Sei sulla pagina 1di 8

Genio de Howard Hawks

Por Jacques Rivette

La evidencia es la marca del genio de Hawks; Monkey Business (1952) es una


película genial que se impone a la mente a través de su evidencia. Sin embargo
algunos lo rechazan, rechazan incluso el sentirse satisfechos con las pruebas que
lo demuestran. La ignorancia no tiene posiblemente otras causas.

Su obra se divide a partes iguales entre películas dramáticas y comedias: una


ambivalencia notable. Pero aún más notable es la fusión frecuente de dos
elementos que parecen afirmarse el uno al otro en lugar de perjudicarse, y que se
agudizan mutuamente. La comedia nunca está ausente en las intrigas más
dramáticas; lejos de comprometer el sentimiento trágico, lo protege de la comodidad
de la fatalidad y lo mantiene en un equilibrio peligroso, una provocadora incertitud
que aumenta su poder. Sus tartamudeos no pueden preservar de la muerte al
secretario de Scarface (1932); la sonrisa que provoca The Big Sleep (1946) durante
toda la proyección no es inseparable del presentimiento del peligro; el punto
culminante de Red River (1948),en el que el espectador no puede retener la derrota
de sus sentimientos y se pregunta por quién tomar partido y si debe reír o asustarse,
resume un espantoso temblor de todos los nervios, una embriaguez de vértigo sobre
la cuerda del equilibrista en la que el pie se tambalea sin llegar a resbalar, tan
insoportable como el desenlace de algunas pesadillas.

Y si la comedia otorga a lo trágico su eficacidad, no puede tampoco librarse,


quizá no de lo trágico –no comprometamos por exceso los mejores razonamientos–
, sino de un sentimiento severo de la existencia en el que ninguna acción puede
desligarse de la trama de responsabilidades. ¿Qué visión podría ser más amarga
que la que se nos propone aquí? Confieso no haber podido unirme a las risas de
una sala repleta, petrificado por las peripecias calculadas de una fábula que se
propone relatar, con una lógica alegre, una elocuencia malvada, las etapas fatales
del atontamiento de las inteligencias superiores.
Ya no es el azar lo que nos hace conocer un círculo de sabios parecido al de Ball
of Fire (1941) o al de The Thing from Another World (1951). Pero tampoco se trata
tanto de someter el mundo a la visión glacial y desencantada del científico, como de
rastrear las desgracias de una misma comedia de la inteligencia. Hawks no se
preocupa por la sátira ni por la psicología; las sociedades no le importan más que
los sentimientos; a diferencia de Capra y McCarey, sólo le preocupa la aventura
intelectual. Ya afronte lo viejo y lo nuevo, la suma del conocimiento del pasado a
una de las formas degradadas de la vida moderna (Ball of Fire, A Song is
Born [1948]), o el hombre a la bestia (Bringing Up Baby [1938]), se apega siempre
al mismo relato, la intrusión de lo inhumano o de un avatar más frustrado de la
humanidad, en el marco de una sociedad altamente civilizada. En The Thing from
Another Worldconsigue deshacerse de la máscara: en los confines del universo, un
grupo de hombres científicos se encuentran encerrados con una criatura peor que
inhumana, de otro mundo; y sus esfuerzos tratan ante todo de hacerla entrar en el
marco lógico del saber humano.

Pero, en Monkey Business, el enemigo se introduce en el propio ser humano: el


sutil veneno de juventud, la tentación de la niñez, de la cual sabemos desde hace
tiempo que no es la astucia más sutil de los avispados –ya sea en forma de mono
o de «basset hound»– cuando una inteligencia poco común lo mantiene a raya. Se
trata de la más nefasta de las ilusiones, contra la cual Hawks se ensaña con algo
de crueldad: la adolescencia, la infancia son estados bárbaros de los que nos salva
la educación; el niño apenas se distingue del salvaje al que imita en sus juegos.
Desde el momento en que el precioso licor es bebido, hasta el más respetable
anciano se absorbe en la imitación de un mono. Reconocemos aquí una concepción
clásica del hombre, que no sabría hacerse grande sino por conocimiento y por
madurez; al final de su progreso, la vejez será su juez.

Pero peor que el infantilismo, el atontamiento o la decadencia, es la fascinación


que ejercen estas nociones sobre la propia inteligencia de quienes las consideran
malvadas. La película es la historia de esa fascinación, pero la propone al mismo
tiempo al espectador como la prueba del poder que ejerce. De esta forma, la crítica
se somete en primer lugar a la mirada que dicha fascinación propone. Los simios,
los indios, los venenos son sólo las apariencias de una misma obsesión por lo
elemental, donde se confunden los ritmos salvajes, la dulce tontería de Marilyn
Monroe, monstruo femenino que las astucias de los sastres fuerzan a la deformidad,
o los aires de antigua bacante de Ginger Rogers, cuyo rostro marcado se irrita en la
adolescencia. La euforia maquinal de las acciones de los personajes confiere a la
fealdad o a lo infame un lirismo, una densidad expresiva que los eleva a la
abstracción; la fascinación se apodera de ella, uniendo la belleza con el recuerdo
de las metamorfosis. Puede definirse como expresionista el arte con el que Cary
Grant deforma los gestos hasta el signo; en el momento en que éste se disfraza de
indio, cómo rechazar la reminiscencia del famoso plano de Der blaue Engel (Josef
von Sternberg, 1930) en el que Emil Jannings contempla en el espejo su rostro
degradado. Esta comparación de relatos de deterioro paralelos no tiene nada de
superficial: recordemos cómo los temas de la perdición y de la maldición imponían
antaño al cine alemán la misma progresión rigurosa de lo amable a lo odioso.

Del primer plano del mono hasta el momento en que aparece de forma natural
el sostén del «pequeño hombre», la mente es solicitada por un constante vértigo de
la indecencia; ¿acaso no es el vértigo una mezcla de temor, condena y fascinación?
La fuerza de atracción de los instintos, el abandono a las potencias terrestres y
primitivas, el mal, la fealdad, la tontería, todas las máscaras del demonio están, en
estas comedias donde hasta el alma es tentada por la bestia, unidas a la extrema
lógica; la punta más aguda de la inteligencia se gira contra sí misma. I Was a Male
War Bride (1949) adopta como tema la imposibilidad del sueño hasta el
embrutecimiento y los peores compromisos.

Mejor que ningún otro, Hawks sabe que el arte consiste ante todo en ir hasta el
final, incluso más allá de lo infame, pues ese es el dominio de la comedia; nunca
rechaza las peripecias más dudosas, desde que las deja presentir, menos
preocupado por decepcionar la bajeza de espíritu del espectador que por
satisfacerla dejándola atrás. Ese es el genio de Molière, cuyo frenesí lógico suscita
menos la risa que el hielo en la garganta; lo mismo ocurre con Murnau: la famosa
escena de Dame Marthe en su admirable Tartuffe (1926), así como varias
secuencias de Der letzte Mann (1924), constituyen aún los modelos de un cine
molieresco.
Hay en Hawks, cineasta de la inteligencia y del rigor, pero al mismo tiempo
conjunto de fuerzas oscuras y de fascinaciones, un talento germánico que atrae los
delirios metódicos donde se generan consecuencias infinitas, donde la continuidad
juega el rol de la fatalidad. Sus héroes lo demuestran no tanto en sus sentimientos
como en sus gestos, que él observa con una atención apasionada. Hawks filma
acciones, especulando sobre el poder de sus puras apariencias. Qué importa lo que
esté pensando John Wayne cuando camina hacia Montgomery Clift, al final de Red
River, o Bogart cuando le da una paliza a alguien: sólo prestamos atención a la
precisión de cada uno de sus pasos –y al ritmo claro de los andares–, a cada uno
de los golpes –y al decaimiento progresivo del cuerpo herido–.

Pero al mismo tiempo, Hawks resume las más altas virtudes del cine americano: es
el único cineasta que sabe proponernos una moral. Su admirable síntesis de acción
y moralidad es lo que posiblemente contiene el secreto de su genio. La fascinación
que impone Hawks no es la de una idea, sino la de su eficacidad; el gesto nos
retiene menos por su belleza intrínseca que por el efecto que tiene en el interior de
su universo.

Este arte exige una honestidad fundamental de la que es testigo la utilización del
tiempo y del espacio: ningún flashback, ninguna elipsis, la continuidad es la regla.
Ningún personaje se desplaza sin que lo sigamos, ninguna sorpresa para el héroe
que no nos sorprenda a nosotros al mismo tiempo. La posición y el encadenamiento
de cada gesto obedecen a una ley, pero una ley biológica que encuentra su modelo
decisivo en la vida de cualquier ser. Cada plano posee la belleza funcional de una
nunca o de un tobillo; su sucesión, tranquila y rigurosa, corresponde al ritmo de las
pulsaciones de la sangre; la película en su conjunto es como un cuerpo glorioso,
animado por una respiración ágil y profunda.

La obsesión por la continuidad ordena el genio de Hawks; le dicta una cierta


sensación de monotonía y lo asocia con frecuencia a la idea de viaje y de trayecto
(Air Force [1943], Red River). Se trata de un universo homogéneo donde todo
parece estar ligado, el espacio con el tiempo y el tiempo con el espacio. Así, en
algunas películas en las que domina lo cómico (To Have and Have not [1944], The
Big Sleep [1946]), los personajes se encuentran circunscritos en unos pocos
escenarios, y se mueven de uno a otro sin pena ni gloria. Sentimos la gravedad de
cada movimiento de un personaje que no podemos abandonar. El drama se expresa
siempre en términos espaciales, y las variaciones de escenario van en paralelo a la
continuidad temporal: ya sea enScarface, cuyo reino pasa de ser la ciudad que un
día dominó a quedar reducido a la habitación donde acaba encerrado, o los
científicos que no pueden abandonar su cobertizo por temor a la cosa; o los
aviadores de Only Angels Have Wings (1939), atrapados por la niebla en su estación
y logrando escapar de vez en cuando hacia las montañas, de la misma forma en
que Bogart (en To Have and Have Not) se escapa hacia el mar desde el hotel donde
merodea impotentemente entre la bodega y su habitación; o el eco burlesco de
estos temas en Ball of Fire, donde el gramático se evade del universo cerrado de
las bibliotecas para huir hacia los peligros de la gran ciudad, o en Monkey Business,
en la que los paseos de sus personajes son una indicación de su vuelta a la infancia
(igual que I Was a Male War Bride retomaba el motivo del trayecto de una forma
diferente). Para Hawks, los pasos del héroe trazan las figuras de su destino.

La monotonía no es más que una máscara: una serie de lentas y profundas


maduraciones se disimulan, un progreso obstinado, conquistas hechas poco a poco
hasta llegar a un clímax violento. Hawks emplea la lasitud como un instrumento
dramático: la exasperación de unos hombres que se han aguantado durante dos
horas, que han contenido con paciencia ante nuestra mirada la cólera, el odio o el
amor y que se acaban entregando bruscamente, como pilas lentamente saturadas
que desprenden una última chispa. Su ira queda intensificada por su habitual sangre
fría, su calma aparente queda embaucada por la emoción, por el temblor secreto de
sus nervios y de su alma –hasta que el vaso se desborda: una película de Hawks
suele producir la misma sensación que la angustiante espera por la caída de una
gota de agua–.
Las comedias otorgan a esta monotonía un aspecto diferente. El progreso es
reemplazado por la repetición, igual que la retórica de Raymond Roussel sustituye
a la de Péguy; los mismos hechos, retomados una y otra vez, agravados con un
empeño maniaco, una paciencia obsesiva, torbellino sin poder, como aspirados por
una especie de maelstrom irrisorio.
Ningún otro genio, incluso más obsesionado por la continuidad, podría
encariñarse apasionadamente a las consecuencias de los actos como Hawks, a las
relaciones que las unen: sus influencias, sus repulsiones, sus atracciones suscitan
un universo continuo y coherente, universo newtoniano donde se imponen la ley de
la gravedad universal y el sentimiento profundo de la gravedad de la existencia. Los
gestos del hombre son contados y medidos por un maestro preocupado por las
responsabilidades humanas.

El tiempo de estas películas es el tiempo de la inteligencia, pero una inteligencia


artesanal, directamente aplicada al mundo sensible, que busca la eficacidad desde
la óptica precisa de una profesión o de alguna forma de actividad humana en lucha
con el universo, deseosa de conquistas. En The Big Sleep, Marlowe ejerce una
profesión como el sabio o el aviador; y cuando Bogart alquila su barca en To Have
and Have Not, apenas mira hacia el mar: le interesa más la belleza de los pasajeros
que la de las olas. Todo río está ahí para ser atravesado, toda manada puede
prosperar y ser vendida al mejor precio. Y las mujeres, por muy seductoras que
sean, por mucho que el héroe se preocupe por ellas, deben participar en esta
conquista.

Resulta imposible evocar To Have and Have Not sin pensar en la lucha con el
pez que tiene lugar al principio de la película. La conquista del universo pasa
siempre por un conflicto, tal es el medio natural del héroe de Hawks: la lucha cuerpo
a cuerpo, ¿qué otra aproximación más cercana podría pensarse con otro ser? El
amor existe, pero siempre en una oposición perpetua, un duelo intenso cuyo
incesante peligro es ignorado por los hombres intoxicados por la pasión (The Big
Sleep, Red River). De la lucha nace la estima: esa admirable expresión en la que
se incluyen a la vez el conocimiento, la apreciación y la simpatía; el adversario se
vuelve compañero. Pero el héroe siente un enorme disgusto si se ve obligado a
combatir un enemigo que rechaza la estima; Marlowe, absorto en una repentina
inclemencia, precipita los acontecimientos para acabar lo antes posible.

La madurez asedia a esos hombres reflexivos, héroes de un universo adulto,


casi exclusivamente masculino, cuyo aspecto trágico se encuentra en el relato de
las relaciones interiores. Algo similar ocurre con la comedia, que nace de la intrusión
y la confrontación de elementos extraños, o de la sustitución de mecanismos de
libre albedrío, cuando se oponen a la decisión voluntaria mediante la que el hombre
se expresa y se afirma en su gesto como si fuera una creación.

No quisiera que parezca que elogio a Hawks como un genio extraño a su tiempo,
pero la evidencia de sus vínculos con nuestro siglo me exime de todo retraso y
preferiría hacer ver cómo, cuando se dedica a la pintura de lo irrisorio o de lo
absurdo, Hawks se interesa sobre todo por dar un sentido y dar vida a esos
fantasmas, así como dotarlos de una insólita grandeza, de una cierta nobleza que
durante mucho tiempo permaneció secreta; cómo otorga a la sensibilidad moderna
una consciencia clásica. Películas como Red River o Only Angels Have
Wings exigen un parentesco con Corneille. La ambigüedad y la complejidad son los
privilegios de los más nobles sentimientos, que algunos todavía creen monótonos,
mientras que se agotan rápidamente los instintos, la naturaleza barbárica de las
almas bajas: he aquí la verdadera razón de que las novelas modernas sean
aburridas.

En fin, cómo podría evitar prohibirme a mí mismo de evocar esas admirables


introducciones en las que el protagonista se instala en su duración con una fluida
plenitud. Ninguna fase preliminar, ningún artificio de exposición; una puerta se abre,
ahí está ante nosotros desde el primer plano, la conversación comienza y nos
familiariza tranquilamente con su ritmo personal; a partir de ese instante en que le
hemos sorprendido, cómo podríamos abandonarle, compañeros de su viaje, a lo
largo de todo su desarrollo, tan seguro y regular como el de la película en el
proyector. El héroe se desplaza con la ligereza y la constancia de un montañero que
parte con el mismo paso mesurado que conservará en los tramos más duros de su
trayecto, hasta el final de su largo itinerario.

De esa forma nos sentimos seguros, desde las primeras pulsaciones, de que los
héroes no nos abandonarán tampoco, sino que mantendrán hasta el límite sus
promesas. No pertenecen a la raza de los cobardes y los indecisos; nada puede
oponerse a la admirable obstinación, a la cabezonería de los héroes de Hawks. Una
vez en camino, irán hasta el final de sí mismos y de lo que se han prometido, sin
preocuparse por las consecuencias, según una forma extrema de lógica: hay que
terminar todo lo que se ha empezado, sin que importe que hayan sido a menudo
arrastrados en contra de sus deseos; persiguiendo, rematando, darán prueba de su
libertad y del honor de ser hombre. La lógica no es para ellos una fría facultad
intelectual, sino la coherencia del cuerpo, el acuerdo y la continuidad de sus actos,
la fe en sí mismos. El poder de la voluntad asegura la unidad del espíritu y del
hombre, ligados por lo que les justifica y les da su más alto sentido.

Si es cierto que la fascinación nace de los extremos y de todo aquello que se


acerca al exceso, en el momento en que la desmesura se denomina también
grandeza –suponemos que aquélla no desdeña en absoluto dichas fuerzas en
marcha, que unen a la precisión intelectual de las potencias abstractas los prestigios
elementales de los grandes impulsos terrestres, a las ecuaciones las tormentas, y
siempre constituyendo vivas afirmaciones–, toda película de Hawks no ofrece a la
belleza otra cosa que esta afirmación tranquila y segura, sin remedio ni
remordimiento. Es una belleza que demuestra el movimiento andando, la existencia
respirando. Lo que es, es.

Publicado originalmente en Cahiers du Cinéma, nº 23, mayo de 1953.


Traducción del francés de Miguel Armas.

Potrebbero piacerti anche