la lengua y las líneas de fuga
de la lengua popular, blanda y maldita.
No por casualidad, un breve cuento de Leopoldo Lugones, defensor
protofascista de la pureza lingüística, nos facilita la entrada a la
escena pedagógica nacional. Escrito alrededor de 1900, durante un
período de intensa inmigración a Buenos Aires, el relato -“Izur”-
es la ficción de un obsesivo hombre de ciencia -un antropólogo
con cierta vocación lingüística- que compra un mono en un circo
quebrado y se embarca en la empresa de enseñarle la lengua2. La
hipótesis de esta paródica figura de la Ilustración es la siguiente:
los simios no hablan “para que no los hagan trabajar” (p. 11). Con
cierta lucidez, el delirante lingüista establece una correlación entre
la lengua, la sociabilidad y el trabajo: hablar, entrar al territorio
regulado por la ley de la lengua, es concomitante a la incorporación
del cueipo a la fuerza laboral. De ahí, pronto advierte el investigador,
el mutismo radical del mono en tanto acto de rebeldía y resistencia:

[...] su silencio, aquel desesperante silencio [...] no cedía. Desde un oscuro


fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su m ilenario
m utism o al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces
m ism as de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio,
es decir, al suicidio intelectual, quién sabe que bárbara injusticia, man­
tenían su secreto formado por m isterios de bosque y abism os de prehis­
toria (p. 20).

Según el narrador, el atavismo es una respuesta defensiva del


mono en su lucha contra la dominación del hombre, que lo sometía
al trabajo forzado y a la esclavitud (p. 21); la regresión atávica del
mono al bosque y al silencio implicaba una estrategia de resistencia.

2. “ Izur” form a parte de L as fu erz as e x tra ñ a s (1906). Manejo la edición del relato presentada
po r J.L. Borges (Buenos Aires: Ediciones de Arte Gaglianone, 1982). Todas las citas del texto parten
de esta edición; arriba señalaremos la página correspondiente.

4
Lo que a su vez genera la sospecha de que tras el “mutismo rebelde”
del m ono se encontraba el secreto de una lengua ininteligible,
incom prensible para la “sorda anim osidad” (p. 18) de los grupos
dominantes que tendían a interpretar el silencio hermético del simio
como mero índice de imbecilidad. Precisamente ahí se erige la doble
autoridad del lingüista-antropólogo: primero, en el gesto que pro­
clama el desciframiento de esa lengua-otra, secreta e ininteligible;
segundo, en la voluntad de someterla y purificarla en la escena
pedagógica3, en una coyuntura -según sugiere el mismo narrador-
en que descifrar el enigma del otro y hacerlo hablar en la escena
didáctica, equivaldría a la incorporación de su cueipo a la ley del
trabajo y la sociabilidad. De hecho, “yo soy tu amo” será la primera
frase que el maestro intentará enseñarle al subalterno.
Con esta delirante hipótesis en mente, el obsesivo lingüista emprende
la tarea de incorporar el simio a la lengua. Se imagina, inicialmente,
que por su joven edad y por las facultades miméticas distintivas
de los monos, el animal sería “un sujeto pedagógico de los más
favorables” (p. 14). De ahí que el prim er paso en el aprendizaje
de la lengua sería la imitación de ciertas posturas paradigmáticas,
como si la gramaticalidad implicara, en efecto, un trabajo previo
sobre el cueipo, y paiticulármente un entrenamiento facial que con
rigor traza las líneas -la territorialidad- de esa peculiar geometría
de la cara que siempre debe acompañar las verdades bien dichas
y las subjetividades bien disciplinadas4. El mono, por cierto, imita
las ridiculas posturas del m aestro, quien sospecha, sin embargo,
que la reproducción im itativa del buen m odelo, en ese circuito
especular, bien podía someter la palabra y la gesticulación del amo
a una extraña duplicación o sim ulacro5, o incluso a la imprevista

3. V.N. Volosinov com enta sobre los orígenes del pensam iento lingüístico: "W hat is a philologist?
Despite the vast differences in cultural and historical lineaments from the ancient Hindu priests to
the m odern E uropean scholar of language, the philologist has always been a decipherer o f alien,
‘secret’ scripts and words, and a teacher, a dissem inator, of that which has been deciphered and
handed down by tradition. The first philologists and the first linguists were always and everyw here
priests. H istory knows no nation whose sacred writings or oral tradition were not to som e degree in
a language foreign and incom prehensible to the profane. To decipher the mystery o f sacred words
was the task meant to be carried out by the priest-philologists". M a rxism a n d Che P hilosophy o f
L an g u ag e, trad. L. M atejka and I.R. Titunik (Cambridge: Harvard U niversity Press, 1986), p. 74.
En las sociedades m odernas o en proceso de m odernización la secularización obliga a una refuncio-
nalización del lingüista-descifrador. Las lenguas “secretas" no serán ya sagradas, sino ligadas
al fenóm eno de la heterogeneidad social y lingüística que los estados m odernos pugnan por
centralizar.
4. Sobre el rostro com o lugar de focalización de la subjetividad en las sociedades occidentales,
cf. G. Deleuze y F. Guattari, A T h o u san d P lateau s: C apitalism an d S chizophrenia, trad. Brian
M assum i (M in n eap o lis: U niversity o f M innesota Press, 1987), p articu larm en te “ Year Zero:
F aciality ” , pp. 167-192.
5. Sobre el m im etism o com o estrategia de constitución de discursos subalternos en contex­
tos c o lo n iales, ver H. B habha. “ O f M im icry and Man: T he A m bivalence o f C o lo n ial D is­
co u rse", O c to b e r, 28. S pring 1984, pp. 125-133.

5
Por otro lado, para evitar confusiones, y ya que se trata de Bello
-un clásico de la lengua- también conviene aclarar que no habrá
aquí que enseñarle la lengua a nadie, aunque sí es necesario reconocer
que, en el acto de enseñarla, la lengua siem pre se desliza en
perturbadores equívocos que nos obligarán -al leer a Bello- a situarnos
en los intersticios de las posibles implicaciones de la frase: entre
mostrarla, como cuando se le enseña la monstruosidad de su colorido
al médico; entre sacarla, en son de burla, como cuando no se tiene
nada que decir, o no se quiere decir nada; o simplemente enseñarla,
com o cuando se la pone a decir bien en una clase. Este trabajo
es precisamente una reflexión sobre tales deslices, sobre los inters­
ticios entre los discursos del saber de la lengua y las líneas de fuga
de la lengua popular, blanda y maldita.
No por casualidad, un breve cuento de Leopoldo Lugones, defensor
protofascista de la pureza lingüística, nos facilita la entrada a la
escena pedagógica nacional. Escrito alrededor de 1900, durante un
período de intensa inmigración a Buenos Aires, el relato -“Izur”-
es la ficción de un obsesivo hombre de ciencia -un antropólogo
con cierta vocación lingüística- que compra un mono en un circo
quebrado y se embarca en la empresa de enseñarle la lengua2. La
hipótesis de esta paródica figura de la Ilustración es la siguiente:
los simios no hablan “para que no los hagan trabajar” (p. 11). Con
cierta lucidez, el delirante lingüista establece una correlación entre
la lengua, la sociabilidad y el trabajo: hablar, entrar al territorio
regulado por la ley de la lengua, es concomitante a la incorporación
del cuerpo a la fuerza laboral. De ahí, pronto advierte el investigador,
el mutismo radical del mono en tanto acto de rebeldía y resistencia:

[...] su silencio, aquel desesperante silencio [...] no cedía. Desde un oscuro


fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su m ilenario
m utism o al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces
m ism as de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio,
es decir, al suicidio intelectual, quién sabe que bárbara injusticia, man­
tenían su secreto formado por m isterios de bosque y abism os de prehis­
toria (p. 20).

Según el narrador, el atavismo es una respuesta defensiva del


mono en su lucha contra la dominación del hombre, que lo sometía
al trabajo forzado y a la esclavitud (p. 21); la regresión atávica del
mono al bosque y al silencio implicaba una estrategia de resistencia.

2. “ Izur” form a parte de L as fu erz as e x tra ñ a s (1906). Manejo la edición del relato presentada
p o r J.L. Borges (Buenos Aires: E diciones de Arte Gaglianone, 1982). Todas las citas del texto parten
de esta edición: arriba señalarem os la página correspondiente.

4
Lo que a su vez genera la sospecha de que tras el “m utismo rebelde”
del m ono se encontraba el secreto de una lengua ininteligible,
incom prensible para la “sorda anim osidad” (p. 18) de los grupos
dominantes que tendían a interpretar el silencio hermético del simio
como mero índice de imbecilidad. Precisamente ahí se erige la doble
autoridad del lingüista-antropólogo: primero, en el gesto que pro­
clama el desciframiento de esa lengua-otra, secreta e ininteligible;
segundo, en la voluntad de someterla y purificarla en la escena
pedagógica3, en una coyuntura -según sugiere el mismo narrador-
en que descifrar el enigma del otro y hacerlo hablar- en la escena
didáctica, equivaldría a la incorporación de su cueipo a la ley del
trabajo y la sociabilidad. De hecho, “yo soy tu amo” será la primera
frase que el maestro intentará enseñarle al subalterno.
Con esta delirante hipótesis en mente, el obsesivo lingüista emprende
la tarea de incorporar el simio a la lengua. Se imagina, inicialmente,
que por su joven edad y por las facultades m im éticas distintivas
de los monos, el animal sería “un sujeto pedagógico de los más
favorables” (p. 14). De ahí que el primer paso en el aprendizaje
de la lengua sería la imitación de ciertas posturas paradigmáticas,
como si la gramaticalidad implicara, en efecto, un trabajo previo
sobre el cueipo, y particularmente un entrenamiento facial que con
rigor traza las líneas -la territorialidad- de esa peculiar geometría
de la cara que siempre debe acompañar las verdades bien dichas
y las subjetividades bien disciplinadas4. El mono, por cierto, im ita
las ridiculas posturas del m aestro, quien sospecha, sin embargo,
que la reproducción im itativa del buen m odelo, en ese circuito
especular, bien podía someter la palabra y la gesticulación del amo
a una extraña duplicación o sim ulacro5, o incluso a la imprevista

3. V.N. Volosinov com enta sobre los orígenes del pensam iento lingüístico: "W hat is a philologist?
Despite the vast differences in cultural and historical lineaments from the ancient Hindu priests to
the m odern European scholar of language, the philologist has always been a decipherer o f alien,
'secret' scripts and words, and a teacher, a dissem inator, of that which has been deciphered and
handed down by tradition. The first philologists and the first linguists were alw ays and everywhere
priests. H istory know s no nation whose sacred writings or oral tradition were not to som e degree in
a language foreign and incom prehensible to the profane. To decipher the m ystery o f sacred words
was the task m eant to be carried out by the priest-philologists” . M a rxism a n d th e P hilosophy of
L an g u ag e, trad. L. M atejka and I.R. Titunik (Cam bridge: Harvard University Press, 1986), p. 74.
En las sociedades m odernas o en proceso de m odernización la secularización obliga a una refuncio-
nalización del lingüista-descifrador. L as lenguas "secretas” no serán ya sagradas, sino ligadas
al fenóm eno de la heterogeneidad social y lingüística que los estados m odernos pugnan po r
centralizar.
4. Sobre el rostro com o lugar de focalización de la subjetividad en las sociedades occidentales,
cf. G. D eleuze y F. Guattari, A T h o u san d P lateau s: C apitalism an d S chizophrenia, trad. Brian
M assum i (M in n eap o lis: U niversity o f M innesota Press, 1987), p articu larm en te “Y ear Zero:
F aciality ” , pp. 167-192.
5. Sobre el m im etism o com o estrategia de constitución de discursos subalternos en contex­
tos co lo n iales, ver H. B habha. " O f M im icry and Man: T he A m bivalence o f C olonial D is­
co u rse" . O c to b e r. 28, S pring 1984, pp. 125-133.

5
burla o parodia: “La prim era inspección confirm ó en parte mis
sospechas. La lengua permanecía en el fondo de su boca, como
una m asa inerte [...]. La gimnasia produjo luego su efecto, pues
a los dos meses ya sabía sacar la lengua para burlar” (p, 16). El
maestro le enseña la lengua al otro; el alumno se la enseña de vuelta
y se la devuelve envuelta en el irreprimible paquete de la burla
y la gesticulación paródica.
La sospecha lleva al pedagogo a una nueva hipótesis, implícita
a lo largo del relato: los monos, como otros subalternos, primero
aprenden a sacar la lengua, incluso antes de maldecir. El maldecir
de Calibán refuerza y cieña el buen código de Próspero; el audaz
y burlón mimetismo del mono, en cambio, inseparable a veces de
su m utismo rebelde, desencadena una angustia en el maestro que
exaspera su paranoia y lo obliga a re formular las estrategias d i­
dácticas: enclaustra al mono, lo deja sin agua y sin alimentos, lo
azota para que aprenda a hablar -es decir, a hablar la lengua del
amo-; pero el mono, claro está, no habla.
Seguramente para instigar al obseso, el cocinero -subalterno como
el mono- le alimenta la inseguridad paranoica al amo-maestro, ase­
gurándole que había descubierto al simio en la cocina “hablando
verdaderas palabras” (p. 18). El maestro tortura al alumno, quien
sin embargo permanece en “un silencio absoluto” que “excluía hasta
los gem idos” (p. 19). El pedagogo incrementa las medidas disci­
plinarias y mata al mono de sed.
Paradójicam ente, la últim a escena del cuento parece satisfacer
los requisitos de la empresa didáctica. Justo antes de morir el mono
habla, pronuncia la frase primaria, la prim era frase articulada en
la entrada a la lengua: “Amo, agua. Amo, mi amo” (p. 22), en una
escena en que hablar es la representación del discurso del Otro,
la cita de la palabra magisterial o paterna. El mono entra a la escena
de la lengua, pero no como un sujeto libre: hablar, en la escena
pedagógica, suponía -para el mono- el aprendizaje previo, la cita
del nombre propio del poder: “Amo”. Pero acaso más importante
aún, la entrada a la lengua requería una íntima internalización de
la jerarquía, un extraño amor por los maestros: “Amo, mi amo”.
Tal vez incluso podría pensarse que ese amor -que puede ser, nada
menos, que el amor por la lengua materna6- es más efectivo que
los azotes que inscriben la ley, la ley del amo, sobre la espalda
del alumno.
Ahora bien: si detuviéramos el movimiento de la lectura en la
corroboración de ese amor, reduciríam os el estratégico lugar del

6. Cf. Jean-Claude Milner, El am or por la lengua, trad. A. Sercovich (México: Editorial Nueva
Im agen, 1980).

6
subalterno a la posición donde lo quiere tener, bien visto y dis­
ciplinado, la ley del amo. En cambio, al registrar la excesiva necesidad
del m aestro de exhibir los instrum entos de su poder, el cuento
enfatiza la angustia del pedagogo, su ansiedad paranoica, ante la
insuficiencia de su control de la lengua propia en boca del otro,
siempre dispuesto a resistir y subvertir la escena didáctica con los
m edios disponibles, transform ando la aparente pasividad del m i­
metismo en duplicidad, simulacro o burla. Esta alternativa nos obliga
a leer la lengua desde abajo, como un proceso irreductiblem ente
escindido por la misma repetición que exige la identificación especular
en la escena pedagógica. Nos obliga a leer, desde allí, la constitución
del subalterno no simplemente como un espacio vacío que pasi­
vamente recibe y se llena, al constituirse en habla, con los signos
del poder7, sino como un agente cuyos silencios, gesticulaciones,
inflexiones y lenguas secretas, despliegan estrategias de fuga y
resistencia, cuando no abiertamente de burla y contestación. En el
caso de “Izur” la ironía es contundente: sólo antes de morir el simio
pronunciaría el nombre del reconocim iento. Se nom bra el poder
en el momento de la fuga definitiva que la muerte le concede al
cuerpo explotado del subalterno. La frase final, entonces, registra
la fugacidad del reconocimiento, así como la inutilidad de la evocación
del nombre de un poder constituido precisamente en el momento
de su inconsecuencia. La frase final constata -para el amo- la burla
eficaz del subalterno, quien allí demuestra, como para que no quedaran
dudas, que siempre hubiera podido hablar -hablar bien- y que, a
pesar de suplicios y latigazos, en vida había logrado resistirse a
pronunciar la frase del reconocimiento, la condición de posibilidad
de la constitución del amo: “Amo, mi amo”, en boca del esclavo.
Por otro lado, si el cuento de Lugones no hubiera sido escrito
en los prim eros años de este siglo, acaso podríam os leerlo -con
Borges- como una historia fantástica más cercana a la ficción de
E. A. Poe que a los debates distintivos del campo intelectual ar­
gentino del cambio de siglo8. Sin embargo, hay que notar, aunque
sea de pasada, que cuando se escribió “Izur” -hacia 1906- muchos
intelectuales argentinos -científicos sociales, pedagogos y literatos,
incluyendo al mismo Lugones- se encontraban en plena elaboración

7
de discursos sobre la intensas transformaciones sociales acarreadas
por la inm igración -hecho que marcó un cambio de rum bo irre­
vocable en el destino nacional-. Paia muchos intelectuales, como
para el mismo Lugones, por ejemplo, la inmigración generaba -se­
gún las metáforas de más circulación en la época- una crisis del
“alm a” nacional; crisis cristalizada en la “contam inación” de la
lengua en boca de los m illones de inmigrantes proletarios9.
Tal vez Izur sería simplemente eso, un mono, si el propio Lugones
no hubiera minado su texto con sugerencias de una posible lectura
alegórica. En dos ocasiones los gestos del chimpancé se comparan
con la expresión de un negro o mulato. Hacia comienzos de siglo
no quedaban muchos negros ni mulatos en la Argentina. Sin embargo,
el discurso racista de las élites comenzaba a identificai' a los in­
m igrantes del sur de Europa con la metáfora estereotípica de la
negritud. Más aún, el lingüista-antropólogo de Lugones interpreta
el silencio del simio como efecto atávico; es decir, como una regresión
en la que zonas de una sociedad civilizada reencarnan, por defi­
ciencias genéticas, rasgos de un comportamiento bárbaro o prim i­
tivo. El concepto, traducido de la biología genética mendeliana, era
clave en la explicación que la emergente antropología criminológica
de la época utilizaba para explicar el comportam iento regresivo,
propenso a la delincuencia, de m uchos inm ig ran tes10. Se trata
evidentem ente de una metáfora racista mediante la cual el crim i­
nòlogo lee -y patologiza- la diferencia étnica como la inscripción
física de una supuesta inferioridad y peligrosidad social. Los cri-
minólogos argentinos -todos lectores de Cesare Lombroso- también
interpretaban las particularidades lingüísticas de los inmigrantes como
marcas de su barbarie y de la contaminación de lo que en esa época
se consideraba el fundamento mismo del espíritu nacional: la len­
gua11. De ahí que “Izur” no sea simplemente un relato grotesco,

8
de delirio científico, sino también una reflexión, irónica por m o­
mentos, sobre las condiciones de incorporación de un otro -étnica
y lingüísticamente marcado- al espacio racionalizado -administrado-
de la lengua nacional. Se trata, entonces, de un relato sobre la
dom inación y subordinación que im plica la co nstitución de la
ciudadanía m oderna12. E xploración notable, sin duda, sobre la
violencia -y el amor- desatados entre los actantes de la escena
pedagógica nacional.

II

Quisiera ahora aproximarme a la cuestión de la lengua desde otro


ángulo y preguntar: Primero, ¿cuándo se constituyó la lengua como
un objeto de reflexión intelectual en América Latina, y a qué tipo
de contradicciones sociales respondían los persistentes intentos de
definirla y purificarla? Segundo, ¿cuáles fueron las prácticas dis­
ciplinarias que constituyeron la lengua como el objeto problemático
de su discursividad, cómo la representaron y, al representarla, qué
modelos de control de su dispersión propusieron?
En respuesta a estas preguntas conviene releer las primeras gra­
máticas latinoamericanas, sobre todo las de Andrés Bello, escritas
en Chile mientras el intelectual venezolano ejercía de Rector de la
Universidad en 184013. En términos generales, la escritura de Andrés
Bello, ya sea en el lugar de la poesía, la historia, la geografía, la
gram ática o el derecho, desborda las categorías del trabajo inte­
lectual especializado a las que hoy estamos habituados. En efecto,
esa multiplicidad de voces y lugares de intervención era distintiva
de la mayoría de los intelectuales latinoamericanos del siglo XIX
cuya autoridad social, particularm ente en las décadas posteriores
a las guerras de independencia, se fundam entaba en el proyecto
de organización y administración de los estados nacionales aún en
vías de consolidación14.
Sin embargo, a pesar de la heterogeneidad de la obra de Bello,
sus intervenciones se conjugan en una notable voluntad de pensar
las condiciones que posibilitarían, en América Latina, la precisión
de los códigos de una virtual normatividad: el proyecto de “quitarle
a la costumbre la fuerza de la ley”15. Inscrita en la ideología de
la Ilustración16 -que a la vez, según veremos, se problem atiza en
él-, el trabajo de Bello es una múltiple y diversa reflexión sobre
la relación entre lo local y lo universal, entre la particularidad y
la totalidad, entre la especificidad de la acción y la ley social, entre
el accidente y la norma, o -en términos más cercanos al tema que
nos concierne aquí- entre la espontaneidad del habla popular y la
sistematización de la lengua generada en el proceso de depuración
y abstracción que posibilita la escritura17.
Para Bello la gramática era un discurso fundacional del Estado
m oderno. Dada la diversidad geográfica, étnica y lingüística del
continente, Bello concibió la gramática como uno de los discursos
capaces de imponer, sobre las partículas heterogéneas de América
Latina, una estructura normativa y unificadora; estructura, a su vez,
concomitante a una ética del habla que Bello consideraba funda­
mental para la constitución de la ciudadanía moderna. No es casual,
en ese sentido, que al escribir su gram ática Bello apelara a un
destinatario continental: “No tengo la pretensión de escribir para
los castellanos. Mis lecciones se dirigen a mis hermanos, los habitantes
de Hispano'-América” (G ram á tic a, p. 11). En el acto m ism o de
nombrar a tal destinatario, mediante la metáfora inlerpelativa y familiar,
el discurso prospectivo de la gram ática contribuía a form ar ese
campo imaginario de identidad, trazando -precisamente en el mapa
de una lengua unificada y administrada- los lugares y las fronteras

15. Bello, “E xp o sición de m otivos", C ódigo C ivil de la R e p ú b lica de C hile (1855), en


O b r a s co m p letas, op. cit., X II, p. 4.
16. Sobre las ideologías racionalizadoras de la Ilustración, cf. T.W. A dorno y M ax Hor-
k h eim er, D ia le c tic o f E n lig h te n m e iit, trad . J. C u m m in g (N ew York: T he S eab u ry P ress.
1972), p articu larm en te "T he C oncept o f E n lig h ten m en t", pp. 3-42: y T im othy R eiss, T h e
D is c o u rs e o f M o d e rn is m (Ithaca: C ornell U niversity P ress, 1982). S obre el p ensam iento
lingüístico de la Ilustración, ver Hans Aarsleff. F runi L ocke to S aussure: E ssays on th e S ludy
o f L a n g u a g e a n d In te lle c tu a l H isto ry (M inneapolis: U niversity o f M innesota Press. 1982).
17. La escritu ra para Bello es un m ecanism o de “ g lo b alizació n ” . ligado al proyecto de
"fijar el más fugitivo de los accidentes de la materia, y encadenar de este m odo el pensam iento
m ism o, sum inistrando a cada hom bre m edios de com unicarse con todos los puntos del globo
y co n to d as las g en eracio n es que han de su c ed erle [...]. La escritura no p o d ía ser sin o el
re s u lta d o de una m u ltitu d de p e q u e ñ a s in v e n c io n e s g ra d u a le s a que c o n trib u y e ro n gran
núm ero de siglos y probablem ente de pueblos, y que no estará del todo com pleto, sino cuando
p o seam os un alfabeto perfecto, cual no tiene, ni tal vez ha tenido nación alguna” . “O rígenes
y p ro g reso s del arte de esc rib ir”, O b r a s c o m p le ta s , X IX , p. 79. Sobre la relació n entre la
o ralid ad y la escritu ra en el sig lo X IX h isp an o am erican o , cf. los trabajos citados de R am a
(1 9 8 4 ), L u d m e r (1 9 8 8 ) y R am os (1 9 8 9 ). y p a rtic u la rm e n te el trab ajo m ás a b a rc a d o r de
A n to n io C ornejo Polar, E s c rib ir en el a ire : e n sa y o so b re la h e te ro g e n e id a d so c io -c u ltu ra l
en la s l ite r a tu r a s a n d in a s (Lim a: E ditorial H orizonte, 1994).

10
posibles de la “fam ilia” hispanoam ericana futura18. Acaso hoy la
pulsión sistematizadora que m oviliza el discurso de la gram ática
en Bello pueda leerse como una instancia de ciencia ficción, como
una ficción de la lengua. Pero nuestra ironía ante proyectos tota­
lizadores como el de Bello no debe permitirnos olvidar los efectos
reales, institucionales, que bien pueden tener las ficciones de to ­
talización. La gramática de Bello sigue siendo hoy un texto canónico
en su género, un clásico de la lengua donde se aprende el curso,
el camino correcto, la ética del bien decir delineada por la lengua
nacional, no sólo en América Latina, por cierto, sino incluso en
España. De modo que pensar a Bello como uno de los grandes
elaboradores de la ficción latinoamericana del siglo XIX no con­
tradice el hecho de que su sueño de la lengua efectivamente contribuyó
a la institucionalización del español estándar en el continente, al
menos a nivel de las élites dominantes.
¿Cuáles son los límites, las fronteras, de la representación gra­
matical? En Bello el discurso gramatical se erige en respuesta a
un tenor específico: la monstruosidad, para el intelectual ilustrado,
de la dispersión y fragmentación acarreadas por el uso popular de
la lengua. Con gran temor, Bello frecuentemente compara la situa­
ción de la lengua en la América postcolonial, disueltas ya las redes
institucionales del poder español, con la dispersión del latín en los
años finales del Imperio Romano. Sobre la peligrosidad de los
neologism os populares, es decir, sobre la presión que ejerce el
cambio y la trasformación social en la estructura de la lengua, escribe
Bello:
[...] el mayor mal de todos, y el que, si no se atoja, va a privam os de
las inapreciables ventajas de un lenguaje común, es la avenida de n eo­
logism os de construcción, que inunda y enturbia mucha parte de lo que
se escribe en América, y alterando la estructura del idioma, tiende a
convertirlo en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros;
em briones de idiom as futuros, que durante una larga elaboración repro­
ducirían en América lo que fue la Europa en el tenebroso período de la
corrupción del latín. Chile, el Perú, Buenos Aires, M éxico, hablarían cada
uno su lengua, o por mejor decir, varias lenguas, com o sucede en España,
Italia y Francia, donde dominan ciertos idiom as provinciales, pero viven
a su lado otros varios, oponiendo estorbos a la difusión de las luces, a
la ejecución de las leyes, a la administración del Estado, a la unidad
nacional. Una lengua es com o un cuerpo viviente: su vitalidad no consiste
en la constante identidad de elem entos, sino en la regular uniformidad
de las funciones que estos ejercen, y de que proceden la forma y la índole
que distinguen al todo (G ram ática, p. 12).

La metáfora de la lengua como “cuerpo viviente”, de la estructura


com o subordinación de los “órganos” particulares en función de
la “uniformidad” del todo, es uno de los principios organizadores
de la reflexión lingüística en Bello. La metáfora del cuerpo, a su
vez, desencadena cierta analogía higiénica o terapéutica, que es­
tablece una equivalencia entre la normatividad lingüística provista
por el discurso gramatical y la salud de ese cueipo que confronta
la amenaza de una enfermedad o corrupción: “Son muchos los vicios
que bajo todos los aspectos se han introducido en el lenguaje de
los chilenos y de los demás americanos. [...]. Sobre todo, -señala
Bello- conviene extirpar estos hábitos viciosos en la primera edad,
mediante el cuidado de los padres de familia y preceptores, a quienes
dirigim os particularm ente nuestras advertencias [.,.]” 19. El cambio
se representa como la energía incontenible de un flujo que altera
y enturbia la estructura. El cambio -ligado a su vez a la instancia
dialectal, local, de la lengua- es el flujo de la irregularidad, de
embriones opuestos a la coherencia y plenitud de la estructura que
la gram ática busca instituir. La monstruosidad del dialecto es en
B ello lo otro del discurso gram atical, así como el objeto de su
representación, en una lógica en que representar el dialecto impli­
caba la regularización de su forma, el sometimiento de su flujo a
la estabilidad de la estructura.
Representar la barbarie del dialecto implica ahí una estrategia de
contención, un intento de dom inar la caótica espontaneidad y
dispersión del habla popular mediante la codificación e implemen-
tación pedagógica de la ley de la lengua. No es casual, entonces,
que la metáfora de la lengua como cuerpo equilibrado se deslice
hacia otra analogía sumamente importante para- nosotros: la lengua
debe tener funciones y mecanismos de regulación, como el ‘Estado
mismo. En ese sentido, la representación y subordinación del habla
popular en Bello proyecta, en el proceso mismo de depuración que
im plica su norm atividad, el im pulso de territorialización social

19. A ndrés Bello, A d v erten cias so b re el uso de la lengua castellan a d irig id as a los p a d re s
d e f a m ilia , p ro fe s o re s d e colegios y m a e s tro s de escu ela, en O b r a s c o m p letas. V, p. 147
(énfasis nuestro). En efecto, habría que pensar la higiene com o un m odelo que le provee a la
gram ática y a otros discursos sobre el contacto (social, lingüístico, étnico) una serie de m etá­
fo ras clav es sobre la pureza, el contagio y la traza de lím ites sim bólicos que posibilitan la
constitu ció n de la identidad. A nalizam os la relación entre los discursos sobre el cu eip o y la
len g u a en “C uerpo, lengua, su b je tiv id ad " en este volu m en : y los usos d isc ip lin ario s de la
h ig ien e en la co n stru cción del c u erp o -ciu d ad an o m oderno en "A C itizen-B ody: C holera in
H avana (1 8 3 3 )” . en D ispositio (en prensa).

12
generada en el proceso de constitución estatal. Más adelante re­
tom arem os la relación entre lengua y Estado.
Por ahora digamos que el peso ideológico que Bello pone en
la corrección y el bien decir no se explica en térm inos de un
desinteresado formalismo. Para Bello la estructura gramatical era
la condición m ism a de la racionalidad. Com o para los ideólogos
de la Ilustración francesa -Condillac, sobre todo20-, que influyeron
en su teoría de la lengua, para Bello la estructura lingüística,
particularmente en su disposición sintáctica, constituye la armazón
lógico-temporal de la racionalidad. Como señala Hans Aarsleff, en
su discusión de las teorías lingüísticas de la Ilustración, “If thought
has no succession in the mind, it does have a succession in discourse,
where it is decomposed into many parts as the ideas it contains.
As this happens we can observe what we do in thinking, we can
render account o f it to ourselves; we can consequently learn to
conduct our reflection. Thinking becomes an art, and it is the art
o f speaking”21. En los discursos de la Ilustración operaba una visión
teleológica de la historia lingüística, el movimiento progresivo, desde
el grito que se suponía como la escena originaria de la com uni­
cación, hacia una lengua más completa y purificada; es decir, depurada
de todo vestigio de la desarticulación bárbara o primitiva e ideal­
mente proyectada por la reflexión teórica en el registro estrictamente
organizado y formal del código matemático.
Sin embargo, para Bello, el progreso -desde la barbarie de la
pasión prim itiva hacia la plenitud de una lengua estrictam ente
racionalizada- no era un proceso espontáneo ni continuo, sino que
se encontraba condicionado por accidentes históricos -como la crisis
p o lítica e in stitucional en que se encontraba A m érica tras su
emancipación, por ejemplo; crisis en que se anulaban las institu­
ciones directrices de la sociedad, lo que acarreaba un estado de
dispersión similar al de la barbarie originaria-. En el plano de la
lengua -y de la racionalidad que el orden lingüístico cristaliza- la
crisis social generaba la incontenible dialectalización; es decir, la

20. Véase A m ado A lonso. "Introducción a los estudios gram aticales de A ndrés B ello” , en
A ndrés Bello, O b r a s C o m p letas. V. pp. ix-lxxxvi.
21. A arsleff. o p . c it.. p. 164. M. F oucault enl'ali/.a la im portancia del bien d ecir com o
paradigm a de la racionalidad en la epistem e clásica: "Saber es hablar com o se debe y com o lo
prescribe la m archa del espíritu [...]. Las ciencias son idiomas bien hechos, en la m edida m ism a
en que los idiom as son ciencias sin cultivo. Así, pues, todo idiom a está por rehacer: es decir,
por explicar y ju zg ar a partir de este orden analítica que ninguno de ellos sigue con exactitud;
y p o r reaju star ev entualm ente a fin de que la cadena de conocim ientos p u ed a aparecer con
toda claridad, sin som bras ni lagunas. A sí pertenece a la naturaleza m ism a de la gram ática ser
p rescriptiva, no po rque quiera im poner las norm as de un lenguaje bello, fiel a las reglas del
gusto, sin o porque refiere la posibilidad radical de hablar al ordenam iento de la representa­
ción” . L as p a la b r a s y las cosas: a ñ a a rq u e o lo g ía de las ciencias h u m a n a s, trad. E.C. Frost
(M éxico: S iglo X X I, 1976), p. 92.

13
ausencia o desgaste de los mecanismos de centralización lingüística
cuya anulación posibilitaba la reemergencia de la oralidad reprimida
y el impacto de la particularidad del habla local y popular sobre
el código central caído en crisis.
De ahí que la tarea fundamental del discurso gramatical fuera
la representación de las tendencias dispersantes y l'ragmentadoras
de la oralidad popular, en una lógica, nuevamente, en que repre­
sentar “las prácticas viciosas de los americanos”, implicaba un ejercicio
de subordinación y control. Para Bello, la gramática no era me­
ramente el efecto escolástico de una vocación anticuaría -según le
reclamaban a Bello sus críticos románticos, sobre todo Sarmiento-22.
Inseparable del discurso de la ley, la gramática se autoriza en función
del proyecto modernizador, racionalizador, de las sociedades lati­
noamericanas, y se proyecta cpmo un paradigma de la racionalidad
y como un dispositivo, un tekne, mediante el cual las sociedades
podían dom inar y transform ar la “naturaleza” y espontaneidad de
la pasión en el caótico mundo americano. La gramática, para Bello,
era una sofisticada m áquina m oderna que destilaba una lógica
ordenada del sentido -y de las estructuras verbales y morales de
la ciudadanía- de la barbarie reinstaurada por la oralidad. No es
casual, entonces, que según Bello la misión civilizadora del discurso
gramatical -y su inevitable corolario: el canon literario- contribuiría
a diferenciar a Am érica de la “barbarie” africana y asiática:

¿A qué se debe este progreso de civilización, esta ansia de mejoras sociales,


esta sed de libertad? Si queremos saberlo, comparemos a la Europa y a
la afortunada América, con los sombríos imperios del Asia, en que el
despotism o hace pesar su cetro de hierro sobre cuellos encorvados de
antemano por la ignorancia, o con las hordas africanas, en que el hombre,
apenas superior a los brutos, es, com o ellos, un artículo de tráfico para
sus propios hermanos. ¿Quién prendió en la Europa esclavizada las
primeras centellas de libertad civil? ¿No fueron las letras?23

En Bello la misión civilizadora de la gramática y las letras se


fundamenta en el proyecto de consolidación estatal por lo menos
de tres modos específicos: primero, el discurso gramatical generaría,
en su distribución pedagógica, una estabilización de la lengua y
un código para la articulación del orden mercantil entre las regiones
internas de las naciones y, sobre todo, para el comercio internacional

14
hispanoam ericano. Sin ese código provisto por la centralización
lingüística, “ [...] nuestra América reproducirá dentro de poco la
confusión de idiomas, dialectos y jerigonzas, el caos babilónico de
la Edad Media; y diez pueblos perderán uno de sus vínculos más
poderosos de fraternidad, uno de sus más preciosos instrumentos
de correspondencia y com ercio”24.
Aclaramos: en términos de la constitución del orden moderno
mercantil, la gramática no es meramente un “reflejo” de cambios
“infraestructurales” o económicos de la nación. Complementado por
otros dispositivos que intervienen en la administración lingüística
-como la ortografía y la sistematización de la nomenclatura de pesos
y medidas- el discurso gramatical posibilita esos cambios “infra­
estructurales” contribuyendo a racionalizar y a satisfacer las con­
diciones jurídico-lingüísticas presupuestas por el orden mercantil,
precisam ente al establecer la lengua franca del contrato y del
intercam bio, el nombre propio e insustituible de la m ercancía25.
También ligada a la constitución jurídico-política de la nación,
la segunda función estatal de la gramática se relaciona con la escritura
de la ley. Para Bello, la centralización lingüística proyectada por
el discurso gramatical era un requisito para “la ejecución de las
leyes, [de] la administración del Estado, [dej la unidad nacional”.-
Esto, por un lado, porque la escritura de la ley requería, nuevamente,
la fijación de su normatividad mediante un cógido “transparente”
y “blanco”, depurado de cualquier tendencia al equívoco, al ruido
que limitaría la interpretación exacta de sus sentencias. No es casual,
entonces, que mientras redactaba el Código Civil de Chile, Bello
escribiera gramáticas: como si la escritura de la ley presupusiera,
en el lugar de la gramática, una reflexión igualmente ineluctable
para la nación moderna sobre las condiciones de la lengua de la
ley: la reflexión sobre las condiciones de su emisión e interpretación
conectas administradas por la teoría y las políticas de la lengua.
Finalmente, la función jurídico-política de la gramática se des­
prende de su trabajo en la invención de la ciudadanía. Y decimos
invención porque, para Bello -como para tantos letrados fundadores

15
de los estados americanos- la ciudadanía, la constitución de un sujeto
jurídico moderno, evidentemente no era una categoría dada por la
naturaleza ni por la historia colonial hispanoamericana; era más bien
un cam po de identidad que debía construirse precisam ente en la
transformación de los materiales “bárbaros” e indisciplinados de las
poblaciones, sobre todo campesinas y subalternas, que se resistían
a los distintos órdenes de la centralización política y cultural re­
q u e rid a po r la nación.
A primera vista, la relación entre lengua y ciudadanía parecería
rem itir al hecho bastante obvio de que el manejo del código estándar
provee los instrumentos adecuados para el ejercicio, según señala
el propio Bello, de “los derechos del ciudadano, y [de] los cargos
a que son llam ados en el servicio de las com unidades o en la
adm inistración inferior de la justicia”26. Sin embargo, la relación
lengua-ley rebasa esa instancia instrumental. La lengua, hay que
insistir, no es simplemente un instrumento de la ley. En la superficie
de su forma, la lengua que la gramática busca instituir es la estructura
misma, y no meramente el medio, en que se fragua la racionalidad
de la ley; racionalidad que, a su vez, es inseparable de la ética
del bien decir que fundamenta las categorías modernas de ciuda­
danía.
¿En qué consiste la moralidad del hablar bien, y cuál es su relación
con la categoría del ciudadano moderno en Bello? En las correc­
ciones que Bello opera en el habla popular, conviene analizar los
deslices figurativos de su propio discurso. Los dialectos que frag­
m entan la lengua, por ejem plo, son “licen cio so s”, “bárbaros” .
Asimismo, el uso del vos entre la “ínfim a plebe” no sólo es un
“barbarismo grosero”, sino “repugnante y vulgar”. Sistemáticamente
la autoridad magisterial del que escribe se construye en la degra­
dación de la palabra-otra, por encima de los “intolerables vulga­
rism os” estigmatizados como “viciosos” y “corruptos”. La autoridad
que se erige sobre la palabra maldita del pueblo no es simplemente
norm ativa en un sentido lingüístico; la retórica de este discurso,
el peso sentencioso de sus metáforas, apunta a la normatividad ética
que la gram ática contribuye a instituir. Esto porque el m al-decir
im plicaba, para Bello, un uso de la lengua demasiado pegado al
cueipo, a la oralidad y a las pasiones identificadas con la oralidad
y el cueipo que debían ser supeditadas, redirigidas -en el afecto-
patrio- por la racionalización estatal27. La moralidad del bien decir

26. A ndrés Bello, “ Discurso ea el A niversario de la Universidad de Chile en 1848", O b ra s


c o m p le ta s IX. O p ú scu lo s lite ra rio s , p. 366.
27. D oris S om m er anali/.a la relación entre el am or y el p atrio tism o en F n u n d a tio n a l
F ic tio n s . T h e N a tio n u l R o m a n e e s o!' L a tin A m e ric a (B erk eley : U niversity o f C alifornia
P re ss, 1991).

16
es asimismo notable en Jos contenidos de las citas del canon literario
que, para Bello, forma el paradigm a de la corrección de donde
abstrae su ley la gram ática al corregir la lengua baja del habla
popular. Se trata, en efecto, de la articulación epistémica que conjuga
el bien decir, la racionalidad y la m oralidad en el proyecto de
constitución del ciudadano moderno. Así comenta Bello la relación
entre la enseñanza de las letras, la lengua y la ciudadanía:

Aquel departamento literario que posee de un m odo peculiar y em inente


la cualidad de pulir las costumbres, que afina el lenguaje, haciéndolo
vehículo fiel, hernioso, diáfano de las ideas [...]; que por la contemplación
de la belleza ideal y de sus reflejos en las obras del genio, purifica el
gusto, y concilla con los raptos audaces de la fantasía los derechos im ­
prescriptibles de la razón; que iniciando al m isino tiem po el alm a en
estudios severos [...] fonna la primera disciplina del ser intelectual y moral,
expone las leyes eternas de la inteligencia a fin de dirigir y afirmar sus
pasos y desenvuelve los pliegues profundos del corazón, para preservarlo
de extravíos funestos, para establecer sobre sólidas bases los derechos
y los deberes del hombre28.

Al mediar entre los “raptos audaces de la fantasía y los derechos


[...] de la razón”, la educación literaria y gramatical contribuye a
la internalización de la ley, “desenvolviendo los pliegues profundos
del corazón”, convirtiendo precisamente la pasión y el cueipo en
el objeto de su maquinaria. De esta menera, hace posible el curso
recto y sin extravíos del afecto, la instancia del amor civil en el
que la pasión de la lengua pegada al cueipo quedaría anclada en
las “sólidas bases” de los “derechos y los deberes del hom bre” .
De ahí, por cierto, su reacción contra la poesía romántica, cuya
progresiva autonom ización de la ley retórica y gram atical era
identificada por Bello con la tendencia a la incorrección lingüística
y a los excesos eróticos. También para la poesía Bello concebía
la tarea de mediar entre la lengua alta de la razón cristalizada en
la gramática y la tendencia al flujo, al extravío de la fantasía y la
pasión del cueipo29. La poesía debía contribuir al sometimiento de

17
la pasión y a su redistribución en la econom ía del afecto y la
m oralidad del bien decir.
Pero, a su vez, el concepto de la ciudadanía en Bello -precisa­
mente en la corrección de la ley colonial que el Estado futuro vendría
a superar- presupone un excedente pasional sin el cual el amor por
la lengua nacional sería impensable. La pasión es, en ese sentido,
el límite y el objeto de los discursos de la racionalidad estatal, pero
a su vez es el excedente físico necesario a partir del cual la ley
del estado y de la lengua nacional son encarnadas en el afecto y
el bien decir del ciudadano moderno. Tal es precisamente la paradoja
de un poder que ya no funciona estrictamente mediante la mordaza
y el silenciam iento del cuerpo, sino más bien con el proyecto
-acaso nunca realizable- de fundar su legitimidad no ya en el castigo
corporal, sino en el afecto del ciudadano que, a cam bio de la
protección estatal, internaliza y entraña la ley, y la convierte en
el aparato directriz de sus pasiones. En la lógica de ese poder
profundam ente dividido y ambivalente -pues se nutre justam ente
de la pasión- la lengua es la mediadora por excelencia entre el cuerpo
y la ley, entre el movimiento de los órganos y la voz articulada,
entre la accidentalidad de la pasión y la normatividad del afecto.
Esa lógica en la que la pasión es doblemente el objeto temido
y la materia prima de los discursos de la racionalización estatal se
relaciona en Bello con su proto-nacionalismo lingüístico. Si bien
la relación entre lengua y racionalidad parecería situar a Bello en
el marco epistemológico de la Ilustración, por momentos la pasión
americanista atraviesa su discurso racionalizador con notables efectos
desestabilizadores. En varios momentos claves, Bello explícitamente
renuncia a la tarea de una gramática universal, aunque señala que
“hay ciertas leyes generales [que] dominan a todas las lenguas y
constituyen una gramática universal” (G ram ática, p. 5). Asimismo,
insiste en diferenciar los límites nacionales de su objeto, que sig­
nificativamente denomina “lengua nativa” (G ram ática, p. 5). Cierto
nacionalismo lingüístico comienza a ser evidente en la introducción
de Bello a G ra m á tic a de la lengua castellana:

El habla de un pueblo es un sistema artificial de signos, que bajo muchos


respectos se diferencia de los otros sistemas de la misma especie: de que
sigue que cada lengua tiene su teoría particular, su gramática. N o debemos,
pues, aplicar indistintamente a un idioma los principios, los términos, las
analogías en que se resumen bien o mal las prácticas de otro. Esta misma
palabra idioma está diciendo que cada lengua tiene su genio, su fisonomía,
sus giros [...] (p. 5-6).

18
¿En qué consistía el grado de especificidad de la lengua nativa
o nacional? Distanciándose del universalismo de la Ilustración, para
Bello la teoría de la lengua era un aspecto fundam ental de los
emergentes discursos de la nacionalidad. Por cierto, la noción de
la fiso n o m ía , com o particularización de una categoría general o
universal, reaparece en el debate clave entre Bello y Jacinto Chacón
sobre el modo adecuado de escribir la historia chilena. Allí, cuando
rechaza la posibilidad de la imitación de los modelos historiográficos
europeos, Bello postula la diferencia y la particularidad chilena
precisam ente com o un punto ciego, im presentable, digam os, de
acuerdo a los modelos europeos:

¿Podem os hallar en ellas [las historias europeas] a Chile, con sus acci­
dentes, su fisonom ía característica? [...] La nación chilena no es la
humanidad en abstracto; es la humanidad bajo ciertas formas especiales
com o los montes, valles y ríos de Chile; com o sus plantas y animales;
com o las razas de sus habitantes; com o las circunstancias morales y
políticas en que nuestra sociedad ha nacido y se desarrolla30.

La fisonom ía nacional no es, insiste Bello, la norma abstracta


de la humanidad. Lo nacional se define, más bien, como un accidente
de la norma universal. El accidente -que bien puede ser, para Bello,
un desvío de la norma abstracta universal (i.e. europea)- marca la
especificidad del carácter nacional. El genio de la nación “tiene su
espíritu propio, sus facciones propias, sus instintos particulares”
(“Autonomía”, p. 48). Y, según Bello, al intelectual postcolonial le
correspondía la tarea de producir un saber capaz de precisar lo
propio de esa fisonomía, los rasgos que diferenciarían la nación
chilena (y en otro nivel, latinoamericana) de la humanidad en abstracto.
En el plano de la lengua, la noción del accidente corresponde
a la intervención del cambio, a la temporalización de la estructura
en la fluidez del uso. La gramática nacional constituye su objeto
en ese nivel accidentado de la lengua: “La filosofía de la gramática
la reduciría yo a representar el uso bajo las fórmulas más com ­
prensivas y sim ples. Fundar estas fórm ulas en otros procederes
intelectuales que los que real y verdaderamente guían al uso, es
un lujo que la gramática no ha menester” (G ram ática, p. 7). Sólo
a partir del uso, y del accidente que sufre la norma lingüística en
la oralidad, es posible precisar el territorio de lo propio, la fisonomía
o el genio particular del idioma nacional. De ahí que, a pesar del

19
terror que en Bello produce la dispersión y la materia accidentada,
fluida, de la oralidad, al mismo tiempo el desvío efectuado por la
palabra oral en su temporalización de la norma es la condición que
posibilita la fisonomía nacional, su diferenciación de la humanidad
en abstracto. La palabra oral -y la dialectalización que Bello iden­
tifica con ella- bien podía implicar un estado instintivo, bárbaro o
primitivo, de la comunicación, pero asimismo es la materia, el origen,
el fundam ento m ism o de la diferencia que las nuevas naciones
postulan al constituirse. Por ello, paradójicamente, él discurso de
la lengua nacional reconoce en la palabra-otra -popular- su doble
condición de posibilidad: primero, la palabra-otra -la mala palabra-
posibilita, por negación, la constitución del código del bien decir
y la necesidad de la corrección pedagógica, y configura -digamos-
una de las fronteras que demarcan el campo interior de la lengua
nacional; y segundo, la palabra-otra -local o regional- constituye
la instancia de particularización que le permite a la lengua nacional
postular su especificidad. Esta doble necesidad escinde el discurso
de la lengua nacional desde adentro, en la trayectoria m ism a de
su postulación de una estructura nacional centralizada, obliterante
de la heterogeneidad de los materiales con que trabaja, pero a su
vez dependiente de la misma accidentalidad peligrosa que pretendía
dominar, controlar, en su impulso centralizado!'. Se trata, en efecto,
de la am bivalencia que en el discurso nacionalista genera su
dependencia de la palabra “pueblo”: el pueblo que figura, para los
intelectuales, como la categoría en nombre de la cual se legitima
el discurso nacional, pero cuya indisciplina a la vez había que
domesticar y subordinar. La palabra dialectal es irregular y monstruosa,
demasiado pegada al cueipo de la pasión, pero es lo que, al mismo
tiem po, define la diferencia latinoam ericana. Tal es precisamente
la aporía irreductible y constitutiva del discurso gramatical que funda
su legitim idad en nombre de la diferencia, y con el mism o m o­
vim iento intenta categorizar la particularidad de su objeto, some­
tiéndolo al discurso genei'alizador de la nación.

III

No quisiera concluir sin retom ar -aunque sea lateral y despla-


zadamente- la escena alegórica que dio inicio a esta lectura. Quisiera
comentar brevemente un cuento contemporáneo de “Izur”, que bien
puede leerse como su doble invertido. Un cuento de Horacio Quiroga
escrito precisamente en la Argentina en plena época de militancia
contra los inm igrantes y su efecto de “contam inación” sobre la
lengua nacional. El cuento se titula nada más y nada menos que

20
“La lengua”31, título que bien podríam os leer en térm inos del
contenido particular del relato en el que, nuevamente, alguien le
saca la lengua al otro, literalmente, según veremos enseguida, pero
que también remite a M engua, en el sentido analítico. Se trata otra
vez de un relato sobre un médico, un dentista -un cirujano oral,
digamos- quien tiene un desencuentro con un paciente. El paciente,
Felippone, de evidente ascendencia italiana e inm igrante, es un
“lengualargo” (p. 86) que habla mal -o m aldice, en más de un
sentido- del dentista. Sobre todo habla mal de las “impulsividades
de sangre” (p. 86) del médico, al cual hasta la más mínima “gota
de sangre enloquecía” (p. 86). La circulación del maldecir de Felippone
deja al dentista sin pacientes, quienes previsiblemente se protegen
de la obsesión sanguínea del médico. Según declara el dentista,
quien no por casualidad narra su historia, “cuando me convencí
claramente de que su lengua había quebrado para siempre mi porvenir,
resolví una cosa muy sencilla: arrancársela” (p. 87).
Con paciencia el médico restablece el diálogo con Felippone,
hasta que un día el incauto italiano, perturbado por un dolor de
muelas, le pide asistencia médica al dentista. Se sienta en la butaca
y abre la boca: “-Abre más la boca- le dije. Felippone la abrió.
Metí la mano izquierda, le sujeté rápidamente la lengua y se la corté
de raíz” (p. 88). Después del primer corte -esa incisión radical del
estilete en la lengua, bien atrás, casi cerca de la garganta- el médico
comete la imprudencia de m irar dentro de la boca sangrienta de
Felippone. Observa, entre la ola de sangre, un “maldito retoño”,
y más, “ ¡maldición!, que subían dos nuevas lengüitas moviéndose”
(p. 88). Las arranca nuevamente y mira adentro, sólo para descubrir
que las lengüitas se multiplicaban vertiginosamente (p. 87) con una
demencial velocidad (p. 88). Entonces, pierde esperanza de “poder
dom inar aquella m onstruosa reproducción”. El dentista saca un
revólver y le pega un tiro en la caía a Felippone. Pero de la “boca
salía un pulpo de lenguas” (p. 88). Con una rapidez vertiginosa
e indecible, más allá del dominio de la gramaticalidad, las lenguas
descaradas continuaron la fiesta de su proliferación: “ ¡Las lenguas!
Ya com enzaban a pronunciar mi nom bre...” (p. 88), concluye el
dentista. Insoportable pesadilla, no cabe duda, la de ese paranoico
m édico de la lengua.

21
2
CUERPO, LENGUA, SUBJETIVIDAD*

¿Quién eres? ¿Cuál es tu patria?


Epígrafe de Sab

Ante la pregunta por la constitución de la subjetividad y su


relación con la literatura, particularmente la novela en el siglo XIX,
quisiera situarme en los límites que demarcan -y al demarcar hacen
posible- la configuración de un campo emergente de identidad. Tbles
límites escinden, en el caso particular que nos concierne, lo blanco
de lo negro, la lengua propia de la de otro, el adentro del afuera.
Y entre medio (es un decir) la zona menos visible y administrable
de la hibridez: el esclavo que escribe con la letra de un hombre
blanco, como Manzano, o la mulata que pasa, como Cecilia, y al
pasar disimula y deshace los bordes y la integridad de las categorías
diferenciales duras postuladas por un proyecto de fundación na­
cional articulado en torno de una com pleja tropología de conta­
minación y pureza. Sobre esa zona maleable y porosa agudiza su
foco el ojo vigilante desde donde se articula la ficción abolicionista.
El corpus, no estrictamente literario, por cierto, es sin embargo
bastante preciso: los discursos sobre la lengua, el cueipo y su relación
con la nación futura en el abolicionismo cubano, particularmente
los materiales recopilados por Domingo del Monte para el dossier
del antiesclavista británico Richard M adden1. La coyuntura es bien
conocida: se trata, a partir de 1830, de la proliferación de discursos
reformistas sobre el estatuto jurídico, médico y lingüístico de los

23
esclavos2; reflexiones críticas de la esclavitud, sin duda, aunque
desencadenadas por el terror de la élite criolla ante el contácto racial
y lingüístico, una de las aporías insoslayables que confronta el
proyecto de fundación nacional entonces en ciernes y que la novela,
en la superficie misma de su forma, en su trabajo con la hetero­
geneidad lingüística, intentó superar.
Por otro lado, de entrada conviene aclarar que no pretenderemos
buscar en estos materiales, generados desde los intereses y las luchas
internas de una zona del campo del poder en vías de reorganización,
la presencia, la voz “propia”, autónoma, del esclavo; ésa es más
bien una de las fábulas legitimadoras de los discursos que anali­
zamos, que en buena medida son ficciones del habla del esclavo
y que asimismo postulan, en la interpelación al habla, la constitución
del esclavo en sujeto autónomo. Discursos de fuerte reclamo tes­
tim onial que frecuentemente autorizan su proyecto racionalizado!-
y escriturario en nombre y con la voz del otro. Por supuesto, tampoco
quiere decir esto que los esclavos y sus descendientes en Cuba,
quienes hacia 1830 -amenazantemente, para los blancos- se acer­
caban a ser la mayor paite de la población3, ocuparan meramente
un lugar im aginario en las fantasías de las élites criollas. Sus
m ecanism os de resistencia y contradiscurso continúan siendo do­
cum entados, y en buena m edida deciden la especificidad de la
form ación de la cultura nacional cubana. Pero tal documentación
no es aquí el objetivo primario de la lectura.
Producidos pocas décadas después de la revolución en Haití, los
discursos sobre la heterogeneidad etno-lingüística en Cuba, en tanto
enigm a que debía ser resuelto, develado, en el proceso de la
configuración nacional, nos hablan más bien sobre las fobias de
la propia élite liberal, aún tímidamente modernizadora, que articula
las representaciones de los esclavos. En esas representaciones la
élite liberal elabora, especularm ente, sus categorías de identidad,
de raza, de lengua, de ciudadanía, acaso sin llegar a dominar nunca
su propia ansiedad ante la ineluctable heterogeneidad étnica que,
por otro lado, motiva y paradójicamente estimula la proliferación
de discursos de orden y condensación. En ese sentido, el proceso
del “imagining” nacional está desde adentro minado por el estímulo
de su propia negación, por la huella de esa heterogeneidad que

2. El estudio histórico principal del período se encuentra en: Manuel M oreno Fraginals, El
in g en io . C o m p lejo económ ico social c u b a n o del a z ú c a r (La H abana: E ditorial de Ciencias
S ociales), vol. II, pp. 5-90.
3. En efecto, el "d esbalance" dem ográfico es uno de los disparadores de los argum entos
refo rm istas co n tra la esclav itu d . V éase, por ejem p lo , el fo lleto del id eó lo g o p rin cip al del
ab o licio n ism o . J. A. Saco, M i p r im e r a p r e g u n ta . ¿ L a ab o lició n del co m ercio de esclavos
a fric a n o s a r r u i n a r á o a t r a s a r á la a g ric u ltu ra c u b a n a ? (M adrid: Im prenta M arcelino C ale­
ro , 1837).

24
no cesa de reemerger, sobre todo en la ficción, com o un resto
inapropiable, aunque constitutivo de la nación a lo largo de todo
el proceso de su inconcluso devenir4.
Se trata de discursos que emergen a m edida que com ienza a
fracturarse la hegemonía del orden jurídico y simbólico de la esclavitud
y su particular política del cuerpo, basada en la tortura y el trabajo
forzado. En tal coyuntura, los emergentes discursos abolicionistas,
sin duda minados de contradicciones, registran el paso, en la Cuba
aún colonial y esclavista, hacia la constitución de categorías jurídicas
modernas basadas en un nuevo régimen de propiedad5. Tal régimen
de propiedad suponía la elaboración de una nueva relación entre
el poder y el cueipo fundada en la disciplina, en la productividad
y en la higiene. Por el reverso del silencio al cual la tortura reducía
el lugar del esclavo, el orden emergente proyectaba, inicialmente
en la ficción y en los debates jurídicos sobre el testim onio de
s'übalternos, la transformación del esclavo en sujeto del discurso,
sujeto en tanto capaz de hablar y reflexionar sobre su cueipo -la
instancia m ím ina de propiedad en el discurso liberal clásico-. La
incorporación del esclavo a la racionalidad de la lengua -propuesta
por la ficción bastante antes de que el campo jurídico o pedagógico
se planteara la posibilidad- proyectaba la transformación del esclavo
en ciudadano moderno: sujeto de la ley que internaliza las con­
diciones de un nuevo contrato social, no ya basado en el control
por suplicio, sino en las complejas redes de subjetivación y auto­
administración del alma6. No es casual, en ese sentido, que el momento

4. En cuanto a la noción del resto com o instancia de una tensión irresuelta que posibilita la
constitución de la identidad, conviene rem itir a la reflexión sobre el “síntom a" en Zizék y a su
crítica de la categ o ría de la ideología en el m arxism o clásico com o un p ro ceso orgánico de
subjetivación y resolución efectiva de contradicciones im aginarias: “ How, then, can we define
the M arxian sym ptom ? Marx ‘invented the sym ptom - (Lacan) by m eans of detecting a certain
fissure, an asym m etry, a certain 'pathological' im balance which belies the universalism o f the
bourgeois ‘rights and d u ties’. T his im balance, far from announcing the im perfect realization
o f these universal principles -that is. an insufficiency to be abolished by further developm ent-
functions as the constitutive m om ent: the ‘sym ptom ’ is, strictly speaking, a particular elem ent
which subverts its own universal foundation, a species subverting its own genus. In this sense,
we can say that the elem entary M arxist procedure o f 'criticism of ideology’ is already ‘sym pto­
m atic’: it consists o f detecting a point o f breakdow n heterogeneous to a given ideological field
and at the sam e tim e necessary for that field to achieve its closure, its accom plished form .”
Slavoj Zizék. T h e S ublim e O b je c t o f Ideology (London: Verso, 1989), p. 21.
5.Cf. R eb ecca J. S cott. S lav e E m a n c ip a tio n in C u b a . T h e T ra n s itio n to F re e L a b o r,
1860-1899 (Princeton: Princeton U niversity P ress, 1985), S obre los debates ju ríd ico s y filo ­
sóficos en torno a la esclavitud, ver O rlando Patterson, S lavery an d S ocial D eath . A C o m p a­
r a tiv e S tu d y (C am bridge: H arvard U niversity P ress, 1982).
6.Cf. M. Foucault, L a v e rd a d y las fo rm a s ju ríd ic a s (México: Gedisa, 1983), pp. 91-114. Por
otro lado, habría que insistir en las contradicciones específicas que confronta el proceso de consti­
tución de la “sociedad disciplinaria” en las sociedades latinoam ericanas. Sobre la relación entre la
categoría del su jeto y la constitución de la ciudadanía m oderna, cf. E tienne Balibar, “Citizen
Subject", en E. Cadava. P. Connor y J-L. Nancy, eds.. W ho C oinés A fter th e S u b ject? (New York:
Routledge. 1991), pp. 33-57.

25
inaugural del género antiesclavista, en el círculo de Del Monte, fuera
la interpelación del esclavo Juan Francisco Manzano; su relato au­
tobiográfico, de marcado tono confesional, fue escrito en respuesta
a la exigencia por paite de los letrados reformistas de un testimonio
sobre la tortura y la brutalidad del régimen esclavista7. En efecto,
la A utobiografía de Manzano es una minuciosa reflexión sobre el
dolor físico que el sujeto, constituido en el mismo proceso de su
representación del dolor, astutamente intercam bia por el costo de
su m anum isión y autonom ía jurídica8.
Una de las hipótesis básicas de este trabajo es que la instancia
de discontinuidad entre los órdenes jurídicos de la esclavitud y la
ciudadanía, en los momentos inaugurales de la constitución nacio­
nal, pasa por la reorganización de la lengua y su relación con la
categoría del cuerpo9. La ficción -y las formas de representación
del discurso que configuran la especificidad genérica de la novelas-
contribuyeron notablemente a la reflexión necesaria para la trans­
form ación del esclavo -hasta entonces reducido a la categoría de
un cuerpo am ordazado y torturado- en subjetividad, en nom bre
propio -con derecho al habla- com o en el testim onio clave de
M anzano. Ahí la ficción provee un prospectivo archivo de dife­
rencias, un elaborado taller de exploración, no sólo de diferentes
“palabras” en pugna en un m undo-de-vida que debía ser centra­
lizado bajo la ley de la lengua nacional, sino también de posiciones
discursivas nuevas y modelos de contacto y jerarquización entre
las mismas en el espacio aún virtual de la nación futura. Por su
7. Sobre la “ interpelación de los individuos com o sujetos" en tanto rasgo distintivo de la ideología
en el capitalism o y com o condición requerida para el establecim iento de un orden sim bólico-jurídico
m oderno, cf. el texto clásico de L. Althusser, “ Ideology and Ideological State A pparatuses" (1970),
en E ssay s on Ideology (London: Verso. 1976). pp. 1-60. Sobre Manzano, ver las lúcidas lecturas de
S y lv ia M olloy, “F rom S erf to Se) 1: T he A u to b io g rap h y o f Juan F ran cisco M anzano" en A t
F a c e V alu é: A u to b io g ra p h ic a l W rU ing in S p a n ish A m e ric a (C am bridge: C am bridge Uni-
v ersity P ress, 1991), p p. 36-54; y A n to n io V era-León, “ Juan F ran cisco M anzano: el estilo
b árb aro d e la n ació n ” , H isp a m é rie a . 60, 1991, pp. 3-22 .Ver tam bién el capítulo “La ley es
o tra ..." en este volum en.
8. Sobre la representación del dolor com o escena originaria de la constitución de un nuevo orden
sim bólico o discursivo, cf. Elaine Scarry, T he liody in P ain . T h e M aking a n d U n m ak in g o f (lie
W o rld (New York: O xford University Press, 1985).
9. Ver M. Foucault, D iscipline an d Punisli. T h e Itlrtli o f the P rison, trad. A. Sheridan (New
York: Vintage Books, 1979); y Josefina Ludmer, El gén ero gauchesco. Un tr a ta d o sobre la p a tria
(Buenos Aires: Editorial Sudam ericana, 1988).
10. Sobre las form as de representación del discurso en la novela, ver M.M. Bakhtin. “ Discourse
in the Novel", en T h e D ialogic Im agination. M. Holquist, ed.. trad. C. Emerson y Holquist (Austin:
The U niversity of Texas Press, 1981), pp. 259-422; y V.N. Volosinov. M arxism a n d the P hilosophy
o f L an g u ag e, trad. L. M atejka and I.R. Titunik (C am bridge: Harvard University Press, 1986).
También resulta fundam ental el análisis de las dinám icas de la subjetividad en el discurso directo e
in d ire cto en A nn B anfield. U n s p e a k a b le S en tv n ces. N a r r a tio n a n d R e p re s e n ta tio n in th e
L a n g u a g e o f F ictio n (L ondon: R outledge and K egan Paul, 1982). P or su parte, Pier Paolo
P asolini analiza la relación entre las jerarq u ías trazadas en la representación del discurso en
fu n c ió n del p ro y e c to de co n stru cció n de la len g u a n acio n al en Italia; ver su E m p iris m o
e re tic o . S aggi (Rom a: G arzanti E ditore, 1972), particularm ente “ N uove Q uestioni L inguisti-
c h e ” , pp. 5-24.

26
flexibilidad retórica, por el trabajo con la heterogeneidad lingüística
que la distingue, la novela se convierte así en un género privilegiado,
incluso más que la gramática y sus taxonomías, para la reflexión
sobre las posibilidades de una lengua nacional; condición, no sólo
para la instalación de las redes comerciales y político-jurídicas de
la nación moderna, sino también para el establecimiento del orden
simbólico requerido para la invención de la ciudadanía moderna11.

II

Para particularizar estas hipótesis, quisiera comentar un texto


relativamente desconocido, escrito por una de las figuras claves del
círculo delmontino, el novelista Anselmo Suárez y Romero. La
importancia de este texto menor, una crónica periodística titulada
“Ingenios”12, es al menos doble. Es la “fuente” documental, tes­
timonial, en que Suárez y Romero basa una escena clave de su
novela, Francisco o las delicias del cam po13, la primera en la serie
antiesclavista; me refiero a la escena del baile de esclavos en los
márgenes del ingenio azucarero, que luego ha pasado a ser un
pequeño clásico de la etnografía y la musicología cubana, lo que
nos permitirá especular un poco sobre el paso del “documento”
a la ficción, y nos recuerda también la importancia de la ficción
para la configuración retórica de la “ciencia” etnográfica futura14.
Más aún, la escena, en la que un viajero de la ciudad da testimonio
a un destinatario urbano de una fiesta secreta de esclavos, condensa

27
la economía, la distribución de los lugares de enunciación y las
posiciones de los participantes, en el cuadro de constitución de un
sujeto subalterno puesto inicialmente por el que mira en el lugar
de un cueipo cuya inscripción diferencial -en los límites de la lengua,
de la blancura, de la hum anidad m ism a- posibilita a su vez la
constitución de la identidad del sujeto dominante que allí piensa,
enuncia y escribe contra el orden esclavista. Doblemente primaria,
entonces, conviene leer la escena con cierto detenimiento:

Aunque era sábado la negrada sacaba faena chapeando en el platanal;


hacíala allí por ser de noche, no obstante la claridad de la luna, y porque
para aquélla se escogen de ordinario los puntos donde haya menos riesgo
de que padezcan las labranzas. Cerca de las ocho paró el trabajo; una
campanada tocó la queda, y los negros, que la aguardaban impacientes,
echaron a correr hacia las márgenes del río que pasa por el ingenio a
cortar haces de yerba de guinea que traer a los caballos. Cada cual cortó
una buena porción, la ató con bejucos, y la cargó en la cabeza; unos
metieron los machetes dentro de la yerba, otros en las vainas, y las negras
los colgaron en la tira de cuero con que se ciñen el talle a manera de
cinturón; el contramayoral se colocó el último de todos, y en este orden,
aglomerados los varones y las hembras, los chicos y los grandes, y hablando
un guirigay a su manera, entraron en el ancho batey. Venían haciendo
una estrepitosa algazara cantando y riéndose todos a un tiempo, como
quienes habían trabajado sin cesar toda la semana. Apenas botaron la
yerba en la pila, se dirigió el más viejo y ladino de ellos a la casa de
vivienda, mientras los otros se quedaron aguardándolo, hechos un montón,
a corta distancia. Venía a pedir licencia para que en señal de haber llegado
aquel día los amos los dejasen bailar tambor. Poco después tomó el viejo
adonde los otros, en cuya repentina vocería y carreras hacia los bohíos
bien se demostró que había alcanzado éxito favorable la solicitud. No
fue menester más para que yo, que me divierto tanto en observar estas
cosas, siempre nuevas para quien viene de la ciudad al campo, saliese
inmediatamente detrás de la negrada encaminándome también a los bohíos.
Cuando llegué ya se habían sacado los tambores a un pequeño limpio
circular y pelado de yerba, ciertamente con el roce continuo de los pies;
me escondí detrás de un árbol, porque en habiendo algún blanco delante,
los negros se avergüenzan y ni cantan ni bailan; y desde allí pude
observarlos a mi sabor.
Dos negros mozos cogieron los tambores, y sin calentarlos siquiera co­
menzaron a llamar, Ínterin los demás encendían en el suelo una candela
con paja seca o bailaban cada cual por su lado. [...] ¿Y qué figuras hacían
los bailadores? Siempre ajustados los movimientos a los varios compases
del tambor, ora trazaban círculos, la cabeza a un lado, meneando los
brazos, la mujer tras del hombre, el hombre tras de la mujer; ora bailaban

28
uno enfrente de otro, ya acercándose, ya huyéndose; ora se ponían a virar,
es decir, a dar una vuelta rápidamente sobre un pie, y luego, al volverse
de cara, abrían los brazos y los extendían, y saltaban sacando el vientre.
[...] ¡Qué bulla, qué gritería, qué desorden am igo mío! Ya he dicho que
sólo dos bailaban en medio; pero ¿quién contiene a los negros de nación
y a los criollos que con ellos viven, en oyendo tocar tambor? A sí es que
por brincar se salían m uchos de la fila, y aparte de todos, com o unos
locos, mataban su deseo hasta m ás no poder, hasta que bañados de sudor
y relucientes com o si los hubiesen barnizado, hijadeando, casi faltos de
resuello, se incorporaban nuevamente en la fila (pp. 198-9).

La escena proto-etnogrática se construye en torno a la figura de


un sujeto que mira, un voyeur que, invisible para los negros, enfatiza
su distancia del campo observado. ¿Qué pulsión m oviliza la cu­
riosidad del voyeur, qué relato construye sobre su escena primaria?15
Ahí se inscribe una de las posiciones básicas desde donde se articulan
los discursos sobre el negro en Cuba, más allá del archivo anties­
clavista, por lo menos hasta la etapa crim inológica de Fernando
Ortiz en El h am p a afro-cubana, y su dialogante novelístico, Ecue-
Y am ba-O de Carpentieri el lugar del intelectual como espía e intérprete
de los movimientos de un cuerpo enigmático que el discurso marca
con ciertos rasgos diferenciales específicos -raciales, lingüísticos,
morales-, y la representación de la expresividad de los esclavos
como efecto de una actividad secreta: el “incomprensible guirigay”
de los esclavos, que el destinatario urbano no comprende, y que
debía ser descifrado y depurado por la traducción que ofrece el
m ediador curioso.
Esa posición privilegiada se inscribe mediante el recorte de un
campo muy reducido de visibilidad con límites precisos: el pequeño
círculo pelado de yerba donde bailan los esclavos. El rigor del
recorte que impone la mirada de quien permanece escondido contrasta
con la energía, el movimiento desbordante, que el voyeur le atribuye
a los negros. En contrapunto con el rigor -y la lengua misma- del
que vigila, esa energía desordenada y ruidosa figura ahí como un
fenómeno estrictamente físico, irracional y desarticulado, ligado al
deseo y a la amoralidad casi animal de los cueipos danzantes. En
otras zonas de los discursos sobre el cuerpo, en el proyecto de
regulación del espacio urbano en la M em oria so b re la vagancia
en C u b a de Saco, por ejemplo, o en el peso de la mirada taxonómica,

29
jerarquizante, del narrador en Cecilia de Villaverde, constataríamos
la relación mucho más elaborada entre el poder de esa visibilidad
y la voluntad disciplinaria anticipada por la breve escena. Y por
el reverso de esa distancia vigilante, comprobamos tam bién una
paradoja que tanto Saco como Hegel no cesaron de enfatizar: la
reificación del esclavo en el lugar del cuerpo -en el lugar del trabajo,
del fundamento productivo de la sociedad, de la alimentación, de
la sexualidad y de la reproducción misma- genera, para esa mente
que se distancia del cuerpo, la dependencia (y el deseo) del objeto
mismo de su abyección. Es la paradoja del voyeitr -el que sólo puede
m irar-'que en el caso de Cecilia, por ejemplo, se exaspera en la
ambivalente atracción del narrador por los signos de una sexualidad
que, según la lógica misma de la novela, fomenta el mestizaje y
deshace así la posibilidad de una nación que debía ser fundada,
según el discurso autorial, sobre la base de categorías puras de
identidad racial16.
Ante la barbarie de los cuerpos cobra espesor la moralidad, la
racionalidad, la lengua y la blancura del que los representa. Y algo
más: en el llamado al destinatario, “mi amigo”, lector de un periódico
urbano, se cristaliza otra identificación cuya fam iliaridad -im agi­
naria- es el reverso mismo de la extrañeza enfática del voyeur ante
los cuerpos negros espiados. “Mira, mamá, un negro”, recordaba
Fanón17, señalando cómo la designación, en ese esquema diferencial

16. En buena m edida, la inscripción de la mirada sobre el cuerpo del otro en los discursos
disciplinarios del abolicionism o, lejos de proponer un m odelo de "m estizaje" com o solución a la
heterogeneidad racial, se encuentra motivada por las fantasías fóbicas de "contagio" y "contam ina­
c ió n ” . Tales fobias son centrales al proceso del "im agining" nacional y se cristalizan en una notable
tropología de la pureza que asim ism o sobredeterm ina la representación de la diversidad lingüística
en las form as del discurso referido en las novelas. .Sin em bargo, la retórica de la pureza y del
contagio no fue estrictam ente una invención literaria; remite más bien a las representaciones del
cu erp o y la transm isión articuladas por el discurso higiénico que cobra un papel fundam ental en la
producción de categorías de límites y territorialidad para la nación futura, particularm ente después
de la desastrosa epidem ia del cólera que azotó a Cuba en 1833 (precisam ente en la etapa inaugural
del abolicionism o). Saco, entre otros, escribió sobre la epidem ia, que para m uchos había sido traída
a la Isla por esclavos africanos. Sobre las representaciones de la epidem ia de 1833 en La Habana,
ver J. R am os, "A C itizen-B ody. C holera in Iiuvana (1833)", que aparecerá próxim am ente en
D ispositio. Significativam ente, tanto en los manuales de higiene com o en las novelas del período, la
nodriza es una figura clave de contacto y com unicación entre las castas. En general se pensaba, hasta
bien entrado el siglo XX, que las nodrizas negras o mulatas no sólo transmitían enferm edades físicas
a los niños de la élite criolla, sino que tam bién com unicaban vicios morales y sicológicos. Las
nodrizas tam bién enseñaban la lengua a los niños de la élite: de ahí que el discurso sobre la leche
-sobre la m ala leche- frecuentem ente se deslice en m etáforas sobre la contam inación lingüística.
S obre la im portancia de las m etáforas de pureza y contam inación en el proceso de construcción de
las categorías de límites y territorialidad que fundam entan los discursos de la identidad social, ver el
estudio clásico de Mary Douglas. Purity and D anger (New York: Frederick A. Praeger. 1966).
S o b re el p oder sim bólico de la higiene, ver tam bién G eorges Vigarello. Le propre t t le sale.
L’h ygién e du corps depuis le M oyen Age (París: Editions du Seuil. 1985); y D om inique Laporte,
H istoria de la m ierda, trad. N. Pérez de Lara (Valencia: Pre textos, 1980).
17. Franz Fanón, Black Skin, YVliile M asks (1952). Charles Lam M arkman, trad. (New York:
G rove W eidenfeld), pp. 111-2.

30
en que se inscriben (y se distorsionan) el cuerpo y la lengua del
negro, con el m ism o m ovim iento de su fobia hace posible la
identificación, el “imagining” familiar. Tal vez ahí radique uno de
los problemas claves de las hipótesis de Benedict Anderson sobre
el nacionalismo como una construcción de alianzas paiticipatorias18.
Las alianzas -como la del narrador en nuestra escena con el lector
del periódico- implican la agonística subyacente, digamos, de una
violencia fundatriz, las pugnas irreductibles que la “com unidad”
intenta sublimar, y de las cuales la lógica misma del “imagining”
com unitario, por supuesto, no puede dar cuenta.
Ahora bien: es notable cómo la reescritura de la escena etno­
gráfica en la novela de Suárez y Romero, Francisco o las delicias
del cam po, boira el lugar del que espía en la crónica y desplaza
la perspectiva a un narrador om nisciente. Por el reverso de esa
elisión, correlativamente la novela suple una nueva posición a la
escena, muy reveladora en térm inos de nuestra pregunta por la
subjetividad. El protagonista, Francisco, esclavo doméstico, letrado
como Sab en la novela de Gertrudis Gómez de Avellaneda, y desterrado
al ingenio por castigo, observa los cueipos danzantes de los otros
esclavos desde una distancia casi simétrica a la del voyeur en la
escena etnográfica: “Sólo Francisco no se mezclaba en tales rego­
cijos; sentado sobre un trozo de madera, junto a la fogata, con­
templaba tristemente aquel cuadro bullicioso [...]” (p, 111). La simetría
entre la perspectiva de Francisco y la del voyeur corrobora algo
que sugerimos antes: el sitio de la subjetividad se traza, en el don
de la lengua, como efecto de un distanciamiento del lugar del cueipo
que así constituye al personaje como un individuo autorreflexivo
y contem plativo.
Esa es, por cierto, la misma trayectoria del esclavo Juan Francisco
Manzano, quien insistentem ente en su A utobiografía evita desde
pequeño el “roce” con los cueipos de los otros esclavos; el gesto
del esclavo pudoroso que intenta, en la insistencia del baño o en
el reconocimiento de la función individualizadora de la ropa, cubrir
y controlar su propia corporalidad -objeto constitutivo del poder
del amo- y reconoce, con aguda lucidez, que la escritura consignaba
el poder -hasta entonces reservado al amo- de situar al sujeto fuera
o por encima del cueipo doliente y explotado, incluso el propio.
Escribir, asumir el discurso -y con él inscribirse en las categorías
de una subjetividad definida por el amo- era para Manzano escribir

.31
f:

sobre el cuerpo, pero evidentemente no en una escena festiva de


reencuentro con la corporalidad, como quem a hacernos pensar cierto
procedimiento estereotipificador, muy actual, que identifica la escritura
subalterna con un saber idealizado, fundado en la experiencia
inmediata de la corporalidad. En cambio, para Manzano, como para
Francisco, quien también era “Pico de Oro”, según se autonominaba
el autobiógrafo, entrar a la economía del discurso, de la gramática
y la representación presuponía un distanciam iento enfático de la
corporalidad, un salto, muy incómodo y contradictorio, sin duda,
al lugar aparentemente incorpóreo de la escritura, del espíritu, del
ojo distante que sólo puede mirar y representar19.
En la lógica de la novela de Suárez y Romero, esa distancia hace
posible la humanidad y el heroísmo de Francisco, cuya elocuencia
y racionalidad, recalcadas por el narrador a lo largo del relato, lo
convierten en el lím ite de una humanidad reconstituida, negadora,
está claro, del suplicio y la tortura del régim en anterior, pero
igualmente rigurosa y disciplinaria en su trabajo sobre el cueipo,
en su política fundada en la identificación, en la interpelación al
habla y en la autocontem plación.

III

Conviene retomar ahora, para concluir, la hipótesis sobre la relación


entre el proyecto de la lengua nacional y la novela que planteamos
al inicio de este trabajo, y preguntarnos: ¿había algo específico en
la lógica del género, en su retórica y modos de representación, que
predisponían la novela a proyectar las categorías de la nación futura?
Sin recurrir a homologías, a un paralelo entre el “interior” de las
relaciones actanciales y el “exterior” de los grupos que buscaban
conjugar el “imagining” nacional, por ejemplo, creo que sería posible
replantear el papel político de la ficción en términos de los materiales
mism os con que trabaja el género. Materiales que para la novela
son irred u ctib lem en te d iscu rsiv o s, procesados y jerarq u izad o s
mediante las formas de representación del discurso. Particularmente
en las zonas latinoamericanas donde la heterogeneidad etno-lingüís-
tica configuraba una de las contradicciones básicas de la nación,

19. P or otro lado, ¿cóm o m arca el cueipo del esclavo la supuesta incorporeidad de la escritura?
Si bien es cierto que M anzano llega a la escritura m ediante un estratégico proceso m im ético,
apropiando la letra del amo, su m im etism o som ete la "esencia" del am o -el espíritu de su ley y su
escritura- a una duplicación que sitúa la escritura en el lugar del objeto representado (el cuerpo) y
la vacía, en consecuencia, de su reclam o universalista o esencial. Para M anzano la letra cesa de ser
espíritu, se convierte en m ateria som etible al uso, a la práctica, a la tem poralidad. Esta lectura de
M anzano se desarrolla en el capítulo "La ley es otrtr. literatura y constitución del sujeto jurídico" en
este volum en.

32
la novela, decíamos, armó una especie de taller donde la emergente
racionalidad estatal -que buscaba cristalizarse en la estructura de
la lengua nacional- exploraba las posibles articulaciones entre las
diferentes “palabras” o discursos, dialectos, lenguas, jergas de grupos,
que pugnaban en el campo intensamente conflictivo de la m ulti­
plicidad etno-lingüística. Si la heterogeneidad lingüística era una
de las zonas que la hipóstasis nacional debía condensar, entonces
no es casual que la novela, por la heteroglosia en la constitución
de la form a misma del género, cumpliera un papel clave. Como
señala Bajtin:

La novela puede definirse com o una diversidad de instancias discursivas


(a veces incluso diversidad de lenguas) y una diversidad de v oces in ­
dividuales, organizadas artísticamente. La estratificación interna de cual­
quier lengua nacional en sociolectos, discursos distintivos del com por­
tamiento particular de grupos, en jergas profesionales, en géneros, dis­
cursos generacionales, lenguajes tendenciosos o ideológicos, lenguas de
las autoridades que rigen en los diferentes círculos y de las modas, lenguas
que trabajan según las necesidades políticas del m om ento (pues cada día
tiene su consigna, su vocabulario, sus acentos) -tal estratificación de la
lengua presente en toda lengua nacional en cada m om ento de su ex is­
tencia histórica-, es el prerrequisito indispensable de la novela com o
género. La novela es una orquestación de tal heterogeneidad, la totalidad
del mundo de los objetos y las ideas proyectadas y expresadas en él,
m ediante la diversidad social de tipos discursivos y mediante la d ife­
renciación de voces individuales que florecen bajo tales condiciones20.

Aunque Bajtin reconoce el impulso totalizador, condensador, que


puede cumplir la “orquestación artística” en el trabajo con la diversidad
de los m ateriales que atraviesan la lengua nacional, su enfática
voluntad populista tiende a proyectar la heteroglosia, la m ultipli­
cidad de voces en el discurso novelístico, como un proceso nive­
lador en el que cada frase o tipo de habla, y las ideologías im ­
pregnadas en su forma, parecerían compartir dialógicamente el espacio
de la representación. El concepto del diálogo en Bajtin tiende así
a borrar las constricciones institucionales, las jerarquías que regulan
el contacto entre los diferentes discursos en la novela. Esa obli­
teración le im pide a Bajtin explicitar la posible tendencia a la
hegemonía que estimula el proceso de “orquestación”. La metáfora
musical otorga prioridad a una armonía polifónica, borrando, así,
la disonancia y la guerra entre discursos, palabras, acentos y

20. M. Bakhtin, "D iscourse in the Novel", en Tlio Dialogic Iniag in atio n . op. cit., pp. 262-3. La
traducción es del autor.

33
autoridades que pugnan por centralizar la lógica del sentido en la
novela.
En términos del caso específico de la ficción antiesclavista cubana,
la novela le proveía a la sociedad un mapa de la heterogeneidad
lingüística, pero no meramente dialógico o desjerarquizado: en la
representación de tal heterogeneidad la novela impone un tipo de
orden, una economía del sentido que, como señala Juan Gelpí en
el caso de Cecilia, valora y jerarquiza los materiales con que trabaja21.
Por otro lado, ¿qué orden puede fundar una novela? Si bien el
prim er movimiento del análisis busca explicitar, en las formas de
la representación del discurso, los modelos de orden que la eco­
nomía autorial impone sobre la heterogeneidad lingüística, un segundo
movimiento, más atento a las contradicciones internas y a los deslices
del propio discurso fundador, intentaría demostrar cómo la hibridez
constitutiva de la novela, su lógica de permanentes desplazamientos
y equívocos (tematizada, con notable ansiedad, en el texto clave
de Villaverde en la figura misma de la mulata Cecilia, “vagabunda”
y “peregrina”) deshace la posibilidad de la jerarquización, minando,
sobre todo, cualquier categoría de pureza. Antesala de la ley, la
ficción configuraba para el proyecto fundador un suplem ento tan
necesario como peligroso, porque insistentemente le abría espacio
-a pesar del propio discurso autorial, fundacional- a restos impro-
cesables p o r las redes de la simbolización.
No dudamos, entonces, de la función mediadora y del impulso
alegórico que Doris Sommer con lucidez le asigna a las “ficciones
fundacionales” del siglo XIX22. Sin embargo, habría aún que insistir
en cierto aspecto de la ficción que corroe la voluntad unificadora
y deshace, desde el interior de la formación misma de la novela,
el cuadro de sus jerarquías.
Si el proyecto nacional, desde la escena originaria de la inter­
pelación de Manzano, requería la incorporación del habla del otro,
su subjetivación, en el cuadro de la lengua y del orden simbólico
moderno ahora conviene leer, para concluir, una escena de Cecilia
donde la ficción representa los lím ites y la im posibilidad de tal
incorporación.
Se trata de un par de capítulos en la segunda parte de la novela,
cuando la fam ilia Gam boa visita el ingenio de su propiedad y
confronta la fuga de varios esclavos. Contada, como tantas partes
del relato, en un registro legal, la escena del retorno de los esclavos

34
cimarrones al ingenio y las declaraciones que siguen tematizan las
condiciones mismas del testim onio en tanto ejercicio de incorpo­
ración y subjetivación que moviliza y autoriza el discurso anties­
clavista. Leonardo Gamboa, hijo de los propietarios, le exige a Pedro
Carabalí, uno de los cimarrones, una confesión e información sobre
el paradero de los otros cimarrones. Pedro Carabalí responde riendo.
Luego de su regreso voluntario al ingenio, otra de las cimarronas,
Tomasa, también es interpelada a declarar, pero a pesar de la tortura
se “muerde los labios”. Tras más suplicios, Pedro Carabalí, mutilado,
es llevado a la enfermería del ingenio, donde la enfermera, la mulata
M aría de Regla, cuenta lo siguiente:

Pedro, desde que le pusieron en el cepo, se negó a com er y hablar. [Y


luego de escuchar los latigazos que le pegaban a sus com pañeros cim a­
rrones] le entró una especie de furia. Murmuraba en su lengua palabras
que yo no entendía. Parecía loco. [...]. Estoy persuadida que si hubiera
podido hace añicos el cepo. Le cogí miedo. [...]. Me asom é a la ventana
para ver el baile de tambor por un instante, cuando sentí que Pedro se
m ovía, volví la cara y noté que se andaba en la boca con los dedos. N o
pensé nada malo, pero hizo un m ovim iento cual si le entrasen náuseas.
Corrí a su lado. Acababa de sacarse los dedos de la boca, apretaba los
dientes y procuraba agarrarse de la tarima con las dos manos. Entonces
le entraron convulsiones. Me dio horror, mandé llamar al m édico y sin
saber cóm o ni cuándo se me quedó muerto entre los brazos. [...]23.

“En pocas palabras [...], dice el médico, el negro se ha tragado


la lengua”24. Si la novela antiesclavista, desde el F rancisco, de
Suárez y Romero, proyectaba la incorporación del esclavo silencioso
al espacio racionalizado, adm inistrado, de la lengua nacional,
entonces podem os leer la escena del suicidio de Pedro Carabalí
como la representación, en la novela misma, de las aporías con­
frontadas por la agenda alegórica; es decir, como una figuración
de las tensiones irreductibles confrontadas por el proyecto nove­
lístico “fundacional”. Carabalí -que en Cuba era sinónimo de esclavo
rebelde y hasta antropófago, según los temores del amo- decide
tragarse la lengua, su lengua materna, antes de entrar a las nego­
ciaciones y a las alianzas del intercambio testimonial. Carabalí, en
esa escena, marca el límite del género: es la figuración del anti­
testimonio. Su silencio fractura irreparablemente la alegoría nacional.
3
LA LE Y ES OTRA:
LITERATURA Y CONSTITUCIÓN DEL SUJETO JURÍDICO*

MARÍA ANTONIA MANDINGA EN EL ARCHIVO DE LA LEY

De entrada me sitúo en el archivo de un letrado cubano del siglo


XIX, Antonio Bachiller y Morales, donde se encuentra el extraor­
dinario relato de M aría Antonia M andinga ante la ley1:
Hacia fines del siglo XVIII, el corsario francés El Hijo de la Patria
intercepta y captura un bergantín británico que navegaba rumbo
a Jamaica con un cargamento de más de cien esclavos. En esa época
de tensiones entre Inglaterra y España, era común que los corsarios
operaran un cortocircuito en el tráfico del Caribe, en vista de que
suplían una fuente barata de esclavos para los negreros cubanos
quienes, con el contrabando, se ahorraban los costosos y peligrosos
viajes a la costa occidental del continente africano. El Hijo de la
Patria lleva los esclavos al Cayo Blanco, cerca de la costa de
Trinidad, ciudad al sur de Cuba, donde un comerciante de origen
vasco, José Irarragori, transborda los bozales y los lleva a la Isla
en la goleta Nuestra Señora del Carmen2.

‘ Presenté la prim era versión de este trabajo en el sim posio sobre “Literatura y cultura latinoa­
m ericanas del siglo X IX ” dedicado a A ngel Rama en Caracas en octubre de 1993, agradezco la
invitación de Beatriz G onzález y Javier Lasarte. La prim era parte del título, "La ley es otra” , cita
el título de un disco de la banda de rock uruguaya Los Estómagos. Una versión anterior del trabajo
se p ublicó en la R e v ista d e C rític a L ite r a r ia L a tin o a m e ric a n a , X X , 40, pp. 305-35.

1. "E xtracto del alegato y del dictam en fiscal del Tribunal S uperior en los autos prom ovi­
dos p o r M aría A n to n ia P arda co n tra M aría L eocadia T rim iño re c la m a n d o su lib erta d ” (en
adelante nos referirem os al "E xtracto del alegato”). El texto se encuentra entre los papeles de
Bachiller y M orales en la Sala Cubana de la Biblioteca Nacional José Martí, en La Habana. Mi
p ro fu n d o ag radecim iento a los encargados de la Sala y a los investigadores de la Biblioteca,
especialm ente A raceli G arcía C arranza y Zoila L apique. El historiador C arlos Venegas Fornias
me estim uló a que siguiera las pistas del pleito de María Antonia y orientó mi búsqueda en el
A rchivo N acional. D ejo tam bién constancia del apoyo de la Social Science R esearch Council,
cu y a b eca en el o toño de 1993 me perm itió concluir esta parte de mi investigación sobre el
s ig lo X IX c u b a n o en la B ib lio teca, en el A rchivo N acional y en el A rchivo M u n icip al de
T rin id ad .
2. Los detalles de la expedición y el contrabando se encuentran en el Archivo Nacional de Cuba,
Fondo de la Junta de Fom ento de la Isla de Cuba, N egociado de Negros, expediente 363, legajo 150,
núm ero 7406 (JF , 363, en adelante).

37
Hasta el Congreso de Viena de 1815 y el consiguiente pacto de
Fem ando VII con Gran Bretaña en 1817, la trata internacional de
esclavos era legal3. La acción contra la propiedad de un país enemigo
tam poco transgredía ninguna ley. Sin embargo, Irarragori había
introducido a los bozales en Cuba sin consentimiento oficial. El
Gobierno Supremo interviene desde La Habana en 1800, exigién­
dole al negrero y conocido agente de corsarios una notable indem­
nización para los propietarios que ya habían comprado a los afri­
canos. El Gobierno además decreta, en una movida poco común
para la época, la libertad de los 94 bozales que habían sobrevivido
a la travesía y al contrabando.
Las artimañas narrativas que Irarragori despliega en su defensa
merecen una historia aparte4. El Oidor Síndico de la apelación fue
nada menos que Francisco de Arango y Parreño -letrado e ideólogo
clave de la emergente sacarocracia, y ya para esos años uno de
los promotores principales de la esclavitud en Cuba5-. Al explicar
su decisión, Arango insiste en la necesidad de aumentar la entrada
de esclavos a un “país de corta población y comercio” (JF , exp.
363), pero a su vez, bajo las presiones de las reformas adminis­
trativas de los Borbones, recalca la im portancia de los controles
oficiales en la pugna contra la piratería y el contrabando.
Entre los bozales contrabandeados por el corsario se encontraba
una niña de origen mandinga que sería bautizada con el nombre
de María Antonia. Seguramente por su corta edad, Irarragori mantiene
a la joven esclava entre su servidumbre, pero pronto la regala a
Tomás Pardo Osorio -Oficial Segundo de la Marina y Ministro de
Matrículas de la Provincia de Trinidad-. Pardo y Osorio cede a la
jo v en esclava en donación a Rafaela Jim énez y Fernández, otra
notable propietaria y esclavista de Trinidad, quien a su vez la vende

3. Las referencias básicas a la legislación esclavista vigente en la Cuba colonial se encuentran


en José M aría Zam ora y Coronado, Biblioteca de legislación ultramarina en forma de dicciona­
rio alfabético (Madrid: Im prenta de J. Martín Alegría, 1845), tom o III.
4. A sí declara el representante de Irarragori en La H abana ante la Junta de G obierno presidida
p o r el M arqués de Som eruelos, G obernador y Capitán G eneral: "Fue pues el caso éste: Celebrando
los franceses en uno de los días después de dicho apresam iento [del bergantín inglés] cierto festín, se
excedieron en la gula, y acalorados con los [ilegible] de ella se descuidaron en la custodia de los
negros; quienes valiéndose de la ocasión abrieron la escotilla de la bodega del barco apresado,
sacaron aguardiente, bacalao y demás com estibles, y de consiguiente incurrieron en el propio exceso
de la gula en térm inos que rom piendo el [ilegible] que dividía los sexos, se m ezclaron unos con otros.
Luego que los franceses notaron este desorden, em pezaron a descargar sobre los negros con la mayor
furia, golpes con palos, sables, y con cuanto encontraban a mano, resueltos a acabarlos y a echarlos
al mar, com o lo ejecutaron con uno. que lo arrojaron vivo, el mismo que [ilegible] de la guerra
presentada. Viendo Irarragori la trágica suerte que iban a experim entar los negros, se com padeció
sobre m anera; y así com o por un efecto de hum anidad había interpuesto desde el apresam iento sus
ruegos con el capitán del Corsario [intervino para salvar a los negros, venciendo a los franceses]”
(JF, exp. 363).
5. Véase Francisco de A rango y Parreño, O bras (La Habana: Ministerio de Educación, 1952).
A ños después A rango se declararía en contra de la esclavitud.

38
a María Leocadia Trimiño. Considerándola su esclava, Trimiño lleva
a María Antonia Mandinga, ya adolescente, a su pequeña hacienda
en Matagaña -en el Partido de Cumanayagua- cerca de la Villa de
Cienfuegos.
No se sabe cómo llega María Antonia a contar su historia y a
exigir la libertad en las cortes de Trinidad en 1815. Para la joven
africana la travesía a Trinidad ha de haber sido ardua. Resulta casi
imposible imaginarla entrando en la abigarrada red de la burocracia
colonial, entre síndicos y escribanos, pidiendo representación.
Imposible, en el archivo de la ley, imaginar su palabra, aún marcada
por la inflexión de la lengua materna, resonando en el complejo
circuito de los enunciados y las sentencias del aparato judicial. En
efecto: ¿Cómo se habla ante la ley? ¿A quién le cuenta la esclava
su relato? Ante las normas -no meramente protocolares, por cierto-
que regulan la producción de la verdad jurídica, ¿cuál era el estatuto
de la palabra de una mujer esclava? ¿Cuál podía ser el efecto de
una verdad contada por un no-sujeto6? Y más aún: ¿Cóm o se
reconstruye ese relato, las marcas ilegibles de una voz silenciada
por el peso.de las fórmulas, entre papeles carcomidos y expedientes
judiciales ya hoy en su mayoría inexistentes, acaso destruidos por
el fuego durante una guerra futura que María Antonia no pudo haber
previsto? ¿Qué provoca la búsqueda, los pasos del arqueólogo que
se introduce en el archivo de la ley, para leer allí, a contrapelo del
aparato ju dicial, aquello que la ley m ism a con su peso borra?
Imposible imaginar el registro de su voz. Pero acaso no lo sea trazar
el mapa de los canales abigarrados por donde circuló su historia,
las condiciones de la borradura de su voz, la elisión violenta de
su presencia ante la ley. Por ahora digamos que se trata de una

6. N o -sujeto con respecto a las categorías del derecho de la persona en el orden ju ríd ico
esclavista. Esto no significa, por supuesto, que María Antonia no tuviera identidad. Jurídicam ente,
sin em bargo, su existencia se definía aún principalm ente com o el objeto de la propiedad del am o,
com o un "objeto legal” . La legislación esclavista colonial se basaba en la tradición de L as Siete
P a r tid a s de A lfonso El Sabio que, sin im pedir la esclavitud, la concebía “contra razón de natura” ,
y le garantizaba al esclavo ciertos derechos básicos de seguridad física e incluso propiedad (pp. 57-
85). Véase tam bién J. A. Doerig, "La situación de los esclavos a partir de L as S iete P a rtid a s de
A lfonso El Sabio” , Folia H um anística, IV: 4 0(1966), pp. 377-361. También es im portante notar que
desde fines de siglo X VIII los debates sobre el estatuto jurídico del esclavo establecían una distinción
fundam ental entre el derecho del am o sobre su propiedad, por un lado, y el derecho natural del
esclavo, por el otro. Ese debate abre una fisura clave en la categoría del sujeto, su relación con el
cuerpo y la propiedad. El debate registra la inestabilidad interna en el orden jurídico que hace posible
una disputa com o la de María Antonia. El debate recorrerá luego tanto los reclam os abolicionistas
com o las defensas de la esclavitud hasta la abolición en 1S86. Todavía la C ondesa de Merlín
reinscribe la posición esclavista en Los esclavos en las colonias esp añ o las (M adrid: Im prenta de
Alegría y Charlain, 1841): "Si la trata es un abuso insultante de la fuerza, un atentado contra el
derecho natural, la em ancipación sería una violación de la propiedad, de los derechos adquiridos y
consagrados por las leyes, un verdadero despojo" (p. 2). Para una reflexión sobre los debates en torno
al derecho natural en la historia de la filosofía del derecho, véase Ernst Bloch, N a tu ra l L aw and
H u m an D ignity, D. J. Schmklt. trad. (Cambridge: The M1T Press, 1987).

39
disputa que nos permite reflexionar sobre las condiciones que hacen
posible la emergencia de un nuevo sujeto jurídico y sobre los modos
mediante los cuales una institución reajusta sus límites -su relación
con la violencia y la legitimidad-.
En corte, María Antonia reclama su libertad argumentando que
el G obierno Suprem o la había decretado libre en 1800, cuando
emancipó a todos los bozales contrabandeados por el corsario francés
y el negrero Irarragori. Trimiño responde que María Antonia ya se
encontraba en Trinidad antes del incidente del contrabando y que,
por lo tanto, “sólo tenía [la esclava] que probar su procedencia para
obtener la gracia” (“Extracto del alegato”). En representación de
M aría Antonia, el Síndico Procurador interpela el testim onio de
varios de los bozales capturados del bergantín británico7. Los africanos
libertos declaran que María Antonia había formado paite del grupo
contrabandeado por el corsario. Pero ¿cuál podía ser el crédito de
esos testigos recién llegados de Á frica, de m ínim a -si alguna-
educación, y seguramente lim itados en el manejo de la lengua8?

7. En el orden colonial, los prim eros pasos hacia la representación jurídica de los esclavos se
dieron m ediante la intervención de este funcionario: "El Síndico Procurador de un pueblo es el
constituido protector de ESCLAVOS [sicj. Debe ejercer tan noble encargo con la prudencia nece­
saria que concilie los justos derechos de los am os, y el deber del trato suave, racional y cristiano, que
recom iendan nuestras leyes se dispense a los siervos, y con que efectivam ente se les considera, hasta
m erecer por ello de los extrangeros m uy distinguidos, elogios a la sabiduría de la legislación
española. En el ejercicio de esta protección desem peña una especie de magistratura de avenencia,
m uy saludable para cortar el vuelo a pretensiones y dem andas muchas veces tem erarias e hijas de
estúpida ignorancia, y persuadir en otras a los dueños (con discreta reserva y el debido m iram iento
á que no se m enoscaben sus fueros dom inicos), los acom odam ientos que dicten la razón y justicia de
cada caso, sin consentir por sentado, se les m antenga privados del servicio de sus esclavos a presto
de quejas, más que el tiem po debido para la averiguación o giro, que haya de recibir el negocio. [...].
N o habiendo conform idad se ocurre al tribunal de justicia a ventilar la cuestión judicialm ente pero
con la sencillez de trám ites repetidam ente encargada para sem ejantes dem andas, en que de avenidor
p asa el síndico a ser un verdadero representante del esclavo en su concepto justam ente querelloso” .
Z am ora y Coronado, B iblioteca de legislación u ltra m a rin a (tomo VI, 1846), p. 463. La represen­
tación de los esclavos m ediante la intervención del Síndico Procurador cobraría m ás im portancia en
la segunda m itad del siglo XIX. V éase Bienvenido Cano y Federico Zalba, El libro de los síndicos
d e A y u n tam ien to y d e la s J u n ta s P ro te c to ra s de lib e rto s (rec o p ilac ió n cro n o ló g ica de las
disposiciones legales a que deben su je ta rse los actos de unos y o tro s) (La Habana: Im prenta del
G obierno y Capitanía G eneral, 1875).
8. Hasta bien entrado el siglo XIX, el orden jurídico m antuvo una relación fundam ental con el
orden gram atical y lingüístico: hablar bien era una de las condiciones para la enunciación de la
verdad jurídica; de ahí, por el reverso de la trama, la insistencia en el mal decir com o marca de la
delincuencia. La producción y distribución de la verdad estaba regulada por la econom ía de una
len g u a adm inistrada que cristalizaba, en la disposición del orden gram atical, el m odelo de la
racionalidad y la moral pública. En ese sentido, son reveladores los debates sobre la educación
gram atical entre los m iem bros de la Sociedad Patriótica de La Habana (luego Sociedad Económ ica
de A m igos del País) desde 1796 (ver José Agustín Caballero, P apeles inéditos, entre los m anuscritos
recopilados por Vidal y M orales, en la Sala Cubana de la Biblioteca Nacional). También en los
escritos de Andrés Bello aparecen num erosos ejem plos de la im portancia de la corrección gram atical
com o condición de la ciudadanía y la moral pública. E xploro este tema con más detenim iento en
“Faceless Tongues: L anguage and Citizenship in Nineteenth-Century Latín Am erica” , en Angelika
Bam m er, ed., D isplaccinents: C u ltu ra l Identities in Q ueslion (Indiana University Press, 1994);
y en "El don de la lengua" en este volumen.

40
Dada la complejidad del caso y la desigualdad de la autoridad
de los sujetos en disputa, no es sorprendente que la Corte de Trinidad
postergara indefinidamente el juicio hasta la muerte de la supuesta
ama y de la misma María Antonia, quien nunca obtendría su libertad.
Trimiño declara en su Testamento unos años antes de su muerte
en 1823:

D eclaro por m is bienes ocho piezas de esclavos, nombrados el primero


Pablo José Criollo, María Antonia Carta Mandinga, Ma. Ignacia, Ma.
Gregoria, Francisco, Joaquina y Cirilo; previniendo que la referida negra
María Antonia hace tiempo de cinco años que está presentada ante las
R eales Justicias de Trinidad alegando que es libre; y com o quiera que
no se ha acabado de decidir este [litigio]; porque los pleitos no se pueden
continuar con prontitud hago presente a mis albaceas y herederos que
lu ego que sea vencido este obstáculo, y la declare la Justicia por ser m i
legítim a esclava, serán partibles dichos esclavos, aquellos que son hijos
de la referida negra María Antonia entre m is legítim os herederos9.

Pero el relato de la disputa no concluye ahí. María Antonia tuvo


por lo menos dos hijos, y uno de ellos -nombrado Juan Lorenzo-
perm aneció esclavizado en la hacienda heredada por los hijos de
Trimiño en Cumanayagua. En 1846 Juan Lorenzo lleva nuevamente
el caso ante los tribunales de Trinidad. Sustanciada la causa, el
tribunal dispone que “el negro Juan Lorenzo acudiese a los autos
prom ovidos por su madre para reclam ar su libertad porque del
resultado de aquéllos sería consecuencia forzosa la suya” (“Extracto
del alegato”). En 1857 el Alcalde Mayor de Trinidad declara sen­
tencia favoreciendo a los herederos de Trimiño. Pero Juan Lorenzo
apela el caso y varios años después obtiene su libertad.
Juan Lorenzo no presentó evidencia nueva a su favor. La variable
que decide la resolución de la disputa más bien tuvo que ver con
la transformación del estatuto del testimonio de los bozales, “testigos
que aunque negros -escribe el abogado que somete el extracto del
caso a Bachiller y Morales hacia fines de 1860- no son indignos
de crédito”. En efecto, en el interior de los modelos hermenéuticos
del aparato judicial se operaba una alteración, un desliz mínimo
y acaso aún sin grandes efectos en otros campos del tejido social.
Sin em bargo, esa m ínim a alteración registraba una sintom ática
reubicación de la ley ante la palabra dicha por un esclavo.

41
Es evidente que no podemos hablar ahí, más de una década antes
de la Ley Moret de 1870, que prepara el terreno jurídico para los
cambios que instituye la abolición de la esclavitud en 188610 de
una instancia de morfogénesis institucional. La noción de morfo­
génesis, incluso en sus versiones más complejas -como en el modelo
de la teoría de la catástrofe de Rene Thom 11- sólo piensa el cambio
en función de variables sistémicas que afectan la estructura de un
orden en su totalidad. Sin duda, la variación en el orden jurídico-
simbólico registrada por la decisión de la corte en el caso de Juan
Lorenzo es mímina, y al parecer no trastoca el sistema de los derechos
-sobre todo la noción del esclavo como propiedad del amo- cons­
titutivo del orden esclavista. Sin embargo, esa mímima variación
está preñada, como diría Bloch, de los presupuestos aún no for­
malizados, no categorizables, de una normatividad futura12. Y ello
nos permite preguntarnos sobre la energía que presiona para trans­
form ar los lím ites de la institución, abriendo una “zona de con­
tacto”13 entre dos o más instancias de agencia y producción cultural
desigualmente ubicadas en el mapa de la s contiendas sociales. Esa
energía que trabaja los umbrales de una territorialidad y que posibilita
el cruce de su frontera es la intensidad que desencadena los procesos
que Fernando Ortiz analizó, ya en los años cuarenta, bajo el concepto
de la transculturcición. Con Ortiz nos preguntaremos sobre la trans­
formación que sufre un campo al entrar en contacto con el impulso
de un elem ento extraño o foráneo -la palabra del esclavo, en el

42
caso que nos concierne- que atraviesa y redefine un dom inio
institucional14.
En la apertura del caso de María Antonia en 1815, por cieito,
el argumento de la Trimiño no cuestionó tanto la verdad o incluso
la falsedad de la información provista por los testigos. Su estrategia
fue más radical. Cuestionó el derecho de los libertos africanos a
testificar en corte. Como sugerimos antes, de acuerdo al sumario
del caso, la disputa erigida por Trimiño se basó en la cuestión del
estatuto de los bozales en tanto sujetos jurídicos. Por eso, el sumario
del caso -que de por sí participa en la reforma legal presupuesta
por la resolución de la disputa en 1860- insiste en que los testigos
no teman “tacha” y que, a pesar de haber sido negros, eran “[dignos]
de crédito”. Se trata, entonces, de una disputa que en su prolongada
trayectoria cristaliza un debate fundamental sobre las condiciones
dq enunciación e interpretación del testimonio, sobre la transfor­
mación de la hermenéutica judicial en los orígenes de la sociedad
civil en Cuba y, en términos más generales, sobre las condiciones
institucionales que sobredeterminan la representación de la verdad
en la escena jurídica.
C onviene enfatizar la relación profunda entre el derecho al
testimonio y la historia del concepto de la ciudadanía. En los orígenes
griegos del pensam iento ju rídico occidental, según señala Page
duBois, la enunciación de la verdad en un testimonio era una actividad
definitoria de la ciudadanía: “Los esclavos son cueipos; en cambio,
los ciudadanos poseen la razón, el lo g o s ”15. Se pensaba que el
esclavo -y en ciertas situaciones, el bárbaro extranjero- era incapaz
de decir la verdad y sólo podía testifical' bajo los efectos de la tortura
y el suplicio. En los Estados Unidos, desde 1723 hasta bien entrado
el siglo XIX, según comenta Herbert S. Klein, la legislación de
Virginia estipulaba que “Se les prohibía testificar a los negros y
mulatos en cualquier caso judicial [...] porque, según declaraba el
preámbulo de la prohibición, ‘ellos son gente de naturaleza tan vil
y corrupta que la credibilidad de su testimonio no era confiable’”16.

14. F ernando O rliz. C o n tr a p u n te o c u b a n o del (ab aco y el a z ú c a r (C aracas: B iblioteca


A yacucho, 1978). En su espléndido análisis del proceso "transm igratorio” del tabaco colonial
y su lenta incorporación a la cultura m etropolitana. Ortiz invierte el m apa con que tradicional­
m ente se h ab ía rep re sen tad o el flujo de la dom inación colonial. En vez de situarse an te el
recorrido de un objeto cultural de la m etrópoli a la colonia, Ortiz le da la vuelta a la cuestión
m etafísica del origen y se pregunta por las transform aciones que opera el objeto colonial, con
su dem o n íaco arom a nativo, en su transm igración a E uropa. Se pregunta sobre los cam bios
que tienen que sufrir las instituciones m etropolitanas antes de incorporar y legitim ar el dulce
v icio am erican o . N os in spira aquí, m ás que los p articu lares de su h isto ria del tab aco , la
paradigm ática estrategia irónica de O rtiz ante el m apa etnográfico de la dom inación.
15. Page duB ois, T o rtu re a n d T ru th (New York: R outledge, 1991), p. 52. (Tr. del autor).
16. Herbert Klein, S lav ery in the A in ericas. A C o m p arativ e S tudy o f V irginia a n d C uba
(C hicago: T he U niversity o f C hicago Press. 1967), p. 232. (Tr. del autor).

43
E n L a s Siete P a rtid a s , fundam ento de la legislación esclavista
colonial, el testimonio del esclavo no tenía crédito. Únicamente en
ciertos casos de asesinato, adulterio de la mujer del amo, traición
o fraude contra el rey, podía el esclavo ser testigo; pero sólo después
de que la tortura “purifícala” su palabra y garantizara la fidelidad
del testim onio:

[...] debenlo tormentar quando dixiere el testimonio, preguntandol et


amonestandol que diga verdal del fecho non nombrandol ninguna per­
sona: et el tormento le deben dar por esta razón, porque los siervos son
como liomes desesperados por la servidumbre en que están, et todo home
debe sospechar que dirien de ligero mentira et que encobrieren la verdat
quando alguna premia non les fuese fecha17.

Ante la cuestión del testim onio de los esclavos, la legislación


colonial es sumamente ambigua a lo largo del siglo XIX. Por ejemplo,
al discutir las variables de la evidencia aceptable en un pleito civil,
un jurista cubano señala: “Si estos criados [que uno de los dispu­
tantes llam a como testigos] fuesen esclavos, la ley no da fuerza
a sus dichos; mas consintiendo el dueño la providencia del juez,
parece que sería legal cirios”18. Para J. Escriche, en cambio, el testigo
es “la persona fidedigna .de uno u otro sexo que puede manifestar
la verdad o falsedad de los hechos controvertidos” 19; “todos los
ciudadanos están obligados a declarar cuando se les mande [...]”
(p. 1500); en las causas criminales “todos sin distinción alguna están
obligados, en cuanto la ley no los exim a [por edad, enfermedad,
etc.], a ayudar a las autoridades cuando sean interpelados por ella

17. L as Siete P artidas de Don Alfonso El Sabio. C otejadas con varios códices antiguos por
la Real Academia de la Historia (Madrid: Ediciones Atlas, 1972; reim presión de la Im prenta Real
de M adrid de 1807), Tomo II, Partida III, Ley XIII, p. 522. Le agradezco a mi colega alfonsinista
de Berkeley, Jerry Craddock, ésta y otras referencias bibliográficas sobre los antecedentes alfonsi-
nos del legado colonial esclavista. En Torture and Truth, P. duBois explora el sentido de la palabra
griega basaltos, que designaba tanto la piedra en que se exam inaba la pureza del oro, com o la tortura
que extraía la verdad “pura” del cuerpo del esclavo. En tanto condición de la verdad del testimonio,
la tortura, según duBois, diferenciaba al am o del esclavo: "the m aster possesses reason, logos. W hen
giving evidence in court, he knows the difference betw een truth and falsehood, he can reason and
produce true speech, logos, and he can reason about the consequences of falsehood: the deprivation
of his rights as a citizen. The slave, on the other hand, possessing not reason, but rather a body strong
for service [...] m ust be forced to utter the truth, which he can apprehend, although not possessing
reason as such. Unlike an animal, a being that possesses only feelings, and therefore can neither
apprehend reason, logos, nor speak, legein, the slave can testify when his body is tortured because he
recognizes reason without possessing it himself” (pp. 65-6).
18. A ntonio Franchi de Alfaro, Algunas observaciones sobre el método de enjuiciar (La
H abana: Tipografía de Vicente de Torres, 1845). nota 56, p. 78.
19. Joaquín Escriche, Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia. Nueva edición
corregida notablem ente y aum entada con nuevos artículos, notas y adiciones sobre el derecho
am ericano p o r Juan B. Guiin (París: Librería de Rosa y Bourel. 1863), p. 1499. Éste era un libro
de referencia jurídica de m ucha circulación en Cuba.

44
para el descubrimiento, persecución y arresto de los delincuentes”
(p. 1500). Pero enseguida aclara: “Esto es lo que dicen nuestras
leyes sobre la prueba de testigos, sobre esta prueba tan peligrosa
y terrible como antigua o necesaria; mas ya que sea indispensable
valernos de ella, no acordemos nuestra confianza sino a personas
que por ningún título la desmerezcan” (p. 1501). E insiste en precisar
las condiciones de entrada a la enunciación testimonal: “Debe asimismo
darse menos crédito a un hombre que es un individuo de un cueipo,
casta, orden o asociación particular, cuyas máximas y costumbres
no son generalmente conocidas o se diferencian de los usos co­
munes, porque además de sus propias pasiones tiene este hombre
todavía las pasiones de la sociedad a que pertenece” (p. 1501). Para
Escriche, la condición lingüística también sobredetermina el crédito
del enunciado testimonial: “Los testigos son por lo común hombres
rústicos y sencillos, que difícilmente pueden expresar sus ideas con
propiedad, claridad y precisión; unas veces dicen más o menos de
lo que quieren, otras no entienden bien las preguntas que se les
hace y responden una cosa por otra, y sucede tal vez que por su
mala explicación no se comprende el verdadero sentido que ellos
dan a sus palabras [...]” (p. 1502).
En más de un sentido, entonces, la verdad dicha por los bozales
en sus testimonios a favor de María Antonia Mandinga constituye
un diferencio, un enunciado que se desliza en el intersticio entre
dos o más sistemas de validación o crédito20. El testimonio de los
esclavos contiene una verdad im presentable en térm inos de las
reglas de un juego lingüístico incapaz aún de proveer la sintaxis
y los parámetros de validación e interpretación del relato. Pero si
hablamos, en el caso del testimonio de los bozales y del relato mismo
de María Antonia, de un diferendo, de un enunciado cuya verdad
se escabulle entre las normas de presentación del aparato que la
interpreta y la juzga, no es para sugerir que más allá de los límites
de esa ley, y como medida misma de su injusticia, se encontraba
un sujeto originario e irreductible, un sujeto desde siempre capaz
de articular el relato de una verdad alternativa. Ese sujeto más bien
em erge en el acto m ism o de presentarse ante una ley que, sin
embargo, posterga indefinidamente la resolución de la disputa. Claro
está, tampoco debemos esperar que los estatutos y las posiciones
posibles que configuran el orden “real” instituido por esa ley den
cuenta de la emergencia del nuevo sujeto cuyo testimonio inscribe
un nuevo límite en el aparato legal. De algún modo sospechamos
que ese límite está intervenido desde el exterior del aparato judicial

20. Jean -F ran fo is Lyotard, T h e D ifiérate!. l’h ru ses in D ispute. G.Van Den A bbeele, trad.
(M inneapolis: U niversily of M innesota Press. 1988).

45
-en la proyección de un orden “posible”- por un contra-discurso
que garantiza la posibilidad y el ordenam iento mism o del relato
que coloca al sujeto emergente ante una ley que comienza a ser
caduca. Irreductible a los canales de las prácticas letradas, ese otro
cam po discursivo, profundam ente ligado a la constitución de la
literatura como institución moderna, genera ficciones del derecho,
en las que se proyecta precisamente el derecho al habla del nuevo
sujeto cuyo testimonio presiona y reinscribe los límites del orden
judicial. Luego elaboraremos la categoría de la ficción del derecho
que nos llevará a explorar el rol de la narrativa en la configuración
del cambio en los presupuestos normativos del discurso legal21. Por
ahora digamos que en una de sus zonas claves, la literatura moderna
latinoamericana -particularmente la narrativa- se funda mediante el
trabajo sobre los diferendos del orden jurídico instituido, proyec­
tando resoluciones y estableciendo un espacio virtual para el tes­
tim onio del otro que la ley “real” no podía aún interpretar.

CU ER PO -TESTIM O N IO -SEN TID O JURÍDICO


(“D am e tu cuerpo y yo te doy sentido, yo te hago nombre y palabra de mi discurso”22).

El orden jurídico-simbólico de la esclavitud tardó casi medio siglo


en procesar categorías para interpretar y juzgar el relato de María

46
Antonia Mandinga. En cambio, mucho antes de la reconsideración
del testimonio de los bozales en las cortes coloniales, ya en la década
de 1830, el em ergente campo literario cubano interpelaba a un
esclavo -al mulato Juan Francisco Manzano- y le pedía una narración
de sus experiencias23. El resultado fue el acontecimiento de la única
autobiografía escrita por un esclavo que conocemos en la lengua.
La interpelación de Manzano en la tertulia de Domingo Del Monte
es una de las posibles escenas originarias de la literatura nacional
cubana; cristaliza, como ha señalado Antonio Vera-León en su trabajo
clave sobre Manzano, el proyecto de incorporación del esclavo a
los discursos de la nación en ciernes24.
La escena ubica a M anzano ante un grupo de intelectuales,
tím idam ente abolicionistas y de variada inserción ideológica y
profesional, quienes reunidos en torno a la figura decisiva del
periodista y editor Domingo Del Monte reflexionaban sobre asuntos
diversos, especialmente ligados a las condiciones de la cultura en
una sociedad profundamente marcada por la heterogeneidad racial
y la violencia de la esclavitud25. En esa tertulia donde se debaten

47
-y en la práctica se fundan- las bases de la literatura y la nación
futura, M anzano ya era conocido como poeta26. En una ocasión
allí intercam bia, literalmente, su escritura por el costo de la ma­
numisión. Pero incluso antes que Del Monte y José de la Luz y
Caballero organizaran la colecta de 850,00 pesos para pagarle su
carta de libertad en 1835, desde la década anterior, la literatu ra
-la poesía, más específicamente- le había garantizado a Manzano
una serie de derechos que lo constituían en autor de dos poemarios,
en propietario de su discurso, a pesar de que jurídicam ente “los
esclavos se consideran más bien como cosas comerciales que como
personas; y así se adquiere su propiedad por los mismos medios
que la de las cosas [...]”27. Si para Manzano “el esclavo es un ser
muerto ante su señor”28, como señala Sylvia Molloy en su lúcida
reflexión sobre la A utobiografía, la escritura le otorga vida, des­
atando el proceso de transformación del “serf en s e lf’29. En el desliz
de la letra, la práctica de la escritura cancela la muerte. ¿Pero qué
forma de ser erige el acto escriturario que, como señala Rama en
L a ciu d ad letrad a, era uno de los dispositivos más exclusivos del
poder? Y más aún, ¿cuál es el rasgo de la literatura que posibilita
la configuración de una nueva categoría del ser, la del esclavo como
discursante, en plena época de esclavitud y de censura? Nos interesa,
entonces, desplazar la problemática de la subjetivación del terreno
ontològico -de la pregunta abstracta por la relación entre la escritura
y la identidad del ser- y precisar las redes simbólicas, el orden de

48
la discursividad en que se inscribe esa escritura que posibilita la
constitución de un nuevo sujeto que en el acto mismo de contar
su verdad proyecta la apertura de la ciudadanía futura.
En ese sentido, conviene enfatizar la tesitura testim onial de la
A utobiografía de Manzano y su relación con el modelo confesional:

Se qe. nunca pr. mas qe. me esfuerze con la verdad en los lavios ocupare
el lugar de un hombre perfecto o de vien pero a lo menos ante el juisio
sensato del hombre imparsial se berá hasta qe. punto llega la preocupasión
del mayor numero de los hombres contra el infeliz qe. ha incurrido en
alguna flaqueza (p. 24)30.

Decir la verdad, llevarla ante el juicio de un hombre imparcial,


en el intento de ocupar el lugar de un hombre perfecto. ¿No remite
ese hombre perfecto a la categoría del sujeto universal -lo que nos
recuerda, por cierto, la dolorosa aseveración de Fanón cuando en
Piel negra, m áscaras blancas declara polémicamente que el negro
“no es hombre”-, al mismo tiempo que cuestiona la universalidad
de la categoría31? Como en varios momentos de la A utobiografía,
en el pasaje citado Manzano reflexiona sobre las condiciones de
su acceso al discurso. Reflexiona sobre los lugares, la distribución
jerárquica de las posiciones en una escena testimonial. Son por lo
menos cuatro las posiciones inscritas: primero, la del sujeto que
se presenta ante la ley, con la verdad en los labios; sujeto que, sin
embargo, “sabe” de la insuficiencia que limita la recepción de esa
verdad. Segundo, el lugar del hombre imparcial, figura de autoridad
de quien espera sensatez y justicia. Tercero, la posición de otro
hombre, también figura de autoridad, aunque incapaz de juzgar la
“flaqueza” del “infeliz”. Y, por último, el lugar imposible del hombre
perfecto que trasciende las posiciones materiales en ese pequeño

49
mapa del circuito por el que circula la verdad del esclavo. Notemos
ahí cómo el testimonio de Manzano escinde y multiplica la figura
del hombre, descentrando la ubicación de la legitimidad, y situando
su verdad entre dos instancias contrapuestas de autoridad32: una es
la figura de una ley de cuya injusticia intentará dar prueba; la otra
es la figura de una justicia sin ley.
Se trata, como sugiere él mismo, de la posición del testimoniante
ante dos modos irreconciliables de juzgar, ante -o acaso entre- las
figuras de dos órdenes jurídicos en pugna. Por un lado, el juicio
determinado por la “preocupación del mayor número de los hombres
contra el infeliz qe. ha incurrido en alguna flaqueza”; es decir, el
juicio que lo constituye, a lo largo del relato, en ladrón y mentiroso.
Por otro lado, “el juisio sensato del hombre imparsial”, de quien
espera Manzano la interpretación correcta de su verdad. Dos órdenes
jurídicos que a su vez presuponen dos políticas del cuerpo en su
relación con el discurso y la verdad.

POLÍTICAS DEL. CUERPO

El primer modo de juzgar aparece representado a lo largo del


relato en las figuras de los amos y su control casi absoluto sobre
el cuerpo del esclavo. Su poder se funda en la violencia de un
aparato punitivo que inscribe sus sentencias sobre la piel misma
del esclavo. Significativamente, Manzano con insistencia identifica
la escritura del amo con el castigo corporal: “asi -dice el esclavo
sobre uno de sus amos más benevolentes- cuando llegué a su escritorio
qe. todo fue un relampago, él estaba escriviendo pa. su ingenio
y al berme hecharme a sus pies me preguntó lo qe. abia se lo dije
y me dijo gran perrazao y pr. qe. le l'uistes a robar la peseta a tu
am a”. Cartas, papeletas, permisos, dispositivos de la propiedad y
de la burocracia, la escritura lo acusa y funciona en su mundo como

50
un shifter que introduce las escenas de violencia y el castigo corporal33.
Al pie de la letra, el torturador busca sustraerle al esclavo el secreto
de una transgresión:

llegó la noche fatal toda la gente esta en ila se me sacó al medio un


contramayoral y el mayoral y sinco negros me rodean a la voz de tumba
dieron conmigo en tierra sin la menor caridad como quien tira un fardo
qe. nada siente uno a cada manos y pieses y otro sentado sobre mi espalda
se me preguntaba pr. el pollo o capón [que según un informe de contaduría
faltaba en la cocina], yo no sabia qe. desir pues nada sabia sufrí 25 azotes
disiendo mil cosas diferentes [...] dige y dige y dige tantas cosas pr. ber
con qe. me libraba de tanto tormento nueve noches padesí este tormento
nueve mil cosas diferentes desia pues al desirme di la verdad [...] (p. 28).

En efecto, para M anzano ese poder articula una relación fun­


dam ental entre el acto de escribir y la tortura. Su “verdad” se
encuentra profundamente ligada a la violencia de la extracción y
develación de un secreto que se supone escondido en el cuerpo
mismo del esclavo. ¿Cuál es el secreto de Manzano? Las cartas,
cuentas y órdenes de castigo continuamente acusan al joven esclavo
de ladrón y “fasineroso”. Tan es así que en el centro de su relato
se encuentra la concatenación de varias acusaciones de robo -de
monedas, de un pollo, hasta de una flor- que constituyen al esclavo
en transgresor y desencadenan sus intensos recuerdos del castigo.

51
Propiedad, robo, intervención de cartas y castigo para extraer el
secreto del esclavo: tales son los momentos que M anzano identifica
en la trama de la “verdad” del poder. Con notable agilidad narrativa,
en esa misma distribución de posiciones y secuencias introduce una
de las inversiones en que se funda su impugnación, la base de su
verdad alternativa. Así recuerda la noticia de la muerte de su madre:

acontesió la muerte casi sudvitanea de mi madre qe. se privó y nada pudo


declarar a los cuatro dias de este caso lo supe tributóle como hijo y amante
cuanto sentimiento se puede considerar entonses mi señora me dió los
tres pesos de las missas del alma [...] algunos dias despues me mandó
mi señora al Molino pa. qe. recojise lo qe. mi madre abia dejado, di al
arministrador una esquela con la qe. me entregó la llave de su casa en
la cual solo alié una caja grande muy antigua pero basia, tenia esta caja
un secreto qe. yo conosia ise saltar el resorte y alié en su hueco algunas
jollas de oro fino [...] alié también un lio de papeles qe. testificaban barias
deudas abiendo entre ellos uno de closientos y pico de pesos y otro de
cutrosientos y tantos pesos estos debian cobrarse a mi señora [...] llegado
el dia siguiente di cuenta a mi ama de lo qe. avia y también los resibos
o papeletas [...] me determiné a ablar a mi señora en segunda vez lleno
de las mas alhagueñas esperanzas; pero cual seria mi asombro cuando
incomoda me respondió mi señora qe. si estaba muy apurado pr. la erensia
qe. si yo no sabia qe. ella era eredera forsosa de sus esclavos en cuanto
me buelbas a ablar de la erensia te pongo donde no beas el sol ni la luna
[...] (pp. 37-8).

Propiedad, usurpación, papeles que testifican (sin castigo). Pa­


recería que Manzano se introduce en el archivo de la misma ley
que lo acusa. Y allí encuentra otro secreto que le permite invertir
las jerarquías de esa ley. El secreto del esclavo, evidenciado por
cuentas y papeletas fechadas, impugna la usurpación de la ama
quien ahí le roba su herencia -la antigua deuda que la ama había
m antenido con su madre liberta-, Y esa deuda corresponde casi
exactamente, por cierto, al costo de la caita de libertad de Manzano.
Tal usuipación sitúa la figura del poder en la posición del transgresor,
en una lúcida inversión de roles que motiva al esclavo -al final de
su historia- a convertirse en cimarrón, una de las ofensas máximas
que podía cometer él contra el amo, contra la propiedad ilegítima
del amo. La transgresión (el robo) del amo es el secreto que legitima
el testimonio escrito del esclavo, su presencia ante otro modo de
juzgar.
Naturalmente, no debemos perder de vista que ya en el mundo
de Manzano había otra escritura -la del testimonio mismo- e incluso,
con anterioridad, “la poesia [que] en todos los tram ites de mi vida

52
me sum inistraba versos analogos a mi situación ya prozpera ya
adversa [...]” (p. 31). Si en la tortura el esclavo es tratado como
un fardo que no siente, en esa otra escritura se construye como
el sujeto del sentimiento. De ahí, sin duda, la insistencia y el regocijo
con que M anzano com enta su otro padecer: la m elancolía, la
enfermedad de los poetas34. La melancolía apunta al importante rol
de la lírica -al tipo de persona que la misma instituye- como lugar
donde Manzano aprende el vocabulario de la subjetividad. En efecto,
a medida que se separaba del orden retórico, la lírica se convertía
en un dom inio clave para el procesam iento de nuevas subjetivi­
dades. Esa otra es la escritura que Manzano miméticamente apropia
del m undo del amo -por lo cual también se le castiga- y que le
abre el camino a la manumisión, a un grado de autonomía jurídica.
Esa otra lo conduce a la tertulia de Del Monte; lo constituye, incluso
antes de la manumisión, en propietario35, y lo sitúa luego -con el
testimonio mismo que leemos- ante un nuevo modo de juzgar fundado
precisamente en el derecho primero de la persona sobre el cuerpo

34. C on frec u en cia M anzano reflex io n a sobre su carácter "tasitu rn o y m elan có lico ” (p.
13) y su “m elancólico estado” (p. 30). Sobre su joven esposa, le escribe a Del M onte en 1835:
“ los versos q u e ella com ponía eran antes tiernos y am orosos, y ah o ra son m elancólicos, yo
adivino la causa por mas que se em peña en ocultárm ela, es poetisa y el alm a del poeta se ve en
sus rim as” (p. 88). Por su parte, tras la revisión del m anuscrito de M anzano, Suárez y Rom ero
le escrib e a D el M onte que h a b ía in ten tad o m an ten er “ la m elan co lía co n que fu e esc rito ”
(Papeles de Suárez y Rom ero en la Sala C ubana de la Biblioteca N acional José M artí, p. 297;
carta del 2 0 de agosto de 1839). L a m elancolía es un valor en la eco n o m ía de la verdad del
texto y su circulación.
35. La lírica instituye un sujeto de la posesión. Conviene recordar la poesía del esclavo de
Trinidad, M ácsim o H ero de Neiba [seud. de A m brosio Echem endía], autor de un poem ario poco
conocido fuera de Trinidad: M u rm u rio s del T ay ab a. Poesías (Trinidad: Oficina Tipográfica de
Rafael Orizondo, 1865). El poem ario com ienza con la siguiente defensa de los derechos de propie­
dad intelectual:

Si algún prójim o se atreve


A reim prim ir esta obra,
Razón en la Ley me sobra
P ara que el castigo lleve.
En el siglo diez y nueve
E stá de m oda abusar,
P ero si hallo un ejem plar
Q ue no acom pañe mi firma,
E sto el fraude me confirm a
Y ju ro le ha de pesar.

S obre la relación entre la poesía y la libertad añade:

A l p u b licar mis pobres concepciones.


Manumitirme solam ente espero;
P or eso ruego abiertas suscriciones

Le agradezco a B arbarita Venegas, bibliotecaria en la Biblioteca M unicipal de Trinidad, la


referencia al libro y el acceso a una copia del m ism o.

53
propio36. Ello nos conduce a pensar que la escritura, el mundo de
la letra y los letrados, a comienzos del siglo XIX -bastante antes
de la consolidación estatal- ya era un sistem a cruzado por tipos
diversos de prácticas discursivas, regímenes de la verdad, contra­
dicciones internas, pugnas y desniveles en su relación con el poder.
En una de esas zonas Manzano agencia cierto espacio y cuenta
sobre la violencia de la letra, autorizando su testimonio con la letra
misma, en función del dolor que la escritura de la ley de la tortura
ha inscrito en su piel: “sicatrices [que] están peipetuas a pesar de
los años qe. han pasado [...]” (p. 27). Parecería incluso, como sugiere
M olloy, que la narrativa de su vida se organiza en torno a esas
cicatrices, las “ [diarias] rompeduras de narises” que concatenan el
curso de sus recuerdos, y operan como el excedente físico, la stigm ata
a la cual remite continuamente la articulación temporal de su relato.
Sobre la piel el esclavo lleva las marcas de la injusticia de la ley,
la evidencia empírica, visible, en la cual se basa su impugnación,
y que autoriza la otra verdad que enuncia el testimonio.
El testimonio, en efecto, es un relato sobre el cuerpo. Se produce
en la red de un discurso emergente -como señala Michel de Certeau-
que postula su estricta fidelidad remitiendo a la experiencia tangible,
“real”, del cueipo de otro37. El testimonio se erige en el orden de
un discurso que, en su pugna por legitim idad, reclama para sus
palabras la visibilidad de la presencia de aquel cuerpo que sobre
la piel lleva inscrita la evidencia, las marcas que garantizan la
impugnación del artificio, la falsedad o la injusticia de un orden
anterior. En el caso específico de Manzano, el testimonio despliega
-por supuesto- una crítica de la brutalidad esclavista. Y con el mismo
m ovim iento de esa impugnación, apunta también a la afirmación
del derecho a la representación del otro de la ley, en una reins­
cripción de la categoría de la humanidad y la subjetividad jurídica38.
Al reinscribir y ampliar los límites de la humanidad, el proceso de
subjetivación del esclavo en el testimonio es una ficción que proyecta
su ciudadanía. Pero el mismo movim iento de la subjetivación se

36. John L ocke: “every m an has a property in his ow n person; this nobody has any right
to but him self. The labor o f his body and the work of his hands, we may say. are properly his” .
T h e S e c o n d T re a tis e o f G o v e rn m e n t (1690) (New York: M acm illan P ublishing C om pany,
1952), p. 17.
3 7 . M ich el de C e rte a u , " M o n ta ig n e ’s 'O f C a n n ib a ls ’ : T he S avage T ’’’, H e te ro lo g ie s .
D isc o u rs e on th e O th e r , B rian M assum i, trad. (M innesota: U niversity o f M innesota Press,
1 98 6 ), p. 75.
38. Richard R. M adden sobre M anzano: “I am sensible I have not done justice to these Poem s, but
I trust 1 have done enough to vindicate in som e degree the character o f negro intellect, at least the
attem pt affords me an opportunity o f recording m y conviction, that the blessings of education and
good governm ent are only wanting to m ake the natives of Africa, intellectually and morally, equal to
the people o f any nation on the surface o f the globe” . "Preface” , T h e Life an d Poem s o f a C u b an
S lave (1840), E. J. Mullen, ed. (Boston: Archon Books, 1981), p. 37.

54
orienta hacia la constitución de las categorías de la nueva ley que
interpela el testimonio y que, en el testimonio, funda la fábula de
su legitim idad, el fundam ento em pírico, particularizado, de su
derecho39. Valga la insistencia: no se trata simplemente de un espacio
virtual que proyecta la transform ación del esclavo en ciudadano,
y que así hace posible la constitución de un nuevo estado de
subjetividad; se trata simultáneamente, con el m ism o movim iento
de la relación especular desplegada por la interpelación, del tes­
timonio en tanto instancia narrativa sin la cual sería impensable la
constitución de la nueva ley que ahí se particulariza, realizándose,
encarnándose, en el cuerpo sufriente de otro.
Demos un paso atrás. Como señala Elaine Scarry la tortura establece,
en su momento más extremo, una distancia irreductible entre el
cuerpo doliente y el discurso, o incluso la lengua, de la víctima40.
E n la tortura, la experiencia de la víctim a y su capacidad de
representación son reducidas al grito y la desarticulación, a la
disolución de la conciencia de la persona en la intensificación del
dolor. Para Scarry, toda forma de poder, “fraudulento o legítimo,
se basa siempre en la distancia del cueipo”41; así, el cueipo es “la
ubicación del dolor, y el discurso el lugar del poder”42. De igual
modo, respondiendo al imperativo ético que recorre las páginas de
su valioso y problemático libro, y refiriéndose específicam ente a
la tortura de presos políticos latinoamericanos y al trabajo de Amnesty
International, Scarry propone la intervención terapéutica, reintegra-
dora, del testimonio, de “usar el lenguaje para permitir que el dolor
ofrezca una relación precisa de sí mismo, presentando ante los
regímenes de la tortura [...] un diluvio de voces que hablen por
el otro, voces que hablen en la voz de la persona silenciada”43.
Si el grito de la víctima, en la lógica de Scarry, registra la reducción
de la persona a un estadio pre-lingüístico del ser, el testimonio es
el lugar donde la víctim a reconstruye su m undo mediante la re­
presentación que “objetiva” y permite un distanciamiento del dolor,
por medio de la cual se restaura la “conciencia” de la víctima que
con el testimonio se reinserta en la lengua. ¿Pero la reinserción en
la lengua no presupone la restauración de la “conciencia” de la
víctim a, la intervención de un orden sim bólico -no m eram ente

39. Althusser nota lo siguiente sobre la encarnación en la ideología cristiana: “Dios necesita
pues ‘h acerse’ hom bre él m ism o, el Sujeto necesita convertirse en sujeto, com o para dem os­
trar em píricam ente, d e m anera v isib le p ara los ojos, tan g ib le p ara las m anos (v éase S anto
Tomás) [...]” (p. 77). V éase tam bién de C erteau, H etero lo g ies... pp. 75-6.
40. Elaine Scarry, T h e Body in P ain . T h e M aking an d U n m ak in g o f th e W orld (London:
O xford University Press, 1985), pp. 27-51.
41. Ibid., p. 47 (traducim os).
42. Ib id ., p. 51 (traducim os).
43. Ib id ., p. 50 (traducim os).

55
gram atical o lingüístico, por cierto- que garantiza el sentido del
discu rso testim onial sobre el dolor?
Cierto es, en todo caso, que la legitimidad del testimonio se funda
en la fábula de llevar de vuelta la palabra al cuerpo de la víctima,
en darles forma al dolor, en devolverle la voz a la persona silenciada
por el terror. La A utobiografía de Manzano es, en ese sentido, un
testim onio sobre el dolor y la tortura. Sin embargo, su relato del
sufrim iento nos obliga a cuestionar la división tan tajante entre
cuerpo y poder, entre dolor y discurso, que en Scarry remite, aún
en la inversión más obvia, a la clásica escisión que -al menos desde
Descartes- decide los límites de la categoría del sujeto en el pen­
samiento occidental. El testimonio de Manzano nos lleva a proble-
matizar el concepto del poder como una fuerza única y homogénea
que encuentra en el cuerpo tanto su límite infranqueable como el
objeto de su “grotesco dram a com pensatorio”44.
Con más espacio para el análisis podríamos ver cómo en el texto
de Manzano el acceso a la escritura y la representación testimonial
producen -más que un encuentro jubiloso con la corporalidad- una
distancia notable del cuerpo propio, convertido en objeto de la
autorreflexión. Esto no tiene porqué extrañarnos: en la esclavitud,
el cuerpo del esclavo es el objeto de la propiedad y de la repre­
sentación del amo. P or eso decía M anzano (y luego O rlando
Patterson45), que el esclavo es un ser muerto, un ser sin acceso a
su propio cueipo ni a la representación. En el orden esclavista la
representación era uno de los dispositivos constitutivos del poder
del amo sobre el cuerpo del esclavo. De ahí, por cierto, que los
amos de Manzano sistemáticamente le prohíban escribir, y lo castiguen
-reduciéndolo al lugar del cueipo- cuando lo descubren “en aquel
entretenim iento [...] nada correspondiente a [su] clase” (p. 31).
“Proiviosem e la escritura pero en vano todo se abian de acostar
y entonces ensendia mi cabito de bela y me desquitaba a mi gusto
[...]” (p. 31), responde Manzano. Pero aun así, escribir, ejercer el
poder que consigna la representación, es para Manzano una práctica
doblemente paradójica y difícil que registra, particularmente en sus
descripciones del dolor físico -propio o ajeno-, una notable distancia
ante el cueipo: “[en el cuidado de un enfermo] en toda la noche
pegaba mis ojos con el reloz delante papel y tintero donde aliaba
el medico pr. la mañana un apunte de todo lo ocurrido en la noche
asta de las veses qe. escupia dormia roncaba sueño tranquilo o quieto
[...]” (p. 33). También la escritura propia vigila y reporta sobre el

56
cuerpo. La escritura sitúa al sujeto en el lugar del que m ira y
representa el cueipo, registrando con la mirada hasta el más mínimo
de los movimientos. De modo que escribir sobre sí mismo, sobre
el dolor propio, genera una intensa escisión en el sujeto que al
escribir ocupa simultáneamente tanto el lugar del que mira como
el sitio del dolor del cueipo propio. También en M anzano, entre
la cicatriz que deja el dolor y el acto testim onial m edia la red
simbólica e institucional del discurso. En la escritura el sujeto tes­
tim oniante incorpora la jerarquía del discurso que lo escinde al
convertirlo en objeto de sí mismo.
No queremos sugerir, mediante una inversión fácil de las posi­
ciones, que la escritura convierte al esclavo en amo (o torturador)
de sí mismo. Por el contrario, el hecho de que M anzano escriba
sobre su cuerpo trastoca la jerarquía y redefine radicalm ente la
función y el orden de la representación en la ley esclavista, que
hasta cierto punto definía la escritura como uno de los derechos
“esenciales”, constitutivos de la identidad y del poder del amo. No
subestimamos, entonces, el modo en que la escritura de Manzano
desubica y desnaturaliza la “esencia” de la jerarquía. Pero al mismo
tiem po nos preguntam os sobre la intervención de otra form a de
poder, otra política del cueipo que, si bien emerge como im pug­
nación de la mordaza y la tortura, despliega -en el proceso mismo
de la subjetivación- nuevas form as de dom inación y disciplina46.

46. L a nu ev a p o lítica del cuerp o es un asp ecto de lo que M anuel M oreno F rag in als ha
lla m a d o la ¿p o c a d el “ buen tra ta m ie n to " d e los esc la v o s a p a rtir d e la d é c a d a de 1840.
Respondía, según M oreno, a la necesidad de cuidar más la niano de obra en una época en que
se increm enta el m ercado del azúcar y en que subía dram áticam ente el valor de los esclavos,
en parte p o r las dificultades de la trata, que ya era ilegal. En esta época se publica el prim er
m anual m édico sobre enferm edades de esclavos en Cuba: H onorato B ernard de Chateausalins,
El v ad em ecu m d e los h a c e n d a d o s c u b a n o s (Nueva York, 1831; m anejam os la edición de La
H ab an a, 1954). A u n q u e n o circu ló en el sig lo X IX , el m édico de la ca sa del M arqués de
Peñalver, el español F rancisco B arrera y D om ingo, escribió tres notables volúm enes sobre la
condición m édica d e los esclavos en 1798: R eflexiones h istó ric o , físico, n a tu r a le s , m édico,
q u irú rg ic a s o p r á c tic a s y esp ecu lativ o s, e n tre te n im ie n to s a c e rc a d e la v id a, usos, co stu m ­
b r e s , a lim e n to s , v e s tid o , c o lo r y e n f e r m e d a d e s a q u e p ro p e n d e n lo s n e g r o s d e Á fric a
venidos a las A m éricas. Es m uy notable cóm o Barrera construye el espacio de la subjetividad
m édica del esclavo, en un libro que com ienza com o un tratado de historia natural y zoología
y que sin em b arg o p ro g resiv am en te abre el esp acio a un acercam ien to an tro p o ló g ic o a la
s ic o lo g ía de los e sc la v o s: B arrera se in te re sa m u ch o por la “ n o sta lg ia ” c o m o u n a c a u s a
p rincipal del alto índice de suicidio entre los esclavos, quienes al quitarse la vida esperaban
volver al país natal. El m anuscrito se en cuentra en la Sala C ubana de la B iblioteca N acional.
H abría que reflexionar m ás sobre la relación entre la consolidación del régim en de la sanidad
y la salud pública en la década del treinta y el proyecto de subjetivación com o nueva política
del cuerpo y la dom inación. En la M e m o ria so b re la vag an cia en la Isla de C u b a (1832) (La
H abana: E d ito rial L ex , 1946) de Jo sé A n to n io Saco, p o r ejem plo, en co n traría m o s el papel
fundam ental que la “ cultura” cum ple en la construcción del cuerpo disciplinado del ciudada­
no ideal, “purgando nuestro suelo de la plaga que hoy la infecta [i.e. la vagancia]” (p. 44). El
resu ltad o se ría un cu erp o adm inistrado p o r la "m oralidad de los in d iv id u o s” (p. 49). D oble
econom ía, la de ese cuerpo sano y dispuesto al trabajo, y asim ism o capaz de juzgar sus propios
actos, in corporando la verdad de la ley y la moral.

57
Al menos en una de sus zonas, en el lugar emergente de una
nueva institución, una instancia de ese poder dividido interpela a
Manzano y lo constituye en hablante, en testimoniante de su dolor,
en un sujeto legítimo que se presenta “con la verdad en los labios”.
Evidentemente, entonces, esa zona del poder y de la letra, que ya
hemos identificado con la literatura y su imperativo de justicia, no
es reducible al régim en de la tortura ni al esquema que concibe
al cuerpo del subalterno como el límite infranqueable del discurso
o de la lengua misma: por el reverso del silencio al que la tortura
reduce la presencia del cuerpo victimado, esa otra forma de poder
exige un discurso sobre el cueipo, pide -digámoslo así- la encar­
nación del nuevo concepto de la ju sticia que autoriza tanto la
constitución del sujeto testimoniante como la legitimidad del campo
que produce la interpelación, la paradójica invitación al habla que
la literatura le tiende al otro.

INTERPELACIÓ N Y DISPOSITIVO MIMÉTICO


(“Casi lo m ism o pero no del todo [...] Casi igual pero no blanco”47)

Ahora bien, ¿cuál es el estatuto del “habla” del sujeto interpelado


por la literatura? Y por el reverso, ¿cuál es el efecto de la escritura
del esclavo en la escena de la interpelación? ¿Diremos simplemente
que Manzano se constituye como sujeto en la escena de un orden
simbólico que desde siempre le tenía un lugar asignado, un nombre
que el otro ocupa -que ocupa al otro- en el despliegue de la
identificación especular? ¿Cóm o pensar la práctica de ese nuevo
sujeto, los efectos que produce en los límites de la institución, sin
rem itirlo -por un lado- a la ficción de una exterioridad originaria
o autónoma de la red de dominación que paradójicamente ha hecho
posible la proliferación del discurso del nuevo sujeto; cómo pensar
a ese sujeto sin reducirlo -por otro lado- a la posición inmóvil de
un efecto estructural de la institución que garantiza los derechos
de su nombre y su afiliación? El problema, como sugerimos antes,
tiene que ver con la categoría de la interpelación. Al respecto,
A lthusser señala:

Observamos que la estructura de toda ideología, al interpelar a los in­


dividuos como sujetos en nombre de un Sujeto Único y Absoluto, es
especular -i.e. una estructura de espejos- y doblemente especular: la

58
duplicación especular es constitutiva de la ideología y asegura su fun­
cionamiento. Lo cual significa que toda ideología está centrada , que el
Sujeto Absoluto ocupa el lugar único del Centro, e interpela en tomo
de sí la infinidad de los individuos [convirtiéndolos] en sujetos en una
doble conexión especular que sujeta los sujetos al Sujeto, mientras les
otorga en el Sujeto -en el cual cada sujeto puede contemplar su propia
imagen (presente y futura)- la garantía de que esto realmente les concierne
a ellos y a Él, y que ya que todo tiene lugar en la Familia (la Sagrada
Familia: la Familia es en esencia Sagrada), ‘Dios reconocerá a los suyos
en Ella’; i.e. aquéllos que hayan reconocido a Dios y que se reconozcan
a sí mismos en Él, serán salvos48.

Según Althusser, la interpelación constituye al individuo en sujeto


y lo sujeta a una ley -a la estructura de la lengua- que el sujeto
de algún modo duplica o repite. El sujeto es pensado ahí claramente
como el efecto de una estructura que lo precede “desde siempre”,
desde antes del nacimiento mismo del individuo, “desde el momento
en que se sabe de antemano que llevará el Nombre del Padre, y
que así tendrá una identidad y será inemplazable. Desde antes de
su nacimiento, la criatura es por lo tanto desde siempre un sujeto
[...]”49. El sujeto se concibe ahí como secundariedad, como dupli­
cado o imagen del orden -ese “centro único y absoluto” del Sujeto-
que garantiza el proceso de la identificación: el amor por la ley,
“La Ley convertida en Amor”50. Lo que presupone, a su vez, que
en el centro “único y absoluto” del orden se encontraba “desde
siempre” el referente originario de la repetición especular: una especie
de causa prim era e irreductible que garantiza el sentido de las
“imágenes” o duplicados. ¿Qué hay -si no es Dios- en el “centro”
de ese espejeo?
En el despliegue de su insaciable m im etism o, la escritura de
Manzano nos obliga a repensar los efectos de la “duplicación” en
la escena de la constitución del sujeto. Así recuerda el esclavo la
escena originaria de su escritura:

biendolo qe. apenas aclaraba cuando puesto en pie le preparaba antes


de todo la mesa sillón y libros pa. entregarse al estudio me fui identi­
ficando de tal modo con sus costumbres qe. empese yo también a darme
estudios, la poesia en todos los tramites de mi vida me suministraba versos
analogos a mi situasion ya prozpera ya adversa, tomaba sus libros de
retorica me ponia mi lección de memoria la aprendía como el papagallo

48. L ouis A lthusser. Ideo lo g ía y a p a r a to s ideológicos del E sta d o , o p. cit., p. 54.


49. Ibid, p. 50.
50. Ibid, p. 52.

59
y ya creia yo qe. sabia algo pero conosia el poco fruto qe. sacaba de
aquello pues nunca abia ocasion de aser uso de ello, entonses determiné
darme otro mas útil qe. fue el de aprender a escrivir este fue otro apuro
no sabia como empesar no sabia cortar pluma y me guardaría de tomar
ninguna de las de mi señor sin embargo compre mi taja pluma y plumas
compre papel muy fino y con algún pedaso de los qe. mi señor botaba
de papel escrito de su letra lo metia entre llana y llana con el fin de
acostumbrar el pulso a formar letras iva siguiendo la forma qe. de la qe.
tenia debajo con esta imbension antes de un mes ya asia renglones logrando
la forma de la letra de mi señor causa pr. qe. hay sierta identidad entre
su letra y la mia [...] yo pasaba todo el tiempo embrollando con mis papeles
no pocas veces me sorprendió en la punta de una mesa que abia en un
rincón imponiéndome dejase aquel entretenimiento como nada corres­
pondiente a mi clase [...] proivioseme la escritura pero en vano todos se
avian de acostar y entonces ensendia mi cabito de bela y me desquitaba
a mi gusto copiando las mas bonitas letrillas de Arriaza [...] (p. 31)51.

El dispositivo mimètico, la “im bensión” de Manzano decide su


posición ante la escritura del amo y ante la literatura misma: “sierta
identidad entre su letra y la m ia”. Nótese, por cierto, cóm o la
máquina del calco, cuyas piezas describe detalladamente Manzano,
presupone un trabajo sobre el cueipo: el entrenamiento del pulso
calibrado para form ar letras casi idénticas a las inscritas en los
papeles desechados por la figura del poder. Insistimos: casi idén­
ticas, en principio, por la distancia ineluctable entre la forma de
la letra del primero y la del segundo. Pero más importante aún,
la “copia” de la letra del amo somete la jerarquía a una transfor­
mación intensa que rebasa la cuestión ontològica de la identificación
y trastoca más bien las posiciones en esa escena de dominio. Dicho
de otro modo: las letras incluso podrían parecer idénticas, y el
segundo una imagen fiel del primero, pero aún si así lo fuera, la
instancia de la “repetición” saca la letra -la esencia del poder del
amo- del sitio que la define, y la escabulle incluso entre las mallas
del interdicto o la prohibición52. Si el estricto control de la escritura

60
y la representación (al menos en la esclavitud) era constitutivo del
poder del amo, la copia sitúa la “esencia” de ese poder en manos
del negro esclavo. Es revelador cómo Manzano detalla los instru­
mentos que componen su compleja máquina m im ètica -la taja, la
pluma, el papel fino, el pulso calibrado-, y enfatiza la laboriosidad
de la “imbension” prohibida que lo lleva al uso estratégico de uno
de los atributos “esenciales” del poder del amo. La copia desesen-
cializa el atributo, al registrai- la materialidad de la letra (“que paresia
g r a v a d a ”, p. 31). La copia reifica la letra, cuando convierte su
“espíritu” en materia imitable, en un objeto reproducible y por lo
mismo controlable. De esta manera, abre una grieta entre la escritura
y la identidad del amo53.
Por ello los amos continuamente castigan a Manzano cuando lo
descubren escribiendo, narrando historias, recitando poem as o
ejercitando su elocuencia. La facultad mimètica del subalterno produce
en el amo una ansiedad insoportable: la sospecha de que el “espejeo”
no era pasivo, y que la letra calcada trastocaba la estabilidad, los
lugares fijos de la jerarquía, la econom ía de las diferencias que
garantizaba los límites del sentido, la identidad m ism a del poder.
No se trata ahí, por cierto, de parodia o sim ulacro, ni de una
apropiación que implique, por parte de M anzano, la postulación
de una identidad que tras la “máscara” del mimetismo escondiera
el secreto de un ser alternativo. El desajuste que opera Manzano
en la jerarquía no es simplemente el efecto de una rebelde reins­
cripción de su diferencia ni de una enfática afirmación de su “otredad”
ante el poder. El desajuste tiene más bien que ver con la similaridad
que en su consecuencia más extrema im posibilitaría el reconoci­
m iento del “otro” en tanto función diferenciadora de la identidad
del amo.
En ese extremo se sitúa, por cierto, el personaje mimètico por
excelencia de la literatura cubana del siglo XIX: la mulata Cecilia
quien, lejos de condensai- la figura de un contacto armonioso entre
las razas, p a sa p o r blanca. El cueipo perturbador -casi blanco e
indiferenciable- de Cecilia representa para Villaverde el límite mismo
de la visib ilid ad en que se funda el cuadro ordenador de las
diferencias54. En Cecilia, el narrador frecuentemente insiste en la
dificultad de fija r el cueipo de su protagonista en el cuadro de las
diferencias raciales: “¿A qué raza, pues, pertenecía esta muchacha?

61
D ifícil es decirlo. S in em bargo, a un ojo conocedor no podía
esconderse que sus labios tenían un borde o filete oscuro. [...] Su
sangre no era pura y bien podía asegurarse [...] que estaba mezclada
con la etiope [...]” (p. 7). Asimismo, paia distinguirla, poco después
del nacim iento de la niña, su abuela Josefa le hace “una m edia
luna azul en el hom bro izquierdo” (pp. 3, 237, 295). Ese tatuaje
que inscribe en el cueipo una marca identificatoria imborrable bien
puede leerse como una metáfora del proyecto mismo de la ficción
en Villaverde: del “ojo conocedor” que separa lo puro de lo impuro,
en la medida en que examina compulsivamente la complejidad de
las mezclas. Para Villavcrde, escribir es tatuar el cueipo de Cecilia
para someterlo al cuadro jerárquico de la identificación y la dife­
rencia. El mimetismo que Cecilia lleva inscrito en su cueipo casi
blanco, y que en la construcción de Villaverde es inseparable del
im pulso sexual que traspasa y ablanda las fronteras raciales de la
jerarquía, amenaza con disolver los lugares fijos del cuadro cla­
sificador que, de otro modo, superado el riesgo de la mezcla racial,
garantizaría la estabilidad de la nación futura. Por el contrario,
Manzano lleva la marca visible de la diferencia en el color estig­
matizado de su cueipo. Pero, en su caso, el registro de esa diferencia
intensifica la peligrosidad del hecho profundam ente perturbador,
para el amo, de la elocuencia -marca de la distinción- en boca de
un negro esclavo.
Con mayor detenimiento, convendría trazar, más allá del orden
esclavista, las figuras de los discursos que se elaboraron en respuesta
a la estrategia mimètica de los sujetos subordinados. En efecto, la
inestabilidad que el mimetismo opera en el cuadro de las diferencias
m otivó la elaboración de notables estereotipos que en general
proyectan una radical ambivalencia55. Tales intentos de reducir y
fijar el espejeo y el disim ulo subalterno, no siempre rem iten al
aspecto corrosivo del gesto mimètico. Por ejemplo, ya hacia 1880,
en la apertura relativa que registra la consolidación de los discursos
liberales en Cuba, basados en paite en el proyecto de interpelación
de un sujeto pedagógico y ciudadano, Antonio Bachiller y Morales
señala:

El hombre negro tiene sobre los otros de distinto origen que el blanco
una cualidad recomendable: su espíritu de imitación. Yo no diré que en
eso se parece al mono como han escrito los sostenedores de la antimis-
cegenación. Los monos imitan al hombre y como no son hombres se
reducen a la mímica: pero ¿dónde están sus obras semejantes? Hay en

55. Sobre la am bivalencia constitutiva de los estereotipos, ver H. K. B habha, “ The O ther
Q uestion. The Stereotype and Colonial D iscourse", Serven, voi. 24/6, nov.-dic. 1983, 18-36.

62
la humanidad cierta atracción moral que explicó uno de los escritores
castellanos más originales, D. Ramón Campos en su interesante libro
sobre la Desigualdad personal; considera esa ley de imitación moral,
cuyo fin es la bondad hasta aparente tan eficaz y cierta ley como de
atracción. Y la bondad del ánimo es casi siempre un antecedente favorable
de la sociabilidad, y por consiguiente del espíritu de imitación56.

Pero a su vez, según comprobaría el análisis de la fobia al doble


y a los parecidos entre los personajes blancos y mulatos que recorren
las páginas de Cecilia, el “espíritu de imitación” tam bién desen­
cadenaba estereotipos en reacción al aspecto “siniestro” del disimulo
o la repetición. Como declara el “Informe fiscal sobre el fomento
de la población blanca en la Isla de Cuba” de 1844, “la procreación
de las castas mestizas [es] mil veces más temible que la primera
[raza pura africana], por su conocida osadía y pretenciones de
igualarse con la blanca”57.
Por otro lado, no estamos proponiendo la máquina mimética de
M anzano com o un modelo capaz de dar cuenta de todas las es­
trategias posibles de los sujetos subalternos en la escena de la
dominación. Es evidente, por ejemplo, que las plantaciones cubanas
del siglo XIX fueron escenas tanto de una explotación brutal como
de notables instancias de rebeldía. También podría pensarse que
la agencia de esos esclavos rebeldes -sujetos que se constituían en
redes de acción e identificación muy distintas del tipo de interpe­
lación jurídico-literaria que aquí nos concierne- fue un acicate capaz
de generar en las élites blancas, incluso las de tendencia abolicio­
nista, las fobias más radicales de esa minoría dominante en un país
cuya población de color era predominante y se encontraba a pocas
millas de Haití. Esas fobias son constitutivas de los discursos sobre
la nacionalidad cubana y en buena medida atraviesan el orden de
sus instituciones modernas, no sólo esclavistas.
Sin embargo, nuestro acercam iento al pleito de M aría Antonia
y a las disputas de Manzano, nos sitúa ante una problemática distinta,
que tiene más bien que ver con el modo en que las instituciones
-los regím enes norm ativos que ellas presuponen- reinscriben sus
lím ites en la coyuntura de un cam bio que trastoca la posición
interpelada del otro ante la ley. Sin idealizar el juego de poder en
que se inscribe el mimetismo -ni la subordinación que implica- la

56. A ntonio B achiller y M orales, L os n e g ro s (G om as y Com pañía: B arcelona, 188?), pp.


1 3 2 -3 3 ).
57. “ Inform e fiscal sobre el fom ento de la población blanca en la Isla de Cuba y em anci­
pación progresiva de la esclava presentado a la Superintendencia G eneral Delegada de la Real
H acien d a en d iciem bre de 1844 por el Fiscal de la M ism a” (M adrid: Im prenta de J. M artín
A legría, 1845), p. 33.
estrategia de Manzano en la escena de su entrada al espacio vedado
de la escritura nos obligó a repensar la categoría de la interpelación,
a cuestionar la constitución del sujeto com o un sim ple efecto
estru ctu ral de la in stitu ció n que lo nom bra; y, con el m ism o
movimiento, nos llevó a cuestionar una lectura bastante generalizada
de Manzano que, subestimando el aspecto estratégico de la “iden­
tificación” mimètica, ha tendido a reducir su agencia, la máquina
de su “imbension”, a los efectos de una imitación pasiva que “suprime
el ser” del esclavo58. Sólo desde la perspectiva de un radical
“possesive individualism ”, como sugiere M. Taussig, podríam os
subestim ar la im portancia de las estrategias miméticas en las di­
nám icas de la dom inación59. Sólo acobijados por la som bra del
fantasm a de la originalidad le exigiríam os a M anzano la voz de
una diferencia “pura” o autónoma de la escena de la dominación
en que Manzano se constituye -peligrosamente, paia los amos- en
sujeto de la escritura.

LA CUESTIÓN DEL LÍMITE Y LA FOBIA DEL CONTACTO

Además, ¿no habíamos señalado ya que la interpelación testi­


m onial despliega el m ovim iento de la constitución del cam po
institucional en el momento mismo en que le pide a M anzano el
relato de su vida? Ante la escena de ese doble movimiento especular
¿no deberíam os tam bién enfatizar el m im etism o, el cam uflaje de
la institución, que en el pacto testimonial -en la solapada guerra
contra la ley anterior- disimula su intervención y ventrílocuamente
enuncia el nuevo sentido de su justicia desde el cuerpo m arcado
del otro? ¿No consigna el proyecto de incorporación de la palabra
del esclavo al nuevo orden de la representación liberal -tanto en

64
la tertulia delmontina como en las compulsivas imitaciones del habla
dialectal en las ficciones de la lengua nacional que elaboran an­
siosam ente las novelas abolicionistas60- un im pulso m im ético al
menos tan intenso como las apropiaciones de M anzano? Pensado
como un doble movimiento especular, como un doble intercambio
de prácticas y de uso, el proceso de la “identificación” del sujeto
desborda la pregunta por el m odelo o la prioridad, y nos sitúa
nuevamente ante las estrategias y negociaciones que se despliegan
en la escena. Digamos que en la interpelación -precisamente porque
la escritura de Manzano no es pasiva- la institución que lo llama
y que con su testim onio se funda tiene que rediseñar el trazado
de sus lím ites y su política del contacto.
En su lúcida lectura de la A u to biografía, Antonio Vera-León
explora cierto desequilibrio desencadenado por el texto de Manzano
én el interior del “canon” de la literatura nacional aún en vías de
formación61. En la escritura fonética de Manzano, Vera-León señala
la cristalización de una “retórica del m estizaje”62 que conjugaba,
en la superficie misma de su forma -escrita y oral- “una alianza
o conspiración literaria desde donde negociar un lenguaje para
narrar la nación”63. La incorporación de la palabra del esclavo
respondía a la doble pugna del campo intelectual criollo que, por
un lado, encontraba en el “estilo bárbaro”64 de M anzano -en el
excedente de su oralidad- un mecanismo de diferenciación del canon
metropolitano; campo intelectual criollo que, por otro lado, en el
proceso de la incorporación de la palabra “otra” en la literatura,
proyectaba la “dom esticación [de la oralidad, signo de barbarie]
en la escritura”65, en un intento disciplinario de contener las pro­
fundas contradicciones internas de la nación (futura), cruzada aún
por los efectos de la esclavitud y la irreductible heterogeneidad
racial. Con precisión Vera-León señala las nuevas contradicciones
que desata la propia “alianza” que sitúa la em ergente literatura
nacional ante la “barbarie” de ese estilo que -si bien posibilitaba
la especificación de la diferencia ante España- al m ism o tiem po
exponía la literatura al riesgo de la “desfiguración”66 de la escritura.
De ahí las reiteradas revisiones a que ha sido sometida hasta nuestros

65
días la escritura de Manzano: intentos letrados de retocar su escritura
fonética, de ajustarla a las normas gramaticales de la institución.
O, com o señalara todavía años después M ax Henríquez Ureña,
intentos de “pasar en lim pio ese texto, librándolo de im purezas

La interpelación provoca en la institución la sospecha de que


la respuesta del subalterno a su llamado, a su paradójica invitación
al habla -en la reubicación del límite de la ley- resultaba en una
escritura demasiado pegada al cueipo, demasiado porosa y expuesta
al riesgo de la contaminación. Esa sospecha constata la m anifes­
tación del síntoma de la institución, el nudo impensable -desde la
institución- de que en lo más íntimo de su dominio la nueva ley
in co rp o rab a la negación de sí m ism a. En sus m om entos más
exasperados, la sospecha desencadena una intensa tropología de
la pureza y el contagio y las consecuentes operaciones fóbicas de
lim pieza que, como señalara Mary Douglas en P urity a n d D anger,
rem iten a una redistribución de las categorías de integridad y de
m ezcla en una coyuntura de reorganización social68.
Más allá del texto de Manzano, y de la reacción literaria al mismo,
esa tropología de la pureza y el contagio contribuye a reorganizar
otras zonas del poder y a sobredeterm inar el modo en que sus
instituciones (médicas, escolares, penitenciarias, etc.) -sobre todo
a partir de la década de 1830- pensaron la reorganización del espacio
público y la cuestión de los lím ites en una sociedad cambiante,
profundam ente m arcada por la heterogeneidad racial e incluso
lingüística. Para comprender el peso de la problemática de los límites
y de su concom itante tropología de la pureza en los discursos
fundadores de las instituciones modernas cubanas, habría que ver
con detenimiento el impacto que tiene la devastadora epidemia del
cólera de 1833 en el “im aginario” de las instituciones. Com pro­
baríam os, entre otras cosas, el desarrollo im perioso del discurso
higiénico como paradigma que provee figuras, metáforas, para pensar
diversos tipos de límites y contacto, más allá del territorio pertinente
a la salud pública69. Por el m om ento digam os, para retom ar la
metáfora de la “limpieza” en la reacción de la institución literaria
contra la escritura de M anzano, que el discurso higiénico marcó
intensamente el pensamiento de los intelectuales sobre el contacto
etno-lingüístico, según com prueban los deslices en el siguiente
comentario del novelista Anselmo Suárez y Romero -el primer “trans-

6 7. M. H en ríq u ez U reña, P a n o r a m a h is tó ric o de la l it e r a tu r a c u b a n a (New York: Las


A m éricas P ublish in g , 1963), p. 184.
68. M. D ou g las, P u r ity a n d D a n g e r (L ondon: R outledge and K enan Paul, 1969).
6 9 . V éase J. R am os “A C itizen -B o d y . C h o lera in H av an a (1 8 3 3 )". En D is p o s itio (en
p re n sa ).

66
criptor” de Manzano- sobre el efecto nocivo de las nodrizas negras
y m ulatas en la “lengua castiza”:

La leche santa de sus madres no es la que siempre alimenta a los hijos


de Cuba; una nodriza abyecta nos da la suya, porque muchas madres creen
hallar su salud y belleza en el olvido del primero de sus deberes. [La]
palabra de aquella nodriza ignorante y corrompida es la que más escu­
chamos, sus acciones son las que más vemos en esa edad cándida de la
infancia, que, como el cristal refleja súbito y cabal cuanto se les acerca,
así reproduce lo que se le presentó por modelo. [...] Ahí se nos inspiran
ideas erróneas; ahí brotan las pasiones bastardas, que afirmándose y
creciendo después, convierten en inútil o vituperable nuestra vida; allí
se corrompe todo, hasta el habla castiza de nuestros mayores70.

De ahí que la compulsión a revisar el manuscrito de Manzano,


los reiterados intentos de ordenar su prosa “caótica y desaliñada”
como condición de entrada a la institución, inmediatamente se deslice
en la operación m etafórica de “lim p iar” sus “im purezas”. Esa
com pulsión rem ite, nuevamente, a la cuestión de la porosidad y
maleabilidad de una escritura constituida en la reubicación del límite
de la institución, en esa zona de negociaciones donde la literatura,
en su pugna con la legalidad del orden colonial y esclavista, postula
el derecho del otro a ocupar un sitio en el orden de la ciudadanía:
la inscripción de su palabra en el orden de la representación. La
zona de contacto, en los márgenes de la institución -en el testimonio
que la constituye al reinscribir sus nuevos límites- es recorrida por
una energía tan necesaria para la demarcación del territorio como
peligrosa. Como señala Douglas, “all margins are dangerous. If they
are pulled this way or that the shape o f fundamental experience
is altered. Any structure o f ideas is vulnerable at its margins”71. Por
ello, para la antropóloga británica, las fronteras del cueipo, sus
orificios, sus secreciones, son el objeto de una operación simbólica
particular que convierte el cueipo en una figura clave para el diseño
del espacio social y de los modelos de integridad, de límites, de
transm isión y de com unicación que rigen el im aginario de. sus
in stitu cio n es, sobré todo en la coyuntura de transform aciones
profundas.
En el contexto específico de una sociedad pluriétnica como la
cubana, no es casual que los discursos que se plantearon la tarea
de proyectar la “integración” nacional sintomáticamente reacciona­

70. A. S uárez y Rom ero, "V igilancia de las m adres” . Colección d e artículos (La H abana:
E stab lecim ien to T ip o g ráfico La A ntilla, 1859). p. 23.
71. M . D ouglas, P u rity a n d D a n g e r, op. c¡(., p. 121.

67
ran al contacto ineluctable que la reubicación de los lím ites im ­
plicaría. El m iedo a la m ezcla recorre la escena testim onial y
sobredetermina luego el ambiguo rol que la ficción narrativa cumple
en la elaboración de esos discursos. Como el testimonio de Man­
zano, la novela -género híbrido por excelencia- era un suplemento
tan necesario com o peligroso para los discursos de la “homoge-
nización” nacional. Si bien contribuía, con el don prospectivo de
la ficción, a pensar las condiciones que harían posible la transfor­
mación del esclavo en ciudadano, en sujeto de una ley más justa,
en hablante de una lengua nacional más democrática, la novela
-com o el testim onio de Manzano- situaba al poder en una zona
arriesgada de contacto y porosidad.

LITERATURA Y FICCIONES DEL DERECHO

Según sugerimos al comienzo de este ensayo, la literatura moderna


se instaura en ese umbral donde recorre los diferendos del orden
jurídico-sim bólico (esclavista) desde un nuevo sentido de la justicia;
es decir, desde la elaboración de la ficción del derecho (liberal)
futuro.
En su notable exploración del proceso de jurisgenesis, inspirado
en paite por los debates contra el positivismo legalista en el campo
de los “critical legal studies”, Robeit M. Cover enfatiza el rol de
la narrativa en la construcción del “universo normativo” que garantiza
la producción del sentido en las instituciones formales de la ley72.
Para Cover:

La ley puede ser comprendida como un sistema de tensiones o como un


puente que conjuga un concepto de lo real con una alternativa imaginaria;
es decir, como la articulación entre esos dos niveles del asunto, cuya
significación normativa sólo puede ser representada plenamente median­
te dispositivos narrativos. De ahí que uno de los elementos constitutivos
del nomos consiste en lo que George Steiner denomina la ‘alteridad’: ‘lo
otro del caso’ [“the other than the case'] [...]. El concepto del nomos,
en tanto mundo-de-ley, implica por un lado la aplicación de la voluntad
humana a un estado actual de las cosas, así como la perspectiva hacia
nuevas visiones de futuros alternativos. El nomos es un mundo normativo
constituido por el sistema de las tensiones entre la realidad y la visión73.

68
Irreductible a la codificación del derecho, o a la administración
del m ism o en el aparato legal, el discurso de la ley cristaliza -y
pugna por resolver, en el devenir de sus transform aciones- esa
tensión m atriz entre la institucionalidad existente y la proyección
de una justicia futura. Para Cover, la narrativa es el lugar donde
se elabora, en el presente mismo de las instituciones existentes, la
ficción del futuro que trabaja, mediante el gesto prospectivo, las
zonas im pensables de la institución “form al” que en ese sentido
nunca puede dar cuenta de la pluralidad de las legitim idades que
circulan y pugnan en el campo de las contradicciones sociales74.
De ahí que el “nomos no requiera necesariamente de un estado [de
las instituciones formales de la ley], y que la creación del sentido
jurídico -la ju risgen esis- siempre tenga lugar en un m edio esen­
cialm ente cultural”75.
En su debate contra el positivismo, Cover intenta oponer el sentido
jurídico a la organización social y la administración de la ley76 con
lo cual reduce la función del estado a las prácticas administrativas
del “control social” que ejercen las “instituciones form ales”. El
debate lo lleva, asimismo, a reclamar una autonom ía radical para
las prácticas simbólicas que generan el nom os en la zona “esen­
cialmente cultural” que Cover opone a las instituciones del Estado:
“Til dicotomía, manifiesta en las culturas folclóricas y clandestinas
[underground] incluso en las sociedades más autoritarias, es par­
ticularmente visible en la sociedad liberal que renuncia al control
de la narrativa. El carácter incontrolado del sentido ejerce un efecto
desestabilizador sobre el poder. Es decir, los preceptos deben tener
sentido, pero necesariam ente abstraen ese sentido de m ateriales
creados por prácticas sociales que no están sujetas a las normas
que condicionan la legislación y la producción formal de las le­
yes”77. La crítica al positivismo sitúa a Cover en una tajante opo­
sición entre el estado y esa especie de sentido salvaje que la práctica
simbólica desata en el exterior de la institución. Acaso podría pensarse
que la articulación de ese sentido -en la ficción del derecho- es
constitutiva de la institución, en tanto función de las creencias,
relatos, procesos de identificación e interpelación de los sujetos que
intervienen incluso en las operaciones aparentemente más “forma­
les” de la administración o del control social. Además, según hemos
argüido a lo largo de este trabajo, la producción del sentido que
C over opone al poder circula m ediante la intervención de otras

74. S obre la com petencia de legitim idades en el orden ju ríd ico , ver tam bién B. de S ousa
S an to s, “ U n a c a rto g ra fía sim b ó lica d e las re p re se n ta c io n e s so c iales. P ro le g ó m e n o s a u n a
c o n cep c ió n p o sm o d e rn a del d erech o ", o p . c it.. pp. 18-38.
75. R obert M. C over, “T he S uprem e C ourt...”, o p. cit., p. 11. (Tr. del autor).
76. Ib id ., p. 18.
77. Id e m . (Tr. del autor).

69
institu cio n es culturales, sobre todo la literatura, en sociedades
secularizadas. En todo caso, el trabajo de Cover m anifiesta las
posibilidades abiertas por el contacto entre el análisis del discurso
y los debates sobre la interpretación y la constitución de la “verdad”
jurídica.
En el relato de María Antonia Mandinga -en el recorrido de su
palabra por los canales de un aparato judicial que no era aún capaz
de dar créd ito a su sentido- ubicam os una de las “v erdades”
impensables de la ley esclavista. Señalamos también que la larga
trayectoria de su desafío, en el pleito que se prolonga por más de
m edio siglo, se nutría de las contradicciones internas de los pre­
supuestos interpretativos de un orden judicial que, entre otras
tensiones, evidenciaba un progresivo desequilibrio entre las cate­
gorías del derecho natural del esclavo y el derecho de propiedad
del amo. Pero, de igual modo, sugerimos que las tensiones internas
de la institución no podían dar cuenta de las transform aciones
cristalizadas por la resolución de la disputa en favor de Juan Lorenzo
-el hijo de María Antonia- en la década de 1860. Más allá de este
caso en particular, propusimos que el proceso de constitución del
esclavo en sujeto de la “verdad”, en sujeto de derecho (al testimonio)
en el orden de la representación liberal, implicaba la intervención
de otro discurso que operaba sobre los lím ites de la institución
jurídica, reubicando el cam po de su territorio y proyectando la
redefmición de la ciudadanía. La literatura se instituye con la in­
tervención en los límites del orden jurídico-simbólico de la escla­
vitud, trabajando la peligrosidad de sus m árgenes, proponiendo
categorías para la solución de los diferendos generados por la
pluralidad de las legitimidades y, sobre todo, explorando las con­
diciones que harían posible la subjetivación de los esclavos: la
interpelación de los sujetos en una nueva red de dom inación e
identificación. Allí, en el cielo de la lengua nacional cubana, la
escritura de Manzano brilla como una estrella enante y, al final del
relato, cim arrona78.
II. INTERSTICIOS
4

ENTRE OTROS:
UNA EXCURSIÓN A LOS INDIOS RANQUELES
DE LUCIO V. MANSILLA*

El viajero sale del territorio habitual. Explorará un territorio des­


conocido aunque no necesariamente imprevisto: lleva mapas, guías
turísticas, diccionarios: lecturas. Intentará, por momentos, registrar
las ^diferencias. La discontinuidad entre los dos espacios -origen y
destino-, y el pasaje entre am bos, conform an la condición de
posibilidad del viaje y su relato. El viajero es un relator: confabula
redes, tejidos, encabalgamientos entre espacios discontinuos. No es
casual que el relato de viajes haya incorporado la retórica epistolar.
La carta, en su juego de distancias, propone la solución de la
discontinuidad: llena un vacío. Sin embargo, la experiencia del lugar
de origen, el pasado, el destinatario que allá permanece, constituyen
el marco de referencia. A partir de esa experiencia previa el otro
mundo adquiere sentido, se convierte en materia interpretable, sujeta
a la jerarquización que la comparación impone. En efecto, el símil
es una figura predom inante en el discurso del viajero.
¿Qué se busca al otro lado? ¿Qué modelización de lo real establece
el itinerario del viaje? ¿Qué jerarquización produce el discurso entre
los puntos heterogéneos del pasaje, de la com paración? Ya con
Sarmiento, hacia mediados del siglo pasado, el modelo del itinerario
se halla cristalizado en la Argentina. El viaje es una institución
didáctica, requisito en la educación de la juventud oligarca y, sobre
todo, de los letrados. El viaje es, a su vez, un género literario de
enorme prestigio y popularidad: “El viaje escrito [...] es m ateria
muy manoseada ya”, dice Sarm iento1. Sin embargo, no subestima
el poder político y literario del género. Por el contrario, postula su
consagración, la inscripción de la forma en el ancho ámbito de las

73
Bellas Letras: “Sobre el mérito puramente artístico y literario de estas
páginas, no se me aparta nunca de la mente que Chateaubriand,
Lamartine, Dumas, Jaquemond, han escrito viajes [...]” (p. 12). La
autoridad se encuentra al otro lado; el viaje, en Sarmiento, es su
búsqueda.
En Sarmiento la discontinuidad topográfica y cultural, condición
del viaje, se representa en términos de un desnivel: “Hay regiones
dem asiado altas, cuya atmósfera no pueden respirar los que han
nacido en tierras bajas” (p. 12). El viajero va de lo bajo a lo alto.
El itinerario dispone un movimiento en dirección a una plenitud.
El pasado, territorio de origen, visto desde el otro lado, se asume
como carencia. El intelectual viajero se autoriza en el proyecto de
nivelación del desajuste. De ahí el peso ideológico del género,
cuando menos a lo largo del siglo XIX.
En el interior del género, U na excursión a los indios ranqueles
(1870) de Lucio Victorio M ansilla ocupa un lugar excéntrico2. Es
fundador, digam os, de un nuevo tipo de ejercicio turístico. Su
excentricidad relativa, su capacidad crítica, se desprende de su trabajo
sobre las normas instituidas por el relato del viaje a Europa. U na
excursión es un deliberado viaje a la barbarie. De ahí, entre otras
cosas, su silueta paródica: “¿No es común ir a Europa p o r instruirse
p a ra olvidar lo poco que se ha aprendido en la tierra? [...] Ir p o r
lana p a ra salir trasquilado” (p. 43). U na excursión a los indios
ranqueles es la práctica de una inversión, comentada por Mansilla
en este curioso recuerdo:

Cuando yo estaba en el Paraguay, Santiago amigo, voy a decirte lo que


solía hacer, cansado de contemplar, desde mi reducto en Tuyutí, todos
los días la misma cosa [...], sabes lo que hacía?
Me subía en el merlón de la batería, daba la espalda al enemigo, me abría
las piernas, formaba una curva con el cuerpo y mirando al frente por entre
aquellas, me quedaba un instante contemplando los objetos al revés.
Es un efecto curioso para la visual, y un recurso al que te aconsejo recurras
cuando te fastidies, o te canses, en esa vieja Europa [...] (p. 50).

Si escribir, para el Mansilla de U na excursión, es invertir, ¿qué


podría ser, para nosotros, la lectura?
Es posible leer U n a excursión sólo a partir de la generosidad
de sus narraciones. Tras el curso del tiempo que opaca el aspecto

74
circunstancial del relato podemos incluso imaginar una lectura que
piense al texto como una práctica de ficción. Ya lo había previsto
Mansilla: “Como Gulliver, en su viaje a Liliput, yo he visto el mundo
tal cual es en mi viaje a los ranqueles” (p. 317). Y “Creerán algunos
que a medida que corre la pluma voy fraguando cosas imaginarias
para llenar papel y aumentar el efecto artificial de estas mal zurcidas
cartas [...]. Los abismos entre el mundo real y el mundo imaginario
no son tan profundos” (p. 29). Posiblem ente sea válida, además,
la lectura del texto como un estricto ejercicio testimonial: “Yo no
soy más que un cronista” (p. 157), dice Mansilla. Así parece haber
sido leído el relato por el Congreso Geográfico Internacional en
1875 cuando premió el libro. Décadas después, Ricardo Rojas insistía
en que “la pintoresca novedad del asunto en la época de su primera
edición y el interés añadido a esta crónica por el transcurso del
tiempo, explican la fama de tal libro, más que su factura literaria”3.
' La oposición entre “crónica” y “factura literaria” perm ite la
ubicación de algunos problemas que dificultan la lectura de un texto
formalmente tan híbrido como U na excursión. Como muchos textos
latinoamericanos del siglo XIX, U na excursión pone en evidencia
un alto grado de m arginalidad funcional y genérica4. Su espacio
se configura a partir de la codificación de lo referencial5, condición
de producción y de lectura del discurso testimonial en la forma del
relato de viaje. Sin embargo, también es evidente el “efecto artificial”
del relato, la apelación a la función estética de la época mediante
las notables narraciones, las descripciones líricas y las alusiones a
los m odelos del rom anticism o europeo y argentino. Parecería,
entonces, que si bien la oposición entre “lo literario” y “lo no
literario” dificulta la lectura crítica, no constituye una contradicción.
Digamos, por ahora, que esa marginalidad tuvo un valor práctico
para Mansilla: su escritura propone, por un lado, la vitalización de
la norm a estética de su época y, con el m ism o m ovim iento, la
literaturización de los discursos testimoniales de la experiencia vivida.
A pesar de la confluencia de funciones discursivas y de la
complejidad genérica de U na excursión podemos partir de varias
matrices que, si bien son producidas por la escritura, operan como

3. R icardo R ojas, H is to ria d e la li te r a tu r a a rg e n tin a (B uenos A ires, 1922), vol. IV, p.


499.
4. Sobre la im portancia de tal m arginalidad, en el caso particular del F acu n d o , véase Noé
Jitrik , “E l F a c u n d o : la g ran riq u e z a de la p o b re z a ” , P ró lo g o a D.F. S arm ie n to , F a c u n d o
(C aracas: B ib lio teca A yacucho, 1977).
5. Sobre los textos referenciales, señala P hilippe Lejeune: “ [Los textos referenciales] pre­
te n d e n a p o rta r u n a in fo rm ació n e x te rn a al te x to , y así so m e te rse a u n a v e rific a c ió n . Su
finalidad no es la m era verosim ilitud, sino la sem ejanza de la verdad. N o el ‘efecto de realidad’
sino la im agen de lo real". Le p a c te a u to b io g ra p h iq u e (Paris: E ditions du Seuil, 1975), p. 3.
La traducción de la cita es nuestra.

75
núcleos a partir de los cuales el texto arma su particular organización
del sentido y, así, el com plejo modelo del m undo que propone.
Partimos aquí de la relación entre las figuras de lo otro y lo mismo
en el relato, dado que U na excursión constituye un deliberado viaje
ál lugar excluido de (y por) la “civilización”; un viaje al territorio
extraño del indio y del gaucho exilado. Nos proponem os seguir
la cadena significante de la que se desprende la relación entre
“nosotros” y “ellos”: pronombres de lo mismo y lo otro, así como
los m ecanism os de exclusión e inclusión mediante los cuales se
form ula dicha dicotom ía en U na excursión. Observaremos cómo
M ansilla critica la “naturalidad” del “nosotros”, sujeto de la ideo­
logía que enuncia la oposición civilización/barbarie en su instancia
sarmientina; e intentaremos luego ubicar la problemática del sujeto
-forma de autoridad6 o medida de jerarquización- desde el cual se
hace la crítica al sujeto sarm ientino: nos(otros), sujeto del cual
M ansilla se proyecta com o un excluido, que a su vez constituye
la form a de un poder deseado.

D E BÁ R BA R O S Y CIVILIZADOS

Com o ha señalado Lotman, toda cultura establece una oposición


entre su espacio interno, organizado, y su espacio externo, deses­
tructurado7. En el caso de la cultura argentina del siglo XIX, esta
relación se establece con un particular dramatismo. Tras la inde­
pendencia de España, la oligarquía liberal argentina confrontó la
necesidad de delim itar y consolidar sus fronteras económ icas y
geográficas, así como las de la identidad que habría de proponer
(e im poner) com o la identidad nacional.
Los textos fundadores de la literatura argentina, El m atad ero y
L a c a u tiv a de Echeverría, A m alia de Mármol y el F acundo de
S arm iento, están m odelados en torno a la oposición entre un
“nosotros” -los civilizados, los cautivos- y un “ellos” -los indios
y los gauchos- no sólo “bárbaros”, sino agresores. De ahí se desprende
el deseo de hom ogeneizar el heterogéneo territorio de la naciona­
lidad. A dem ás, es im portante notar que en estos textos, en la

76
formulación de la antinomia civilización/barbarie, un sector despla­
zado de la oligarquía reafirmaba su “derecho natural” al poder, en
una época en que la “barbarie” -el rosismo- determinaba la política
del E stado8. Com o señala David Viñas:

La literatura argentina emerge alrededor de una metáfora mayor: la


violación. E l m atadero y A m alia, en lo fundamental, no son sino
comentarios de una violencia ejercida desde afuera hacia adentro, de la
‘carne’ sobre el ‘espíritu’. De la ‘masa’ contra las matizadas pero explícitas
proyecciones del Poeta. Y, a partir de esta agresión inicial -por el reverso
de la trama- los textos del romanticismo argentino pueden ser leídos como
un progresivo programa del ‘espíritu’ contra el ancho y denso predominio
de la ‘bárbara materia’9.

Ahora bien, la relación entre “nosotros” y “ellos” no es estable


ni absoluta. En tanto modelo de una amplia producción cultural,
es necesario situar sus realizaciones de acuerdo al lugar que ocupa,
en una coyuntura histórica determinada, el sujeto que enuncia al
“nosotros” y que excluye al “ello s” del espacio discreto de la
“civilización” . Incluso dentro del “nosotros” pueden darse fisuras:
recordemos la reformulación crítica del concepto sarmientino de la
civilización que propone A lberdi10. Hasta cierto punto, esa fisura
explica tam bién el grado de crítica al poder que se desprende de
U na excursión.
U na excursión opera sobre la dicotomía civilización/barbarie; se
construye como la lectura transformativa de tal oposición. En términos
de su temática, U na excursión evidencia la consistente inversión
de la antinomia según Sarmiento. Los siguientes ejemplos remiten
a tal transformación:

Grandes y populosas ciudades como Buenos Aires, con todos los placeres
y halagos de la civilización, teatros, jardines, paseos, palacios [...] una

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agitación vertiginosa, en medio de calles estrechas, fangosas, sucias,
fétidas, que no permiten ver el horizonte, [...] en las que yo me ahogo,
echando de menos mi caballo.
Fuera de aquí, campos desiertos, grandes heredades, donde vegeta el
proletario en la ignorancia y en la estupidez [...].
Tesis y antítesis de la vida de una república. Eso dicen que es gobernar
y administrar. ¡Y para lucirse mejor, todos los días clamando por gente,
pidiendo inmigración! (p. 167).

Para M ansilla, esos “proletarios”, los gauchos, constituyen el


verdadero producto de la tierra: ellos forman lo que debería ser
la base de la nacionalidad. Son, sin embargo, los marginados por
el poder, a quienes “nuestros políticos han perseguido y estigm a­
tizado, [y] nuestros bardos no han tenido el valor de cantar, sino
para hacer su caricatura” (p. 157). Lo esencial, según Mansilla, sería
oponer lo nacional, lo de la tierra, a la “monomanía de la imitación
que quiere despojarnos de todo, de nuestras costumbres, de nuestra
tradición” (p. 167).
Es evidente que se cuestionan ahí los ideologemas sarmientinos
form ulados en las oposiciones ciudad/cam po, Europa/A rgentina,
hom bre urbano o inmigrante/gaucho o criollo. Se critica, además,
el postulado que sirve de base a tales oposiciones: el rol determinante
del m edio y de la raza según Sarmiento:

Sobre este tópico, Santiago amigo, mis opiniones han cambiado mucho
[...] desde la época en que con tanto furor discutíamos la fatalidad de
las razas. [...].
Hoy pienso de distinta .lanera. Creo en la unidad de la especie humana
y en la influencia de los malos gobiernos (p. 13).

En el sentido de su crítica a Sarmiento, U na excursión es un


d eliberado viaje al lugar del otro, al territorio excluido de la “barbarie”.
C om o deliberado viaje propone no sólo el encuentro del coronel
M ansilla con los ranqueles sino también la puesta en crisis de la
“naturalidad” del “nosotros” que entonces determinaba las cuali­
dades propias de lo “bárbaro” y lo “civilizado”. En la época de
U n a excursión, ese “nosotros” era el sujeto que determ inaba la
política del Estado en ese tiempo presidido por Sarmiento. De ahí
que el texto sarm ientino y la lectura del liberalism o que supone
constituyan un aspecto fundamental de la materia prima ideológica
sobre la cual trabaja la escritura en juicio.
Podríam os ahora preguntarnos desde qué perspectiva ideológica
esta escritura legitima su crítica del modelo sarmientino. ¿O es que

78
como gesto crítico esta escritura remite a la estricta negación de
toda postura de autoridad, de poder del autor y, así, de toda función
ideológica del discurso?

FIG URA CIO NES DEL YO

A lo largo de U na excursión se repite un curioso sueño del


personaje M ansilla. Es el sueño del deseo de grandeza y poder:

[...] soñaba que yo era el conquistador del desierto; que los aguerridos
ranqueles, magnetizados por el eco de la civilización, habían depuesto
las armas; que se habían reconcentrado formando aldeas; que la iglesia
y la escuela habían arraigado sus cimientos en aquellas comarcas deshe­
redadas [...] (p. 174).

Ése parecería ser el sueño de un militar ambicioso, que lleva la


civilización y sus instituciones a las extrañas regiones de lo otro.
Sin embargo, el sueño no concluye allí; el sujeto pronto se siente
el “patriarca respetado y venerado” por los indios. Llam ado por
un “espíritu maligno”, “se concitaba a una mala acción, a dar [su]
golpe de estado” (p. 174). Ese “espíritu del mal” le dice:

¿No tienes poder, 110 eres de carne y hueso, 110 amas el placer? Pues bien
[...] ¡Escucha la palabra de la experiencia, hazte proclamar y coronar
emperador! Imita a Aurelio I. Tienes un nombre romano. Lucius Victorius
Inperator sonará bien al oído de la multitud (p. 175).

En varios sentidos, el yo en U na excursión sucumbe ante la voz


de la tentación. Aunque M ansilla nunca llegaría a ser emperador,
de su enfático deseo de autoridad se desprende la sistemática inflación
del yo que no sólo atraviesa las posturas del personaje en las tolderías,
sino también la función del sujeto en otros niveles de la organización
textual.
Esa práctica textual de Mansilla, por cierto, no se reduce a U na
excursión. Adolfo Prieto señala, en su lectura de M is m em orias
(1904), que M ansilla “tal vez sea el hombre que ha hablado más
de sí mismo” en la Argentina11. De U na excursión, sin embargo,
se desprende una anomalía. El recuerdo familiar, la nomenclatura
de una genealogía poderosa, fundam enta la autoridad del yo en

79
M is m em orias12. En cambio, Una excursión proyecta la figura de
un yo sin historia familiar, la figura del self-m ade man Mansilla:
“mi tesoro no es herencia de nadie. Yo mismo me lo he formado”
(p. 161). De ahí que la autoridad del yo en U na excursión dependa
de la capacidad del narrador -ese otro yo- para inflar los actos de
su personaje. El personaje Mansilla es el efecto de un sistemático
proceso hiperbólico. L a im portancia del viaje m ism o ha sido
exagerada: cuando M ansilla hace el viaje a las tolderías, supues­
tamente para ratificar un pacto del gobierno con los indios, el tratado
ya había sido firmado por los ranqueles. Incluso el encuentro con
la “barbarie”, que M ansilla propone como único y original, tenía
varios antecedentes. El propio Santiago Arcos, intelectual chileno
que figura com o “destinatario” de las “cartas” que form an U na
excursión había escrito años antes un folleto relatando sus expe­
riencias en la frontera argentina13.
La inflación del yo, como decíamos, se verifica en varios niveles
de la organización textual. Veamos, primeramente, cómo se formula
la figura del acto r M ansilla ante los otros personajes del relato.

“M IR A B A N Y M IR A BA N C O N IN TEN SA O JEADA”

Podríam os suponer que el encuentro con lo irreconocible, con


lo otro, im plica, por parte de su sujeto, un m irar con “intensa
ojeada”. Su relato, entonces, sería el cuento de lo visto. El encuentro
de M ansilla con los ranqueles, sin embargo, se arma sobre la aparente
pasividad del sujeto actor. El narrador, básicamente, cuenta cómo
M ansilla es observado y admirado por los indios, ante los cuales
reconoce ser un extraño: un otro. Cuando se es visto hay que posar,
se posa y se dice que el acto ante el otro es sobre todo una postura.
L a configuración del personaje en U n a e x cu rsió n se genera
m ediante la distancia de un narrador que continuamente señala el
carácter fin gido de las posturas del personaje al situarlo en un campo

12. S o b re las fu n cio n es del yo en la o b ra de M ansilla en general, véase S ylvia M olloy,


“ Im agen de M an silla” en L a A rg e n tin a del O c h e n ta al C e n te n a rio , G. Ferrari y E. G allo,
com ps., (B u en o s A ires: S udam ericana, 1980), p. 731.
13. S antiago A rcos, C uestión de ios indios. L as f ro n te r a s y lo s'in d io s (1860); cf. nota 1
d e Caillet-Bois en la edición que manejamos. Los viajes al territorio indígena no eran insólitos;
recien tem en te se han editado, por ejem plo, las reveladoras M e m o ria s de Manuel B aigorria,
F élix L una, ed., (Buenos A ires: Solar/H achette, 1975), soldado unitario que tras la victoria de
R osas se refu g ia eñ las tolderías y llega a ser un respetado cacique blanco. Baigorria escribe
entre dos m undos. Tras sus veinte años entre los indios, asum e su lenguaje y su m odo de vida,
incluso el robo. D espués de C aseros, sin em bargo, decide regresar a la “civilización” , m undo
del origen. E ntre los blancos, Baigorria es visto con desconfianza, com o un otro. Escribe para
red u cir esa distan cia y p ara reafirm ar su identidad de h om bre “ civilizado” . La escritura era
atrib u to , en efecto, del sujeto civilizado.

80
clave de acción: la teatralidad. Los significantes de la teatralidad
abundan en el relato: “Yo fingía no entender nada [...]” (p. 80);
“Hecha la comedia, pedí más aguardiente [...]” (p. 105); “[...] probarles
a los indios, con un acto de añojo (p. 14). Esa distancia -a veces
un tanto irónica- entre el plano de la enunciación y el del enunciado,
se com plica aún más si tenemos en cuenta que ambos planos se
conjugan, aparentemente, en un yo que actúa, pero que a su vez
recuerda, edita y narra lo actuado. La teatralidad del personaje
genera la siguiente pregunta: ¿Hay alguna identidad detrás del yo
que fin g e, que parece ser, que actúa com o si fu e r a ?
Lejos de ser un personaje esquemático, ese yo indica un alto
grado de consistencia. Es un yo esquivo y enm ascarado, sujeto
teatral para el cual ser es actuar. Es un sujeto siempre atento a ser
v isto , cuyo campo de acción es un escenario en el cual la regla
básica del juego es conocer el p oder, el efecto que las posturas
propias tienen sobre los otros. El personaje calcula la autoridad que
proyecta cada gesto emitido: “Yo hablé de los caballos que me
habían robado en Cullancó [...] y lo hice con vivacidad [...] pa-
reciéndome que mi tono de autoridad llamaba la atención de todos”
(p. 139). F a rsea r es su acto distintivo. Lo hace sin el m enor
rem ordim iento, pues hasta los indios “saben rodearse de aparato
teatral para deslum brar o em baucar a la m ultitud” (p. 110). El
“aparato teatral", entonces, no es simplemente un juego; no se arma
por lujo o por una inocente extravagancia. Es, por el contrario, una
sistemática manipulación del espectador, de la “multitud” que mira:
otro siem pre presente sin el cual el yo teatral dejaría de ser.
En el encuentro del personaje con los indios y los gauchos en
las tolderías leemos otro de sus rasgos distintivos: encontrar al otro
no puede ser sim plem ente el juego de ver y ser visto; requiere,
además, ser escuchado y comprendido. Tal intercambio de sentido,
por su paite, sólo puede darse mediante la imitación de los propios
gestos del “bárbaro”. Es decir, requiere un actuar com o si se disolvieran
las barreras'entre lo mismo y lo otro: simulacro paia reducir el efecto
de la extrañeza mutua. De ahí que en su encuentro con el cacique
M ariano, M ansilla siga este curioso consejo de Caniupán: “M ora
volvió a conversar con Caniupán y me dijo después: -Señor, dice
Caniupán que ya puede darle la mano al general Mariano; que haga
con él y con los demás que salude lo mismo que ellos hagan con
usted” (p. 134). Así hará M ansilla casi siempre.
Ahora bien, la comunicación con el otro, el intercambio de sentido
mediante la imitación de sus gestos, implica, por paite del personaje,
un acercamiento, un contacto material, físico, y, en cierta medida,
la necesidad de participar de la “grotesca” forma del cuerpo extraño:

81
Detrás de mí iba una carretilla exprofeso.
Acerquéme primero a Linconao y después a los otros enfermos [...].
Linconao estaba desnudo y su cuerpo invadido por la peste con una
virulencia horrible.
Confieso que al tocarle sentí un estremecimiento semejante al que con­
mueve la frágil y cobarde naturaleza cuando acometemos un peligro
cualquiera.
Aquella piel granúlenla, al ponerse en contacto con mis manos, me hizo
el efecto de una lima envenenada [...].
Aquel fue un verdadero triunfo de la civilización sobre la barbarie [...]
(p. 10).

Debe ser difícil, si no imposible, imitar con precisión los gestos


de lo desconocido, de lo otro en su extrañeza más plena. Sin embargo,
es posible utilizar las convenciones que en el código de lo propio
figuran como la representación o el “reflejo” de los gestos extraños.
Esto ocurre, por ejem plo, cuando el narrador en U na excursión
“transcribe” e imita la forma de hablar del indio o del gaucho: “¿Qué
habiendo por los campos, herm ano?, le agregué” (p. 108). Algo
sim ilar sucede con lo grotesco en U na excursión.
Lo grotesco, de L a c a u tiv a a L a v u e lta de M a rtín F e rro ,
configuró en la Argentina una convención central en la descripción
de los actos del indio, desde la perspectiva de la “civilización”14.
El indio, en ese código, aparece en plena bajeza material. Es curiosa
la relación entre el narrador y el personaje en tales escenas. Veamos,
por ejem plo, la siguiente descripción de una orgía india:

Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos estaban revueltos unos con


otros; desgreñados los cerdudos cabellos, rotas las sucias camisas, sueltos
los grasientos pilquenes [...], sin pudor las hembras, sin vergüenza los
machos, echando babaza éstos, vomitando aquéllas [...], parecían un grupo
de reptiles asquerosos (p' 362).

82
La distancia frente al cueipo animalizado del otro es notable. En
otras instancias, sin em bargo, com o en el caso de la anterior
descripción de Linconao, M ansilla no puede olvidar el simulacro,
base de su contacto con los “bárbaros”. De ahí que im ite sus
costum bres, por muy bajas y grotescas que le parezcan:

Tomaba las posturas que me cuadraban mejor, y calculando que lo que


iba a hacer produciría buen efecto en el dueño de la casa y en los convidados,
me quité la botas y las medias, saqué el puñal que llevaba a la cintura
y me puse a cortar las uñas de los pies, ni más ni menos que si hubiera
estado solo en mi cuarto, haciendo la policía matutina. [...] ¿Qué más
podían ellos desear? Yo iba a ellos. Me les asimilaba. Era la conquista
de la barbarie sobre la civilización. El Lucius Victorius Imperator del
sueño que tuve [...] estaba allí transfigurado (p. 246, énfasis nuestro).

Ahí llega a su punto culminante el proyecto teatral, el simulacro


del personaje: “yo era m irado ya como un indio” (p. 318). Se
intensifica su capacidad para ejercer poder sobre los otros: reaparece
el “espíritu m aligno” del célebre sueño. Sin em bargo, todavía
podríamos preguntarnos: ¿por qué imitar al otro?; ¿por qué se viaja
al lugar de la barbarie?
Sigamos la línea de otro significante clave en U na excursión:
el robo, significante que desde L a cautiva había constituido el acto
caracterizador del indio en su relación con la “civilización”, del
mismo modo que el estilo grotesco había sido la forma convencional
para su descripción. En U na excursión la palabra robo es recurrente.
No sólo el indio y el gaucho matrero roban, sino que en un par
de ocasiones Mansilla roba a los indios. “La propiedad es un robo”
(p. 389), dice M ansilla citando a Proudhon, aunque no para negar
la propiedad privada -base del liberalismo- sino para justificar, con
cierta ironía, su robo de unos caballos ranquelinos.
En efecto, si De Adén a Suez (1854) había sido el viaje de la
apropiación de lo europeo mediante el consumo1*, U na excursión,
en varios sentidos, es el viaje de la apropiación de la “barbarie”,
de las tierras ranquelinas y de los indios en tanto cueipos de capacidad
productiva, por medio del robo. Imitar, asumir la identidad del otro,
es la estrategia en que se formula tal proyecto. Mansilla dice que
viaja, primero, para fundamentar las bases de un pacto que facilitaría
el desarrollo de las líneas ferroviarias y de la ganadería en tierras
ranquelinas. El desarrollo del ferrocarril -instancia de la expansión
del territorio económico de la nación- resultó ser con Roca la etapa
final del genocidio ranquelino16.
Para M ansilla la eliminación del indio no era necesaria; ése no
sería un acto civilizado. Se viaja para llevar la palabra de la
“civilización” a las remotas regiones de lo otro. Se viaja, además,
para demostrarle al “nosotros” sarmientino que incluso en lo que
se había llam ado “barbarie” existían, oscuramente,, los signos de
la “civilización”.
Para Mansilla, el patrimonio del “espíritu”, el espacio de lo “ci­
vilizado”, no podía reducirse a Buenos Aires. Los “bárbaros” -los
gauchos, e incluso los indios- tam bién podían form ar parte del
espacio del trabajo p ro d u ctivo : “¿No hay quien sostiene que es
mejor exterminarlos, en vez de cristianizarlos y utilizar sus brazos
para la industria, el trabajo y la defensa común [...]?” (p. 109). Tal
integración podía darse mediante la educación, responsabilidad de
u n estado que, en cam bio, oprim ía y m arginaba al “bárbaro” .
“A quellos cam pos desiertos e in h abitados, tienen un p orvenir
grandioso, y con la solemne majestad de su silencio, piden brazos
y trabajo” (p. 392). Por eso el caso del cacique Ramón es ejemplar
para Mansilla: “El indio me habló así: -Yo soy amigo de los cris­
tianos, porque me gusta el trabajo [...]” (p. 374). Ramón es modesto,
pacífico y trabajador; incluso es capaz de realizar faenas que para
el arrogante hombre de la ciudad resultarían imposibles. El sí había
tenido cierta educación: su madre era cristiana blanca, por eso no
roba.
“En la guerra con los indios [...] lo que hay que aumentarle a
ese enemigo no son los obstáculos para entrar, sino los obstáculos
para salir” (p. 5). En efecto, se propone la asim ilación del otro;
de ahí que no se le reconozca la historia de su diferencia. Se piensa
al otro, más bien, como una existencia que imperfectamente refleja
los rasgos de lo m ism o.-D e tal modo, M ansilla proyecta el deseo
de integrarlo al espacio de un “nosotros”, que a su vez quedaría
reformulado: ese sujeto no podría ser la base del poder opresor de
Sarmiento ni de la hegemonía del sector urbano de la oligarquía.
Había que apropiarse del indio y de sus tierras para incluirlos en
el territorio de la ley de un trabajo aún más productivo que aquel
que la “civilización”, en la forma del estado actual, ponía en práctica.
Tal asimilación permitiría la solución de dos problemas fundamen­
tales que obstaculizaban el desarrollo de la economía rural: el problema
d e 'la seguridad de la propiedad y del comercio en la frontera (por
el robo), y la falta de una mano de obra estacionaria y barata.

16. Cf. Colín M. Lewis, “L a consolidación de la frontera argentina de la década del 70: los
ind io s, R oca y los ferrocarriles’' en L a A rg e n tin a d e l O c h e n ta ..., op. clt., pp. 469-495.

84
Desde la perspectiva de M ansilla, el problem a del gaucho era
aún más serio: “La libertad, el progreso, la inmigración, la larga
y lenta palingenesia que venim os atravesando diez y ocho años
lo van haciendo desaparecer”. El gaucho -el gaucho trabajador-
constituía la figura fundadora de la nacionalidad; aun así era marginado
por las numerosas formas del poder ilegítimo del Estado: el ejército,
el juez de paz, etcétera.
En varios sentidos, U na excursión se arma como una lectura de
la poesía gauchesca, género literariamente marginal en su época.
El texto no sólo tematiza la problem ática de la m arginación del
gaucho -campo semántico clave de la gauchesca- sino que también
incluye numerosos relatos de fogón -vidas de gauchos- en los cuales
el otro asume la palabra, el discurso directo que, a primera vista,
no parece estar subordinado al discurso del autor (que no es gaucho,
como en la gauchesca). M ansilla com enta el procedim iento: “Yo
era yo y a la vez el soldado, el paisano ése, lleno de abnegación,
cuya triste aventura acababa de ser relatada por sus propios labios,
con el acento inimitable de la verdad” (p. 71). Sin embargo, las
vidas de Crisòstomo, Camargo, Chañilao o Miguelito, comprueban
sólo mínimas variaciones en términos de la modelización narrativa,
lo que indica la función del discurso autoral demarcando el discurso
del otro. Miguelito huye de la “justicia” que lo oprime: ese conflicto
inicial con la ley, que interrumpe la estabilidad de su vida anterior,
da apertura a la historia de su persecución y de su antisociabilidad,
que en realidad es el efecto de su m arginación en m anos de
instituciones mal fundadas. El fogón no es sólo el escenario físico
en que se cuentan las historias, sino una condición de existencia
del discurso del gaucho, pues no en cualquier espacio se puede
contar la historia de la represión. Como dice Mansilla, “El fogón
es la delicia del pobre soldado, después de la fatiga. Alrededor de
sus resplandores desaparecen las jerarquías m ilitares” (p. 20); ahí
se dem ocratiza el discurso. Tales relatos remiten a la tradición de
la gauchesca, a la tradición del “fogón” fundada por los diálogos
p a trió tico s de H idalgo17.
El gaucho, para Mansilla, también poseía los rasgos de la “ci­
vilización”: si la justicia no lo oprimiera podría defender la pro­
piedad privada, la institución familiar y el trabajo productivo. Podría

X5
constituir la mano de obra de un capitalismo criollo, basado en las
riquezas de los campos y dirigido por una clase que, epitomizada
por M ansilla, igual gustaba de “una tortilla de huevos de gallina
frescos, en el Club El Progreso, [que de] una de avestruz en el
toldo [del] cacique Baigorrita” (p. 3). Sólo así se podía defender
la nacionalidad de las garras inglesas y del influjo inmigratorio.
Se viaja, en fin, para resolver las contradicciones que debido al
poder opresor im pedían la integración del “bárbaro” al espacio
“civilizado” ; contradicciones que obstaculizaban la necesaria ex­
pansión de las fronteras, así como el desarrollo pleno de la economía
del interior. Para M ansilla, sólo después de la solución de tales
contradicciones podía replantearse el problema de la nacionalidad.

AQ UÍ, ENTRE NO S(O TRO S)

Importa notar ahora que lo anterior constituye una lectura limitada


en tanto arma su objeto sobre la materia dicha; es decir, opera sobre
lo enunciado por un sujeto -el narrador- como resultado de la continua
reflexión que ese yo genera sobre el plano de la acción. En el caso
de Mansilla, tal vez no sería demasiado perverso preguntarse si lo
dicho no podría ser otra pose, otro gesto teatral y manipulador, ahora
por paite del sujeto de la enunciación. Habría que leer los gestos
del que habla ante ese otro que es la figura textualizada del que
lo escucha. Más aún, habría que explicar los procesos escritúrales
mediante los cuales se produce el habla del sujeto de la enunciación.
Tal vez así podríamos luego cuestionar, con mayor certeza, el lugar
del autor, agente de la ideología que legitima la lectura y la trans­
formación del liberalismo sarmientino; ideología desde la cual U na
ex cu rsió n tiende una nueva escisión entre lo m ism o y lo otro.
Reformularemos, entonces, el problema: ¿para qué se relata el viaje?;
¿a quién se destina el discurso, y cómo actúa el discurso sobre sus
destinatarios?
U na excursión comienza con la siguiente evocación a un lector:
“No sé dónde te hallas, ni dónde te encontrará esta carta y las que
seguirán” (p. 1). ¿A qué sujeto se refiere el tú que figura como
destinatario textual de la enunciación? En la página siguiente se
nom bra al destinatario: Santiago Arcos -que corresponde a una
figura histórica- quien significativamente fue amigo íntimo tanto de
M ansilla como de Sarmiento. Sin embargo, la función del desti­
natario pronto se complica: en la primera “caita” el narrador asegura
que desconoce el paradero de su destinatario. Por lo tanto, se duda
de la posibilidad de que Santiago se convirtiera en el verdadero
receptor de las caitas. Por supuesto, el problema radica en que U na

86
excursión no es propiamente un conjunto de cartas dirigidas a un
lector individual, aunque mantiene ciertos procedimientos retóricos
del género epistolar como convenciones del género del relato de
viaje. La función de Santiago, en tanto destinatario textual, no equivale
a la función del lector hipotético que el texto proyecta, a veces
sin nombrar, como la imagen de su lector real posible: el público
del periódico donde aparecieron, por entregas, las “cartas”. Por eso
el nombre de ese destinatario particularizado es un significante que
la enunciación va llenando con las figuras de sus lectores hipotéticos
quienes, con m ayor seguridad, tenían acceso al relato y podían
convertirse en sus lectores reales.
Sin embargo, Santiago Arcos cumple otras funciones más espe­
cíficas: es el nombre del autor del folleto titulado C uestión de los
indios. L as fro n te ra s y los indios (1860). Según un biógrafo de
Arcos, en este folleto se “proponía [...] una acción m ilitar contra
los indios ‘que depredaban las tierras de los cristianos’”18. De ahí
que el nombre de Santiago Arcos en el polo de la recepción facilite
el encuadre del diálogo19 en el relato que, como vimos, postula
la crítica de la “orgullosa civilización”. Santiago Arcos, entre otras
cosas, significa la postura ante la civilización que U na excursión
se propone desmontar.
Ahora bien, ya en la primera carta hay indicios de que además
de Santiago hay otros destinatarios del narrador: “Ya sabes que los
ranqueles son esa tribu de indios araucanos [...]” (p. 2). De experto
a experto ésa sería una información superflua; de ahí que podamos
suponer que el enunciado va dirigido a un destinatario que no
maneja tal información. Pronto se especifica la figura de ese otro
destinatario: “Si al público a quien le estoy mostrando mi carta [...]”
(p. 6). De ahí en adelante la enunciación oscilará entre estos dos
destinatarios textuales, aunque como veremos luego aparecerán otras
figuras del lector en las importantes dedicatorias internas, m eca­
nism o frecuentem ente utilizado por M ansilla en toda su obra20.
Por un lado la mayoría de las primeras caitas se refieren a Santiago,
“amigo”, y por otro, al público de “múltiple cabeza”, que en un
comienzo rara vez es nombrado, aunque progresivam ente llegará
a ocupar por completo el lugar del destinatario textual, desplazando

87
a Santiago Arcos, que finalm ente desaparece. La relación entre
ambos destinatarios es reveladora. Temprano en la lectura notamos
una oposición entre el destinatario individualizado y el público
colectivo:

Si en lugar de estar conversando contigo públicamente lo hiciera en


reserva, no me detendría en estos detalles y explicaciones. Todos los que
hemos sido público alguna vez sabemos que este monstruo de múltiple
cabeza sabe muchas cosas que debiera ignorar e ignora muchas otras que
debiera saber. ¿Quién sabe, por ejemplo, más mentiras que el público?
(P- 17).

La configuración de ese destinatario doble -dualidad que


com prueba una tensión- es la form a que asume un ideologem a
liberal en la base m ism a de esta escritura: la relación entre la
experiencia individual y la vida colectiva vista como una contra­
dicción. Ya Sylvia M olloy había señalado la im portancia de tal
oposición en su lectura de una causerie de E ntre-nos:

De algún modo parece intuir Mansilla, en este módico episodio, dos


maneras de ser. Ser (escribir) para un único lector y así protegerse: contener,
capitalizar su imagen. O bien ser y escribir ante los otros -que no son
él: único lector- desperdigándose, distorsionándose. Mansilla escogió la
segunda posibilidad -la imagen grotesca vista por un lector al que no
siempre controlaba- pero no olvidó la primera: ser para sí o para los
íntimos, no perderse21.

Por supuesto, esa dualidad no es un hecho natural; más bien


corresponde a un desajuste interno del liberalismo que, por un lado,
propone el yo en un plano imaginario como origen de la historia
y, por otro, confronta las determinaciones reales de los procesos
sociales, inclusive la escritura. Ese desajuste que se establece como
la contradicción entre el amigo -Santiago- y el público colectivo,
entre lo íntimo y lo público, determina en gran medida la escritura
de U na excursión.
El público que la enunciación en un comienzo proyecta como
la masa amorfa de “múltiple cabeza” adquiere cierta especificidad
a m edida que el relato progresa. En un comienzo se particulariza
mediante cierto procedimiento negativo: el público es el que ignora;
desconoce los problemas de la “tierra” e incluso las formas verbales
campesinas que a nivel léxico por momentos maneja el narrador.

88
De ahí que el narrador M ansilla cumpla el rol de traductor -así
como en el plano de la acción el yo hacía de embajador- que les
suple a los excluidos la información que no poseen. Observemos
los siguientes ejemplos: “Se inicia con un yapaí, lo mismo que si
dijéramos: the pleasure of a glass o f wine with you?, para que vean
los de la colonia inglesa que en algo se parecen a los ranqueles”
(p. 141); o “He dicho que el camino de Cuero consiste en una
rastradilla, y voy a explicar lo que significa esta palabra que en
buen castellano tiene una significación distinta de la que le damos
en la jerga de la tierra” (p. 17). En ambos ejemplos el uso de la
cursiva registra una distancia frente a la palabra del otro, campesina
o indígena. Sin em bargo, el segundo enunciado com prueba la
inclusión del narrador en el “nosotros” (en damos), sujeto de la
“jerga de la tierra”, y la consiguiente exclusión del “ustedes” (que
requiere la explicación).
Además, en ambos casos aparece cierto rasgo positivo cualifi­
cando al destinatario colectivo: no es éste simplemente el que ignora,
es el sujeto del “buen castellano” que se opone a la “jerga” cam­
pesina. Es la figura de un grupo social urbano: “Este episodio tiene
gran interés social, y les hará conocer a muchos de los que no salen
de los barrios cultos de Buenos Aires, lo que es nuestra Patria amada
[...]” (p. 52). Las referencias a ese destinatario textual de los “barrios
cultos” son constantes: “La civilización de Buenos Aires debe pensar
seriamente en esto. No soy un alarmista. Pero así como estamos
amenazados [...]” (p. 66). El destinatario ahí es el sujeto de la
“civilización”. Pero si antes habíamos notado que las explicaciones
léxicas indicaban la exclusión del destinatario (urbano) del código
(campesino) que en muchos momentos maneja el narrador, en este
último ejemplo observamos la inclusión del narrador en el sujeto
“civilizado” (en estamos) y la implícita formación de un “nosotros”
con ese destinatario colectivo: destinatario, recordemos, que antes
había sido considerado agresivam ente como una tercera persona
excluida, com o el público que “sabe muchas m entiras”.
De modo que no hay sólo una marcada exclusión, una distancia
explícita en el desprecio ante la masa amorfa de “múltiple cabeza”.
También hay instancias en que el sujeto de la enunciación proyecta
su inclusión del destinatario colectivo, del “ustedes” civilizado, en
su propio espacio: el lugar del “nosotros” que el yo regula. Esa
oscilación en el grado de distancia entre el narrador y el destinatario
colectivo se relaciona con algunos aspectos estilísticos del relato;
por ejemplo, la variación entre el uso del “ustedes” y el "vosotros”
en el texto. Por su parte, tal oscilación no se reduce al registro
pronominal, sino que por momentos se evidencia en la sintaxis de
los enunciados en que aparecen los pronombres:

89
¿No habéis corrido alguna vez a salvar un objeto querido al borde del
precipicio, salvarle instintivamente, y mirándole sano y salvo, algo como
un desvanecimiento de cabeza, no os ha hecho comprender que la existencia
es un bien supremo, a pesar de las espinas que nos hincan y lastiman
en las asperezas de la jomada? (p. 387).

La marca de la oratoria, que se desprende del tono, del léxico y


de la hipotaxis en este enunciado, es importante. En otros fragmentos
desaparece el “vosotros” y se reduce la distancia producida por el alto
grado de subordinación en enunciados como el anterior: “Habiendo
esperado yo tanto: ¿por qué no han de esperar ustedes hasta mañana
o pasado?” (p. 128).
El discurso, en efecto, oscila entre la distancia de la oratoria y
el efecto de cercanía que produce la imitación de la conversación
familiar. Tal variación estilística no puede considerarse como una
simple “peculiaridad”; es decir, como rasgo estilístico individuali­
zado. L a oscilación condiciona la sintaxis y la distancia entre el
narrador y los destinatarios, lo que nos lleva a considerar su función
ideológica. U na excursión revela la tensión entre dos estilos con­
flictivos que comprueban el diálogo en él texto entre dos modos
de representación históricamente determinados. A esto regresaremos
en la parte final del trabajo.
Notemos, por ahora, que la oscilación remite, nuevamente, a la
oposición matriz entre lo íntimo y lo público, instancia de realización
de la oposición entre lo mismo y lo otro que modela la escritura
de U n a excursión. Santiago Arcos, además de ser la figura de un
autor con el cual se polemiza, permite la figuración de un desti­
natario íntim o. Las dedicatorias internas, los chismes y los enun­
ciados en clave refuerzan el proyecto de hacer de la escritura una
experiencia privada o de cofradía, compartida por el círculo de los
iniciados: “Sí, Orión, yo te deseo ‘la fuerza de la serpiente y la
prudencia del león’” (p. 163).
Más aún, la progresiva disolución de la distancia entre el narrador
y el destinatario colectivo, m arcada por el paso del público de
“múltiple cabeza” al “vosotros” de la oratoria, al “ustedes” familiar
y al “nosotros”, comprueba el deseo de ampliar el ámbito de la
intim idad, m undo de lo mismo, para así incluir al público de la
“civilización” de Buenos Aires en el espacio propio. Del reverso
de tal proyecto se desprende asimismo el deseo de incluir lo íntimo
en el espacio amplio y extraño de lo público para resolver, de esa
manera, la contradicción inicial. El proyecto conciliatorio, por otra
parte, no implica la aceptación de la política de Buenos Aires, poder
opresor. P or el contrario, se escribe para desprestigiarlo y para vaciar
el “n osotros” que constituía su base social.

90
Por eso el “nosotros” de Buenos Aires significa doblemente: es
el público que el sujeto quisiera incluir en el espacio de su sujeción
-de la intimidad-, pero asimismo es la base de la política opresora
de Sarmiento. Esa dualidad en la significación del “nosotros” produce
una distancia por momentos irónica entre el narrador y sus des­
tinatarios, incluso cuando aquel proyecte la unidad de ambos en
la primera persona plural: “Ésa es nuestra tierra como nuestra política
suele consistir en hacer de amigos enemigos, parias de los hijos
del país [...]” (p. 293). El sujeto se acerca a los “parias”, a los “hijos
del país”; pero al mismo tiempo se incluye en el “nosotros”, sujeto
opresor y sujeto deseado.
La contradicción entre “lo propio” y el otro de Buenos Aires no
es irresoluble. La base de la contradicción entre las necesidades
de la tierra y la civilización de Buenos Aires radica en la política
del Estado presidido por Sarmiento, que bien podía ser reformulada.
Por eso Mansilla arma el espectáculo de su defensa de los “parias”22;
se identifica con los excluidos porque, en realidad, el lugar del sujeto
de la escritura también se encuentra en los márgenes desplazados
del espacio del poder. A través de esta escritura habla todo un sector
de la oligarquía que había sido marginado por el poder en época
de Sarm iento; sector de la oligarquía que requería una política
favorable a la economía rural. De ahí, además, los matizados elogios
a la política de Rosas23.
De este modo, la crítica al liberalism o en su formulación sar-
mientina se legitima, se autoriza en los postulados del liberalismo
mismo. Propiamente no se desarma la ideología de la oligarquía,
como ocurre, por ejemplo, en el M artín Fierro. Se critica la mala
lectura del liberalismo que había realizado la política del Estado.
A su vez, se insiste en el pacto con el grupo social que constituía
la base del gobierno de Sarmiento. Las interpelaciones básicas del
liberalismo no son cuestionadas. La propiedad privada sigue siendo
un hecho natural; se viaja para extender sus fronteras. Se mantiene
el ideologema del trabajo productivo -de la división del trabajo entre
dueños y peones- que evidencia sólo una reformulación de la línea
divisoria entre “nosotros” y “ellos”, entre lo mismo (lo propio) y
lo otro (lo apropiable). En fin, el “progreso” y la “sociabilidad”
se cuestionan sólo para incluir en el espacio de lo civilizado al
desarrollo posible del campo.

91
¿No habéis corrido alguna vez a salvar un objeto querido al borde del
precipicio, salvarle instintivamente, y mirándole sano y salvo, algo como
un desvanecimiento de cabeza, no os ha hecho comprender que la existencia
es un bien supremo, a pesar de las espinas que nos hincan y lastiman
en las asperezas de la jomada? (p. 387).

La marca de la oratoria, que se desprende del tono, del léxico y


de la hipotaxis en este enunciado, es importante. En otros fragmentos
desaparece el “vosotros” y se reduce la distancia producida por el alto
grado de subordinación en enunciados como el anterior: “Habiendo
esperado yo tanto: ¿por qué no han de esperar ustedes hasta mañana
o pasado?” (p. 128).
El discurso, en efecto, oscila entre la distancia de la oratoria y
el efecto de cercanía que produce la imitación de la conversación
familiar. Tal variación estilística no puede considerarse como una
simple “peculiaridad”; es decir, como rasgo estilístico individuali­
zado. La oscilación condiciona la sintaxis y la distancia entre el
narrador y los destinatarios, lo que nos lleva a considerar su función
ideológica. U na excursión revela la tensión entre dos estilos con­
flictivos que comprueban el diálogo en el texto entre dos modos
de representación históricamente determinados. A esto regresaremos
en la parte final del trabajo.
Notemos, por ahora, que la oscilación remite, nuevamente, a la
oposición matriz entre lo íntimo y lo público, instancia de realización
de la oposición entre lo mismo y lo otro que modela la escritura
de U na excursión. Santiago Arcos, además de ser la figura de un
autor con el cual se polemiza, permite la figuración de un desti­
natario íntimo. Las dedicatorias internas, los chismes y los enun­
ciados en clave refuerzan el proyecto de hacer de la escritura una
experiencia privada o de cofradía, compartida por el círculo de los
iniciados: “Sí, Orión, yo te deseo ‘la fuerza de la seipiente y la
prudencia del leó n ’” (p. 163).
Más aún, la progresiva disolución de la distancia entre el narrador
y el destinatario colectivo, m arcada por el paso del público de
“múltiple cabeza” al “vosotros” de la oratoria, al “ustedes” familiar
y al “nosotros”, comprueba el deseo de ampliar el ámbito de la
intim idad, mundo de lo mismo, para así incluir al público de la
“civilización” de Buenos Aires en el espacio propio. Del reverso
de tal proyecto se desprende asimismo el deseo de incluir lo íntimo
en el espacio amplio y extraño de lo público para resolver, de esa
manera, la contradicción inicial. El proyecto conciliatorio, por otra
parte, no implica la aceptación de la política de Buenos Aires, poder
opresor. Por el contrario, se escribe para desprestigiarlo y para vaciar
el “nosotros” que constituía su base social.

90
Por eso el “nosotros” de Buenos Aires significa doblemente: es
el público que el sujeto quisiera incluir en el espacio de su sujeción
-de la intimidad-, pero asimismo es la base de la política opresora
de Sarmiento. Esa dualidad en la significación del “nosotros” produce
una distancia por momentos irónica entre el narrador y sus des­
tinatarios, incluso cuando aquel proyecte la unidad de ambos en
la primera persona plural: “Ésa es nuestra tierra como nuestra política
suele consistir en hacer de amigos enemigos, parias de los hijos
del país [...]” (p. 293). El sujeto se acerca a los “parias”, a los “hijos
del país”; pero al mismo tiempo se incluye en el “nosotros”, sujeto
opresor y sujeto deseado.
La contradicción entre “lo propio” y el otro de Buenos Aires no
es irresoluble. La base de la contradicción entre las necesidades
de la tierra y la civilización de Buenos Aires radica en la política
del Estado presidido por Sarmiento, que bien podía ser reformulada.
Por eso M ansilla arma el espectáculo de su defensa de los “parias”22;
se identifica con los excluidos porque, en realidad, el lugar del sujeto
de la escritura también se encuentra en los márgenes desplazados
del espacio del poder. A través de esta escritura habla todo un sector
de la oligarquía que había sido marginado por el poder en época
de Sarm iento; sector de la oligarquía que requería una política
favorable a la economía rural. De ahí, además, los matizados elogios
a la política de Rosas23.
De este modo, la crítica al liberalism o en su formulación sar-
mientina se legitima, se autoriza en los postulados del liberalismo
mismo. Propiamente no se desarma la ideología de la oligarquía,
como ocurre, por ejemplo, en el M artín Fierro. Se critica la mala
lectura del liberalism o que había realizado la política del Estado.
A su vez, se insiste en el pacto con el grupo social que constituía
la base del gobierno de Sarmiento. Las interpelaciones básicas del
liberalismo no son cuestionadas. La propiedad privada sigue siendo
un hecho natural; se viaja para extender sus fronteras. Se mantiene
el ideologema del trabajo productivo -de la división del trabajo entre
dueños y peones- que evidencia sólo una reformulación de la línea
divisoria entre “nosotros” y “ellos”, entre lo mismo (lo propio) y
lo otro (lo apropiable). En fin, el “progreso” y la “sociabilidad”
se cuestionan sólo para incluir en el espacio de lo civilizado al
desarrollo posible del campo.

91
LOS “ESTILOS” Y LOS MODOS DE REPRESENTACIÓN

En varios sentidos, U na excursión es un texto excéntrico, escrito


en los márgenes del espacio del poder. En el plano del enunciado,
de la acción, relata una fuga, un salto a lo otro, a la “barbarie”,
para reconfigurar el ámbito de la “civilización”. En el nivel de la
enunciación, comprueba también la marginalidad del sujeto que sale
del espacio de la intim idad y oscila entre el rechazo y el deseo
de ese otro que es el público de Buenos Aires. Esa marginalidad,
y la am bigüedad id eo ló g ica que se desprende de ella, puede
comprobarse en la relación entre la escritura y los modos de re­
presentación de la época. Quisiéramos ahora, para concluir, retomar
la problem ática de los “estilos” conflictivos de Una excursión y,
aunque sea superficialm ente, sugerir cómo dicha tensión se rela­
ciona con los modos de representación que conforman otra instancia
de la materia prima sobre la cual trabaja esta escritura. Comparemos
los siguientes fragm entos de U na excursión:

Una negra cabellera clara y lacia, nevada ya, cae sobre sus hombros y
hennosea su frente despejada, surcada de arrugas horizontales. Unos grandes
ojos rasgados, hundidos, garzos y chispeantes, que miran con Fijeza por
entre largas y pobladas pestañas, cuya expresión habitual es la melan­
colía, pero que se animan gradualmente, revelando entonces, orgullo,
energía y fiereza; una nariz pequeña, deprimida en la punta, de abiertas
ventanas, signo de desconfianza, de líneas regulares y acentuadas; una
boca de labios delgados marca la astucia y la crueldad [...] (p. 180).

El cacique Ramón es hijo de indio y de una cristiana de la Villa de Carlota.


Predomina en él el tipo de nuestra raza.
Es alto, fornido, tiene los ojos pardos, cabello algo rubio, ancha frente
y habla muy ligero.
Viste como paisano rico (p. 88).

El contraste estilístico entre ambos fragm entos es evidente.


Notamos, entre otras diferencias, dos modos de adjetivación. En
el prim er fragmento es notable el alto grado de subordinación y
la consiguiente dependencia entre las cláusulas. El segundo frag­
mento reduce la subordinación a un mínimo: hay incluso párrafos
form ados por una sola oración. U na excursión presenta muchas
instancias de este contraste; precisamente, ésas son las dos unidades
m ínim as de estilo que se encuentran en la base del texto. U na
excursión opera en torno a una oscilación sintáctica que comprueba,
por un lado, un alto grado de hipotaxis, y por otro, un alto grado
de parataxis; oscilación, en un nivel superior, que antes habíamos

92
visto entre el “buen castellano” y la “jerga de la tierra”. Más que
abstraer una significación de la inm anencia de las formas24, nos
interesa observar cómo esa dualidad se relaciona con los modos
de representación de la época. Ya señalamos antes que el primer
estilo remite a la imitación de la oratoria y el segundo a la con­
versación familiar.
Lo significativo es que U na excursión tematiza su relación con
la historia de ambos estilos, en tanto modos escritúrales, al polemizar
contra las “falsificaciones” efectuadas por los poetas argentinos:
“Poetas y hombres de ciencia, todos se han equivocado. El paisaje
ideal de la Pampa, que yo llamaría pampas, en plural, y el paisaje
real, son dos perspectivas completamente distintas. Vivimos en la
ignorancia hasta de la fisonom ía de nuestra Patria” (p. 55).
En enunciados como éste Mansilla no propone la corrección de
los “idealism os” de la poesía en abstracto. Su texto se sitúa ante
una tradición literaria precisable: se refiere a los “bardos” “que no
han tenido el valor de cantar [al gaucho] sino para hacer su caricatura”
(p. 157). ¿Quiénes son los “bardos”: Echeverría, Ascasubi, del Campo?
En el texto hay una referencia bastante irónica a los dos últimos:
“El negro no tardó en irse con su música a otra parte. Como poeta
festivo, como payador, no podía rivalizar con Aniceto el Gallo ni
Anastasio el Pollo” (p. 173). El negro se convertiría luego en el
poeta oficial del cacique M ariano. Las citas de Echeverría son
abundantes, y toda U na excursión puede leerse como la lectura
correctora de L a cautiva. Porque así como U na excursión critica
el concepto dominante de la “civilización”, también polemiza contra
el libro de los románticos argentinos y el estilo “alto” que identifica
con esa otra instancia del sujeto del poder:

La historia de cualquier hombre de estos que nos estorban el paso es más


complicada e interesante que muchos de los romances ideales que leemos
con avidez; así como hay más chiste y gracia circulando en este momento
en el más humilde café, que en esos libros forrados en marroquín dorado,
con que especula el ingenio humano (p. 96).

Se critica la ideología literaria de la “civilización” y se propone


un modelo alternativo: el estilo oral, paratáctico, de los “relatos de

24r Algunas veces se ha identificado la m ayor o m enor subordinación con la autoridad que
el sujeto de la escritura ejerce sobre sus destinatarios. El estilo hipotáctico se identifica con un
m ayor g rado de control ejercido sobre el lector, y la parataxis con el ju eg o y la crítica de la
u n ivocidad au to ritaria. A unque cada estilo lleva su carga ideológica, la jerarq u iza ció n sería
índice de un idealism o si un estilo u otro adquiriera en ella un valor predeterm inado, suprahis-
tórico. Para u n a in troducción al problem a, cf. R oberta K avelson. "S em iotics and the A rt o f
C o n v ersatio n ” en S e m ió tica. 32, 5, (1980).

93
fogón”: “Toda narración sencilla, natural, sin artificios ni afectación,
halla eco simpático en el corazón. El ideal no puede realizarse sino
m anteniéndonos dentro de los lím ites de la naturaleza” (p. 151).
El estilo de lo “natural” queda contrapuesto al libro “forrado en
marroquín dorado” de la “afectación” romántica. “El mundo no se
aprende en los libros, se aprende observando [...]” (p. 163), dice
M ansilla.
De ahí que U na excursión proponga, además de la crítica a la
política del poder, la crítica de sus formas literarias. La crítica, sin
embargo, es parcial, pues contiguos a fragmentos como los ante­
riores es posible encontrar referencias y citas de los modelos europeos
del rom anticism o argentino. El deseo de inscribir la escritura en
el código “alto” que a la vez se critica también puede comprobarse
en los procedim ientos figurativos, la sintaxis y el tono de otros
fragm entos de U na excursión:

El sol hundió su frente radiosa tras las alturas de Quenque, augurando


el limpio horizonte y el cielo despejado de nubes un nuevo día; las
estrellas comenzaron a centellear tímidamente en el firmamento; las
sombras nocturnas fueron envolviendo poco a poco en tinieblas el vasto
y dilatado panorama del desierto, y cuando la noche extendió comple­
tamente su imponente sudario [...] (p. 258).

Sería imposible determinar la “fuente” de los lugares comunes


en esta descripción. No obstante, es notable que en fragmentos como
éste, donde reaparece la marcada subordinación, la escritura busca
inscribirse en los lugares del código “culto” de la época. Por eso,
la posición de la escritura ante los modos de representación do­
minantes es sólo parcialmente crítica. La crítica se relativiza cuando
U na excursión participa de las propias convenciones del discurso
que pretende desarmar.
Lo que figuraba en el plano de la enunciación como la oscilación
del sujeto entre el deseo de excluir y criticar al “nosotros” del poder,
y su deseo de incluirse en ese ámbito, corresponde ahora, en el
nivel de los modos de representación, a la oscilación entre los dos
estilos. Se comparte el lirism o romántico, pero al mismo tiempo
se propone la crítica de su idealismo libresco. De esta manera, se
postula la renovación del código “culto”, que desde la perspectiva
vitalista de Mansilla ya se encontraba muy alejado de la experiencia
vivida: objeto ideal de la escritura. Esa dualidad comprueba otra
instancia de reformismo, ahora en términos de las ideologías lite­
rarias de la época. Sin llegar al grado de ruptura con el gusto
dominante, U na excursión propone una nueva estética basada en
la imitación de lo que se concibe como el lenguaje de la vida misma,

94
“dentro de los límites de la naturaleza”. De ahí la importancia, para
M ansilla, de los géneros referenciales: la literatura de viajes, la
crónica, la autobiografía, la biografía se convirtieron en su campo
clave de acción literaria.
Ahora bien, el estilo “dentro de los límites de la naturaleza” es
otra manera discursiva de representar la experiencia vivida. En tanto
modo de representación, el lenguaje de “lo natural” se relaciona,
por lo menos, con tres modelos discursivos. Por un lado, se formula
a partir del efecto de oralidad del ensayo “conversado” o causerie;
género en que luego se inscriben los E ntre-nos de Mansilla. Esa
oralidad, com o respuesta al libro del rom anticism o, se relaciona
también con los “relatos de fogón” de la tradición gauchesca; género
popular inicialmente excluido de la cultura “alta”, cuya marginalidad
le permite a Mansilla situarse en los límites del espacio canonizado
de la literatura argentina25. Por supuesto, las convenciones de la
gauchesca -su oralidad y el relato de la marginación del gaucho-
quedan descontextualizadas y son articuladas, com o la “je rg a ”
campesina, desde una marcada distancia. El otro modelo básico es
el género testimonial del diario de viaje, que U na excursión declara
como la “fuente” o la “memoria” de lo escrito (véase el capítulo
XXX). El diario de viaje le facilita a Mansilla el efecto de espon­
taneidad, el simulacro de la escritura confabulándose como un acto
inm ediato ante la vida. Tal efecto, a su vez, se relaciona con la
oralidad de los modelos anteriores.
Aunque ya en U na excursión esta poética del habla se encuentra
formalizada, vale la pena referirnos a una causerie de E ntre-nos,
donde se llega a comentar el proyecto:

Y aquí va una página, escrita, sentado, de pie, mirando a derecha e


izquierda, arriba, abajo, moviéndome! en todas direcciones, tambaleando
unas veces, a plomo otras sobre los talones.
He querido que pareciera conversada, recordando el precepto de Casti-
glione -scrivasi como si parla - y que mis impresiones palpitaran en ella
con la misma intensidad y movilidad con que yo las he experimentado26.

Los modelos del discurso de Mansilla le permiten la formulación


de ese proyecto de disimular la distancia entre lo que se experimenta
y lo que se cuenta, entre lo que se dice y lo que se escribe. La
poética de Mansilla, basada en el ideal de la voz, de la presencia
absoluta, de la inmediatez entre el que escribe y el que lee, en fin,
proyecta el deseo de resolver aquella contradicción matriz entre lo
íntim o y lo público, contradicción propia del liberalismo.
De los modelos sobre los que trabaja esta escritura proviene el
llamado “fragmentarismo” de Mansilla; la notable flexibilidad tanto
en el nivel de la sintaxis de la frase como en el plano del discurso
que articula unidades más amplias. Tal fragmentarismo, que figura
com o el rasgo distintivo de uno de los estilos que genera U na
excursión, se convierte luego en el estilo dominante en los escritos
posteriores de Mansilla. Es evidente que tal fragmentarismo no es
un defecto, como a veces se ha pensado27. El estilo coloquial y
la flexibilidad que se desprende de la imitación de la conversación
familiar remiten a un modo escritural diferente; modo que en U na
excursión indicaba cierta alternativa al modo dominante, aunque
tras la presidencia de Roca se convertiría en una de las formas de
más prestigio entre los escritores de la generación del ochenta. Muy
lejos ya de los relatos del “democrático fogón”, ese estilo fue entonces
uno de los modos en que se formalizó la ideología literaria de una
clase que superaba, por el momento, sus fisuras internas28, tal como
proponía M ansilla en el texto clave de U na excursión.

96
5
ANTICONFES IONES: DESEO Y AUTORIDAD EN
M EM O R IA S PO STU M A S DE BRÁS CUBAS
Y DOM CA SM U R RO DE MACHADO DE ASSIS*

Je form e une entreprise qui n’eut jam ais d ’exem ple,


et dont l’exécution n ’aura point d ’imitateur. Je veux
m ontrer à m es sem blables un hom m e dans toute la
vérité de la nature; et cet hom m e, ce sera moi.
Moi seul. Je sens m on coeur, et je connais les
hom m es. Je ne suis fait com m e aucun de ceux que
j'a i vus; j'o s e croire n'être fait com m e aucun de ceux
qui existent.
J. J. R ousseau. Confessions

[. . .] falto eu m esnio. e esta lacuna é tudo.


B ento, en Dom C asm u rro

En la historia de la literatura brasileña, las novelas de madurez


de Machado de Assis registran el momento de una ruptura. Hasta
la publicación de M em orias póstum as de B rás C ubas (1880), la
narrativa brasileña -inclusive la novelística machadiana de 1870-
se inscribía en los marcos determinados por el romanticism o eu­
ropeo1. M em órias póstum as evidencia un desbordamiento, la fuga
machadiana del territorio que hasta entonces delimitaba su práctica
literaria. Esa discontinuidad frecuentemente ha sido explicada por
la critica en términos de la fundación de una literatura “sicológica”
o de “introspección” . Por ejem plo, A. Al atorre y P. de Botelho
interpretan la transform ación de la siguiente manera:

Machado de Assis [...] se preocupa más del hombre que de la naturaleza.


En efecto, inaugura lo que hoy se ha dado en llamar literatura de intros­
pección, es decir, de sondeos en el alma del personaje, de exploración
psicológica. Ha pintado un vasto fresco de la vida interior de los hombres
que escogió para retratar; sus problemas son problemas de sentimientos,
de conflictos individuales2.

Com o había señalado Antonio Cándido, “um dos problemas fun-

97
dam entais de sua obra é o da identidade. Quem sou eu? O que
sou eu ?”3.
La organización narrativa de sus novelas posteriores al 80 parece
confirmar la validez de estas lecturas. Machado revitalizó la ficción
“autobiográfica” en el Brasil (y en Latinoamérica, a tal efecto), en
una época en que cobraban impulso la “objetividad” y la “om nis­
ciencia” privilegiadas por el positivismo naturalista. Tres de las cinco
novelas de su madurez -M em orias postum as, Dom C asm u rro (1899)
y M em orial de Aires (1908)- son ficcionalizaciones de la autobio­
grafía y del diario íntimo, en el caso de M em orial. Q uincas B orba
(1890) y E saú e Jacó (1904), narradas en tercera persona, no sólo
privilegian la temática de los deseos del yo, sino que problematizan
la “omnisciencia” y la “neutralidad” del narrador, mediante las sis­
tem áticas marcas individualizadoras de la enunciación que relati-
vizan la credibilidad y la “ausencia” de la tercera persona. No cabe
duda, entonces, que la problemática del yo fue fundamental para
Machado; problemática de los deseos del sujeto en tanto eje de la
acción, así como de su sometimiento a las responsabilidades que
consigna la enunciación.
Ahora bien, esto no significa que la ficción machadiana se sitúe
propiamente en el territorio ideológico de la “introspección”, de los
“conflictos individuales” o de la “exploración sicológica”. Si por
introspección entendemos la forma literaria de una ideología indi-
vidualizadora que naturaliza la vida “interior” y postula al yo como
un sujeto libre, origen de la historia, habría entonces que precisar
la función de tal forma en la ficción machadiana. Machado opera,
arma la productividad de su escritura, sobre la problemática de la
identidad individual; es decir, de la ideología en tanto territorio del
sujeto en su formulación liberal4. Lo hace transformando -y a veces
parodiando- la m ateria específica del medio literario. Las formas
de la introspección, los modos de representación que históricamente
habían figurado como campos claves de acción del Yo: la auto­
biografía y las confesiones son el objeto de la transform ación
machadiana5. Al asumir los discursos individualizadores como objeto

98
de su transform ación, la escritura machadiana desplaza la proble­
mática de la identidad y del sujeto de su contexto ideológico primario:
el liberalismo que, com o señala Roberto Schwarz, ya había sufrido
una transform ación al ser trasladado de su contexto europeo a las
sociedades latinoam ericanas6.
En este tra b a jo nos proponem os una lectu ra de M e m ó ria s
postum as y D om C a sm u rro 7, textos que desubican y desnaturalizan
los discursos del y o liberal. Veremos cómo la ficción machadiana,
a primera vista, m im etiza la forma individualizadora de la confesión,
erigiendo el e sp ac io del yo como utopía. Y verem os cómo ese
ejercicio aparentem ente mimètico relata el fallo y la imposibilidad
de la utopía, desarm ando así los postulados básicos de la ideología
liberal que representa o, más bien, parodia8. En la primera paite
del trabajo seguirem os selectivamente algunas formulaciones claves
de los deseos del yo ante las figuras de lo otro: formas de la
autoridad, en las complejas articulaciones triangulares que orga­
nizan las relaciones entre los personajes en ambas novelas9. En la
segunda, analizarem os el proceso de la enunciación, el discurso
mediante el cual el yo busca hacerse otro: autor, aunque sometido
al juego de poderes y subordinaciones que rige la situación con­
fesional.
I

Brás Cubas, el “autor difunto”, cuenta la historia de uno de sus


prim eros deseos a comienzos de sus memorias de ultratumba. En
1814 la familia de Brás, apócrifamente aristocrática, organiza un
banquete para celebrai- la caída de Napoleón. Durante la cena el
Dr. Vilafa, florido orador, declama un largo discurso. Todos, menos
el niño Brás, de nueve años, olvidan las vistosas golosinas que
quedaban sobre la mesa. El niño, según recuerda el “autobiógrafo”,
deseaba la comida.
La descripción carnavalesca del banquete registra la materialidad
y el sensual aspecto de las golosinas10:

[. . .] os olhos moles e úmidos, ou vivos e cálidos, espregui?avam-se ou


saltitavam de urna poma à outra da mesa, atulhada de doces e fructas,
aquí o ananás em fatias, ali o melao em talhadas, as compoteiras de cristal
deixando ver a doce de coco, finamente ralado, amarelo como urna gema
-ou entao o melado escuro e grosso, nào longe do queijo e do cará (p.
133).

El cuerpo de las golosinas suscita en el niño una pasión: “Quanto


a mim, là estava, solitàrio e deslembrado, a namorar certa compota
de m inha paixao” (p. 134). Esa pasión, proyecto del contacto
inmediato con el objeto deseado, individualiza al niño Brás; el deseo
parece substraerlo de las normas sociales que rigen el com porta­
m iento colectivo en la mesa.
No obstante, entre el deseo del niño y las golosinas surge, como
un impedimento: Vila^a y su retórica: “as glosas sucediam-se, como
bátegas d ’água, obrigando-me a recolher o desejo e o pedido” (p.
134). El discurso del otro regula la pasión; la retórica, significante
clave a lo largo de la novela, cumple ahí una función terapéutica,
como el agua fría. El niño primero pide las golosinas; se subleva
luego e 'interrumpe el discurso del orador. Finalmente es alejado,
por la fuerza, de las golosinas deseadas.
Pocas páginas después el narrador recuerda otro banquete; las
contigüidades, en el discurso paratáctico de esta novela, son fun­
damentales. El personaje tenía entonces diecisiete años. En el segundo
banquete aparece otro orador, Xavier, doble paródico de Vilaga:
“sujeito abastado e tísico -urna pérola” (p. 138). Dice Brás: “O

100
Xavier, com todos os seus tubérculos, presidia ao banquete noc­
turno, em que eu pouco ou nada comi, porque só tinha olhos para
a dona da casa” (p. 138). El primer deseo del narrador encuentra
un relevo en esta escena. La dama de la casa es Marcela, prostituta
española. El deseo es ahora explícitam ente sexual.
Sin embargo, así como la retórica del orador mediaba entre el
niño y la comida, en la relación entre Brás y Marcela figura una
nueva mediación: el oro que irresponsablem ente despilfarra Brás
con la prostituta: “Marcela amou-me [...] M arcela amou-me durante
quinze meses e onze contos de réis; nada m enos” (p. 142). Tras
el espectáculo del “infam e” amor de Brás, aparece el sujeto del
oro: el padre, que había proyectado para Brás una vida diferente,
una catrera brillante: “[...] nao gastei dinheiro, cuidados, empenhos,
para te nüo ver brilhar, como deves, e te convém, e a todos nós;
é preciso continuar o nosso nome; continuá-lo e ilustrá-lo ainda
mais” (p. 162). El padre, mediador autoritario, impide el contacto
de Brás con el objeto de su deseo, enviándolo por la fuerza a cursar
estudios de derecho a Portugal.
La historia de los primeros deseos de Brás articula una estructura
de enorm e im portancia en las novelas de M achado: el triángulo
amoroso. El deseo, por un lado, individualiza; confronta, por otro,
el interdicto, la autoridad que el padre impone. El sujeto deseante
-el yo- es forzado a asumir el deseo del otro: realzar el brillo, el
oro y los valores retóricos (“ornam entales”) de la familia.
No obstante, a medida que progresa la novela, la contraposición
de los dos campos semánticos (yo/lo otro) sufre notables transfor­
maciones. La etapa de los estudios de Brás en Coimbra marca una
ambigua iniciación, en la que el yo comienza a hablar el lenguaje
del otro: “Colhi de todas as cousas a fraseología, a casca, a or­
nam entado [...]” (p. 156). Asume, aunque siempre lo recuerda con
ironía, no sólo la retórica, sino los valores del oro: la mercanti-
lización com o m ediación entre los seres hum anos. Brás ya no
despilfarra el oro; le paga la menor cantidad de oro posible al arriero
que le salva la vida, poco antes de su retorno al Brasil. En Coimbra,
en efecto, comienza a atraerlo el “gosto de luzir” (p. 267); Brás
pronto se encuentra en el “cam inho de D am asco” (p. 170).
Tras la muerte de su madre, el padre de Brás proyecta el matrimonio
de su hijo. Virgília, que representa una apertura para la carrera
política de Brás, viene a cenar el triángulo fundamental de la novela.
La dinám ica del triángulo, sin embargo, ha sido transformada. En
esta etapa Brás obedece al mediador, el padre. Más aún, la mediación
genera, es el origen de, el objeto del deseo del yo: “Vinha dizendo
a mim mesmo que era justo obedecer a meu pai, que era conveniente

101
abracar a carreira política [...] que a constituido [...] que a minha
noiva [...] que o m eu cavalo [...]” (p. 171).
A pesar de que Brás se enamora de Virgília, el proyecto del padre
no se'realiza. Virgília se casa con Lobo Neves quien, como sugiere
el nombre, era más ambicioso y “brillante” que Brás. El padre muere
poco después del matrimonio de una melancolía -sugiere el narra­
dor- causada por el fracaso de su proyecto.
La muerte del padre parecería representar la disolución de la
función mediadora y, por consiguiente, del interdicto. Ahora bien,
las complejas relaciones de poder y subordinación en las novelas
de madurez de Machado desbordan el Familienroman11. M em órias
p ó stu m a s progresivam ente invierte la relación sinecdóquica oro/
padre (significante/significado). El padre pasa a ser la figura de un
poder que trasciende el ámbito familiar, aunque la familia sea un
escenario privilegiado para su representación. Tras la muerte del
padre, en la vida propiam ente adulta de Brás, el triángulo sigue
funcionando. Lobo Neves -hombre de poder en el Estado- y la
“m irada ju d icial” (p. 156) de la opinión pública obstaculizan la
relación adúltera entre Brás y Virgília.
Además de ser un sujeto deseante de poder, Virgília es el objeto
del deseo del otro. Brás diseña una estrategia para apropiar a Virgília.
C on el fin de consolidar su deseo -mecanism o individualizador-
desviste a Virgilia de los signos del m ediador autoritario:

Evidentemente, Virgília come?ava a aborrecer-se de mim, pensava eu. E


esta ideia fez-me successivamente desesperado e frió, disposto a esquecé-
la e a matá-la. Via-a dali mesmo, reclinada no camarote, com os seus
magníficos bracos ñus -fascinando os olhos de todos, com o vestido
soberbo que havia de ter, o colo de leite, os cábelos postos em bandós,
á maneira do tempo, e os brilhantes, menos luzidios que os olhos déla
[...] Via-a assim, e doía-me que a vissem outros. Depois, có n cav a a despi­
la, a por de lado as jóias e sedas, a despenteá-la com as minhas máos
sófregas e lascivas, a tomá-la -nao sei se mais bela, se mais natural-, a
tomá-la minha, somente minha, únicamente minha (p. 206).

Es importante notar que el objeto de la enunciación ahí es la


actividad imaginaria del sujeto. El imaginario del sujeto funciona
com o una utopía que soluciona las contradicciones “reales” que
confronta el personaje. Había que quitarle a Virgília el brillo, la
ornamentación, las joyas de Lobo o la seda que apela a la mirada

102
voraz de la opinión pública. La “desnudez”, sin embargo, mediante
la cual el yo sueña el ejercicio absoluto de su poder (“sólo mía”),
es una respuesta al poder del otro y a la contradicción en torno
a la cual opera la utopía correctora. Tras la actividad im aginaria
se erige el referente de la ley.
Brás inventa “desnudeces” como respuestas a las múltiples formas
del poder. Una de éstas ocupa un lugar central en la novela: la
casinha, el recinto interior donde los amantes harían el amor de
espaldas a la opinión pública. Allí Virgília seria propia:

Para mim era aquilo urna situagao nova do nosso amor, urna aparéncia
de posse exclusiva, de dominio absoluto [...]. Jáestavacansado das cortinas
do outro [...]. A casa resgatava-me tudo; o mundo vulgar terminaría á porta
-dali para dentro era o infinito, um mundo eterno, superior, excepcional,
nosso, somente nosso, sem leis, sem instituifoes [...] (p. 211).

La casa es un recinto regido por el dominio propio; es el santuario


del deseo individual. Sin embargo, Brás introduce la mediación del
oro dentro de la casa: compra la conciencia de doña Plácida, antigua
nana de Virgília, que sería una mediadora frente a la opinión pública
en la m edida en que figuraría como dueña “legítim a” del lugar.
Más aún, la com unión del sujeto con el objeto del deseo en la
“desnudez” -disolución de la contradicción que representaría la
celebración de la individualidad definitiva- sólo adquiere sentido
por oposición al afuera, espacio de la ley: “Agora que todas as
leis sociais nos-lo impediam, agora é que nos amávamos deveras”
(p. 195). En el santuario del yo opera la ley, la mediación, como
referente de la transgresión. Sin el interdicto no es posible la utopía
del yo, la afirmación de la individualidad en la violación de la norma.
D esarm ada la casa y fracasados sucesivam ente los proyectos
utópicos del yo, a Brás le absorbe finalmente la “voluptuosidade
do nada” (p. 122). Lejos de celebrar el poder de la individualidad,
la vida de Brás relata la imposibilidad del yo como origen del deseo.
La ley, paradójicamente, es la condición de existencia del recinto
interior.
En varios sentidos Dom C asm u rro elabora y precisa la proble­
m ática del sujeto que había sido fundam ental para M achado en
M em órias póstum as. Dom C a sm u rro también es el relato -‘auto­
biográfico” de los deseos y utopías de un yo que postula la defensa
de la individualidad, mientras relata -por el reverso de la trama-
la im posibilidad de tal proyecto. Dom C a sm u rro , por su parte,
especifica con mayor precisión que M em órias póstum as la función
utópica y correctora del imaginario. Esto lo logra, nos parece, al
detallar la relación entre las formas de poder y de subordinación

103
en el plano de la historia o del enunciado, y en el proceso de la
enunciación: discurso confesional a partir del cual se organiza la
narrativa y que también cumple una ftinción semántica fundamental,
com o verem os luego.
“A alma da gente”, dice Bento, narrador en Dom C asm urro, “é
um a casa assim disposta, náo raro com janelas para todos os lados,
muita luz e ar puro. Também as há fechadas e escuras, sem janelas,
ou com poucas e gradeadas, ü semelhanga de conventos e prisóes”
(p. 866). Si aceptamos esa antigua analogía, como quisiera el narrador,
podríamos llevarla a una consecuencia no del todo equivocada: Dom
C asm urro, entre otras cosas, es el relato de una de esas vidas que
parecen cárceles. Sin ventanas, esa casa es el lugar del ensimismado:
el casmurro que, sin embargo, confía su historia. En el doble
movim iento de esa voz que se quiere ajena y que, sin embargo,
formula su discurso a partir del modelo de la confesión -situación
en la que el yo se hace público- se cruzan los térm inos de la
contradicción en torno a la cual Machado arma su espléndida novela.
No por casualidad la novela com ienza con la explicación del
título, casmurro: “homem calado e metido consigo” (p. 807). Además,
el relato comienza con esa especie de prólogo donde encontramos
la primera referencia al otro término de la metáfora decisiva: la casa
del Bento adulto y, si confiamos en lo que dice, radicalmente solitario.
Como en el caso de Brás Cubas, esa casa es un espacio privilegiado,
significante al cual obsesivamente retomará el narrador. La casa es
el ám bito de un sujeto que a su modo -siempre contradictorio-
postula la celebración de su ensimismamiento. La casa es el espacio
interior, la coyuntura de lo propio'. “A casa em que moro é própria”
(p. 807), dice enfáticamente el narrador. Allí el sujeto imagina el
ejercicio de su dom inio absoluto; es decir, la resolución de la
contradicción mas básica: la oposición entre su deseo y la autoridad
deseante de los otros. Ese poder imaginario, esa capacidad de soñarse
com o un yo ajeno al lenguaje de la autoridad, en gran m edida
sintetiza el proyecto utópico del narrador. La casa es el prim er
em blem a de tal proyecto.
Ante el ámbito incontrolable de los deseos ajenos, el narrador
construye su zona sagrada: la casa sin ventanas. Esa casa, no
obstante, le parecerá una cárcel, un convento o un museo. Las rejas
que lo separan de los otros -parece decirnos- lo enajenan de sí
mismo. En parte por eso la utopía es fallida; la resolución de la
contradicción es defectuosa. Desde el comienzo de su relato con­
fesional, Bento reconoce el defecto de su proyecto utópico: “Enfim,
agora, como outrora, há aqui o mesmo contraste da vida interior,
que é pacata, com a exterior, que é ruidosa” (p. 808). El espacio

104
privado sólo existe en térm inos de su oposición con un afuera,
recinto de la ley.
En el interior mismo, el templo que inventa Bento está minado
por los signos de su negación. Al construir la casa Bento ha querido
reconstruir el mundo de su pasado, mundo de su historia familiar
y de los otros:

[...] fi-la construir de propósito, levado de um desejo táo particular que


me vexa imprimi-lo, mas vá lá. Um dia, há bastantes anos, lembrou-me
reproduzir no Engenho Novo a casa em que me criei na antiga Rúa de
Mata-cavalos, dando-lhe o mesmo aspecto e económica daquela outra,
que desapareceu (pp. 807-08).

Y añade luego: “O meu fim evidente era atar as duas pontas


da vida, e restaurar na velhice a adolescéncia” (p. 808). El decorado
de la casa, al estilo antiguo, como todo en ella, corresponde al intento
de realizar ese deseo “tan personal” de reconstruir el mundo del
pasado, de la tem prana adolescencia. Entre los objetos de ese
decorado, cuyo estilo o razón de ser el narrador no siempre re­
conoce, aparecen los retratos de los padres. De esos retratos, signos
de la historia familiar, el narrador ofrece una reveladora descripción:

Tenho ali na parede o retrato déla, ao lado do do marido, tais quais na


outra casa. A pintura escureceu muito, mais ainda dá idéia de ambos. N3o
me lembra nada dele, a nao ser vagamante que era alto e usava cabeleira
grande; o retrato mostra uns olhos redondos, que me acompanham para
todos os lados, efeito da pintura que me assombrava em pequeño [...].
Sao retratos que valem por origináis. O de minha mae, estendendo a flor
ao marido, parece dizer: ‘Sou toda sua, meu guapo cavalheiro!’ O de meu
pai, olhando para a gente, faz este comentário: ‘Vejam como esta moca
me quer [...]’ (pp. 814-15).

Bento lee los retratos. Su lectura privilegia dos aspectos de la


figura del padre. Por un lado, siente que la m irada del padre lo
persigue; de ahí el antiguo terror que recuerda. Pero el narrador,
que posee la palabra, tiene algo en su dominio para armar la defensa.
El hombre del retrato, ya casi olvidado, dice, es el marido de la
madre. Llamarlo así -y olvidarlo- es borrar el derecho que autoriza
al modelo; es quitarle el nombre a la paternidad. Sin embargo, a
pesar del ten o r que le produce, Bento guarda el viejo retrato en
el interior de la casa.
Esos retratos, prim era form ulación del triángulo amoroso que
servirá de marco a la organización de las relaciones actanciales en

MU
la novela, pasan a ser -como la casa- un emblema. Em blem a en
el que se cruzan y se entrelazan dos gestos claves del narrador-
personaje: hay que aceptar -o hasta inventar- la m irada opresora
del otro, modelo de la autoridad, a riesgo del tenor que produzca;
pero a la vez, hay que quitarle el nom bre: desnom brarlo para
desnaturalizarlo. Y sobre la ausencia del modelo borrado, sobre su
huella, hay que ubicar el deseo propio; deseo del yo en su pos­
tulación más plena.
L a utopía casm urriana, como decíamos, es defectuosa: “Se só
m e faltassem os outros, vá; uní homem consola-se mais ou menos
das pessoas que perde; mais falto eu mesmo, e esta lacuna é tudo”
(p. 808). Falta el yo porque falta el otro. Asimismo, reconstruir el
espacio del yo, el ámbito de su poder, conlleva la reconstrucción
de los modelos, los mediadores a partir de los cuales opera el deseo
del yo; reconstruirlos para borrarlos: ésa será la condición de existencia
del sujeto configurado en la narración. Fallido el proyecto de la
casa, a Bento le queda una alternativa aún más prometedora. El
fracaso de la casa-utopía marca el comienzo de la escritura auto­
biográfica de Bento, mediante la cual el “autor” consolida un discurso
propio.
Resulta valioso, entonces, seguir a lo largo de la novela la con­
traposición de dos campos semánticos claves: por un lado, el que
se produce en torno a los significantes de la confidencia; por otro,
el de la invasión. Temprano en la novela el narrador reconstruye
el ám bito de las prim eras confidencias; espacio interm edio entre
las casas de Bentinho y Capitu, emblemáticamente separadas por
una m uralla donde la chica escribe los nombres de los jóvenes
amantes. En ese espacio interm edio, Bento asume conciencia de
su prim er deseo: conciencia de sí. El narrador enfatiza que ese
primer deseo marca el comienzo de su vida: “Verdadeiramente, foi
o principio da minha vida” (p. 815). El primer deseo constituye,
por lo menos, un núcleo matriz de su discurso autobiográfico: “Esse
primeiro palpitar da seiva, essa revelando da conciencia a si própria,
nunca mais me esqueceu, nem achei que lhe fosse com parável
qualquer outra s e n s a t o da mesma espécie. Naturalmente por ser
minha. Naturalmente também por ser a prim eira" (p. 820, énfasis
nuestro). El objeto de ese primer deseo, espejo donde la conciencia
se revela a sí misma, es C apitu12.
Capitu no es simplemente un cuetpo, sino un cueipo comulgante:
“As máos, unindo os ñervos, faziam das duas criaturas uma só [...]”
(p. 822). El narrador insiste en el recuerdo de esa intimidad. Nada

12. S obre la im portancia de la m etáfora del espejo en M achado, cf. Dirce C ortes R iedel,
M etáfora: o espelho de M achado de Assis (Rio de Janeiro: Livraria Francisco Alves, 1974).

106
era secreto entre ellos; en cambio, todo era confidencia: “franca­
mente, só agora entendía a emogao que me davam essas e outras
confidéncias” (p. 819).
Sin embargo, lo que para los jóvenes era confidencia, para los
otros era secreto. Si bien el narrador acentúa la intimidad y el placer
de las primeras confidencias, enfatiza asimismo la constante invasión
por parte de los otros. Con una intrusión comienza la concatenación
de los recuerdos de adolescencia del narrador. José Dias, confidente
de la madie, sospecha una relación entre Capitu y Bentinho, y dice
a doña Glòria:

-Dona Glòria, a senhora persiste na idéia de meter o nosso Bentinho no


seminàrio? É mais que tempo, e já agora pode haver urna dificuldade.
-Que dificuldade?
[...]
-Há algum tempo estou para lhe dizer isto, mas nao me atrevía. Nao me
parece bonito que o nosso Bentinho ande metido nos cantos com a ñlha
do Tartaruga, e esta é a dificuldade, porque se eles pegam de namoro,
a senhora terá muito que lutar para separá-los.
-Nao acho. Metidos nos cantos?
-É um modo de falar. Em segredinhos, sempre juntos (p. 809).

Las esquinas, los rincones, son el espacio invadido. Los otros,


los adultos, con frecuencia invaden físicamente: Días, la madre y
el padre de Capitu interrumpen varias escenas íntimas. Pero la intrusión
más radical se da en lo im aginado por el narrador, que a veces
sólo es comprobable mediante la observación de la concatenación
metonimica de los recuerdos. Por ejemplo, tras la celebración del
prim er beso, experiencia de la privacidad más sublime, el personaje
recuerda el deseo de la madre: “ -Sou homem! Quando repeti isto,
pela terceira vez, pensei no seminàrio [...]” (p. 844). Recordemos
que el seminario era el proyecto que el otro -la madre- había diseñado
para Bento, por compromiso con Dios y con la opinión pública,
desde antes del nacimiento del niño.
Toda la primera paite de la novela, constituida por los recuerdos
de adolescencia en Mata-cavalos, opera sobre la oposición de esas
dos cadenas significantes; campos que remiten, es importante insistir,
a la contradicción entre el deseo del yo y la autoridad de los otros.
Ahora bien, ya en esta prim era etapa, el triángulo de deseos y
poderes que se cruzan en la adolescencia de Bento incluye otro
factor decisivo. Capitu, objeto del primer deseo, es también un sujeto
deseante que le muestra a Bento el poder que otorga la confidencia.
Desde temprano, Capitu comienza a abrir una fisura en la muralla
que separa los mundos sociales de los amantes. A través de Capitu,

107
Bento aprende a m anipular la confidencia, estrategia para resolver
las contradicciones en que se encuentra inmerso. De esta manera,
la primera confidente -Capitu-, pasa a cumplir, por lo menos, una
doble función actancial: por un lado, es el objeto del deseo; por
otro, es el interm ediario que necesita el yo para superar la con­
tradicción inicial. Capitu apela a la confianza del otro; se convierte
en confidente de la madre de Bento. Sin Capitu, la contradicción
entre el deseo del yo y el proyecto del sem inario hubiera sido
irresoluble. Es a partir de su relación con ese intermediario que Bento
aprende a borrar el nombre del invasor. La madre, en efecto, pasa
a ocupar un segundo plano en el juego de poderes que es el relato.
El poder de ese otro se relativiza mediante la ayuda del confesor,
función que inicialmente cumple Capitu, y que luego encuentra un
relevo en la actuación de Escobar -personaje a quien Bento conoce
en su breve estadía en el seminario-. Una vez que el poder de la
madre es desplazado, el deseo del yo parece realizarse. No obstante,
en el proceso de esa aparente consolidación, Bento erige nuevos
poderes, nuevos m odelos de autoridad, que luego concibe como
invasores y deseantes. La contradicción entre la confidencia y la
intrusión no se ha resuelto. Por el contrario, el confidente se hará
invasor; los campos semánticos inicialmente contrapuestos se su­
perponen y se contam inan.
En el seminario -transición hacia la vida adulta- aparece la figura
de un nuevo mediador. Es Escobar quien, junto con Capitu, con­
tribuye al plan para que Bento se libere del seminario. La primera
descripción de Escobar en el relato es reveladora:

Era um rapaz esbelto, olhos claros, um pouco fugitivos, como as maos,


como ospés, como a fala, como tudo. [...] Urna cousa nao seria tao fugitiva,
como o resto, a reflexao; íamos dar com ele, muita vez, olhos enfiados
em si, cogitando (p. 866).

Escobar es el impenetrable, el ensimismado. Sin embargo, es­


tablece con Bento un nuevo juego de confidencias. Invita a Bento
a entrar al espacio tan protegido de la intimidad: “Escobar veio
abrindo a alma toda, desde a porta da rúa até o fundo do quintal”
(p. 866). Al permitirle la entrada a la “casa” tan protegida del yo,
según el narrador, Escobar se concede el derecho de hacer de la
confidencia un intercambio, “segredo por segredo”: “Eu, seduzido
pelas palavras dele, estive quase a contar-lhe, logo, logo, a minha
história” (p. 866). Contar el cuento, en la lógica del relato, es armar
el juego de la seducción
Ya en esta etapa Bento necesita de la intervención del confesor:
“naquele mesmo tempo senti tal ou qual necessidade de contar a

108
alguém o que se passava entre mim e Capitu” (p. 885). Bento confía
aspectos de su secreto a Escobar, aunque la confesión es parcial.
De la confesión, Bento obtiene p lacer:

Nào calculas o prazer que me deu a confidencia que lhe fiz. Era como
que urna felicidade mais. Aquele corafáo mo^o que me ouvia e me dava
razào, trazia a este mundo um aspecto extraordinàrio. Era um grande e
belo mundo, a vida urna carreira excelente, e eu nem mais nem menos
um mimoso do céu; eis a minha sensato. Nota que eu nao lhe disse tudo,
nem o melhor [...] (p. 886).

Ese lenguaje del goce no es común en el relato del casmurro.


Se da, significativam ente, como la celebración del cuento, de la
confidencia en que el contacto del yo con los otros es privado,
regulado por las normas de la intimidad y la seducción. “Também
se goza por influigüo dos lábios que narram” (p. 831), dice Bento.
El lenguaje celebratorio de la confidencia vuelve a darse en la
playa, donde se han mudado los matrimonios de Bento y Capitu,
Sancha y Escobar:

[...] tínhamos por assilli dizer urna só casa, eu vivia na dele, ele na minha,
e o pedazo de praia entre a Glòria e o Flamengo era como um caminho
dè uso pròprio e particular. Fazia-me pensar ñas duas casas de Mata-
cavalos, como o seu muro de permeio (p. 920).

La distribución del espacio corrige la relación sim bólica entre


las casas de M ata-cavalos. La emblemática m uralla que separaba
las casas de los jóvenes amantes ha sido anulada.
Ahora bien, la confidencia total -la utopía del yo- es imposible.
Bento confía a Escobar sólo una paite de su historia. Antes de los
m atrim onios se había sugerido que Escobar, adem ás de ser un
confidente, era la figura de una nueva invasión. Escobar penetra
el espacio del yo: “Eu nào era ainda casmurro [...]; o receio é que
me tolhia a franqueza, mas como as portas nao tinham chaves nem
fechaduras, bastava empurrá-las, e Escobar empurrou-as e entrou.
Cá o achei dentro, cá ficou, até que [...]” (p. 866). El narrador
además sugiere que Escobar, conociendo el poder seductor de la
confesión, se había convertido en confidente de la madre con el
fin de m anipular el capital familiar:

Escobar comegava a negociar era café [...]. Era opiniào de prima Justina
que ele afagara a idéia de convidar minha máe a segundas nupcias [...].
Talvez ele nào pensasse eni mais que associá-la aos seus primeiros ten-
tamens comerciáis [...] (p. 903).

109
El confesor, observamos de nuevo, es también un sujeto deseante.
L a historia de la vida adulta de Bento desarrolla esa dualidad
de la figura del mediador. Escobar, el confidente, es también una
figura de autoridad que asume, para Bento, el rol de la paternidad.
En la casa de la playa Bento guarda el retrato de Escobar junto
al de su madre: “O retrato de Escobar, que eu tinha ali, ao pé do
de m inha müe, falou-m e [...]” (p. 923). E sta escena tiene un
antecedente en la referencia a los retratos familiales en el comienzo
del relato. La transformación es notable: sobre la ausencia del retrato
paterno, Bento erige el retrato de Escobar. Se reconfirma aquí el
prim er triángulo familiar.
Ante Escobar, Bento asume la doble postura que caracterizaba
su lectura del retrato paterno. Se inventa al Escobar confidente, pero
con el m ism o m ovim iento hace del confidente un invasor, cuya
mirada penetra y persigue. Escobar, supone el narrador, era amante
de Capitu. También había que desapropiar a ese otro de su nombre;
había que anuí ai' su poder. De ahí que, antes de que Escobar muriera
ahogado, Bento im aginara la posibilidad de su venganza: la po­
sibilidad de una relación amorosa con la esposa del otro, Sancha.
Tras la muerte de Escobar, la realización del placer, la comunión
con Capitu parecía posible.
No obstante, la mirada de Escobar -como la del padre- persigue
aún después de su muerte. Entre Bento y Capitu surge un nuevo
mediador: Ezequiel (homónimo de Escobar), en cuya mirada Bento
cree reconocer la paternidad ilegítima de su amigo difunto. Bento
tam bién intenta deshacerse del nuevo mediador: proyecta su en­
venenam iento, aunque no llega a com eter el hom icidio. Cuando
finalmente Bento comunica sus conjeturas a Capitu, prácticamente
concluye la relación entre ambos. La posibilidad de la comunión
-de lo que viene después de la confesión- se ha agotado. Es sig­
nificativa la reacción de Bento frente a Capitu en esa escena decisiva
que marca el fin del relato del “primer” deseo y el comienzo de
la casmurrizaciótr. “Desta vez a confusâo delà fez-se confissâo pura.
Este era aquele; havia por força alguma fotografía de Escobar pequeño
que seria o nosso pequeño Ezequiel. De boca, porém, nao confessou
nada [...]” (p. 936, énfasis nuestro).
Bento lee, interpreta forzadamente, el silencio de Capitu. Hace
de la confusión una confesión. Ella, que antes figuraba como la
confesora deseada, se transform a entonces -según Bento- en la
pecadora que confiesa su transgresión. En la lógica del relato, el
confesor es el que tiene el poder; aunque el confeso -Bento- es
quien tiene la palabra, en el plano del discurso.

lio
II

Hasta el momento hemos visto, sin agotar sus posibilidades, el


doble valor de las figuras de la m ediación y de la autoridad en
el nivel de la historia y de las relaciones actanciales en ambas
novelas. H em os notado cóm o los deseos de B rás y de B ento
confrontan el interdicto de la mediación -el deseo del otro- que
progresivamente llega a modelar los deseos propios. Al final de los
relatos todos los mediadores han sido anulados o han muerto. La
anulación de las figuras del otro, paradójicam ente, resulta en la
“voluptuosidad de la nada” o en la casmurrización. La utopía de
la confidencia, mediante la cual el yo consolida la “conciencia de
sí”, ha sido desarmada. La casa, la zona sagrada, se transform a
en un museo donde falta el yo porque falta el otro m ediador13.
El final de la historia de los deseos marca el comienzo del discurso
autobiográfico -retrospectivo- que se modela, en el presente de la
“casmurrización” o de la “muerte”, a partir del relato confesional.
El relato confesional, como sugiere Bento, tal vez permita la re­
construcción del sujeto “perdido”, puesto que él instaura al yo como
“poseedor” de la palabra. Sin embargo, el acto de la confesión erige
la figura de otro mediador, ahora en el nivel del discurso. El confesor,
destinatario textual14 del narrador, media entre el yo y su nuevo
objeto del deseo: el discurso, el cuento, capaz de producir placer
en la situación de la confidencia. El confesor, sujeto deseante y
poderoso, puede penetrar el espacio íntim o del discurso autobio­
gráfico. De esta manera, en otro nivel de la organización textual,
se establece un nuevo juego de seducciones y conjuraciones.
Parodiando el comienzo tradicional de la autobiografía, el na­
cimiento del yo, Brás enfatiza la importancia de la muerte que da
apertura a su discurso. La muerte, en efecto, es una condición de
la escritura de las memorias de Brás. La “neutralidad" que concede
la muerte, en la lógica de M em orias postum as, legitima y autoriza
la perspectiva del narrador. Según Brás, escribir la vida desde la
vida misma da como resultado una cierta inverosimilitud. El narrador
de la autobiografía tradicional se encuentra comprom etido con el

Ill
valor de su figura ante la opinión pública. La perspectiva interesada
del sujeto edita el relato de sus recuerdos según las conveniencias
y necesidades que im pone el contexto en el que escribe:

Deixa lá dizer Pascal que o homem é um canijo pensante. Nào; é urna


errata pensante, isso sim. Cada esta^ao da vida é urna edigáo, que corrige
a anterior, e que será corrigida também, até a edigíio definitiva que o editor
dá de graga aos vermes (MP, p. 161).

Por el contrailo, Bras funda la legitimidad de su discurso en la


perspectiva definitiva -fuera del tiempo y de todo contexto- que
posibilita la muerte. La muerte anula el carácter performativo15 de
la confesión y la convierte en un hecho pasivo, desinteresado. Al
otro lado de la vida ya no es necesario impresionar o manipular
al otro; el juicio de la opinión pública -destinatario de la confesión-
carece de consecuencias prácticas:

Talvez espante ao leitor a franqueza coni que lhe exponho e realeo a minila
mediocridade; advirta que a franqueza é a primeira virtude de um defunto.
Na vida, o olliar da opiniáo, o contraste dos interesses, a luta das cobijas
obrigam a gente a calar os trapos velhos, a disformar os rasgòes e os
remendos [...]. Mas, na morte, que diferenga! que desabafo! que liberdade!
Como a gente pode sacudir fora a capa, deitar ao fosso as lentejoulas
[...] confessar lisamente o que foi e o que deixou de ser! [...] O olliar da
opiniào, esse olliar agudo e judicial, perde a virtude, logo que pisamos
o territòrio da morte [...] (MP, p. 156).

La muerte libera al sujeto de la mirada “judicial” de la opinión


pública que se opone, como vimos antes, a los deseos del yo. El
discurso desde la muerte, entonces, cumple una función análoga
a la de la casa, de espaldas a la opinión pública: la muerte permite
la ilusión de “desnudez” del yo en el discurso.
No obstante, así como la casa y el amor ilegítimo de Brás sólo
adquieren sentido por oposición a la ley, la confesión -nueva utopía-
desata una paradoja irreductible. A pesar de la neutralidad que
reclama el narrador, podemos cuestionar su inocencia, la pasividad
de su discurso, y preguntarnos para qué escribe su vida. Recor­
demos las palabras finales del narrador: “Nào tive filhos, nào transmití
a nenhuma criatura o legado da nossa misèria” (MP, p. 304). La
paternidad -significante clave de la autoridad- había sido uno de

112
los deseos frustrados de Brás. Ser padre: ser autor. En su relato,
Brás busca corregir la negativa con que concluye su vida. Transmite,
en efecto, el “legado da nossa misèria”. Se convierte, de tal modo,
en autor de su “vida”. Y, al hacerlo, no sólo afirma el dom inio del
yo en el recinto del discurso, sino que pretende salir del anonimato
que la muerte representa. Sus memorias, como los epitafios, son
una defensa contra el tem ido oblivion: “[...] gosto dos epitáfios;
eles sao entre a gente civilizada, urna expressào daquele pio e secreto
egoísm o que induz o homem a arrancar à m orte um farrapo ao
menos da sombra que passou” (M P, p. 297). El discurso autobio­
gráfico de B rás cum ple la función correctora de la activ id ad
imaginaria. Como la casa o la desnudez imaginaria de Virgília, la
autobiografía intenta resolver las contradicciones “reales” , ahora en
la form a del olvido -carencia definitiva de individualidad en la
m uerte-.
El yo sigue conspirando, inventando utopías desde el otro lado
de la vida. Pero al transmitir el relato de su vida, al apelar a la
memoria de la opinión pública, Brás acepta los pactos y las sub­
ordinaciones que rigen los discursos de los vivos. Acepta las normas
de la confesión -situación discursiva inmersa en las m ism as con­
tradicciones que la utopía pugnaba por corregir-. Su discurso erige
la figura del confesor que escucha, en tanto mirada “judicial” de
la opinión pública: la ley, nuevamente, condiciona el recinto interior.
En Dom C a sm u rro Bento también compara frecuentemente su
discurso con el acto de la confesión. El narrador promete decir “a
verdade, só a verdade, mas toda a verdade” (DC, p. 878). El carácter
judicial de la confesión se comenta en varias instancias de la narración:
“No fim, lem brou-m e que a Igreja estabeleceu no confessionàrio
um cartório seguro, e na confissilo o mais autèntico dos instrumentos
para o ajuste de contas moráis entre o homem e Deus” (DC, p.
879).
En términos de nuestra lectura son muy significativas las páginas
de la H istoria de la sexualidad que Michel Foucault dedica a la
institución de la confesión en las sociedades seculares del siglo XIX:

Durante mucho tiempo el individuo se autentificó gracias a la referencia


de los demás y a la manifestación de su vínculo con otro (familia, juramento
de fidelidad, protección); después se lo autentificó mediante el discurso
verdadero que era capaz de formular sobre sí mismo o que se le obligaba
a formular. La confesión de la verdad se inscribió en el corazón de los
procedimientos de individualización por parte del poder. [...] El hombre,
en Occidente, ha llegado a ser un animal de confesión. De allí, sin duda,
una metamorfosis literaria: del placer de contar y oír, centrado en el relato

113
heroico o maravilloso de las ‘pruebas’ de valentía o santidad, se pasó
a una literatura dirigida a la infinita tarea de sacar del fondo de uno mismo,
entre las palabras, una verdad que la forma misma de la confesión hace
espejear como lo inaccesible'6.

La confesión se organiza en torno a una asimetría de poderes.


En la confesión, la mirada “judicial” del destinatario tiene el poder
de juzgar, absolver o castigar. E s el confeso, sin embargo, el que
emite la palabra. La confesión individualiza el acto de la enuncia­
ción, pero somete al sujeto a la mirada poderosa de otro. El yo
habla en el discurso siempre y cuando reinstaure el interdicto que
se había transgredido. En la confesion, paradójicamente individua-
lizadora, prolifera el habla del yo, en tanto pronombre de la sujeción:
“Inm ensa obra a la cual Occidente som etió a generaciones a fin
de producir -mientras que otras formas de trabajo aseguraban la
acumulación del capital- la sujeción de los hombres; quiero decir:
su constitución como ‘sujetos’, en los dos sentidos de la palabra”17.
Por supuesto, no podemos perder de vista el carácter ficcional
de ambos textos; la confesión, como decíam os en un comienzo,
es el objeto de la transformación machadiana, no su territorio. Sin
embargo, no es casual que am bos textos estén armados sobre la
analogía entre la confesión y la enunciación de los narradores.
Siguiendo la lógica de las novelas, en el plano del enunciado, el
contacto de la confidencia individualiza y conform a la base del
placer. El confidente, al mismo tiempo, se convierte en un mediador
de la ley y de la opinión pública. La mirada del destinatario que
proyecta la enunciación persigue y penetra, como la m irada del
padre o de Escobar. También a ese destinatario habrá que anularlo.
Aunque de entrada ambos “autobiógrafos” aceptan las normas del
pacto de la confesión -la verdad, nada más que la verdad- ambos
asumen la tarea de relativizar el poder de juicio del otro -el lector-
mediante la calculada organización del relato que a él se le cuenta.
La “verdad” que se transmite en ambas confesiones es sólo parcial,
a pesar de que los narradores apelen continuamente a la verosi­
m ilitud e insistan en lo contrario. Al propio discurso “neutral” de
Brás puede aplicársele su teoría de las ediciones sucesivas. Al asumir
las normas del discurso de los vivos, Brás desmiente la pasividad
que fundamenta la legitim idad de su perspectiva: se convierte en
intérprete de su vida pasada. Su “edición” no es definitiva y cumple

114
una función pragm ática; su ambiguo amor por el “brillo” , “sede
de nom eada [...] amor da gloria” (M P, p. 113), subrepticiam ente
contam ina el plano del discurso, que bien puede leerse com o la
continuación del proyecto frustrado del emplaste, sueño de la fama
y del reconocim iento público.
En el caso de Dom C asm u rro la parcialidad del narrador es aún
más evidente. Con frecuencia Bento figura en el relato como lector
o intérprete. Lee los retratos, el extraño Panegírico de Santa Mónica,
la fisonom ía de Ezequiel, el silencio de Capitu. De todas esas
“lecturas” se desprende un rasgo distintivo del personaje-narrador:
“A imaginagào foi a companheira de toda a minha existència, viva,
rápida, inquieta [...] capaz de engolir cam panhas e cam panhas,
correndo” (D C, p. 850). La im aginación devoradora fuerza las
interpretaciones del personaje y se traduce en la “mala m em oria”
que llena las lagunas propias y de los otros en el plano discursivo:
“Nao, nào, a minha memòria nao é boa. Ao contràrio, e comparável
a alguém que tivesse vivido por hospedarías, sem guardar délas
nem caías nem nomes, e somente raras circum stáncias” (DC, p.
868),“Assim preencho as lacunas alheias” (p. 869).
Las perspectivas de Bento y Brás, ante los otros y ante sus propias
vidas, tienen el estatuto lógico de la suposición, de “urna imagina$2o
graduada em consciencia” (M P, p. 180), al decir de Brás. La “ verdad”
de las confesiones se fundamenta en la conjetura. Y la ambivalencia
que se desprende de la conjetura, capacidad de la devoradora
im aginación, se convierte en un procedim iento sistem ático que
relativiza tanto la credibilidad del narrador18, como el poder de juicio
del confesor. La parcialidad de la conjetura transgrede las normas
básicas de la confesión y de todo discurso autobiográfico: la sin­
ceridad y probabilidad de lo dicho19. En tales desajustes radica el
carácter anticonfesional y paródico de estas “confesiones”: el poder
de confesor, función de la autoridad, ha sido relativizado. Sin embargo,
la anulación del poder de ese otro remite nuevamente a las con­
tradicciones internas de la utopía del yo. El ámbito de la confidencia,
el encuentro de la “conciencia consigo misma”, está atravesado por
el interdicto que impone el poder. Allí donde la utopía de los narradores
y del sujeto liberal enfatiza su contradicción, allí donde e l relato
confesional registra el sometimiento del sujeto, adquiere lucidez el
ejercicio critico de la ficción machadiana.

115
6

LUISA CAPETILLO O LOS PLIEGUES DE LA LETRA*

Para M aría Elena, Rubén y Juan

Quisiera comenzar recordando un retrato suyo, tomado en 1915


en La Habana. En la foto, la intelectual anarquista puertorriqueña,
Luisa C apetillo, figura con un som brero panam á de ala ancha,
levemente inclinado, que le sombrea el lado izquierdo de la cara.
El cabello no puede vérse. Lleva una camisa blanca, de cuello alto,
firmemente abotonada bajo el nudo de la corbata. La corbata negra
sobresale, cubriendo levemente el primer botón del gabán, de tres
botones verticales. El gabán es seguramente de lino, en corte ancho,
al uso de la época. Las líneas del cueipo femenino son irreconocibles
bajo la tela suelta del gabán. En efecto, Capetillo aparece ahí vestida
de hom bre.
En nuestros días ese gesto ha perdido su fuerza iconoclasta. En
1915, sin embargo, el desafío le costó a Capetillo un encarcela­
miento. La foto, publicada en el diario El D ía de La Habana, fue
tomada poco antes del arresto de Capetillo por usar “ropa sólo para
hombres”1. Esa foto nos sitúa, de entrada, ante las estrategias con
que Capetillo respondió a la cultura dominante de su época, des­
haciendo fronteras e im pugnando precisam ente aspectos sólo en
apariencia insignificantes, menores, de la vida diaria.
¿Qué significa, en Capetillo, usar la ropa del otro! ¿Se transforma
la mujer, en ese acto m im ético -si bien teatral- en hom bre? ¿Se
masculiniza al apropiar los discursos de la masculinidad, o de algún
modo la apropiación somete esos signos a una crítica? ¿No implica
la trayectoria del sim ulacro una distancia de la identidad que la
sociedad le asigna a la mujer? ¿No supone, a su vez, un despla­
zamiento de la retórica de la m asculinidad -la ropa del hombre-

*U na v ersió n an terio r de este trab ajo ap areció com o P rólogo a A m or y a n arq u ía: Los
escritos de Luisa C apetillo (San Juan: E diciones H uracán, 1992).

1. La clásica foto se encuentra reproducida en Norm a Valle Ferrer, Luisa C apetillo (San
Ju an , 1975).

117
cuyo aparato exclusivo es radicalmente trastocado por el desafío,
la burla y el simulacro?
Aunque no nos concierne tanto la ropa de Capetillo¡ esa foto
-emblemática- orienta nuestra lectura de su obra2. La hipótesis de
este trabajo es la siguiente: la inestabilidad generada por el simulacro
que apropia el lenguaje dominante, como disfraz, sin someterse a
la lógica del mismo, es el impulso que activa la escritura en Capetillo
y otros escritores marginales, subalternos, de su época3. Con ese
aparente m im etism o -que siempre implica la distancia de una si­
mulación, frecuentemente burlesca- Capetillo responde a la cultura
dominante de la cual, a su vez, paite su producción. Nos concen­
trarem os, primero, en un aspecto de esa relación ambivalente, si
no contradictoria: veremos cómo Capetillo apropia y usa los dis­
positivos del discurso literario que por momentos parecería autorizar
su escritura y contenerla, como !a ropa m asculina a la mujer en
la foto. Intentaremos ver, asimismo, cómo Capetillo, al reescribirla
-lejos de quedar inscrita en el recinto exclusivo de la institución
literaria- somete sus lenguajes y normas a una intensificación crítica
que nos permite hoy cuestionar los mecanismos de cieñe y cons­
titución de la literatura y su relación con el poder en Puerto Rico.
La problemática, por cierto, no tiene sólo que ver con Luisa. Hacia
las prim eras dos décadas del siglo, en una época m arcada por
intensas luchas popúlales, el campo intelectual puertorriqueño fue
objeto de pugnas que en efecto redefinieron el concepto mismo
de la cultura en Puerto Rico. Huelgas, m anifestaciones, veladas
literarias y la proliferación de escritos obreros en periódicos, tri­
bunas, obras teatrales, panfletos y consignas, registraban la emer­
gencia de una cultura contestataria que combatía por abrirse un lugar

118
y así redefinir los límites del territorio severamente exclusivo de
las instituciones políticas y culturales del país.
En efecto, hasta el m omento en que trabajadores como Luisa
C apetillo, Ram ón Rom ero Rosa, Eduardo Conde, José Ferrer y
Ferrer, Manuel F. Rojas y otros se convierten en escritores4, en las
primeras dos décadas de este siglo, la escritura en Puerto Rico -y
sobre todo la literatura- había sido patrimonio exclusivo de inte­
lectuales de las clases dirigentes. La escritura era un medio exclusivo
de intelectuales de formación universitaria que generalm ente ocu­
paban cargos en la administración de las instituciones básicas de
la sociedad. La instrucción -en un país fundamentalmente agrícola-
no había sido democratizada. El Censo de 1899, por ejemplo, registra
el analfabetismo del 77% de la población. En el trabajo agrícola,
que constituía el eje de la fuerza laboral, el analfabetismo llegaba
al 87%. En esa sociedad, la escritura -en el sentido am plio que
incluye, más allá de la literatura, la administración misma de las
leyes y los discursos estatales- era un dispositivo de control y
subordinación social. Trazando los límites de una estrecha división
del trabajo, la escritura era uno de los mecanismos del poder que
decidía la distancia -y la lucha- entre los grupos señoriales y el
campesinado, entre los que podían o no podían escribir. Si bien
no fue el único objeto de pugnas entre estos grupos, la escritura
-más que un simple marcador del prestigio de los sujetos- era una
tecnología, digamos, que posibilitaba la administración de la vida
pública y que decidía, en el campo de la producción “simbólica”
y cultural, la legitimidad de cualquier discurso con expectativas de
representatividad.
En el interior de ese campo jerarquizado, los intelectuales -poetas
y abogados- cumplían al menos una doble función. Por un lado,
administraban la cultura escrita (hasta cierto punto, las leyes). Por
otro, particularmente en las décadas posteriores a la invasión nor­
teamericana de 1898, esos intelectuales asumieron la tarea de elaborar
un discurso nacionalista que contribuyó a legitimar la lucha de la
clase señorial desplazada contra el nuevo poder extranjero. En ese
campo de luchas se institucionaliza la literatura puertorriqueña, que

4. Es a Angel G. Q uintero Rivera a quien debem os la primera selección e introducción a algunos


de estos intelectuales obreros: véase su L ucha o b re ra en P u e rto R ico (San Juan: CEREP, 1971).
Véase, adem ás, Gervasio L. García y A. G. Q uintero Rivera, D esafío y so lid arid ad : breve h isto ria
del m ovim iento o b re ro p u e rto rriq u e ñ o (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1982); y A.G.Quintero
Rivera, P a tric io s y plebeyos: burgueses, h acen d a d o s, a rte sa n o s y o b re ro s : L as relaciones de
clase en el P u e rto R ico de cam bio de siglo (Río Piedras: E diciones H uracán, 1988). Tam bién
resulta im portante la historia de las prim eras instituciones culturales obreras en Puerto R ico de
Rubén D ávila S antiago, El d e rrib o de las m u ra lla s: o ríg en es in telectu ales del socialism o en
P u e rto R ico (Río Piedras: Editorial Cultural, 1988), y su edición e introducción a T eatro o b re ro en
P u e r to R ico (1 9 0 0 -1 9 2 0 ): A n to lo g ía (R ío P iedras: E dil, 1985).

119
prolifera denunciando la “crisis” de la nacionalidad, y se proyecta
como un depósito de valores culturales, capital simbólico que nutre
las posiciones de la clase señorial en su búsqueda de un consenso
nacional contra el aparato político y económico del nuevo imperio.
L a literatura -forma de la política nacionalista hasta recientemente
en Puerto Rico- fue uno de los discursos que proyectó el consenso:
se encargó, al menos hasta la década del setenta, de imaginar los
rasgos, la topografía “espiritual” de la patria. Como institución, la
literatura configuró la homogeneidad del “alma” nacional, elaborada
de m ateriales sociales irreductiblemente heterogéneos; “identidad”
monológica, proyectada de arriba hacia abajo, que buscaba borrar
-frustrada y nerviosamente- las contradicciones que desgarraban el
interior mism o de la “fam ilia” puertorriqueña5.
Nos preguntam os: ¿qué ocurre cuando Capetillo y los nuevos
intelectuales obreros escriben? Es decir: ¿qué ocurre cuando una
mujer obrera asume las tareas y los discursos que tradicionalmente
habían definido al poder? ¿Qué transformación sufre el territorio
exclusivo de la literatura cuando esa otra -la subalterna- la enuncia,
le habla y la apropia como el lugar de su práctica cotidiana? ¿Deja
la literatura de serlo al ser escrita por una obrera? ¿Deja la subalterna
de serlo cuando se sitúa a la entrada de la ley, como el campesino
de Kafka en El proceso6, enunciando, a veces con timidez y reserva,
otras con exasperación y violencia, su deseo de mirarla -a la li­
teratura-, deseo de verla caía a caía y de pedirle cuentas, de exigirle
las notas para el fiel registro de su entonación? Ante la ley, ¿hay
para la otra alguna posible entrada? ¿Habrá salida?
La entrada -si es que de entrar se trata- no fue fácil. Porque más
que tocar delicadamente a la puerta cerrada del discurso, Capetillo
y sus camaradas irrumpieron en uno de los recintos más celosamente
protegidos del poder: la producción simbólica y cultural, territorio
donde el poder produce las ficciones de su ley, las normas de su
sociabilidad. Y las instituciones del poder, ante la pérdida de su
hegem onía sobre esa zona, respondieron con violencia, frecuente

120
y literalm ente rom piendo cabezas y encarcelando a los nuevos
discursantes.
No está de más recordar aquí, brevemente, el famoso y nefasto
caso de represión contra Juan Vilar en 1911, cuya historia ha esbozado
Dávila Santiago7, y en el que el notable tabaquero e intelectual de
Caguas fue encarcelado por su supuesta asociación con V. Grillo,
anarquista que había matado al representante de la “West Indies
Trading Com pany”. Significativamente, la evidencia más “contun­
dente” que presenta el Jefe de Detectives, St. Elmo, en contra de
Vilar y sus camaradas, es la literatura que encuentra en la pequeña
biblioteca del centro de estudios que dirigía el artesano. Nadie como
los agentes del poder prestó tanta atención al “peligro” de la cultura
de discusión y debate que se generaba en torno a estas bibliotecas
obreras. Lo que nos obliga a pensar, por cierto, que el acceso de
los trabajadores al mundo exclusivo de la letra -desde los primeros
indicios- no fue simplemente el efecto de un “mimetismo” pasivo,
m ediante el cual el nuevo discursante repetía -sin cuestionar ni
trastocar- la lengua dominante. La misma reacción y vigilancia de
la cultura dominante registra la marginalidad e incluso la peligro­
sidad del nuevo sujeto.
El objetivo radica en precisar las condiciones de emergencia de
una cultura menor o subalterna; es decir, una cultura históricamente
desposeída y marginada, sin soportes institucionales en la esfera
de circulación de discursos y bienes simbólicos: ¿con qué materiales,
con qué tipo de palabras, con qué registros, lógica y emblemas se
constituye un discurso emergente? ¿Le exigiremos a ese discurso
alguna instancia de originalidad que, por cierto, tampoco podríamos
confirmar entre los lenguajes más céntricos y poderosos de la sociedad?
¿L o devaluarem os, nuevam ente, porque (sólo a prim era vista)
pareciera “imitar” los valores, las formas de la cultura institucional?
¿Con qué, si no con lo disponible, con lo que encontraran a la
mano, podían trabajar los nuevos discursantes? Para entender la
emergencia de esa cultura alternativa, acaso tengamos que desha­
cernos del binom io originalidad/imitación y proponer, en cambio,
una reflexión que dé cuenta de los usos y las estrategias con las
cuales el nuevo sujeto somete y apropia las formas de la cultura

7. C f. R ubén D áv ila S antiago, El d e rrib o de las m u rallas: orígenes intelectuales del


socialismo en P uerto Rico. op. cit. Un corresponsal puertorriqueño del periódico El In tern a ­
cional de Tampa com enta el caso: -‘el ‘Jefe de Inform ación’ se asom bra de hallar en el centro
toda la literatura revolucionaria editada por las casas españolas de Barcelona y M adrid; deduce
de ese d escu b rim ien to u n a 'co n sp ira ció n a n a rq u ista ': halla una lista de individuos am igos
p erso n ales de V ilar que de vez en cu an d o daban alguna sum a de 10 ó 15 centavos p ara el
sostenim iento de su centro, y se le antoja hacer la fábula que aquellos donantes eran los que
h ab ían d ad o el d in ero para que G rillo com prase el arm a hom icida E. S ánchez L ópez,
“ D esde Puerto R ico” , El Internacional de Tam pa. 21 de abril de 1911.

121
dominante. En ese sentido, el trabajo de Capetillo, su deseo de tomar
con el puño la letra, nos parece ejemplar.

II

¿Cóm o llega C apetillo a la escritura?


Luisa Capetillo nació en 1879 en Arecibo, puerto importante y
centro azucarero, y foco de la cultura radical obrera hasta mediados
de este siglo8. Su madre, de ascendencia francesa, seguramente de
las islas, llegó joven a Puerto Rico como institutriz de una familia
señorial de Arecibo para la cual luego trabajaría como sirvienta.
Su padre, im m igrante español, llegó a Puerto Rico como obrero
de una com pañía de espectáculos y diversiones.
Aunque de joven asistió a la escuela, la educación de Capetillo
fue más bien informal. Siempre recordaría enfáticamente su expe­
riencia autodidacta, formación que ella frecuentemente oponía a la
educación universitaria distintiva de los intelectuales “altos” :

Yo hablo de todo con perfecta comprensión de lo que digo, con una


profunda intuición que me orienta; pero nada he podido estudiar de
acuerdo con los preceptos de los colegios, cátedras o aulas de enseñanza
superior [...]. Hoy me lie presentado como propagandista, periodista y
escritora, sin más autorización que mi propia vocación e iniciativa, sin
más recomendación que la mía, ni más ayuda que mi propio esfuerzo,
importándome poco la crítica de los que han podido cursar un completo
estudio general para poder presentar sus observaciones escritas, protestas
o narraciones literarias, mejor hechas (IIM, pp. 74-75).

La institución universitaria -y la “buena escritura” allí canonizada-


autoriza al otro intelectual. Fuera de las instituciones del saber, la
escritora obrera postula la autoridad alternativa de la experiencia
y la intuición. Ya ahí comprobamos la crisis de legitim idad que
confronta la escritura del m ism o sujeto, así como las estrategias
alternativas de autorización que despliega. Sin el crédito institucional
que garantiza el valor de la palabra “alta”, “m ejor hecha”, del

122
letrado, Capetillo postula la prioridad de un saber más inmediato,
espontáneo, fundado en la experiencia y, por eso, liberado de las
redes del poder que la anarquista buscaba demoler.
Sin subestimar la indudable iniciativa personal de Capetillo, es
necesario relacionar su formación intelectual y su acceso a la escritura
con los modos de vida generados por la economía del tabaco en
Puerto Rico, lúcidam ente estudiado por Angel Q uintero Rivera9.
Capetillo inicia su trabajo intelectual como lectora -a sueldo- en
una fábrica de cigarros en Arecibo. La fábrica de cigarros era, entre
otras cosas, un espacio cultural donde los artesanos -muchos de
tendencias anarquistas y socializantes- recibían una educación
alternativa, a veces desde muy jóvenes.
Aunque sea brevemente, es necesario esbozar el desarrollo de
la institución de la lectura en las fábricas de cigarros, pues se trata
sin duda de una de las instituciones que posibilitaron la emergencia
de los primeros intelectuales obreros a fines de siglo pasado, muchos
de los cuales, como Capetillo, Bernardo Vega y Jesús Colón, fueron
tabaqueros10.
Según Fernando Oitiz, en su libro clave C o n trap u n teo cubano
del tabaco y del a z ú ca r11, la institución de la lectura en las fábricas
se originó en las galeras de presos cigarreros en el Arsenal de La
Habana. Hacia mediados de la década de 1860, y a contrapelo de
la resistencia de los fabricantes, la lectura se estableció com o
costum bre entre los tabaqueros, que así reclam aban acceso a la
cultura escrita y se fam iliarizaban con las tendencias ideológicas
más avanzadas del siglo XIX. Seguramente por los continuos flujos
m igratorios de los artesanos y por los contactos que entre ellos
posibilitaba la em ergente prensa obrera que circulaba entre los
diferentes centros tabaqueros del Caribe y los Estados Unidos, ya
hacia fines de siglo la costumbre de la lectura en las fábricas se

123
consideraba como una de las instituciones definitorias del m undo
artesanal del tabaco, no sólo en Cuba, sino en Puerto Rico, Tampa,
Y bor City, Nueva York, Durham y otros centros productores de
cigarros. Como señala el tabaquero puertorriqueño Bernardo Vega,
“L a institución de la lectura en las fábricas de cigarros hizo de los
tabaqueros el sector más ilustrado de la clase obrera” 12.
El proceso de selección de las obras leídas en las fábricas registra
la importancia de la discusión y el debate entre los artesanos. La
sala elegía a un presidente, encargado de proponer a los trabajadores
los artículos de la prensa obrera e independiente que se leerían en
los tum os de la mañana, y de las obras de “ideas” y literarias que
se leerían por la tarde. La sala votaba y la selección de obras era
decidida por mayoría. El presidente dictaba, con una campanilla,
los intervalos de la lectura y los descansos del lector, quien co­
múnmente leía en voz alta durante cinco o seis horas diarias, a veces
en amplias salas que alojaban a más de cien cigarreros. El presidente
tam bién se encargaba de mantener el orden en la sala, que frecuen­
tem ente estallaba en discusiones y debates espontáneos sobre los
materiales leídos. A su vez, el presidente era responsable de cobrarle
a cada tabaquero una cuota que semanalmente sumaba el sueldo
del lector. En efecto, el lector era em pleado por los tabaqueros
m ism os, y rara vez por los fabricantes, quienes sistem áticam ente
se opusieron a la institución de la lectura.
¿Qué se leía en las fábricas? Bernardo Vega recuerda en sus
M em orias las tareas de los lectores y la composición de su biblio­
teca:

[El lector] leía una hora por la mañana y otra por la tarde. El turno de
la mañana lo dedicaba a la información cablegrárica: las noticias del día
y artículos de actualidad. El tumo de la tarde era para obras de enjundia,
tanto políticas como literarias. Una Comisión de Lectura sugería los libros
a leer, los cuales se escogían por votación de los obreros del taller. Se
alternaban los temas: a una obra de asunto filosófico, político o científico
le sucedía una novela. Esta se seleccionaba entre las obras de Emilio Zola,
Alejandro Dumas, Víctor Hugo, Gustavo Flaubert, Julio Veme, Pierre Loti,
Vargas Vila, Pérez Galdós, Palacio Valdés, Dostoievsky, Gogol, Gorki y
Tolstoy. [...] Todos estos autores eran bien conocidos por los tabaqueros
de ese tiempo (p. 59).
[...]
Al final de los tumos de la lectura se iniciaba la discusión sobre lo leído.
Se hablaba de una mesa a otra sin interrumpir el trabajo (p. 60).

124
Varios artículos en la prensa obrera de la época confirm an la
intensidad de los debates en el proceso de selección y discusión
de las obras. Las discusiones frecuentemente giraban en torno a
las líneas políticas de la prensa seleccionada: “el lector debe tener
en cuenta, que para la educación del trabajador hay una diferencia
notabilísima entre la prensa diaria burguesa y la prensa obrera. [...]
Por lo tanto la obligación del lector debería ser simpatizar (puesto
que es obrero) con la prensa obrera y leer, cuando menos un tum o
de ella; y en vez de esto hay algunos lectores que son capaces
de leer hasta los anuncios y chascarrillos de la prensa burguesa
antes que leer un periódico de los trabajadores [...]”13. Pero también
se discutía, con criterios generalmente pedagógicos y políticos, el
contenido y el valor literario de las obras elegidas:

Sucede frecuentemente que se ponen a elección obras, unas de autores


reputadísimos y otras de nulidades de la literatura; y bien sea porque
el título de las últimas sea más sugestivo; bien porque los cargadores
de cubo presientan en ellas algo de amoríos; bien por lo que sea: resultan
elegidas las últimas, casi siempre por una inmensa mayoría, aunque al
terminar su lectura, deploremos el haber perdido el tiempo en oírla. Nosotros
hemos visto en lucha, “La canalla” de Emilio Zola y “Un racimo de
grosellas” de Paul de Koch, y sin querer hacerle a este último la ofensa
de compararlo con el gran maestro del siglo, con el gran Zola, presentamos
este botón como nuestra elección. Sin desconocer los méritos literarios
de Paul de Koch, creemos que hay tanta distancia de él a Zola, como
de mí a Paul de Koch [...]H.

Curiosamente, una de las cuestiones más debatidas en el proceso


de la selección de obras era el contenido moral de la literatura:

No podrá someterse al voto ningún libro o novela cuya solvencia moral


sea dudosa, o que por su talla literaria no sea digna de figurar en una
Biblioteca Pública. Es necesario desterrar del seno de los talleres la
pornografía y toda literatura licenciosa y corrosiva que sólo sirve para
atrofiar y corromper los sentimientos y la moral del obrero, sin que dejen
en el entendimiento nada útil ni provechoso15.

125
La postura moralista no debe sorprendernos: sin duda es efecto
de un concepto y uso predominantemente didáctico de la literatura
en las fábricas; concepto que, a su vez, se oponía a la noción de
la lite ra tu ra com o en tretenim iento que com enzaba a lan zar la
em ergente industria cultural en la época. A sim ism o habría que
sospechar que la vigilancia del contenido moral de las obras también
respondía a las críticas que los propietarios lanzaban contra la
institución de la lectura en las fábricas, acusando insistentem ente
a los lectores de fomentar la “decadencia” moral y la anarquía entre
los trabajadores.
En efecto, hasta su progresiva desaparición en la segunda y
tercera décadas de este siglo16, la institución de la lectura fue siempre
resistida por los fabricantes, quienes veían en la cultura de discusión
y debate que generaba la lectura una am enaza a la estabilidad
política de la industria. Desde sus orígenes, con frecuencia la lectura
fue prohibida por los fabricantes y los gobiernos m ism os que
acertadam ente, sin duda, identificaban el acceso de los artesanos
a la lectura con la politización y militancia de los mismos. No por
casualidad, en 1896, en plena guerra cubano-española, el gobierno
colonial prohibió la lectura en las fábricas17. Y a lo largo de las
próxim as décadas, en Cuba, Puerto Rico y los centros tabaqueros
de la Florida y Nueva York, los intentos por abolir la lectura frieron
constantes, así como lo fue la defensa de la institución en las
innum erables huelgas del período. En Tampa, por ejem plo, tras
haber logrado suspender la lectura hacia mediados de la década
del 20, la organización de fabricantes responde así a los reclamos
de los tabaqueros:

Me es grato hacer constar que en el curso de las deliberaciones de dicha


Junta, prevaleció el criterio de cordialidad y buen deseo que viene guiando
las relaciones entre Fabricantes y Obreros de algún tiempo a esta parte,
especialmente desde que la lectura cesó en los talleres, y que entre otras

16. En Tam pa, por ejem plo, la lectura desaparece definitivam ente de los talleres en 1931,
según recuerda el tabaquero G erardo Cortina en "A ulobiography of a Person W ho Insisted 011
W riting O n e” en O ra l H istories, [1939] m ateriales inéditos del Federal Writers Project, Y bor
City, en la C olección Young de la U niversidad de la Florida en G ainesville, p. 74. La lectura
fue en p arte abolida por los fabricantes a m edida que entraba en crisis el m undo artesanal (y
se re d u c ía la re sis te n c ia g rem ial) de los tab a q u e ro s en esa ép o c a de m ecan izac ió n de la
ind u stria y de sustitución del cigarro por el cigarrillo, m ecánicam ente producido. L a m ecani­
zación tam bién tendía a im posibilitar la lectura, con sus exigencias sobre el cuerpo proletario
que ya n o p o d ía distraerse en el nuevo régim en m ecánico de productividad y m áxim a eficien­
cia. Curiosam ente, la radio, en la década del treinta, sustituyó a los lectores en m uchas fábricas
(cf. L ife H isto ry o f M r. E n riq u e P en d as, en los m ateriales citados del Federal Writers Pro­
ject). Se trata evidentem ente de la sustitución de la cultura oral de los artesanos por las nuevas
voces de una cultura de m asas, adm inistrada desde arriba por la industria cultural.
17. F. O rtiz, C o n tra p u n te o ..., op. cil., p. 85.

126
consideraciones, se puso de relieve que, desde que no hay lectura, los
obreros han mejorado su condición notablemente, viéndose libres de
suscripciones, derramas e imposiciones de toda clase, de parte de aquellos
que usaban la lectura como medio para llegar al logro de sus aspiraciones
egoístas.
La ausencia de la lectura, eliminando influencias extrañas, permitió
libremente su sano criterio, y de ahí se han derivado ventajas económicas
sin precedentes, que los obreros han obtenido sin luchas y sin perder una
hora de trabajo, lo cual ha redundado en mayor crédito y estabilidad para
la industria del tabaco en Tampa.
[•••]
Por las razones antedichas, la Junta General de Fabricantes no se ha
sentido dispuesta a apoyar la reimplantación de la lectura

Los tabaqueros de Tampa responden:

Casi constituye una ironía preguntar a nuestros compañeros si están o


no conformes en mantener una institución que les ha sido arrebatada y
la que han tratado de reconquistar siempre que consideraron la oportu­
nidad propicia [...]. Queremos una lectura honrada, dignificadora, instruc­
tiva, que satisfaga los deseos y las aspiraciones del trabajador. Deseamos
una cátedra que limpie de impurezas el sagrado templo del trabajo y
depure el ambiente morboso y malsano que envenena el alma y el corazón
del obrero19.

También en Puerto Rico la resistencia de los fabricantes a la


institución de la lectura fue notable. De hecho, la restitución de
la lectura fue en 1926 uno de los objetivos claves de la huelga
general contra la Porto-Rican Tobacco Co. que duró más de un año.
Tras la intervención del Senado a favor de los tabaqueros, y la
aprobación de una ley que obligaba a los fabricantes a permitir la
lectura en las fábricas, Luis Toro, Presidente de la poderosa com ­
pañía, le pide apoyo al General Frank B. Mclntyre, Jefe de la Oficina
de Asuntos Insulares del Departamento de Guerra de los EE.UU.,

127
y amenaza con cerrar sus fábricas y marcharse de la Isla si era
obligado a restablecer la lectura en sus salas20.
Como bien sabían los fabricantes, en las mesas tabaqueras la
lectura era un acto político. Por mediación de la institución de la
lectura entra a Puerto Rico toda una literatura de avanzada, europea,
que contribuyó a la configuración del discurso libertario, de ten­
dencia anarquista, que distinguió al movimiento sindical de prin­
cipios de siglo. Para Capetillo la literatura europea anarquista fue
siem pre un punto de apoyo21. Continuamente cita a Bakunin,
Kropotkine y Malato, aunque esa formación nunca llega a siste­
matizarse en su discurso que igualmente podía apelar al imaginario
popular, al espiritismo, a Tolstoy, Khrisna, Diderot o al cine mudo
norteamericano. Era previsible que el emergente discurso obrero
fuera heterogéneo, “indisciplinado”, y que desbordara los marcos
de especialización, contrastando, precisam ente, los ideales de
“pureza” y disciplina que comenzaban a dominar en las instituciones
de la cultura canónica de la época. Esa heterogeneidad, por cierto,
se comprueba en la misma hibridez genérica de los cuatro libros
de Capetillo, generalmente compuestos de materiales ensayísticos,
fragmentarios y coyunturales.
Por otro lado, nos equivocaríamos si consideráramos la hetero­
geneidad del discurso obrero como un índice de atraso o subde-
saiTollo. El internacionalismo de la biblioteca tabaquera seguramente
rebasa los límites del mapa intelectual alto, institucional, dominado
en esas primeras décadas del siglo por los modelos del criollismo
nacionalista y por resabios de un tardío modernismo. No es im­
probable, incluso, que autores como Marx y Nietzsche -pero también
Tolstoy y Dostoievsky- entraran a Puerto Rico, en traducciones
generalmente españolas (de Valencia y Barcelona22), vía las fábricas
de cigarros bastante antes de su circulación en los círculos de la

128
cultura universitaria o letrada. En esa “biblioteca” se formó Cape-
tillo23.
Es importante señalar, por otro lado, que Capetillo, como mujer,
no era un caso excepcional en las fábricas. Aunque el trabajo de
la lectura le era comúnmente reservado a los hombres, la partici­
pación femenina en la producción del tabaco -segunda industria
nacional en las primeras décadas del siglo- fue notable, particu­
larmente a raíz de la transformación de la artesanía tabaquera en
manufactura capitalista en esa época24. La modernización y meca­
nización de la industria no sólo proletarizó a los artesanos sino que
a su vez incorporó tanto a niños como a mujeres particularmente
en las etapas iniciales de la preparación de la hoja para la producción
del cigarro, y luego -hacia la década del 20- en el manejo de las
máquinas productoras de cigarrillos25. No es casual, en ese sentido,
que los primeros fermentos del feminismo en Puerto Rico se dieran
en las fábricas de cigarros y en la prensa proletaria bastante antes
de que se consolídala el movimiento sufragista en la década del

129
veinte26. Luego retomaremos el discurso feminista de Capetillo, cuyo
texto principal, Mi opinión sobre las libertades, derechos y deberes
de la m ujer (1911), es el primer libro puertorriqueño (y seguramente
del Caribe) dedicado exclusivamente a la problemática de la mujer.
Notemos, por ahora, que el trabajo de la lectora registra, desde
temprano, uno de los rasgos de la problemática autoridad de Capetillo
y de su relación con la cultura oral de los trabajadores. La lectora
opera como una especie de traductora, intermediaria entre la materia
escrita -que progresivamente pierde exclusividad- y un destinatario
de formación oral, frecuentemente analfabeto. Incluso entre los
tabaqueros el índice de analfabetismo era muy alto: en 1899 llegaba
al 40% de ese sector ilustrado de la clase trabajadora. De ahí que
el rol de lectora -y luego de periodista- sitúe a Capetillo en un lugar
de enunciación privilegiado pero a la vez conflictivo, entre el sistema
de transmisión cultural de la clase dirigente y la cultura oral de
su clase.
Así recuerda a Capetillo un camarada en el periódico Unión
O b rera, poco después de su muerte en abril de 1922:

Aquella espartana roja, cuando dejaba la ciudad por el campo pasaba


sus días leyéndole al campesino los periódicos y libros y daba confe­
rencias en cualquier sitio que ella tuviera oportunidad. Hablaba en la
tribuna y dirigía huelgas de campesinos y caminaba largas distancias a
pie por caminos y montes a la cabeza de manifestaciones. [...] Siempre
tenía algo de que hablar, y se buscaba la vida en la venta de libros y
folletos y periódicos y revistas. [...] Escritora culta y de pensamientos
profundos, le encantaba la poesía y soñaba con el arte de la música y
la pintura. Genio de bohemia roja, fuiste perseguida y encarcelada, y ¡oh
martirio! tu cabeza fue una vez macaneada por la brutal mano del bruto
de macana en una lucha de campesinos huelguistas27.

Significativamente, la labor de Capetillo se representa ahí en


términos del traslado de la letra de la ciudad al campo: mediación
entre espacios jerárquicamente sobredeterminados, entre el espacio
de la cultura escrita y el destinatario analfabeto, de tradición oral.
La intelectual obrera le lleva la palabra escrita al otro excluido del
medio. Y algo más: se dice ahí que Capetillo se ganaba la vida
con lo que le dejaba la escritura, lo que indica ya cierto grado de
división del trabajo en el interior mismo de la clase trabajadora.

130
Ese grado de especialización nos permite pensar a Capetillo como
una intelectual, aunque a la vez diferenciada de los letrados de su
época -casi todos abogados- que, entre otras cosas, aún no depen­
dían económicamente de la escritura. Pero a la vez, al escindir la
cultura obrera entre la comunicación escrita y la oral, la división
del trabajo nos lleva a considerar a Capetillo como una trabajadora
diferenciada de su destinatario, sobre todo del campesino e incluso
del trabajador urbano, sujetos a las normas de la cultura oral. La
intelectual obrera emerge entonces como democratizadora de la
escritura, aunque el ejercicio de la mediación que la autoriza la
somete a tensiones y pugnas sociales, a la jerarquización que en
esa sociedad implicaba tener o no tener acceso a la escritura.
Al mismo tiempo, sin embargo, habría que insistir en el despla­
zamiento y en la intensidad del proceso de apropiación a que son
sometidos los materiales de la cultura letrada. En efecto, la des­
cripción de “la espartana roja” representa a Capetillo con los atri­
butos de la escritura: “libros, folletos, periódicos, revistas, confe­
rencias”; esos habían sido los medios exclusivos del intelectual alto.
La hegemonía sobre esos medios se relativiza en las últimas dos
décadas del siglo con el desarrollo de una prensa obrera en Puerto
Rico que representó, para la emergente clase trabajadora y parti­
cularmente para los artesanos, un acceso a la escritura y la letra
impresa. La condición que posibilitó ese periodismo fue la orga­
nización de los. artesanos en clubes, gremios, centros de estudios,
y luego en sindicatos, particularmente después de la ley de Derecho
de Asociación de 1873. A partir de la publicación de El Artesano
en 1874, la proliferación de la prensa obrera presupone la moder­
nización gradual de la sociedad puertorriqueña, la relativa demo­
cratización de los medios de producción cultural y la irrupción activa
en la vida pública de grupos hasta entonces sometidos a una estrecha
división del trabajo manual e intelectual28. En el periódico, y luego
en la tribuna, el trabajador apropia la tecnología de la cultura

131
veinte26. Luego retomaremos el discurso feminista de Capetillo, cuyo
texto principal, M¡ opinión sobre las libertades, derechos y deberes
de la m ujer (1911), es el primer libro puertorriqueño (y seguramente
del Caribe) dedicado exclusivamente a la problemática de la mujer.
Notemos, por ahora, que el trabajo de la lectora registra, desde
temprano, uno de los rasgos de la problemática autoridad de Capetillo
y de su relación con la cultura oral de los trabajadores. La lectora
opera como una especie de traductora, intermediaria entre la materia
escrita -que progresivamente pierde exclusividad- y un destinatario
de formación oral, frecuentemente analfabeto. Incluso entre los
tabaqueros el índice de analfabetismo era muy alto: en 1899 llegaba
al 40% de ese sector ilustrado de la clase trabajadora. De ahí que
el rol de lectora -y luego de periodista- sitúe a Capetillo en un lugar
de enunciación privilegiado pero a la vez conflictivo, entre el sistema
de transmisión cultural de la clase dirigente y la cultura oral de
su clase.
Así recuerda a Capetillo un camarada en el periódico U nión
O b rera, poco después de su muerte en abril de 1922:

Aquella espartana roja, cuando dejaba la ciudad por el campo pasaba


sus días leyéndole al campesino los periódicos y libros y daba confe­
rencias en cualquier sitio que ella tuviera oportunidad. Hablaba en la
tribuna y dirigía huelgas de campesinos y caminaba largas distancias a
pie por caminos y montes a la cabeza de manifestaciones. [...] Siempre
tenía algo de que hablar, y se buscaba la vida en la venta de libros y
folletos y periódicos y revistas. [...] Escritora culta y de pensamientos
profundos, le encantaba la poesía y soñaba con el arte de la música y
la pintura. Genio de bohemia roja, fuiste perseguida y encarcelada, y ¡oh
martirio! tu cabeza fue una vez macaneada por la brutal mano del bruto
de macana en una lucha de campesinos huelguistas27.

Significativamente, la labor de Capetillo se representa ahí en


términos del traslado de la letra de la ciudad al campo: mediación
entre espacios jerárquicamente sobredeterminados, entre el espacio
de la cultura escrita y el destinatario analfabeto, de tradición oral.
La intelectual obrera le lleva la palabra escrita al otro excluido del
medio. Y algo más: se dice ahí que Capetillo se ganaba la vida
con lo que le dejaba la escritura, lo que indica ya cierto grado de
división del trabajo en el interior mismo de la clase trabajadora.

130
Ese grado de especialización nos permite pensar a Capetillo como
una intelectual, aunque a la vez diferenciada de los letrados de su
época -casi todos abogados- que, entre otras cosas, aún no depen­
dían económicamente de la escritura. Pero a la vez, al escindir la
cultura obrera entre la comunicación escrita y la oral, la división
del trabajo nos lleva a considerar a Capetillo como una trabajadora
diferenciada de su destinatario, sobre todo del campesino e incluso
del trabajador urbano, sujetos a las normas de la cultura oral. La
intelectual obrera emerge entonces como democratizadora de la
escritura, aunque el ejercicio de la mediación que la autoriza la
somete a tensiones y pugnas sociales, a la jerarquización que en
esa sociedad implicaba tener o no tener acceso a la escritura.
Al mismo tiempo, sin embargo, habría que insistir en el despla­
zamiento y en la intensidad del proceso de apropiación a que son
sometidos los materiales de la cultura letrada. En efecto, la des­
cripción de “la espartana roja” representa a Capetillo con los atri­
butos de la escritura: “libros, folletos, periódicos, revistas, confe­
rencias”; esos habían sido los medios exclusivos del intelectual alto.
La hegemonía sobre esos medios se relativiza en las últimas dos
décadas del siglo con el desarrollo de una prensa obrera en Puerto
Rico que representó, para la emergente clase trabajadora y parti­
cularmente para los artesanos, un acceso a la escritura y la letra
impresa. La condición que posibilitó ese periodismo fue la orga­
nización de los. artesanos en clubes, gremios, centros de estudios,
y luego en sindicatos, paiticulármente después de la ley de Derecho
de Asociación de 1873. A partir de la publicación de El Artesano
en 1874, la proliferación de la prensa obrera presupone la moder­
nización gradual de la sociedad puertorriqueña, la relativa demo­
cratización de los medios de producción cultural y la irrupción activa
en la vida pública de grupos hasta entonces sometidos a una estrecha
división del trabajo manual e intelectual28. En el periódico, y luego
en la tribuna, el trabajador apropia la tecnología de la cultura

131
dominante para la elaboración de sus propios discursos29. En las
fisuras abiertas por ese quiebre relativo de la exclusividad letrada,
surge un nuevo intelectual, escritor y orador, que lejos de ser inspirado
por las musas del ocio creador, emergía como un cuadro sindical,
propagandista y agitador. En 1909 Capetillo se incorpora como
agente publicitaria al periódico Unión O brera, órgano de la Fe­
deración Libre de Trabajadores. Ese mismo año funda la revista
L a M ujer, de la cual lamentablemente no se conservan ejemplares30.
De la fábrica de cigarros la lectora pasaría al periodismo, lugar clave
de su producción intelectual incluso en sus años de emigrante en
Tampa, Ybor City y Nueva York.
Para entender el tono, el registro a veces proclamatorio de la obra
de Capetillo, también hay que tener en cuenta la importancia de
otro contexto de enunciación en que los intelectuales obreros fueron
articulando su discurso: la oratoria, relacionada a las proliferantes
huelgas y manifestaciones de la época. No está de más recordar
que la noción de la “tribuna obrera” también fue un fenómeno nuevo
en la época, y que hasta fines del siglo pasado la oratoria -cuyo
impacto en la prosa puertorriqueña hasta bien entrado el siglo XX
comprueba la estrecha interdependencia entre la literatura, la política
y el discurso legal- había sido otro medio exclusivo de los inte­
lectuales altos. Si, la tribuna letrada estaba anclada en las instituciones
de la ley y la política oficial, la oratoria obrera, en cambio, se
desencadenaba en la agitación. Para dar una idea de su proliferación
e intensidad a comienzos de siglo, vale la pena citar un texto curioso
aunque en general poco memorable de quien en aquellos años era
alcalde de San Juan. Sin disimular su pavor, Roberto H. Todd recuerda
la agresividad de los agitadores obreros de la primera década de
este siglo:

En aquellos días [1903] venía la Federación Libre de Trabajadores -or­


ganismo antecesor del Partido Socialista- sosteniendo una intensa cam­
paña de propaganda en las plazas de San Juan. Casi todas las noches

132
escalaban la tribuna sus principales oradores: Santiago Iglesias, Romero
Rosa, Eduardo Conde y algunos otros [•••]• Los encuentros con los
perturbadores de la paz eran frecuentes y era rara la noche en que no
había alguna cabeza rota y algún detenido en el cuartel de la Policía31.

Escalar la tribuna, en más de un sentido: en efecto, el intelectual


obrero se instala en el espacio reservado de la tribuna -medio de
la cultura oficial por excelencia-, pero a la vez entra violando los
cercos exclusivos de la publicidad letrada. El intelectual obrero
subrepticiamente apropia la palabra en un gesto nada inofensivo.
Se trata, por cierto, de la “Cruzada del Ideal”, campaña de sindi-
calización en la que Capetillo llegó a participar como cuadro y
agitadora entre 1909 y 1911. En esa campaña, organizada por la
Federación Libre de Trabajadores, el movimiento sindical instituyó
una nueva estrategia de reclutamiento y organización de huelgas:
las manifestaciones, en las que los intelectuales obreros cumplieron
un papel fundamental. El gobierno colonial, por supuesto, hizo todo
lo posible por prohibir las manifestaciones. En una carta al Pre­
sidente Wilson, el gobernador Arthur Yager comenta:

Only one kind of public meeting has been curtailed or interfered with
during this period, but that kind of assembly is in no sense a constitutional
right, namely the so-called “manifestations” or parades along die roads.
These are peculiar and intensive methods employed in this country, not
of supporting a strike, but rather of creating strike conditions where none
exist. A crowd is gathered in a town in a district where a strike is desired
or has been declared by the Federation. In the crowd are some strikers,
but in addition many leafers and idlers and some criminals, and preceded
by an automobile containing speakers and with red flags and banners
and horns they parade noisily along the roads through the cane fields
and announce the strike to the workers in the fields bordering the roads
and invite them to cease work. [...] In general our experience shows that
these parades lead to violence and disorder, to intimidation of those who
wish to continue work and frequently to clashes between [...] the so-called
strikers and the police32.

133
En las manifestaciones los g napos populares ocupaban física y
carnavalescamente el espacio público del que históricamente habían
sido excluidos. Las fotos de las manifestaciones y paradas obreras
registran el carácter festivo, contestatario, de grupos de mujeres,
hombres y niños que, con emblemas y música -símbolos y discursos,
ocupaban las plazas y calles centrales de pueblos y ciudades33.
Acaso no esté de más recordar la etimología de la palabra clave
del discurso obrero de la época: huelga, y sus connotaciones lúdicas
y festivas que algunos intelectuales obreros, como Romero Rosa
y J. Ferrer y Ferrer, bien supieron cristalizar en su escritura34. No
es casual, en ese sentido, que el segundo libro publicado por Capetillo,
el relato utópico titulado L a h u m anidad en el fu tu ro (1910),
concluyera en tono festivo, con una fiesta en el centro de la plaza
pública, en celebración de la victoria de la huelga general35. En
esas manifestaciones emerge la oratoria obrera que en buena medida
determina el tono inflamatorio, si se quiere, de mucha de la literatura
proletaria, que con frecuencia se apoya formalmente, tanto en términos
de su entonación como de su sintaxis, en la unidad mínima de la
consigna.

P u erto rriq u eñ o s d e N ueva York). P or supuesto, los intelectuales de la élite colonial tam bién
o b serv ab an la em ergencia del discurso obrero con sospecha y desconfianza: A ntonio R. Bar-
Celó, P residente del Senado, le escribe a Félix C órdova, C om isionado Residente en W ashing­
ton: "P uerto Rico ha presenciado últim am ente uno de los m ás tristes espectáculos: U na docena
de d esalm ados cayendo sobre los pueblos predicando la huelga, insultando a los propietarios,
in cen d ian d o p lantaciones, desjarretando ganado, agrediendo a los que no querían tom ar parte
en tales fechorías y proponiendo al fin com o solución de las cosas no un arreglo de jornal o de
condiciones de trabajo com o era el pretexto aparente de la huelga, sino algo para la propagan­
da y el so stenim iento del P artido S ocialista que es el ideal de Iglesias. Así la propaganda era
distin ta en cad a sitio, según se acom odaba a sus conveniencias.
Yo. creo, am igo Córdova, que si el G obernador no hubiese refrenado esta situación, estaría­
m os en v u elto s en un estado de revolución en Puerto Rico, teniéndonos que d efen d er en los
cam inos y en las calles con el revólver en la m ano” . (Carta del 15 de mayo, 1919 en “ Materials
fro m th e N ational A rchives").
33. V éase la foto de E duardo Conde a la vanguardia de una festiva m anifestación incluida
en tre los m ateriales gráficos de A m o r y a n a rq u ía ... o p. cit.
34. L a sátira y la prosa hum orística, generalm ente presentada en forma de diálogos, fue un
g én ero clave en la prensa obrera de la época. V éase, sobre todo, los punzantes diálogos de R.
d e R om eral (R om ero R osa) en su colum na sem anal, “En se rio y en brom a” , p ublicada en el
sem an ario dirigido p o r Ferrer y Ferrer, E n say o O b re ro , de los últim os años del siglo pasado.
A u n q u e el h u m o r n o es el rasg o m ás sobresaliente de C apetillo, sus visiones de la sociedad
futura insisten en la im portancia de la escena festiva y carnavalesca, momento en que el cuerpo
o b re ro se so b rep o n e a las ex ig en cias d el trab ajo y la ex p lo tació n . De ahí, p o r ejem plo, la
relació n fundam ental entre el o cio -el derecho al u so del cuerpo propio- y las huelgas.
35. En u no de sus E nsayos lib e rta rio s añade Capetillo: “ Debían los obreros de los diversos
p u eb lo s d e la isla, d ed icar a alg u n o s de sus hijos para m úsicos, pues, es bien triste que se
o rg an ice u n a m anifestación obrera y no tenga m úsica propia, teniendo que soportar la incon­
v en ien cia y exigencia de artistas enem igos, por ignorancia, de su propia causa” (E L , 30).

134
Ill

La agitación generalmente motiva y autoriza la escritura en Cape-


tillo. De ahí que lejos de constituir una “obra” con pretensiones
de cierre y totalidad, sus cuatro libros -casi siempre de modo
fragmentario y coyuntural- respondan a problemáticas ligadas a los
conflictos de la vida diaria36. La crianza infantil, el amor, la represión
familiar, la sexualidad femenina, la prostitución, las creencias re­
ligiosas, las luchas en los centros de trabajo: esos son algunos temas
constantes en sus escritos. Asimismo, su relación con la cotidianidad
sobredetermina los modos de representación -siempre heterogéneos
e híbridos- que confluyen en su escritura. Por ejemplo, los tres libros
principales de Capetillo, Ensayos libertarios, Mi opinión sobre las
libertades, derechos y deberes de la m ujer e Influencias de las
ideas m odernas, son conjuntos de materiales menores, cartas, tra­
ducciones, proclam as, apuntes autobiográficos, fragm entos de
oratoria, breves artículos y ensayos. Son casi siempre materiales
que no llegan a constituir unidades orgánicas; escritos que formal­
mente responden -más que a paradigmas genéricos institucionales-
a las presiones de la coyuntura política y a las exigencias de contextos
de enunciación ligados a una emergente “publicidad” obrera. Más
importante aún, ese recorrido de la escritura por las formas de la
vida diaria presupone un concepto de autoridad intelectual muy
distinto de las normas de la cultura letrada. En los libros de Capetillo
proliferan, por ejemplo, textos de otros: cartas de compañeros,
traducciones, resúmenes de artículos de revistas extranjeras. En
efecto, ahí no opera la norma de originalidad -la noción del libro
como propiedad individual- distintiva de la institución literaria. Luego
retomaremos estos rasgos de la autorización de la escritura menor.
Por ahora digamos, para enfatizar las contradicciones, que no son
excepcionales en Capetillo ciertos momentos en que el discurso
apela, enfáticamente, al valor estético de la palabra.
Esa escritura literaria no es dominante en Capetillo. Sin embargo,

135
conforma una zona de su discurso que resulta privilegiada en términos
de su relación con la cultura alta. En esa zona -sus obras de teatro,
algunas narraciones, poemas y escenas paisajísticas- lá escritura
menor, situada ante la ley, revela cierta atracción por el poder que
a la vez critica. Observemos cómo trabaja la descripción lírica del
paisaje en el fragmento siguiente:

¡Qué poderosa admiración sentimos por el mar! es casi sugestivo el con­


templarlo, ejerce una fuerte atracción en nuestro ser. Cuando en noches
de luna lo contempláis, luciendo sus aguas mil colores bellos en com­
binación con los fríos rayos de la luna, parece como que se adormece
bajo la claridad que le envía la eterna solitaria nocturna. Y otras veces
en pleno día, bajo los ardientes rayos del Sol, que doran su blanca espuma,
cuando ésta salpica las rocas, muéstrase orgulloso de lucir su poderosa
hermosura, bajo la tutela de nuestro padre Sol (MO, p. 80). [No editamos
la sintaxis de la autora].

Bajo la tutela de la Literatura, ahí el nuevo sujeto queda ador­


mecido bajo la claridad que le envía la eterna solitaria nocturna:
ante la ley, cegada por la luz de la metáfora y las figuras literarias,
pidiendo entrada, imitando -imaginando- el registro de la bella
escritura. Ahí la autoridad del discurso no se apoya en la agitación,
ni tampoco, acaso, en el ideal de la comunicabilidad, de la expre­
sividad de las palabras. La enfática estilización, más bien, pareciera
simplemente comunicar la factura literaria con que el sujeto quiere
marcar su discurso. Ese paisaje bien puede leerse alegóricamente
como la representación del sujeto apelando -y siendo interpelado-
por la autoridad y el prestigio de la biblioteca letrada.
En pasajes como ése es notable el lugar común. El clisé., tanto
en las imágenes tópicas como en el tono un tanto automático del
fragmento, cumple una función clave. El lugar común es una cita
mediante la cual la escritora apela a la autoridad estética, proyec­
tando el deseo de inscripción de su palabra en la tradición literaria;
y, por el reverso, es también una invitación -una cita- mediante la
cual la institución literaria interpela a la subalterna: “Me atrae de
un modo irresistible la literatura, escribir es para mí la más agradable
y selecta ocupación, la que más me distrae, la que más se adapta
a mi temperamento” (IIM , p. 75).
La cita, por cierto, no puede darse a la luz del día. No en cualquier
contexto puede darse la interpelación:

Y sin embargo, cuando estoy sola, sin saber porqué, me siento triste, y
necesitando disipar esta tristeza, me pongo a leer y a estudiar, y leyendo
unos párrafos de Castelar a la una, recordé aquella luna bella que con­
templé tantas veces esperándole a é l ... y las lágrimas humedecieron mi
136
rostro, y me levanté a escribir [...] cual ‘tórtola herida’ ... es que aún te
amo... ‘a pesar del tiempo y la distancia, guardaré en mi corazón vuestra
memoria, como una flor de singular fragancia’ (MO, pp. 186-7).

Significativamente el desliz del discurso hacia la autoridad lite­


raria se da en el momento de la privatización del sujeto: cuando
“estoy sola” comienza la actividad literaria, separada la voz de las
exigencias colectivas de la agitación. Sin embargo, esa soledad
tampoco puede leerse como el espacio de una expresividad indi­
vidual, espontánea o inmediata. Se da más bien en el lugar de la
cita, ahora de -con- Castelar.
Hay dos lugares claves para la cita en Capetillo: el sitio previsto
de la soledad del yo, por un lado; y, por otro, el topos descriptivo
del paisaje. No es casual que también sea en el paisaje donde se
dé 'la cita y la infatuación. La literatura puertorriqueña, en varios
sentidos, nace elaborando el paisaje de la tierra criollista. Entre los
poetas oficiales contemporáneos de Capetillo -José de Diego y Luis
Lloréns Torres serian ejemplos básicos- el paisaje constituía un
tópico descriptivo fundamental donde quedaban dispuestos los tropos
de la ideología de la tierra que sobredetermina los debates en el
interior de la institución literaria, al menos hasta René Marqués y
la década del sesenta. Nos equivocaríamos si redujéramos el dis­
curso de Capetillo a la retórica criollista de la época37; su antina­
cionalismo también es evidente38. Nos interesa enfatizar, en cambio,

137
las contradicciones de su discurso, precisamente en esos momentos
de cita con la cultura alta.
Se trata nuevamente del campo de las tensiones irreductibles en
que emerge y opera la escritura menor -incluso en la tribuna o la
prensa obrera- al mediar entre dos sistemas culturales en conflicto.
El simple acto de escribir situaba a Capetillo no sólo al margen
de la Literatura sino también en una posición problemática en el
interior de la cultura obrera. En un texto dirigido “A un amigo
barbero”, Capetillo reflexiona sobre su doble marginalidad: “Me has
dicho que los que escriben no producen, que solamente los que
aran la tierra son productores [...]. No es la fuerza bruta la que
rige, es la inteligencia, sin embargo, la inteligencia es fuerza y luz”
(IIM , pp. 61-63):

El que hace una casa, hace una cosa útil, pero no la crea, la construye.
La naturaleza crea y produce, el hombre utiliza sus productos. Aquí verás
la superioridad de la inteligencia creadora, esto no quiere decir que tenga
el intelectual más derecho a la vida ni a las condiciones ni a ser superior
como ser humano (IIM, p. 62).

La crítica del barbero a Capetillo era seguramente demoledora:


acusar a un obrero de improductivo era identificarlo con el ocio
de las clases capitalistas; la misma Capetillo frecuentemente eleva
el valor del trabajo contra la inutilidad y el parasitismo de los
propietarios. De ahí el tono notablemente exacerbado de su defensa
ante el barbero. Al defenderse, sin embargo, se desliza hacia la
misma ideología de la creación, de la “superioridad de la inteligencia
creadora” frente a la “fuerza bruta” del trabajo manual. Naturali-
zadora de la división del trabajo, ésa era una de las ideologías claves
de las clases propietarias y, sobre todo, de sus intelectuales.
Sin embargo, incluso en los momentos aparentemente pasivos
de la cita y la apelación a la autoridad literaria, también es evidente
la lateralidad de Capetillo respecto a las normas de la cultura letrada.
Esa marginalidad es comprobable en la sintaxis misma de su escritura,
de marcada inflexión oral. Para un letrado de la época, la sintaxis,
la dicción o la ortografía de C apetillo, aún en sus momentos
voluntariosamente literarios, serian seguramente índices de una “mala
escritura”. Su manejo de materiales del imaginario popular -el cine
mudo o el espiritismo, por ejemplo-, así como la misma hibridez
en la organización de sus libros, la distancian de los parámetros
de valoración que ya regían en la institución literaria. No es nuestra
intención, por cierto, “corregir” el trabajo de la lengua en Capetillo;
en tal caso reproduciríamos la economía del sentido instituida por

138
la gramática y los cánones letrados. En cambio, leemos esas par­
ticularidades como el choque entre la letra y la irrupción de la
oralidad -eje de la otra cultura- en la superficie misma de la escritura
menor. Incluso en los momentos en que es seducida e interpelada
por la autoridad de la biblioteca letrada, Capetillo figura como una
extraña, como una extranjera que al manejar la lengua nueva disloca
su normatividad, el sistema exclusivo de la “buena escritura” y de
la lengua misma, precisamente en una época en que la defensa de
la pureza lingüística y el “bien decir” comenzaba a ser una de las
ficciones más consolidadas de la autoridad letrada en Puerto Rico.

IV

Entre los textos literarios de Capetillo, un relato, “El cajero” (IIM,


pp. 105-13) -sobre un robo perfecto-, resulta privilegiado. Ese cuento,
emblemáticamente anarquista, bien puede leerse como una ficcio-
nalización del complejo lugar de Capetillo ante la ley, ante el capital
simbólico de la institución literaria.
Conviene de entrada resumir el relato. “El cajero” cuenta la vida
de Ricardo, joven proletario, hijo de una costurera, Ramona, quien
con la propuesta de educar a su hijo para facilitarle el ascenso social,
le busca un “protector”, un “padrino”, don Castro, comerciante rico.
Sistemáticamente la narradora evita la referencia al padre de Ricardo.
Hay una leve sugerencia, muy elíptica por cierto, a la posible
paternidad de don Castro. En la adolescencia del joven, don Castro
decide enviarlo a estudiar contabilidad a Nueva York, donde Ricardo
logra completar una carrera administrativa.
Ramona, explotada por la costura, muere de tuberculosis sin el
apoyo del “padrino”.
Después de unos años, Ricardo se encuentra trabajando de cajero
para “una gran casa comercial de una gran ciudad de E.U.”. Con
un empleo regular, parecería que Ricardo -como su nombre lo
indica- había logrado realizar el ideal del ascenso social que motivó
su educación y su afición por los libros. Sin embargo, el empleo
es un “soporífero” que lo transforma en “una máquina de contar
sin otras aspiraciones que tener cuidado de no equivocarse” (p. 110).
Con el apoyo de su amante, Matilde, Ricardo diseña el plan de
un robo perfecto. Desfalca un millón de dólares y se fuga exito­
samente a San Petersburgo con su amante. Se fugan, insistimos,
a San Petersburgo.
En su lúcida crítica del paternalismo -del lugar que el discurso
patriarcal le asigna al huérfano subalterno en el interior de la “gran

139
familia”, como diría Juan Gelpí39-, Capetillo no sólo tematiza el rol
del dinero en la sociedad capitalista, sino que convierte la circulación
monetaria en el motor mismo de la trama. El dinero circula de mano
en mano, de arriba a abajo, y se convierte en un shifter que posibilita
el encuentro entre los personajes: “Ricardo decía ¡Qué vida! allí
pasando dinero de uno a otro lado, millones de dollars [sic] sin
poder disponer de un céntimo, acorralado, amordazado, hecho una
máquina de contar [...]” (p. 110). El dinero es el motor de la trama
hasta el momento en que Ricardo decide sacarlo de circulación,
desquiciando la lógica y la ley capitalista en su fuga a San Peters-
burgo.
Así como el dinero opera en el relato (y en el capitalismo) como
un shifter, un proveedor de engranajes que articula, imperiosamente,
las relaciones actanciales, el transporte -el tren- es la figura que
establece lazos y conexiones entre los diferentes espacios en el
mundo ficcional del cuento:

Ramona abrazó a su hijo y lo besó. Ricardo subió al tren y don Valentín


detrás, cada uno con su maleta. Ramona esperó que marchara el tren, y
saludó por última vez a Ricardo. El pito del tren sonó y el conductor
dio el aviso antes de subir. El tren empezó a respirar para ponerse en
marcha, y Ricardo asomado en la ventanilla saludaba a su madre. El tren
se alejaba y Ramona aún agitaba su pañuelo. Por fin se perdió el tren
de vista en los serpenteados raíles de hierro pasando por entre pinos y
palmetos, y follaje áspero que demostraba la tierra seca y árida en la cual
crecía, de extensos arenales, y el mar a la izquierda manso dispuesto a
recibir toda clase de embarcaciones (p. 108).

¿No se trata, ahí, de una escena de cine mudo norteamericano?


En todo caso, el tren desplaza, pone en circulación -como el dinero-
a la vez que establece articulaciones entre espacios discontinuos.
Pero el tren establece articulaciones por tierra, ordenadamente, en
la dirección dispuesta por el capital. Capetillo, en cambio, tiene la
vista puesta en un desplazamiento más radical, desterritorializador.
Capetillo observa el mar a la izquierda: “manso, dispuesto a recibir
toda clase de embarcaciones”. Anticipando el proyecto de la fuga
marítima de Palés Matos, Capetillo desliza el discurso sobre el fluido
del mar, arrancando las raíces de la literatura puertorriqueña, pre­
cisamente anclada, en esos años, por un estabilizador discurso de

140
la tie rra l. Evita, ante la circulación del capital, cualquier tipo de
nostalgia, cualquier tipo de regreso al lugar “materno”, y se lanza
en un viaje aún más radical, que lleva la misma lógica del des­
plazamiento instaurada por el dinero y por el transporte a un lugar
insospechado: a un no-lugar, más bien, al no-lugar de la utopía.
¿Qué podría ser ese San Petersburgo a donde se fugan, con el dinero
del banco, Ricardo y Matilde, si no la utopía de la anarquista de
comienzos de siglo?
Pero San Petersburgo puede significar algo más: el lugar de la
literatura rusa que Capetillo lee y apropia al escribir su relato. El
relato no sólo articula una crítica de la propiedad privada, sino que
también representa la propia posición de Capetillo ante el capital
cultural que su escritura apropia y desquicia, como Ricardo en su
robo. Por cierto, la reflexión sobre el robo y la propiedad privada
es constante en Capetillo:

[Les] digo que tan criminal es que ellos [los obreros] se dejen morir de
hambre y denudez, como que por llevarle el pan mataran, y que antes
de matar que asalten todas las ganaderías y puestos de pan o estable­
cimientos de comestibles.[...] ¿Vale más la propiedad de uno o dos
individuos que la vida y salud de miles de personas? Las bases o prin­
cipios de esa propiedad, ¿cuáles son? El fraude y el engaño, violento
y artificioso. Los anarquistas dicen, esa propiedad hecha de ese modo
(y no hay ninguna hecha de otro) es un crimen; sustraer diaria y cau­
telosamente a miles de trabajadores una peseta de su jornal, para formar
un capital, es un robo; la ley no castiga ese robo hipócrita con antifaz
de virtud y honradez y nosotros le quitaremos el antifaz [...] (MO, p. 93).

Sin embargo, también en Capetillo la fuga tropieza con aporías.


En Europa, Ricardo y Matilde viajan por los grandes centros de

141
la “cultura”: “pasaron a Italia, pasearon por París “paseaban
tranquilamente por los museos” (p. 112). Y se establecen -estabilizan
la fuga- en Granada, donde “fueron a comprar una casita ideal a
preparar el nido para la cría” (p. 112).

Es raía la respuesta pasiva de Capetillo ante la interpelación de


la cultura alta. En cambio, su discurso frecuentemente incide en
un antintelectualismo comprensible que, sin embargo, no es si no
el reverso dialéctico de su propia infatuación. En La hum anidad
en el futuro, relato utópico sobre una huelga general, tras la victoria,
así celebran los trabajadores:

Pasamos a la plaza, y el enorme montón de libros y papeles y objetos


inútiles, era atroz; como hacía buen tiempo, se transfirió para el fin de
semana, y a los tres días, vigilando todos los que estaban interesados,
se procedió a prender fuego y a las tres horas, era sólo cenizas, que se
mojaron para recogerlas y enviarlas al campo. Esta fue la apoteosis de
la huelga (HF, p. 18).

Quemar el libro -en la ciudad- y trasladar su ceniza al campo:


la utopía, en ese ritual iconoclasta, proyecta la disolución de la
división del trabajo: la unión definitiva del “poeta y el bracero burdo
y torpe” (HF, p. 21). La utopía proyecta la disolución de las
contradicciones reales, pero por el anverso de su propuesta registra
el carácter ineluctable de las mismas contradicciones: la distancia
entre el que escribe y el que escucha, incluso en el interior de la
cultura obrera.
Acaso no sea en esos momentos de furia antintelectual -que en
todo caso sugieren cieito nerviosismo- cuando Capetillo somete la
cultura letrada a una impugnación severa. Esa crítica, como hemos
visto, es generalmente ambigua y hasta contradictoria: nunca elimina
del todo las marcas de la participación, los lugares de la cita. La
crítica tampoco es sistemática y rara vez asume una disposición
teórica. Más bien pareciera que la impugnación se desprende del
discurso alternativo que día a día Capetillo elaboró, trabajando
fragmentariamente con los materiales que tuviera a la mano; materiales
a veces fragmentarios de segunda mano, restos de la cultura alta,
que la escritura menor apropia, mezcla y refuncionaliza. En efecto,
más allá de los temas, el trabajo sobre la lengua en Capetillo, así
como la autoridad que regula el valor de esos materiales, confirma
la emergencia de un discurso alternativo que abría, en el campo

142
cultural puertorriqueño, nuevas opciones, nuevos modos de repre­
sentación y mundos posibles.
La escritura menor cristaliza, sobre todo, un tipo de autoridad
distinta -un agenci amiento, al decir de Deleuze41- que presupone
un rechazo radical de las normas establecidas por la institución
literaria. La autoridad menor es colectiva, no sólo por el rechazo
explícito de la originalidad y de la propiedad intelectual, sino porque
responde a las necesidades de un grupo social desposeído, histó­
ricamente ajeno al poder del discurso. De ahí el carácter local y
particularizado del saber en Capetillo. Se trata de un saber que no
pretende producir reglas universales o representaciones generales
de la sociedad de su tiempo. En efecto, la escritura en Capetillo
no participa de la función generalizadora, universalizante, que
predomina en la literatura alta de su época. En Capetillo es notable,
sobre todo, la ausencia del concepto monológico de la identidad,
la propuesta de “definición” de las “esencias” de la nacionalidad
que autorizaba las posiciones en el campo literario puertorriqueño,
desde la llamada generación del “trauma” del 98 hasta René Marqués,
por lo menos.
Capetillo insistentemente evita la pregunta que en buena medida
fundamenta la legitimidad de la institución literaria, y particular­
mente del ensayo, género que le es limítrofe. Ante la pregunta matriz
del ensayo puertorriqueño -qué somos- la escritura menor no hace
si no marcar su silencio, no entra al espacio regulado de ese “diálogo”,
sugiriendo con la firmeza de su silencio que la pregunta misma,
en la implícita expectativa de la respuesta categórica y esencialista,
era paite de la problemática a la que pretendía “responder”. ¿Quién,
si no el poder, tiene la autoridad, en una sociedad heterogénea y
compleja, para imaginar los rasgos de la supuesta homogeneidad
nacional?
Ante la pregunta por la identidad, la escritura de Capetillo desliza
la mirada aguda e iluminadora hacia las contradicciones, hacia las
problemáticas locales -la sexualidad, las luchas femeninas, las minucias
de la vida diaria- que constituían las zonas invisibles de la puer-
torriqueñidad, zonas desplazadas y aplastadas, en las reflexiones
intelectuales, por la prioridad otorgada a la cuestión de la “identidad
nacional”. De ahí, por otro lado, que la misma entonación de sus
trabajos distancien su escritura de la retórica magisterial y pater­
nalista cristalizada particularmente en el ensayo, e incluso en algunas
zonas de la narrativa puertorriqueña de la primera mitad del siglo.
No es casual, en ese sentido, que en M¡ opinión sobre las libertades,

41. D eleu ze y G uattari. K a fk a . P o r u n a l i te r a tu r a m e n o r, o p. c it., particu larm en te el


capítu lo tercero, “ Q ué es una literatura m enor” .

143
derechos y deberes de la m ujer (1911), la escritura se desencadene
precisamente a partir de una consigna contra el paternalismo de
los intelectuales altos: “y aún así, se llaman patriotas y padres de
la patria. ¿Qué concepto de la patria tendrán? Un concepto egoísta,
que empieza en ellos y termina en ellos. Ellos lo son todo” (MO,
p. vi).
C apetillo, en cambio, propone un modo alternativo de ver:
“Ciegos con derecho a ver más, pues a veces llevan la antorcha
luminosa de la ciencia en la mano. Pero creo que esto mismo los
ha dejado ciegos, su vista es muy imperfecta para ver las cosas
con toda claridad” (M O, p. 122). Lanza su mirada -su mirada
“ilegítima”, desde la perspectiva institucional- sobre la materia eludida,
borrada, por la del saber letrado que progresivamente reducía el
espectro de su reflexión a la definición de las esencias nacionales.
La lateralidad de esa mirada constituye precisamente el lugar de
enunciación y la condición que hace posible el discurso sobre la
mujer en Mi opinión, texto matriz del feminismo en Puerto Rico,
que conviene ahora releer42.
Más que un tratado orgánico, Mi opinión es también una madriguera
de fragmentos, rica y no exenta de contradicciones, que explora,
con cierta ironía demoledora, los lugares que la institución del
matrimonio y la moral religiosa que lo fundamenta le asignan a
la mujer. Escrito cuando apenas tema treinta años, en Mi opinión
Capetillo logra articular algunas líneas de su discurso obrero previo
con la problemática femenina que, si bien había sido una preocu­
pación de algunos de los intelectuales sindicalistas, rara vez fue
elaborada con la especificidad que requería43. La matriz ideológica

144
del libro continúa siendo la crítica anarquista a la religión y al capital;
crítica que en Capetillo siempre estuvo basada en un firme concepto
de la libertad humana como naturaleza reprimida por las conven­
ciones sociales y por la ley. De ahí que su crítica del matrimonio
y la moral burguesa, así como su reflexión sobre una sexualidad
libre para la mujer, sean inseparables de su anarquismo, muy marcado
también por las teorías del amor libre que circulaban en la época.
Los trabajos anteriores de Capetillo estaban más circunscritos en
el discurso sindicalista y propagandístico de la FLT. Aunque fue
escrito en 1911, en plena época de la Cruzada del Ideal en que
Capetillo participaba como agitadora, Mi opinión coloca al centro
de su reflexión toda una serie de cuestiones, particularmente re­
lacionadas con la sexualidad femenina y la vida conyugal, que
desbordaban el marco de la temática y las preocupaciones proletarias
de su época. No habría que pensar, por supuesto, que la autono-
mización y especificación que la temática de la mujer adquiere en
Capetillo sean índices de la despolitización de su escritura. Por el
contrario, su enfrentamiento con problemas y conflictos específi­
camente femeninos registra en ella el trabajo de politización de zonas
tensas de la vida social que hasta entonces no encontraban repre­
sentaciones en los discursos -ya fueran patrióticos o de clase- que
dominaban el territorio de lo político. Para Capetillo la voluntad
del cambio no podía reducir el foco de su deseo al estado nacional
o a la abolición del capital, sino que simultáneamente debía operar
con representaciones de otras zonas más localizadas -como la familia,
la sexualidad, la crianza- también atravesadas por luchas y rela­
ciones de poder. En efecto, la mirada, el discurrir tan peculiar de
Capetillo en Mi opinión se hace así doblemente marginal, tanto con
respecto a las “esencias” letradas, como en relación a las expec­
tativas y posibilidades de su clase en la época44.

44. N o cabe duda, com o nos recuerda A m ílcar Tirado en sus “ Notas sobre el desarrollo de
la industria del tab aco ” (pp. 23-4), de la atención que la FLT le d ed icó a las obreras en sus
diferentes congresos en las prim eras décadas del siglo: el reclutam iento de las trabajadoras era
cia v e p ara el sin d ica to , d ad a la p o lítica p atro n al, sobre to d o en la industria tab aq u era, de
sustituir a los artesanos por m ujeres de m enor m ilitancia y sueldo. Pero en general la proble­
m ática de la m ujer obrera se subordinaba a las prioridades de la ‘clase’, categoría que tam bién
tendía a obliterar las diferencias y contradicciones internas de los grupos particulares diferen­
ciados sexualm ente, incluso en térm inos de las condiciones de trabajo. C onvendría hacer una
revisión m ás d etallada de los discursos sobre la m ujer en la prensa obrera de la época, pero
desde ahora podem os anticipar que no abundan. V éase, po r ejem plo, los tres textos incluidos
com o ap én d ices de A m o r y a n a r q u ía escritos por m ujeres trabajadoras Josefa M aldonado y
R a m o n a D e lg ad o , p u b lic a d o s in ic ia lm e n te en el p e rió d ic o El P a n d e l P o b re (1 9 0 1 ) q u e
dirigía Ferrer y Ferrer. Estos textos -los prim eros escritos de m ujeres trabajadoras que conoce­
m os- revelan cóm o en el m om ento de en trada al discurso (y a la pren sa obrera que lo hace
p o sib le) las m u jeres subordinan la esp ecificid ad de sus problem áticas a la prioridad de las
lu ch as d e su s co m p añ ero s. En el d isc u rso c rític o de C apetillo la p roblem ática de la m ujer
ad q u iere esp ecificid ad y autonom ía.

145
El cambio de posición de Capetillo ante las prioridades otorgadas
por el discurso obrero a la categoría de la “clase” implica una
reelaboración del concepto de lo político y, asimismo, genera trans­
formaciones internas en su discurso. En Mi opinión, por ejemplo,
cambia el destinatario de Capetillo, en un libro que principalmente
parecería estar dirigido tanto a mujeres de los grupos dirigentes,
como a mujeres obreras. ¿Cómo se explica este cambio de des­
tinatario? Se trata, en parte, de los reagrupamientos y las alianzas
entre zonas de las distintas clases posibilitadas precisamente por
la transformación y apertura que asume el concepto, ahora más
específico y localizado, de lo político. Es decir, si la moralidad en
la institución familiar, por ejemplo, es interpretada como el fun­
damento político y represivo del matrimonio, entonces la lucha por
fundar principios y relaciones alternativas unía a mujeres tanto obreras
como burguesas en la necesidad del cambio. Ese parece haber sido
uno de los proyectos claves que moviliza la escritura en Capetillo:
producir contactos, cruces entre las clases, casi siempre logrados
mediante la intervención de la mujer, como confirmaría la lectura
del rol que, en su drama titulado Influencia de las ideas modernas,
cumple Angelina, hija de un propietario rico que se solidariza y
se enamora de Carlos, dirigente sindical45.
A su vez, es necesario enfatizar que la nueva articulación fe­
menina tampoco se esencializa en Capetillo, quien a lo largo de
Mi opinión continuamente marca las diferencias entre las posiciones
de clase de las mujeres que integran la ficción deseante del nuevo
agenciamiento. El discurso de Capetillo permanece en un continuo
estado de alerta contra las esencias. Su feminismo nunca se propone
fijar la definición y el proyecto de La Mujer. Más bien propone
lugares de encuentro, alianzas coyunturales entre mujeres de tras-
fondos heterogéneos. Ése es, sin duda, otro corolario de su saber
subalterno y localizado, de su mirada atenta al flujo y a la hete­
rogeneidad social.
Para situar el discurso' feminista de Capetillo en su contexto, es
necesario abrir el diálogo entre Mi opinión y otros textos sobre la
mujer escritos en su época. Situado ante otro ensayo inaugural,
Fem inism o (1922) de Mercedes Solá46, una de las dirigentes del

146
movimiento sufragista de los años veinte, el discurso en Mi opinión
nos obliga a diferenciar las posiciones de Capetillo de las líneas
distintivas del feminismo sufragista. El contraste se debe, en parte,
a la relación irreductible de Capetillo con la emergente cultura
obrera, incluso cuando su discurso pareciera apelar, al menos en
Mi opinión, a un público más amplio, que incluía mujeres de otros
registros sociales.
Presentado inicialmente como conferencia leída en el Ateneo de
Puerto Rico en 1921, el texto de M. Solá responde a exigencias
y propuestas muy distintas a las de Capetillo. Muy distante del
utopismo libertario de Capetillo, Solá busca legitimar su feminismo
reclamando para la mujer un lugar central en el discurso de la patria.
Para Solá, la mujer -como primera educadora de los futuros go­
bernantes- debía consolidar la familia proveyendo una “severa base
moral” (p. 24): “Cuando esto suceda podemos asegurar que se ha
afirmado el hogar: que las sociedades marchan francas a su completo
mejoramiento y que la patria existe grande y poderosa, en el corazón
del hombre, no importa los límites que circunscriban la más extensa
o pequeña nacionalidad” (p 23).
El tono frecuentemente defensivo de Feminismo, al enfatizar el
carácter socialmente “responsable” y edificador del movimiento de
liberación de la mujer, acaso tenga que ver con las estrategias de
Solá intentando buscar credibilidad para una agenda indudablemen­
te renovadora: el reclamo de igualdad de la mujer ante la ley y,
sobre todo, la defensa del sufragio universal. En su conferencia,
Solá incluso critica abiertamente el monopolio masculino sobre el
lenguaje de la ley, en el que reconoce uno de los soportes de la
desigualdad social: “En algunas familias, especialmente campesinas,
en que el padre lee y escribe, con frecuencia los hijos son anal­
fabetos. En cambio, en ningún caso en que la madre sabe, dejan
de aprender los hijos. Algo como esto pasa con las leyes; han estado
siempre en manos del hombre y no las conoce la familia” (p. 27).
Pero a la vez que critica, frontalmente, por momentos, las relaciones
de poder y desigualdad en la familia, intenta legitimar sus posiciones
inscribiéndolas en la misma retórica cívica y patriótica del nacio­
nalismo de la época:

¡Oh! ¡un ciudadano formado por una madre ciudadana y patriota! ¡Cómo
sentirá la patria ese corazón! Cuando la madre sepa y enseñe al hijo lo
que es la patria, se han salvado los pueblos para sus hijos. Las nacio­
nalidades existen donde el hombre quiere, porque él es quien ha de
formarlas. Pero esto se hace sólo con amor, y como lo dará la MADRE,
el hijo querrá una patria y tendrá una patria (énfasis de Solá, p. 26).

147
En el fondo, Solá apela al discurso de la “crisis” de la nacionalidad
que ya en su época ejercía un impacto notable sobre las posiciones
de los intelectuales letrados. Maneja, con cierta agilidad, el mismo
concepto de la “cultura” como resistencia a la m odernización
económica (dominada por los norteamericanos) y repositorio de los
valores espirituales de la nación; concepto matriz del nacionalismo
culturalista y estetizante de las décadas del veinte y el treinta47.
Maniobrando una interesante vuelta de tuerca, Solá exige para la
mujer el derecho de entrada al mundo de las ideas, al reclamar para
la madre y para las maestras la tarea fundamental de administrar
el “corazón” del pueblo depositado en la cultura. Si, tal como
sostenían los mismos hombres que en el Ateneo la escuchaban, la
defensa de la patria pasaba por la edificación espiritual y cultural
del “pueblo”, entonces esos mismos intelectuales tenían que reco­
nocer el papel fundamental que la mujer, como formadora del alma
del niño, debía cumplir en ese proyecto. Se trata, en paite, de una
estrategia de legitimación de la mujer como nueva profesional, en
tanto búsqueda de una autoridad, un lugar desde donde intervenir
en el campo de la producción intelectual; campo, casi de más resulta
decirlo, dominado por hombres, y donde la categoría de la escritora
o de la mujer intelectual no operaba aún. Esa estrategia lleva a Solá,
por momentos, a imaginar los roles posibles de la mujer de acuerdo
con los mismos estereotipos que circulaban en los discursos do­
minantes de los letrados: “Yo os invito, mis queridas compatriotas,
a conservar nuestro tipo criollo” (p. 29).
Las estrategias argumentativas de Capetillo son muy distintas.
Acaso en última instancia, como sugerimos antes, las diferencias
remitan a los lugares de enunciación, a los soportes institucionales
tan distintos que apoyan, por un lado, a una escritora feminista en
diálogo con los intelectuales del Ateneo; y, por otro, a una escritora
relacionada con los discursos de una clase obrera contestataria y
militante48. Pero esa explicación de “clase”, como también suge­
rimos antes, nos sitúa ante el riesgo de obliterar las inflexiones
particulares que el discurso proletario asume en la escritura de
Capetillo, especialmente en su inscripción de un proyecto feminista.
Curiosamente, en Mi opinión el discurso también parece comen­
zar reiterando roles estereotipados de la mujer: “una mujer limpia,

148
exacta, cariñosa, indulgente y persuasiva, hará las delicias del marido”
(p. 2); pero inmediatamente notamos los pliegues irónicos de un
discurso que le da la vuelta al estereotipo: “No le demostréis [al
marido] que tenéis más razón que él, esperad que él os la dé, de
acuerdo con el sistema actual, que no reconoce que la mujer pueda
tener razón" (énfasis nuestro, p. 2). El procedimiento es clave en
Capetillo: la escritura se instala sutilmente en el estereotipo e
implosivamente comienza a demolerlo. La ironía -una de las es­
trategias claves de la escritura subalterna: “treta del débil”, al decir
de Josefina Ludmer en su lectura de Sor Juana Inés- produce así
un discurso doble, cuya fuerza critica no aliena, al menos de entrada,
a uno de los destinatarios que Capetillo buscaba interpelar: mujeres
de los gx-upos dirigentes, en quienes Capetillo reconocía un aliado
virtual y necesario en la lucha por el cambio: “La mujer que teniendo
su marido dueño de ingenio o hacienda [...] debe visitar las familias
de sus peones. [...] Luego de visitar sus peones, expondrá a su
marido en qué estado y condiciones se encuentran los infelices que
le producen su capital [...]” (p. 23).
A medida que progresa el libro, sin embargo, se hace más evidente
la intensidad crítica de la propuesta feminista de Capetillo, quien
en M¡ opinión no sólo insiste en el derecho al divorcio, sino que
rechaza la necesidad misma del matrimonio en la propuesta del
“amor libre”, uno de los conceptos visionarios más recurrentes en
su obra: “Para formar matrimonio no se necesita sanción de las leyes
ni seguir costumbre alguna establecida. La voluntad de dos seres
humanos de ambos sexos es suficiente para formarlo y constituir
un hogar” (p. 5). Más aún, la crítica del matrimonio sitúa a Capetillo
de frente contra los convencionalismos morales, religiosos, en que
se apoya la institución matrimonial:

La mujer que se sienta herida en sus derechos, libertades y en su naturaleza


de mujer, debe reponerse y reclamar, y cambiar de situación, cueste lo
que cueste. La moral establecida, o lo que se llama moral, no lo es, no
se puede aceptar una moral que está en contra de la libertad y de los
derechos de cada uno de los seres humanos. No hay que temer a una
moralidad que sólo existe de nombre. Vamos a establecer la verdadera
moralidad, la que no obliga ni contraría los derechos establecidos por
la naturaleza (p. 18).

A partir de la crítica del fundamento moral del matrimonio, Capetillo


explora aspectos de la vida diaria de la mujer, particularmente
relacionados con la sexualidad, en un registro desenfadado y libre
de convencionalismos. En efecto, su discurso sobre el amor es de
una voluntad renovadora que todavía hoy asombrará a muchos:

149
Vamos a llevar a la práctica este sistema, y entonces llevaremos el amor
a su verdadero estado. Este es el amor libre, que nos critican y tratan
de profanar y difamar, diciendo que es inmoral, cuando la moralidad y
los desórdenes y vicios están establecidos actualmente. [...] Y la mujer
actual que tiene iguales derechos, ha de privarse por una supuesta
honestidad, de pertenecerle a su novio para luego martirizarse y enfer­
marse aniquilando su organismo, atrofiando su cerebro, envejeciéndose
prematuramente, sufriendo mil achaques, vahídos [...] todo esto por no
conocer sus derechos ni lo que realmente la haría feliz, que es pertenecerle
al hombre que ama, sin temores [...]. ¿Quiénes son los culpables de tales
aberraciones? [Los moralistas tienen la palabra! (pp. 35-6).

Desencadenada de las esencias y categorizaciones de la retórica


nacionalista -que incluso marcó la inflexión del discurso sobre la
mujer en el texto clave de Solá, por ejemplo- la escritura en Capetillo
le abre un espacio precisamente a la experiencia y a las contra­
dicciones eludidas por las reflexiones y los debates de la cultura
oficial; contradicciones y luchas asimismo imprevistas por el dis­
curso proletario, de “clase”, en el que se apoyaba toda su produc­
ción. Escritura híbrida, si se quiere, imposible de fijar: irreducti­
blemente crítica y permanentemente alterada por la pasión del cambio
y la militancia de sus sueños.
No es casual, por esos mismos rasgos de su voz alternativa, que
con insistencia la memoria institucional de la literatura haya excluido
la obra de Capetillo y de los escritores subalternos de su época
dé la historia cultural. La literatura, como todo discurso, es un campo
constituido mediante recortes y exclusiones. Justamente la crisis de
ese aparato exclusivo -crisis del discurso nacionalista que decidía
la entrada de materiales al sagrado recinto de la tradición- hace
posible hoy la lectura de esa otra producción cultural que nos obliga
a continuar repensando las tareas, los objetos de la reflexión crítica
y la noción misma de los clásicos puertorriqueños.
III. PASAJES
7

TRÓPICOS DE LA FUNDACIÓN:
POESÍA Y NACIONALIDAD EN JOSÉ MARTÍ*

Pocos libros en la historia latinoamericana han gozado de tanta


popularidad como los Versos sencillos1. Las vicisitudes del fe n ó -»
meno son de por sí reveladoras: si bien en 1891 Martí trabajaba
-desde la literatura y sus debates internos- con materiales orales de
cierta cultura popular, con el paso del tiempo y la intervención de
las instituciones culturales y pedagógicas, el canto popular ha logrado
reabsorber a ese pequeño y extraño texto. En la historia de sus
lecturas, Versos sencillos ha sido objeto de una marcada folclo-
rización que si bien cifra en la poesía maitiana una notable autoridad
social, a la vez corre el riesgo de domesticar la intensidad de esos
poemas engañosamente sencillos; textos que cristalizan uno de los
trabajos poéticos más radicales y complejos de su momento his­
tórico.
Acaso como ningún otro libro de poesía latinoamericana moder­
na, Versos sencillos ha pasado a la matriz misma de la lengua
nacional. Particularmente en el Caribe, más que un acontecimiento
poético, más que un trabajo sobre la lengua, Versos sencillos ha
pasado a ser un clásico de la lengua, un modelo -institucionalmente
consolidado- que nos enseña a ver y a recortar las cosas, que enseña
a rememorar, a cantar y a contar el relato del origen. Versos sencillos
es uno de esos libros donde se aprende a decir la lengua materna;
un lugar donde aprende a hablar, en respuesta a un llamado in-
terpelativo, el sujeto nacional.

153
Significativam ente, sin embargo, la canonización de V ersos
sencillos, su reinscripción en el seno de la lengua-madre, se basa
en la obliteración del lugar de la escritura del libro. Porque a pesar
de la enfática rememoración, Versos sencillos se produce en el
exilio, en Nueva York, en las entrañas de la modernidad. Por el
reverso de la modernidad, y como resistencia a la misma, se entona
la evocación de la tradición distante, el necesario relato del origen:

En vano, -faltos del roce y estímulo diario de nuestras luchas y de nuestras


posiciones, que nos llegan ¡a mucha distancia! del suelo donde no crecen
nuestros hijos-, nos convida este país con su magnificencia, y la vida
con sus tentaciones, y con sus cobardías el corazón, a la tibieza y al olvido.
¡Donde no se olvida, y donde no hay muerte, llevamos a nuestra Madre
América, como luz y como hostia [...]!2.

A la distancia del suelo materno se erige el discurso martiano


de la tierra, de lo autóctono, que culmina en “Nuestra América”
y Versos sencillos. A contrapelo del lugar de la escritura, el sujeto
en ese discurso reclama venir del suelo -sincera y espontáneamente-
como crece la palma en el trópico. Es la mediación del tropo, sin
embargo, la que guía esa especie de retomo del poeta a la lengua
“natural”, el retorno del exilado al país natal, y la que elabora una
compleja medicina contra la enfermedad del olvido en la moder­
nidad. Ésa es, por cierto, la metáfora que da apertura al libro: la
escritura como remedio contra la enfermedad de la memoria:

[...] el horror y la vergüenza en que me tuvo el temor legítimo de que


pudiéramos los cubanos, con manos parricidas, ayudar el plan insensato
de apartar a Cuba, para bien único de un amo disimulado, de la patria
que la reclama y en ella se completa, de la patria hispanoamericana* me
quitaron las fuerzas mermadas por dolores injustos. Me echó el médico
al monte: corrían arroyos, y se cerraban las nubes; escribí versos (p. 233).

La amenaza imperialista de que ahí habla Martí, poco después


del Congreso Panamericano en Washington, no era simplemente una
metáfora. Pero el poder terapéutico de la poesía contra la mala
memoria de la política parricida no corría espontáneamente -como
el agua por el arroyo-, ni venía garantizada por la naturaleza -como
la lluvia de las nubes-. Se trata, más bien, de una estrategia de
legitimación que intenta, entre otras cosas, ampliar la autoridad

154
política de la literatura. El lugar problemático de la escritura en la
modernidad no es simplemente el trasfondo pasivo del discurso del
origen, trópico de la fundación. El desplazamiento, las líneas de
fuerza que atraviesan el lugar de la escritura, sobredetermina la
mirada martiana y condiciona el contorno de los objetos represen­
tados por la rememoración, el itinerario de los recorridos y recortes
que la poesía opera sobre el cuerpo de la lengua materna y el libro
de la tradición.
La identificación del discurso con el origen -dispositivo legiti­
mador de la retórica nacionalista en Versos sencillos y “Nuestra
América”- fue producida, hasta cierto punto, por Martí, cuya es­
critura, no obstante, continuamente reflexiona sobre los mecanismos
retóricos de ese discurso, y problematiza la relación entre la poesía
y la identidad. Por otro lado, más allá de Martí, los usos posteriores
de'V ersos sencillos en la historia de su canonización han tendido
a escamotear las contradicciones, los pliegues del relato del origen,
endureciendo e institucionalizando su autoridad.
A pesar de que para Martí la temporalidad moderna problematiza
el funcionamiento de los códigos tradicionales de representación
y nos aleja, vertiginosamente, de una “plenitud” originaria, muchos
de sus lectores han querido ver en su escritura, especialmente en
Versos sencillos, la presencia de la tradición de modo continuo y
estable. Incluso un crítico del rigor “materialista” de Marinello no
titubea al leer en el libro más que la presentación de la “cubanidad”,
la presencia de la tradición hispánica que el crítico opone al
“galicismo” de los modernistas, de los cuales busca separar, an­
titéticamente, a Martí3. Una lectura similar se encontraba ya en J.
Arrom quien insistía, sin mayor consideración de las transforma­
ciones, en la importancia del romancero y de la copla española como
modelo formal y fuente temática del libro4.
Por otra paite, en respuesta a las lecturas hispanistas de Martí,
Fina García Marruz ha propuesto -con agudeza- un acercamiento
alternativo, relacionado con la vocación criolla de la generación
de Orígenes. Ella señala que la relación del poeta con la tradición
española “jamás se da como una influencia”5. Sin embargo, García
Marruz añade que en Martí la escritura es como “un partir de la
misma fuente madre del idioma”6. Esa lectura naturaliza, como le

155
hubiera gustado a Martí, la metáfora materna, la supuesta prioridad,
en el discurso martiano, de una verdad originaría a la cual la
iluminación poética tiene un acceso privilegiado. Además, en esa
cita de García Marruz hay también una metáfora que nos sitúa de
frente ante la problemática “presencia” del origen: entre la “fuente
madre del idioma” y la inscripción martiana se erige la distancia
establecida por un itinerario; ese “partir de” -y partir a- la fuente
materna, implica un desplazamiento, si no el corte, del cuerpo
originario.
García Marruz criolliza la noción del origen en un gesto crítico
del hispanismo, demostrando cómo las estrofas maitianas, más que
coplas, son décimas “truncas” en las que faltan (emblemáticamente,
para nosotros) los dos versos del enlace. Pero a pesar de que intuye,
con gran lucidez, el carácter trunco, fragmentado, incompleto, de
la forma tradicional, García Marruz no explora las consecuencias
de esa lectura e insiste, por el contrario, en el carácter orgánico,
armonioso y total de la iluminación martiana. La lectura llena los
vacíos de su objeto, cierra las fisuras que proliferan en la escritura
martiana. Y para fundamentar el enlace, ese proceso reconstructor,
por cierto, cita al propio Martí:

Todo es hermoso y constante


todo es música y razón,
y todo, como el diamante,
antes que luz es carbón.

Totalidad, armonía, continuidad: nos equivocaríamos si dudára­


mos de la importancia que Martí le otorga a un concepto de la poesía
como superación de la fragmentariedad, de la pérdida del centro,
que él mismo identifica como el rasgo definitorio de la vida moderna.
Pero tampoco habría por qué reducir el campo de acción de su
escritura a los efectos, siempre relativos, de una exasperada voluntad
de orden o armonía. Acaso la intensidad de los Versos sencillos
sea el efecto de una tensión irreductible entre la voluntad de estabilidad
que manifiesta la búsqueda del fundamento, del origen, y la frag­
mentación -marca de la temporalidad moderna- en los mismos
materiales que la escritura despliega y pone en movimiento.
Si en Versos sencillos esa voluntad de orden dominara efecti­
vamente sobre la significación, el resultado sería un texto codificado
en función de la normatividad de algún paradigma ideológico, ya
fuera religioso o ético-político. En tal caso, tendríamos un texto
reductible a los reclamos de prioridad de un discurso de la identidad,
una escritura subordinada por las maniobras de una retórica au­
toritaria. En cambio, para Martí, si bien la literatura debía anticipar

156
el “concierto final y dichoso de las contradicciones”7, al mismo
tiempo la práctica literaria era inseparable de la incertidumbre, de
las “preguntas al cielo vacío, gimiendo junto a los cadáveres de
los dioses”8. Entre el “cielo vacío” de la modernidad y el proyecto
de reconstrucción del fundamento, de la armonía, se sitúa la in­
tensidad irreductible de la escritura martiana.
Por otro lado, tampoco incurrimos en la tendencia -muy frecuente
en la “deconstrucción”- a hipostasiar el signo político del discurso
de la identidad, alineando abstractamente su retórica (“autoritaria”)
con el poder, sin considerar las redes institucionales, los debates
localizados a que responden sus “figuras”. Es decir, la configuración
de la autoridad en un discurso -las medidas de valoración en su
particular economía del sentido- no implica una correspondencia
directa entre la retórica y el poder. La confusión entre la disposición
de la autoridad y los ejercicios del poder nos llevaría, por ejemplo,
a postular el carácter represivo de cualquier discurso nacionalista
(de cualquier discurso ético-político, a tal efecto), escamoteando los
usos -posiblemente locales y estratégicos- que se hacen de la retórica
en contextos pragmáticos específicos, frecuentemente coloniales.
Paradójicamente -por el reverso de su “antiautoritarismo”- ese tipo
de crítica de la “identidad” tiende a homogeneizar los discursos
múltiples y estratégicos del “ser” nacional, no siempre elaborados,
por cierto, desde el poder y el Estado.
Hay que insistir, entonces, en el espesor discursivo del relato
del origen, fundamento del discurso del ser nacional, pero sin soslayar
los debates, la pragmática a que responde. En el caso de Versos
sencillos el campo de luchas en que emerge la escritura es por lo
menos doble: primeramente, como sugiere Martí en el prólogo al
libro, la postulación de la “memoria” contra el “olvido parricida”
registra una posición crítica de la expansión norteamericana y de
los discursos desarrollistas que, además de constituir una autoridad
dominante en el campo intelectual de 1891, aún configuraban la
legitimidad misma de muchos estados modernizadores, liberales, en
América Latina. En segundo lugar, nos resulta difícil pensar que
“ese antiimperialismo -al decir de Cintio Vitier- surge como una
necesidad intrínseca, como una consecuencia inexorable” del “ser
americano” de Versos sencillos9. Por el contrario, acaso el “ser
americano” sea la consecuencia inexorable -en Martí- de la retórica
antiimperialista y de la voluntad de poder que la moviliza. ¿Cuál

157
es la autoridad -los parámetros de la “verdad”- que modela ese
discurso del ser americano? A primera vista, el antiimperialismo
parece ser una respuesta espontánea, inm ediata, a la amenaza
ineluctable y nada retórica de la expansión norteamericana. Sin
embargo, no todas las postulaciones del “ser”, incluso cuando
responden a exigencias tan patentes, tienen el mismo estatuto político
ni discursivo. Nuevamente: ¿qué autoridad regula los materiales de
la rememoración -de la memoria voluntaria- en que adquiere espesor
y forma el “ser americano”? Digamos, en el nivel más básico, que
el discurso antiimperialista se produce desde la literatura. Es en el
espacio literario donde han sido dispuestos -poblados- los signos,
las palabras “originarias”, del ser americano. De ahí se desprende
que el discurso de la identidad también responde a una serie de
debates internos del campo literario finisecular que en varios sen­
tidos deciden la dirección y las tensiones internas del itinerario
poético de Martí.

II
Desde comienzos de la década de 1880 Martí había sido uno
de los primeros latinoamericanos en reflexionar sobre el relativo
desprendimiento de la literatura de la vida pública, desplazamiento
que para él cristalizaba uno de los rasgos distintivos de la “crisis”
moderna. Ligado a ese desprendimiento, el primer libro de versos
publicado por Martí, Ismaelillo (Nueva York, 1882), presupone un
concepto de literatura relativamente nuevo en América Latina, muy
distante ya de la noción utilitaria e instrumentalista de las “letras”
que dominaba entre los patricios modernizadores, fundadores de
los estados nacionales. La modernidad del Ismaelillo -más allá de
la temática y de los procesos figurativos del libro- se comprueba
sobre todo en el “saber” que autoriza y estimula la configuración
de su escritura. En el Ismaelillo, ese “saber” -ligado a la experiencia
onírica y a la irracionalidad del niño- demarca los contornos de
un interior, enfáticamente defensivo, que el discurso poético va
llenando con los signos de un mundo devaluado, a veces incluso
arcaico, y en todo caso opuesto a los valores dominantes de los
discursos “fuelles” de la racionalidad moderna. En ese interior exótico
y estetizado, el valor de la palabra está regulado por una autoridad
específicamente poética que opera, fuera de la vida pública, como
crítica del utilitarismo que dominaba en las sociedades en vías de
modernización. El proceso de interiorización de la poesía es co­
rolario, en un nivel superior, de la autonomización de los discursos
que la misma modernización desataba. Es decir, a partir del Ismae-

158
lillo y del prólogo al Poema del N iágara -otro texto clave de Martí
de 1882- constatamos la relativa especificación de la autoridad
literaria que, cada vez más autorreflexiva, intentaba diferenciar sus
objetos, su relación con la lengua, con el poder, así como su posición
ante otros discursos que también se especializaban, precisando y
consolidando sus campos de acción discursiva.
Si para Bello y Sarmiento, por ejemplo, las letras habían sido
un dispositivo civilizador -modelo de una vida pública racionali­
zada- en el Martí de 1882 comprobamos una progresiva autono-
mización literaria que problematiza la relación entre la escritura,
la lengua y las leyes de la racionalidad. De ahí que la escritura
moderna frecuentemente se represente, en Martí, mediante la metáfora
del exilio, como la pérdida de la residencia en la polis -y en la
lengua misma- e, incluso, como el desplazamiento radical que, sin
las garantías de la filiación, sufie un hijo ilegítimo: la poesía, en
el prólogo al Poem a del N iágara es el “clamor desesperado de
hijo de gran padre desconocido, que pide a su madre muda [la
naturaleza] el secreto de su nacimiento”10. La escritura en Martí es
una práctica desterrada, un hijo natural, desposeído de la legitimidad
que garantiza la genealogía. No está de más recordar, en este sentido,
que el título de ese primer libro aludía a Ismael, hijo natural de
Abraham (en Agar), desterrado al desierto tras el nacimiento del
hijo de Sara, Isaac, el legítimo. En Martí la escritura poética -en
tanto hijo natural y desterrado- se sitúa al otro lado de la ley.
(¿Podemos, entonces, decir que se trata de un letrado?).
Para Martí, el destierro del poeta de la polis coincide con una
crisis más amplia que él mismo relaciona, en el prólogo al Poema
del Niágara, con la experiencia de la modernidad. Anticipando la
reflexión, perfectamente actual, sobre la fragmentación moderna
como efecto del “desencantamiento del mundo” del que luego hablaría
Weber, Martí relaciona la crisis de la poesía con la experiencia de
una temporalidad vertiginosa. Esa temporalidad, en el reino de lo
“nuevo” y de la mercancía, desmantela la autoridad de los sistemas
ideológicos tradicionales que garantizaban la coherencia y la relativa
estabilidad de un mundo centrado en la religión:

No hay obra permanente, porque las obras de tiempos de reenquiciamien-


to y remolde son por esencia mudables e inquietas; no hay caminos
constantes, vislúmbrame apenas los altares nuevos, grandes y abiertos
cómo bosques. De todas partes solicita lamente ideas diversas: y las ideas
son como los pólipos, y como la luz de las estrellas, y como las olas

159
de la mar. [...] Partido así el espíritu en amores contradictorios e intran­
quilos; alarmado a cada instante el concepto literario por un evangelio
nuevo; desprestigiadas y desnudas todas las imágenes que antes se re­
verenciaban; desconocidas aún las imágenes futuras, no parece posible,
en este desconcierto de la mente, en esta revuelta vida sin vía fija, carácter
definido, ni término seguro [...] producir aquellas luengas obras [...]“ .

Por otro lado, Martí no se entrega a los flujos de la modernidad.


Por el contrario, en ese mismo texto elabora un concepto de la
literatura como respuesta a la crisis del saber generada por la
temporalidad moderna. Para Martí, en el prólogo, la capacidad
compensatoria de la literatura es doble: por una paite, hace posible,
mediante la visión poética, una transformación del lenguaje capaz
de superar las insuficiencias que él relaciona con las convenciones,
las estructuras represivas de la racionalidad -con lo cual lanza una
crítica del iluminismo letrado (“Una tempestad es más bella que
una locomotora”12)-. Por otra, y concomitante con la autoridad del
“genio” visionario, la literatura también encarnaba un modo de
resolver los enigmas consecuentes de la fragmentación que -rela­
cionada con una excesiva acumulación de experiencia histórica-
alejaba a la sociedad del estadio “puro”, originario, de la naturaleza:
porque “todo el progreso consiste acaso en volver al punto de que
se partió”13. La literatura le provee a la sociedad moderna, carente
de modelos estables de interpretación, una hermenéutica ligada a
“la ciencia que en mí ha puesto la mirada primera de los niños”14.
Se trata, en efecto, del reclamo de legitimidad de la literatura como
una “ciencia” alternativa del origen, como una critica del “progreso”
y la modernización.
Ahora bien, además de venir de un mundo donde la literatura
moderna no contaba con sólidas bases institucionales -mundo donde
la modernidad, en todos sus aspectos, era un fenómeno desigual
y contradictorio- en Martí la autonomización confronta una serie
de aporías insuperables que problematizan la autoridad literaria en
su discurso. Para Martí, el interior -espacio emblemático de la literatura
autónoma- se va convirtiendo en el lugar represivo de un sujeto
“alienado” de la acción, de la moral y de la comunicabilidad misma
que rige los usos del lenguaje en la vida diaria. Sobre todo en Versos
Ubres, esa problemática es el núcleo generador de la escritura y
frecuentemente se tematiza: “y yo, pobre de mí, preso en mi jaula/

160
la gran batalla de los hombres miro”15. Es la tensión, como sugiere
E. M. Santí, de una escritura escindida entre la política y la poética16.
Por otro lado, tampoco conviene reducir esa pugna entre las dos
(y acaso otras) legitimidades, a la subordinación de una autoridad
estética cuyas homogeneidad y prioridad quedarían entonces pre­
supuestas. En tal caso, la simple inversión de la jerarquía política/
arte, que efectivamente domina en la historia de las lecturas martianas,
nos ubicaría en el mismo campo de fuerzas en que antes operaba
la antítesis, sólo que ahora se postula la prioridad del segundo
término -el estético-. No cabe duda de que Martí -con el sacrificio
de su propia vida, en la revolución- intentó articular las exigencias
de las dos patrias: las leyes del discurso ético-político con las crecientes
presiones de la actividad “nocturna” -rebelde e indisciplinada- de
la poesía. Incluso es notable cómo hasta 1891 escribiría cada vez
menos poesía, subordinando a veces explícitamente la patria noc­
turna a la prioridad de la acción política e insistiendo en el deseo
de convertirse en “poeta en actos”. Sin embargo, la misma exas­
peración de su vitalismo, que culmina en el discurso maitiano de
la guerra y en los Diarios de cam paña, tal vez sea el mejor índice
de lo que el propio Martí había llamado en el prólogo la “nostalgia
de la hazaña”: la pérdida de las dimensiones épicas y colectivas
de la literatura como un rasgo distintivo de la modernidad. Martí,
con desesperación, intenta reintegrar la palabra poética, la “acción”
y los contenidos ético-políticos, pero la misma nostalgia de la totalidad
no logra sino acentuar la fragmentación del mundo-de-vida en que
opera voluntariosamente el deseo de la armonía. El retorno del
poeta-exilado al país natal, a la polis, se emprende desde la ciudad
moderna y como respuesta a la ineluctable soledad y al despla­
zamiento que consigna el exilio: la experiencia moderna. En el
bolsillo el revolucionario lleva cincuenta balas, pero también algún
volumen de su biblioteca17.

III

En la coyuntura de 1891, una época de intensa actividad revo­


lucionaria, Martí publica Versos sencillos. Lo había mandado el
médico al monte. En tono apologético señala que publica esa
“sencillez, escrita como jugando” por insistencia de algunos amigos
íntimos que lo motivaron a lanzar el libro a la luz pública después
de “tanto pecado mío escondido y de tanta prueba ingenua y rebelde
de literatura” (p. 233). A pesar de la reveladora apología, Versos
sencillos elabora una poderosa estrategia de legitimación de la
literatura moderna latinoamericana, en tanto discurso privilegiado
para la definición de la identidad, del ser nacional, precisamente
opuesto a las amenazas de la modernidad. Sin embargo, sobre la
mesa quedan, incluso en Versos sencillos, los reclamos no siempre
articulables de las “dos patrias”. También en Versos sencillos, esas
tensiones posibilitan y desatan el discurrir de una escritura armada
como reflexión y trabajo sobre aquella serie de dualismos básicos
(cultura / naturaleza, representación / objeto, palabra / acción, arte /
política) que Martí intenta superar:
Bien estará en la pintura
el hijo que amo y bendigo:
-¡mejor en la ceja oscura,
cara a cara al enemigo!

Martí regresaba a la poesía, pero sólo tras someter su juego a


la prioridad del imperativo ético-político. En su retorno (público)
al verso, Martí retoma el concepto de literatura que venía elaborando
desde comienzos de la década de los ochenta: la literatura como
respuesta a la tem poralidad fragmentada de lo “nuevo” , como
resistencia a la modernización y como hermenéutica capaz de descifrar
los enigmas del origen perdido en el devenir del progreso. También
en Versos sencillos la literatura se representa como una economía
alternativa, depósito donde se conservan no sólo objetos devaluados
por la vida utilitaria, sino palabras y restos de formas tradicionales
gastadas por el uso y la excesiva circulación. Como vio Rama con
lucidez, se trata de una economía que opera por el reverso de la
racionalidad mercantil, aunque presuponiendo su lógica, como punto
de referencia polémico, en el mismo gesto de la inversión18:

El alfiler de Eva loca


es hecho del oro oscuro
que le sacó el hombre puro
del corazón de una roca.

162
Un pájaro tentador
le trajo en el pico ayer
un relumbrante alfiler
de pasta y de similor.

Eva se prendió al oscuro


talle el diamante embustero:
y echó en el alfiletero
el alfiler de oro puro.

En oposición al valor inestable, fluctuante y “embustero” del


alfiler apócrifo, producto del simulacro mercantil, la poesía se alinea
ahí con la pureza del oro, oscuro como la tierra, la roca originaria.
El gesto de depositar el alfiler desechado por Eva loca en ese interior
miniaturizado del alfiletero es uno de los núcleos generadores del
libro. Esto vuelve a tematizarse en un poema sobre Agar -en hebreo,
“la fugitiva”- que, como Eva, otra figura de la temporalidad y el
movimiento vertiginoso, aterroriza a Martí:

En el extraño bazar
del amor, junto a la mar,
la perla triste y sin par
le tocó por suerte a Agar.

Agar de tanto tenerla,


al pecho de tanto verla
Agar, llegó a aborrecerla:
majó, tiró al mar la perla.

Ahí la relación entre la temporalidad (fugitiva) y el mercado es


explícita: Agar no encuentra la perla originaria y “sin par” en la
naturaleza, sino en el mercado. El uso, la circulación del objeto,
su permanente derivación, culmina en el desecho. La perla se convierte
para Agar en un abyecto, en basura, que ella decide expulsar al
mar. En la última estrofa Agar reclama la perla, pero el mar -repo­
sitorio del origen- le responde: “yo guardo la perla triste”. En efecto,
ahí encontramos uno de esos momentos, proliferantes en Versos
sencillos, en que la poesía reflexiona sobre las propias condiciones
de su confabulación: el doble movimiento de una poética del desecho
y la conservación; el discurso poético como refuncionalización, a
otro nivel, de formas verbales de la tradición; la poesía como
exploración de los monumentos de la lengua materna, manoseados
y gastados por el uso -como la perla de Agar- por la experiencia
del desgaste distintiva de la temporalidad moderna.

163
Por otro lado, es importante enfatizar que en Versos sencillos
la investigación de las formas del “origen” asume una autoridad
política que no había sido prevista por Martí a comienzos de 1880.
La rememoración en 1891 no sólo presuponía una crítica de la
pérdida del origen en la modernidad, sino que se postulaba como
la forma misma de una práctica política, como defensa del ser
americano ante la expansión amenazante del capitalismo. En ese
sentido, tanto el texto más programático “Nuestra América” como
su acompañante poético Versos sencillos constituyen un trabajo
sobre los enigmas de la política desde la hermenéutica que la literatura,
desde una década antes, venía elaborando en su crítica a la
modernización19. En ese discurso del origen americano parecería
que Martí supera definitivamente la crisis de legitimidad que, sobre
todo en él, sufría la poesía, la patria nocturna y rebelde, siempre
reacia a subyugarse a los imperativos de la actividad ético-política.
Habría aún que ver lo que encuentra el investigador del origen.
¿Podía el juego de la poesía -incluso en Martí- sostener un discurso
del fundamento y decidir, categóricamente, los rasgos esenciales,
atemporales, de la identidad? El origen, en Versos sencillos, es
también el lugar del cadáver, de la descomposición, de la muerte,
ineluctablemente ligada -en la lógica del libro- a la temporalidad.
La poesía no cesa de señalar el desgaste en el interior mismo del
fundamento.

164
8

EL REPOSO DE LOS HÉROES*

José Martí cayó en plena batalla, en Dos Ríos -en el Oriente de


Cuba- el 19 de mayo de 1895, apenas unos meses después de
iniciada la guerra contra el ejército colonial. Según el testimonio
de los últimos que lo acompañaron, cabalgó en su caballo blanco
de frente contra una emboscada1. Su cadáver, capturado y mutilado
por las fuerzas enemigas, no fue recuperado hasta años después.
En torno de su ausencia radical proliferan los monumentos; los
discursos se multiplican, se disputan su silencio.
Murió por la patria. Dio la vida por un sentido de la justicia,
la condición más básica y material de su existencia por la idea de
una comunidad futura. ¿Cuáles son las condiciones que hacen posible
el intercambio entre el cueipo del poeta/soldado y los principios
de la patria futura? ¿Cuáles los discursos que intervienen para producir
la ética del patriotismo, el nexo de la identificación, la lógica que
regula el valor del intercambio, el don mayor de todos que el soldado
-particularmente aquel que cae en la batalla- le ofrece a su comu­
nidad2?

165
Casi dos décadas antes de su muerte, mientras residía en Gua­
temala, Martí le escribe al general Máximo Gómez, veterano de la
Guerra de los Diez Años, una apasionada carta de presentación.
“Aquí vivo -le escribe Martí al General- muerto de vergüenza porque
no peleo”3. La carta inicia un notable intercambio epistolar entre
el joven escritor y el soldado experimentado situándonos ante la
relación problemática entre el intelectual moderno y la guerra.
Son, notables las jerarquías que recortan las posiciones de los
sujetos en aquella primera carta, particularmente el lugar distante
y perimido en que se sitúa Martí al expresar su admiración por la
vitalidad y la capacidad de acción que identifica con el héroe militar:
“He conmovido muchas veces refiriendo la manera con que Ud.
pelea: la he escrito, la he hablado: -en lo moderno no le encuentro
semejante: en lo antiguo tampoco”. Martí le pedía a Gómez infor­
mación para un libro sobre la guerra, con la intención, además,
de escribir una biografía del General. La caita despliega el espejeo
de un proceso doblemente constitutivo, tanto del soldado como
objeto de cierto proyecto de resonancias épicas, como del sujeto
intelectual que allí se inscribe y recorta su lugar.
Martí jerarquiza los lugares en ese intercambio desigual y, por
el reverso del reconocimiento de la heroicidad viril y poderosa, se
ubica en el lugar secundario de las palabras -el lugar mediado y
pasivo de la escritura- desde donde admira y representa la prioridad
de la acción emblematizada por el cuerpo sano y completo del
guerrero. “Enfermo seriamente y fuertemente atado, pienso, veo y
escribo”, señala Martí, identificando la escritura con cierta carencia
física, con la práctica contemplativa de un sujeto incapacitado para
la guerra: “Seré cronista, ya que no puedo ser soldado”, le escribe
al General, pidiéndole noticias con el fin de “publicar las hazañas
escondidas de nuestros grandes hombres”.
Por otro lado, es cierto que no debemos soslayar los pliegues
de la propuesta, la negociación implícita en el gesto del recono­
cimiento otorgado a ese Otro poderoso. En efecto, la mirada del
cronista se postula como la condición misma de la “grandeza” del
soldado, al hacer públicas -mediante la escritura- sus “hazañas
escondidas”. Habría también que explorar la crítica martiana de la
violencia que, unos años después, llevaría a Martí, en un momento
de ruptura con los líderes militares del movimiento emancipador,
a recordarle a Gómez que “un pueblo no se funda como se manda
un campamento” (Epistolario, p. 7); crítica que desde comienzos

166
de 1880 se articula desde una defensa de la sensibilidad poética,
espiritual, en tanto garantía de la coherencia y del sentido mismo
de la guerra justa, de una revolución inevitablemente violenta, pero
orientada como “obra detallada y previsoria de pensam iento”
(Epistolario, p. 3). En todo caso, sorprende el enigmático cierre
de aquella primera carta en que Martí se despedía del General
autodenominándose “el mutilado triste”4.
¿A qué mutilación se refería? Las dolencias crónicas que niiIí Ió
Martí, causadas en parte por la brutalidad de su encarcelamiento
en Cuba cuando sólo contaba con 17 años de edad, no lucion,
por cierto, simplemente metafóricas. Sin embargo, la Intcmddwi
dramática con que Martí cieña su primera caita al General subiere
otro tipo de carencia, corte o fragmentación que bien puede le e iN C
en otro registro, como el efecto de la tensa emergencia do un sujeto
profundamente dividido, cruzado por la tajante oposición entre lu
prioridad de los actos y la pasividad suplementaria y sospecho»«
de la representación; es decir, un sujeto escindido por el “aborre­
cimiento en que tengo a las palabras que no van acompañadas de
actos” (Epistolario, p. 2).
La oposición entre la palabra y el acto -corte que mutila, digamos,
la potencialidad de un sujeto orgánico, heroico- remite al antiguo
topos de armas y letras, reinscrito con frecuencia en la historia
latinoamericana, en el Inca Garcilaso y en Ercilla, por ejemplo, o
más cercanos a Martí, en los escritos de Bolívar y en la C am paña
del Ejército G rande de Sarmiento, quien enfáticamente se lamenta
del lugar subalterno del cronista en el campo de batalla. Sin embargo,
la “vergüenza” que le comenta Martí al general Gómez es más
radical y registra -precisamente en el lugar de la culpa, de la “envidia
a los que luchan” (Epistolario, p. 1)- la constitución de un nuevo
tipo de sujeto intelectual cuya relación con la guerra y con la patria
futura se encontraría mediada, hasta el momento mismo de la muerte
de Martí en Dos Ríos, por el proceso de la autonomización estética.

II

En efecto, ya a comienzos de la década de 1880, mientras Martí


residía en Nueva York, su discurso sobre la guerra se inserta en
una compleja e intensa reflexión sobre la crisis y la reconfiguración
de la literatura en la modernidad. El prólogo que escribe Martí en
1882 al Poema del N iágara del venezolano Juan Antonio Pérez
Bonalde, inaugura esa reflexión, identificando el surgimiento de la

4. Carta escrita en N ueva York el 20 de octubre de 1884.

167
“poesía moderna” con la “nostalgia de la hazaña” y la disolución
de las condiciones que habían hecho posible la autoridad épica -
los contenidos normativos, nómicos- de la literatura5. Se trata, como
sugiere Martí en el prólogo de los “dolores del hombre moderno”
(p. 213) ante las transformaciones de un “nuevo estado social” (p.
207) en que se encontraban “desprestigiadas y desnudas todas las
imágenes que antes se reverenciaban [y] desconocidas aún las
imágenes futuras” (p. 207); época de “cegamiento de las fuentes
[y] anublamiento de los dioses” (p. 210). Nuevo estado social -
ligado a lo que M. Weber llamaría luego el desencantamiento del
mundo, en tanto efecto de la racionalización moderna- que Martí
explícitamente relaciona en el prólogo con la disolución del tejido
discursivo e institucional que hasta el momento había garantizado
la autoridad central de las formas literarias en la elaboración del
nomos constitutivo del orden social. De ahí, para Martí, las “alas
rotas” del poeta, figura solitaria que transita por un paisaje de ruinas
y “se presenta armado de todas sus armas en un circo en donde
no ve combatiente, ni estrados animados de público tremendo, ni
ve premio” (p. 212).
La crisis del heroísmo que Martí lúcidamente relaciona con la
disolución de las posibilidades épicas de la literatura moderna rebasa
la perimida cuestión de los géneros literarios. Se inscribe en una
reestructuración profunda de las condiciones mismas de la comu­
nicación social que, según Martí, había sido sometida a un intenso
proceso de fragmentación que acarreaba el “desmembramiento de
la mente humana” (p. 208) y la “descentralización de la inteligencia”
(p. 209); reconfiguración del orden simbólico que aseguraba los
nexos, las articulaciones de la sociedad, la efectividad de la iden­
tificación social.
En términos del campo literario -cuya especificidad y relativa
autonomía se constituye precisamente en el interior de tales trans­
formaciones- ese proceso de racionalización moderna sometió a los
intelectuales a una nueva división del trabajo, impulsando la ten­
dencia a la profesionalización del medio literario y delineando la
reubicación de los escritores ante la esfera pública y estatal. Pero
más importante aún, puesto que cruza diagonalmente y a la vez
desborda los marcos del análisis sociológico e institucional, el proceso
de autonomización produjo un nuevo tipo de sujeto relativamente
diferenciado, y frecuentemente ubicado en situación de competencia
y conflicto con otros sujetos y prácticas discursivas que también

168
especificaban los campos de su autoridad social. Este sujeto literario
se constituye en un nuevo circuito de interacción comunicativa que
implicaba el repliegue y la relativa diferenciación de esferas con
reglas inmanentes para la validación y legitimación de sus enun­
ciados. Más allá de la simple construcción de nuevos objetos o
temas, esa autoridad discursiva cobra espesor en la intensificación
de su trabajo sobre la lengua, en la elaboración de estrategias
específicas de intervención social. Su mirada, su lógica particular,
la economía de valores con que ese sujeto recorre y jerarquiza la
materia social demarcaba los límites de la esfera más o menos
específica de lo estético-cultural. Tal vez no sea necesario detenernos
aquí en las contradicciones que marcan la inflexión latinoamericana
de ese proceso de autonomización6. Al no contar con soportes
institucionales, el proceso desigual de autonomización produce la
hibridez irreductible del sujeto literario latinoamericano y hace posible
la proliferación de formas mezcladas, como la crónica o el ensayo,
que registran, en la misma superficie de su forma y modos de
representación, las pulsiones contradictorias que ponen en movi­
miento a ese sujeto híbrido, constituido en los límites, en las zonas
de contacto y pasaje entre la literatura y otras prácticas discursivas
y sociales.
Tal proceso de autonomización tuvo efectos profundamente pro­
blemáticos para Martí. Si bien la descentralización implicaba cierta
democratización de los medios, en una época en que comienza “a
ser lo bello dominio de todos” (p. 209), la autonomización asimismo
estimulaba el repliegue del sujeto literario y la consecuente reduc­
ción de sus efectos sociales. “La vida íntima y febril -señala Martí-
no bien enquiciada, pujante y clamorosa, ha venido a ser el asunto
principal y, con la naturaleza, el único asunto legítimo de la poesía
moderna” (p. 210).

De aquí esos poetas pálidos y gemebundos; de aquí esa nueva poesía


atormentada y dolorosa; de aquí esa poesía íntima, confidencial y per­
sonal, necesaria consecuencia de los tiempos, ingenua y útil, como canto
de hermanos, cuando brota de una naturaleza sana y vigorosa, desmayada
y ridicula cuando la ensaya en sus cuerdas un sentidor flojo [...]. Hembras,
hembras débiles parecerían ahora los hombres, si se dieran a apurar,
coronados de guirnaldas de rosas, [...] el falemo meloso (pp. 206-7).

Martí responde al repliegue del sujeto lírico con una notable


ambivalencia. Responde con la sospecha, incluso, de que la au-
6. Cf. Ju lio R am os, “ L ím ites de la au to n o m ía" en D e se n c u e n tro s de la m o d e rn id a d en
A m érica L a tin a : lite r a tu r a y p o lítica en el siglo X IX (M éxico: Fondo de C ultura E conóm i­
ca, 1989), pp. 8 2-111.

169
tonomización reducía la literatura a una posición contemplativa, a
una forma débil de intervención social. Su reflexión inscribe la
emergencia de la poesía moderna en el drama de la virilidad,
“feminizando” la marginalidad de la literatura con respecto a los
discursos fuertes, efectivos, de la racionalidad estatal.
De ahí se desprende, por un lado, la “nostalgia de la hazaña”
(p. 209); y, por otro, el énfasis mismo con que Martí -a lo largo
del Prólogo y de buena paite de su poesía- refuncionaliza el lenguaje
de la guerra trasladándolo, mediante la operación metafórica, a las
“batallas” del poeta solitario, nuevo tipo de guerrero, “de los li­
diadores buenos, que lidian con la lira” (p. 205). Como si de algún
modo la metáfora del poeta/guerrero pudiera asegurar el vigor, la
voluntad viril del sujeto, compensando la debilidad, la secundarie-
dad, la “feminización” de la lengua que el propio Martí identificaba
como uno de los riesgos distintivos de la poesía moderna. Por
supuesto, ni la “feminidad” ni la “debilidad” son atributos esenciales
de la poesía. Se trata, insistimos, de una respuesta a la autonomi-
zación: una representación que identificaba al nuevo sujeto lírico
con las formas maleables, débiles, del pensamiento; una reacción
estimulada por la sospecha de que la interiorización no sólo reducía
la capacidad de intervención pública de la literatura, sino que también,
en las instancias más radicales, nocturnas, de su repliegue, la pulsión
estética problematizaba su relación con los contenidos ético-polí­
ticos, con la economía de la verdad, con el tejido mismo de la
comunicabilidad social7.
¿No explica esto la reticencia de Martí al publicar sus dos libros
de versos -Ismaelillo y Versos sencillos- así como su decisión de
dejar inédita su obra más extensa, los Versos libres8? “Antes que
hacer colección de mis versos me gustaría hacer colección de mis
acciones”9. Sin embargo, nunca dejó de escribir poesía. A contrapelo
de la sospecha, su poesía prolifera impulsada precisamente por las
tensiones generadas por la autonomización; es decir, por las pugnas
internas de una escritura intensificada y puesta en movimiento por
la doble pulsión de ese sujeto intersticial, ubicado entre las dos
patrias -Cuba y la noche- del memorable texto de Versos libres10.
7. C f. M ichel F oucault, “ The F a th e r's N o” , sobre la poesía de H ölderlin, en L a n g u a g e ,
C o u n te rm e in o ry , P ra c tic e , D. F. B ouchard, trad. (Ithaca: com etí University Press, 1977), pp.
68- 86.
8. Sobre la am bivalencia de M artí ante la práctica poética en el Ism aelillo. ver Enrico Mario
Santí, “ Ism aelillo, M artí y el m odernism o” , R evista Ib e ro a m e ric a n a . 137, 1986, pp. 811-840.
9. Martí, C u a d e rn o s de apuntes. O b ra s com pletas (La Habana: Editorial Nacional de Cuba,
1963-75), t. 21, p. 159.
10. “Dos patrias” solía incluirse en F lores del d estie rro (La Habana: Im prenta M olina, 1933),
volum en póstum o com pilado por G onzalo de Q uesada y M iranda. L a reciente edición crítica de la
P o esía co m p leta (La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1985), a cargo de Emilio de Armas, Fina
G arcía M arruz y Cintio Vitier, identifica "Dos patrias” com o parte de V ersos libres.

170
III

Conviene leer este poema de Martí con algún detenimiento:

D os patrias

D os patrias tengo yo: Cuba y la noche.


¿O son una las dos? N o bien retira
su majestad el sol, con largos velos
y un clavel en la mano, silenciosa
Cuba cual viuda triste m e aparece.

¡Yo sé cuál es ese clavel sangriento


que en la m ano le tiembla! Está vacío
m i pecho, destrozado está y vacío
en donde estaba el corazón. Ya es hora
de empezar a morir. La noche es buena
para decir adiós. La luz estorba,
y la palabra humana. El universo
habla mejor que el hombre.
Cual bandera
que invita a batallar, la llama roja
de la vela flamea. Las ventanas
abro, ya estrecho en m í. Muda, rompiendo
las hojas del clavel, com o una nube
que enturbia el cielo, Cuba, viuda, pasa...

El primer verso ubica al sujeto -inicialmente enfático, marcado


por el signo de la posesión- entre dos patrias. ¿Cómo se puede tener
dos patrias? Parecería que el concepto de la patria remite ahí al
país natal, al lugar de origen, tan añorado por Martí en el transcurso
de su largo exilio. Pero si sólo así fuera, no se explicarían ni la
dualidad a la cual remite el título del poema -“Dos patrias”- ni la
referencia a la noche en el primer verso. Es decir: el origen, por
definición, es la fuente única de la identificación del sujeto. De ahí
la paradoja constitutiva del poema en su postulación de la dualidad
irreductible del fundamento. La paradoja se intensifica en la fisura
introducida por el desliz entre Cuba -la patria civil, el nombre propio
de la nación en ciernes- y la noche.
¿Cómo puede ser la noche una patria, la patria una noche? La
noche sólo puede ser patria, por cierto, en un sentido metafórico,
lo que nos lleva de entrada a pensar que el desliz entre Cuba y
la noche desencadena el problemático pasaje entre el nombre propio
y unívoco de la patria política y la designación metafórica. La

171
metáfora de la patria nocturna atraviesa el contexto más amplio de
los Versos libres con cierta frecuencia: “A la creación la oscuridad
conviene/ [...] la oscuridad fecunda de la noche” (“La noche es
la propicia”).

-Y las oscuras
Tardes m e atraen, cual si m i patria fuera
La dilatada sombra. ¡Oh verso amigo:
M uero de soledad, de amor m e muero!
(“Á guila blanca”)

Opuesta a la luminosidad del sol -su majestad, el rey, del segundo


verso- la “oscuridad fecunda de la noche” se relaciona con la práctica
específica de la poesía, la segunda patria del sujeto. El sujeto se
ubica así en los límites que separan dos modos radicalmente distintos
de nombrar. Se sitúa entre dos patrias, dos lógicas del sentido, dos
esferas de legitimidad. Entre dos leyes: por un lado, la demanda
de la nominación ético-política, la patria civil, Cuba; y por otro,
la práctica rebelde, oscura, la patria metafórica de la noche, la
intensidad nocturna de la pulsión estética. Allí se sitúa precisamente
para proponer el paso, el nexo entre ambas leyes, el intento de
superar la escisión, la fragmentación acarreada por la autonomi-
zación, y llevar la poesía de vuelta al centro de la batalla para
producir allí el don de la poesía a la guerra.
¿“O son una las dos”?: la síntesis, no está de más enfatizarlo,
aparece interrogada. Es cierto, sin embargo, que el poema propone
la síntesis como superación de la paradoja. Esa postulación de
síntesis, de lazos, de conexiones, bien puede ser el principio que
sobredetermina el discurrir del poema cuya configuración despliega,
desde el tercer y cuarto versos, la conjunción metafórica de las dos
leyes mediante la condensación de esa Cuba viuda, oscura, que
se presenta al poeta justamente cuando se retira la luminosidad del
sol, la otra ley. El procedimiento metafórico redistribuye doblemente
el campo de las oposiciones: separa a Cuba -la patria política- de
la luminosidad del sol para trasladarla y reubicarla enseguida en
el reino oscuro de la noche, dominio de la pulsión estética. Como
si el sujeto postulara, mediante la rearticulación metafórica, un modo
alternativo de hacer política ligado a la pulsión nocturna de la
legitimidad estética, opuesta, a la luminosidad solar. Así, en otro
poema de Versos libres, “Águila blanca”, leemos:

Oh noche, sol del triste, am able seno


Donde su fuerza el corazón revive,
Perdura, apaga el sol, [...]

172
Líbrame, eterna noche del verdugo,
O dale, a que m e dé, con la primera
Alba, una lim pia y redentora espada.
Que con qué la has de hacer? Con luz de estrellas!

La luminosidad nocturna garantiza el retorno, el nuevo paso, del


poeta a la acción de la batalla y a la política misma. Se trata, por
cierto, de una luminosidad designada por la feminidad, por el seno
de la noche, que en “Dos patrias” aparece erotizada, en esa curiosa
reinscripción de la mujer fatal que rompe, bajo la ventana del sujeto
solitario que la observa, las hojas del clavel. La erotización es clave:
traslada el corazón, con el paso de la metáfora del clavel, del pecho
del sujeto a las manos de la patria: “¡Yo sé cuál es ese clavel
sangriento / que en la mano le tiembla! Está vacío mi pecho,
destrozado está y vacío / en donde estaba el corazón!”.
Más que una simple metáfora, ese clavel sangriento es un
comentario sobre el procedimiento metafórico en tanto mecanismo
de articulación, de intercambio amoroso entre el sujeto poético y
la demanda patriótica11. La metáfora traslada, transporta la sangre
del corazón al emblema de la flor patriótica. La metáfora garantiza
el paso, no sólo entre las dos esferas de legitimidad inicialmente
separadas en el primer verso, sino también entre el cueipo del sujeto
y la patria. La metáfora es fundamentalmente la figura de un
intercambio, portadora del don, del regalo, sobre el que se funda
la interpelación patriótica y amorosa. Don que ahí se encuentra
inexorablemente ligado a la muerte, al vacío del pecho destrozado
que, sin embargo, registra el encuentro sublime con el Todo en que
“El universo / habla mejor que el hombre”.
Los versos finales, en cambio, retoman la escena de la escritura.
La llama roja de la vela -otra instancia de luminosidad nocturna,
que condensa el color de la sangre y de la bandera que flamea­
se postula como la condición que hace posible la escritura, la escritura
como form a de la batalla. No obstante, esos versos vuelven a situar
al sujeto en el espacio interiorizado y solitario desde donde ve a
Cuba pasar. Casi de más está decir que ese interior remite nueva­
mente al espacio demarcado por la autonomización estética que en
Martí se relaciona con la soledad del poeta moderno: “Y yo, pobre
de mí!, preso en mi jaula, / la gran batalla de los hombres miro”,
leemos en “Media noche” de Versos libres; “Mis ventanas / abro,
ya estrecho en mí”, añade “Dos patrias”. Pero afuera la Cuba que

11. Sobre las cargas pulsionales desaladas por el patriotism o, ver Doris Somm er, F o u n d atlo n al
F ictions: T h e N ational R om ances o f L alin A m erican (Berkeley: University of California Press,
1991) y Pierre L egendre, El a m o r del censor. E nsayo so b re el o rd en dogm ático, N. Giacom ino,
trad. (Barcelona: A nagram a, 1979).

173
pasa es una raya oscura que cruza y enturbia la transparencia del
cielo, un objeto en movimiento, elusivo, inaprehensible. Lejos de
cualquier tipo de síntesis, el movimiento de la raya oscura disuelve
el don, la epifanía del encuentro. No hay que subestimar, sin embargo,
el peso, la exasperación del intento que en buena medida decide
el devenir, el deseo de la poesía martiana, y acaso el destino mismo
que Martí confrontó heroicamente en Dos Ríos, entre dos ríos, en
el momento de la muerte por la patria.

IV

Cierto es, por otro lado, que el sujeto lírico que observa la pérdida
del objeto, la fugacidad de Cuba al pasar, no contiene la hetero­
geneidad de posiciones que autorizan el complejo discurso martiano.
La soledad del sujeto interiorizado de Versos libres, su exilio de
la patria civil, se encuentra evidentemente contrarrestada por la
reinserción política de Martí hacia fines de la década de 1880, así
como por la centralidad de sus intervenciones en la fundación del
Partido Revolucionario Cubano en 1892 y, finalmente, por su discurso
de la “guerra necesaria” que parecería superar definitivamente el
aislamiento y la inacción de aquel sujeto escindido por la paradoja
de las dos patrias. Discurso de la guerra que, si bien parece superar
la oposición matriz entre la prioridad de los actos y la secundariedad
de la palabra y las representaciones, sólo lo logra en el silencio
más radical, en el reposo definitivo que le concede al poeta-soldado
la muerte en el campo de batalla. Mientras vivió, sin embargo, sus
prácticas discursivas se ubicaron -más que en uno u otro campo
de la oposición, más que en el lugar estable de una síntesis capaz
de superar las diferencias- en el recorrido de los bordes, de los
umbrales que separan y que con el mismo movimiento inscriben
zonas de contacto, puntos de intersección y pasaje.
Conviene recordar las condiciones del pasaje del poeta en su
retorno al país natal, el lúcido testimonio de la formación del sujeto
soldado en los Diarios de cam paña que escribiera Martí camino
de vuelta a Cuba y que se cierran sólo unas horas antes de la batalla
final. Acaso como ningún otro texto martiano sobre la guerra, por
el reverso mismo de la trama de la formación del soldado que allí
se cuenta, los Diarios inscriben una aguda crítica de la violencia;
crítica articulada desde la postulación de la necesidad de la me­
diación, de la imagen, en tanto forma capaz de contener y otorgar
sentido a la energía ineluctablemente agresiva de las fuerzas re­
volucionarias:

El espíritu que sembré, es el que ha cundido, y el de la isla, y con él,


y guía conform e a él, triunfaríamos brevemente, y con mejor victoria,

174
y para paz mejor. Preveo que, por cierto tiem po al m enos, se divorciará
a la fuerza a la revolución de este espíritu -se le privará del encanto y
gusto, y poder de vencer de este consorcio natural, se le robará el beneficio
de esta conjunción entre la actividad de estas fuerzas revolucionarias y
el espíritu que las anima12.

Para Martí, la revolución misma se encontraba dividida por una


doble' pulsión: por un lado, por el despliegue de una actividad
incontenible y violenta; y, por otro, por el “encanto y gusto” del
espíritu que debía orientar la acción. ¿No se trata, nuevamente, de
la intervención del “encanto” y del “gusto” estético en plena guerra?
Martí enfatiza varias veces la oposición en los Diarios de cam paña;
insistencia que sólo parcialmente se explica por sus marcados
desacuerdos con el general Antonio Maceo, quien en un momento
-según anota Martí- lo acusa de “defensor ciudadanesco de las trabas
hostiles al movimiento militar” (p. 89). Más importante aún, la
oposición escinde al sujeto revolucionario y desencadena la disputa
entre las posiciones diferenciadas que intervienen en el movimiento
emancipador, problematizando el sentido mismo de la violencia
bélica13. Esto porque la guerra, para Martí, es el exterior temido
y a la vez deseado del discurso, es la energía violenta que quiebra
el orden de las formas. Por ello el movimiento revolucionario requería
la intervención de otro sujeto -acaso “débil” y maleable- pero capaz
de conjugar y mediar la tendencia constitutiva de la guerra a la
dispersión y a la destrucción; un sujeto capaz de garantizar el sentido
de su justicia. En las vicisitudes de ese sujeto se inscribe el don
de la poesía a la guerra.

175
9
MIGRATORIAS*

p ara C eschi y D avid: “p eq u eñ o s viajeros


en larg a tra v e sía ” (ag o sto 93)

¿Qué significa escribir en un país distinto, un lugar diferente del


que el sujeto postula como propio? ¿En qué registro se constituye,
a la distancia de la lengua materna, el sujeto que parte? ¿Cuáles
son las líneas del territorio de la comunidad en que se inscribe?
¿Qué deja afuera?
De modo un tanto paradójico, una cita de Theodor Adorno ha
estimulado esta reflexión sobre las trampas de la melancolía: “En
el exilio la única casa es la escritura”1. Las implicaciones de la
metáfora son bastante obvias, Ante el flujo, el desplazamiento -perso­
nal, cultural y jurídico- que consigna el viaje y el cruce del límite
territorial, para Adorno la escritura es un modo eficaz de establecer
un dominio, un lugar propio al otro lado de una frontera. La casa
construida por la escritura pareciera así fundar un lugar compen­
satorio, armado precisamente a contrapelo de presiones externas,
incluida la del “peligro” del mayor o menor contacto con una lengua
ajena2. La casa de la escritura es un signo transplantado que constituye
al sujeto en un espacio descentrado entre dos mundos, en un complejo
juego de presencias y ausencias, en el ir y venir de sus misivas,
de sus recuerdos, de sus ficciones del origen.

177
Se trata, entre otras cosas, de un problema de residencia y
ciudadanía. Sin escatimar las diferencias irreductibles entre las fuerzas
históricas que desencadenan las distintas experiencias migratorias,
en esta breve reflexión sobre la escritura latina en los Estados Unidos,
suspendemos de entrada el aura concedida con la palabra “exilio”.
El aura del exilado familiariza la distancia, al configurarla como
una breve pausa o interrupción en el devenir de una identidad
continua, e inscribe al sujeto en la ficción del retorno al país natal.
Incluso el que regresa siempre encuentra un país distinto. Sin embargo,
también es cierto que la problemática de la residencia -esa zona
de cruce entre la categoría jurídica y la subjetividad- es más obvia
en el caso de la persona inscrita en redes de identificación que no
necesariamente responden al proyecto del retorno al país natal. En
todo caso, es evidente que al plantearnos estas preguntas nos situamos
ante uno de los fenómenos históricos decisivos de nuestro fin de
siglo: los flujos migratorios, los procesos de desterritorialización y
redistribución de límites en el despliegue de la globalización con­
temporánea. Me parece que estos procesos obligan a repensar las
categorías modernas mediante las cuales Occidente, desde hace ya
varios siglos, ha concebido la problemática de la identidad y la
ciudadanía.
En el exilio la única casa es la escritura. ¿Qué casa puede fundar
la escritura, incluso cuando enfáticamente se lo proponga? ¿De qué
modo puede la escritura garantizar la residencia, el domicilio, del
sujeto? Dos poemas sobre la ausencia y la separación preparan el
acercamiento a estas preguntas: primero, un texto de José Martí,
uno de los primeros intelectuales de la comunidad latina de Nueva
York; y segundo, un poema de Tato Laviera, escritor nuyorrican
contemporáneo. Aunque esta reflexión no intenta trazar la línea de
un proceso histórico, sí es necesario sugerir, aunque sea de paso,
que en sus posiciones tan distintas frente a la problemática del origen
y la identidad, Martí y Laviera marcan dos de los límites posibles
de una genealogía del discurso fundacional latinoamericanista y sus
dispositivos de enseñanza3.
El primer poema, “Domingo triste”, fue escrito hacia mediados
de 1880 cuando Martí residía en la ciudad de Nueva York, donde
vivió, por cierto, más de quince años -acaso el período clave de
su vida política y de su formación intelectual-. “Domingo triste”

178
forma parte de Versos libres4, libro póstumo de Martí que inscribe,
con una intensidad verbal insólita en su época, la compleja expe­
riencia del desplazamiento del poeta en la modernidad. De ahí que
la temática del exilio en Martí pueda leerse, más allá de la situación
biográfica, como una temprana reflexión sobre la situación cam­
biante, desplazada, del escritor en la ciudad capitalista, en una
sociedad orientada por nuevos principios de organización que pro-
blematizaban la relación entre la literatura y las instituciones pre­
dominantes de la esfera pública. Sin perder de vista ese contexto
mayor en que se produce “Domingo triste”, aquí quisiera más bien
preguntarme sobre las redes de identificación en que se inserta el
sujeto en el poema:

D om ingo triste

Las campanas, el Sol, el cielo claro


Me llenan de tristeza, y en los ojos
L levo un dolor que todo el m undo mira,
Un rebelde dolor que el verso rompe
Y es ¡oh mar! la gaviota pasajera
Que rumbo a Cuba va sobre tus olas!

Vino a verme un am igo, y a m í m ism o


M e preguntó por mí; ya en m í no queda
Más que un reflejo m ío, com o guarda
La sal del mar la concha de la orilla,
Cáscara soy de m í, que en tierra ajena
Gira, a la voluntad del viento huraño,
Vana, sin frutó, desgarrada, rota.
Miro a los hombres com o montes; miro
Com o paisajes de otro mundo, el bravo
Codear, el mugir, el teatro ardiente
D e la vida en m i tomo: Ni un gusano
Es ya más infeliz: suyo es el aire
Y el lodo en que muere es suyo.
Siento la coz de los caballos, siento
Las ruedas de los carros; m is pedazos
Palpo: ya no soy vivo: ni lo era
Cuando el barco fatal levó las anclas
Que m e arrancaron de la tierra mía!

179
La primera estrofa sitúa al sujeto ante los límites que recortan
un espacio escindido por una separación: la distancia, trazada por
el mar, entre el sujeto melancólico y el lugar ausente del origen.
Significativamente, aunque la separación del lugar de origen -la
Cuba, del sexto verso-, sitúa al yo en una orilla, no disuelve al
sujeto, sino que paradójicamente lo constituye como el portador
de una ausencia, el que “lleva” un dolor. Ese dolor es la marca
intensa de una pérdida que lo “llena de tristeza”.
Los primeros versos de la segunda estrofa reinscriben el gesto
paradójico del poitador, aunque ahora el sujeto lleva, más que un
afecto, el fragmento desprendido de un cueipo íntegro originario:
“Vino a verme un amigo, y a mí mismo / me preguntó por mí;
ya en mí no queda / más que un reflejo mío, como guarda / la
sal del mar la concha de la orilla. / Cáscara soy de mí, que en
tierra ajena / Gira, a la voluntad del viento huraño, / Vana, sin fruta,
desganada, rota”. La identidad del sujeto se representa ahí como
un residuo, como un resto del mar, desplazado y contenido en el
recipiente de la concha. Aunque Martí elude el lugar común, la
concha en la orilla a su vez remite a un eco, simulacro de la presencia
del mar o del objeto repetido. “Sin fruta”, el sujeto se autorrepresenta
como una instancia de discontinuidad tan devaluada como la
secundariedad del “reflejo” que es el yo en el noveno verso, como
el engañoso simulacro del eco, o como un desecho del mar con­
tenido por la concha.
Resto, simulacro, discontinuidad. Sobre la experiencia del flujo
migratorio, la escritura martiana impone una economía del sentido,
jerarquizando los lugares -el aquí y el allá- en una especie de
topografía simbólica que hace posible la identificación del sujeto.
En esa topografía el itinerario del viaje traza el proceso de una
pérdida, de una desintegración. El que se va pierde y corre el riesgo,
en el contacto con la tierra ajena, de convertirse en eco, en resto,
en simulacro o secundariedad. El emigrante es un portador de huellas.
Y por el reverso de la desposesión en que tanto insiste el poema,
al otro lado del mar se erige la plenitud, la prioridad, la estabilidad
de la “tierra mía”; es decir, la esencia extraviada por el sujeto
emigrante. Ligada ineluctablemente a una imaginería telúrica y
territorializadora, esa esencia aparece como el centro mismo de la
identidad, y constituye la zona-capital, digamos, tanto de los valores
que regulan las posiciones y la circulación del sentido en el texto,
como del mapa simbólico que ahí fija su centro y su periferia, el
interior, las fronteras y el otro lado del territorio nacional. El discurso
sobre el viaje como pérdida y desarraigo insistentemente proyecta
así la articulación de una retórica nacionalista que, sin embargo,
no cesa de registrar el espesor de su aporía.

180
Porque a pesar del centro que ahí nostálgicamente se postula,
el poema está escrito aquí -¿o será allá?-. El aquí de la plenitud
es el allá del sujeto que escribe. El sujeto escribe sólo en esa orilla
delineada por la separación y la fractura. Entonces, ¿qué casa puede
fundar, para el exilado, la poesía?
El acto de escribir aparece tematizado a partir del cuarto verso
del poema: “Un rebelde dolor que el verso rompe / Y es ¡oh mar!
la gaviota pasajera / Que nimbo a Cuba va sobre tus olas!”. La
complejidad de la sintaxis despliega ahí una irreductible ambigüe­
dad: ¿cuál es el sujeto de “romper” en la frase? De más está enfatizar,
a estas alturas, la importancia del acto de romper que abre una serie
de asociaciones claves a todo lo largo del poema. Puede ser que
el dolor rompa el verso. Pero también puede ser que el verso rompa
el dolor, particularmente a la luz de los versos que siguen, donde,
también de modo oblicuo y ambiguo, “el verso rompe y es [...]
la gaviota pasajera / que rumbo a Cuba va sobre tus olas”. La
metáfora que asocia la poesía con la gaviota sugiere que la escritura
tiende un lazo, un encuentro con la tierra ausente. Pareciera, asi­
mismo, que gaviota pasajera sustituye (y borra), en el mismo eje
de selección, a paloma mensajera, lo que nos llevaría nuevamente
al acto de la escritura como misiva o mediación efectiva.
Sin embargo, enseguida en el poema hay un espacio en blanco
que no se explica simplemente por las exigencias métricas de las
estrofas. Ese espacio en blanco marca literalmente una discontinui­
dad. Sí lo leemos así, como un elemento significativo del poema,
cobran otro sentido los versos posteriores que elaboran la imaginería
de la fragmentación y del ser como residuo. La imagen de la concha
de la orilla, a su vez, empalma con el verso de la gaviota pasajera.
La asociación se explica en la homología siguiente: el mensaje es
a la gaviota lo que el eco es a la concha. Pero la gaviota es pasajera
y en la lógica del poema, como hemos visto, el pasaje registra un
movimiento desestabilizador, como el “viento huraño”, también
contiguo a la gaviota, que hace girar al sujeto roto. Al anular la
voluntad del que gira, ese movimiento sin duda se opone al fun­
damento de la raíz. Entonces la cualidad pasajera de la gaviota,
criatura del viento, elucida la ambigüedad del verso que rompe.
“Ya en mí no queda más que un reflejo mío”. El verso, como la
casa de Adorno en el exilio, bien puede repetir algo de la plenitud
originaria: inscribe una imagen, un eco de la experiencia. No es
sólo el emigrante el portador de ausencias. La separación que rompe
es constitutiva del acto mismo de la escritura, criatura del viento,
de los ecos, de la secundariedad de los reflejos.

181
El segundo poema que voy a comentar se titula “Migración” y
forma parte del libro M ainstream Ethics (ética corriente) (1988)
del poeta nuyorrican Tato Laviera5. De entrada, el título del poema
sugiere un corte, una mínima elisión, que anticipa uno de sus
procedimientos claves. “Migración”: en referencia a los desplaza­
mientos demográficos, la lengua española generalmente privilegia
el prefijo -emigración o ¿«migración- que le otorga un sentido de
dirección al flujo. El prefijo registra las coordenadas de un mapa
que representa el proceso migratorio en función de un ir a o venir
de, del inicio o final del viaje. Para los territorios entre los que se
mueve el viajero, la designación de la dirección del movimiento
en el prefijo despliega una oposición entre el interior y el exterior
de la nación que resulta fundamental para la demarcación del territorio
y, por lo mismo, para la producción de su sentido de integridad.
Jurídica e ideológicamente esa oposición tiene consecuencias in­
eluctables: para el territorio que “recibe”, el sujeto que entra en
su interior es un elemento extraño, una especie de prolongación
física del territorio contiguo, lo que da pie a toda una tropología
del “hospicio” o, en el peor de los casos, de la invasión y el contagio.
Para el territorio que despide, la distancia del emigrante registra,
en el mismo devenir del viaje, la integridad del territorio nacional
que se cierra con su partida. Pero el prefijo es también importante
en un sentido más personal. Por ejemplo, para el que se desplaza
no es lo mismo designarse como e-migrante que como /«-migrante.
La distinción entre la “entrada” o la “salida” fundamenta una breve
y a veces dramática trama de la identidad, que bien puede enfatizar
la identificación con el país de origen o la incoiporación a la sociedad
a la que estaba destinado el viaje. Adentro / afuera, origen / destino:
drama de la identidad, pero también narrativa de espacio, máquina
territorializadora que inserta nuevamente al movimiento en la red
simbólica nacional.
La elisión del prefijo en el título y a lo largo del poema de Tato
Laviera registra el gesto de una escritura que problematiza tanto
la noción del límite que demarca la integridad de las territorialidades,
como la ideologización de las nociones de “origen” y “destino”
que fijan el movimiento. Pero a su vez, como en buena paite de
sus otros textos, la elisión del prefijo en el título trabaja otra frontera,
la de la lengua materna, que entra ahí en contacto con otra lengua,
el inglés, y genera una intensa zona de cruce que nos lleva a
preguntamos, nuevamente, sobre la “ciudadanía” en que se inscribe

182
esta escritura. No puedo aquí detenerme en el rol que la ficción
de la pureza lingüística ha jugado en la elaboración de los discursos
de la identidad nacional en Puerto Rico6. Baste señalar que en esos
discursos nacionalistas el contacto lingüístico cristaliza una pérdida,
la marca verbal de una crisis de la identidad nacional. La crisis
es una metáfora de historia médica que presupone la prioridad de
un cuerpo sano cuya integridad es afectada por el contacto con
un cuerpo invasor. Laviera responde: “los únicos que tienen /
problemas con el vernáculo / lingüístico diario de nuestra gente /
cuando habla de / las experiencias de su cultura popular / son los
que estudian solamente a través de los libros / porque no tienen
tiempo para / hablar a nadie, ya que se pasan / analizando y
categorizando / la lengua exclusivamente / sin practicar el lengua­
je”7. En efecto, si con Laviera y Labov entendemos la lengua (la
identidad misma) como una práctica, y no como un sistema inmu­
table de normas, relativizaríamos el poder de la metáfora de la crisis.
Esa es, por cierto, la mainstream ethics de Laviera; su ética corriente,
como añade irónicamente el subtítulo. Es el proyecto de la con­
figuración de valores -de una comunidad, de una tradición- armados
con la misma experiencia que el flujo migratorio despliega en su
movimiento. ¿Cómo se construye una subjetividad alternativa?
“Migración” es, precisamente, una breve exploración de cómo
se arma una ética, un modo alternativo, poitátil, de juzgar. El sujeto
migrante es nombrado en el poema: Calavera, parte del esqueleto,
pero también “sujeto sin juicio”. Calavera se sitúa, como el sujeto
en'Martí, en una orilla: el East River de Nueva York, en el extremo
del Lower East Side. En esa orilla, también como en Martí, el sujeto
se desata en un proceso de rememoración y cita:

183
“en m i viejo san juan’\ calavera cantaba
sus dedos clavados en invierno, fría noche,
dos de la mañana, sentado en los stoops
de un ed ificio abandonado, suplicándole
sonidos a su guitarra,
pero:
sus cuerdas no sonaban,
el frío hacía daño,
noel estrada, compositor,
había muerto, un trovador
callejero le lloraba:

“cuántos sueños forjé”, calavera voz arrastrándose,


notas m usicales, hondas huellas digitales.

Recordamos sin titubear la canción popular. Se trata de “En mi


Viejo San Juan”, un bolero de los años cuarenta, compuesto por
Noel Estrada en Nueva York. En el último medio siglo esa canción
se ha convertido, como ningún otro texto, en una especie de himno
de la emigración puertorriqueña en Nueva York. Y digo emigración
porque la canción de Estrada es sobre todo un himno de la nostalgia,
un recordatorio del pasado de un sujeto cuya identidad es definida
por la esperanza de un regreso que nunca llega: “Pero el tiempo
pasó / mi cabello blanqueó / ya la muerte me llama / y no pude
volver al San Juan que yo amé / Puerto Rico del alma / Adiós,
adiós, adiós, Borinquen querida, tierra de mi amor”.
Escrito como un pequeño homenaje tras la muerte del compositor,
el poema de Laviera cita la canción de Estrada casi completa. En
efecto, el principio y el final de la canción son idénticos a los del'
poema, en el que Calavera -un sujeto extraviado y sin juicio- intenta
sacar las notas de Estrada en la guitarra. Un sujeto que busca ocupar
un lugar en un camino: el poema en efecto no sólo representa el
acto de la rememoración, sino que también escenifica la compleja
relación entre el sujeto -Calavera-, y el clásico -el camino- de una
comunidad. De entrada, notemos ya que en el poema la relación
entre el sujeto desplazado y el origen se presenta como la interacción
entre la memoria y un texto. Aquí no se privilegia la tropología
fundacional de la tierra; aunque acaso luego veremos que sí, pero
siempre de un modo mediatizado por la cita de la canción de Estrada:
como si el origen fuera desde siempre, para el sujeto, un discurso
saturado, una forma maleable y en permanente circulación con la
cual establece -incluso mediante el pastiche- una intensa identifi­
cación.

184
También en Laviera el sujeto -calavera-, en el devenir de su
constitución, emerge como un portador de huellas. Pero para ese
sujeto las huellas no delinean la silueta, la traza de una plenitud
ausente. La traza es más bien la.marca de las notas musicales de
la canción citada, asociadas metafóricamente con esas “hondas huellas
digitales, guindando sobre cuerdas”. Las huellas digitales imprimen
las marcas del cueipo del cantor callejero sobre las cuerdas que
desencadenan el trino del clásico. El clásico -de más está decir que
hablo de un clásico popular- es incorporado por el cantor callejero,
quien a su vez deja una impresión -las líneas identificatorias de
los dedos- sobre las notas citadas. De ahí que las notas musicales
sean doblemente “huellas digitales”: las huellas son la silueta de
un archi-texto que se realiza sólo en el movimiento de los dedos
del intérprete. En esa interacción radica el núcleo generador del
poema, la relación entre el sujeto “sin juicio” y el camino que
significa Estrada. ¿Aceptará el sujeto ese camino, ese modo de
juzgar? O, más bien: ¿cómo se inserta el sujeto en ese camino, en
el itinerario de la rememoración del origen que propone la canción?

calavera cantaba:
“adiós”, andando hacia el east river,
“adiós”, a batallar inconsecuencias,
“adiós”, a crear ritmos
“borinquen”, a ganarle a la fría noche,
“querida”, a esperar la madrugada,
“tierra”, a apagar la luna,
“de m i amor”, esperando el sol,
“adiós”, caliente calor,
“adiós”, calavera lloraba,
“adiós”, sus lágrimas,
“m i diosa”, calientes,
“del mar”, bajando hasta el suelo,
“m i reina”, quemando la acera, la carretera,
“del palmar”, lágrimas en transcurso,
-“m e voy”, aclimaban las cuerdas,
“ya m e voy”, y pasaron por sus manos,
“pero un día”, y todo se calentó,
“volveré”, sin el sol,
“a buscar”, y finalmente
“m i querer”, las cuerdas sonaron,
“a soñar otra vez”, el frío no hacía daño,
“en m i viejo”, el sol salió, besó a calavera,
“San Juan”, al nombre de noel estrada.

185
En el trabajo de la cita de la canción, el poema de Laviera genera
una serie de intensos desplazamientos. La escritura se inserta entre
los versos de la canción y desarticula, con la violencia del enca­
balgamiento, la sintaxis y el sentido mismo de ambos discursos
interpolados. El contrapunteo no escatima la ironía producida por
el choque entre dos espacios irreconciliables: por un lado, el paisaje
del lugar de origen, tal como lo construye el sujeto melancólico
en la canción de Estrada, con sus diosas y palmares; por otro, el
espacio urbano de la otra orilla, el East River, con sus aceras y
carreteras. Como en el poema de Martí, el sujeto se sitúa entre dos
orillas, pero el lugar de origen -“mi viejo San Juan”- es una cita,
un lugar en una canción. La cita diluye la referencialidad del nombre
-“San Juan” es un objeto mediado por la letra de la canción- y
disuelve el reclamo de prioridad ontològica del fundamento. Por
supuesto, el gesto de citai-, de pronunciar el nombre del lugar de
origen -“San Juan”- no cesa de ser constitutivo para ese sujeto que
al citar, al reinscribir las notas del bolero con sus huellas digitales,
experimenta una especie de epifanía de la participación. Al marcar
las cuerdas, el sujeto ocupa un lugar en la historia de la canción
repetida en “coros en barberías”, por “voces dulces alejadas de
borinquen”. El coro es el “pedacito de patria”. Ese es, por cierto,
uno de los pocos momentos en que el poema espacializa la noción
de la comunidad: la patria es cantada en barberías, en nightclubs,
dice Laviera. Porque se trata, precisamente, de un modo de concebir
la identidad que escabulle las redes topográficas y las categorías
duras de la territorialidad y su metaforización telúrica. En Laviera
la raíz es si acaso el fundamento citado, reinscrito por el silbido
de una canción. Raíces portátiles, dispuestas al uso de una ética
corriente, basada en las prácticas de la identidad, en la identidad
como práctica del juicio en el viaje.
Agradecimientos

Casi todos los ensayos incluidos en este volumen fueron escritos en


Berkeley, California entre 1990y 1995. Sus propuestas fueron inicialmen­
te elaboradas en mis cursos en la Universidad de California en Berkeley,
motivados por la amable intensidad de las discusiones con mis alumnos
en las aulas del Departamento de Español y Portugués. Agradezco el
generoso estímulo y la amistad de mis colegas de Berkeley, particular­
mente Francine Masiello, interlocutora intensa y solidaria, y Antonio
Cornejo Polar, quien le abrió un espacio en su Revista de Crítica Literaria
Latinoamericana a varios de estos trabajos. Luz Mena y David Lloyd me
acompañaron en los momentos más difíciles, en la calle Bancroft,
cuando a veces la escritura parecía un oficio sordo y lejano. Ojalá y
algunas de estas páginas también vibren con la resonancia de mis
conversaciones con Yolanda Martínez San Miguel, Alfred Arteaga, John
D. Blanco, John Beverley, Arnaldo Cruz Malavé, María Elena Rodríguez
Castro, Oscar Montero, Antonio Vera-León, Agnes Lugo Ortíz, Silvia
Alvarez Curbelo, Rubén Ríos Avila, Víctor Fowler y Joao Camilio Penna.
Agradezco profundamente el generoso interés de mis amigos de
Excultura Editores de Caracas y de la Universidad Andina Simón Bolívar
de Quito - particularmente Eleonora Cróquer Pedrón y Fernando Balseca
- quienes me propusieron la publicación del libro y se encargaron del
cuidado de la edición con un esmero y una paciencia que sin duda rebasó
las exigencias editoriales. A Rafael Castillo Zapata le agradezco el lúcido
y solidario prólogo que acompaña la edición.
Dejo también constancia de mi agradecimiento por el apoyo de la
Andrew W. Mellon Foundation, la Ford Foundation, y el Committe on
Research de la Universidad de California en Berkeley, cuyas becas me
facilitaron la preparación de varios de los ensayos aquí incluidos.

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