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Libro número 29 de Guillermo el

travieso.
Contiene los relatos siguientes:
Guillermo y el cohete a la Luna.
Guillermo y el juego nuevo.
Guillermo y la corbata americana.
Archie huye.
Guillermo y Hubertito.
Guillermo el nuevo isabelino.
Guillermo y el Club de los
Decenarios.
Pequeños errores que ocurren.
Richmal Crompton

Guillermo y el
cohete a la
Luna
Guillermo el travieso - 29
ePub r1.0
Titivillus 18.08.15
Título original: William and the Moon
Rocket
Richmal Crompton, 1954
Traducción: C. Peraire del Molino
Ilustraciones: Thomas Henry Fisher
Diseño de cubierta: Thomas Henry Fisher

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
GUILLERMO Y EL COHETE A LA
LUNA
RICHMAL CROMPTON

GUILLERMO Y EL
COHETE A LA LUNA

—Tenemos que ser los primeros en


ir a la Luna —dijo Guillermo con aire
de firme determinación.
—¿Qué quieres decir… ir nosotros a
la Luna? —replicó Pelirrojo.
Los dos se hallaban sentados a
horcajadas sobre el tejado del cobertizo
de las herramientas contemplando
ociosamente el paisaje. Habían
comenzado fingiendo que eran marineros
náufragos que iban sobre una balsa, pero
cuando aquello fue perdiendo su
encanto, se convirtieron en los
ocupantes de un cometa que flotaba por
el espacio. Era un día demasiado
caluroso para hacer nada más activo.
—Bueno, algunos tienen que ser los
primeros en ir a la Luna —dijo
Guillermo.
—Nosotros «no podemos», la
verdad —dijo Pelirrojo a quien siempre
le desconcertaban ligeramente las
rápidas transiciones de Guillermo de la
ficción a una tangible realidad.
—No veo por qué no —fue la
respuesta de Guillermo—. Te digo que
«alguien» tiene que hacerlo y no veo por
qué no podemos ser nosotros. Piensa en
todas las cosas que podríamos haber
descubierto si otros no lo hubiesen
hecho primero… electricidad, televisión
y… las patatas fritas, el maravilloso
tecnicolor… y… —en tono de profundo
disgusto—… el Everest. ¡Troncho!
Cómo me hubiera gustado ser el primero
en escalar el Everest. Apuesto a que yo
también hubiera podido hacerlo de tener
oportunidad. Sólo es trepar y apuesto a
que yo sé trepar tan bien como
cualquiera. He trepado a la mayoría de
árboles que hay por aquí. Apuesto a que
si pusieran junto todo lo que he trepado
llegaría hasta la cima del Everest. Y si
se necesita un perro para tirar del trineo,
ahí está «Jumble». «Jumble» sabe tirar
muy bien. Arrastró aquel trineo de
provisiones cuando jugamos a descubrir
el Polo Norte.
—Sí, pero se comió todas las
provisiones —le recordó Pelirrojo.
—Oh, bueno —dijo Guillermo—,
tenía hambre, y sabía que era necesario
conservar todas sus fuerzas para tirar
del trineo.
—No servía de mucho tirar del
trineo después de que se hubo comido
todas las provisiones —comentó
Pelirrojo.
—De todas maneras, fue una
expedición estupenda —dijo Guillermo
evitando más discusiones sobre el papel
de su perro como esquimal—, y apuesto
a que lo hubiéramos hecho igual de bien
en la vida real.
—Bueno, es inútil preocuparse
ahora por el Everest —dijo Pelirrojo—.
Es demasiado tarde. Ya lo han escalado.
—Sí, pero queda la Luna —replicó
Guillermo.
—¿Qué quieres decir con eso de que
queda la Luna? —preguntó Pelirrojo.
—Troncho, ¿por qué no «escuchas»?
—exclamó Guillermo irritado—. Te he
estado «hablando» de esto, ¿no? Te he
estado diciendo que «alguien» tiene que
ir primero a la Luna y no veo por qué no
habríamos de ser nosotros.
—No tenemos un cohete —dijo
Pelirrojo.
—Bueno, podríamos fabricarlo,
¿no? —replicó Guillermo.
—No —repuso Pelirrojo
sencillamente—, y tampoco podríamos
conseguir materia atómica para
dispararlo.
Guillermo reflexionó en silencio
unos instantes.
—Apuesto a que la materia atómica
no es del todo necesaria —dijo al fin—.
Apuesto a que hay muchísimas maneras
de lanzar a la gente hacia la Luna.
Apuesto a que teniendo un muelle lo
bastante fuerte…
—No sabemos dónde está —dijo
Pelirrojo—. Me refiero a la Luna.
—Claro que lo sabemos —replicó
Guillermo—. ¿Es que estás «ciego» o
algo por el estilo? ¡Troncho! Cualquier
noche puedes «ver» la Luna. Todo lo
que hemos de hacer es esperar a que sea
de noche y «apuntarla». Yo soy muy
buen tirador. Ahora mismo acabo de dar
con mi tirador a la manzana que estaba
apuntando y apuesto a que si puedo dar a
una cosa tan pequeña como una
manzana, puedo acertar una grande como
la Luna. Teniendo un muelle lo bastante
fuerte con que disparar…
—No acertaste el árbol que
apuntabas esta mañana —dijo Pelirrojo,
quien de vez en cuando… sólo muy de
cuando en cuando… se sentía inclinado
a protestar ante el aire omnipotente de
Guillermo—. Eres un tirador pésimo.
—No lo soy.
—Lo eres.
—Repítelo.
—Eres un tirador desastroso.
Hubo una breve lucha durante la cual
ambos rodaron desde el tejado del
cobertizo de las herramientas al suelo.
—De todas formas pensaba bajarme
—dijo Guillermo con dignidad
levantándose, y sacudiendo el polvo de
su persona—. Vamos al pueblo a echar
un vistazo a la confitería.
—¿Tienes dinero?
—No. ¿Y tú?
—No.
—Eso no importa. Escogeremos lo
que compraríamos si lo tuviéramos.
Los dos se encaminaron lentamente
hacia el pueblo, pegando puntapiés a las
piedras, revolcándose en la cuneta y
manteniendo una conversación muy
diversa.
—¡Troncho! Apuesto a que es una
rata… No, no lo es. Es una rana.
—Quisiera saber en qué clase de
cosas viven. Me refiero, en la Luna.
—Apuesto a que no viven en
casas… Aquí hay una oruga estupenda,
pero ya tengo bastantes rubias, de
manera que la dejo escapar… Apuesto a
que viven en árboles o en cuevas. Yo
voy a vivir en una cueva. Voy a tener una
muy grande con estanques de agua
dentro. Voy a llevarme algunos animales
salvajes a vivir conmigo.
—Tal vez allí no hayan animales
salvajes.
—Siempre hay animales salvajes en
los lugares por descubrir. Había osos
polares en el Polo Norte y… y cebras de
no sé dónde. He olvidado el sitio…
¡Troncho! Hay una piel de plátano en la
cuneta. Y queda un poquitín de plátano
en la punta. Y queda también bastante
por los lados.
—Espera un momento —exclamó
Pelirrojo sacando un lápiz y una
arrugada libreta de notas de su bolsillo
—. Por allí viene un automóvil y quiero
anotar el número de la matrícula.
Pelirrojo había adoptado
recientemente la costumbre de
coleccionar los números de las
matrículas de todos los automóviles que
veía por la carretera, anotándolos con
rigurosa escrupulosidad. Su meta era
conseguir apuntar cien en un día, pero
hasta entonces solamente había
conseguido apuntar un total de
veintinueve.
Guillermo no veía con agrado dicha
afición. Le parecía desprovisto de
posibilidades dramáticas y hacía cuanto
estaba en su mano para disuadirle de su
interés.
—Ahora ya has llegado tarde —le
dijo con frialdad—. Me he comido todo
lo que quedaba.
—No me importa —replicó
Pelirrojo guardando la libreta en su
bolsillo—. Éste es el que hace trece y
medio hoy. El que no pude ver el final lo
cuento como medio… ¿En qué clase de
cohete vamos a ir a la Luna?
—Tendremos que pensarlo.
—¡Voy a pensar un poco!
Guillermo metiendo las manos en
sus bolsillos echó a andar por la
carretera contoneándose.
—Generalmente las cosas me dan
ideas. Tengo ideas muy buenas. Tuve una
muy buena, la de convertir en fuente
aquel pilón viejo para pájaros.
—No funcionó. Sólo nos empapó a
todos y luego se secó.
—Bueno, eso no impide que fuera
una buena idea —replicó Guillermo sin
inmutarse.
Pasaron ante el «León Rojo» y se
detuvieron para observar a un camión
cargado con piezas complicadas de
maquinaria que acababa de detenerse
ante la entrada.
Un hombre se apeó del puesto del
conductor y estuvo contemplando el
neumático deshinchado de una de las
ruedas delanteras. Era un hombre de
corta estatura, de rostro de hurón y
cabellos y cejas rubias.
—Pinchazo —dijo con aire de quien
se hace cargo de una situación penosa.
Un joven de rostro afilado, que
pasaba en una moto, desmontó.
—¿Quiere que le eche una mano? —
le dijo.
En silencio los dos cambiaron la
rueda observados con inmenso interés
por Guillermo y Pelirrojo.
Al fin se incorporaron secándose las
manos en trapos viejos manchados de
grasa, para inspeccionar su trabajo.
—Arreglado —dijo el Joven.
—Sí —replicó el hombre, y agregó
inclinando la cabeza en dirección a la
posada—. ¿Tienes tiempo para echar un
trago? Yo no tengo mucho —ladeó la
cabeza hacia el camión—: Tengo que
llevar ese cohete lunar a Biggleswick.
Y ambos desaparecieron en el «León
Rojo».
Guillermo y Pelirrojo se miraron
con la boca abierta.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo
con voz ronca—. ¿Oíste lo que han
dicho? ¡Es un «cohete lunar»!
Pelirrojo contemplaba la maquinaria
con rostro asombrado.
—No sabía que hubieran comenzado
ya a fabricarlos —dijo.
—Apuesto a que es el primero —
repuso Guillermo—. Apuesto a que es el
primero que se ha fabricado jamás.
Pelirrojo fue dando la vuelta al
camión para examinar su carga.
—No se parece a lo que yo pensaba
que sería un cohete para ir a la Luna —
dijo.
—Bueno, eso es lo que yo «dije» —
replicó Guillermo mientras su excitación
iba en aumento—. «Dije» que debía
haber muchísimas maneras de llegar allí.
—Quisiera saber qué parte es la que
dispara hacia la Luna —comentó
Pelirrojo.
—Apuesto a que es ésta —fue la
respuesta de Guillermo, señalando un
gran cilindro que sobresalía sobre el
resto de las piezas de metal—.
Apuesto… —se detuvo en seco
conteniendo el aliento. Su rostro habíase
puesto pálido de emoción—.
«¡Troncho!». ¡Tengo una idea!
—¿Cuál? —preguntó Pelirrojo.
—Metámonos dentro. Es muy
grande. Los dos cabremos con facilidad.
Metámonos dentro y vayamos a donde
vaya. Es posible que nos manden a la
Luna. Puede que lo disparen sin darse
cuenta de que estamos dentro… y
seremos los primeros en ir a la Luna,
como te dije.
Pelirrojo reflexionó.
—Um-m… Es posible. Vale la pena
probarlo.
—Naturalmente que sí —replicó
Guillermo, mirando a un lado y a otro de
la desierta carretera—. Subamos
deprisa ahora que no pasa nadie.
Fue cosa de pocos segundos el
encaramarse al camión e introducirse en
el interior del cilindro.
—No es muy cómodo —exclamó
Pelirrojo tratando de acomodar su
persona a las fuertes curvas de su
escondite.
—Bueno, no pretenderás estar
«cómodo» para ir a la Luna —le dijo
Guillermo con aire severo—. Si querías
estar cómodo haberte quedado en casa.
—Apuesto a que desearé haberlo
hecho antes de que hayamos terminado
—exclamó Pelirrojo—. Y además me
estoy manchando de aceite. Esto está
todo pringoso.
—¿Y qué es un poco de aceite? —
replicó Guillermo—. Apuesto que a esa
gente que descubrió el Polo Norte, el
Everest y… y el maravilloso tecnicolor,
no les importaba un poco de aceite.
¡Vaya! Quita esa pierna. Las pones
encima de mi cara.
—Bueno, es que tu cara ocupa todo
el sitio. Tu…
—¡Cállate! Ya vuelve.
El hombre de cara de hurón y el
joven de rostro afilado salían de la
posada. El joven montó en su
motocicleta desapareciendo por la
carretera. El hombre de cara de hurón se
instaló en el asiento de la cabina del
camión y puso el motor en marcha. El
vehículo se movió y fue adquiriendo
velocidad.
Durante varios minutos Guillermo y
Pelirrojo permanecieron tensos y
silenciosos; luego, poco a poco, se
fueron relajando (todo lo que permitía el
reducido espacio) y comenzaron a
charlar en susurros.
—Debiéramos haber traído
provisiones —comentó Pelirrojo.
—Ya encontraremos algo en la Luna
—le aseguró Guillermo—. En la Luna
hay gente y deben comer. Comeremos lo
que ellos coman.
—Con tal que no sea pastel de
tapioca —dijo Pelirrojo, preocupado.
Sentía una aversión especial por ese
alimento.
—Tal vez sean helados, plátanos y
caramelos —replicó Guillermo—. O
puede que sea algo mucho más
agradable que todo lo que hemos
probado hasta ahora.
Guardaron silencio unos instantes
entregados a la contemplación de esta
posibilidad.
—Va muy lejos —exclamó Pelirrojo
al fin.
—Bueno, tiene que ser así para ir a
la Luna —dijo Guillermo—. Quiero
decir, que tiene que ir a un sitio muy
alejado para disparar el cohete… o lo
que sea… porque naturalmente, quiere
mantenerlo en secreto.
—Si quiere mantenerlo en secreto
—repuso Pelirrojo tras una breve pausa
—, ¿por qué se lo dijo al otro hombre?
—Tal vez fuese un confederado —
dijo Guillermo—, o tal vez olvidase que
era un secreto. Es muy fácil olvidarse de
que algo es un secreto. A mí me ha
pasado.
—¿Cómo vamos a regresar? —
preguntó Pelirrojo—. De la Luna, me
refiero.
—Apuesto a que encontraremos un
medio —repuso Guillermo—. Siempre
resulta más fácil bajar que subir a
cualquier sitio. De todas formas no me
importaría quedarme allí. No tendríamos
que ir al colegio.
—Todavía no se detiene —dijo
Pelirrojo—. Va muy lejos.
El camión seguía avanzando,
avanzando… por pueblos y ciudades,
carreteras rurales, campos y brezales.
De pronto se detuvo junto a otro camión.
Pelirrojo, que asomó la cabeza fuera
del cilindro, sacó automáticamente su
libreta de notas de su bolsillo y anotó el
número del otro camión.
Maravillados, los dos niños
observaron cómo el hombre de cara de
hurón se apeaba de su camión para
coger varias cajas de cartón del otro
vehículo, ayudado por su conductor, y
trasladarlas a su propio camión. (En ese
momento Pelirrojo y Guillermo retiraron
rápidamente sus cabezas), y luego,
volviendo a ocupar el asiento del
conductor, puso de nuevo el motor en
marcha. Durante la transacción no
pronunciaron ni una palabra. El camión
volvía a correr a toda velocidad.
—Quisiera saber lo que había en
esas cajas —exclamó Pelirrojo.
—Provisiones, probablemente —
replicó Guillermo—. Tal vez en la Luna
haya alimentos que no puedan comerse.
—Pastel de tapioca —comentó
Pelirrojo.
—De todas formas, apuesto a que
son provisiones.
—Esperemos que sea algo bueno —
replicó Pelirrojo con una nota de gula en
su voz—. Están a este lado, de manera
que podría asomarme y echar un vistazo.
—No empieces a comértelo —le
dijo Guillermo con severidad—. No
queremos llegar a la Luna y descubrir
entonces que no tenemos nada que
comer. Sería bien tonto llegar a la Luna
y luego tener que morir de hambre.
—Sólo miraré —le prometió
Pelirrojo.
Y saliendo del cilindro se acercó a
las cajas para alzarles la tapa y luego
regresar.
—Son cigarrillos —dijo con voz
misteriosa, dándole un par a Guillermo
—. He cogido estos dos para
enseñártelos.
—Quizá sean para él… para
fumárselos cuando llegue a la Luna —
dijo Guillermo poco convencido.
—No podría fumárselos todos. Debe
haber «miles» de ellos.
—Tal vez piense dárselos a los
nativos para comprar alimentos con
ellos. La gente solía comprar con
cigarrillos durante la guerra —pero esta
explicación parecía poco convincente, y
examinó los cigarrillos más de cerca—.
No creo que «sean» cigarrillos.
—Parecen cigarrillos y huelen como
los cigarrillos —repuso Pelirrojo.
—Sí, lo sé —exclamó Guillermo—.
Apuesto a que se trata de algún ingenio.
Quizá son para lanzar el cohete hacia la
Luna. Apuesto a que son una especie de
palitos atómicos, él no quiere que nadie
sepa que va a ir a la Luna, por eso ha
hecho que parezcan cigarrillos. Ha
fabricado muchos, y cuando los
encienda lanzarán el cohete hacia la
Luna. «Parece» un hombre muy
inteligente. El…
—Se detiene otra vez —exclamó
Pelirrojo en tono de advertencia.
El camión se dirigía a un gran
cobertizo destartalado que había junto a
la carretera. Otra vez las dos cabezas se
asomaron cautelosamente fuera del
cilindro mientras el hombre salía de la
cabina del conductor, abría el candado
del cobertizo, e iba transportando allí
las cajas de cartón que llevaba en el
camión. Una vez hecho esto, volvió a
echar el cerrojo, y de nuevo ante el
volante puso el motor en marcha.
El hombre llevó las cajas de cartón al
destartalado cobertizo.
—¿Para qué habrá hecho eso? —
preguntó Pelirrojo.
—Apuesto a que no lo sé —replicó
Guillermo—. ¿Viste aquella pequeña
colina que había detrás del cobertizo?
Había un árbol pequeño y retorcido, y
apuesto que ese árbol apunta a la Luna y
va a utilizarlo para disparar contra ella.
Fijará el cohete al árbol de alguna
manera para situarlo en el ángulo
debido.
—Bueno, ¿entonces por qué sigue
conduciendo?
—Probablemente tendrá que recoger
otras cosas. De todas formas no puede
hacerlo hasta que sea de noche y pueda
ver la Luna. El… —se detuvo en seco
lanzando una exclamación de sorpresa.
El camión enfilaba la verja de un
gran campo… un campo lleno de
carromatos y tiendas y puestos a medio
montar. Grupos de espectadores se
habían reunido ante cada uno de ellos y
un policía se hallaba junto a la entrada
observándolo todo con aire digno y
aburrido.
Un hombrecillo rechoncho con un
par de margaritas en el ojal se acercó al
camión.
—¿Lo trajiste bien? —dijo al
conductor.
—Sí —replicó el hombre con cara
de hurón.
El hombrecillo rechoncho volvióse
hacia la multitud de mirones.
—El Cohete a la Luna se estropeó en
Hastings —dijo en tono festivo—. No
sabíamos si podríamos reunir las piezas
a tiempo, pero parece ser que acaba de
hacerse. El Cohete a la Luna es el
detalle de moda. Los trapecios, las
montañas rusas, y las ruedas giratorias
están muy bien, pero ese Cohete a la
Luna es el que pone la nota típica. Hoy
en día una feria no es feria sin un Cohete
a la Luna —dio la vuelta al camión—.
Valiente trabajo volverlo a montar. No
podremos inaugurarlo esta noche…
Bueno, descargarlo, muchachos.
Varios hombres se subieron al
camión y comenzaron a mover la
maquinaria. Dos de ellos cargaron con
el cilindro, pero volvieron a dejarlo en
seguida donde lo cogieron.
—¡Canastos! —exclamó uno—.
Pues no pesa poco.
Guillermo y Pelirrojo se habían
acurrucado en mitad de su escondite
procurando ocupar el menor espacio
posible.
Los dos hombres hicieron otro
esfuerzo.
De pronto uno de ellos lanzó un
grito.
—Ahí dentro se mueve algo —dijo.
—¡Cielos, sí! —dijo el otro—. Algo
vivo.
Los transeúntes rodearon el camión,
y el policía, abandonando su aire de
aburrimiento, fue a unirse al pequeño
grupo.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Algo se mueve dentro de ese
cilindro.
—Algo vivo.
—Un león, es lo más probable —
dijo una mujer con un gran sombrero
adornado con plumas.
—No pasen de aquí —dijo el
policía, y volviéndose al hombrecillo
rechoncho de las flores en el ojal,
agregó—: ¿Se ha escapado alguno de
sus animales?
—No —repuso el hombre—. No
tenemos apenas animales.
—Parecen focas —dijo una mujer
alta asomando su cabeza por encima de
la multitud para ver el interior del
cilindro.
—No pueden ser «Bill» y «Susy» —
dijo un hombre de bigote retorcido y
jersey rayado—. Les acabo de dejar
tomando su baño.
—Leones —insistió la mujer del
sombrero de plumas.
Un hombre que había estado
montando un tiro de anillas se acercó
con un palo largo que introdujo en el
interior del cilindro. Se oyó un grito
prolongado.
—Son hienas —dijo la mujer del
sombrero de plumas.
—Pumas —sentenció el policía—.
Quédense ahí.
El hombre del tiro de anillas volvió
a hurgar con el palo dentro del
cilindro… y allá salieron dos niños,
mugrientos y manchados de aceite… que
cayeron sobre el camión para luego
saltar al suelo.
—¡Bueno, debo de estar loco! —
exclamó el policía olvidando
momentáneamente su dignidad—.
¡Quédense por ahora ahí…! ¿Qué tienen
que decir en su favor?
Las dos formas engrasadas se
deshicieron en confusas explicaciones.
—Verá, como nos perdimos el
Everest…
—Y no queríamos perdemos la
Luna…
—Le oímos decir que era un cohete
que iba a la Luna…
—Y queríamos ser los primeros en
ir…
—Pensamos que los cigarrillos que
cogió del otro camión…
—Anoté su número. Es el que hace
catorce hoy…
—Los puso en el cobertizo. Bueno,
yo creí que eran palillos atómicos…
—¿Qué cobertizo? —preguntó el
policía.
—El que está en aquella colina con
un árbol retorcido detrás.
—Es el cobertizo de la carretera de
Minster —dijo alguien.
—Es donde guardo mi camión —
exclamó el conductor cuyo rostro había
adquirido un tinte amarillento—. Es
mío, ¿no? Tengo derecho a entrar si es
mío, ¿no es verdad?
El policía avanzó hacia él con aire
casual. Era un joven inteligente y había
comprendido más de aquel confuso
relato de lo que parecía posible.
—Quisiera saber algo más de esos
cigarrillos —dijo—, y del otro camión.
El hombre de cara de hurón dio
media vuelta y echó a correr buscando
la salida, pero el policía fue más rápido
y le alcanzó en la entrada sujetándole
con un gancho experto.
El hombre de cara de hurón echó a
correr buscando la salida, pero el policía
fue más rápido.
—Cálmese —le dijo sujetando
mejor aquella figura que se debatía—.
Sólo queremos hacerle unas preguntas.
Si usted nos da respuestas correctas no
tiene por qué preocuparse. Venga a la
comisaría. Es un poco más reservado
que esto. Y vosotros dos esperad aquí un
rato, ¿queréis?
El hombrecillo rechoncho se volvió
a Guillermo y Pelirrojo.
—Venid a tomar un helado —les
dijo— y contádmelo todo.

—Era el transportista del pueblo,


¿comprende?, de manera que nadie
sospechó de él —dijo el hombrecillo
rechoncho al señor Brown— y parece
ser que estaba en combinación con esos
ladrones del almacén desde hace algún
tiempo. Solían cometer un robo y
encontrarse con él en cierto lugar para
esconder el botín en su camión, y luego
él lo llevaba a su viejo cobertizo donde
guarda su camión. Lo han encontrado
lleno hasta arriba. Escondidos debajo de
los ladrillos y por todas partes. Está
metido hasta el cuello. Siendo el
transportista local, podía ir de un lado a
otro del país y nadie podía decir que no
estaba trabajando. Y casi siempre tenía
trabajo. El transporte del Cohete a la
Luna fue un trabajo que te vino al pelo.
Yo quería que me lo trajeran
directamente de la fábrica a
Biggleswick, de manera que contraté a
un transportista de Biggleswick para
ahorrar tiempo. Llegó demasiado tarde
para inaugurarlo anoche, pero lo
haremos hoy.
El señor Brown le escuchaba con
amable interés, Había oído aquella
historia varias veces… a la policía, a
Guillermo, a Pelirrojo, y a la mayoría de
los hombres que trabajaban en la feria y
de varios espectadores.
—Unos niños muy observadores —
prosiguió el hombrecillo rechoncho—.
Tomaron el número del camión y
describieron el cobertizo de la carretera
de Minster. Eso lo resolvió todo —miró
a Guillermo y Pelirrojo que caminaban
uno a cada lado del señor Brown—.
Hicieron un buen trabajo.
—Más por su buena suerte que por
su buen juicio —replicó el señor Brown
en tono seco.
—De todas formas celebro que
pudiera venir —le dijo el hombrecillo
rechoncho.
Cuando Guillermo y Pelirrojo
recibieron la invitación para ser los
primeros pasajeros del recién montado
Cohete a la Luna de la Feria de
Biggleswick. El señor Brown se negó al
principio a permitir tal expedición, pero
su negativa fue poco más que pura
fórmula y pronto le persuadieron no sólo
para que diera su permiso sino para que
les acompañase él mismo. Era un
hombre de corazón sencillo y siempre
había sentido debilidad por las ferias
campestres. Además, el Cohete a la
Luna era algo nuevo, que no existiera en
su juventud, y estaba secretamente
deseoso de probarlo.
—Por aquí —les dijo el hombrecillo
rechoncho haciéndoles pasar por una
entrada donde se leía: «Cohete a la
Luna. Maravillosa Aventura. Cinco
Minutos de Emociones Inolvidables».
Entraron, ocupando sus asientos en
un pequeño compartimiento con
ventanas de celofán.
Cerraron la puerta, y con
acompañamiento de una sirena
ensordecedora, el compartimiento
comenzó a mecerse alocadamente
mientras parecía surcar el aire. Después
llegaron los cinco minutos de emociones
inolvidables… subidas y bajadas en
picado… sobresaltos durante los cuales
los tres cayeron unos encima de otros…
extrañas escenas pasaron como
relámpagos por las ventanillas…
hombres con la cabeza en el lugar de los
pies, y los pies en el lugar que ocupa la
cabeza… fantásticas colinas y valles…
animales con cabeza de león y cola de
cocodrilo… extraños árboles de los que
pendían frutos de forma parecida a
grandes sacudidores de polvo, y donde
se enroscaban serpientes con ojos
gigantescos y saltones y orejas
puntiagudas… más subidas y bajadas y
sobresaltos… hasta que al fin, aturdidos
y asombrados, volvieron a salir al aire
libre.
—Estupendo, ¿verdad? —dijo el
hombrecillo rechoncho.
—Maravilloso —replicó Guillermo.
—Súper —dijo su amigo Pelirrojo.
—Desde luego ha sido inolvidable
—exclamó el señor Brown.
—No hay otro que pueda
comparársele en todo lo ancho y largo
de Inglaterra —dijo el hombrecillo
rechoncho.
—¡Ah… cielos! Fuimos los
primeros en subir —dijo Guillermo
mirando la larga cola que había a la
entrada.
—Salgamos por la otra puerta —
dijo Guillermo con astucia.
Para ir a la otra salida había que
pasar por delante de los tiros de anillas,
«Las Olas», el gran tiovivo y la mayoría
de atracciones de la feria.
Llegaron a la salida una hora más
tarde.
El señor Brown llevaba un coco
debajo de cada brazo con aire triunfante.
Guillermo dos manzanas asadas en cada
mano y apretaba contra su pecho una
pecera con un pez dorado. Pelirrojo
mordisqueaba una pirámide de azúcar
hilado. Un globo rojo, atado a un botón
de su chaqueta, flotaba sobre su cabeza.

El señor Brown, Guillermo y Pelirrojo,


salieron muy contentos y satisfechos de la
feria.
Iba oscureciendo y la Luna llena
asomaba serena entre los árboles.
Guillermo la miró lanzando un
suspiro de tristeza.
—Al fin y al cabo, no llegamos hasta
ella —dijo.
Pelirrojo estaba saturado de rosetas
de maíz, manzanas asadas, y azúcar
hilado. Había girado en los tiovivos, y
montado en los columpios y montañas
rusas: su estado era de confusión, cosa
muy perdonable.
Lanzando una mirada de indiferencia
al disco dorado, se encogió de hombros.
—No me importa cómo sea —dijo
—. No podría ser tan buena como la
auténtica.
GUILLERMO Y EL
JUEGO NUEVO

La señora Brown salió caminando


lentamente de la reunión del Instituto
Femenino, donde había asistido a una
conferencia sobre «Cómo Manejar A
Los Niños».
Fue una conferencia muy interesante
e iba dándole vueltas en su mente.
A su lado caminaba la señora
Gilbert, una recién llegada a la
vecindad, que había alquilado una casa
al otro extremo del pueblo.
—Es muy buena oradora, ¿verdad?
—dijo la señora Brown, y suspiró—.
Ha hecho que todo parezca tan sencillo.
—Sí… y en realidad no lo es,
¿verdad?
—No —fue la respuesta de la
señora Brown.
—Yo tengo una niña de nueve años
—dijo la señora Gilbert—. Y es una
edad difícil.
—Yo tengo un niño de once —
replicó la señora Brown añadiendo con
otro suspiro—. Esa también es una edad
difícil.
—No obstante, yo encuentro que
algunas de las cosas que ha dicho han
sido muy acertadas —dijo la señora
Gilbert—. Recuerde…, dijo que si
alguna vez hemos de dejar a un niño
solo en la casa cuando salimos,
debemos hacer que parezca una especie
de «juego». Fingir que le regalamos la
casa durante el tiempo que estemos
fuera. La semana pasada Patsy tenía un
resfriado terrible, yo tuve que salir a
comprar y dejarla, y ella lo tomó muy
mal. Si lo hubiera convertido en juego
fingiendo que le regalaba la casa…
—S-s-sí —repuso la señora Brown
—. Y esa otra sugerencia de jugar al
Parlamento.
—Lo he olvidado… Estuve
pensando si Patsy estará mal «adaptada»
y si me atrevería a preguntarle a la
conferenciante qué significa
exactamente.
—Bien, pues dijo que los niños
hacen travesuras porque no tienen
bastantes cosas en que ocupar su mente y
que debiéramos enseñarles a tomar
interés por la política, y sugirió que les
animásemos a formar una especie de
«Parlamento» entre ellos siguiendo la
línea del de Westminster y estudiar
asuntos políticos y pronunciar discursos.
Resultaba muy bien oyéndoselo a ella.
Pero… —agregó vacilando—, no sé…
—Quisiera saber si ella tiene niños
—dijo la señora Gilbert.
—Sí, yo me estaba preguntando lo
mismo —repuso la señora Brown—. Sin
embargo, creo que probaré esa idea del
Parlamento con Guillermo. Eso no
puede hacer ningún daño. Esperaré a
que dé señales de estar tramando nuevas
travesuras.
No tuvo que aguardar mucho.
Fue al día siguiente cuando
Guillermo cogió «prestada» la navaja de
afeitar de su padre para realizar la
transformación de un arbusto de
madroños en un árbol de acebo. El
señor Brown utilizaba una navaja
anticuada y se enorgullecía de
conservarla siempre limpia y
resplandeciente. En vano Guillermo
puso de relieve que un árbol de acebo
cubierto de madroños en el jardín
delantero hubiera aumentado su
prestigio entre los vecinos, e incluso
proporcionado fama internacional. La
casa quedó atronada por la tempestad
producida por la ira del señor Brown, y
cuando fue desapareciendo dejó a
Guillermo muy abatido, de modo que
recibió la sugerencia de la señora
Brown con aire sumiso.
—Verás, querido —le dijo—, tú y
tus amigos podríais formar una especie
de Parlamento y… bueno… —agregó
con vaguedad—, y figurar que sois
Ministros de la Corona y esas cosas y…
y discutir sobre política.
—Sí —dijo Guillermo agregando
con creciente interés—, sí, es muy buena
idea.
La señora Brown sintió un ligero
temor.
—No debéis ser «rudos» —le
advirtió—. Es sólo un juego tranquilo
para ocupar vuestra mente y llevar
vuestro interés hacia la política. Una
especie de juego «educativo».
—Sí —dijo Guillermo. La expresión
pensativa de su rostro se había
acentuado, y era evidente que estaba
considerando la sugerencia con gran
interés—. Sí —repitió—. Creo que
puede resultar un juego muy bueno. Iré
inmediatamente a buscar a los otros y
probaremos.
Pocos minutos más tarde caminaba
por la carretera, mientras la señora
Brown le observaba desde la ventana.
Iba pulcro y aseado caminando casi con
decoro, pero seguía sintiendo cierto
sentimiento de duda.
«Oh, bueno —díjose a sí misma
mientras volvía a coger su cesto de
costura—, un juego así no puede hacer
ningún daño».
Cuando Guillermo recogió a los
otros tres Proscritos, el juego nuevo
quedó al principio algo olvidado, ya que
Pelirrojo había recibido aquella misma
mañana el regalo de cumpleaños
atrasado consistente en diez chelines que
le diera su madrina.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo
excitado—. ¿En qué los gastaremos?
Era costumbre de los Proscritos
compartir su dinero. El actual poseedor
de la propina procuraba restringir los
gastos, pero ahí terminaba su actuación.
—No vamos a gastarlo todo de
golpe —dijo Pelirrojo con firmeza—. Si
gastamos un poco cada día nos durará
semanas y «semanas». Es muchísimo
dinero, son diez chelines.
—¡Os diré lo que haremos! —
exclamó Douglas—. Ayer estuve en
Marleigh con mi madre y vi unos
caramelos de palo estupendos en la
confitería. Eran de dos colores… rojos
y blancos… y tenían un aspecto
estupendo. Eran más grandes que los
caramelos ordinarios y sólo costaban
tres peniques cada uno. Si hubiese
tenido dinero me hubiera comprado uno.
—¡Vamos! —replicaron los otros al
punto.
Fueron a Marleigh por el atajo que
atravesaba los campos, esquivando a
medias los charcos de la cuneta de
forma que quedaron embarrados hasta la
cintura, gateando para atravesar el seto
con tal ímpetu que arañaron sus caras y
alborotaron sus cabellos, presentándose
en la confitería, sucios, arañados y tan
faltos de aliento que al principio no
consiguieron hacer otra cosa que jadear.
—Si queréis comprar alguna cosa,
compradla —les dijo el dueño de la
tienda mirándoles con desagrado—, y si
no es así, marcharos.
—Sí —dijo Pelirrojo recobrando el
aliento—. Queremos… —lanzó su
petición con aire triunfante— ocho de
esos caramelos de palo.
—¡Troncho! —exclamaron los otros
tres como en éxtasis.
—Y podría comprar más si quisiera
—prosiguió Pelirrojo dejando su billete
de diez chelines encima del mostrador
con aire de magnificencia—. Apuesto a
que no hay muchas personas que tengan
en su poder tanto dinero.
—¡Está bien, está bien, está bien! —
dijo el hombre entregándole los
caramelos y el cambio—. ¡Valientes
capitalistas sois vosotros! Y ahora
marchaos antes de que envíe a los
Recaudadores de Impuestos sobre las
Rentas a buscaros.
Pelirrojo contó el cambio con
expresión de profunda desconfianza, y
los cuatro salieron al camino, cada uno
con caramelos en ambas manos y
lamiéndolos alternativamente.
—Volveremos por la carretera —
propuso Pelirrojo—. No vamos a
arriesgarnos a perderlos en el seto o en
el estanque.
—Son riquísimos —dijo Douglas
con voz confusa mientras sacaba el
caramelo cuidadosamente de su boca.
—Bueno, no empecéis a morderlos
—les dijo Pelirrojo en tono de
desaprobación—. Duran más
lamiéndolos.
—¿Cuánto dinero te queda? —
preguntó Enrique.
—Ocho chelines —repuso Pelirrojo
—, y hoy ya no vamos a gastar más.
Tenemos que hacerlo durar.
—Bueno, ¿y qué haremos ahora? —
preguntó Enrique.
Guillermo propinó buenos lametones
a sus caramelos antes de responder.
—Mi madre me ha sugerido un juego
esta mañana que me ha parecido bueno.
Dice que podríamos jugar al
Parlamento.
—No me parece muy divertido —
exclamó Pelirrojo—. Preferiría jugar a
ser Pieles Rojas y Cowboys que a eso
del Parlamento. Eso no significa nada.
—No seas zoquete. Esto es
«distinto» —replicó Guillermo—.
Nosotros seremos «la gente» del
Parlamento. Y haremos lo mismo que
ellos hacen. Todos tienen distinta
política y unos cuantos tratan de hacer
cosas y los otros tratan de impedírselo.
—Parece bastante divertido —
exclamó Pelirrojo, pensativo—. ¿Cómo
se llaman?
—Yo sé todo eso —dijo Enrique
recogiendo su caramelo que se le había
caído al suelo y lamiéndolo para
quitarle el polvo—. Hay el Primer
Ministro, y el Diputado y un hombre
llamado Alguacil Negro.
—¿Por qué? —dijo Douglas.
—Es el matón. El encargado de
echarles fuera cuando empiezan a
pelear.
—Yo os dije que era un buen juego
—exclamó Guillermo agregando
complacido—. Y además, educativo, de
manera que hace que todo quede bien,
pase lo que pase.
—Apuesto a que nos mete en un lío
—comentó Douglas.
—No —repuso Guillermo—. Os
digo que es educativo. Lo mismo que las
sumas y la geografía, aunque un poco
más emocionante.
—¿Cuándo empezamos? —dijo
Enrique.
—Bueno, primero hemos de
encontrar una casa para que sea nuestro
Parlamento.
—¿Por qué no el viejo cobertizo? —
preguntó Pelirrojo.
—Creo que lo mejor será que no nos
acerquemos hoy por allí —dijo
Guillermo con pesar—. El viejo Jenks
está trabajando en el campo de al lado y
nos perseguirá, acordaros de que
estuvimos deslizándonos por su pajar.
—No hicimos ningún daño.
—No, y yo casi me rompo el cuello,
pero «eso» a él no le importa. No le
importaría que tuviera que ir con el
cuello roto el resto de mi vida… De
todas formas, no iremos al viejo
cobertizo mientras él esté trabajando
allí.
—¿A dónde iremos entonces…?
¡Troncho! Se me ha salido el palo.
—Lames con demasiado fuerza…
Tendremos que buscar una casa.
—Sí, ¿y cómo vamos a encontrarla?
—dijo Enrique—. No es tan fácil
encontrar una casa.
Guillermo contempló las casas que
bordeaban la carretera por la que
caminaban.
—Hay muchísimas —dijo con aire
despreocupado.
—Sí, pero en todas vive gente —le
hizo ver Pelirrojo.
—Hay leyes sobre las casas —
exclamó Enrique en tono sombrío—.
Algunas personas no pueden entrar y
otras no pueden salir. No es tan sencillo.
Pero el arrollador optimismo de
Guillermo no iba a disiparse.
—Apuesto a que consigo una —dijo
lamiendo los últimos vestigios de
caramelo antes de tirar el palo—.
Apuesto a que consigo una, ya lo creo.
—Y yo apuesto a que no —replicó
Douglas—, y apuesto a que si lo haces
nos metes en un lío.
—De acuerdo. Espera y verás. Tú…
Se detuvo en seco.
Pasaban ante una casa delante de la
cual había un gran olmo que crecía en el
centro de una zona de césped. Una niña
pequeña estaba en la puerta de la cerca.
Tenía la carita delgada y pecosa, y dos
trencitas muy cortas. Su expresión era de
profundo aburrimiento, pero sus ojos
brillaron al ver los caramelos rojos y
blancos, cuyos restos seguían lamiendo
los Proscritos con fruición.
—¿Dónde los comprasteis? —les
preguntó sin ceremonias.
—¡Mira que no saber tú eso! —dijo
Guillermo adoptando su aire de hombre
de mundo—. En la confitería de
Marleigh, por supuesto. ¿Es que no
sabes «nada»?
—Claro que sé… ¿cómo te llamas?
—Eso no importa —replicó
Guillermo, pero había algo en aquella
niña que le impresionaba a pesar suyo, y
agregó—: Guillermo Brown. ¿Y tú?
—Patsy Gilbert… ¿Cuánto cuestan?
—Tres peniques cada uno. Si
quieres puedes ir a comprarte uno. No
se tarda mucho por el atajo.
La niña se alzó de hombros… fue un
gesto elocuente de resignación y
disgusto.
—No tengo tres peniques. Y no
tendré más dinero hasta el sábado. Lo
gasté todo en un globo que se deshinchó
al día siguiente.
—Siempre ocurre igual —intervino
Pelirrojo—. Fuiste muy tonta al
comprarlo.
La niña miraba a cada uno de los
Proscritos con interés.
—¿Qué estáis haciendo? —les
preguntó.
—Buscamos una casa —repuso
Guillermo dándose importancia.
—¿Y para qué queréis una casa?
—No te importa —replicó
Guillermo sintiendo que se había
mostrado demasiado amable con un
miembro del sexo despreciado—. Será
mejor que no te metas en lo que no te
importa.
—Podéis quedaros con ésta —dijo
la niña tranquilamente—, si me dais
algún dinero para comprar caramelos
como los vuestros.
Guillermo quedó ligeramente… muy
ligeramente… sorprendido.
—No es tuya para regalarla —dijo.
—No voy a regalárosla —dijo la
niña tajante—. Voy a «vendérosla». Y es
«mía». Mi mamá me la ha dado. Ha
tenido que ir al pueblo a traer unas
cosas porque viene prima Gertrudis, y
me dijo: «¡Te regalo la casa, Patsy!
Recuérdalo bien, es tu casa». De manera
que ya ves, «es» mía y «puedo»
venderla.
—Oh… —repuso Guillermo
mientras sus ojos iban hasta la casa, que
era de buen tamaño y de aspecto
confortable—. ¿Cuánto quieres por ella?
—¿Cuánto tenéis? —dijo Patsy.
—Tenemos ocho chelines —replicó
Pelirrojo—, pero no pensamos pagar
tanto por una casa.
—Bueno, ¿cuánto pagaríais
entonces? —quiso saber la niña.
—Puedes comprar dos de esos
caramelos por seis peniques —replicó
Guillermo.
—Bueno, yo quiero más de dos —
repuso Patsy—. Y es una casa muy
bonita. Hay un manzano en el jardín de
atrás con un columpio, y una escalera
que sube al desván, y podéis jugar con
el depósito del agua. Vale mucho más de
seis peniques.
—Bueno, te daremos dos chelines
—dijo Guillermo—. Con eso puedes
comprar ocho caramelos y… troncho…
ocho caramelos son suficientes para
cualquiera. Son más de los que hemos
comprado para nosotros.
—Os la vendo por cinco chelines —
dijo la niña.
—¡Cinco chelines! —exclamó
Guillermo—. No vamos a pagar tanto.
—¡Cinco chelines! —exclamó Guillermo
—. No vamos a pagar tanto.
—Muy bien. Entonces os quedáis sin
ella —replicó la niña dando media
vuelta para entrar en la casa.
Guillermo vacilaba, pero al fin se
rindió.
—Está bien —dijo—. Te daremos
cinco chelines.
Pelirrojo contó el dinero a
regañadientes.
—Así nada más nos quedan tres
chelines —dijo—. Se está marchando
muy deprisa.
La niña cogió el dinero y lo guardó
en el bolsillo de su chaqueta.
—¿Dónde está ese atajo que va a
Marleigh? —dijo en tono comercial.
—Tienes que saltar la cerca, salir al
campo y atravesar el bosque —le
explicó Guillermo—. Luego hay otro
campo, y otro al lado del bosque con un
estanque al final, y no podrás pasar por
un lado del estanque porque está
encharcado, pero puedes ir por el lado
del seto si te mantienes bien pegada al
seto, y luego hay otro campo y
atravesando el seto que hay al final del
mismo saldrás a la carretera y la
confitería está allí cerca.
La niña no pareció desconcertarse ni
aturdirse ante aquellas explicaciones. Se
abrochó la chaqueta y echó a andar
animosa por la carretera.
Los Proscritos entraron en el jardín
y por un momento quedaron
inspeccionando su compra con el
orgullo del propietario, en tanto iban
dando fin a los últimos restos de sus
caramelos.
—Es una casa estupenda —dijo
Guillermo.
—Ya puede serlo por ese montón de
dinero —dijo Pelirrojo con amargura—.
¡Troncho! ¡Cinco chelines sólo por una
casa!
—Bueno, vamos. Entremos —
propuso Guillermo. Sintió cierto temor
al atravesar el umbral, pero lo rechazó
con resolución—. Bueno, la hemos
comprado, ¿no? —agregó como si
contestara a una muda observación.
Entraron en un vestíbulo bien
amueblado y espacioso, y luego
recorrieron un pasillo hasta la cocina.
—¡Troncho! —exclamó Douglas que
había abierto una puerta que daba a la
despensa—. Mirad cuántas cosas. Un
plato enorme lleno de tartas de
manzana… ¿Creéis que podemos comer
una?
—Claro que podemos —repuso
Guillermo—. Bueno, hemos
«comprado» esta casa, ¿no? Es nuestra.
Bueno… —aquí lanzó una risa irónica
—. «Me» resulta una novedad el que se
compre una casa y luego no te
pertenezca.
Pelirrojo inspeccionaba su
propiedad con cierto desprecio.
—Hay una grieta en esa ventana —
dijo—: Pienso pedirle que me devuelva
seis peniques.
—Vamos, Pelirrojo —le gritó
Guillermo con voz apagada desde la
despensa—. Aquí hay tartas de manzana,
latas de salchichas y sardinas, así como
un poco de pastel y media barra de
membrillo. ¡Troncho! Vaya festín.
Pelirrojo abandonó sus quejas para
reunirse con los otros en la despensa.
Durante algunos minutos hubo silencio
sólo interrumpido por su concienzudo
masticar.
—Bueno, no hemos dejado gran cosa
—dijo Enrique por fin.
—¿Por qué habíamos de hacerlo? —
replicó Guillermo con cierta
agresividad—. Hemos comido lo que
era nuestro. Lo hemos «comprado», ¿no?
—¿Y qué hay de ese juego del
Parlamento? —preguntó Pelirrojo.
—Oh, sí —dijo Guillermo
introduciendo el último fragmento de
pastel en su boca—. Vamos. Lo
organizaremos en seguida.
Fueron en tropel al salón de estar
donde Guillermo dirigió varias miradas
de crítica a su alrededor.
—Siempre he deseado tener una
casa de mi propiedad —dijo—. No
pienso poner alfombras en el suelo.
Nunca he comprendido qué utilidad
pueden tener. Me gusta más mi casa
cuando hacen la limpieza de primavera y
puedo hacer mucho más ruido bajando y
subiendo la escalera y caminando por el
suelo sin ninguna alfombra… Y no
pienso tener tantos muebles. Los
muebles tampoco sirven de nada. Sólo
son un estorbo cuando se juega.
—Necesitas sillas para sentarse —
dijo Douglas.
—No, no es preciso. Puedes sentarte
en el suelo. Y creo que las cortinas
también son una tontería. Estorban
cuando uno entra y sale por las ventanas.
No pienso tener ni cortinas, ni muebles,
ni alfombras. Yo…
—Sí, ¿y de quién es esta casa? —le
interrumpió Pelirrojo indignado—. ¿Con
qué dinero se ha comprado? Podría
haber tenido… —se detuvo para hacer
sus cálculos aritméticos, y por fin se dio
por vencido—. Dos caramelos de palo
diarios durante «años» probablemente,
si no hubiera comprado esta casa. Por
otra parte tampoco me parece que sean
gran cosa —agregó con pesar—. No
tiene ninguna ventana por la que pueda
subirse al tejado. He subido a mirar.
Una vez estuve en una casa que tenía una
ventana precisamente «en» el tejado.
Era estupenda. Apuesto a que esta casa
no vale más de tres chelines y seis
peniques.
—Bueno, no importa —dijo
Guillermo en tono pacificador—. Nos
servirá muy bien de Parlamento. Vamos
a organizar el juego —se volvió hacia
Enrique—. ¿Qué me dijiste que eran esa
gente del Parlamento?
—Hay el Primer Ministro —repuso
Enrique—, y los otros que dije. El
Diputado y el Alguacil Negro… Oh,
también hay un Ministro de Asuntos
Exteriores.
—Yo seré el Primer Ministro y el
Alguacil Negro —dijo Guillermo.
—No puedes —replicó Pelirrojo—.
No puedes ser dos a la vez.
—¿Quién dice que no puedo?
—Yo —replicó Pelirrojo.
Una animada batalla, a la que se
unieron los otros dos, tuvo lugar en la
salita de estar, derribando una mesita
pequeña, y enviando el contenido del
recipiente del carbón encima de la
alfombra. Luego continuó en el comedor
donde los cuatro se enredaron con una
cortina de etamine, arrancándola, y
derribándola sobre ellos con barra y
todo. Se desenredaron para ponerse en
pie, exhaustos pero reanimados.
—Está bien —dijo Guillermo sin
aliento—. Yo seré Primer Ministro y
vosotros podéis perfectamente ser los
demás.
—Yo seré el Ministro de Asuntos
Exteriores —dijo Douglas—. Yo sé
hacerme pasar muy bien por extranjero
—y extendió su boca en una mueca
estúpida, y gesticulando alocadamente
dijo con voz aguda y afectada—: «Je
suis», «tu es», «il est…», «hic»,
«haec», «hoc», «bonus», «bona»,
«bonum», «la plume», «la porte»,
«chinchunti», «majalajá».
Guillermo y Pelirrojo rieron de
buena gana, pero Enrique les miró
vacilando.
—No creo que el Ministro de
Asuntos Exteriores tenga que «ser»
extranjero —dijo.
—Claro que sí —dijo Douglas
satisfecho de su éxito—. Si tiene que ir
al extranjero tiene que ser extranjero.
—Claro que sí —dijo Guillermo—.
Eso es de cajón. Bueno, me resulta una
novedad que un Ministro de Asuntos
Exteriores no sea extranjero. ¿Por qué le
llaman así, si no lo fuera?
—Yo creo que le llaman de Asuntos
Exteriores porque va siempre al
extranjero —dijo Enrique.
—No, no es verdad —replicó
Douglas—. Le llaman Ministro de
Asuntos Exteriores porque «es»
extranjero. De todas formas, yo voy a
serlo, y seré extranjero. Sé muchas más
palabras extranjeras. Apuesto a que
puedo hablar en extranjero durante horas
sin parar. «Et tu, Brute… pommes de
terre».
—Está bien, tú puedes ser el
Ministro de Asuntos Exteriores —dijo
Guillermo—. Creo que lo harás muy
bien. ¿Y qué hay de los otros?
—Yo seré el Diputado —propuso
Pelirrojo—, y Enrique puede ser el
matón.
—El Alguacil Negro —le corrigió
Enrique.
—De acuerdo… Bueno, vamos.
Busquemos un látigo.
Registraron el paragüero y el
armario de debajo la escalera, volcando
el contenido del último en el recibidor y
volcando el primero en su afán de
alcanzar una lanza nativa que estaba
sujeta a la pared fuera de su alcance.
Por fin Guillermo lo consiguió trepando
hasta las perchas del paragüero,
quedando milagrosamente ileso cuando
todo el mueble se vino sobre él. La hoja
se había soltado del mango de madera
de la lanza, y Guillermo levantándose de
entre el naufragio, arrojó la hoja a un
lado, y luego examinó el mango con aire
crítico.
—Sí, será una buena arma para
echar a la gente —dijo.
—Está bien. Dámelo —dijo
Enrique.
—«Mensa», «mensare», «mensavi»,
«mensatum» —exclamó Douglas.
Enrique, tomando el mango de la
lanza, la blandió sobre su cabeza con un
floreo que hizo caer al suelo un gong
para llamar a comer, con gran estrépito.
—Cogeré esto también —dijo
golpeándolo con la pequeña maza.
—No, eso ha de tenerlo el Primer
Ministro —dijo Guillermo—. Así puede
tocarlo cuando quiere que dejen de
hablar para escucharle.
Mientras luchaban por la posesión
del gong, Pelirrojo que había ido en
viaje de inspección, bajó de arriba
blandiendo una caña de pescar por
encima de su cabeza.
—Mirad lo que he encontrado como
látigo —exclamó radiante.
El vestíbulo se convirtió en una
Babel de látigo, mango de lanza y
gong…
—Si voy a ser Ministro de Asuntos
Exteriores —gritó Douglas por encima
de aquel estrépito—. Voy a vestirme de
extranjero.
—Sí, esa es una buena idea —
replicó Guillermo—. Vamos a
disfrazarnos.
Registraron toda la casa abriendo
armarios y cajones. El resultado fue
realmente impresionante. Guillermo
llevaba una cubretetera y un
impermeable, Pelirrojo un colador de
verduras y la chaqueta de un pijama, y
Enrique un sombrero de pesca de
«tweed» y una bata de casa de cretona
floreada. Pero la gran sensación fue
Douglas que bajó lentamente la escalera
detrás de los otros envuelto en una
sábana, con la funda de una almohada
envuelta en la cabeza a modo de
turbante, y el rostro ennegrecido con
betún.
—¡Troncho, Douglas, eso es
«estupendo»! —exclamó Guillermo.
—«Monkety, flonkety, blonkety,
plonkety» —replicó Douglas que ya
había agotado su limitado repertorio de
palabras francesas y latinas.
—Bueno, vamos a empezar —
propuso Guillermo.
—¿Qué es lo que haremos primero?
—preguntó Pelirrojo.
—Tú y Enrique tratad de
expulsarnos a mí y a Douglas —repuso
Guillermo—. Así figurará que el
Alguacil Negro y el Diputado tratan de
expulsar al Primer Ministro y al
Ministro de Asuntos Exteriores.
¡Adelante!
La batalla abarcó toda la casa,
teniendo por final una especie de sitio,
durante el cual Guillermo y Douglas se
hicieron fuertes en lo alto de la escalera
mientras Enrique y Pelirrojo trataban de
alcanzarles. Los cuatro combatientes
rodaron por la escalera en revuelta
confusión hasta aterrizar en el vestíbulo.
—Ha sido una buena pelea —dijo
Guillermo levantándose del suelo.
—Ellos le llaman debate —replicó
Enrique.
—Bueno, entonces fue un buen
debate —dijo Guillermo—. Hagamos
otro.
Y cuando se enfrascaban con
renovado vigor en el segundo «debate»
se oyeron dos golpes en la puerta. De
pronto se hizo el silencio.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo.
Y ajustándose el cubretetera y
adoptando un aire digno, fue a abrir la
puerta.
Un automóvil se había detenido ante
la casa y junto a la puerta se hallaba una
mujer gorda. Era muy gorda, pero
carecía de ese buen humor característico
de las personas gordas. Su rostro feble
estaba surcado de arrugas de
irritabilidad, y sus ojos pequeños,
semejantes a los de un cerdo, brillaban
llenos de malicia al posarse en
Guillermo y los otros tres niños tan
curiosamente ataviados que le rodeaban.
Les apartó a un lado para entrar en el
recibidor.
—¿Qué estáis haciendo aquí, niños?
—les dijo.
—¿Qué quiere decir con eso de que
qué estamos haciendo aquí? —exclamó
Guillermo agresivo—. Vivimos aquí. Es
nuestra casa.
La mujer se dejó caer bruscamente
en una silla, la única pieza del
mobiliario del recibidor que había
escapado del derribo.
—¿Vosotros… vosotros vivís aquí?
—exclamó.
—¿De… verdad vivís aquí? —dijo la
mujer gorda, abarcando con la mirada el
caos que la rodeaba.
—Sí —fue la respuesta de
Guillermo.
Sus ojos revisaron el caos en que
aparecía el recibidor… el paragüero
volcado, y los montones de
almohadones, alfombras, y sillas
plegables, que antes estuvieran dentro
del armario de debajo la escalera. Fue
hasta el comedor viendo la cortina
arrancada del soporte, la alfombra
arrugada… llegó a la salita de estar
descubriendo la mesa volcada y el
carbón esparcido por el suelo. No dijo
nada, pero su boca apretada y pequeña,
se hizo todavía más pequeña y más
apretada, en tanto que sus mejillas
febles iban adquiriendo un tinte
escarlata. Sentándose ante el escritorio,
redactó una nota, y tras meterla en un
sobre, fue a llevarla al recibidor donde
la dejó encima de la silla, y luego,
lanzando una mirada furiosa a los niños,
salió cerrando la puerta de golpe.
—¡Canastos! —exclamó Guillermo.
—Bueno, de todas formas ya se ha
ido —dijo Enrique.
—¡Buen viaje! —gritó Douglas
olvidando su papel.
Pelirrojo había subido corriendo la
escalera y estaba asomado a la ventana
de un dormitorio.
—Todo arreglado —gritó—. Ha
subido al coche y conduce a toda
velocidad… Ahora ya está muy lejos.
—Quisiera saber quién era —dijo
Enrique.
—Tal vez fuese una ladrona —
sugirió Douglas.
—No seas tan estúpido —exclamó
Enrique—. Los ladrones no llaman a la
puerta.
—Sí que llaman —insistió Douglas
—. Llaman para ver si hay alguien…
—Y nos miró para ver si podía
vencernos —prosiguió Guillermo—. Y
al ver que no, se marchó.
—¿Sabéis?, podríamos meterla en la
cárcel por esto —dijo Enrique con aire
judicial—. Por allanamiento de morada.
Hay leyes contra esto.
—¡Bravo, vamos! —exclamó
Guillermo—. Comencemos la próxima
pelea… quiero decir debate. Que
Enrique y Douglas suban la escalera y…
—¡Guillermo! —le gritó Pelirrojo
desde la parte de arriba.
—¿Qué?
—Tu madre y una mujer se acercan
por la carretera.
—Oh… —exclamó Guillermo. Y
una mirada preocupada apareció en su
rostro contemplando la desolación que
le rodeaba, y una fría ráfaga de realidad
invadió la rosada atmósfera del
Parlamento—. Tal vez sea ya hora de
que volvamos a casa. Quiero decir que
ellos tal vez no comprendan que hemos
comprado una casa.
—No podemos —replicó Pelirrojo
—. Están ya tan cerca que nos verían si
saliéramos.
—Bueno… —Guillermo lanzó otra
mirada a su alrededor—, tal vez sea
mejor que tratemos de ordenarlo un
poco. Vaya desastre.
—Están ya en la puerta de la cerca,
Guillermo… las dos.
—¡Troncho! —replicó Guillermo—.
¡Subamos deprisa!
Los tres Proscritos volaron al piso
de arriba para reunirse con Pelirrojo
junto a la ventana del dormitorio.
—Si llegara lo peor de lo peor —
dijo Guillermo—, podemos trepar a las
ramas de ese árbol desde el balcón, y
descolgamos hasta el jardín, y de allí
escapar.
—S-s-ssí —repuso Douglas
inseguro—, pero a mí no me parece un
árbol muy «firme».

***
La señora Brown y la señora Gilbert
se habían encontrado en la tienda del
pueblo.
—Parece que no hay manteca por
ninguna parte, ¿verdad? —dijo la señora
Gilbert metiendo sus compras en un
bolso y en una cesta—. No sé lo que
ocurre. Yo siempre he creído que era
una parte esencial en los animales.
—Tal vez los animales estén
entrando en una nueva era de evolución
y nazcan sin ella —sugirió la señora
Brown.
Salieron de la tienda y echaron a
andar juntas por la carretera.
—Esta mañana he ensayado la idea
de regalar la casa a Patsy —dijo la
señora Gilbert—. Tuve que salir de
compras y dejarla sola en casa por si
acaso iba la lavandera, de manera que le
dije: «Voy a “regalarte” la casa mientras
estoy fuera. ¡Puede ser tu propia casa!».
Quedó tan interesada y complacida.
Creo que es una idea excelente.
—Sí —repuso la señora Brown—.
Yo también he probado con Guillermo lo
de jugar al Parlamento. Le dije: «Reúne
a tus amigos y organizad una especie de
Parlamento y discutid sobre política», y
la verdad es que pareció muy
interesado. Bueno —lanzó una risa en la
que había un ligero tono de recelo—.
Por lo menos debiera servir para evitar
que hagan travesuras siquiera durante
«un» día… Permítame que le lleve la
cesta. Va usted muy cargada.
—Ya lo creo —replicó la señora
Gilbert mientras se ensombrecía su
rostro afable—. Esta mañana supe por
carta que mi prima Gertrudis va a venir
a pasar una temporada con nosotras, por
eso salí a comprar lo que pude. Es… es
como una pesadilla.
—¿Por qué es una pesadilla? —
preguntó la señora Brown.
—Pues, es una especie de prima —
explicó la señora Gilbert—, que viene
cuando «quiere». No tiene casa propia,
y se reparte entre varios miembros de la
familia durante meses y meses. Me temo
que tendré que cargar con ella durante el
resto del año. Si mi marido hubiese
estado aquí, la hubiera echado pronto,
pero está en viaje de negocios, y una vez
se instala en un sitio no hay quien se
libre de ella.
—¡Qué cosa más molesta! —
exclamó la señora Brown con simpatía.
—Es más que molesta —dijo la
señora Gilbert—. No te da la
oportunidad de decir no… aunque yo
tampoco sé decir «no». Se limita a
mandar una postal y «viene». Yo que
deseaba tanto un poco de tranquilidad
ahora que me instalado en mi nueva
casa, y apenas llevo en ella quince días,
y, ¡aquí la tenemos! Si fuera distinta no
me importaría, pero tiene muy mal
carácter y es muy irritable y…
querida… ¡cómo «come»! Ya le digo
que es una pesadilla.
—Si puedo ayudarla de algún
modo… —dijo la señora Brown.
—Es usted muy amable, pero nadie
puede ayudarme —repuso la señora
Gilbert—. Es algo que tengo que
soportar —habían llegado a la casa del
gran olmo en el jardín—. Usted no ha
visto mi nueva casa todavía. Entre a
echarle un vistazo.
—Me encantaría —dijo la señora
Brown.
Abrieron la puerta de la cerca y
echaron a andar por el sendero.
—Es deliciosa —dijo la señora
Brown contemplando entusiasmada la
casa y el jardín—. Parece tan apacible.
—Claro que para nosotros es
demasiado grande —explicó la señora
Gilbert—. Es preciso que alquilemos
una parte una vez que estemos
verdaderamente instalados… pero es
encantadora.
Abrió la puerta principal.
—¡Patsy! —gritó, pero se detuvo al
punto contemplando asombrada el
paragüero volcado, y los cojines,
alfombras y sillas plegables esparcidas
por todas partes.
—¡Cielo Santo! —exclamó—. ¿Qué
diantre ha ocurrido?
—Deben haber sido ladrones —
replicó la señora Brown—. A nosotros
nos entraron una vez, y lo revolvieron
todo.
La señora Gilbert fue al comedor
donde la cortina y su soporte seguían en
el suelo.
—No pueden ser ladrones —dijo—.
Todo está en revuelta confusión pero la
plata sigue encima del aparador…
¡Patsy! —volvió a gritar—. ¡Oh, Dios
mío! ¿Qué «puede» haberle ocurrido?
Estoy tan preocupada.
Luego volvió al recibidor donde al
ver la nota encima de la silla, la abrió
para leerla.

QUERIDA ALICIA:

Cuando me dijiste que


pensabas alquilar parte de
la casa, no supuse que se
te ocurriría alquilarla a
semejante familia de
estrafalarios que parece
haber tomado posesión de
ella. Una visita en tales
circunstancias e
«imposible», y me voy
directamente a casa de
prima Cecilia.
Tu prima,
GERTRUDIS

—¡Oh, qué «alivio»! —dijo—. Pero


quisiera saber dónde está Patsy.
De pronto una figura muy curiosa
apareció ante la cerca… Patsy había
seguido las instrucciones de los
Proscritos. Había bordeado, el estanque,
sólo mojándose parcialmente. Atravesó
el seto gateando, y supo encontrar el
camino de la confitería de Marleigh.
Estaba empapada en barro, arañada,
sucia, pero provista de caramelos con
palito. Su rostro resplandecía jubiloso
bajo una capa de lodo y azúcar. Llevaba
cuatro caramelos en cada mano, y cuatro
más asomaban por sendos bolsillos de
su chaqueta. Lamiendo sus caramelos
con una sonrisa de felicidad, se acercó a
su madre.
—«¡Patsy!» —gritó la señora
Gilbert.
En aquel momento se oyó un
chasquido semejante al disparo de un
revólver, y una figura confusa con la
cabeza cubierta por un cubretetera, se
deslizó por el árbol tratando de asirse al
aire con desesperación, y al fin rodó a
los pies de la señora Brown…
—¡Guillermo! —gritó la señora
Brown.

***
Era al día siguiente. La señora
Brown había ido a ver a la señora
Gilbert encontrándola cuando salía de su
casa, y se quedaron charlando junto a la
cerca.
—Su padre se puso furioso con él —
dijo la señora Brown—, y naturalmente
nos hacemos responsables de todos los
desperfectos que ocasionara.
—La verdad es que no fue mucho —
replicó la señora Gilbert—. Sólo
volcaron algunas cosas. No rompieron
nada. He vuelto a colocar las cortinas y
la lavandera quitará fácilmente las
manchas de betún de la sábana y de la
funda de la almohada… ¡y en cuanto a la
comida! —se echó a reír—. Había
comprado tantas cosas para la prima
Gertrudis que me alegré de que hubieran
vaciado la despensa. Y… oh, querida, el
«alivio» de no tenerla en casa meses y
meses. Vale la pena todo lo ocurrido.
—Sin embargo, fue «terrible».
—La culpa la tuvo Patsy.
—¡Tonterías! La tuvo Guillermo.
En aquel momento, la señora Monks,
Presidenta del Instituto Femenino,
apareció en un recodo del camino y fue
a detenerse junto a ellas.
—Precisamente estaba deseando
verlas —les dijo—. La señora Smith
que dio aquella conferencia tan
interesante sobre la Educación de los
Niños la semana pasada, me ha escrito
diciéndome que está dispuesta a dar otra
conferencia sobre el mismo tema. ¿Qué
opinan ustedes? ¿Le digo que sí o que
no?
La señora Brown se puso muy
pálida, y la señora Gilbert se agarró a la
cerca buscando apoyo.
—¡Que «no»! —exclamaron al
unísono.
GUILLERMO Y LA
CORBATA AMERICANA

—Bueno, ¿y qué hacemos ahora? —


preguntó Pelirrojo—. Hemos hecho todo
lo que puede hacerse en un jardín.
—Y algunas cosas que no se pueden
—replicó Guillermo con cierto orgullo
modesto.
Los dos se hallaban sentados en el
tejado del cobertizo de las herramientas
contemplando el jardín que se extendía a
sus pies. Filas de plantas de guisantes
trepadores daban fe de sus viajes a
través de la selva como Pieles Rojas, y
la hierba de un macizo mostraba las
huellas de sus aterrizajes forzosos como
pilotos desde las ramas de una haya
plateada que crecía sobre él; varias
piedras habían sido arrancadas de su
lugar en el jardín rocoso durante un
animado ataque y defensa de una
fortaleza en la montaña, y la cortadora,
de césped después de una breve y poco
gloriosa carrera como tanque, había ido
a descansar en mitad de los espárragos.
—Sí —añadió Guillermo pensativo
—, tal vez será mejor que vayamos a
jugar a otro sitio. No me había dado
cuenta de que… se «notase» tanto como
se nota.
—Tal vez sea porque lo miramos
desde aquí arriba —exclamó Pelirrojo
optimista.
—Sí —repuso Guillermo
tranquilizado por la explicación—, tal
vez desde abajo no esté tan mal. De
todas formas vámonos un rato y demos
tiempo a que la gente lo descubra y lo
olvide antes de que vuelvan a vernos.
—Vamos a encender una hoguera en
algún sitio —propuso Pelirrojo—.
Tengo algunas cerillas.
—No —dijo Guillermo—. Vámonos
al bosque y probemos de trepar a aquel
árbol otra vez.
—De acuerdo —replicó Pelirrojo
comenzando a deslizarse por una de las
paredes del cobertizo—. Y apuesto a
que esta vez llegamos hasta lo más alto.
Guillermo se descolgó desde el
tejado cayendo al suelo, y aterrizando en
mitad de un montón de tierra de plantío
que su padre había colocado allí la tarde
anterior con sumo cuidado. Se puso en
pie sacudiéndose el polvo de su persona
por pura fórmula.
—Apuesto a que podríamos
construir una especie de casa en ese
árbol si llegamos hasta arriba —dijo—.
Me gustaría volver a los tiempos en que
la gente vivía en los árboles. Yo creo
que debiera volver a ponerse de moda.
La gente gruñe porque no encuentra
casa, pero no se les ha ocurrido volver a
los árboles. Apuesto a que es mucho
más divertido vivir en un árbol que en
casas.
—Sería muy difícil subir los
muebles —repuso Pelirrojo—.
Aparadores, pianos, bañeras y cosas…
y apuesto a que siempre se estarían
cayendo. Seria dificilísimo sujetarlos en
las ramas.
—No necesitaríamos muebles, bobo
—replicó Guillermo—. Viviríamos en
las ramas lo mismo que hicieron
antiguamente. Apuesto a que si todos
volviésemos a ser moradores de
árboles, lo pasaríamos mucho mejor que
ahora. Podríamos coger manzanas,
ciruelas, peras, melocotones, uvas
plátanos y piñas de los árboles para
alimentamos, y nos bastaría con
comerlos cuando tuviésemos apetito, en
vez de tener que ir a casa para las
comidas. Yo sería un buen cosechero,
pero mi padre nunca me deja practicar.
—¡Cielos, sí! —exclamó Pelirrojo
al abrirse ante él las posibilidades de la
idea—. Y no tendríamos que hacer
deberes porque no habría, ni mesas, ni
tinta.
—Y podríamos estar levantados
todo el tiempo que quisiéramos —dijo
Guillermo—, porque no habría camas, y
no necesitaríamos ir al colegio porque
no creo que el viejo Cabeza Gorda
pueda subirse a los árboles.
El viejo «Cabeza Gorda» era el
señor Vastop… un maestro que había
ingresado en la escuela de Guillermo
durante un curso para reemplazar al
señor French, el maestro de curso de
Guillermo, mientras el señor French se
tomaba unas merecidas vacaciones para
recobrarse de una operación (e
incidentalmente de Guillermo). Entre
Guillermo y el señor French hubo
siempre una gran enemistad nacida el
día de su primer encuentro, pero era una
enemistad que sobrellevaba en líneas
establecidas y casi amistosas. Se
respetaban mutuamente como enemigos,
y pedían de vez en cuando una tregua
para reorganizar sus fuerzas y
prepararse para el próximo ataque. Pero
el señor Vastop (inevitablemente
llamado Viejo Cabeza Gorda) era
distinto. Era un hombrecillo semejante a
una rata, con la nariz larga y afilada, y
una boca menuda y fruncida que dejaba
ver unos dientes salientes. Tenía mal
carácter, sarcasmo, y la desagradable
costumbre de atraer a sus víctimas con
amistosas insinuaciones para que le
hicieran confidencias que luego usaba
como arma contra ellos cuando se
presentaba la ocasión. Incluso había
arrancado de Guillermo (con su sonrisa
de ratón) confidencias sobre su buen
perro «Jumble» sólo para comentar en
público la semejanza de Guillermo con
su «perro de mala ralea» la próxima vez
que Guillermo llegara al colegio con su
acostumbrado desaliño.
—Oh, no pensemos en «él» —dijo
Guillermo—. Él no está hecho para
vivir en los árboles. En un pantano o en
unas… arenas movedizas debiera estar.
De todas formas el miércoles hizo el
ridículo. ¡Mira que creer que Denis
Compton jugaba para el Kent!
El miércoles anterior Guillermo
había pasado por el lugar donde el señor
Vastop con aire de sabiduría estaba
hablando con un grupo de niños, y al
pasar había corregido una de las
declaraciones del profesor con una
brusquedad tal vez innecesaria. El rostro
de ratón del señor Vastop se puso como
la grana, pero Guillermo desapareció
antes de que pudiera replicarle
adecuadamente.
—Es un ignorante —continuó
Guillermo—. ¿De qué le sirve tener
todas esas letras detrás de su nombre si
cree que Denis Compton juega para el
Kent? Es el hombre más ignorante que
he conocido.
—Bueno, él no importa —exclamó
Pelirrojo—. Sigamos con la casa en el
árbol.
Dieron vuelta a la casa pasando por
delante de la ventana abierta de la salita
de estar. A través de ella vieron a
Roberto y a una joven con ojos de un
azul intenso sentados en el sofá. La
joven estaba entregando a Roberto algo
que parecía una corbata de un color y
dibujo muy atrevidos.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo
introduciendo la cabeza por la ventana
para poder examinar el extraño objeto
desde más cerca.
—¡Lárgate! —le gritó Roberto.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo
asomando la cabeza por la ventana.
Guillermo se marchó.
—¿Quién es ella? —preguntóle
Pelirrojo cuando prosiguieron su
camino.
—Es la chica de esa familia que ha
venido a vivir a «Los Cedros» —repuso
Guillermo—. Acaba de llegar de
América donde ha estado con unos
parientes y se llama un nombre horrible
que no puedo recordar… suena algo así
como rocas… pero un poco distinto… y
Roberto dice que es la chica más bonita
que ha visto en su vida.
—A mí me ha parecido muy
corriente —exclamó Pelirrojo.
—Todas lo son —replicó Guillermo
—, pero… —agregó con creciente
excitación—… ¿Viste la corbata que le
estaba dando? Jamás había visto una
corbata como esa. Estaba llena de gente
y pelotas y cosas…
—Oh, deja eso ahora —replicó
Pelirrojo—. Vamos al bosque y sigamos
con el árbol-casa.
En la salita de estar Roberto
parpadeaba echándose hacia atrás en
tanto Roxana extendía la corbata ante
sus ojos.
—Hacen furor en Nueva York —le
dijo—. Son muchos más elegantes que
las aburridas corbatas que lleva la gente
en Inglaterra, ¿verdad?
—Sí —respondió Roberto
recuperando sus perdidas fuerzas.
—La escogí especialmente para ti,
Roberto. Quería traerte algo que…
bueno, que fuese una especie de símbolo
entre nosotros. Quería que «significara»
algo. Ya sabes que soy muy especial
para eso, Roberto. Me gusta que todas
las cosas «signifiquen» algo.
—Sí —convino Roberto tratando de
ocultar su asombro—. Sí… er… desde
luego.
—Ya ves, es moderna —dijo
Roxana con vehemencia—. No es vulgar
y anticuada con lunares, rayas o cosas.
Pertenece al mundo al que tú y yo
pertenecemos, el mundo que no está
ligado por las antiguas ideas y
convencionalismos. Soy especial para
eso, Roberto, ya lo sabes. No puedo
soportar las ideas anticuadas y los
convencionalismos. Lo que estoy
tratando de decirte, Roberto, es que es
más que una corbata.
Roberto contempló las abigarradas
figuras de los jugadores de «baseball»
que en diversas actitudes… saltando,
agachados, agrupados, arrastrándose…
adornaban el pedazo de ropa. Una pelota
aparecía de vez en cuando sin que
estuviera muy a la vista el papel que
jugaba en aquella pesadilla.
—Sí —respondió Roberto,
sintiéndose sobre un terreno algo más
firme—. Sí ya veo que lo es.
—Es casi lo que podríamos llamar
una «gage d’amour», Roberto —le
dirigió una mirada avasalladora con sus
ojos azul intenso—. ¿Entiendes lo que
significa, verdad?
—Bueno —Roberto lanzó una breve
risa nerviosa y se pasó la mano por el
interior del cuello de su camisa. El
francés de Roxana era maravillosamente
parisino, y el de Roberto, como el que
enseñan las monjas—. Bueno… er…
—Es francés, ya sabes —le dijo
Roxana en tono amable.
—¡Oh, sí, claro! —exclamó Roberto
con alivio—. Sí… yo no puedo
pronunciarlo como tú… con
reverencia… pero sé lo que significa.
Es… maravilloso por tu parte, Roxana.
—Es una especie de «símbolo»,
Roberto, de que compartimos los
mismos ideales, que las mismas cosas
«signifiquen» lo mismo para nosotros, y
que ambos deseamos tirar por la borda
todo lo que sea atrasado, anticuado e…
insular.
Roberto volvió a mirar la corbata.
Iba haciendo su efecto sobre él. Nadie
en el pueblo tenía nada que pudiera
comparársele. Y se daba cuenta de que
le proporcionaría cierta distinción,
alzándole por encima de la demás gente
que llevaba lunares y rayas alrededor
del cuello. Y ya se oía diciendo con aire
divertido:
—¿De veras no has visto ninguna
como ésta hasta ahora? Oh, en Nueva
York todo el mundo las lleva.
—Me la pondré ahora, ¿quieres? —
le dijo comenzando a deshacer el nudo
de la sobria corbata azul marino y
blanca que rodeaba su cuello.
Roxana puso la mano sobre su brazo.
—No, Roberto. Quiero que te la
pongas en alguna «ocasión». Ya, sabes
que soy muy especial para eso. Cuando
una cosa significa mucho para mí quiero
hacer de ella un acontecimiento. Verás,
el jueves voy a dar una fiesta a mis
amigos… a mis amigos especiales… y
quiero que te la pongas entonces. Y…
quizás te parezca tonta, pero soy muy
especial para esto… quisiera que te la
pusieses entonces por primera vez. Si
vienes a la fiesta llevando la corbata
será señal de que somos «verdaderos»
amigos, que sientes lo mismo que yo
respecto al protocolo y
convencionalismos, y esa clase de
cosas. Y si no la llevas…
—Pero, Roxana, claro que la llevaré
—exclamó Roberto con fervor—. Claro
que me pondré la corbata.
—Piénsalo, Roberto. Piénsalo con
calma. Significa tanto para los dos —
dijo Roxana en tono solemne—. El año
pasado…
Se detuvo y su rostro se
ensombreció con algún doloroso
recuerdo.
—¿Sí, querida? —la animó Roberto.
—Hubo un hombre… que «parecía»
compartir todas mis ideas sobre estas
cosas y cuando fui a Nueva York con
mis primas… lo mismo que este año… y
le traje una corbata como a ti. Era
parecida a ésta aunque tal vez un poco
más atrevida… —Roberto miró la
corbata y parpadeó—. Y le dije lo
mismo que acabo de decirte, y que la
llevara en mi fiesta si realmente sentía
por mí lo que él decía, y… y…
—¿Y qué?
—No se la puso. Fingió haberla
perdido. ¿Has oído alguna vez una
excusa más cobarde? No se la puso y
dijo que la había perdido. Ya no
«significó» nada para mí. Soy muy
especial para eso, ya sabes. Cuando una
persona me decepciona ya no significa
nada para mí.
—Pero claro que llevaré la corbata
a tu fiesta, Roxana —dijo Roberto—.
Ha sido maravilloso que me lo pidieras.
—Fue una excusa tan «cobarde»
decir que la había perdido, ¿verdad?
Entonces le vi como era realmente, y lo
aparté de mi vida. Tú crees que hice
bien ¿verdad, Roberto?
—Desde luego —replicó Roberto
con fervor.
—Y no te la pondrás antes de la
fiesta, ¿verdad?
—Naturalmente que no —dijo
Roberto—. A decir verdad no puedo
ponérmela antes porque mañana voy a
pasar unos días de vacaciones con
Jameson y no volveré hasta el jueves
por la tarde.
Roxana exhaló un suspiro largo y
profundo.
—Me temo que tengo un carácter
raro y complicado, Roberto —dijo—.
Muy pocas personas me comprenden de
verdad. Esa es la gran tragedia de mi
vida. Tengo ideales muy altos y muy
pocos amigos saben alcanzarlos…
Supongo que debes considerarme muy
tonta, ¿no, Roberto?
—Creo que eres adorable —repuso
el muchacho feliz de haber llegado a un
punto donde él se sentía sobre terreno
firme—. Y creo que todo en ti es
adorable… tus ojos, tus cabellos, tu
boca y… bueno, también adoró tu
nombre. Roxana… Es el nombre más
hermoso que he oído en mi vida.
—Bueno, me «pertenece», ¿no? —
dijo Roxana—. En cuanto lo vi… en un
libro, he olvidado cual… supe que me
pertenecía. Mis padres me pusieron
Elsa. He tratado de perdonarles pero no
ha sido fácil. Yo soy tan sentida. ¡Elsa!
—se estremeció—. No me va nada, y si
una cosa no va conmigo, no puedo
soportarla. Parece empañar toda mi
personalidad. Soy muy especial para
eso, Roberto… Una temporada estuve a
punto de decidirme por Perdita, pero en
cuanto vi Roxana supe que era mi
nombre.
—Roxana… —repitió Roberto
pronunciando las sílabas con lentitud—.
Es el nombre más bonito que he oído en
mi vida, y te sienta tan bien.
—Bueno, demuestra que estoy un
poco por encima de la vulgaridad, ¿no?
—¿Por encima de la vulgaridad? —
repitió Roberto con ardor—. Oh,
Roxana, la primera vez que te vi…
La conversación siguió por estos
derroteros.
***
La construcción de la casa en el
árbol también continuaba por senderos
trillados.
Guillermo se cayó del árbol, se
rompió la camisa, se empapó hasta los
huesos en su afán de «llevar» agua
desde el arroyo a su improvisado
«dormitorio», perdió el pañuelo y los
tirantes durante el proceso de convertir
la rama más alta en un asta de bandera,
adquirió una capa de hollín en su intento
de construir una chimenea en «la sala de
estar»… y al final fue expulsado del
bosque… con Pelirrojo pegado a sus
talones… por un guardián furioso cuyas
amenazas de venganza añadieron una
pincelada final de color a la mañana ya
llena de colorido.
—¡Troncho! —jadeó Guillermo
cuando se hallaron seguros en la
carretera principal—. Esta vez ha dicho
cosas muy interesantes, ¿no es verdad?
—Sí —repuso Pelirrojo—. Ha
inventado algunas nuevas desde la
última vez… Sabes… no creo que los
árboles sean tan buenos como las casas.
—Bueno, la próxima vez
probaremos otra clase de árbol —
propuso Guillermo—. Apuesto a que ese
abeto grande iría mejor. Una vez que se
ha probado, los abetos resultan fáciles
de trepar.
—Pero no hay mucho sitio en las
ramas —replicó Pelirrojo—. Apuesto a
que el roble iría mejor.
—Los probaremos los dos —dijo
Guillermo—, y tendremos que montar
una especie de ascensor para que suba
«Jumble». He intentado enseñarle a
trepar a los árboles pero no sabe. Se
hace un lío con tantas patas.
—Podríamos atarle una cuerda por
la cintura y subirle.
—Sí —respondió Guillermo, pero
estaba ausente.
Sus pensamientos no estaban en la
casa del árbol, sino en la corbata que
Roxana regalaba a Roberto.
—¡Troncho! Era estupenda —dijo
—. Llena de hombres jugando al fútbol.
Nunca había visto una igual. ¡Troncho!
¡Una corbata llena de hombres jugando
al fútbol!
—No la vi muy bien —contestó
Pelirrojo—, pero si es americana
supongo que debía ser «baseball» y no
fútbol.
—Bueno, entonces «baseball» —
dijo Guillermo—. Si tengo ocasión te la
enseñaré. Sé dónde guarda las corbatas.
Se la describió a Enrique y a
Douglas… y a toda la clase. Y antes de
darse cuenta… se vio comprometido…
a llevar la corbata a la escuela y
exhibirla durante el recreo del día
siguiente. Sentía que la empresa tendría
sus dificultades, pero la ausencia de
Roberto que estaba de vacaciones
pareció disminuir el riesgo.
—Sólo la traeré, y luego la
devolveré en seguida —se aseguró para
sus adentros—. Si sólo la traigo y luego
la devuelvo no puede ocurrirle nada.
Con sigilo y osadía entró en el
dormitorio de Roberto y abrió la puerta
del armario. Allí en un cordón sujeto a
la parte posterior de la puerta colgaban
las corbatas de Roberto… pero la que le
interesaba no estaba entre ellas. Roberto
había oído mencionar casualmente a su
madre una Venta Benéfica que iba a
celebrarse en el Instituto Femenino el
sábado en que estaría ausente y,
recordando que en la última de estas
ventas del instituto ella había
contribuido con una gran variedad de
sus posesiones más queridas, supo
encontrar, según él creía, un escondite
secreto y seguro para su preciosa
corbata, en el fondo de una caja de
cuellos en el primer cajón de su
cómoda. Y hete aquí, que tras una
búsqueda desordenada, pero
concienzuda, Guillermo la encontró
todavía envuelta en su papel celofán,
cuidadosamente escondida en la caja de
cartón, debajo de los cuellos.
La introdujo en su bolsillo y
encaminóse a la escuela, donde sus
mejores ambiciones quedaron colmadas.
Sus contemporáneos le rodearon durante
el recreo hechizados por el colorido y
vigor de su vista. Aprovechando la
ocasión, Guillermo les dio una animada
conferencia sobre el juego del
«baseball» que inventó en aquel mismo
momento.
—Este jugador trata de saltar por
encima de este otro, y éste se arrastra
para acercarse al poste de la meta, y
éste otro está bailando una danza de
guerra nativa… es parte del juego… y
éste otro…
—¡Troncho! ¡Qué cantidad de
pelotas! —dijo alguien.
Guillermo se apresuró a explicarse.
—Sí, juegan con siete pelotas —dijo
—. Es parte del juego.
La multitud lanzó una exclamación
de asombro y maravilla.
—Oh, sí —prosiguió Guillermo que
en aquellos momentos se estaba dejando
llevar más allá de lo prudente—. Siete
pelotas no es nada para ellos. En
«baseball» puede jugarse con tantas
pelotas como se quiera. Tratad de dar a
una pelota con otra lo mismo que se
hace en el billar…
Se daba cuenta de que se estaba
saliendo de la raya, y le alivió que en
aquel momento sonara la campana y su
público entrara en las aulas. Pero
aquello se le había subido a la cabeza.
Había disfrutado manteniendo suspensa
a toda aquella multitud como una
autoridad en «baseball», y deseaba
seguir adelante. Se le habían ocurrido
otras variantes imaginarias de aquel
juego, y dando un codazo a Frankie
Parker que estaba sentado en el pupitre
contiguo, volvió a sacar la corbata de su
bolsillo.
—Mira, Frankie —susurró—: Éste
que tiene la boca abierta es el capitán y
está lanzando el grito de guerra. Es
así…
La mano dura del señor Vastop se
posó en su hombro, y su aguda voz cortó
en seco las primeras notas del grito de
guerra.
—Deme eso, Brown.

—Deme eso, Brown —dijo el señor


Vastop.
Y el señor Vastop regresó a su mesa
llevando la corbata con aire de triunfo.
—Nuestro amigo Brown tiene un
gusto muy especial para las corbatas —
dijo extendiendo el brazo e
inspeccionándola con su mirada de ratón
—. Un gusto muy llamativo que no debe
alentarse en alguien tan joven. Tal vez
sea una buena cosa que no tenga
oportunidad de disponer de este
ejemplar en particular.
La tapa del escritorio del señor
Vastop se cerró sobre la corbata y el
horror se cerró sobre Guillermo. Él no
sabía nada de la fiesta de Roxana, y de
la promesa solemne de Roberto de
ponerse la corbata para tal ocasión, pero
sí sabía que la corbata era un regalo de
Roxana para Roberto, que su hermano le
había visto inspeccionar la corbata
desde la ventana puesto que le llamara
la atención, y que inmediatamente
relacionaría su desaparición con su
interés… y que tenía que devolverla a
manos de Roberto con rapidez y
seguridad.
—No importa —aseguró a sus
amigos después de la clase con una
confianza que no sentía—. Le diré que
es de Roberto. Yo… yo hablaré con él
cuando terminen las clases.
—Apuesto a que se pondrá furioso
—replicó Pelirrojo—, y apuesto a que
te dice que no te la devolverá hasta final
de curso.
Los amigos de Guillermo le
observaron mientras hablaba con el
señor Vastop al finalizar las clases. El
señor Vastop no se puso furioso. Al
contrario, estaba encantado. El señor
Vastop consideraba que Guillermo le
había «puesto en evidencia» en el asunto
del jugador de «cricket» y él no
olvidaba jamás a quien le ponía en
evidencia, y dio por bienvenida la
oportunidad de vengarse de Guillermo, e
intentaba sacar el mayor jugo posible al
asunto.
El rostro normalmente sonrosado de
Guillermo había palidecido un tanto
cuando fue a reunirse de nuevo con sus
amigos.
—¡Troncho! —les dijo—. Dice que
no piensa devolvérmela. Le dije que era
de Roberto y no le importa. Le dije que
me ganaría una buena reprimenda de
Roberto, y tampoco le importa nada. Le
dije que Roberto se enfadaría mucho con
él y… ¡troncho…! tampoco parece
importarle. Le dije que podía hacerme
lo que quisiera… que me «torturara»…
con tal que me la devolviese. Le dije
que podía arrancarme los dientes y
colgarme por los pulgares como hacían
la gente en la historia.
—¿Y qué dijo a eso? —preguntó
Pelirrojo.
—Dijo que la tortura mental era
mucho más efectiva y que disfrutaría
observándome y que esperaba que
Roberto me aplicase la otra clase de
tortura… ¡y apuesto a que lo hará!
—Bueno, no puedes hacer nada,
¿verdad? —se interesó Pelirrojo.
Guillermo frunció el ceño pensativo.
—Falta casi una semana para que
vuelva Roberto. Intentaré algo…
—¿Qué puedes intentar?
—Primero intentaré conmover su
corazón —dijo Guillermo tras una breve
pausa—. Es un villano, desde luego,
pero muchos villanos se conmueven en
los libros y no veo por qué no puedo
conseguir que él se conmueva. Incluso
un villano tiene un fondo bueno y yo voy
a tratar de dar con el suyo.
Pero la búsqueda de Guillermo
resultó infructuosa. Consiguió hacer un
ejercicio de geografía, que exceptuando
unos cuantos borrones y diversas
equivocaciones garrafales, era tan
perfecto como él sabía hacerlo. Pasó
toda una tarde aprendiendo fechas
históricas, que al día siguiente repitió
sólo con un perdonable porcentaje de
errores. Recogió un lápiz que se le había
caído al señor Vastop entregándoselo
con una sonrisa amable. Incluso, el
sábado, cuando el señor Vastop fue a
reunirse con los espectadores del
partido de «cricket», le acercó una silla,
resistiendo la tentación de retirarla en el
momento de sentarse el profesor… y el
señor Vastop recibió todas estas
atenciones con una sonrisa de ratón que
demostraba el placer inmenso que le
causaba aquella situación. Los días
fueron transcurriendo hasta que llegó el
miércoles, la víspera del regreso de
Roberto.
—Bueno, no tiene ni una pizca de
buen fondo —declaró Guillermo con
firmeza—. He tratado de encontrárselo y
no lo tiene. Es uno de esos villanos sin
buen fondo, lo mismo que Hitler, Nerón,
y ese hombre de la Recaudación de
Impuestos de que habla mi padre. Tendré
que hacer algo desesperado.
—¡Troncho! —exclamó Pelirrojo—.
¿No irás a raptarle o algo así, verdad?
—N-no. No creo. Tardaría
demasiado en prepararlo, y no sabría
dónde meterle y armaría un escándalo
tremendo cuando le soltase.
—¿Qué vas a hacer entonces? —
quiso saber Pelirrojo.
—Pienso recuperarla —dijo
Guillermo—. La ha sacado de su
escritorio porque lo he mirado, de
manera que debe de estar en su casa.
Esperaré a que no haya nadie en su casa,
y entonces entraré a buscarla.
—¡Troncho! Podrías ir a la cárcel
por eso —exclamó Pelirrojo.
—Bueno, no me importaría ir a la
cárcel con tal de que primero recupere
la corbata. No creo que me metieran en
la cárcel en seguida. He oído decir que
las cárceles están llenísimas hoy en día,
de manera que supongo que la gente
tiene que aguardar turno lo mismo que
ocurre con los hospitales. De todas
formas, si estuviera en la cárcel no
tendría que asistir a sus asquerosas
clases de historia y geografía. Y siempre
podría escapar cuando me cansase.
Siempre he deseado tratar de evadirme
de la cárcel. Pasaría por entre los
barrotes y me descolgaría atando las
sábanas que previamente tendría
trenzadas a modo de cuerda y luego…
Era evidente que Guillermo estaba
en peligro de dejarse llevar por este
tema, de manera que Pelirrojo
apresuróse a interrumpirle.
—Sí, pero respecto a la corbata…
—Oh, sí —dijo Guillermo
arrancándose de mala gana de la
contemplación mental de su osada fuga
de la cárcel, y volviendo al asunto en
cuestión—. Sí, en cuanto a la corbata…
Bueno, iré a su casa, como te he dicho,
esperaré a que hayan salido todos, y…
bueno… la cogeré. Apuesto a que dejará
una ventana abierta. La gente siempre lo
hace. Y si no, apuesto a que puedo
trepar por ese cobertizo y entrar por una
de las ventanas de arriba, lo mismo que
hago en casa cuando mamá se olvida la
llave.
—¿Suponte que está la mujer de la
limpieza o alguien?
—No estará. El viejo Cabeza Gorda
alquiló la casa del viejo Frenchie y la
misma mujer de la limpieza, que sólo va
por las mañanas.
—¿Cuándo lo haremos?
—Hoy, desde luego. Es cuestión de
vida o muerte. Si no lo hacemos hoy
estamos listos. Por lo menos yo. Cuando
Roberto se enfurece no se detiene ante
nada… Vamos a casa a merendar y luego
iremos a la del viejo Cabeza Gorda para
hacerlo.
El señor Vastop, al salir de su casa
una hora más tarde, no reparó en dos
niños pequeños que se ocultaban tras el
seto del otro lado de la carretera.
—¡Vamos, de prisa! —dijo
Guillermo cuando la menuda figura hubo
desaparecido de su vista—. Hay una
ventana abierta. Apuesto a que no tardo
ni dos minutos en entrar, coger la
corbata y volver a salir.
La suerte pareció acompañarles. La
carretera estaba desierta, y permaneció
desierta mientras alzaban el marco de la
ventana, y entraban en la pequeña sala
de estar del señor French, ahora en
posesión temporal del señor Vastop.
—El viejo Frenchie acostumbraba a
guardar las cosas que confiscaba en este
cajón —dijo Guillermo abriendo uno
del escritorio—. A menudo me las ha
sacado de aquí cuando le supliqué que
lo devolviera. Es un villano, lo mismo
que el viejo Cabeza Gorda, pero con
mejor fondo.
Sin embargo, un registro
concienzudo del cajón sólo descubrió
ordenados montones de papel de notas y
sobres… cajas de clips… lápices de
colores… una cajita de pastillas para la
tos… copias de certificados del señor
Vastop que Guillermo leyó con
incredulidad y sorpresa, y una fotografía
del propio señor Vastop, a la que
Guillermo no pudo resistir la tentación
de añadir un bigote retorcido, uña pipa
enorme y un sombrero con una pluma.
—No está aquí —dijo al fin
volviendo a cerrar el cajón—. Miremos
en ese armario.
—Estás haciendo mucho ruido, has
cerrado el cajón de golpe —exclamó
Pelirrojo—. Apuesto a que alguien lo va
a oír desde la carretera y entrará a ver
qué ocurre.
Guillermo miró a su alrededor.
—Está bien, pongamos la radio —
dijo—. Apuesto a que nadie se pregunta
qué está pasando si oye sonar la radio.
Hizo girar el botón y las notas de
una marcha militar llenaron la estancia.
—Debemos dejarlo todo ordenado
como estaba —prosiguió pelirrojo un
poco nervioso—. Nos vamos a ganar
una buena reprimenda si descubre que
hemos estado aquí.
—De acuerdo —dijo Guillermo
volviendo a colocar con todo cuidado un
montón de revistas antiguas en el
armario, y resistiendo la tentación de
probar una lata de galletas que reposaba
debajo de las revistas—. Ahora vamos a
mirar en aquella cómoda.
El registro continuó. La banda
militar dio paso a una comedia que
consistía principalmente en un diálogo
entre dos hombres. El armario y la
cómoda fueron registrados sin ningún
éxito. Y cuando ya, de mala gana, iba a
abandonar la búsqueda, Pelirrojo
contuvo el aliento y dijo:
—Ha vuelto, Guillermo. Está
abriendo la puerta de la cerca.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo
—. ¡Escondámonos, de prisa!
Guillermo se ocultó detrás del
armario y Pelirrojo detrás de una gran
butaca. Desde su escondite, Guillermo
vio al señor Vastop entrando
alegremente en su jardín, y luego
detenerse y ponerse pálido al oír las
voces del diálogo de la radio (que
habían llegado al punto culminante de la
trama) y que le llegaban a través de la
ventana abierta. Se quedó allí de pie,
mirando la casa, con su rostro de ratón
contraído en una mueca de terror. Luego
echó a andar de nuevo hacia la cerca.
Frankie Parker pasaba en aquel
momento por la carretera.
—¡Parker! —gritó el señor Vastop
con su vocecilla aguda y agitada—.
Corra velozmente a la comisaría de
policía y dígales que envíen a alguien en
seguida. Dígales que al volver del
pueblo he encontrado ladrones en la
casa. ¡De prisa! ¡De prisa! ¡De prisa!
—Sí, señor —dijo Frankie
emprendiendo un trote decoroso por la
carretera. Jamás hubo nada que alterase
la compostura de Frankie.
Mientras el señor Vastop continuaba
mirando con horror hacia la casa, las
voces de los actores se apagaron, y la
voz del locutor, clara, llegó hasta él.
—Han oído ustedes «Vida en
Peligro», una obra de Adrian Ashtead…
Ahora son las cinco y media… Les
presentamos a la Orquesta de Baile de
Donald Macalastair…
Y a continuación se oyeron las notas
de un bailable.
El señor Vastop tenía la boca abierta
hasta el máximo, y los ojos a punto de
salirse de sus órbitas… Corrió hacia la
puerta principal, la abrió con su llave y
entró en la sala de estar. Allí quedó
inmóvil contemplando la radio mientras
abría y cerraba la boca sin darse cuenta.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —
gimió—. Debo habérmela dejado puesta
después de merendar. Creí que la había
apagado. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!
Sacando su pañuelo se enjugó la
frente. Y luego, como si hubiera tomado
una decisión repentina, hizo girar el
botón y la apagó… abrió los cajones de
su escritorio esparciendo su contenido
por el suelo… se torció la corbata,
alborotó sus cabellos, se sacó los
faldones de la camisa… derribó una
silla pequeña… arrugó la alfombra a
puntapiés hasta dejarla arrinconada a un
lado… esparció los objetos que había
encima de la chimenea por el hogar, y
volcó el contenido de una pequeña
librería encima de la alfombra. Acababa
de realizar todas estas operaciones
cuando la robusta figura del policía
apareció en la cerca encaminándose a la
puerta principal.
—Pase, agente —le gritó el señor
Vastop jadeando ruidosamente—. Llega
demasiado tarde. Me las arreglé con
esos individuos como pude, pero me
temo que han escapado. Aquí tiene el
campo de batalla.
Y con un gesto de su mano abarcó la
desordenada habitación.
—¡Canastos! —exclamó el policía
contemplando la escena mientras sacaba
su libreta de notas de su bolsillo—.
¿Tiene usted la amabilidad de contarme
lo que ha sucedido, señor?
—Desde luego, agente, desde luego
—repuso el señor Vastop—. Oí las
voces de esos hombres y les vi desde la
ventana mientras entraba en el jardín, de
manera que envié a un niño que pasaba a
buscarle a usted y entré a ver si podía
arreglármelas solo. Encontré a dos
hombres aquí vaciando el escritorio,
como puede usted ver.
—Sí, señor… ¿Podría describirlos?
—Desde luego, agente, desde
luego… Los dos eran corpulentos. Uno
era moreno, llevaba traje oscuro, y el
otro era… er… rubio, vestido de claro.
Luché con ellos en seguida, de manera
que no pude observar muchos detalles.
—Claro, señor —dijo el policía
escribiendo afanosamente.
—Primero derribé a uno de un
puñetazo, pero el otro se lanzó sobre mí,
y mientras luchaba con él, se levantó el
primero. Conseguí llegar a la puerta y
esperaba poder entretenerlos hasta que
usted viniera. Al rubio le propiné un
puñetazo que le lanzó contra la librería,
tirando todos los libros, como usted ve,
y luego tuve que luchar con los dos,
aunque yo no me llevé la peor parte.
Creo… —lanzó su risa sarcástica— que
encontrará a uno con la nariz rota y el
otro con la mandíbula dislocada.
—Desde luego ha demostrado usted
ser muy valiente, señor —dijo el policía
con respeto.
—Desde luego ha demostrado mucho
valor —dijo el policía.
El señor Vastop volvió a lanzar su
risa sarcástica.
—Oh, bueno… Puede que me falten
otras muchas buenas cualidades, pero
me enorgullezco de no andar corto de
valor… Sin embargo, los dos hombres
se escaparon al fin sin que pudiera
evitarlo.
El policía contempló el contenido
del escritorio esparcido por el suelo.
—¿Le faltan muchas cosas, señor?
—le dijo.
—Afortunadamente no —repuso el
señor Vastop. A decir verdad, no me
falta nada. Acababan de empezar su
trabajo cuando les estorbé… y creo que
«estorbar» es la palabra exacta… ¡ja,
ja!
—¿No podría describirlos más
ampliamente, señor? —le dijo el
policía.
—Oh, sí, creo que sí —replicó el
señor Vastop cuya imaginación había
tenido tiempo de ejercitarse durante
aquel intervalo—. El moreno tenía un
gran bigote y… er… la nariz abultada…
y el rubio era… er… un poco calvo en
las sienes y… tenía los ojos saltones.
Verdaderos tipos de «gangsters».
—Ha salido usted muy bien de esto,
señor —le dijo el policía—. Debo
felicitarle por su valor… Bueno, ahora
me marcho con el informe. Tal vez
«podamos» atraparles, pero es probable
que ahora estén ya al amparo de los
bosques y nadie sabe qué dirección
tomarán desde allí. Adiós de momento,
señor.
—Adiós, agente —repuso el señor
Vastop mostrando sus dientes salientes
en una sonrisa efusiva—. Y estaré
dispuesto a cualquier interrogatorio. ¡Ja,
ja!
El policía se marchó con aire
majestuoso y el señor Vastop se puso a
trabajar colocando cada cosa en su sitio.
Y mientras estaba recogiendo los
objetos de adorno del hogar vio de
pronto a Guillermo acurrucado detrás de
la butaca. Le miró asombrado y con
espanto, y una vez más abrió la boca y
sus ojos estuvieron a punto de salirse de
sus órbitas.
—¡Cómo te atreves! —musitó—.
¡Cómo te «atreves»! ¿Qué significa
esto? —su brazo delgado arrastró a
Guillermo fuera de su escondite—. ¿Qué
te propones invadiendo mi habitación
privada? Yo… yo…
—He venido por causa de esa
corbata que usted me quitó —le dijo
Guillermo con sencillez.
—No hemos hecho ningún daño —
exclamó Pelirrojo saliendo de su
escondite—. Sólo la hemos estado
buscando.
—Daré parte al Director del colegio
—exclamó el señor Vastop—. Y haré
que os expulsen a los dos. Yo… —se
detuvo en seco mientras iba apareciendo
en su rostro una mirada preocupada—.
¿Cuánto tiempo lleváis ahí?
—Todo el tiempo —dijo Guillermo
en tono inocente y con el rostro libre de
expresión—. Estábamos aquí cuando
entró usted y apagó la radio.
—Estábamos aquí cuando usted
empezó a revolverlo todo —prosiguió
Pelirrojo.
—Estábamos aquí cuando llegó el
policía —dijo Guillermo.
—Estábamos aquí cuando llegó el policía
—dijo Guillermo.
El señor Vastop se les quedó
mirando mientras un ligero rubor
coloreaba sus mejillas, y sus dientes de
ratón asomaban en una sonrisa
fantasmal.
—Probablemente habréis
confundido por completo la situación,
hijos míos —les dijo—. Confundido por
completo. Era… era… —su rostro se
contrajo en el esfuerzo de buscar una
explicación… al fin llegó la inspiración
y volvieron a asomar sus dientes—. Era
una apuesta. Sí, eso fue. Una apuesta.
Una apuesta que hice con un amigo. Me
apostó a que no podría hacerlo y yo le
aposté a que sí. La comprendéis,
¿verdad? Sólo fue una apuesta. Una
broma. Una especie de juego. ¡Ja, ja!
—Sí —respondió Guillermo con el
rostro cubierto de aquella máscara
inexpresiva—. Ya lo explicaremos
cuando lo contemos a la gente,
¿podemos, verdad?
—No, no —dijo el señor Vastop con
un sonido que quiso ser una risa
conciliadora—. ¡Oh, no, no, no! No
debéis decírselo a nadie. Sería… sería
traicionar la confianza de mi amigo si se
lo contarais a alguien. Yo… yo… yo le
di palabra a mi amigo de que nadie lo
sabría. Yo confío en vuestro honor para
que no digáis ni una palabra a nadie.
El rostro de Guillermo era ya tan
inexpresivo que parecía tallado en
madera. Miraba fijamente ante sí.
—Tengo muy mala memoria —dijo
—. Es curioso, pero tengo el
presentimiento de que si me devuelve la
corbata de Roberto no me acordaré de
nada. Lo echaré todo de mi cabeza.
El rostro del señor Vastop se
ensombreció.
—Te dije… —comenzó en tono
severo, pero luego se detuvo—. Está en
mi dormitorio —prosiguió—. Iré a
buscarla.
Salió de la habitación, y Guillermo
volvió su rostro inexpresivo hacia
Pelirrojo y lentamente le guiñó un ojo.
El profesor regresó con la corbata
todavía envuelta en su papel celofán, en
la mano. Había recobrado algo de su
dominio.
—Como pareces arrepentido de tu
desdichado comportamiento —le dijo
—, estoy dispuesto a pasar esta vez por
alto y esto, y devolverte el… er… el
artículo confiscado. Pero espero que
esto te sirva de lección.
—Sí, señor —dijo Guillermo.
—¿Y confío en que… er…
respetarás la confianza de mi amigo?
—¿Quiere usted decir que no se lo
diga a nadie? —preguntó Guillermo—.
No, no se lo diremos a nadie, ahora que
me ha devuelto la corbata.
El señor Vastop exhaló un suspiro de
alivio. Guillermo tenía todos los fallos
imaginables, pero no era niño que
faltase a su palabra. Le devolvió la
corbata a Guillermo quien la guardó en
su bolsillo, y los dos niños salieron a la
carretera. El señor Vastop que les
miraba marchar desde la ventana, se
sacó una vez más el pañuelo para
enjugar su frente.

Con cautela y en silencio, Guillermo


y Pelirrojo se dirigieron al dormitorio
de Roberto y abrieron el cajón donde
estuviera la caja de cuellos. Pero dicha
caja ya no estaba allí.
—¡Troncho! —dijo Guillermo—.
¿Qué habrá sido de ella?
—No importa —replicó Pelirrojo
—. Deja eso donde estaba y vámonos de
prisa. Estoy harto de este dichoso asunto
de la corbata. Quiero volver a trepar a
los árboles. Quiero probar en el abeto.
—De acuerdo —dijo Guillermo—.
La pondré debajo de los pañuelos.
Apuesto a que de todas maneras arma un
escándalo cuando vuelva.
Y Roberto vaya si armó escándalo
cuando volvió a su casa.
Llegó apenas con el tiempo justo
para vestirse para la fiesta de Roxana,
subió corriendo a su cuarto con el rostro
resplandeciente de felicidad, volviendo
a bajar al poco rato con el rostro lleno
de horror.
—Mamá, ¿dónde está la caja de
cuellos que estaba en el primer cajón de
mi cómoda?
La señora Brown alzó su mirada
plácida del zurcido que estaba haciendo.
—La envié a la Venta Benéfica,
querido —le dijo.
—¿Que la enviaste…?
A Roberto le falló la voz.
—Sí, querido. Era la caja de cuellos
que tía Maggíe te envió el año pasado
por Navidad, ¿no?, y dijiste que eran
una medida demasiado grande para ti.
Recuerdo que dijiste que te iban grandes
y yo no creo en eso de almacenar cosas
inútiles. Es mejor dejar que otros las
usen.
—Pero debajo de los cuellos… —
prosiguió Roberto con voz ronca—. ¿No
miraste debajo de los cuellos?
—No, querido —replicó la señora
Brown—. ¿Por qué había de mirar?
Envié la caja tal como estaba.
—¡Cielo Santo! —exclamó Roberto,
desesperado, comprendiendo todo el
significado de aquella tragedia—. Ella
nunca me creerá… «jamás» me creerá.
—¿Quién no creerá el qué, querido?
—preguntó la señora Brown cortando
una hebra de hilo y acercando la aguja a
la luz.
Roberto lanzó una risa amarga.
—Bueno, lo único que espero es que
nunca sepas lo que me has hecho —dijo
—. Sólo espero… —observó que
Guillermo estaba en la puerta y se
volvió hacia él furioso—. No te quedes
ahí escuchando lo que no te importa.
¡Lárgate!
—¿Has mirado debajo de tus
pañuelos, Roberto? —le dijo Guillermo
con aire inocente.
—¿Si he…? —comenzó Roberto con
voz de trueno, pero de repente se detuvo
y subió las escaleras de tres en tres.
A los pocos segundos regresaba con
la corbata, en tanto que Guillermo y
Pelirrojo se disponían a salir por la
puerta.
—Sí, allí estaba —dijo Roberto.
—Supuse que debía estar —repuso
Guillermo—. Vamos, Pelirrojo.
—¡Eh! ¡Un minuto! —exclamó
Roberto mientras su mente era un
torbellino de alivio, sospechas y
asombro.
—Tenemos que marchamos —dijo
Guillermo desde la cerca—. Vamos a
hacer una casa en un árbol, y ya hemos
perdido demasiado tiempo.
Roberto les estuvo mirando mientras
desaparecían por la carretera y su mente
luchaba por desentrañar la inexplicable
desaparición y reaparición de la
corbata. Hubiera apostado que aquellos
dos pillastres tenían algo que ver, ahora
que lo pensaba, todo el cajón estaba
revuelto. Vaciló, sin saber si echar a
correr tras ellas para arrancarles la
verdad, pero luego decidió dejar las
cosas como estaban. Por lo que a
Guillermo respecta era más seguro dejar
las cosas tal como estaban. Había
devuelto la corbata y eso era lo
importante. Y no había más tiempo que
perder… De pie ante el espejo del
recibidor, se puso la corbata alrededor
del cuello: hizo el nudo y con una
sonrisa beatífica, se encaminó
rápidamente a la fiesta de Roxana.
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—¡Comida! —exclamó Guillermo


contemplando la mesa de la cocina con
aire de desaprobación—. Las personas
mayores no saben nunca cuándo dejar de
comer.
—Vamos, Guillermo —dijo la
señora Brown conciliadora—, sólo se
trata de una pequeña reunión para la
Sociedad Dramática. Quieren
concretarlo todo para esa obra que van a
representar.
—Creí que ya lo tenían organizado
—replicó Guillermo apropiándose de
una barrita de queso, llevándola a la
boca, y engulléndola, todo con suma
rapidez—. Ya han celebrado bastantes
reuniones. Hablar y comer… eso es todo
lo que saben hacer.
—Bueno, deja de charlar y de comer
barritas de queso, querido —le dijo la
señora Brown sacando una bandeja de
moldes de hojaldre, del homo—. Las
cosas se complican, ya sabes. Resulta
que algunas personas no son aptas para
los papeles que les han destinado y…
bueno, luego hay que hablar del
escenario y discutir muchas cosas.
—¿Qué es eso? —preguntó
Guillermo, volviendo su mirada ceñuda
hacia los moldes de hojaldre.
—Moldes de hojaldre, querido.
Luego se rellenan de bechamel y
champiñones, y cosas por el estilo.
—Si me como éste te ahorraré el
trabajo de rellenarlo, ¿verdad? —dijo
Guillermo con aire virtuoso.
—«No» —repuso la señora Brown
demasiado tarde para salvar el molde de
hojaldre—. Y ahora vete, Guillermo.
—No me importaría tomar parte en
esa obra que están preparando —dijo
Guillermo con la voz apagada por el
molde de hojaldre—, si tienen algún
papel de alguien que comete un crimen.
Yo sé hacer muy bien el papel de
criminal. Ni tampoco me importaría ser
un «sagüeso» astuto…
—Quieres decir sabueso, Guillermo.
—Bueno, el que sigue los pasos de
alguien que ha cometido un crimen y le
persigue hasta condenarle. Soy muy buen
actor para esa clase de papeles. Una vez
escribí una obra con un protagonista
«terrenario».
—Quieres decir temerario,
Guillermo, y apártate de la puerta de la
despensa.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo
con la voz ronca de indignación—. Mira
toda esa comida. Bocadillos de
salchicha, tartas de mermelada y… ¿Es
que estos invitados de Ethel no van a
«parar» nunca de comer?
—Bueno, querido, tomarán refrescos
y barritas de queso y otras cosillas
cuando lleguen a eso de las seis, y más
tarde, a las nueve, habrá una cena fría
con café. Las cosas que hay en la
despensa son para la cena.
—¿Estás segura de que habrá
bastante? —dijo Guillermo con gran
sarcasmo—. No quisiera que se
muriesen de hambre. Tal vez fuese mejor
preparar una «sangría», y varios bueyes
asados, sólo para llenarles el buche.
—Vamos, Guillermo, no seas tonto
—dijo la señora Brown.
—Cuando Pelirrojo y yo preparamos
una comedia… —Guillermo había
desaparecido dentro de la despensa y su
voz parecía llegar de muy lejos—. Yo
no recuerdo que nos preparases estos
festines. No recuerdo que nadie nos
diese montones de bocadillos de
salchicha y cosas. Bueno, sería una
novedad que lo hicieran…
Su voz se había ido haciendo cada
vez más confusa y ahora se apagó por
completo.
—Guillermo, deja esas cosas y sal
de ahí —dijo la señora Brown
volviendo su mirada preocupada desde
la salsa bechamel que estaba preparando
en el fuego a la puerta de la despensa
desde la cual llegaban sonidos
sugerentes de que un niño estaba
masticando a dos carrillos.
Guillermo salió, con la boca llena
de migas y el rostro cubierto por una
expresión inocente.
—No he comido nada —dijo—.
Nada de importancia, por lo menos.
Sólo he cogido un par de esas tartas de
mermelada que se hubieran caído del
plato en cuanto alguien lo hubiese
movido. Y uno de esos bocadillos de
salchicha que tenía muy mala forma y
por eso pensé que sería mejor comerlo
para que no desentonase entre los otros.
—¡Oh, gracias a Dios! —la señora
Brown exclamó—. Aquí está Ethel.
Ethel entró en la cocina dejando el
cesto de la compra encima de la mesa.
—Creo que me he acordado de todo
—dijo—. Nueces… patatas fritas…
apio… crema de queso… mahonesa…
Apártate de la fuente de las patatas
fritas, Guillermo.
—Sólo las estaba mirando —dijo
Guillermo en tono agresivo—. ¡Troncho!
¡Cualquiera diría que me las iba a
comer!
—Sí, cualquiera lo diría —replicó
Ethel apartando la cesta de su alcance.
—¿Trajiste el pan, Ethel? —dijo la
señora Brown—. Recuerda que
decidimos que sería mejor tener otro en
reserva.
—¡Oh, qué fastidio! Lo olvidé —
exclamó Ethel.
Una mirada de alivio apareció en el
rostro de la señora Brown.
—Guillermo irá a buscarlo, ¿verdad,
Guillermo? —le dijo—. Aquí tienes el
dinero y no hay prisa, de manera que
puedes tomarte con tranquilidad el
tiempo que quieras.
—Está bien —repuso Guillermo
guardando el dinero en el bolsillo—.
¿Puedo llevarme algunos bocadillos de
salchicha para comer por el camino?
Así no sobrarán ni se estropearán.
—No —exclamaron Ethel y la
señora Brown a una.
—Oh, está bien —dijo Guillermo—.
Trataré de no comerme el pan cuando
vuelva, pero siento unas punzadas de
hambre terribles por todo mi cuerpo.
—No seas ridículo, Guillermo —
dijo la señora Brown—. Oh, bueno…
—le dio un par de moldes de hojaldre
—. ¡Y ahora, márchate!
Masticando vigorosamente,
Guillermo salió al jardín no tardando en
perderse de vista.
—¡Buen viento! —exclamó Ethel—.
Ahora vamos a preparar los bocadillos.
Se sentaron a la mesa para cortar el
pan, disfrutando de la paz que solía
dejar tras sí la marcha de Guillermo.
—¿Cuántas personas esperas esta
noche exactamente, querida? —le
preguntó la señora Brown.
—Bueno, entran diez en el reparto y
un par de ayudantes. Unos trece, según
creo… ¿Dónde está el rallador del
queso? ¿Se lo ha comido Guillermo?
—No, querida. Aquí lo tienes.
Ahora háblame de la comedia. He
estado tan ocupada con unas cosas y
otras que la verdad es que sé muy poco
de ella y debo estar preparada para la
reunión. ¿Cuál es su argumento?
—Pues es bastante difícil de
explicar —contestó Ethel.
Desde luego que era difícil de
explicar… Había sido escrita por
Oswaldo Franks, el secretario de la
Sociedad Dramática, y era una mezcla
de Ibsen, Chekhov y Pinero, con unas
pinceladas de Barrie y Noel Coward.
—Es trágica y cómica a la vez…
bueno, es un poco complicada en otras
partes y tiene una especie de tendencia
oculta al misterio que es terriblemente
conmovedora. Oswaldo espera que
después del estreno irá al West End.
—Ya —dijo la señora Brown,
dudosa—. Creo que voy a poner unas
gotas más de limón en las anchoas. Tú
serás la protagonista, claro.
—Claro —fue la respuesta de Ethel.
Ethel era probablemente la peor
actriz que pisara las tablas, incluso
como aficionada, pero tenía esa
combinación particular de ojos azules,
cabellos rubios, rostro alargado y boca
pequeña que hacía imposible que
escogieran a otra para el papel de
protagonista.
—¿Y quién es el primer actor? —
quiso saber la señora Brown.
—Bueno, el primer actor tiene un
papel corto, pero muy importante.
Oswaldo explicó que en el protagonista
hay una pincelada de Bernard Shaw…
Creo que al final lo hará Lionel.
—¡Oh, Lionel! —exclamó la señora
Brown sin entusiasmo.
Lionel Fenchurch era un joven que
había ido a vivir recientemente en
aquella vecindad. Era agradable, bien
parecido, capaz, e
inconmensurablemente seguro de sí
mismo. Había ingresado en las filas de
los admiradores de Ethel y, a pesar del
poco tiempo que llevaba en el pueblo,
había ganado mucho terreno. Ethel era
caprichosa, dominante y altanera y por
lo general mantenía a sus admiradores
en un estado de confusa incertidumbre,
pero no cabía duda de que Lionel,
impertérrito ante chascos y desplantes,
iba gradualmente ganando terreno a sus
rivales.
—Es bastante simpático, ya sabes —
decía Ethel pensativa mientras untaba
una rebanada de pan con una mezcla de
queso y apio picado.
—Plausible —le corrigió la señora
Brown quitando una espina de las
anchoas.
—Probablemente viene a ser lo
mismo —dijo Ethel adoptando el aire de
una mujer de mundo mientras probaba el
queso y el apio con la punta de un dedo
—. Está bonísimo… De todas formas,
me gusta y él está sencillamente loco por
mí.
—Lo sé —suspiró la señora Brown.
—Dorita Menton le ha estado yendo
detrás durante semanas y él ni siquiera
la ha mirado… Claro que Archie se
muere por hacer ese papel, pero es
demasiado malo.
La señora Brown pensó en Archie,
el artista que habitaba una casita… en
estado permanente de caos… al otro
extremo del pueblo.
—¡Pobre Archie! —dijo—. Él sí
que «te» adora, Ethel.
—Lo sé —repuso Ethel—. Ha
estado suplicando que le diésemos un
papel en la obra desde que se ha
enterado, y le probamos para un
personaje, pero… la verdad, mamá,
estuvo pésimo.
—Estoy segura de que hizo cuanto
pudo, querida.
—Sí, pero eso estuvo tan mal. Hizo
cuanto pudo y resultó fatal. Le probamos
para el papel principal porque en
realidad el protagonista no tiene mucho
que decir. ¡Debieras haberle oído! Tenía
que decir: «Soy un criminal vulgar, y la
red se está cerrando a mi alrededor.
¡Estoy atrapado a menos que consiga
salir del país antes de esta noche!».
—¡Qué discurso más raro! —
exclamó la señora Brown.
—Bueno, pertenece a la comedia —
dijo Ethel—. Oswaldo dice que hay en
él una pincelada de Ibsen… una
atmósfera de amenaza Inminente,
¿sabes…?, y Archie lo leyó como si
fuese uno de esos hombres que anuncian
la salida de los trenes con un altavoz en
las estaciones.
—Siempre me ha parecido que lo
hacen muy bien —dijo la señora Brown.
—Sí, pero no se supone que tengan
que incluir a Ibsen en eso, y Archie sí.
Creo que anda medio loco ahora que
sabe lo de la reunión y no ha sido
invitado, y de que no va a tomar parte en
la representación, pero yo no puedo
evitarlo.
—¿No podrías invitarlo a la reunión,
Ethel? —le dijo la señora Brown.
—No —replicó Ethel con firmeza
—. Es una reunión para gente
relacionada con la obra y Archie no va a
tomar parte en ella. Me preguntó si le
esperaba, y hubieras visto la cara que
puso cuando yo le dije que no. De todas
formas creo que Lionel debe hacer de
protagonista definitivamente. ¿Sabes?,
hay la cuestión del banco.
—¿El banco?
—Sí. Es una de las pinceladas de
Barrie en la obra. Hay un banco en el
jardín junto a un seto de tejos, y la gente
que se sienta en él se convierte en la
clase de persona que hubieran sido, si
algo que ha ocurrido no hubiese
ocurrido… lo he olvidado. ¿Suena muy
complicado?
—Sí —dijo la señora Brown.
—Bueno, claro que Barrie siempre
ha sido un tanto complicado. Eso es lo
bueno de él. ¿La cebolla picada pega
con los huevos revueltos y la mahonesa?
Tal vez no… Bueno, ¿sabes?, ese banco
tiene que ser un poco especial. Quiero
decir que ha de sugerir magia y misterio,
y sin embargo ser lo bastante resistente
para poderse sentar encima. Es la clase
de cosa que hubiera fabricado Roberto
de no haber estado fuera de vacaciones.
De todas formas, Lionel dijo que lo
buscaría, y ha prometido traerlo esta
noche. De manera que comprende que si
ha de tomarse tanta molestia por el
banco debe hacer el papel de
protagonista.
—¿Y qué hace el protagonista,
querida?
—En cuanto se sienta en el banco se
convierte en criminal con una serie de
enemigos que le persiguen. Antes había
sido un hombre muy bueno.
—La verdad es que resulta algo
extraño, querida —le dijo su madre.
—Sí, «es» extraño —convino Ethel
—. Oswaldo dice que tal vez estará un
poco por encima del público, pero de
todas maneras está decidido a no dejar
intervenir a Archie, y espero que él deje
de molestarnos. ¡Cielo Santo! —
exclamó cuando un tomado pareció
sacudir la casa—. ¿Qué es eso?
—Creo que es sólo Guillermo que
vuelve con el pan —dijo la señora
Brown.
Entró Guillermo jadeando y sin
aliento con un pan debajo del brazo.
—Siento haber tardado tanto —dijo
—. Me encontré a Pelirrojo.
—¿No te han dado una bolsa de
papel para envolver el pan, Guillermo?
—le preguntó la señora Brown.
—Sí, pero no sé cómo se cayó.
—¡Está mugriento! —dijo Ethel
cogiendo el pan—. Debes haber estado
jugando al fútbol con él.
Guillermo trató de parecer que no
había estado jugando al fútbol con el
pan.
—Claro que no —dijo—. Bueno, en
realidad, se me cayó al suelo y no sé
cómo se puso delante de los pies de
Pelirrojo, y luego no sé cómo se vino a
mis pies y…
—Y aterrizó en el barro de la cuneta
a juzgar por su aspecto —replicó Ethel.
—Bueno, la verdad es que al final
cayó en la cuneta. Yo traté de evitarlo
porque no quería que Pelirrojo hiciera
gol… Pero no se ha estropeado. Vaya, la
gente los «amasa» para hacerlos, ¿no?
Les golpean por eso apuesto a que les
hace bien. De todas formas no importa
que por fuera esté un poco sucio porque
cuando hacéis bocadillos para los
mayores cortáis la corteza, así que
podéis cortarla ahora y yo me la comeré
para que no se desperdicie. Bueno, así
os ayudaré, ¿no?
—La única manera de ayudamos —
dijo Ethel—, es marchándote.
En sus ojos brillaba la luz de la
batalla, de manera que Guillermo se
marchó.
Volvió a reunirse con Pelirrojo y
ambos pasaron una tarde deliciosa
persiguiéndose el uno al otro por el
bosque, y tratando en vano de hacer una
presa en el arroyo que discurría por el
lindero. Después estuvieron trepando a
los árboles y, fingiéndose jefes piratas
sostuvieron una animada batalla desde
un par de ramas que se entrecruzaban,
cayeron al suelo donde prosiguieron la
lucha durante algunos minutos, y al fin,
jadeantes y maltrechos, se sentaron a
reflexionar sobre lo que harían a
continuación. Al parecer habían agotado
por el momento todas las posibilidades
del bosque.
—Vamos al estanque a probar otra
vez la balsa que construimos —sugirió
Pelirrojo.
—No —dijo Guillermo—. Ya tengo
bastante agua con esa vieja fuente. Estoy
harto de agua. Me ha empapado por
completo y todavía me sale por el otro
lado… Vamos a practicar alpinismo a
esa casa nueva que están construyendo.
Hoy no hay nadie trabajando porque lo
miré al venir.
—No —repuso Pelirrojo—. Ya me
hice bastantes cardenales al caerme del
árbol. Tengo el doble que tú porque
caíste encima de mí. Así que tengo los
tuyos y los míos, y estoy lleno de
morados lo mismo que un Piel Roja, y
no pienso hacer alpinismo.
—Entonces pensemos otra cosa.
Guardaron absoluto silencio un par
de minutos y luego:
—Vamos a casa de Archie —
exclamaron a una.
El caos de la casa de Archie ejercía
una atracción irresistible para ellos.
Además, Archie era una víctima del
temperamento artístico. Tenía momentos
de absoluta generosidad durante los
cuales les arrojaba todo el contenido de
su despensa, y les permitía revolver sin
reservas entre sus pinturas, pinceles y
materiales para modelar, y también
momentos de ira en los que les echaba
furioso de sus posesiones. Tenía otros
de abstracción durante los cuales podían
tomar completa posesión de su casa sin
que ni siquiera se enterase de que
estaban allí.
—Si está de buen humor tal vez
encontremos algo que comer en su
despensa —dijo Guillermo—. Estoy
hambriento después de tanta agua.
—Sí, y yo también tengo hambre
después de tantos cardenales. ¡Vamos!
Archie parecía estar de buen talante.
Les vio llegar desde la ventana de su
estudio y cuando llegaron les aguardaba
en la puerta con una sonrisa radiante en
su rostro barbudo.
—Oh, buenas tardes, muchachos —
les dijo—. ¿Me traéis una nota de Ethel?
—No —replicó Guillermo—, no te
traemos una nota de Ethel.
La esperanza y el desaliento
luchaban en el rostro de Archie.
—¿Un recado, entonces? —dijo—.
¿Me traéis un recado de Ethel?
—No —contestó Guillermo—. No
traemos ningún recado de Ethel.
La tristeza se cernió sobre Archie, y
su sonrisa fue desapareciendo de su
rostro dando paso a una mirada
desesperada.
—¡Oh, pobre de mí! —exclamó.
—¿Por qué querías un recado de
Ethel, Archie? —le dijo Guillermo.
—Yo esperaba… esperaba que me
invitase a la reunión de esta noche —
repuso Archie.
—¡Esa birria de reunión! —exclamó
Guillermo con calor—. No necesitas
preocuparte por esa reunión, Archie. Es
sólo para las personas que van a tomar
parte en esa birriosa comedia.
—Lo sé —dijo el artista que todo el
día estuvo esperando recibir una nota de
Ethel ofreciéndole el papel de
protagonista e invitándole a su fiesta.
—Va a ser muy aburrida —prosiguió
Guillermo—. No van a hacer otra cosa
que hablar.
—Lo sé —suspiró Archie.
—¡Troncho! ¡Y cómo hablan! —
exclamó Guillermo—. ¡Figúrate una
fiesta en la que no se hace más que
hablar! Nosotros sabemos un juego muy
divertido que se llama «Leones y
Domadores» y yo me ofrecí a
preparárselo y a enseñarles cómo se
juega, y ni siquiera han querido
escucharme. ¿Podemos ir a echar un
vistazo a tu despensa, Archie? Sólo
echar una miradita, quiero decir. Y si
hay algo que no desees en particular…
—¡No! —gritó Archie volcando
sobre Guillermo su resentimiento contra
la vida en general—. Estoy ocupado.
Marcharos.
—Sí, pero escucha, Archie… —
comenzó a decir Guillermo, pero se
detuvo al darse cuenta de que se estaba
dirigiendo a la puerta cerrada.
—¡Troncho! —dijo Pelirrojo—.
Vaya, «no» está de buen humor.
—Es porque no ha sido invitado a la
reunión de Ethel —dijo Guillermo tras
reflexionar unos instantes—. Las
personas mayores siempre se ponen
furiosas cuando la demás gente no las
invita a sus fiestas. No es que quieran
divertirse. Sólo quieren que se les
invite. Están chiflados.
—Bueno, vámonos hasta que se le
pase —propuso Pelirrojo—.
Practiquemos el tiro de la jabalina con
nuestra ballesta construida con una
percha. Mi madre ha salido.
—De acuerdo —se avino Guillermo
—. Le daremos una hora de tiempo.
Supongo que para entonces se le habrá
pasado el enfado. Supongo que ya debe
empezar a sentir remordimientos.
Pero Archie no sentía
remordimientos. Estaba ocupado en
rehacer su vida. Ahora que Ethel le
había rechazado finalmente, el único
camino que le quedaba a seguir era
convertirse en una figura de renombre
mundial, solitaria y desilusionada, en lo
más alto del pináculo de la fama. La
gente sabría que hubo una tragedia en su
pasado. Se rumorearía que sólo había
amado una vez en vano, pero habría algo
en él que mantendría a raya la
curiosidad del vulgo. Ethel oiría hablar
de él… aclamado y mimado como el
mayor artista de todos los tiempos… y
quizá lamentase en el fondo de su
corazón el haberle apreciado tan poco.
Claro que lo primero que cabía
hacer era comenzar a escalar el pináculo
de la fama. Fue a su estudio
contemplando desconsolado las pinturas
que estaban apoyadas contra las
paredes. Como artista, Archie vagaba
entre lo convencional y lo «moderno».
Pintaba cuadros que las señoras
ancianas encontraban «deliciosos»,
cuadros que representaban mansiones
cubiertas de hiedra, con pavos reales
posados en los escalones de la terraza, o
perros de raza imprecisa rescatando
niños sonrientes y de rubios y
ensortijados cabellos de un precipicio: y
pintaba otros que no representaban nada
en absoluto. En ninguno de estos estilos
consiguió ningún éxito. Apartó su vista
de un cuadro titulado «Horas de
Inocencia», donde una joven vestida de
blanco, ligeramente parecida a Ethel,
cogía flores en un jardín donde los
narcisos, lirios, rosas y dalias crecían
exuberantes desafiando a la Naturaleza,
para dirigirla a una pintura compuesta
de un triángulo con ojos en las esquinas,
una chimenea y un par de guantes
flotando sobre ellos. Aún no tenía título
porque Archie todavía no había
decidido qué representaba.
No… de mala gana tuvo que admitir
que ninguna de sus obras iba a llevarle a
la fama. Ya las había presentado a
diversas exposiciones, siendo
rechazadas siempre. Luego su frente se
aclaró… Escultura… Si no conseguía
hacerse famoso como pintor, sería
famoso como escultor. Ethel se enteraría
de que era reconocido en todas partes
como el rival de Epstein. Y aquel
gusano de Lionel también sabría de él.
Lanzó una risa aguda y amarga al pensar
en aquel gusano de Lionel Fenchurch,
quien ahora estaría prácticamente seguro
de ser el protagonista de la comedia.
Fue hasta el cobertizo del fondo del
jardín donde hacía sus esculturas y
donde guardaba un fragmento de piedra
toscamente tallada. En la actualidad era
el único intento de escultura y había
dejado de trabajar en ella algunas
semanas atrás porque no sabía si
decidirse por hacerla clásica o moderna.
Si la dejaba tal como estaba, sería
moderna, y de continuarla, clásica. Sus
ojos brillaron al posarse sobre ella. Sí,
era una pieza de trabajo fino, se dijo
para sí. Tenía fuerza, majestad, sencillez
y misterio. Sobre todo misterio.
Celebraba no haber hablado a nadie de
ella, así aparecería por sorpresa ante un
mundo atónito. Claro que primero
tendría que resolver algunos problemas
prácticos, entre los que se encontraba la
forma precisa de presentarla ante el
mundo atónito… De pronto recordó que
la Exposición de Arte Anual de Hadley
se inauguraba dentro de pocos días y
todavía no había enviado nada. Apretó
los labios con rencor. Una exposición
provincial de arte era en verdad un
campo muy pobre para un escultor de su
talla, pero incluso Epstein habría tenido
que empezar en alguna parte, era de
suponer.
Volviendo a la casa telefoneó al
secretario de las Exposiciones de Arte
de Hadley.
—Soy Archibaldo Mannister —dijo
—. ¿Puedo presentar una obra
escultórica para la exposición?
—Sí, señor Mannister —respondió
el secretario con cierto tonillo aprensivo
—. ¿Qué representa?
—Una figura reclinada —dijo
Archie.
—Ya —contestó el secretario—.
Bien, hoy es el último día de admisión,
de manera que si no llega esta tarde,
temo que no será aceptada.
—Llegará esta tarde —dijo Archie
fríamente.
El hombre no parecía darse cuenta
de que estaba hablando con uno de los
más grandes escultores de la época.
Entonces a Archie se le ocurrió pensar
que todos los grandes artistas se
desanimaban en sus primeros tiempos.
En realidad, el tono indiferente de aquel
hombre era casi una prueba del genio de
Archie.
—Bueno, ya sabe usted que no
pasamos a recoger las obras —dijo el
secretario—. Tendrá que enviarla usted
mismo.
—Naturalmente —replicó Archie
con dignidad.
Y dejando el teléfono volvió su
atención a la cuestión del envío. El
transportista local, el señor Crumbs, era
terriblemente inseguro. Algunas veces
no aparecía, y cuando aparecía, casi
siempre estaba bebido. La última vez
que Archie le había encargado el envío
de una pintura a la Exposición de Arte
de Hadley, la había entregado en la
tienda de animales domésticos de la
localidad, dejando una jaula con una
cotorra en los escalones de la
Exposición de Arte de Hadley.
La empresa de transportistas de
Hadley era más cara, pero de más
confianza. Les telefoneó, todavía
empleando aquel tono digno, quedando
de acuerdo para que fueran a
recogérsela a las ocho. Eso le daría
tiempo a hacer cualquier pequeña
variación que se le ocurriera. Entonces
su tranquila dignidad le abandonó…
comprendiendo que el pináculo de la
fama sabría a polvo y cenizas en su boca
sin Ethel. Recordó que hacia el final de
la comedia había un momento en que el
protagonista cogía a la heroína en sus
brazos y posaba sus labios en su frente.
Decidió hacer un último esfuerzo
desesperado y telefoneó a Ethel.
—Ethel —le dijo con fervor—. He
pensado en otra forma de declamar esas
líneas… No, escucha… por favor… He
pensado en un tono de voz distinta y
todo… Escucha, Ethel… —su voz se
convirtió en un balido altisonante—.
«Soy un criminal, un criminal vulgar, y
la red se está cerrando a mi alrededor.
¡Estoy atrapado, a menos que consiga
salir del país antes de esta noche!».
¿Está así mejor, Ethel…? ¿NO…? ¡Oh,
querida! Yo esperaba… quiero decir…
¡Oh, querida!
Ethel había colgado el aparato, de
manera que él tuvo que dejar el suyo
también mirando ante sí con expresión
desesperada. Luego decidió ir a echar
otro vistazo a su Figura Reclinada, que
sería conocida en la posteridad como la
obra maestra de Archibaldo Mannister.
Después de su muerte le otorgarían
premios fantásticos. Pensándolo mejor
tal vez la conservase para dejársela a
Ethel en su testamento. Sería como una
herencia en su familia, pasando a sus
hijos, y de sus hijos a los hijos de sus
hijos, junto con la historia de un amor
sin esperanza, su profunda y no
correspondida pasión…

Guillermo y Pelirrojo contemplaron


la percha-ballesta rota con pesar.
—Bueno, no he hecho otra cosa que
apuntar y disparar —dijo Guillermo—.
Debía de ser una percha muy mala. Ya
debía tener algo roto antes de empezar.
Debiera estamos muy agradecida por
haberlo descubierto antes de que se le
cayera encima de la cabeza y le
rompiera el cuello o algo.
—Bueno, pues no lo estará —dijo
Pelirrojo—. Mi madre se pondrá
furiosa. Dejémosla en algún sitio donde
no la encuentre de momento y vámonos
de prisa.
—De acuerdo —replicó Guillermo
—. Vamos a ver si Archie está ya de
mejor humor. Tal vez nos dé algunas
perchas nuevas, si tiene.
—Apuesto a que no está de buen
humor —exclamó Pelirrojo con
pesimismo—, y apuesto a que ella me
quita mi asignación semanal por haber
roto la percha.
—Bueno, no perderemos el tiempo
con él si no está de buen humor —dijo
Guillermo—. Sólo iremos a ver.
Se acercaron a la casita con cautela,
y a través de la ventana pudieron ver a
Archie sentado ante una mesa hablando
por teléfono.
—¡Mira! Está telefoneando —
exclamó Guillermo—. Apuesto a que
puedo decir por la manera que lo haga si
está de buen humor o no. Por lo general
se sabe de qué humor está la gente por el
modo de hacer lo que están haciendo. Tú
quédate aquí y yo me arrastraré para
escuchar.
Pelirrojo se quedó junto a la cerca
mientras Guillermo se dirigía hasta la
ventana, debajo de la cual se agachó a
escuchar. Cuando volvió a reunirse con
Pelirrojo su rostro estaba pálido, y sus
ojos desmesuradamente abiertos.
Pelirrojo se quedó junto a la cerca,
mientras Guillermo se acurrucaba
debajo de la ventana para escuchar.
—¡«Troncho», Pelirrojo! —jadeó—.
¿Sabes lo que estaba diciendo? Está
telefoneando a alguien y diciéndole que
es un criminal, y que sí no escapa del
país está atrapado… ¡Troncho,
Pelirrojo! ¡Pensar que Archie es un
criminal que tiene que huir del país!
—¡«No puede» ser! —exclamó
Pelirrojo.
—Pero si lo ha dicho él mismo. Ha
dicho: «Soy un criminal y la red se está
cerrando a mi alrededor, y a menos que
huya del país antes de esta noche, estoy
atrapado». Así que «tiene» que ser
verdad. Y está en un estado terrible.
Parecía «desesperado».
—Bueno, ¿y se está preparando para
huir del país? —preguntó Pelirrojo—.
No tiene mucho tiempo si ha de
marcharse esta noche.
—No lo sé —repuso Guillermo—.
Sólo le oí decir eso y luego vine hacia
aquí… Vamos, y miremos lo que está
haciendo.
—De acuerdo —replicó Pelirrojo.
Se acercaron a la puerta de la casita
y llamaron. No obtuvieron respuesta.
—Tal vez ha huido —sugirió
Pelirrojo.
—No seas bobo —dijo Guillermo
—. Le hubiéramos visto salir.
—Puede haberse marchado por
detrás.
—Vamos a ver si podemos encontrar
alguna pista. Una vez leí en un libro que
un hombre podía saber si alguien había
huido a través de un jardín sólo mirando
las hojas de los arbustos. Tenía una
mirada astuta y rostro de halcón.
Tratando de adoptar una mirada
astuta y un rostro de halcón, ambos
dieron la vuelta a la casa hasta llegar al
pequeño jardín de la parte posterior.
—Echaré un vistazo a las hojas de
los arbustos —dijo Pelirrojo—. No
tengo microscopio, pero… —sacando
una pequeña brújula de bolsillo—.
Utilizaré esto en su lugar.
—No seas bobo —volvió a decir
Guillermo—. Le veo en ese cobertizo
y… ¡troncho! Tiene una gran estatua a su
lado.
Pelirrojo abandonó de mala gana sus
investigaciones.
—Casi consigo una pista de que
había salido por esa puerta —comentó.
—Bueno, pues no salió puesto que
está aquí. Todavía no nos ha visto…
Será mejor que no le digamos que
sabemos que es un criminal.
—¿Por qué no?
—Por lo general la gente mata a la
gente que descubre que son criminales.
Les quitan de en medio por si acaso se
lo dicen a la policía.
—¡Troncho! —exclamó Pelirrojo
con recelo—. Tal vez será mejor que no
nos acerquemos a él.
—No, tenemos que ayudarle a
escapar de esa red que se está cerrando
a su alrededor. Es nuestro amigo y
tenemos que ayudarle.
De pronto la delgada figura de
Archie apareció en la puerta del
cobertizo.
—¿Qué estáis haciendo aquí,
muchachos? —les dijo—. Creí haberos
dicho que os marcharais.
—Nosotros… er… acabamos de
volver para ver cómo te va, Archie —
dijo Guillermo entrando en el cobertizo
—. Verás… —al ver la escultura se
detuvo en seco—. ¡Troncho, Archie!
¿Qué es eso?
—¿No ves lo que es? —replicó
Archie, irritado—. Es una estatua.
—Sí, lo sé —replicó Guillermo
olvidando la carrera criminal de Archie,
ante la sorprendente forma que tenía ante
él—. ¿Pero qué es?
—Es una figura reclinada
—«¡Troncho!» —exclamó
Guillermo—. A mí no me parece una
figura reclinada. No parece nada. ¿Qué
es esa parte más elevada del extremo?
—¡Troncho! —exclamó Guillermo— A
mí no me parece una figura reclinada.
—Está reclinada sobre un codo.
Esto es el pecho y la cabeza.
—No tiene cara —objetó Pelirrojo.
—No quiere decir nada que no tenga
cara —dijo Archie, testarudo—. No
«representa» una figura reclinada. Lo
«expresa». ¿No sabéis nada de arte
moderno?
—No —repuso Guillermo.
—Pues no sé intenta representar el
objeto, sino sugerir las emociones que
despierta el pensar en el objeto.
—Oh… —dijo Guillermo—.
¿Bueno, y qué es ese bulto del otro
extremo?
—Eso son las rodillas —contestó
Archie—. Las rodillas levantadas. La
figura está reclinada sobre un codo con
las rodillas levantadas.
—Oh… —exclamó Guillermo—.
¿Por qué tiene sólo una pierna gorda en
vez de dos corrientes?
Archie contempló la masa
toscamente tallada con una mezcla de
irritación e incertidumbre. Había estado
tentado de marcar una línea en mitad
para sugerir dos piernas, pero luego
rechazó el impulso por considerarlo
indigno de la escuela naturalista, pero
todavía no estaba bien seguro.
—Ya te he explicado —dijo con
exasperación—, que no representan unas
piernas. Representa la idea de las
piernas.
—¿Y qué son esas marcas que hay al
final?
—Representan la idea de los dedos
—replicó Archie—. ¿Y ahora a qué
habéis venido? Hoy estoy muy ocupado.
—Sabemos que estás ocupado,
Archie —repuso Guillermo—. Hemos
venido a ayudarte.
—¿A ayudarme?
—Sí —dijo Guillermo
intercambiando una significativa mirada
con Pelirrojo—. Pensamos que
podríamos ayudarte a hacer el equipaje.
—¿El equipaje? —dijo Archie con
una contrariedad en la cual Guillermo
creyó ver culpabilidad y desconfianza.
—Sí… Tú… tú te vas, ¿no es
verdad, Archie?
—Desde luego que no —replicó
Archie.
—¿Quieres decir… quieres decir
que vas a quedarte aquí a pesar de todo?
—dijo Guillermo—. Quiero decir,
¿después de lo que ha ocurrido?
—Claro que sí —respondió Archie.
Que el ser rechazado por Ethel (cosa
que llenaba todo su horizonte mental)
fuese considerado algo tan definitivo
que todos esperasen que abandonase la
vecindad, era un pensamiento doloroso y
humillante.
—Si tú crees —prosiguió—… si
alguien cree… que me voy a marchar
por una cosa tan insignificante como
esa…
—A mí me parece muy grande —
dijo Pelirrojo.
—Tal vez lo sea —replicó Archie
—, pero desconocéis las circunstancias
y de todas formas, éste no es asunto
vuestro.
—Lo sé —repuso Guillermo—.
Sólo estamos tratando de ayudarte y…
Escucha, Archie. Pelirrojo y yo te
haremos el equipaje en dos minutos. No
necesitas muchas cosas. Nada más el
pijama y un cepillo de dientes. Y si
vamos a mirar, puedes pasarte sin
pijama y sin cepillo de dientes.
—¿Queréis marcharos? —le dijo
Archie en tono salvaje—. Si no os
largáis, yo… yo… yo…
—De acuerdo, Archie —repuso
Guillermo—. Nos marcharemos.
Los dos salieron a la carretera.
—Troncho, ya iba a asesinarnos —
exclamó Pelirrojo—. Bueno, hemos
hecho todo lo que hemos podido y no
quiere marcharse.
—¡Pobrecillo Archie! —exclamó
Guillermo—. Supongo que no sabe
cómo salir del país. Se quedará aquí
hasta que la red se acabe de cerrar a su
alrededor. Bueno, tenemos que ayudarle.
—¿Cómo?
—Tenemos que sacarle del país
como sea. Ha sido muy bueno con
nosotros. ¿Recuerdas aquella vez que
nos dejó jugar con su figura acostada y
no se enfadó cuando le arrancamos la
cabeza?
—Sí.
—Bueno, entonces hemos de sacarle
del país antes de que la red se cierre a
su alrededor.
—Sí, pero ¿cómo vamos a hacerlo?
—volvió a preguntar Pelirrojo—. No
podemos arrastrarle hasta la estación y
«empujarle» para que suba al tren.
—N-no, supongo que no. De todas
formas… ¡Troncho! No se me había
ocurrido hasta este preciso momento.
—¿El qué?
—Que probablemente estarán
vigilando las estaciones. Eso es lo que
quiso decir con eso de que la red se está
cerrando a su alrededor. Por eso no
quiso marcharse. Por el momento va a
quedarse en su casa, y probablemente se
tomará un veneno o se pegará un tiro
cuando vea a los de Scotland Yard
entrando por la cerca. Bien, «tenemos»
que hacer algo.
—No haces más que decir lo mismo
—exclamó Pelirrojo—, pero no veo que
«podamos» hacer nada.
Guillermo miró a un lado y a otro de
la carretera. Casi enfrente de la casa de
Archie, estaba el «León Azul», y delante
del «León Azul» hallábase parada la
camioneta del señor Crumbs. Era cosa
corriente. El espacio situado delante del
«León Azul» era el acostumbrado lugar
de aparcamiento de la camioneta del
señor Crumbs.
—«¡Mira!» —exclamó Guillermo.
—¿Que mire a dónde?
—La camioneta del señor
Crumbs…, Scotland Yard estará
vigilando las estaciones, pero jamás se
le ocurrirá pensar en la camioneta del
señor Crumbs.
—Sí, y apuesto a que el señor
Crumbs no le ayudaría en absoluto a
salir del país aunque tú se lo pidieras.
—No pienso pedirle nada. Tengo un
poco más de sentido para eso, cuando la
vida de Archie pende de un hilo. Vaya,
empezaría a contárselo a todo el mundo
y no tardaría en llegar a oídos de
Scotland Yard. Voy a averiguar a dónde
se dirige, eso es todo.
En aquel momento la rechoncha
figura del señor Crumbs apareció en la
puerta del «León Azul» con un jarro de
cerveza en la mano y su acostumbrado
aire de jocoso buen humor.
Guillermo adoptó su expresión más
pétrea al acercarse a él.
—Buenas tardes, señor Crumbs —le
dijo.
El rostro redondo y rubicundo del
señor Crumbs se ensanchó en una
sonrisa.
—Buenas tardes, jovencito, ¿cómo
estás?
—Muy bien, gracias, señor
Crumbs… Usted… tiene una camioneta
muy buena, ¿no es cierto?
—No está del todo mal —replicó el
señor Crumbs contemplando su
desvencijado vehículo con ojos
benévolos.
—Supongo que hará… bueno, que
hará algunos viajes largos, ¿no?
—Seguro —dijo el señor Crumbs.
La expresión de Guillermo se hizo
más estática y pétrea que nunca.
—¿Cuál es el próximo viaje largo
que va a emprender, señor Crumbs?
—Bueno, esta noche voy a ir a
Portsmouth —repuso el señor Crumbs.
—¿Ports…? ¡Troncho! ¿Eso es
donde está el mar, verdad? —preguntó
Guillermo excitado.
—Sí, está junto al mar —dijo el
señor Crumbs riendo—. Pero yo no
tengo tiempo para jugar con la arena y
hacer castillos. Voy de vacío para
recoger carga para Hadley.
—¿A qué hora saldrá
aproximadamente usted, señor Crumbs?
—A eso de las siete poco más o
menos —dijo el señor Crumbs—. Me
gusta conducir de noche. Entonces los
pasos cebráicos no están llenos de
peatones atontados y uno puede correr.
—¿Y su camioneta estará aquí…
donde está ahora… hasta las siete, señor
Crumbs?
—¿Estará aquí su camioneta a las siete,
señor Crumbs? —le preguntó
Guillermo.
—Es muy probable —repuso el
señor Crumbs volviendo a entrar en el
«León Azul».
Guillermo fue a reunirse con
Pelirrojo con los ojos brillantes de
excitación.
—¡Troncho, Pelirrojo! Se va a
Portsmouth, de manera que si podemos
meter a Archie dentro de la camioneta
logrará salir del país. Podrá ir
directamente a un barco de polizón y así
escapará de la red que se está cerrando
a su alrededor.
—Sí. ¿Y cómo vamos a meter a
Archie en la camioneta? —preguntó
Pelirrojo.
—Bueno, no se marcha hasta las
siete y apuesto a que para ese entonces
habrá pensado mejor las cosas y estará
dispuesto a huir antes de que se le cierre
la red. Entonces ya será oscuro, de
manera que tendrá más posibilidades de
marcharse sin que se enteren en Scotland
Yard, en caso de que estuvieran
escondidos por aquí, vigilándole.
—Bueno, podemos probar —replicó
Pelirrojo pensativo—, pero no sé si
logrará escapar.
—Claro que escapará —dijo
Guillermo—. Nos encontraremos aquí a
las siete y le meteremos dentro.
«Apuesto» a que escapa.
Pero incluso Guillermo sintió cierto
recelo cuando él y Pelirrojo se
acercaron a la camioneta y levantaron la
lona llena de polvo miraron su oscuro
interior, que estaba vacío a excepción de
una hortensia con su maceta, y una
botella grande.
—Hay sitio de sobra para Archie —
susurró Guillermo—. Puede tumbarse y
echarse a dormir, y descansar toda la
noche antes de emprender su huida.
Vamos. Empecemos a convencerle para
que venga.
—«Eso» nos va a costar mucho —
comentó Pelirrojo.
—Bueno, por lo menos lo
intentaremos.
Fueron hasta la puerta de la casita y
llamaron. Archie les abrió mirándoles
con severidad.
—¿Vosotros otra vez? —les dijo—.
¿Qué queréis ahora?
Guillermo se aclaró la garganta.
—Ha… ha venido una camioneta
para ti, Archie —le dijo con voz ronca.
—Oh, sí —replicó Archie atisbando
en la oscuridad—. Es bastante pronto,
pero estoy dispuesto.
Guillermo le miró boquiabierto…
La facilidad con que había vencido la
difícil empresa le dejaba sin aliento.
Archie, tan recalcitrante una hora atrás,
estaba ahora preparado para salir del
país sin ninguna protesta.
—Oh… —dijo Guillermo—.
Bueno… er… ¿vas a venir ahora?
—Tengo que coger la estatua.
—¡Cielos, Archie! —exclamó
Guillermo—. ¿No irás a llevarte esa
estatua tan grande, verdad?
—Claro que sí —replicó Archie
desapareciendo bruscamente en la parte
de atrás de su casa.
Guillermo volvióse hacia Pelirrojo.
—¡Debe estar loco! —exclamó—.
Mira que una persona que va a huir del
país y se lleva consigo una estatua tan
grande. No será capaz de huir ni un
«palmo» con esa estatua.
—No sé —repuso Pelirrojo
pensativo—. Tal vez sea una especie de
disfraz. Quiero decir, que llevando
consigo la estatua, Scotland Yard le
tomará por un escultor y no un criminal.
—S-sí —convino Guillermo—,
¿pero no te parece un disfraz algo
pesado para ir con él por todo el país?
Tal vez tenga que huir por todo el mundo
y apuesto a que se harta de arrastrar esa
gran estatua.
—Siempre puede arrojarla al agua o
a cualquier parte si se cansa de ella —
dijo Pelirrojo—. Vamos… a ver lo que
está haciendo.
Siguieron a Archie hasta el cobertizo
del jardín, donde estaba contemplando
su Figura Reclinada con aire
preocupado.
—¿Estás listó, Archie? —le
preguntó Guillermo.
—Sí… —contestó Archie.
—No sé qué te diga Archie —le dijo
Guillermo vacilando—. No creo que te
convenga llevarla contigo.
—Naturalmente que voy a llevarla
conmigo —dijo Archie—. No habría
razón de ir sin ella.
—No, supongo que no —dijo
Guillermo—. Quiero decir que supongo
que fingirás ser un escultor.
—«Soy» escultor —replicó Archie
con fría dignidad, y luego la
acostumbrada nota de ansiedad volvió a
empañar su voz—. El único problema es
cómo llevarla hasta la camioneta. La
verdad es que no la esperaba por aquí y
a mi disposición hasta dentro de una
hora o así y…
—¡Mira, Archie! —exclamó
Pelirrojo—. Ahí vienen los hombres que
han estado arreglando la carretera. Tal
vez quieran echarte una mano.
Animados por la esplendidez de
Archie, los obreros prestaron sus manos
rudas, pero eficaces. Alzaron la Figura
Reclinada llevándola hasta la
camioneta, donde aplastaron la botella e
hicieron pedazos la hortensia. Archie
subió detrás, sentándose, jadeante y
preocupado junto a su obra maestra. No
se le ocurrió dudar ni un momento de
que aquella fuese la camioneta a la que
había encargado su traslado y el de la
Figura Reclinada a las Exposiciones de
Arte de Hadley. Archie tenía una
mentalidad fija. Había pedido una
camioneta, y la camioneta estaba allí.
No preguntó más.
Guillermo y Pelirrojo de pie ante la
puerta de la camioneta le observaban
preocupados.
—Si yo estuviera en tu lugar dejaría
aquí esa estatua —le aconsejó
Guillermo.
—Claro que no voy a dejarla aquí
—replicó Archie—. No sé de qué me
estás hablando. Hay sitio de sobra.
—Sí, pero quiero decir que cuando
uno huye…
—Hay montones de barcos en
Portsmouth, ¿sabes? Archie —le dijo
Pelirrojo en tono tranquilizador.
—Sí, ya sé que hay montones de
barcos en Portsmouth —replicó el
artista, irritado—. ¡Qué tonterías dices!
—Supongo que habrás… hecho
planes, ¿no, Archie?
—Claro que he trazado mis planes
—dijo Archie de mejor talante mientras
aparecían ante sus ojos una vez más los
rosados sueños de su futura carrera.
—De todas formas no creo que te
resulte fácil encontrar sitio para esa
estatua tan grande —dijo Guillermo.
—Claro que le encontraré sitio —
repuso Archie—. Ya te he dicho que está
todo arreglado.
—¿Quieres decir que tienes gente
que te ayude? —preguntó Guillermo.
—Claro que tengo gente que me
ayude.
Guillermo miró a Archie con un
nuevo respeto, imaginando aquel
encuentro de hombres enmascarados
cubiertos por capas para ocultarse en las
bodegas de un bajel envuelto en
sombras…
—Escucha, Archie —exclamó de
pronto—. ¿Podemos ir contigo?
—Naturalmente que no —replicó
Archie—. No tengo tiempo para
entretenerme con niños.
—No; lo sé, Archie —dijo
Guillermo con humildad—, pero…
Archie miraba a su alrededor
intrigado por la inmovilidad de la
camioneta.
—¿Dónde está el chofer? —preguntó
—. Tiene la dirección, claro, pero…
En aquel momento el señor Crumbs
salió por la puerta del «León Azul» y
tras lanzar uno rápida mirada al interior
de la camioneta fue a ocupar el asiento
del conductor.
—¡Troncho! —susurró Guillermo a
Pelirrojo—. No se ha fijado en Archie
ni en la estatua.
El motor se puso en marcha y la
camioneta avanzó lentamente carretera
abajo.
Guillermo y Pelirrojo se miraron
mutuamente con pesar.
—Tal vez sea la última vez que
vemos a Archie durante el resto de
nuestras vidas —exclamó Guillermo con
un profundo suspiro.

El señor Crumbs sí se había fijado


en Archie y en la Figura Reclinada, pero
se encontraba en un estado algo confuso
y no era capaz de desentrañar con
claridad los acontecimientos de aquella
noche.
El señor Lionel Fenchurch se le
había acercado en el bar del «León
Azul» preguntándole cuál era su ruta.
Pasaba por delante de la casa de los
Brown camino de Portsmouth, ¿no?
Bien, si él, Lionel Fenchurch metía una
maceta con una hortensia y una botella
de champaña en la camioneta, ¿tendría
el señor Crumbs la amabilidad de
detenerse ante la casa de los Brown y
entregárselos? El señor Crumbs tras una
ligera reflexión y el recibo de una buena
propina, se avino a ello. Al parecer el
señor Lionel Fenchurch había sido
invitado a una reunión en casa de los
Brown, pero circunstancias imprevistas
le impedían asistir, y así deseaba
dulcificar el golpe que su ausencia
pudiera ocasionar, con aquella pequeña
ofrenda. El señor Lionel Fenchurch tenía
un gran sentido dramático, y no deseaba
que su ofrenda fuese entregada antes de
que comenzara la reunión, sino que
llegase en el momento en que la fiesta
estuviera en pleno apogeo y anunciada
por el señor Crumbs. «Un obsequio para
la reunión de parte del señor
Fenchurch». Pero la frente del señor
Crumbs estaba fruncida por la
perplejidad mientras conducía por la
carretera. Al mirar dentro de la
camioneta no había visto ni la maceta ni
la botella, sino un hombre y una estatua.
Tal vez no había entendido bien al señor
Fenchurch. Puede que el señor
Fenchurch le hubiese hablado de un
joven y una estatua y él creyó entender
que había dicho una maceta y una
botella. O quizás el señor Fenchurch
hubiese añadido en el último momento
al joven y a la estatua dando por hecho
que la propina cubría a los dos, como
bien podía ser. De todas formas, el
señor Crumbs, decidió detenerse en casa
de los Brown, entregar su carga y ver lo
que ocurría. Con suerte, podría
significar otra propina.
Se detuvo ante la cerca de los
Brown mirando las ventanas iluminadas.
Era evidente que se estaba celebrando
una fiesta, pero él le pareció que carecía
de todo espíritu festivo. Ni risas ni
música, sólo el murmullo de una
animada conversación.
El señor Crumbs tenía razón. Había
muy poco espíritu festivo en la reunión
de los Brown. Lionel había telefoneado
en el último momento diciendo que le
era imposible poder asistir porque
estaba en cama resfriado… y Oswaldo
Franks le había visto (con sus propios
ojos, como repetía sin cesar) entrando
en una apartada hostería de Hadley con
Dorita Menton, ambos muy elegantes y a
todas luces dispuestos a pasar la noche
en la «cena baile» que se celebraba allí.
—¡Dorita Menton! —exclamó Ethel
con la voz temblorosa por la ira—. ¡La
chica más vulgar que he visto en mi
vida! Ni siquiera tiene los ojos bonitos.
—Bueno, desde luego que no vamos
a darle el papel después de esto —dijo
Oswaldo muy serio—. Y en cuanto al
banco…
—¿Qué hay del banco?
—Él dijo que lo buscarla y que lo
tendría a punto para hoy, y no ha hecho
nada. «¡Nada!». Esta mañana se lo he
dicho y ha tenido que admitirlo. Es
evidente que ni siquiera había vuelto a
pensar en ello.
—No le dejaremos tomar parte en la
comedia —dijo Jameson, que
representaba el papel de un anciano
mayordomo que conocía un importante
secreto, pero que había perdido la
memoria.
—Desde luego que no —intervino
Ronald Bell, quien hacía el papel de un
tío rico que regresaba a su casa
disfrazado para poner a prueba a sus
parientes.
—Mira, la camioneta del viejo
Crumbs se ha detenido delante de tu
casa —dijo alguien—, y el viejo
Crumbs se dirige hacia la puerta.
—Será mejor que vaya a ver qué
quiere —exclamó Ethel.
Y abrió la puerta principal. El resto
de los invitados se congregó tras ella.
—Sí, señorita —dijo el señor
Crumbs que sólo tenía un vago recuerdo
del recado que le fuera confiado, pero
pensaba decir galantemente lo que
recordase—. Algo para su fiesta… Por
lo menos eso creo.
—¿Qué puede ser? —exclamó Ethel.
—¿Qué «puede» ser? —repitieron al
unísono los invitados.
Fueron hasta la cerca y rodearon la
camioneta asomándose a su oscuro
interior.
—¡Es Archie!
—¡Cielo Santo! ¡Es «Archie»!
—¡Cielo santo! ¡Es Archie! —exclamó
Ethel mirando dentro de la camioneta.
—¿Y qué diantre es lo que trae
consigo?
—¡Mirad! ¡Es el banco!
—¿Ha traído el banco?
—¡Oh, «Archie»!
—Y Lionel todo el tiempo hablando
de él y no ha hecho nada, y Archie en
cambio ha estado trabajando en silencio.
—Y lo ha terminado a tiempo de
traerlo a la reunión.
—¿Verdad que es estupendo? Es
precisamente lo que necesitábamos.
Tiene esa pincelada exacta de magia y
misterio.
—¡Archie, eres maravilloso!
Hicieron bajar a Archie que
parpadeaba maravillado. Ignoraba qué
había ocurrido, pero allí estaba en el
centro de la reunión, y Ethel le decía
¡que era maravilloso!
Varias manos solícitas bajaron la
Figura Reclinada, colocándola en el
vestíbulo de los Brown. Cada uno por
tumo se fue sentando sobre el estómago
sin forma, apoyando brazos o codos en
la cabeza toscamente tallada o en las
rodillas.
—¿Cómo se te ha ocurrido, Archie?
Es exactamente lo que queríamos.
—Y no dijiste ni una «palabra».
Sino que te pusiste a trabajar en seguida.
Su rostro delgado ostentaba una
sonrisa perpleja, pero radiante. Archie
fue arrastrado hasta el saloncito donde
le ofrecieron bebidas y barritas de
queso… Archie era despistado, pero no
falto de sentido común. Mientras gozaba
de la gratitud y las sonrisas de Ethel
decidió sabiamente no decir nada de la
Exposición de Arte de Hadley.
El señor Crumbs había seguido su
camino conduciendo una camioneta
ahora vacía, excepto una hortensia
maltrecha y una botella de champaña
rota. Archie había encontrado tiempo
para deslizar su billete de diez chelines
en su mano antes de que se marchara, y
se sentía satisfecho del trabajo de
aquella tarde. No obstante… era un
poco misterioso todo aquello. ¿Tendrían
algo que ver aquellos niños? Recordaba
haberles visto rondando cerca de la
camioneta. Luego, apartó el problema de
su mente abandonándose al placer de
conducir de noche sin pasos cebráicos
cubiertos de peatones atontados.
La camioneta hacía rato que se había
perdido de vista cuando Guillermo y
Pelirrojo llegaban a casa de los Brown.
Iban caminando despacio y hablando en
tono conspirador.
—Apuesto a que ahora ya ha llegado
a Portsmouth.
—Apuesto a que no. Portsmouth está
muy lejos de aquí.
—Ojalá no se hubiera llevado esa
estatua tan grande. Apuesto a que le va a
resultar muy difícil esconderse en un
barco con esa gran escultura. Yo no he
oído decir jamás que un polizón llevara
consigo una estatua, ¿y tú?
—No. No obstante, si están
vigilando los puertos eso les despistará.
—Sí, es evidente que lo tenía todo
bien pensado. Escucha, Pelirrojo…
—¿Qué…?
—La gente se preguntará qué le ha
ocurrido. Les parecerá muy extraño que
haya desaparecido sin dejar rastro. ¿Tú
crees que lo que sucede debemos
decírselo a alguien?
—No creo… Tal vez será mejor que
lo mantengamos en secreto hasta que
haya terminado de huir del país. Puede
que nos mande una postal. Claro que con
letra desfigurada.
—Quizá debiéramos decírselo a
Ethel. Apuesto a que él querría que
Ethel lo supiera.
—Bueno, de todas maneras esta
noche no podemos por culpa de la
reunión.
Se detuvieron ante la cerca mirando
las ventanas iluminadas. El sonido de
las risas y animada conversación flotó
en el aíre de la noche.
Pelirrojo exhaló un suspiro triste.
—Imagínate lo que sentirían —dijo
—. Si supieran que Archie va camino de
Portsmouth huyendo del país porque la
red se está cerrando a su alrededor.
—Troncho, sí —replicó Guillermo
contemplando la escena a través de las
ventanas que tenían las cortinas
descorridas. De pronto se quedó
boquiabierto—. ¡Troncho…! Ahí hay
alguien que se le parece… No «es»
posible…
—¿No es posible qué?
—Archie… No «puede» ser…
—Claro que no puede ser. Archie
está camino de Portsmouth huyendo del
país con una estatua.
—Voy a entrar —replicó Guillermo
en tono breve.
Y entrando en la casa se detuvo ante
la puerta abierta del saloncito. La
escultura ocupaba ahora el lugar de
honor en el centro de la habitación, y
Oswaldo Franks estaba sentado encima
con aire indolente. Archie se hallaba de
pie ante la chimenea con una expresión
de felicidad seráfica en el rostro. Y
Ethel sentada cerca de él le sonreía
dulcemente.
—He pensado en otra manera de
declamar esas líneas, Ethel —estaba
diciendo—. Escucha. ¿Qué tal quedaría
si las dijera así? —bajó su voz hasta
convertirla en un gemido profundo—.
Soy un criminal, un vulgar criminal, y la
red se está cerrando a mi alrededor.
Estoy atrapado, a menos que consiga
salir del país antes de esta noche.
Todos rieron y aplaudieron.
—Hay que darle el papel ahora,
¿verdad, Ethel?
—Claro que sí.
Guillermo fue a reunirse con
Pelirrojo en el vestíbulo. En su
expresión se entremezclaban la
consternación y el desaliento.
—¡Troncho! —exclamó Pelirrojo—.
¿Quieres decir que no está huyendo del
país?
—Claro que no.
—Y nos hemos tomado tanto trabajo
para nada.
—Sí.
De pronto los ojos de Archie
repararon en los dos niños y en su rostro
apareció una mirada pensativa. Al igual
que el señor Crumbs se preguntaba qué
parte habían representado aquellos dos
pillastres en los misteriosos
acontecimientos de aquella noche. Se
dirigió hacia ellos.
—Hola, chicos —les dijo algo
nervioso. Se le ocurrió que tal vez fuese
mejor no hacer demasiadas
averiguaciones sobre lo ocurrido… No
obstante, estaba segura de que habían
intervenido para llevarle a la situación
presente, y por eso, por lo menos, les
debía gratitud—. ¿Puedo… puedo hacer
algo por vosotros?
—¿No podrías damos una percha
nueva, Archie? —le dijo Pelirrojo.
—¿Una percha nueva? —exclamó
Archie extrañado—. Pues no, me temo
que no, pero aquí tenéis.
Y metiendo la mano en su bolsillo
sacó dos monedas que puso en la de
Pelirrojo, yendo a reunirse de nuevo con
el grupo que reía junto al fuego.
Guillermo y Pelirrojo fueron hasta la
escalera sentándose en el primer escalón
contemplando con lástima las dos
monedas de cobre que Archie (ahora
justamente aturdido) les había entregado
confundiéndolas con dos medias
coronas.
—No representa una propina —dijo
Guillermo con amargura—. Sólo
representa las emociones que despierta
el pensar en una propina.
—Sí —replicó Pelirrojo—. Hemos
trabajado de firme y nada ha resultado
verdad… El crimen de Archie no fue
real.
—La estatua no era real.
—Y ahora la propina no es real.
Guillermo guardaba silencio y un
recuerdo lejano se fue haciendo cada
vez más claro en su mente… Una pasta
crujiente con un delicioso círculo de
mermelada de frambuesa en el centro.
—Bueno, yo sé de algo que sí «es»
real —dijo—. Vamos a la despensa.
GUILLERMO Y
HUBERTITO

—¿Qué haremos esta tarde? —


preguntó Pelirrojo.
Guillermo y Pelirrojo se hallaban en
el dormitorio de Guillermo
contemplando la lluvia que desdibujaba
el campo.
—El estanque estará lleno y sería un
buen día para practicar el oficio de buzo
—dijo Guillermo—, pero prefiero no
hacerlo durante una temporada. Mi
madre se puso furiosa el jueves.
El jueves, Guillermo, con la
intención de perfeccionar su carrera de
buzo, había construido un traje para
sumergirse, consistente principalmente
de bandejas, y sartenes de la cocina de
su madre, y varias latas vacías, sacadas
de la basura, y un fragmento de la
manguera del jardín que cogió del
cobertizo, y dejóse caer desde el árbol
que colgaba encima del estanque a sus
enlodadas profundidades. Fue rescatado
por un transeúnte y llevado a su casa
empapado y lleno de barro, después de
dejar tras sí parte del equipo de cocina
de la señora Brown.
—No —prosiguió pesaroso—.
Tendré que aguardar hasta que haya
olvidado lo del jueves antes de volver a
practicar el buceo.
—¿Qué hacemos entonces? —
preguntó Pelirrojo.
—¡Yo te lo diré! —exclamó
Guillermo—. Continuaremos la historia.
Durante los intervalos de sus
ocupaciones más activas, Guillermo y
Pelirrojo estaban escribiendo, en tanto
que Pelirrojo hacía las voces de
auditorio, haciendo sugerencias
ocasionales que Guillermo por lo
general, ignoraba.
—Sí —repuso Pelirrojo—. Hace
mucho tiempo que la empezamos. Ahora
ya me he olvidado de qué trataba.
—Siempre te olvidas de lo que trata
—dijo Guillermo contrariado—. Es la
historia más emocionante que he escrito
y tú te olvidas siempre de qué trata.
—Bueno, es que me confundo —
contestó Pelirrojo—, y de todas formas,
no cesa de variar. Empezaba con piratas
y luego siguió con Guy Fawkes, luego la
hiciste prehistórica, y de ahí pasaste a
los pistoleros, ladrones y la bomba
atómica, y ahora ya me he olvidado de
por dónde vas.
—Tienes una memoria terrible —
dijo Guillermo—. Ahora está en la
mejor parte. Trata de aquel rey de un
país extranjero que ha sido expulsado
por unos villanos que tenían a un hombre
que era el doble del auténtico rey, y al
que trataban de hacer rey en vez del
verdadero. Este doble también era un
villano, pero no podían coronarle rey
porque el auténtico sé había marchado
con las joyas de la corona y por eso el
doble no podía ser coronado rey sin la
corona, y así fue detrás del auténtico rey
para tratar de conseguir quitarle la
corona para poder ser coronado y ahí es
donde quedamos la última vez que
escribimos.
—Sí, ahora me acuerdo… —dijo
Pelirrojo.
—Bueno, sigamos adelante —
propuso Guillermo—. Ayer durante la
clase de historia se me ocurrieron
muchas cosas mientras Frenchie hablaba
de no sé qué revolución. No parecía
haber ninguna batalla interesante y por
eso dejé de escuchar.
Yendo hasta un cajón, sacó un
mugriento cuaderno de ejercicios y un
lápiz corto, mordido, durante sus
momentos de tensión mental, hasta
perder casi totalmente su forma y
consistencia. Examinó la «punta» con
aire crítico, mordió un poco más de
madera para dejarla al descubierto, y
luego se tendió encima de la alfombra
sobre su estómago (su postura
acostumbrada para el trabajo creativo) y
se puso a volver las páginas.
—Estamos cuando el rey ha llevado
las joyas de la corona a una casa
deshabitada y su doble va tras ellas.
—Sí. ¿Pero no se lo había tragado el
cocodrilo? —preguntó Pelirrojo.
—No, bobo, ése fue el jefe de los
Pieles Rojas… el que había perdido
todo su dinero apostando a los caballos
en Montecarlo y huía del país
perseguido por Scotland Yard.
—Oh, sí, ya me acuerdo, pero…
—Verás, el doble necesita las joyas
de la corona para poder ser coronado
rey.
—Oh, sí… Pero, escucha, yo creí
que se había caído a un precipicio desde
un aeroplano.
—No, bobo, ese fue el
contrabandista que había raptado al
hombre de la aduana para que no
pudiera impedirle entrar sus
contrabandos en el país, y le estuvo muy
bien el que se cayera por ese precipicio.
—Sí, pero…
—Oh, deja de hablar tanto. Quiero
seguir la novela. Y tengo que tener
tranquilidad para que mi cerebro
trabaje. Todos los grandes escritores han
de tener tranquilidad para que trabajen
sus cerebros. Apuesto a que es por eso
por lo que nunca he terminado una gran
historia… porque mi cerebro nunca
tiene tranquilidad.
—Bueno, eres tú el que siempre
arma ruido —le recordó Pelirrojo.
Esta declaración era tan cierta que
Guillermo no se atrevió a contradecirla.
—Interrumpes a tu propio cerebro
—prosiguió Pelirrojo desarrollando el
tema.
—Bueno, cállate ahora —replicó
Guillermo—. Siento que mi cerebro
empieza a trabajar… Y deja de respirar
encima de mí. La gente que respira
encima del cerebro le impide trabajar.
Pelirrojo se retiró a una distancia
respetuosa observando a su amigo con
orgullo e interés, mientras Guillermo
con la frente arrugada por el esfuerzo
mental, y sacando la lengua comenzó a
escribir en el mugriento cuaderno de
ejercicios, apretando el papel con tal
fuerza en su afán que la punta mal
sacada del lápiz iba haciendo grandes
agujeros en las páginas a medida que iba
pasando por ellas.
—¡Ya está! —exclamó al fin
sentándose para revisar sus esfuerzos—.
He hecho que se encontrasen en la cerca
de la casa deshabitada donde el rey
esconde las joyas y el doble va a ir a
buscarlas. ¡Troncho! —dijo con
profunda satisfacción—: He hecho que
se digan algunas cosas terribles el uno al
otro… Puedes leerlo ahora si quieres,
totalmente, con la mayor tranquilidad.
Pelirrojo asomando la cabeza por
encima del hombro de Guillermo, leyó:

«Se miraron el uno al otro


con furor musitado piensa en la
inikidad dijo el doble cargado
de culpa y tu maldito sumerjido
en el krimen dijo el rey con su
noble voz pero ten cuidado estás
sentenciado a muerte y tus días
están contados levantaré un
ejército y me vengaré en tu
sangre el villano tembló ante las
novles palavras pero sin envargo
siguió su villano camino dentro
de la casa para llebar a cavo sus
mortales propósitos».

—Es bastante bueno, ¿no? —dijo


Guillermo complacido.
—Sí, lo es —repuso Pelirrojo
impresionado—, ¿pero por qué el rey no
impide que su doble entre en la casa?
—Pues, no tiene tiempo. De todas
maneras quiero que el doble entre en la
casa… ¡Te diré una cosa! Tengo otra
idea —mordisqueando el lápiz distraído
fue escupiendo los fragmentos que iba
arrancando durante el proceso—.
Tendremos un fantasma en la casa. El
espíritu de una de las personas que el
doble asesinó y que saldrá a asustarle
mientras esté robando las joyas…
Empezaré con él ahora deprisa mientras
mi cerebro sigue trabajando.
Volvió a ocupar su posición estirado
cuan largo era sobre la alfombra, con las
cejas fruncidas y la lengua fuera… y una
vez más el lápiz fue rasgando las
páginas mientras Pelirrojo se retiraba a
una distancia prudente para observarle.
—¡Vaya! —dijo Guillermo al fin
relajando la tensión de sus cejas y su
postura—. Ahora puedes leerlo. Yo creo
que es muy bueno.
Otra vez Pelirrojo se inclinó sobre
el hombro de su amigo y leyó:

«En cuanto el doble comenzó


su asqueroso rejistro el silencio
de la casa fue roto por un aullido
profundo de un fantasma que
puso al dovle medio loco de
terror sin enbargo ablo quien
eres tu y el espíritu lanzó otro
gemido fantasmal que elo la
sangre del dovle y sus cabeyos
se pusieron de punta y al ablar su
voz volvió a quedar ronca de
terror».

—Es muy bueno, ¿verdad? —volvió


a decir Guillermo complacido.
—Sí —repuso Pelirrojo—. ¿Y
habló?
—No, no habló —dijo Guillermo—,
pero le asustó tanto que dejó de buscar
las joyas. Como verás ese doble es un
cobarde asqueroso.
—Apuesto a que no dejaría de
buscar las joyas aunque «fuese» un
cobarde —dijo Pelirrojo—. Apuesto a
que no dejaría las joyas por un fantasma.
Sabría que están hechos de aire, y que
no pueden hacernos nada.
—Pueden matarte del susto —dijo
Guillermo—. La gente te encuentra
muerto a la mañana siguiente en la
habitación encantada con una expresión
en tu rostro que no barrarán de su
memoria en toda su vida. He leído
historias sobre esto.
—Bueno, las historias no son lo
mismo que la vida real —insistió
Pelirrojo—. Apuesto a que en la vida
real se hubiera quedado a buscar tas
joyas.
—Y yo apuesto a que no.
—Y yo a que sí —insistió Pelirrojo.
—De acuerdo. Probémoslo.
¡Troncho, sí! Es una buena idea —dijo
Guillermo animándose. A pesar de sus
conocimientos literarios, no era niño
que encontrase divertida la inactividad,
y ya se estaba cansando de su esfuerzo
creador. La idea de combinar la trama
de su obra con las ocupaciones de la
vida real le seducía fuertemente—.
Buscaremos un villano… igual que el
doble… y le haremos ir a una casa
deshabitada a buscar las joyas de la
corona y yo haré de fantasma y le
asustaré, y veremos lo que hace.
—S-sí —repuso Pelirrojo
asombrado como de costumbre ante la
velocidad con que Guillermo trazaba sus
planes y la decepcionante sencillez que
el problema adoptaba durante el proceso
—. Pero apuesto a que no va a resultar
tan sencillo.
—Sí que lo es —dijo Guillermo
poniéndose en pie y volviendo a guardar
el cuaderno de ejercicios y el lápiz
dentro del cajón—. Ha parado de llover,
de manera que todo lo que tenemos que
hacer es buscar al villano y hacerle ir a
la casa deshabitada a buscar las joyas
de la corona.
—¿Y quién será el villano? —
preguntó Pelirrojo olvidando sus recelos
en tanto que la aventura iba aumentando
con interés.
—Oh, hay montones de villanos por
ahí —dijo Guillermo sin darle
importancia—. Pensaremos en el más
villano de todos los que conozcamos…
¡Ya sé! ¡Huberto Lane!
—¡Troncho, sí! ¡Huberto Lane! —
exclamó Pelirrojo excitado—. Y además
le debemos una por ese chocolate con
pimienta que nos dio.
—¡Um! —exclamó Guillermo—. A
mí «me gusta» el chocolate con
pimienta. Yo sabía que había puesto
pimienta en el chocolate y lo comí
porque me gusta el chocolate con
pimienta, de manera que fue un chasco
para Huberto Lane. De todas formas, él
será el villano.
—Entonces tendremos que buscar
una casa deshabitada —prosiguió
Pelirrojo.
—Hay una casa vacía que le llaman
«Los Olmos» al final del camino —dijo
Guillermo—. Esa en la que jugamos el
sábado pasado. Podemos entrar por la
ventana de atrás lo mismo que hicimos
entonces. No tuvimos tiempo de verla
toda, pero es una casa deshabitada muy
buena. Es la clase de casa deshabitada
en la que me gustaría vivir. Tiene el
pasamanos plano para deslizarse, y esa
escalera que sube al desván, y una
escalera en la que puede hacerse más
ruido subiendo y bajando que en ninguna
otra casa vacía que he visto jamás. No
veo de qué «sirve» cubrir las escaleras
con alfombras. Con alfombras no puede
hacerse ruido. ¡Y llenarlo todo de
muebles! Cuando sea mayor voy a vivir
en una casa vacía sin cortinas ni
alfombras ni muebles, ni…
—Bueno, en cuanto al villano —
prosiguió Pelirrojo viendo que
Guillermo iba montado en uno de sus
caballos favoritos, y tratando de
desmontarle antes de que fuese
demasiado tarde—. Debemos arreglarlo
todo deprisa.
—Sí, claro que sí —dijo Guillermo
apartando su mente de las rosadas
visiones de una vida pasada en una casa
vacía—. De todas formas ya hemos
decidido que Huberto Lane sea el
villano. Le diremos que trate de ser el
rey de un país extranjero y que tiene que
sacar esas joyas de la corona de la casa
vacía, entonces yo iré primero, me
esconderé en algún sitio y haré ruidos
como un fantasma y veremos qué tal lo
soporta.
—Apuesto a que sale corriendo.
—No le dejaremos. Yo entraré por
la ventana, y abriré la puerta y me
esconderé en algún sitio, y tú te quedas
fuera y cierras la puerta en cuanto haya
entrado y la conservas cerrada para que
no pueda salir. Es demasiado gordo para
salir por la ventana. ¡Troncho! Será una
historia estupenda. Apuesto a que va a
ser una de las mejores novelas que he
escrito jamás.
—Sí, creo que sí —repuso Pelirrojo
contagiado como siempre del
entusiasmo de Guillermo—. Ahora
vamos a echar un vistazo a la casa.
El sol poniente hacía brillar las
ventanas de la casa deshabitada de una
forma que parecía animar su empresa.
—Tiene un aspecto encantado —dijo
Guillermo—. Apuesto a que yo puedo
hacer de fantasma mejor que cualquier
fantasma auténtico. ¡Vaya! Sería una
buena idea empezar a asustar a un
fantasma. Apuesto a que no sabría cómo
asustar a alguien que le estaba asustando
y…
—Sí, pero ¿cómo haremos para
convencer a Huberto Lane para que sea
el villano? —preguntó Pelirrojo
apresurándose a interrumpir a Guillermo
antes de que se dejara llevar por el
nuevo tema.
—Oh, sí… el viejo Huberto Lane…
—dijo Guillermo mirando a su
alrededor y viendo que ya empezaba a
oscurecer—. Es demasiado tarde para
empezar ahora. Es hora de acostarse y
mi familia arma un escándalo terrible
cuando no llegó puntual. ¡Troncho! ¡El
escándalo que arman las personas
mayores por la hora de acostarse!
Cuando sea mayor no pienso acostarme
jamás. He pensado algunos juegos
estupendos para jugar de noche.
Apuesto…
—¿Cuándo se lo diremos a Huberto
Lane? —dijo Pelirrojo.
Guillermo miraba la carretera. Una
figura rechoncha se acercaba a ellos a
través de la oscuridad.
—¡Ahí está! —exclamó Guillermo
—. Se lo diré ahora.
Cuando Huberto les reconoció
apareció en su rostro fofo una sonrisa
temerosa y se detuvo vacilante, presto a
la huida. Pero el tono de Guillermo al
decirle: «¡Hola, Huberto!», le
tranquilizó. Era evidente que el pequeño
incidente del chocolate con pimienta
había sido olvidado o perdonado.
Envalentonado comenzó a pensar en
futuros trucos… mostaza con helado…
piedrecitas en un bollo…
—Hola, Guillermo —dijo, y su
sonrisa fue de Guillermo a Pelirrojo—.
¡Hola, Pelirrojo! ¿Cómo estáis?
—Escucha, Huberto —le dijo
Guillermo—. Acabamos de enteramos
de algo muy interesante respecto a ti.
Eres muy afortunado.
—¿Yo? —preguntó Huberto con
interés.
Guillermo aclaró su garganta y luego
comenzó su recital.
—Sí, eres el doble de alguien que es
rey en un país extranjero y que acaba de
ser expulsado y si consigues apoderarte
de las joyas de la corona podrás ser
coronado rey de ese país y… y…
Huberto le miraba boquiabierto por
el asombro, pero sin la menor sombra de
incredulidad. La credulidad de Huberto
era su punto flaco. Era rastrero, astuto y
ruin, pero se creía todo lo que le decían
con tal que tuviera que ver con su propia
importancia. La sonrisa desapareció de
su rostro en tanto que abría mucho los
ojos.
—¿Yo? —volvió a decir.
—Sí —replicó Guillermo—. No
podemos decirte cómo nos hemos
enterado porque es una maraña de
política internacional y crimen, pero
todo lo que tienes que hacer es ir a
buscarlas a esta casa deshabitada donde
están escondidas, y encontrarlas.
Una mirada de incertidumbre había
ido apareciendo en el rostro de Huberto.
Claro que hay algunas historias que
resultan difíciles de tragar incluso para
Huberto. Entonces, precisamente a
tiempo, Guillermo recordó otra de las
debilidades de Huberto.
—¡Troncho, Huberto! ¡Piensa en ser
rey! Podrás comer tantos bollos de
crema como quieras. ¡Podrás estar
comiendo bollos de crema durante el
resto de tus días! —Huberto tragó saliva
glotonamente y Guillermo aprovechó su
ventaja—. Y si hay alguien que no te
guste puedes meterlo en una mazmorra o
mandarlo al exilio.
Los ojos de Huberto brillaron. La
venganza era otra de las debilidades de
Huberto.
—Haré más que eso —dijo—. Les
cortaré a pequeños pedazos.
—Sí —convino Guillermo—.
Bueno, piénsalo, Huberto. Lo pasarás
muy bien si consigues encontrar las
joyas de la corona y ser coronado rey…
comiendo bollos de crema y haciendo
cortar a pedazos a la gente todo el día.
—Bueno, ¿y dónde «están»… esas
joyas de la corona? —preguntó Huberto
—. Dime dónde están.
—Tienes que buscarlas en esta casa
—repuso Guillermo señalándole la casa
deshabitada, que apenas era visible a
través de la creciente oscuridad—, pero
ahora es demasiado tarde. Es tan oscuro
que no podrías encontrar nada. Será
mejor que empieces mañana por la
mañana. Y no debes decírselo a nadie
porque si lo hicieras, tus enemigos
estarían sobre tu pista y se llevarían las
joyas antes de que tuvieras tiempo de
buscarlas.
—No, no se lo diré a nadie —
replicó Huberto con el rostro
resplandeciente de felicidad anticipada
—. Comeré helados, bollos de crema,
tartas de mermelada, y colgaré a mis
enemigos de los árboles del jardín antes
de empezar a cortarlos.
—Sí, Huberto —dijo Guillermo—,
lo vas a pasar muy bien… Bueno, adiós.
—Adiós —contestó Huberto
desapareciendo en la oscuridad.
—¡Troncho, es terrible! —exclamó
Pelirrojo.
—Sí, pero apuesto a que todo
resultará bien —repuso Guillermo con
satisfacción—. Lo hice muy bien, ¿no?
Tengo mucho tacto. Tengo intención de
ser uno de esos hombres del gobierno
que se llaman dip… no sé qué.
—¿Dipsomaníacos? —sugirió
Pelirrojo, un tanto inseguro.
—Supongo que será eso… De todas
formas, seré uno de ésos cuando crezca.
No es tan sucio como ser buzo y me
dejará más tiempo para ir a la Luna y
explorar países que nunca han sido
hollados por el pie del hombre y cosas
así.
—Sí, ¿pero qué hay de mañana y de
Huberto? —preguntó Pelirrojo.
—Oh, sí —dijo Guillermo apartando
su mente de las siempre crecientes
complicaciones de su futura carrera,
para traerla al asunto que llevaba entre
manos—. Bueno, mañana a primera hora
vendré a esta casa deshabitada, buscaré
un buen sitio para esconderme y… y si
no va a ser emocionante me
sorprendería mucho.
—A mí también —replicó Pelirrojo
con una nota de recelo en su voz.
A la mañana siguiente muy temprano,
Guillermo se aproximó a la casa
deshabitada. Todavía daba la impresión
de saludar alegre y amistosamente como
si estuviera ansiosa por colaborar con él
en su aventura. La ventana de la cocina
se abrió con facilidad, y sin el menor
tropiezo entró en la reducida estancia,
dirigiéndose luego al recibidor para
subir la escalera. Y entonces, cuando
estaba en mitad de su ascensión recibió
el primer sobresalto. Oyó el
inconfundible ruido producido por un
gran vehículo al detenerse delante de la
casa y rumor de voces. Asustado,
Guillermo miró por la ventana.
Un camión de mudanzas se hallaba
detenido ante la cerca, y de él descendía
una mujer, una niña pequeña y un par de
mozos de cuerda. La mujer y la niña se
encaminaron hacia la puerta principal.
Los hombres comenzaron a bajar del
camión una cómoda y una colección de
plantas de aspecto deprimido. Luego
siguió el ruido de la llave al girar en la
cerradura y las voces de la mujer y la
niña en el recibidor.
La casa deshabitada había dejado de
estarlo.
Presa del pánico, Guillermo miró a
su alrededor tratando de escapar.
Imposible bajar la escalera… la mujer y
la niña estaban en el recibidor
precisamente al pie de la escalera.
Imposible salir por la ventana…, los
mozos de cuerda se habían posesionado
del jardín y la carretera. Obedeciendo al
ciego impulso de la fuga, Guillermo
continuó subiendo la escalera hasta el
descansillo, pero ya se oían pasos en la
escalera pues los hombres comenzaban a
subir la cómoda.
—Pónganla en cualquier sitio —les
gritó la mujer que parecía tranquila,
distraída y bastante despistada—. La
verdad es que no importa mucho donde
la dejen. Más tarde podemos ordenar las
cosas.
—Oh, mira, mamá —exclamó la
niña—. Hay un armario pequeño debajo
de la escalera. ¿Puedo jugar a tiendas
allí?
—Sí, querida —respondió la mujer.
Fuertes pisadas continuaron
subiendo la escalera, y de nuevo
Guillermo miró desesperado por dónde
escapar. Precisamente encima de su
cabeza había la puerta de una trampa
que llevaba al desván, y apoyada contra
la pared, debajo de ella; una escalera de
manó. En pocos segundos Guillermo
había colocado la escalera, abierto la
trampa y desaparecido en el interior del
desván.
Se encontró en un altillo reducido,
en el que había un depósito de agua y
una multitud de objetos caseros
desvencijados puestos allí por el
anterior inquilino por ser el medio más
sencillo de deshacerse de ellos.
Acurrucado entre el polvo y las
telarañas, Guillermo entreabrió un poco
la puerta de la trampa para observar lo
que ocurría abajo. Los hombres iban de
un lado a otro transportando muebles. La
mujer no cesaba de murmurar:
«Pónganlos en cualquier sitio. No
importa dónde».
La niña había encontrado una cesta
de provisiones y lo llevó al armario
para abastecer su «tienda», donde estaba
despachando animadamente.
—Diez pesetas y sesenta céntimos
por un kilo de arroz, señora Jones —
decía—, y se lo enviaremos a su casa…
El té es a duro el paquete, pero puede
llevárselo por dos cincuenta si es su
cumpleaños.
Al cabo de un rato los mozos de
cuerda se sentaron encima de un baúl en
el descansillo, sacaron sus paquetes de
bocadillos y comenzaron a comer. La
mujer deambulaba de aquí para allá
hablando despistada.
—He tenido tanto trajín preparando
la mudanza que ya no sé si estoy sobre
mis pies o sobre mi cabeza —dijo—.
He invitado a un niño francés a pasar
quince días, y creo que debía llegar hoy,
pero al darme cuenta de que era el día
de la mudanza, escribí a los padres del
niño para cambiar el día por la semana
próxima. Pero no estoy segura de
haberla echado al correo porque todo
estaba tan revuelto…
—Claro que no conozco al niño
francés, pero está deseoso de mejorar su
inglés y pensé que sería una buena
ocasión para que mi niña aprendiera el
francés, aunque la verdad es que
supongo que ninguno de los dos
aprenderá nada. Con los niños ya se
sabe… Y en realidad es todavía más
complicado. Escribí a tres agencias
porque quería estar segura de conseguir
un niño francés, y las tres contestaron
diciendo que me enviaban uno, así que
escribí a dos de ellas para decirles que
no. Por lo menos tenía intención de
escribirles, pero no estoy segura si lo
hice «realmente». Incluso he olvidado
los nombres de los niños. No obstante,
de nada sirve preocuparse por estas
cosas, ¿verdad que no?
—No, señora —contestó uno de los
hombres.
—Fue la preocupación la que mató
al gato —dijo el otro.
—Las galletas son a diez céntimos el
mordisco —gritaba la niña desde el
armario—. Dos mordiscos veinte
céntimos… Sí, señora… Desde luego,
señora… Se lo enviaremos a su calle
con un caballo y un carrito. Puede
montar en el caballo por el importe de
sesenta céntimos.
—Si vienen, vienen, y si no vienen,
no vienen —dijo la mujer—. Es el único
medio de mirar este asunto, ¿no?
—Sí, señora —dijo uno de los
hombres,
—Es mejor no cruzar los puentes
hasta que se llega a ellos —dijo el otro.
Entonces entró Huberto por la puerta
principal.
Huberto era un niño de cerebro
lento. Le habían dicho que aquella casa
estaba deshabitada. Él mismo lo había
comprobado la noche anterior, y estaba
vacía. Por consiguiente a sus ojos seguía
siendo una casa deshabitada y desdeñó
los signos de habitabilidad como
inmateriales. Entró con aire majestuoso
como si sus ojos ya vieran montañas de
bollos de crema y las filas de sus
enemigos pendiendo de los árboles.
—¡Oh, Dios mío! Aquí llega uno —
exclamó la mujer—. Supongo que su
equipaje llegará más tarde —se acercó a
Huberto con una sonrisa de bienvenida
—. ¡Ya estás aquí, querido! ¿Cómo te
llamas?
—Huberto.
—Tienes muy buen acento inglés —
le dijo la mujer—, pero quiero que te
sientas como en tu casa, por eso te
llamaremos Hubertito. ¡Oh, «la belle
France»! Yo soy la señora Hart y…
¡Susanita! —la niña salió del armario y
miró a Huberto con rencor—. Ésta es
Susanita, mi hija. Lo tenemos todo un
poco revuelto como verás, pero eso no
te importará, ¿verdad, Hubertito?
Entretente lo mejor que puedas hasta que
hayan entrado los muebles, luego nos
ocuparemos de ti… Ve con él, Susanita
querida, y cuídale.
Huberto miró a su alrededor y luego
entró en la habitación que daba al jardín.
Susanita fue tras él, despacio.
—Aprende todo el francés que
puedas, querida —le dijo su madre tras
unos momentos de reflexión.
Guillermo cerró la puerta de la
trampa y permaneció unos momentos
considerando la situación. Había ido tan
lejos que no podía hacer nada para
remediarla. Puso un cubo viejo del
revés, y subiéndose encima abrió el
tragaluz asomándose cautelosamente.
La figura de Pelirrojo se veía entre
los arbustos del fondo del jardín.
También para Pelirrojo la situación
había ido demasiado lejos. Se había
acercado a la puerta de la casa
deshabitada siguiendo a Huberto Lane
para evitar que se escapara, y en vez de
eso, descubría una casa llena de mozos
de cuerda, mujeres y niñas (eso le
pareció a él). Se había refugiado entre
los arbustos aguardando el curso de los
acontecimientos, y la figura de
Guillermo, apareciendo de pronto por
uno de los tragaluces, gesticulando
frenéticamente, le despertó de su
estupor.
—¿Qué hago? —le gritó con voz
ronca.
Los frenéticos ademanes parecían
invitarle a entrar… luego el cubo se
rompió y Guillermo desapareció.
Guillermo se puso en pie yendo de
nuevo a abrir la puerta de la trampa. La
situación seguía más o menos lo mismo.
Los mozos de cuerda continuaban
entrando muebles en la casa, y la mujer
diciéndoles que los pusieran eh
cualquier parte, y la niña seguía a
Huberto de habitación en habitación con
creciente rencor. De vez en cuando iba
hasta su madre para darle cuenta de sus
movimientos.
—Está mirando todos los cajones y
los armarios, mamá.
—Sí, querida —replicaba la señora
Hart—. Los franceses son una nación
llena de curiosidad intelectual. Es un
hecho bien sabido.
—Mamá, ha encontrado tu joyero y
se está probando tu collar de perlas en
la cabeza.
Pues Huberto, no habiendo
encontrado su corona, estaba probando
diversos posibles sustitutos.
—Probablemente será una
costumbre francesa, querida —dijo la
señora Hart sin preocuparse.
—Ahora se está probando la sopera
en la cabeza, mamá.
—Posiblemente otra costumbre
francesa, querida.
—No me gusta, mamá.
—Debemos cultivar el espíritu de
hermandad intelectual, querida —dijo la
señora Hart en tono ausente mientras
llevaba una mesita del recibidor al
comedor, y luego volviéndola a sacar al
vestíbulo—. No me acuerdo dónde iba
en la antigua casa. A decir verdad, no la
recuerdo en absoluto, pero debía estar
en algún sitio… Todos somos miembros
de una gran familia, querida… Oh, ahí
está esa antigua lata de galletas. La
perdí hace años… Debemos
estrechamos las manos como símbolo de
amistad por encima del mar.
—¿No podrías enviarle a su casa,
mamá?
—¿A quién, querida? ¿Al pequeño
Hubertito? No, claro que no. Es nuestro
invitado. De todas formas, el servicio de
ferrocarriles es muy complicado.
La niña fue a la habitación donde
Huberto estaba luchando por abrir un
maletín que contenía los componentes de
la «toilet» de la señora Hart. La
exasperación de la niña rompió sus
límites.
—Deja esas cosas en paz —le dijo
en tono fiero—. Vuélvete por dónde has
venido. No te quiero aquí.
Huberto alzó la cabeza para mirarla.
Era muy pequeña y ligera, totalmente
opuesta al ideal desde el punto de vista
de Huberto.
—¿Tú no sabes lo que hago con la
gente que no me gusta? —le dijo con
malsano placer—. Les cuelgo de los
árboles y luego les hago cortar a
pedazos.
—Deja en paz las cosas de mamá.
Trató de arrebatarle el maletín, pero
él cogió su muñeca retorciéndosela con
pericia. Ella le pegó, y luego echó a
correr presa de un terror repentino. La
escalera de mano parecía ser el medio
de escapar más cercano. Subió por
ella… y milagrosamente la trampa se
abrió y la mano de Guillermo la ayudó
en la parte más difícil del ascenso.
Luego cerró la puerta de la trampa.
—Abajo hay un niño horrible —le
dijo—. Me ha retorcido la muñeca.
—Está bien —dijo Guillermo.
Alzó un poquitín la trampa para
mirar. Huberto comenzaba a subir su
rechoncha figura por la escalera de
mano en persecución de su víctima.
Guillermo llenó el cubo en el depósito y
lo vació sobre el rostro fofo de Huberto,
que cayó al suelo lanzando un grito y
huyó escaleras abajo chocando con
Pelirrojo que acababa de entrar por la
puerta principal. Pelirrojo había
resuelto aventurarse y entró osadamente
en la casa decidido a toda costa a unir
sus fuerzas a las de Guillermo. El
impacto de la figura maltrecha de
Huberto le desconcertó.
Guillermo vació todo el cubo en el
rostro fofo de Huberto.
—¡Apártate de mi camino! —le dijo.
—¡Apártate tú del mío! —chilló
Huberto.
El miedo y el furor prestaban a
Huberto un grado desacostumbrado de
valor y los dos lucharon furiosos en la
entrada durante unos instantes hasta que
Huberto huyó por el jardín y luego por
el campo seguido muy de cerca por
Pelirrojo.
La señora Hart que estaba
desenvolviendo un cesto de porcelana
en el comedor, alzó la cabeza viendo a
las dos figuras huyendo por debajo de la
ventana.
—Tal vez sean los otros dos niños
franceses —dijo—. O quizá no… De
todas formas, una no puede remediarlo
—y volvió a ocuparse de la porcelana.
Arriba, en el desván, la niña miraba
a su alrededor con interés.
—No había estado aquí —dijo—.
Es un sitio bonito, ¿verdad? ¿Es ése el
depósito del agua?
—Sí —repuso Guillermo golpeando
el agua con la mano y salpicando todo el
suelo—. Los depósitos de agua son
cosas muy interesantes. Una vez me caí
dentro del de casa tratando de averiguar
cómo funcionaba, pero armaron un
escándalo… Bebe con las manos. Tiene
muy buen gusto. Es mucho mejor que
cuando sale por el grifo.
Bebieron ruidosamente de la
superficie cubierta de polvo,
derramando abundante agua por el suelo.
—Sí, es muy buena —dijo la niña—.
Me gusta este gusto raro que tiene.
De nuevo Guillermo miró a su
alrededor en el pequeño desván lleno de
telas de araña.
—Una vez, Pelirrojo y yo jugamos
en nuestro desván a ser piratas en un
submarino —le explicó—. No nos
metimos del todo dentro del depósito,
pero nos imaginamos que era el mar.
—Juguemos a eso —dijo la niña.
—De acuerdo —replicó Guillermo
—. Yo seré el capitán y tú puedes ser la
tripulación —adoptó una postura de
mando, con las piernas separadas, los
brazos cruzados, y habló con voz de
bajo profundo.
—¡Avante! ¡Levad el ancla y
empalmad el palo de mesana!
—Sí, sí, señor —dijo la niña.
—¡Ah del barco! ¡Avante otra vez,
atrás la escotilla y alzad el periscopio y
disparar una rociada de torpedos a
sotavento de la chalupa cargada con el
tesoro robado!
—Sí, sí, señor —dijo la niña.
—¡Fuego a bordo! ¡Todo el mundo a
la bomba!
—Sí, sí, señor —dijo la niña
cogiendo el cubo del suelo.
El juego continuó. Aunque menuda,
delgadita y del sexo al que Guillermo
profesaba rencor y aborrecimiento, era
una compañera de juego admirable.
Abajo, los mozos de cuerda,
contagiados por la indiferencia de la
señora Hart, se habían hecho cargo
absoluto de las operaciones haciendo lo
que ellos consideraban un buen arreglo
de los muebles de cada habitación.
La señora Hart subió al piso de
arriba viendo el charco de agua que se
iba formando debajo de la puerta de la
trampa del desván.
—El depósito se sale —dijo—. Es
curioso, pero sólo tengo que mudarme a
una casa para que el depósito se
empiece a salir. Lo he observado una
vez y otra.
Hablaba sin rencor. Sólo haciendo
constar un hecho.
El trabajo de disponer los muebles y
desenvolver la porcelana iba
progresando… lento, pero seguro. El
juego del submarino se agotó por sí
mismo. La niña se acordó de una lata de
galletas bañadas en chocolate que había
en algún sitio, entre el equipo de la casa
que invadía como la marea el suelo del
recibidor y la cocina, y fue a buscarla.
Encontró a su madre contemplando
la puerta de la trampa con expresión
sorprendida.
—Parece que ha dejado de gotear —
dijo—. Me pregunto qué ha ocurrido…
—El niño le ha estado haciendo
cosas —dijo la niña.
—¿El niño?
—El niño que está en el desván —
repuso la niña.
—Oh, sí, el pequeño Hubertito… Lo
había olvidado. ¡Qué listo es!
—Perdone, señora —dijo uno de los
mozos de cuerda—. Este mueble parece
que se ha roto.
—Supongo que ya estaría roto antes
—le tranquilizó la señora Hart—. Es la
librería giratoria, ¿verdad? Siempre ha
girado demasiado aprisa para sacar el
libro que deseaba. Nunca me ha gustado.
—Bueno, a algunos les gusta y a
otros no —dijo el hombre.
—Ha de haber para todos los gustos
—dijo su colega.
La niña no fue capaz de encontrar la
lata de galletas, pero regresó al desván
con un pedazo de pan y queso… los
restos de la comida de los mozos de
cuerda… que comió y repartió con
Guillermo con gran regocijo. Pero
estaban cansados del desván y sus
pensamientos volvían al resto de la
casa… todavía inexplorado y lleno de
posibilidades.
—Hay una especie de puerta
corrediza entre el saloncito y el
comedor —dijo la niña mientras
engullía los últimos restos de pan y
queso—. Va por un pequeño túnel que
hay en el suelo, y luego se mete en la
pared. La vi cuando vinimos a ver la
casa, pero no he tenido tiempo de probar
cómo funciona.
—Probemos ahora —propuso
Guillermo—. Probemos de cerrar las
verjas de un palacio en las mismas
narices de un ejército enemigo. Tú serás
el ejército enemigo y yo el rey. Luego tú
serás el rey y yo el ejército enemigo.
—De acuerdo —exclamó la niña,
feliz.
Fue el ruido de las puertas
correderas lo que atrajo a la señora Hart
a la habitación. Susanita y un niño
desconocido estaban abriendo y
cerrando las puertas sin parar. Por un
momento quedó intrigada: luego fue
recordando. El niño francés… el
pequeño Hubertito. Le había parecido
más gordo en su primer encuentro, pero
sabía que no podía confiar en su
memoria. Se dispuso a abordarle. Ya era
hora de que tuviera una pequeña
conversación con él.
—Bueno, querido Hubertito —le
dijo—. ¿Te gusta Inglaterra? —se
detuvo para continuar laboriosamente—.
«Aimez-vous Angleterre?».
Guillermo se volvió en redondo. Su
regla para las crisis era adoptar la línea
de menor resistencia. Alguien le hablaba
en francés, por eso replicó con la única
palabra francesa que dominaba
perfectamente.
—«Oui» —dijo mostrando los
dientes en una sonrisa glacial.

—«Oui» —dijo mostrando los dientes en


una sonrisa glacial.
La señora Hart continuó
dirigiéndose a él con anglicismos y un
francés laborioso. Le preguntó si había
tenido buen viaje, si se encontraba bien,
si le gustaba vivir en su casa de Aix-les-
Bains… Porque vives en Aix-les-Bains,
¿no…?, y si le parecía que iba a ser
feliz en Los Olmos. A cada pregunta
Guillermo mostraba los dientes con su
sonrisa glacial y contestaba «Oui» y
tomando tan en serio su papel que
comenzó a apretar los codos contra su
cuerpo y a extender los dedos en un
gesto que a él le parecía muy francés.
Vagamente satisfecha, la señora Hart
murmuró «Au revoir pour le présent», y
salió al jardín donde los hombres
estaban luchando con un colchón de
muelles que se había enredado con un
alambre de tender la ropa.
En aquel momento la señora Brown
se detuvo ante la cerca. Volvía de hacer
unas compras, y había conseguido
encontrar las marcas de sus comestibles
favoritos, y una lana para zurcir
exactamente del mismo tono difícil de
los nuevos calcetines de Roberto. Su
esposo acababa de ganar la Copa del
Campeonato de Golf del Club, y
Guillermo se había comportado de un
modo tan ejemplar desde su desdichada
inmersión en el estanque del pueblo que
su eterna esperanza de una mejora
permanente se iba alzando de nuevo en
su pecho… Y por eso se sentía en paz
con todo el mundo y dispuesta a echar
una mano a cualquiera que lo necesitara.
—Déjenme… —dijo entrando en el
jardín y poniéndose a desenredar el
alambre de tender.
El colchón de muelles pareció
rendirse de pronto, y los hombres
pudieron llevarlo al interior.
—Los traslados son tan pesados,
¿verdad? —dijo la señora Brown.
—Lo son —convino la señora Hart
—. Ya era bastante complicado por sí
solo y ahora que ha llegado el pequeño
Hubertito, todavía se ha complicado
más.
—¿Hubertito? —repitió la señora
Brown, intrigada.
—Sí. Un niño francés de Aix-les-
Bains. Acabo de sostener una
conversación en francés con él. Mi
francés debe ser mejor de lo que me
pensaba porque ha entendido todo lo que
le he dicho.
—¿Y se queda aquí? —preguntó la
señora Brown.
—Sí, ha venido a pasar quince días
como huésped de pago para mejorar su
inglés. Había fijado un día para su
llegada, y cuando me di cuenta de que
nos trasladábamos hoy, lo cambié. Por
lo menos esa era mi intención, pero la
carta no debió llegar a tiempo porque ha
venido. Al parecer han llegado también
otros dos niños… había escrito a tres
agencias… pero creo que eran de la
localidad, así que me inclino más por el
pequeño Hubertito. Es un niño muy
inteligente. El depósito se salía y él,
ignoro de qué forma, lo ha arreglado.
La señora Brown sonrió.
—Eso es maravilloso. Es mucho
más de lo que habría hecho mi hijo
pequeño.
—Pero sólo el Cielo sabe dónde va
a dormir esta noche —dijo la señora
Hart—. ¡Vea qué revuelto anda todo!
—Yo le tendré en mi casa con sumo
placer —se ofreció la señora Brown—.
Yo también tengo un niño, ya sabe, de
manera que puede dormir en la misma
habitación. ¿Entiende el inglés?
—Parece que sí… Es usted muy
amable. Será un gran alivio para mí.
¿Quiere entrar en casa y conocerle?
La señora Brown fue sorteando los
diversos obstáculos que llenaban el
sendero del jardín y el recibidor hasta
llegar al comedor. Todo lo que pudo ver
fue un niño y una niña arrodillados de
espaldas en el suelo, examinando el
mecanismo de la puerta corredera, que
al parecer había quedado inutilizada tras
el último asalto del ejército rebelde.
La señora Hart cruzó la estancia
yendo a posar su mano sobre el hombro
del niño.
—Nuestro invitado francés —dijo
—. Hubertito de Aix-les-Bains.
Guillermo se volvió en redondo y la
sonrisa glacial preparada para el
visitante, se heló en su rostro.
La señora Brown contempló
aquellos rasgos pecosos tan familiares y
contuvo el aliento.
—¡«Guillermo»! —exclamó.
El cerebro de Guillermo trabajaba
rápidamente. Ante él estaba su madre
cuyo asombro iba dando paso a la ira, y
detrás, una ventana abierta.
Pelirrojo, que entraba por la puerta
de la casa, escapó por un pelo de ser
tumbado al suelo por aquel fugitivo.
—Le he dado una buena paliza a
Huberto —dijo, y además…
—¡Vamos, de prisa! —jadeó
Guillermo apenas deteniéndose en su
huida,
—¿Qué te ha ocurrido? —preguntó
la señora Hart mirando a su alrededor
—. ¿Dónde está Hubertito?
—Era Guillermo —gimió la señora
Brown.
—Sí, pero ¿dónde «está»?

Guillermo había llegado a la relativa


seguridad de su dormitorio. La venganza
estaba sobre su pista, pero antes de que
llegara a alcanzarle deseaba ordenar el
resultado de su experimento. A través de
todas las aventuras de aquel día, había
estado pensando en el hilo de su historia
y deseaba atarlo antes de que se le
enredase demasiado.
Todavía jadeante y con su rostro
pecoso fruncido por el esfuerzo, la
corbata ladeada, sus revueltos cabellos
cubiertos de telarañas y su figura
empapada de agua del depósito, se
tumbó sobre su estómago encima de la
alfombra escribiendo con energía
concentrada. Pelirrojo le observaba
expectante, sentado a su lado.
—¡Vaya! —dijo Guillermo al fin
alargándole el cuaderno de ejercicios—.
Ya puedes leerlo.
Pelirrojo cogió el cuaderno y leyó:
«El dovle uyó rujiendo de
terror y alzando las manos con
desesperación pero no antes de
aber atacado salbajemente a una
povre doncella dejándola
morivunda pero un novle eroe
frances vino en surescate y
juntos votaron un submarino
pirata y cerraron las puertas de
la empalizada ante un ejército
revelde ella no era una doncella
mala como las demás».
Continuará.
GUILLERMO EL NUEVO
ISABELINO

—Tenemos que hacer algo para ser


Nuevos Isabelinos —dijo Enrique.
—¿Quiénes son? —preguntó
Guillermo.
—Pues son lo mismo que los
antiguos Isabelinos, sólo que nuevos —
replicó Enrique.
Guillermo digirió esta información
en silencio y luego dijo:
—Oh.
—Bueno, verás —prosiguió Enrique
procurando aclarar el tema—. Entonces
tenían una Reina Isabel y hacían cosas
por ella de una forma histórica y
nosotros ahora tenemos una Reina Isabel
así que hemos de hacer cosas por ella de
forma moderna.
—Oh —volvió a decir Guillermo,
pero esta vez su voz denotaba interés e
incluso cierta ansiedad.
Desde que viera la Coronación por
la televisión, a Guillermo le consumía
un secreto fervor de lealtad. Como
vasallo de cuerpo y alma no hubiera
cedido su puesto a nadie.
—Bueno, entonces empecemos —
dijo, en tono decidido de hombre de
negocios.
—¿Qué haremos? —preguntó
Pelirrojo.
—Apuesto a que todas las cosas que
hicieron eran peligrosísimas —intervino
Douglas.
Los cuatro caminaban por la
carretera hacia el campo que conducía
al viejo cobertizo, armados contra un
posible encuentro con sus enemigos, con
un arco y una flecha, un tirador, una
pistola de agua y una cerbatana.
—Podríamos formar un ejército —
propuso Pelirrojo—. Podríamos tener un
ejército mejor que los mayores porque
somos más pequeños y podemos
movernos más de prisa bajo los arbustos
y cosas. Podríamos dispararles desde
muy lejos y marchamos antes de que
pudieran disparar ellos.
—Sí —convino Guillermo—, eso es
razonable. Y hay unos soldados
pequeños que se llaman «gerkins» que
son los mejores soldados del mundo.
—Gurkhas —replicó Enrique—.
Pero esos Isabelinos en los que estoy
pensando sólo luchaban como una
aventura.
—Bueno, pues vengan aventuras
entonces —dijo Guillermo—. Tenemos
mucha práctica en cuestión de aventuras.
—¿Qué clase de aventuras corrían?
—preguntó Douglas, indeciso.
Habían llegado ya al viejo cobertizo
y se sentaron en el suelo mirando a
Enrique expectantes.
—Uno de ellos se llamaba Drake —
prosiguió Enrique.
—Sé su historia —exclamó
Guillermo—. Luchó en una batalla
llamada la Armada.
—Y jugaba a un juego —intervino
Pelirrojo.
—A los bolos —exclamó Enrique.
—Los bolos son un juego asqueroso
—dijo Guillermo—. Yo tengo un tío que
juega. No hacen más que rodar las bolas
por el suelo en vez de arrojarlas como
es debido. En cambio los dardos…
Su voz estaba teñida de amargura.
Roberto había comenzado recientemente
a jugar a los dardos con todo el
entusiasmo de la juventud, y la semana
pasada había adquirido un blanco.
Consciente de que el gran deseo de
Guillermo era probar su pericia, lo
guardaba cerrado bajo llave y se negaba
a dejar que Guillermo le recogiera los
dardos, a modo de ayudante, cuando
estaba practicando.
—¡Dardos! —repitió Guillermo—.
Es un juego estupendo. Apuesto a que
les vencería a todos si me dejasen
probar. ¡Como si pudiera estropearlos,
sólo por lanzarlos! Supongo que
Roberto tiene miedo de que le venza.
Apuesto…
—Bueno, en cuanto a la Armada —
le interrumpió Enrique sabiendo que
Guillermo, una vez se embarcaba en este
tema particular, podía continuar
indefinidamente—. No podemos correr
esa aventura porque fue una batalla en el
mar y aquí no hay mar.
—Podríamos hacer una batalla
campal —sugirió Pelirrojo—. ¿Y no
podríamos hacer que Huberto Lane y su
banda fuesen los enemigos? ¡Troncho!
Les debemos algo a los Laneítas por la
broma que nos gastaron el sábado
pasado.
El sábado anterior Huberto Lane y
su banda, habiendo oído que Guillermo
y Pelirrojo planeaban ensayar volatines
sobre la cerca del Prado Cinco Acres
para perfeccionarse en su carrera de
acróbatas, habían untado los listones de
la cerca con creosota, observando el
resultado al amparo del seto con
malicioso regocijo.
—Sí, que ellos sean los enemigos —
convino Guillermo—. Desde luego que
«les» debemos algo.
—No, no servirían —explicó
Enrique con paciencia—. No son
extranjeros. Los viejos Isabelinos sólo
luchaban con extranjeros, de manera que
hemos de hacer lo mismo que ellos. De
todas formas Huberto Lane se ha ido a
casa de su abuela y no sé cuándo
volverá.
—Nos desharemos de ellos cuando
regrese —replicó Guillermo muy serio
—. Bueno, ¿y qué más hizo ese Drake
aparte de luchar en esa batalla llamada
la Armada?
Enrique reflexionó.
—Cogía los tesoros de los
extranjeros y los traía a casa para su
país —dijo.
El sombrío semblante de Guillermo
de pronto se iluminó.
—Nosotros podemos hacerlo
también —dijo.
Le miraron con ligera… sólo
ligera… sorpresa. Ahora ya estaban
acostumbrados al inagotable optimismo
de Guillermo, pero nunca dejaba de
asombrarles un poco al principio.
—¿Cómo? —preguntó Pelirrojo.
—Pues buscando extranjeros y
quitándoles sus tesoros —dijo
Guillermo despreocupadamente. Se
volvió hada Enrique—. ¿Cómo lo hacía
ese Drake?
—No cometía ninguna crueldad —
repuso Enrique consultando su libro de
historia. (Enrique era el único de los
Proscritos que dedicaba seria
consideración al estudio de la historia).
Sólo iba por ahí quitándoselos… Una
vez se encontró a alguien dormido con
unos lingotes de plata a su lado, y se los
cogió. Otra vez encontró a algunas
llamas… que son los burros
extranjeros… cargadas de plata y
simplemente la cogió. Y la trajo a su
casa para entregarla al país.
—Entonces, eso es lo que haremos
—dijo Guillermo en el tono de quien ha
resuelto un problema a la entera
satisfacción de todos los afectados—.
Cogeremos los tesoros de los
extranjeros y los traeremos para el país.
—¿Y cómo se los daremos al país
cuando los tengamos? —quiso saber
Pelirrojo—. El Parlamento está muy
lejos y ni siquiera sé la dirección.
Frunciendo el entrecejo, Guillermo
consideró esta objeción, y al fin
desapareció el ceño de su frente.
—Apuesto a que lo haría el alcalde
de Hadley —dijo—. Él puede llevarlos
a Londres la próxima vez que vaya. Se
llama señor Kirkham y sé dónde vive.
Es muy simpático. Una vez me compró
un helado.
—Sí, ¿pero cómo les quitaremos sus
tesoros a los extranjeros? —preguntó
Douglas—. Para empezar, tenemos que
encontrar extranjeros con tesoros, y
apuesto a que cuando los encontremos
no será fácil quitárselos. Y de todas
formas no creo que por aquí «haya»
ningún extranjero.
—Sí los hay —replicó Guillermo—.
La señora Monks tiene una doncella
extranjera.
—Bueno, es la única y no creo que
tenga ningún tesoro.
—Oí decir a mi madre que un
coronel anglo-indio retirado había
alquilado «Reeth Lodge» en Marleigh
—intervino Pelirrojo—. Debe de ser
extranjero.
—Anglo significa inglés —replicó
Enrique.
—Sí, pero indio quiere decir indio
—exclamó Pelirrojo triunfante—, así
que extranjero tiene que ser. Sea como
fuere podemos contarle como extranjero.
—Ya son dos —dijo Guillermo—.
Dos es un buen comienzo. Y no hay
razón por la que no podamos encontrar a
alguien durmiendo junto a un tesoro o
burros con tesoros lo mismo que hizo
Drake.
—¿Cuándo empezaremos? —dijo
Enrique.
—Ahora —fue la sencilla respuesta
de Guillermo—. Saldremos en distintas
direcciones, cogeremos los tesoros de
los extranjeros y los traeremos aquí. Yo
se lo quitaré a ese indio. Apuesto a que
es el más peligroso. Si es coronel, tiene
que ser muy fiero. Los coroneles son
muy fieros. ¿Quién se encargará de la
doncella de la señora Monks?
—Yo —replicó Pelirrojo—. La he
visto. También parece bastante feroz.
—Ya sabes que no debes ser cruel
—dijo Guillermo.
—Apuesto a que es más probable
que ellos sean crueles con nosotros —
replicó Douglas con una risa amarga.
—Está bien —dijo Guillermo—. Si
no quieres ser un nuevo Isabelino, no lo
seas.
—Oh, sí que quiero —replicó
Douglas.
—¿De quién te encargarás,
entonces?
—Hay alguien llamado señor
Ducrasne que ha venido a vivir al nuevo
edificio —dijo Douglas—. Apuesto a
que con un nombre así es extranjero.
—Muy bien —dijo Guillermo poco
convencido—. Bueno, ahora queda
Enrique…
—Yo trataré de encontrar alguien —
propuso Enrique.
—Sí —convino Guillermo—. Drake
los encontraba, de manera que no hay
razón para que tú no los encuentres. De
todas formas, eso es lo que haremos.
Saldremos ahora y nos encontraremos
aquí dentro de una hora con los tesoros.
—Será mejor que tengamos una
contraseña, ¿no? —propuso Pelirrojo.
Los Proscritos estuvieron de
acuerdo. Siempre les gustaba tener un
santo y seña. Parecía conferir cierta
dignidad y romance a sus hazañas.
—Será «Dios Salve a la Reina» —
dijo Guillermo—. Y volveremos aquí
dentro de una hora y no dejaremos entrar
a nadie sin el santo y seña.

Guillermo caminaba lentamente por


el sendero de «Reeth Lodge». Era una
mansión imponente, y la aventura que tan
sencilla le pareciera pocos minutos
antes, ahora comenzaba a parecerle algo
menos sencilla. Fue perdiendo algo de
su aire despreocupado mientras se
aproximaba a la casa. Sin embargo, se
animó un tanto al ver unas ventanas
abiertas sobre una terraza empedrada.
Por lo menos la entrada era fácil, por
más dificultades que pudieran
presentarse en otras etapas de su
empresa.
Caminando cautelosamente de
puntillas fue hasta la terraza y entró por
una ventana.
Se encontró en una habitación
amplia y sombría. Habían sillas de una
madera rara, talladas de modo poco
común: adornos de ébano y marfil.
Alfombras y tapices orientales, y en las
paredes armas nativas. Una cabeza de
tigre entre dos bastones de polo le
miraba desde encima de la chimenea,
pero no fue eso lo que detuvo a
Guillermo en el umbral dejándole sin
aliento. Porque allí, tendido en un sofá,
profundamente dormido, se hallaba un
anciano de aspecto marcial, y junto a él,
encima de una mesita había un gran
elefante de plata, llevando en su trompa
alzada un jarrón donde asomaban media
docena de rosas. El extranjero dormido
con el tesoro a su lado… Todo lo que
tenía que hacer era cogerlo. La cosa era
tan sencilla que Guillermo apenas podía
creer que fuese real.
Se acercó a la mesita dirigiendo
miradas precavidas al guerrero
dormido. El guerrero era una visión
impresionante. Tenía el rostro alargado
y amarillento adornado por un bigote
blanco. Por cierto que el bigote parecía
prolongarse indefinidamente, alargando
sus tentáculos cinco o seis centímetros
más allá de las mejillas. Tras
inspeccionar al guerrero con interés,
Guillermo volvió su atención al tesoro.
Era evidente que tenía mucho valor…
estaba bellamente confeccionado, con
cada detalle delicadamente marcado. El
país iba a estarle muy agradecido, pensó
Guillermo, satisfecho. Y cuando
acababa de posar sus manos
cuidadosamente en la peana, el guerrero
se movió, y lanzando un fuerte ronquido
abrió los ojos ribeteados de color rojo.
—Hola, hola, hola —dijo
sentándose—. ¿Qué estás haciendo con
eso?
—Me lo voy a llevar —replicó
Guillermo.
El guerrero volvió a tumbarse en el
sofá.
—Llévatelo si quieres —dijo
alzando una mano en ademán de
despedida—. Lo aborrezco. Se lo
regalaron a mi esposa cuando salimos
de la India y lo he odiado desde que lo
vi. Mira la cara del animal. Mira qué
afectación. Mira su mirada burlona.
Llévatelo cuando quieras, hijo mío.
—¿No le importa que me lo lleve?
—le dijo Guillermo un tanto
sorprendido.
—En absoluto, hijo mío. En
absoluto. Llévatelo ya. Desde que lo
trajimos a casa he estado esperando que
lo robasen, pero los ladrones de la
localidad tienen bastante sentido común.
Es odioso, ¿verdad? Odioso. Y ahí está
ese animal día tras día, mirándome con
esa mirada estúpida, burlándose de mí.
—Muy bien —dijo Guillermo
volviendo a poner sus manos en la peana
del elefante.
—Yo no sé nada —murmuró el
coronel—. Me dormí y cuando desperté
había desaparecido. ¿Cómo voy a saber
quién se lo ha llevado, o a dónde ha ido
a parar? Soñé que un niño entraba en la
habitación, pero fue sólo un sueño. Tú
eres sólo un sueño, hijo mío. Y «Jumbo»
ya no se reirá más de mí —los ojos
ribeteados de rojo siguieron los
movimientos de Guillermo mientras
levantaba el pesado objeto—. A
propósito, ¿qué piensas hacer con él?
No me gusta meter las narices donde no
me importa, pero…
—Me lo llevo para entregarlo al
país —repuso Guillermo.
—Me lo llevo para el país —dijo
Guillermo—. Soy un muchacho
Isabelino.
—Excelente, excelente —murmuró
el soldado, y luego una mirada de
sobresalto apareció en su rostro
mientras se erizaban sus bigotes—.
¿Para el país? ¿Qué quieres decir, para
el país?
—Soy un nuevo Isabelino —dijo
Guillermo—. Y estoy arrebatando
tesoros a los extranjeros lo mismo que
hacían los antiguos, y como usted es
extranjero…
—No, no, no —replicó el guerrero.
Puso los pies en el suelo y apoyando los
codos en sus rodillas, fijó sus ojos
ensangrentados en Guillermo—. No, no,
no, ahí te equivocas, hijo mío. Soy
inglés. Inglés hasta la médula. Mi casa
ancestral… ahora desaparecida…
estaba en el Oeste y el «loco
Hetherley…», yo me llamo Hetherley…
¿sabes…?, ha sido famoso durante
generaciones y generaciones. Lo de
«loco» es más bien un cumplido que otra
cosa, ¿entiendes?
Guillermo estaba boquiabierto.
—Entonces… ¿usted no es
extranjero? —dijo Guillermo.
—No, no, no. Los Hetherley nos
remontamos a antes de la conquista.
Fíjate en Guillermo el Conquistador
para empezar. Luchó en la playa contra
Julio César. Claro que no tengo
autoridad definitiva para eso, pero…
Oh, inglés, desde luego. Inglés hasta el
tuétano.
—Pero alguien dijo que era usted
anglo-indio —dijo Guillermo un tanto
indignado.
—Es sólo una forma de hablar, hijo
mío. Quiere decir que he servido en la
India. Cualquier color que te sugiera el
Oriente que puedas observar en mi cara
es debido al hígado. Puro hígado. Jamás
se ha mezclado sangre extranjera en la
rama de los Hetherley… Ahora coge ese
maldito elefante y llévatelo.
Pero Guillermo había vuelto a dejar
el adorno encima de la mesa.
—Si no es usted extranjero no puedo
llevármelo —exclamó—. Sólo se los
quitamos a los extranjeros.
—Comprendo —dijo el coronel en
tono distraído—. Oh, bueno, supongo
que no puede remediarse. Es una de esas
cosas que ocurren. Los dos hemos de
tomarlo del mejor modo posible —miró
por la ventana—. Ahí vuelve mi esposa.
Te advierto que ella no verá este
incidente desde el mismo punto de vista
que yo. Ella lo considera un tesoro, y le
quita el polvo cada día. Es la niña de
sus ojos… De todas formas, no le gustan
los niños… ni les anima.
Guillermo también miró por la
ventana. La dama que se acercaba tenía
una boca enérgica y unos ojos de mirada
de acero bajo un sombrero anticuado. Su
capa tenía un aire marcial y blandía el
paraguas como si fuese un arma
ofensiva.
—¿Quién es este niño? —dijo en
tono crispado mientras entraba en la
terraza y se acercaba a la ventana.
Guillermo salió por la ventana
pasando ante ella como una exhalación.
Ella alargó el paraguas, y Guillermo
huyó por el césped, se lanzó a través del
seto cayendo en la cuneta de la que fue a
salir, lleno de barro y maltrecho para
dirigirse al fin, a través del campo, al
viejo cobertizo.

—Así que ya veis lo que ha ocurrido


—explicaba Guillermo—. Todo iba
bien. Estaba dormido con el tesoro al
lado… y era de plata, además, lo mismo
que los de los antiguos Isabelinos…,
pero resultó que no era extranjero, de
manera que no pude cogerlo. Ha sido
mala suerte. Y su esposa quería pegarme
y he escapado por un pelo.
Pelirrojo y Douglas, Enrique todavía
no había llegado, escucharon con interés
su relato.
—Sí, ha sido emocionante —
comentó Pelirrojo—. El mío también lo
ha sido —se llevó la mano a un ojo que
ostentaba un círculo azulado—. Pero no
tan emocionante como el tuyo.
—¿Qué tal te fue? —preguntó
Guillermo.
—No, que hable Douglas primero.
Douglas tenía un aire interesante.
Sus ojos no habían recibido ningún
golpe, pero tenía las piernas manchadas
de barro.
—Bueno, a mí me salió todo bien en
cierta manera —dijo—, pero no
conseguí ningún tesoro. Quiero decir
que tampoco resultó ser extranjera. Se lo
dije y ella me contestó que no era
extranjera, pero estuvo muy amable
conmigo y me dio una merienda
estupenda.
Le miraron con desconfianza.
Douglas tenía la especialidad de salir
siempre ileso de cualquier aventura.
—Apuesto a que sabías que no era
extranjera —dijo Guillermo.
—Bueno, debía serlo con ese
nombre —replicó Douglas.
—Ahora os contaré lo mío —
intervino Pelirrojo—. El mío sí que era
extranjero. ¡Troncho! ¡Vaya si «era»
extranjera! Estaba limpiando la escalera
y en cuanto me vio entrar por la puerta
se puso a gritar como una loca y me tiró
el cepillo que me dio en el ojo, por eso
huí entonces. De todas formas pude ver
que allí no había ningún tesoro —de
nuevo se acarició el cardenal—.
Apuesto a que mañana estará negro —
agregó con modesto orgullo.
—¡Dios Salve a la Reina! —dijo
Enrique desde la puerta.
—Entra, amigo —replicó Guillermo.
—No traigo ningún tesoro —les
anunció Enrique al entrar.
—Ni nosotros tampoco —dijo
Guillermo con pesar—. Apuesto a que
no hay tantos tesoros por ahí como en
los tiempos de los antiguos Isabelinos…
Bueno, ¿qué hiciste?
—Fui carretera abajo —explicó
Enrique—, y vi a dos extranjeros
sentados junto a la cuneta comiendo
panecillos con queso o algo dentro, y
hablando entre ellos. Puedo asegurar
que eran extranjeros porque hablaban en
extranjero… Bueno, como no llevaban
consigo ningún tesoro fui un poco más
allá y vi dos bicicletas apoyadas contra
una cerca con unos manojos de cebollas
atados encima. Me pareció igual que
cuando ese Drake encontraba mulos con
tesoros encima por eso pensé coger uno,
porqué pensé que un manojo de cebollas
sería mejor que nada…, pero en cuanto
lo cogí se me acercaron los dos
extranjeros. Traté de explicárselo, pero
no me entendieron. Ellos hablaron
mucho sin que lograse entenderles, pero
se reían, eran ambos sumamente
simpáticos y me dieron una hermosa
manzana.
Sacó una manzana de su bolsillo.
—¡Troncho! —dijo Guillermo,
contrariado—. ¡Tanto ir en busca de un
tesoro para terminar con una manzana
nada más!
—Bueno, comámosla —propuso
Pelirrojo—. Podemos morder por tumo.
Se fueron pasando la manzana
masticando pensativos.
—Será mejor que lo dejemos de una
vez —exclamó Douglas.
—No, no lo dejaremos —replicó
Guillermo con firmeza—. Hemos
decidido ser nuevos Isabelinos, y lo
seremos —se volvió hacia Enrique—.
¿Qué más hacían, aparte de encontrar
tesoros?
Enrique se tragó el corazón de la
manzana reflexionando.
—Descubrían países nuevos —dijo
—. Drake descubrió uno llamado
Virginia.
—Entonces descubriremos un país
nuevo —dijo Guillermo.
—No podemos —replicó Enrique
—. Tienes que ir por mar para descubrir
países nuevos y nosotros no podemos ir
al mar. Ya lo probamos una vez,
acuérdate. Caminamos kilómetros y
kilómetros sin encontrarlo jamás.
—No es necesario ir al mar para
descubrir países nuevos —dijo
Guillermo—. Hay otros países al otro
lado de la tierra, y apuesto a que todavía
no han sido descubiertos. Han
encontrado Australia, pero apuesto a que
hay montones que no se han encontrado.
Es de razón que si uno trata de descubrir
países por la superficie de la tierra, se
encuentra con bosques, ríos y cosas que
no puede atravesar. Apuesto a que hay
cientos de países que todavía no han
sido descubiertos.
—Bueno, ¿y cómo llegaremos a
ellos? —preguntó Pelirrojo.
—Cavando —replicó Guillermo—.
Nos llevará algún tiempo porque la
tierra es muy gruesa, pero seguro que al
final la atravesamos.
Como de costumbre, la primera
incertidumbre de los Proscritos se iba
derritiendo ante el calor del optimismo
de Guillermo.
—De acuerdo —exclamó Pelirrojo
—. Necesitaremos palas y cosas.
—Sí —dijo Guillermo—, y
tendremos que inventar algún nombre
para llamarlo. Virginia es un nombre
tonto. ¿Por qué le llamaron así?
—Era el nombre de la reina —
explicó Enrique.
—Nosotros podemos llamar al
nuestro Isabela —dijo Guillermo.
Estuvo meditando unos momentos y
luego agregó—: Tendremos que llevar
provisiones y una bandera de la Unión
para plantarla cuando lleguemos allí.
—¿Dónde empezaremos a cavar? —
preguntó Pelirrojo.
—En algún sitio donde la gente no
nos vea —repuso Guillermo—. No
quiero que todo el mundo lo sepa.
Además, estoy seguro que nos
detendrían si lo supieran. Siempre nos
impiden hacer cosas interesantes.
—¿Qué os parece «Grantham
Lodge»? —propuso Enrique.
Le miraron un tanto sorprendidos.
«Grantham Lodge» había sido destruido
por una bomba el último año de la
guerra y seguía siendo una masa de
ruinas y cascotes en mitad de un gran
jardín cubierto de maleza. La propiedad
había sido adquirida por las autoridades
educativas que planeaban edificar allí
un colegio para maestros, pero las
limitaciones económicas habían puesto
fin a sus planes, y año tras año, seguía
allí la derrumbada propiedad,
derrumbándose más y más a medida que
transcurría el tiempo.
Los Proscritos no la habían utilizado
nunca como terreno de juego. Su
relación con las autoridades educativas
y su futuro como colegio para maestros
la habían revestido a sus ojos de una
atmósfera de horror que el actual
bombardeo no supo producir.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo
—. ¡«Ese» sitio!
—Sí —dijo Enrique—. Hay unos
matorrales muy espesos cerca de donde
estaba la casa. Hay sitio para cavar y
nadie nos verá desde la carretera.
Podríamos instalar una especie de
campamento con provisiones y cosas lo
mismo que hacen los auténticos
exploradores.
—Sí —convino Guillermo tras un
momento de reflexión—. Es una buena
idea.
Los arreglos se llevaron a cabo con
suma rapidez. La carretilla del jardín de
Enrique fue cargada con palas, azadas,
una bandera de la Unión y tantas
provisiones como los Proscritos
consiguieron sustraer de las despensas
de sus casas. Éstas comprendían medio
pastel de carne, parte de un «pudding»
de arroz frío, un cuarto de kilo de
membrillo, medio tarro de pasta de
anchoas, dos sardinas, unos pocos
huesos de pollo y unas cortezas de pan
que Pelirrojo había cogido a los pájaros
de su tía. Guillermo se cuidó del
refresco líquido. A un cuarto de litro de
limonada había añadido, una cucharada
de salsa, un poco de menta, una
cucharada de yoghourt, los restos de una
botella de glicerina (por la que sentía
una debilidad especial) y un poco de
sifón. Una vez agitado, el resultado tenía
un color y consistencia muy curiosos,
pero, como dijo Guillermo: «Es de
sentido común que muchos gustos saben
mejor que un gusto solo».
El punto que Enrique había
propuesto para la excavación estaba
(como él ya había indicado) muy cerca
de lo que antes había sido la parte
lateral de la casa y quedaba oculto
desde la carretera por unos arbustos muy
espesos. Había llovido durante la noche
y el suelo… tierra humedecida… cedió
fácilmente a sus esfuerzos. Sus «azadas»
eran de diversos tipos. La de Guillermo
era un azadón de jardín cogido
osadamente del cobertizo de las
herramientas, la de Enrique una pala
para el carbón. La de Pelirrojo una
paleta, y la de Douglas un cuchillo
oxidado de cortar pescado, que encontró
en el cubo de la basura.
—Será mejor que empecemos a
comernos las provisiones para tener
fuerza, ¿no os parece? —dijo Douglas
cuando llevaban cavando algún tiempo
—. Yo siento que ya empiezo a perderla.
Los otros estuvieron de acuerdo y
durante unos pocos minutos de gran
aplicación dieron cuenta de todo su
almacén de provisiones.
—Ahora bebamos —dijo Pelirrojo.
—No —replicó Guillermo con
firmeza—. Será mejor que lo
guardemos. Tal vez lo necesitemos para
no volvernos locos de sed. Los
exploradores se vuelven locos de sed y
nosotros podemos empezar a volvernos
locos de sed cuando estemos en mitad
de la tierra, de manera que será mejor
que lo guardemos por si acaso.
Asintieron un tanto a la fuerza
volviendo a su tarea, cavando
enérgicamente y… durante algún
tiempo… en silencio.
—Vamos adelantando mucho,
¿verdad? —dijo Enrique al fin
deteniéndose para limpiar el polvo y el
sudor de su frente.
Todos los Proscritos estaban
cubiertos de tierra, porque su modo de
cavar, aunque enérgico, era algo
personal y las paletadas de tierra
volaban en todas direcciones.
—Puede que nos hagan
gobernadores si lo descubrimos —jadeó
Guillermo.
—¿Qué? —preguntó Enrique.
—De Isabela —repuso Guillermo a
través de la tierra que le había entrado
en la boca procedente de su propia
azada—. A la gente que descubre un
país por lo general luego le hacen
gobernadores. Pertenecerá a la Reina,
claro, pero nosotros seremos los
gobernantes. Siempre he deseado ser
gobernador de un país.
—Este cuchillo de pescado se ha
roto —exclamó Douglas—. Voy a
utilizar las manos. Así debían cavar en
la prehistoria, y eran muy buenos
cavadores. Se ha tenido que excavar
«kilómetros» para encontrar sus cosas.
—Me gustaría que guardaras tu
tierra para ti solo —dijo Enrique
sacudiéndose los cabellos.
—¡Me gusta! —exclamó Pelirrojo,
indignado—. Acabo de recibir una
paletada de la tuya en el cuello.
—Puede que tengamos que
conquistarlo —dijo Guillermo—. Puede
que haya salvajes.
—Bueno, no empecemos otra guerra
—replicó Douglas—. Sólo hemos
conseguido plátanos.
—Tal vez encontremos primero
carbón —intervino Pelirrojo—. En la
tierra hay carbón.
—Si es así podemos venderlo —
dijo Guillermo—. El carbón vale
mucho.
En aquel momento Douglas lanzó
una exclamación de alegría.
—He tropezado con algo hecho de
madera —dijo.
—Probablemente un pedazo de árbol
—repuso Enrique.
—No, no lo es. ¡Mirad!
Se agruparon en círculo examinando
la oscura superficie plana que había
dejado al descubierto la azada de
Douglas.
—¡Veamos! —exclamó Guillermo
—. Veamos hasta dónde llega.
Cavaron con redoblada energía. La
superficie de madera se fue extendiendo
paulatinamente: un metro… dos
metros…
—Aquí está muy carcomida —
exclamó Guillermo—. Está toda
carcomida. Voy a darle un buen golpe.
Y clavó su azada en la madera que
cedió, cayendo con un sonido hueco en
una profunda abertura.
—Es una especie de habitación
subterránea —dijo Guillermo
asomándose—. Voy a bajar para ver qué
es.
Quitó alguna parte más de la madera
podrida y se descolgó saltando metro o
metro y medio sobre un suelo de
cemento.
—¿Estás bien, Guillermo? —le gritó
Pelirrojo, preocupado.
—Sí —repuso Guillermo,
levantándose—, y «es» una especie de
habitación subterránea. Hay una caja.
Bajad y echaremos un vistazo.
Bajaron lo mejor que pudieron
asiéndose a la madera carcomida y
luego saltando para caer al suelo de
donde se levantaron magullados, pero
ilesos.
La «habitación» tenía el suelo de
cemento y un techo de madera sostenido
por pilares también de madera. Las
paredes estaban recubiertas de madera
carcomida. En el extremo más alejado
había un pequeño tramo de escalones
que conducían al techo.
Pelirrojo subió por ellos y empujó el
techo de madera que quedaba encima.
—Aquí hay una especie de trampa,
Guillermo —le dijo—, pero no puedo
abrirla.
—Claro que no puedes —repuso
Enrique—. Debe de estar debajo de esas
ruinas.
Guillermo se había arrodillado junto
a una gran caja de madera.
—Aquí hay algo —dijo—. Pesa
mucho…, pero está cerrada.
Pelirrojo bajó los escalones para
unirse al grupo.
—Parece que está podrida —dijo—.
Démosle un golpe.
La azada de Guillermo había caído
dentro de la habitación, así que la cogió,
y por turno fueron golpeando un lado de
la caja hasta separarlo lo suficiente para
poderlo abrir.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo.
Porque de allí salió una colección
de objetos de plata… candelabros,
bandejas, jarras, platos, teteras,
cuchillos, tenedores y cucharas.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo
cuando una colección de objetos de plata
rodó fuera de la caja.
—¡Un tesoro! —exclamaron.
—Pero no sabemos si es extranjero
—dijo Pelirrojo—. Tiene que ser
extranjero para los Nuevos Isabelinos.
Enrique había sacado su mugriento
pañuelo y frotaba vigorosamente un
jarro de plata.
Sus esfuerzos revelaron un dibujo
que examinó con interés.
—Hay una especie de relieve —
dijo.
El dibujo representaba un caballo
con una lanza clavada en su pecho, pero
estaba tan sucio que apenas era visible.
—Bueno, de todas formas es un
animal extranjero —dijo Guillermo—.
Tiene una especie de cuerno que le sale
en mitad del cuerpo. No es inglés.
—Y debajo hay algo escrito —
replicó Enrique frotando las letras con
su pañuelo—. Dice… «Fide Et Amore».
—Bueno, «eso» es extranjero —
exclamó Guillermo triunfante—. De
manera que lo hemos encontrado…
Hemos encontrado un tesoro extranjero
para entregárselo al pueblo. Ahora sí
que somos nuevos Isabelinos. Ya no nos
molestaremos más en descubrir un país
desconocido. Nos llevaría demasiado
tiempo y esto es lo que queríamos hacer
en realidad. Ahora se lo llevaremos al
alcalde, ¿no os parece?
—¿Cómo lo subiremos? —preguntó
Douglas.
—Oh, lo subiremos perfectamente
—replicó Guillermo.
Y lo subieron perfectamente.
Primero subieron a Pelirrojo y le
fueron entregando los objetos uno por
uno. Guillermo fue el último en salir
utilizando la caja de madera como
trampolín siendo ayudado por las manos
de sus compañeros Proscritos. Luego,
cubiertos de polvo y suciedad,
examinaron el tesoro con orgullo.
—Apuesto a que ese Drake no
encontró nada tan bueno como esto —
dijo Guillermo.
—¿Cómo lo llevaremos al alcalde?
—dijo Douglas.
—En la carretilla —repuso
Guillermo—, y lo haremos como es
debido. Apuesto a que Drake lo hizo
como debe hacerse. Iremos todos a casa
y cogeremos los adornos de la
Coronación y adornaremos la carretilla.
No podemos llevarla de cualquier modo
como si no fuésemos Nuevos Isabelinos.
Escondieron el tesoro entre los
arbustos y fueron a sus casas regresando
con los restos de los adornos del Día de
la Coronación…, gallardetes,
guirnaldas, rosetones, banderas de la
Unión, colgaduras y un gran retrato en
colores de la Reina… que
afortunadamente fueron guardados en
lugares asequibles. La plata fue
colocada en la carretilla, y los
gallardetes, guirnaldas, rosetones,
colgaduras y banderas de la Unión
sirvieron para adornarla (Enrique había
llevado una caja de chinchetas). El
retrato de la Reina fue colocado encima
apoyado contra una gran tetera de plata.
Enrique y Douglas marchaban
delante portando banderas de la Unión
sobre el hombro, y detrás Guillermo y
Pelirrojo festoneados de rojo, blanco y
azul, empujaban la carretilla.
Guillermo y Pelirrojo, festoneados de
rojo, blanco y azul, empujaban la
carretilla, en tanto que Enrique y
Douglas marchaban delante portando
banderas.
—Apuesto a que así es como lo
hacía Drake —exclamó Guillermo
examinando la procesión con orgullo.
Recorrieron la calle del pueblo con
su cabalgata llena de colorido. Los
transeúntes les miraban, pero nadie les
detuvo ni para interrogarles.
Al acercarse a la casa del señor
Kirkham aminoraron el paso.
—Apuesto a que se sorprenderá —
dijo Guillermo—. Apuesto a que lo
último en que estará pensando es en este
tesoro.
Pero Guillermo se equivocaba.
El señor Kirkham no sólo pensaba
en el tesoro, sino que estaba hablando
de él con un amigo al que había invitado
a tomar una copa de jerez antes de
comer. El invitado acababa de admirar
la colección de miniaturas que colgaban
encima de la chimenea.
—Sí, son una de las pocas herencias
de mi familia —decía el señor Kirkham,
que era un hombre alto, de boca grande
y ojos simpáticos y reidores—. En
nuestra familia teníamos buena plata,
pero toda desapareció cuando
bombardearon la casa de mi tío. Ya sabe
usted, me refiero a Grantham Lodge.
—¿Quiere usted decir que la
estropeó el bombardeo? —dijo el
invitado.
—No, sólo desapareció. Hubo
bastantes evacuados dudosos por aquel
lugar y mucho saqueo. Sea como fuere,
nunca encontramos ni rastro de ella… El
pobre viejo tuvo un colapso el día del
bombardeo, ya sabe, y falleció la
semana siguiente sin recobrar el
conocimiento.
—Tenía un carácter muy excéntrico,
¿verdad?
—Mucho. Me había cogido manía y
no me dejaba entrar en su casa, así que
ni siquiera sé dónde guardaba la plata.
Sé que la consideraba un tesoro y temía
que fuera destruida. Al principio pensé
que tal vez la hubiera guardado en el
banco, pero como ya le digo, no se ha
encontrado rastro de ella. Era un tipo
muy curioso… receloso y reservado. Me
hubiera borrado de su testamento sí se
hubiese acordado de hacerlo, pero…
—¡Cielo Santo! —le interrumpió el
invitado que estaba sentado cerca de la
ventana—. Qué caravana más curiosa se
acerca por el jardín.
El señor Kirkham fue hasta la
ventana viendo la carretilla cargada con
sus banderas y adornos, y los cuatro
niños mugrientos de rostros felices que
la acompañaban.
—¿Qué diantre…? —exclamó el
señor Kirkham.
Fue a la puerta principal para
abrirla.
—¿Quiénes sois y qué es todo esto?
—preguntó.
—Somos Nuevos Isabelinos —
replicó Guillermo—, y éste es un tesoro
extranjero para el país. ¿Podemos
entrarlo?
—Cómo no —exclamó el señor
Kirkham apartándose a un lado.
Guillermo condujo la carretilla
dentro de la habitación y levantó el
retrato de la Reina.
—¡Cielo Santo! —exclamó el señor
Kirkham—. ¡La plata de la familia!
—Es extranjero —prosiguió
Guillermo—. Es un tesoro extranjero
para el país. Lo mismo que Drake.
—Supongamos que me lo contáis
todo —les propuso el señor Kirkham.
Y Guillermo se lo contó todo.
—Claro, ésta es la explicación —
dijo el señor Kirkham a su invitado—.
El viejo hizo construir ese escondite
subterráneo, y cuando bombardearon la
casa llevó allí la plata. Los escalones y
la puerta de la trampa probablemente
conducen a la biblioteca, pero eso sigue
cubierto de cascotes.
—Bueno, al fin se ha resuelto el
misterio —dijo el invitado—. Y usted
ha recuperado la plata de su familia.
El rostro de Guillermo se había
ensombrecido.
—¿Quiere decir que no es ningún
tesoro extranjero después de todo? —
dijo—. ¿Y no podemos dárselo al
pueblo?
El señor Kirkham miró la plata
pensativo.
—¿Sabes? —dijo en tono de
sorpresa—. Ahora me doy cuenta de que
no la quiero realmente. He vivido muy
feliz todos estos años sin ella y sólo
traería complicaciones a mi vida —se
volvió a Guillermo—. Te diré lo que
voy a hacer. Primero hay que tramitar
algunas formalidades, pero cuando
acabe con ellas, la venderé y haré una
lista de las cosas que podrían hacerse
con el dinero y que decididamente
ayudarían al país, y vosotros podríais
escoger la que más os guste.
—¿No podríamos enviarle el dinero
para el país a la Reina en sellos de
correo? —contemplando el retrato de la
soberana que ahora estaba apoyado
contra la carretilla—. El dinero puede
mandarse en sellos.
—Creo que no —repuso el señor
Kirkham—, pero te prometo encontrar
una manera de utilizar ese dinero que tú
apruebes.
—¿Y… y habremos encontrado un
tesoro extranjero para regalárselo al
pueblo?
—Exactamente —replicó el señor
Kirkham.
—¿Lo mismo que Drake?
—Más o menos.
—¿Y ahora somos Nuevos
Isabelinos?
—Ya lo creo.
Guillermo exhaló un suspiro de
satisfacción.
—Debemos brindar por ello —
propuso el invitado.
—Yo tengo una bebida —dijo
Guillermo buscando debajo de las
banderas para sacar su botella—. Yo
mismo la he preparado. Es muy buena.
¿Quieren que la pruebe yo primero para
que sepan que está bien?
—Por favor —le dijo el señor
Kirkham.
Guillermo se cuadró y alzando la
botella hacia el retrato de la Reina tomó
un buen trago.
—Ahora le toca a usted —dijo
limpiándose la boca con el revés de su
mano y entregando la botella al señor
Kirkham.
El señor Kirkham también alzó la
botella hacia el retrato de su soberana y
tomó un trago. Retrocedió, pero… con
un supremo esfuerzo y dominio de sí
mismo… no demasiado ostensiblemente.
El invitado no pudo evitar, a pesar
de sus esfuerzos, un estremecimiento de
repulsión.
Enrique, Pelirrojo y Douglas, que
estaban más acostumbrados a las
mezclas de Guillermo, bebieron por
turno con evidente placer.
—Bueno, todo está arreglado —dijo
Guillermo.
La aventura había terminado y era ya
cosa del pasado. Sus ojos recorrieron la
habitación iluminándose al ver un
blanco para dardos apoyado contra un
costado de una librería.
—¡Troncho! —exclamó—. ¿Es eso
un blanco para dardos?
—Sí —repuso el señor Kirkham—.
¿Te gustaría jugar?
—Sí, por favor —dijo Guillermo
con vehemencia.
Los Proscritos se agruparon para
unirse al juego, que prosiguió con gran
entusiasmo mientras los dardos se
clavaban en las paredes, las cortinas, la
alfombra, las tapicerías…
De pronto Pelirrojo lanzó un grito.
—¡Escucha, Guillermo, Huberto
Lane ha vuelto! Acaba de pasar por
delante de la casa con su banda. ¡Vamos
tras él de prisa!
Guillermo se volvió con un dardo en
la mano y la boca abierta en una sonrisa.
—Hay tiempo para terminar la
partida y acabar después con los
Laneítas —exclamó.
GUILLERMO Y EL
CLUB DE LOS
DECENARIOS

—Ahora date prisa en desayunar,


Guillermo —dijo la señora Brown—, y
procura comer como es debido.
Había una nota de premura en su
voz. Por lo general esperaba los pocos
minutos de paz que seguían a la marcha
apresurada del señor Brown hacia la
estación para coger el tren, pero habían
comenzado las vacaciones escolares de
Guillermo, y era difícil relacionar la
presencia de Guillermo con una
atmósfera de paz.
—Y la señora Peters no va a venir
esta mañana —agregó—, de manera que
tendré mucho que hacer.
Guillermo con las cejas unidas en un
ceño consciente continuó vertiendo
leche en el foso de una fortaleza de
gachas que había construido en mitad de
su plato.
—Estas gachas no son lo bastante
consistentes —se lamentó—. No puedo
hacer ninguna muralla. No cesan de
derrumbarse. Y tampoco consigo que el
puente levadizo se sostenga como es
debido… ¿Por qué no viene?
—Porque va a dar un paseo por el
mar con el Club de los Sexagenarios.
Deja de hacer porquerías con la comida,
Guillermo.
—No estoy haciendo… El foso se ha
desbordado. Bueno, apuesto a que eso
detendrá a los enemigos aunque el
puente levadizo se haya caído en mitad.
Simularé que un tanque le ha pasado por
encima y lo ha hundido haciéndole caer
en el torrente que pasa por debajo.
¿Puedo coger un terrón de azúcar para
que una vez dotado de blindaje haga de
tanque, por favor?
—No, Guillermo. Cómete las gachas
si quieres, y si no, déjalas.
—Las quiero. Y me las voy a comer
ahora. Esta cuchara es un bombardero
«jet» que ataca la fortaleza —emitió un
sonido enervante, y luego miró a su
madre con interés—. ¿Suena como un
bombardero «jet»?
—No lo sé —dijo la señora Brown
con desmayo—, pero no vuelvas a
hacerlo y terminar rápidamente tu
desayuno.
—De acuerdo —dijo Guillermo y
continuó con la voz apagada por dos
murallas y un puente levadizo—.
¡Troncho! Y el lunes pasado fue con
ellos al cine y el lunes anterior a tomar
el té.
—Sí, «sir» Gerald y «lady»
Markham les invitaron a todos a
merendar en Marleigh Manor… ¿Vamos,
Guillermo, has terminado?
—Casi.
Guillermo liquidó los restos de su
desayuno con aire distraído era evidente
que ya no le interesaba el ataque aéreo.
—¡Troncho! —dijo al dejar su
cuchara—. Lo encuentran todo hecho.
—¿Quién se lo da todo hecho? Aquí
hay otra salchicha para ti si la quieres.
—Gracias. ¿Por qué hacen siempre
las salchichas de la misma forma? Si las
hiciera yo las haría de distintas formas.
Algunas como barcos, otras como
trenes, otras como aeroplanos, y otras
como…
—Date prisa, Guillermo. Quiero
empezar a lavar los platos.
—Está bien. Me daré prisa… Los
viejos.
—¿De qué diantre estás hablando,
querido?
—Los viejos —repitió Guillermo en
tono sombrío—. Lo encuentran todo
hecho. Pensiones para la Vejez, Clubs
para Sexagenarios y todo. No es justo.
Una vez traté de conseguir Pensiones
para Jóvenes pero nadie quiso
escucharme. ¿Por qué no podríamos
tener Pensiones para Jóvenes lo mismo
que las hay para la Vejez? No es justo.
—No seas tan tonto, querido, y
dobla tu servilleta si ya has terminado.
—Sólo les pagan por ser viejos.
Bueno, lo que yo digo es, ¿por qué no
nos pagan por ser jóvenes lo mismo que
a ellos les pagan por ser viejos? ¿Cuál
es la diferencia?
—Te he dicho que la «dobles»,
Guillermo, no que la arrugues de ese
modo. Es natural que la gente desee
hacer cuanto pueda por alegrar a los
viejos.
—Bueno. ¿Y por qué no desean
hacer cuanto puedan por alegrar a la
juventud? —dijo Guillermo sacudiendo
su servilleta para volver a arrugarla en
distinta forma—. Apuesto a que los
jóvenes necesitan alegrarse muchísimo
más que los viejos. Los ancianos no
tienen que ir al colegio cada día,
fatigando sus cerebros con la tortura
mental del latín, las sumas, y otras
cosas. Escribí al Gobierno respecto a
las Pensiones para los Jóvenes, pero
jamás me contestaron. ¡Y ahora este club
de Sexagenarios! ¡Yendo a la playa, al
cine y de merienda! Se lo dan «todo»
hecho… ¿Puedo rebañar la miel, por
favor? Está casi terminada.
—Aún queda bastante, Guillermo…
Oh, muy bien. Y si quieres puedes
ayudarme a colocar las cosas en la
mesita de ruedas.
—Sí —repuso Guillermo a través de
un bocado de miel—. ¿Por qué no
criamos abejas? Yo las cuidaría. Comen
flores y aquí hay muchas, de manera que
no costarían nada de alimentar. No es
como tener que darles galletas de perro
y huevos de hormiga. Y apuesto a que
lograría enseñarles algún truco —fue
amontonando platos y una torre de tazas,
a la que salvó de derrumbarse la
presencia de ánimo de la señora Brown.
—¡Guillermo! Ten más cuidado. Pon
las cosas encima de la mesita de ruedas
una por una… Claro que no podemos
criar abejas y es natural que la gente
quiera ayudar a los ancianos, y ten
cuidado con el azucarero. Lo vas a
verter todo por la mesita si lo balanceas
así. ¿Lo ves? ¡Ya lo sabía! Si quieres
ayudarme trata de poner atención en lo
que haces.
Guillermo trató de poner atención en
lo que hacía, pero sus pensamientos
seguían ocupados en lo mismo.
—Imagínate a esos Sexagenarios
yendo a nadar al mar mientras nosotros
hacemos sumas y estudiamos geografía.
¿Puedo llevar la mesita de ruedas a la
cocina?
—No creo que ninguno de ellos vaya
a nadar al mar —repuso la señora
Brown, imaginándose a la mujer que la
ayudaba a diario en la limpieza en traje
de baño—. Y ten cuidado con la
mesita… ¿Lo ves? Sabía que ibas a
chocar con la mesa de la cocina.
—Lo siento. Sólo ha caído un poco
de leche al suelo. La recogeré.
—¡Pero no con el mantel del té,
Guillermo!
—¡Está bien! Utilizaré este trapo del
polvo.
—Eso «no» es un trapo para el
polvo, sino un cubrebandejas.
—Lo siento… ¡Escucha! ¿Quién
empezó todo esos Clubs para
Sexagenarios y esas cosas?
—Supongo que debió ocurrírsele a
alguien y lo haría. Vamos, Guillermo, no
pongas el pan en la fregadera.
—Lo siento… Estaba pensando en
otra cosa… ¿Supongo que cualquiera
puede fundar un club en cualquier parte?
—Supongo que sí. ¡Mira! Sabía que
ibas a derramar la miel. Ahora está toda
por encima del aparador.
—No importa. Puedo lamerla…
¿Quieres que ahora te lave los
cacharros?
—No, gracias, querido.
—Pero yo quiero ayudarte ahora que
la señora Peters ha ido a bañarse al mar.
—No, gracias, querido —replicó la
señora Brown agregando esperanzada
—. ¿No tienes nada que hacer en otra
parte?
—Pues, la verdad, sí —dijo
Guillermo—. Y «te he» ayudado,
¿verdad?
—Sí, querido.
—Bueno, ahora me iré si puedes
pasarte sin mí.
—Estoy completamente segura,
querido.
—Está bien. Iré a buscar a Pelirrojo,
Enrique y Douglas.
Subió a su dormitorio, y al bajar
deslizándose por el pasamanos aterrizó
ruidosamente en el suelo del recibidor.
Su silbido desafinado dispersó por el
campo los últimos vestigios de la niebla
matinal mientras caminaba por la
carretera.
La señora Brown dirigió una mirada
contrariada al azúcar vertido sobre la
mesita de ruedas, la leche en el suelo, la
miel en el aparador, y el rastro de
diversos objetos pequeños y cubertería
que marcaban el paso de la mesita de
ruedas desde el comedor a la cocina… y
se puso rápidamente a limpiarlo todo.
Guillermo había recogido a
Pelirrojo, Enrique y Douglas y les
hablaba con elocuencia mientras se
dirigían al viejo cobertizo.
—Les dan dinero y les llevan a la
playa, al cine, al teatro, a merendar y…
y se lo «dan» todo sólo porque son
viejos. Imaginaros a todos ellos
bañándose en el mar, y nosotros no
hemos estado en la playa desde…
desde… bueno, desde la última vez que
fuimos. Esto no es justo ni mucho menos
y debiera hacerse algo.
—¿Qué «puede» hacerse? —
preguntó Pelirrojo recogiendo de la
cuneta un trozo de rama que había sido
desgajada por un reciente vendaval y
asiéndolo a modo de bastón.
—Bueno, yo estoy cansado de
escribir al gobierno —dijo Guillermo
—. Todavía no me han contestado. ¡Um!
—lanzó una risa sarcástica—. Me
parece que ese viejo Ministro de las
Pensiones para la Vejez, se ha hecho tan
viejo que ya no se acuerda de cómo se
escribe. De todas formas, cuando
tengamos un Ministro para las Pensiones
de los Jóvenes…
—Apuesto a que no lo tendremos
jamás —exclamó Douglas con pesar—.
Apuesto a que el Alguacil Negro, o el
Jefe de la Oposición o alguien nos lo
impide.
—Claro que lo tendremos —insistió
Guillermo—. Yo mismo lo seré cuando
sea mayor, y haré que las cosas vayan un
poco mejor de lo que van ahora.
—No sé cómo vas a encontrar
tiempo para todas las cosas que quieres
ser —dijo Enrique—. Inventor, piloto
aéreo, buzo, bombero, confitero,
maquinista de tren y ahora, Ministro de
Pensiones para la Juventud.
—Oh, ya lo creo que lo conseguiré
—dijo Guillermo dándose importancia
—. Todas son cosas fáciles una vez se
las conoce.
—Y si tenemos que esperar a que
crezcas para que se haga algo no nos
servirá de mucho —intervino Douglas.
—Bueno, no tendremos que esperar
—dijo Guillermo—. Claro que
tendremos que esperar para las
Pensiones para la Juventud, pero no
necesitamos esperar para cosas como el
Club de Sexagenarios. Eso podemos
empezarlo en seguida.
—¿De qué nos sirve a nosotros un
club para Sexagenarios? —preguntó
Douglas—. Han de pasar años y años
antes de que pasemos de los sesenta.
—No seas tan tonto —le dijo
Guillermo—. No tenemos que pasar de
los sesenta. Tendremos… —hizo una
pausa para reflexionar—. Tendremos…
Sí, tendremos un Club para Decenarios.
Todos hemos cumplido ya los diez años,
de manera que podemos tener fácilmente
un Club para Decenarios. Entonces
podremos pasarlo estupendamente yendo
al cine y al teatro, a merendar y en
caravana a la playa.
—Sí, pero ¿cómo vamos a
«conseguir…» el cine, las meriendas y
cosas? —dijo Enrique con vista
práctica.
—Oh, no vamos a preocuparnos de
eso todavía —dijo Guillermo dejando a
un lado la cuestión con un gesto de
impaciencia—. «Ellos» lo consiguen, de
manera que no veo por qué no vamos a
tenerlo nosotros. Apuesto a que es
bastante fácil de arreglar. Lo primero es
comenzar el Club para Decenarios.
—¿Y cómo vas a hacerlo? —
preguntó Pelirrojo apoyándose
pesadamente en su bastón y cayendo al
suelo cuando éste se rompió bajo su
peso—. Apuesto a que empezar un club
no es tan fácil como todo eso.
—Claro que lo es —replicó
Guillermo dedicando a Pelirrojo una
risita burlona—. Pondremos un anuncio
en la puerta del viejo cobertizo. Apuesto
a que la gente acude y entonces
podremos decirles las cosas tan
emocionantes que van a hacer.
—Sí, no es eso lo que me preocupa
—repuso Pelirrojo sacudiéndose el
polvo y arrojando los restos de su
bastón—. Debía estar podrido por
dentro. No lo parecía… Lo que me
preocupa es lo que va a ocurrir después
de que acudan.
—Si todo el mundo fuese como tú —
le dijo Guillermo severo—, nadie
habría descubierto nada… ni América,
ni… ni las plumas estilográficas, ni
nada.
—Creo que va a ser una pérdida de
tiempo —intervino Douglas—. Sería
mejor jugar a Leones y Domadores.
—Sí, es un buen juego Leones y
Domadores —dijo Guillermo pensativo,
agregando—: Tal vez podamos
introducirlo en el Club para Decenarios
una vez esté en marcha.
«Leones y Domadores» era
desaprobado por todas las madres de
los Proscritos, pero ellos lo jugaban
desde que podían recordar. Aunque
había temporadas en las que caía en
desuso, siempre revivía a intervalos
regulares, y lo jugaban fuera o dentro de
la temporada con tal entrega que
generalmente volvía a quedar prohibido
por la Autoridad antes de que tuvieran
tiempo de cansarse de él. Era un juego
esencialmente sencillo, sin reglas
complicadas… la verdad es que sin
regla alguna. La mitad de los jugadores
eran leones y la otra mitad domadores.
Los domadores intentaban domar a los
leones y los leones se resistían a los
esfuerzos de los domadores con toda la
ferocidad de que eran capaces. Era un
juego sin comienzo ni final formal. Los
jugadores comenzaban cuando su
animación necesitaba un escape
inmediato, y cesaban cuando estaban
demasiado extenuados para continuar.
—Pero primero hemos de crear el
club —dijo Guillermo—. Vamos.
Escribiremos el anuncio de la reunión y
veremos cuántos acuden.
El anuncio compuesto por
Guillermo, escrito por Pelirrojo y
editado por Douglas que varió la
ortografía «presidente», de «precidente»
a «prezidente», y puso de vez en cuando
alguna coma. Para darle un aire oficial,
Enrique había impreso las palabras
«Condado de Hadley» en tinta roja en la
parte superior, y pegado un sello de tres
medios peniques cogido de un sobre de
una circular que había encontrado en la
papelera de su casa.
Decía así:

«NOTTA URJENTE:
Club para Decenarios
Mañana tarde, abrá una
reunión de gente de más de diez
años para acer un clup de
decenarios, al que todos los que
allan pasado de los diez pueden
benir animales, no Guillermo
Brown el presidente ará un
discurso a la jente,el que le
interrumpa será espulsado.
firmado Guillermo Brown».
La asistencia de la reunión fue
grande, aunque la calificación de «más
de diez años» pareció haber sido
ignorada. Como de costumbre la
población juvenil de todo el pueblo se
volcó en el viejo cobertizo, capitaneado
por Arabella Simpkin, que llevaba a su
hermanito en un cochecito desvencijado,
y una piel comida por la polilla y un
velo sobre los ojos (ambos
pertenecientes a su madre) para que le
dieran un aire de madurez.
—Sólo tienes nueve años, Arabella
Simpkin —le dijo Guillermo en tono
severo—. De manera que puedes
largarte.
—Cierra la boca, Guillermo Brown
—le replicó Arabella Simpkin—.
Siempre estás metiendo las narices
donde no te importa.
—Tienes sólo nueve años, Arabella
Simpkin —dijo Guillermo en tono severo
—, de manera que puedes largarte.
—Sí «me» importa —exclamó
Guillermo—. Estoy fundando este club
para gente de diez años, no para niñas
como tú.
Arabella lanzó una risa aguda.
—¿Te crees que «yo quiero»
pertenecer a ese asqueroso club tuyo,
Guillermo Brown? ¡Um! ¡Mira que
pensar que yo quiero pertenecer a ese
asqueroso club!
—Está bien, entonces vete a casa —
le dijo Guillermo—. Tienes nueve años,
y no queremos a niñas de nueve.
Arabella repitió su risa aguda.
—¡Mira que pensar que sólo tengo
nueve años, Guillermo Brown! Eres un
«inorante».
—¿Cuántos tienes entonces? —le
desafió Guillermo.
—Tengo… tengo dieciséis —replicó
Arabella desafiante enroscando la piel
apolillada de su madre alrededor de su
cuello y tirando del velo con gesto tan
fiero que se le desprendió del bonete de
su colegio y le quedó encima de la boca.
Hubo un murmullo de
desaprobación.
—¡Oooooh, mentirosa!
—Oh, tienes nueve años. «Sé» que
tienes nueve años.
—Tenía ocho años el año pasado y
siete el anterior, de manera que «tienes»
que tener nueve. Oh…, ¿no es una
cuentista?
Comprendiendo que toda la reunión
estaba contra ella en este punto,
Arabella dirigió su ataque hacia un
terreno más general.
—¿Quién te crees que eres,
Guillermo Brown para gobernar a la
gente? ¡El Rey de las Islas Caníbales, no
me extrañaría!
—¡Échala de aquí! —exclamó
Enrique.
—¡Sí, inténtalo! —gritó Arabella
poniendo los brazos en jarras y
soplando furiosamente el velo de su
sombrero—. ¡«Prueba» de echarme!
—Bueno, mira a ése —dijo
Guillermo señalando al bebé y
continuando su línea de ataque—. ¿Qué
está haciendo aquí? No me dirás que
«tiene» diez años.
El bebé miró a Guillermo
desapasionadamente durante unos
segundos y luego dirigió su atención a su
tarea de hacer burbujas con su saliva.
—Tiene dos años —gritó la reunión
—. Sabemos que tiene dos años porque
su madre lo dice. Y Arabella tiene nueve
porque lo «sabemos».
Una sonrisa de triunfo curvó los
delgados labios de Arabella.
—Bueno, así entre los dos hacemos
una persona de once años, ¿no? De
manera que «podemos» pertenecer al
club. ¡Podemos pertenecer como una
persona de once años, ahí «tienes»,
Guillermo Brown!
—¡Troncho! No puedes hacer eso —
exclamó Guillermo cogido por sorpresa.
—En el anuncio no hay nada que
diga que no podemos —dijo Arabella
—, y lo seré. Somos una persona de
once años… Fred y yo… y no puedes
impedirnos la entrada en el club.
Guillermo hubiera continuado la
discusión, pero los reunidos se
impacientaban.
—Bueno, vamos —dijo un niño
pequeño de espesas cejas y una boca
que denotaba determinación a pesar de
los churretes de regaliz—. ¿Vamos a
hacer algo o no?
—Sí, si os calláis todos un minuto
—replicó Guillermo subiéndose a la
caja de embalaje que le servía de
plataforma—. Si todos os calláis un
momento y escucháis, voy a pronunciar
un discurso.
Se alzó un clamor de vítores y
burlas.
—Ahora escuchadme —dijo
Guillermo alzando su voz por encima
del griterío—. Tened la bondad de
escucharme. Voy a empezar el discurso.
Señoras y caballeros…
Se alzó otro clamor en medio del
cual pudo oírse la voz de Arabella
diciendo con agudo sarcasmo:
—Debo estar ciega. No veo ningún
caballero.
—Cállate, Arabella Simpkin —dijo
Guillermo—. Y ahora escuchadme
todos. Soy el presidente y voy a
pronunciar este discurso. Escuchad —
los murmullos se apagaron—. Hay un
club que se llama club para
Sexagenarios al que pertenecen las
personas de más de sesenta años y se lo
pasan en grande porque tienen más de
sesenta años, y lo que yo digo es, no veo
por qué no podemos pasarlo bien
también los que hemos cumplido los
diez. Hay leyes que dicen que la gente
no puede ser castigada por cosas de las
que no tienen culpa, y no es culpa
nuestra no tener sesenta años, y aunque
intentásemos tener sesenta años no lo
conseguiríamos, porque no se puede
tener sesenta años si no se tienen sesenta
años de nacimiento, así que no es justo y
debiera hacerse algo.
Un murmullo confuso se alzó al
despertar los presentes al sentido de sus
quejas.
—Vamos a darles un baño —dijo un
niño de aspecto angelical de grandes
ojos azules y cabello rubio.
—Vistámonos como ancianos con
barbas y cosas —propuso Frankie
Parker—. Yo puedo coger la trompetilla
de mi abuela. Creerá que la ha perdido.
Siempre la está perdiendo.
—En nuestro garaje hay una silla de
inválido que solía usar mi tío-abuelo,
pero no sé conducirla.
—En casa hay dos bastones. Podría
usarlos como muletas.
—¿Por qué no esperamos a tener
sesenta años? —sugirió un chiquillo de
aspecto plácido que estaba chupando
una manzana confitada—. Todo el
mundo llega a los sesenta si tiene un
poco de paciencia. Es cuestión de
esperar.
—Me gustaría ver a Guillermo
Brown a los sesenta años —se burló
Arabella—. ¡Troncho! Valdrá la pena de
verse. Ahora ya es una visión.
—Cállate, Arabella Simpkin —
exclamó Guillermo—. Callaros todos. Y
ahora escuchadme. Voy a continuar el
discurso. Callaos y escuchad que voy a
seguir con mi discurso —el clamor se
convirtió en unos pocos murmullos—.
Voy a empezar otra vez por el principio.
Señoras y caballeros, esos viejos
sexagenarios lo consiguen todo y yo voy
a fundar un club para Decenarios al que
todos vosotros, que hayáis cumplido los
diez años podréis pertenecer, y
tendremos meriendas, iremos al cine y
de excursión a la playa, lo mismo que
ellos —se oyeron vítores—. Todo el que
quiera tomar parte que levante la mano.
Se alzó un bosque de manos.
—Todos no pueden ingresar —dijo
Enrique—. Algunos sólo son niños.
Apuesto a que hay más de media docena
que no han cumplido los diez.
—Bueno, es inútil tratar de
eliminarlos —intervino Douglas—. Sólo
conseguiremos que se alboroten.
—Los eliminaremos más tarde —
replicó Guillermo—. Primero hemos de
organizarlo todo como es debido.
Pero al parecer, el club se
consideraba ya bien organizado y
rodearon a Guillermo expectantes,
llenos de ansiedad y confianza.
—¡Vamos, Guillermo!
—¿Qué haremos primero,
Guillermo?
—Vamos al cine.
—Vamos a la playa.
—No, vamos a merendar, Guillermo.
Guillermo estaba un tanto
desconcertado por el éxito inmediato de
su plan.
—No podemos hacerlo todo en
seguida —contestó—. Bueno… bueno,
primero hay que pensar un poco las
cosas. No sé qué es lo que podríamos
hacer ahora. En este preciso momento.
Quiero decir… bueno, quiero decir…
Le interrumpieron con indignadas
protestas.
—Tú «dijiste» que iríamos al cine.
—Tú nos «prometistes» que nos
llevarías a la playa.
—¡Yo quiero ir ahora! ¡Uh! —se
burló Arabella—. Debiéramos haber
sabido que Guillermo Brown no sabe
hacer otra cosa que discursos. Y no es
que sea tampoco un gran discurseador.
Nuestro Fred cualquier día podría
pronunciar un discurso mejor que el
suyo.
Y como para demostrarlo, Fred
elevó su voz en un llanto prolongado. A
pesar del llanto las protestas
continuaron.
—Se llama a sí mismo Rey de las
Islas Caníbales y ni siquiera es capaz de
llevar a la gente a la playa.
—Nunca dije eso —replicó
Guillermo.
—¿Dónde es esa merienda de que
hablabas? Oh, él puede «hablar» —dijo
Arabella—. Puede armar tanto ruido
como un burro pero no puede «hacer»
nada. Es muy propio de él.
—Tú sí «puedes» hacer algo,
¿verdad, Guillermo?
—Es un farsante empedernido, eso
es lo que es —prosiguió Arabella
lanzando su piel apolillada por encima
de su hombro con tal «élan» que aterrizó
en el suelo varios metros detrás de ella
—. Debiera estar en la cárcel, ahí es
donde debiera estar.
—Nos llevarás a algún sitio,
¿verdad, Guillermo?
—Claro que sí —replicó Guillermo
—. Claro que «puedo», y tú puedes
callarte, Arabella Simpkin. ¿Para qué
crees que he fundado este club si no
pudiera? ¡Vamos!
Grandes vítores acogieron estas
palabras, y antes de que Guillermo se
diera cuenta de lo que estaba
ocurriendo, se encontró caminando a
través de los bosques hacia Hadley, con
su club de Decenarios vitoreándole a
sus espaldas.
—¡Al cine!
—Vamos al cine.
—¡Troncho! ¿No es estupendo?
Guillermo nos lleva al cine.
Las ligeras protestas de Guillermo
quedaron ahogadas bajo aquel clamor, y
en menos de un minuto, según le pareció
a él, era empujado por la calle principal
de Hadley en dirección al mejor cine de
la localidad.
Ante la puerta se volvió a
contemplar el grupo de arrapiezos que
formaba su Club de Decenarios. Por
fortuna el desvencijado cochecito había
desaparecido. (La indignada madre de
Arabella lo había retirado cuando
pasaron por el pueblo), pero Arabella
seguía capitaneando la multitud, con la
piel colgada de un hombro, y con el velo
de su bonete escolar torcido sobre un
ojo.
—Será mejor que esperéis afuera
mientras yo voy a arreglarlo todo —dijo
Guillermo en tono de autoridad que no
ocultaba una ligera inquietud—.
Cuéntalos bien, uno por uno sin
equivocarte, Pelirrojo. ¿Cuántos hay?
—Yo creo que unos diecinueve —
repuso Pelirrojo—. No puedo contarlos
bien porque no cesan de moverse.
Un niño pequeño corría entrando y
saliendo en el grupo y una niña saltaba
arriba y abajo de las escaleras de
entrada cantando: Pito, pito, Colorito,
en tono desafinado. El encargado les
miraba con recelo y desagrado.
—Bueno, adelante, Guillermo
Brown —dijo Arabella—. ¿Cuánto
tiempo nos vas a tener vagando por
aquí?
—Está bien, está bien —replicó
Guillermo—. Tengo que tener tiempo
para respirar como los demás, ¿no?
Subiendo los escalones se acercó a
la taquilla con aire tranquilo.
—Diecinueve entradas de seis
peniques —dijo al empleado de la
taquilla.
El hombre le miró.
—¿Dónde está el dinero? —le dijo.
—No tengo —repuso Guillermo—.
Nosotros no pagamos. Somos del Club
de Decenarios.
—¿El… «qué»? —exclamó el
hombre.
—El Club de Decenarios —explicó
Guillermo con paciencia—. Lo mismo
que el Club de Sexagenarios. Entramos
gratis en todas partes.
—¿Vosotros…? —por un momento
la indignación privó del habla al
empleado. Al fin lo recobró—. Largo de
aquí, pequeño, y más deprisa de lo que
has venido hasta aquí, y si vienes con
alguno más de tus trucos…
Había algo en su tono que hizo que
Guillermo corriera hacia la salida. Su
Club de Decenarios le rodeó con
ansiedad.
—¿Todo arreglado, Guillermo?
—¿Podemos entrar ahora,
Guillermo?
—No —contestó Guillermo—. No,
no… no es una película buena. No os
gustaría. He echado un vistazo a las
fotografías y… bueno, es una película
aburrida. No os gustaría. Dije que no
queríamos entrar porque era una
película muy aburrida.
Hubo un murmullo de
desaprobación.
—No me importaría —dijo la niña
de las cejas pobladas—. Me gustan las
películas aburridas.
El portero les estaba mirando
peligrosamente y Guillermo echó a
andar por la calle seguido de su
multitud.
—¿Qué vamos a hacer, Guillermo?
—Vamos a la playa, ¿no te parece,
Guillermo?
—¡Mirad! —exclamó Arabella
señalando con su manita huesuda el otro
lado de la calle.
Fuera de una tienda de tabacos-
confitería había un gran anuncio.
«Salidas diarias para
Brighton, Worthing, Hasting».

Un gran griterío de alegría se elevó


del Club de Decenarios.
—¡La playa!
—Mira, Guillermo, ahora podemos
ir a la playa.
—¡Vamos, deprisa! Vayamos a la
playa.
—Bueno… er… será mejor que
esperéis aquí, mientras yo lo arreglo —
dijo Guillermo dispuesto a la acción, a
pesar de su fracaso anterior—. Esperad
aquí mientras yo voy a arreglarlo.
—Sí, lo mismo que hiciste antes —
le retó Arabella—. ¡Lo arreglaste muy
bien la última vez! Supongo que dirás
que es una playa aburrida o algo por el
estilo. Tú todo lo estropeas, Guillermo
Brown.
—¡Aguardad! —exclamó Guillermo
—. Aguardad y veréis. Ahora cruzaré y
apuesto a que todo se arreglará.
Atravesando la calle, entró en la
tienda. Un joven de aspecto aburrido,
cabellos largos y barbilla saliente, se le
acercó.
—Nosotros… er… nosotros
queremos ir a la playa —dijo
Guillermo.
La sorpresa invadió el rostro
aburrido del joven.
—¿Nosotros? —dijo.
—Sí —respondió Guillermo—.
Unos veinte.
—¿Quieres decir… que deseas
alquilar un autocar?
—Sí —contestó Guillermo.
—¿Cuándo queréis ir?
—Ahora —replicó Guillermo.
La sospecha se mezcló con la
sorpresa en el rostro del joven.
—Podría organizarlo para mañana…
—De acuerdo —dijo Guillermo—.
Mañana entonces. Podemos esperar muy
bien hasta mañana.
—Supongo que pagarás un depósito.
—No —repuso Guillermo—.
Nosotros no pagamos nada. Vamos de
balde. Somos del Club de Decenarios.
Lo mismo que el Club de Sexagenarios,
ya sabe.
Sus amigos contemplaron su rápida
salida del establecimiento con sorpresa.
Sin embargo, cuando llegó junto a ellos
había recuperado algo de su aplomo.
—Has salido muy de prisa —
exclamó Pelirrojo.
—Sí —admitió Guillermo—. Tenía
un poco de prisa y no quería perder más
tiempo hablando con él.
—¿Qué hay de ir a la playa,
Guillermo?
—¿Podemos ir ahora, Guillermo?
—¿Puedo coger un cangrejo,
Guillermo?
—¿Puedo ir corriendo a mi casa
para coger mi cubo y mi pala,
Guillermo?
—Bueno, veréis —dijo Guillermo
—. Lo siento, pero es… hace mucho frío
en la playa ahora. No disfrutaríais. Es
inútil ir a sitios donde no se puede
disfrutar. Así que le dije que no
iríamos… Es inútil haciendo frío. Creo
que está lloviendo en la playa. Y no me
extrañaría que nevase también.
Su excitación se trocó de nuevo en
desencanto.
—¿Qué hacemos entonces,
Guillermo?
—¿Qué hay de esa merienda,
Guillermo? ¿No quieres llevarnos a esa
merienda ya que no podemos ir ni al
cine ni a la playa?
—Er… sí —repuso Guillermo
sintiéndose preso en una pesadilla de
ésas de las que uno desea inútilmente
despertar—. Oh, sí, una cosa tan sin
importancia como una merienda no es
nada para mí. ¡Um!
Y echaron a andar calle abajo.
—No sé… —dijo Guillermo con
voz ronca—. Quiero decir… que me
pregunto si… quiero decir, que tal vez
fuese mejor aguardar hasta tener algo
mejor organizado.
Se levantaron murmullos de
resentimiento.
—Yo quiero merendar ya que no
vamos a la playa.
—Nos «prometiste» una merienda,
Guillermo.
—Me hubiera «gustado» esa
película aburrida, Guillermo.
—No me hubiese importado que
nevase en la playa, Guillermo.
—Tengo tanta hambre, Guillermo.
¿Dónde está la merienda?
—¿Habrán bizcochos de chocolate,
Guillermo?
—¿Estamos cerca, Guillermo?
La voz de Arabella se alzó por
encima de los murmullos.
—Creo que tampoco habrá
merienda. ¡Uh! Nevará en la merienda lo
mismo que en la playa. Pero ya saldrá
de ella de alguna manera. Es un
fanfarrón. Debiera encerrarle en la Torre
lo mismo que hacían en la historia.
—«Espera» —le dijo Guillermo—.
Espera a que veas esa merienda. Te
sorprenderás mucho cuando tú la veas.
—Sí, nos sorprenderá muchísimo
que ocurra algo…
Pero entonces sí ocurrió algo.
Pasaban ante un gran edificio ante cuya
puerta había una mujer de aspecto
preocupado. Su rostro se entreabrió en
sonrisas de bienvenida y sus ojos se
iluminaron al posarse en Guillermo y su
banda.
—¡Oh, ya estáis aquí, niños!
Temíamos tanto que no consiguierais
llegar. Entrad.
Los niños irrumpieron en la
habitación. En un extremo varias
personas ancianas se hallaban sentados
alrededor de mesitas pequeñas. Al otro
lado había una gran mesa con pasteles,
membrillos, galletas de chocolate y
otras golosinas.
—¡Oh, ya estáis aquí, niños! —dijo la
mujer de aspecto preocupado mientras
aparecían Guillermo y su banda—.
¡Pasad!
—Yo soy la señorita Fountain, niños
—les dijo la dama—. Y cuando la
señorita Mirabel me ha telefoneado esta
mañana para decirme que no sabía si
podríais venir, me quedé terriblemente
decepcionada, pero todavía me así a la
esperanza de que aclarase y que
pudierais venir después de todo, y, ya
veis —rio alegremente—… tenía razón.
Tuve el «presentimiento» de que
vendríais y no me fallan nunca. Vamos…
Sabía que ibais a tener apetito después
de vuestro viaje, de manera que pensé
en obsequiaros con una buena merienda
antes de que comencéis a bailar. He
estado leyendo extractos de Tennyson en
voz alta a nuestros Sexagenarios, y
aunque estoy segura de que les han
gustado, no dudo de que les agradará un
cambio… Veo que la señorita Mirabel
no ha venido con vosotros.
—No —dijo Guillermo viendo que
era necesario dar una respuesta.
—Oh, bueno, supongo que sabéis lo
que tenéis que hacer. Me dijo que esta
semana estaba muy atareada. ¿Y
vuestros trajes? ¿Los habéis traído?
—No —replicó Guillermo.
—¡Oh, Dios mío! Ella dijo que una
amiga los traería en su automóvil, pero
no cabe duda de que la niebla lo ha
retrasado todo. ¿Supongo que podréis
bailar lo mismo sin ellos?
—Sí —respondió Guillermo
siguiendo su línea de menor resistencia.
Los otros no escuchaban la
conversación. Habían tomado asiento en
la mesa y estaban dando cuenta del
festín. Guillermo se apresuró a unirse a
ellos que le saludaron con vítores de
placer.
—¡Ooooh, Guillermo, es estupendo!
—¡Es una «auténtica» merienda!
—¡Ooooh, mira ese pastel de color
rosa!
—Y esa jalea roja.
—Oh, Guillermo, es mejor que en
las películas.
Incluso Arabella encontró tiempo
entre bocado y bocado a un emparedado
de jamón para observar:
—Bueno, debo confesar que «esto»
no lo has estropeado, Guillermo Brown.
La señorita Fountain se dirigía a la
reunión de aspecto deprimido del otro
lado de la estancia.
—Todos ustedes celebrarán saber
que los Juveniles de la señorita Mirabel
han conseguido llegar a pesar de todo…
sin la señorita Mirabel y sin sus
vestidos, pero estoy segura de que eso
no les importará. Disfrutaremos de sus
hermosas danzas lo mismo con sus trajes
habituales… En estas circunstancias no
continuaré leyendo a Tennyson…
Un ligero aplauso se elevó de su
público y ella les dedicó una sonrisa
agradecida.
—Celebro tanto que les gustase. Y
ahora voy a ver qué tal les va a los
Juveniles.
Ni Guillermo ni su banda habían
escuchado el discurso. Estaban muy
atareados acabando con los restos del
festín, devorando las últimas migajas de
los pasteles, bocadillos y galletas, y los
últimos vestigios del membrillo y la
jalea… Entonces Guillermo observó que
la señorita Fountain se movía inquieta
cerca de él.
—Tú eres el responsable de los
Juveniles, ¿no, querido? —le dijo.
—Sí —contestó Guillermo.
—Bueno, si ya habéis terminado de
merendar tal vez podríais empezar, ¿no
te parece, querido? No sé si querréis
música…
—No, gracias —replicó Guillermo
—. No, no necesitamos música.
—Qué bien, porque aunque hay un
piano y yo lo toco un poco, no estoy muy
segura de las notas, sólo de las que no
suenan en este piano, de manera que
como supongo que la señorita Mirabel
acostumbrará a tocar para vosotros y
puesto que no ha venido, tal vez sea
mejor prescindir de la música —siendo
una mujer optimista confundió la mirada
de franco asombro de Guillermo por
otra de inteligencia, y prosiguió—:
Bueno, tú te ocuparás de todo, ¿verdad,
querido? Os dejaremos espacio
suficiente.
Y yendo al otro extremo de la
estancia tomó asiento entre los
Sexagenarios mirando a Guillermo y sus
Decenarios con una sonrisa expectante.
—Bueno, hemos merendado
estupendamente —dijo Arabella todavía
masticando y mientras recuperaba su
velo (que en la excitación general se le
había caído dentro de la taza de té) y lo
prendía lacio y deforme sobre su bonete
con aire de exagerada elegancia—. ¿Y
qué hacemos ahora?
Guillermo había dejado de
asombrarse. La suerte le había
conducido misteriosamente a aquel
lugar, proporcionándole una espléndida
merienda y un espacio despejado.
—Juguemos —le dijo.
—¿Y a qué jugamos? —le
preguntaron todos a una.
—A Leones y Domadores —
contestó Guillermo.
—¡Oh, estupendo, estupendo! —
exclamaron los Decenarios saltando
entusiasmados de sus sillas—.
Enséñanos cómo se juega, Guillermo.
—Bueno, escoger al bando que os
guste —dijo Guillermo—. Y luego…
bueno, pronto veréis como va.
Pronto vieron como iba. Guillermo y
Pelirrojo eligieron los bandos y la
habitación no tardó en ser escenario de
luchas, gritos y revolcones. La señorita
Fountain los contemplaba desde su
asiento con creciente extrañeza.
—No es una danza muy bonita —
murmuró a su vecina—. Demasiado
moderna. No tiene ritmo ni armonía. No
es lo que yo esperaba.
Pero los Sexagenarios disfrutaban.
Por lo menos era mejor que la «Oda
sobre la Muerte del Duque de
Wellington». Un anciano animoso de
ojos azules y boca llena de humor, se
unió al juego como domador. Dos
ancianas, muertas de risa, escondieron a
un par de leones detrás de sus sillas
mientras recobraban el aliento para
volver a la contienda. Una mujer de
aspecto deportivo que el año pasado
había ganado diez chelines apostando en
el Derby, apostó seis peniques por el
resultado final. Los otros animaban y
daban consejos a ambos bandos por
igual. La señorita Fountain, sentada,
observaba en silencio con una sonrisa
helada en su rostro.
Fue Douglas quien por fin se acordó
de la hora.
—Tengo que irme —le dijo jadeante
a Guillermo—. Mi madre me dijo que
debía volver pronto. Ayer me gané una
buena regañina por hacer caramelo en el
molinillo de café, y no quiero ganarme
otra hoy.
—Está bien. Quizás será mejor que
nos marchemos todos —repuso
Guillermo corriendo su corbata desde el
cogote hasta su sitio normal, y juntando
la camisa por donde le habían arrancado
los botones.
Hasta el momento la suerte le había
sido propicia, pero sabía que no hay que
confiar en la suerte indefinidamente. La
sonrisa helada de la señorita Fountain
era un aviso que no era conveniente
ignorar por más tiempo. Mejor sería
marcharse cuando todo iba bien…
—Vamos, todo el mundo —gritó—.
Es hora de marcharnos.
Sudoroso, desgalichado y jadeante
les condujo hasta la señorita Fountain
mostrando sus dientes en la sonrisa
glacial que él consideraba de «buena
educación».
—Muchísimas gracias, señorita
Fountain. Lo hemos pasado muy bien,
gracias a usted, pero ahora tenemos que
marcharnos… ¡Vamos! —gritó en tono
autoritario a sus compañeros invitados
—. ¡Vámonos, de prisa!
Se abalanzaron hacia la puerta con
estrépito. La señorita Fountain les
miraba paralizada por el asombro.
Luego, como si su marcha hubiera roto
algo del hechizo, se puso en pie de un
salto.
—¡Un momento! —gritó corriendo
hacia la puerta—. ¡Un momento, niños!
Quedó en la entrada mirando a un
lado y a otro de la calle. Sus invitados
se habían desvanecido en la oscuridad.

Fue al día siguiente después de


comer cuando Guillermo, pasando por la
cocina donde su madre y la señora
Peters estaban lavando los platos, oyó
decir a la señora Brown:
—¿Y se divirtió mucho ayer con el
Club de Sexagenarios, señora Peters?
La señora Peters meneó la cabeza
con pesar mientras iba metiendo las
tazas en el agua de fregar.
—¿Y se divirtió mucho ayer con el club
de Sexagenarios, señora Peters? —le
preguntó la señora Brown.
—No —respondió—. Ir sentada en
ese autocar me pone los nervios de
punta y una vez que se llega a la playa
no hay nada que hacer allí. En cambio
una amiga mía que fue a la de Hadley lo
pasó mucho mejor.
—¿Qué hicieron allí, señora Peters?
—le preguntó la señora Brown
rescatando una cucharilla que la señora
Peters había arrojado al cubo de la
basura entre las mondas de las patatas.
—Bueno, esta amiga mía, es un poco
sorda y apenas puede oír lo que se
anuncia, pero parece ser que tuvieron
una merienda con niños… niños pobres
de Londres, probablemente. Les dieron
una buena merienda y luego jugaron. Mi
amiga no tomó parte porque tiene algo
de reuma en las articulaciones, pero dijo
que fue un bonito cambio eso de dar una
merienda a los niños pobres. Disfrutó
viéndoles jugar, sobre todo porque la
señorita Fountain les había estado
leyendo poemas que mi amiga no pudo
oír, pero que todos le dijeron que era
muy afortunada por no haberlos oído.
—Oh, sí —dijo la señora Brown—.
La señorita Fountain… Hoy va a venir a
tomar el té conmigo.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo
con voz llena de espanto desde la
puerta.
—¿Qué te ocurre, querido? —le dijo
su madre.
—Oh… er… nada —repuso
Guillermo.
—Ha venido a vivir a este barrio y
la invité la semana pasada. Es muy
aficionada a esos Club para
Sexagenarios, por eso le pidieron que
ayudara al de Hadley, y ella dijo que se
le había ocurrido que los diversos Clubs
para Sexagenarios locales cooperasen
más estrechamente y va a venir a tomar
el té esta tarde para discutirlo…
¿Merendarás en casa, Guillermo?
—No —replicó Guillermo con
firmeza.
—Está bien, querido —sonrió la
señora Brown—. No necesitas ser tan
rotundo. Si la conocieras te gustaría. Es
tan simpática.
—Sí, lo sé —dijo Guillermo—.
Quiero decir, que apuesto a que debe
serlo. Quiero decir, que tengo que ir a un
sitio muy importante esta tarde, está muy
lejos y tengo que salir muy temprano.
Sin embargo sus planes se
desbarataron. Malgastó una hora o más
en el jardín completando el pantano
primaveral que estaba construyendo con
un montón de estiércol y el contenido de
la cuba donde se recogía el agua de
lluvia. Luego subió a su dormitorio para
quitarse el rastro de esta ocupación, y se
quedó absorto en la lectura de un libro
titulado «El Misterio del Esqueleto
Marcado» que Enrique le había prestado
la noche antes… así que cuando bajaba
lenta y silenciosamente la escalera, la
visita ya había llegado y estaba sentada
en una butaca desde donde dominaba
por completo la puerta abierta del
saloncito de estar.
Guillermo se quedó en el recibidor
en espera de una oportunidad para
deslizarse sin ser visto por delante de la
puerta abierta y escapar. La voz amable
de la señorita Fountain llegaba hasta él.
—Sí, considero que debemos
cooperar más estrechamente respecto a
esos Clubs para Sexagenarios, señora
Brown. Intercambiar ideas y
experiencias y demás…
—Sí, claro —repuso la señora
Brown—, pero tengo entendido que tuvo
usted una reunión muy animada en
Hadley. La mujer que me hace la
limpieza me ha estado diciendo que una
amiga suya disfrutó muchísimo en la
reunión de ayer.
Una expresión extraña apareció en el
rostro afable de la señorita Fountain.
—Ayer… ayer tuve una experiencia
extraordinaria, señora Brown, y quisiera
contárselo.
—Sí, hágalo, señorita Fountain.
Estoy de acuerdo con usted en que sería
muy útil intercambiar nuestras
experiencias, como usted dice.
—Fue una experiencia
«extraordinaria», señora Brown, y
todavía no la comprendo. Verá, todas las
demás ayudantes estaban con gripe y yo
tuve que arreglármelas sola y… tal vez
fui tonta… pero pensé que me gustaría
«celebrarlo» y proporcionarles una
verdadera diversión. Había visto a unos
niños encantadores danzando… los
Juveniles de la señorita Mirabel… en
una función de caridad en Londres.
Bailaron algunas danzas antiguas, con
trajes de época… minuetos y esas
cosas… así que los contraté a mis
expensas y, también quizás tontamente,
les preparé una buena merienda, para
que estuvieran de buen humor para
bailar. Pero evidentemente en Londres la
niebla era muy espesa…
—Sí, eso dijo mi esposo —intervino
la señora Brown.
—… Y la señorita Mirabel me
telefoneó para decirme que temía no
poder llegar aquí, pero yo tuve el
«presentimiento» de que vendrían
después de todo, y mis presentimientos
rara vez me engañan. De todas formas,
esperé que así ocurriera y lo preparé
todo, y entretanto leí algunos de mis
poemas de Tennyson favoritos a los
queridos ancianos, que les gustaron
mucho, y luego… —le falló la voz.
—¿Sí? —la animó la señora Brown.
—Bueno, llegaron… los Juveniles
de la señorita Mirabel. Unos veinte. Al
parecer los trajes se habían extraviado y
la señorita Mirabel no pudo
acompañarles, pero llegaron. Dieron
buena cuenta de la merienda y luego…
Se detuvo otra vez.
—¿Entonces bailarían para usted,
supongo? —dijo la señora Brown.
—Sí, bailaron, señora Brown, pero
fue una danza tan extraña. Caótica. Sin
ritmo, ni armonía ni belleza. Siempre
lamento ver este elemento caótico en el
arte moderno y me disgusté mucho al ver
que había invadido incluso las danzas de
los niños. Tenía esa nota de «violencia»
que uno encuentra hoy en día en todo
arte moderno. Sin embargo bailaron la
danza hasta el final y después se
marcharon… bastante rápida y
precipitadamente. Pero no dudo que
tendrían que coger el tren para Londres,
de manera que eso no puedo
reprochárselo. Pero esta mañana…
bueno, sencillamente no puedo
entenderlo…
De nuevo la voz de la señorita
Fountain se fue apagando hasta
convertirse en un murmullo perplejo, y
otra vez la señora Brown tuvo que
animarla para que continuara.
—Siga, señorita Fountain…
—Bueno, he recibido una carta de la
señorita Mirabel diciéndome cuánto
lamentaba que sus Juveniles no hubieran
podido venir. Esto es muy misterioso. Y
no consigo ponerlo en claro… Claro que
como ya le digo, los niños me
decepcionaron. No creo que fuesen los
mismos que viera antes. Eran mucho
menos… pulidos y graciosos. El niño
que al parecer era el encargado…
Guillermo, absorto en el relato,
había ido avanzando imprudentemente
hasta un lugar desde donde podía ver y
oír sin dificultad, y fue en aquel
momento cuando la señorita Fountain se
volvió viéndole de pie ante la puerta.
Ella parpadeó tragando saliva.
—Oh, entra, Guillermo —le dijo la
señora Brown—. Este es mi hijo,
Guillermo, la señorita Fountain…
Bueno, di: «cómo está usted»,
Guillermo.
Guillermo, ostentando en su rostro
su expresión más pétrea, avanzó por la
habitación extendiendo una mano
mugrienta.
—¿Cómo está usted? —dijo con voz
ronca.
La señorita Fountain seguía allí
sentada parpadeando y tragando saliva
como si se estuviera ahogando.
—Si quiere usted disculparme, tengo
que irme ahora —replicó Guillermo—.
Tengo que irme en seguida.
—Pero, Guillermo… —comenzó a
decir la señora Brown, pero se detuvo.
Podía verse la figura de Guillermo
huyendo por el jardín y la carretera en
dirección a la casa de Pelirrojo. La red
del Destino se estaba cerrando a su
alrededor. Habría preguntas…
explicaciones… venganza y él deseaba
retirarse mientras durase el orden.
Tras una breve consulta con
Pelirrojo, los dos salieron en dirección
al viejo cobertizo portando una hoja de
papel. En silencio la fijaron a la puerta
con una chincheta, y luego se
apresuraron a ir a los bosques con el
aíre de quien acaba de posponer una
catástrofe inevitable, más que
disfrutando del paisaje.
El anuncio ondeaba desconsolado a
impulsos de la brisa. Decía así:

«Clup de Decenarios».
«El clup de Decenarios queda
cerrado asta nuebo
abiso, firmado Guillermo
Brown».
PEQUEÑOS ERRORES
QUE OCURREN

—He pensado en algo más que voy a


ser cuando sea mayor —dijo Guillermo.
—¡Troncho! ¡Más no! —exclamó
Pelirrojo con admiración a pesar suyo.
Guillermo se decidía por una carrera
nueva cada día por otro. Ya, durante el
curso de la pasada semana, había
decidido ser buzo, buscador de oro,
cazador de caza mayor, podador de
árboles, mago, fabricante de bombas
atómicas y encantador de serpientes.
—Bueno, no quiero perder todo mi
tiempo haciendo lo mismo, como la
mayoría de personas mayores —dijo—.
¡Mirad a mi padre, yendo a la oficina
todos los días! Debe de estar más que
harto. Yo voy a hacer algo distinto todos
los días, por eso tengo que pensar tantas
cosas. El año tiene trescientos sesenta y
cinco días… ¡Troncho, eso es un ratón
de agua! No, no lo es.
Guillermo y Pelirrojo vagaban por
la carretera según su costumbre,
deteniéndose de vez en cuando para
meterse en los regatos de la cuneta o
intentar (por lo general sin éxito)
diversas acrobacias en las cercas y
verjas que bordeaban el camino.
—Bueno, y ¿cuál es esa nueva cosa
que se te ha ocurrido? —le preguntó
Pelirrojo.
—Montar caballos salvajes —
replicó Guillermo—. Lo vi en el cine y
me pareció estupendo… Había uno
blanco y negro que era magnífico.
Saltaba y… y… ¡bueno, era «colosal»!
Me gustaría tener uno. Apuesto a que si
trabajara para ellos, me dejarían uno o
dos para mí, ¿no te parece? Este blanco
y negro… daba vueltas y vueltas y
saltaba en el aire…
—Como el de los Prodigiosos
Cosacos que vinieron el año pasado —
replicó Pelirrojo—. Los que actuaron en
el Prado de los Cinco Acres sólo una
noche.
—¡Troncho, sí! Eran maravillosos,
¿verdad? ¿Te acuerdas de aquel hombre
que saltaba de un caballo a otro en plena
carrera?
—Sí… y aquel otro que cogía cosas
del suelo cabalgando a toda velocidad.
—Sí, y aquel caballo que saltó por
encima de otro…
—Y cuando montaron tres de pie,
uno encima de los hombros del otro.
—Y saltaban encima de cosas y
volvían a caer en el lomo del caballo sin
silla ni riendas ni nada…
—Y realizaron una carga
deteniéndose en seco a una voz de
mando…
—¡Troncho! —exclamaron ambos
extasiados al recordar la gloriosa noche
de la representación de los Prodigiosos
Cosacos.
—También voy a ser un Prodigioso
Cosaco cuando sea mayor —dijo
Guillermo—. Apuesto a que podría
enseñar a mis caballos todas las cosas
que ellos hacían… y estoy practicando
para ser acróbata, de manera que me irá
muy bien —intentó dar una voltereta
sobre las manos en la carretera, pero
rodó por la cuneta, y al levantarse dijo
con dignidad—: Quería hacerlo.
—Tal vez vuelvan a venir este año
—dijo Pelirrojo cuya mente seguía con
los Prodigiosos Cosacos.
—Apuesto a que no —exclamó
Guillermo—. Las cosas que uno quiere
nunca ocurren dos veces… Nuestro
calentador de agua no explotó más que
una vez. ¡Troncho! ¡Fue estupendo!
¡Había agua por todas partes!
—Había un caballo que «bailaba»
—exclamó Pelirrojo—. ¿Te acuerdas?
—Ya lo creo que «me acuerdo» —
replicó Guillermo—. No, apuesto a que
no vuelven nunca más.
—No, quizás no —convino Pelirrojo
con un profundo suspiro.
Los dos caminaban decepcionados,
con las manos en los bolsillos y la vista
fija en el suelo.
De pronto Pelirrojo alzó los ojos
lanzando una exclamación.
—¡«Mira»! —exclamó.
Pasaban por delante del Prado de
los Cinco Acres, y sobre la cerca había
un cartel con un anuncio:

PRODIGIOSOS COSACOS
SORPRENDENTES PRUEBAS
ECUESTRES
JINETES ACROBÁTICOS SIN
SILLA
EL CABALLO HUMANO
LA CARGA DE LA BRIGADA
LIGERA
LOS BAILARINES EQUINOS
SÓLO ESTA NOCHE
ENTRADA 1 CHELÍN
Un hombre con un guardapolvo
estaba alisando el cartel con un cepillo.
—¿Quiere decir… esta noche? —
preguntó Guillermo sin poder dar
crédito a sus ojos.
—Sí —replicó el hombre—. No
hemos sabido si podríamos arreglarlo
hasta esta mañana. La próxima gran
actuación es en Leeds, pero vamos
actuando una noche aquí y otra allí
según nos pilla de camino. Depende del
tiempo que tenemos. Así nos
mantenemos en forma y con fondos y
distraemos a los nativos, así que ahí
tienes.
Dicho esto metió el cepillo en el
cubo lleno de engrudo y se alejó.
—Tenemos que venir, Pelirrojo —
exclamó Guillermo, agregando
pensativo—: ¿Tienes un chelín?
—No —repuso Pelirrojo—. No
tengo ni un céntimo. ¿Y tú?
—No —dijo Guillermo.
—¿Te dará algo tu padre?
—No sé. Me ha privado de mi
asignación semanal por culpa de una
asquerosa ventana que se puso en el
camino de mi pelota. ¿Y el tuyo?
—No sé. El mío me ha quitado la
mía por culpa de un asqueroso parterre
que se puso en el camino de mi
bicicleta.
—De todas maneras podemos
intentarlo, ¿no te parece?
—De acuerdo. Regresemos y
probemos ahora. Es sábado, de manera
que vendrá a casa a comer.

Guillermo encontró al señor Brown


sentado en una butaca de la sala de estar,
leyendo el periódico.
—Hola, papá —dijo Guillermo. El
señor Brown gruñó.
Guillermo resistió la tentación de
exponer en seguida el tema principal.
Debía comenzar una conversación
casual y educada.
—¿Noticias interesantes en el
periódico, papá? —dijo colocándose
detrás de la butaca de su padre y
asomando la cabeza por encima de su
hombro.
—¿Te importaría no respirar en mi
cogote, hijo mío? —le dijo el señor
Brown con paciencia.
Guillermo se retiró yendo hasta la
ventana.
—Hace muy buen día, ¿verdad,
papá? —dijo.
—¿Te importaría no quitarme la luz,
hijo mío? —exclamó el señor Brown
con menos paciencia.
—Van a venir esta noche, papá —
dijo Guillermo abandonando los rodeos
—, y ¡troncho! ¡Son maravillosos!
Montan de pie encima del lomo de los
caballos a toda velocidad y saltan de un
caballo a otro, y montan subidos unos
encima de los hombros de los otros…
«tres»…
El señor Brown dejó el periódico
exhalando un profundo suspiro.
—¿Puedo preguntarte de qué estás
hablando, Guillermo? —le dijo.
—De los Prodigiosos Cosacos,
papa. Esta noche actúan en el Prado de
los Cinco Acres. Son «fantásticos»,
papá. Hacen… hacen una carga ligera y
cogen cosas del suelo inclinándose
desde el caballo y volviendo a
enderezarse como un relámpago, y saltan
de uno a otro, y… y son «maravillosos»,
papá.
—¿A dónde quieres ir a parar
exactamente, Guillermo? —dijo el señor
Brown.
—Pues verás —replicó Guillermo
—, la entrada cuesta un chelín y ni
Pelirrojo ni yo tenemos dinero.
—Ahora, escucha, Guillermo —le
dijo el señor Brown abandonando el
periódico y adoptando su papel de
cabeza de familia—. Debes aprender a
aceptar las consecuencias de tus actos.
Tu asignación semanal te ha sido
confiscada como castigo por romper una
ventana, y si yo te doy el dinero para ir a
esa representación, ¿dónde está el
castigo?
Guillermo reflexionó.
—Bueno, yo podría «arrepentirme»
sin castigo, ¿no? La gente lo hace en los
libros a menudo… Y escucha, papá… Si
tú me das el dinero para ir, te prometo
llevar una vida mejor. ¡Y… «troncho»!
Serían sólo dos chelines para Pelirrojo
y para mí.

—Si me das el dinero, te prometo llevar


una vida mejor —dijo Guillermo.
—No, Guillermo —el señor Brown
recogió el periódico con aire decidido
—. Lo siento, pero es inútil seguir
discutiendo. Como ya te he dicho debes
aprender a aceptar las consecuencias de
tus actos.
—Pero, papá… ¡Oh, troncho…! —
exclamó al ver entrar a Roberto en la
habitación—, algunas personas no saben
lo que es la educación. ¡Molestar a los
demás cuando tienen conversaciones
privadas!
—«Algunas» personas —replicó
Roberto—, debieran fijarse mejor cómo
cepillan sus cabellos, se lavan la cara,
se estiran los calcetines y se meten la
camisa dentro de los pantalones.
—¡Uh! —exclamó Guillermo
tratando de poner en la exclamación
todo el rencor y desprecio capaz de
avergonzar a Roberto por completo.
Roberto, sin embargo, permaneció
inmutable. De pie encima de la alfombra
se dirigió a su padre.
—¿Vas a ir a jugar al golf esta tarde,
papá? —le dijo.
—No, hijo mío —repuso el señor
Brown—. Voy a poner fertilizante en el
parterre de crisantemos. Es una de esas
cosas que he estado retrasando semanas
y semanas, y la verdad es que debo
hacerlo sin falta.
—Parece que va a llover —comentó
Roberto mirando por la ventana.
—Si llueve, teñiré mi nuevo mueble
zapatero que acabo de comprar —dijo
el señor Brown—. Otra de las cosas que
he estado dejando de lado y que hay que
hacerlas.
—Papá… —comenzó Guillermo que
en el ínterin había estado pensando
diversos argumentos nuevos.
—Cállate, Guillermo —exclamó el
señor Brown—. No interrumpas a la
gente cuando está hablando… ¿Cuáles
son tus planes, Roberto?
—Voy a jugar a pelota esta tarde, y
luego iré a casa de Roxana a ayudarla a
arreglar el pavimento.
Guillermo volvió a exclamar. ¡Um!,
pero de nuevo el señor Brown le dijo:
«Cállate, Guillermo», y Roberto
permaneció inmutable.
—Está organizando una especie de
jardín de fantasía —dijo Roberto.
—¿Qué clase de jardín? —le
preguntó el señor Brown.
—Bueno, empezó un jardín italiano
porque tenía un adorno de este estilo que
consiguió no sé dónde, luego lo
convirtió en un jardín plano porque vio
uno en una película, y ahora alguien le
ha regalado una serie de bulbos y quiere
convertirlo en un jardín holandés.
—Un doble jardín holandés,
seguramente —dijo el señor Brown—.
Y no se detiene ante el pavimento.
—Sea como fuere esta tarde va a dar
una reunión y todos vamos a ayudarla a
pavimentarlo. Yo voy a llevar el
cemento.
—Papá —dijo Guillermo con fervor
—, si me das tú dos chelines para mí y
Pelirrojo para ir a ver a los Cosacos
Prodigiosos, puedes darme el castigo
que quieras por lo de la ventana. Puedes
arrancarme los dientes, si quieres, lo
mismo que hacían en la historia o…
colgarme de los pulgares… o darme
tormento… o arrancarme el cuero
cabelludo o…
—Guillermo —le dijo el señor
Brown—, celebraría que no volvieras a
mencionar esa exhibición ecuestre. He
dicho mi última palabra al respecto y
asunto terminado.
—Tengo una fotografía muy buena de
Roxana —dijo Roberto—. Está de pie
junto al reloj de sol y la luz refleja sus
cabellos. No sé sí te gustaría verla. La
verdad es que tiene un cabello
precioso…
—¡Um! —exclamó Guillermo.
—La comida está lista —gritó la
señora Brown desde el comedor.

—Bueno, ¿conseguiste algo del


tuyo? —le preguntó Pelirrojo cuando se
reunieron después de comer.
—No, estaba de muy mal humor —
replicó Guillermo—. Ni siquiera quiso
escucharme. Ni siquiera se preocupó de
arrancarme los dientes o el cuero
cabelludo como castigo, aunque yo le
dije que podía hacerlo. Apuesto a que
me las arreglaría muy bien sin ellos. No
tendría que estar siempre cepillándome
el cabello y limpiándome los dientes.
Una vez oí decir que había un hombre
que partía nueces con las encías y
apuesto a que yo pronto lo lograría. ¿Y
el tuyo te dio algo?
—No. Sólo me dio un coscorrón en
la cabeza diciéndome que debía
aprender a aceptar las consecuencias de
mis actos.
—Lo mismo que el mío… ¡Troncho,
si serán mezquinos! Gastan libras y
libras en cosas inútiles como cortinas y
alfombras y no son capaces de gastar
dos chelines para ayudar a sus hijos a
llevar una vida mejor. Yo les «dije» que
llevaría una vida mejor si me daba los
dos chelines y pareció importarle muy
poco que lo hiciese o no. Le estaría bien
empleado que me convirtiera en
criminal. Tengo intención de serlo para
darle una lección.
—Sí, ¿pero qué vamos a hacer
respecto a los Prodigiosos Cosacos? —
dijo Pelirrojo—. Están levantando una
tienda y he visto a los caballos y todo el
mundo va a ir… «¡todo el mundo!».
—Bueno, es muy probable que no
vayamos sólo porque son demasiado
mezquinos para desear que sus hijos
lleven mejor vida —dijo Guillermo con
firmeza—. Mira que poner alfombras,
cortinas y cosas antes que ayudar a sus
propios hijos… Recuerdo que una vez
pagó quince chelines por un
pulverizador de jardín. ¡Troncho!
Podríamos haber visto los Prodigiosos
Cosacos… —hizo una pausa arrugando
la frente con el esfuerzo mental— siete
veces y media por esa cantidad.
—Sí, ¿pero cómo vamos a conseguir
los dos chelines para esta noche? —
preguntó Pelirrojo—. Ése es el
problema.
—Los ganaremos —replicó
Guillermo tras un momento de reflexión
—. Todas las personas mayores que
conozco consiguen el dinero ganándolo,
de manera que debe ser sencillo.
Apuesto a que cuando empiece a hacer
todas esas cosas que voy a ser cuando
sea mayor, tendré el dinero suficiente
para comprar un circo entero, con
elefantes, leones y una foca amaestrada
y tendré…
—Sí, pero escucha —le interrumpió
Pelirrojo tratando de detener el vuelo de
la imaginación de Guillermo antes de
que estuviera por completo fuera de
control—. Lo que hemos de pensar
ahora es cómo conseguir esos dos
chelines para esta noche.
—Ya te lo he dicho —dijo
Guillermo—. Ganándolos. Haciendo
cosas para la gente y haciendo que nos
paguen. Una vez conocí a un niño que
había ganado diez chelines en un día
haciendo cosas para la gente y
cobrando. Vaya, podríamos ir a ver a los
Prodigiosos Cosacos y tomar docenas
de helados y comprar ese bombardero
«jet» que vimos en esa tienda de Hadley
y…
—Sí, pero ¿cómo empezaremos? —
insistió Pelirrojo haciendo otro esfuerzo
por traer a Guillermo a la tierra—.
Hemos de comenzar por algo
«definido».
Guillermo frunció el ceño mientras
consideraba el problema.
—¿Qué hay de tu tía? —dijo al fin
—. ¿No me dijiste que estaba tratando
de encontrar un jardinero?
—Sí, pero…
—Entonces iremos a arreglarle el
jardín. Se lo haremos barato. No le
cobraremos más que un chelín por hora
cada uno… Veamos… Quedan cinco
horas hasta que empiecen los
Prodigiosos Cosacos… Eso son diez
chelines. ¡Troncho! Podremos comprar
también el submarino además del
bombardero «jet».
—Bueno, vamos a preguntárselo
primero —exclamó Pelirrojo que tenía
una visión menos rosada del proyecto
que su amigo.
—De acuerdo. Vamos —replicó
Guillermo.

Una llamada prolongada y


estruendosa trajo a la tía de Pelirrojo a
la puerta.
—¿Qué «diantres» ocurre? —
preguntó.
Guillermo mostró sus dientes en una
sonrisa muy cortés.
—Nada —le dijo en tono
tranquilizador—. Nada en absoluto. No
tiene por qué preocuparse. Hemos
venido a arreglarle un poco el jardín, y
sólo le cobraremos un chelín por cada
hora cada uno. Podemos empezar en
seguida y quedarnos hasta las siete.
Pensamos que le gustaría que le
arreglásemos un poco el jardín.
El ceño de la tía de Pelirrojo no
desapareció.
—Lo mismo que hicisteis la última
vez, supongo —dijo con severidad—.
¡Arrancando todas mis preciosas
plantitas de antirrinos!
—¡Oh, eso! —exclamó Guillermo un
tanto desconcertado por la observación
—. Oh, sí. Lo había olvidado por un
momento… Bueno, de eso hace mucho
tiempo. Hace «semanas». Ahora somos
mucho mayores y tenemos más sentido
común. Y esas… esas… flores
antinosequé…
—Antirrinos —dijo la tía de
Pelirrojo en tono frío.
—Bueno, «parecían» hierbajos.
Apuesto a que cualquiera las hubiera
tomado por hierbajos, lo mismo que
nosotros. Y apuesto a que «eran»
hierbajos. Apuesto a que usted pagó por
esas… esas antiflores…
—Antirrinos —dijo la tía de
Pelirrojo.
—Sí, esas —convino Guillermo—.
Bueno, apuesto a que usted «pagó» por
plantas de esa clase y el hombre le dio
hierbajos por equivocación. Apuesto…
—Adiós —dijo la tía de Pelirrojo
en tono de helada despedida cerrando la
puerta con brusquedad.
—Bueno, «no» ha salido muy bien
—comentó Pelirrojo—. Tenía el
presentimiento de que sería así.
—No entiende nada de jardinería —
exclamó Guillermo—. No sabe
distinguir unos hierbajos de esas
antinosequé flores. Siento compasión
por ella… planta cosas en su jardín y no
sabe distinguir las hierbas de esas
plantas antinosequé. De todas maneras
—dijo recobrando algo de confianza—,
hay muchísimas otras cosas que
podemos hacer para ganar dinero. Me
alegro de que no nos haya aceptado. Me
alegro de no haber perdido la tarde
trabajando para alguien que no distingue
las hierbas de las plantas antiloquesean.
—¿Qué más podemos hacer? —
preguntó Pelirrojo.
Una vez más la frente de Guillermo
se arrugó en busca de inspiración y se
desarrugó cuando ésta llegó.
—¡La vieja señorita Forrester! —
dijo—. Paga porque le saquen al perro a
pasear. Vamos a sacar de paseo a su
viejo perro. Apuesto a que nos dará dos
chelines.
—Lo hicimos una vez y resultó mal
—dijo Pelirrojo poco convencido.
Guillermo repasó en su memoria los
últimos meses. Durante los últimos
meses había tantas cosas que resultaron
mal que era difícil recordarlas.
—Apuesto a que saldrá bien —
exclamó—. Apuesto a que nos quedará
muy agradecido. De todas maneras,
podemos probar… Su casa está cerca de
aquí. Es un poco sorda de manera que
llamaremos algo más fuerte que de
ordinario.
El violento repiqueteo del picaporte
hizo acudir a la señorita Forrester a la
puerta con expresión sobresaltada.
—Sí, sí. ¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre?
—dijo.
—¿Podemos sacar a su perro a dar
un paseo? —le preguntó Guillermo
elevando la voz en consideración a su
sordera, hasta convertirla en un grito
capaz de estremecer a todo el
vecindario, y que hizo retroceder y
parpadear a la propia señorita Forrester
—. Lo haremos barato. No le
cobraremos más que dos chelines.
Los pequeños ojos cortos de vista
escrutaron los rostros de los dos niños y
la expresión sorprendida de la dama fue
reemplazada por otra de ostensible
severidad.
—«Vosotros» sois los niños que le
sacasteis otra vez —dijo.
—Sí, creo que sí —repuso
Guillermo inseguro—, pero no nos
importa sacarle ahora. Nosotros…
—Le llevasteis a «cazar ratas» —
dijo la señorita Forrester con voz
temblorosa de indignación—. ¡Y lo
trajisteis a casa en un estado
«lamentable»! ¿Cómo os «atrevéis» a
venir otra vez?
Los vagos recuerdos de Guillermo
se fueron aclarando… Un perro cubierto
de barro con una oreja sangrando,
ladrando furioso, y saltando
frenéticamente…
—Sí, pero disfrutó —dijo—. Lo
pasó estupendamente.
—Marcharos en seguida, niños
malos, y no volváis nunca por aquí —
dijo la señorita Forrester cerrando la
puerta.
—¡Vaya! —exclamó Guillermo—.
¿Has oído alguna vez algo parecido?
Hicimos que su perro lo pasara como
nunca en su vida, y no nos lo agradece
en absoluto. ¡Troncho!, debimos
cobrarle «extra» por llevarle a cazar
ratas.
—Ahora me acuerdo —exclamó
Pelirrojo—. No quiso darnos nada. Se
puso furiosa con nosotros.
—Bueno, le está bien empleado que
no volvamos a llevarle otra vez a cazar
ratas —dijo Guillermo haciendo un
ajuste mental de la situación—, y no se
lo llevaremos aunque venga a
pedírnoslo de rodillas.
—Bueno, no es probable que lo haga
—replicó Pelirrojo—. Y no estamos
más cerca que antes de conseguir los
dos chelines.
—Bueno, sólo hemos probado dos
cosas —dijo Guillermo—. Hay
«cientos» que podemos intentar.
—¿Cuáles son? —quiso saber
Pelirrojo.
—Bueno, pues… ¡Troncho! ¿No te
acuerdas? La señora Pelham paga a la
gente por hacerle recados.
—Lo hicimos una vez…
—Sí, y trajimos el cambio debido,
lo que pidió que comprásemos y no nos
olvidamos nada.
—Sí, pero algo salió mal… He
olvidado lo que fue —replicó Pelirrojo
—. No quiso damos ni un céntimo.
—Bueno, ya cuidaremos de que esta
vez nos lo dé —dijo Guillermo
decidido.
—Apuesto a que no nos da dos
chelines.
—Empezaremos pidiéndole dos
chelines —dijo Guillermo—, y si no
quiere dárnoslos, aceptaremos menos.
Aceptaremos uno, y seis peniques.
—O un chelín.
—Sí, o seis peniques.
—Incluso un penique nos ayudaría.
—Sí, sería un principio —convino
Guillermo—. ¡Bueno, vamos!
La señora Pelham respondió a su
llamada llevando a un niño en brazos, y
un trapo de limpiar el polvo en la mano.
—Sí. ¿Qué queréis? —dijo con una
sonrisa brillante.
—Por favor, ¿quiere que le hagamos
algún recado? —le dijo Guillermo—.
No le cobraremos mucho. Sólo dos
chelines, pero si no tiene dos chelines
no nos importa hacerlo por seis
peniques y…
La señorita Pelham les miró más de
cerca y la sonrisa desapareció de su
rostro.
—Ya me hicisteis algunos hace
tiempo —dijo.
—Pues, sí, creo que sí —dijo
Guillermo—. Hacemos muy bien los
encargos. Nosotros…
—Cruzasteis el río por encima de
las piedras, aunque no había ninguna
necesidad de cruzarlo, y volcasteis todo
el cesto de comestibles dentro del agua.
—Pues, sí —dijo Guillermo
mientras la escena iba apareciendo
también entre la niebla del pasado—.
Pues, sí, ahora recuerdo que fue así,
pero los fuimos pescando todos. No era
muy hondo donde cayeron y los
pescamos todos y los secamos. Los
secamos al sol. Apuesto a que les hizo
bien un buen baño y secarse al sol.
Apuesto…
Se detuvo en seco mientras la puerta
se cerraba entre sus narices.
—Hoy en día la gente no sabe lo que
es «educación» —dijo en tono severo
—. ¡Cerrar la puerta antes de que uno
termine de hablar!
—Bueno, aquí tampoco nos ha ido
demasiado bien —comentó Pelirrojo.
—N-no —convino Guillermo
echando a anclar lentamente por la
carretera—. Bueno, es cosa suya si no
quieren un buen trabajo de jardinería,
que les hagan las compras, o les saquen
el perro a pasear.
—Y nuestra también —replicó
Pelirrojo con pesar—. No creo que
sirva de nada seguir intentando
conseguir esos dos chelines.
Durante unos instantes Guillermo
pareció contagiarse del pesimismo de
Pelirrojo, pero luego se animó.
—¡Voy a «decirte» lo que haremos!
—exclamó.
—¿Qué?
—Creo que esas cosas no han dado
resultado porque primero les pedimos
permiso dándoles la oportunidad de
decir «no». Quiero decir que parecen
tener la ridícula idea de que lo haríamos
mal… pero si pudiéramos «hacer» algo
por alguien sin preguntárselo primero, y
luego «demostrarles» lo bien que lo
habíamos hecho, apuesto a que nos
estarían tan agradecidos que nos darían
esos dos chelines en seguida…
Sí, eso es lo que haremos. Haremos
algo por alguien sin preguntárselo y
apuesto a que nos lo agradece tanto que
nos da «más» de dos chelines.
—Sí, ¿pero qué es lo que haremos y
para quién? —preguntó Pelirrojo.
—Eso es lo que tenemos que pensar
ahora —dijo Guillermo con un ligero
tono de irritación en su voz—. No puedo
pensarlo «todo» al mismo tiempo. Sólo
soy un ser humano. No tengo más que
una cabeza. No soy un octópodo. Bueno,
si lo soy «me» coge de nuevas.
—Está bien —replicó Pelirrojo
disculpándose—, pero hemos de
arreglarlo de prisa porque…
Una luz fue apareciendo en el
sombrío rostro de Guillermo.
—¡Troncho! —exclamó—. Se me
acaba de ocurrir algo. Mi padre pensaba
teñir de marrón ese armario si llovía, y
no ha llovido, de manera que no lo habrá
hecho, así que si nosotros lo hacemos
nos estará agradecido y nos dará dos
chelines.
—Ummm —dijo Pelirrojo pensativo
—. Bueno, ¿tienes pintura marrón?
—No. ¿Y tú?
—No.
—Bueno, él sólo quiere un color
marrón. No dijo pintura. Sólo dijo
«teñir», de manera que cualquier cosa
servirá: En el armario de las medicinas
hay una botella de jarabe para la tos, y
es bastante marrón. Podemos probar con
eso.
—Sí, y si a alguien le entra tos
mientras lo hacemos y buscan el jarabe
nos meteremos en otro tremendo lío.
—S-ssí… —una vez más Guillermo
frunció la frente… hasta que la
inspiración la despejó—. Tengo otra
idea. Hay una botella de una cosa que se
llama Tónico Capilar en el cuarto de
baño. Es de papá y es bastante marrón.
—Será mejor que dejes en paz las
cosas de tu padre —le dijo Pelirrojo
con recelo.
—Sí —convino Guillermo a pesar
suyo—. Tal vez será mejor. Se pondría
furioso y cuando se pone furioso se
parece a alguien de la historia.
—Escucha, se me ha ocurrido algo
—exclamó Pelirrojo—. Una vez leí una
historia en la que un hombre quería
disfrazarse de gitano y se tiñó con
nueces.
—¡Troncho! —dijo Guillermo
sorprendido por la simplicidad de la
idea—. ¿Nueces? ¿Vulgares nueces de
los árboles?
—Eso supongo —contestó Pelirrojo.
—Bueno, entonces tendremos que
conseguir vulgares nueces de árbol.
Nosotros…
Se detuvieron al mismo tiempo.
Pasaban por delante de la casa de la
señora Milton. Por encima de la cerca
que separaba su jardín de la carretera
asomaba la rama de un gran nogal.
—¡Vamos! —ordenó Guillermo.
No era la primera vez que Guillermo
y sus amigos despojaban aquella rama
del nogal de la señorita Milton. Era una
de sus acostumbradas actividades
otoñales. Hasta el momento este otoño
habían estado demasiado ocupados en
otras empresas, para prestarle mucha
atención, pero ahora Guillermo cogió
una piedra arrojándola contra el árbol
con una habilidad nacida de la larga
práctica. Dos nueces pequeñas cayeron
en la carretera.
—Apuesto a que no son suficientes
para teñir todo un armario —dijo
Guillermo cogiéndolas para
inspeccionarlas con aire crítico, y luego
guardándolas en su bolsillo—. Tiraré
otra vez.
—Bueno, ten cuidado —le advirtió
Pelirrojo—. La cristalera de su jardín
está más allá del seto, ya sabes.
—Lo «sé» —repuso Guillermo—, y
no soy tan mal tirador como para arrojar
piedras que caigan en su cristalera.
¡Fíjate!
Cogió otra piedra lanzándola contra
la rama. Se oyó un rumor de hojas
seguido del tintineo de cristales al
romperse.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo
con un gemido de horror—. ¡Huyamos
deprisa!
Pero era demasiado tarde. La
señorita Milton salía ya por la puerta de
la cerca con el rostro tenso de furor.
—¡De manera que eres «tú»,
Guillermo Brown, el que está echando
piedras a la cristalera de mi jardín! —le
dijo—. Debiera haberlo supuesto.
—Yo no las tiraba «contra» su
cristalera, señorita Milton —replicó
Guillermo—, y siento que se haya roto.
Sólo estábamos tratando de conseguir
algunas nueces para teñir ese armario
por causa de esta noche… Troncho,
señorita Milton, montan tres subidos uno
encima de los hombros de los otros y…
y…
—Y «recogen» cosas del suelo a
toda velocidad —continuó Pelirrojo,
y… y…
—Y debiera usted ver la carga
ligera. Se paran en seco todos en una
recta y…
—Y vuelven a correr y…
—Y saltan unos encima de otros y…
—«Callaros» —les dijo la señorita
Milton—. No sé de lo que estáis
hablando, pero escribiré una larga carta
quejándome a vuestros padres. Habéis
«destrozado» mi cristalera.
—Troncho, señorita Milton, no
escriba a nuestros padres, «por favor»
—dijo Guillermo—. Sentimos lo de su
cristalera y fue culpa mía, y no sé qué es
lo que hizo que esa piedra tomara otra
dirección distinta a la que la lancé.
Apuesto a que debe tener algo que ver
con la bomba atómica. Algo ha quedado
en el aire de la bomba atómica… y… y
la habrá «desviado»… Escuche,
señorita Milton. Yo le arreglaré su
cristalera. De verdad que sí. Apuesto a
que consigo encontrar un poco de cristal
y sé dónde hay engrudo, y se la arreglaré
si no escribe a nuestros padres. Yo…
—¿Quieres callarte, Guillermo
Brown? —dijo la señorita Milton
alzando la voz para detener la
elocuencia de Guillermo—. «Desde
luego» que escribiré a tus padres.
¡Como si hoy no tuviera ya bastantes
problemas en mis manos después de que
mi querido «Carlomagno» se ha
escapado e ido Dios sabe dónde!
«Carlomagno» era el loro de la
señorita Milton… un ser decrépito de
aspecto apolillado, que por lo general se
contentaba con dormitar durante los
intervalos en que no devoraba grandes
rebanadas de pastel de bizcocho por el
que sentía una gran pasión.
—Siempre le dejo salir de su jaula
unos minutos todas las mañanas —
prosiguió la señorita Milton como si
hablara para sí—. Y no tengo idea de
cómo es que la ventana estaba abierta…
¡Y ahora esto encima! Sólo espero que
ambos seáis severamente castigados.
Y dicho esto echó a andar por la
carretera todavía temblando de
indignación. Los dos niños
permanecieron en pie contemplándola.
—Bueno, ahora sí «que» lo hemos
estropeado —exclamó Pelirrojo.
—No, no lo creas —repuso
Guillermo—. No voy a dejarme abatir
por una insignificancia como ésta. He
empezado a conseguir esos dos chelines
para ver los Prodigiosos Cosacos y
pienso conseguirlos. Yo no tengo la
culpa de que su loro asqueroso se
escapase y la pusiera de mal humor.
¡Troncho! Si yo fuera su loro también me
escaparía. ¡«Y» para no volver!
—Nuestros padres se pondrán
furiosos —dijo Pelirrojo.
—Bueno, ella dijo que les
escribiría, de manera que eso significa
que no recibirán las cartas hasta mañana
por la mañana, así que voy a entrar en su
viejo jardín para subirme a su viejo
árbol y «conseguir» esas nueces para
teñir el armario.
—¡Troncho! ¿No irás a entrar en su
jardín ahora? —exclamó Pelirrojo con
horror y admiración.
—Sí que entraré —replicó
Guillermo—. Podemos conseguir las
nueces en poco tiempo si trepamos al
árbol, y tardaríamos todo el día tirando
piedras a la rama. De todas formas, ya
no puedo meterme en un lío peor del que
estoy metido, así que ya no importa lo
que haga ahora. Y no me importa lo que
pueda pasarme mañana por la mañana,
si esta noche he visto a los Prodigiosos
Cosacos. Ni siquiera me importaría ser
«jelatinado» como hacían en la
Revolución Francesa.
—No creo que fuese jelatinado —
repuso Pelirrojo pensativo—. Creo que
era otra palabra, pero he olvidado cuál.
—Bueno, sea lo que fuere —replicó
Guillermo—. No me importaría serlo
mañana si esta noche he estado viendo a
los Prodigiosos Cosacos. Y tú no
necesitas venir conmigo sí no quieres.
—Claro que iré —fue la respuesta
de Pelirrojo que siempre estaba
dispuesto a desanimar a Guillermo en
sus proscritas aventuras pero nunca
hasta el punto de negarse a tomar parte
en ellas.
—De acuerdo. Vamos.
Con cautela entraron por la puerta de
la cerca y comenzaron a ascender por el
nogal. Guillermo trepó el primero
subiéndose al respaldo de un banco del
jardín y agarrándose de una rama a otra.
Pelirrojo le siguió más despacio y con
mayores precauciones.
—Aquí hay montones de nueces —
jadeó Guillermo—. Las ramas se van
haciendo más delgadas. Aquí hay un
claro… pero apuesto a que consigo
arreglármelas si pongo mi vida en mis
manos. ¡Vaya! He puesto mi vida en mis
manos y lo he conseguido. Ahora es más
sencillo…
—¡Oye, Guillermo! —le gritó
Pelirrojo con una nota apremiante en su
voz.
—¿Qué?
—Ella vuelve. La veo venir por la
carretera. Debe haber ido al buzón.
Bajemos deprisa.
Hubo un breve silencio roto por la
voz de Guillermo que ahora parecía más
débil y lejana.
—No puedo. Estoy atascado.
—¿Atascado?
—Sí. No sé cómo conseguí atravesar
ese claro, pero no pueden bajar… No
encuentro donde poner los pies… Estoy
atascado… ¡Troncho! Tal vez tenga que
quedarme aquí el resto de mi vida. Será
mejor que tú bajes si puedes.
—No, me quedaré aquí contigo.
Quedémonos quietos como los animales.
Tal vez si no nos movemos pareceremos
parte del árbol y ella no se fijará.
—De acuerdo —replicó Guillermo
—. Me estiraré un poco y trataré de
parecer parte de la rama.
—Yo haré igual.
—Y deja de respirar —dijo
Guillermo—. Puedo oírte respirar desde
aquí.
—Bueno, tengo que respirar para
vivir, ¿no? —contestó Pelirrojo
indignado, y luego se convirtió de nuevo
en un susurro apremiante—. ¡Mira! Está
entrando en el jardín… Apuesto a que
no nos ve…
Se oyó el clic de la puerta de la
cerca y el sonido de los pasos de la
señorita Milton por el sendero. Se
detuvieron bruscamente debajo del
nogal, y la voz de la señorita Milton,
vibrante de indignación llegó hasta los
transgresores.
—¿Quiénes son esos niños que están
en el árbol? ¿Puedo creer lo que ven mis
ojos, Guillermo Brown? ¿Has tenido la
«audacia» de entrar en mi jardín y trepar
a mi árbol después de lo que te he
dicho?
—Pues, verá, señorita Milton —dijo
Guillermo—. Verá usted… Mi
intención…
Mientras buscaba alocadamente una
razón que explicara su presencia en el
árbol, volvió a llegarle la voz de la
señorita Milton, pero esta vez, ante su
asombro, no teñida de enojo, sino de
gratitud.
—Oh, Guillermo, acabo de verlo.
¡Qué bueno has sido al acudir a
rescatarle!
Guillermo se había tumbado encima
de la rama, y ahora, por primera vez,
reparó en «Carlomagno» dormitando
tristemente, con la cabeza y las plumas
gachas, en la misma rama a poca
distancia de donde él estaba.
—Casi le alcanzas, querido niño —
le decía la señorita Milton animándole.
Un esfuerzo más… Nada violento, claro,
pero…
—Adelante, Guillermo —le apremió
Pelirrojo que también acababa de ver al
pájaro irresponsable—. Agárrale por el
cuello.
—¡Suavemente, querido,
suavemente! —le decía la señorita
Milton—. Tiene mucho espíritu. No le
hagas enfadar.
Pero el espíritu de «Carlomagno»,
no había sobrevivido a su escapada. Dio
una sacudida cuando la mano de
Guillermo le sujetó, y luego contentóse
con murmurar: «¡Oh, Dios mío!»,
mientras Guillermo se volvía para
contemplar el espacio que se abría a sus
pies.
—Si te dejas caer, yo te cogeré —se
ofreció Pelirrojo añadiendo—. Soy más
fuerte de lo que parezco.
—¡Suavemente, suavemente,
querido! —volvió a decir la señorita
Milton—. ¡Te ruego que no arriesgues
alma y vida! A propósito si pudieras
correr un poco tu dedo del cuello de
«Carlomagno»…
—¡Oh, mi santa tía! —murmuró
«Carlomagno».
—Creo que puedo hacerlo —dijo
Guillermo agarrándose al tronco con las
rodillas y brazos y sin soltar el cuello de
«Carlomagno»—. Pondré mi vida en mis
manos otra vez.
Se oyó el crujir de ramas, un grito
agudo de «Carlomagno», un prolongado
gemido de la señorita Milton, y
Guillermo y Pelirrojo con
«Carlomagno» firmemente aprisionado
entre ellos, cayeron sobre la hierba a los
pies de la señorita Milton.
Se oyó un crujido de ramas, un grito
agudo, y Guillermo y Pelirrojo, con
«Carlomagno» entre ellos, cayeron sobre
la hierba a los pies de la señorita Milton.
—¡Troncho! —jadeó Guillermo.
—¡Joroba! —exclamó
«Carlomagno».
—Perdónale, querido —dijo la
señorita Milton con voz temblorosa—.
No suele emplear ese lenguaje. Creo que
lo ha aprendido del deshollinador.
Espero que no te habrás hecho daño.
—Sólo estoy un poco magullado —
dijo Guillermo sacudiéndose las
rodillas e inspeccionándolas con interés
—. En ésta me está saliendo un
cardenal… a menos que sea suciedad…
y en ésta otra tengo un arañazo colosal
de varios centímetros de profundidad.
—Bueno, con tal que no haya ningún
hueso roto… —dijo la señorita Milton.
—Lo de los huesos no lo sé —
replicó Guillermo—, porque no los veo.
Supongo que si pudiese verlos estarán
todos rotos.
—No lo creo, querido —exclamó la
señorita Milton viendo cómo saltaba en
el aire en un esfuerzo infructuoso por
alcanzar una nuez que colgaba de una de
las ramas más bajas—. Ahora entrad en
casa y ayudadme a acomodar al pobre
«Carlomagno»… Claro que no me
quejaré a vuestros padres por lo de la
cristalera después de vuestro noble
rescate de mi pobrecito loro —
Guillermo y Pelirrojo le dieron las
gracias—. Estoy segura de que no
volveréis a hacer jamás una cosa tan
bárbara e incivilizada, ¿verdad?
—No —replicó Guillermo.
—¡Maldita vida! —gritó
«Carlomagno» con una risa sarcástica.
La señorita Milton estaba desolada.
—Me temo que ha aprendido estas
expresiones vulgares de los
comerciantes —dijo—. «Sabe» decir
cosas bonitas, pero no se toma esa
molestia muy a menudo. He tratado de
enseñarle canciones de cuna… pero no
parecen interesarle… Vamos a la
cocina, niños. No comprendo por qué
huyó. Hago todo lo que puedo por
hacerle feliz, pero algunas veces temo
que encuentra aburrida mi compañía.
—¡No «me» digas! —exclamó
«Carlomagno» con amargura.
Llevó la jaula de «Carlomagno» a la
cocina y le encerró dentro. Él se subió a
su percha encogiéndose de hombros con
resignación.
—Creo que voy a darle un poco de
leche caliente —dijo la señorita Milton
—. Debe tener los nervios «alterados».
Y es muy aficionado al pastel de
bizcocho… ¿Quiere uno de vosotros
traer el pastel de bizcocho que hay en la
despensa mientras yo caliento la leche?
Está en el centro del estante, junto a unas
botellas de catsup de nueces.
—¿«Cómo» dice? —exclamó
Guillermo excitado.
—Salsa de nueces, querido… Y ve
lo más de prisa que puedas. Debe estar
desfallecido.
Guillermo salió de la despensa
trayendo el pastel de bizcocho y un aire
pensativo.
—Y ahora tal vez será mejor que os
marchéis niños —les dijo la señorita
Milton mientras colocaba un platito con
leche caliente dentro de la jaula—. Creo
que necesita un poco de descanso.
¿Verdad, cariñín?
—¡Niños malos! —dijo
«Carlomagno» con una voz tan parecida
a la de su dueña que incluso ella se
sobresaltó. Luego volvió a decir:
«¡Joroba!» y comenzó a danzar sobre el
platito de leche con aire de beodo.
—Quisiera daros alguna recompensa
por haberle rescatado —dijo la señorita
Milton—. Nunca doy dinero a los niños
por principio, pero si hay algo que
pueda daros como obsequio…
—¿Podría damos un poco de salsa
de nueces? —le preguntó Guillermo.
—¿Salsa de nueces? —dijo la
señorita Milton—. ¡Qué gusto más raro!
Pero tengo mucha, de manera que puedes
llevarte una botella si quieres.
—Gracias —replicó Guillermo
desapareciendo en la despensa y
reapareciendo con una botella de salsa
de nueces. En su rostro había una
expresión decidida—. Vamos, Pelirrojo.
Adiós, señorita Milton.
—Adiós, niños —contestó la
señorita Milton.
—A coger el trébole, el trébole, el
trébole… —cantó «Carlomagno» con
voz incierta y temblona.
—El bueno de «Carlitos» nos ha
sacado del «apuro» —dijo Pelirrojo
cuando ambos caminaban por la
carretera.
—Sí, y ni me ha picado la mano —
dijo Guillermo añadiendo—: ¡Joroba!
—con aire consciente.
—No debieras decir eso —exclamó
Pelirrojo con aire virtuoso—. Es una
mala palabra.
—Si un loro puede decirla, también
puedo yo —replicó Guillermo—. No
hay nada malo en imitar los sonidos de
los pájaros. La gente lo hace por la
radio y les «pagan» por ello. No es
distinto a decir «cucú». Es el canto de
un loro y yo hago bien en imitarle.
—Bueno, ¿para qué quieres la salsa
de nueces? —preguntó Pelirrojo que
como siempre encontraba inamovibles
los argumentos de Guillermo.
—Para teñir el armario de papá, por
supuesto, y ponerle de buen humor para
poder ir a ver a los Prodigiosos
Cosacos. Ha sido una buena idea la de
esta salsa. Debe ser una especie de
barniz. «Catsup» debe querer decir
barniz en francés. Bueno, es de sentido
común.
—S-sí, supongo que sí —repuso
Pelirrojo dudando—. Dijo que tenía un
gusto raro.
—Sí, apuesto a que lo tiene —
replicó Guillermo—. Una vez tragué un
poco de pintura por equivocación y tenía
un gusto «rarísimo», ¡joroba!
—Te reñirán si dices eso —insistió
Pelirrojo.
—No. No ceso de decirte que no hay
nada malo en imitar las voces de los
pájaros. Gente buena lo hace… ¡Vamos!
Corramos a casa a teñir ese armario.
Estoy empezando a pensar que al fin
conseguiremos ver a los Prodigiosos
Cosacos, ¿tú no?
—Pues por un lado sí, y por otro no
—fue la respuesta de Pelirrojo.
—¡Oh, vamos! —exclamó Guillermo
impaciente—. Corramos.
Corrieron hasta estar a la vista de la
casa de Guillermo. Entonces aminoraron
el paso y se acercaron al jardín lenta y
cautelosamente. Pudieron ver la figura
del señor Brown inclinada sobre el
parterre de crisantemos, y sacando
grandes puñados de polvo de una gran
bolsa de papel y esparciéndolo con
cuidado por la tierra.
—Vamos, entremos sin que nos vea
—propuso Guillermo—. Quiero darle
una sorpresa. Si es una sorpresa apuesto
a que quedará tan contento que nos dará
los dos chelines en seguida, pero sí
supiera que vamos a hacerlo nos lo
impediría, porque no sabe lo contento
que estaría si fuese una sorpresa.
Silenciosamente subieron la escalera
hasta el dormitorio del señor Brown y
por un momento contemplaron el mueble
zapatero de madera blanca.
—Hay mucho que hacer —dijo
Guillermo—. Espero que tengamos
suficiente salsa de nueces para nuestras
cosas.
—Si no hay bastante tal vez
encontremos un poco de betún marrón o
algo por el estilo para terminarlo —
replicó Pelirrojo.
—Sí, ya encontraremos algo —dijo
Guillermo despreocupado—.
Empecemos con la salsa de nueces. —
Sacó la botella del bolsillo y la puso
encima del armario—. ¿Y el pincel?
¿Tienes tú un pincel?
—No. ¿Y tú?
—No… ¡«Verás» lo que haremos!
Usaré mi pañuelo.
—Luego te reñirán.
Guillermo sacó un trozo de ropa de
su bolsillo empapado y manchado de
barro.
—No le haré ningún daño —dijo—.
Es el que he usado esta mañana para
buscar oro en el arroyo… ¡Adelante! Tú
viertes la salsa de nueces en el pañuelo
y yo frotaré.
Repartiéndose así el trabajo
trabajaron en silencio durante algún
tiempo.
—Se está volviendo marrón —dijo
Guillermo al fin algo dudoso—. Bueno,
por lo menos se está oscureciendo.
—Quedan parches —exclamó
Pelirrojo con aire crítico—, y unos son
más oscuros que otros.
—Bueno, prueba de echar el líquido
directamente en la madera, y yo frotaré
con el pañuelo.
—Volvieron a trabajar en silencio
unos minutos.
—Yo creo que está muy bien, ¿no?
—dijo Guillermo poco convencido.
—No estoy muy seguro —replicó
Pelirrojo observando la superficie
manchada con aire crítico, que se tornó
en otro de recelo al fijarse en el suelo
—. ¡Oye! Hemos manchado la alfombra.
Y tú también estás lleno.
—Supongo que se limpiará —dijo
Guillermo sin preocuparse.
Se detuvo para mirar por la ventana.
La señora Brown entraba por la puerta
de la cerca cargada con el cesto de la
compra, y su esposo dejó sus tareas de
jardinería para reunirse con ella. Juntos
se encaminaron a la casa.
—Vamos —dijo Guillermo—.
Procuremos terminarlo antes de que
suba.
Las voces del señor y la señora
Brown les llegaron desde el recibidor.
—¿Te han ido bien tus trabajos de
jardinería esta tarde, querido? —decía
la señora Brown.
—Del todo —replicó su esposo—,
pero el fertilizante parece haber
adquirido una consistencia peculiar.
Claro que ha sido un verano húmedo. Ha
sido buena cosa el haberlo empleado
ya… Bueno, iré arriba a lavarme las
manos.
—Tendré preparado el té dentro de
pocos minutos —dijo la señora Brown.
—Troncho, va a subir —susurró
Guillermo mirando la tapa del armario
churretosa y parcheada mientras le daba
un vuelco el corazón—. Echa un poco
más deprisa… Apuesto a que está bien
«de verdad». Apuesto a que a nosotros
nos parece un poco raro porque lo
hemos hecho. Apuesto a que quedará
bien cuando se seque… De todas formas
nos hemos tomado mucho trabajo, de
manera que «debe» estar bien.
Los pasos del señor Brown llegaron
a lo alto de la escalera y se detuvieron.
—¿Qué estáis haciendo en mi
habitación, niños? —dijo.
—Queríamos darte… una sorpresa,
papá —repuso Guillermo.
—¿Una sorpresa? —la voz del señor
Brown carecía de la nota de gratitud y
expectación que Guillermo había
esperado—. ¿Qué quieres decir con eso
de una sorpresa?
Los pasos fueron sonando por el
corredor y el señor Brown apareció en
el dintel de la puerta. Hubo un silencio
durante el cual contempló el armario,
mientras fuertes emociones luchaban en
su rostro que iba enrojeciendo.
—Quedará mejor cuando esté seco
—se apresuró a decir Guillermo
tratando de emplear los argumentos que
pudiera antes de que su padre recobrara
el habla—. Tú dijiste que querías
teñirlo de marrón, así que pensamos
hacerlo nosotros para darte una
sorpresa.
—Esperábamos que se alegrase,
señor Brown —intervino Pelirrojo.
—Nos ha costado mucho trabajo,
papá.
—Quedará mejor cuando esté seco —dijo
Guillermo—. Nos ha dado mucho
trabajo, papá.
Entonces el señor Brown recobró el
uso de la palabra y la casa tembló bajo
su ira.
—… ¿Estáis locos? ¿Es que no
tenéis ni un instante de lucidez…? Mi
mueble zapatero nuevo lleno de
pringue… ¡Valiente estupidez…! Ni
siquiera un loco confundiría una botella
de «catsup» de nueces con una botella
de barniz castaño… ¿Y por qué os
habéis conformado sólo con el armario
de los zapatos? ¿No se os ha ocurrido
embadurnar también el tocador o teñir el
espejo…?
Era como un torrente desbordado,
que engullía las excusas que Guillermo y
Pelirrojo no cesaban de darle.
—Nuestra «intención» no era mala,
papá…
—Sólo «procurábamos» ayudar,
señor Brown…
Parecía que aquella tormenta iba a
durar siempre, de no haber llamado
desde abajo la señora Brown.
—¿Qué «es» lo que ocurre, querido?
El señor Brown se detuvo un
momento para tomar aliento.
—¿Qué ocurre? —gritó cuando lo
hubo recuperado—. Bajaré a decírselo
—se volvió hacia Guillermo—. No te
dejaría ir a esa exhibición ecuestre
aunque tuvieras el dinero. Puedes
quedarte aquí arriba hasta que decida lo
que voy a hacer contigo.
Dicho esto bajó al recibidor para
dar a su esposa cuenta detallada del
estado de su mueble zapatero.
—Toda la habitación está
«empapada» de esa porquería. ¡Supongo
que debe haber hasta en el techo si me
hubiera parado a mirar!
—Oh, pero, John —dijo su esposa
con una sonrisa—, no seas demasiado
duro con ellos. No tenían intención de
causar daño.
—¡No tenían intención de causar
daño! —explotó el señor Brown—.
Esparciendo esa asquerosa mezcla por
toda la habitación y frotándola con un
pañuelo que debe haber sido usado para
limpiar una pocilga.
—¡Pero, John, supongo que su
intención era ayudar!
—¡Tratando de ayudar! ¡Es la excusa
más estúpida que se ha inventado! ¡Y
«catsup» de nueces!
—Ya sabes que esos errores se
cometen fácilmente, John.
—Pero no quien está en su sano
juicio. Ese niño debiera estar en un
manicomio. Necesita una buena lección
y yo cuidaré de que la reciba. El estado
de la habitación está más allá de toda
descripción.
—Subiré a ver exactamente lo que
han hecho —dijo la señora Brown
dirigiéndose a la escalera.
El señor Brown yendo al saloncito
de estar, se dejó caer en una butaca
secándose la frente.
—Entre todos los… —murmuró.
Entonces se abrió la puerta dando
paso a Roberto, su rostro estaba tenso y
contrariado.
—Escucha, papá —dijo—. ¿Sabes
qué se ha hecho del saco de cemento que
estaba en el garaje?
El señor Brown se incorporó
mientras iba apareciendo en su cara una
expresión preocupada.
—¿Cemento? —dijo.
—Sí —respondió Roberto—. En el
garaje había medio saco de cemento y
no lo encuentro por ninguna parte.
Quería llevárselo a Roxana para su
pavimento.
—¿Medio saco de cemento? —
repitió el señor Brown confundido.
—Sí —replicó Roberto impaciente
—. Quedó del año pasado después de
hacer las carboneras, ya sabes.
—Yo… er… yo no recuerdo haber
visto medio saco de cemento en el
garaje, Roberto. Había sólo una bolsa
de fertilizante que esta tarde he
empleado para los crisantemos.
Roberto le miró fijamente.
—¿Fertilizante?
El rostro del señor Brown apareció
la expresión de quien tiene una sospecha
y no se atreve a hacerle frente. Tosió
para dominarse.
—En el garaje no había ningún
fertilizante —dijo Roberto—. Gastamos
el último en las rosas. ¿No te acuerdas?
El señor Brown volvió a toser.
—Sí… er… ahora que lo dices, sí
que me acuerdo.
—Cuando me dijiste que esta tarde
pensabas poner un poco en los
crisantemos, pensé que debías haberlo
comprado… —en el rostro de Roberto
fue apareciendo una expresión
horrorizada—. Papá, no habrás echado
el cemento en los crisantemos, ¿verdad?
—Yo… yo, la verdad no lo sé,
Roberto —repuso el señor Brown—. Yo
desde luego creí que era fertilizante,
pero recuerdo, ahora que me lo dices,
que el último lo gastamos en las rosas y
que quedaba algo de cemento sobrante
de las carboneras.
El rostro de Roberto estaba
contorsionado de angustia.
—Oh, papá, y Roxana que cuenta
conmigo para el cemento. Quiero decir
que toda la pandilla estará allí para
ayudarla, pero yo le «prometí» llevar el
cemento, y ahora todas las tiendas
estarán cerradas… No me importaría si
se tratase de otra… pero Roxana…
bueno, es la chica más maravillosa que
he conocido en mi vida, y sentiría tener
que decepcionarla. La verdad es que no
comprendo cómo has podido confundir
el cemento con un fertilizante, papá.
Con un supremo esfuerzo, el señor
Brown recuperó algo de su dignidad.
—Lo siento, Roberto —le dijo—.
No era mi intención causarte ningún
perjuicio. Sólo trataba de ayudar a la
familia en general. Quiero decir que a tu
madre… y a ti… os gusta que el jardín
esté bonito y… bueno, me he tomado
mucho trabajo. Estos errores se cometen
con facilidad.
—Sí, lo siento, papá —dijo Roberto
—. No he querido ofenderte. Sólo ha
sido un pequeño arrebato, nada más…
Pero creo que Jameson tiene algo de
cemento. Iré a ver.
Salió, tropezando en la puerta con la
señora Brown, para dirigirse a toda
prisa a casa de Jameson.
—¿Qué le ocurre a Roberto? —
preguntó la señora Brown.
—Oh… er… esta gente joven se
excita por cualquier insignificancia, ya
sabes —replicó el señor Brown en tono
evasivo.
—John, tenías mucha razón por lo
que respecta a Guillermo —le dijo—.
Está todo hecho una «porquería». Estoy
de acuerdo contigo en que necesita un
buen escarmiento.
—Oh, no lo sé —exclamó su esposo
—. No tenía intención de causar daño.
Acaso trataba de ayudar.
—¡Mira que cometer «la estupidez»
de confundir la salsa de nueces con
barniz castaño!
—Estos errores se cometen con
facilidad —dijo el señor Brown.
—Pero, John, tú dijiste…
—Lo sé; lo sé —replicó el señor
Brown—. A veces uno se precipita en
sus juicios. Subiré a decirle unas
palabras.
Pocas veces Guillermo se enfrentaba
con la derrota, pero ahora era una de
esas veces.
—No podremos ir a ver los
Prodigiosos Cosacos, Pelirrojo —
estaba diciendo—. Apenas puedo creer
que sea cierto, pero lo es… ¡Troncho!
Es peor que el fin del mundo.
—Y tal vez no vuelvan nunca más —
replicó Pelirrojo—. No volveremos a
verles durante el resto de nuestras vidas.
Se oyeron los pasos del señor
Brown subiendo la escalera. Los dos
niños se miraron llenos de ansiedad.
—¡Aquí está! —exclamó Guillermo
con pesar—, y apuesto a que va a ser
peor que el fin del mundo también.
—Tal vez será mejor que yo me
marche… —murmuró Pelirrojo.
El señor Brown entró en la
habitación con un ligero… muy ligero
aire de violencia.
—Bueno, niños —dijo con
animación—. ¿Qué hay de esa
Exhibición Ecuestre?
Guillermo le miraba boquiabierto y
lleno de asombro, incredulidad,
esperanza y alegría.
—¡Troncho, papá! —dijo al fin—.
¿Quieres decir que vas a dejarnos ir?
El señor Brown sonrió un tanto
avergonzado.
—Creo que a mí también me gustaría
ir —les anunció—. Vamos todos y
olvidemos nuestros problemas.
—¡Joroba! —exclamó Guillermo
apresurándose a añadir—. Es el canto
de un pájaro, papá, lo mismo que
«cucú».
—¡Troncho, señor Brown! —dijo
Pelirrojo con una voz tan alterada por la
emoción que parecía más bien un
gemido.
—Será mejor que os lavéis un poco
—dijo el señor Brown mirando las dos
figuras manchadas de salsa de nueces.
—Sí, nos lavaremos —replicó
Guillermo—. Y… sentimos lo del
armario, papá.
El señor Brown hizo un gesto con la
mano quitándole importancia.
—Son pequeños errores que se
cometen, hijo mío —le dijo.
FIN
Richmal Crompton Lamburn (Bury,
Lancashire, 15 de noviembre de 1890 –
Farnborough, 11 de enero de 1969).
Fue el segundo de los vástagos del
reverendo anglicano Edward John
Sewell Lamburn, pastor protestante y
maestro de la escuela parroquial, y de su
esposa Clara, nacida Crompton.
Richmal Crompton acudió a la
St. Elphin’s School para hijas de
clérigos anglicanos y ganó una beca para
realizar estudios clásicos de latín y
griego en el Royal Holloway College,
en Londres, donde se graduó de
Bachiller en Artes. Formó parte del
movimiento sufragista de su tiempo y
volvió para dar clases en St. Elphin’s en
1914 para enseñar autores clásicos hasta
1917; luego, cuando contaba 27 años,
marchó a la Bromley High School al sur
de Londres, como profesora de la misma
materia hasta 1923, cuando, habiendo
contraído poliomielitis, quedó sin el uso
de la pierna derecha; a partir de
entonces dejó la enseñanza, usó bastón y
se dedicó por entero a escribir en sus
ratos libres. En 1919 había creado ya a
su famoso personaje William Brown,
Guillermo Brown, protagonista de
treinta y ocho libros de relatos infantiles
de la saga Guillermo el travieso que
escribió hasta su muerte. Sin embargo,
también escribió no menos de cuarenta y
una novelas para adultos y nueve libros
de relatos no juveniles. No se casó
nunca ni tuvo hijos, aunque fue al
parecer una excelente tía para sus
sobrinos. Murió en 1969 en su casa de
Farnborough, Kent.
Es justamente célebre por una larga
serie de libros que tienen como
personaje central a Guillermo Brown.
Se trata de relatos de un estilo
deliciosamente irónico, que reproduce
muy bien el habla de los niños entre
once y doce años y en los que Guillermo
y su pandilla, «Los Proscritos».
(Enrique, Pelirrojo, Douglas y el perro
«de raza revuelta». Jumble, más
ocasionalmente una niña llamada
Juanita) ponen continuamente a prueba
los límites de la civilización de la clase
media en que viven, con resultados, tal y
como se espera, siempre divertidos y
caóticos.
En ningún país alcanzó la serie de
Guillermo tanto éxito como en la España
de los cincuenta, a través de la popular
colección de Editorial Molino, ilustrada
con maravillosos grabados de Thomas
Henry. Es muy posible que la causa sea,
según escribe uno de los admiradores de
esta escritora, el filósofo Fernando
Savater, que la represión de los niños
durante la España franquista los
identificara por eso con la postura
rebelde y anarquista de Guillermo
Brown. Igualmente, el escritor Javier
Marías declaró que se sintió impulsado
a escribir con la lectura de, entre otros,
los libros de Guillermo.

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