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Consultora Independiente
15 de Noviembre de 2008
Hacer efectivo el derecho de las niñas, los niños y los jóvenes a la educación fue, durante
casi todo el siglo XX en los países iberoamericanos, en especial en los de América Latina,
una tarea de ampliación de la cobertura escolar. Construir escuelas y asegurar la asistencia
cotidiana de una mayoría creciente a ellas daba cuenta del cumplimiento de ese derecho.
Poco a poco la estrategia de expansión se fue quedando corta. Ya en los años noventa,
marcados por afanes de “modernización del Estado”, comenzaba a ser claro que no bastaba
con ir a la escuela y lograr una alfabetización básica para que las personas pudieran
desempeñarse con razonables márgenes de autonomía y suficiencia en la mejora de su
calidad de vida personal, familiar o social, dentro de la cada vez más compleja realidad
producida en nuestros países por los cambios globales.
Las reformas educativas latinoamericanas de las últimas dos décadas fueron prolíficas en
acciones y transformaciones. Docentes y escuelas fueron focalizados con mayor intensidad
en esos esfuerzos.
Por doquier hubo un reconocimiento explícito del papel clave de los profesores en el logro
de resultados educativos; a su calor, se desarrollaron políticas que impulsaron –como nunca
antes-- la capacitación de los profesores en servicio y se hicieron modificaciones en su
formación inicial la cual, por lo general, se elevó al nivel terciario o se transformó en una
carrera universitaria.
Otro tema prioritario en las reformas de los años noventa, que aquí conviene mencionar por
el asunto que nos ocupa y da título a este artículo, fue el reconocimiento de la institución
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escolar como eje del cambio educativo, acción que dio origen a numerosos proyectos de
transformación de la gestión escolar e impulsó al cultivo del liderazgo de los directores.
El balance de esas reformas, desde la luz de la primera década del siglo XXI, muestra que,
muy a pesar de su fuerza y de los cambios que indudablemente propiciaron, no
consiguieron su propósito central: asegurar mejores aprendizajes en condiciones de equidad
creciente para niños y jóvenes. Tampoco fortalecieron la profesión docente y no sería
descabellado señalar que algunas decisiones de la época contribuyeron, incluso, a su
menoscabo. Los centros escolares no tuvieron condiciones para convertirse en “el lugar del
cambio” a pesar de reiterados discursos y algunos esfuerzos en ese sentido.
¿Cuáles fueron las estrategias puestas en marcha que hoy podemos examinar y valorar para
no repetir errores?
Al recaer la atención de las políticas de mejora de la calidad educativa sobre los profesores,
se comenzaron a impulsar programas y proyectos que fueron diseñados bajo el concepto de
“desarrollo profesional”. Noción que fue traducida en prácticamente todos los países de la
región como capacitación.
Actualizar y capacitar a los docentes fueron las acciones que aparecían como el camino
directo a la mejora de los resultados educativos, una suerte de llave mágica que nos
conduciría de nuevo al reino en donde todos aprenden en la escuela; no nos percatamos, sin
embargo, de que ni “todos”, ni “aprenden”, ni “escuela” significan lo mismo que unos
cuantos años antes. Tampoco vimos las consecuencias de la reducción con la que habíamos
puesto en práctica el concepto de desarrollo profesional.
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Esto tiene su razón de ser. El curso es muy manejable en lo académico, en lo financiero y
en lo logístico, tan importante en los siempre comparativamente grandes sistemas
educativos, pero, además, es políticamente redituable; tiene buen impacto público porque
genera sensación de correcta actividad en el campo educativo y da empleo a grupos
diversos. Todo esto lo convierte en un recurso muy ad hoc dados los plazos cortos de la
política.
Menudearon los cursos de liderazgo para directores de escuela. En muchos casos, se hizo
una traducción casi literal al campo escolar de los cursos de calidad total de empresas
ajenas al ámbito educativo; también se ofrecían éstos a los grupos de docentes de un plantel
educativo en pleno, suponiendo que así se “convertirían” en colectivo y dispondrían de
herramientas novedosas para acordar cómo enseñar y gestionar el plantel con miras al
cambio.
Casi dos décadas han transcurrido del inicio de la etapa reformista de los noventa en
América Latina. Esfuerzos y recursos, en algunos casos muy cuantiosos, se han consumido
en ambas tareas: capacitación y transformación de la gestión de la escuela. El balance es
conocido: no hay muestra de avances profundos en lo que cuenta: en lo que aprenden los
niños y los jóvenes.
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¿POR QUÉ FRACASARON LAS INICIATIVAS TRANSFORMADORAS?
Sin embargo, aún cuando ese aprendizaje ocurra, rara vez es transferible al aula y a la
escuela. Algunas de las razones fundamentales para ello tienen relación con su enajenación
de la vida escolar real, al menos en tres sentidos principales:
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En México, a lo largo de una década, aplicamos exámenes a profesores que se encontraban
en proceso sistemático y continuo de actualización; es decir, que tenían en su haber una
buena dotación de cursos. 320 mil –una cuarta parte del total, aproximadamente--
acreditaron sus conocimientos durante ese lapso a través de instrumentos de medición
técnicamente adecuados. Misma etapa donde otros exámenes, los de PISA, promovidos por
la OCDE, nos indicaron que menos del 6% de los jóvenes de 15 años alcanza los niveles
superiores de desempeño en lengua y matemáticas, en tanto que en ciencias sólo el 3.5% se
encuentra en esos rangos (INEE,2007).
El aprendizaje realizado por los profesores a través de más de una década de cursos no tuvo
impacto visible en el de los alumnos.
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“Los recursos y las reglas, tanto formales como informales, funcionan como
restricciones o condicionantes de las decisiones que adoptan los actores *”.
Las reformas vividas en nuestros países dejaron intacta la estructura del sistema educativo
pues nunca se plantearon alterar sus relaciones de poder, ni construir para él un nuevo tipo
de gobernabilidad.
Señala S. B. Sarason (2003): “He llegado a conclusión de que existe una característica
omnipresente en los sistemas humanos complejos que debería tenerse en cuenta en el
pensamiento y la acción respecto a la reforma educativa. Es una característica que si no se
toma en serio invita al fracaso. Es el hecho de que todo sistema social puede describirse en
términos de relaciones de poder. [...] En el caso de nuestras escuelas, uno habría esperado
que hubiera un cierto reconocimiento de que existía la probabilidad de que los
fracasos en el sistema derivaran en parte de la naturaleza de las relaciones de poder
existentes; es decir de patrones de relación que ya no son adecuados o apropiados.”
Esos patrones de relación dentro del sistema educativo y en los centros escolares no se han
transformado, al menos de manera profunda, en ninguna de las reformas ocurridas hasta
ahora en la región, aunque han asomado esfuerzos interesantes como, por ejemplo, las
escuelas EDUCO en El Salvador donde los padres de familia adquieren una alta capacidad
decisoria a través de las Asociaciones Comunales para la Educación, el Programa Escuelas
de Calidad en México que alienta la participación social, entre otros.
*
Las negritas son mías, en todos los casos.
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A pesar de “concesiones” de autonomía y declaraciones de respaldo, la escuela sigue
estando subordinada a la larga cadena de mando que conduce al sistema y que es portadora
de relaciones e intereses no necesariamente homogéneos, ni ciertamente educativos.
Diversas políticas surgidas al calor de las nuevas demandas sobre la escuela y los
programas que de ellas derivan: la integración educativa, la educación intercultural, la
escuela segura, la saludable, entre tantas otras, razonables y no, ostentan como su único
recurso al docente.
Todas estas iniciativas –inexistentes en los años 70 u 80-- llegan a los centros educativos
para que los profesores las pongan en marcha carentes de todo otro recurso educativo. Se
echan de menos desarrollos y estrategias didácticas innovadoras, probadas, materiales que
las apoyen y les den viabilidad, una interlocución con asesores competentes, un
seguimiento y una evaluación que permitan valorar su efectividad y su pertinencia.
Es por todo ello que podemos afirmar que hoy la escuela está exigida al extremo por una
triple conjunción de factores:
a) Los fenómenos inéditos que emergen en la cotidianeidad del plantel, debidos a los
cambios en las estructuras familiares y en las pautas de crianza y que afectan la
socialización de los alumnos; por la violencia que penetra en formas diversas al
aula; por la pérdida del lugar de autoridad y respeto que los docentes tenían en el
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imaginario de las personas, por la pérdida del espacio de saber que ostentaron
siempre.
La suma de estos factores atenta contra los intentos de concentrar las capacidades internas
de los planteles escolares en lo primordial: la búsqueda del logro de aprendizajes, y
contribuye a explicar por qué los programas de mejora de la gestión institucional
promovidos por doquier, tuvieron cuando mucho un éxito efímero, librados a la energía y
convicción de los docentes y su director.
Tampoco hay duda de que la calidad de los resultados educativos depende de que cada niño
disponga de docentes competentes y de que éstos laboren de manera colaborativa en un
plantel escolar con un ambiente, unas relaciones y unos valores que hagan posible el
aprendizaje de alumnos y maestros.
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Alcanzar los niveles educativos esperados depende de que el plantel educativo esté
soportado por un andamiaje de apoyo, promovido y asegurado desde un sistema educativo
que ha hecho una suerte de revolución copernicana que le ha permitido trasladar a la
escuela de su periferia al centro para ponerse a su servicio.
Depende, asimismo, de un Estado que como señala Flavia Teriggi (2006) ha tomado a la
enseñanza como un problema político y ha actuado en consecuencia.
Importa, en ese sentido, reflexionar de manera integrada acerca de dos nociones que, como
se ha señalado antes, han estado presentes desde hace tiempo, caminando en paralelo y
hasta de manera divergente, en el planteamiento de las políticas de reforma. Se trata del
desarrollo profesional docente y la mejora de la escuela. Estos conceptos, en cierta
medida, vulgarizados y decolorados por el uso, pueden ser retomados de manera articulada
y asumiendo toda su complejidad como base de políticas de transformación de los
resultados escolares.
Asumo la clara definición que desliza Tedesco (s/f) en uno de sus trabajos: el desarrollo
profesional es “la secuencia a través de la cual se construye un docente. Las principales
etapas de este proceso de construcción son tres: la elección de la carrera, la formación
inicial y el desempeño profesional.”
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Aquí me referiré en exclusiva a la tercera fase, al momento en que el docente se encuentra
ya ejerciendo en un centro educativo, sin dejar de señalar la importancia de políticas que
aborden de manera integral la cuestión docente o que, al menos, lo hagan de manera
articulada, considerándola como un continuo. En la etapa del desempeño profesional --se
pensaba hasta hace no mucho-- el profesor ya estaba “hecho” o, como se creyó luego,
bastaba con unos cuantos cursos esporádicos para ponerlo al día.
En la actualidad es claro que ningún maestro puede volver a aspirar, como antaño, a
“saberlo todo”, ni a tener la capacidad que se le exigía en las antiguas escuelas normales de
“transmitir a las nuevas generaciones el conocimiento acumulado por la humanidad”.
Para cumplir con la misión de conseguir que sus alumnos aprendan a aprender y aprendan
a convivir (Tedesco, 1999), los docentes del presente y el futuro requieren seguir
desarrollándose a lo largo de su vida profesional, usualmente larga --de tres o cuatro
décadas-- lo que les llevará a presenciar muchos cambios sociales inéditos y aún
impensables, ante los que deberán reaccionar de manera profesional garantizando a sus
estudiantes el necesario desenvolvimiento de competencias intelectuales y morales para
hacerse una vida buena y útil como ciudadanos de un mundo incierto.
Desarrollo profesional docente es aprendizaje sobre los variados aspectos que conforman la
materia de trabajo de los profesores y acción consecuente en las aulas y la escuela. Es un
proceso que toma la forma de una espiral dialéctica. Aprender y transformar la propia
práctica da capacidad para enfrentar los nuevos retos, para descubrir los que van surgiendo
y sobre los que hay que aprender otra vez.
El desarrollo profesional es mucho más que cursos, aunque pueda incluirlos. Está formado
por diversas acciones: el encuentro y la charla profesional entre pares, la lectura, la
indagación sobre los diversos factores involucrados en el quehacer docente, la detección de
las propias necesidades formativas, la toma reflexiva e informada de decisiones y la vuelta
sobre ellas para afinarlas o transformarlas. Es la conformación de opiniones, la
construcción y defensa de propuestas sobre la educación y la enseñanza.
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Es una obra personal en el sentido en el cual el aprendizaje siempre lo es, en tanto actividad
inteligente, decisión y compromiso; pero para ser realmente útil en términos de
cumplimiento ético de una misión social, es deber de aprendizaje y acción tan colectiva
como colaborativa. Es siempre un proceso entre docentes.
De esta forma, el desarrollo profesional docente tiene como fin mejorar el conjunto de
competencias intelectuales, personales, sociales y técnicas (capacidades de lograr) que se
ponen en juego para que los estudiantes de una escuela aprendan (lo que deseamos lograr).
La mejora de la escuela es así: “un esfuerzo sistemático y continuo dirigido a cambiar las
condiciones de aprendizaje y otras condiciones internas asociadas en una o más escuelas,
con la finalidad última de alcanzar las metas educativas más eficazmente”. (Velzen et al.,
1985: 48, citados por Murillo, 2003).
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El esfuerzo por cambiar las condiciones de aprendizaje en una escuela está contenido en
parte muy importante en el desarrollo profesional de los profesores, que transforma
creencias y estilos pedagógicos, ambientes y relaciones.
Esas circunstancias han sido desdeñadas con frecuencia en las iniciativas reformistas
calificándolas de “condiciones laborales” --que lo son sin duda-- y sin comprender que son
mucho más que eso, porque son las que posibilitan o frustran el hecho educativo, ya que
son aquellas en las cuales trabajan, es decir enseñan los docentes y las mismas en las
cuales aprenden los alumnos.
Respecto de la estrecha liga entre los procesos de desarrollo profesional y mejora escolar es
viable hacer las siguientes afirmaciones:
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d) El proceso de mejora, aunque ocurre dentro de un plantel determinado y depende en
parte importante de la decisión y voluntad del colectivo docente que forman los
profesores y el director, adquiere solidez y posibilidades de continuidad sólo si
dispone de condiciones externas garantizadas desde el sistema educativo.
Uno de los presupuestos más o menos implícitos de políticas educativas fracasadas ha sido
que desarrollo profesional y mejora de la escuela son procesos que dependen en exclusiva
de la voluntad de los actores involucrados: docentes y directivos escolares, sobre todo, a
despecho de las condiciones institucionales.
Sin embargo, las lecciones del pasado inmediato nos han dejado saber que plantear caminos
para asegurar el éxito escolar a todos los niños y jóvenes, es una responsabilidad de tal
envergadura que atañe no sólo a los profesores y a la escuela, sino que corresponde al
Estado y muy especialmente al gobierno de la educación.
Se trata de una obra que demanda imaginar formas nuevas de aseguramiento de la función
educativa desde el Estado. No es una repetición sin más de viejos y caducos estilos
estatistas, es la construcción de funciones útiles y vigentes para garantizar condiciones para
el desarrollo profesional y la mejora de la escuela, desde las más elementales, pero aún no
suficientemente garantizadas, como una infraestructura adecuada, hasta las más complejas
como la capacidad de proveer apoyo y asesoría técnica competente a cada plantel de
acuerdo con sus necesidades y demandas.
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Colocar al sistema educativo al servicio de la escuela
Las soluciones universales, idénticas para todos, creadas en la cúpula del sistema educativo
han dejado constancia de su poca capacidad para generar cambios, por ello es menester
construir las condiciones para que las escuelas y sus colectivos docentes puedan llevar a
cabo una tarea de alto nivel profesional, mediante la cual se construyan soluciones ad hoc
para circunstancias diversas.
Se trata de confiar en las escuelas a la vez que de asegurar que cuentan con las condiciones
para tomar las decisiones adecuadas para producir en su contexto resultados educativos
relevantes en los alumnos.
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Condiciones técnicas para una escuela sobreexigida
La fuente de creación de estos insumos no puede ser más que amplia y diversa. Variadas
instituciones tendrían que estar poniendo sus esfuerzos en esta tarea. Al Estado corresponde
fomentar eficazmente que las universidades, los centros de investigación, las escuelas
formadoras, y organizaciones sociales con vocación pedagógica, hagan del apoyo técnico a
la educación básica parte de sus acciones cotidianas.
En estos desarrollos deben formarse los cuerpos de asesoría pedagógica a la escuela, que
deben ser simultáneamente los primeros destinatarios y la fuente de información que
permita a los desarrolladores de insumos técnicos estar en contacto con las necesidades de
las escuelas.
BIBLIOGRAFÍA CITADA
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asistencia a las escuelas”. Fundación Centro de Estudios en Políticas Públicas. 14 y 15 de
mayo de 2008, Quito, Ecuador.
TERIGGI, F. (2006) Tres problemas para las políticas docentes. Panel “Docentes,
¿víctimas o culpables? Una mirada renovada sobre la cuestión docente en el marco de los
cambios sociales y educativos”. Encuentro Internacional “La docencia, ¿una profesión en
riesgo? Condiciones de trabajo y salud de los docentes”. Organizado por la OREALC,
Oficina Regional de Educación de la UNESCO para América Latina y el Caribe.
Montevideo, 22, 23 y 24 de junio de 2006.
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