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ARÁOZ, Isabel
IIELA-INVELEC
isaraoz@gmail.com
latinoamericana reciente (2015). Cómo narrar aquellos hechos que cargan con lo
insoportable, lo invivible, que nos confrontan con nuestra naturaleza humana y nos
negativo-, pugnan contra lo indecible y acechan al suceso límite marcado por una
Semprún. Según Fernando Riati “no es posible representar la violencia por medio de la
simulación mimética del realismo”1, por ello, las novelas desde los primeros años de la
década del ochenta han indagado nuevas formas del decir. Susan G. Kaufman nos
advierte que “algo se desprende del mundo simbólico y queda sin representación”.
Propongo pensar que es en ese vacío, en el que emerge el arte, que “ya no puede ser
concebido como una mera representación de alguna realidad acabada y externa, sino
1
Corpus de novelas argentinas que son entendidas a partir de esta hipótesis…
Entiendo a la obra de Sara Rosenberg en estos términos: una producción que explora
la instalación, el dibujo), que diseña un arte “fuera del campo” en términos de Graciela
y las múltiples formas (física o simbólica; sutil o feroz) que se practican sobre él; es el
espacio construido y resignificado como el otro, un otro enemigo, una alteridad hostil
que debe ser domesticada, controlada, suprimida. En numerosas ocasiones, ese cuerpo
(el hueso, la ceniza) de un cuerpo que ya no está, es la silueta que denuncia una
ausencia, es la materia inorgánica de una vida arrebatada. Es también una ciudad, una
Una imagen alegórica de la violencia es el cuadro del pintor inglés Richard Dadd que
La pintura- “El golpe maestro del derribador de hadas”3- mereció unas líneas de Octavio
2
G. Speranza descubre un poderoso “efecto Duchamp”, catalizador de tres rasgos notorios del arte de la
segunda mitad del siglo XX: el impacto irreversible de la reproducción, los movimientos de las artes hacia
fuera de sus campos específicos y un claro viraje conceptual.
3 The Fairy Feller’s Master-Stroke es el título original en inglés.
zarcillos, avellanas, hojas, semillas- en cuyas profundidades aparece una
población de seres diminutos, unos salidos de los cuentos de hadas y otros que
hay una avellana sobre la que ha de caer el hacha de piedra del leñador (1974:
101)4.
Se trata de una violencia contenida- a punto de explotar- que escapa a la lengua; una
violencia muda (pero no por eso, menos brutal). El leñador se convierte en una especie
mientras traza los colores durante 9 años en el manicomio. Esta muerte “oculta” en el
óleo es también, la del padre de la protagonista. Cuadro y personaje esbozan una vida,
supervivencia.
La violencia ostenta hasta qué punto los cuerpos se transforman en arcilla, es decir, en
una superficie vulnerable al poder biopolítico que distingue entre las vidas a proteger y
-Animalidad- Rosenberg construye una rhetoricae animalis como una zona de contacto
con lo humano. Esa nueva cartografía común- “Mundos en común” para Garramuño
sacrificada al igual que Julia, una militante desaparecida; el ciervo onírico de Contraluz,
que es amenazado por el fuego, una y mil veces; o la manada de ovejas (en fotografías
y pieles) de Balada para un cordero que se confunden con los cuerpos indiferenciados
de una masa humana. En La edad de barro- la novela objeto de estas líneas- aparecen
en el fango, la barrosa.
cambio de lugar del animal en los repertorios culturales. Ya no se trata del clásico
político”, una nueva zona fronteriza que se abre al interrogante ético y estético. El animal
los territorios en los imaginarios modernos. Esto es la potencialidad crítica del “artefacto-
pensar la cualidad del horror en la “eterna lucha del bien contra el mal” pero anclada en
las coordenadas constreñidas del tiempo y del espacio. Ildeber Avelar en Alegorías de
la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo de duelo (2000) plantea cómo “la alegoría
“trabajo de la memoria” (Jelin) que no pretende, solamente, buscar, las claves para
entender un pasado dictatorial, sino también, examinar desde las ruinas de una derrota
histórica, las experiencias del exilio, los muertos y desaparecidos que aún nos quedan,
(Avelar) con nuestro pasado, presente y futuro, marcados por grandes conflictos y
contradicciones.
La Barrosa ocupa el exterior, se asemeja a una “gran boca” que devora los cuerpos y
los esconde en las profundidades del lago que se encuentra detrás del muro que lo
que será bautizado con el nombre de Fermín, pero que su “verdadero” nombre es
Alejandro Aróstegui, el hijo menor de un general retirado que disfruta de los beneficios
sumisa de la madre.
Fermín-Alejandro solo rompe su mutismo por medio del dibujo ante dos interlocutores
destrucción: “un círculo de barro”, “con el cuerpo de una lombriz o una serpiente de
agua” (58), “una cabeza con seis ojos, pero al mismo tiempo era un cenicero donde
había un cigarrillo encendido” (121). La animalidad que tanto terror genera en Fermín
es la imagen duplicada del espanto que le produce su padre, el dictador que enuncia su
defensa legal en los ideologemas de “la obediencia debida”, “el cumplimiento del deber”,
“el establecimiento del orden” (125-126) y que esconde los documentos que contienen
“hundido” que señala Primo Levi) y desintegrados, que no pueden dar cuenta de esa
otorgarle un sentido es a través de los trazos del dibujo, que postula los límites de
las almas por el río Aqueronte. Esta animalidad es la guardiana del secreto que
un pozo: lejos está del significado comunitario de la tumba. A esos cuerpos, en proceso
teatral del término) y se les niega el tiempo de la memoria social y cultural de una
Muertes sin cadáveres, cadáveres sin nombres, cadáveres fuera de lugar: los cadáveres
puntúan las lógicas de la violencia presente (2014 198-199). Pero, además, la práctica
de arrojar y ocultar los cuerpos (junto con cualquier registro de su paradero) pretende,
no solo, destruir el tejido social al que pertenecían, sino también, negar la memoria atada
humano) a su comunidad.
Alejandro ocupa el lugar del borde- en las orillas del lago- y “dibuja” por delegación. La
progenitor:
Un dolor intenso en todo el cuerpo y el sonido masivo del líquido contra los
huesos. El aire dejó de llegarle a los pulmones, pero alcanzó a ver el puño
cerrado descargándose sobre su cara antes de que la oscuridad fuera total. […]
El dolor físico siempre se olvida, o tal vez es tan fuerte que desaparece y lo que
que sirve para poner en su boca las verdades que los cuerdos se niegan a decir. La
violencia provoca una fractura traumática en el sujeto que la ha vivido (Riati); esta idea
es palpable en el personaje, puesto que no sólo su cuerpo lleva las marcas de esa
búsqueda de una identidad quebrada; la restitución del lazo social se logrará, en parte,
cuando rompa la barrera del silencio ante la escucha de Angélica: “La Barrosa me
hundió otra vez en la tierra […] Necesito que la Barrosa no me encuentre o volverá a
hundirme, como hizo antes con los otros. Los he visto en el lago. Él la ayuda, siempre
están juntos, se levantan juntos y aunque se separen son parte de la misma parte”
(Rosenberg 122).
La bestia se clarifica en el mundo onírico como el padre odiado al recordar una fotografía
familiar: “La Barrosa posaba la mano sobre el hombro del hermano y sonreía con el
orifico apenas abierto. La otra mano, con la que sujetaba su brazo en el momento del
disparo de la cámara, pendía extrañamente abierta ahora que su cuerpo había sido
tapado con esa tinta gris” […] habían borrado su figura” (172). El filicidio simbólico
complementa una vida doméstica atravesada por la violencia que se extiende al espacio
de lo público sin interrupciones en una red de complicidades jurídicas, sociales y
económicas.
Notas finales
Retomo algunos interrogantes que se plantea Fernando Reati al leer un amplio corpus
de novelas argentinas que desde fines de los años ochenta representan el terrorismo
continúan los argentinos produciendo novelas, películas y obras de arte sobre esos
años? Podríamos arrojar algunas hipótesis desde las que leemos también La edad de
barro de Sara Rosenberg: primero, los “marcos sociales de la memoria” no son fijos,
testimonio no sólo es el medio para nombrar y asumir la pérdida y la derrota sino también
narrar lo inenarrable”, las novelas que persisten en ese tono testimonial construyen “Una
tal como la entendíamos”. La edad de barro asume este desafío junto con las otras
las memorias irreconciliables, asumir los olvidos y los silencios. Rosenberg no renuncia