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travieso.
Contiene los relatos siguientes:
Guillermo y el cohete a la Luna.
Guillermo y el juego nuevo.
Guillermo y la corbata americana.
Archie huye.
Guillermo y Hubertito.
Guillermo el nuevo isabelino.
Guillermo y el Club de los
Decenarios.
Pequeños errores que ocurren.
Richmal Crompton
Guillermo y el
cohete a la
Luna
Guillermo el travieso - 29
ePub r1.0
Titivillus 18.08.15
Título original: William and the Moon
Rocket
Richmal Crompton, 1954
Traducción: C. Peraire del Molino
Ilustraciones: Thomas Henry Fisher
Diseño de cubierta: Thomas Henry Fisher
GUILLERMO Y EL
COHETE A LA LUNA
***
La señora Brown y la señora Gilbert
se habían encontrado en la tienda del
pueblo.
—Parece que no hay manteca por
ninguna parte, ¿verdad? —dijo la señora
Gilbert metiendo sus compras en un
bolso y en una cesta—. No sé lo que
ocurre. Yo siempre he creído que era
una parte esencial en los animales.
—Tal vez los animales estén
entrando en una nueva era de evolución
y nazcan sin ella —sugirió la señora
Brown.
Salieron de la tienda y echaron a
andar juntas por la carretera.
—Esta mañana he ensayado la idea
de regalar la casa a Patsy —dijo la
señora Gilbert—. Tuve que salir de
compras y dejarla sola en casa por si
acaso iba la lavandera, de manera que le
dije: «Voy a “regalarte” la casa mientras
estoy fuera. ¡Puede ser tu propia casa!».
Quedó tan interesada y complacida.
Creo que es una idea excelente.
—Sí —repuso la señora Brown—.
Yo también he probado con Guillermo lo
de jugar al Parlamento. Le dije: «Reúne
a tus amigos y organizad una especie de
Parlamento y discutid sobre política», y
la verdad es que pareció muy
interesado. Bueno —lanzó una risa en la
que había un ligero tono de recelo—.
Por lo menos debiera servir para evitar
que hagan travesuras siquiera durante
«un» día… Permítame que le lleve la
cesta. Va usted muy cargada.
—Ya lo creo —replicó la señora
Gilbert mientras se ensombrecía su
rostro afable—. Esta mañana supe por
carta que mi prima Gertrudis va a venir
a pasar una temporada con nosotras, por
eso salí a comprar lo que pude. Es… es
como una pesadilla.
—¿Por qué es una pesadilla? —
preguntó la señora Brown.
—Pues, es una especie de prima —
explicó la señora Gilbert—, que viene
cuando «quiere». No tiene casa propia,
y se reparte entre varios miembros de la
familia durante meses y meses. Me temo
que tendré que cargar con ella durante el
resto del año. Si mi marido hubiese
estado aquí, la hubiera echado pronto,
pero está en viaje de negocios, y una vez
se instala en un sitio no hay quien se
libre de ella.
—¡Qué cosa más molesta! —
exclamó la señora Brown con simpatía.
—Es más que molesta —dijo la
señora Gilbert—. No te da la
oportunidad de decir no… aunque yo
tampoco sé decir «no». Se limita a
mandar una postal y «viene». Yo que
deseaba tanto un poco de tranquilidad
ahora que me instalado en mi nueva
casa, y apenas llevo en ella quince días,
y, ¡aquí la tenemos! Si fuera distinta no
me importaría, pero tiene muy mal
carácter y es muy irritable y…
querida… ¡cómo «come»! Ya le digo
que es una pesadilla.
—Si puedo ayudarla de algún
modo… —dijo la señora Brown.
—Es usted muy amable, pero nadie
puede ayudarme —repuso la señora
Gilbert—. Es algo que tengo que
soportar —habían llegado a la casa del
gran olmo en el jardín—. Usted no ha
visto mi nueva casa todavía. Entre a
echarle un vistazo.
—Me encantaría —dijo la señora
Brown.
Abrieron la puerta de la cerca y
echaron a andar por el sendero.
—Es deliciosa —dijo la señora
Brown contemplando entusiasmada la
casa y el jardín—. Parece tan apacible.
—Claro que para nosotros es
demasiado grande —explicó la señora
Gilbert—. Es preciso que alquilemos
una parte una vez que estemos
verdaderamente instalados… pero es
encantadora.
Abrió la puerta principal.
—¡Patsy! —gritó, pero se detuvo al
punto contemplando asombrada el
paragüero volcado, y los cojines,
alfombras y sillas plegables esparcidas
por todas partes.
—¡Cielo Santo! —exclamó—. ¿Qué
diantre ha ocurrido?
—Deben haber sido ladrones —
replicó la señora Brown—. A nosotros
nos entraron una vez, y lo revolvieron
todo.
La señora Gilbert fue al comedor
donde la cortina y su soporte seguían en
el suelo.
—No pueden ser ladrones —dijo—.
Todo está en revuelta confusión pero la
plata sigue encima del aparador…
¡Patsy! —volvió a gritar—. ¡Oh, Dios
mío! ¿Qué «puede» haberle ocurrido?
Estoy tan preocupada.
Luego volvió al recibidor donde al
ver la nota encima de la silla, la abrió
para leerla.
QUERIDA ALICIA:
***
Era al día siguiente. La señora
Brown había ido a ver a la señora
Gilbert encontrándola cuando salía de su
casa, y se quedaron charlando junto a la
cerca.
—Su padre se puso furioso con él —
dijo la señora Brown—, y naturalmente
nos hacemos responsables de todos los
desperfectos que ocasionara.
—La verdad es que no fue mucho —
replicó la señora Gilbert—. Sólo
volcaron algunas cosas. No rompieron
nada. He vuelto a colocar las cortinas y
la lavandera quitará fácilmente las
manchas de betún de la sábana y de la
funda de la almohada… ¡y en cuanto a la
comida! —se echó a reír—. Había
comprado tantas cosas para la prima
Gertrudis que me alegré de que hubieran
vaciado la despensa. Y… oh, querida, el
«alivio» de no tenerla en casa meses y
meses. Vale la pena todo lo ocurrido.
—Sin embargo, fue «terrible».
—La culpa la tuvo Patsy.
—¡Tonterías! La tuvo Guillermo.
En aquel momento, la señora Monks,
Presidenta del Instituto Femenino,
apareció en un recodo del camino y fue
a detenerse junto a ellas.
—Precisamente estaba deseando
verlas —les dijo—. La señora Smith
que dio aquella conferencia tan
interesante sobre la Educación de los
Niños la semana pasada, me ha escrito
diciéndome que está dispuesta a dar otra
conferencia sobre el mismo tema. ¿Qué
opinan ustedes? ¿Le digo que sí o que
no?
La señora Brown se puso muy
pálida, y la señora Gilbert se agarró a la
cerca buscando apoyo.
—¡Que «no»! —exclamaron al
unísono.
GUILLERMO Y LA
CORBATA AMERICANA
«NOTTA URJENTE:
Club para Decenarios
Mañana tarde, abrá una
reunión de gente de más de diez
años para acer un clup de
decenarios, al que todos los que
allan pasado de los diez pueden
benir animales, no Guillermo
Brown el presidente ará un
discurso a la jente,el que le
interrumpa será espulsado.
firmado Guillermo Brown».
La asistencia de la reunión fue
grande, aunque la calificación de «más
de diez años» pareció haber sido
ignorada. Como de costumbre la
población juvenil de todo el pueblo se
volcó en el viejo cobertizo, capitaneado
por Arabella Simpkin, que llevaba a su
hermanito en un cochecito desvencijado,
y una piel comida por la polilla y un
velo sobre los ojos (ambos
pertenecientes a su madre) para que le
dieran un aire de madurez.
—Sólo tienes nueve años, Arabella
Simpkin —le dijo Guillermo en tono
severo—. De manera que puedes
largarte.
—Cierra la boca, Guillermo Brown
—le replicó Arabella Simpkin—.
Siempre estás metiendo las narices
donde no te importa.
—Tienes sólo nueve años, Arabella
Simpkin —dijo Guillermo en tono severo
—, de manera que puedes largarte.
—Sí «me» importa —exclamó
Guillermo—. Estoy fundando este club
para gente de diez años, no para niñas
como tú.
Arabella lanzó una risa aguda.
—¿Te crees que «yo quiero»
pertenecer a ese asqueroso club tuyo,
Guillermo Brown? ¡Um! ¡Mira que
pensar que yo quiero pertenecer a ese
asqueroso club!
—Está bien, entonces vete a casa —
le dijo Guillermo—. Tienes nueve años,
y no queremos a niñas de nueve.
Arabella repitió su risa aguda.
—¡Mira que pensar que sólo tengo
nueve años, Guillermo Brown! Eres un
«inorante».
—¿Cuántos tienes entonces? —le
desafió Guillermo.
—Tengo… tengo dieciséis —replicó
Arabella desafiante enroscando la piel
apolillada de su madre alrededor de su
cuello y tirando del velo con gesto tan
fiero que se le desprendió del bonete de
su colegio y le quedó encima de la boca.
Hubo un murmullo de
desaprobación.
—¡Oooooh, mentirosa!
—Oh, tienes nueve años. «Sé» que
tienes nueve años.
—Tenía ocho años el año pasado y
siete el anterior, de manera que «tienes»
que tener nueve. Oh…, ¿no es una
cuentista?
Comprendiendo que toda la reunión
estaba contra ella en este punto,
Arabella dirigió su ataque hacia un
terreno más general.
—¿Quién te crees que eres,
Guillermo Brown para gobernar a la
gente? ¡El Rey de las Islas Caníbales, no
me extrañaría!
—¡Échala de aquí! —exclamó
Enrique.
—¡Sí, inténtalo! —gritó Arabella
poniendo los brazos en jarras y
soplando furiosamente el velo de su
sombrero—. ¡«Prueba» de echarme!
—Bueno, mira a ése —dijo
Guillermo señalando al bebé y
continuando su línea de ataque—. ¿Qué
está haciendo aquí? No me dirás que
«tiene» diez años.
El bebé miró a Guillermo
desapasionadamente durante unos
segundos y luego dirigió su atención a su
tarea de hacer burbujas con su saliva.
—Tiene dos años —gritó la reunión
—. Sabemos que tiene dos años porque
su madre lo dice. Y Arabella tiene nueve
porque lo «sabemos».
Una sonrisa de triunfo curvó los
delgados labios de Arabella.
—Bueno, así entre los dos hacemos
una persona de once años, ¿no? De
manera que «podemos» pertenecer al
club. ¡Podemos pertenecer como una
persona de once años, ahí «tienes»,
Guillermo Brown!
—¡Troncho! No puedes hacer eso —
exclamó Guillermo cogido por sorpresa.
—En el anuncio no hay nada que
diga que no podemos —dijo Arabella
—, y lo seré. Somos una persona de
once años… Fred y yo… y no puedes
impedirnos la entrada en el club.
Guillermo hubiera continuado la
discusión, pero los reunidos se
impacientaban.
—Bueno, vamos —dijo un niño
pequeño de espesas cejas y una boca
que denotaba determinación a pesar de
los churretes de regaliz—. ¿Vamos a
hacer algo o no?
—Sí, si os calláis todos un minuto
—replicó Guillermo subiéndose a la
caja de embalaje que le servía de
plataforma—. Si todos os calláis un
momento y escucháis, voy a pronunciar
un discurso.
Se alzó un clamor de vítores y
burlas.
—Ahora escuchadme —dijo
Guillermo alzando su voz por encima
del griterío—. Tened la bondad de
escucharme. Voy a empezar el discurso.
Señoras y caballeros…
Se alzó otro clamor en medio del
cual pudo oírse la voz de Arabella
diciendo con agudo sarcasmo:
—Debo estar ciega. No veo ningún
caballero.
—Cállate, Arabella Simpkin —dijo
Guillermo—. Y ahora escuchadme
todos. Soy el presidente y voy a
pronunciar este discurso. Escuchad —
los murmullos se apagaron—. Hay un
club que se llama club para
Sexagenarios al que pertenecen las
personas de más de sesenta años y se lo
pasan en grande porque tienen más de
sesenta años, y lo que yo digo es, no veo
por qué no podemos pasarlo bien
también los que hemos cumplido los
diez. Hay leyes que dicen que la gente
no puede ser castigada por cosas de las
que no tienen culpa, y no es culpa
nuestra no tener sesenta años, y aunque
intentásemos tener sesenta años no lo
conseguiríamos, porque no se puede
tener sesenta años si no se tienen sesenta
años de nacimiento, así que no es justo y
debiera hacerse algo.
Un murmullo confuso se alzó al
despertar los presentes al sentido de sus
quejas.
—Vamos a darles un baño —dijo un
niño de aspecto angelical de grandes
ojos azules y cabello rubio.
—Vistámonos como ancianos con
barbas y cosas —propuso Frankie
Parker—. Yo puedo coger la trompetilla
de mi abuela. Creerá que la ha perdido.
Siempre la está perdiendo.
—En nuestro garaje hay una silla de
inválido que solía usar mi tío-abuelo,
pero no sé conducirla.
—En casa hay dos bastones. Podría
usarlos como muletas.
—¿Por qué no esperamos a tener
sesenta años? —sugirió un chiquillo de
aspecto plácido que estaba chupando
una manzana confitada—. Todo el
mundo llega a los sesenta si tiene un
poco de paciencia. Es cuestión de
esperar.
—Me gustaría ver a Guillermo
Brown a los sesenta años —se burló
Arabella—. ¡Troncho! Valdrá la pena de
verse. Ahora ya es una visión.
—Cállate, Arabella Simpkin —
exclamó Guillermo—. Callaros todos. Y
ahora escuchadme. Voy a continuar el
discurso. Callaos y escuchad que voy a
seguir con mi discurso —el clamor se
convirtió en unos pocos murmullos—.
Voy a empezar otra vez por el principio.
Señoras y caballeros, esos viejos
sexagenarios lo consiguen todo y yo voy
a fundar un club para Decenarios al que
todos vosotros, que hayáis cumplido los
diez años podréis pertenecer, y
tendremos meriendas, iremos al cine y
de excursión a la playa, lo mismo que
ellos —se oyeron vítores—. Todo el que
quiera tomar parte que levante la mano.
Se alzó un bosque de manos.
—Todos no pueden ingresar —dijo
Enrique—. Algunos sólo son niños.
Apuesto a que hay más de media docena
que no han cumplido los diez.
—Bueno, es inútil tratar de
eliminarlos —intervino Douglas—. Sólo
conseguiremos que se alboroten.
—Los eliminaremos más tarde —
replicó Guillermo—. Primero hemos de
organizarlo todo como es debido.
Pero al parecer, el club se
consideraba ya bien organizado y
rodearon a Guillermo expectantes,
llenos de ansiedad y confianza.
—¡Vamos, Guillermo!
—¿Qué haremos primero,
Guillermo?
—Vamos al cine.
—Vamos a la playa.
—No, vamos a merendar, Guillermo.
Guillermo estaba un tanto
desconcertado por el éxito inmediato de
su plan.
—No podemos hacerlo todo en
seguida —contestó—. Bueno… bueno,
primero hay que pensar un poco las
cosas. No sé qué es lo que podríamos
hacer ahora. En este preciso momento.
Quiero decir… bueno, quiero decir…
Le interrumpieron con indignadas
protestas.
—Tú «dijiste» que iríamos al cine.
—Tú nos «prometistes» que nos
llevarías a la playa.
—¡Yo quiero ir ahora! ¡Uh! —se
burló Arabella—. Debiéramos haber
sabido que Guillermo Brown no sabe
hacer otra cosa que discursos. Y no es
que sea tampoco un gran discurseador.
Nuestro Fred cualquier día podría
pronunciar un discurso mejor que el
suyo.
Y como para demostrarlo, Fred
elevó su voz en un llanto prolongado. A
pesar del llanto las protestas
continuaron.
—Se llama a sí mismo Rey de las
Islas Caníbales y ni siquiera es capaz de
llevar a la gente a la playa.
—Nunca dije eso —replicó
Guillermo.
—¿Dónde es esa merienda de que
hablabas? Oh, él puede «hablar» —dijo
Arabella—. Puede armar tanto ruido
como un burro pero no puede «hacer»
nada. Es muy propio de él.
—Tú sí «puedes» hacer algo,
¿verdad, Guillermo?
—Es un farsante empedernido, eso
es lo que es —prosiguió Arabella
lanzando su piel apolillada por encima
de su hombro con tal «élan» que aterrizó
en el suelo varios metros detrás de ella
—. Debiera estar en la cárcel, ahí es
donde debiera estar.
—Nos llevarás a algún sitio,
¿verdad, Guillermo?
—Claro que sí —replicó Guillermo
—. Claro que «puedo», y tú puedes
callarte, Arabella Simpkin. ¿Para qué
crees que he fundado este club si no
pudiera? ¡Vamos!
Grandes vítores acogieron estas
palabras, y antes de que Guillermo se
diera cuenta de lo que estaba
ocurriendo, se encontró caminando a
través de los bosques hacia Hadley, con
su club de Decenarios vitoreándole a
sus espaldas.
—¡Al cine!
—Vamos al cine.
—¡Troncho! ¿No es estupendo?
Guillermo nos lleva al cine.
Las ligeras protestas de Guillermo
quedaron ahogadas bajo aquel clamor, y
en menos de un minuto, según le pareció
a él, era empujado por la calle principal
de Hadley en dirección al mejor cine de
la localidad.
Ante la puerta se volvió a
contemplar el grupo de arrapiezos que
formaba su Club de Decenarios. Por
fortuna el desvencijado cochecito había
desaparecido. (La indignada madre de
Arabella lo había retirado cuando
pasaron por el pueblo), pero Arabella
seguía capitaneando la multitud, con la
piel colgada de un hombro, y con el velo
de su bonete escolar torcido sobre un
ojo.
—Será mejor que esperéis afuera
mientras yo voy a arreglarlo todo —dijo
Guillermo en tono de autoridad que no
ocultaba una ligera inquietud—.
Cuéntalos bien, uno por uno sin
equivocarte, Pelirrojo. ¿Cuántos hay?
—Yo creo que unos diecinueve —
repuso Pelirrojo—. No puedo contarlos
bien porque no cesan de moverse.
Un niño pequeño corría entrando y
saliendo en el grupo y una niña saltaba
arriba y abajo de las escaleras de
entrada cantando: Pito, pito, Colorito,
en tono desafinado. El encargado les
miraba con recelo y desagrado.
—Bueno, adelante, Guillermo
Brown —dijo Arabella—. ¿Cuánto
tiempo nos vas a tener vagando por
aquí?
—Está bien, está bien —replicó
Guillermo—. Tengo que tener tiempo
para respirar como los demás, ¿no?
Subiendo los escalones se acercó a
la taquilla con aire tranquilo.
—Diecinueve entradas de seis
peniques —dijo al empleado de la
taquilla.
El hombre le miró.
—¿Dónde está el dinero? —le dijo.
—No tengo —repuso Guillermo—.
Nosotros no pagamos. Somos del Club
de Decenarios.
—¿El… «qué»? —exclamó el
hombre.
—El Club de Decenarios —explicó
Guillermo con paciencia—. Lo mismo
que el Club de Sexagenarios. Entramos
gratis en todas partes.
—¿Vosotros…? —por un momento
la indignación privó del habla al
empleado. Al fin lo recobró—. Largo de
aquí, pequeño, y más deprisa de lo que
has venido hasta aquí, y si vienes con
alguno más de tus trucos…
Había algo en su tono que hizo que
Guillermo corriera hacia la salida. Su
Club de Decenarios le rodeó con
ansiedad.
—¿Todo arreglado, Guillermo?
—¿Podemos entrar ahora,
Guillermo?
—No —contestó Guillermo—. No,
no… no es una película buena. No os
gustaría. He echado un vistazo a las
fotografías y… bueno, es una película
aburrida. No os gustaría. Dije que no
queríamos entrar porque era una
película muy aburrida.
Hubo un murmullo de
desaprobación.
—No me importaría —dijo la niña
de las cejas pobladas—. Me gustan las
películas aburridas.
El portero les estaba mirando
peligrosamente y Guillermo echó a
andar por la calle seguido de su
multitud.
—¿Qué vamos a hacer, Guillermo?
—Vamos a la playa, ¿no te parece,
Guillermo?
—¡Mirad! —exclamó Arabella
señalando con su manita huesuda el otro
lado de la calle.
Fuera de una tienda de tabacos-
confitería había un gran anuncio.
«Salidas diarias para
Brighton, Worthing, Hasting».
«Clup de Decenarios».
«El clup de Decenarios queda
cerrado asta nuebo
abiso, firmado Guillermo
Brown».
PEQUEÑOS ERRORES
QUE OCURREN
PRODIGIOSOS COSACOS
SORPRENDENTES PRUEBAS
ECUESTRES
JINETES ACROBÁTICOS SIN
SILLA
EL CABALLO HUMANO
LA CARGA DE LA BRIGADA
LIGERA
LOS BAILARINES EQUINOS
SÓLO ESTA NOCHE
ENTRADA 1 CHELÍN
Un hombre con un guardapolvo
estaba alisando el cartel con un cepillo.
—¿Quiere decir… esta noche? —
preguntó Guillermo sin poder dar
crédito a sus ojos.
—Sí —replicó el hombre—. No
hemos sabido si podríamos arreglarlo
hasta esta mañana. La próxima gran
actuación es en Leeds, pero vamos
actuando una noche aquí y otra allí
según nos pilla de camino. Depende del
tiempo que tenemos. Así nos
mantenemos en forma y con fondos y
distraemos a los nativos, así que ahí
tienes.
Dicho esto metió el cepillo en el
cubo lleno de engrudo y se alejó.
—Tenemos que venir, Pelirrojo —
exclamó Guillermo, agregando
pensativo—: ¿Tienes un chelín?
—No —repuso Pelirrojo—. No
tengo ni un céntimo. ¿Y tú?
—No —dijo Guillermo.
—¿Te dará algo tu padre?
—No sé. Me ha privado de mi
asignación semanal por culpa de una
asquerosa ventana que se puso en el
camino de mi pelota. ¿Y el tuyo?
—No sé. El mío me ha quitado la
mía por culpa de un asqueroso parterre
que se puso en el camino de mi
bicicleta.
—De todas maneras podemos
intentarlo, ¿no te parece?
—De acuerdo. Regresemos y
probemos ahora. Es sábado, de manera
que vendrá a casa a comer.