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Violencia y animalidad en La edad de barro de Sara Rosenberg

ARÁOZ, Isabel
IIELA-INVELEC
isaraoz@gmail.com

Tema: Retóricas y Estéticas. Escritura

La imaginación pierde credibilidad y recursos cuando la realidad


sobrepasa aun las más oscuras fantasías de la mente humana.
Hasta el realismo tropieza ante semejante realidad. (Dikoven
Ezrahi).
2

-Violencia- “¿Qué acontece con la palabra cuando se acerca a la violencia extrema?”

se pregunta Teresa Basile en su libro Violencia y literatura en la narrativa

latinoamericana reciente (2015). Cómo narrar aquellos hechos que cargan con lo

insoportable, lo invivible, que nos confrontan con nuestra naturaleza humana y nos

interpelan desde allí. La palabra- pero también, el silencio, la imagen revelada y su

negativo-, pugnan contra lo indecible y acechan al suceso límite marcado por una

violencia radical. “¿Es la violencia extrema un fenómeno inexpresable e

irrepresentable?” (Pabón, AÑO). “¿Cómo suscitar lo inimaginable?” se interroga Jorge

Semprún. Según Fernando Riati “no es posible representar la violencia por medio de la

simulación mimética del realismo”1, por ello, las novelas desde los primeros años de la

década del ochenta han indagado nuevas formas del decir. Susan G. Kaufman nos

advierte que “algo se desprende del mundo simbólico y queda sin representación”.

Propongo pensar que es en ese vacío, en el que emerge el arte, que “ya no puede ser

concebido como una mera representación de alguna realidad acabada y externa, sino

como un conjunto de operaciones oblicuas de captura” (Basile), lo que permite construir

una percepción del mundo ligada a lo estético.

1
Corpus de novelas argentinas que son entendidas a partir de esta hipótesis…
Entiendo a la obra de Sara Rosenberg en estos términos: una producción que explora

los límites de la representación (pero que no renuncia a su posibilidad), que experimenta

a través de diferentes géneros y disciplinas artísticas (la novela, el teatro, la fotografía,

la instalación, el dibujo), que diseña un arte “fuera del campo” en términos de Graciela

Speranza (2006)2, pero que territorializa el espesor de la experiencia humana, entre la

memoria y la historia. Para Florencia Garramuño “… la transformación de la estética

contemporánea propicia modos de organización de lo sensible que ponen en crisis ideas

de pertenencia, especificidad y autonomía” (2014 12) y demuestra “una porosidad entre

los diferentes campos de la estética” (2014 13).

En la obra de Rosenberg, el cuerpo funciona como residencia predilecta de la violencia

y las múltiples formas (física o simbólica; sutil o feroz) que se practican sobre él; es el

espacio construido y resignificado como el otro, un otro enemigo, una alteridad hostil

que debe ser domesticada, controlada, suprimida. En numerosas ocasiones, ese cuerpo

asume la identidad de un animal amenazado que lucha por su supervivencia, es el resto

(el hueso, la ceniza) de un cuerpo que ya no está, es la silueta que denuncia una

ausencia, es la materia inorgánica de una vida arrebatada. Es también una ciudad, una

cartografía hecha de conspiraciones, paranoia, inseguridad, fuerzas parapoliciales,

dictadores impunes, exilios, persecuciones, torturas y muertes.

Una imagen alegórica de la violencia es el cuadro del pintor inglés Richard Dadd que

funciona como pórtico a la novela Cuaderno de invierno (1999) de la autora argentina.

La pintura- “El golpe maestro del derribador de hadas”3- mereció unas líneas de Octavio

Paz en su libro El mono gramático:

Un cuadro de dimensiones más bien reducidas que es un estudio minucioso de

unos cuantos centímetros de terreno -yerbas, margaritas, bayas, guijarros,

2
G. Speranza descubre un poderoso “efecto Duchamp”, catalizador de tres rasgos notorios del arte de la
segunda mitad del siglo XX: el impacto irreversible de la reproducción, los movimientos de las artes hacia
fuera de sus campos específicos y un claro viraje conceptual.
3 The Fairy Feller’s Master-Stroke es el título original en inglés.
zarcillos, avellanas, hojas, semillas- en cuyas profundidades aparece una

población de seres diminutos, unos salidos de los cuentos de hadas y otros que

son probablemente retratos de sus compañeros de encierro y de sus carceleros

y guardianes. El cuadro es un espectáculo: la representación del mundo

sobrenatural en el teatro del mundo natural. Un espectáculo que contiene otro,

paralizador y angustioso, cuyo tema es la expectación: los personajes que

pueblan el cuadro esperan un acontecimiento inminente. El centro de la

composición es un espacio vacío, punto de intersección de todas las fuerzas y

miradas, claro en el bosque de alusiones y enigmas; en el centro de ese centro

hay una avellana sobre la que ha de caer el hacha de piedra del leñador (1974:

101)4.

Se trata de una violencia contenida- a punto de explotar- que escapa a la lengua; una

violencia muda (pero no por eso, menos brutal). El leñador se convierte en una especie

de verdugo, cuyo rostro permanece oculto, anónimo. El hacha en suspenso, a punto de

infligir la decapitación como castigo. El pintor parricida escenifica su propio crimen,

mientras traza los colores durante 9 años en el manicomio. Esta muerte “oculta” en el

óleo es también, la del padre de la protagonista. Cuadro y personaje esbozan una vida,

un linaje de encierro (el manicomio y el campo de concentración), de exilio y

supervivencia.

La violencia ostenta hasta qué punto los cuerpos se transforman en arcilla, es decir, en

una superficie vulnerable al poder biopolítico que distingue entre las vidas a proteger y

aquellas a renunciar: vidas que se reservan para la explotación, la cosificación, el

abandono, la eliminación (Giorgi, 2014).

-Animalidad- Rosenberg construye una rhetoricae animalis como una zona de contacto

con lo humano. Esa nueva cartografía común- “Mundos en común” para Garramuño

4 Los subrayados me pertenecen.


(2014)- le permite explorar e interrogarse sobre la cualidad de lo viviente: son las piezas

de plástico de unos osos de su instalación Armario, Osario, Terrario (1989, expuesta en

Madrid y en París); es la imagen clave de la vicuña en Un hilo rojo, que es acorralada y

sacrificada al igual que Julia, una militante desaparecida; el ciervo onírico de Contraluz,

que es amenazado por el fuego, una y mil veces; o la manada de ovejas (en fotografías

y pieles) de Balada para un cordero que se confunden con los cuerpos indiferenciados

de una masa humana. En La edad de barro- la novela objeto de estas líneas- aparecen

unas ranas migrantes y la presencia de un tenebrosum animalis cuyo nombre se hunde

en el fango, la barrosa.

En Formas comunes, animalidad, cultura y biopolítica (2014) Gabriel Giorgi plantea un

cambio de lugar del animal en los repertorios culturales. Ya no se trata del clásico

binomio “animal vs. Humano”, sino de un “continuum orgánico, afectivo, material y

político”, una nueva zona fronteriza que se abre al interrogante ético y estético. El animal

se transforma en un signo político que derriba presupuestos sobre la especificidad de lo

humano y nos arroja a un reordenamiento de lo visible, lo sensible, de los cuerpos y de

los territorios en los imaginarios modernos. Esto es la potencialidad crítica del “artefacto-

animal” que pretendo aprovechar en este trabajo.

Argumento- Es la historia de un profesor de la Academia Francesa que trae consigo una


población de ranas Dórset en peligro de extensión con la intención de recuperar la
especie en un pueblo cualquiera de América Latina, con un lago contaminado, una
dictadura en el pasado y un general impune. El lago es el espacio donde se encuentra
La Barrosa y los restos de personas desaparecidas-.

La Barrosa es una monstruosidad que permite representar lo extraño, lo indómito y

pensar la cualidad del horror en la “eterna lucha del bien contra el mal” pero anclada en

las coordenadas constreñidas del tiempo y del espacio. Ildeber Avelar en Alegorías de

la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo de duelo (2000) plantea cómo “la alegoría

está siempre fechada, es decir, exhibe en su superficie las marcas de su tiempo de

producción”: un texto contemporáneo que piensa “el estatuto de la memoria en tiempos


del mercado que concibe al pasado como un tiempo vacío y homogéneo”. Por el

contrario, esta novela se incorpora a la tradición de una escritura concebida como un

“trabajo de la memoria” (Jelin) que no pretende, solamente, buscar, las claves para

entender un pasado dictatorial, sino también, examinar desde las ruinas de una derrota

histórica, las experiencias del exilio, los muertos y desaparecidos que aún nos quedan,

el reclamo de justicia, es decir, “reactivar un compromiso intenso aunque problemático”

(Avelar) con nuestro pasado, presente y futuro, marcados por grandes conflictos y

contradicciones.

La Barrosa ocupa el exterior, se asemeja a una “gran boca” que devora los cuerpos y

los esconde en las profundidades del lago que se encuentra detrás del muro que lo

separa del hospital psiquiátrico. El encierro funciona como un dispositivo de control de

aquellas subjetividades alternas, extrañas, subversivas. Allí se encuentra un sujeto N.N.

que será bautizado con el nombre de Fermín, pero que su “verdadero” nombre es

Alejandro Aróstegui, el hijo menor de un general retirado que disfruta de los beneficios

que le otorga una impunidad en peligro. Alejandro no habla, su silencio es la única

estrategia de resistencia y supervivencia contra la violencia del padre y la complicidad

sumisa de la madre.

Fermín-Alejandro solo rompe su mutismo por medio del dibujo ante dos interlocutores

(Angélica, la enfermera y François, el profesor-dibujante) y es quien intenta representar

a La Barrosa en precarias hojas de papel, siempre al resguardo de la humedad y de la

destrucción: “un círculo de barro”, “con el cuerpo de una lombriz o una serpiente de

agua” (58), “una cabeza con seis ojos, pero al mismo tiempo era un cenicero donde

había un cigarrillo encendido” (121). La animalidad que tanto terror genera en Fermín

es la imagen duplicada del espanto que le produce su padre, el dictador que enuncia su

defensa legal en los ideologemas de “la obediencia debida”, “el cumplimiento del deber”,

“el establecimiento del orden” (125-126) y que esconde los documentos que contienen

información sobre los hijos apropiados y la ubicación de las fosas comunes.


Precisamente, el lago es la morada de los cuerpos hundidos (en la acepción del

“hundido” que señala Primo Levi) y desintegrados, que no pueden dar cuenta de esa

experiencia extrema, y que el lenguaje tampoco puede decirlo; la única manera de

otorgarle un sentido es a través de los trazos del dibujo, que postula los límites de

aquello que se quiere representar y comunicar.

La Barrosa recrea la imagen de Caronte, el barquero de Hades que custodia el cruce de

las almas por el río Aqueronte. Esta animalidad es la guardiana del secreto que

esconde/encubre el fango: los muertos-desaparecidos. El lago se ha transformado en

un pozo: lejos está del significado comunitario de la tumba. A esos cuerpos, en proceso

de descomposición, se los despoja del carácter de persona (en el sentido jurídico y

teatral del término) y se les niega el tiempo de la memoria social y cultural de una

“muerte propiamente humana”. Para Giorgi es la lógica de “una biopolítica, una

tanatopolítica”, cuyo efecto perdurable es “dislocar lo natural y lo social; y desde luego,

[distinguir los dominios de] la muerte socialmente significativa y la muerte insignificante.

Muertes sin cadáveres, cadáveres sin nombres, cadáveres fuera de lugar: los cadáveres

sin lugar propio han asediado la imaginación política y cultural latinoamericana y

puntúan las lógicas de la violencia presente (2014 198-199). Pero, además, la práctica

de arrojar y ocultar los cuerpos (junto con cualquier registro de su paradero) pretende,

no solo, destruir el tejido social al que pertenecían, sino también, negar la memoria atada

a esa vida. Sin embargo, la destrucción no es absoluta: el resto “resiste” la borradura y

emerge desde las profundidades de la laguna. El indicio de las grandes cantidades de

fosfato orgánico devela la fosa común y promete rescatar/restaurar el nombre (lo

humano) a su comunidad.

Puesto que los hundidos en el dominio de La Barrosa no pueden hablar, Fermín-

Alejandro ocupa el lugar del borde- en las orillas del lago- y “dibuja” por delegación. La

legitimidad de su testimonio se articula no solo en el haber oído las declaraciones

privadas de su padre o en el robo de los documentos con el listado de los perseguidos-


desaparecidos, sino también en el haber experimentado la violencia de la mano del

progenitor:

Un dolor intenso en todo el cuerpo y el sonido masivo del líquido contra los

huesos. El aire dejó de llegarle a los pulmones, pero alcanzó a ver el puño

cerrado descargándose sobre su cara antes de que la oscuridad fuera total. […]

El dolor físico siempre se olvida, o tal vez es tan fuerte que desaparece y lo que

duele para siempre es el miedo (Rosenberg 2004).

En la figura de Fermín se recupera (y reescribe) el “motivo tradicional del ‘loco sabio’”

que sirve para poner en su boca las verdades que los cuerdos se niegan a decir. La

violencia provoca una fractura traumática en el sujeto que la ha vivido (Riati); esta idea

es palpable en el personaje, puesto que no sólo su cuerpo lleva las marcas de esa

violencia, sino también, su mente y su vínculo con el mundo se han fracturado. La

supervivencia se manifiesta en los trazos burdos de un autorretrato, es decir, en la

búsqueda de una identidad quebrada; la restitución del lazo social se logrará, en parte,

cuando rompa la barrera del silencio ante la escucha de Angélica: “La Barrosa me

hundió otra vez en la tierra […] Necesito que la Barrosa no me encuentre o volverá a

hundirme, como hizo antes con los otros. Los he visto en el lago. Él la ayuda, siempre

están juntos, se levantan juntos y aunque se separen son parte de la misma parte”

(Rosenberg 122).

La bestia se clarifica en el mundo onírico como el padre odiado al recordar una fotografía

familiar: “La Barrosa posaba la mano sobre el hombro del hermano y sonreía con el

orifico apenas abierto. La otra mano, con la que sujetaba su brazo en el momento del

disparo de la cámara, pendía extrañamente abierta ahora que su cuerpo había sido

tapado con esa tinta gris” […] habían borrado su figura” (172). El filicidio simbólico

complementa una vida doméstica atravesada por la violencia que se extiende al espacio
de lo público sin interrupciones en una red de complicidades jurídicas, sociales y

económicas.

Notas finales

Retomo algunos interrogantes que se plantea Fernando Reati al leer un amplio corpus

de novelas argentinas que desde fines de los años ochenta representan el terrorismo

de estado: ¿cómo se procesa el trauma? ¿con qué instrumentos estéticos? ¿cómo

interactúan las memorias individuales y colectivas? ¿por qué después de 3 décadas

continúan los argentinos produciendo novelas, películas y obras de arte sobre esos

años? Podríamos arrojar algunas hipótesis desde las que leemos también La edad de

barro de Sara Rosenberg: primero, los “marcos sociales de la memoria” no son fijos,

sino dinámicos, las diferentes versiones sobre el pasado participan en el campo de

batalla de las memorias y pretenden convertirse en hegemónicas. Para Nora

Strejilevich- en El arte de no olvidar- es un nuevo imperativo que asume la escritura: “el

testimonio no sólo es el medio para nombrar y asumir la pérdida y la derrota sino también

para resistir social y culturalmente. Es un deber para la recuperación ética de la

comunidad” y agrega “una y otra vez surgieron escritores y sobrevivientes dispuestos a

narrar lo inenarrable”, las novelas que persisten en ese tono testimonial construyen “Una

historia donde no sólo se exiliaron el sentido y el lenguaje, sino también la humanidad

tal como la entendíamos”. La edad de barro asume este desafío junto con las otras

novelas de la autora- Un hilo rojo, Cuaderno de invierno y Contraluz-, es una escritura

que no se repliega ante la dificultad de repensar el pasado, evidenciar las texturas de

las memorias irreconciliables, asumir los olvidos y los silencios. Rosenberg no renuncia

al poder de la palabra, aunque su territorio sea movedizo e incierto.

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