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Del primer plano del mono hasta el momento en que aparece de forma natural
el sostén del «pequeño hombre», la mente es solicitada por un constante vértigo de
la indecencia; ¿acaso no es el vértigo una mezcla de temor, condena y fascinación?
La fuerza de atracción de los instintos, el abandono a las potencias terrestres y
primitivas, el mal, la fealdad, la tontería, todas las máscaras del demonio están, en
estas comedias donde hasta el alma es tentada por la bestia, unidas a la extrema
lógica; la punta más aguda de la inteligencia se gira contra sí misma. I Was a Male
War Bride (1949) adopta como tema la imposibilidad del sueño hasta el
embrutecimiento y los peores compromisos.
Mejor que ningún otro, Hawks sabe que el arte consiste ante todo en ir hasta el
final, incluso más allá de lo infame, pues ese es el dominio de la comedia; nunca
rechaza las peripecias más dudosas, desde que las deja presentir, menos
preocupado por decepcionar la bajeza de espíritu del espectador que por
satisfacerla dejándola atrás. Ese es el genio de Molière, cuyo frenesí lógico suscita
menos la risa que el hielo en la garganta; lo mismo ocurre con Murnau: la famosa
escena de Dame Marthe en su admirable Tartuffe (1926), así como varias
secuencias de Der letzte Mann (1924), constituyen aún los modelos de un cine
molieresco.
Hay en Hawks, cineasta de la inteligencia y del rigor, pero al mismo tiempo
conjunto de fuerzas oscuras y de fascinaciones, un talento germánico que atrae los
delirios metódicos donde se generan consecuencias infinitas, donde la continuidad
juega el rol de la fatalidad. Sus héroes lo demuestran no tanto en sus sentimientos
como en sus gestos, que él observa con una atención apasionada. Hawks filma
acciones, especulando sobre el poder de sus puras apariencias. Qué importa lo que
esté pensando John Wayne cuando camina hacia Montgomery Clift, al final de Red
River, o Bogart cuando le da una paliza a alguien: sólo prestamos atención a la
precisión de cada uno de sus pasos –y al ritmo claro de los andares–, a cada uno
de los golpes –y al decaimiento progresivo del cuerpo herido–.
Pero al mismo tiempo, Hawks resume las más altas virtudes del cine americano: es
el único cineasta que sabe proponernos una moral. Su admirable síntesis de acción
y moralidad es lo que posiblemente contiene el secreto de su genio. La fascinación
que impone Hawks no es la de una idea, sino la de su eficacidad; el gesto nos
retiene menos por su belleza intrínseca que por el efecto que tiene en el interior de
su universo.
Este arte exige una honestidad fundamental de la que es testigo la utilización del
tiempo y del espacio: ningún flashback, ninguna elipsis, la continuidad es la regla.
Ningún personaje se desplaza sin que lo sigamos, ninguna sorpresa para el héroe
que no nos sorprenda a nosotros al mismo tiempo. La posición y el encadenamiento
de cada gesto obedecen a una ley, pero una ley biológica que encuentra su modelo
decisivo en la vida de cualquier ser. Cada plano posee la belleza funcional de una
nunca o de un tobillo; su sucesión, tranquila y rigurosa, corresponde al ritmo de las
pulsaciones de la sangre; la película en su conjunto es como un cuerpo glorioso,
animado por una respiración ágil y profunda.
Resulta imposible evocar To Have and Have Not sin pensar en la lucha con el
pez que tiene lugar al principio de la película. La conquista del universo pasa
siempre por un conflicto, tal es el medio natural del héroe de Hawks: la lucha cuerpo
a cuerpo, ¿qué otra aproximación más cercana podría pensarse con otro ser? El
amor existe, pero siempre en una oposición perpetua, un duelo intenso cuyo
incesante peligro es ignorado por los hombres intoxicados por la pasión (The Big
Sleep, Red River). De la lucha nace la estima: esa admirable expresión en la que
se incluyen a la vez el conocimiento, la apreciación y la simpatía; el adversario se
vuelve compañero. Pero el héroe siente un enorme disgusto si se ve obligado a
combatir un enemigo que rechaza la estima; Marlowe, absorto en una repentina
inclemencia, precipita los acontecimientos para acabar lo antes posible.
No quisiera que parezca que elogio a Hawks como un genio extraño a su tiempo,
pero la evidencia de sus vínculos con nuestro siglo me exime de todo retraso y
preferiría hacer ver cómo, cuando se dedica a la pintura de lo irrisorio o de lo
absurdo, Hawks se interesa sobre todo por dar un sentido y dar vida a esos
fantasmas, así como dotarlos de una insólita grandeza, de una cierta nobleza que
durante mucho tiempo permaneció secreta; cómo otorga a la sensibilidad moderna
una consciencia clásica. Películas como Red River o Only Angels Have
Wings exigen un parentesco con Corneille. La ambigüedad y la complejidad son los
privilegios de los más nobles sentimientos, que algunos todavía creen monótonos,
mientras que se agotan rápidamente los instintos, la naturaleza barbárica de las
almas bajas: he aquí la verdadera razón de que las novelas modernas sean
aburridas.
De esa forma nos sentimos seguros, desde las primeras pulsaciones, de que los
héroes no nos abandonarán tampoco, sino que mantendrán hasta el límite sus
promesas. No pertenecen a la raza de los cobardes y los indecisos; nada puede
oponerse a la admirable obstinación, a la cabezonería de los héroes de Hawks. Una
vez en camino, irán hasta el final de sí mismos y de lo que se han prometido, sin
preocuparse por las consecuencias, según una forma extrema de lógica: hay que
terminar todo lo que se ha empezado, sin que importe que hayan sido a menudo
arrastrados en contra de sus deseos; persiguiendo, rematando, darán prueba de su
libertad y del honor de ser hombre. La lógica no es para ellos una fría facultad
intelectual, sino la coherencia del cuerpo, el acuerdo y la continuidad de sus actos,
la fe en sí mismos. El poder de la voluntad asegura la unidad del espíritu y del
hombre, ligados por lo que les justifica y les da su más alto sentido.