Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
Teólogos y psiquiatras
El tema del pecado origina grandes dificultades tanto a psiquiatras como a teólogos.
Aunque unos y otros lleguen a ponerse de acuerdo cuando se trata de apreciar la
responsabilidad de un sujeto en un caso concreto, resulta, sin embargo, que el
sentimiento de pecado es una realidad espiritual que forma parte integrante de la
conciencia cristiana y, en cuanto tal, no puede ser considerado sólo como objeto de un
diagnóstico. Este punto de vista es precisamente el que psiquiatras y psicoanalistas no
logran adoptar por razones profesionales. El sentimiento de culpabilidad, tal como lo
encuentran en su experiencia clínica, se les presenta como un obstáculo para que la
persona alcance el equilibrio psíquico y la adaptación social. De ahí que algunos de
ellos sucumban a la tentación de desacreditar la idea de pecado.
Sin llegar tan lejos como Hesnard en su Moral sin pecado (donde intenta eliminar una
ética fundada sobre una amenaza interiorizada, cuyo origen lo encuentra en la rigidez
inflexible de un super-ego familiar), muchos psicoanalistas, aunque admiten el pecado
como una libre desobediencia al llamamiento del bien o del valor -reconocidos por un
juicio racional y objetivo-, tienden a eliminar de este reconocimiento todo afecto que, a
su parecer, carga al sujeto con un peso insoportable. De este modo el pecado queda
asimilado a un error de comportamiento y se llega a una especie de moral biológica, que
regularía la conducta sin engendrar jamás la angustia de la culpabilidad. Por otra parte, a
fin de evitar la aparición de un sentimiento juzgado como nocivo para el equilibrio
afectivo, se buscará suavizar la regla moral de modo que sólo se exija a cada individuo
lo que pueda cumplir según sus posibilidades del momento: el resultado es una moral
sin sentimiento de culpabilidad.
Toda la Revelación nos muestra que entre el sentido de Dios y el sentido del pecado hay
una relación esencial. Desde el momento en que Dios se revela en la historia, el hombre
aparece en su presencia como pecador. La conciencia del pecador-que-soy ante Dios se
va ahondando en la medida del propio progreso espiritual, pues el reconocimiento del
pecado es correlativo al conocimiento de Dios. Tanto es así que el pecado no es sólo
objeto de una apreciación racional, sino un misterio comprendido y captado únicamente
en el espejo de la santidad divina.
objeto de la cólera que tiende a suprimirme ante Dios. Nada más constante en el AT que
esta unión inmediata entre el pecado y la cólera, que conduce a la muerte. No creamos
que esto es algo típico de una revelación imperfecta, pues el mismo Pablo lo subraya
claramente: "por la dureza e impenitencia de tu corazón vas atesorando contra ti cólera,
para el día de la cólera y de la revelación del justo juicio de Dios... Tribulación y
angustia sobre toda alma humana que obre el mal..." (Rom 2, 5.9).
No hay revelación bíblica y cristiana del pecado que no sea, al mismo tiempo,
revelación de una culpabilidad que entraña la angustia ante la perspectiva de una
supresión existencial. Amenaza que atañe al sujeto existente pecador en su más
profunda intimidad y que, en la fe, es objeto de un conocimiento afectivo.
El ejemplo de Caín, que mata a su hermano porque sus obras eran aceptables a Dios,
muestra que el sentimiento de culpabilidad ante Dios puede ser causa de una
agresividad dirigida contra otro. Con todo, ahí está la existencia del arrepentimiento y
del sacrificio para mostrarnos que esta proyección de la culpabilidad no es fatal. Ambos
son posibles porque Yahvé es un Dios de misericordia que puede y quiere perdonar
siempre que el pecador reconozca su pecado en humildad. Pero la cólera no desaparece
sin más, sino que, en virtud de un proceso de transferencia -cuyo valor purificador
depende de su aceptación por la misericordia-, el pecador es sustituido por una víctima
animal. Sería necesario elaborar aquí una fenomenología del proceso sacrificial de la
Antigua Alianza para captar en él todo su valor afectivo. El psiquiatra que reconociese
ahí tan sólo el desarrollo de una dialéctica afectiva dominada por un juego puramente
determinista de unas leyes que le son familiares, se engañaría totalmente. El sacrificio
constituye una expiación religiosa, que tiende a liberar al individuo del sentimiento de
culpabilidad, porque se inserta en la relación de fe que ata al pueblo con su Dios.
Perdón y liberación
Sin los datos esenciales que acabamos de analizar estaríamos desorientados ante el
problema de la angustia del culpable, y no acertaríamos a intentar una solución que
tenga en cuenta tanto los datos cristianos como la experiencia psiquiátrica y
psicoanalítica.
La amoral sin pecado" oculta una radical ambigüedad, pues aunque intenta preconizar
una educación moral que evite la formación de un sentimiento neurótico de culpabilidad
-originado por la presión de un rígido super-ego-, resulta que, finalmente, no conduce a
eliminar la culpabilidad religiosa experimentada ante Dios en la fe. Esta culpabilidad
sólo desaparece en Cristo. Por esto debemos concluir que el equilibrio afectivo y la
supresión de la agresividad no requieren la desaparición del sentido del pecado, sino
más bien lo contrario.
Con todo, esto no quiere decir que uno de los fines de la psiquiatría y del psicoanálisis
no sea el de hacer accesible esta solución a un sujeto que no llega a ella. No podemos
tratar el tema de si se puede, en una consideración existencial, distinguir adecuadamente
dos esencias en la culpabilidad vivida: la neurótica y la auténtica. Sin embargo, bastará
que se pueda descubrir, en el sentimiento experimentado, un aspecto en el que la
culpabilidad escape a la integración religiosa para que la cura psiquiátrica tenga su
LOUIS BEIRNAERT, S.I.
razón de ser. En este caso el sujeto da la impresión de vivir bajo una ley brutal de la que
ninguna opción religiosa le puede liberar. La cura tendrá por finalidad eliminar el
aspecto puramente neurótico de tal situación, de la que el individuo debe al mismo
tiempo reconocer su dimensión religiosa.
La solución del problema tiene sus raíces en la teodicea. Nuestro conocimiento de Dios
brota a partir de las cosas creadas y las relaciones humanas. Tras un primer estadio de
elaboración intelectual nos expresamos diciendo que si Dios ama infinitamente el bien
debe odiar el mal, detestar el pecado... En este análisis se distingue, también, entre las
perfecciones puras (ser, conocer, amar) y las perfecciones mixtas, que implican
imperfección (irritarse, afligirse, etc). Las puras se encuentran formalmente en Dios y
los términos de atribución lo son en sentido propio; no así las mixtas que sólo se hallan
virtualmente en Él, y al referirnos a ellas lo hacemos en sentido figurado o metafórico.
La creación es una obra del amor de Dios. En este contexto el pecado toma
necesariamente una dimensión nueva: el pecado como oposición al bien que Dios quiere
comunicar a la creatura.
5) El pecado es el mal del hombre. ¿Por qué Dios es ofendido por el mal del hombre?
Dios en su santidad odia al mal porque es mal. Al igual que el Bien es el Bien y es
amado por Dios, porque este Bien es Dios mismo, del mismo modo el pecado es el mal
y es detestado por Dios, no por ser mal del hombre sino porque va contra su misma
esencia y, antes que nada, contra la esencia misma de Dios, que es el Bien puro. De ahí
se sigue que, en virtud misma de la trascendencia de Dios, por la que Él es el Bien, odia
todo lo que se opone a sus planes por oponerse a su misma esencia, fuente única de todo
bien y de todo amor.
Conclusión
Detestar el pecado es la condición para amar al pecador: "Yo no quiero la muerte del
pecador, sino que deje su mal camino y viva" (Ez 33, 11). Toda revelación que Dios nos
hace es, ante todo, una revelación de sí mismo, tal como es: "Dios es caridad".
FRANÇOIS BOURASSA, S.I.
Si el pecado se nos revela así en Cristo es para enseñarnos que existe una caridad por
encima de toda ciencia, que tiene su culminación en y por la Cruz.
Un perdón tan gratuito y tan generoso, ¿no está en contradicción con la satisfacción que
Dios esperaría o exigiría? Si la satisfacción es necesaria, ¿dónde está la gratuidad del
perdón y la trascendencia del amor? Y si no es necesaria, ¿por qué exigirla?
vivamos por Él. En esto está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino
en que Él nos amó y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4,
9-11).
La situación es hoy muy distinta, ya que los esfuerzos de muchos van encaminados, en
sentido opuesto, a eliminar la idea misma de obligatoriedad. ¿.Cuáles son las causas de
esta tendencia? Algunos pretenden denunciar una cierta voluntad de rehusar todo
esfuerzo como causa profunda de esta reacción antikantiana. Pero resulta difícil
compaginar esta afirmación con las muestras elocuentes de entrega ardiente que suelen
dar quienes ponen en tela de juicio el concepto de obligatoriedad. Preferimos hallar
estas causas en la madurez del cristiano de hoy y en la renovación bíblica.
En efecto, hoy los cristianos quieren obedecer, pero no ciegamente o porque se les
manda: buscan los fundamentos del precepto, han pasado a ser -de acuerdo con la
evolución política general del siglo XIX- "ciudadanos" en lugar de "sujetos anónimos".
Por su parte, el neotomismo ha insistido en el aspecto más racional de la el y como
"ordinatio rationis" (cfr. 1.2, q 90, a 4 ad concl).
Desde otro ángulo, se puede decir que tal vez los exegetas no hayan advertido - más
preocupados por sus investigaciones que por las consecuencias morales de las mismas-
la repercusión que la renovación de los estudios bíblicos ha tenido en la fundamentación
de la moral. Con ello se ha vuelto a una tendencia ya antigua, que había sido truncada
por quienes se limitaban a yuxtaponer textos bíblicos aislados a los argumentos morales
previamente establecidos. Hoy el enfoque del problema ha variado: más que hacer
casuística menuda, se pretende llegar a comprender qué dice la Escritura, interpretada
por el Magisterio, sobre los grandes problemas morales que ligan interiormente al
cristiano responsable. A continuación no haremos más que mostrar esta nueva forma de
apreciación con un ejemplo: el de la libertad.
Y sin embargo, ¿qué relación existe entre esta doctrina, tan repetidamente formulada, y
su presencia vital en la moral del cristiano? Algunos de estos textos -por ejemplo, la "fe
que actúa por medio de la caridad", en el combate antiluterano- han sido utilizados con
fines apologéticos, sin iluminar, con todo, puntos que siguen siendo oscuros en el
terreno de los juicios prácticos del actuar cristiano libre. Oscura y ambigua resulta la
oposición entre Ley antigua y Ley del Espíritu, ya que si los preceptos ceremoniales de
aquélla han sido abolidos, permanece en pie la complicada preceptiva moral de la Ley
nueva. Entonces, ¿a qué se reduce, en esta tensión preceptual, la autodeterminación
espontánea? Y si la gracia, liberadora del mal, queda tan camuflada entre otros motivos
legalistas, ¿cómo va a ser posible colaborar conscientemente con ella?
Cabria pregunt arse entonces qué utilidad tiene la Ley para aquellos que han recibido la
plenitud del Espíritu. A ello se respondería que la Ley ayuda a descifrar el mensaje
interior y que, a la vez, es un revulsivo contra la tibieza que nos hace alérgicos al
instinto de la gracia. Ayuda a crecer, a precisar, a determinar, a concretar, a madurar, a
pasar al estado de cristianos adultos. En definitiva, "la Ley es el pedagogo de la fe" (cfr.
Gál 3, 23-24).
Todas estas ideas parecían haber quedado en el olvido porque la moral había llegado a
ser pariente pobre de la teología. Por ello es interesante comprobar que la renovación
bíblica ilumina nuestra lectura de los textos de Tomás al respecto, y que estos mismos
textos se convierten en el mejor comentario al mensaje bíblico. Leemos, efectivamente,
PHILIPPE DELHAYE
Para Tomás, la Ley nueva es la ley de la libertad interior: "la Ley nueva es
principalmente la gracia misma del Espíritu Santo, infundida en el corazón de los fieles;
secundariamente, es una ley escrita, en el sentido de que contiene lo que dispone a la
gracia y cuanto se refiere al uso de la gracia misma" (1.2, q 106, a 1 ad concl; cfr.
también, ibid, a 2 ad concl).
También en este caso, el recurso a Tomás aclarará los términos del problema. En la
Summa, se plantea la objeción en los términos siguientes: "la Ley nueva es la Ley del
PHILIPPE DELHAYE
Espíritu (Rom 8, 2). Ahora bien, donde está el Espíritu del Señor está la libertad (2 Cor
3, 17). Pero no existe libertad para el hombre si éste está obligado a poner ciertos actos
exteriores y a evitar otros. Por consiguiente, la Ley nueva no debe contener ningún
precepto ni prohibición alguna referente a los actos exteriores". A lo que responde:
"según Aristóteles, se llama libre al que es causa de sí mismo. Por lo tanto, obrará
libremente quien obre por iniciativa propia. Ahora bien, si el hombre obra por un hábito
conforme a su naturaleza, obra por sí mismo, pues el hábito inclina de manera natural.
Pero si el hábito fuese contrario a la naturaleza el hombre no obraría según lo que es él
mismo, sino según alguna corrupción que le hubiera sobrevenido. Así pues, siendo la
gracia del Espíritu Santo como un hábito interior infuso que nos mueve a obrar bien,
nos hace ejecutar libremente lo que conviene a la gracia y evitar todo lo que a ella es
contrario... En conclusión, la Ley nueva se llama ley de libertad en un doble sentido.
Primero, porque sólo nos mueve a ejecutar o a evitar lo que está relacionado con nuestra
salvación. Segundo, en cuanto hace que cumplamos libremente tales preceptos o
prohibiciones, puesto que los cumplimos por un interior instinto de la gracia" (2, q 108,
a 1 ad 2).
La fórmula ex interiori instinctu gratiae está llena de sentido y nos la aclara Agustín:
"fija tu atención en estas palabras: nadie viene a mí si mi Padre no le atrae. No te
imagines que vas a ser atraído a pesar tuyo; porque el amor encadena a las almas. Hay
hombres que sopesan el sentido de todas las palabras y que están muy lejos de
comprender todas las cosas, en especial las cosas de Dios. Pero no tenemos que temer
que nos echen en cara este pasaje de la Escritura, diciéndonos: si soy arrastrado, ¿cómo
podré yo tener una fe perfectamente libre? Porque yo a éste le digo: ni siquiera nos basta
ser arrastrados voluntariamente, incluso lo somos con gran gozo... Muestra a una oveja
una rama de follaje, y la atraes; ofrece nueces a un niño y lo atraerás: él es atraído al
lugar hacia donde corre por el afecto, sin daño para su cuerpo, bajo el dominio de los
sentimientos de su corazón. Si es verdad que un hombre se deja arrastrar hacia el objeto
cuya atracción y delicias solicitan su afecto, el Padre, haciendo conocer a Cristo, ¿no
tendrá dominio alguno sobre los corazones?" (Tractatus in Iohannem, 26).
Y como en el caso del matrimonio, habría que interpretar a la luz de esta dinámica
amorosa los preceptos de la Iglesia: la liturgia, el ministerio sacerdotal, la tarea
educativa, la investigación.
Conclusión
Notas:
1
El autor del artículo alude a Mgr. A. Janssen, a quien va dedicado cl número de
Ephemerides Theologicae Lovanienses (N. del T.).
Planteada la cuestión en estos términos parece que es necesario escoger entre mito e
historia y que a tales calificativos se les atribuye el valor de algo imaginario o irreal, por
un lado, y de real y verdadero, por otro. Pero tal oposición es falsa. En un mito pueden
existir valores verdaderos.
El Génesis (cc 1-11) contiene una serie de narraciones a las que se puede llamar mitos.
No los podemos interpretar al pie de la letra sino que debemos captar la verdad humana
y religiosa que contienen.
La ciencia moderna, aportándonos datos sobre los orígenes de la humanidad, nos puede
ayudar a discernir lo que es enseñanza religiosa válida de lo que es imagen infantil de la
naturaleza. No posee la clave para decir "esto es verdadero o falso en el Génesis", pero
nos purifica de una interpretación ingenua del texto. La ciencia nos impele a
reconsiderar si el pecado original no consiste más bien en una herencia social, que en
una transmisión biológica; si el pecado atribuido a Adán no es más bien una larga
historia de faltas que se remontan a un pasado lejano, que una transgresión única e
instantánea; si el paraíso terrenal no consiste en un lugar de paz con Dios más bien que
en ese país de Jauja que hemos imaginado, desorbitando las indicaciones del Génesis.
Los israelitas sentían muy agudamente los lazos de solidaridad que unen a los
individuos, ya sea en un mismo período de tiempo, ya de una generación a otra. La
Biblia refleja esta convicción. Una sociedad reducida, una familia o una tribu, se presta
fácilmente a la experiencia psicológica de la solidaridad. En una gran ciudad el
individuo puede sentirse más aislado e independiente.
Pero esta impresión es ilusoria. La vida psíquica de un ser humano no puede despertarse
ni mantenerse sin el contacto con el otro Toda nuestra conducta está condicionada por el
ambiente en que vivimos. La misma ciencia es una manifestación de solidaridad en la
búsqueda de la verdad. Estos lazos de solidaridad y dependencia no suprimen la libertad
individual pero determinan las condiciones en que se ejerce.
sufriendo el "handicap" de unas consecuencias del pecado de otro, y que esto acontece
desde los orígenes de la humanidad. Y, en correlación con esta afirmación, enseña que
no podemos salir de esa situación sino por la gracia de Cristo. Existe, pues, una doble
solidaridad en el mal y en el bien. Esta última afirmación no tiene sentido más que en el
marco de la fe y no es constatable por la experiencia.
La idea del pecado original ¿es una simple especulación teológica o tiene
importancia práctica para nue stra vida cristiana?
Por otra parte, la idea del pecado original tiene un valor práctico para nuestra vida
cristiana. Nos hace ver la necesidad de salvación y el papel insustituible de la fe
cristiana para todos los hombres. Pero previene también nuestro orgullo, ya que nos
enseña que todos, también los que nos llamamos justos, estamos contaminados por la
influencia del pecado. La vanidad del fariseo, que pretende ser diferente de los otros
hombres (Lc 18, 9-14), cae por su base. Antes de emprender algo ya estoy tocado por el
pecado. En el mundo no hay dos campos, justos y pecadores. Existe solamente una
lucha entre Cristo y el poder de las tinieblas, y esta lucha se desarrolla tanto en mi
corazón como en el de cualquier hombre pecador, tanto en el mundo como en la Iglesia.
Por ello, todos tenemos necesidad de una continua conversión y a nadie se le puede
creer completamente malvado. Nadie inventa totalmente el pecado que comete.
La doctrina del pecado original puede inspirar algunas actitudes netamente evangélicas:
no juzgar a los otros porque yo no puedo medir la proporción de su culpabilidad y de las
influencias perniciosas que han sufrido. No juzgar, porque esto supondría olvidar la
viga de mi ojo (Mt 7, 1-5).
Se dice que Cristo vino a salvarnos. Entonces, ¿por qué, a pesar del bautismo, nos
vemos empujados al mal?
La venida de Cristo no suprimió con un golpe mágico las condiciones de nuestra vida
humana. Acogida en la fe, cambia la significación de nuestra existencia ante Dios y ante
nuestra conciencia. Pero deja subsistir la base objetiva de nuestra manera de ser, que
hemos de cambiar por un esfuerzo paciente.
La manera como los Hechos nos cuentan la llamada del Señor a Saulo en el camino de
Damasco presenta el tipo literario de los relatos de vocación más que el de una
conversión. Sin embargo, la vocación de Pablo implica también una conversión. Así lo
JACQUES DUPONT, O.S.B.
expresan las palabras de Ananías (22, 16). Consciente de ser pecador, Pablo desea el
perdón y el bautismo.
Los pasajes vistos nos ponen de manifiesto que la llamada a la fe implica siempre la
conciencia de pecado y el deseo de perdón.
Hablando de su ministerio, Pablo dirá que los paganos son llamados a "convertirse a
Dios" y a "arrepentirse" puesto que, como paganos, son culpables delante de Dios (26,
20; 20, 21).
En los discursos pronunciados por Pedro en Jerusalén nos encontramos con los más
severos reproches. Procedimiento extraño para un misionero que quiere conseguir
conversiones. Sin embargo, Pedro busca su conversión: con sus acusaciones quiere
llevar al auditorio a tomar conciencia de su pecado, disponiéndole a oír la llamada al
arrepentimiento. La acusación es siempre la misma: los habitantes de Jerusalén son
responsables de la muerte de Jesús. Veamos, por ejemplo, el discurso de Pentecostés (2,
22.23.36).
Pedro apela a los milagros, signos y prodigios con que Dios ha acreditado a Jesús, sin
embargo ellos no han dudado en decidir su muerte. Pero Dios le ha resucitado y le ha
hecho Señor. Se produce el efecto querido: "al oír esto, dijeron con el corazón
compungido a Pedro y a los demás apóstoles: ¿qué hemos de hacer, hermanos?" (2, 37).
Ya están preparados para oír la llamada final: "arrepentíos y que cada uno de vosotros
se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados" (2, 38).
JACQUES DUPONT, O.S.B.
Los reproches son más duros aún en el discurso que sigue a la curación del tullido de la
puerta Hermosa (3, 13-17). Concluyen, como siempre, con una llamada al
arrepentimiento (3, 19). Si grande es la responsabilidad de las masas de Jerusalén, los
miembros del Sanedrín son los primeros culpables (4, 1011). El discurso finaliza con
una promesa (v 12). El contraste entre la acusación y la promesa es ciertamente querido.
A pesar de la gravedad de la ofensa, Dios está dispuesto a perdonar. Para ello es
necesario que los culpables se arrepientan o, más exactamente, que abran su corazón a
la gracia del arrepentimiento que Dios les concede por medio de Cristo resucitado (5,
30-31).
EL MISTERIO DE PASCUA
En los textos vistos hasta ahora, la conversión, consecuencia de una toma de conciencia
del pecado, se presenta bajo la forma de un "arrepentimiento" (metánoia). En los textos
que abordaremos a continuación aparece más positivamente como un acto por el que "se
vuelve" (epistréphein) hacia Dios, o hacia el Señor Jesús. Queremos precisar que esta
"vuelta" es especificada por el acontecimiento de Pascua, pero de la Pascua considerada
en todas sus dimensiones: pasadas, presentes y futuras.
Para hablar de la conversión de los paganos, los primeros cristianos han tomado una
expresión judía: abandonando los ídolos, se volvieron hacia Dios (1 Tes 1, 9; Act 14,
15; 15, 19). En oposición a los ídolos, objetos materiales sin vida y movimiento, el
verdadero Dios es un Dios vivo y activo, creador de cuanto existe. "Volverse" a Él es
reconocerle por el único Dios verdadero; es devolverle, a Él solo, el culto que le
pertenece. Manteniéndonos en el vocabulario judío la expresión "volverse al Señor"
tiene exactamente el mismo sentido que "volverse a Dios". La palabra Señor reemplaza
simplemente para los judíos a Yahvé, el nombre del Dios de Israel. De hecho, los
cristianos tienen tendencia a reservar este título a Jesús resucitado; y la expresión
"volverse al Señor" designa en los Hechos una conversión al cristianismo, la adhesión al
Señor Jesús (11, 20-21; 9, 35). Éste es el aspecto fundamental de la conversión:
volverse a alguien, Dios o el Señor Jesús. Convertirse consiste en aceptar no un sistema
de verdades, sino una persona; la conversión es adhesión a un Dios vivo y a Jesús
reconocido como Señor. Nos falta mostrar ahora que esta conversión está esencialmente
determinada por el acontecimiento pascual.
JACQUES DUPONT, O.S.B.
Después de hablar del crimen cometido por los habitantes de Jerusalén, que han matado
a Jesús, los apóstoles añaden a continuación el hecho de la resurrección, siempre bajo
esta forma: "Dios ha resucitado a Jesús", que se repite sin, cesar de uno a otro extremo
de los Hechos, puesto que constituye la sustancia del mensaje cristiano.
b) La acción de la gracia: ésta es más necesaria y eficaz que la impresión causada por
los milagros. Sólo Dios puede tocar los corazones y producir en ellos la conversión (16,
14). Él da el perdón y tambié n el arrepentimiento, condición normal de aquél. El don del
arrepentimiento se presenta, pues, como un efecto de la intervención divina el día de
Pascua, una prolongación de la acción por la cual Dios ha resucitado a Jesús. La vida
eterna es un don (11, 18); pero también lo son la fe (13, 48) y el perdón, (13, 37-39) que
JACQUES DUPONT, O.S.B.
dan acceso a ella, y la misma conversión que abre al hombre el camino de la salvación
(16, 14).
Para obtener la salvación en el día del juicio hay que creer, invocar el nombre del Señor
(2, 21; cfr. Jl 3, 5), porque "no hay bajo el cielo otro nombre... por el que podamos
salvarnos" (4, 12). "Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y los tuyos" (16, 30).
La Resurrección, signo predecesor del fin de los tiempos, invita a los pecadores a
examinarse a sí mismos, a arrepentirse y a creer, a fin de obtener el perdón de sus
pecados antes del juicio final. Para los que se convierten y creen en el Señor Jesús, la
Resurrección es un motivo de esperanza y de gozosa seguridad, pues confían que Jesús,
a la hora de su regreso, será el Salvador y les dará una parte de la herencia con todos los
santos (20, 32).
CAMBIO DE VIDA
Hasta aquí nos hemos contentado con tomar el verbo epistréphein en su sentido
etimológico de "volverse a", subrayando que se trata de "volverse a" alguien, a Dios o al
Señor Jesús. Pero esta traducción no es exacta: convertirse no es sólo "volverse", sino
JACQUES DUPONT, O.S.B.
El "camino"
¿Cuál ha de ser el nuevo camino, la regla de conducta para el convertido? Según los
judaizantes, la norma cristiana debe seguir siendo la del judaísmo: la Ley de Moisés
(15, 1.5). Sin embargo, este punto de vista será pronto rechazado (15, 10.19).
Definir el "Camino" sería definir la moral cristiana, es decir, la manera como los
cristianos buscan servir a Dios en toda su conducta. Hay, sin embargo, ciertos rasgos
más específicos claramente señalados. Uno de ellos será la koinònía (2, 42), que es
unión de los espíritus y comunión de bienes (2, 44; 4, 32) : sentido comunitario de los
que tienen conciencia de formar una misma familia. Tanto es así que se reconocerá a los
cristianos por el amor que se tienen unos a otros.
En la segunda parte de este estudio hemos mostrado que la conversión es adhesión a una
persona; adhesión que supone un encuentro personal entre el individuo y Dios. Pero
esto es insuficiente. Desfiguraríamos la idea que los primeros cristianos tenían de la
conversión si no la viéramos más que bajo un ángulo individualista. La conversión es
camino, y el camino se identifica con el estilo de vida, que caracteriza a la comunidad
cristiana, y con esta misma comunidad a la que el individuo debe incorporarse por el
acto inicial del bautismo, y más aún por toda una vida conforme con lo que esta
comunidad concibe como servicio de Dios. Profundamente asimilado a la comunidad,
por su manera de vivir, el convertido realiza su "regreso" hacia Dios. Ella será quien le
proporcione la norma viva que ha de ser para él el Camino del Señor. La vida nueva en
la que entra, a causa de su conversión, es esencialmente eclesial.
JACQUES DUPONT, O.S.B.
Conclusión
Los Hechos permiten hacerse una idea muy completa de lo que los primeros cristianos
entendían por conversión. Su concepción debe ciertamente mucho a la tradición judía,
pero repensada a la luz del mensaje cristiano.
a) Los judíos reprochaban a los paganos la impiedad del culto sacrílego a los ídolos. La
predicación apostólica hace que los judíos tomen conciencia del pecado que pesa sobre
ellos a causa de la crucifixión de Jesús. Para convertirse es necesario darse cuenta
primeramente del pecado cometido contra Dios.
b) Los judíos invitaban a los paganos a abandonar los ídolos para volverse al Dios vivo.
Los apóstoles invitan tanto a los judíos como a los paganos a volverse al Dios vivo
manifestado en la resurrección de Jesús.
c) Los judíos esperaban una manifestació n esplendorosa de Dios que subyugara a los
pueblos paganos y les concediera a ellos una dicha sin precedentes. Los cristianos
esperan la intervención escatológica con la convicción de que la Resurrección de Jesús
prepara y establece ya ahora lo que se cump lirá en el juicio final. Pero esta perspectiva
se convierte en un motivo de conversión: todos los hombres, judíos y paganos, son
invitados a preparar el juicio convirtiéndose y creyendo en el Señor Jesús; y así tendrán
parte en la felicidad del mundo futuro.
d) Los judíos pensaban que los paganos no podían salvarse a menos que se adhirieran al
mensaje de Dios sometiéndose a la observancia de la Ley de Moisés. Pero los primeros
cristianos no conciben una verdadera conversión al mensaje evangélico sin la
aceptación del estilo de vida que caracteriza a la comunidad apostólica.
Notas:
1
Este artículo ha sido incluido posteriormente en el libro del mismo autor: «Etudes sur
les Actes des Apôtres», Lectio divina 45, Editions du Cerf (1967) 469-476.
La Constitución Gaudium et Spes describe, a partir de una valoración del hombre como
individuo y como miembro de la sociedad, la actividad del hombre, señor del mundo. Y
lo hace con incontenido gozo. Sin embargo, sobre este optimismo se cierne la. sombra
dolorosa de la experiencia del pecado: el hombre es capaz de transformar en
instrumento de pecado la actividad humana, que debería ser en sí misma un servicio a
Dios y a los demás hombres.
Para comprender mejor el sentido del pecado en el mundo, es preciso recorrer las
principales características de la actividad del hombre en el mundo de hoy y los
elementos teológicos del pecado recogidos en la Constitución. Adoptar ahora la actitud
de agoreros de ruinas morales queda lejos del espíritu conciliar: junto al diagnóstico del
mal hallaremos los medios para superarlo y conseguir que la vida y la actividad sean el
camino para realizar, con toda plenitud, su destino de hijos de Dios.
último tiene la actividad humana sobre el universo? La respuesta sólo la podemos hallar
en la Revelación. La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado a imagen de Dios.
Ser imagen de Dios no sólo quiere decir ser capaz de conocer y amar a Dios, sino que
importa también la posibilidad y el deber de reflejar la bondad divina en las relaciones
con los demás seres humanos y con todo el mundo creado.
La visión que el Concilio tiene del quehacer humano es optimista: el hombre, imagen de
Dios, está realizando el plan de Dios. La Iglesia está lejos de concebir este mundo, que
el hombre domina y en el que vive, como la fuente de la infidelidad a Dios. Este mundo
es el que Dios amó de tal manera que no dudó en entregarle a su Hijo. Tratar, pues, del
pecado no significa retroceder hacia una visión pesimista del mundo, sino considerar la
posibilidad de una frustración del plan divino.
El hombre es capaz de conseguir sus múltiples posibilidades por ser persona, y persona
dice libertad; pero no puede rechazar al Ser que le ha dado la posibilidad de existir y
que le invita a realizar su semejanza con Él, porque no puede desprenderse de su
condición de creatura. El pecado es, pues, un acto libre del hombre que importa una
posición negativa respecto a Dios, su Creador, manifestada mediante acciones o
actitudes concretas, signos constitutivos y manifestativos de la culpa teológica radical.
Pues el quehacer humano tiene como dimensión divina la realización del plan de Dios, y
con ella, la mayor semejanza con el Creador.
JORGE ESCUDÉ, S.I.
EL PECADO SOCIAL
Para corroborar esta radical conexión de la vida religiosa y los deberes sociales, será
suficiente citar tres testimonios del Magisterio de la Iglesia. Ya Pío XI había escrito en
la encíclica. Quadragesimo anno: "sólo la ley moral es la que así como nos manda
buscar en el conjunto de nuestras actividades el fin supremo y último, así en los
diferentes dominios en que se reparte nuestra actividad nos manda buscar los fines
particulares que la nauraleza, o mejor dicho, el autor de la naturaleza, Dios, les ha
señalado". También Juan XXIII escribía en la Mater el Magistra: "el orden moral no se
sostiene sino en Dios; separado de Dios se desintegra. Pues el hombre no es sólo un
organismo material, sino también espiritual, dotado de inteligencia y libertad. Exige, por
lo tanto, un orden ético. moral, el cual, más que cualquier valor material, influye sobre
JORGE ESCUDÉ, S.I.
las direcciones y las soluciones que se han de dar a los problemas de la vida individual y
social en el interior de las comunidades nacionales y en las relaciones de éstas entre sí".
Bástenos, finalmente, recordar cómo la misma Gaudium et Spes califica en general a
todos los abusos y desórdenes sociales: "es cierto que las perturbaciones que tan
frecuentemente agitan la realidad social proceden en parte de las tensiones propias de
las estructuras económicas, políticas y sociales. Pero proceden, sobre todo, de la
soberbia y del egoísmo humanos que trastornan también el ambiente social. Y cuando la
realidad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el hombre, inclinado ya
al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado, que sólo puede
vencer con denodado esfuerzo, ayudado por la gracia" (GS 25).
EL PECADO DE LA COMUNIDAD
Podríamos también hablar de una culpa nacida de una responsabilidad jurídica común.
Los miembros de un grupo se habrían solidarizado jurídicamente de modo que las
acciones de uno pudieran imputarse al grupo en común. Tendríamos entonces una culpa
jurídica común. Pero puesto que todo pecado importa una relación a Dios no podríamos
hablar en este caso de culpa moral.
Sólo la persona es capaz de una opción por Dios o contra Dios. Por esto no podemos
prescindir de la persona cuando nos introducimos en el orden moral. Sin embargo, hay
culpa moral siempre que se falta a un deber y no podemos negar la posibilidad de un
deber colectivo. Se trata, pues, de ligar este deber colectivo con la responsabilidad
personal.
Existe el deber colectivo que deben realizar los hombres no como individuos, sino
unidos en comunidad, compartiendo la responsabilidad. A.F. Utz describe así esta
responsabilidad colectiva: "la misión colectiva no es, pues -y es importante distinguir
esto-, una tarea que se lleve a cabo por muchos separadamente y de modo individual,
sino que se dirige a la multitud de los individuos de tal manera que debe ser realizada en
común por los que la componen... Así es como surge en cada conciencia (siempre en la
conciencia individual), a causa del objeto social, la obligación de procurar el contacto
con los demás, esto es, de concebir la propia responsabilidad parcial como aportación a
la totalidad.
Lo que ahora nos preguntamos es la posibilidad de que este grupo social, en el que la
persona int egra su responsabilidad, pueda ser considerado moralmente culpable cuando
no cumple el deber que se le ha impuesto. Para mayor claridad distinguiremos tres
modos de entender esta posible culpa colectiva:
asomo de culpa aunque forme parte del grupo y se aproveche de la situación para sus
intereses personales, como en el caso de eludir los impuestos justos. El individuo juzga
que tal situación es inmoral desde el punto de vista social pero no desde el individual.
Sería ésta una situación opuesta a la anterior: se da verdadera situación de pecado sin
que éste grave sobre ninguna conciencia.
3) Sin embargo, esta misma situación colectiva inmoral nos revela la necesidad de
aceptar alguna culpabilidad. Esta culpabilidad debe afectar a la persona, pero como
miembro de la comunidad. La responsabilidad en la tarea colectiva nos dará la medida
de esta culpabilidad. Toda persona debe sentirse co-responsable de la situación
pecaminosa del estamento social al que pertenezca. Co-responsabilidad que será debida
a la cooperación positiva en la creación de un estado social pecaminoso, o a la simple
participación en el mismo cuando el individuo no pone nada de su parte para acabar con
la situación injusta. Tomemos, por ejemplo, la situación del operario que queda
reducido a un mero instrumento de lucro. En este caso, el miembro del mundo del
capital no debe descargar su responsabilidad en la situación social, pues esto le haría co-
responsable de la misma. Deberá actuar de modo que para él el operario no sea este
instrumento de lucro aunque tenga que posponer sus intereses particulares en favor del
bien común, realizando una acción personal que será dinámicamente comunitaria,
destinada a la creación de un estado de cosas más justo.
De este modo, a la luz de la Gaudium et Spes y también -dentro del mismo espíritu- de
la encíclica de Pablo VI Populorum Progressio, las obligaciones de los pueblos en
cuanto tales afectarán a todos los ciudadanos según sus responsabilidades concretas en
el ámbito de la colectividad. El deber de solidaridad de las personas es también el de los
pueblos. Y así la actitud colectiva de los pueblos importa una verdadera opción moral
ante Dios. No temamos hablar de un verdadero pecado del país rico que no ha querido
compartir sus riquezas con el país pobre. Esta sociedad rica no cumple con el destino
que Dios le ha asignado de usar de los bienes de este mundo según lo s planes del
Creador.
Ella no tiene como misión dirigir la actividad en el campo económico, político, social o
cultural, pero entra en la misión de la Iglesia, como depositaria de la palabra de Dios, el
hacer un juicio ético de estas actividades.
Conclusión
actividades humanas, las cuales, a causa de la soberbia y del egoísmo, corren diario
peligro". Se trata de la superación total del pecado y la transformación de toda la
actividad humana en instrumento de salvación, de resurrección. El misterio de la Cruz
es el misterio de la humillación máxima y de la donación absoluta, lo más opuesto a la
soberbia y al egoísmo, causas del pecado en el mundo. El progreso técnico y social, en
lugar de instrumento de pecado, será actividad ordenada al servicio de Dios y de los
hombres.
Visión de conjunto
a) Historias ejemplares
Es muy digno de notarse el que los paradigmas que nos harán presentir la naturaleza
profunda del pecado son situados por los autores bíblicos fuera de Israel. Al aceptar que
todo hombre se encuentra colocado delante del Dios único que le llama, la Biblia no se
limita al pueblo elegido.
El autor yahvista nos dará los primeros ejemplos. La historia del pecado de los primeros
padres nos sitúa delante de una sola familia que lleva el destino de toda la humanidad.
La intención del autor es la de explicar la condición humana. Más aún: es el primer
esbozo de la Nueva Alianza, y el cristianismo tomará de nuevo esta idea presentando a
Cristo como el nuevo Adán.
Dos profetas exílicos han elegido también fuera de Israel sus paradigmas del pecado. La
soberbia, y como consecuencia, la caída del rey de Babel son cantadas en Is 14, 12-15,
y, en términos parecidos, la del rey de Tiro en Ez 28, 11-19.
ALBERT GELIN, P.S.S.
Un tercer grupo de textos ataca la hybris de los reyes paganos. Nabucodonosor, rey de
Babel, nos da la prueba de que Dios "exalta o humilla" (Dan 4, 14.34) según uno sea
respectivamente humilde o bien orgulloso delante de Él. Y Antíoco IV, que se alza
contra Dios (Dan 7, 25; 11, 36), es otro ejemplo del pecado fundamental que también
será denunciado por Sab 13, 7-9 y Rom 1, 20-23.
b) Alianza y pecado
Con todo, para captar el pecado en su verdadera gravedad, es preciso situarlo más
explícitamente en la religión de la Alianza. El designio de Dios, gratuito y conmovedor,
implica un diálogo entre dos personas, un drama divino- humano que debe vivirse, una
unión conyugal que debe ser un éxito. El pecado es todo lo contrario, es negación al
diálogo, herida en el corazón de Yahvé, ruptura del lazo conyugal.
El pecado se nos presenta como una operación del espíritu, una elección y decisión
contra Dios (Sal 51, 6), que implica un dinamismo de odio hacia Dios (Éx 20, 5; Dt 5,
9; Sal 139, 21). La antipatía divina respecto del "malvado", clara en Éx 23, 7 y Sal 15,
4, es la réplica a una enemistad inversa (Sal 139, 20) y el concepto de "cólera" divina
traduce la reacción de un amor que el hombre ha despreciado. Es evidente que el pecado
es principalmente mal del hombre (Jer 7, 19) y la separación que crea entre el hombre y
Dios (Is 59, 2) no puede, para la reflexión teológica, perjudicar a Dios (Job 35, 6; Dt 6,
24; 10, 12). Pero es un hecho que espontáneamente se ha visto en el pecado una especie
de positividad trágica. En la misma línea Pablo hablará en Rom 1, 30 de los que
detestan a Dios, y la enemistad respecto a Dios se convertirá en el elemento constitutivo
de su concepción del pecado.
a) Legalismo y profetismo
En la moral bíblica, al igual que en toda moral, nos encontramos como con dos
tendencias coexistentes. No podemos concebir una moral sin precisión: los actos
concretos son el medio seguro de cumplir la voluntad divina. Pero, por otra parte, la
moral de la intención es más importante que la moral del acto. Desde la enunciación del
decálogo, esta doble preocupación es clara: Éx 20, 2, recordando que Yahvé ha salvado
a Israel de Egipto, funda una moral de agradecimiento y siguen inmediatamente los
pormenores de esta moral.
ALBERT GELIN, P.S.S.
Peccata numerentur! A partir de Moisés, que enunció para su comunidad una lista de
imperativos y prohibiciones (Éx 20, 2-17; Dt 5, 6-18), la tradición sacral que está en
manos de los carismáticos y los levitas se continúa por enunciados bien calibrados.
También los profetas son testimonios de esta tradición sacral que retransmiten
activamente.
No hay ninguna diferencia esencial entre esta declaración profética y la fórmula que
introduce el decálogo. Y, con todo, los profetas son los verdaderos reveladores del
pecado, porque en ellos la tradición sacral se ha hecho existencial. Han tenido la
experiencia viva del Dios de la Justicia y de la Gracia. Se han entregado totalmente a su
designio de salvación y han sufrido al verlo rehusado y arruinado por este Israel al que
tenían conciencia de representar y guiar.
Hay todavía más. Por encima del pecado del injusto es denunciado un pecado más
temible: el del justo que se cree justificado por la observancia de una prohibición
limitada, y piensa que con esto le basta para cumplir con la justicia a la que es llamado.
La acusación profética hace imposible toda conciencia satisfecha de la propia justicia.
El fariseísmo encerrado en sí mismo encontraba en el AT su antídoto.
Los profetas han encaminado al pueblo hacia una inteligencia más profunda del pecado.
Detengámonos en las notas que tres de ellos han aportado a su teología.
Isaías lo denuncia como la negativa de adoptar el punto de vista de Dios. El pecado del
pueblo de Dios es incredulidad y ceguera voluntaria. Aquí se injerta el tema del
endurecimiento (Is 6, 9 ss; 29, 9-10). Una luz excesiva ha cegado a Israel; la
predicación profética es la ocasión de esta ceguera que lleva consigo una
responsabilidad ya que Isaías exhorta a salir de ella. Porque el endurecimiento no es ni
total ni definitivo: como contraste, Isaías hace entrever la salvación del "resto": Dios no
quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.
a) Pecado y sufrimiento
Hubo un tiempo en que el desacuerdo entre la fidelidad del justo y su condición terrestre
fue causa de escándalo y puso un problema a los creyentes (Sal 37; 73; Job). Fue
preciso matizar lo que había de demasiado automático y simple en la teoría antigua y se
le atribuyeron nuevas funciones al sufrimiento: educación, acceso a descubrimientos
espirituales, redención (Is 53). Un día, Cristo pasará por el eje sacerdotal del sufrimiento
y de la muerte para liberar al mundo de su pecado.
b) Pecado y solidaridad
Ya en antiguos textos (Éx 20, 5; Núm 16, 32; Jos 7, 24-26; 2 Sam 3, 9; 24; 21, 1-14) se
expresa la ley de la solidaridad que, tanto para el mal como para el bien, rige al pueblo
de Dios. Con todo, llegará día en el que la misma Biblia tomará a su cargo la tarea de
criticar la representación antigua (Jer 31, 29 y Ez 18,2), pero de esta teoría no atacarán
más que su representación demasiado automática. De hecho, los dos profetas -Jeremías
y Ezequiel- han insistido particularmente sobre las presiones y los compromisos
colectivos. Éste es el sentido de sus ataques a los responsables (Jer 23, 1-2; Ez 34) y a
los profetas oficiales (Jer 23, 9 ss; Ez 13). Y el de sus retrospecciones históricas (Jer 2,
2-8; 7, 25-26; 16, 10-13; Ez 16; 20), en las que subrayan que el Israel actual es una
resultante espiritual, el fruto de una larga historia de pecado. Así pues, en los grandes
profetas se expresa un nuevo sentido de la solidaridad, y esto en dos direcciones
diversas: para la salvación y para el mal.
ALBERT GELIN, P.S.S.
Hay un tema especialmente apto para hacer aparecer esta dimensión comunitaria del
pecado y de la salvación: el de las dos ciudades. La ciudad del mal tiene varios
nombres: Sodoma y Gomorra, que representan la carnalitas ostentosa y tranquila (Gén
19); Babel, el orgullo desmesurado (Gén 11; Is 47). Is 25, 1-5, sobre todo en los Setenta,
habla de una ciudad anónima, verdadera metrópoli del mal. Frente a ella, Jerusalén
"ciudad-justicia, villa- leal" (Is 1, 26), cuya construcción está siempre realizándose y de
la que se habla de un modo escatológico, es decir ideal (Is 60; 62). No se debe olvidar
que la frontera entre las dos ciudades pasa por en medio de Israel y que la Jerusalén
terrestre es interpelada, a veces, con el nombre de Sodoma (Is 1, 10).
Para el autor yahvista, así como para el sabio, el pecado se debe a la mala inclinación
del corazón humano desde su nacimiento (Gén 8, 21; Prov 22, 15).
Cuando la reflexión judía se ocupa del origen del mal en relación con el pecado de Adán
subraya - igual que el yahvista- las consecuencias físicas del pecado original, sin
mencionar ninguna transmisión del pecado (Ecli 25, 24). Desde luego la falta de Adán
ha traído la muerte a todos los hombres (4 Esd 3, 7; Bar syr 17, 3; 19, 8; 23, 4), pero los
apócrifos judíos insisten en el hecho de la responsabilidad personal del pecador (cfr Bar
syr 54, 15.19).
Queda por considerar la figura de la serpiente, de la que hemos hablado. Por ella, el
pecado parece venir de más lejos que el hombre. Sab 2, 24 (cfr Ap 12, 9) la combina
con la de Satanás, que había aparecido anteriormente como una personalidad angélica
especializada en llevar los hombres al mal (Job, 1-2; Zac 3, 1-2; 1 Par 21, 1).
Después de todo lo dicho no nos extrañará que el AT nos oriente hacia una constatación
hecha por Pablo: "no hay quien sea justo, ni siquiera uno solo" (Rom 3, 10). Los autores
bíblicos han repetido una y otra vez la misma afirmación (Gén 6,5; 6, 12-13; 1 Re 8, 46;
Ecli
7, 20). Hasta el punto que los profetas buscan en vano un justo entre las gentes que
apostrofan (Miq 7, 2; Jer 5, 1). De todos modos, en los salmos se oye a veces lo que
debía decir Saulo antes de su conversión: "en cuanto a la justicia de la Ley, intachable"
(Fil 3, 6; cfr. Sal 18, 21-25; 26; 73, 13; 101, 2-4). Quizá aparece un poco de
"fariseísmo" en estos acentos, pero es clara la idea de que son justos en comparación
ALBERT GELIN, P.S.S.
con los malvados que les rodean y persiguen. Son justos, en definitiva, los que buscan la
justicia (1s 51.1).
Conclusión
El Antiguo Testamento es una denuncia masiva del pecado como ofensa de Dios. La
doctrina no termina ahí: sólo el NT, al colocarnos delante del Dios encarnado y
crucificado, nos revelará plenamente la lógica última de la gracia ofrecida y del pecado
cometido. Pero ya el AT nos ha colocado ante lo esencial: en el plan de lo sobrenatural,
el pecado es la repulsa de Dios; en el plan de la conciencia, la perversión del hombre.
Por este motivo el negocio de la conversión tiene tanta importancia en las páginas de la
Antigua Alianza. Sólo al convertirse puede el hombre conocer la dimensión exacta del
pecado -su dimensión religiosa-, ya que la conversión, más allá del "encanto" y la
ilusión del pecado, sitúa al hombre delante de Dios.
La conversión
Las palabras, tanto hebreas como griegas, para significar conversión tienen un sentido
primigenio de regresar, volver, y el AT usa corrientemente la forma verbal, como si
quisiera disuadirnos de considerar la conversión como una cua lidad que el hombre
poseyera como propia. En el AT no hay hombres convertidos, sino tan sólo seres que se
convierten sin cesar.
Los profetas son los encargados de llamar a la conversión. Al principio sus llamadas
van dirigidas a la colectividad, pero ya a partir de Jeremías, más sensible al valor
religioso del individuo, se hace clásica la fórmula: "conviértase cada uno de su mal
camino" (Jer 18, 11; 25,5). Estos reproches se injertan en los sufrimientos del tiempo
presente, que comentan como una pedagogía dolorosa de Dios: por estos juicios las
gentes "sabrán que Yo soy Yahvé" (Ez 25, 7; 33, 29). El fracaso es la gracia que hace
que el hijo pródigo -porque esta parábola se realiza a lo largo de toda la Historia Santa-
exclame: "iré a mi Padre" (Lc 15, 18). Y la misma presencia de los profetas, que
subrayan estas admoniciones divinas, es una gracia de Dios.
Expiación y perdón
combate que contra el formalismo llevaron a cabo los profetas (Miq 6, 7-8; Is 1, I1-20;
Jer 11,15), los guardianes de la liturgia (Sal 50) y los sabios (Ecli 7, 9; 34, 18-19)
indicaría suficientemente que Dios quiere encontrar un esfuerzo de contrición. Este
esfuerzo queda expresado en numerosas perícopas: Lam 5; Is 63, 7-64, 11; Neh 9; Dan
9. Suponiendo que no puedan tener lugar las liturgias penitenciales aparece como
suficiente la actitud espiritual del "corazón contrito" (Is 66, 2), que fue siempre el alma
de estas ceremonias.
En la descripción del Reino de Dios, que se elabora a través de los escritos del AT, este
rasgo aparece cada vez más claro. En su oráculo mesiánico más explícito Isaías pone en
contraste el mal abolido y el conocimiento de Dios establecido (11,9).
¿Es preciso creer en el pecado original? Esta pregunta suscitará en los lectores lo que se
llama "diversas reacciones". Por un lado estarán los que quieren atenerse estrictamente a
las definiciones del Concilio de Trento. Por otro, los que desean conciliar el dogma con
las nuevas interpretaciones sobre el origen del hombre. Nosotros no nos separaremos de
las definiciones claras y formales del Concilio de Trento, pero tendremos en cuenta que
dicho Concilio se ocupa del pecado de Adán bajo la perspectiva de la Redención y del
bautismo. Pues el objeto de nuestra fe es el hecho del perdón de los pecados ligado a
nuestra regeneración espiritual en Cristo. Por otra parte, sentimos que es necesario
adaptar el dogma a los conocimientos modernos sobre los orígenes del hombre. La
ciencia nos lleva tanto a desmitologizar el Génesis como a aceptar una concepción
evolutiva del mundo de los vivientes. Ello es causa de una gran dificultad y por eso los
teólogos no ven suficientemente clara la solución al problema. Nosotros trataremos el
tema con prudencia presentando su estado actual y subrayando los aspectos sobre los
que conviene proseguir trabajando.
Hay que considerar otro aspecto. Nosotros tenemos constantemente experiencias del
mal: del sufrimiento, de la limitación para realizar el bien, de una secreta complicidad
con el mal ("concupiscencia"). Son indicios que nos incitan a buscar el secreto del
enigma humano. Experimentamos el proceso natural que nos conduce a la muerte en
gran contradicción con nuestro apetito natural de vivir. Y la misión de construir
psíquica y espiritualmente nuestro ser se hace también en unas condiciones en las que el
dolor sobrepasa los limites de nuestra radical finitud, como si nuestro ser estuviera
afectado por un mal anterior e incomprensible.
En la época medieval, a falta de información científica sobre los orígenes del mundo y
del hombre, se recurría a una lectura historicista del Génesis y ello bastaba. Ciertas
concepciones del mundo grecolatino, como las que surgieron desde Hesíodo a Lucrecio,
o los mitos platónicos, eran rechazadas por estar insertas en una visión pagana de la
existencia. Por otra parte, faltaba una atención positiva a la dimensión histórica del
hombre para inclinarse hacia una concepción evolucionista. Ahora bien, la atención
prestada por el Génesis a las dimensiones espiritual e histórica del hombre no era
dudosa. Se dejaba de lado la mitología y se consideraba la historia de una humanidad
real en tanto que historia de una relación vivida con Dios. Sin embargo, lo que no era
discernible entonces era que la evocación de los orígenes humanos recurría
necesariamente a procedimientos literarios muy diferentes de una auténtica narración
histórica. Un análisis de las convenciones literarias de la narración bíblica, nos muestra
que nos hallamos frente a una literatura sabia, muy bien construida, que aborda temas en
forma de relato referentes a problemas fundamentales: situación del hombre ante Dios,
sentido de la Ley divina y del pecado, premio de la conducta humana, misterio de la
muerte. Teniendo esto en cuenta podemos afirmar que el drama de Adán es el drama de
la humanidad en general. Y ello sirve de comienzo a algo que es realmente histórico: la
historia de salvación que se nos narra a través de la Biblia. Bajo ese ángulo, la historia
de Adán quiere evocar, siguiendo convenciones que deberán ser precisadas, el punto de
partida de la historia real tal como nosotros mismos la vivimos. Para satisfacer estos dos
puntos de vista, el autor ha utilizado el procedimiento de los epónimos, es decir, ha
representado el origen del género humano en un personaje que lleva su nombre: en
hebreo "Adán" significa hombre. Los rasgos de la humanidad son proyectados de
alguna forma sobre el personaje del cual ella se juzga que desciende. Lo fundamental
que quiere decir la Biblia- aun sin utilizar ninguna explicación científica -es la unidad
del género humano. Sobre esa idea básica se construye una secuencia de escenas
dramáticas que todo el mundo conoce de memoria.
En la narración existe un lenguaje mítico, pero ello no quiere decir que sea mítica la
totalidad del texto, pudiendo hablarse indistintamente de "mito adámico". Hay una serie
de elementos que no se refieren a los símbolos míticos, sino a la experiencia existencial
del hombre. A saber: el despertar de la conciencia, la entrada del pecado en el mundo, el
punto de partida de la condición humana. El nombre del árbol: "Árbol de la ciencia del
Bien y del Mal", ni se encuentra en los manuales de botánica ni en los repertorios de los
símbolos mitológicos. Forma parte de un vocabulario sapiencial que nos proporciona la
clave para la interpretación del texto. El hombre trata de buscarse por sus propios
PIERRE GRELOT
medios una falsa sabiduría que pretende saber lo que es para él bien y mal, sin
referencia a la palabra del Creador.
Con esto se ve qué género de verdad oculta esta representación convencional de los
orígenes: no es la verdad de una historia captada del exterior y dada al lector en un
cuadro realista; es la verdad psicológica, metafísica y religiosa de un drama en el que
todos participamos, pero que está considerado aquí en su punto de partida y tomado
bajo su aspecto más interior. A través del pecado de Adán se percibe la esencia misma
del pecado humano.
El texto tiene otro aspecto sobre el que es importante llamar la atención: su dimensión
social. El Génesis nos habla de una pareja: hombre y mujer. El hombre toma conciencia
de sí delante de la mujer: "carne de su carne y hueso de sus huesos". Ahora bien, este
despertar común de la conciencia de sí en el hombre y en la mujer tiene por
consecuencia inmediata obligarles a tomar posición en relación al Creador. Hallamos,
pues, una escena convencional en una profunda verdad subyacente: el drama ocasionado
por el despertar de la propia conciencia y el acceso a la libertad es indisociable de la
relación al prójimo. Esto es esencial en la experiencia del hombre, y la pareja
proporciona la representación más adecuada.
Hay que abandonar, pues, todo intento de concordismo histórico. Para el autor, el punto
de partida de la historia humana es considerado como historia de la libertad y de la
relación entre los hombres y Dios, y la narra a través de una evocación convencional
muy distinta a lo que nosotros llamamos "historia". Lo que el autor quiere decir es que
el primer suceso de la historia fue constituido por el primer compromiso -personal y
social de la libertad humana, y que este compromiso fue una elección contra Dios que
desembocó en una catástrofe.
La teología no puede pretender dar una interpretación historicista del texto porque
resulta imposible. Pero de ello saca sus ventajas, pues así las afirmaciones dogmáticas
se separan de las representaciones concretas que pueden servirles de base. De esta
forma, la teología podrá confrontar libremente las certezas de la fe con los resultados de
los nuevos estudios científicos, estableciendo con ellos la coherencia necesaria.
Las opiniones de los teólogos son tan variadas que no se puede decir que exista una
"doctrina común" fuera de los puntos definidos por el Magisterio de la Iglesia.
La investigación científica sobre los orígenes del mundo de los vivientes y de la especie
humana se inclina hacia la concepción evolucionista, a pesar de que a la hora de querer
explicar el mecanismo de la transformación se reconozca que se ignoran las leyes que
presidieron el gigantesco fenómeno del origen de la historia de la vida. Esta teoría en el
PIERRE GRELOT
campo de la ciencia fue la causa de que surgiera también una filosofía evolucionista que
pretendía dar una respuesta a los grandes interrogantes humanos, poniendo un principio
de evolución inmanente al cosmos. Muchos teólogos, habituados a pensar la idea de la
Creación en un cuadro filosófico inmovilista, venido de Grecia, más que de la
Revelación bíblica, se opusieron a ello. La discusión se hizo larga y atravesó muchas
etapas: sistemas concordistas en el siglo xix, la prudentísima abertura de la encíclica
Humani Generis, numerosas obras aparecidas hasta las de Teilhard de Chardin, etc.
Ahora bien, si esto es así, ¿cómo situamos la existencia de una prueba análoga a la que
evoca la Biblia en su narración del pecado original? Un ser tan arcaico, tan inacabado,
¿podía comprometer así el destino de toda una raza surgida de él?, ¿no sería mejor, para
salvar la misma justicia de Dios. interpretar el pecado original en el estado de una
naturaleza completa e imperfecta? Creemos que en la vida psíquica del hombre se
entrecruzan distintos niveles. En el mismo hombre de hoy, puede tener mayor sentido
moral un niño convenientemente formado que un hombre endurecido por la experiencia
de la vida. Es cierto que existe un progreso en la humanidad: se da un crecimiento
natural de las técnicas, de la civilización..., etc. También en el orden de la salvación se
da un crecimiento. Cristo se encarnó en la "plenitud de los tiempos" y su Parusía no
llegará hasta que el crecimiento humano esté acabado, hasta la consumación de los
siglos. Sin embargo, de un extremo al otro del tiempo, el crecimiento natural de la
humanidad aparece también como una realidad ambigua: la cizaña y el buen grano
crecen juntos en el campo del padre de familia. Lo que nosotros constatamos siempre en
la historia es el destino de una humanidad pecadora, secretamente trabajada por el
espíritu de Dios; dicho de otra manera: paradójicamente situada entre Adán y Jesucristo.
Ahora bien, lo que nos interesa es lo siguiente: ¿en qué estado espiritual se encontrar la
humanidad cuando emergió a la existencia sin llevar todavía esta pesada herencia del
pecado?
Advirtamos una cosa. Para que se dé opción libre basta un instante de luz, fuere cual
fuere el estado físico o las condiciones de existencia del primer hombre. Una vez se
incline libremente por la opción, la condición humana queda determinada para siempre.
El sentimiento que nosotros tenemos, y el sentido objetivo que ella tiene, están en
relación estrecha con el pecado humano. Si Dios ha creado a la humanidad inacabada
para que las virtualidades de la naturaleza se desarrollen en el curso de un lento
crecimiento natural, no la ha creado pecadora; lo que ha hecho ha sido solamente tomar
en serio la libertad. Sin embargo, el crecimiento natural de la humanidad no se ha
efectuado en el clima de la gracia. Al mismo tiempo, todo lo que la arrastra a sus raíces
animales ha tomado una significación que subraya la contradicción interior en la cual
está instalada. Entonces ha comenzado para ella la lenta educación espiritual que le ha
permitido comprender la fuente de sus males y volverse hacia Cristo, su Redentor.
Conclusión
Detenemos aquí nuestras reflexiones. Ellas nos muestran que la teología del pecado
original es una cantera en pleno trabajo. La renovación de la exégesis de los textos
bíblicos y la concepción de los orígenes humanos están en constante mutación. Sin
embargo, la doctrina del pecado original conserva su puesto en la síntesis cristiana,
aunque se despoje solamente de ciertos aspectos marginales para concentrarse en los
que tocan más profundamente el problema fundamental de la existencia y de la libertad
humanas. Así progresa la inteligencia de la fe.
Notas:
1
Para una exposición más detallada de estas ideas, cfr los artículos del mismo autor en
Nouvelle Revue Théologique 89 (1967) 337-375 y 449-484.
Aunque la buena conciencia no siempre es una ilusión que la gracia vaya a destruir, el
pecado es, por su parte, un misterio reservado tanto a una revelación como a una
salvación. La luz de la Revelación nos hace volvernos sobre nuestra propia conciencia.
Cristo viene para esta conversión.
Es una hora de crisis, no provocada desde fuera, sino puramente interior. Jesús atraviesa
su país repitiendo: "haced penitencia, que el Reino de los cielos está cerca".
Esta invitación tiene algo de urgente: año de remisión, prórroga concedida a la higuera
estéril, antes de ser arrancada. ¿Cuál es el objeto de esa invitación?
En primer lugar las faltas individuales, todas esas miserias que cada uno lleva consigo,
y que quizás olvida hasta el momento en que la mirada pura de Jesús advierte que no se
tire al otro la primera piedra... El profeta antiguo hablaba a las masas para conjurar y
amenazar. Jesús se dirige a un hijo. Sólo en su presencia llega a conmoverse tanto el
LOUIS LIGIER
pecador. Pues sabe, más profundamente que Jeremías, que el mal está en el interior y
que del corazón viene lo mejor y lo peor. Ese sentido de lo individual y lo interior presta
un algo imprevisible a los pasos del joven profeta. Todo en él quiere ser portador de
salvación. No se entusiasma tanto ante las almas bellas cuanto se conmueve ante los
pecadores. Jesús sabe lo que hay en el hombre. Si hace falta, abandonará los noventa y
nueve justos por una oveja perdida. Sus contemporáneos podían extrañarse,
escandalizarse incluso. Pero ésta era su actitud. ¿Cómo entenderla?
Jesús es más sensible que sus contemporáneos -y que nosotros- al valor de toda
conciencia. Su compasión es correlativa a esa mirada hacia el interior, que es la suya.
Pero eso no es todo. Hay que acudir a la tradición profética. Jesús se conmueve más que
Jeremías ante el pecado, que le parece, además una desgracia: la desdicha propia de las
catástrofes históricas ciertas y de la misma historia del pecado, en que el pasado prepara
el porvenir, en que éste asume y consuma, en que la persona se afirma adquiriendo su
imagen eterna, en que el individuo es solidario de la totalidad, en que la última
invitación - la que trae Jesús- sólo ofrece la esperanza a riesgo de provocar una última
negativa. Hay que impedir esa catástrofe y reconstruir esa historia.
La hipocresía
Los desgraciados son los embaucados por esa hipocresía que toma pie en sus faltas
personales, las utiliza y hace de ellas otros tantos cómplices para dar a Cristo un no
colectivo. De individuales y aislados, los pecados pasarán a formar un todo, el individuo
se verá comprometido de grado o por fuerza, la nación se encerrará en la negativa... En
efecto, después de algunos meses en que crece la fama de Jesús entre las multitudes, los
fariseos empiezan su campaña de descrédito, encuentran explicaciones a sus milagros,
formulan exigencias. Jesús les hace responsables de la incredulidad: "vosotros cerráis a
los hombres el Reino de los cielos..." (Mt 23, 13-16). Las maldiciones lanzadas contra
ellos terminan con una última imprecación a Jerusalén, la capital. El pecado de los
fariseos sería el de la nación. Por su hipocresía, las faltas del individuo están ligadas a
ese pecado nuevo y común. Ante Cristo se produce de pronto una unidad misteriosa
entre la cobardía, la malicia y los egoísmos más contradictorios. E incluso las faltas
escalonadas a lo largo de la existencia se ven de repente confirmadas y consumadas por
la negativa a la fe y a la penitencia. Hasta querría evitar, para salvar y llevar a cabo la
vocación de su pueblo, ese pecado en que el individuo y la nación parecen querer decir
a la vez su última palabra.
LOUIS LIGIER
a Jesús? Es difícil decirlo. La masa parece quedarse en sus ocupaciones, harta enseguida
de los milagros que al principio la conmueven. Mt 11 lo atestigua: Jesús compara a sus
compatriotas con muchachos esquivos, insatisfechos ante cada uno de los métodos
providenciales. Pronuncia también una primera condenación colectiva, la de las
ciudades del lago y, para empezar, la de Cafarnaúm, su ciudad. Entre sus mismos
fervientes seguidores se divide bien pronto la opinión. El eco de esas divisiones son los
mismos apóstoles, interrogados por Cristo sobre lo que se piensa de Él. Las objeciones
de los maestros oficiales les ponen en aprietos a ellos mismos. Jesús puede llorar sobre
lo que llama "la generación" y sobre Jerusalén, la capital. El pecado se consuma, tiende
a envolver a la nación.
Por otra parte, sobrepasa a la época que lo comete. En la actitud de sus contemporáneos,
Jesús lee los desfallecimientos, las murmuraciones, la rebeldía de la "generación del
desierto". Unas horas después de su transfiguración le vemos al pie de la montaña en
que, flanqueado por Moisés y Elías, se ha mostrado en "la gloria" como sobre otro
Sinaí. De pronto, estalla su cólera, que excede manifiestamente a las circunstancias:
"¿hasta cuándo estaré yo con vosotros?, ¿hasta cuándo os soportaré?". Son las mismas
palabras del Éxodo. Por encima de unos discípulos turbados y de un padre que duda de
su fe, Jesús vuelve a encontrarse con la incredulidad de una larga historia, que va a
terminar. Más tarde, descubre el porvenir. En la oposición que se le dedica ve lo que se
prepara para los suyos: sabe que en ellos se perseguirá su nombre. La "ciudad
sanguinaria", que interpelaba Ezequiel en otros tiempos, está dispuesta a derramar otra
vez la "sangre inocente". El Israel incrédulo se hará perseguidor. La intolerancia
franqueará las fronteras, ganará "las naciones", se extenderá al mundo, donde el mal
adquirirá sus últimas dimensiones. Así, desde el pasado al porvenir. el gran pecado de la
humanidad infiel al amor forma de nuevo un todo. El pecado de Jerusalén es, en cierto
modo, su símbolo: y en él viene a concentrarse toda la sangre derramada (como en
misteriosa recapitulación de sangre). Por eso, Jesús advierte a Jerusalén que deberá
sufrir el castigo por toda la sangre inocente derramada por la fe, desde la del justo Abel
a la de Zacarías, hijo de Baraquías, y hasta la de las futuras víctimas.
Son bien conocidos los momentos claves de esa historia. Adquieren todo su relieve en
los capítulos 11 y 12 de Mateo. El primero describe más bien la reacción del conjunto
de la nación; el segundo la posición adoptada por los jefes en el día de la blasfemia
contra el Espíritu Santo.
La masa contempla en primer lugar los signos, escucha la Buena Nueva, se entera de
que Jesús tiene más autoridad que el Bautista: es hora de hacer justicia al designio de
Dios, entrando en el Reino. Pero la cuestión queda decidida por comparaciones
LOUIS LIGIER
sumarias, que eliminan, al mismo tiempo, a los dos profetas. Juan es un poseso,
demasiado exigente. Jesús, un glotón y un borracho que acepta invitaciones. En ese
estado de espíritu hay una cierta desenvoltura, pero sólo se trata, por ahora, de
indiferencia. Sin embargo, Jesús ve que ya se ha dado un paso: la primera de sus
maldiciones ataca a esa generación despreocupada. Reserva a los pequeños e ignorantes
la gran revelación del Padre. El número de creyentes disminuye, mientras la oscuridad
se extiende sobre la pretensión de los sabios.
En el capítulo siguiente hay algo más grave: la blasfemia contra el Espíritu Santo, por la
que los fariseos presionan al pueblo para apartarle del designio de Dios. Después de
haber curado Jesús al endemoniado ciego y mudo, la multitud aplaude ya al Hijo de
David. Los fariseos lanzan a la calle la versión oficial. Los milagros del taumaturgo
serán obra de BeéIzebul, príncipe de los demonios. Cristo no obra nunca en el Espíritu
de Dios: está aliado a los poderes del mal. Es la blasfemia. Socialmente es el paso de la
indiferencia a la hostilidad: la hipocresía se convierte en factor de contradicción; pone
una barrera al Espíritu de Dios. Desde el punto de vista personal es, para los fariseos, la
ceguera voluntaria, puesto que rechaza un signo de manifiesto alcance para todos.
Inversión sacrílega de valores y corrupción del espíritu, que desnaturaliza los conceptos,
en el plano sobrenatural, sustituyéndolos por sus contrarios. Tan grande es la malicia,
que la misericordia tendrá que triunfar sobre un primer fracaso de la fe.
Tal malicia descubre, en efecto, un más allá: lo diabólico. Los Sinópticos sitúan frente a
frente dos adversarios que el Antiguo Testamento nunca había opuesto de tal forma: el
Espíritu de Dios y el espíritu impuro. La liberación de lo demoníaco era señal de la
derrota irremediable de Satán por alguien más fuerte que él. Para prolongar su reinado,
inspira al blasfemo. Quizás se le podía reconocer también en el orgullo de Cafarnaúm,
que rehusaba creer en los milagros (Mt 11, 23-24). La caída de la ciudad orgullosa es
tan parecida a la de Lucifer, que Lucas lo recuerda enseguida. La generación que no ha
reconocido la hora del Espíritu de Dios y blasfema de su santidad, conoce la hora del
poder de las tinieblas y ejecuta ella misma su designio maldito... (Lc 22. 53).
Juan a su vez, insistirá en esa presencia diabólica en el mundo (1 Jn 5, 19). Los judíos
incrédulos le tienen por padre. Relación de paternidad fundada en la imitación v la
comunidad de espíritu, pues el diablo no tiene nada positivo que comunicar. Sólo Dios
es el creador, de quien proviene la luz, el amor y la vida. La actividad diabólica les sale
al paso: Satán inspira el recelo ante la verdad, el no al amor. Si el mundo es la
humanidad hostil a Dios, Satán es un más allá de las conciencias individuales y de sus
conexiones sociales, la fuente siempre actual de ese espíritu. Está en el corazón del
pecado del mundo.
Así pues, los evangelios permiten situar el mal en varios grados de virulencia. En un
primer plano, el conjunto de las faltas personales, escalonadas a lo largo de la vida.
Cristo viene a ofrecernos a todos el perdón de parte de su Padre. Pero esas faltas
individuales están amenazadas por un mal más disimulado que tiende a darles mayor
alcance: la hipocresía. Estado de espíritu que cierra los ojos primeramente a los
desfallecimientos de la libertad y luego, ante los reproches de Cristo, asume su defensa
en nombre de una pseudo-justicia y hace pública la contradicción. Se da entonces la
LOUIS LIGIER
Los hechos
a) El pecado universal
Como apóstol, fiel a su conocimiento del hombre, propone una constatación preliminar
general, vigorosamente proclamada: "todos los hombres son pecadores" (Rom 3, 9-23).
Nadie puede disculparse: el hombre sólo puede callarse. No hay otro medio de salvación
que creer en Cristo. No es que sea únicamente indispensable para que el espíritu
remonte los obstáculos y contradicciones de las filosofías, sino porque un hombre
pecador debe creer en su perdón y porque la falta esencial tuvo por objeto la verdad. He
ahí lo nuevo.
LOUIS LIGIER
b) El pecado de idolatría
El Antiguo Testamento no sólo destacaba la unidad del pecado en el juicio divino, que
lo abarca desde arriba, y en sus principales responsables, el rey o la ciudad, sino en un
objeto significativo: "los altos" y el ídolo. Para los profetas, la idolatría era el punto
donde culminaba el desafío a Dios: en ella veían el principio de la inmoralidad. El libro
de la Sabiduría explotaba ya esa trabazón. Pablo, a su vez, la hace suya, pero dándole un
nuevo vigor. La idolatría y el politeísmo no son ya el primer dato, inexplicado e
inexplicable, al que no se pueda buscar un sentido. Ambos proceden de la negativa a
honrar al verdadero Dios previamente conocido. Lo primero es rechazar la luz y
apagarla mientras brilla. Así, la luz no es sólo la condición requerida para que la
conciencia sea culpable: es el objeto mismo del pecado, puesto que es ella misma la
rechazada y con ella el Dios que se manifiesta.
c) Su lugar en la historia
Hay que decir otro tanto de los judíos: también ellos pecan contra la luz. Sobre todo,
cuando rehúsan reconocer en Cristo el fin de la Ley. Pero ya antes, en relación
exclusivamente a la Ley. Ésta les aporta el conocimiento de la voluntad divina (cfr.
Rom 2, 18); es su expresión sensible y como su encarnación. Y precisamente por eso, la
Verdad también está presente entre ellos, debiendo ser juzgados a su luz. ¿Abusa el
pecado, entre los judíos, de la significación providencial de la Ley mosaica por una
especie de inversión sacrílega? Así ocurre que, frente a la Ley, su pecada adquiere
también la proporción de desmesura. La Ley habrá mediado "para que abunde la
transgresión". En judíos y paganos aparece así un pecado de tipo análogo. Desde arriba
penetra la corrupción universal, que constituye un desafío al Altísimo. dando al mal su
valor de plenitud.
e) La corrupción moral
La fecundidad del pecado lleva consigo, a la vez, el juego de una lógica interna y la
intervención de un primer castigo, anterior a la cólera eterna. El castigo del pueblo infiel
consistía en ser entregado a otro pueblo, al que también un día le llegaría su hora: es la
dialéctica del cántico del Deuteronomio, citado varias veces en la carta a los Romanos.
La formulación de Pablo se hace trágica: "todos los hombres están bajo el imperio del
LOUIS LIGIER
pecado... ", "Dios ha inc luido a todos los hombres en la desobediencia... ", "la Escritura
ha encerrado todo bajo el dominio del pecado... ". Los hombres son entregados al
pecado que cometen. El pecado, que les ha levantado contra Dios, se vuelve su castigo.
La idea de una negativa a la verdad, convertida en el pecado mayor, y la de la
fecundidad del mal, conducen juntamente a la noción de una especie de reino del
pecado, superado, sin embargo, por una sabiduría misericordiosa. Pablo no habla
únicamente de los "pecados", en plural, sino del "pecado", en singular. Este hecho
aparece al final de la requisitoria del gran pecado (Rom 3, 9).
¿Cómo concebir ese reino y esa personificación? El pecado pagano tiene ya algo de
diabólico, que es la mentira y la usurpación. No le basta el rechazo; crea la parodia
idolátrica. Tal pretensión descubre al adversario que, esclavizando a la criatura, hace de
su presencia en el mundo un sucedáneo de religión: "el dios de este mundo" (2 Cor 4,
4). Lo mismo sucede en todas las etapas de la historia de Israel. De cara a la Ley, es de
nuevo el adversario. Su método es paralelo al de la serpiente del Génesis: en una y otra
parte la ocasión del pecado es el mandato, el método la seducción, el medio la codicia y
el fin la muerte (Rom 7. 7-14). El pecado vuelve a la Ley contra Dios, pervirtiendo su
finalidad y arrojando a la humanidad a la muerte. Esa malicia desenmascara una
perversidad sobrehumana.
Conclusión
Esa concepción paulina del pecado viene suscitada por una inquietud de apóstol: la
presencia de un mal, que Pablo capta mejor que nadie. No es que espere un castigo
inminente, como la ruina de Jerusalén. Lo que le hace pensar que se acaba una época es
un hecho nuevo, la Cruz, juicio y redención del pecado. Esta fecha es el nudo de la
historia. Para Pablo, no hay períodos más o menos sombríos y culpables, para los que la
providencia reserva lecciones históricas, sino un mal universal que exige una expiación
no satisfecha con los sacrificios del templo y las penas temporales. Entonces precisa su
noción de pecado: en ella resume cuanto el mal lleva consigo de amenaza y de desafío.
El aspecto tradicional del mal en Israel queda transformado: el pecado se convierte en
un problema inevitable. Meditando ante una catástrofe histórica -santuario profanado,
Israel en destierro- se podía uno preguntar: ¿qué nueva falta hemos cometido? Pablo se
sitúa frente al pecado hecho universal, erigido en problema por el dominio que ejerce.
Debe preguntarse: ¿por qué el hombre es pecador?, ¿de dónde proviene ese paralelismo
antitético entre el mal y la Revelación que lo ilumina? Las primeras páginas del
Génesis, a la luz de Cristo, vendrán a concluir la reflexión de Pablo. Con todo, no
entraremos aquí en ese problema. Basta haber mostrado que Pablo llega hasta este
punto, por su lógica de apóstol y por la luz del Espíritu.
Para mayor claridad podríamos resumir la enseñanza del NT en este par de tesis:
a) Todos los hombres son pecadores y necesitan la salvación de sus pecados por
Jesucristo. O más exactamente: todos son pecadores porque todos necesitan del único
Salvador y Redentor, Jesucristo.
b) Esta situación de pecado está en conexión con el pecado de Adán, el primer hombre.
La primera tesis se encuentra casi en cada página del NT. Con frecuencia está
formulada expresamente (con gran claridad en la carta a los Romanos). Muchas veces se
la afirma implícitamente. Y se la presupone en todas partes. La segunda tesis, la
conexión del pecado del hombre con el pecado de Adán, no se afirma casi nunca, ni
siquiera implícitamente, y sólo Pablo la formula expresamente en dos ocasiones, en 1
Cor 15, 21 y en Rom 5, 12. De aquí se puede deducir que la segunda tesis no ocupa el
mismo lugar en la enseñanza del NT que la primera.
El punto de vista propio de estos textos mira a la salvación en Jesucristo. 1 Cor 15 habla
de la Resurrección de Cristo como señal de la resurrección de todos los hombres. Rom 5
trata de la justificación de todos realizada en Jesucristo. Del papel de Adán se habla
siempre en frases subordinadas. Todas empiezan con la conjunción "como... ". Ahora
bien, el primer miembro de una comparación tiene siempre la misión de hacer
comprensible e iluminar el segundo. Se parte de lo más conocido para proyectar luz
sobre lo menos. Aquí nos encontramos con una comparación de este tipo.
El papel de Adán se presupone como mejor conocido que la función salvífica de Cristo.
Y Pablo de quien quiere hablar es de Cristo. Es el contenido y el fin de su predicación.
Como ya escribió Ferdinand Prat, el Apóstol no tiene la intención de afirmar la
existencia de Adán o de su pecado. El pecado de Adán, la universalidad del pecado y la
solidaridad de todos los hombres en él son hechos ya conocidos, afirmados por la
Escritura. No cons tituyen el fin, sino el presupuesto y el medio de su deducción. Se
sirve de ellos para iluminar y demostrar la universalidad de la obra salvífica de Cristo.
Se puede comprobar esto comparando estos textos con las formulaciones que usa Pablo
cuando quiere introducir al lector en algo nuevo y desconocido. Por ejemplo, dice en
Rom 11,25: "porque no quiero que ignoréis este misterio... ". O en 1 Cor 15, 51: "voy a
declararon un misterio... ".
Para hacer entender a los judíos de su tiempo que Cristo era el mediador universal de la
salvación, no podía apoyarse en la afirmación de que Jesús era el Mesías esperado por
Israel, puesto que la figura del Mesías aparecía con un matiz marcadamente político.
Incluso su misión espiritual hubiera sido empequeñecida en este sentido: el Mesías
STANISLAS LYONNET, S.I.
Pero, según Pablo, esta misión salvadora ya no le compete a la Ley sino únicamente a
Cristo. Si se acepta la mediación de la Ley, la justificación del hombre acontece
ciertamente por Dios. Pero el medio de que se sirve es mi cumplimiento de la Ley. En
cierto sentido, se puede decir que de esta forma se justifica el hombre a sí mismo. En la
medida en que cumple la Ley consigue el don divino, la justificación. Para Pablo, por el
contrario, justifica sólo Cristo, no la Ley o la fidelidad del hombre en la Ley. A los ojos
de un judío de aquel tiempo, también a los de Pablo antes de su conversión, se trata aquí
de un verdadero escándalo.
Este escándalo no podía Pablo evitarlo, pero quería disminuirlo. Por ello intentó mostrar
que el orden salvífico, introducido por Cristo en lugar de la Ley, no contradecía la
actitud de Dios anteriormente revelada en la Escritura. Pablo encontró en el AT, tal
como lo entendían e interpretaban sus contemporáneos, un acontecimiento más o menos
parecido, en el que existía una cierta analogía con lo discutido: una persona, Adán, tenía
-respecto al mal del mundo- una significación no menor que Cristo -respecto al bien-, ya
que su conducta tuvo una repercusión en toda la humanidad.
Es verdad que existía en el judaísmo del tiempo de Pablo (libro de Henoch, libro de los
Jubileos) otra forma de explicar la culpabilidad universal: a partir del pecado de los
ángeles con las hijas de los hombres, tal como se narra en Gén 6,4 en conexión con el
diluvio universal. Pero, aparte de que aquí nos encontramos más bien con un episodio
pasajero del que no hallamos ninguna aclaración o testimonio ulterior en el AT, el
pecado de Adán adquiere en el Génesis un lugar incomparablemente más importante y
significativo. Se trata en él de la historia del padre de todo el árbol genealógico y se
percibe que todo lo que se dice de este padre es para iluminar el destino de sus
sucesores. Las referencias expresas a Adán son muy raras en el AT. Con toda claridad,
sólo Sab 2,24. Sobre el pecado de Eva tenemos Ecli 25, 24. Se pueden encontrar, sin
embargo, frecuentes alusiones. En cualquier caso y prescindiendo de la conclusión a que
puedan llegar los exegetas sobre el sentido de los textos, era una convicción general en
tiempo de Pablo que el mal del mundo y la culpabilidad universal de todos los hombres
había sido provocada por la transgresión de Adán (cfr. los apócrifos: la Vida de Adán, el
Apocalipsis de Moisés y, especialmente, el Apocalipsis de Baruch y el cuarto libro de
Esdras).
STANISLAS LYONNET, S.I.
Reconocía, además, el judaísmo que la fuerza del bien sobrepasa a la del mal. Si Dios
podía permitir -así argumenta 4 Esd- que por cl hecho de un solo hombre irrumpiera un
diluvio de pecados en la humanidad, tan desbordante que nada pudo contenerlo, es
porque el bien tiene una eficacia aún mayor.
A este propósito bastará citar unos pocos textos. "Un grano de mala semilla fue
sembrado desde el principio en el corazón de Adán. ¡Y qué cantidad de fruto de pecado
ha arrastrado hasta ahora y arrastrará todavía hasta que venga el tiempo de la trilla!
Considéralo tú mismo: si un granito de mala semilla ha traído tal fruto de pecado, ¡qué
gran cosecha dará una espiga buena sembrada sin media!" (4 Esd 4, 30-32). Algo
parecido podemos leer en un texto rabínico: "si quieres conocer el premio de los justos
en el futuro, aprende del primer hombre. Solamente una prohibición le fue impuesta. La
pasó por alto y, por ello, ¡con cuántas muertes fue castigado él, y sus descendientes y la
descendencia de éstos hasta el fin de su linaje! Pero la medida del bien es mucho más
rica que la del castigo. Y si él fue castigado con tantas muertes... con mucho mayor
fundamento recibirá un premio aquel que se aparta de alimento impuro y se humilla en
el día de la Expiación".
Podemos concluir: Pablo argumenta para conseguir su objetivo, basándose en las ideas
de sus adversarios. Se apoya en el principio de que el bien es más fuerte que el mal y de
que todo lo que vale para el mal tiene una validez todavía mucho mayor para el bien.
Acentúa también, que un solo hombre, un único hecho, puede tener repercusión en toda
la humanidad, como muestra Rom 5, 12-19 en la antítesis de "uno- muchos" o "uno-
todos". Pablo presupone, en sus lectores y oyentes, el reconocimiento de la universal
eficacia del pecado y a partir de aquí, busca iluminar la eficacia universal de la muerte
de Cristo, como un acto de obediencia opuesto a la desobediencia de Adán.
Si nos preguntamos por qué el autor del Génesis une la situación de la humanidad, tal
como ahora se encuentra, a un pecado acontecido al comienzo de la historia, la
respuesta parece clara. El fin que pretende es la proclamación de que el mal no procede
de Dios ("Dios vio que todo era bueno") y que Dios es el Creador de todo. El mal del
mundo tiene su origen en el hombre y en un mal uso de su libertad. Dios no es
responsable de ello, pero quiere encontrar un camino salvador para esta situación (Gén
3, 15).
tal como lo relata la Escritura y como él lo había oído explicar a sus maestros. Nada
índica que él no hubiera hecho suya esta explicación. Pero, ciertamente, se sirve de ella
tan sólo como ejemplo o ilustración. La cita solamente para explicar la significación de
la obra salvífica de Cristo y para facilitar a sus oyentes judíos el paso a la verdad
fundamental de la fe cristiana.
La insistencia de la pastoral moderna sobre la vida teologal lleva a relegar todo lo que
no proceda de esta vida y no desemboque en ella. En este sentido, es cuestionada la
comprensión tradicional de la virtud de la penitencia.
Se enuncia, a veces, un falso dilema entre una penitencia muy poco centrada en la vida
teologal y una vida teologal que cree poder prescindir de la penitencia. Otras veces se
dice simplemente que las tareas asignadas tradicionalmente a la penitencia (satisfacción
por el pecado, temor del mismo, etc) no parecen convenir a la condición del hombre que
goza ya de la vida nueva de Cristo resucitado. Por su parte, la psicología moderna -
estudiando los sentimientos patológicos de culpabilidad- exige la búsqueda de una
comprensión cristiana del pecado y de la penitencia que deslinde inequívocamente la
realidad de fe de unos factores psicológicos, tal vez muy cuestionables.
Hay que reconocer, por otro lado, que la falta de una teología actual sobre la penitencia
tiene sus explicaciones. El miedo a descomponer la vida cristiana en realidades
específicamente distintas (que pueden fomentar actitudes de contabilidad casuística) ha
frenado una búsqueda seria de lo específico de la penitencia y de sus tareas. Y como,
además, el sentido de la penitencia depende del que se tenga del pecado, y éste se halla
hoy por hoy como en exploración 2 , no es de extrañar un determinado eclipse en la
teología de la penitencia.
Los objetivos, pues, de una teología de la virtud de la penitencia pueden resumirse así:
en primer lugar, mostrar -a partir de la misma vida teologal- aquellos dinamismos y
estructuras que exigen la penitencia como virtud especifica; describir luego -desde lo
anterior- algunas de sus tareas, proclamadas como tales por la misma Tradición; y
finalmente, situar su originalidad en relación con la experiencia psicológica de la
culpabilidad, particularmente en sus formas patológicas.
No hay virtud cristiana que no tenga su principio estructural y su fuente dinámica en las
virtudes teologales. Y esto es particularmente claro tratándose de la penitencia, virtud
que se relaciona con el pecado del hombre, objeto de la justificación cuya realidad se
actualiza en nosotros por la fe, la esperanza y la caridad.
Hay que advertir, ante todo, la diferencia que se da entre la experiencia humana de
haber fallado en algo (hamartía, en griego, y hêt, en hebreo, tienen un significado
prerreligioso de "errar el blanco"), con sus ulteriores derivaciones psicológicas de
vergüenza o conciencia de mancha -como signo del sentirse responsable de una culpa-,
y la conciencia cristiana del pecado. Aunque ésta, en efecto, tenga manifestaciones que
son comunes a las del sentimiento de "deficiencia" moral, sin embargo, se distingue
radicalmente de éste, ya que hace referencia explícita a Dios, en cuanto reconoce el
pecado como aversio a Deo (según la tradición latina). Así pues, el pecado es sólo
comprensible a la luz de la fe, siendo en sí mismo un misterio. Misterio, por lo demás,
que nos ha sido precisamente revelado al manifestársenos la gracia divina. Si la
adopción de hijos sólo puede ser conocida por la Palabra de Dios, también sólo por ella
puede confesar el hombre su pecado, por el que compromete su relación de amor para
con Dios, al oponerse a su designio amoroso.
Sólo la fe, esta misma fe en la salvación y misericordia de Dios, hace que nos
confesemos pecadores. De ahí que este reconocimiento del propio pecado sea el primer
efecto de la justificación y el primer tiempo de la conversión. La primera palabra de la
predicación cristiana es una llamada a la penitencia. Como virtud, la penitencia es
confesarse pecador; como sacramento, confesar los pecados.
Supuesto lo anterior, cabe preguntarse: ¿es la penitencia una virtud específica (que deba
estructurar un dinamismo específico en vistas a unas especificas tareas) o no es más que
el rico desarrollo de las virtudes teologales - infundidas por el mismo Dios que justifica-
ante la experiencia del pecado? Es decir: la justificación, ¿transforma directa e
inmediatamente toda la realidad pecadora, sin dejar lugar a tarea ulterior alguna, o
exige, más bien, un quehacer especifico en orden a estructurar el dinamismo del
creyente en el ámbito de esta misma justificación?
Para responder a esta cuestión es preciso obligarnos a mantener una tensión dialéctica
que no puede disimularse con fáciles componendas unilaterales. Hay que afirmar, así,
simultáneamente, el carácter radicalmente absoluto de la justificación -en cuanto que
sólo puede ser obra de Dios- y la permanencia de la libertad del hombre tanto al ser
justificado como después de ello. Ya que la acción de Dios se revela en su grandeza
inefable respetando al hombre como hombre: por este respeto a su creatura, Dios realiza
en el hombre lo que éste no puede realizar por sí mismo -el perdón del pecado-, y lo
realiza a la vez sin anular su libertad, esa misma libertad que el hombre tuvo al pecar.
La reivindicación luterana, por tanto, ha de ser reconocida como válida en cuanto afirma
lo absoluto y exclusivo del obrar de Dios en la justificación del pecador; la misma
cooperación libre del hombre ante la acción de Dios es posible tan sólo en virtud de la
misma gracia operante del Señor. Podemos decir, en este sentido, que el hombre aporta
algo sólo porque Dios lo hace todo, incluido el moverle según su libertad: la libertad
que como hombre tiene.
Pero, por esto mismo, la libertad del hombre tiene algo que hacer en y después de la
justificación, al igual que desempeñó su parte en el pecado. Este, ciertamente, llega a ser
pecado tan sólo por la falta de amor que supone para con Dios; pero en cuanto acción
humana moralmente mala implica un haberse comprometido el hombre, libremente, en
ella. Transformando Dios, por la justificación, el ser pecador del ho mbre (el hombre no
podría hacerlo), queda también transformada su libertad, que se hace ahora libertad
cristiana; pero en cuanto libertad implica un tener que comprometerse el hombre en este
su nuevo ser de justificado. Al igual que sólo el amoroso designio de Dios sobre el
hombre convierte su acción mala en pecado, sin anular por ello la libertad del hombre,
así también sólo la acción justificadora de Dios convierte al pecador en redimido, sin
anular por ello su libertad. Ahora bien, la tarea de esta libertad cristiana -por la que el
hombre se compromete en la justificación recibida- es precisamente la virtud de la
penitencia.
En este punto, la Tradición católica ha sido siempre uniforme. Pero hay que reconocer
en ella -por lo que respecta, al menos, a los tiempos modernos- cierta paradoja. Por un
lado, ha olvidado quizá demasiado el fundamentar la virtud de la penitencia a partir de
la estructura misma de la vida teologal. Por otro, en cambio, ha afirmado siempre la
necesidad de la satisfacción y el temor del pecado como tareas de la penitencia.
Supuesto, pues, que nos hemos esforzado ya por ofrecer una fundamentación teológica
de la penitencia como virtud específica, tenemos que mostrar -desde dicha
fundamentación- que las tareas propias de esta virtud corresponden también a las
asignadas por la Tradición. El motivo de tomar a éstas como tareas ejemplares estriba
en la dificultad que el hombre moderno experimenta en conciliarlas con la imagen
actual no sólo de la vida cristiana sino también del obrar libre del hombre y del
equilibrio de su afectividad. Dado, por lo demás, que la renovación del pensamiento
cristiano y el progreso de nuestro conocimiento del hombre nos permiten comprender
mejor el significado de la libertad cristiana -otorgada en el Cristo resucitado- y el valor
de la responsabilidad humana -con sus manifestaciones psicológicas: vergüenza,
culpabilidad y desintegración-, podremos hablar de la penitencia con categorías más
ajustadas al hombre contemporáneo. Y es a él precisamente a quien la teología debe
hacer asequible el contenido de la fe cristiana.
Toda la teología clásica atestigua que la satisfacción por el pecado es obra específica de
la penitencia y que el temor del pecado es lo que prepara o, mejor dicho, inaugura esta
satisfacción. Precisando, Tomás nos dice que la penitencia añade a la aflicción por el
pecado - tarea de la caridad- el propositum emendationis, y que éste exige no sólo el
cese de la ofensa sino además una recompensatio que el mismo ofensor propone
cumplir: la satisfactio.
Emendatio no viene de emenda (multa), sino de menda (error, falta). El emendator, por
ejemplo, era el corrector de las faltas en la copia de un documento. Y emendatio, en este
sentido, significa la acción de enmendarse, de corregirse (mutuamente, en el caso de la
"corrección fraterna" -a la que se refiere tantas veces Tomás en su Summa, al usar el
término latino-, o con respecto a sí mismo, como en el caso del propositum
emendationis).
Sólo Dios nos salva, hemos dicho; pero no nos salva sin nosotros. No es que espere a
que merezcamos el perdón para ofrecérnoslo, sino que a partir de la gracia de su perdón
y gracias a ella se nos abre la posibilidad y la tarea de hacer también nosotros algo: la
posibilidad y la tarea de hacer nuestra la libertad cristiana. Faltaría algo, en cierto modo,
a la gloria y obra de Dios si nuestra libertad -que es libertad cristiana- no se
comprometiera totalmente en la acción expiatoria realizada por Dios. No satisfaríamos a
la liberación que Dios nos otorga si nuestra libertad se abstuviera de asociarse a ella.
Lo anterior vale asimismo con respecto a la afectividad humana, supuesto que nuestra
libertad no es angélica y, por tanto, condiciona la afectividad al igual que es
condicionada por ella. No podemos, pues, amputar sin más sentimientos como los de
culpabilidad -que, aun pudiéndose deformar patológicamente, en si mismos son
naturales y buenos-, negando al hombre el deber de reestructurar su afectividad para
integrarla en la libertad de Cristo. Ya que sin este esfuerzo de reestructuración, el
justificado será tentado por la negación ("no he pecado contra Dios"; "no fui yo quien lo
hizo") o, al contrario, por la exageración autodestructora (uno puedo ser salvado") o,
simplemente, por la evasión (acudiendo a los ritos sin esperanza de la magia). La
afectividad, abandonada a sí misma, puede jugar los más variados papeles de
morbosidad. La gracia exige rehacer todo el desorden que la culpabilidad ha originado
en el hombre (y no hablamos aquí de las formas patológicas, sino de la experiencia
ordinaria de culpabilidad).
Acaso el drama de Lutero tenga en parte su explicación desde un haber sido aplastadas
su libertad y afectividad bajo la experiencia de su culpabilidad. Al menos corresponde a
esto un concebir la justificación como obra de Dios que prohíbe al hombre tener que ser
cooperador de la salvación por la satisfacción.
A partir de ahí, enuncia los momentos estructurales (más que meramente cronológicos,
y sin pretender enumeración de un orden jerárquico) que se dan en la génesis de la
conversión. En ella, el temor del pecado (temor servil, en cuanto mira al castigo) no sólo
es present ado como preámbulo de la satisfacción, sino que precede en cierto modo a la
misma caridad (como acto de aborrecer el pecado por ser ofensa a Dios, pudiéndose
convertir así el temor servil en temor filial). Ante esto, surge una doble objeción: la
primera se refiere al papel determinante que los castigos - merecidos por el pecado-
tienen en el temor servil; la segunda cuestiona la preferencia que parece darse a dicho
temor con respecto a la misma caridad (y, consecuentemente, al temor filial).
Advirtamos, ante todo, que el esquema de Tomás está evidentemente condicionado por
las ideas medievales de orden social, jurídico, político y moral. En este sentido, y por lo
que respecta a la primera objeción, la insistencia en la sanción y castigos ha de ser
relativizada a la luz de una comprensión más profunda de la justificación y de la
JACQUES-M. POHIER, O.P.
naturaleza humana. Para la psicología moderna, por ejemplo, el temor del castigo no es
sino una exteriorización inmediata de temores más hondos y angustiosos, como son el
temor de perder el objeto amado o el ser que nos ama, y el temor ante el propio
abatimiento que seguiría a lo anterior. Insistir en los castigos puede hacernos perder
perspectivas ulteriores, que son además muy auténticamente cristianas. Por eso no
hablaremos, en adelante, de temor al castigo sino, más bien, de aquello a lo que éste
apunta.
Pero lo que no podemos negar es que el temor sea una dimensión humana que el
cristiano debe mantener. Entrando, así, en la segunda objeción y prescindiendo de
justificar o rechazar la distinción entre temor al castigo y temor filial, intentaremos
descubrir el sentido al que apunta dicha distinción, con lo que comprenderemos mejor
cómo el cristiano no puede prescindir del temor como realidad humana a asumir en la
gracia. A ésta, desde luego, le corresponde un temor filial, en cuanto que por la caridad
experimentamos el pecado como Dios mismo lo experimenta y lo tememos por ser lo
que es con respecto al amor de Dios. Ahora bien, el que la justificación parta de Dios y
el que, por ello, el temor del pecado tenga para el cristiano una primera y radical
referencia a Dios no significa que Dios obre en nosotros sin respetar nuestra propia
realidad. El que sólo el Espíritu obre en nosotros el conocimiento y valoración del
pecado no nos permite concebir al justificado en términos de espiritualismo.
De ahí que la caridad se manifieste, en un primer momento, como simple "temor" que
hace referencia a nosotros mismos. Ya que la caridad, haciendo que nos amemos a
causa de Dios, por ser herencia suya y objeto de su amor, no anula la propia
consistencia de nuestro ser personal. Sería contradictorio que la fundamentación del
amor a nosotros mismos en Aquel que nos ha dado el ser y a quien debemos nuestra
misma personalidad nos redujera a menos de lo que somos y sentimos ser fuera de dicha
fundamentación. Hay que decir, más bien, que nunca cobra tanto peso nuestra existencia
y que jamás tienen precio tan alto nuestra vida y nuestra muerte como cuando nos
experimentamos radicados en Dios mismo y en su agravia nte amor. Interesados, pues,
como nunca en nuestra propia vida y muerte, y conscientes de la seriedad y alcance de
nuestra libertad, no sólo podemos -tras la justificación sino que debemos considerar la
muerte del pecado (que depende del hombre, pues Dios no la quiere) con verdadero
temor: con el más radical de nuestros temores.
Con lo anterior hemos podido redescubrir la función peculiar que el temor del pecado
desempeña como tarea de la penitencia, exigida por la misma justificación. No nos
JACQUES-M. POHIER, O.P.
Lo mismo vale con respecto a la afectividad del hombre, cargada de temores -naturales
y buenos en sí mismos- ante la posible pérdida del objeto de amor o del ser que nos ama
-y de quien depende nuestra vida-, y ante la perdición y aniquilación que comporta lo
anterior. Estos temores se hallan tan implicados en la experiencia humana del fallo
moral y del fracaso como en la experiencia cristiana del pecado que impide la obra
salvadora del finito que da la vida. Y no dejan de existir en el justificado, el cual sigue
temiendo -con todo su ser, afectividad incluida- los efectos del pecado. Haciéndonos
responsables de nosotros mismos, sobre una nueva base, la justificación nos confía el
deber de estructurar nuestra afectividad, asumiendo en la libertad cristiana aquellos
temores que no son sino fruto de una afectividad que desempeña su oficio y
enseñándonos que el amor es más fuerte que la muerte y que cierta muerte es una
ganancia para nosotros.
Concluyamos, pues, que es engañarse sobre la salvación olvidar que el temor filial es el
régimen auténtico del temor de quien se sabe resucitado en Cristo; pero también lo es no
aceptar la realidad del temor en el mismo justificado. Un temor humanamente humano,
que está en el mismo hombre (¿por qué llamarlo "servil" entonces?, ¿acaso porque sólo
la fuerza de la justificación nos permite y exige impedir que se convierta en temor
esclavizante?). Un temor que es materia digna del temor filial y que debe ser asumido
por éste, ya que el desquite del temor que se desprecia por ser servil es hacer de
nosotros sus esclavos.
"cerradas" (el terapeuta ha de conseguir que el paciente se abra), sino que además
ignoran el peso real de la culpa a la vez que no ven salida alguna a esta culpabilidad.
El cuarto criterio, en fin, se desprende de un factor de la teología del pecado: el que sólo
Dios salve -haciéndolo por pura gracia- no significa que se excluya una cierta tarea por
parte del pecador justificado. En efecto, la penitencia brota de la misma dignidad de
rescatado y de la libertad cristiana que el justificado tiene. No es que éste haya de
completar la acción de Dios, sino que ésta -haciéndole entrar en comunión con el obrar
mismo de Dios- le exige el que se comprometa con lo realizado por Él, como
responsable que es -en cuanto hombre que peca libremente- de los efectos de su pecado.
Este asumir su propia responsabilidad es lo que no puede darse en una experiencia de
culpabilidad cerrada en si misma (patológica y pseudorreligiosa), que intentará evadirse
de diversos modos, a veces infantiles y siempre ineficaces. No así la experiencia sana de
culpabilidad, que puede asumir una actividad de reestructuración de los efectos de la
culpa.
Conclusión
Notas:
1
Este artículo ha sido recogido textualmente en el libro del mismo autor: «Psychologie
et Théologie», Ed. du Cerf, París (1967). La traducción castellana, con cl título:
«Psicología y Religión», aparecerá próximamente en la Editorial Herder, Barcelona.
2
Es muy significativo, al respecto, que una obra tan importante como la «Théologie du
péché» (Desclée, 2 vol. 1960 y 1962) no contenga ninguna exposición sintética sobre cl
pecado (N. del A.).
Exégesis patrística
La exégesis que hacen los padres griegos del pasaje que estudiamos se puede resumir
así: el germen divino es una fuerza interior por cuya acción el alma cesa de estar
sintonizada con el pecado; dejándose conducir por este dinamismo interior el alma se
hace verdaderamente incapaz de hacer el mal. Agustín por su parte, y con él la exégesis
latina, pretende limitar la expresión de Juan a un pecado concreto: la violación de la
caridad. Esta solución es adoptada por algunos de los modernos que insisten en que
Juan hablaría de algún pecado especialmente grave que sería prácticamente imposible
para el cristiano. El P. Galtier, por ejemplo, piensa en cl pecado inveterado, en la
perversión moral que acepta deliberadamente el pecado. Pero estas soluciones no
explican cómo Juan pueda decir ou dynatai amartánein. No basta tampoco con decir
que el texto afirma la incompatibilidad de gracia y pecado. Seria una tautología. Por esta
razón muchos exegetas vuelven a la solución indicada por los Padres griegos.
El defecto de estas soluciones está en no tener en cuenta que Juan es, aquí como
siempre, el heredero de una larga tradición. Hay que colocar la doctrina de la
impecabilidad del cristiano en el contexto de la escatología judeo-cristiana, sin dejar la
tradición sapiencial.
De los textos que vamos a citar se deduce claramente esta doctrina: al fin de los tiempos
el pueblo elegido será un pueblo santo, un pueblo sin pecado; esta santidad, esta
impecabilidad, se deberán a la presencia activa del Espíritu, de la Sabiduría y de la Ley
en el corazón de los elegidos: de aquí sacarán el conocimiento de Dios, la fuerza para no
volver a pecar, la vida.
El Antiguo Testamento
Los profetas hablan del pueblo mesiánico como un pueblo de santos (Is 60, 21; Dan 7,
18; 8, 24) y Ezequiel anunciaba como característica fundamental de los tiempos
mesiánicos la renovación interior efectuada por la abundante efusión del Espíritu en el
corazón de los hombres (36, 27.29).
el justo (Sal 37, 30-31 y Sal 119, 11). La Palabra de Dios, la ley interior es, pues, la que
da al justo la fuerza para no pecar.
En los escritos de Qumrán, en los que se nos revela un anhelo escatológico aún más
ardiente, se repite con frecuencia la idea del pueblo sin pecado, y se encuentra en ellos
la misma dualidad de aspectos, la misma contradicción aparente que en los escritos de
Juan: los hijos de la alianza son a la vez pecadores y sin pecado. Sin embargo, lo mismo
que para Juan, las dos series de afirmaciones pertenecen a dos contextos diferentes: ante
Dios, los miembros de la alianza, penetrados de la espiritualidad de los salmos, se saben
pecadores; ante los hijos de las tinieblas, tienen una conciencia vivísima de ser objeto de
la elección divina o, como dicen ellos mismos, "los hijos de su buena voluntad" (1 QH
3, 32-33). Forman la comunidad mesiánica; ésta no puede por menos de ser una
comunidad sin pecado. Se observa, pues, entre los hijos de la alianza una cierta tensión
entre dos aspectos reales.
El Nuevo Testamento
En la carta de Santiago (l, 21) se exhorta a los cristianos a acoger la Palabra implantada
en ellos, porque tiene el poder de salvarles; por ello es calificada como "ley perfecta de
la libertad" (v 25). La primera carta de Pedro declara que los cristianos han sido
regenerados por la Palabra de Dios. Y en la segunda carta (1, 10) se afirma que los
cristianos no pecarán si acrecientan en ellos su vocación. Hay, pues, una continuidad
doctrinal con los escritos de Qumrán: la fuerza para no pecar estriba en la conciencia de
su elección.
Para Pablo (Gál 5, 16) la realidad profunda de la vida cristiana es la presencia del
Espíritu, principio interior de acción y, por consiguiente, signo distintivo de los hijos de
IGNACE DE LA POTTERIE, S.I.
Dios: "los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios" (Rom 8,
14). Los cristianos fieles a la ley del Espíritu poseen en si mismos, con el don del
Espíritu y en él, el principio mismo de la impecabilidad.
Juan tiene en su primera carta dos afirmaciones aparentemente contradictorias. Por una
parte, el hombre, si dice que está sin pecado, es mentiroso (1, 8.10) ; por otra, se afirma
que el cristiano no peca y no puede pecar. La solución de la antinomia hay que buscarla
en la diferencia temática y en la perspectiva propia de cada contexto. La afirmación del
pecado de los cristianos pertenece a un contexto kerigmático (1, 5). En el kerigma
primitivo ocupaba un lugar esencial el tema del pecado, del que Cristo nos ha rescatado
(cfr. Act 2, 38; 3, 19-26 etc). Es el punto de vista eternamente verdadero de la
predicación pastoral. En cambio, cuando Juan afirma que el cristiano no peca, lo hace
siempre en el contexto teológico de su dualismo escatológico, en el que opone los hijos
de Dios a los hijos del diablo.
Contexto escatológico
La sección siguiente (2,29-3,10) forma una unidad literaria cuyo tema se anuncia en el
último versículo: "en esto se conocen los hijos de Dios y los hijos del diablo". Es el
tema de la oposición escatológica de las fuerzas del bien y del mal. Anomía en el v 4 no
tiene el sentido clásico de transgresión de la ley que se le atribuye frecuentemente;
designa el estado de hostilidad escatológica contra el reino mesiánico, contra Cristo,
bajo el dominio de Satán. Las características distintivas de los hijos de Dios son
descritas en los vv 3, 6. 7, 9: se santifican, practican la justicia, no pecan, son incapaces
de pecar. El tema vuelve a repetirse de manera bastante semejante en 5, 18-19. Nos
encontramos de nuevo en el mismo contexto de la oposición escatológica. entre los
hijos de Dios y el mundo malo.
IGNACE DE LA POTTERIE, S.I.
La escatología juanea
Las realidades escatológicas tradicionales que los Sinópticos describen como futuras, se
han hecho para Juan presentes en Cristo: a) la resurrección: "Yo soy la resurrección" (Jn
11, 25); b) el juicio: "ahora es el juicio de este mundo" (Jn 12, 31); c) la sanción del
juicio: Jesús ha vencido al mundo (Jn 16, 33; 1 Jn 5, 4), "aquel que no cree, ya está
juzgado" (Jn, 3, 18), el creyente no es juzgado, posee ya la vida eterna (Jn 3, 36; 6. 47).
Para Juan la vida eterna es la salvación ya poseída. Para los Sinópticos, en cambio, era
un bien futuro.
Para resolver el problema de la impecabilidad del cristiano hay que considerar un doble
aspecto de la escatología juanea: a) las realidades escatológicas están ya presentes para
Juan, porque están realizadas en la persona y en la obra de Cristo; b) pero se da un
dualismo radical que está señalado por la oposición que Juan establece entre los hijos de
Dios y los hijos del diablo, lo cual expresa una realidad teológica, más profunda: la
coexistencia entre la vida divina y la pertenencia a Satanás. Esta oposición radical se da
abiertamente al fin de los tiempos y es el enfrentamiento de la verdad y la iniquidad la
luz y las tinieblas.
La semilla de la pa labra
¿Cómo debe entenderse esta "semilla" (spérma)? La mayor parte de los autores
modernos la entienden del Espíritu Santo, porque Juan dice en otra parte que hemos
nacido del Espíritu. Pero nunca se compara esta vida de la gracia con una semilla. Otros
han interpretado spérma en el sentido concreto de descendencia, ya sea de Dios en
general, ya sea de Cristo, que es la "semilla" por excelencia; pero esta interpretación
exigiría el artículo (to spérma) como de hecho se encuentra en los textos en los que se
funda (Gál 3, 16; Ap 12, 17; cfr. 1 Jn 5, 18), y a duras penas se adapta al contexto.
Creemos, pues, que hay que volver a la exégesis de la mayoría de los autores antiguos,
para quienes la semilla es la palabra de Dios, imagen familiar a la tradición judía y
cristiana.
Son varios los textos de Juan que confirman la consideración de la semilla como la
palabra de Dios (cfr. Jn 15, 3; 1 Jn 2, 14; 2, 24; 2 Jn 2). Es muy probable que la semilla
que permanece en nosotros, según 1 Jn 3, 9, sea la verdad cristiana la palabra de Dios,
presentada a los nuevos creyentes como objeto de fe y principio de santificación en el
momento del bautismo (cfr 1 Cor 4. 15).
El término más significativo del v 9 es el verbo ménein, muy característico del estilo de
Juan. En la alegoría de la vid y los sarmientos, que es donde aparece con más
frecuencia, se muestra que el verbo "permanecer" no indica un reposo inerte, sino una
unión vital, por comunicación real de la vida.
c) Esta actitud de Juan frente a las realidades sobrenaturales -la vida divina y la palabra
de Dios- y, paralelamente, frente al pecado. puede y debe caracterizarse como una
actitud mística. La mística, en sentido estricto, se define ordinariamente por el
conocimiento experimental de las realidades sobrenaturales. La insistencia sobre el
"conocimiento" en las cartas, el empleo de las fórmulas "nosotros sabemos", "vosotros
sabéis", parecen indicar realmente una experiencia de este tipo. Pero, como observaba el
P. de Guibert, el término puede comprenderse también en un sentido más amplio:
"mística designa el aspecto de pasividad que se halla en toda vida interior". La actitud
mística en la vida de la gracia prestará más atención a la acción divina que al esfuerzo
humano y lo que importa es la docilidad. A esto nos invita Juan (Jn 6, 45).
Siguiendo a Braun y a Charue podemos afirmar que propiamente hablando Juan no nos
ha dejado una moral, sino más bien una mística. Aquí se encuentra en definitiva la
verdadera solución al problema de la impecabilidad. Para Juan el principio interior de la
impecabilidad, considerado objetivamente no es tanto la acción divina en general cuanto
la acción de la Palabra de Dios enseñada por el Espíritu (1 Jn 2, 27). Este principio
exige, por parte del sujeto la docilidad a la palabra la permanencia en la comunión
divina. Este aspecto místico ha sido comprendido muy acertadamente por los Padres
griegos.
Hay una clara relación entre este aspecto místico y el aspecto escatológico de que
hemos hablado anteriormente, y que no podemos olvidar, ya que solamente en la fase
definitiva del Reino será plenamente realizada la impecabilidad de los elegidos: aquí
abajo seguimos siendo pecadores. Pero el privilegio de la impecabilidad del más allá no
nos será concedido como algo absolutamente nuevo y sobreañadido de manera por así
decir extrínseca: nos está ya dado desde ahora en la participación de la vida divina que
tienen los bautizados, en su sumisión a la verdad interior. Y aquí se manifiesta el
alcance de la doctrina juanea para nuestra vida presente: si la "semilla" divina produce
sus frutos en el cristiano. éste no peca en realidad, y cuanto más activa es y cuanto más
se convierte en objeto de experiencia. más se hace realmente incapaz de pecar. En la
medida, pues. que seamos dóciles a la Palabra seremos incapaces de optar por el mal. Y
IGNACE DE LA POTTERIE, S.I.
en esa misma medida pertenecemos ya a la ciudad futura, en la que "no entrará cosa
impura" (Ap 21, 27).
Conclusión
Pertenece, sin duda, a las experiencias religiosas fundamentales el hecho de que somos
pecadores y que nos debemos consola r, al mismo tiempo, de ser justificados por Dios en
Cristo.
Así pues, nos interesa lo que la fórmula protestante pueda decirnos sobre la experiencia
de la justificación, no sólo como una cuestión teológica, sino sobre todo como un
genuino problema de nuestra vida espiritual.
LA FÓRMULA PROTESTANTE
mismo mira sus sentimientos y sus obras, y no puede menos de temblar ante la infinita e
interpelante santidad de Dios, a la vez que se experimenta una y otra vez como pecador.
Pero, a pesar de su circunstancia pecadora, el creyente se sabe justo ante Dios, salvado
por la Redención de Cristo y hecho hijo muy amado de Dios. Aunque, volviendo a
mirarse, se descubre a si mismo como pecador. De ahí la fórmula "simul iustus et
peccator", como expresión del convencimiento de que la fundamental experiencia
humana consiste en ser a un tiempo justo y pecador ante Dios.
El protestantismo cree que sólo esta dup licidad puede expresar la verdadera
comprensión cristiana del hombre: saberse pecador hasta en la última fibra de su
conciencia y saberse justificado en el monstruoso riesgo de la fe y la absoluta confianza
en el mensaje de Dios. He ahí, según los protestantes, la más genuina concepción
cristiana del hombre, que se desvirtúa siempre que se quiere suavizar su paradoja. Se es
cristiano cuando a nuestra radical experiencia de permanente pecaminosidad se une la
conciencia de fe, de ser justificados por la sola gracia de Dios.
El justo no es pecador
La justificación, cano suceso de la historia de salvación, crea algo nuevo, que no puede
estar en simultaneidad con la situación antigua.
De ahí surge el no católico al "simul iustus et peccator". La irrupción del acto de Dios
en el hombre no puede concebirse en simultaneidad alguna con una situación anterior y,
por tanto, el ser del hombre no puede ser expresado por esta permanente relación
dialéctica entre dos dimensiones esenciales y necesarias, expresadas en la fórmula simul
iustus et peccator".
Objetividad y subjetividad
La pregunta acerca de en qué sentido es el hombre justificado por Dios no puede ser
resuelta, por tanto, atendiendo a cómo y con qué intensidad la acción de Dios es
experimentada por el hombre. La experiencia que podamos tener de la fe y de la
justificación no coincide con la verdad objetiva de esta fe y de esta justificación, puesto
que lo eficaz y definitivo en el ser justificados es exclusivamente el poder y la acción de
Dios. Y la experiencia humana no puede alcanzar toda la profundidad y radicalidad del
obrar de Dios.
La doctrina católica, para dar gloria a la gracia y poder de Dios, ha acentuado el que a
través de la gracia somos hechos "hijos de Dios": al ser justificados se nos da el Espíritu
Santo, siendo hechos por la gracia templos de Dios, hijos y ungidos de Dios. Y esta
verdad no es una ficción ideológica. No es un simple "como si", sino la última verdad
del hombre mismo.
La justificación, como acción de Dios, reorganiza al hombre hasta las raíces más
profundas de su ser, lo transfigura y lo diviniza. Por esto el justificado no es "justo y
pecador a un tiempo". Por la justificación se convierte, en verdad, del pecador que era
en un justo, que antes no era. En un sentido verdadero, el hombre cesa de ser pecador.
Así, el Concilio de Trento rechazó la fórmula "simul iustus et peccator" porque con su
simultaneidad temporal de justificación y pecaminosidad desconoce la verdadera
esencia de la justificación cristiana. La fórmula fundamental del ser cristiano no es una
divagación dialéctica entre pecaminosidad y santidad.
Rechazamos, pues, esta fórmula por no describir correctamente la realidad objetiva que
Dios hace efectiva en nosotros, y en la que podemos y debemos abandonarnos antes que
hacerlo en nuestra propia subjetividad. Sin embargo la fórmula "simul iustus et
peccator" encierra aspectos válidos para la comprensión de la esencia de la justificación.
Incertidumbre de la salvación
¿Puede un cristiano afirmar con absoluta certeza que él es, en verdad, un justificado y
que, por tanto, ya no es pecador?
Sin embargo, el hombre no puede de una manera cierta y objetiva decir "yo estoy con
toda seguridad justificado". Y no puede tener esta seguridad, no porque él haya de
mantenerse siempre angustiado y desconfiado ante Dios, sino precisamente -y al
contrario- porque debe confiar en Dios. Por esto ha de abandonarse enteramente al
juicio de Dios con una firme esperanza, pasando por alto cuanto experimenta acerca de
sí mismo. Esta esperanza, que se le exige, reclama que su actitud de absoluta confianza
en la gracia no se trueque en una seguridad refleja de su propia salvación.
Aun cuando la teología católica no acepte la fórmula "simul iustus et peccator", tiene
ésta un positivo valor, si es entendida como expresión de la experiencia del hombre
individual. Pues cuando el hombre puede y debe esperar con toda firmeza ser
personalmente justificado por Dios, puede al mismo tiempo, a pesar de esta esperanza y
de su temor en esta esperanza, ser un pecador.
Desde el tiempo de Agustín y con sus mismas palabras, la Iglesia afirma, no "por
humildad" sino "con toda verdad", que el hombre es y permanece pecador.
Esta doctrina no ha sido negada por el Concilio de Trento por el hecho de que rechazase
la fórmula "simul iustus et peccator" como falsa, en el sentido bien determinado que
hemos visto.
¿Cómo puede, sin embargo, el justificado ser y permanecer pecador, si al mismo tiempo
está en la situación y postura del ser justificado? El católico respondería que
permaneciendo justificado comete siempre "pecados veniales" y por ellos debe recurrir
constantemente, como pecador, a la gracia del Dios que perdona.
El catecismo y la teología nos dicen que el justificado, que comete pecados. permanece
en estado de gracia mientras no peque gravemente, objetiva y subjetivamente. Pero para
que esta afirmación sea correcta tiene que ser entendida de un modo muy discreto.
Muchos creen que siempre se es un poco pecador: se cometen faltas diarias, pequeñas
omisiones y rechazos a la ley y voluntad de Dios; y es por eso por lo que uno debe
reconocerse pobre pecador.
Pero una tal comprensión de la diferencia entre pecado grave y pecado venial y de la
coexistencia del estado de gracia con pecados y actitudes veniales, desprecia
esencialmente la verdadera profundidad, inseguridad y oscuridad del ser cristiano.
KARL RAHNER, S.I.
Se da, ciertamente, según la doctrina católica, una radical diferencia objetiva y subjetiva
entre pecado grave y pecado venial. Hablando bíblicamente: hay en el justo, en el hijo
amado de Dios, pecados que no quitan la filiación y hay también pecados que si se
cometen con la necesaria claridad y libertad apartan, como dice Pablo, del Reino de
Dios y de la herencia del cielo, y hacen al hombre hijo de la ira de Dios, mientras
permanece en este estado. Pero no podemos abusar de esta diferencia para una solución
del acongojado ser cristiano.
Debemos, pues, de alguna manera, superar la distinción entre pecado grave y, pecado
venial por cuanto no puede ser perfectamente objeto de experiencia en una reflexión
concreta sobre nosotros mismos.
Por un lado, somos pecadores que esperamos poder pasar de nuestra pecaminosidad a la
misericordia de Dios; por otro, justificados cuya justificación está siempre amenazada y
combatida, oculta a nuestros ojos.
Ante este hecho el hombre debe confesarse pecador y en este sentido la fórmula "simul
iustus et peccator" puede encontrar un sentido católico válido y decididamente
verdadero.
El concreto obrar salvífico del hombre está caracterizado tanto por el punto de partida,
del que salimos, como por el estado de perdición, que ya hemos abandonado, y por la
meta, que en esperanza ya poseemos.
Se puede reconocer al hombre creado por su devenir espiritual, por su tensión entre
punto de partida y fin. Como ciudadano del reino eterno, el hombre se mueve
constantemente entre estos dos polos. Sin embargo esta "simultaneidad" de principio y
fin no es temporal. Simplemente es "simultaneidad" de tensión, y en este sentido
KARL RAHNER, S.I.
también la fórmula protestante "simul iustu et peccator" tiene un sentido positivo para el
cristiano.
Conclusión
El cristiano debe haber entendido que él de por sí no es más que nada y nada más que
pecado. Lo bueno que halla en si, ha de reconocerlo como gracia de Dios. Por esto, el
cristiano no puede hacer valer ante Dios su justificación, sino que debe, día a día,
aceptarla como un regalo inmerecido de la infinita misericordia de Dios, que le diviniza.
Santos como Teresa del Niño Jesús lo hicieron así. Cuando se atrevían a entrar en la
presencia de Dios, se presentaban -de por sí- con las manos vacías; y en el reconocerse
pecadores -como Agustín- descubrían en sí mismos el milagro de que Dios llena las
manos del hombre y deja que su corazón rebose de amor y gracia.
c) El pecado es personal y. por cons iguiente, el pecador ha de "saber" que dice "no" a
Dios. Prescindimos aquí del modo y nivel de conciencia con que esto deba "saberse",
aunque admitimos diversos grados de libertad y conocimiento.
Dado que Dios es único y una sola su voluntad, el hombre no puede nunca encontrarse
en una situación que le induzca irremisiblemente al pecado. Dios no es un ser absurdo y
fatalista que apruebe y repruebe simultáneamente lo mismo. Sin embargo podemos
encontrarnos en una situación que nos exija una opción dentro de un margen de
posibilidades tal, que cualquiera que sea nuestra decisión, implique una serie de
acciones, bajo ciertos aspectos, erradas.
KARL RAHNER, S.I.
Pecado y pecaminosidad
El relato de la caída del Génesis nos ofrece la etiología del estado dé pecado que el
hombre histórico sufre y padece. Según la Revelación el estado de pecado es la
consecuencia de la acción libre y responsable del hombre. El pecado es originariamente
acción y suceso personal y a partir de él hemos de comprender dialécticamente la
atmósfera de pecado en que vivimos. Esta atmósfera es el resultado de la acción
pecaminosa, pero al mismo tiempo es situación concausante -aunque nunca nos
determine trágicamente- desde la que se realiza esa acción libre. El hombre ha de
reconocerse ante la realidad del pecado como un uno idéntico donde convergen
inseparablemente acción pecaminosa y padecimiento de esa misma acción.
Sin embargo, esta segunda confesión expresa, en el fondo, que con nuestro pecado
optamos en favor de la condición pecadora en que nos encontrábamos con anterioridad
a este nuevo pecado, sin que por esto se niegue que esa pecaminosidad se debiera ya a
una acción personal anterior. Y es que esta cierta ambigüedad psicológica no se opone a
la originariedad de la acción pecadora respecto a la condición pecaminosa, aunque sea
muy difícil que la decisión práctica que desencadenó nuestra pecaminosidad acceda a la
memoria histórica.
Así pues, llamamos signo a la falsedad material de la acción humana, por la que ésta es
objetivamente culpable. Es signo de la culpa y no la culpa personal misma porque. en
primer lugar, el trastorno material de nuestra relación con Dios puede provocarse sin
intervención personal, sea por falta de conocimiento, sea por coacción de la libertad;
entonces se daría transgresión material sin culpa personal. En segundo lugar, porque
normalmente el elemento material es la manifestación a modo de signo de la existencia
de la culpa personal; sólo en él nos constituimos pecadores y en él nos descubrimos
como tales. La culpa personal no es, pues, idéntica -sin dejar de ser un uno inseparable-
con el elemento material: éste es sólo el signo de aquélla.
Todo lo dicho vale igualmente para los llamados pecados de "solo deseo" o "solo
pensamiento". Estos actos, aunque psicológicamente "internos", ontológicamente son
exteriores al núcleo personal y, por eso, cuando son culpables, son sólo signos de la
culpa personal y no la culpa misma, aunque ésta se manifieste y constituya en ellos.
Esto puede decirse incluso de los casos en que el pensamiento o voluntad parecen
dirigirse expresa e inmediatamente contra el mismo Dios. Debemos, por esto, distinguir
bien entre el pensamiento sobre Dios y el Dios captado intencionalmente en la
trascendentalidad del espontáneo pensar y querer. Ahora bien, el pensamiento sobre
Dios, como todo acto "interno", participa de la corporeidad e intramundanidad de toda
acción del hombre, espíritu en el mundo. También en el pensamiento sobre Dios la
persona sale de sí misma, se constituye y manifiesta en lo "otro", se hace presente en lo
que no es ella misma. En definitiva: tal pensamiento está dotado igualmente del carácter
de signo constitutivo y no es idéntico con la persona pecadora, aunque no deje de ser un
uno con ella. Así puede comprenderse que en ciertos casos un pensamiento contra el
mismo Dios no sea personal y existencialmente culpable. Para que esto ocurra no basta
negar a Dios en el concepto objetual, es necesario negarlo en su propia realidad y a ésta
sólo se llega intencionalmente en la espontaneidad misma de toda acción libre.
DOLOR Y PECADO
Persona y medio
La persona humana se realiza en una estructura bipolar y dinámica. Uno de los polos es
su propio núcleo personal, la persona originaria. El otro es Dios, como término al que
tiende siempre por su apertura al ser en absoluto. Entre ambos polos se da un "medio"
en el que el hombre se realiza, y actualiza la tensión dinámica entre ambos polos. Este
"medio" es una unidad constituida por la propia estructura anímico-corpórea y las
diversas objetivaciones llevadas a cabo por la persona en sus actuaciones "externas"
(pensamientos, decisiones, acciones sobre el cuerpo y el mundo, etc); a esta unidad
ambiental pertenecen también las otras personas, con sus objetivaciones, y las cosas,
Este "medio" es algo distinto del hombre, en cuanto persona originaria, pero inseparable
de él. No hay línea divisoria clara entre ambos. Persona y medio ambiente de la persona
son realidades en ósmosis. El hombre por sus objetivaciones en el "medio" se realiza y
manifiesta, se encuentra consigo mismo y con Dios. En este sentido esas objetivaciones
son él mismo. Y, sin embargo, no lo son. Porque, por una parte, la persona no puede ser
absorbida totalmente por lo "otro", no puede objetivarse totalmente en el "medio"; y,
por otra, éste aporta unas estructuras ajenas a la persona, a las que ésta debe someterse
para que el "medio" pueda devenir su signo constitutivo.
KARL RAHNER, S.I.
Este complejo "medio" tiene, como hemos dicho, unas estructuras teológicas,
metafísicas, éticas y antropológicas antecedentes a la realización libre de la persona. El
pecado-acción es precisamente la transgresión libre de esas estructuras en su referencia
a Dios. De aquí se sigue que la acción pecadora de la persona primigenia, al tomar
forma en el medio, repercute como pasión o dolor en la misma persona, repercusión que
es efecto de la resistencia que estas estructuras ofrecen a la acción que las contradice.
En este sentido la teología llama pasión (dolor o enfermedad en sentido amplio) al signo
constitutivo de la acción-pecado en el "medio".
Según la Escritura, el hombre debe confesar sus pecados y, por tanto, debe poder decir
inteligiblemente que ha cometido tales pecados, sin que baste un mero reconocerse
vagamente pecador. Lo cual supone que las acciones -signo de su culpa personal- deben
poder ser reconocidas con suficiente certeza y ser formuladas como tales signos de la
culpa personal. Por otra parte, la misma Escritura afirma que el hombre no debe ni
puede hacer una declaración absoluta sobre el estado ante Dios del núcleo de la persona
propia o ajena. De aquí se sigue una cierta ambigüedad respecto al conocimiento de la
culpa. El signo tiene una real función indicativa acerca. del estado de la persona ante
Dios, pero pese a su verdadero valor indicativo existe una insuperable ambigüedad.
¿De dónde procede ésta? La libertad originaria se nos manifiesta sólo en sus signos
constitutivos, en sí distintos de ella misma. El vehículo de estos signos es el "medio".
Este medio nunca es pura posibilidad de expresión de la libertad personal, sino que
KARL RAHNER, S.I.
aquello que es asumido por la libertad y que se convierte en su signo y expresión está
siempre abierto a la posibilidad de ser expresión de otra libertad o de ser estructura de
hecho inasumible por esa libertad. En este sentido, todo signo puede ser expresión
personal propia y al mismo tiempo impresión venida de fuera (por ejemplo, de la
estructura social o de mi neurosis). Dilucidar esto en los casos concretos de un modo
absoluto queda reservado a Dios. Con todo, está a nuestro alcance en los casos normales
y de modo suficiente para la vida práctica, aunque siempre aproximativa y
provisionalmente. La criatura debe aceptar esta situación ambigua y dolorosa como
expresión de su entrega incondicional a la palabra de su Creador.
Conviene que tengamos presente una última consideración: todo análisis modifica el
objeto de la observación. Esto vale igual si este objeto es el signo de la acción personal
y el sujeto observador nosotros mismos; lo que se observa entonces es una síntesis
insoluble del signo y de la impresión sobre él de la observación, la cual no es en sí
misma algo puramente teórico, sino un momento de la vida moral del observador. De
ahí que lo que en el análisis del signo parece ser culpa, pueda ser también o
parcialmente pasión o impresión venida de fuera, de la observación misma. Para
eliminar esta ambigüedad propia a todo análisis sería necesario romper esa síntesis en
flujo constante entre objeto y observador, en definitiva entre el hombre como agente y
el hombre como paciente. Esto no es posible hasta la muerte, y entonces, cuando ya no
haya diferencia entre lo interior y exterior de la persona, no será el hombre sino Dios
quien mire y juzgue el corazón, y desde él las obras -no viceversa- donde el corazón se
ha realizado.
signos de la culpa y distintos de ella; proceden del núcleo personal, pero adquieren
carácter objetual en el "medio". De ahí que sean accesibles a una intervención somática
o psíquica que venga de fuera. Tal intervención es posible y moralmente legítima
independientemente de si el padecimiento procede de una culpa ya perdonada o todavía
presente. Esto se sigue de la relación ambigua y fluctuante, antes indicada, entre la
culpa y su signo, por lo cual puede darse culpa sin signo claro y unívoco o viceversa.
Debemos finalmente señalar que existe también una manera cristiana de superar el
sufrimiento, que consiste en aceptarlo con fe como participación en cl sufrimiento de
Cristo.
Sacerdote y médico
De todo lo que llevamos dicho surgen la unidad y diferencia en las tareas y objetos del
sacerdote y el médico. El sacerdote pronuncia en nombre de Dios la palabra de perdón
que, en cuanto tal, no alcanza el signo constitutivo de la culpa. que ha adquirido ya su
existencia en el medio de la persona y no en la persona misma, aunque en su origen
brotase de ésta.
Pero este tema se entrelaza íntimamente con otro: la finitud. Y es tarea del conocimiento
humano comprender la relación dialéctica que existe entre ambas realidades.
La hipótesis en que se basa este trabajo consiste en que ambas nociones encierran dos
"negatividades" irreductibles, dos modos radicalmente distintos de carencia de ser. La
finitud comporta un movimiento de negatividad que no es ni irracional ni triste: yo no
soy el otro, yo no soy todo el hombre, yo no soy Dios, ni tan sólo soy idéntico a mí
mismo. Lo contrario sucede con la culpabilidad, que introduce una "nada" distinta, que
altera, aliena, oscurece y enturbia la finitud: es lo irracional, la auténtica tristeza de lo
negativo, lo único absurdo quizá. Con todo, ambas negatividades tienden casi
irresistiblemente a confundirse para desembocar en una equívoca filosofía de la finitud
enferma que exhibe la indistinción entre finitud y culpabilidad, entre limitación y
maldad, y que la experiencia parece corroborar.
Por otra parte, ¿se puede hacer de la culpabilidad un problema filosófico cuando
proviene de la conciencia mítica y conserva esta estructura al ser tras puesta al orden de
la reflexión? La culpabilidad, ¿no es precisamente lo irracional? Por eso su génesis sólo
puede ser acogida por la filosofía a través de una representación que anude
indisolublemente un sentido, una imagen y un relato. La reflexión necesita potenciarse
con el contacto de los mitos de la culpabilidad.
Pero si nos sumergimos en el mundo de los mitos descubrimos que no son homogéneos.
Nuestra conciencia occidental arrastra consigo dos imágenes contrarias de la
culpabilidad. Y esto tiene importancia para nuestro problema porque, a nivel de los
mitos, nos es preciso distinguir la falta de la creación original como caída posterior a la
institución de la humanidad. Y, por otra parte, hemos de entender la culpabilidad como
una desgracia, una maldición que entorpece a la humanidad y la encierra en un destino
inexorable. Una imagen muestra la irrupción de la culpabilidad en la finitud. La otra
hunde la culpabilidad en la finitud, como si se tratara de una única miseria. A estas
imágenes corresponden la visión bíblica -el pecado-, y la visión trágica de la
culpabilidad - la "falta trágica"-, que nos proporcionarán los dos polos de esta
ambivalencia. Constataremos también que tienden a confundirse. La falta trágica está a
menudo muy cerca del pecado bíblico y éste, a su vez, presenta frecuentemente una
resonancia trágica inquietante: "Yo endurecí el corazón del Faraón...", "Zeus me ofuscó
cruelmente..."
PAUL RICOEUR
LA FALTA TRÁGICA
Los coros de la tragedia griega nos revelan que la emoción trágica es fuente de
sabiduría: sufrir para comprender es la ley de Zeus para abrir a los hombres el camino
de la prudencia. Por este "comprendes la tragedia es susceptible de ser materia de
reflexión. Nos coloca ante el enigma central de nuestra pregunta: la falta inevitable. El
héroe cae en la falta como cae en la existencia. Su existencia es culpable. Nos
encontramos, por tanto, en la indistinción entre culpabilidad y finitud, en lo cual
consiste precisamente lo trágico Edipo, para evitar el parricidio y el incesto, caerá
justamente en aquello de lo que huía. Pero esta indistinción reposa en una teología
implícita: el "dios malvado". Aquí está la llave de la antropología trágica.
Esta culpabilidad del ser, concretada en el Zeus del Prometeo, contrasta con la
inocencia de un bienhechor del hombre. Prometeo, el inocente, no es un hombre, sino
un titán, pero significa la inocencia del destino humano que es mayor que la vida de
cada uno de los mortales. Sufre por haber amado demasiado a los hombres. Quizá su
falta se encuentre en la autonomía. Pero sobre todo está su generosidad. Prometeo,
como Job, clama por su inocencia. Él ha proporcionado el fuego del hogar, del culto, el
fuego que da sentido a las artes y a las técnicas, a la razón y a la cultura, y que simboliza
el ser dinámico del hombre. Prometeo es trágico porque ama a los hombres, porque de
su amor proviene la desgracia propia y la de los hombres. El titán, como Io - la joven
entregada al amor lúbrico del dios- representan la subjetividad presente a sí misma,
ofrecida al destino, aplastada, pero capaz de reflexionar y expresarse en una voluntad
rebelde.
PAUL RICOEUR
Culpabilidad humana
Con todo, la culpabilidad del ser es sólo una cara de la moneda. Al otro lado se
encuentra la desmesura del hombre, la hybris. Si Zeus fuera el único culpable no habría
tragedia. Porque lo trágico supone la dialéctica entre el destino y la iniciativa humana.
Sin ella no existiría el drama, la acción, que surge de la libertad humana y de la
trascendencia hostil. De aquí proviene la crueldad de lo trágico, la ext raña mezcla de
certidumbre y sorpresa que provoca el terror y la compasión. En el protagonista de Los
persas vuelven a anudarse estos dos aspectos, porque Jerjes es a la vez víctima de un
engaño divino y trasgresor de un orden natural de los pueblos, que también es llamado
"daimon".
Por otra parte, la desmesura sola no es trágica. Puede ser denunciada, como hace Solón,
para evitarla y porque puede ser evitada. Finitud y culpabilidad se distinguirían. Pero
estaríamos lejos de lo trágico: ante la cólera de los dioses se encara la cólera del
hombre.
De todos los personajes del drama sólo Prometeo está dentro de la problemática de la
libertad. Pero Esquilo es un hombre piadoso y esta libertad le parece impura: es su más
bajo nivel. Porque es libertad para la desgracia dado que se levanta contra el ser; es
negatividad y aniquilamiento: Prometeo conoce el secreto de la caída de Zeus, del
crepúsculo de los dioses, sabe cómo derruir el ser. Por esto es hundido en el abismo por
el dios. Existe, pues, una culpabilidad de Prometeo que está englobada por la de Zeus a
causa del castigo que éste le inflige, y que engloba a su vez la de Zeus a causa del
secreto con que amenaza a la divinidad. La libertad se sumerge en el fondo caótico del
ser. Y por la libertad emerge la cólera de los elementos, que se expresa con el desafío;
que se manifiesta en el poder tenebroso que mueve también a Clitemnestra, en la que se
unen los terribles poderes del seno materno, de la tierra y de los muertos. Todo es caos.
Y Prometeo encadenado atestigua la fuerte complicidad que existe entre la cólera de
Dios y la del hombre, entre el "dios malvado" y la libertad titánica. Ambos prueban el
amargo sabor de "las uvas de la ira".
La hybris de la inocencia que hace de Prometeo una víctima culpable aclara, a su vez, el
rapto del fuego que se ha realizado antes de la acción dramática. Ésta comienza por un
sufrimiento injusto: el rapto era un beneficio. Pero el beneficio era un rapto. Prometeo
era a la vez inocente y culpable.
EL PECADO BÍBLICO
Hemos dicho ya que el pecado bíblico era el contrapolo dialéctico de la "falta trágica".
Pero, ¿es justa esta contraposición?, ¿pertenecen ambos mitos al mismo universo?
Podemos contestar afirmativamente por lo que se refiere a la estructura del relato, si nos
damos cuenta de la distinción entre mito e historia.
lenguas. De este modo tenía un valor etiológico : daba la razón de las miserias actuales
de la condición humana, las cuales tienen relación con un acontecimiento único, una
desobediencia que sucedió en un tiempo y en un lugar e introdujo un rompimiento en la
naturaleza humana. Este rompimiento atraviesa toda la historia, como si se tratara de
una maldición colectiva.
Ahora bien, nosotros no podemos colocar en las coordenadas de la historia, tal como la
concebimos, estas primitivas narraciones. Por esto las llamamos mitos. Su tiempo y su
lugar no pueden relacionarse con el tiempo de la historia y con el espacio geográfico.
Con todo, esta estructura mítica no es la única ni la principal dimensión del relato de la
caída. Por su intención enlaza con el contenido teológico del AT, con la fe de Israel y de
la Iglesia: la tradición hebrea ha hecho suyos los mitos que están en lo más profundo de
la simbología humana, pero los ha transformado en determinado sentido. Y es en este
retoque donde se da la intención fundamental. En nuestro caso, la representación
pesimista que del hombre se hace el redactor yahvista, transformando la materia mítica
previa, está incorporada al designio más amp lio de representar la elección de Israel y la
misericordia de Dios. El hombre, protagonista de la caída, es el mismo que tiene
necesidad de salvación y que será salvado en Israel.
Ahora bien, la aplicación del método comparativo a los mitos griegos y hebreos puede
hacerse respetando una condición: neutralizar el acto de fe, el cual relacionaría estos
mitos con un acto de redención que afectaría al historiador. Este artificio metodológico
retiene así la materia mítica primitiva y su transformación intencionada, que se
convierten en un fenómeno cultural significativo, y permite una comparación
homogénea sin que el historiador tome parte en ella.
El primer rasgo que descubrimos concierne a la situación del pecador delante de Dios.
El pecado tiene valor religioso, no sólo moral: es la lesión de una relación personal con
Dios y no la violación de un imperativo abstracto. Es preciso no olvidar que el pecado
es visto en la perspectiva de una redención iniciada: es un acto de arrepentimiento que
retrospectivamente aparece como agresión contra Dios: "contra Ti sólo he pecado". La
ruptura con Dios aparece en el momento mismo en que el pecador coloca el pecado ante
El en el acto de la invocación.
Pero, ¿quién es el aquí invocado? En este punto aparece la radical divergencia con el
horizonte griego: el pecado es inseparable de la santidad de Dios, establece la verdadera
situación del hombre ante el Dios santo anunciado por los profetas. Este descubrimiento
dirige la conciencia hebrea de la culpabilidad, acaba con la indivisible maldad de dioses
y hombres: el hombre es el culpable ante un Dios de santidad. Por esto mismo el mito
presenta una intención desmitologizadora, antibaálica. Es el mito de una conciencia, de
un drama psicológico, de una tentación y una elección culpable: el "mito psicológico"
destruye el mito demonológico. Esta intencionalidad antimítica es lo que relaciona el
mito de la caída con la fe de Israel, porque el primer pecado es pecado del hombre. El
mal esparcido por la creación tiene un único origen. Sus efectos se narran en los
capítulos siguientes del Génesis: el mal de la historia, el crimen, la incomprensión, la
impiedad.
PAUL RICOEUR
Esta es la razón por la que los profetas acusan al hombre de parte de Dios: el hombre del
Edén es también David desenmascarado por Natán. La narración del Génesis consagra,
en el interior de los mitos originales, la doble conquista de la santidad de Dios y la
culpabilidad del hombre. El mal no es cósmico, sino psicológico. Lo demoníaco es
humano.
La inocencia primera
Con esto se propone a la reflexión una justificación del mito como modo de
acercamiento a la antropología: si el pecado no constituye al hombre, si su ser está más
allá de su maldad y de su vanidad, el pecado sólo puede expresarse en una narración,
como acontecimiento que brota no se sabe de dónde; la caída pertenece al orden
histórico, no al sentido de la historia objetiva, científica, sino al sentido de lo
radicalmente opuesto a lo "constitutivo": pertenece esencialmente al orden de lo que
"acaece". El mito de la caída expresa la novedad que surge en la creación pero que no la
constituye. Por esto el doble relato de la creación-caída nos invita a mantener en
sobreimpresión la bondad del hombre y su maldad.
La santidad de Dios rompe con la problemática del "dios malvado"; la creación anterior
a la caída acaba con la problemática de la "falta inevitable" y con el terror que la
acompaña. Ahora bien, ¿no hemos conquistado con excesiva rapidez las diferencias con
la visión trágica? La tragedia apunta también a una liberación singularmente afín con la
que se expresa en la invocación bíblica. Por otra parte, ¿la piedad bíblica ha roto con el
misterio de la iniquidad, con la maldición que pesa sobre lo humano?
sabiduría. Este transcurrir sugiere una redención por el tiempo que lima la cólera de los
dioses. ¿No hay aquí una cierta analogía con la redención bíb lica?, ¿no se anuncia algo
semejante a un arrepentimiento del ser, una reconciliación?
Por otra parte, en el relato bíblico hay algún elemento que nos recuerda lo trágico.
Existe el paso de la "inocencia" a la falta. Y sucede en un instante en el que se da cita
toda la irracionalidad de la caída, ese instante inaprehensible que media entre la
tentación y la maldición subsiguiente. Ahora bien, la tentación pone acentos trágicos a
la caída: la intención antimitológica de la narración bíblica tendía a recoger el mal en un
único personaje. Pero a su vez dispersa el origen del mal en diversos personajes y
episodios; transcurre también en una acción dramática con sus protagonistas: Adán y
Dios que prohíbe, la serpiente que seduce, la mujer que cede, el fruto apetecible. La
tentación, además, se presenta como una conjuración fortuita y fatal a la vez. Lo que
inquieta es el encuentro entre algo prohibido, un seductor y una debilidad; es decir, una
constelación casi trágica.
Porque la prohibición para un hombre inocente podía ser el límite creador que
mantuviera en la existencia a una creatura hecha a imagen y semejanza de Dios y, por
tanto, finita. Pero la conjunción del limite y de la seducción desvía el orden creador y lo
convierte en prohibición hostil. En esta coyuntura, nuestra estructura ética, nuestra
libertad finita se hacen ocasión de caída y de destino. Por otra parte, la seducción
penetra en la intimidad del querer por medio de la debilidad que viene figurada por la
mujer, colocada entre el acto y el fruto prohibido. También Pandora fue "una hermosa
calamidad".
Pero donde se concentra el enigma total del mito y su afinidad con lo trágico es en la
imagen de la serpiente. Es significativo que el autor haya conservado el único monstruo
de los mitos. Es el Otro en el corazón mismo del mal que instituye el hombre. El relato,
sin duda, subraya su pertenencia al orden de lo creado, y en este sentido, lo
desmitologiza. ¿Pero de dónde procede su astucia? Es un hecho (Gén 3, 1) y Dios se lo
reprocha (3, 14). Su intervención no parece querida ni prevista. La serpiente existe; esto
es todo.
¿Quién es, pues, este Otro, tan cercano al kakós daimon? No es el deseo, sino algo que
amparándose en el deseo lo convierte en codicia; es el vértigo del deseo que le da esa
quasi-exterioridad a la que Pablo llamará "ley de pecado que está en mis miembros".
Permite además la excusa de la mala conciencia que de este modo recobra una cierta
auto-inocencia: "la serpiente me sedujo".
¿No tiene ninguna relación la fascinación del libre albedrío con lo que los trágicos
llaman Ate, la diosa del error que pone sus pies sobre la cabeza de los hombres y los
conduce al extravío y a la catástrofe? La serpiente obra por la insinuación de la duda:
PAUL RICOEUR
Brota así el "infinito" de la inquietud humana como algo malo. La ¡limitación acogida
por el hombre como deseo de autocrearse, ¿no tiene analogías con la hybris de Esquilo,
con la desmesura que se apodera del hombre "cuando un dios lo extravía"?
La deformación de lo creado
LA DIFERENCIA RADICAL
Todo esto es verdad. Pero existe una pequeña fisura que diversifica radicalmente la
redención bíblica del fin de lo trágico, la seducción de la serpiente del extravío
provocado por un dios. Porque la tragedia, aunque inaugure el fin de lo trágico con el
anuncio de una cierta apoteosis final, no tiene presente ni el arrepentimiento ni la
remisión de la falta. Orestes queda al fin volatilizado, Edipo muere con la gloria del
héroe que "conoce": pero esto significa suspensión de la conciencia humana, no su
curación. Y por esta razón la liberación trágica no se da fuera del espectáculo y del
canto. La salvación está en lo trágico, en su asunción por el terror y la piedad. Por esto
puede explicarse que la fe trágica no haya sobrevivido a la tragedia. El pensador griego,
decepcionado por su religión, ha vuelto la espalda al "dios malvado" y ha evacuado la
antropología de la tragedia. La filosofía será el único camino abierto para la
transformación del hombre.
El tema bíblico, por su parte, es trágico en cuanto existe una tragedia de la seducción.
Pero el acto decisivo, el momento de elección subsiguiente, es del hombre. Y justa
mente recibe la acusación de los Profetas. El espesor de un cabello separa la seducción
trágica de la caída trágica, a Tiresias-Edipo de Natán-David. Pero quedan realmente
diversificados.
Conclusión
Pero lo que importa queda dicho ya. Subrayemos, con todo, que el mito de la caída
tiende asintóticamente hacia el mito trágico. Pero no lo alcanzará jamás si es cierto que
la radical certeza, que debe ser conquistada por encima del fantasma del kakós daimon,
es la "bondad de Dios".
No es Dios el que castiga el pecado, sino que es éste el que contiene en sí mismo su
castigo. Esto supone que el castigo no sigue simplemente al pecado, ya pasado, sino que
el pecado permanece. En efecto, el pecado no es sólo una mala acción exterior; es
también una decisión personal. Toda acción tiene un carácter transitorio en su aspecto
exterior, pero en su núcleo permanece. Este núcleo de cada acción es la decisión por la
cual la persona se realiza en una cierta dirección: es la actitud que ella adopta. Por eso
se puede hablar de estado de pecado o estado de gracia.
Sin embargo, ese estado no puede ser considerado ni como algo jurídico - una especie de
"libro de cuentas del tribunal divino"-, pues es estado en cuanto que es "actitud"; ni
tampoco como algo definitivo, pues mientras estamos en la tierra no hay estado de
gracia sin tentaciones, ni estado de pecado sin solicitaciones de la gracia.
Esto nos lleva a un examen crítico de la verdad católica. según la cual, tras la remisión
de los pecados, pueden quedar "penas temporales" que hemos de padecer en esta vida, o
purificar (en el purgatorio) o ser remitidas (indulgencias). Según la explicación habitual,
aunque la falta se ha perdonado, no han sido remitidas sus penas. Sin embargo, esta
explicación recuerda mucho una situación jurídica, posible sólo porque tales castigos
son el signo que revela (aunque también puede ocultar) la actitud del culpable. Pero las
penas temporales de que aquí se trata no son las jurídicas, sino que se encuentran en el
orden de nuestra relación con Dios, igual que la "pena eterna" por la obstinación en el
mal. Y si esta pena eterna es remitida cuando se perdona el pecado mortal, ¿qué
significa que el pecador haya de padecer todavía penas temporales? Las penas
temporales significan -aquí podemos continuar identificando castigo y actitud culpable-
que nuestra actitud no ha sido todavía perfectamente purificada, que la buena actitud
fundamental está todavía envuelta en actitudes periféricas malas. El pur gatorio
representa la purificación definitiva de estas actitudes, y la indulgencia es una bendición
dada a nuestras purificaciones, aunque falsamente se la haya presentado como remisión
de una pena exterior.
En su sentido más profundo, el castigo no se enc uentra, pues, fuera del pecado, sino que
coincide con él. Ahora bien, el pecado se erige fuera del hombre y contra él, en la
medida en que ambos no se identifican. El pecado aprisiona al hombre y causa su
muerte. Esto es claro en pecados específicos (homicidio, toda injusticia...), pero, ¿es
propio de la misma naturaleza del pecado el oprimir al hombre?, ¿en qué medida?,
¿cómo la muerte, la soledad, la angustia resultan del apartarse de Dios?, ¿el pecador se
pierde porque pierde a Dios, se autodestruye porque se aparta de Él?
Aquel que es fuente de su ser. Tales argumentos sólo muestran que el pecador trabaja
en su autodestrucción; pero el pecador hace más que eso: lleva a cabo una acción
esencialmente "ambivalente"; se esfuerza por lograr un bien, por realizar un valor, pero
lo hace contra la alianza de Dios, de modo negativo y destructor. Dicho de otro modo: el
pecado es negativo, pero concretiza su rechazo en una acción positiva, que es en
cualquier caso una autoafirmación. Y no puede dejar de serlo, pues la creatura no puede
dejar de realizarse; ni puede aniquilarse por la misma razón que tampoco puede darse a
si mismo la existencia: el ser o no ser no está al alcance de su poder.
Será útil, por último, indicar la repercusión del pecado en nuestra existencia y actividad
en el plano natural. Para responder a esta cuestión hay que tener en cuenta la relación
naturaleza-persona. Por naturaleza entendemos la realidad humana tal como es
presupuesta y utilizable en nuestras decisiones libres. La persona es el sujeto mismo de
la libertad. Aquello que en el hombre se beneficia de los dones de la gracia no es
solamente su naturaleza, sino también su persona, y es más fundamental la tensión-en-
la-unidad que existe entre persona y gracia, que entre ésta y naturaleza, pues lo que
llamamos "naturaleza" es siempre naturaleza humana de una persona humana, y lo que
llamamos "gracia" es la participación personal de otra naturaleza humana: la del Hijo.
La fuente de gracia es, pues, esa naturaleza humana del Hijo, y el sujeto de la gracia es
la naturaleza humana, pero tal como existe en la persona humana, pues no es la
naturaleza en sí misma la que está bajo el influjo de la gracia, sino la persona. Por ello,
nuestra naturaleza responde a la gracia en la medida en que está a disposición de la
persona humana y en la medida en que es expresión de su respuesta a la gracia. La
verdad de esto la confirman algunas experiencias. Por ejemplo, un enfermo alcanzado
PIET SCHOONENBERG, S.I.
LA INCAPACIDAD DE AMAR
Pero, ¿no puede el hombre volver a Dios con un amor natural, todavía no sobrenatural?
Sí que es posible; pero hay que añadir que desde el momento en que ese volver significa
amor trasciende la simple naturaleza: procede de la persona toda y de todas sus
relaciones naturales o sobrenaturales con Dios, pues el amor implica una actitud
positiva de la persona toda, de lo contrario no es amor. Ese amor se da todo entero con
todas las relaciones que lo unen a Dios y al prójimo, con su presente, su futuro y su
pasado. También su pasado, pues la persona que ama, así como adopta una actitud
receptiva ante la gracia, adopta una actitud repulsiva ante sus pecados. Sin este rechazar
su pecado no hay amor posible a ningún nivel: sin la gracia, el hombre culpable es
incapaz de amar natural o sobrenaturalmente.
Esto, que Tomás afirma del hombre caído, se dice aquí del hombre en cuanto tal, ya que
-y esto está implicado en la posición de Tomás- toda persona que ama debe, si quiere
alcanzar realmente a Dios, amarlo también por encima de toda otra cosa; y dado
también que todo amor de Dios debe estar acompañado del amor al prójimo (cfr. 1 Jn 4,
20; Mc 12, 28-34). Con un solo y único amor amamos a Dios y a nuestros semejantes
por amor de Él, en Él y por Él, y al mismo tiempo por amor de los hombres mismos.
Esta noción está ya contenida en la idea correcta de creación. Por otro lado, cuando
amamos a nuestro prójimo en su más profunda realidad, lo amamos en Dios explícita o
implícitamente. Por ello, cuando el pecado nos hace incapaces de amar a Dios, nos hace
también incapaces de amar realmente al prójimo. No se puede objetar que personas que
han perdido la gracia pueden no obstante amar realmente, pues aunque estuviésemos
ciertos de que su amor es real, no lo podríamos estar de que hayan perdido la gracia (D
1533). El verdadero amor, que sin duda está muy extendido en la humanidad, procede
de la gracia.
Para tomar conciencia de ello y para poner de relieve la necesidad de una conversión al
amor hemos insistido en considerar la incapacidad de amar como una consecuencia
inmanente al pecado. Esta consecuencia puede ser, por lo demás, extendida a la virtud:
sin caridad no hay posibilidad real de virtud, natural o sobrenatural. La caridad es como
el alma de todas las virtudes, pues éstas no son más que manifestaciones del amor en un
determinado dominio de la vida. Así, juntamente con la caridad, toda virtud se hace
imposible al hombre en pecado.
PIET SCHOONENBERG, S.I.
Esta segunda serie de declaraciones completa lo dicho aquí anteriormente. Es cierto que
el pecado nos debilita, nos esclaviza; pero no destruye nada de lo que pertenece a la
naturaleza humana misma, incluido el libre albedrío. El pecado no "hiere al hombre en
sus facultades naturales": sólo reduce la actividad de nuestra voluntad libre y de
nuestras otras facultades. Y esta reducción no suprime la libertad, sino que limita su
campo de acción (lo cual no es contradictorio, ya que la libertad humana, tomada en
concreto, es siempre una libertad "situada"). Así, cuando falta la gracia, la voluntad del
hombre permanece libre, pero le falta un lugar y un medio vital en el que pueda acceder
a la caridad y a una virtud auténtica. Las relaciones humanas pueden aclararlo: el que no
es amado por otra persona puede amarla, pero no puede tener verdadera amistad con
ella; así, su propio amor se ve privado de una dimensió n importante. Algo semejante se
da en nuestras relaciones con Dios: aquella situación limita, restringe y no permite al
pecador acceder a un amor real. Sin embargo, no hay lesión de la voluntad, pues esa
incapacidad no nace de falta de fuerzas, sino de la situación que, por el pecado original
y las faltas personales, oprime nuestro libre albedrío y nuestras facultades.
La teología distingue entre la aptitud física para amar, que tiene el pecador, y su
incapacidad moral. Aquí "moral" no quiere decir "relativo" (la incapacidad moral de
amar es absoluta), sino "perteneciente al orden moral", y por tanto, procedente de una
decisión libre. Pues bien, en la incapacidad moral absoluta para toda caridad y virtud,
nuestra voluntad libre ejerce el poder físico que tiene de elegir; pero sólo puede elegir
bienes limitados y no el bien total, el bien moral, objeto de la virtud. Esos bienes
limitados consisten en actitudes específicas en un dominio limitado (por ejemplo, amor
a la familia, fidelidad al partido, honestidad...). Consideradas en sí mismas, son buenas;
son incluso un bien moral, un acto de virtud; pero restringido e internamente limitado
por razón de la falta de caridad. Esta insuficiencia interior se puede manifestar de
diversos modos: el más llamativo es el hecho de que el pecador no permanezca. mucho
PIET SCHOONENBERG, S.I.
Todo ello se hace más evidente si se examina el desarrollo de la vida moral. En ella el
hombre está en camino de hacerse una unidad, armonizando la multitud de tendencias
que lo habitan. Esta armonía debe desarrollarse y ser conquistada. Esta situación no es
consecuencia del pecado, sino algo inherente a nuestra naturaleza, a la vez espiritual y
material (lo cual muestra cómo nuestra cualidad de seres humanos nos es dada como
proyecto y tarea a realizar). Es así como debemos modelarnos personalmente
ordenando, unificando e integrando todas nuestras tendencias, facultades y
circunstancias con relación a la comunidad humana y a Dios: todo debe ser integrado y
convertido en caridad. Aquí interviene el pecado: nos hace incapaces de amar y, por
tanto, de integrarnos. El hombre no está marcado por el pecado en la medida en que le
falta integración, sino caridad, única capaz de llevar a cabo esa integración.
LA INCLINACIÓN AL MAL
Estas consideraciones nos permiten sondear el contenido de tres nociones, que están
siempre unidas al pecado en la Escritura y la Tradición: la "carne", la "concupiscencia"
y la "esclavitud".
Según la concepción semítica del hombre, la carne (sárx) no se opone al alma, sino a la
sangre y a los huesos: expresiones tales como "la carne y la sangre", "la carne y los
huesos", designan al hombre completo, a lo "humano". La oposición carne-espíritu, no
designa, pues, una distinción entre los componentes del hombre (en sentido metafísico),
sino una distinción teológica, soteriológica, entre dos situaciones en las cuales se
encuentra el hombre con relación a su salvación. En cuanto "espíritu", el hombre, el
cristiano, está lleno del poder de Dios, del Espíritu Santo. En cuanto carne, queda
entregado a su propia debilidad de creatura; más aún, al pecado. Esta idea la expresa
Pablo muy claramente en tres pasajes en que la carne es opuesta al espíritu (1 Cor 2, 10
PIET SCHOONENBERG, S.I.
Quedan así establecidos los límites de la falta de libertad, de la esclavitud a que nos
somete el pecado. Pero hay que añadir inmediatamente que esto no disminuye su
gravedad: por el contrario, es ahora cuando se hace evidente. En efecto, si por el pecado
el hombre hubiera perdido también su libre albedrío, ya no sería responsable; el pecador
no sería ya un ser humano, sino infra-humano, no afectado ya por la oposición entre su
pecado y su cualidad de ser humano. Si, por el contrario, el pecador conserva su carácter
humano (y por consiguiente su racionalidad y su libertad), entonces sigue siendo
responsable; y sigue estando abierto a Dios, en primer lugar para su juicio, pero también
para su salud en Cristo. En tanto el pecador no se apropie la gracia con su liberum
PIET SCHOONENBERG, S.I.
arbitrium, permitiendo así al Espíritu del Señor que lo libere, permanece fiel a su propia
elección culpable, se deja reducir a la esclavitud, es entregado a la concupiscencia.
Antes hemos visto que la incapacidad de amar -consecuencia del pecado- se hacía
concreta en la "moral cerrada". Sin embargo, si el pecado no significa solamente
incapacidad de amar, sino también tendencia a pecar más, se habrá de manifestar de
modo más impresionante que en la moral cerrada. Éste es el conflicto que describe
vigorosamente Sartre. Su filosofía es una descripción de la existencia en el pecado;
existencia en la que la falta de caridad no solamente restringe la moral a un espacio
cerrado, sino en la que el rechazo culpable del amor falsea toda moral.
El conflicto no significa solamente que esté cerrada la vía a mi poder de amar. Implica.
también que la significación de mi prójimo ha cambiado. Prójimo y mundo no cambian,
sin embargo, en su existencia propia, sino en la significación que el hombre pecador les
atribuye. El mundo creado por Dios nos atrae al mal en razón de nuestra
concupiscencia, al igual que la Ley, que es santa y viene de Dios (Rom 7, 7-13). El
mundo es causa de división para el hombre, porque éste está ya dividido en sí mismo.
Por ello, conversión significa ante todo la compunción de nuestro corazón endurecido,
la afirmación del hombre interior; pero toma a menudo la forma de una renuncia a
ciertos valores, de una sumisión, de un "sacrificio" en el sentido ascético de la palabra.
SOLEDAD Y ANGUSTIA
El pecado, que entraña una incapacidad de amar y un rechazo del amor, no queda sin
efecto sobre la fe y la esperanza. Si alguno rechaza profundamente toda fe y toda
esperanza, su actitud de fe y esperanza desaparece; su vida se hace más sombría, más
insegura; el prójimo y el mundo se convierten no sólo en farsantes, sino también en
extraños y amenazadores. La soledad y la angustia describen la situación del pecador.
Hay una soledad buena, que consiste en un volverse sobre sí mismo para buscar una
comunión más auténtica con el mundo, los hombres y Dios. Pero hay una soledad mala,
que puede consistir en la impotencia para establecer contactos, por circunstancias
interiores o exteriores (soledad como mal físico). También hay una soledad que
proviene de la impotencia para salir del amor de sí mismo. De ésta hablamos aquí. Es
importante observa r que el pecado conduce siempre y necesariamente a la soledad.
Ciertamente, es posible una solidaridad en el pecado sobre la base de nuestra humanidad
común; pero ella aleja a los que la han contraído. La Biblia nos lo muestra en la
narración de Babel y en el episodio de Amnón y Tamar. Todo el capítulo tercero del
Génesis puede concebirse como una condena a la soledad. También el infierno, última
consecuencia del pecado, puede resumirse como la extrema soledad que el hombre ha
escogido para siempre y a la que Dios le entrega.
Más aún que la soledad, la angustia constituye un capitulo de la meditación del hombre
de hoy sobre sí mismo. El hecho de que la angustia desconozca su objeto ha sido
observado por el escritor sagrado (Ecli 40, 1-7). Los existencialistas ven en la angustia
la reacción ante la nada que nos rodea, mientras que el miedo es la reacción ante una
amenaza definida. Esta angustia puede ser también considerada como proveniente de la
limitación y contingencia que pertenecen a toda creatura como cosa propia, la penetran
y se hacen conscientes en el hombre. Tal vez la conciencia de la santidad de Dios, el
PIET SCHOONENBERG, S.I.
La visión descrita en este Libro muestra una vez más que no es necesaria ninguna
intervención divina para llenar de angustia la existencia del pecador: el mundo que lo
rodea con sus tinieblas y peligros será más aterrador a medida que la ruptura con Dios
sea más completa. Por esta razón el pecado hace más penosas las situaciones límite de
nuestra existencia: la enfermedad y la muerte. Según la Escritura, la muerte puede ser
una plenitud, una cosecha, como fue el caso de los patriarcas: "colmados de días" fueron
a unirse a sus antepasados, después de haber visto a sus hijos y a los hijos de sus hijos
(Gén 15, 15; 25, 8; 35, 29). Pero también hay otra muerte que llena de terror al hombre
del AT: la que nos arrastra en la primavera de la vida, de modo que ya no podamos
gozar del fruto de nuestros trabajos (Gén 3; Is 38, 10; Sal 55, 24; 102, 25). Este aspecto
de la muerte está ligado al pecado incluso en el juicio del paraíso. A la luz del NT
sabemos que el hombre redimido será librado del aguijón de la muerte; pero esto
aumentará también el horror a morir en estado de pecado, el horror a entrar en la
"segunda muerte".
Notas:
1
Traducción castellana en «El poder del pecado», Ed. Carlos Lohlé. Buenos Aires
(1968) 65-9.4.
Parece que Paul Glorieux fue el primero que intentó demostrar la tesis de que el hombre
sólo en el momento de su muerte es capaz de una autodeterminación absolutamente
libre, y que sólo a través de ella gana o pierde definitivamente su salvación. Desde
entonces, numerosos teólogos han hecho suya esta tesis, y algunos la han tenido por tan
cierta -teológicamente- que no se han molestado en probarla. o en tratar de una serie de
dificultades no solucionadas que sugerirían una cierta reserva en su aceptación. De
hecho, las publicaciones son más numerosas a favor que en contra de la tesis. ¿Nos
encontramos ante un "consensus theologorum"? Lo cierto es que se le hace a uno difícil
confesar abiertamente que no acaba de ver con claridad lo que para otros es evidente. Y
la dificultad está precisamente en las consecuencias de la tesis.
La tesis de la opción final no se contenta con decir que Dios, si quiere, puede llamar a
un hombre a una última decisión salvífica en el momento de la muerte; pretende, por el
contrario, que Dios tiene que hacer esto con todo hombre sin excepción, que Dios no
puede obrar de otro modo. Pues sólo en la muerte se encuentra el hombre en la situación
de autodeterminarse definitivamente y con libertad, de confiar irrevocablemente en Dios
o negarle. Y sólo como definitivamente determinado por si mismo el hombre puede, en
su "status termini", ser llevado por Dios a la salvación o condenación eternas. Lo nuevo
en la tesis es que una autodeterminación definitiva y libre es realizable por el hombre
sólo en el momento de la muerte. Que esto sea cierto lo prueba la verdad innegable de
que el justo en su vida corpórea siempre puede pecar, y el pecador siempre puede
arrepentirse. Ahora bien, siendo esta verdad conocida desde siempre, ¿cómo explicar
que no se haya sacado la conclusión, aparentemente tan obvia, de que el hombre, en su
vida terrena, no es capaz fundamentalmente de una decisión definitiva? Y, ciertamente,
la doctrina tradicional del pecado mortal demuestra que esta conclusión no se ha sacado.
Según esta doctrina, siguiendo a Tomás, cualquier pecado habitual -al igual que el
pecado mortal que en él pueda haber- perdura de por sí hasta la eternidad, porque no
puede ser borrado sin una intervención de Dios extraordinaria y sobrenatural, siendo de
BRUNO SCHULLER, S.I.
Antes de seguir, y para evitar malentendidos, digamos que para la teología dogmática, la
palabra gracia es sinónimo del ser sobrenatural, prometido a nosotros en Cristo. La
naturaleza es lo contrario de la gracia en cuanto que ésta recibe tal nombre por no ser
deducible a partir del ser natural. Naturaleza y gracia, pues, se relacionan como potencia
(obediencial) y acto. Esta diferencia es primariamente ontológica y no surge de la
Escritura, sino de la reflexión teológica.. Si se entiende la gracia en este sentido, no se
puede decir que nuestra tesis la haga superflua. Lo que hace es afirmar que el Dios de la
salvación sobrenatural se ofrece al hombre sólo en la muerte para una aceptación
definitiva.
El que la teología católica haya pensado siempre la gracia como opuesta a la naturaleza,
y no a la pecaminosidad del hombre, hace que la actitud salvífica de Dios para con éste
tenga carácter de gracia, incluso para la tesis de la opción final, en el sentido de que la
salvación trasciende absolutamente todas las posibilidades naturales del hombre. Lo que
afirma, pues, la tesis de la opción final es que Dios ofrece al hombre esta salvación
sobrenatural al principio "fragmentariamente" y sólo al final de forma plena e
indivisible. Todo lo que precede a la muerte, tiene tanto por parte de Dios como por
parte del hombre, un carácter preparatorio que no determina la historia de salvación
hacia un final bueno o malo, sino que desemboca consecuentemente en un
acontecimiento salvífico: en la situación de una decisión final, en la que el Dios de la
gracia invita al hombre, por primera y última vez, a ganar o perder definitivamente su
salvación.
Si para una recta inteligencia de la relación naturaleza-gracia hay que contar con la
apertura interior de la naturaleza a la gracia y hay que salvar, a la vez, la absoluta
gratuidad de ésta, debe hacerse lo mismo para entender la relación pecado-gracia
(siendo aquí gracia el perdón que se ofrece en contra de lo merecido). Es decir, si el
pecador ha de poder ser cogido por la gracia del perdón, no puede estar cerrado
definitivamente en su pecado; pero si la gracia del perdón ha de ser gratuita, el pecador
no ha de poder convertirse "por sí mismo". Por su pecado, el hombre -en cuanto de sí
depende- ha decidido definitivamente su suerte, de forma que la negación del perdón no
supone para él una injusticia, pues el ofrecimiento de dicho perdón es una posibilidad
que depende sólo de Dios (potencia oboedientialis). Ahora bien, según parece, los
teólogos de la tesis de la opción final han cambiado esta potencia obediencia) en una
potencia natural; han hecho, al parecer, del perdón de los pecados una acción de
derecho, una condición que Dios debe cumplir si no quiere obrar injustamente.
Hay que reconocer, sin embargo, que lo dicho anteriormente no sería dificultad para la
tesis de la opción final si ésta pudiera apoyarse en el evangelio del perdón de los
pecados, mostrando que el ofrecimiento de reconciliación por parte de Dios -en Cristo-
abraza actualissime a cada uno de los hombres hasta el fin de su estado peregrino, como
una llamada a la conversión que puede ser escuchada y respondida en todo momento,
incluso en la muerte. Pero aquí no hemos de discutir si todo esto puede ser de.
mostrado.
Por lo demás, es también cierto que se puede distinguir entre pecado mortal y pecado
para la muerte. Incluso para la Tradición hay pecados perdonables por gracia -
precisamente los pecados mortales cometidos a lo largo de la vida terrena- y hay, a la
vez, un pecado ya no perdonable por gracia, por el que la situación del condenado es
definitiva. Aunque, en cuanto depende del hombre, todo pecado es irreparable y
definitivo, quien ha pecado mortalmente - y no quien ha cometido un pecado para la
muerte- se encuentra en potencia obediencial para ser liberado por gracia. No se trata,
sin embargo, llegado el momento final, de transformar por un nuevo acto libre los
pecados mortales en un pecado para la muerte. Esta transformación se da en la misma
dinámica personal del hombre, sin necesidad de un nuevo acto libre: al dejar tras de sí la
situación terrena se le abre al pecador la posibilidad de ser consecuentemente lo que ha
querido ser previamente con sus pecados mortales, es decir, el hombre que decide
contra Dios.
Los defensores de la tesis de la opción final sostienen que el pecado mortal sigue siendo
mortal, aunque por él el hombre se aleje de Dios sólo provisoriamente. Pero, ¿tienen
razón? Intentaremos a continuación exponer las dificultades que se nos ofrecen ante esta
afirmación. Según la doctrina tradicional, el hombre peca mortalmente cuando se aleja
libremente de Dios como fin último. Ahora bien, el objeto concretísimo de este acto -
Dios como fin último- exige del mismo acto humano una estructura subjetiva adecuada
a ese objeto; exige que el hombre, en cuanto depende de él, se comprometa total y
definitivamente en este acto pecaminoso. Comprometerse -negativa o positivamente-
con el fin último es comprometerse, en cuanto está de nuestra parte, total y
definitivamente. Si el compromiso no pretende ser definitivo, no podemos hablar en
BRUNO SCHULLER, S.I.
verdad -aunque así lo pareciese- de un fin último. Compromiso transitorio y fin último
son contradictorios.
Consideremos ahora el problema desde otro punto de vista, el del perdón. Veamos qué
ocurre con el pecado venial. Cuando se trata de éste. nos encontramos ante un hombre
justificado que obra el mal imperfecto por una falta de consecuencia moral. Puesto que
el justificado sigue enraizado en el amor a Dios, su pecado le será perdonado
indefectiblemente, sin que para ello se exija ninguna nueva manifestación de la gracia
de Dios. Si ahora comparamos el perdón del pecado venial con el perdón del que
llamamos pecado mortal provisorio, aparece la siguiente diferencia: Dios otorgará el
perdón de los pecados veniales con absoluta necesidad; por el contrario, a los llamados
pecados mortales provisorios el perdón sólo les será ofrecido. ¿De dónde surge esta
diferencia? En el fondo, de la misma tesis tradicional en que se basa esta reflexión sobre
el perdón de los pecados veniales. Dicha tesis podríamos formularla así: el justificado
está ya, en lo que de él depende, definitivamente decidido por Dios; este amor definitivo
es la fuerza que superará todo mal imperfecto.
Pero si uno acepta, con los defensores de la tesis de la opción final, que el hombre no es
capaz de una decisión definitiva en esta vida, entonces cae por tierra la indefectibilidad
con que se otorga el perdón del pecado venial. La razón. según lo dicho, es manifiesta:
esa indefectibilidad se basaba en la definitividad de la opción del justificado por Dios,
cosa que no puede admitirse según las premisas en que se basa la tesis de la opción
final, ya que ésta excluye toda opción definitiva en esta vida. Según esto, el perdón del
pecado venial será sólo ofrecido, y esto únicamente en la muerte, pues sólo en la muerte
tendremos la posibilidad de renunciar también a todo mal imperfecto a través de un
amor más radical y consecuente para con Dios.
Este mismo contexto nos ofrece el marco adecuado para las siguientes consideraciones.
Algunos teólogos sostienen que sólo la tesis de la opción final soluciona plausiblemente
el problema de cómo el justificado recibe la remisión de sus pecados veniales de los que
no se ha arrepentido en esta vida, y de cómo el hombre que muere en pecado mortal
pierde la fe que quizá todavía mantenía en vida. Cierto que estos problemas quedarían
solucionados con una opción final de consecuencias radicales. Pero también podría
resolverse el problema si se considera que el pecado venial en el justificado y la fe en el
pecador tienen el carácter de una consecuencia moral situada no en el núcleo de la
persona, sino en su periferia, y esto como fruto de su situación concupiscente. Cuando
el justificado deja tras sí esta situación en la muerte, se capacita para ser radicalmente
consecuente en su ya anteriormente iniciada opción para con Dios, de modo que desde
su corazón dirige todos sus estratos humanos hacia Dios sin necesidad de una nueva
decisión. Y lo mismo podría decirse, aunque inversamente, respecto al pecador.
Esta respuesta parece plausible e incluso certera. Solamente si admitimos que las
decisiones se inscriben en una línea que las ha preparado, podemos entender que el,
hombre pueda crecer y madurar a lo largo de su vida y que exista una unidad y
continuidad en su ser personal. Pero el empleo que se hace de este hecho, aplicándolo a
la tesis de la opción final, no nos parece absolutamente convincente. Es necesario
reflexionar y profundizar en las dificultades que presenta antes de suscribirlo
incontestablemente.
Los defensores de la opción final no llegan a decir, naturalmente, que el hombre se vea
totalmente determinado en su última decisión por las anteriores. Con ello irían contra su
propia tesis. Afirman solamente que quien pecó durante la vida, en esa hora definitiva,
se decidirá con más probabilidad por el pecado mortal que por la conversión.
Esta afirmación nos parece muy discutible, puesto que una decisión personal no puede
deducirse causalmente de lo que el hombre ha hecho antes. Precisamente por esa
ruptura, el acto se realiza en la libertad, porque está abierto en igual medida a todas sus
posibilidades. Si escoge una de ellas es porque quiere, no porque esté determinado
previamente. Evidentemente que la persona que decide libremente tiene una
cualificación o posición previa, es justo ó es pecador. Pero, si decide de nuevo
libremente, no lo hace como justo o como pecador, sino como persona que tiene ante sí
una posibilidad futura de tal manera que puede escoger entre continuar siendo pecador o
justo. Poder decidir libremente significa poder liberarse de lo que se es y de aquello en
que el pasado nos fijó. Citemos las pertinentes palabras de Bultmann: "a través de un
itinerario, que el hombre fue escogiendo en sus decisiones, ha llegado a ser aquel que
BRUNO SCHULLER, S.I.
ahora es. Al enfrentarse con una nueva decisión se le pregunta si quiere seguir siendo el
que fue o si pretende convertirse en alguien nuevo y diferente" (Glauben und Verstehen,
IV, Tubinga 1965, p 45). "Para ser libre, para llegar a uno mismo, el hombre tiene que
poder liberarse de sí mismo, es decir, de aquel que uno mismo construyó y del pasado
que le fija..." (Glauben und Verstehen, II, Tubinga 1965, p 278).
Resumiendo nuestra objeción: no nos parece convincente la explicación que dan los
partidarios de la opción final en torno a las opciones hechas durante la vida y con el fin
de que no queden desprovistas de valor. No se puede admitir que valgan en cuanto que
determinan o encauzan, hacia el bien o hacia el mal, la opción final, como ejercicios
preparatorios de la misma. Pues toda opción, para que sea libre, debe ser puesta por lo
más profundo de la persona, de tal manera que sea capaz de contrarrestar todas las
decisiones anteriores. Esta posibilidad - la opción final dando un viraje a todas las
opciones anteriores- no la excluyen los partidarios de esta teoría. Pero sólo como
excepción. Por esto nos parece más acertado, y en esa dirección apuntará nuestra
solución, decir que las decisiones hechas durante la vida son un ejercicio que prepara a
la persona, que la van haciendo cada vez más capaz de asumirse a sí misma, pero que no
la predisponen en la dirección del bien o del mal.
La teología tradicional afirma que quien comete un pecado mortal conserva la libertad
para seguir decidiendo en el ámbito de la moralidad. Sin embargo, para no cometer un
nuevo pecado mortal necesita un auxilio especial de Dios, que Éste puede concederle o
no. Surge inmediatamente la pregunta: ¿qué libertad es ésta que la teología tradicional
otorga al. hombre, tan exigua que no es capaz de evitar el pecado, sino tan sólo de
cometerlo? Leamos las aclaraciones dadas por H. Lange: "en cuanto que las
consecuencias necesarias del pecado son voluntarias en la causa, no parece que se
puedan exigir de Dios auxilios especiales con los cuales consiga no aumentar pecados
ulteriores". Y añade, como para responder a nuestra inquietud sobre qué es lo que le
queda a este hombre de libertad: "...este hombre no perdió un derecho natural a tener
buenas intenciones (ad quasdam cogitationes congruas). No depravó de tal manera su
naturaleza por el pecado que ahora su voluntad sólo se vea atraída al mal por todas las
cosas que interna o externamente le van saliendo al paso" (De gratia, Friburgo 1929, n
159, 1 c).
Tratemos de explicar lo que en estas dos afirmaciones se dice. Por un lado parece ser
que el pecador se identifica, totalmente con su pecado, de tal manera que frente a él ya
no se encuentra con una verdadera libertad de elección. Por otra parte, se le sigue
concediendo libertad a esta persona. En ese caso, si el pecador conserva la libertad pero
no tiene fuerza para evitar pecados mortales, esto querría decir que tales pecados
mortales no proceden de una auténtica decisión personal, sino de un abstracto
"voluntario en la causa". La libertad que la teología clásica deja al pecador queda, en
realidad, reducida al ámbito de la moralidad imperfecta y no se extiende a los actos más
serios de la misma. La fuerza. del pecado obra de tal manera en el pecador que sólo le
BRUNO SCHULLER, S.I.
deja a éste la posibilidad de ser libre en actos de menor cuantía, pero no en la decisión
radical de optar en favor o en contra del mismo pecado.
En este sentido se puede hablar de decisiones hechas durante la vida que configurarían
la opción final o, en general, cualquier acto de libertad puesto tras la decisión
pecaminosa. Pero, así entendida, la decisión pecaminosa determina las subsiguientes,
reduciéndolas, bajándolas de escala. Ya se ve que esto no se puede aplicar, a manera de
paralelismo ejemplificador, a la tesis de la opción final si a ésta opción se le quiere dar
un peso definitivo, como pretenden sus defensores. En esta teoría, el ejercicio de la
libertad durante la vida no puede reducir o minimizar, sino más bien potenciar, la
opción final. Esta tiene que ser la decisión existencialmente más profunda del hombre.
Sin embargo, la compaginación de esta decisión suprema con las decisiones tomadas
durante la vida no la vemos realizada por los partidarios de esta teoría ni por el recurso
que hacen a la teología tradicional. Más bien hemos descubierto una contradicción entre
el ejercicio determinativo de la libertad hacia el bien o el mal, que ellos propugnan, y la
opción final a la que conceden un valor superior.
Existe otra forma posible de resolver la dificultad. Los partidarios de la opción final y
de una libertad que previamente, durante la vida, ensaya y encauza en una línea la
suprema decisión, encuentran un apoyo en la teoría clásica de las virtudes o los vicios
adquiridos. Según la concepción aristotélico-escolástica, la virtud adquirida actúa como
una "inclinación" del obrar moral. El hombre se encuentra configurado por la virtud o el
vicio que adquirió. Con ello pierde en apertura de posibilidades. Según sea su virtud o
vicio se ve empujado a la obra buena o mala. En esta concepción de la virtud y el vicio,
¿conserva el hombre su libertad para una opción posterior de mayor profundidad? Esta
determinación de virtud y vicio, ¿ilumina o más bien oscurece la postura defendida por
los partidarios de la opción final?
Concebida la virtud de esta otra forma, cae por su base la argumentación de los
partidarios de la opción final. No se pueden defender las decisiones hechas durante la
vida, en su relación con la opción final, apoyándose en una teoría poco convincente de
la adquisición de una virtud o un vicio. No se puede decir que tales decisiones -como las
virtudes o los vicios- vienen a crear un cauce y son como un ejercicio preparatorio de la
opción última.
Conclusión
En diciembre de 1545, cuando por fin dio comienzo el Concilio general, el problema del
pecado original se había convertido en un objeto de controversia clásica que había
figurado en el programa de importantes reuniones interconfesionales. Resulta, pues,
comprensible que, ya desde un principio, los legados pontificios soñasen con introducir
el tema en el orden del día del Concilio.
Desde nuestro punto de vista, el breve período que precedió a la publicación solemne
del decreto se divide de un modo totalmente natural en dos partes: los trabajos
preparativos (hasta el 5 de junio) y la redacción del texto definitivo (del 7 al 17 de
junio).
Los legados pontificios tuvieron que vencer desde un principio la oposición que el
emperador y una pequeña minoría de Padres congregados manifestaban contra el
examen de los problemas dogmáticos. El cardenal de Monte, al frente de los legados
pontificios, sorteó esta dificultad previa con habilidad proponiendo que, en un principio,
se examinase aquello que los concilios anteriores y los soberanos pontífices habían
decretado en esta materia.
Los presidentes habían dividido el artículo sobre el pecado original en dos partes, la
primera "de peccati originalis cognitione, propagatione et malitia", la segunda "de
remedio et de effectibus remedii". Ya en las discusiones sobre la primera parte se hizo
notoria la incertidumbre de los miembros del Concilio. Según el testimonio de Severoli,
promotor del Concilio, el obispo de Senigallia llegaría a decir que la diferencia entre
católicos y protestantes era puramente verbal. El arzobispo de Matera enumera como
primer elemento del pecado original la "pronitas ad peccandum" que, aun sin dar
respuesta a lo que constituye su esencia, indica sin embargo una influencia de temas
luteranos. El mismo obispo de Bosa y sobre todo el cardenal Pole, tercer legado, en su
famoso discurso del 14 de junio, concede gran importancia a la prueba experimental de
la existencia del pecado original, de concepción totalmente luterana.
Ante tal estado de cosas los Padres del Concilio no podían hacer nada mejor que
reafirmar las definiciones de Cartago y Orange, con ligeras adaptaciones, lo cual les
dispensaba el pronunciarse claramente sobre la significación de ciertas doctrinas
luteranas y evitaba el tener que dar una definición positiva sobre la esencia del pecado
original, punto central de desacuerdo entre teólogos católicos. Tal solución no permitía
obtener un decreto que pudiera servir de base a una doctrina sobre la justificación; así se
comprende que el decreto sobre la justificación debiera mencionar ciertos elementos de
la doctrina del pecado original que habían sido silenciados (D 793 y 815).
ALFRED VANNESTE
El segundo canon de Orange se compone de dos partes. La primera condena a los que
sostienen que el pecado de Adán no ha dañado más que al propio Adán; la segunda va
contra los que pretenden que sólo la muerte, pena del pecado, se transmite a los
descendientes de Adán, pero no el mismo pecado. El primer canon es muy complejo;
sus raíces hay que buscarlas en anatemas previamente enunciados que conciernen
también al segundo canon.
Desgraciadamente la explicación del primer canon no es tan fácil. Creemos, con todo,
que en él se contiene la esencia misma de la doctrina del Concilio de Orange : como
consecuencia del pecado de Adán, el libre albedrío está viciado, debilitado, atenuado,
inclinado al mal, en una palabra: ha sido profundamente dañado. Tal doctrina, que desde
entonces ha llegado a ser la tradicional, representaba en este momento, si no una
innovación, al menos una postura muy clara dentro del contexto doctrinal de la época.
ALFRED VANNESTE
En efecto, la expresión "sed animae libertate illaesa durante", característica del canon
primero, se repite esencialmente en el canon octavo (D 181) y en el canon
decimotercero (D 186). Basta analizar este último, comparándolo con su fuente, el texto
de Próspero de Aquitania (PL 41, 448), para advertir el profundo cambio que se anuncia
en el Concilio. La afirmación de Próspero está clara: el pecador es esclavo del pecado y
solamente puede ser liberado por la gracia de Cristo; mientras tanto, ha "perdido" su
libertad. Para el Concilio de Orange, en cambio, el libre albedrío ha sido solamente
"debilitado" por el pecado del primer hombre. Próspero representa la línea agustiniana
frente a la cual reacciona el semi-pelagianismo defendiendo la libertad humana. El
obispo Fausto de Riez ha expuesto su punto de vista en De gratia et libero arbitrio,
donde se ataca tanto a aquellos que declaran que la libertad humana ha permanecido
intacta como a aquellos que la consideran totalmente extinguida.
El primer canon del Concilio de Orange recoge claramente la tesis de Fausto de Riez
respecto al libre albedrío: la libertad humana está viciada, pero no plenamente
corrompida, perdida. Para justificar esta doctrina semi-pelagiana el Concilio recurre a
un tema agustiniana mucho más general, el de la depravación de la naturaleza humana,
donde el pensamiento de Agustín, sin negar absolutamente la posibilidad del libre
albedrío, busca la solución volviéndose espontáneamente hacia Cristo, nuestro único
verdadero liberador.
El canon 1 de Trento
(proyecto: CT, V, 196; texto definitivo: CT, V, 239)
Creemos necesario empezar por la última parte del canon que sirve de enlace con la idea
central del primer canon de Orange.
Si esta última parte del primer canon constituye un retorno al pasado, la primera parte
muestra, en cambio, que el Concilio de Trento ha realizado verdaderamente una obra
original.
Señalemos en primer lugar que este canon no habla más que de Adán. Y no se trata de
una pura casualidad, sino que representa el término de una importante evolución
teológica. Si bien el Concilio de Trento parte de Agustín, hay que hacer notar que éste
no se ha interesado seriamente en el caso de Adán, al tratar del pecado original. En otros
ALFRED VANNESTE
Durante la Edad Media el tratado escolástico sobre cl pecado original ha sido construido
sin referencia directa a lo que se podría llamar la teología del paraíso terrestre. Tal es cl
caso de Anselmo, para quien consiste en la ausencia de la justicia que se debería tener,
habiendo llegado a esta noción por un análisis de la idea misma de pecado. De aquí
partirá, con todo, el movimiento que ha de terminar en la definición del pecado original
como privación de la justicia original.
Dos razones conducen a los teólogos a interesarse más plenamente en Adán y sus
privilegios: la dificultad intrínseca a la noción de pecado hereditario, que lleva a
experimentar una cierta satisfacción al reemplazar tal noción por la de privación
hereditaria, y por otra parte el lugar mismo en el cual Pedro Lombardo ha insertado, en
su síntesis teológica, el tratado sobre el pecado original. En efecto, siguiendo cl
esquema histórico de Hugo de San Víctor, examina el problema del pecado original
inmediatamente después de su tratado sobre la creación y la obra de los seis días. El
emplazamiento de la cuestión, con la referencia que siempre en sí misma contiene al
pasaje del Génesis, no podía dejar de ejercer a la larga una influencia profunda. De esta
forma se acaba por describir el pecado original comparándolo con la justicia original. El
punto final de esta evolución se encuentra en el Compendium Theologiae ad fratrem
Reginaldum socium suum carissimum (1272-1273) de Tomás, donde se describe el
pecado original como la privación del "tam ordinatus status" de la justicia original, que
era verdaderamente "supra conditionem naturae".
El canon 2 de Trento
(proyecto: CT, V, 196-197; texto definitivo: CT, V, 239)
En cuanto al contenido, los Padres de Trento se han contentado con repetir el canon
segundo de Orange, no sin corregir un poco la forma, retocándola de acuerdo con la
nueva redacción que acababan de dar al primer canon.
En resumen, estos dos primeros cánones del Concilio parecen bastante inofensivos y tal
es la impresión que produjeron a sus contemporáneos. Con todo, los reformadores no
tenían grandes motivos para alegrarse, pues aunque el Concilio no se atrevió a tomar
abiertamente una posición clara en la cuestión de la naturaleza del pecado original, el
contraste ofrecido por el texto del Concilio y la posición protestante merece también ser
subrayada.
Para los protestantes la noción básica del pecado original está en la de concupiscencia y
de corrupción, mientras que el Concilio, siguiendo la línea agustiniana más pura, no
habla en el primer canon acerca de la deterioración de la naturaleza humana sino en
último término (resulta bastante típico que el término concupiscencia no se halle más
que en el último canon del decreto). No lamentemos, pues, demasiado que el Concilio
no se haya pronunciado más explícitamente. Las fórmulas tradicionales que utiliza
hablan de alguna manera por sí mismas; al leerlas atentamente uno se da cuenta de que,
queriendo remontarse más allá de una escolástica a veces decadente, los protestantes se
han alejado de la verdadera fuente de la doctrina cristiana del pecado original.
Un comentario actual sobre el decreto del Concilio de Trento acerca del pecado original
no puede eludir esta cuestión: ¿en qué medida este decreto supone o afirma la
historicidad de una primera pareja humana y de un primer pecado?
Entretanto, parece que está permitido al teólogo tener una opinión, digamos provisional,
a este respecto. ¿Por qué, pues, ocultar nuestro optimismo? Creemos firmemente que
llegará el día en que será posible elaborar una teología válida del pecado original,
precisando el sentido de la imagen familiar, que ha llegado a ser tan enojosa, del paraíso
terrestre, sin dejar de respetar aquello que pertenece a la esencia misma del dogma. Esta
nueva teología debería construirse simplemente a partir del dato más fundamental de
nuestra fe cristiana, es decir la necesidad que tienen todos los hombres de ser salvados
por Cristo. Pues, en definitiva, la doctrina católica del pecado original no es otra cosa,
en nuestra opinión, que una tentativa por definir el estado teológico del hombre fuera de
Cristo.
ALFRED VANNESTE
El tercer canon
(proyecto: CT, V, 197; texto definitivo: CT, V, 239)
Este tercer canon es el primero que trata del remedio del pecado original. Como no
disponía n de ningún modelo previo que seguir, los Padres del Concilio se han visto
obligados a realizar una obra original. Reconozcamos desde un principio que han
redactado un texto bonito y muy bíblico, y de la más pura inspiración agustiniana. En lo
que concierne a su afirmación esencial, nada indica en él que se dirija contra un error
concreto del siglo XVI. Los grandes reformadores lo hubieran suscrito ciertamente con
entusiasmo. Parece ser ante todo un residuo del ambicioso proyecto inicial de hacer una
exposición sistemática de la doctrina católica del pecado original. De todas formas
debemos felicitarnos: el Magisterio extraordinario no enseña únicamente que como
consecuencia del pecado de Adán hemos contraído el pecado original, sino igualmente
que Cristo ha venido a liberarnos.
Se afirma, en primer lugar, que no puede ser perdonado más que por los méritos de
Cristo. En el canon se ha recurrido a las textos bíblicos más clásicos en la materia,
utilizados ya por el mismo Agustín. También otras fórmulas recuerdan la problemática
agustiniana: "...propagatione, non imitatione transfusum...". Ésta era la expresión más
típica utilizada por el pelagianismo y que nos ha sido transmitida por Agustín. El canon
ataca igualmente a aquellos que pretenden que el pecado original puede ser destruido
"per humanae naturae vires". Esta fórmula hace también mención a Pelagio que, en su
tratado De Natura, se esfuerza por probar que el hombre tiene siempre el poder de no
pecar. Agustín responde en De Natura et Gratia que nuestra naturaleza, viciada por el
pecado, no posee ya el poder de salvarse a sí misma.
Con todo, el tercer canon no quedaba exclusivamente referido al pasado. La frase inicial
"quod origine unum est... omnibus inest unicuique proprium", hace referencia a ciertas
doctrinas profesadas en tiempo del Concilio que reclaman explicaciones adicionales.
Una última palabra acerca de la expresión "quod origine unum est". En el proyecto
propuesto se hablaba de "quod unum est", pero tal fórmula parecía favorable a Pighi.
Por esta razón el Concilio ha preferido una fórmula más universalmente aceptable, pero
que por ello mismo nada nuevo podía aportar. Según nuestra opinión, el Concilio no ha
intentado tratar aquí la cuestión acerca de la unidad o pluralidad del pecado original.
Parece más bien que el Concilio ha creído su obligación defender la unidad frente a la
doctrina de los reformadores que manifestaba una clara tendencia a confundir el pecado
actual y el pecado original.
ALFRED VANNESTE
El cuarto canon
A primera vista, el cuarto canon parece el menos importante de los cinco anatemas que
contiene el decreto del Concilio de Trento sobre el pecado original. En la economía
general del decreto su papel principal, si no exclusivo, es el de defender la práctica del
bautismo de los niños, contra las ideas de la secta de los anabaptistas. Por otra parte, en
el proyecto del 7 de junio de 1546, cl cuarto y quinto canon forman un solo capitulo,
donde el acento recae en la segunda parte.
Tal naturalismo, llevado al extremo, debía conducir fatalmente a la negación del pecado
original, sobre todo en cuanto éste incluye la idea de "natura vitiata" y de "vitium
originis". En su Comentario a la carta a los Romanos, Pelagio propone su famosa
explicación de Rom 5,12 según la cual Adán habría introducido el pecado en el mundo
simplemente con su mal ejemplo. Con todo, su modo de proceder resulta un poco
ambiguo cuando cita a Rom 5, 15 sin aprobar ni refutar las objeciones de aquellos que
son hostiles a la doctrina de "traduce peccati". Serán sus discípulos quienes llevarán
adelante la controversia.
los discípulos de Pelagio la cuestión del pecado original llegara a ser el tema preferido
de la controversia. En el Concilio de Cartago de 411, los adversarios de Celestius atacan
preferentemente en este terreno. Tanto es así que el canon 2 del Concilio de Cartago
(418) no aporta elementos nuevos a las discusiones del año 411.
Resulta sorprendente ver que el Concilio tome la defensa de la práctica del bautismo de
los niños, cosa que los pelagianos no osaban atacar de ningún modo. Basta hojear el
"dossier" de datos históricos recogidos por J. Didier en Le baptême des enfants dans la
tradition de l'Église para reconocer el valor teológico del canon segundo de Cartago,
que no ha dudado en hacer de su "teología" del bautismo de los niños el argumento
principal en favor de la existencia del pecado original. Examinemos en primer lugar en
qué términos está afirmado: "...aut dicit...(parvulos)... nihil ex Adam trahere originalis
peccati... (anatema sit)".
Merece ser señalado que, como J. Gross indica, es la primera vez en la historia que el
Magisterio utiliza el término "peccatum originale". ¿Cuál es el origen de esta expresión?
Todo el mundo sabe que tal expresión no se encuentra en el N.T. En el Concilio de
Trento algunos la atribuyeron a Ireneo, según nos parece, equivocadamente. No se
encuentra tampoco en Tertuliano ni en Ambrosio. No podemos deshacemos de la
impresión de que la fórmula es del propio Agustín. En De díversis quaestionibus ad
Simplicianum (hacia el 397), Agustín explica Rom 7, 18 utilizando por primera vez tal
expresión: "...illud est ex poena originalis peccati, hoc est ex poena frequentati
peccati...". A partir del 412 el término "peccatum originale" empieza a ser de uso
frecuente a raíz de una obra también de Agustín De peccatorum meritis. De estos y
otros datos nos parece permitido concluir que el Concilio de Cartago de 418 ha utilizado
una expresión típicame nte agustiniana y, como trataremos de exponer a continuación,
ella constituye la contribución más importante del obispo de Nipona al anatema del
Concilio.
¿Qué significado tiene la expresión "peccatum originale"? Sin duda alguna designa el
pecado original en nosotros. Tanto en De peccatorum meritis como en De peccato
originali -dos obras de Agustín que ofrecen un estrecho paralelismo con nuestro canon-
"peccatum originale" no indica jamás el pecado de Adán. La terminología de Agustín es
muy constante; se ataca a aquellos "qui negant parvulos peccatum origínale gestare".
Más sorprendente es la formulación agustiniana "nihil ex Adam trahere originalis
peccati", con la que expresa la postura pelagiana. Tal expresión parece suponer una
combinación de otra formulación de Agustín ("nullum ex Adam traxisse peccatum") -
designando otra vez el pensamiento pelagiano- y la fórmula utilizada por los obispos
africanos en el Ep 175 "...quia nihil est in eis (parvulis) vitiatum, nihil tenetur sub
diaboli potestate captivum". Siguiendo la significación que Agustín utiliza
corrientemente, nos es forzoso traducir el canon de Cartago: "...que de Adán ellos (los
niños) no contraen (reciben, heredan) nada que sea (merezca ser llamado) pecado
original".
Los Padres del Concilio no tenían, sin duda alguna, una idea fija acerca del modo de
transmisión del pecado original, pero eran ciertamente unánimes en pensar que se
trataba de un pecado proveniente verdaderamente de Adán.
El texto de Romanos 5, 12
Es importante considerar, ante todo, la forma exacta en que se hace la cita. El canon
dice acerca del versículo de la carta a los Romanos: "...non aliter intelligendum... nisi
quemadmodum Ecclesia catholica ubique diffusa semper intellexit". El Concilio
coincide una vez más con Agustín en invocar la exégesis tradicional de Rom 5, 12. Esta
insistencia se comprende al ver el papel primordial que Rom 5, 12 ha jugado en la
evolución del dogma del pecado original.
Una discusión detallada del sentido exacto de Rom 5, 12 nos llevaría demasiado lejos.
Parece que los exegetas estarían de acuerdo en admitir que la afirmación fundamental es
que todo hombre, en tanto que no se haya adherido a Cristo, está bajo el signo del
pecado. Y esta profunda verdad cristiana se encuentra expresada con dependencia
literaria de Génesis 2-3. ¿Resulta esto suficiente para ver aquí enseñada explícitamente
la existencia del pecado original en el sentido preciso y clásico, es decir de una mancha
con la cual todo hombre viene al mundo?, ¿en qué sentido debemos considerar a los
niños como pecadores? Tales son los problemas que desbordan ampliamente el marco
de Rom 5, 12 y que no pueden recibir una solución satisfactoria más que a la luz de todo
el NT.
Lejos de guardar cierta cautela con relación a las imágenes poco elaboradas y aun
confusas del apóstol, el obispo de Hipona las ha desfigurado todavía más en su exégesis
sobre este pasaje. Agustín se hallaba tan seguro de ,í mismo en este punto, que admite
escasamente la duda sobre la interpretación del texto del apóstol. Los Padres del
Concilio, bajo la impresión de las dificultades propuestas por Pelagio en su Comentario
a la carta a los Romanos, quizá se hallaban menos seguros que Agustín. La verdad es
que, dentro de la economía del canon segundo, el argumento sacado de la práctica del
bautismo de los niños parece haber tenido más peso que Rom 5, 12.
"...Ut in eis forma baptismatis in remissionent peccatorum non vera sed falsa
intelligatur...". Esta parte central del canon es el reflejo exacto del litigio que separaba a
católicos y pelagianos. Pelagio afirma en su Libellus fidei: "baptisma unum tenemus
quod iisdem sacramenti verbis in infantibus quibus etiam in maioribus asserimus esse
celebrar,dum". Los católicos replicaban que estas fórmulas no tenían ningún sentido
para quien niega la existencia del pecado original.
La teología del bautismo de los niños es abordada por lo tanto desde un punto de vista
práctico: el rito. La fórmula usada "in remissionem peccatorum" pertenece ciertamente a
la teología bautismal más antigua y auténtica (Act 2, 38; Mc 1, 4), pero es evidente que
en el caso del bautismo cristiano esta remisión de los pecados no es más que el aspecto
negativo del don de gracia aportado por Cristo (Col 2, 12-13; Rom 6, 1-11). Los
pelagianos se encontraban en una situación comprometida ante tal argumentación.
¿Quién podría tomar en serio a aquellos que pretenden que los niños "recentes ab uteris
matrum" deben ser bautizados por pecados cometidos ya aquí en la tierra?
ALFRED VANNESTE
Séanos permitido recordar una vez más un elemento esencial -el más interesante según
nuestro parecer- de la teología agustiniana del pecado original. Para Agustín el
argumento decisivo en favor de éste se sitúa más allá de Rom 5, 12 y de la práctica del
bautismo de los niños. Debe haber un pecado original porque Cristo ha venido como
salvador para todos los hombres sin la menor excepción. Esto significa que toda la
humanidad tiene necesidad de ser salvada por Él: ¿de qué, sino del pecado?
Todo el mundo tiene necesidad de la salvación de Cristo, también los niños. Éstos son
verdaderos pecadores y como no han podido cometer ningún pecado personal, "restat
originale peccatum". Al sentir de Agustin, este razonamiento teológico no se basa
únicamente en uno o dos pasajes del NT, sino en la Biblia entera. Para un teólogo
cristiano, tal razonamiento permanece, todavía hoy, inatacable. ¿En qué consiste este
pecado en el cual todo hombre debe nacer, puesto que necesita de la gracia de Cristo,
que ha venido no por los justos, sino por los pecadores?, ¿qué sentido tiene en este caso
la noción de pecado?, ¿no tiene una significación algo analógica? Agustín no se propuso
jamás tales cuestiones. La interpretación tradicional de Rom 5, 12, dentro de la
concepción ecológica de su tiempo, le bastaba. Pero su manera de presentar el dogma
del pecado original es solamente válida en la medida en que se ciñe a la esencia misma
de nuestra fe cristiana.
todos los hombres sin excepción. A pesar de no haber sabido situar el debate al nivel
que Agustín había apuntado, el canon 2 del Concilio de Cartago contiene un valor
dogmático indiscutible, por lo menos para aquel que sabe descubrir su significación
profunda, la que el obispo de Hipona ha sido el único en explicitar perfectamente.
Nos quedan algunas puntualizaciones que hacer sobre la nueva redacció n que el
Concilio de Trento hace del canon 2 de Cartago. Señalemos en primer lugar una
modificación, introducida por Trento al texto de Cartago, que puede escapar fácilmente
al lector superficial. El canon 2 de Cartago termina así "...quod generatione traxerunt".
Trento dice: "...quod generatione contraxerunt". La modificación parece indicar, a
nuestro juicio, que el pecado original adquiere menos énfasis en Trento en cuanto
pecado hereditario, transmitido por generación.
Las otras modificaciones parecen, sobre todo, querer subrayar la necesidad del bautismo
de los niños. En sí no contienen nada original en relación con la controversia pelagiana.
Resulta curioso que el cuarto canon de Trento se relacione también en sus partes
esenciales con el olvidado canon 3 de Cartago: la necesidad del bautismo para la vida
eterna (Jn 3, 5). Por otra parte, hubiera sido de desear que Trento silenciase la frase "ex
traditione aposta lorum", refiriéndose al bautismo de los niños, punto en el que Cartago
no creyó necesario insistir.
Señalemos finalmente que el carácter compilatorio del decreto del Concilio de Trento,
que yuxtapone notoriamente los dos cánones de Orange y el canon 2 de Cartago, nos
puede desconcertar un poco. Pero, ¿cómo reprochárselo a los Padres de Trento? Aun
prescindiendo del debate contemporáneo sobre el bautismo de los niños, ¿se les hubiera
podido perdonar el no haber introducido en su decreto el canon más importante de toda
la historia del dogma del pecado original?
"Todo procede del único e idéntico Padre, quien, sin embargo, prepara sus planes
atendiendo a la naturale za y condición de sus criaturas" (Adversus Hacreses, II, 35, 4).
Para comprender la teología de Ireneo hay que tener presente el contexto antignóstico
en el que se desarrolla. Frente a las distintas formas de pluralismo gnóstico, Ireneo
proclamará que no hay más que un solo Dios Padre y Creador, un solo Verbo por quien
creó todas las cosas, un solo cosmos sometido plenamente al único Dios, un plan
salvífico de Dios sobre este cosmos llevado a cabo por el único Salvador. Pero al
tiempo que proclama así el principio de unidad, Ireneo ha de dar razón de la innegable
pluralidad que se da en el mundo de nuestra experiencia. Esto le obliga a reflexionar
profundamente sobre el plan salvífico de Dios y a descubrir que Dios lleva a cabo su
plan adaptándose a las cond iciones de lo que no es Dios, es decir, a las condiciones de
la multiplicidad, temporalidad y perfectibilidad. Todo procede de un único Dios, Padre
y Creador, en virtud de un único plan suyo sobre todas las cosas: pero lo que no es Dios
ha recibido de Él una naturaleza propia con unas determinadas condiciones y principios
intrínsecos, y Dios los respeta precisamente con el fin de realizar su plan a través de
ellos. Si no los respetara, se manifestaría una contradicción entre la acción creadora y la
acción subsiguiente de Dios.
No siempre resulta fácil conciliar ambas perspectivas, y por ello se ha objetado a Ireneo
una cierta incoherencia e incompatibilidad en su teología. No ven algunos cómo se
puede conciliar su doctrina de la redención entendida como recapitulación y
restauración del estado de perfección original por obra de Cristo, con la idea por él
defendida de una evolución progresiva de la humanidad desde un estadio de inmadurez
originaria hacia un estadio de plena madurez y perfección. Sospechan en Ireneo dos
fuentes no armonizadas sobre la condición primigenia del hombre: una, coherente con el
dato bíblico, que concebiría al hombre en un estado de perfección original a la que sigue
la caída y la esperanza de restauración; otra, afín a las ideas modernas sobre evolución,
que lo concibe en un estado de imperfección original que va siendo lentamente
superado, pero que parece marginar los datos bíblicos, sobre todo el del pecado.
En este sentido, tanto Cullman como A. Benolt, tienen sus reservas. El primero,
fijándose exclusivamente en el aspecto progresivo de la teología de Ireneo, le reprocha
la minimización del pecado de Adán, como si para Ireneo no fuera un acto positivo de
JOSÉ VIVES, S.I.
desobediencia y rebelión, sino fruto de la debilidad natural. Benoît, por su parte, cree
que en la concepción evolutiva del hombre hay poco lugar para la idea del pecado,
como si éste no modificara el plan de Dios, no haciendo más, a lo sumo, que retrasarlo.
Por eso prefiere considerar esta concepción como un elemento extraño al pensamiento
de Ireneo, debido a la utilización de una fuente peculiar.
Sin embargo, este accidente tiene su importancia, sobre todo desde el punto de vista del
hombre. Estudiaremos cómo Ireneo le da toda la importancia relativa que tiene.
Veremos luego cómo la posibilidad del pecado no implica un defecto positivo en la obra
del Creador. Esto nos llevará a considerar su idea de una creación todavía imperfecta y
en estado evolutivo; y finalmente intentaremos mostrar cómo esta idea no está en
contradicción con la que tiene sobre la "recapitulación" o "restauración" de todo en
Cristo.
Ireneo no minimiza el pecado de Adán, pero se esfuerza por explicarlo en sus causas.
Para él, es una desobediencia grave al mandato de Dios que tiene como consecuencias
la servidumbre del hombre a la muerte y la pérdida de Dios, tanto para Adán como para
su descendencia. Sin embargo, para él, el verdadero objeto de la gnosis cristiana ante el
hecho del pecado no consiste en idear un nuevo creador y mantenedor del universo, sino
en explicar "que Dios es magnánimo tanto en la apostasía de los ángeles transgresores
como en la desobediencia de los hombres" (AH I, 10, 3).
JOSÉ VIVES, S.I.
Aquí tenemos los dos elementos con los que constantemente juega Ireneo:
"desobediencia" por parte del hombre, y por tanto verdadera ofensa a Dios; pero
"magnanimidad" por parte de Dios, dispuesto a no abandonar al hombre en su
desobediencia.
Pero sobre todo aparece muy claramente el pensamiento de Ireneo sobre el pecado en su
doctrina de la encarnación redentora. En efecto: fundamenta la necesidad de ésta
precisamente a partir de la gravedad que revisten para el hombre las consecuencias del
pecado. Por ser éstas tan reales que el hombre ya no puede rehacerse a sí mismo y salir
de la esclavitud en la que ha caído, fue necesario que el Hijo de Dios se encarnara y
luchara por la libertad del hombre, compensando con la obediencia hasta la muerte la
desobediencia de muerte. Pero ante la gravedad de estas consecuencias no se debe caer
en el rigorismo gnóstico sino que se ha de subrayar la magnanimidad de Dios: "pues el
Señor era misericordioso y amaba con afecto paternal al género humano" (111, 18, 6).
Así pues, teniendo esto presente, no se puede suscribir que en la teología de Ireneo no
hay lugar para el pecado, ni tan siquiera que quede relegado a un lugar secundario. Lo
que sí es cierto es que por encima del pecado Ireneo subraya siempre la magnanimidad
de Dios: "tal ha sido la magnanimidad de Dios: que el hombre pasara por todos los
estadios, teniendo primero conocimiento de la muerte, viniendo luego a la resurrección
de entre los muertos, alcanzando experiencia de aquello de lo que había sido liberado a
fin de que ya para siempre se muestre agradecido para con el Señor, amándole más
después de haber obtenido de él el don de la inmortalidad; porque "a quien más se le
perdona, más ama " (Lc 7, 42). Conózcase el hombre a sí mismo como ser mortal y
débil; y conozca a Dios que es hasta tal extremo inmortal y poderoso, que puede dar la
inmortalidad a lo mortal y la eternidad a lo temporal... Porque la gloria del hombre es
Dios; pero el objeto de la acción de Dios, de toda su sabiduría y su poder, es el hombre.
Así como el médico se prueba en los enfermos, así Dios se manifiesta en los hombres.
Por esto dice Pablo: "Dios lo incluyó todo en la incredulidad, a fin de usar misericordia
para con todos" (Rom 11, 32)... El hombre que sin vanidad ni jactancia tiene un
sentimiento verdadero acerca de lo creado y del Creador... El que permanece en su amor
con sumisión y acción de gracias, recibirá de Él una gloria mayor y progresará hasta
hacerse semejante a Aquel que murió por él. Porque efectivamente, Éste se hizo
"semejante a la carne de pecado" (Rom 8, 3), para condenar al pecado; y una vez
condenado lo arrojó de la carne, invitando al hombre a asemejarse a Él, destinándole a
ser imitador de Dios, poniéndole bajo el dominio paterno a fin de que contemplara a
Dios, dándole el poder de poseer al Padre" (III, 20, 2).
Se ha insinuado que a partir de esta idea de que el pecado sirve para revelar la
magnanimidad de Dios y redunda en definitiva en un mayor bien del hombre, se podría
sacar la consecuencia de que el pecado no es "sólo algo permitido por Dios, sino
directamente querido como necesario para el progreso del hombre" (Bousset). Si esto
hubiera de valer como reproche, valdría ante todo contra Pablo, cuyo vigor en este
sentido Ireneo se limita a reflejar. Y no es cierto que esta concepción del pecado
implique una menor conciencia de su malicia; al contrario: es la ponderación de la
gravedad del pecado lo que hace brotar una exclamación de júbilo en la boca del que se
siente no sólo liberado, sino beneficiado con nuevos beneficios de parte de la
magnanimidad de Dios. Ireneo está dentro de la Tradición de la Iglesia que canta el "O
felix culpa", y que entronca con Pablo. Y aunque parezca pesarle a Cullmann, es cierto
que en la visión de Ireneo y Pablo "todo es cumplimiento", incluso el pecado. No en el
JOSÉ VIVES, S.I.
sentido de que Dios lo quisiera como objeto inmediato de su designio primero, pero sí
como parte integrante de un designio mayor, supuesto que Dios quería la existencia de
creaturas libres y responsables frente a Él, y preveía su respuesta negativa. Ireneo y
Pablo se colocan en la perspectiva total del designio concreto y salvador de Dios, de ese
designio que se ha traducido en historia; y desde esa perspectiva, todo es cumplimiento,
de modo que el cristiano, al considerar la magnanimidad de Dios y ponderar la gravedad
del pecado como mal del hombre, puede verdaderamente exclamar "felix culpa".
El pecado y la muerte
Entre las consecuencias del pecado, Ireneo, siguiendo de cerca a Pablo, señala a la
muerte como la más prominente. Todo lector familiarizado con su teología lo sabe y no
hay por qué extenderse. Con todo, conviene precisar la idea que tenía sobre la
inmortalidad perdida por el pecado. Los primeros escritores eclesiásticos, incluido
Ireneo, rehusaban admitir -contra los gnósticos- una inmortalidad natural propia de
alguna parte del hombre. Ni siquiera el alma era para ellos naturalmente inmortal. La
athanasía es algo privativo de Dios: "así como el cuerpo animal no es alma, pero
participa del alma mientras Dios lo quiere, así el alma no es vida, pero participa de la
vida que Dios le ha dado... El alma se hizo viva por participación de la vida, de manera
que una cosa es el alma y otra la vida. Es Dios el que da la vida y la continuación en la
existencia, de suerte que las almas primero existan y luego continúen en su existencia
mientras Dios quiera que existan y persistan" (II, 34, 3).
Mas por otra parte, y siempre contra la doctrina gnóstica, Ireneo mantendrá que también
la carne puede recibir la inmortalidad: "así como la carne es capaz de corrupción, así
también lo es de la incorrupción; y así como lo es de la muerte, también de la vida..."
(V, 12, l). Además, la sola inmortalidad del alma no seria la verdadera inmortalidad del
hombre, ya que éste no es ni alma ni cuerpo, sino el compuesto. La inmortalidad del
hombre perdida por el pecado era don sobrenatural, así como es sobrenatural la
inmortalidad recuperada en Cristo. Por consiguiente, la muerte consecutiva al pecado es
ante todo muerte sobrenatural -ruptura de la comunión con la incorruptibilidad de Dios-
que implica como ulterior consecuencia la muerte física, es decir, la disolución natural
del compuesto humano.
Hay aquí una serie de elementos para una teología de la inserción de lo sobrenatural en
lo natural. Si la creatura hubiese sido totalmente ajena al Dios salvador, o hubiese
JOSÉ VIVES, S.I.
Acabamos de ver que Ireneo tiene conciencia tanto de la realidad del pecado como de
sus graves consecuencias para el hombre. Sin embargo, en su polémica antignóstica,
tenía que explicar cómo podía surgir el pecado en la obra que acababa de salir de las
manos de Dios, sin imputar a Dios un defecto de factura; ¿le habría faltado "arte" a
Dios, o habría fallado su poder? Ésta era la objeción que Ireneo tenía que resolver. Y
una primera respuesta podía ser encontrada en la tradición del judaísmo tardío, recogida
por los escritores cristianos anteriores: la de que el hombre había sido engañado por la
"serpiente". Ireneo la recoge, pero se da cuenta de que no basta. En efecto: la pregunta
ulterior a la que se sentía obligado a responder era ésta: ¿cómo pudo permitir Dios que
el hombre fuera tan fácilmente engañado por el diablo? En este contexto, reflexiona
sobre el modo no violento con que Dios lleva a cabo su plan, y sobre el carácter
histórico y evolutivo de la naturaleza humana, propio de todo aquello que, por ser
creado, implica un progreso desde unos comienzos imperfectos hasta un final más
perfecto. En este sentido, el pecado, aunque verdadera desobediencia, puede ser
atribuido por Ireneo a una cierta falta de madurez o debilidad original: "habiendo, pues,
(Dios) hecho al hombre señor de la tierra y de lo que en ella hay, en secreto lo
constituyó también señor de sus servidores que en ella estaban (los ángeles). Sin
embargo, éstos habían llegado a su estado adulto, mientras que el señor, es decir, el
hombre, era muy pequeño, pues era un niño y tenía que desarrollarse hasta llegar al
estado adulto... Y el hombre era un niño y no tenia un juicio perfecto; por esto fue fácil
al seductor engañarle" (Demonstratio 12).
Ante la persistente objeción de que hubiera sido mejor que Dios creara a los hombres
como animales, es decir, necesariamente arrastrados por el bien y sin capacidad de
elección ni de juicio, ya que así no hubiera sido posible el pecado, Ireneo responde
mostrando la superioridad del bien libremente elegido; ya que el bien impuesto y
forzado "ni les resultaría suave... ni la comunión con Dios apreciable, ni el bien digno
de ser en gran manera apetecido..." (IV, 37, 6). Ireneo defiende, pues, la libertad del
hombre, considerándola como un gran beneficio. Más aún: para él, no sólo conviene que
el bien se alcance libremente, sino que se alcance con esfuerzo: ano se aman igual las
cosas que nos vienen espontáneamente que las que se alcanzan con mucho esfuerzo...
Para nosotros importaba mayor amor de Dios el tener que conseguirlo con esfuerzo; de
otra suerte se nos habría pasado sin sentirlo un bien en el que no habríamos puesto
esfuerzo alguno. Aun la vista no la desearíamos tanto si no supiésemos lo malo que es
carecer de ella... De la misma forma el reino celestial es más estimado de aquellos que
conocieron el terrestre..." (IV, 37, 7).
Evidentemente, una auténtica libertad implica la posibilidad de ser mal usada. Pero,
¿por qué el hombre hizo en seguida un uso tan malo de la libertad? La respuesta de
Ireneo consiste en que la creatura es necesariamente imperfecta y está sujeta a un
proceso de maduración; así, era natural que en los comienzos se mostrara
particularmente su debilidad: "precisamente porque no son increadas, las creatura"
JOSÉ VIVES, S.I.
El hombre es, pues, un ser sujeto a evolución y maduración, cuyo último término será
su divinización, pero en cuyos comienzos se muestra una peculiar debilidad, con la que
se "explicaría" el pecado. No que esa inmadurez o imperfección original constituyan el
pecado; esa reducción desvirtuaría la misma noción de pecado. Para Ireneo el pecado es
una desobediencia humana, libre y responsable; ahora bien, al querer explicar el mal uso
que el hombre hizo tan pronto de su libertad, Ireneo recurre a la inmadurez original. El
hombre era suficientemente libre para optar por Dios o contra Dios; pero no lo
suficientemente maduro de juicio para que esa opción se hiciera sin riesgo.
Sin embargo, Dios es poderoso para que sus planes no queden frustrados por el mal uso
que hizo el hombre de su libertad. La mente de Ireneo queda patente en la ilustración
bíblica que sigue a este pasaje. Jonás fue engullido por la ballena "no para que,
absorbido, pereciera, sino para que una vez devuelto a la vida se sometiera mejor a Dios
y glorificara más a Aquel que le dio una salvación inesperada" (III, 20, 1). Lo que Dios
quería no era la desobediencia de Jonás, sino que le glorificara como debía. Pero puesto
que Jonás fue desobediente, Dios -respetando su libertad- conseguirá la misma
glorificación dejándole caer en el abismo del cetáceo y levantándole luego. Pues algo
así hizo con el pecado del hombre.
¿Resulta de aquí que el pecado es algo exigido para el progreso del hombre? Desde
luego, es exigido para este progreso del hombre que históricamente hemos conocido;
pero no absolutamente para todo progreso posible. Con todo, al contemplar el esplendor
de la obra de restauración en Cristo, surge casi inevitablemente la idea del "necessarium
Adae peccatum". De nuevo encontramos a Ireneo en la línea de Pablo, que afirmaba:
apero la Escritura lo encerró todo bajo el pecado para que la promesa fuera dada a los
creyentes por la fe en Jesucristo" (Gál 3, 22).
Resumamos brevemente las concepciones básicas sobre las que se apoya Ireneo.
Fundamentalmente, son estas dos:
a) Dios no hace violencia a la creatura, sino que respeta su naturaleza y se adapta a ella:
"siendo poderoso el Verbo de Dios, y no decayendo en su justicia, se volvió contra
aquella apostasía que desde el comienzo nos dominaba violentamente, y redimió lo que
le pertenecía, no con violencia, sino con persuasión, tal como convenía a Dios, ya que
El toma cuanto quiere persuadiendo y no violentando" (V, 1, 1).
Por eso, Dios conduce a su creación hacia el término que le ha designado según las
leyes que ha dado a sus creaturas. Esto significa que la voluntad de Dios se realiza en el
mundo en implicación con las condiciones de gradual desarrollo e imperfección propias
de la creaturalidad. Y en esto entra el hacer la experiencia del bien y del mal: "para que
instruidos por todas estas cosas, aprendamos en adelante a ser cautos y a perseverar en
su amor, una vez que hemos recibido razonablemente la enseñanza de amar a Dios" (IV,
37, 8).
JOSÉ VIVES, S.I.
La razón última de este soberano dominio de Dios y de este respeto que él tiene a la
naturaleza de la creatura está en la misma esencia de la relación creatura-creador: "en
esto difiere Dios del hombre: que Dios hace y el hombre es hecho. Y en verdad, el que
hace siempre permanece el mismo, mientras que aquello que es hecho debe recibir un
comienzo, y un estado intermedio, y crecimiento, y aumento. Y así como Dios hace
bien las cosas, así también es bueno el proceso en el que el hombre es hecho" (IV, 11,
1). "Conviene que primero seas hombre, y que después participes de la gloria de Dios.
Pues no haces tú a Dios, sino que Él te hace a ti. Si, pues, eres obra de Dios, aguarda la
mano de tu artífice que todo lo hace a su tiempo; a su tiempo, en cuanto a ti te atañe, tú
que vas siendo hecho..." (IV, 39, 2).
Al principio hemos indicado que esta concepción evolutiva del hombre a partir de una
original debilidad, les parece a algunos poco coherente con la doctrina de la
recapitulación y restauración de un estado de perfección original, propia no sólo de
Pablo, sino también de Ireneo. Intentemos ver su coherencia.
Pero en otros textos el verbo "recapitular" parece tener un sentido distinto, el de hacer
que recuperemos aquello que habíamos perdido en Adán, es decir, el ser a imagen y
semejanza de Dios. ¿Consiste entonces la obra salvadora de Cristo en una simple
restauración de nuestro primitivo estado, anterior al pecado? Si así fuera, el término
final de la recapitulación sería igual al término inicial, con lo que no habría "evolución",
sino el mero restablecimiento de la misma condición primitiva.
Pero entonces, ¿qué hay de los numerosos textos en los que Ireneo habla de evolución?
Tenemos, pues, que intentar una interpretación de lo que Ireneo entiende por
"recapitular" en este segundo sentido, de manera que sea conciliable con su idea de
evolución.
JOSÉ VIVES, S.I.
Conclusión
Para Ireneo, el pecado original es, ante todo, una desobediencia al mandamiento divino,
desobediencia que acarrea la muerte y la pérdida de la amistad y semejanza con Dios.
Desde el punto de vista de sus causas, el pecado se explica como efecto de la tentación
diabólica sobre el hombre dotado de verdadera libertad de elección, pero todavía
inmaduro y con "mentalidad infantil", por estar recién llegado a su existencia.
Así pues, Ireneo concibe al hombre como en un progreso evolutivo, y con ello explica,
no sólo la caída original, sino también el gradual desarrollo del plan divino a lo largo de
la historia de salvación. Este punto de vista no ha de considerarse necesariamente
incompatible con el de la recapitulación: ésta, como consumación y coronación de todo,
coincide con el término de aquel progreso evolutivo, alcanzado no como resultado de un
mero dinamismo natural, sino en inserción con la acción salvadora de Dios. Pero aun la
"recapitulación" como restauración de lo que se había perdido en la caída no es
incompatible con el punto de vista del progreso evolutivo, ya que lo que se había
perdido era precisamente el destino a evolucionar de esta manera hacia un término
sobrenatural, y exactamente es esto lo que queda recapitulado o restaurado en Cristo.
Notas:
1
Este estudio lo realiza el autor en el artículo original, pero no lo podemos reproducir
en esta breve condensación.
EL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN:
REFLEXIONES Y PROPOSICIONES
Con la Constitución sobre la sagrada liturgia, el Concilio Vaticano II ha abierto
nuevos cauces a la reflexión de la vida cristiana y su relación con los sacramentos. No
se trata sólo de pequeños cambios en el rito que todos echamos de menos, sino de una
comprensión más eclesial y total de la iniciación y existencia cristianas a partir de su
carácter esencialmente sacramental.
En el punto de partida todo parece fácil, pues se trata sólo de perfeccionar la liturgia de
ambos sacramentos acudiendo a los recientes estudios y a las directrices dadas por la
Constitución sobre la liturgia Sacrosanctum Concilium (SC 71), con el fin de elaborar
un ritual que permita ver más claramente "su naturaleza y su fin" respondiendo "a las
necesidades presentes" (SC 62).
Pero se presenta otra cuestión que nos lleva más lejos. Se trata del problema planteado
por la separación introducida históricamente, en el rito latino, entre la administración
del bautismo y la de la confirmación. Este problema suscita otros relativos al ministerio
de este sacramento y al ejercicio de las funciones episcopales. Estos puntos, aunque
compatibles con el espíritu que reina hoy en el seno de la Iglesia, parecen a algunos un
asunto muy delicado.
Existe, sin embargo, una cuestión ulterior todavía más delicada: ¿qué sentido hay que
dar a la iniciación cristiana de los niños de corta edad? No podemos ignorar que muchos
estiman problemático el valor del bautismo, de la confirmación y de la eucaristía en los
niños. Ni las prescripciones canónicas, ni las tradiciones, ni los decretos pueden
evitarlo: no tomar en consideración estas dificultades sería practicar la política del
avestruz.
lo posible, la unidad rota. Esto podría hacerse mediante textos escriturísticos bien
escogidos, como por ejemplo 2 Cor 1, 21-22: "y es Dios el que nos conforta juntamente
con vosotros en Cristo y el que nos ungió y el que nos marcó con su sello y nos dio en
arras el Espíritu en nuestros corazones".
Se podría proponer una introducción parecida a la sugerida para el caso del bautismo.
Ya que la celebración de todo sacramento constituye un punto culminante en el anuncio
de la Palabra de Dios se impone la lectura de las Escrituras y la homilía al comienzo de
la celebración de la confirmación. Esto se ha reconocido, por fin, con la publicación del
Leccionario para la confirmación 1 . Así obtendríamos el esquema ya familiar: entrada,
oración, lectura, homilía, plegarias de intercesión.
Para la entrada se podría tomar, por ejemplo, el texto de Ez 36, 2326 utilizado ya para el
canto de entrada de la vigilia de Pentecostés. El canto del Buen Pastor (Sal 23) podría
ser igualmente adecuado. Este texto presenta como un panorama completo de toda la
iniciación y así ha sido comprendido desde hace tiempo. Ofrece además la ventaja de
ser también muy apto para el bautismo.
Por otra parte, encontramos en esta oración una alusión explícita al bautismo: "los fieles
regenerados por tu gracia".
Para la lectura nos parece que convienen especialmente dos textos: Act 8, 14-17 y Mt 3,
13-17. El primero tiene la ventaja de evocar la "confirmación" dada a los samaritanos
que habían recibido sólo el bautismo. El segundo nos dice que al recibir el bautismo
Jesús recibe igualmente la unción del Espíritu; esta lectura es particularmente apta para
recalcar el lazo de unión entre los dos sacramentos y presenta además al Señor como
Aquel en quien los sacramentos de la Iglesia encuentran su origen y su institución.
JAN VAN DEN BOSCH
Cuanto más se reflexiona sobre la "renovación de las promesas del bautismo" y se asiste
a esta ceremonia, más insatisfacción se siente. Esta impresión se explica por dos
razones. En primer lugar, la "renovación" aparece como un sucedáneo del bautismo, una
especie de "bautismo seco" que intenta obviar lo que la situación tiene de paradoja: una
celebración bautismal para gente ya bautizada. Como la confirmación se da fuera del
bautismo -por más que estén estrechamente ligados- se intenta reparar la ruptura
introduciendo, en el rito de la confirmación, un pseudo-bautismo.
Desearíamos, pues, que la bendición de los santos óleos se incluyera en el ritual de los
sacramentos, tal como admite la Constitución, en el caso del bautismo, para la
bendición de las aguas bautismales (SC 70). Para ello habría que utilizar "una fórmula
breve" que podría ser la plegaria de consagración actualmente cantada en tono de
prefacio y sacada del ordo del jueves santo.
Confirmación y eucaristía
JAN VAN DEN BOSCH
La paz
CONFIRMACIÓN Y BAUTISMO
Más clara que la anterior parece la interpretación teológica según la cual tanto el
bautismo como la confirmación constituyen los dos una iniciación completa. El
fundamento de esta interpretación está en el hecho de que la existencia humana supone
a la vez "ser creado" y
Por las razones enumeradas la separación entre bautismo y confirmación, tal como se
encuentra en la Iglesia occidental, no satisface en absoluto. Tanto menos cuanto que la
tendencia dominante llega a separar todavía más la administración de estos sacramentos,
trasladando la confirmación a la edad adulta, con el riesgo que esto supone de
fundamentar la práctica litúrgica en una falsa interpretación de la confirmación.
Si, por otra parte, el bautismo de los niños está legítimamente justificado, también lo
está la confirmación por las mismas razones. El gran inconveniente de la administración
masiva de la confirmación desaparecería si ésta estuviera vinculada de nuevo al
bautismo. Esta restauración supone que el presbítero llega a ser el ministro ordinario de
JAN VAN DEN BOSCH
Es comprensible que en razón de estos argumentos uno desee ver retardada la edad de
iniciación a la fe. Al menos esta ausencia de ratificación personal en el momento del
bautismo nos debe hacer reflexionar y prestar atención a que el rito sea completado por
una catequesis que invite, sin cesar, a una ratificación personal de quien lo ha recibido
cuando no era plenamente consciente.
Una de las razones por las que parece que deberíamos contestar negativamente se podría
proponer así: ¿por qué hacer nuevas "ceremonias" cuando la ratificación personal se
realiza en la misma vida cristiana, en todas sus manifestaciones y expresiones?
Notas:
1
El autor menciona aquí el Leccionario francés, que contiene una serie de veintinueve
textos.
DESCUBRIENDO EL SIGNIFICADO DE
PENTECOSTÉS
Discovering the Meaning of Pentecost, Scripture, 51 (1968) 73-79
El uso litúrgico que la Iglesia hace del texto de los Hechos (Act 2, 1-41) ha fijado en las
mentes de la mayor parte de los cristianos la idea asociada de Pentecostés lucano. Es un
hecho que "Pentecostés" ha llegado a ser sinónimo del suceso narrado por Lucas en los
Hechos. El mosaico narrativo describe a los discípulos agrupados en torno a la Virgen,
en expectación, cincuenta días después de la Pascua y de la muerte de Jesús; el viento
sopla con fuerza y aparecen unas lenguas de fuego; unos peregrinos judíos oyen las
alabanzas a Dios cada uno en su lengua nativa, lo cual provoca en unos el estupor y en
otros el escepticismo, de manera que buscan la causa de tal alboroto en el exceso de
bebida; y finalmente, Pedro da la interpretación del suceso, siendo bautizadas, a
continuación, tres mil personas.
Los diversos autores del NT suelen coincidir en señalar a Cristo resucitado como Aquel
que envía al Espíritu, pero la comparación de los diferentes textos no ofrece un relato
coherente en cuanto al tiempo y forma en que el Espíritu será enviado. La narración de
Juan (Jn 20, 19-22) difiere completamente de la de Lucas menos en el lugar -Jerusalén-
donde se da la comunicación del Espíritu. Para Juan la resurrección, ascensión y venida
del Espíritu parecen ocurrir en el mismo día. El mismo Lucas ofrece otra versión del
mismo hecho en otro pasaje de los Hechos (Act 4, 31).
La comparación con otros escritores del NT revela que éstos contradicen en varias
ocasiones el relato lucano y ni siquiera lo corroboran. Podríamos decir que existe algo
de arbitrariedad en la forma en que todos ellos describen el hecho de Pentecostés. En el
fragmento citado de los Hechos, Lucas se muestra, una vez más, como teólogo a quien
interesa primordialmente destacar el profundo mensaje religioso que encierra el acto de
comunicar y recibir el Espíritu, dentro de un armazón imaginativo y simbólico de
diversos sucesos.
Significado teológico
Lucas expone con toda sencillez una realidad teológica en un marco histórico. Una vez
esclarecido-el armazón histórico podremos descubrir el significado teológico.
Ante todo resalta, en esta arbitrariedad histórica del relato lucano, la ocasión escogida
por Lucas para introducir el suceso de la venida del Espíritu. Tiene lugar en una fiesta
judía que es la transformación de un festival agrícola cananeo en una fiesta de culto a
Yahvé: al acabar la cosecha, los antiguos israelitas hacían la ofrenda de los primeros
frutos a Yahvé, el Dios Santo de Israel que les había dado la tierra de Canaán. Esta
fiesta, llamada la "Fiesta de las Semanas", traducida por los Setenta por pentèkostè (ya
que se celebraba cincuenta días después de la Fiesta de los Ázimos), aparece ya en las
primeras listas de fiestas como una de las principales.
Resulta de particular importancia el hecho de que, a partir del siglo segundo antes de
Cristo, esta fiesta adquiere el carácter de aniversario litúrgico de la entrega de la Ley a
Moisés en el Sinal, que tuvo lugar cincuenta días después de la salida de Egipto. La
teofanía pentecostal presentada por Lucas tiene sus raíces en otras teofanías del AT,
pero se advierte en ella una clara intención de traer a la memoria, de un modo particular,
el acontecimiento de la Antigua Alianza en el Sinaí (Éx 19, 26-20; Act 2, 2-3; 4, 31).
El armazón construido por Lucas está repleto de otros elementos que recuerdan la
temática "Antigua Alianza-Nueva Alianza". El suceso relatado por Lucas ocurre
cincuenta día s después del "éxodo" cfr Lc 9, 31) llevado a cabo por Cristo en Jerusalén.
También la Antigua Ley era sellada a los cincuenta días por medio de Moisés, y era
establecida la "Iglesia (Asamblea) en el desierto" (Act 7, 38). Moisés es tipo de Cristo;
la Asamblea en el desierto prefigura la Iglesia de Cristo; el Pacto con Israel es precursor
del Nuevo Pacto con el Nuevo Israel (Act 7, 34-38). Según la teología rabínica, después
de cuarenta años de peregrinación por cl desierto, Moisés fue levantado a los cielos; en
Lucas, después de cuarenta días de apariciones, Jesús también es llevado a los cielos (Le
9, 51). La insistencia de Lucas al presentar la tipología de la Antigua Alianza enseña
claramente que ahora, con la ascensión de Cristo, ha llegado la era de la Nueva Alianza.
Comparando la teofanía de los Hechos y la del Éxodo, aparece la verdad de esta Edad
Nueva que Lucas ha puesto de manifiesto con toda su fuerza -como momento
culminante e indicativo de algo nuevo- por medio de la frase "quedaron todos llenos del
Espíritu Santo" (Act 2, 4).
Lucas vivió inmerso en un mundo religioso judío que, desde la muerte de Malaquías,
suspiraba por la llegada de "el profeta que ha de venir" (cfr. 1 Mac 4, 46; 14, 41; Is
14ss; Ez 36, 25-27; Is 44, 3ss; Job 2, 28ss). El Mesías sería este profeta (Dt 18, 15-18).
En este clamor por el nuevo profeta, la venida del Mesías fue asociada a la venida del
Espíritu. Cuando Juan da testimonio de Cristo, describe la venida del Espíritu como un
regalo del Mesías, no como algo meramente asociado al Mesías (Lc 3, 16). Con ocasión
del discurso de Pedro, Lucas da testimonio de la vivencia experimentada por la
comunidad cristiana primitiva de que las esperanzas de todos los profetas se han
JOSEPH D. COLLINS
realizado en Jesucristo: Yahvé ha derramado su Espíritu sobre todos los hombres (Act
2, 17).
La Edad Nueva
El análisis de la estructura del relato lucano nos permite descubrir todavía más cosas
acerca de esta Edad Nueva que intenta expresar.
En primer lugar, Lucas emplea la frase "todas las naciones" para describir la multitud
reunida en Jerusalén con motivo de la venida del Espíritu; es decir, Jerusalén se presenta
como la verdadera Sión escatológica, centro y meta de la peregrinación salvifica de
todas las naciones.
En segundo lugar, hay que destacar el notable énfasis con que Lucas da cuenta del
maravilloso "hablar en otras lenguas". Tal expresión parece tener dos significados en el
relato lucano. Por una parte, la frase se emplea para expresar el fenómeno de oración de
éxtasis ante las poderosas obras de Dios. Esta forma de oración era signo de la absoluta
alteridad de la experiencia que la cristiandad primitiva tenía del verdadero Espíritu
derramado sobre las cosas. En el fragmentos de los Hechos (Act 2, 12-15), Lucas se
refiere intencionadamente a esa oración, que provocará la burla de algunos
observadores: "están llenos de mosto" (Act 2, 13). Por el contrario, en Act 2, 4-11 no
hace referencia a esta misteriosa oración de éxtasis, sino a un hablar en lenguas
extranjeras que era sin duda comprendido. Aquí aparece clara la intención lucana de
expresar la universalidad del mensaje cristiano y la universalidad de la cristiandad en
tiempo de la redacción final de los Hechos. Tal había sido la vivencia experimentada
por la primera generación de la Iglesia, la voluntad eficaz del Espíritu de reunir a todos
los hombres en la comunidad. Lucas quiere poner de manifiesto la verdad del Espíritu
formando e informando la Iglesia "entre todos los pueblos" por medio de este discurso
dirigido a hombres de diversas nacionalidades, comprendido por todos (Act 2, 7) y sólo
recibido por algunos (Act 2, 41). Buscando de nuevo la imagen bíblica del AT, la
expresión lucana puede ser interpretada como una réplica de Babel. Los autores del
Génesis quisieron expresar una verdad teológica profunda: como consecuencia de un
JOSEPH D. COLLINS
Conclusión
REALIZACIÓN INMANENTE DE LA
CONVERSIÓN CRISTIANA
Conferencia pronunciada en Asís, Pro civitate christiana, XXII Congreso universitario,
30 diciembre 1967
EL acto de fe se plantea de nuevo para cada nueva generacion. Una misma fe exige
modos distintos de confesar la fe. Creer en Cristo supone el apartamiento de lo que
Cristo no es: el pecado del mundo. Pero este pecado – el mismo pecado de siempre-
reviste formas nuevas y cambiantes en la historia- Por tanto, ¿en qué forma debe hoy
confesarse la fe? El autor aborda el problema en su situación concreta y señala el
problema en su situación concreta y señala el problemático y ambiguo lugar en el que
forzosamente se ha de manifestar esta conversión: el vino nuevo cristiano exige
necesariamente odres nuevos.
La fe en Cristo no es un puro anuncio verbal del perdón de los pecados. Supone una
interna renovación. Pero esa renovación, ¿es puramente escatológica o supone una
realización concreta, visible y significativa?, ¿supone sólo una renovación del individuo
o también un cambio en "su" mundo? El problema no es tópico si pensamos que
"nuestro" mundo no es el mundo de ayer. Las verdades de siempre han de ser siempre
repensadas. Y la reflexión debe partir desde los orígenes. Para solventar el problema es
preciso que nos remontemos a la primitiva catequesis recogida en los Hechos de los
Apóstoles. Hemos de detenernos especialmente en el discurso de Pedro dirigido al
grupo atraído por el milagro de Pentecostés (2, 14-36), en el discurso al pueblo (3, 12-
26) y a los jefes de los judíos (4, 8-12). Los elementos esenciales de la catequesis
apostólica que se transparentan en estos textos serían: venida de Jesús de Nazaret de
parte de Dios, muerte redentora en cruz, glorificación, don del Espíritu. Pero esto no es
todo. Lucas une significativamente a esta recensión de los puntos esenciales la
descripción de aquella primera experiencia de vida cristiana de la comunidad primitiva
(cfr. 2, 42 y 44-45; 4, 32 y 34-35) : en ella se daba "comunidad" (koinònía) de
corazones y bienes. Ninguno de los que la formaban padecía necesidad porque los
bienes de todos estaban a disposición de todos.
Aquí se expresa algo muy importante: que nuestra salvación es Cristo vivo. Creer en Él
significa ser incorporado a la salvación que se realiza en el Espíritu. El cual, a su vez, es
inseparable de la koinònía de corazones y bienes, signo y fruto del Espíritu. No se puede
ser fiel al mensaje de Lucas sin reconocer que la fe es aceptación del Cristo viviente en
la dialéctica "fe-amor", amor a Cristo y amor a la "fraternidad". Y no sólo en Lucas. El
tema recorre todo el NT: la fe en Cristo se hace veraz en el amor fraterno. La misión de
Jesús y su mediación redentora han sido la revelación del amor de Dios a los hombres
(Tit 3, 4). La respuesta amorosa del hombre a Dios se realiza y se verifica en el amor al
hermano (l Jn 3, 23; 4, 8.16.20): la fe que huye de la puerilidad, que se afirma, madura y
profundiza consiste en "la verdad realizada en la caridad" (Ef 4, 15). La fe, como tal, es
amor de la fraternidad y comunidad de corazones.
Pero hay un texto en el que lo dicho cobra particular importancia. Uno de los grandes
temas de la carta a los Romanos es el siguiente: fuera de la redención de Cristo, el
hombre, judío o gentil, no ha sido capaz de realizar la justicia (en concreto la justicia
respecto al prójimo, la que nosotros llamaríamos hoy "justicia social"). Pero en Cristo,
en su cruz y resurrección, de las que participamos por medio de la fe -considerada como
entrega y amor (Rom 11, 32)- recibimos el don del Espíritu que es libertad del amor y
que nos obliga a caminar en el amor. Por eso se dirá que la caridad cumple toda justicia,
porque es la plena realización de la Ley (Rom 13, 8-10).
Aquí establece Pablo una doble dialéctica. Explícita una: si creemos en Cristo (en el
sentido pleno de la fe paulina), tenemos el Espíritu; si tenemos el Espíritu, caminamos
en el amor; si caminamos en el amor, realizaremos la justicia (justicia para con los
hombres, "justicia social") plenamente. Pero esta dialéctica explícita contiene otra
implícita: si no realizamos la justicia, no vivimos en el amor; si no vivimos en el amor,
no somos conducidos por el Espíritu; si no somos conducidos por el Espíritu, no
vivimos la fe en Cristo. O no tenemos fe, o poseemos una "fe muerta", según la
enérgica. expresión de Santiago.
Ahora bien, la situación planteada de este modo es trágica porque el impulso de justicia
que proviene de la fe, tanto más fuerte aquél cuanto más viva sea ésta, parece quedar
condenado a permanecer en un puro ideal platónico, inofensivo e inoperante: ¿nos podrá
parecer extraño que muchos sientan un fuerte impulso a superar la injusticia, una
inquietante vocación de fraternidad, y se pregunten qué se puede hacer para cambiar
estructuralmente nuestro mundo? Responder a esta pregunta significa, sin más, plantear
el problema de la revolución.
Creo encontrar la respuesta justamente en el anuncio escatológico del NT, tal como se
encuentra en muchas parábolas y en las mismas palabras con que Cristo comienza su
predicación: "los tiempos se han cumplido y el Reino de Dios está muy cerca:
arrepentios y creed en el Evangelio" (Mc 1, 15). Aquí se nos dice: el acontecimiento del
Reino en la historia de salvación significa la revolución central de la historia, una
"ruptura" que es llamada que compromete radicalmente al hombre: es preciso dar el
todo por el todo, lo cual siempre hace referencia a un abandono de nuestro "estar
instalados" en el mundo, a la total disponibilidad para abandonar nuestras posesiones.
Por otra parte, a este "acontecimiento" corresponde en el hombre la metánoia, el
arrepentimiento, como respuesta a la llegada del Reino. Metánoia que es la total
revolución de la existencia personal en su más profundo nivel. Es la revolución interior
como respuesta a la revolución acaecida en la historia de la salvación. Lo cual significa
justamente que el cristianismo en sentido religioso, ciertamente, es total y radicalmente
revolucionario.
hecho revolucionario, la totalidad del existir social y material. Esto es de tal modo claro
en la Escritura que todo intento de dulcificarlo es pura traición al mensaje de Cristo y a
la fidelidad a su persona.
Ahora bien, ¿qué relación existe entre el cristianismo como situación revolucionaria a
nivel religioso, histórico y personal, y la revolución a nivel social, económico, político?
En principio existe la distinción entre uno y otro plano, porque no se puede afirmar que
el Evangelio sea un "modelo" de organización jurídica y técnica de la sociedad humana.
Pero tampoco se puede decir que sean de tal modo divergentes que no tengan nada que
ver entre sí. Repitámoslo: el cristianismo no es religión de evasión, sino de encarnación.
La metánoia cristiana desemboca en una vida según el Espíritu que debe realizar la
justicia en el ámbito de las relaciones humanas. No hay ninguna dificultad en que el
cristiano pueda (y deba) ser un revolucionario a nivel social y estructural. Por lo menos
ha de presentar una postura "abierta" frente a la revolución social si quiere ser
consecuente con su fe. Jamás puede ser socialmente "conservador". La razón es muy
sencilla: no puede ser conservador quien nada tiene que conservar. Y a esto se le invita
cuando se coloca bajo el Espíritu que le impulsa a "dejar" efectivamente "sus"
posesiones para vivir en koinònía. El cristiano consecuente con su fe no podrá ser jamás
un contrarrevolucionario. Por lo menos ha de estar en muy abierta disponibilidad frente
a la revolución social, "dando el manto a quien le quite la túnica".
Ésta tendría que ser la actitud de un cristianismo genuino, no adulterado por ideologías
y compromisos extraños. ¿Pero es así de hecho?, ¿no sucede exactamente lo contrario?
En los países occidentales somos los herederos de la vieja cristiandad, de aquella gran
burguesía que llevó a cabo una de las ma yores aventuras de la historia: la revolución
industrial. Fue una hazaña heroica y así se ha de reconocer. Pero también en otros
campos de la historia ha acontecido que sus "héroes" han sido profundamente injustos.
Aunque no tuvieran plena conciencia de serlo.
Y esto es así porque su ideología de base estaba montada sobre dos presupuestos
principales. Uno de ellos consistía en su concepción de la economía política: sólo el
egoísmo individualístico es racional en el campo de la actividad económica, y sólo en la
competencia de egoísmos se puede alcanzar el bien común: el egoísmo y la lucha
despiadada de egoísmos es la fuente de la salvación y del progreso de la humanidad.
Cada ciudadano, dejando hablar a Rousseau y a toda la filosofía iluminística del siglo
XVIII, busca y debe buscar su propio interés, en actitud rigurosamente insolidaria. Y la
razón está en que del juego compensatorio de intereses, gracias a un dinamismo
JOSÉ MARÍA DÍEZ-ALEGRÍA, S.I.
Pero había algo más: junto al individualismo de base, existía otro presupuesto. A saber,
una clara actitud de violencia. Hegel, fruto genial de aquella burguesía, lo expresó en su
dialéctica de la historia comprend ida como la lucha entre el Amo y el Esclavo: dos
mundos contrapuestos que han de luchar a muerte porque precisamente en esta
confrontación está la clave del destino, del espíritu y del progreso. La guerra "buena", la
que alumbra el espíritu y va en el sent ido de la historia, es la guerra colonizadora de los
"caballeros". La civilización del espíritu ha de fundarse en la esclavitud impuesta por el
Amo con la fuerza, bajo pena de muerte. El Esclavo debe existir bajo la ley del temor.
Parece claro que toda la cultura colonialista y burguesa del siglo pasado responde a esta
actitud de tase y, por eso, aun grandes espíritus, no supieron ver como "pecado" lo que
se estaba haciendo con el proletariado industrial para llevar a término la nueva sociedad:
en su condic ión de esclavitud se verificaba sin más una determinística ley de la
naturaleza. Como, también hoy, muchos son incapaces de ver la profunda y pecadora
injusticia que rige las relaciones de las grandes potencias económicas con los países del
Tercer Mundo.
Aquí se encuentra uno de los grandes problemas del cristianismo recibido: ¿es una
continuación sin ruptura del cristianismo burgués ideologizado, individualista y violento
del siglo pasado? La respuesta parece afirmativa: lo prueba el conservadurismo social
que aún lo caracteriza. Bien es verdad que se alza poderosa - "espectral" para algunos-
una forma nueva de cristianismo anticonformista y socialmente no conservador. Pero es
aún levadura que sólo empieza a fermentar la masa. Una masa que es todavía una gran
fuerza conservadora.
Ahora bien, esta situación nos coloca ante una colosal paradoja: por una parte, el
cristianismo genuino parece radicalmente convergente con la revolución social en
cuanto representa una auténtica voluntad de justicia y ruptura drástica con estructuras
injustas. Pero, por otra parte, hemos de decir que este cristianismo genuino es
profundamente hostil a la violencia mortífera.
El conflicto eclesial
En el fondo, ¿no es ésta la razón, o al menos una de las razones, de la crisis del
cristianismo a que ha llegado la Iglesia en nuestros días: la pérdida del valor profético
del testimonio evangélico?, ¿se vive en realidad la verdad del Evangelio de acuerdo con
la primitiva predicación? Muchas decepciones, muchas pérdidas de fe parecen
confirmar este olvido del testimonio evangélico. La solución última no se puede reducir
JOSÉ MARÍA DÍEZ-ALEGRÍA, S.I.
Pero podemos preguntarnos con toda razón: ¿le es esto posible a una comunidad
cristiana activa y pasivamente inserta en un mundo estructuralmente injusto, construido
sobre las bases de supuestos individualísticos, insolidarios y violentos? Como cristiano
insisto cada vez más en la petición cotidiana: "venga tu Reino". Y me pregunto: ¿qué
pido a Dios en concreto con estas palabras?, ¿acaso no estoy pidiendo entre otras cosas,
pero muy radicalmente, que se realice una revolución en el mundo? Pido que se realice
ya en la tierra la revolución cristiana de religiosidad encarnada y social. Que haya fe en
Cristo, amor a la fraternidad, efectiva koinònía de bienes y corazones, efusión del
Espíritu. ¿Y es esto posible sin una revolución radical en las estructuras de la ciudad
terrena en la que viven y participan los cristianos y en la que se desenvuelven sus
responsabilidades ciudadanas?
Cristianismo y capitalismo
Parece evidente también que la autárkeia está ausente del más reciente capitalismo
tecnocrático en el que, al parecer, se persigue el máximo crecimiento de ventas con la
mayor rapidez posible. No es este el lugar para extendernos en su análisis. Pero parece
claro que el mito que propugna de la "productividad por la productividad" conduce
inexorablemente a la exasperación de la "sociedad de consumo", esclavizando al
hombre bajo las tendencias de propaganda y manipulación de masas: las diferencias que
se dan a nivel de naciones llegan así a lo inaudito.
Todo esto nos plantea una gravísima cuestión: si el espíritu del capitalismo, en todas sus
formas, está en abierta oposición con la doctrina de la Escritura, ¿cómo será posible al
individuo vivir del Espíritu de Cristo en estructuras construidas sobre supuestos y
dinamismos diametralmente opuestos al cristianismo?, ¿puede vivirse en serio la
vocación cristiana sin un empeño por revisar radicalmente las estructuras del sistema
capitalista, rompiendo radicalmente con ellas?
servicio del hombre?, ¿no cae el comunismo, desde otra vertiente, en la dialéctica de la
productividad por la productividad?, ¿no convergen en este punto el neocapitalismo y el
socialismo maximalista, en la medida en que ven la solución del problema humano
como "resultado" de la producción y no como "fin" que debe ser conquistado
atendiendo también, pero no exclusivamente, a la indispensable productividad? Esperar
la resolución conciliatoria de todas las contradicciones, la realización del sentido de la
historia y la creación del "hombre nuevo", de una infalible dialéctica de "productividad"
sobre la base de una estructura socialista constituye, según creo, una ideología
mitológica. Aunque muchos marxistas están dedicados estos últimos años a un trabajo
de crítica y revisión prometedor, los "mitos" aún subsisten.
Pero lo que me provoca una profunda desazón como cristiano es ver a otros hermanos
en la fe (¡y no pocos!) que se alegran al pensar que el comunismo fracasará finalmente
en su intento de fundar una sociedad solidaria. Que el mundo entero acabará por entrar
dócilmente -¡definitivamente!- en la línea del "ideal" capitalista. ¿No significaría esto
esperar que la humanidad renuncie total y definitivamente al esfuerzo creador de
estructuras sociales revolucionarias en las que fuera posible colaborar enérgicamente en
la producción social, sin caer necesariamente en la "espiral de egoísmos"?, ¿es posible
para el cristiano abrigar semejante esperanza?
Anotaciones éticas
¿Por qué negarlo?: el problema es espinoso. Ante él sólo podemos dar principios de
orientación, conscientes de que la realidad es extraordinariamente compleja y ambigua.
Ahora bien, parece que la violencia revolucionaria, bélica, sólo podría justificarse en
caso extremo como última posibilidad, agotados todos los recursos dentro de una
dialéctica de no violencia: se pretendería acabar con una estructura violenta procediendo
en la lucha con la máxima economía posible de violencia. Lo cual nos parece ser una
aplicación de lo que dice la Gaudium et Spes cuando afirma que "no se puede negar a
los gobiernos el derecho de legítima defensa". Pero añade: "el poder de las armas no
legitima cualquier uso que se haga de ellas" (GS 79). La legítima defensa no hace que
todo sea lícito. Ambas afirmaciones parecen justas. Y justo también que al afirmar la
legitimidad de la defensa armada se afirma el derecho de los pueblos oprimidos a
defenderse cuando se ven conculcados, de forma evidente y prolongada, sus más
fundamentales derechos. El principio ha de valer para todos. Como también vale para
todos que la legitimidad de la defensa no legitima cualquier método.
Pero, en concreto, ¿qué se puede decir cuando el problema se plantea de hecho y no sólo
a nivel de principios?, ¿cómo se expresa la conciencia cristiana? Aun en el caso que, en
el orden de la finalidad, la revolución armada se justifique como máxima realización de
la posibilidad de defensa bélica justa, nos parece difícil que se pueda evitar el espíritu de
violencia, en concreción existencial. En el apasionamiento por la justicia, la acción
armada puede perder de vista su misma orientación y caer en un espíritu profundamente
injusto. La "dialéctica" de justicia puede convertirse -¡y será difícil evitarlo!- en una
dialéctica de violencia que aunque puede ser comprensible no será justificable. La
degeneración es fácil: basta con pensar en el desequilibrio de fuerzas entre la revolución
y el "orden establecido" que exaspera la subversión al verse impotente.
Esta no violencia activa, vivida consecuentemente, es respetada por muchos que están
lejos de considerarla como mero verbalismo. Pero oponen, con cierta justificación, la
siguiente dificultad: se queda en utopía, en romanticismo individualista en el fondo. Por
un prurito de conservar las manos limpias hace, en definitiva, el juego a la violencia
establecida, al orden injusto y contrarrevolucionario.
Por otra parte, estoy convencido de que si un hombre da la propia vida por la justicia,
cayendo en la lucha, su acción no cae en el vacío adquiere validez histórica. Puede
llegar a ser la encarnación social de un profetismo realmente eficaz. Pero la objeción
que se hace a la ano violencia activa" como algo ineficaz, ¿carece de fuerza si
atendemos a la experiencia más inmediata?
Pero lo que en cualquier caso resultaría francamente equívoco sería condenar la acción
revolucionaria armada, invocando una pseudo- moral cristiana, sin empeñarse a la vez, a
fondo, en la lucha por la justicia vivida con todas sus consecuencias en una ano
violencia activa", cada uno en su propia circunstancia.
FE EXISTENCIAL Y FE DOCTRINAL
La fe que, según los Sinópticos, pide Jesús a enfermos y discípulos ofrece un doble
carácter existencial y persona muy acusado. Existencial, porque es raro que se
pretenda una profesión de fe nocional y doctrinal sobre la venida del Reino de Dios en
Jesús. Personal, ya que los enfermos no parecen reconocer explícitamente la
universalidad del ministerio de Jesús, más bien creen en el poder y ternura de Dios que
se ejerce en su provecho por medio de Jesús. Pero con Pablo aparece en la historia de
la teología cristiana una concepción de la fe de carácter universal y doctrinal muy
subrayado. Frente a este progreso, ¿puede darnos alguna lección la concepción
existencial y personal de la fe de los Sinópticos?
Aunque existan algunas diferencias entre las tres narraciones, éstas son mínimas cuando
se trata de narrar lo que hizo y dijo Jesús; lo cual es una prueba del gran valor que
concedía la tradición oral a las palabras y gestos de Jesús. Jesús ve su fe: esta expresión
describe los esfuerzos extraordinarios para llegar a Jesús de los que llevan al paralítico:
bajan al enfermo por una abertura practicada en el tejado. Su fe: la del enfermo y la de
quienes lo llevan; fe que no es una abertura estrictamente individual a la acción de
Jesús, sino más bien un clima social, la espera común de un auxilio. Se trata de la
esperanza en un auxilio absolutamente preciso que se deriva de la presencia de Jesús
entre ellos; se trata de su situación concreta. Esta fe tan claramente determinada en su
objeto es la que anima a Jesús disponiéndole a recompensarla con la curación y
previamente con el perdón. Comunicando primero el perdón sobrepasa la expectación
de su fe. Jesús da el primer lugar a lo que es esencial y asiste al enfermo en su miseria
más profunda, ya que los judíos veían en la enfermedad al menos el signo, si no ya la
prueba, del pecado individual. Lo que importa subrayar es que, tanto bajo la forma del
perdón como de la curación, Jesús da al paralítico un auxilio personal y actual en razón
de una fe que confesaba esencialmente la posibilidad de esa curación.
Aunque a partir del gesto de la enferma se pueda pensar en una especie de magia
popular, esto no impide que su manera de expresar la fe sea auténtica y le lleve
verdaderamente a Jesús, quien ve a la criatura torturada que ha renunciado a toda
pretensión, y la cura. Aunque los tres Sinópticos no coincidan en la sucesión
cronológica entre las palabras de Jesús y la curación efectiva, la fórmula "tu fe te ha
salvado" tiene en los tres el mismo sentido. No se puede aceptar la interpretación
psicológica: es tu fe, por su propia virtud, lo que te ha salvado; sino: tu fe, como
confesión de tu impotencia y mi poder, me ha agradado y te concedo la curación. La
hemorroísa no ha sido curada ni por sólo su fe, ni por haber tocado el vestido de Jesús,
LÉOPOLD MALEVEZ, S.I.
sino que ha sido sanada y salvada por la palabra de Jesús. Pero ha sido necesario que su
fe se concretase hasta ser la fe en el ejercicio del poder de Jesús en provecho de su
pobreza. No se trata, por tanto, de una adhesión intelectual a la bondad y al poder de
Dios en general, sino la certeza de que este poder obra en Jesús y que puede serle
aplicado concretamente a ella, que vive en tan profunda miseria personal.
En la invitación de Jesús a Jairo "no temas, ten fe solamente", lo que se le pide a Jairo
es creer firmemente que Jesús puede y quiere actualizar, en su favor, su omnipotencia.
Y aunque se pueda pensar que en ese creer está implicada la fe en el poder universal de
Jesús, esta amplitud de la fe no está expresamente formulada por Jesús, que parece no
contentarse con una fe que permanezca indeterminada: la fe de Jairo debe llegar a
confesar explícitamente la certeza del poder de Jesús en su caso particular.
"Y al llegar a casa se le acercaron dos ciegos, y Jesús les dice: ¿creéis que puedo hacer
eso? Le dicen: sí, Señor. Entonces les tocó los ojos diciendo: hágase en vosotros según
vuestra fe. Y se abrieron sus ojos." Aparece claro que la curación es la respuesta de
Jesús a su fe. Jesús no les pide que confiesen su mesianidad, ni su trascendencia divina,
ni su poder general sobre el pecado y la enfermedad, sino que les pregunta "¿creéis que
yo os puedo ayudar en vuestra enfermedad actual?". Y por haber dado al objeto de su fe
este carácter concreto los ciegos merecen la eficaz compasión de Jesús.
Pasando por alto las diferencias redaccionales del relato en cada uno de los Sinópticos,
es claro que Jesús se lamenta, con una violencia y un lirismo extraordinarios, de la falta
de fe en los hombres en general, en el padre del niño y en los discípulos. Jesús reprocha
a esta generación incrédula y perversa su rechazo o su incapacidad de creer en Aquel
que salva por medio de Jesús. Pero hay que ver claramente sobre qué cae el reproche:
Jesús no les imputa una duda respecto a la existencia de Dios, ni respecto a su bondad
en general, sino sobre el ejercicio actual de esa bondad en la persona de Jesús. Lo que
les falta a todos - hombres, discípulos, padre- es una fe vivida, concreta, cuya traducción
inmediata sería: tú, Jesús, has recibido de Dios el poder de ayudamos y curar a este
niño. Sin duda que en esta fe concreta está contenida la confianza en el poder de Jesús
sobre todas las circunstancias difíciles, así como en el poder universal de Dios cuya
manifestación es todo el ministerio de Cristo; pero Jesús no pide la expresión de esta fe
general, aunque por otra parte espera que su fe llegue hasta confesar el ejercicio del
poder de Dios, a través de su acción histórica, en favor de los que se dirigen ahora a Él.
6) Otras curaciones
Los Sinópticos relatan otras muchas curaciones de Jesús en los diversos sumarios de su
actividad pública. Por ejemplo, en Mt 14, 3536: "y los hombres de aquel lugar, apenas
LÉOPOLD MALEVEZ, S.I.
Este tipo de milagros tiene la misma intención que los anteriormente estudiados: por
una parte se trata de manifestar la autoridad soberana de Jesús, por otra, el efecto
buscado por Jesús es del mismo orden escatológico y forma parte -al menos
simbólicamente- de las realizaciones de la salvación.
2) Jesús y Pedro caminan sobre las aguas del lago de Genesaret (Mt 14, 22-33; Mc 6,
45-52; Jn 6, 15-21)
tanto en su amor por Jesús como en la insuficiencia de su fe; la fe desfallece tan pronto
como se confía abstractamente en el poder de Jesús en lugar de hacerlo en el momento
del peligro concreto que amenaza.
En las narraciones anteriores hemos visto que Jesús pone su poder al servicio de la
situación concreta de unas personas; en sus obras de vida se puede ver la expresión
simbólica de la fe de la comunidad cristiana en la resurrección a través de la muerte. Por
eso nuestra sorpresa es grande cuando leemos el relato de la maldición de la higuera, en
la que el poder de Jesús lleva a cabo una obra de muerte. Pero quizá desaparezca
nuestro asombro si centramos la atención en el simbolismo particular de este episodio:
la condenación de la higuera está íntimamente ligada al conflicto mortal que enfrenta a
Jesús con los jefes del pueblo en el templo. La condenación de la higuera es una imagen
de la condenación traída por el Mesías contra el pueblo en la persona de sus jefes; este
pueblo, a distancia -como cuando se ve el templo viniendo de Betania-, parece tan sano
como una higuera cuyas hojas brillan al sol; pero, de hecho, no lleva el fruto que su
propietario tiene derecho a esperar. La intención de los evangelistas sería, por tanto,
expresar aquí simbólicamente la esterilidad espiritual de aquellos a quienes Dios ha
elegido. Dicho esto, lo que nos interesa son las palabras de Jesús sobre la fe y su poder
en la oración: "todo cuanto pidáis con fe en la oración, lo recibiréis" (Mt 21, 22). ¿De
qué fe se puede tratar en estas palabras?, ¿de una fe que confiese en general la
mesianidad de Jesús e incluso su omnipotencia? No parece que sea así. Hace falta que el
que pide tenga fe en la obtención del objeto determinado de su oración "...quítate y
arrójate al mar...". Con esta condición es como lo obtendrá: no se trata de que la oración
de la fe origine automáticamente el ser escuchada, sino que merecerá, por la firmeza de
su creencia, la intervención soberana de Dios.
Así la fe es presentada, ante todo, como condición de salvación. Pero lo que hemos
intentado subrayar expresamente es que, en el llamamiento de Jesús a la fe, la Palabra
de Dios no es tan sólo una verdad abstracta y universal a la. que se nos exige responder,
sino que la fe es puesta en relación por Jesús mismo con la situación humana presente.
Y por más que esta fe que Jesús espera envuelve el reconocimiento general -aunque no
explícito- de su autoridad soberana y de la omnipotencia y benevolencia del Padre, con
todo, raramente pide Jesús la fe bajo la forma de una confesión doctrinal. Provoca más
bien una fe concretizada; quiere que la fe, como adhesión de la inteligencia al misterio
de la salvación y al Reino presente en él, pruebe de alguna manera su autenticidad por
una determinación rigurosa de su objeto: "¿crees que puedo hacer esto...?".
LÉOPOLD MALEVEZ, S.I.
Escribiendo a los Tesalonicenses se expresa así sobre el objeto de la fe: "ellos mismos
(los de Macedonia y Acaya) cuentan de nosotros cuál fue nuestra entrada a vosotros, y
cómo os convertisteis a Dios, tras haber abandonado los ídolos, para servir al Dios vivo
y verdadero, y esperar así a su Hijo Jesús que ha de venir de los cielos, a quien resucitó
de entre los muertos y que nos salva de la cólera venidera" (1 Tes 1, 9-10). La
predicación de Pablo implicaba un doble objeto que debía regir la fe de los cristianos:
una afirmación de absoluto monoteísmo - heredado del judaísmo y en oposición al
monoteísmo pagano- y una cristología que insistía sobre la vuelta de Cristo resucitado.
Y esto de tal manera que en la confesión de la cristología se expresase también la fe en
la comunicación por Jesús de su gloria divina: "para esto os ha llamado (Dios) por
medio de nuestro evangelio, para que consigáis la gloria de nuestro Señor Jesucristo" (2
Tes 2, 14).
Aparece también en 1 Cor 15, 1-5; Rom 10, 9-10; Ef 1, 19-2, 6; Col 2, 12-13... que el
objeto de la fe, en Pablo, recibe explícitamente una expresión general distinta de la que
hemos encontrado en los Sinópticos. Con todo no podemos olvidar que Pablo apoya
también la fe en una cierta experiencia de profunda miseria personal. Ahí está para
probarlo la teología de la justificación por la sola fe sin las obras de la Ley (Gál 2, 16;
Rom 3, 2628). En esta teología se expresa muy claramente la voluntad de condenar al
que pretenda conseguir su destino sobrenatural con sus propias fuerzas: la justicia no se
conquista; se recibe como un don. El acto de fe excluye toda autosuficiencia, pues el
hombre afirma en él explícitamente su radical insuficiencia. No hay para Pablo fe
auténtica sin la confesión, al menos implícita, de nuestra total impotencia; así somos
llevados a la experiencia de nuestra miseria. Toda invocación dirigida a la riqueza de
Dios implica, por parte del creyente, una toma de conciencia de su pobreza.
Aunque así se acerque a la fe de los Sinópticos, queda claro que Pablo no refiere la fe a
un infortunio tan particularizado (enfermedad, muerte, maremoto...). Para él la profunda
miseria que la fe debe sobrepasar es la que alcanza a todos los hombres por igual: su
impotencia común para hallar en sí mismos el principio de su salvación.
Por parte del objeto: el beneficiario del poder taumatúrgico de Jesús podía muy bien
confesar que, a través de Jesús, Dios llevaba a cabo una obra de vida; pero su fe no
llegaba a discernir el poder divino resucitarte, pues ignoraba que este poder obraría en
favor del mismo Jesús y que en la resurrección de Jesús se implicaba la promesa de su
propia resurrección.
Si tales son las limitaciones de la fe personal en los Sinópticos, ¿merece, con todo,
atraer sobre sí la reflexión del cristiano?
Fe existencial
A la luz de esta indicación nos será posible discernir una superioridad apreciable de la
fe de los Sinópticos. La profunda miseria de que acabamos de hablar es un fenómeno
común y universal presente ya en el corazón del niño. Pero los personajes evangélicos
que se benefician de un milagro añaden una profunda miseria que les es propia: tienen
experiencia de la enfermedad, del dolor, y algunas veces son pecadores en el sentido
propio de la palabra. Se podría ver ahí tan sólo una acentuación contingente, una especie
de momento fuerte de la profunda miseria humana universal. Pero siempre permanece
algo que los distingue suficientemente, con una vivacidad absolutamente singular, de la
miseria de la condición humana. Algo que, en su particularidad, puede aparecer
humanamente sin salvación, como en el caso de la hemorroísa. Existe en ellos algo más
que la experiencia de una profunda miseria común a todos. Son los que por su larga
experiencia de la miseria económica y social han aprendido a contar sólo con la
salvación de Dios. Esta condición humana, material a la vez que espiritual, ya la
conocía el AT. Son los pobres, los anawim, los que no tienen nada que decir ni esperar
de la sociedad. Son pobres ante su espíritu, es decir, en lo más profundo y concreto de
su condición, ante los hombres y ante Dios: "Yahvé está cerca de los que tienen roto el
corazón; Él salva a los espíritus hundidos" (Sal 34, 19). Notémoslo bien este infortunio
que les es propio no les sirve, por sí mismo, de ningún auxilio espiritual; la situación o
la enfermedad de que son víctimas agrava todavía más la experiencia de profunda
miseria común que empuja al hombre a la desesperación. Lejos de encontrar en sí
mismos el impulso gozoso de la vida, estos desgraciados están tentados de sumergirse
en los abismos de la tristeza. Y con todo, ¡creen en Jesús y manifiestan a gritos su
confianza de ser curados por Él! Así la gracia de la fe, que les dispensa el Espíritu,
triunfa en ellos no solamente sobre la profunda miseria común, sino también sobre su
infortunio personal. Reconocemos en esta fe una mayor autenticidad, pues para triunfar
se apoya en una experiencia de miseria más dolorosa que la de los demás hombres;
proclama que Dios puede salvarles milagrosamente por Jesucristo incluso de sus males
personales; manifiesta en esta victoria una entrega más total de si mismos a Dios, y
lleva a cabo una adhesión más cierta a su poder y a su ternura. Se comprende que esta fe
haya suscitado, en algunas ocasiones, la admiración de Jesús.
Pero todavía hay que considerar otro punto: a veces son necesarias profundas miserias
individuales para que permanezca. en nosotros la conciencia de la profunda miseria
común. El hombre se inclina a disimular ante sí mismo su angustia existencial. Al
querer adormecer su "preocupación", tarde o temprano se expone a negar su impotencia;
buscará entonces salvarse por sí mismo y asegurar su felicidad apoyándose sobre los
medios tangibles que le ofrece el "mundo", confiando en su propia habilidad. Es en esta
suficiencia - la Escritura la llama kaújèsis- donde le parece que puede pasarse sin Dios.
LÉOPOLD MALEVEZ, S.I.
Afirmar absolutamente y sin distinción que debamos desear las desgracias personales
cuando no las tenemos, sería ciertamente erróneo, pero, por otra parte, ¿no ha librado
Jesús a aquellas personas precisamente de estos males, como respuesta a su fe en Él? En
la medida en que el cristiano permanece unido con Dios y se esfuerza por vivir en su
presencia, tiene menos necesidad de pruebas personales para proteger la conciencia de
su radical insuficiencia. Pero si se dispersa y se "divierte" -tomando la palabra en su
sentido pascaliano - en la inautenticidad del mundo, una adversidad eventual le podrá
ser positivamente saludable. Por otra parte, es cierto que el mal que nos hiere es
siempre, de por sí, ambiguo; y en lugar de encontrar en él una ayuda, el cristiano puede
ceder a la tentación de la desesperación. Pero eso significaría haber rechazado la gracia
divina, precisamente la gracia de la fe, ofrecida siempre en proporción a los males que
hemos de soportar.
En conclusión, por imperfecta que sea, bajo muchos aspectos, la fe de aquellos hombres
que han experimentado los milagros en el evangelio, es siempre rica en enseñanzas para
nosotros: nos ayuda a reconciliamos doblemente con nuestras eventuales pruebas
personales: por una parte se nos muestra que con ellas se nos da la posibilidad de una fe
más robusta, y por otra, queda resguardada la condición de la fe auténtica mínima.
La fe de María
Nos queda aún por descartar una objeción que se podría hacer a partir de la fe de María.
Es claro que Lucas ha querido presentarnos en María -por oposición a Zacarías- el
ejemplo mismo de la fe más fuerte y verdadera: "feliz la que ha creído..." (Lc 1, 45). En
esta fe parece que no entra bajo ningún aspecto ni la conciencia de la profunda miseria
personal, ni la de la profunda miseria común a todos los hombres.
Observemos, en primer lugar, que la fe de María se lleva a cabo en dos actos bien
distintos. Hay en ella una forma de fe idéntica a la nuestra: aquella por la cual cree en la
venida del Reino de Dios por Jesús. Pero también se da en ella otra fe que le es
absolutamente propia: aquella en la que acoge la revelación de este acontecimiento
"imposible": la conjunción de su misión de Madre del Salvador con su consagración
virginal. Sería un error pensar que en el doble ejercicio de su fe, María se veía libre de
toda experiencia de impotencia. Es cierto que no experimentó la enfermedad espiritual
que en nosotros procede del pecado. Pero esto no quiere decir que María no conociera la
incapacidad total de la humanidad para salvarse por sí misma; y palpa su impotencia
radical para hacer compatibles maternidad y consagración virginal. Sin duda en razón
de esta doble experiencia Lucas no duda en colocarla entre los "pobres" (Lc l, 48).
Además, por total que haya sido el abandono de su "hágase" inicial, hemos de pensar
que su fe permanecía abierta a un progreso. Una prueba personal inmensamente
LÉOPOLD MALEVEZ, S.I.
dolorosa iba a atravesar muy pronto a María con la pasión de su Hijo. Por remitirse a
Dios, al pie de la cruz, la fe de María se ha convertido en el tipo perfecto de la fe de
todos los cristianos.
Notas:
1
Este artículo ha sido incluido en el volumen del mismo autor de Museum Lessianum:
«Pour une théologie de la foi», Paris-Bruges (1969) 103-131.
Dogmatische Erwägungen zur Auferstehung Jesu, Kerigma und Dogma, 23 (1968) 105-
118
De todos modos, esta razón no basta para explicar el poco significado que tiene para la
actual teología el hecho de la Pascua. Hay que añadir un segundo motivo: en los dos
últimos siglos se ha desarrollado -al menos en el campo evangélico- una forma de
piedad orientada hacia la persona de Jesús que, sin olvidar el sentido de su muerte, tiene
su centro en la enseñanza y en la obra del Jesús prepascual, en cuya actitud religiosa (o
fe) se busca el modelo de la piedad cristiana. La cristología de Schleiermacher es,
quizás, el documento dogmático más significativo e influyente de esta corriente. La
forma actual de esta corriente estaría en la tendencia a poner por fundamento de la fe en
Jesús su poder peculiar (eigentümliche Vollmacht). Esta concepción, a pesar de las
divergencias, presupone -junto con la cristología occidental centrada en el tema de la
satisfacción- la encarnación como fundamento de la humanidad de Jesús, tanto para
explicar el valor infinito de su obra satisfactoria como el misterio de su poder peculiar.
E incluso cuando no se explícita este presupuesto (como en la moderna investigación de
la teología evangélica acerca de Jesús, que se ha emancipado de todo prejuicio
dogmático), la especial acentuación de la "inmediatez" de Jesús para con su Dios
denuncia la validez del influjo de la idea dogmática de la encarnación.
primaria y casi exclusivamente en el Jesús prepascual. Con todo, también es verdad que
el estrecho nexo entre encarnación y resurrección podía dar lugar a un cambio de
acento, como de hecho sucedió en el siglo segundo: mientras que en el cristianismo
primitivo la fe en la encarnación surge del mensaje pascual, en la atmósfera helenística
de epifanía la encarnación adquirió claramente un valor autónomo, de forma que la
resurrección sólo aparecía como consecuencia de la encarnación.
Se logró así un punto de partida para concertar y explicitar la vida de Jesús a partir de su
inmediatez con Dios, sin necesidad de dar el rodeo de la resurrección. Este cambio de
perspectiva lo ha seguido, especialmente, la cristología occidental, llegando primero a la
concentración característica en la muerte en cruz y su valor de satisfacción, y más tarde
a la reducción al Jesús terrenal y a su poder peculiar. Tal concepción está condicionada
por la historicidad del hecho de la resurrección, cuyas acuciantes inseguridades sugieren
la retirada teológica al campo -poco peligroso a pesar de las críticas- de las noticias
acerca del Jesús terreno.
Que Jesús sea establecido Hijo de Dios ex anastáseòs nekròn (Rom 1, 4) no hay que
entenderlo en sentido adopcionista, como si sólo desde entonces fuese "Hijo de Dios".
La resurrección significa más bien la ratificación divina de la pretensión terrena de
poder de Jesús y afirma retroactivamente que Jesús, como persona, ha sido siempre
"Hija de Dios". A partir de la resurrección la mirada retrospectiva de la primitiva
comunidad descubre en la vida terrena de Jesús huellas del señorío del resucitado. Por
su parte, la afirmación de la encarnación, basada en la resurrección, se refiere al todo de
WOLFHART PANNENBERG
El problema de fondo con que se enfrenta toda fundamentación cristológica que parte de
la resurrección es el de la historicidad de este hecho. Con todo, debemos partir de ahí,
ya que si partimos de la encarnación presuponemos lo que ha de fundamentar la
cristología: por qué nosotros, cristianos, confesamos a Jesús como Hijo de Dios. Y si
partimos de la conciencia de poder de Jesús no encontramos, en definitiva, respuesta a
la cuestión de por qué hemos de fiarnos de su pretensión.
Hume, por ejemplo, dice que toda afirmación de que un muerto ha resucitado es
increíble a priori -por más que pueda atestiguarse- porque contradice todas las analogías
de nuestra experiencia. Pero este argumento no es concluyente ya que todo
acontecimiento histórico es único y la falta de analogía comparativa es tan sólo un caso
límite de esta unicidad. Tampoco es concluyente la afirmación de que la ciencia excluye
que un muerto pueda volver a la vida. Lo que hace la ciencia es bosquejar modelos para
la descripción de la estructura regular de un acontecimiento, pero no juzgar sobre la
posibilidad o imposibilidad de un caso único; en todo caso, juzgará sobre el grado de
probabilidad de hechos anormales. Además sólo se entra en contradicción con la ciencia
cuando se mira un hecho excepcional como algo que rompe las leyes naturales. Por otra
parte, los sucesos concretos son más complejos que la ley abstracta e incluyen una serie
de factores -no comprendidos en la fórmula- cuya eficacia provoca la apariencia de una
ruptura de la ley. Consecuentemente sería un malentendido hablar de cese de la ley de la
gravedad por el hecho de que haya objetos que no caigan, como lo harían si, de hecho,
dependieran únicamente de esa ley.
Existe además un prejuicio teológico que, a los ojos de muchos cristianos, hace inútil la
cuestión histórica de la resurrección de Jesús. Dicen: como gracias a este suceso tiene
lugar la irrupción de un mundo nuevo, es imposible percibirlo en el ámbito y con los
ojos del mundo viejo. Prejuicio surgido de un desconocimiento de la encarnación, que
viene precisamente a afirmar que la vida de la nueva creación ha empezado en el ámbito
del mundo viejo y que es perceptible también con los ojos del hombre viejo, de forma
que por esta percepción quedan renovados aquellos ojos.
La razón está en que la fe cristiana depende del testimonio de aquellos que vieron al
resucitado y antes hablan conocido al Jesús terreno; de modo que le pudieron re-conocer
en las apariciones. Por tanto, incluso suponiendo una automanifestación actual del
resucitado, siguen siendo decisivas para la aceptación o rechazo de dicho suceso tanto la
tradición primitiva de la resurrección como su examen crítico.
Podemos decir, pues, que la resurrección de Jesús -como suceso- se puede fijar espacial
y temporalmente. Pero hemos de decir también que el proceso ulterior del
acontecimiento, en cuanto toca a Jesús mismo, permanece desconocido. En todo caso, si
Jesús no ha permanecido muerto, sino que ha resucitado a una nueva "vida", apenas se
puede soslayar la constatación de que, desde entonces, ha desaparecido de nuestro
mundo. Por lo demás, lo que propiamente sucedió sólo se indica muy vagamente:
podemos decir que murió y ahora "vive". Pero de la "vida" del resucitado, a partir de las
WOLFHART PANNENBERG
apariciones, sólo podemos decir que es distinta de la vida terrena. Las apariciones
pascuales apenas nos permiten captar nada respecto a una determinación positiva de esa
vida.
resucitado en el cielo significa que vive con Dios, que comparte la vida de Dios. Así se
puede salvar la intención de esta expresión de fe -el resucitado vive "en el cielo"-
aunque cambien las condiciones de comprensión del mundo y de Dios. Decimos
también comprensión de Dios porque todas las cuestiones acerca de la realidad de Dios
tienen importancia capital en nuestra reflexión, supuesto que la vida del resucitado "en
el cielo" significa que Él - también como hombre- comparte el modo de ser de Dios. No
podemos entretenernos ahora en debatir expresamente los problemas que presenta la
idea de Dios, por más que tengamos conciencia de que sólo en relación con la doctrina
de Dios se puede obtener una comprensión suficientemente clara de lo que significa la
vida del resucitado. Nos limitaremos a un aspecto característico del mensaje de Jesús
acerca de Dios: su predicación sobre la venida del Reino.
Este tema está relacionado con nuestra comprensión de la comunidad de vida del
resucitado con Dios, pues el Reino pertenece al ser de Dios y la futuridad del Reino de
Dios implica que, de alguna manera, el ser de Dios también es futuro. Todo lo cual
corresponde a la comprensión actual de la relación Dios- mundo, ya que hoy no
consideramos a Dios como la causa eficiente (Wirkursache) primera, sino como el
máximo bien que, en cuanto futuro y no realizado todavía, actúa de forma creadora. Esta
futuridad de Dios significa, para nuestro tema, que también el resucitado está oculto en
el futuro de Dios.
Ahora bien: la futuridad de Dios, en el mensaje de Jesús, no significa que Dios todavía
no esté presente. Más bien Dios, en cuanto es el que viene, determina el presente. Y
podemos decir que la futuridad de Dios ha determinado todo presente, incluso el que
para nosotros es pasado. De esta forma el Dios que viene es contemporáneo de todos los
tiempos, abriéndose así una comprensión de la eternidad de Dios a partir de su futuro.
Por ser el Dios vivo, y poderoso para crear siempre algo nuevo, es siempre -para el
hombre temporal- el que viene; y en cuanto "viene" es contemporáneo de todos los
tiempos. Así habría que pensar también la realidad del resucitado: oculto en el futuro de
Dios y participando de una nueva vida -objeto de nuestra esperanza- que no se nos ha
mostrado todavía en nuestro mundo, el resucitado sería, por el poder de Dios,
contemporáneo de todas las cosas y, en primer lugar, contemporáneo de su propia
existencia terrena. Por este camino se abre, quizás, una comprensión más exacta del
modo cómo el resucitado es idéntico con su tránsito terreno. Se comprendería así la
resurrección de Jesús como el cumplimiento de la pretensión escatológica de Jesús
quien, con su irrupción histórica y su obra, ha hecho ya presente el Reino de Dios que
viene y, por tanto, a Dios mismo. Por su resurrección, que ratifica su pretensión, se
mostró en Él la vida de Dios con fuerza retroactiva para toda su vida terrena. Su vida y
su obra transparentaban para sus discípulos, de forma anticipada, el señorío del
resucitado. Si el Dios que viene está presente en todo tiempo desde su futuro se abre una
mejor comprensión del significado retroactivo de la resurrección de Jesús respecto a su
unidad con Dios, una comprensión más clara de la relación entre resurrección y
encarnación. La encarnación es la unidad del Jesús resucitado con el Jesús terreno.
A partir de ahí se inicia, también, una posibilidad de justificar las expresiones propias
del evangelio de Juan sobre la presencia de la realidad escatológica de la vida (y del
juicio) en el Jesús terreno, sin necesidad de caer en un minimalismo escatológico que
elimine toda escatología futura y esté en contradicción con otras expresiones juaneas.
WOLFHART PANNENBERG
El texto de 12,1 a 13,6 presenta varios problemas literarios; es evidente que ha sido
retocado a causa de preocupaciones rituales para explicar el origen histórico de la
celebración pascual. Bajo este aspecto ha sido estudiado a menudo. En cambio no ha
sido examinado suficientemente en su influjo sobre escritores y costumbres posteriores.
Es claro que ha contribuido al progreso ideológico cristiano que, al señalar en el hecho
de la salida de Egipto la figura de otra liberación en sentido moral (redención), ha visto
en ciertos detalles del relato la preparación de aspectos específicos de los sacramentos
(salvación a través del agua: bautismo; banquete pascual: eucaristía). Es un cambio de
perspectiva: una explicación histórica, una conmemoración anual, se convierte en
elemento profético para el futuro.
Denteronomio
Dios interviene no sólo para que los israelitas se conviertan en su pueblo, sino, sobre
todo, para que sean su propiedad inalienable (4, 20; 9, 26-29). El vocabulario, que en el
Éxodo comparaba Dios al go'el o vengador de la sangre y al liberador de los prisioneros,
le atribuye aquí la acción de padah, es decir, "rescatar" (7, 8; 9, 26; 13, 6; 15, 15 ... ).
La intervención de Dios no se explica sino por su amor hacia Israel (4, 34.37; 7, 7s),
amor de predilección e inmerecido, del que la liberación fue un signo, y que garantiza
nuevas intervenciones de Dios en el futuro si Israel corresponde al mismo.
Isaías
El tema de la liberación de Egipto se había mantenido en los salmos históricos (78; 95;
105; 135; 136...) que rememoran la ayuda de Dios a su pueblo. La liturgia israelita, por
lo tanto, recordaba vivamente un hecho que era considerado a la vez como nacimiento
de la nación y como signo de la generosidad de Dios.
Entre los profetas antiguos baste citar a Oseas ("cuando Israel era niño yo le amé, y de
Egipto llamé a mi hijo" Os 11, l), más próximo al Deuteronomio que al Éxodo, puesto
que subraya el amor de predilección como motivo de la iniciativa divina.
En cambio, el tema del desierto es predilecto del Deutero-Isaías (40, 3s; 41, l9s; 42, 11;
43, 19s; 44, 3s; 48. 21; 49, 9-11). Parece innegable que se trata de una referencia
implícita a la vida errante de Israel en el Sinaí. Basta a este respecto leer el cuadro
poético de 63, 11-14: "¿dónde está el que sacó de la mar al pastor de su rebaño?, ¿dónde
está... el que hendió las aguas entre ellos para hacerse un nombre eterno...?".
Ningún otro libro del AT interpreta tan abiertamente como Isaías la historia de Israel en
un sentido de marcha continuada, tensa hacia el futuro. La referencia al pasado no es
mero recurso a la experiencia, sino que presupone la convicción de que los hechos están
encadenados. La liberación de Egipto garantiza la del exilio, pero es también prenda de
otra salvación de alcance moral y escatológico.
ANGELO PENNA
Jeremías
Para Jeremías, el período del desierto fue una época ideal en el aspecto religioso (2, 2),
que volverá a repetirse (31, 2s). Ello no impide que Jeremías considere el desierto como
algo temible (2, 15; 4, 25s; 9, 9ss; 10, 22). El paso por él sólo fue posible gracias a la
conducción de Dios "...que nos llevó por el desierto, por la estepa y el páramo, por tierra
seca y sombría, tierra por donde nadie pasa" (2, 6).
Alude a menudo a la liberación de Egipto (7, 22-25; 11, 4; cfr. Bar 1, 19s) y lo
contrapone al exilio de Babilonia (23, 7s; cfr 16, 14).
Los dos textos proféticos, por tanto, actualizan el significado de la fiesta; no sólo
conmemoración, sino también profecía para el futuro. Además, quizá se inicia en ellos
la tradición targúmica acerca de los cuatro significados de la Pascua; tres
conmemorativos (creación, revelación a Abraham y liberación) y uno profético (venida
del Mesías salvador).
Sabiduría
Una parte notable del libro (10, 1512, 2; 16, 1 -19, 22) describe con énfasis poético los
hechos de la salida de Egipto. El autor parafrasea libremente y añade detalles, quizá por
entusiasmo poético, pero más probablemente haciéndose eco de interpretaciones que se
desarrollaban con el paso del tiempo, como aparece en el Targum. Mientras se describe
de forma impresionante el tormento de los egipcios, bajo el azote de las plagas, se
acentúa la alegre serenidad israelita, característica de la celebración de la Pascua (10,
20s; 18, 6s).
La tragedia de los egipcios, que son aniquilados, y la actitud litúrgica de los israelitas,
que atraviesan el mar Rojo cantando himnos al Señor (19, 8-10), se presentan como
contemporáneas para explicar el significado siempre actual de la Pascua: continuamente
Dios asiste y glorifica a su pueblo (19, 22) y el símbolo más elocuente de esta asistencia
es la liberación de Egipto.
ANGELO PENNA
¿Tipología auténtica?
Todo el plan de salvación se revela en su complejidad en sus varias etapas, de las cuales
la liberación de Egipto no es la menos importante. Añádasela trasposición de
significado que experimentó la Pascua al pasar a fiesta cristiana, principalmente en lo
que se refiere al rito del cordero (Jn 1, 29; 19, 36; 1 Cor, 5, 7; Apoc 5, 6.9.12).
Por lo que se refiere a los sucesos que acompañaron a la liberación de Egipto, Pablo
llevó a cabo una "cristianización" de la historia de Israel. ¿Qué motivos le impulsaron?
La comparación entre 2 Tim 3, 8 y el Targum palestinense sobre Éx 7, 11 establece una
relación indudable entre la exégesis paulina y la rabínica. Sea cual sea la procedencia de
la imagen de la roca, su identificación con Cristo se debe a la mentalidad cristocéntrica
del Apóstol. Según él, no sólo los dos Testamentos forman parte de un único plan
salvador, sino que toda la historia de la salvación está llena de Cristo. En el AT no está
Jesús tan sólo prefigurado, sino que está presente, eternamente actual. Ésta es también la
concepción de los Padres, especialmente de los más antiguos (Ignacio: Ad. Phil 9, 1;
Ireneo: "los dos Testamentos han sido establecidos por Cristo, nuestro Señor, que
estuvo en relación con Abraham y Moisés y que estos últimos días nos ha dado la
libertad", AH IV, 9, 1; cfr. también, Justino y Clemente de Alejandría).
Los exegetas modernos parten de una perspectiva distinta. Insisten en la armonía del
plan de salvación y en su progresiva puesta en práctica. En tal sentido no puede
considerarse la liberación de Egipto como un hecho aparte. En la visión bíblica do la
historia, dicha liberación, radicada en el pasado, prepara y garantiza otras liberaciones
históricas que, a su vez, son preludio de una redención más universal y de otra especie.
La narración del Éxodo tiene, por lo tanto, un valor tipológico para el cristiano. ¿Lo
tenía en el ámbito vetorotestamentario? Es difícil afirmarlo. En ningún texto del AT
aparece el recurso consciente a la tipología.
Conclusión
1) Las narraciones del Éxodo y del Deuteronomio no son una historia profana, sino una
historia de la salvación cuyo elemento esencial es la intervención divina a favor del
pueblo de Israel.
ANGELO PENNA
3) Era natural que en los momentos difíciles el pensamiento volviese a las experiencias
de salvación y que se formulasen plegarias implorando su repetición.
4) Esta actualización era favorecida y casi impuesta por el calendario lítúrgico que
anualmente proponía la consideración de aquellos episodios en el marco impresionante
de la fiesta de la Pascua.
5) Los grandes profetas, Isaías y Jeremías, contribuyeron no poco con sus oráculos a
difundir la idea de que la liberación de Egipto no constituía una culminación ni mucho
menos un final, sino el principio o bien una etapa dentro de un extenso ciclo de
intervenciones divinas. En la segunda parte de Isalas, aunque falta una verdadera
tipología, hay una aproximación a la idea neotestamentaria : no sólo los antiguos
acontecimientos se repiten, sino que prefiguran los escatológica.
¿DEMOCRACIA EN LA IGLESIA?
K. Rahner afirma que la interrogación del título debe afectar a los dos sustantivos, pues
es consciente de que la democracia en la Iglesia no puede analizarse satisfactoriamente
mientras no se dé una respuesta adecuada al significado de democracia. Como esto le
es imposible en los estrechos límites de un artículo, el autor es consciente de que todas
sus reflexiones padecerán de este fallo metódico. Con todo, y aun teniendo presente la
ambigüedad que se esconde tras la fachada de toda democracia representativa,
presupondrá que la democracia es aquella forma de sociedad en la que --de acuerdo
con ciertos presupuestos espirituales, culturales y sociales-- es concedido a sus
miembros un gran espacio de libertad, a fin de que cada uno pueda participar amplia y
activamente en la vida y decisiones de la sociedad. Por Iglesia entenderá la católico-
romana en su propia auto-comprensión dogmática.
PRINCIPIOS FUNDAMENTALES
3) A partir de una tercera característica de la Iglesia, que a primera vista quizá parezca
antidemocrática, puede encontrarse otro parentesco interior entre la democracia bien
entendida y la Iglesia: la Iglesia tiene, por derecho divino inmutable, una estructura
jerárquica administrada por individuos concretos. Esto ha de tenerse en cuenta a pesar
de todas las estructuras colegiales existentes, ya que existen ciertas funciones en la
Iglesia qué han de ser administradas por una sola persona y que no pueden ser
atribuibles, en último término, a una decisión colectiva, como si el jerarca individual
sólo fuese un ejecutor de la decisión. Este hecho, que puede parecer anti-democrático,
es garantía cierta para una verdadera democracia. Por una parte, este personalismo
individual no excluye una elección "democrática" de tales autoridades, ni prejuzga
fundamentalmente la colaboración de las comunidades eclesiales en la elaboración de
las decisiones de aquéllas. Por otra parte, este personalismo "iuris divini" -que se
presupone aquí- es un principio de oposición contra los ya conocidos peligros de la
democracia en las sociedades en las que no es posible un autogobierno directo del
pueblo. En tales democracias existe el peligro de no saber quién toma las decisiones, a
quién hay que dirigirse para hacer efectiva una opinión del pueblo. Por el contrario,
donde la autoridad no se puede ocultar detrás de una institución anónima, donde puede
apelarse a una conciencia individual y personal ineludible, se posibilita lo que se
pretende con la democracia, a saber: la colaboración libre y activa de todos los
miembros de la sociedad en la vida de ésta.
KARL RAHNER, S.I.
Con esto tenemos ya, al menos formalmente, un límite para las cuestiones en torno a la
democracia en la Iglesia. Aunque materialmente con esta limitación no se decida nada
negativamente acerca de la estructura democrática de la Iglesia. En la práctica, sin
embargo, se afirma con lo dicho, que el primado del Papa -por ejemplo- proclamado en
el Vaticano I no está sometido en su esencia dogmática (lo que no significa: en una
forma histórica determinada) a la voluntad del Pueblo de Dios o del colegio episcopal
en cuanto diferente de su cabeza.
Se podrá preguntar qué sucedería si una gran mayoría del pueblo eclesial - y hasta
eventualmente con la cooperación de los obispos- comenzase a combatir tales
estructuras fundamentales, hasta ahora obligatorias dogmáticamente, como sucedió por
ejemplo en los primeros tiempos de la historia de la Iglesia. A tal pregunta sólo se puede
KARL RAHNER, S.I.
responder diciendo que tal intento de una revolución "democrática" desde abajo contra
la estructura dogmática fundamental, y no sólo contra la estructura canónica, continúa
siendo históricamente un peligro permanente. Por ello hay que acentuar que sólo se da
Iglesia romano-católica allí donde se conserva la autocomprensión dogmática.
irreversible, aunque histórica, de la Iglesia. Pertenece a la esperanza de esta fe de la
Iglesia el que siempre se conservará un pueblo creyente en el cual continúe viva la
Iglesia como sacramento de salvación del mundo en su historia. Y esta esperanza se
basa en la presencia fundante y protectora del Espíritu de Cris to en su Esposa.
Aun cuando estas diferencias han de tenerse en cuenta siempre que se trate de la
democracia en la Iglesia, la problemática que tratamos tiene pleno sentido, ya que la
gracia y su manifestación histórica y real en la Iglesia tiene siempre como algo esencial
lo que denominamos "naturaleza". Si la democracia es una exigencia esencial de la
naturaleza humana, al menos en una fase determinada de su evolución histórica, no
puede ser indiferente para la Iglesia -que consta de unos hombres que experimentan, de
hecho, una legítima exigencia de democracia entendida como cooperación activa y libre
en la elaboración de sus estructuras sociales- el corresponder, o no, a las exigencias
legítimas de estos hombres concretos. Además ocurre que existen muy pocas cosas en la
constitución de la Iglesia que sean realmente inmutables, y que esta constitución divina
en la Iglesia, siempre e inevitablemente, se da en estructuras históricas concretas, que en
sí mismas no son inmutables. El primado del Papa, por ejemplo, es de derecho divino,
pero esto no quiere decir que las formas jurídicas concretas y los modos técnicos de
administración en los que aparece hoy concretamente participen de esa validez
permanente del primado. Debemos distinguir adecuadamente entre la esencia de la
Iglesia y su manifestación histórica. y condicionada. En qué forma concreta aparecerá
esa esencia a lo largo de la historia es imposible predecirlo. Eso es algo que permanece
en las manos de la historia abierta y no- manipulada del futuro, de modo que tendenc ias
y anhelos democráticos pueden pertenecer muy bien a aquellas fuerzas que contribuyen
al continuo cambio de la imagen con que aparece una esencia permanente.
Las posibilidades reales de la autoridad están limitadas, más allá de los limites jurídicos
y morales de tal autoridad por las situaciones concretas y por las mentalidades de los
hombres de la Iglesia, y dejan por ello espacio abierto a la colaboración del pueblo
eclesial en la vida de la Iglesia, incluso donde este espacio no está asegurado formal y
jurídicamente. Todo lo dicho ha de ser tenido en cuenta para lo que vamos a exponer.
KARL RAHNER, S.I.
Otro camino para una posible democratización de la Iglesia seria la cooperación del
pueblo eclesial en la elección de los pastores. En principio no puede decirse que esto sea
incompatible con la constitución fundamental "iuris divini" de la Iglesia, pues existió en
la antigua Iglesia y existen aún vestigios en algunas regiones.
KARL RAHNER, S.I.
Esta afirmación no quiere decir que ya se daría automáticamente una auténtica y real
"democratización" de la Iglesia si los párrocos y obispos fuesen elegidos por el pueblo
en vez de serlo sólo por la jerarquía. Prescindiendo de que también por caminos
democráticos pueden ser elegidos jerarcas ineptos, y de que puede darse un influjo del
pueblo no institucionalizado, pero muy eficiente, en la elección de los jerarcas, el deseo
de renovar la participación del pueblo en esta elección plantearía inmediatamente la
cuestión acerca del modo de llevarla a cabo. Dadas las dimensiones de las actuales
diócesis y parroquias no se puede pensar en una elección plebiscitaria, ya que la mayor
parte del pueblo eclesial no está en situación de juzgar si el candidato posee las
cualidades necesarias para ejercer su cargo. Y si se excluye la elección por plebiscito,
¿qué comisión representativa del auténtico pueblo eclesial ha de realizar la elección?,
¿quiénes, entre los oficia lmente católicos, pueden intervenir en la formación de tales
comisiones electoras? Pues por muy "oficialmente" católico que sea uno, si en realidad
carece de una auténtica, mentalidad cristiana y está alejado de la vida eclesial, ¿qué
derecho tendrá para intervenir en la formación de tales comisiones electoras? Tal
católico reclamaría ese derecho, quizá y precisamente, a pesar de su desinterés hacia la
Iglesia para imponer tendencias no eclesiales.
La Iglesia penetra en un futuro en el que la cooperación del laicado será una necesidad
absoluta. Entonces se resolverán por sí mismos muchos problemas concretos de la
"democratización", porque la autoridad no aparecerá como una realidad dada ya de
antemano, sino como algo que está sustentado por la propia voluntad y la libre
obediencia y fe en la Iglesia. Una autoridad cuya real existencia está sostenida así, no
ofrece propiamente problemas con relación a la democratización de tal sociedad.
Notas:
1
Este artículo ha sido incluido en el volumen del mismo autor «Gnade als Freiheit»,
HerJer, Freiburg (1968),
Het nieuwe mens- en Godsbeeld in conflict met her religieuze leven, Tijdschrift voor
Theologie, 7 (1967) 1-27
Y puestos ante la Escritura, ante la Palabra de Dios, lo primero que se nos ocurre es
pensar si, desde un punto de vista crítico, podemos admitir sin más, en su totalidad, este
hecho de nuestros días - la secularización- como contenido de existencia. Es así como
aparece en seguida que el "aggiornamento" de la vida religiosa no ha de tener como
único objetivo una adaptación al mundo de nuestro tiempo. Porque, ¿quién nos
garantiza que todos los elementos de este mundo convienen a la dignidad humana?
Frente a ese peligro aparecen hoy nuevas aspiraciones. Surgen legítimas protestas contra
la sociedad moderna, impersonal, que todo lo domina, y cuyas estructuras complicadas
dejan al hombre privado de calor humano. Porque creer que la ciencia sola puede
resolver absolutamente el problema de la existencia humana, por la exclusiva utilización
de instituciones y medidas racionales, es poner en peligro el ser mismo del hombre. Por
ello se desea construir un nuevo mundo terrestre. Se trata de un proyecto de futuro a
diferencia de la imagen anterior del hombre y del mundo, en el cual el pasado y el "statu
quo" servían de norma. Ahora la edad de oro ya no está detrás de nosotros, sino más
adelante, en el futuro.
En muchos, esta nueva definición del hombre y del mundo provoca una crisis de la
experiencia religiosa. Pone en cuestión la fuerza viva de las tradiciones y de un
patrimonio que se remontan a los tiempos más lejanos, según se dice. Y es verdad; pero
no toda la verdad. Porque la revolución copernicana de la conciencia contemporánea,
que se designa con el nombre de "secularización", no es en primer lugar un fenómeno
religioso, sino que es una transformación de la relación del hombre con el mundo. La
secularización es principalmente un fenómeno social y como tal un dato puramente
intramundano; no es una decadencia progresiva de la religiosidad. Entre el hombre y la
encarnación terrestre de su existencia se crean nuevas relaciones. Al realzarse como
sujeto, el hombre se hace el demiurgo de su condición terrestre.
Según la antigua idea del hombre y del mundo, Dios intervenía en el mundo y
gobernaba directamente la naturaleza, la historia y la sociedad usando como
intermediario la autoridad eclesiástica. Así, haciendo descubrir la función significante y
humanizante del hombre en este mundo, el proceso de secularización es de hecho
también un proceso de desacralización. El cristiano de hoy puede dar consentimiento
pleno a esta secularización y a esta desacralización. Pero la cosa es todavía más
complicada. Por las tendencias conservadoras en el pasado de la Iglesia, este proceso
secularizador y desacralizador ha conocido parcialmente, en su desarrollo histórico, un
clima anticlerical y antirreligioso. En consecuencia, el resultado concreto de este
proceso histórico complejo es de cualquier forma ambiguo. El término "mundanidad" o
"mundo secularizados" se aplica de hecho a realidades diversas que es imposible reducir
a un denominador común, pero que contienen a la vez elementos cristianos y no
EDWARD SCHILLEBEECKX, O.P.
Pero, fuera de ese elemento pagano, difícil de perfilar nítidamente, el cristiano debe, a
partir de su misma fe, dar consentimiento al mundo secularizado. Nuestra fe en la
creación y en Jesús, el Cristo, nos obliga a dejar al mundo ser mundo, es decir, no
divino. Nosotros debemos reconocer al mundo la autonomía y la mundanidad propias,
que Dios le ha dado al crearlo. Crear significa que Dios da el ser a lo otro, lo distinto de
Dios, y por tanto, no divino, creado, humano, mundano. Afirmando la secularidad del
mundo, nosotros conocemos también el ser propio de Dios, el que no es del mundo, el
Trascendente. Una concepción sacralizante y numinosa es un atentado a la
trascendencia de Dios. Esto se confirma en el caso de Cristo: la unión más íntima que se
puede imaginar entre un hombre y Dios -la unión hipostática- es la revelación de la
secularidad del mundo y de la trascendencia de Dios. El proceso de secularización es
esencialmente una consecuencia del cristianismo. Porque sólo un mundo asumido por
Dios es profano, secularizado.
No tiene nada que ver con la antigua, que corresponde a la antigua imagen del hombre y
del mundo. Y, además, es una imagen que nos resulta muy difícil formar.
En efecto, Dios resulta inaccesible. Algo así como ha resultado siempre en los medios
altamente contemplativos: Dios indecible, inabarcable, irrepresentable. Antes, para la
gente, Dios era representable: el motor del mundo, el centro de la inteligibilidad, la
EDWARD SCHILLEBEECKX, O.P.
La Sagrada Escritura está llena de consejos evangélicos que es imposible reducir a los
tres consejos clásicos de los que la Edad Media hizo "los tres votos de religión". Por
otra parte, rigurosamente hablando, el Evangelio sólo considera consejo el de la
virginidad. Ya lo dice Pablo: "acerca de la virginidad, no tengo precepto del Señor" (1
Cor 7, 25). En cambio, otros consejos evangélicos son indispensables para todos los
cristianos, si quieren realizar efectivamente la perfección del amor.
y para el mundo, como podemos dar a Dios un contenido real, sin correr el peligro de
perseguir el vacío. No podríamos dar, en efecto, al celibato un significado existencial
cristiano si no fuera también una posibilidad de existencia terrestre con un sentido
humano.
Pero, ¿en qué reside la aptitud propia del celibato terrestre, humano, que motiva esa
elección? En que expresa la voluntad de concentrarse sobre un cierto valor porque juzga
que vale la pena consagrarle la vida entera y que es fundamental para todos los
hombres. El celibato "por razón del Reino de Dios", en tanto que es una posibilidad de
existencia cristiana garantizada por el Evangelio, pone el acento sobre la atracción del
valor religioso. Uno quiere comprometerse en servicio de este valor y ser así, en la
Iglesia y en el mundo, el signo de atracción que la humanidad debe sentir hacia el valor
religioso. A partir del sentido humano sobre el cual se funda, el celibato cristiano reviste
una importancia que a la vez es personal y eclesial. Constituye en el interior de la
Iglesia un "sacramentum salutis mundi", un signo expresivo y perceptible que invita a
todos los hombres a abrirse al valor religioso. Signo no para él, sino para los demás.
En otros términos, ¿dónde es preciso buscar la garantía evangélica del celibato cristiano
sino en el hecho de que desde sus comienzos el cristianismo mismo ha vivido el celibato
como una posibilidad de existencia portadora de un sentido cristiano? La garantía
evangélica está implicada en esta toma de conciencia del cristianismo que puede
formularse así: una vida de fe desde la cual, en razón del carácter particular que reviste
como proyecto de existencia humana, el celibato ofrece a la existencia cristiana una
posibilidad de sentido muy fecunda. Su última razón es el Reino de Dios, es decir, el
servicio de la humanidad religiosa y por ella de Dios, el fundador de ese Reino. El
fundamento humano de la vida religiosa se ilumina, para la fe del cristiano, con una luz
más viva, y el hombre de hoy puede escuchar una llamada nueva.
La vida religiosa es una forma de vida que quiere dar a conocer que el fundamento de
esta comunidad, de su trabajo y del trabajo de sus miembros reposa sobre motivos
religiosos. Hay que dar forma a los dos aspectos de la vida religiosa: el mediato y el
inmediato. En el interior de la Iglesia existe un grupo, el de los religiosos, que pone el
acento en el aspecto de inmediatez (sin que se pueda negar la mediatez), y otro grupo
que insiste en el aspecto de la mediatez (sin negar por lo tanto la inmediatez), siendo
cada uno para el otro una ayuda y una exhortación. En nuestro mundo secularizado, la
esencia misma del cristianismo pide más que nunca la complementariedad de estas dos
posibilidades de existencia cristiana. Tomadas simultáneamente forman un signo en el
mundo y protestan contra las tendencias, naturalizantes o sobrenaturalizantes, en la
Iglesia o en el mundo.
El celibato es, pues, una posibilidad de existencia humana que la fe hace susceptible de
un sentido cristiano fundándose en una atracción particular ejercida por el valor
religioso. El que vive este celibato cristiano se pone a la escucha de la Buena Nueva
evangélica en sus aspectos más significativos.
La pobreza religiosa
El religioso sentirá una tendencia a la vida de oración y al cuidado del prójimo menos
favorecido, según las exigencias del tiempo y la llamada de la conciencia mundial. Se
sentirá referido de una manera particular por su dedicación evangélica a los pobres. En
su forma jurídica, el voto de pobreza se ha vuelto como una caricatura de esta
interpretación que uno puede incluso justificar en un plano estrictamente jurídico. Pero
la llamada evangélica nos invita a la comunidad real con los pobres -a los que la
consagración humana de Cristo ha privilegiado- sea por un modo de vida similar al
suyo, sea. compartiendo con ellos la misma vida, sea siguiendo por su trabajo su
progreso social (por ejemplo, asistencia social, ayuda al desarrollo, estudios sociales...).
Sin este contenido humano positivo, la pobreza religiosa decae en una ilusión que ni tan
sólo es piadosa. Esta pobreza debe corresponder a la situación económica, general de la
sociedad donde desarrolla sus actividades el instituto religioso, debe tener en cuenta el
nivel de pobreza de las gentes (eso puede implicar a menudo que se tienda a la
promoción social de su propio medio). Lo cual significa también una sobriedad
particular en el alimento y en el vestido, una voluntad de eficacia en el trabajo y, en fin,
una apreciación eficiente de la relación que existe entre los medios y el fin específico
del instituto religioso.
EDWARD SCHILLEBEECKX, O.P.
La obediencia religiosa
Los tres votos, pues, manifiestan una significación humana positiva en el interior de un
modo de existencia que se concentra lo más posible en el servicio del valor religioso.
Significan la elección de una posibilidad de existencia cristiana que excluye otras, y en
verdad, aquellas que ofrecen a la mayoría de los cristianos las oportunidades de vida
cristiana más evidentes y más favorables. Esa elección misma representa de hecho un
gran sacrificio. Pero lo que está en juego no es el sacrificio, la exclusión de otra
posibilidad, sino más bien la elección positiva y alegre de esta forma de vida.
La vida religiosa supone la orientación de toda una vida; es un estado de vida. Hoy día
difícilmente se admite que tenga un sentido el "comprometerse de por vida". Porque en
todo acto de compromiso serio hay implicaciones profundas, complejas y desconocidas.
Antes se insistía en la estructura abstracta, a menudo incluso puramente jurídica,
dejando de apreciar el contexto existencial. Pero el espíritu contemporáneo ha ejercido
sobre este punto una crítica juiciosa que debemos tener en cuenta.
Pues si no hubiera más que valores momentáneos, el proyecto de vida moral sería
radicalmente absurdo.
La elección de esta posibilidad de existencia cristiana que es la vida religiosa exige una
decisión y la firme voluntad de permanecer. La vida religiosa supone una orientación de
vida que se justifica por el hecho que el sentido mismo del valor trasciende mi situación
momentánea y merece que yo le consagre mi vida entera.
religiosa que todos experimentan. Por lo demás, todas las formas concretas de vida
religiosa, aun nacidas bajo la inspiración evangélica, son experiencias históricas
determinadas. Las nuevas circunstancias las pueden poner radicalmente en cuestión.
Hoy, todo el modo de existencia actual de los religiosos sufre los ataques de la crítica,
porque viene a ser como la expresión de una antigua imagen de Dios que nos ha llegado
a ser totalmente extraña. La forma concreta de la vida conventual ha entrado en
conflicto con nuestra experiencia religiosa e impide así la inspiración propiamente
evangélica de su carácter de signo viviente y estimulante para los otros. Juzgados según
nuestra estructura actual, somos las reliquias vivas de un modelo cultural envejecido.
Por ello se nos pide una reestructuración radical. Hemos de poner en juego todas
nuestras energías si queremos evitar que nuestras casas se vacíen y lograr que la vida
religiosa represente de nuevo en la Iglesia lo que ha de ser: el carisma profético.
Las actuales órdenes y congregaciones religiosas no tienen por qué existir eternamente.
Pero es una necesidad evangélica que esa posibilidad de existencia cristiana sea siempre
una realidad actual en la Iglesia. Si las órdenes y congregaciones existentes no
reevangelizan y no rehumanizan sus propias estructuras al nivel de la experiencia
contemporánea, otros comprenderán el carisma evangélico y le darán una forma
concreta que será un signo vivo para nuestro tiempo. Las nuevas formas serán, como
han sido siempre, una crítica de la esclerosis de la vida evangélica de sus predecesores.
Nosotros estamos ya en el banquillo de los acusados, incluso antes de que se funde un
nuevo instituto, que recree en nuestra época la novedad del Evangelio.
Se podría hacer a este análisis el reproche de ser unilateral, pues es verdad que los
institutos han suprimido muchas observancias antiguas. Pero no se ha llegado a una
solución positiva: la reevangelización o estructuración nueva. Las renovaciones
parciales han acentuado la crisis: a muchos miembros de los institutos religiosos su
existencia les parece tan sin perspectiva, tan sin estilo nuevo y tan vacía, que se van.
La puesta al día será necesariamente la obra de toda la comunidad con el acento puesto
particularmente en la aportación de los jóvenes. Tanto jóvenes como viejos (cuya
misión no será "conservar la ortodoxia", pues resultaría algo muy negativo) deberán
ejercitar su paciencia y vivir la desazón de un período de búsqueda, como el sacrificio
que les ha sido impuesto por las circunstancias.
Se deberá tener en cuenta que lo fundamental, más que reflexionar en el vacío, será
ejercitar nuevas formas, pues éstas no nacerán de las comisiones o de las reuniones de
estudio, sino que se habrán de derivar de una inspiración que busque, a tientas, una
encarnación concreta.
Queda por tratar un último aspecto recordado por el Concilio: la vuelta a la tradición
original de la orden o de la congregación. Para pensar en esto hay que tener en cuenta
que nuestros fundadores, las más de las veces santos, dieron a la inspiración evangélica
una forma nueva históricamente condicionada. Por ello, la fidelidad a la inspiración
original de la orden será pasar lo más rápidamente posible a las formas modernas en que
se pueda manifestar hoy la intención y la finalidad del fundador, aunque él no la hubiera
previsto. Los religiosos se han de preocupar de dar al carisma de su instituto una forma
específica, contemporánea, y que pueda decir algo a todos. Éste es un problema que
concierne a la Iglesia entera.
Para comprender mejor el valor teológico de las nuevas anáforas, es necesario, antes
que nada, presentar el esquema de las mismas:
1.ª parte:
3) Realización del Cuerpo de Cristo por las palabras del Señor: institución.
2.ª parte:
El Cuerpo eclesial de Cristo se des, arrolla por medio de la oración: Cristo y el Reino de
Dios se manifestarán en la gloria.
Conclusión.
Comunión
1) La acción de gracias
misma oración judeo-cristiana. De ahí que cada anáfora empiece con esta acción de
gracias eucarística. Acción de gracias que es, al mismo tiempo, consagración a Dios y
santificación del que invoca, en un acto indivisible de la existencia espiritual del
creyente. La invitación paulina a orar sin cesar resume toda la vida de oración judía o
cristiana, que debe consistir en una comunión consciente con el Dios vivo, al cual se le
dan gracias por todas las cosas y por todos los acontecimientos, consagrándolos así por
la Palabra y por el Espíritu del Señor. Y nótese que estas oraciones fueron, inicialmente,
plegarias de "mesa", oraciones pascuales que aluden siempre al alimento y a la Alianza
del Señor con su Pueblo, súplicas, en fin, escatológicas, llenas de esperanza en el
Mesías y en el Reino. Se trata, por tanto, de oraciones de un pueblo en marcha que no
puede separar la súplica de la acción de gracias: el recuerdo de la redención da motivos
a la Iglesia para que vuelva a pedir, hoy, la bendición del Señor. Sería absurdo, por
tanto, provocar dicotomías en la celebración eucarística (como si fuese posible la
alabanza sin la ofrenda sacrificial): en su misma dinámica, la eucaristía es comunión y
sacrificio, alabanza suplicante, acción de gracias que se prolonga en intercesión, don de
la remisión de los pecados implorado en una oración propiciatoria. En este contexto es
posible comprender mejor el significado de la consagración, en la que confluyen acción
de gracias, bendición y súplica, siempre en el marco de la maravillosa acción histórica
de Dios.
2) La primera epíclesis
Por otra parte, esta epíclesis acentúa la verdadera posición de la Iglesia ante su Señor, al
que se presenta humilde y con las manos vacías, con la esperanza de que socorra su
pobreza gracias a la fuerza del Espíritu Santo y a la eficacia de las palabras de Cristo.
En su oración, la Iglesia no dispone de Dios, sino que confiando en sus promesas y
proclamando sus maravillas (acción de gracias), invoca al Espíritu Santo (epíclesis),
para que se realicen las palabras de Cristo (institución).
3) La institución
Las palabras de la institución resumen todo lo que Dios ha realizado en favor de los
hombres, significado y hecho presente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Las palabras
de la institución son una promesa cierta y, a la vez, llevan a cabo lo que significan: la
presencia real de la persona de Cristo, muerto y resucitado.
MAX THURIAN
La Iglesia, en su acción de gracias, pide al Padre el don del Espíritu para que haga
eficaz la Palabra del Hijo: el Padre otorga el Espíritu, y la Palabra del Hijo lleva a cabo
lo que significa. Cristo en persona, muerto y resucitado, se hace presente en el misterio;
y con Él, está también presente el Reino aunque todavía no manifiestamente. Esta
presencia sacramental de Cristo es para la Iglesia la mayor de las maravillas que puede
esperar. Sin embargo, puesto que recibe el don en el misterio, se siente llamada con más
fuerza a la esperanza escatológica: la alegría que le proporciona el misterio del Reino,
secretamente presente en ella, hace exclamar a la comunidad: "ven, Señor Jesús".
4) El memorial sacrificial
La segunda parte de las nuevas plegarias eucarísticas continúa, desde otra perspectiva,
el movimiento de la primera: la atención se centra más en la realización del Cuerpo
eclesial de Cristo, que se desarrolla en la oración de intercesión y llega a su término en
la comunión.
La Pascua judía debía ser celebrada "en memorial" de la gran liberación histórica del
Pueblo de Dios (Éx 12, 14); es decir: en cada Pascua se actualizaba la historia de la
libertad del pueblo escogido. De ahí que la eucaristía sea, dentro del marco de la
celebración pascual, la actualización para cada fiel de la obra salvadora de Cristo. Pero
la anámnesis no es sólo actualización sacramental de la libertad que nos ha alcanzado la
muerte y la resurrección de Cristo; es también memorial sacrificial, acto litúrgico, por el
que la Iglesia presenta a Cristo la más pura de sus alabanzas, pidiendo suplicante al
Padre que derrame sobre toda la humanidad los frutos del sacrificio único del Hijo.
El aspecto sacrificial de la anámnesis es corriente en la Biblia (cfr Act 10, 4.30.31). Más
aún: la idea según la cual las oraciones, la caridad y los sacrificios son presentados a
Dios como "memorial" forma parte de la liturgia judaica. Por ello, hay que situar las
palabras del Señor en la institución eucarística - "haced esto en memorial mío"- dentro
de la tradición de las oraciones que recitaban los judíos en la cena pascual; tradición
que, por lo demás, ha sido recogida por la liturgia cristiana, perenne memorial de Cristo.
5) La segunda epíclesis
6) La intercesión
Unida a Jesucristo, su sacerdote, la Iglesia entera intercede al Padre por todos los
miembros del Cuerpo de Cristo, del pueblo de Dios, de la familia humana. En el mismo
movimiento de súplica y de ofrenda, en el corazón del memorial sacrificial, presente
Cristo en su sacrificio, la Iglesia suplica al Padre por todos aque llos a quienes nombra
("acuérdate, Señor..."), integrando así en su misterio a los miembros de la comunidad
eclesial, a los fieles difuntos, a todos los santos. La intercesión de la Iglesia se apoya en
la fe viva en la comunión de los santos. Porque, en realidad, la eucaristía es la súplica
más insistente de la Iglesia por el retorno de Cristo y la venida del Reino. Y, a la vez, la
preparación de los fieles para este retorno del Señor. Toda la liturgia se orienta hacia
este deseo escatológico de la resurrección final de todos en Cristo. La promesa del
Reino se actualiza, por tanto, en cada nueva celebración de la liturgia, que viene a ser
una tensión comunitaria hacia el Padre, por medio del Hijo - intercesor-, con el Hijo -
realmente presente en el memorial de su sacrificio-, en el Hijo -que se da a los
miembros de su Cuerpo por la comunión- y, finalmente, en unión con el Espíritu Santo,
quien realiza la manifestación epifánica del Cuerpo sacramental y del Cuerpo eclesial de
Cristo. La plegaria eucarística termina así con una invocación a la Trinidad.
Tras haber explicado la estructura teológica de las tres nuevas anáforas (II-III-IV;
designando como anáfora I el canon romano), analizaremos brevemente los diversos
elementos que las componen a fin de destacar sus caracteres propios 2 .
MAX THURIAN
1) La acción de gracias
Está constituida en las tres anáforas por el prefacio, el sanctus y el vere sanctus. Para la
anáfora III, el prefacio es variable según las fiestas. Por lo mismo, nos fijaremos tan
sólo en los prefacios fijos de las anáforas II y IV.
El prefacio IV forma parte de la amplia bendición, por toda la historia salvadora, que se
desarrolla hasta la primera epíclesis. Se inicia con la contemplación de los atributos
divinos; sigue con la creación del universo, acto de amor a la vida y de llamada al
conocer; y acaba con la creación invisible - los ángeles-, tema de tantas resonancias
apocalípticas. Unida a los ángeles, la Iglesia entera entona el sanctus. La historia de la
salvación continúa: el universo preparado con tanto amor tiene que ser morada del
hombre, creado a imagen de Dios. Pero el hombre responde con el pecado. Al abandono
de este hombre caído, responde el Dios de la Alianza con Israel, recordada y avivada
por los profetas. Al cumplirse la plenitud de los tiempos, el Padre manda al Hijo como
Salvador; y Éste, por medio de Maria, se hace hombre. Desarrolla el prefacio la vida de
Cristo, su ministerio, pasión, muerte y resurrección. Al fin, Cristo manda al Espíritu
Santo que llevará a cabo la obra de la santificación. Se puede afirmar sin exagerar que
este prefacio de la anáfora IV constituye un excelente resumen catequético de la historia
da la salvación.
2) La primera epíclesis
Las tres nuevas epíclesis son muy parecidas entre sí : la invocación del Espíritu Santo
sobre el pan y el vino es explícita. Se pide al Padre que santifique los dones de pan y
vino por el Espíritu Santo (II, III), o que el Espíritu Santo santifique estos dones (IV), a
fin de que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, nuestro Señor.
Para evitar equívocos, hay que advertir que la expresión "para nosotros" de la primera
epíclesis de la anáfora II no debe ser tomada en sentido subjetivo, como si no hubiese
una objetividad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo en el sacramento, sino sólo una
convicción del sujeto, que se dirige a puros símbolos. El verbo ase conviertan" explica
la objetividad de la petición y subraya que el Cuerpo y la Sangre de Cristo se dan con
vistas a una participación efectiva de la Iglesia en el memorial y en la comunión
eucarística, en la que toda la comunidad está comprometida.
3) La institución
Es preciso prestar atención al final del texto de la institución: "haced esto en memoria
mía". En efecto, hay que evitar una interpretación demasiado subjetiva de la memoria,
como si se tratase de un simple recuerdo. La palabra "commemoratio" del misal romano
tiene un valor más objetivo, y traduce mejor "anámnesis", término del que se ha hablado
en la primera parte de este articulo.
4) El memorial sacrificial
5) La segunda epíclesis
Es en las anáforas III y IV donde hay que buscar una teología explícita de la epíclesis
sobre la comunidad litúrgica y sobre toda la Iglesia. Se descompone en cuatro tiempos:
a) petición al Padre para que reconozca el sacrificio eucarístico de la Iglesia y en él el
mismo sacrificio de Cristo (III); b) alusión a la comunión del Cuerpo y Sangre de Cristo
(III), "en un único pan y en la misma copa" (IV); c) se pide al Espíritu que sacie a los
fieles (III) y los congregue (IV) en Cristo, en un solo cuerpo y un solo espíritu; d) que
los fieles colmados por la gracia de Cristo se conviertan en ofrenda viva para gloria de
Dios.
De nuevo la anáfora III introduce aquí una perspectiva escatológica y hace mención, por
lo mismo, de los "santos" y elegidos. El valor ecuménico de este afán de asamblea, tan
sobriamente formulado, es digno de notarse.
6) La intercesión
Los diversos "mementos" se sitúan en el contexto del memorial sacrificial. Tan sólo la
anáfora III formula una petición explícita por el mundo.
MAX THURIAN
En las anáforas III y IV, se nos recuerda que el Padre nos concede toda gracia por
Jesucristo. De esta forma, se introduce la doxología final, en un resumen trinitario de
toda la eucaristía.
Notas:
1
Anáfora: oración dirigida a Dios y pronunciada sobre el pan y el vino al celebrar la
eucaristía. Nombre de la plegaria eucarística propio de los orientales, que pasó a
designar toda plegaria eucarística.
2
El extracto de esta segunda parte del artículo va a ser pretendidamente esquemático.
Para una mayor profundización del tema remitimos al número de la revista La Maison
Dieu, del que hemos extraído este artículo; todo el número está dedicado al estudio de
las nuevas oraciones eucarísticas, desde el punto de vista pastoral. Señalemos, en
concreto, los artículos de Pierre Jounel, «La composition des nouvelles priéres
eucharistiques» y de Jean Orchampt, «Valeur pastorale des nouvelles priéres
eucharistiques».
Defender el orden. Yo os pregunto: ¿qué significa el orden? Quiero denunciar una vez
más ese orden establecido como un desorden estratificado. Por ejemplo, en un país
como el mío, de cada cien familias, ni siquiera setenta tienen el salario mínimo básico,
ni siquiera el vital. Y ni aun el salario mínimo permite realmente vivir. Mi primera
observación es, pues: desconfiad de esta idea del orden. El orden que se ha establecido
entre nosotros es sinónimo de desorden estratificado.
3) El colonialismo
no están de acuerdo con los grandes señores; siempre existe una posibilidad de influir
en la elección de estas personas. Vivimos realmente en plena Edad Media.
4) La iniciativa privada
La iniciativa privada debe ser, pues para vosotros un tema que merece gran atención.
¿Se trata, realmente, de iniciativa privada, o existen, bajo este nombre, unos intereses de
trust?
5) La prensa
Quiero ahora haceros reflexionar sobre las terribles distorsiones que sobre todo tipo de
hechos se filtran a través de la prensa hablada y escrita, prensa que, a menudo, está
dominada por ciertos poderes económicos. Por ejemplo, se trastocan los hechos a
propósito de las subversiones, que siempre se suelen calificar de comunistas. Cada vez
que alguien trata de llegar a ciertos cambios profundos, se encuentra totalmente sólo,
pues se dice de él que es un comunista, que es un subversivo. Quiero que os fijéis en
esto: se cometen terribles atrocidades en nombre del anticomunismo.
HELDER CÁMARA
6) La seguridad nacional
Una vez más quiero atraer vuestra atención sobre la cuestión de la seguridad nacional.
Actualmente, en nombre de la seguridad nacional, existe toda una filosofía política, que
viene de los Estados Unidos y que cubre casi toda América Latina.
Al no haber una posibilidad real para el cambio de las estructuras, se llega, en nombre
de la seguridad nacional, a las dictaduras en América Latina. Frecuentemente, en el
interior de nuestros países se cometen verdaderas atrocidades para lograr una
información. Existen torturas morales y físicas. Cuando una persona es interrogada
durante cuarenta horas sin interrupción, los que interrogan pueden turnarse, pero el
interrogado siempre es el mismo. Son métodos "científicos" para obtener la verdad.
Estoy hablando, sobre todo, de problemas latinoamericanos, pero creo que afectan
directamente a vuestro mundo jurídico, porque todo esto tiene unas grandes
implicaciones jurídicas.
La alianza entre el poder económico y el poder militar es algo muy grave. Cuando esta
alianza se sirve de los técnicos, se establece la tecnocracia, el poder político. Y este
monstruo moderno llega a las universidades porque la investigación casi siempre está
aliada a los intereses económicos. He oído hablar de las explosiones demográficas.
Existen, ciertamente, pero no porque exista un mundo de superproducción, sino porque
existe un mundo de subconsumo. Y existe el subconsumo porque en los regímenes
capitalistas surgen escándalos como el que yo os denuncio: en el Brasil, durante los
años 1966 y 1967 se han gastado oficialmente I68 millones de dólares en arrancar las
raíces de 5 millones de plantas de café. Comprendo que éste es un problema económico,
el de la superproducción, pero os aseguro que en nuestro país, en América Latina, en
Brasil, existen muchas familias que no tienen posibilidad de cenar, gente que sólo come
una vez al día y cuando pueden permitirse el lujo de cenar, toman tan sólo una taza de
café y un trozo de pan duro y seco. He aquí las monstruosidades de que os hablaba, las
que se cometen en nombre de esta alianza de los poderes, económicos, militares,
tecnocráticos y políticos...
8) ¿Violencia o no violencia?
Existe una violencia establecida en América Latina: atención cuando oigáis hablar de
las violencias, pues es necesario preguntar: ¿de qué violencia se habla, de esa violencia
que puede estallar motivada por el hambre de los oprimidos, o se habla de la violencia
establecida por los opresores contra los oprimidos? Existe, repito, una violencia
establecida. Y os digo que uno de los mayores esfuerzos de mi vida consiste en orientar
la impaciencia de nuestros jóvenes, porque la juventud es más generosa y llega a dudar
de la sinceridad de los grandes posesores y de los gobiernos, y se encamina hacia una
radicalización y hacia la violencia.
HELDER CÁMARA
Os pido, pues, que me oigáis. Vamos a comenzar a trabajar en Brasil, y en toda América
Latina si Dios quiere, para lograr una verdadera presión moral liberadora. No os
escandalicéis, llegaremos a una presión moral liberadora; es la única manera de evitar la
violencia armada, y este estado ge neral de desesperación. Si se hace un movimiento de
no-violencia tranquilo, pacífico, dulce, no llegaremos a nada. La forma de evitar la
violencia armada quizá sea organizar una presión moral liberadora. No nos interesan las
mini-reformas, no resolveríamos nada. Necesitamos un verdadero y profundo cambio de
estructuras. Y es cierto que para llegar a ese cambio de las estructuras deberemos
comenzar por el cambio de las estructuras mentales. Esta es la conversión de que nos
habla cl evangelio.
pero he tenido la posibilidad de prestar mi voz a todos aquellos que entre nosotros no
tienen derecho a hablar. Os lo aseguro, en mi país los estudiantes no tienen ningún
derecho, los obreros, los pobres obreros, no tienen ningún derecho, ni siquiera un
profesor lo tiene. Si un profesor hubiera dicho en nuestro país la mitad de lo que yo
denuncio, habría sido encarcelado inmediatamente. Lo que intento es aprovechar un
resto de clericalismo; mientras que el clero y los obispos tienen 1 cierta posibilidad de
hablar, permitidme que os aporte este testimonio.
FABIEN DELECLOS, O.F.M.
Parece que ya en la segunda mitad del siglo II se celebraba una misa por los muertos. El
Sacramentario Leonino nos ha conservado cinco grupos de oraciones por los difuntos y
hasta un Hanc igitur propio. Desde esta época figura en el canon el memento de
difuntos. La Iglesia fue componiendo poco a poco un formulario propio para la misa de
difuntos en el que se acentuaría el aspecto penitencial a expensas del escatológico. El
clero abandona el hogar del difunto dejando a la familia el cuidado de amortajarlo, y se
recitan en la Iglesia las oraciones de la recomendación del alma y el oficio de difuntos.
En el siglo VIII aparecen las primeras misas por los difuntos en el curso de los
funerales. En el siglo IX se suprime toda liturgia mortuoria en casa del difunto y se
instaura el levantamiento del cadáver. En el siglo X aparece, en la Iglesia, el responso
Libera y se van multiplicando las misas por los difuntos a lo largo del año. Habrá que
esperar al siglo XII para ver aparecer el formulario de nuestra misa de Requiem, que fue
adoptada generalmente desde el siglo XIII. En este mismo siglo, debido a la influencia
de los franciscanos, se introduce el Dies irae, se suprimen los aleluyas y se acompaña al
rito con una serie de sufragios por el difunto. Estas introducciones rompen la síntesis
que la eucaristía había logrado entre el aspecto escatológico y el propiciatorio. En
adelante se impondrá lo propiciatorio, de donde brotará la multiplicidad de misas por el
mismo difunto.
Este sucinto recorrido histórico nos permite señalar algunos puntos esenciales: la
oración por los difuntos, la santificación de la muerte, la gran variedad en las soluciones
o expresiones litúrgicas y pastorales influenciadas por la teología de la época y los
FABIEN DELECLOS, O.F.M.
La actual renovación litúrgica debe mantener los valores esenciales del pasado teniendo
en cuenta la mentalidad de nuestro tiempo, a fin de no elaborar una liturgia cerebral,
sino adaptada a las realidades y posibilidades de hoy.
Datos actuales
En las perspectivas pastorales se da, cada vez más, una orientación comunitaria. Se
carga intensamente el acento sobre la realidad del Pueblo de Dios y los signos que debe
manifestar, especialmente en la eucaristía. Las iglesias grandes, casi sólo empleadas en
domingo, van perdiendo actualidad en favor de los grupos reducidos. Las misas
privadas entre semana van cediendo el paso a reuniones de oración y formación
cristiana que pretenden lograr una mayor formación en la fe. La liturgia de la palabra,
bajo cualquiera de sus formas, se revela como un medio excelente para preparar con
eficacia la asamblea eucarística dominical.
En lo que respecta al puesto del sacerdote se quiere encontrar una nueva jerarquía de
valores para determinar las tareas que debe asumir. La toma de conciencia de la misión
del laicado y la instauración del diaconado le van devolviendo sus características
esenciales. El ministro de los sacramentos no es ya sólo el administrador de éstos, sino
el educador de la fe y el animador de comunidades cristianas misioneras. Debe
transformar rápidamente la pastoral en relación a los enfermos y moribundos. Aunque le
fuera posible, y aun deseable, no debe considerar el deber de enterrar a los muertos
exactamente igual que en el pasado.
Está previsto que los diáconos puedan presidir las comunidades cristianas que no
cuentan con un sacerdote y animar la liturgia de la palabra, los funerales y el
matrimonio. En este caso está excluida la misa celebrada para cada entierro en el mismo
día de los funerales. Las vigilias de oraciones en el domicilio se confiarán, cada vez
más, a los seglares o al diácono de la comunidad. La presencia del sacerdote, que se
consideraba antes indispensable, llegará a ser imposible o incluso inútil.
Este ritual compuesto para la Iglesia universal debe tener en cuenta las diferentes
situaciones concretas de las diversas regiones. Las soluciones pastorales que se han
dado en los países de gran penuria de clero pueden ofrecernos una orientación para una
situación, que será la nuestra, en un futuro próximo. También se han previsto las
adaptaciones locales. Se abre ampliamente la puerta a una preocupación pastoral mucho
más profunda e intensa que en el pasado. Se trata, en realidad, de una ley general muy
flexible y de fácil adaptación a la vida e imperativos pastorales. En muchos países se
tiende ya al bautismo y matrimonio comunitarios, y -guardando la debida proporción-
los criterios comunitarios intervienen también a la hora de renovar los funerales.
Un ensayo
Seria muy conveniente pensar cómo podrían ser los funerales cristianos dentro de
algunos años. Es posible que el primer tipo de funerales presentado sea utilizado
ampliamente en algunos lugares y en ciertas circunstancias, pero también los otros dos
esquemas se extenderán rápidamente. Una vez ocurrida la muerte, los parientes, amigos
y vecinos se reúnen en casa del difunto para una oración de la tarde. El diácono la
preside y anima entre los presentes la esperanza de la resurrección y el sentido pascual
de nuestra muerte. Algunos días más tarde hay una reunión en el cementerio con la
liturgia de la palabra presidida por el diácono o un seglar competente. La homilía
colocará a todos los presentes ante el sentido de la vida y de la muerte, el gran
testimonio de los cristianos ante este gran misterio, y el cuerpo será colocado en tierra o,
mejor aún, "puesto en las manos del Señor". Después se reúne la asamblea de la
comunidad de creyentes para celebrar la eucaristia, en cuya oración universal se
recordará a todos los cristianos que uno de sus hermanos ha pasado de la muerte a la
vida, y se les invitará a rogar por su alma y por el consuelo de los que quedan.
Según el esquema tercero, toda la celebración se desarrollará en casa del difunto, o tal
vez en una casa cercana, en una habitación capaz de contener a los participantes. Se
tendrá en la intimidad la celebración de la palabra en presencia del diácono o presididos
por un seglar. En estos dos casos la oración de todos y el sacrificio "por los vivos y los
difuntos" formarán parte de la eucaristía semanal.
Es natural pensar que estos esquemas sufrirán diversas modificaciones dentro de sus
líneas generales.
Tal vez pueden parecer atrevidas estas soluciones pastorales, pero fueron norma común
en los primeros siglos del cristianismo y se vuelven a practicar con naturalidad en un
FABIEN DELECLOS, O.F.M.
DOGMA Y ECUMENISMO
El dogma, según el uso corriente del término, plantea un serio problema para la unidad
de las Iglesias cristianas. Exigiría un dinamismo meramente unidireccional en la tarea
ecuménica que condujese a esa unión; las demás Iglesias deberían aceptar los dogmas
de la Iglesia católica y, así, el movimiento ecuménico actual llegaría a un punto
muerto. Sin embargo, ¿la concepción histórica de la Revelación que presenta el
Vaticano II, los trabajos histórico-hermenéuticos de K. Rahner, W. Kasper, H. Küng, P.
Schoonenberg, etc., no nos ofrecen una base suficiente y segura para un trabajo
ecuménico más pluridireccional y, en definitiva, más honesto por parte de los
católicos? A esta cuestión responde el articulo de A. Dulles, cuya originalidad y mérito
fundamental no radica en su estudio sobre las notas constitutivas del concepto de
dogma, pues en este ámbito se limita a sintetizar lo dicho por otros teólogos, sino en
poner al servicio del ecumenismo las aportaciones teológicas más recientes sobre dicho
concepto.
Walter Kasper atribuye la aparición del significado moderno del término al franciscano
Christmann en su Regula fidei catholicae (1792); su definición fue atacada por
demasiado minimalista y su obra fue puesta en el índice en 1869. Con todo, a finales del
siglo XIX se impone esta visión autoritaria del dogma. Las raíces de dicha mentalidad
provienen remotamente del intelectualismo griego y del legalismo romano y más
próximamente del racionalismo sobrenaturalista adoptado por la teología católica frente
al naturalista. Según éste la Revelación se concebiría como un conjunto de verdades
universales y atemporales de procedencia divina entregadas a la Iglesia como maestra.
AVERY DULLES
Dogma y Revelación
Hoy se acepta comúnmente que la Revelación sólo existe cuando es captada por una
mente. Las afirmaciones dogmáticas cumplen una función importante en la
autorrealización del creyente y en la formación de la comunidad cristiana; llevan a una
explícita realización los aspectos esenciales del encuentro del hombre con Dios. Pero la
Revelación no se puede limitar a palabras escritas u orales, ni tampoco tales palabras
constituyen por si mismas la Revelación.
Se puede iluminar la relación paradójica entre Revelación y dogma a partir del análisis
heideggeriano de verdad. Para Heidegger, verdad es el acontecimiento de la luminosa
autodonación del misterio del Ser. Esta formulación es similar a la noción teológica de
Revelación como la Palabra testificadora de la Verdad increada. Si la verdad es, según
Heidegger, la Revelación y la ocultación simultánea de la plenitud del Ser, el teólogo
puede considerar la Revelación divina como la gratuita auto-desvelación de la
inconmensurable Plenitud, que la fe llama Dios.
En esta misma línea algunos teólogos intentan clarificar la relación entre dogma y
Revelación aplicando análogamente lo que Heidegger dice de la relación entre Ser y
entes al hablar de la "diferencia ontológica": el Ser es interior a todos los entes,
iluminándolos según lo que son, y, con todo, no se confunde con ellos.
Esta noción de verdad tiene una estrecha analogía con la concepción bíblica de la
verdad de Dios como su presencia vivificante en y por su palabra. La verdad del Dios
que se revela no se puede reducir a la letra muerta de cualquier afirmación doctrinal;
con todo, tal afirmación puede convertirse en palabra reveladora de Dios. Dado que la
AVERY DULLES
Para Karl Rahner las realidades de Dios y de su gracia no admiten una presentación
meramente objetiva. El lenguaje dogmático debe señalar de alguna ma nera el camino
hacia una confrontación existencial con el misterio; tiene una función casi sacramental,
transmitiendo no la idea, sino la realidad de la generosa autodonación de Dios. La
verdad del símbolo es existencial, ya que trasciende el esquema sujeto-objeto del
lenguaje proposicional ordinario y sólo se puede captar rectamente mediante una
apropiación personal.
Pero no se debe suponer que las particularidades del lenguaje sobre la fe disminuyan el
valor de su verdad. Dichas particularidades provienen, por el contrario, de su misión de
transmitir una verdad mayor y más seria de lo que es capaz el lenguaje ordinario. Por
tanto, aunque el lenguaje dogmático sea irreductible al lenguaje científico o descriptivo,
en modo alguno se limita a una mera fantasía subjetiva.
Hay que tener en cuenta, en primer lugar, el cambio de significado de las palabras según
las circunstancias de lugar y tiempo. Cuando el lenguaje primigenio ya no es
comprensible, puede ser conveniente cambiar las palabras para comunicar las ideas
originales con mayor eficacia.
En la historia del dogma hay muchos ejemplos que pueden mostrarlo. Un concilio local
de Antioquía en 268 afirmó que el Hijo no era homooúsios (consustancial) con el Padre.
AVERY DULLES
Medio siglo más tarde el Concilio de Nicea declaraba que el Hijo era homooúsios con el
Padre. ¿Había cambiado de idea la Iglesia? De ninguna manera. En un contexto el
término implicaba la idea de unitarismo y en el otro llegó a ser la manifestación de la
auténtica fe trinitaria de la Iglesia. Si despreciamos las lecciones de la historia, podemos
caer en el error de imaginar que la ortodoxia consiste en adherirse rígidamente a
fórmulas consagradas y entonces el rechazarlas es considerarlas como herejía, como
parece sugerir el "si quis dixerit..." de los cánones conciliares. Pero cuanto más se
estudia el lenguaje humano más claro aparece que las palabras son una pobre
constatación de la rectitud del pensamiento. Lo que la mayoría llama "ortodoxia"
debería en verdad llamarse "ortología" u "ortofonía", porque concierne más al modo de
expresión que a la coherencia ideológica.
Con todo, sería una simplificación excesiva suponer que la reformulación del dogma
consiste simplemente en un cambio de palabras. La Revelación llega siempre al hombre
dentro de una situación socio-cultural determinada, que afecta necesariamente al modo
bajo el cual queda conceptualmente estructurada. La Biblia expresó su experiencia de
Dios con ideas e imágenes tomadas de la sociedad agrícola y patriarcal de su mundo. En
la Iglesia, la formulación doctrinal se halla profundamente afectada por la herencia
social y filosófica. del mundo griego, romano, feudal y barroco.
Es, por tanto, una simplificación excesiva afirmar que los dogmas son irreformables.
Toda declaración dogmática es, en principio, reformulable. Dependerá de los casos
revestir los conceptos antiguos con nuevas palabras, e incluso, cuando la fórmula
tradicional refleje una comprensión inadecuada, puede llegar a ser necesario abandonar
no sólo las palabras, sino los mismos conceptos humanos de la primera formulación.
Hay indicios de que este proceso está empezando con respecto a varios dogmas
católicos, como el pecado original, la transustanciación, la concepción virginal de Jesús.
Esto nos obliga a preguntamos si las doctrinas que han dividido a las Iglesias no pueden
ser reinterpretadas de una forma igualmente radical.
prueban varios párrafos del Decreto de Ecumenismo (UR 14, 17, 18), y de la
Constitución dogmática sobre la Iglesia (LG 13).
APLICACIONES ECUMÉNICAS
Ya hemos visto que las formulaciones dogmáticas han de ser revisadas constantemente.
Sin abandonar una cristiana reverencia por el pasado, notamos que un número cada vez
mayor de afirmaciones dogmáticas se muestran inadecuadas (como hemos visto en el
axioma "fuera de la Iglesia no hay salvación").
Si la Iglesia tuviera que hablar hoy por vez primera acerca de la institución de los
sacramentos, no seria probable que declarase sin matización -como lo hizo Trento- que
los siete sacramentos de la Nueva Ley "fueron instituidos por Jesucristo Nuestro Señor"
(D 1601). Un especialista contemporáneo en cuestiones de exégesis bíblica e histórica
vería la necesidad de introducir importantes distinciones, que nunca se le hubieran
ocurrido a un teólogo del siglo XVI.
Acerca de los orígenes del Papado es improbable que hoy se usaran los mismos
términos con los que el Vaticano 1 declaró (bajo pena de anatema a quien lo negara) que
Cristo invistió a Pedro "directa e inmediatamente con el primado, no sólo de honor, sino
también de verdadera y propia jurisdicción" (D 3055). Estas afirmaciones entrañan
importantes principios respecto a la unidad de la Iglesia, pero su formulación refleja el
estilo de la iglesia barroca y la exégesis de una época menos sensible a la historicidad.
Es anacrónico obligar a quien quiera compartir la fe de la Iglesia a expresar su fe con
estas declaraciones.
No sólo debemos dis tinguir entre Revelación y fórmulas dogmáticas gastadas con el
tiempo; también nuestras formulaciones actuales serán revisadas en el futuro. Nunca
recibimos la verdad sino en frágiles recipientes humanos. Por ello debemos cuestionar
incluso las formulaciones dogmáticas más corrientes. La verdadera prueba de la
ortodoxia no consiste en aceptar las declaraciones oficiales por lo que exteriormente
dicen, sino en tener la suficiente confianza en la Tradición para aceptar las
formulaciones de la misma -a pesar de todas sus deficiencias humanas- como vehículo
de la verdad divina que trasciende cualquier formulación. Es interesante plantearse lo
que propone el teólogo luterano C.E. Braaten: "No podemos decir a priori que es
imposible o improbable replantearse y reinterpretar dogmas como la infalibilidad de los
Sumos Pontífices o la Asunción de María por el lado católico, o aquellos principios o
AVERY DULLES
afirmaciones protestantes que ofenden a la Iglesia católica por otro... Un dogma es una
realidad histórica, que nace en la historia, tiene una historia y da lugar a una historia de
interpretación en la que los significados anteriores son trascendidos por medio de su
incorporación a nuevas y distintas formulaciones".
Es indudable que el diálogo ecuménico impone una participació n a todas las Iglesias
comprometidas en él. El esfuerzo para explicar nuestra posición a otros nos obliga a
reexaminar lo que hemos venido diciendo. En muchos momentos de este proceso nos
encontraremos con la constatación de que nuestros puntos de vista no han sido
aceptados simplemente porque son inaceptables en algunos aspectos. Esta constatación
debería acelerar el proceso del desarrollo dogmático que la historia lleva consigo. Nos
debería ayudar a rectificar las distorsiones en lo que hemos venido diciendo y pensando
de nuestra propia fe. Y de este modo los cristianos divididos, que se han comprometido
con el mismo evangelio y que invocan al mismo Espíritu Santo, pueden ir convergiendo
hacia una mayor solidaridad en la confesión de su fe.
De lo dicho se deduce que un pluralismo dogmático es, a veces, admisible sin perjuicio
de la unidad eclesial. Si la única e idéntica fe puede ser formulada de diversos modos en
diferentes momentos históricos, tal vez una variedad semejante pueda ser tolerada en un
mismo periodo cronológico para culturas diversas. Los credos pueden ser considerados
como el resultado de las exigencias íntimas de una fe vivida; no deberían ser impuestos
por la acción de una autoridad exterior sobre pueblos que no están preparados para
ellos. Los cristianos de los primeros siglos eran ortodoxos en su fe; sin embargo, tal vez
no hubieran podido entender el sentido de algunos dogmas que el cardenal Bea
consideraba "necesarios para la salvación". ¿Por qué no dar la misma libertad a pueblos
de culturas totalmente diversas, aunque vivan en la misma época histórica? De acuerdo
con las enseñanzas del Vaticano II se podría preguntar abiertamente si el cristianismo
no ganaría en profundidad si hubiera una diversidad mayor en las formulaciones de su
fe.
Si, con Otto Pesch tomamos la fórmula luterana simul lustus et peccator como basada
en un modo de pensar "existencial" y consideramos la teología normativa católica
(representada por Tomás) como más objetiva o "sapiencial", nos encontraremos que
estos dos estilos teológicos conducen a fórmulas verbalmente contradictorias. Tomás
dirá que después de la justificación el hombre ya no se encuentra en pecado; en cambio,
Lutero dirá lo contrario. Estas afirmaciones no pueden armonizarse y, sin embargo, no
son estrictamente contradictorias (como no lo son las teologías de Pablo y Santiago o
las de Juan y los Sinópticos). Al estar enraizadas en distintos puntos de vista, las
mismas palabras tienen sentidos dis tintos. Ambas formulaciones teológicas no sólo no
son estrictamente contradictorias, sino que se necesitan mutuamente, en un sentido
critico, para no caer en formas equivocadas; y la Iglesia de todos los tiempos necesita
los dos aspectos para conservar la honda tensión de la realidad cristiana.
Pesch sugiere, por tanto, que dogmas lógicamente irreconciliables pueden ser admitidos
dentro de la única Iglesia. Y no vemos qué dificultad pueda tener el admitir esta
afirmación si tenemos en cuenta las anomalías ól gicas del lenguaje religioso a que
hemos aludido más arriba. Además, la teología católica de hoy abunda en antinomias
lógicas como, por ejemplo, por una parte la afirmación del soberano dominio de Dios y,
por otra, la libertad del hombre para alcanzar la salvación. A pesar del conflicto de estas
dos afirmaciones, los católicos están convencidos de que en el orden de la realidad se
trata de dos verdades compatibles. De la misma manera no será imposible sostener con
Tomás y Trento que el pecador es verdaderamente limpiado de su falta por la
justificación y, al mismo tiempo, sostener con Lutero que, en un sentido real, sigue
siendo culpable y pecador. En cualquier estadio, el lenguaje religioso tiene que
enfrentarse con verdades que no puede comprender plename nte.
El aforismo "la doctrina divide pero el servicio une", no es, por consiguiente, la última
palabra. El dogma no es una fuente de división sino más bien un emblema de unión.
Expresa lo que un grupo de cristianos ve y afirma a la luz de su fe común. El hecho de
que dogmas de diversos grupos cristianos estén en aparente contradicción no nos ha de
poner en guardia contra el dogma como tal. El conflicto que hay entre los dogmas se
debe, en parte, a la imperfección de las expresiones eclesiásticas (algunas de las cuales
necesitan una urgente revisión), y en parte a la riqueza inefable de la Revelación, que es
imposible comprimir en fórmulas definitivamente acuñadas. La confrontación
ecuménica puede tener la doble función de hacernos más críticos en las formulaciones
que aceptamos de nuestra propia Tradición y despertarnos a los autént icos valores de
otras comunidades confesionales.
Conclusión
No hemos intentado resolver ningún punto doctrinal que divida a las Iglesias. Estas
páginas han sido una reflexión sobre el método. Si lo expuesto es aceptable, tal vez sea
necesaria una auténtica experiencia ecuménica antes de que se realice algún acuerdo
doctrinal importante. Con todo, la objeción que hemos analizado no constituirá una
dificultad insoslayable. La reunión cristiana no debe concebirse como un convencer a
protestantes, anglicanos y ortodoxos de que deben adoptar todos los dogmas católicos
que se encuentran "en los libros". Tampoco puede consistir en abrogar dogmas católicos
específicos o en aceptar pasivamente todos los puntos de vista de las otras Iglesias.
Todo cristiano que participe en el diálogo ecuménico debe ser crítico con sus propias:
tradiciones y tener ansias de enriquecerse con lo. que las otras iglesias le aportan. A
través de este proceso podremos irnos redescubriendo unos a otros en Cristo. Si lo
hacemos así, indudable mente encontraremos a Cristo de un modo nuevo y más rico, ya
que Él no quiere ser la cabeza de varias sectas separadas sino el lazo de unión mutuo
entre todos aquellos que tienen vida en su nombre.
El creyente está habituado a confesar que Jesús descendió a los infiernos. Recita este
artículo de fe -sin pensar en las imágenes que son vehículo de esta representación ni en
su significado- dándole el mismo valor que a las afirmaciones precedentes y siguientes;
cl proceso, la crucifixión y la muerte son datos históricamente verificables; el descenso
a los infiernos, por el contrario, apunta a otro tipo de certidumbre. Pero el creyente
adoptó una interpretación global sin preocuparse de los detalles mínimos; lo esencial es
que Cristo haya vencido a la muerte. Pero la simple enumeración de sucesos
inconme nsurables no obliga a interpretarlos bajo las mismas normas: un proceso puede
ser objeto de un reportaje histórico, pero no el descenso a los infiernos. Un suceso no
puede convertirse en proposición de fe más que en la medida en que concierne a todo
hombre y es, por lo tanto, susceptible de una nueva inteligencia de su propia vida en el
orden de su relación con Dios, pues toda afirmación de fe reviste un valor práctico. Por
lo mismo, confesar que Jesús ha descendido a los infiernos implica afirmar una
actividad salvífica que, aun hoy día, debe iluminar la situación del hombre ante Dios y
arrancarle de la perdición.
Muerto, permanece en los infiernos, en el lugar del abandono. Puede ser que las almas-
sombras tengan todavía deseo de la vida, pero no pueden volver a ella. Cristo
experimenta nuestra condición mortal pero, por ser el Viviente, abre el camino de la
vida y subiendo de los infiernos rompe el destino. La profesión de fe, bajo la
representación de la cultura popular ambiental, es bien simple: lo irremediable de la
muerte ha terminado porque Jesús, que ha experimentado el pleno abandono de la
muerte, está vivo. El descenso a los infiernos, en el Credo apostólico, no se separa de la
resurrección; refuerza, por el contrario, la verdad de la nueva vida de Jesús.
Para los cristianos de la antigüedad los infiernos eran un lugar. Si Jesús desciende a
ellos no puede ser éste un suceso sin importancia. Su estancia en ellos toma una
coloración de victoria sobre el poder que tiene cautivos a los hombres. No se subraya el
abandono de Jesús, sino su fuerza a partir de la creencia en la resurrección. Lo que
fascina a los antiguos es la odisea de Jesús en el abismo donde yace el hombre y la
liberación que consigue. Jesús entra como héroe en los infiernos y sale como vencedor
para provecho de la humanidad. Las representaciones de este movimiento no
concuerdan, pero eso importa poco; todas ellas apuntan a interpretar el descenso a los
infiernos como una acción salvífica de Cristo. La descripción de esta victoria cristaliza
alrededor de tres imágenes principales: una conquista, una liberación, una predicación.
Aunque estas imágenes revelan doctrinas poco compatibles entre si, testimonian una
misma certeza: el poder de la muerte, cuya consecuencia es el infierno, ha quedado
destruido.
1) La expedición militar: Cristo, con las legiones de los espíritus, conquista el bastión
de la muerte, que está mandado por Satán. El evangelio apócrifo de Nicodemo refleja el
terror que se adueña del infierno con la aproximación de Cristo. El infierno es el lugar
donde permanecen justos y pecadores cautivos de Satán, quien domina por la violencia.
El infierno (personificado) presiente que esta soberanía toca a su fin. Se entabla la lucha
y, finalmente, Satán, vencido, pierde todo poder sobre cl infierno. Según esta
descripción, el descenso a los infiernos es la dramatización de la victoria de Jesús sobre
el príncipe de los demonios, que es vencido en su propio domicilio y se convierte en
prisionero del lugar en que reinaba como amo. Se trata, por tanto, de un episodio de la
lucha de Jesús contra los ángeles malos que, según las representaciones judías,
gobiernan el mundo.
3) La predicación de Jesús en los infiernos: Esta imagen prueba cuanto pesaba sobre la
conciencia cristiana la representación mítica de una estancia de los muertos. Ch. Perrot
ha mostrado satisfactoriamente que no es éste el sentido de 1 Pe 3,19. Los teólogos de
los primeros siglos, aunque no unánimemente, lo entendieron así: Cristo ha descendido
CHRISTIAN DUQUOC, O.P.
En resumen: dos temas, orquestados por tres imágenes, han polarizado la atención de
los antiguos teólogos: el de la liberación y el de la predicación. Occidente conservará el
primer tema: Cristo ha liberado a los justos del AT. El descenso a los infiernos marca,
pues, una actividad victoriosa de Cristo: también se da salvación para los que vivieron
en la Antigua Alianza. La victoria de Cristo tiene un aspecto universal y cósmico.
LA INTERPRETACIÓN DEL NT
Aunque todo lo dicho sea muy bello, estas representaciones nos parecen tanto más
extrañas cuanto que rompen la sobriedad de las fuentes neotestamentarias. Nos
encontramos frente a un fenómeno de remitización llevado a cabo por la Iglesia antigua
que corre el peligro de ahogar, bajo la anécdota y lo maravilloso, el sentido auténtico de
la victoria de Cristo sobre la muerte. Este fenómeno invita a comparar los datos
escriturísticos con los patrísticos a fin de mostrar que una de las funciones de la
teología, en su voluntad de fidelidad a la Escritura, es la de criticar las representaciones
que se dan de la fe, a fin de deducir su sentido práctico. La teología tiende así a evitar
que lo sobreañadido a la Escritura llegue a ser un obstáculo para la buena comprensión
de la palabra evangélica. Se trata de devolver al mito su valor, si es verdad que ciertos
datos religiosos no pueden ser expresados de otra manera.
La forma que reviste para el hombre esta proximidad con Dios es indescriptible, ya que
nadie ha visto nunca a Dios. La muerte es real y destruye la dimensión histórica y
geográfica que posibilita nuestro lenguaje; al utilizar representaciones judías el NT deja
ya de hablar del más allá en los términos de aquí abajo. Pero al hacer esto no obliga a
CHRISTIAN DUQUOC, O.P.
rechazar todo razonamiento sobre el más allá, sino que exige que tal razonamiento se
refiera a la significación humana y actual del más allá para el aquí abajo. Hay que
relegar al olvido el lenguaje cosmológico del judaísmo y de los Padres; únicamente un
lenguaje antropológico se adapta a este nuevo estilo. El infierno no es ya un dato
cosmológico, sino una posibilidad del hombre en su relación con Dios, posibilidad que
se realiza en el aquí abajo.
Dar una significación antropológica a las realidades del más allá no obliga a adoptar
respecto a él un lenguaje racional, pues ningún lenguaje directo puede captar esta
posibilidad del hombre: es necesario un rodeo en el que esta posibilidad no puede ser
más que evocada. Ahí está para testimoniarlo la ambigüedad de la palabra "infierno" en
el NT: el infierno es la estancia de los muertos, pero tiende también a hacerse signo de
la segunda muerte, consecuencia de la obstinación en el alejamiento de Dios. Esta
ambigüedad no carece de sentido. El hombre no es dueño de su vida, es un soplo que
pasa, una hierba que se marchita. La muerte, como un monstruo devorador, engulle al
hombre que no es dueño de los infiernos porque no es dueño de la vida. La muerte es un
poder invencible, pues nadie que desciende al sheol vuelve a salir de él. El judío
piadoso gritaba a Dios para que le librase de este abismo, pero su plegaria no era
acogida e iba a incorporarse a las sombras del sheol, concebido como una prisión. La
condición humana es también una condición para la muerte; sólo un acto de esperanza
en el Dios vivo puede afrontar lo que es irremediable.
Así, descender a los infiernos es probar hasta la saciedad el abandono del Dios vivo. La
representación cosmológica asociaba el mundo a este abandono del hombre y,
traduciendo en términos cósmicos esta posibilidad de abandono, la dominaba -en cierta
manera- haciéndola familiar, pues se entretenía en describirla a la manera del poeta que
domina su angustia expresándola. El NT, desmitizando las representaciones
cosmológicas, atestigua que sólo la experiencia del abandono del justo por Dios, de
Cristo en la cruz, sugiere la medida de este abandono. Pero como ningún lenguaje
racional podrá jamás describir esta experiencia, es necesario recurrir a las imágenes y,
por último, al mito.
como producto es igual de ambiguo que el mundo como naturaleza. Percibirlo como
amenaza es estar ya bajo su dominación. Los inflemos representan míticamente la
incapacidad humana de dominar definitivamente el destino. Sin embargo, Cristo ha
vencido al destino.
"La historia está llena de ruido y de furor: una historia de locos contada por un loco".
Así expresa Shakespeare la iragicidad de la historia colectiva. Las cosas marchan de tal
manera que los pueblos y sus jefes son prisioneros de unas decisiones cuyas
consecuencias nunca previeron. Se está prisionero de una situación; el engranaje
histórico se hace irremediable. Sin embargo, Cristo atestigua que no existe destino
irremediable, que los demonios de los que somos esclavos son nuestros propios
demonios y que el poder del destino es el signo de nuestra irresponsabilidad colectiva.
Descender a los inflemos para vencerles es mostrar que no hay ningún destino que el
hombre no pueda forzar. La esperanza cristiana es lo opuesto de la sumisión al destino y
toma su origen en el acto por el que Cristo afrontó el destino de la muerte.
Conclusión
Si el cristiano confesase tan sólo la vida actual de Jesucristo faltaría a esta confesión la
expresión de nuestra condición, La vida actual de Cristo es la nuestra en el sentido de
que es una vida que ha sobrepasado el destino. No hay infierno que no sea efecto de la
acción del hombre; el infierno irremediable es tan sólo aquel que el hombre quiere como
irremediable. Es nuestra historia la que está evocada en esta fórmula dogmática. Dice:
lo que ha afrontado el hombre Jesús nosotros lo afrontamos a partir de su victoria y por
consiguiente en la esperanza.
Que Jesús haya descendido a los infiernos para ascender de ellos marca el espacio libre
dado a la acción del hombre. La Tradición cristiana ha unido siempre muerte y pecado;
este lazo dice algo fundamental: la muerte no es exterior a la libertad, El destino es
CHRISTIAN DUQUOC, O.P.
forjado por el hombre mismo, toda lucha contra el infierno es una subida de los
infiernos. En Jesús es la humanidad total la que está incluida en este movimiento
ascendente de liberación. Cuando la muerte sea vencida Jesús entregará el Reino al
Padre. Pero, mientras tanto, la humanidad no cesa de descender a los inflemos y, por la
gracia de Cristo, subir de ellos. La esperanza cristiana es la traducción práctica de la
afirmación de nuestro Credo: Cristo ha descendido a los infiernos y ha resucitado.
DIOS EN LA REVOLUCIÓN
Reflexionar sobre la revolución es extremadamente difícil. Y es que se trata de un
concepto ambiguo que raramente pronunciamos sin asociar a él una carga afectiva,
con frecuencia inevitable, pero casi siempre ajena a su sentido verdadero y originario:
transformación de los fundamentos mismos de un sistema. A los cristianos esta
reflexión se nos hace muy difícil. Sin embargo, la fidelidad a la historia propia de
nuestra fe nos la exige. Pero además esta exigencia es hoy urgente. Prueba de ello es el
hecho de que católicos y protestantes, independientemente, se han sentido obligados a
correr el riesgo de esta reflexión. En el número anterior de SELECCIONES DE
TEOLOGÍA ofrecimos el trabajo del P. Díez-Alegría sobre el tema. Parece, pues,
honesto presentar ahora las reflexiones del teólogo protestante Jürgen Moltmann,
conocido interlocutor del marxista Bloch. Estas reflexiones fueron pronunciadas en la
conferencia de apertura del Congreso Mundial de Estudiantes Cristianos celebrada en
Turkú (22-31 de julio de 1968); ello puede explicar el carácter radical de algunas de
ellas.
Desde Vietnam y Cuba, desde las luchas raciales en Estados Unidos y desde las
protestas estudiantiles en Europa Occidental y Oriental la palabra revolución se ha
convertido en un tópico. Sin embargo, la conciencia del hombre no acaba de hacerse a
la situación que se quiere significar con esta palabra; esto es verdad especialmente
tratándose de los cristianos.
ahora. Pero esta formación es ya insuficiente. Hoy se requieren universidades que creen
una conciencia crítica y políticamente responsable en la misma formación cie ntífica. En
las manifestaciones de los estudiantes se expresa una protesta de la "razón política"
contra la "razón solamente técnica", de la "razón moral" contra la "razón instrumental
libre de valores". Las ciencias deben estar al servicio de la realización de la humanidad
y dejar de ser las servidoras de una sociedad que no sabe aprovechar sus posibilidades
humanas.
En esta situación nos encontramos hoy. Si se dan hoy posibilidades de acabar con el
hambre de la humanidad, de controlar la superpoblación, ¿no habrá que cambiar desde
sus mismos fundamentos los sistemas que impiden la realización de estas posibilidades?
La situación actual es revolucionaria porque el futuro es vivido como posibilidad de una
realización de la humanidad que no puede ser llevada a cabo con las instituciones del
presente. Y como la ciencia, la técnica, la cultura siguen ofreciendo de un modo
progresivo nuevas posibilidades, al tiempo que la "razón política" no progresa en la
misma proporción, resulta que nos adentramos en una historia cuyo carácter
revolucionario va en aumento. En todos los ámbitos de la vida hay un "partido del
miedo" y un "partido de la esperanza". ¿A cuá l de ellos pertenecemos? Ésta es la
cuestión que se nos formula a cada uno.
Esta historia revolucionaria tiende a la totalidad, a abarcar todos los ámbitos de la vida,
desde los económico-sociales a los morales-espirituales. Y tiene asimismo la tendencia
a la permanencia, no se trata de una situación transitoria: es algo más. La revolución, en
adelante, será una estructura inmanente a la misma historia, que será vivenciada como
revolución.
En primer lugar se debe decir que es muy cuestionable hablar de una teología de la
revolución, mientras no se llegue a una revolución en la teología. La Iglesia y los
cristianos no tienen ningún derecho a hablar teológicamente de la revolución en el
mundo, si no comienzan con una reforma interna que llegue a sus mismos fundamentos.
Sólo si luchamos contra la alienación religiosa que nosotros mismos extendemos
tendrán nuestros hechos y palabras garantía frente a la alienación económica de los
hombres. Poco podemos decir sobre la "nueva tierra" si antes no comprendemos que el
cielo de la religión se ha hecho ya viejo y represivo y que el hombre necesita hoy un
nuevo cielo.
En todas las partes del mundo nos encontramos hoy con un cristianismo cuya verdad y
cuya identidad consigo mismo han sido puestas en cuestión. Muchos abandonan las
Iglesias porque están convencidos de que sólo pueden vivir su fe cristiana en solidaridad
con los oprimidos. Más aún, algunos abandonan incluso el cristianismo porque creen
que la fe cristiana ha perdido su fuerza movilizadora en la historia, su capacidad de
hacer hombres nuevos. ¿Ha llegado el momento en que las Iglesias han de dar paso a un
cristianismo no-eclesial?, ¿el fin del cristianismo coincide con el fin del dominio de
Europa en el mundo y con el de la era pre- industrial?, ¿o podemos descubrir en el
cristianismo un potencial revolucionario inmanente a él mismo que sea capaz de
transformarse en praxis social? A esta cuestión decisiva tratamos de dar una respuesta
en estas líneas.
Esto supuesto, ¿cómo liberarnos de esa alienación religiosa y llegar a ser esos hombres
nuevos y libres que saben lo que quieren y lo que buscan?, ¿dónde está el "nuevo
cielo"?
La esperanza de los cristianos comprometidos radica en que la Iglesia puede ser de otro
modo. Descubren la discrepancia entre la realidad y las posibilidades no realizadas y en
su descubrimiento surge al mismo tiempo la esperanza. Pero con la esperanza, el dolor.
Estos cristianos sufren al ver que la fe en Dios está ligada a la angustia ante el futuro;
sufren ante el carácter represivo de la moral eclesial; ante la manipulación clerical y
autoritaria. Su esperanza y su dolor les lanza a la búsqueda. Buscan una fe que espere en
el futuro; desean una moral personal y responsable. Después de que la Iglesia ha
presentado al mundo durante tanto tiempo y parcialmente al Cristo celeste en la palabra,
el sacramento y la jerarquía, buscan una comunidad con el Hijo del hombre crucificado,
JÜRGEN MOLTMANN
que en los hambrientos, desnudos y encarcelados está a la espera de los hechos de los
justos.
Tesis tercera: La fe cristiana que vive en este presente revolucionario puede llegar a
un renacer a partir de la tradición mesiánico-escatológica de la esperanza.
Esta orientación hacia el futuro libre y nuevo ha provocado una aguda crisis en las
representaciones religiosas a las que estábamos habituados y es el punto de partida de la
moderna crítica de la religión. Por esto, la fe en un Dios "del más allá" y el vínculo a un
pasado se sienten impotentes en el mundo moderno. Ante esta situación, la única
respuesta posible del cristianismo es la toma de conciencia de su propia -y con
frecuencia reprimida- esperanza profética.
Israel abandonó el dios-sol de los egipcios y con el nuevo Dios Yahvé se liberó de la
servidumbre religiosa y política; Yahvé era el Dios de la promesa y del éxodo, de la
esperanza en el Reino, el Dios "ante nosotros" y "hacia delante". El éxodo fue un
acontecimiento religioso-político de liberación y hoy sigue siendo símbolo de futuras
liberaciones.
Los cristianos son los que "tienen una esperanza" (Ef 2,12; 1 Tes 4,13). Para ellos el
Cristo crucificado, anunciador del reino de la libertad, es símbolo de la crucifixión del
mundo y del comienzo de una nueva creación. Por esto, los creyentes no aceptan la
sumisión al destino y a los poderes extraños y anuncian el Dios que ha de venir y su
Cristo, que acabará con el sufrimiento de toda criatura.
JÜRGEN MOLTMANN
Pero este nuevo futuro no es sólo algo que aguardamos y que de ninguna manera está
presente ya. Por el contrario, se nos anticipa y se nos hace actual en la historia: en
primer lugar, en Cristo y su resurrección, personificación del futuro de libertad y vida,
promesa de los oprimidos y de los muertos. Después, en la "misión" de la Palabra del
evangelio, que perdona a los pecadores, jus tifica a los impíos y otorga la esperanza a los
olvidados; en la "misión" del "nuevo Pueblo de Dios" en Cristo, signo ante los hombres
de la nueva humanidad; en la nueva obediencia en el espíritu de los creyentes,
anticipación de la futura libertad ante los poderes de este mundo. Por fin, en el "nuevo
cielo y en la nueva tierra, donde habita la justicia", es decir, donde la presencia de Cristo
purifica al cielo de los mitos religiosos y libera a la tierra del dolor, de la desesperación
y de la muerte angustiosa.
En esta tradición nos encontramos, pues, con una fe que unifica inseparablemente el
nuevo futuro, la presencia de Dios y la libertad de la creatura. Una tradición que la
misma historia ha roto y falseado repetidas veces con mitos religiosos y falsas
promesas, pero que si la revitalizamos críticamente constituye el único núcleo -yo no
conozco otro- desde el que ha de brotar el renacer de la fe en el momento presente.
El lenguaje escatológico cristiano da hoy la impresión de mítico. Por esto debe dejar de
ser una elucubración que nos proyecte en el "más allá" (no en el sentido verdadero de
trascendencia divina) y actualizar en la medida de lo posible el futuro esperado en la
historia presente. Y todo ello no sólo por acomodación al momento histórico actual,
sino por ser una exigencia de Jesús mismo, el cual no se contentó con anunciar el Reino
de Dios, sino que también lo "practicó" en el amor a los pecadores y a los publicanos.
Según el Evangelio de Juan, la verdad de Jesús "hace libres" y requiere ser "hecha". La
certeza que comunica la esperanza cristiana se hace práctica en la transformación del
mundo y del presente; esperando la transformación que viene de Dios, el cristiano se
transforma a sí mismo y a su mundo. Esto es posible y de esta posibilidad vive la fe
cristiana. Y la fe realiza esta posibilidad en la conversión, en el renacer a la esperanza
viva, en la nueva vida donde no hay otra vinculación que Dios. El Cristo de Dios, que
murió en este mundo y fue resucitado en el nuevo mundo de la justicia de Dios, es el
inicio de una corriente mesiánica de renovación en la historia. En Él se dio y se da no
sólo la liberación interior, sino también la reforma de las circunstancias terrenas. Para la
esperanza cristiana el mundo no es una sala de espera para el alma en su viaje al cielo;
es el campo de batalla por el nuevo mundo de la libertad. Con critica por una parte, con
acción y fantasía creadoras por otra, el cristianismo introduce en el mundo el futuro que
espera y lo convierte en iniciativa práctica al servicio de la superación de la miseria.
Tesis quinta: La Iglesia no es un tribunal celeste que juzga los conflictos del mundo.
En la lucha actual por la libertad y ¡ajusticia los cristianos deben tomar partido a favor
de los oprimidos.
Con todo, a los cristianos que defienden una toma de posición en la lucha política se les
debería plantear la cuestión: ¿no supone esta actitud una renuncia al amor universal de
Dios a todos los hombres? Yo creo que no. Más aún, el universalismo cristiano sólo
puede realizarse por la dialéctica de la toma de posición a favor de los oprimidos. Voy a
tratar de hacer ver esto. El fin de la Iglesia es representar ese "nuevo Pueblo de Dios"
del que se pueda decir: "Aquí no hay judíos ni gentiles, griegos ni bárbaros, señor ni
esclavo, hombre ni mujer -en lenguaje moderno: ni blancos ni negros, ni comunistas ni
JÜRGEN MOLTMANN
anticomunistas- pues todos ellos son uno en Cristo Jesús". En la comunidad de Cristo se
rompen las barreras que los hombres se ponen entre sí: las barreras de la religión, la
raza, la cultura, la clase social. Y en ese rompimiento precisamente se da a conocer
como la comunidad de Cristo. Una Iglesia constituida por las gentes más diversas, por
gentes que en otro tiempo fueron incluso enemigos, sería hoy el mayor signo de
autenticidad y de verdad. Por el contrario, iglesias regionales de clases o de razas serían,
en su misma estructura concreta, falsas y heréticas.
Pero el camino que conduce a esta comunidad universal es revolucionario. Dice Pablo:
"Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados. No hay muchos sabios según la carne,
ni muchos poderosos, ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien lo necio del
mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo para
confundir a lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no
es, para reducir a la nada lo que es ..." (1 Cor l,26-31). La comunidad de Cristo
crucificado es la de los "pequeños" y humildes, la de los que tienen sed de justicia y no
se autojustifican. El amor de Dios y la humanidad de Cristo han tomado partido a favor
de los fatigados y llenos de cargas, de los oprimidos y ofendidos. Pero, ¿cómo puede
convertirse esto en un camino hacia esa nueva comunidad de la que acabamos de hablar
y en la que las barreras entre los hombres caen destruidas por el amor?
Luther King organizó el movimiento a favor de los negros en contra del racismo blanco
y capitalista de su país. Sin embargo, nunca olvidó que los blancos también estaban
necesitados de una liberación, de la liberación de su propio orgullo. Su actitud no era la
de la venganza, sino que buscaba la redención de negros y blancos de su reciproca
alienación racista.
De este modo la toma de partido de los cristianos a favor de los "condenados de este
mundo" es un camino para la redención de condenados y condenadores. Sólo a través de
esta dialéctica se hará realidad el universalismo del Crucificado.
Es claro que la transformación de las estructuras de poder sólo es posible por el empleo
de la fuerza. El único problema es que el empleo de esta fuerza ha de ser y estar
justificado. De lo contrario, es la violencia por la violencia. La aplicación de ésta en la
revolución ha de legitimarse por los fines humanos de esta revolución. De no ser así, la
violencia revolucionaria carece de sentido. Es cierto que un futuro revolucionario que
no ponga a su servicio todos los medios posibles es poco digno de fe y ofrece pocas
garantías de realización, pero no es menos verdad que el empleo de unos medios
JÜRGEN MOLTMANN
Una revolución a favor de un futuro mejor y más humano no debe realizarse según el
esquema y los medios propios del "viejo" mundo que se trata de superar. A la fuerza y
la violencia sólo se les puede responder con las mismas armas cuando se es consciente
de la limitación de esos medios y éstos están informados por los fines humanos que se
pretenden. El que hace suya la ley del enemigo no es aún el hombre nuevo. Cualquier
medio puede ser justo, pero en todo caso ha de ser utilizado "de otra manera" y estar
informado por un espíritu mejor que el del enemigo, para así confundir a éste.
Tesis séptima: La presencia (le los cristianos en las revoluciones puede ser la causa de
que estas revoluciones sean liberadas de la coacción y justificación por la ley.
Esta tesis no es un indicativo, trata sólo de expresar una esperanza. Las revoluciones
tienen la inclinación, comprensible pero lamentable, a dejarse dominar por un
moralismo que juzga como bueno todo lo que en ellas acontece mientras considera
como malo todo lo que hay en los enemigos. No es que desaparezca por completo el
espíritu de autocrítica, pero éste no llega siempre adonde debería llegar; a veces uno
olvida que cualquier situación humana, por "buena" que sea, es siempre ambigua. Con
frecuencia los revolucionarios se olvidan de reírse de si mismos, de distanciarse de sus
propias acciones y actitudes para ponerlas en cuestión; aparecen como esos viejos
puritanos que se lo toman todo "terriblemente en serio". Pero de los cristianos, que
creen en la presencia de Dios en medio de la revolución, yo esperaría que riesen,
bailasen y cantasen como los primeros liberados de la creación. Una revolución puede,
incluso si acaba en martirio, parecer una marcha festiva de liberados. Entonces la
revolución se trasciende a si misma. Jesús no era ningún "zelota" ni ningún "predicador
penitencial" como Juan Bautista. Se le llamaba "comedor y bebedor" y sus discípulos no
ayunaban. ¿No suena esto un poco a cosa de locos?, ¿tenemo s tiempo en la revolución
precisamente para esto? A los puritanos de hoy, como a los ciudadanos del mundo
antiguo, esto les parecerá un escándalo. Pero pienso que la revolución puede redimirse
así de la coacción de la ley y de las buenas obras, de su propia autojustificación.
La fe en Dios nos hace libres para la acción revolucionaria y esta fe nos ha de hacer
también libres de la coacción de la acción revolucionaria, que busca la justificación en
si misma. Los cristianos serán también en la revolución unos "tipos extraños". La aman,
JÜRGEN MOLTMANN
pero se ríen de ella, porque son los mensajeros de una revolución mayor que suprime
unas contradicciones muy distintas de las que trata de abolir esta revolución terrena. La
acción humana justa que transforma el mundo corresponde a la acción justa de Dios en
el mundo, pero sin embargo permanece siempre remitida a la superación de este mundo
por Dios y necesitado de ella. El amor transformador y revolucionario ha de descansar
sobre la esperanza que trasciende el mundo. Existe como una mística de la alegría,
basada en la presencia de Dios, que es un momento interno de la iniciativa concreta y
práctica de la fe en favor del futuro del mundo.
Notas:
1
Para valorar esta tesis puede servir de ayuda al lector el articulo aparecido en
SELECCIONES DE TEOLOGÍA 27, vol. 7 (1968) 265-275: «El principio del doble
efecto como norma universal de la moral» de P. Knauer (N. del T.).
2
El texto de la versión castellana ha sido tomado de la revista «Cuadernos para el
diálogo» 63, diciembre 1968, pp 31-34, a la que manifestamos nuestro agradecimiento
(N. del E.).
Desde que Juan XXIII dispuso la revisión del Código de Derecho Canónico, se ha
manifestado repetidas veces el deseo de tener en la Iglesia una «Ley Constitucional»
que defina la estructura fundamental jurídica de la Iglesia y establezca los deberes y
derechos de los miembros del Pueblo de Dios. Que un canonista se haya adelantado a
elaborar esa especie de «Constitución» sin poseer los datos necesarios del exegeta, del
historiador y del dogmático, quizá no obedezca a simple impaciencia del jurista, que ha
de mantenerse siempre en los límites de su competencia, sino a descuido o pereza de
parte del teólogo. Por todo ello, el autor presenta modestamente su trabajo como
sugerencia no apodíctica, como camino entrevisto en el que muchas cosas «parecen
utopía». Pero el trabajo del profesor de Tilbingen desempeñaría una gran misión si
sirviera para que dogmáticos, exegetas e historiadores de la Iglesia pusieran en
marcha esa reflexión sobre la estructura y funciones de la Iglesia, cuya necesidad tanto
se hace sentir hoy.
Eine Verfassung für die Freiheit, Word und Wahrheit, 23 (1968) 387-400
Teológicamente se han de tener en cuenta las más diversas opiniones. Se teme que -bajo
la apelación al derecho divino- queden establecidas, de una vez para siempre, unas
estructuras muy condicionadas por el tiempo y comprometidas con una visión del
mundo y una filosofía del derecho muy determinadas. Otra opinión rechaza una ley
constitucional porque favorecería una inadmisible limitación del poder direccional de la
Iglesia, que no tiene obligación de rendir cuentas ante ningún hombre. Las ideas
constitucionales -piensan éstos- nacen de pensamientos antiautoritarios. Otros temen, no
sin fundamento, que tal ley reglamentaria todavía más toda la vida del cristiano y la
haría más juridicista.
Ante estas objeciones hay que tener en cuenta que no se trata de "crear" una "nueva"
constitución, sino más bien de ordenar sistemáticamente los principios fundamentales
ya existentes y las condiciones en las que se encuentra la Iglesia, y todo ello con la
ayuda de los nuevos conocimientos científicos. No se trata de limitar la libertad.
Los recelos contra una ley constitucional se fundan sólo en una falsa concepción de la
libertad como opuesta a la autoridad y enemiga de la obediencia. El peligro de un
juridicismo en la Iglesia o de una "mundanización" de su derecho puede subsanarse si
en la formulación de dicha ley se regula sólo aquello que viene exigido por un concepto
del orden bíblicamente fundado. Es importante también crear un espacio vital para los
carismas libres y la responsabilidad personal. La libertad cristiana debe reafirmarse en
la Iglesia incluso en la vida diaria. Pero no se puede olvidar que sólo sobre la base del
derecho puede desarrollarse tal libertad.
"La época actual se diferencia fundamentalmente del pasado" (M. Planck) y, por tanto,
incluso en el campo religioso-eclesial, las circunstancias ya no pueden ser valoradas a
base de conceptos superados. La concepción del derecho y sobre todo la actual praxis
del derecho ya no pueden seguir expresando la realidad de la Iglesia, pues no sirven
para su autocomprensión ni son adecuadas para la actual capacidad de comprensión de
los fieles. Un derecho que ya no es comprendido internamente por aquellos a quienes se
dirige, se ha convertido en la negación-del-derecho. Ya no sirve para nada, más aún,
estorba, deshace y destroza toda la autoridad que defiende, porque si no se comprende
no se puede seguir afirmando, ni puede reglamentar las circunstancias reales de los
fieles, ni la realidad de su vida. Este peligro para la Iglesia romana no es hoy pequeño, y
el "consuelo" de que "las puertas del infierno no prevalecerán contra ella" es un recurso
demasiado fácil para solucionar nuestro problema.
La Iglesia, que exige a las potencias del mundo el respeto y la dignidad del hombre,
debe enseñarles cómo esa libertad y dignidad debe ser asegurada y observada en el
ámbito del derecho. La Iglesia ha de manifestar en su orden y en su derecho que el
hombre ha sido llamado -por serlo a la filiación divina- a la libertad. Sólo así será digna
de fe. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que no se trata de acuñar el evangelio del
Reino venidero en el derecho de una organización que se entiende como este Reino de
Dios. No se trata tampoco de democratizar a la Iglesia a la manera de las democracias
civiles, ni de bautizar una democracia popular al estilo de un socialismo marxista. Se
trata únicamente de establecer un orden externo en la Iglesia -sin duda con
consecuencias para la actitud interna del cristiano- que corresponda a las circunstancias
en las que el cristiano de hoy debe vivir y conservar su fe. El hecho de que muchos
pueblos de Asia, África y Sudamérica estén aún para largo tiempo excluidos de estas
circunstancias no es razón alguna para que la Iglesia deje para más tarde una ordenación
JOHANNES NEUMANN
1) Por esto se deberá partir del hecho de que la Iglesia es el Pueblo de Dios llamado por
Cristo en el Espíritu Santo (LG 2,4), que tiene parte en la vocación profética, sacerdotal
y real de Cristo (LG 10, 11, 12) y que conducido por el Espíritu a través del amor
encuentra su unidad en Cristo (LG 13).
2) A este Pueblo se le ha encargado ser signo que anuncia la salvación y prenda del
amor de Dios. La Iglesia, regalada constantemente con nuevos dones del Espíritu Santo,
está sin embargo constituida y ordenada socialmente en este mundo (LG 8). Se
compone de múltiples iglesias particulares con sus propias tradiciones religiosas,
litúrgicas y disciplinares (Orientalium Ecclesiarum 2). Su pluralidad está, sin embargo,
aunada en el Amor del Hijo y a través de la fuerza del Espíritu por el "lazo de la
caridad". Está unificada ya que "el Padre de todos" está en todos y es activo en todos a
través de todos (Ef 4,46).
3) La fe que responde a la llamada del Señor es constitutiva para la Iglesia. Por esto se
debería decir en tal constitución que la Iglesia se fundamenta esencialmente en la fe y
en los sacramentos sólo eficaces en la fe. Espera hasta que "el Señor venga" y no tiene
en este mundo ningún "estado perma nente" (Heb 13, 14). Esta fe, orientada escato
JOHANNES NEUMANN
4) Si la Iglesia vuelve a entender así su misión -cosa que en todos los tiempos no ha
sido fácil para los discípulos del Señor- se sentirá apremiada a defender la dignidad
personal y la libertad de conciencia de todos los hombres - incluso de sus creyentes- y a
defenderlos con energía. Si consigue en este punto una posición desinteresada y sin
egoísmos podrá exigir también para si el poder predicar el mensaje del Reino de Dios
libre e independientemente de toda autoridad humana. Convendría que no se atribuyera
ciertas cualidades estatales, ni resaltara excesivamente su presencia -como institución-
en el ámbito político-humano: sus actitudes en este campo no han beneficiado
demasiado su misión.
EL MINISTERIO ECLESIAL
Es evidente que se han de romper estos estamentos, como ya en algunas partes la misma
jerarquía ha intentado. La ordenación eclesiástica -también a fines del segundo, milenio-
no podrá ni querrá prescindir de determinados "oficios" (Ámter). Pero ha de aprender
que el sacerdocio común de todos los fieles es la base en que descansa, de que vive y a
la que se remite toda particular designación para servir y dirigir (en episcopado,
presbiterado y diaconado). Puede darse como característico de la primitiva Iglesia el que
las decisiones sobre doctrina y disciplina, igual que sobre la realización de la liturgia,
eran consideradas como tarea de todos, o al menos de aquellos a quienes el Espíritu
colocaba en situación para ello. A la vez es característico de nuestra situación actual no
el que pensemos que la mayoría tiene siempre razón, pero sí el que experimentemos
como dañino que decisiones esenciales en la Iglesia y para la Iglesia provengan de uno
sólo o de unos pocos con la total exclusión de todos los demás. El hombre de la época
democrática quiere ser informado antes y hacer valer su opinión. Lo que el hombre
actual puede hacer en todos los demás problemas quiere poder hacerlo también como
cristiano en el ámbito de lo que concierne más profundamente a su existencia: el ámbito
de la fe y de la Iglesia. Esta exigencia, ¿es, en realidad, tan ilegitima?
El Vaticano II ha tenido en cuenta este deseo y por medio del re-descubierto principio
de "colegialidad" ha concedido a obispos, presbíteros y a todos los fieles un cierto
derecho al diálogo. Ciertas iglesias particulares han conseguido ya un verdadero avance
en su organización sinodal. Éstos son los caminos que debemos seguir si queremos que
el principio jerárquico sea en verdad y eficazmente completado por el de colegialidad.
¿No será ésta la principal dificultad de una constitución eclesial?, ¿no parecen estos dos
principios tan incompatibles como el fuego y el agua?, ¿no naufragarán todos los
intentos de "colegialización" ante una concepción de la jerarquía que se ampara en la
apelación a una ordenación divina? Estos intentos que tienden a ampliar la
responsabilidad eclesial, ¿no serán tachados de "revisionistas", democraticistas o
condescendientes con el "espíritu del tiempo"?
JOHANNES NEUMANN
La Iglesia, como comunidad compuesta de hombres, existe sólo en función de que los
hombres que la forman siguen en la fe la llamada de Dios. En este aspecto hay una
notable semejanza entre Iglesia y Estado, como instituciones jurídicas. También el
Estado necesita un real consentimiento interno. Necesita que su constitución no sólo sea
respetada por los ciudadanos pasivamente, sino afirmada positivamente. R. Smend
denomina "integración" a este complejo proceso de reconocimiento personal del Estado.
Integración es la vinculación viva entre realidad vital y orden, entre los aspectos social-
real y jurídico- ideal del Estado. En este sentido, la "in egración" se manifiesta como un
principio fundamental de la constitución, pues sin la actividad espiritual de los
ciudadanos, la constitución -y con ella el Estado concreto- se desmoronaría. Puesto que
el Estado no puede recurrir para su existencia a ninguna garantía externa, sólo será
conservado a través del fenómeno de la "integración", es decir, a través de la libre
afirmación de sus ciudadanos.
Esta doctrina de la "integración" tiene una profunda semejanza con la idea que la Iglesia
antigua se hacía del significado jurídico-constitucional de la "communio" 1 . Como
Pueblo de Dios y comunidad de creyentes la Iglesia no puede prescindir de la
permanente comunicación de todos sus miembros en el amor y en la fe. Así lo pensaba
la Iglesia primitiva y así lo recoge el Vaticano II. Sin la fe de los creyentes la Iglesia no
podría subsistir. De tal manera se concebía la "communio" como fuerza constitutiva de
la Iglesia que era inconcebible, en la Iglesia primitiva, que un obispo o una mayoría de
un concilio se sobrepusiese a las serias dudas de una no pequeña minoría. Cuando
ocurría algo parecido se rechazaban las decisiones así tomadas como no-canónicas. La
realidad que entiende Smend por "integración" ha sido, pues, la norma de existencia
desde antiguo en la Iglesia y sólo en el último siglo ha sido trastocada en favor de la
supremacía papal, de tal manera que en la práctica han sido cambiadas las funciones.
hombre pueda hoy dar una adecuada respuesta a todos los problemas con sólo el parecer
de unos pocos consejeros escogidos más o menos según su voluntad.
3) La elección del Papa -reservada en su día por buenas razones a un circulo reducido y
finalmente a un colegio de cardenales- debe ser nuevamente reglamentada, puesto que
ha venido a convertirse en un juego estéril al estar encargada a un gremio que sólo
consta de "creaturas" del papa. Pasamos por alto la discusión de si el colegio
cardenalicio y la dignidad de cardenal deben ser suprimidas o no. En todo caso, el
colegio electoral del Papa debe estar compuesto de tal modo que represente de verdad a
toda la Iglesia. Las posibilidades de alcanzar esta representación son, naturalmente,
diversas.
MINISTERIO Y ORDENACIÓN
Aunque no se puede pretender que cada presbítero o cada diácono sea ordenado para
una comunidad concreta, debería procurarse que el confiar a uno un ministerio
eclesiástico no dependiera exclusivamente -ni preferentemente- del hecho de estar
ordenado, sino de la capacitación personal para este preciso servicio. Con estos
presupuestos podría ocurrir que para un determinado servicio no se encontrara la
persona adecuada entre los ya ordenados o los ordenados para "este grado", pero que
esta persona se encontrase entre los no ordenados para este "grado" o para ningún otro.
En tal caso se debería pensar en la posibilidad de una ordenación "ad hoc", delimitando
naturalmente el uso legítimo de esta facultad. Finalmente no podría la Iglesia, en la
nueva constitución, evadir el cada vez más apremiante problema de la ordenación de las
mujeres. Si se entiende la ordenación según su esencia original no se podría oponer a
este problema ninguna seria dificultad teológica. Hay, en las actuales circunstancias, un
número cada vez mayor de tareas y servicios -en el campo de la pastoral femenina,
pastoral profesional, misiones, pastoral juvenil y de enfermos- que objetiva y
funcionalmente pueden ser ejercidos por mujeres mejor que por hombres. Se podría dar
JOHANNES NEUMANN
incluso la necesidad de que mujeres escogidas para estos servicios fuesen encargadas no
sólo de la administración de sacramentos y de la predicación de la Palabra, sino, dado el
caso, de la dirección de una determinada comunidad. Prescindiendo de la justificación
interna y de la necesidad objetiva, la Iglesia, obrando así, daría un paso que repercutiría
positivamente en su carácter de signo y que la beneficiaria en credibilidad.
Ciertamente, ni las nuevas leyes ni estos caminos aquí propuestos son ningún remedio
definitivo, pero ¿no es una realidad que la actual situación jurídica y la teología
subyacente ya no responden a los problemas actuales? Si queremos que el ministerio
eclesial y la vida de la Iglesia no sigan padeciendo las consecuencias, hemos de
manifestar claramente que las cosas no pueden seguir así. Nos encontramos ante un
dilema: o buscar nuevos caminos o dejar que la fatalidad siga su curso.
Una ley constitucional de la Iglesia quedaría incomp leta si no contase con la utópica
posibilidad de una unidad fundamental externa con aquellas Iglesias que hoy todavía se
llaman separadas. Si las posibilidades arriba indicadas, que en las circunstancias
actuales ciertamente pueden parecer utopía, se realizaran en algún que otro punto, no se
debería excluir la posibilidad de que las Iglesias de Oriente y Occidente pudieran estar
preparadas para integrarse jurídico-constitucionalmente en una Iglesia "católica" (es
decir, "ecuménica") estructurada de esta manera. Estas Iglesias deberían poder
conservar su propio culto (rito) y su propia disciplina interna. En caso de tal integración
las diversas Iglesias deberían poder conservar sus particularidades, salvaguardando las
normas mínimas fundamentales contenidas en la constitución. Podrían vivir como
comunidades autónomas dentro de la Iglesia universal con sus propias autoridades
(según el esquema de las Iglesias Unidas). Cabria también el que careciesen de una
organización propia y se "refundiesen" en una totalidad mayor, aunque entonces hubiera
que garantizar clara y jurídicamente el mantenimiento de sus tradiciones.
toda la "grey" del único Pastor y Señor Jesucristo bajo un "supremo pastor" terreno, sino
de integrar a todos en el único Pueblo del único Dios, de modo que desde todos los
confines de la tierra queden integrados todos los signos de una esperanza escatológica.
La constitución debería ofrecer el ámbito jurídico en el cual las Iglesias, como
posibilidades de una mayor verdad y realidad en Cristo, pudieran desarrollarse y vivir
como Pueblo de Dios.
En el lenguaje conciso de una ley se debería decir que el Pueblo de Dios está
fundamentado en la verdad revelada por Jesucristo, pero que en cuanto a su misión es,
en primer lugar, una comunidad de salvación, una comunidad de creyentes y obedientes
"que esperan" y no una institución mediadora de verdades ni de garantías o seguridades.
La comunidad que Cristo ha comprado con su Sangre no es un lugar de seguridad para
la existencia, sino una comunidad unida por la acción amorosa de Dios y el riesgo de
una fe, basada en su llamada.
Bajo estos presupuestos, una constitución eclesial no debería confundir "derecho" con
"seguridad", unidad con uniformidad, obediencia con irreflexión, responsabilidad con
pretensión de poder, realidad de Dios con un sistema filosófico.
Tal ley debería permanecer abierta a la Fuerza de Dios eficaz, sin quererla confinar en
compartimentos jurídicos. Debería garantizar el espacio vital necesario para poder
realizar la "libertad cristiana" en amor y confianza. Si esto fuese realmente lo que se
pretendiera, no sólo se debería "revisar" el reciente Código de Derecho Canónico de la
Iglesia latina, sino "reformar" desde sus fundamentos toda la concepción del derecho en
la Iglesia.
Notas:
1
El autor remite como prueba a las obras siguientes: L. Hertling, «communio und
Frimat», Una Sancta 17 (1962) 91-125, Freising (Alemania); y el trabajo de A. Drewing
en la obra editada por J. Neumann «Auf Hoffnung hin» (1964) 153-166.
2
Cfr Tübinger Theologische Quartalschrift, 149 (1969) n 2.
Ésta la lleva a cabo Ch. Duquoc – en el extracto que sigue a la presente condensación-
enfrentándose con la interpretación de esta fórmula dogmática que repetimos casi sin
entenderla: «descendió a los infiernos». La interpretación «desmitizadora» aparece
como la única que permite salvaguardar el verdadero sentido dogmático de esta
fórmula, que corre el riesgo de perder todo significado al ser afirmada sin ningún nexo
con nuestro mundoo cultural actual.
La descente du Christ aux enfers dans le Nouveau Testament, Lumière et Vie, 87 (1968)
5-29
Antiguo Testamento
Con la muerte deja de existir todo hombre. La carne se hace polvo y "el alma" se
convierte en "alma muerta", sin realidad consistente. Mientras subsisten los huesos, esta
alma -reducida a un estado de extrema debilidad- vaga como una sombra en la estancia
subterránea del sheol. El hombre ya no es nada y su alma, sin vida, entra en una especie
de letargo en el mundo subterráneo. El sheol es el lugar de las tinieblas, del olvido, del
silencio; reúne en su seno a todos los muertos, pobres y ricos, buenos y malos. No hay
sufrimiento ni alegría, ni retribución de ultratumba. E incluso aunque Dios tenga la
soberanía del sheol, las almas sin vida de los justos que lo habitan para siempre son
incapaces de alabarle. Descender a los infiernos es -en esta perspectiva- hacer la
experiencia de la muerte, perdiéndose en la inexistencia y en la nada. Es estar separado
de toda relación con los otros y con Dios, en ese lugar de la "ausencia" donde el mismo
justo no puede proseguir su íntimo diálogo con Dios. El descenso a los infiernos no
ofrece ningún contenido positivo; es una caída sin esperanza, el contra-valor por
excelencia.
En una época más tardía algunos textos del AT dejan entrever un resplandor de
esperanza: la vida de intimidad del justo con su Dios no puede ser interrumpida tan
brutalmente por la muerte. Si Dios "ha tomado consigo" a Henoc y Elías, ¿no podrá
arrancar a sus servidores de las redes del sheol y llevarles con Él a la gloria? Dios
vencerá a la muerte y hará salir a los justos fuera del sheol (Dan 12; 2 Mac 7,9). Aunque
todos permanecen sometidos al sheol, cuando llegue el tiempo señalado los justos
resucitarán y los pecadores permanecerán prisioneros en los infiernos. En estas
condiciones el descenso a los infiernos guarda todavía su carácter horrendo, pero para
CHARLES PERROT
El judaísmo inter-testamentario
Los autores de las apocalipsis no canónicas (Henoc, 4 Esdras, Baruc), precisan las ideas
sobre la vida de ultratumba y dan un contenido nuevo al tema del descenso a los
infiernos. Subrayemos los puntos esenciales de estos escritos que manifiestan un
profundo cambio respecto a la presentación del AT.
1) Los muertos no son considerados como "fantasmas" sin vida real, sino como "almas
o espíritus" que tienen una vida individual y una existencia personal, y por lo mismo
son todavía capaces de experimentar el placer y el sufrimiento, el remordimiento y la
alegría de estar con Dios.
2) Desde el momento de la muerte los espíritus son divididos en dos categorías: los
buenos y los malos; esta separación de orden moral encontrará su expresión plena en el
juicio final. El principio de la retribución de ultratumba es admitido por todos. La
muerte sella definitivamente el destino humano, sin esperanza de un cambio ulterior.
3) Cada autor apocalíptico tiene una visión propia del sheol expresada en el lenguaje del
mito e inarmonizable con la de los otros autores, con lo cual se enriquece el
pensamiento profundo de estos escritos. Las numerosas diferencias se polarizan en
torno a dos temas: la resurrección y el nuevo vocabulario. Bajo la idea de la
resurrección (rechazada totalmente por saduceos y samaritanos, referida sólo a los justos
por los fariseos) el sheol se convierte en el lugar del castigo eterno para los malos. Para
quienes aceptaban la resurrección general de buenos y malos, el sheol queda reducido a
un lugar de paso para todos los difuntos entre la muerte y la resurrección. El nuevo
vocabulario, por su parte, permitió caracterizar mejor el sheol en función del criterio
moral que divide, en adelante, a los difuntos en buenos y malos. Con todo, estos escritos
están lejos de concordar en este punto. Se recoge del AT la palabra "gehena" para
designar el lugar del castigo de los pecadores después de la muerte. Pero a veces es
presentado como un compartimiento del sheol, y otras veces puede designar también un
lugar diferente: el del castigo eterno después del juicio final. Paralelamente el paraíso
queda para unos como un compartimiento del sheol: el sheol de los justos en espera de
la resurrección; sin embargo, para otros es un lugar diferente: el lugar definitivo de las
delicias tanto antes como después del juicio final.
4) La antigua visión del sheol se hace más y más compleja y tiende a dividirse en
compartimientos especializados. Según 1 Henoc 22,2 las almas son repartidas en cuatro
cavidades antes del juicio final: en la primera están las almas de los justos, en la
segunda los pecadores que no han sufrido durante su vida el castigo de su pecado, en la
tercera los justos martirizados, en la cuarta los pecadores castigados ya durante su vida.
La palabra sheol se hace, así, muy ambigua y en ciertos casos "descender a los
infiernos" corresponde, finalmente, a "subir al paraíso". En esta ideología el descenso a
CHARLES PERROT
El Nuevo Testamento
Pero ¿qué ocurre con los espíritus de los difuntos entre la muerte y la resurrección? El
NT, en estrecha dependencia con las diversas ideas del judaísmo, nos da algunos
elementos para responder. El hades sigue siendo el lugar de estancia para todos los
muertos (Act 2, 27.31); es un lugar situado en las profundidades de la tierra (Mt 16,18;
Ap 1,8). Rom 10,7 habla del abismo considerado como el lugar de estancia de los
demonios, y Ap 20,13 habla del mar que guarda los ahogados. En Lc 16,19-31 el hades
parece dividido en lugares diferentes sin comunicación entre si: Epulón se halla en el
lugar de los tormentos y Lázaro en el seno de Abraham. Otras veces los justos están en
el tercer cielo, en ese sector del hades llamado paraíso (Lc 23,43; 2 Cor 12,4; Ap 2,7).
De ahí que el pensamiento neotestamentario referente a la suerte de los muertos antes de
la resurrección carezca de homogeneidad. La idea sigue siendo vaporosa y el
vocabulario incierto. Seria peligroso alinear todos estos datos imprecisos en la
perspectiva que se ha impuesto después en la tradición cristiana, pues ni el hades ni el
paraíso son el infierno ni el cielo de la teología posterior, ya que el NT coge del
judaísmo contemporáneo los temas y las expresiones características del lenguaje del
mito.
Es importante subrayar ahora cómo los autores del NT se han separado progresivamente
de estas antiguas ideas y han desmitizado conscientemente los datos heredados de la
tradición judía, limitando el empleo de palabras tales como hades, paraíso, gehena, en
provecho de un nue vo vocabulario que traspone esas categorías míticas en términos de
relación personal por o contra el Señor. Pablo, Juan y el Apocalipsis prefieren en lugar
de gehena expresiones como: la segunda muerte (Ap 20,6.14), la cólera de Dios (Jn
3,36; Rom 2,5; 5,9), la perdición (Rom 9,22), las tinieblas (Jn 12,46), estar arrojado o
separado de Cristo cuando llegue su venida (l Cor 9,27; Jn 15,2.6; 1 Jn 2,28) e incluso
en los Sinópticos la descripción hecha por Jesús de los tormentos de la gehena es
siempre muy sobria frente al barroquismo de las apocalipsis judías. La expresión
"paraíso" es todavía menos frecuente. Para situar a los justos en el más allá los autores
CHARLES PERROT
del NT utilizan una serie de imágenes -moradas eternas (Lc 16,9), Jerusalén celeste
(Hebr 12,22), bajo el altar celeste (Ap 6,9), delante del trono de Dios (Ap 7,9; 14,3)-
que muestran que los justos viven en la proximidad de Dios y unidos a Cristo (cfr 2 Cor
5,8; Flp 1,23). No insisten sobre un lugar, sino que designan a una persona. Cuando en
Le 23,43 Jesús declara al ladrón: "hoy estarás conmigo en el paraíso", define claramente
lo que en lo sucesivo será el paraíso para el cristiano: estar con Cristo. El acento de la
frase no recae sobre la representación mítica del paraíso -tomada de las apocalipsis
judías-, sino sobre la relación personal que une al fiel con su Salvador.
Analicemos ahora cada uno de los textos del NT susceptibles de apoyar la afirmación
del Credo sobre el descenso de Cristo a los infiernos.
1) "Lo mismo que Jonás estuvo en el vientre del monstruo marino tres días y tres
noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres
noches" (Mt 12,40).
Jesús rehúsa dar a los escribas otro signo que el de Jonás para justificar su autoridad.
Les ofrece tan sólo el contra-signo de su muerte cercana. Es probable que Mateo
considerase esta respuesta del Señor como un anuncio velado de la resurrección. A
ejemplo de Jonás, que saldrá del pez después de tres días, Jesús resucitará tras un corto
lapso de tiempo. El texto, sin mencionar explícitamente el descenso a los infiernos,
subraya la realidad de la muerte de Jesús y parece anunciar su próxima resurrección.
3) "Dios le resucitó librándole de los dolores del hades. Pues no era posible que fuera
retenido en su poder. Porque David dice de él: ... tú no abandonarás mi alma en el
hades y no permitirás a tu Santo experimentar la corrupción" (Act 2,24.27).
Pedro hace alusión, tan sólo, a la subida del hades, es decir, a la resurrección. Dios ha
librado a su Cristo de "los dolores del hades", expresión que está tomada del salmo 18,6
en los Setenta. El hebreo habla solamente de "lugares de la muerte". El hades es
comparado, en el salmo, a una mujer en los dolores del parto que deberá restituir los
muertos tenidos en su poder. El texto subraya la realidad de la muerte de Cristo, sobre
quien el hades no impondrá su poder; Cristo no conocerá la corrupción que sella la
dominación definitiva del hades, sino que resucitará victorioso de la muerte. El
Apocalipsis, para significar el poder y la victoria del Salvador sobre el hades en el
mismo momento de su muerte, dirá que Cristo detenta "la llave de la muerte y del
hades" (118). Su muerte manifestará que Él es "el Viviente" y la fuente de vida para
todos.
es cósmica, está en las alturas y en las profundidades. Pablo toma por su cuenta esta
argumentación judía y la aplica al caso de Cristo, "fin de la Ley". Cristo ha obrado ya
definitivamente la salvación por su venida al mundo y por su descenso-ascenso del
hades. Nuevo Moisés y nuevo Jonás, ejerce en adelante su soberanía sobre el mundo
entero, en las alturas y en las profundidades. Esta idea será utilizada especialmente en el
texto siguiente.
5) "A cada uno de nosotros le ha sido concedida la gracia a la medida del don de
Cristo. Por eso dice: "subiendo a la altura llevó cautivos y dio dones a los hombres".
¿Qué quiere decir "subió" sino que antes bajó a las regiones inferiores de la tierra?
Este que bajó es el mismo que subió por encima de los cielos para llenarlo todo" (Ef
4,7-10).
Pablo quiere demostrar que Cristo resucitado da a cada uno de los fieles dones
espirituales particulares. Para probarlo cita el salmo 68, 19 en cuyo texto hebreo se lee:
"tú has subido a la altura, capturando cautivos, y recibiste hombres como tributo, ¡oh
Dios!". El versículo se refiere al Dios del Sinaí que llega triunfante sobre la montaña
para recibir el homenaje de los vencidos. Pero Pablo -o más bien su fuente, un antiguo
himno cristiano- basándose en el targum arameo ("Tú has subido al firmamento, Moisés
profeta... has enseñado las palabras de la Ley, has dado dones a los hombres") que no
aplica el texto a Dios, sino a Moisés que ha subido a las alturas y ha dado la Ley a los
hombres, sustituye recibiste por dio dones. El autor cristiano aplicará ahora en todo su
sentido este versículo a Cristo, nuevo Moisés. Así como Moisés después de su subida ha
dado la Ley, así Cristo después de volver a subir a los cielos distribuye a los fieles los
dones de su Espíritu.
6) "Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecadores,
el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el Espíritu. En el Espíritu fue
también a predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les
esperaba la paciencia de Dios, en los días en que Noé construía el arca... Él (Cristo)
que habiendo ido al cielo está a la diestra de Dios, y al que están sometidos los ángeles,
las dominaciones y las potestades" (l Pe 3, 18-20.22).
En los versículos precedentes al texto citado Pedro invita a los fieles a saber sufrir
practicando el bien, como lo hacia el Salvador. Para valorar este ejemplo cita, muy
probablemente, un antiguo himno bautismal cristológico recordando la muerte y
resurrección de Cristo: muerto a causa de nuestros pecados, el justo por los injustos, a
fin de conducirnos a Dios. Su muerte expiatoria es causa de vida para los hombres. Pero
¿qué significa "Él se fue también a predicar a los espíritus encarcelados"?, ¿es una
alusión a la actividad salvadora de Cristo en su descenso a los infiernos? La mayoría de
los exegetas rechazan tal alusión. Según la interpretación tradicional Cristo, al morir,
entrega su espíritu al Padre, el cua l, incluso antes de la resurrección, se lo devuelve con
un aumento de poder. ¿Cómo no iba Cristo a aprovechar el plazo de su triduo sacro para
ir a manifestar su compasión a las "almas separadas" como la suya y a aportarles la
última posibilidad de salvación? Jesús, por tanto, descendiendo a la "prisión de los
espíritus", donde los buenos y los malos se encontraban reunidos, proclamó la
liberación de tal manera que todos fueron alcanzados por esta predicación de la
salvación. Así, el Salvador, entre la muerte y la resurrección, ejerce una acción
particular en el sheol donde los justos y los pecadores esperaban la salvación. Pero las
objeciones abundan contra esta interpretación. He aquí algunas:
a) El texto de 1 Pe habla tan sólo de una predicación de salvación a los pecadores más
endurecidos del AT, a la generación de Noé, impía por excelencia y que, según la
tradición judía, fue condenada y no tendrá ninguna participación en el mundo futuro. La
idea de una conversión de tales pecadores en el más allá parece, al menos, extraña; lo
que no significa que Dios, en el juicio final, no pueda ejercer sobre ellos su misericordia
y su paciencia atenuando sus sufrimientos (l Henoc 60,25).
c) Cristo resucitado "marchó allí (no dice descendió) a predicar a los espíritus en
prisión". Los espíritus de que se trata aquí no son los hombres desencarnados, sino los
ángeles caídos (cfr ángel en Heb l,14; Ap 1,4; Mt 10,1...). Siguiendo una tradición judía
muy extendida en la época de Jesús, la generación del diluvio estaba particularmente
corrompida, pues era el fruto de la unión ¡licita entre los hijos de Dios (ángeles) y los
hijos de los hombres. Según la misma tradición la generación fue justamente castigada y
los ángeles puestos en prisión. Pero los hijos de los ángeles continuaron, después del
diluvio, ejerciendo su acción corruptora sobre los hombres incitándoles a pecar. En las
apocalipsis judías ésta es una de las principales explicaciones del origen del mal y del
pecado en la tierra.
CHARLES PERROT
7) "(Los pecadores) darán cuenta a quien está dispuesto para juzgar a vivos y muertos.
Por eso hasta a los muertos se les ha anunciado la Buena Nueva, para que, condenados
en la carne según los hombres, vivan en espíritu según Dios" (l Pe 4,5-6).
Pero hay que confesar que esta explicación fuerza un poco el sentido natural de las
palabras y no se impone absolutamente; por eso no aceptaremos el sentido de muertos
espirituales, sino el de difuntos.
Hemos visto que en Rom 10,6 Pablo insiste en la universalidad de la salvación traída
por el resucitado. El Salvador, "fin de la Torá", es un nuevo Moisés y un nuevo Jonás.
Por su descenso y subida del hades queda sustituida la salvación que hasta entonces
dispensaba la Ley por la salvación definitiva y universal que trae en su persona. En Ef
4,8 Pablo afirma la soberanía universal del Salvador sobre el cosmos. Nuevo Moisés
ascendido y descendido, somete a los poderes y dispensa los nuevos dones del Espíritu.
CHARLES PERROT
Tal insistencia sobre este tema fundamental se explica bien por el contexto palestinense
de entonces. El judaísmo exaltaba, hasta lo más alto, la Torá y la salvación universal
que ella dispensa: todo hombre, judío o no, será juzgado según ella y ante ella todos
serán declarados responsables, incluso los muertos. El Apocalipsis siríaca de Baruc
(capítulo 59) dice que la luz eterna de la Torá brilla en las tinieblas anunciando a los
difuntos que habían permanecido fieles la recompensa y a los infieles el castigo. ¿No se
ve el paralelo entre esta luz de la Torá brillando en las tinieblas del sheol y la
evangelización de los difuntos por Jesús, nueva Torá? Jesús, nuevo Moisés y juez
universal, asegura en adelante el papel salvífico dado a la Torá ahora caduca. Su
muerte-resurrección trae consigo la salvación a todos, a los vivos y a los muertos. Su
muerte es fuente de vida para los difuntos (cfr Mt 27,52).
Conclusión
Recordemos primero que son raras las alusiones al descenso de Jesús a los infiernos y
numerosos, por el contrario, los textos del NT sobre la muerte del Salvador. En la
primera parte de este estudio vimos que el tema del descenso a los infiernos había
evolucionado en el curso del tiempo y se había depurado progresivamente. En el caso
particular del descenso de Jesús, la primera tradición cristiana ha ido, poco a poco,
eliminando de esa presentación su sabor mítico para centrar su pensamiento en la
muerte del Salvador y sus consecuencias salvíficas. Esta elaboración teológica está
enraizada en el medio judío y todos los intentos hechos a principios de siglo para
encontrar los pretendidos paralelos con los descensos a los infiernos de las religiones
paganas han sido vanos.
La significación de este tema es difícil de captar, pero la imagen del ascenso del hades
hace que cristalice en torno suyo todo un conjunto de temas teológicos que, como
múltiples facetas, reflejan la riqueza del hecho fundamental. Nuestro lenguaje de tipo
conceptual no puede abarcarla en una corta fórmula. En términos generales decimos, sin
embargo, que ilustra tanto la realidad de la muerte de Jesús como la realidad de su
resurrección.
Jesús ha descendido a los infiernos significa que ha conocido la muerte con todo su
horror; que la obra de la muerte, exceptuando la corrupción, ha alcanzado en Él su
punto límite. Él ha pagado el salario de nuestros pecados. Y aunque su muerte parezca
el signo mismo del fracaso - y ponga en cuestión toda su obra apostólica y hasta toda la
obra de la creación de la cual Él es la última palabra-, de este fracaso surgirá la victoria,
de suerte que el descenso de Jesús al hades no puede comprenderse más que en función
del ascenso del hades, como el anverso y el reverso de un mismo acontecimiento
fundamental. El sentido profundo del descenso a los infiernos, es la subida de los
infiernos, es decir, el triunfo de Cristo resucitado.
El ascenso del hades revela, además, todas las consecuencias salvíficas de la muerte-
resurrección del Señor: la victoria definitiva del Salvador sobre la muerte, el triunfo
CHARLES PERROT
sobre los poderes cósmicos que tienen al hombre bajo su yugo, la liberación de los
muertos en Cristo, la universalidad de la salvación traída por Jesús. El Salvador
resucitado domina los poderes angélicos en el cielo y en el infierno, y como nuevo
Moisés y nueva Torá dispensa a todos, e incluso a los muertos, la salvación universal.
Die Bedeutung der Väter für die Gegenwärtige Theologie, Tübinger Theologische
Quartalschrift, 148 (1968) 257-282
Quien intenta poner de relieve la importancia de los Santos Padres para la teología
actual tropieza inmediatamente con dificultades y contradicciones. El movimiento de
renovación que se despertó en la teología católica a partir de la primera guerra mundial
se definió como un "renacimiento", como una vuelta a las fuentes, que se querían leer
directamente en sus originales, y sin los anteojos del sistema escolástico. Las fuentes
redescubiertas fluían, como es natural, de la Escritura. Pero partiendo de la Escritura, en
la búsqueda de una nueva forma de trabajo teológico, se realizó el encuentro con los
Padres de los primeros tiempos de la Iglesia. Basta recordar los nombres de Odo Casel,
H. Rahner, Lubac, Daniélou, para encontrar una teología profundamente escriturística
precisamente por su conocimiento y proximidad a los Padres.
Pero la situación parece haber cambiado. Las necesidades y urgencias de nuestro tiempo
hacen que la mirada al pasado se convierta en un romanticismo que no tiene nada que
ver con nosotros. En lugar de un renacimiento buscamos un "aggiornamento".
Intentamos encararnos con el presente y el futuro para que la teología se haga eficaz y
operante. Los Padres están en un rincón del pasado y nos dejan la imp resión, con sus
exégesis alegóricas de la Escritura, de cosa ya superada.
Evidentemente admitimos la vuelta a las fuentes. Pero ¿por qué volver a los Padres?,
¿no basta la Escritura? A primera vista podría parecer que para el teólogo católico el
problema está ya resuelto. El Concilio Vaticano I, repitiendo al de Trento, afirmó que el
verdadero sentido de la Escritura hay que buscarlo en la Tradición de la Iglesia: "A la
Santa Madre Iglesia pertenece juzgar el verdadero sentido e interpretación de las
JOSEPH RATZINGER
Sagradas Escrituras; y, por tanto, a nadie le está permitido interpretar esta Sagrada
Escritura contra este sentido ni tampoco contra el sentimiento unánime de los Padres"
(D 3007; cfr. 1507). Un eco amortiguado de estas afirmaciones se encuentra en el
Vaticano 11. Después de haber recomendado el empleo de métodos críticos, la
Constitución del Verbum añade: "Puesto que la Sagrada Escritura hay que leerla e
interpretarla con el mismo Espíritu con que se escribió para sacar el sentido de los
textos sagrados, hay que atender no menos diligentemente al contenido y a la unidad de
toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la
analogía de la fe" (DV 12). Y en el capitulo sexto afirma: "La Esposa del Verbo
encarnado, es decir, la Iglesia, enseñada por el Espíritu Santo, se esfuerza en acercarse,
de día en día, a la más profunda inteligencia de las Sagradas Escrituras para alimentar
sin desfallecimiento a sus hijos con las divinas enseñanzas; por lo cual, fomenta
también convenientemente el estudio de los Santos Padres, tanto del Oriente como del
Occidente, y las sagradas liturgias" (DV 23).
Pero con estos textos, que parecen zanjar la cuestión, se agudiza el problema en vez de
solucionarse. El Vaticano II recomienda el método crítico y pide una exégesis inserta en
la Tradición. Con ello plantea un antagonismo, en cierto modo irreconciliable. La
exégesis patrística que recomienda el Concilio está dominada por la idea de unidad,
unidad que da Cristo, presente en toda la Escritura. La tarea critica, por el contrario,
consiste en la división. No busca el espíritu que unifica la diversidad, sino que trata de
descubrir los distintos hombres que contribuyeron, cada uno a su manera, a la formación
del conjunto. Su trabajo se apoya en aquello que los Padres llamaron "interpretación
carnal, a la manera de los judíos", labor comentada despectivamente por Jerónimo en
estos términos: "Si litteram sequimur, possumus et nos quoque nobis novum dogma
componer" (Adversus Lucif PL 23,182). El investigador crítico no puede admitir un
trabajo encuadrado previamente en una tradición dogmática. Esto seria lo más opuesto a
su método.
De aquí podemos sacar una primera consecuencia: la pregunta sobre la actualidad de los
Padres no queda resuelta con estos textos conciliares que los recomiendan como
intérpretes de la Escritura. Pues el binomio ciencia- fe, auctoritas-ratio, interpretación
patrística-interpretación crítica, que plantean dichos textos, ofrece más dificultad que
luz. Deberíamos matizar mucho las frases y llegaríamos a una conclusión decepcionante
sobre la importancia de los Padres en materia de exégesis.
Hemos visto que los Padres no significan gran cosa para una exégesis científica de la
Escritura. Pero tal vez su importancia radique en que son los testigos de la Tradición.
Veamos si es así.
Ante todo debemos aclarar qué se entiende en teología por Tradición y qué relación
tiene ésta con los Padres.
Existen diversas concepciones sobre la Tradición. Indiquemos las dos más importantes
actualmente. La primera podríamos resumirla en las ideas de Geiselmann. Según este
teólogo, la Tradición no es otra cosa que la presencia viva de la Escritura en la fe de la
Iglesia. Hay que desterrar la idea de un plus sobreañadido a la Escritura para
JOSEPH RATZINGER
Por lo tanto, tampoco a partir del concepto de Tradición, en cualquiera de estas dos
teorías, encontramos una solución al problema que nos ocupa. No solamente las
exigencias del método histórico-crítico en la interpretación de la Escritura, sino la
esencia misma de Tradición relegarían a los Padres a un papel secundario.
Esta apreciación de Lutero nos ilumina paradójicamente. Los Padres fueron en verdad
católicos, como el Reformador decía, en el sentido de que interpretaron en forma poco
"protestante" o paulina el Evangelio. Con ello se desvalorizan; ya no pueden ser
utilizados por ninguna de las dos partes en las controversias sobre la Escritura. Sin
embargo, siguen teniendo importancia para ambas, católica y reformada, pues entre el
catolicismo de un Agustín o un Cipriano y el de un Tomás o un Manning hay ciertas
JOSEPH RATZINGER
diferencias. Por esta dirección tenemos una pista para encontrar dónde radica la
verdadera importancia de los Padres.
Como ha criticado con acierto el his toriador protestante A. Benoit, no se les puede
seguir encuadrando en las clásicas notas: pureza u ortodoxia en la doctrina, santidad de
vida, aceptación o reconocimiento por parte de la Iglesia y "antigüedad", es decir,
pertenencia a los primeros siglos. De manera particular son discutibles los criterios de
ortodoxia y antigüedad. Aparte de que siempre resulta arbitrario poner un límite de
tiempo, la sobrevaloración de lo antiguo es una categoría mental mítica, propia del
platonismo. Para Platón los orígenes (arjaîoi), lo de otro tiempo (pálai), tienen singular
importancia puesto que "están más cerca de los dioses". Cuanto más lejos de los
orígenes, más depravado; la verdad, con el paso del tiempo y la lejanía de los
comienzos, se pervierte. Por el contrario, la teología cristiana debe tener como lema
programático aquella frase, dejada caer de paso en la regla benedictina: "A menudo
revela el Señor a los jóvenes qué es lo mejor". El cristiano no vive de una fe en un
pasado muerto, sino que cree en el Espíritu, siempre actual y nuevo en su continua
presencia.
Los Padres no son testigos de la fe porque tengan más años, porque sean "antiguos". El
hecho de que estén cercanos "temporalmente" al nacimiento del NT no quiere ya decir
sin más que lo estén "interiormente". Si su antigüedad tiene una cierta significación
teológica, no proviene del hecho mismo de haber vivido en años pasados, sino del
relieve que tuvieron en ellos, de la función que allí desempeñaron.
Sin excluir totalmente las cuatro características arriba citadas, pues cada una aporta un
rasgo no despreciable, digamos lo que nos parece definitivo en la figura de los Padres:
los Padres son los maestros de la Iglesia todavía unida. Éste es el verdadero criterio para
delimitar las fronteras patrísticas. Según esto, nos parece excesivamente artificial poner
los límites en el año 1054, como hace Benoit, y muy restringida la fecha del 451,
determinada por Studer. Es verdad que la disputa en torno al canon 28 del Concilio de
JOSEPH RATZINGER
Calcedonia señala la primera amenaza grave de división y que las consecuencias que
trajo fueron muy graves. Pero la unidad de la Iglesia continuó afirmándose todavía
muchos años, y sucesivos Concilios se esforzaron por no extremar los puntos de
fricción. El año 1054 tampoco nos parece fecha acertada. Lo acontecido entonces fue
sólo la expresión de algo que se venía arrastrando durante mucho tiempo. Hacía ya años
que Oriente y Occidente hablaban lenguajes completamente distintos, que sólo había
teologías particulares y que había dejado de existir una "teología ecuménica". Más bien
nos inclinamos a afirmar que el tiempo de los Padres termina con el corte que supone la
invasión de los bárbaros y del Islam. Como fechas más concretas podríamos destacar el
comienzo del Sacro Romano Imperio, con el cual el Papa se une al Occidente y se
quiebra definitivamente la antigua ecumene. A partir de entonces el Occidente comienza
a entenderse en una forma autónoma. Ha nacido la Edad Media. Nótese bien que con
ello hemos conseguido una delimitación de los Padres no sólo cronológica sino más
bien teológica.
Ya hemos dicho que la Escritura hay que leerla inevitablemente en el marco u horizonte
que forman unos determinados Padres que nos antecedieron. Escritura y Padres se
corresponden como pregunta y respuesta. Sólo porque la palabra (Wort) ha tenido una
respuesta (Antwort) es eficaz y permanece como palabra. La palabra necesita tanto al
que la dice como al que la escucha. Esto vale también para la Palabra de Dios. Es
verdad que, en este caso, la Palabra supera y trasciende todas las respuestas, que
permanece inagotable y que, por ello, la tarea de la teología y de la Iglesia nunca cesa ni
termina con las sistematizaciones teológicas alcanzadas en una época determinada. Pero
también es verdad que la Palabra de Dios no nos ha llegado sin el eco que produjo. No
la podemos leer pasando por alto las respuestas que ha recibido y que han llegado a
formar algo constitutivo de ella misma. Aun cuando rechacemos algunas de estas
respuestas no podemos negar que en general constituyen el horizonte en que
encontramos la Palabra. La forma histórica del cristianismo seria indudablemente otra si
la respuesta de la fe de los primeros tiempos no se hubiera desarrollado en el ámbito
greco-romano, sino en el semitaoriental. Evidentemente que esto ensancha las
posibilidades de la misión, en vez de restringirlas, pues nos hace concebir otras
respuestas como igualmente válidas. Pero no podemos negar como un hecho dado,
imposible de suprimir, la realidad e influencia de las primeras respuestas que dieron a la
Palabra su forma histórica.
Concreciones históricas
d) Los Padres concibieron la fe como una filosofía, no porque pensaran que se podía
llegar a ella racionalmente, sino porque apreciaron la responsabilidad intelectual que la
fe lleva consigo. Por ello hicieron ciencia teológica. Este apoyo en lo racional era el
presupuesto necesario para la supervivencia del cristianismo en el mundo antiguo y lo
sigue siendo para su continuidad hoy y mañana. Se ha criticado este "racionalismo" de
los Padres, pero cualquier intento de auténtica teología no ha conseguido liberarse de él.
Una prueba de ello es la monumental obra de Karl Barth. Su protesta radical contra todo
intento de fundamentación de la fe aparece junto al esfuerzo más fascinante y grandioso
por hallar una comprensión más honda de lo que Dios ha revelado. La teología debe el
JOSEPH RATZINGER
Conclusión
En estos cuatro apartados hemos señalado algunas razones por las que los Padres siguen
teniendo importancia para la teología actual. Podríamos indicar otros muchos aspectos.
Seria conveniente desarrollar el problema de la exé gesis patrística, la estructura de su
pensamiento, la unidad que en él se da entre Escritura, liturgia y teología... Seria
interesante reflexionar sobre un punto apenas insinuado: que no podemos poner la nada
entre la Biblia y nosotros, y olvidar que la Escritura nos llega a través de una historia,
sin quedar prisioneros de nuestro propio pensamiento. En la imposibilidad de tratar
todos estos puntos, terminemos con las palabras con las que A. Benoit concluye su
importante estudio sobre los Padres: "El patrólogo es el hombre que estudia los
primeros siglos de la Iglesia. Pero debe ser también el que prepara su futuro. Ésta es su
vocación". La dedicación estudiosa a los Padres no consiste en un trabajo de
catalogación, sumergidos en el museo del pasado. Los Padres son el pasado común de
todos los cristianos. En su reencuentro radica la esperanza del futuro de las Iglesias. Ahí
tenemos una de nuestras tareas actuales.
A propósito de la misa, por ejemplo, escribe Th. Sartory: "El misterio de la cena se
llama comunión... Esta cena fraternal no exige ni una iglesia ni una liturgia solemne. En
cambio, cuando no hay contacto de unos con otros, cuando no se produce un verdadero
encuentro mutuo, cuando no brota un diálogo... falta a la cena su elemento esencial".
Otros autores, como N. Greinacher, W. Gossmann y P. Brunner, se pronuncian también
en este mismo sentido.
Cabe preguntarse si nuestras ideas sobre los lugares, objetos, prácticas y personas
"sagrados" no estarán mediatizadas por las imágenes que ofrecen las religiones
precristianas. Seria un error, por ejemplo, considerar al sacerdote del NT simplemente a
partir de la fenomenología religiosa, viendo en él al hombre que se presenta ante Dios y
le habla sin intermediario, y cuya existencia -al estar ofrecida a Dios como sacrificio-
precisa un comportamiento sacral: celibato, etcétera. Si así fuera, "desacralizar" la
vocación sacerdotal sería -en opinión de F. Klostermann- cristianizarla.
El ataque fue lanzado con vigor por K. Ledergerberg; más recientemente Th. Sartory ha
propuesto "suprimir las fronteras de lo sagrado para reintegrarle el dominio de lo
profano". Y la "theologia publica" propugna una "inserción en el mundo presente" que
estaría fundada, según estos autores, en el pensamiento de Pablo.
Más profundos son todavía los deseos de aquellos que, partiendo de la Escritura, ponen
una distinción entre experiencia religiosa y fe. Algunos, siguiendo a los reformadores,
ven incluso una oposición entre la fe y la religión y proponen liberar a la fe -que se
traduciría eventualmente por un servicio al mundo- de todas las formas sacrales y
religiosas.
Los principios puestos por los reformadores, reasumidos con fuerza por la teología
evangélica moderna de P. Tillich, F. Gogarten y D. Bonhoeffer con su programa de
"interpretación no-religiosa de las ideas bíblicas", ha alcanzado su punto culminante en
la teología de la "muerte de Dios". Aunque es preciso recordar también el gran número
de personas, en todas las iglesias, preocupadas profundamente por el "porvenir de la fe
en un mundo secular".
Las afirmaciones del NT a este respecto son muy claras: la Iglesia primitiva que, con
gran originalidad y libertad, desarrolló formas nuevas, tomando muchos elementos de
los medios paganos y judíos, rehusó vigorosamente cualquier aportación del dominio
sacral, tanto del culto pagano -lo cual hubiera sido comprensible- como del culto judío.
Por otra parte, tampoco desarrolló ni un culto propio ni unas formas sacrales
específicas.
Para mostrar la anterior afirmación presentaremos, en primer lugar, esta situación "no-
sacral" y trataremos luego de discernir las razones de esta anti-sacralidad aparente.
HEINZ SCHÜRMANN
a) Escatologización: este nuevo uso de los términos hasta entonces sacrales no puede
llamarse "figurado"; al contrario, los cristianos primitivos entienden que obrando así
dan a los términos sacrales un sentido totalmente "propio". Y es que para ellos el culto
pagano y el culto del AT habían terminado ya, pues el culto escatológico anunciado por
los profetas desde Ezequiel se había convertido en una realidad. Se trata, por lo tanto, de
una verdadera " escatolocización" de las nociones sacrales.
HEINZ SCHÜRMANN
Se admite, generalmente, que la última cena de Jesús no fue tan sólo la primera misa ni
tampoco una mera cena de despedida irrepetible como tal. Lo importante es que en
aquella cena, el Señor instituyó la eucaristía y la legó al futuro.
HEINZ SCHÜRMANN
a) La acción de Jesús. Era costumbre en los festines judíos que el anfitrión, antes de
comenzar la comida, tomara en sus manos un trozo de pan blanco y, tras pronunciar una
bendición a la que todos los invitados respondían "amén", lo rompía y ofrecía un pedazo
a cada uno de los presentes. Igualmente, hacia el final de la comida, tomaba una copa de
vino, pronunciaba sobre ella una acción de gracias ya prefijada en su conjunto y la
bebía, indicando así que comenzaba el "symposium" o última parte del festín, dedicada
a la bebida. En el marco de estos dos gestos, Jesús introdujo un nuevo contenido: el
último don que Él legaba a los suyos.
Hay que notar que estos dos gestos eran peculiares, no de una cena normal, sino de un
banquete festivo. La acción de Jesús presenta, pues, el doble carácter de fiesta y de
institución. La Iglesia apostólica. mantuvo desde el comienzo el carácter festivo de la
eucaristía y reunió en uno solo, los dos gestos de Jesús descritos anteriormente. Además
reservó la celebración eucarística. a los "días del Señor", en que todos se reunían para la
"cena del Señor".
Ciertamente que unos invitados en torno a una mesa, en nada se parecen a una
"comunidad de culto". Ahora bien, los gestos que empleó Jesús para enmarcar su nuevo
don eran gestos estilizados, separados claramente de la cena misma, a la que prestaban
una atmósfera "religiosa". Por otra parte, el mismo festín judío tenía un carácter
marcadamente "religioso", determinado por el recuerdo de Yahvé y la gratitud a sus
dones. Este carácter era el resultado, no de una "religión", sino de una fe penetrada de
"memoria" y de reconocimiento. Era, por lo tanto, un "signo de fe".
Contrariamente al uso establecido, Jesús en la última cena ofreció la copa a "todos" los
presentes, tal como se hacía con el pan (Lc 22, 17). Las analogías judías no permiten
comprender este gesto más que como un deseo eficaz de bendición. Sin embargo, Jesús
explicó el sentido de esta bendición: se trataba de la salvación mesiánica que iba a
entrar en el mundo y en la historia gracias a su próxima muerte (Mc 14, 25). Comer el
pan y beber la copa significaron para los discípulos participar en esta salvación. Así lo
expresó el mismo Jesús: "Esto es mi Cuerpo entregado por vosotros; esta copa es, en mi
Sangre, la Nueva Alianza" (escatológica).
A partir de aquel momento los gestos "cuasi-sagrados" del festín judío se convirtieron
en acción simbólica, profética y eficaz a la vez. Por una parte, Jesús anuncia su muerte
en cruz "para la vida del cosmos" (Jn 6, 51); por otra, hace participar a sus invitados en
su martirio salvífico.
En primer lugar, la eucaristía es un memorial de la muerte del Señor (Lc 22. 19; 1 Cor
11, 24). En consecuencia, todos los "signos" cristianos deberán también anunciar su
muerte de alguna manera. Ahora bien, en su aspecto activo la muerte de Jesús fue la
renuncia a su vida en favor de la "multitud". En este sentido, todos los "signos"
cristianos deberán tener relación con cl servicio realizado en la vida corriente. Si
consideramos ahora su aspecto pasivo, vemos que la muerte de Jesús fue el juicio de
Dios, traduciéndose en el aniquilamiento y abandono de Jesús por parte de Dios (Mt 26,
46). Con este juicio acabó la historia y se abrió el mundo escatológico. Estos dos
aspectos, activo y pasivo, de la muerte del Señor deben aparecer en todo "signo"
cristiano.
a) El Señor está presente y se manifiesta a los suyos: La manifestación del Kyrios a los
suyos fue una aparición. Ellos lo "veían" en la fe. Así pues, el acontecimiento
fundamental y constitutivo de la Iglesia no fue la audición del resucitado, sino su
"visión" (1 Cor 15, 3ss). También para Pablo, el encuentro con Cristo fue esencialmente
una "visión". Y sie mpre que la fe retorna a su origen más profundo, se encuentra con
una "visión", aunque aquí en la tierra es siempre "como en un espejo", en espera de la
visión "cara a cara" (l Cor 13, 12).
Los cristianos estamos, pues, colocados en el Espíritu delante del Señor. En el Pneuma,
es decir en este clima de total abertura espiritual, se hace posible, no sólo una
"invocación del Kyrios", sino también una audición del Kyrios, que en todo tiempo
distribuye su palabra viviente en la comunidad. Muchas veces aparece en el NT esta
relación directa del creyente con Cristo (Jn 1, 14; 1, 51, 2, 11; Act 7, 56). En realidad, la
profusión de audiciones y visiones que nos presenta la era apostólica no es más que la
amplificación ocasional de lo que todo cristiano experimenta en la fe (Act 1, lss).
HEINZ SCHÜRMANN
Poseemos, por lo tanto, al Señor viviente entre nosotros (Act 1, 16). Él es el centro de la
Iglesia y del culto cristiano. Y si bien es verdad aquella palabra: "quien a vosotros
acoge, a mí me acoge" (Mt 10, 40), la actitud del creyente no puede reducirse a una
mera "solidaridad humana", ni el mensaje cristiano se limita a decir: "sed buenos los
unos con los otros".
Ciertamente, la venida del Señor es una fiesta. Lo fue durante su vida en la tierra (Lc 4,
18-21; 10, 23; 7, 22); lo será también el último día (Lc 12, 35-38; Mt 25, l-12).
Consiguientemente los objetos y los gestos que la señalan deben ser igualmente festivos.
En esta línea se explica. el esplendor desplegado en siglos anteriores por la liturgia.
Con todo, los "signos" del Señor deben también "anunciar su muerte". ¿Cómo
armonizar estos dos aspectos?
Los signos cristianos son tales, en cuanto expresan la muerte del Señor, su resurrección
escatológica y su presencia viviente entre nosotros. En esta perspectiva, ¿pueden
considerarse cristianas las experiencias religioso- naturales o las experiencias de lo
"sagrado"?
Ante todo, hay que afirmar que en cualquier asamblea cristiana, reunida en torno del
Señor por la fuerza. del Espíritu, actúan -de hecho- numerosas fuerzas "sagradas"
ambiguas, con la ambigüedad propia de todo lo "numinoso".
Por otra parte, ¿quién podrá afirmar que el Señor, que "pasó haciendo el bien y curando
a todos los que habían caído bajo el poder del demonio" (Act 10, 38), no puede en la
actualidad curar, purificar y poner a su servicio todas las "formas sagradas" naturales?
Consiguientemente, la celebración cristiana, que tiene al Señor por centro, puede buscar
también un lenguaje "sagrado" que le dé forma, según las características de cada época.
Para encontrar este lenguaje habrá que tener en cuenta dos principios:
En las reflexiones anteriores hemos visto que el NT opone un nue vo orden escatológico
de la vida al culto y al mundo "sagrados" del AT. Faltaría una discusión filosófico-
histórica sobre la noción de lo "sagrado".
Toda pastoral adaptada a nuestro mundo deberá, pues, aceptar al hombre actual tal y
como es. Y deberá sub rayar fuertemente que el mensaje cristiano no es ni el
descubrimiento ni la puesta en práctica de una experiencia "numinosa", sino una
"promesa de salvación" que debe ser recibida en la fe.
No es necesario ser "religioso" para ser creyente; pero sí es preciso que el hombre
permanezca abierto, en el fondo de su ser personal, a la posible respuesta -también
personal- a la Palabra de Dios. Esta abertura puede realizarse, evidentemente, en una
vida consciente de las propias responsabilidades y más aún en una actitud personal de
solidaridad humana.
"sagradas" naturales sólo pueden tener sentido como "signos de fe" si expresan a
nuestros contemporáneos la realidad de esta misma fe.
Conclusión
Son muchos los que consideran el matrimonio jurídico como una especie de panacea
que asegura a la mujer una situación de otro modo amenazada. Cuando una mujer,
dicen, queda legalmente sujeta a un hombre, todo está en orden: la institución jurídica
del matrimonio es necesaria, como garantía que asegura la supervivencia de la sociedad,
que domestica socialmente el Eros. Si verdaderamente hubo amor en la unión, en
adelante estará sometido a la imagen preestablecida que acaba por convertirlo en algo
banal fuera de todo contexto humano: el "matrimonio llamado burgués", sin alegría, sin
poesía, sin ilusión, que, por su solidez sociológica, libera de la lucha cotidiana por la
fidelidad a un "tú". Fácilmente, ante semejante manera de ver el matrimonio, viene a la
memoria la sentencia de Marx: "el matrimonio burgués es una prostitución legal".
Tal vez haya en todo esto un poco de exageración. Sin embargo, creemos que en el
fondo es excusable, cuando se observa que la fidelidad a la idea es para muchos más
importante que el reconocimiento real del "tú"; que, donde no existe este
reconocimiento, la pareja intenta hacer ver socialmente que sí existe; que una unión
iniciada en la libertad es para siempre indisoluble, aunque haya desaparecido el amor
que la motivó. Podrán discutir izquierdas y derechas la posibilidad -o imposibilidad- de
la disolución del matrimonio jurídico. Para unos el mero pensamiento que atente contra
él es revolucionario e inaceptable. Para otros es la realización libre del amor, que tiene
sentido en sí mismo y no necesita de la institución pues está íntimamente unido a la
libertad aunque la sociedad intente domesticarlo.
para la validez de una unión legal. La institución y el sacramento, por tanto, preceden al
amor humano definiendo su sentido y su fin.
Esta doctrina conduce naturalmente a una pastoral del matrimonio que no corresponde a
la experiencia vivida por numerosas parejas que no encuentran en esta superestructura
posibilidades para su mutua expansión o su búsqueda de Dios. En definitiva, el
matrimonio se considera más como un legalismo, una extrapolación biológica, que
como una ética de responsabilidad en la que el amor es fuente de fidelidad, de
delicadeza, de libertad. Una moral conyugal que se fundamente en la distinción de fines
primarios y secundarios difícilmente podrá tener en cuenta el sentido más profundo de
la unión de amor entre el hombre y la mujer. En esta perspectiva, nos alejamos de una
ética de la responsabilidad y no hay manera de superar el legalismo.
Más graves son las consecuencias en el caso de los católicos divorciados que se casan
de nuevo. La Iglesia parece querer usar la fuerza del Estado y de las leyes civiles,
creyendo que así podrá impedir más fácilmente el divorcio, y no presta tanta atención a
la fuerza interior de la fidelidad, de la auténtica experiencia amorosa. Se piensa que la
ley que permite el divorcio proclama la infidelidad como norma, cuando lo único que
pretende es tener en cuenta la posibilidad de que, una vez desaparecido el amor, pierda
significación la imposición externa. Ninguna ley podrá jamás paliar la falta de amor en
un matrimonio. Por esto mismo el papel de la Iglesia no tendría que ser tanto mantener
las leyes, cuanto procurar que éstas no fuesen necesarias. Pero dado que el matrimonio
está concebido como una ley, acaba refugiándose en el legalismo.
El Cantar de los Cantares presenta un caso que puede parecer extraño a esta mentalidad.
No hay en él ninguna mención de la procreación, a pesar de que se trata de un amor que
integra totalmente la sexualidad. La Revelación no parece favorable a la problemática
CHRISTIAN DUQUOC, O.P.
EL AMOR CONYUGAL
No puede describ irse el amor como una "idea" universal. No puede separarse el amor
conyugal de la expresión sexual si no quiere reducirse ésta a una función de la
"especie". La Biblia sitúa la diferenciación sexual en un contexto no precisamente
animal, sino de semejanza del hombre con Dios: "Dios creó al hombre a su imagen...
hombre y mujer los creó (Gén l,27). La significación de esta diferencia -hombre, mujer-
ha sido tema de numerosos estudios. Durante largo tiempo el pensamiento occidental
tuvo por desdeñable la diferenciación sexual: ésta no calificaba a la persona humana por
afectar solamente a su ser "animal". Imaginando que la dignidad del hombre está en la
razón, se llegaba a una "neutralidad sexual", aunque en el fondo se escondía una
identificación de lo humano con lo "masculino", pues sólo la mujer por su función
maternal -más próxima a la especie y más extraña a la razón y a la libertad- estaba
verdaderamente afectada por la sexualidad. De ahí el apelativo "débil" añadido al sexo
femenino, suficientemente ambiguo para indicar lo peyorativo de sus valores.
será verdadero amor. El "tú" se da en una presencia única: es una manera de existir que
no es sólo conciencia, sino conciencia encarnada. No puede separarse el "tú" de su
realidad corporal. El amor no pretende sobrepasar la alteridad, sino reconocer el "tú" en
su misma diferencia de manera de ser.
El cuerpo tiene, con todo, diversos sentidos. Puede ser objeto de estudios biológicos,
puede ser "carne", objeto de deseo, puede ser el lugar de la presencia total del tú amado.
Esta ambivalencia tiene que centrarse en la realidad total del "tú", en que su presencia es
dinámica y nunca accesible por completo. El pudor preservará la singularidad del
cuerpo y salvaguardará lo que es inexpresable. Cosificar el cuerpo no sería sino ne gar la
trascendencia del "tú", por si mismo inagotable. Hacer del cuerpo un objeto, un ser
animal, sería, por lo mismo, negarle su humanidad.
La unidad de cuerpo y espíritu por medio del amor, requiere sobre todo una constante
aceptación del "tú" en la vida cotidiana, exige madurez en la afectividad. De lo contrario
el intercambio sexual pierde su sentido, cae en la ambigüedad del deseo, no existe ya
aquella singularidad que expresa la elección de uno entre todos, que no se agota en el
instante mismo de la relación sexual sino que debe siempre suponer una presencia
duradera, una presencia sobre un fondo de ausencia. El amor tiende a la presencia total,
pero ésta es inagotable, va siempre más allá. El amor se hace promesa y se vive como
fidelidad. El instante de la unión, por el sentido de presencia que quiere expresar, se
proyecta hacia el pasado y hacia el futuro del ser amado. Tiene que asumir este riesgo.
Es un lazo con fuerza dinámica, que se empobrece con cualquier garantía exterior que
no sea la misma libertad que ama. La unión sexual intentando realizar esa presencia
total hace que se experimente la utopía de la misma: exige la aceptación de la libertad
del ser amado y, en el gozo del reconocimiento amoroso, hace que se experimente la
fragilidad de la condición humana. El amor se abre así a la "trascendencia": por su
intención de unirse totalmente a otro en lo singular, es paradójicamente experiencia
privilegiada de lo "universal".
El amor vivido entre el hombre y la mujer exige una dimensión social, no como ley
impuesta del exterior, sino en cuanto dinámica de reconocimiento singular en una
sociedad que es la expresión del deseo humano de universalidad. Por este hecho, ser
amado es ser reconocido como escogido y amado en la misma sociedad. Y la institución
del "matrimonio" es la forma como se visibiliza socialmente este amor. Pero el
reconocimiento social del amor no puede ser meramente jurídico, puesto que esta
misma visibilidad social no hará por sí misma moral una vida común en la que esté
ausente el amor. La esposa legítima no amada es un objeto, no un "tú" reconocido como
CHRISTIAN DUQUOC, O.P.
Por desgracia, es cosa cotidianamente verificada que entre el amor y la institución hay
una gran discordancia. La institución adquiere fuerza de ley y, a menudo, la apariencia
social importa mucho más que la autenticidad: se ha convertido en un imperativo sin
significación alguna; cualquier amor que no se acomoda a la norma social dominante es
maldito; se es fiel a la idea del matrimonio, no al ser amado. En una palabra: domina el
legalismo.
fue verdadero amor. Es decir, habrá ido en contra de lo mismo que pretendía conseguir.
Y no es éste un caso quimérico. Diariamente la práctica pastoral presenta ejemplos
parecidos. La discordancia entre el lazo vivido -el amor- y la institución jurídica puede
afectar al sacramento. Lo cual problematiza el actual rigor en la Iglesia latina, y hace
que nos preguntemos si está plenamente justificado.
Estos argumentos, con todo, no parecen situar al sacramento en la dinámica del designio
misericordioso de Dios. Al absolutizar la institución objetiva se ofrece, por así decir,
una coartada a quienes prefieren la seguridad de las instituciones establecidas a la
verdad del corazón. Es verdad que el sacramento testimonia siempre la fidelidad de
Dios, pero si no se sitúa en el contexto vivido de un amor real su indisolubilidad no es
más que una afirmación abstracta.
Hemos visto que la dimensión social del amor requiere una institución jurídica, que no
puede escapar a la ambivalencia de toda institución: lo que se manifiesta exteriormente
y lo que en realidad se vive. Por otra parte, hemos observado que el sentido del amor
humano no está ni proviene de la institución, sino del amor en si mismo. El sacramento
tiende a realizar la conciliación del desacuerdo que provoca la institución jurídica, pero
tampoco escapa a aquella ambivalencia en el momento en que la gracia se convierte en
condenación para aquellos que no viven el verdadero sentido de su unión. Todo esto
plantea un doble problema: ¿hay que relativizar el sentido del amor humano?, ¿es
preciso atenuar los efectos jurídicos de la institución sacramental?
Nunca se ha puesto en duda el sentido del matrimonio como fidelidad durante la vida,
fidelidad que es vivida como gracia en el sacramento. Pero la primitiva Iglesia supo
atender a la realidad: si este sentido del sacramento no tiene ninguna impronta en la vida
de los cónyuges resultará que, en el caso de prolongada infidelidad de uno de ellos, el
sacramento se convierte en "ley" y, lejos de conducir a descubrir los signos del amor de
Dios en la vida cotidiana, conduce a la desesperación. Si vivimos en el tiempo de la
misericordia, es inútil hacer pesar el yugo de la ley sobre aquellos que no pueden
soportarlo. La ley no debe ser condenación en el tiempo de la Nueva Alianza, sino
pedagogía. Lo cual no es indulgencia para con el adúltero, sino posibilidad de perdón,
CHRISTIAN DUQUOC, O.P.
anuncio de que por esta misericordia no faltará el amor de Dios en una nueva fidelidad
vivida realmente.
Un caso concreto, tal vez banal, pero doloroso, explicará mejor mi pensamiento. Un
hombre casado es abandonado por su mujer. Se casa de nuevo civilmente. Tiene varios
hijos. A los cuarenta y cinco años cae gravemente enfermo. Durante tres años su mujer
le cuida con verdadera abnegación y entrega, sosteniendo por sí misma la vida del
hogar. Finalmente muere, y el párroco le niega la sepultura religiosa porque era un
divorciado.
¿Quién había amado a este hombre, ante Dios, la esposa "legal" o la esposa "ilegítima"?,
¿un amor que llega hasta esta entrega puede ser simplemente negativo?, ¿no será un
posible signo del amor de Dios?, ¿la condescendencia de la primitiva Iglesia no estaría
más conforme con el Evangelio? Sin ninguna duda. Pero, ¿no habría aquí también un
peligro de atentar contra el sentido del sacramento? Creo que no, con ciertas
condiciones. La tolerancia que la Iglesia podría ejercer respecto a los divorciados que se
han vuelto a casar civilmente no debería tomar la forma de una reedición del
sacramento, a no ser que constase claramente la nulidad del primero. El sacramento
significa la fidelidad de Dios y ésta es indestructible. Repetir el sacramento podría poner
en peligro su propio sentido. En el caso de los divorciados es la misericordia la que debe
actuar. Y ésta queda justificada por la no-correspondencia que puede darse entre el
sacramento y la realidad. La misericordia toma en consideración el factor tiempo para
reconocer lo positivo de la nueva unión. Al legislador le corresponderá la labor de
establecer un derecho suficientemente suave, a fin de que puedan introducirse de nuevo
en la comunión de la Iglesia aquellos que, vueltos a casar civilmente, hayan dado
testimonio de una verdadera fidelidad.
Esta es ciertamente la palabra clave: fidelidad, temporalidad del amor. Por eso
reconocerá la Iglesia que introducir nuevamente en su comunión a los divorciados que
han vuelto a casarse no supone un antitestimonio; que la ética sexual no recibe su norma
moral sino de la durable reciprocidad; admitirá, en fin, que una unión nacida de
verdadero amor -testimoniado por una fidelidad duradera-, aunque no es
"sacramentalizable", en virtud del simbolismo del sacramento, no aleja, con todo, de
Dios, en virtud de su valor positivo.
Para que esto pueda llegar a ser realidad, evitando los abusos, la Iglesia tendría que
predicar ante todo los valores personales del matrimonio. Sólo así será posible practicar
un auténtico discernimiento y. favorecer la libertad de conciencia de tantas parejas que
CHRISTIAN DUQUOC, O.P.
Conclusión
Todo lo dicho podrá parecer quizás arriesgado. Pero la tolerancia no pone en peligro la
grandeza del matrimonio. Parte, sencillamente, de la consideración de que la institución
jurídica no es un fin, y de que el símbolo de la Alianza es la reciprocidad amorosa del
hombre y la mujer. Si todo verdadero amor hace visible el amor de Dios, y la palabra de
Cristo es palabra de gracia y no de condenación, el perdón del pecado que hasta ahora
parecía imperdonable no sólo no es un desprecio del sacramento, sino que cobra sentido
precisamente por el mismo sacramento ya que este amor tiende a ser símbolo del amor
de Dios. La práctica de la tolerancia no atenta, ni mucho menos, contra lo que es
fundamental en el dogma cristiano, pues el amor de Dios no deja nunca de ser gracia.
Notas:
1
Cfr. Concilium, 24 (1967) 107-127.
EUCARISTÍA Y MEMORIA
Eucharistie et mémoire, Nouvelle Revue Théologique, 90 (1968) 278-290
Ahora bien, ¿en qué consiste ese "reunirnos misteriosamente alrededor de la cruz"?
Ciertamente, el acontecimiento de la muerte de Cristo no puede arrancarse de su
contexto histórico: eso "sucedió" una vez por todas. Y dado que el acontecimiento no
puede venir a nosotros, nosotros sí podemos ir hacia él. Es aquí donde se inscribe el
papel de la memoria y su importancia en el misterio eucarístico. Pero, ¿no caeremos así
bajo los anatemas de Trento, que nos prohíbe reducir el sacrificio eucarístico a una mera
conmemoración? Creemos que no, porque intentaremos mostrar que en la misa la
acción de Cristo-sacerdote hace que nuestra memoria participe de la eternidad de Dios,
y que aquello que era simple evocación del pasado se convierta en auténtica presencia.
De este modo, quizás, entenderemos con mayor profundidad la fórmula tradicional que
ve en la misa "el memorial" de la pasión del Señor.
La condición temporal del hombre posee un aspecto negativo: con ello se nos dice que
el hombre está en perpetuo exilio, entregado a la multiplicidad del espacio y del tiempo:
el instante presente nace de la muerte del instante anterior. Constantemente el hombre se
ve despojado de aquello que le es más propio, de su misma vida: el pasado no resucita.
Pero hay algo en esa misma temporalidad que sobrenada y pervive y que llega a la
conciencia de sí precisamente al experimentar el tiempo como caducidad: el espíritu,
que se experimenta como duración, como aquello que anuda y recoge los instantes
dispersos. La duración es así la condición de posibilidad de la conciencia. De este
modo, el tiempo del hombre está situado entre el tiempo de las cosas, pura caducidad, y
el tiempo de Dios, pura permanencia. Por esto no es falso decir que la memoria, por la
que el hombre trasciende la multiplicidad temporal, posee una cierta analogía con la
eternidad de Dios. La eternidad es el ideal y la perfección de la memoria; constituye la
victoria suprema sobre el tiempo: significa "poseer" todos los instantes sin que ninguno
se escape. La eternidad significa el estar realmente presente en la totalidad del tiempo.
Reencontramos aquí uno de los temas más queridos de Agustín. Basta abrir el libro X
de las Confesiones. Su concepción de la memoria no tiene nada de estático. Ve en ella,
ciertamente, un reflejo de la imagen de Dios: junto con la inteligencia y la voluntad
BERNARD FAIVRE, S.I.
forma un haz que le servirá para desentrañar algo del misterio trinitario. Pero lo que
preocupa a Agustín es el devenir de la memoria: "cuanto más tienda a aquello que es
eterno tanto más recibe su forma de ser imagen de Dios". Siendo naturalmente imagen,
por gracia se convierte efectivamente en participación de la eternidad de Dios. El
sentido de la existencia temporal estriba en ser tensión hacia la eternidad por mediación
de Cristo. La memoria, en el orden existencial de la salvación, es ya anticipación de la
eternidad. Entre ambas existe una analogía intrínseca. La eternidad es el princeps
analogatum de la memoria.
Memoria y presencia
Del mismo modo que la eternidad es presencia total en todos los instantes de la historia,
la memoria -aunque en grado menor- es también presencia. Por la memoria el alma, en
la terminología de Agustín, se hace presente a sí misma. Recordar es hacerse presente a
sí mismo, a los demás, a Dios, a los acontecimientos. La presencia espiritual llama a la
presencia corporal, aunque ambas presencias no se identifiquen. Ahora bien, lo que aquí
interesa subrayar es lo siguiente: para que se dé una auténtica presencia humana la
memoria es condición necesaria.
Con esto no hemos agotado las funciones de la memoria. Tiene todavía otra: hacernos
presentes a nosotros mismos. El hombre llega a ser lo que es y se une a su propia
existencia sólo por la memoria. El hombre disperso, alienado, es aquel que es incapaz
de anudar y reunir los momentos de su propia vida Ciertamente, sólo Dios está
totalmente presente a sí mismo. El hombre jamás lo puede conseguir del todo,
precisamente porque no es Dios. Pero está en su mano tender hacia ello, recogerse,
reunirse consigo mismo, regresar hacia sí y reencontrar de este modo su propia
existencia y duración.
posible una auténtica unión. El frecuente fracaso del amor humano sería la contraprueba
de lo que acabamos de decir: la memoria es condición y forma del estar presente a los
demás. El ser que amamos nos está presente en toda su historia. Sólo cuando una
imagen se imprime lentamente en el espíritu se establecen lazos cada vez más sólidos y
los seres se adhieren en comunión: está más presente ante mí el amigo ausente que el
desconocido que fortuitamente está ahora ante mí.
Por lo demás, la memoria es quizás el único acceso que el hombre tiene para alcanzar a
Dios. Porque Dios se deja captar sólo en el recuerdo: el hombre que recuerda se une al
eterno "estar presente" de Dios. El momento actual, fáctico, no tiene suficiente
densidad; el futuro está fuera de mi alcance. El hombre, exiliado en el tiempo,
permanece en contacto con la eternidad por la memoria, que es algo así como el cordón
umbilical que le religa a su origen. El testimonio bíblico nos dice exactamente lo
mismo: Dios se manifiesta en el recuerdo y no se deja captar en el instante presente.
Cuando Dios "ha pasado" el hombre descubre sus huellas. Dios se va reflejando en el
espejo de la memoria del pueblo. Jesús, por su parte, se revela como Señor en el
recuerdo de los discípulos. Cuando su presencia era física, ellos, estúpidamente, "no
comprendían".
El Señor "está" en el recuerdo, aunque uno mismo no esté casi nunca en él. Y sólo en el
recuerdo, como los de Emaús, lo podremos descubrir. La razón es sencilla: se manifiesta
aquí la prioridad de la acción de Dios y su trascendencia: siempre nos precede y siempre
está por venir. ¿No es la fe creer precisamente en la presencia que precede y que
previene? Y la prueba de la fe, ¿no consiste en respetar dicha prioridad y cederle el paso
en el mismo acontecimiento?
En el Dios eterno están recogidos todos los momentos de la historia y Él los llena con su
presencia. En la cruz, ante su mirada, los hombres confluían ya hacia su Hijo y le
ofrecían el único sacrificio. Cuando en la mañana de Pascua lo constituía Maestro y
Señor, la humanidad rescatada, la Iglesia de todos los tiempos, se encontraba ya reunida
en torno a su cabeza. En la conciencia del Verbo hecho carne se anudan y se distinguen
simultáneamente memoria y eternidad, como se aúnan y se distinguen el ser verdadero
hombre y el ser verdadero Dios, aunque al decirlo permanezcamos en el misterio. En la
primera eucaristía, Cristo estaba presente en su pasión redentora. Era a la vez sacerdote
y víctima. Y continúa anudando en su memoria divinizada las celebraciones eucarísticas
con el sacrificio de la cruz. Esta es la estructura que funda y garantiza a la Iglesia la
permanencia del sacrificio del Señor a través de los tiempos. Pero es preciso ahondar
más: ¿cómo se realiza esta participación en el único sacrificio?, ¿cómo comulga la
Iglesia con la pasión y resurrección del Señor?
Memoria y sacramento
La memoria, por tanto, forma parte integrante del sacramento de la eucaristía. No hay
consagración válida si no existe la voluntad de hacer lo que hace la Iglesia, es decir,
asociar a la presencia concreta, espacial, del Señor el recuerdo eficaz de su existencia
histórica y de su Pascua. Y por esto la Iglesia no admite la validez de los casos extremos
cuando un sacerdote consagra panes o un tonel de vino, sin intención de unirse a la
pasión del Señor. Es preciso subrayar además que la presencia real, espacial, de Cristo
parte de aquello que podemos llamar "memorial", es decir el objeto concreto,
localizado, que provoca la actividad de la memoria. De modo análogo la presencia
visible de un ser querido me permite estar presente a la totalidad de su persona, a toda
su duración. Para avivar nuestra memoria el Señor ha querido presentarnos su sangre
derramada: no podemos unirnos en espíritu a esta sangre más que en el momento en que
fue vertida; es imposible que el soplo del Espíritu no nos pueda conducir al momento en
que brotaba del cuerpo crucificado por nosotros.
BERNARD FAIVRE, S.I.
El simple fiel que va a misa sabe con mayor o menor claridad que va al encuentro del
Señor muerto y resucitado por su salvación. Y así expresa en un primer momento su
voluntad de hacerse presente al Señor. Se reúne con sus hermanos agrupados en torno al
sacerdote, y Cristo le es presentado: "Éste es mi cuerpo". Antes, la liturgia de la palabra
ha reavivado el recuerdo. Y ahora estos acontecimientos, hasta hace un momento
inexistentes para él, se le hacen presentes. Le ha sido dada en el Espíritu una memoria
eficaz del sacrificio del Señor. Su salvación se realiza ante sus ojos y le es dado asentir a
ella y asimilarla a su existencia. Porque si el cristiano se hace presente al sacrificio del
Señor es por una razón: para que en Él confluya su propia existencia. Esa vida que le
podría parecer absurda se ilumina ahora en contacto con Cristo, se hace comple mento
de su pasión redentora. Su vida se sumerge en el gran río que lo arrastra hacia la
eternidad y adquiere así su verdadero sentido.
Pero si quiere dar al sacrificio su verdadero y pleno sentido debe comulgar con el
cuerpo de Cristo, con su cuerpo humano y con su cuerpo que es la Iglesia. Porque esta
comunión es el término al que tiende el recuerdo: la memoria en el Espíritu tiende
inexorablemente a la recíproca interioridad, a la presencia total, a la unidad con el
cuerpo de Cristo que se expresa en el comer. Por la comunión el cristiano se asocia
íntimamente a Cristo resucitado, que se hace alimento para el camino que está aún por
recorrer. Y se une con mayor intimidad a todos sus hermanos cristianos, con aquellos
que han abandonado ya este mundo y con aquellos que vivirán en el futuro. Se convierte
en fermento de unidad y de reconciliación para todos los hombres, "para llevar a la
unidad a los hijos de Dios dispersos" (In 11,52). Y así la memoria en el Espíritu nos
hace presentes a Cristo, a nuestra propia existencia y a toda la Iglesia, y participa en el
dinamismo de integración, de recapitulación de nosotros mismos y de la humanidad
entera en Cristo.
Conclusión
Esta crisis eclesial se ha convertido en crisis del sacerdocio. Y esto es lógico y natural,
puesto que en el pasado se había identificado casi siempre a la Iglesia con el ministerio.
Así, toda la problemática acerca de la función y posición del sacerdote en la Iglesia
contiene en sí toda la problemática eclesial actual y, consecuentemente, su solución será
decisiva .ara el futuro de la Iglesia. Bastaría citar dos problemas concretos para ver esta
íntima conexión: el de la relación de la Iglesia con la sociedad actual y sus cambios, y el
de la función de la teología dentro de la Iglesia.
Las cuestiones planteadas por la relación entre Iglesia y sociedad actual no pueden tener
como respuesta la indiscriminada aplicación a la Iglesia de la democracia parlamentaria.
como quien esperase de ella la salvación definitiva. Sería esto caer de nuevo bajo la
esclavitud de unas formas profanas -sociológicas y jurídicas-, cuya liberación fue
WALTER KASPER
Estos son datos histórico-religiosos. Pero, ¿no se han dado y se siguen dando también
en la Iglesia? El ministerio de la unidad se ha hecho scandalum dissensionis, ha caído
en la funesta dialéctica que amenaza al sacerdocio de todo tiempo. Porque, ¿no se da
como un destino fatal que lleva a quien pretende situarse en contradicción con el mundo
-para, así, reconciliarlo- a crear nuevas tensiones y divisiones? En su necesaria
contradicción interna, este fenómeno aparece como expresión del pecado de la
humanidad y de su incapacidad para salvarse a sí misma. Por consiguiente, en el
sacerdocio universal-religioso está implicada la búsqueda de un mundo reconciliado y
se manifiesta, al mismo tiempo, la incapacidad intrínseca de todo intento de
reconciliación. Este sacerdocio es signo de una esperanza y, a la vez, de la desesperanza
de la humanidad.
El sacerdocio de Cristo
Y hasta tal punto provocó a los "piadosos" que tuvieron que crucificarlo. En la cruz se
manifiesta también el carácter de su sacerdocio, pues la cruz no está en el recinto del
templo sino en el ámbito de lo mundano y profano (Heb 13, 13). Su sacrificio es entrega
de si mismo a la voluntad del Padre en servicio a "los muchos" (Heb 10,5; Mc 10,45), y
no sacrificio cúltico alguno. Por Él han sido superadas y destruidas todas las barreras
existentes entre los hombres (Ef 2,14): todos somos uno (Gál 3,28). En Él se ha
cumplido definitivamente la esperanza universal de paz y reconciliación.
Según el NT -al que sigue, en esto, el Vaticano II- este servicio deben desempeñarlo
todos los cristianos. La Iglesia como totalidad -pueblo sacerdotal- es la llamada a
anunciar las acciones salvíficas de Dios, a ofrecer el sacrificio espiritual, a ejercer el
servicio de dirección.
Este sacerdocio universal no se deriva del ministerial ni es menos salvifico que éste.
Más bien, todo lo contrario: es el portador primario de la misión salvífica, y cualquier
particular -sea el Papa, un obispo, sacerdote o laico- sólo goza de eficacia, en el orden
salvífico, si está en comunión con la totalidad y actúa como órgano de ella. La
fraternidad precede a toda diferenciación ulterior y se mantiene en ella.
Consecuencias
El hecho de que la Iglesia como totalidad actualice en el mundo el triple oficio de Cristo
(sacerdotal. regio y profético) podríamos designarlo, de acuerdo con el Concilio, como
colegialidad. Y, en consecuencia, debería hablarse de estructuras más colegiales (o
sinodales) que democráticas, dando por supuesto que las estructuras eclesiales han de
ser todo menos autoritarias. Democracia es una palabra que en el ámbito meramente
profano ofrece ya diversas significaciones; pero es que, además, la estructura eclesial es
irreductible a cualquier estructura profana, del mismo modo que lo es su misión. Esto
no excluye que, en concreto, algunas formas democráticas sean asumibles por la Iglesia,
incluso con más derecho que aquel con el que lo fueron formas feudales o monárquicas.
La misma Tradición no desconoce el estilo democrático; baste recordar el viejo axioma:
"lo que a todos concierne, por todos debe ser decidido".
Igual que a todo carisma, le corresponde una función esencialmente distinta a la de los
restantes, e irreemplazable por ellos. La estructura carismática de la Iglesia no excluye,
pues, la jerárquica sino que la incluye y le da su sentido verdadero.
Tras esta breve incursión en la teología del orden, volvamos a nuestro tema. ¿Cómo se
realiza en concreto el servicio de la unidad? La unidad de la Iglesia se expresa ante todo
en la fe que se profesa, en la eucaristía y demás sacramentos y en la caridad.
WALTER KASPER
Hemos concretado la función del presbítero. Preguntémonos ahora por los niveles en
que se ejercita. La unidad de la Iglesia se realiza primariamente en la comunidad local,
que no es una porción o filial de la Iglesia total, sino la realización concreta de ésta en
un determinado lugar. Le corresponde, por tanto, una cierta autonomía y
responsabilidad en los asuntos que le conciernen, de acuerdo con el principio de
subsidiaridad también vigente en la Iglesia. Responsable de la Iglesia local es el
presbítero o el correspondiente colegio presbiterial.
Todos los presbíteros junto:, forman colegialmente -bajo la presidencia del obispo- el
presbyterium. competente para todas las cuestiones relativas a la unidad en la fe, en los
sacramentos v en el orden en la caridad. De ahí que este presbyterium tenga algo que
WALTER KASPER
Por esto, el servicio salvífico del presbítero está en inmediata conexión con las
necesidades y anhelos de la humanidad actual y no puede desvincularse de ellos. Así, la
función presbiterial tiene esencial y constitutivamente una dimensión social y política.
Esta afirmación se presta a malentendidos. Pero está lejos de apoyar o pretender apoyar
una política eclesial.
La política no puede dejar de ser política de intereses, mas la Iglesia nunca deberá
entregarse a sus propios intereses, sino a los intereses de los otros. Sobre todo, la Iglesia
ha de ser representante de aquellos cuyos intereses no son representados por nadie.
Siguiendo a Jesús, ha de hacerse solidaria de los pobres, los sin derechos, los injuriados,
los desclasados... y esto aun a costa de los propios y legítimos intereses de la misma
Iglesia.
¿Qué forma tomará en el futuro este papel social del presbítero? Es de suponer que
tendrá mucho menos que ver con el sacerdocio sacral y cúltico y que habrá de dirigirse a
los pequeños y oprimidos, arriesgándose a los conflictos con los dominadores que esto
lleva siempre consigo. Tal función puede sin duda fundarse en el servicio
neotestamentario de la reconciliación de un mundo en sí mismo irreconciliado. La paz
que la Iglesia puede dar no es la que el mundo pretende (Jn 14,27). Lo que el presbítero
puede dar no se encuentra ni en la derecha ni en la izquierda: sólo puede ofrecer la
reconciliación del único mediador, Jesucristo, que es en persona nuestra única paz.
Conclusión
Pero incluso el así elegido sería representante no sólo de la comunidad, sino también de
Jesucristo ante ella. Aunque también él ha de oír la voz de Cristo en y por la comunidad.
Así entendía la Iglesia antigua el sentire cum ecclesia.
El decreto conciliar sobre el ministerio y vida de los presbíteros fue un fruto tardío del
Concilio, y a pesar de su estructura compleja apareció, ante los ojos de todos, al menos
como buen punto de arranque para una ulterior elaboración.
Sobre todo resulta muy significativo el hecho de que en el decreto se separe netamente
el sacerdocio del Nuevo Testamento del concepto de sacerdocio que ofrece la historia
de las religiones. La denominación genérica es en adelante "presbítero", el "más
antiguo" de la comunidad, y ya no "sacerdote", el "ministro del culto". Ciertamente
tiene funciones y poderes sacerdotales, pero su misión de edificar la comunidad
cristiana no arranca del servicio litúrgico tal como era considerado antes, sino de la
proclamación de la Palabra. El decreto ya no idealiza la vocación sacerdotal para
diferenciarla de la del laico, y aunque reafirme inequívocamente el celibato, reconoce
expresamente que también dentro de la vida matrimonial se puede ser buen sacerdote.
Con todo, puede que no pase mucho tiempo sin que la figura del sacerdote haya
evolucionado bastante más allá del Vaticano II. Así lo muestra la discusión actual sobre
el tema.
LA DISCUSIÓN ACTUAL
Al hablar de discusión fácilmente se piensa en seguida en el tema del celibato, pero tras
éste y otros problemas en boga se esconden cuestiones mucho más profundas acerca del
sacerdote. De ahí que las aportaciones más importantes para nuestro debate no son
precisamente las publicaciones sobre el celibato (que además son a menudo poco
competentes).
Mucha más importancia tienen para la existencia y la misión del sacerdote las
publicaciones relativas a la secularización, proceso que parece llegar en nuestros días a
cierta fase final y que, en consecuencia, pone en cuestión a todo el cristianismo como
institución y particularmente al sacerdocio como la más importante institución
eclesiástica.
Pero la discusión propiamente dicha gira en torno a los autores que hablan desde un
punto de vista sociológico y teológico pastoral. Parece que obispos y demás autoridades
diocesanas no acaban de dar importancia a la discusión, en último término porque tienen
entre manos una acción concreta con suficientes problemas pastorales cotidianos. Un
sector considerable de sacerdotes (sobre todo de la generación algo mayor)
probablemente no se ve afectado por las cuestiones debatidas. Experimentan sí las
dificultades, pero no llegan a sacar las consecuencias. Lo mismo ocurre con los
sacerdotes que se ven absorbidos por su trabajo y no experimentan el sentimiento de
frustración que alcanza a algunos de sus compañeros. Hay todavía parroquias vivas y
PAUL PICARD
llenas de actividad de tipo tradicional, en las que no aparece todavía la cuestión del
tránsito de la Iglesia popular a la Iglesia convencida. Sin embargo, también en ellas se
levantan preguntas entre los sacerdotes jóvenes, agudizadas por la lectura de revistas
pastorales; y, sobre todo, el candidato a sacerdote sigue la evolución del problema que
ha de condicionar su vida futura.
Son muchos los momentos que componen esta inquietud por lo que es y será el
sacerdote: todo lo que se relaciona con la Iglesia y su misión salvífica en el mundo
actual, la constitución de la comunidad, el sentido fundamental del mensaje evangélico,
las distintas manifestaciones de crisis eclesial y sacerdotal... Sería erróneo avivar
artificialmente estas inquietudes, pero tampoco se pueden cerrar los ojos ante ellas.
Precisamente para que no nos desborden un día estos problemas, que pueden amenazar
nuestra existencia sacerdotal, tenemos que enfrentarnos con ellos.
Frans Haarsma habla de volver al sacerdocio profético, para lo cual hay que correr el
riesgo de mantener en el sacerdote la tensión entre profeta y sacerdote, entre la forma de
vida cambiante y portadora de un mensaje y la figura social clara, permanente y objetiva
que se funda en la ordenación.
imitar a sus colegas académicos, y afirma que hay que toma r en serio la frase de que el
sacerdote es "un hombre sin profesión", frase que implica la antigua concepción de
Pablo... Hansemann habla de unas jornadas pastorales en las que se trató también la
cuestión de cuándo los consiliarios disfrutarían de un "segundo día libre a la semana", y
nota el contraste con el ideal de la generación precedente de estar en servicio día y
noche. Constata que hoy se considera el sacerdocio como una profesión entre otras y
cree que toda la problemática de la personalidad sacerdotal viene determinada por la
siguiente alternativa: el sacerdocio ¿es una relación personal con Cristo o sólo una
función eclesiástica? Él parece inclinarse por la segunda respuesta.
Las aportaciones citadas nos dan una visión de conjunto sobre el estado actual de la
discusión. Se trata del sacerdote mismo, de su función en la Iglesia, no sólo de tal o cual
aspecto de su misión o de su situación. Y sólo como consecuencia se llega a las
cuestiones prácticas como las del celibato, el breviario, el traje clerical o incluso la
formación del sacerdote.
Por otra parte, no hay fundamento para poner en cuestión la doctrina de la Iglesia sobre
el sacerdocio consagrado, expresamente reconocida en el último Concilio. Ciertamente
la doctrina
deja mucho más campo libre para una evolución de lo que se pensaba antes; pero
tampoco es tan relativa como parecen presentarla algunas aportaciones al debate (que
por lo demás no son más que eso: aportaciones).
No podemos ahora desarrollar y seguir cada una de las cuestiones planteadas. Incluso
parece que la superación del problema no se ha de buscar primariamente en discusiones
teóricas, sino en la postura personal y en las decisiones que atañen la propia vida. En
esta dirección quieren orientarse las reflexiones que siguen.
Como idea dominante, el cometido del sacerdocio en esta hora podría formularse de la
siguiente manera: "Seguir siendo sacerdote también durante la discusión sobre el
sacerdocio." Pero no se trata de una mera ayuda pragmática y superficial para los que de
hecho viven como sacerdotes; se trata de no perder de vista la verdad, una verdad que
no se puede separar de la vida en la cual se realiza y a la que ofrece un fundamento.
PAUL PICARD
Durante mucho tiempo se creyó tener clara la figura del sacerdote, basada en una
exégesis insostenible del Nuevo Testamento. De ahí que hacia el año 1950 el
experimento de los sacerdotes obreros produjera una crisis. Tampoco la situación
sociológica presentaba más perspectivas para el sacerdocio.
Sea lo que sea, lo cierto es que la Iglesia está inmersa en la historia, y este hecho tiene
una importancia decisiva. En la sociedad medieval estratificada se consideraba el
sacerdocio como un status social y, dada la cultura eclesiástico-clerical de entonces, el
sacerdote era el ministro del culto mucho más que el misionero de la Palabra. En
consecuencia, la comprensión teológica del sacerdote venía condicionada por este punto
de vista. Aquí no se trata de negar esta visión, pero si de iluminarla y completarla. En
todo caso hoy nos resulta mucho más difícil encerrar en una fórmula teológica la
esencia permanente del sacerdocio neotestamentario. Muchos interrogantes deben
quedar abiertos por modestia y por amor a la verdad. Nuestra tarea no es relativizarlo
todo precipitadamente sino mantener una actitud de fe en el paso a tiempos nuevos.
Está claro que los días del clero como estamento social están contados, fuera y dentro de
la Iglesia, y con el estamento desaparece cierta autocomprensión que venía asegurada
desde fuera por la identificación de profesión y vida. En adelante será necesario
fundamentar esa identidad exclusivamente desde dentro, desde una comprensión
carismática del sacerdocio como vocación vital. Y esto es arriesgado porque toda la
existencia queda librada al oficio y el oficio a su vez se convierte en lo único que da
sentido a la existencia. Es una especie de oficio profético en el cual la vida adquiere un
valor de testimonio y una unidad insólita. En esta dirección habría de formarse nuestra
autocomprensión en el futuro.
PAUL PICARD
Hablar del malestar tiene el peligro de cultivarlo. Pero no podemos tampoco ignorarlo:
el balance negativo de la labor pastoral, la cuestión de las estructuras tradicionales de la
cura de almas, las relaciones con la autoridad eclesiástica poco flexible y colegial, las
rigideces paralizantes de tipo canónico..., todos son problemas que apagan el
entusiasmo de la tarea pastoral y parroquial y crean un malestar. Pero ¿no pueden estar
también las causas en nuestra propia actitud vital, humana y espiritual? Veámoslo.
a) Problemas vitales
Pero no debemos confundir todo esto con la problemática que rodea al sacerdote por el
mero hecho de ser hombre -con un temperamento y unas limitaciones concretas-,
problemática que seguramente le aquejaría en cualquier otro oficio. Estos conflictos son
seguramente más numerosos, aunque nosotros los proyectemos frecuentemente hacia
afuera. Aquí nos faltan elementos de ayuda que supla n a los antiguas libros de ascética.
Quizá nos falte también humor, el saludable humor del hombre maduro y del santo.
¿Contamos con nuestras peculiaridades cuando hacemos el balance de nuestras
decepciones?
b) Media fe
Rahner ha afirmado con vehemencia que hoy más que nunca para poder creer tenemos
que orar.
La vida espiritual de los sacerdotes jóvenes está muy lejos de las formas tradicionales.
No es sólo comodidad, es que los centros de gravedad han cambiado y la vida espiritual
es mucho más informe y comunitaria. Pero puede desaparecer el silencio, el tiempo de
escucha, de abertura para que el Espíritu de Dios obre en nosotros. Y en este campo es
desconcertante la seguridad y suficiencia con que se manifiestan muchos.
d) Celibato discutido
En los últimos años se ha dilatado nerviosamente el catálogo de cosas que tiene que
hacer el sacerdote, y éste se mueve constantemente sin acabar de llegar al nudo de la
cuestión. Hay casi una necesidad de hacer obras visibles. Y, sin embargo, nunca
escaparemos a la realidad de que sólo "el que ve en lo escondido" conoce los frutos de
la labor sacerdotal. Necesitamos hacer más esencial nuestro trabajo, configurarlo a
partir del centro, encontrar una actitud más que unos métodos. Necesitamos examinar
también nuestras tendencias, nuestro empleo del tiempo libre, etc.
Sólo cuando comencemos a captar la culpa que tenemos nosotros mismos en nuestra
crisis sacerdotal, podremos señalar con todo derecho las deficiencias de la institución.
Perspectivas
a) Confianza
Empecemos por esta actitud humana, que no está ligada sólo a perspectivas
objetivamente positivas, sino que es también cuestión de carácter. El diálogo con
nuestros compañeros puede enriquecerse con una nueva experiencia del mundo y de
nuestra existencia ganada a través de esta actitud. Este diálogo no puede quedarse sólo
en desahogo; hoy lo necesitamos como el ámbito de conversación objetiva, en el cual
testimoniamos nuestra confianza nacida de la fe. Esto en el fondo es ministerio
sacerdotal.
b) Amplitud
Tenemos que aceptar que estamos en un período de cambio y que por tanto hay muchas
formas todavía vigentes y sin embargo ya caducas. Sin infravalorar las ventajas que para
el sacerdote pudo tener en el pasado la subordinación a un estamento social, debemos
reconocer que hoy ni el estamento ni sus insignias hacen al sacerdote, sino solamente la
actitud sacerdotal. Esta será también la que produzca formas y estilos de vida
adecuados. Es a lo que nos referimos al hablar de amplitud.
Ernst Käsemann dijo en este sentido una frase sugerente: "Tenemos demasiados
empresarios y muy pocos guerrilleros; y sin embargo sólo a base de unas guerrillas
cristianas podremos romper el ghetto religioso y salir al campo libre." ¿El sacerdote,
guerrillero cristiano? Si quitamos a la palabra su regusto bélico y nos fijamos en su
dimensión social, se nos abre el panorama de una vida y acción sacerdotales que no
pertenecen ya a una época en extinción y que, sin embargo, llevan adelante todo lo que
un día nos movió a hacernos sacerdotes y hoy todavía nos determina a seguir siéndolo.
La crisis actual del sacerdocio tiene sus raíces en aspectos bien diversos: sociológicos,
psicológicos, históricos y, sobre todo, teológicos. Todos ellos forman un único
conglomerado en el que se implican mutuamente. Cualquier intento de solución ha de
partir de este hecho. Partir meramente de alguno de dichos aspectos es estar abocado al
fracaso, aunque este aspecto sea el teológico: la colaboración del teólogo es necesaria
pero insuficiente. Por esto las reflexiones teológicas que siguen son conscientemente
fragmentarias.
Nuestro intento es iluminar el sentido del servicio sacerdotal en la Iglesia desde dos
puntos de vista distintos pero, en realidad, convergentes: la reflexión bíblica y los
enunciados del Concilio. En ninguno de ellos pretendemos ser exhaustivos, y esto es
más evidente por lo que respecta al complejo y problemático ámbito bíblico.
REFLEXIÓN BÍBLICA
El punto de partida de la reflexión bíb lica que ha provocado esta situación es doble. El
primero es más indirecto y genérico: todo el aspecto de poder cúltico sacerdotal, tan
destacado por la dogmática posterior, no es mencionado nunca, al menos directamente,
por el NT y en concreto por su literatura epistolar. El segundo es la carta a los Hebreos,
donde se reflexiona sobre el culto y el sacerdocio a la luz de Cristo y se explicita
claramente la razón de ser de la actitud genérica del NT ante el culto.
Todo sacrificio, todo intento humano precristiano de reconciliarse con Dios por el culto
y el rito ha sido inútil: Dios es el Señor de la creación y, por esto, todo sacrificio
expiatorio de becerros y machos cabríos es infructuoso, porque ya desde la eternidad
todo le pertenece. El hombre es insustituible y nadie puede ponerse en su lugar; ante
Dios lo único que vale es el "sí" personal de este hombre (Mc 8, 37); no hay otra
adoración verdadera que su entrega propia. Así funda la carta a los Hebreos la inutilidad
del culto precristiano.
profano y no cúltico, aparece como el único culto y liturgia. Liturgia cósmica por la que
Jesús acaba con el viejo templo y se introduce en la presencia misma de Dios, en el
verdadero santuario, a través del velo de su carne para ofrecerse a sí mismo ante Él
(Heb 10, 20). Así, Jesús no ofrece ninguna otra cosa en su lugar, sino la realidad de su
propia existencia expresada en su sangre (9, 12). Este gesto de amor personal fue y es la
verdadera liturgia de la reconciliación cósmica. El contenido de esta conciencia,
implícita en todo el NT y explícita en Hebreos, es el núcleo de la crítica actual de la
imagen clásica del sacerdocio.
Quisiera indicar aquí algunos indicios de esta conciencia que son significativos. Es ya
conocido que cuando el cristianismo tiene que crearse un lenguaje no toma sus términos
del vocabulario religioso de su tiempo. Su terminología fundamental está tomada del
lenguaje profano: por ejemplo, ekklesía, apóstolos, presbýteros, epískopos (asamblea,
enviado, anciano, supervisor). El ministerio neotestamentario no fue tampoco designado
con hiereús o sacerdos (designación del sacerdote cúltico antiguo). Este fenómeno no es
más que la implicación lingüística de la conciencia de la comunidad primitiva expresada
en Hebreos: lo cristiano es una revolución espiritual respecto a toda religión. La antigua
santidad cúltica es suplantada por una forma radicalmente nueva de santidad y culto que
sólo se vincula a lo simplemente humano -y no "sacro"- del que fue hombre hasta las
últimas consecuencias. La humanidad real de este hombre Jesús es lo verdaderamente
sacerdotal. Así pues, según el NT, en la Iglesia de Cristo no hay ningún "sacerdos".
Sólo uno es Sumo Sacerdote (archiereús, pontifex). Jesús. En su seguimiento hay
"apóstoles", "presbíteros", "obispos" y "diáconos"; es decir, nuevos servicios que no
tienen nada que ver ni objetiva ni lingüísticamente con la idea entonces vigente de
sacerdote. Pero, ¿qué decir de estos servicios?
Ante esta cuestión la teología se mueve -hoy como siempre dentro de una alternativa
entre dos extremos. Una de las concepciones afirma que en el fondo estos servicios no
tienen de nuevo más que el nombre. Indudablemente la teología católica se ha mostrado
siempre inclinada a esta solución, con el peligro consiguiente de "paganización". La
segunda concepción, que es hoy la dominante, acentúa la ruptura total: no se trata
propiamente de ministerios, sino de servicios que de hecho han de realizarse porque una
comunidad sólo puede funcionar así. Estos servicios, aunque por motivos pragmáticos
los desempeña de hecho una persona concreta, en sí mismos podrían ser asumidos en
todo tiempo por cualquier bautizado. Es la tendencia representada con distintos matices
por la teología evangélica. Evidentemente esta actitud tiene el peligro de concebir el
sacerdocio como un mero "oficio" que uno cumple haciendo lo que está prescrito, para
una vez hecha la tarea prescrita volver de nuevo a ser una persona privada, "fuera de
servicio". Así, la llama escatológica de la absolutidad e incondicionalidad del servicio
sacerdotal acabaría por extinguirse, lo cual indica su unilateralidad. ¿Cómo salir de esta
alternativa? Tratando de superarla por una aproximación desde diversos puntos de vista
a la realidad misma, que nos posibilite una imagen de esta realidad lo más compleja y
equilibrada posible.
decidiese a crear algo nuevo en oposición al orden existente; tampoco es colocado por la
masa popular en la cumbre. Más bien Jesús se autocomprende - y así lo comprende
también el testimonio del NT- como quien desempeña una misión que se le ha otorgado
(Heb 5, 4s). El lugar de su existencia es la voluntad del Padre (Mc 8, 31). Es y se sabe
un enviado. Su existencia es misión, ser-desde-otro y ser-para-otros. Aquí se insinúa ya
la estructura de los servicios cristianos: su fundamento no es la propia opción, ni la
mera conveniencia para la comunidad, sino el ser- llamado a adentrarse en la realidad de
Aquel que es Él mismo la llamada, la "Palabra". El ministerio cristiano hemos de
comprenderlo desde este núcleo cristológico: se basa en la misión de Jesucristo y en el
ser enviado con Él.
A este mismo resultado nos conduce una reflexión sobre el texto que nos proporciona el
tránsito del nivel cristológico al de los servicios neotestamentarios que brotan del
mensaje de Jesús, al mismo tiempo que se fundament an en él. Se trata de la "vocación
de los doce" (Mc 3, 13-19). El hecho de que cada uno de los doce sea designado por su
propio nombre tiene una significación teológica importante.
Veamos los rasgos fundamentales del texto. "Llamó a los que Él (autós) quiso..." (v 13).
Aquí queda claro cuál es el origen del servicio del NT; es respuesta a una llamada que
depende únicamente de su voluntad, de la de Él (subrayada por el autós). Este momento
es constitutivo del servicio neotestamentario : el Señor llama porque quiere y nosotros
escuchamos en actitud de disponibilidad. Es la actitud del servidor cuya voluntad es la
del otro.
¿Permite una exégesis crítica tal interpretación del texto? Es sabido que este texto -
como otros que narran "vocaciones"- no puede ser cons iderado directamente como una
narración histórica, sino que está elaborado según el esquema literario con que el AT
describe las vocaciones proféticas. Esto, aunque sea cierto, sin duda, no objeta nada
contra lo dicho. La aplicación de un esquema es en el AT como en el NT un medio de
interpretación teológica; una historia narrada según un esquema es una historia
teológicamente interpretada. Así, a lo sucedido con los doce se le asigna un sentido con
los medios de la teología del AT, y lo que tiene realmente importancia es que la
narración se valga de un esquema profético y que no se apoye, por ejemplo, en las
tradiciones cúlticas y sacerdotales del Levítico. Esto quiere decir que uno no es servidor
de Cristo en virtud de un privilegio vinculado al nacimiento, sino, como los profetas,
por la llamada. El ministerio del NT descansa sobre "palabra y respuesta", no sobre
"carne y sangre". Este elemento profético y personal implica la vinculación interna entre
institución y carisma, Espíritu y ministerio. Separar estos momentos, como hoy
frecuentemente se hace, carece de sentido.
"Instituyó doce, para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar con poder de
expulsar los demonios..." (vv 14-15). Es la descripción de la estructura del ministerio
con la tensión interior que le es propia: el estar-con-Él y el ser-enviados. Profunda
paradoja que acompañará siempre al ministerio cristiano y que hoy se nos presenta
como tensión interioridad-servicio. La tarea sacerdotal es testimoniar a Jesucristo ante
los hombres y esto supone conocerle a partir del ser y existir con Él. El criterio de la
existencia sacerdotal y de la formación que le preceda ha de ser la proximidad del Señor
JOSEPH RATZINGER
a través y en medio de las dificultades de este mundo. Pero sin caer en una cerrazón
espiritualista que impida aquello que precisamente da sentido y es razón de nuestra
existencia en Jesucristo: poder ser sus enviados.
La tarea de sacerdote es, pues, ser un enviado de Jesucristo. Pero en el hombre ser y
hacer son una misma cosa; para el sacerdote, por consiguiente, la misión es constitutiva
de su propio ser. El que acepta una misión ya no se pertenece a sí mismo en un doble
sentido: es de aquel a quien representa y de aquellos ante quienes lo representa. Existir
en misión implica el morir a sí mismo para que el otro crezca. Y si esto es siempre duro,
todavía lo es más en este caso, porque hay que estar para aquellos a los que el mensaje
va destinado.
Otra nueva dificultad nos sale al paso. ¿Hasta qué punto podemos dejar de ser nosotros
mismos? Sólo podemos responder desde la cristología. Jesús fue el enviado del Padre.
Lo que en otros enviados sólo puede darse asintóticamente, en Él se da tan plenamente
que se le puede llamar relatio subsistens: su existencia es el acto de ser-del-Padre y ser-
para-nosotros. Pero siendo el totalmente entregado y "relativo" llega a ser tan Él mismo,
se encuentra de tal manera consigo mismo que es el Hijo de Dios, uno con el Padre.
Esta realidad es la promesa para aquellos que viven su existencia en misión (Jn 12,25).
Naturalmente el peligro de perderse en cualquiera de los dos extremos, interioridad o
exterioridad, subsiste. Pero en mantener la tensión fecunda entre ambos polos se ha de
probar precisamente la paciencia del sacerdote.
Las últimas reflexiones nos manifiestan otro elemento esencial del ministerio
neotestamentario: la vicariedad. El sacerdote no cristiano es portador independiente de
su oficio, él mismo es mediador. Por el contrario, el sacerdote cristiano no es nunca
mediador autónomo e independiente; siempre es vicario, representante de Jesucristo. No
actúa ni habla por y para sí, sino por y para Aquel que nos ha representado y representa.
Existen varios textos del NT que aluden a esta vicariedad; vamos a fijarnos únicamente
en uno: Mt 24, 45-51. Con el retraso de la parusía como contexto, es una dura
JOSEPH RATZINGER
exhortación a los siervos de Cristo para que permanezcan como tales aun en la ausencia
aparente del Señor. El que se comporta como administrador fiel es alabado y
contrapuesto al que se constituye como señor. La suerte de éste será la de los
"hipócritas", término con que los evangelistas designan a los escribas y fariseos,
enemigos de Cristo. Es decir, este siervo (sujeto del ministerio eclesial) al constituirse
señor niega lo específico del NT, que es no ser nunca señor de los otros, sino siempre
co-siervo (syndoúlos).
¿No es esto desalentador?, ¿cómo puede atraernos un oficio en el cual uno siempre ha
de permanecer siervo? Para responder adecuadamente a esta dificultad habría que ir más
allá de lo estrictamente teológico: con todo, hagamos una pequeña anotación teológica.
Esta exigencia de la vicariedad no es sólo algo penoso y trabajoso, sino al mismo
tiempo consuelo y alivio. Pues esta vicariedad lleva consigo precisamente que el único
que actúa es el único sacerdote, Jesucristo. Él es y permanece siempre Señor auténtico y
eficaz; las cosas están en sus manos y, siendo así, es difícil que nuestro comportamiento
llegue a ser tal que destruya su voluntad.
Esta vocación es una verdadera provocación, pero precisamente por su carácter vicario
podemos responder a ella con una santa despreocupación, con alegría y sin miedos. No
nos atormentemos tanto recordando el "peso de la responsabilidad", hagámonos menos
importantes y caigamos en la cuenta de que en definitiva la salvación del mundo no la
obramos nosotros, sino Él y Él quiere que emprendamos nuestra tarea optimistas y
animosos.
Dentro del capítulo II la parte más importante es la primera, que trata sobre las
funciones del presbítero. El texto sigue el esquema tradicional de los "officia Christi":
palabra, sacramento y ministerio pastoral. Sin embargo, el esquema no impide que el
contenido del texto destaque lo fundamental con una nueva luz. Basta ver su enfoque
cristológico y unitario; éste domina sobre la triplicidad de funciones de tal modo -
especialmente en lo que concierne a las dos primeras- que apenas es posible
distinguirlas.
JOSEPH RATZINGER
Volvamos a nuestro texto. La primera frase señala ya la dirección que va a seguirse: "El
pueblo de Dios se congrega primeramente por la Palabra de Dios vivo..." (PO 4). La
ekklesfa se funda en el kalein, en la llamada del Lógos que se deja oír a través de la
historia. Con esto "evangelizatio" y "evangelizare" se convierten en los conceptos
básicos desde los que el Decreto comprende el ministerio sacerdotal. Éste es la
prolongación del servicio de evangelización de Jesucristo (Mc 1, 15). Tomar este punto
de partida tiene gran importancia; recalca algo fundamental en el cristianismo: éste no
es torá, forma legal de una vida o sociedad, sino fe en el evangelio. El sacerdote es,
pues, ante todo evangelista, misionero al servicio de la Buena Nueva.
de Dios, sino a ésta vivida en la Iglesia. Pero, por otra parte, esta exigencia radical atañe
igualmente al magisterio episcopal y papal. La obediencia de la Iglesia es el presupuesto
de la eclesial y sin la una cae la otra.
No menos interés nos ofrecen las siguientes palabras: "Ahora bien, la predicación
sacerdotal... no debe exponer la Palabra de Dios sólo de modo abstracto y general, sino
aplicar a las circunstanc ias concretas...". Se trata del "aggiornamento", del cómo
podemos los hombres de hoy llegar a ser contemporáneos de Jesucristo y de su mensaje
sin dejar de ser hombres del siglo xx con plenitud total. La respuesta a esta tarea es
única: hacernos previamente contemporáneos de la Palabra de Dios; sólo así podremos
después hacer esta Palabra contemporánea de nuestro tiempo. El tránsito, la traducción
del "entonces" al "ahora", ha de hacerse acontecimiento en la existencia del predicador.
Éste es el que asimila la Palabra, para hacerla asimilable a los demás, el que la hace
actual para convertirla en él en crisis del "hoy".
Es indudable que el modo como habla el texto sobre los obispos es problemático y
unilateral. Pero, reconociendo esto, hemos de admitir que el texto acierta plenamente en
un punto central, sin el que la definición del ministerio sacerdotal sería incompleta. El
sentido profundo del texto es el hacer saltar, el romper la autarquía de la iglesia local
(parroquia) presidida por el presbítero; deja sentado que la comunidad local sólo puede
ser Iglesia si no es autárquica, es decir, si se inserta en la totalidad y acepta la
heteronomía que esto lleva consigo. La estructura de la Iglesia, unidad-en-pluralidad, se
refleja en el ministerio sacerdotal: preside y unifica la comunidad al mismo tiempo que
JOSEPH RATZINGER
El ministerio pastoral
Todavía quiero referirme a dos formulaciones: "De poco aprovecharán las ceremonias,
por bellas que sean... si no se ordenan a educar a los hombres... ". Todo formalismo
litúrgico, toda autosatisfacción cúltica es rechazada; el fin es el hombre. La segunda
frase es más importante: "Pero, si es cierto que los presbíteros se deben a todos, de
modo particular, sin embargo, se les encomiendan los pobres y los más débiles... ". El
concepto originario de evangelio está relacionado con los pobres y olvidados, es ante
todo Buena Nueva dirigida a ellos (Lc 4,16ss). El sacerdote es, desde esta perspectiva,
el hombre que está para aquellos que no tienen a nadie. Es la línea de Bonhoeffer sobre
Cristo como "el hombre para los demás". Con todo, no olvidemos que existen muchas
pobrezas y que una de ellas es la pobreza de evangelio, pobreza que también llama a los
evangelistas; éste es el aspecto misionero de nuestro texto.
JOSEPH RATZINGER
Sacerdote y laico
Con esto hemos reproducido el núcleo del texto: la definición del ministerio espiritual
en sus rasgos fundamentales. A continuación quiero tocar dos cuestiones que completen
esta definición. La primera es la relación presbítero- laico; se trata en el número 9
paralelamente a la relación obispo-presbítero. El texto es de tan fácil intelección que
hace superfluo todo análisis; quisiera hacer únicamente una reflexión sobre las palabras
de Agustín recogidas en la Lumen Gentium (n 32): "Si me asusta lo que soy para
vosotros, también me consuela lo que soy con vosotros. Para vosotros soy obispo, con
vosotros soy cristiano. Aquel nombre expresa un deber, éste una gracia; aquél indica un
peligro, éste la salvación". Teología verdadera sobre el ministerio espiritual y la unidad
del ser cristiano en la diversidad de las tareas. Opino que Agustín tiene aquí presente su
teología trinitaria. Es sabido que, según ésta, en Dios las tres Personas sólo lo son como
relación a las otras, mientras que tomadas absolutamente, es decir en sí y para sí, no son
Padre, Hijo y Espíritu Santo, sino simplemente Dios. Este esquema es el que Agustín
aplica al ministerio espiritual: "Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano".
Ministerio es relación. Tomado en sí y para sí todo cristiano es sólo cristiano y nada
más; ésta es su dignidad. En relación a los demás se convierte en portador del
ministerio; relación y ministerio son idénticos, si bien entendiendo ésta como relación
que alcanza al individuo en todo su ser. Obispo (y correspondientemente presbítero) o
se es "para vosotros" o no se es. Así vemos cómo se dan unidas la identidad del ser-
cristiano común a todos (el "sacerdocio universal") y la realidad del ministerio
específico y concreto, a pesar de la paradoja permanente que ello lleva consigo, sólo
superable en la autenticidad de la existencia.
Ascesis y servicio
La segunda cuestión se relaciona con el contenido del tercer capítulo dedicado a la vida
de los presbíteros, que en el Decreto se trata sobre todo como tensión entre interioridad
y servicio, problema con el que hemos tropezado ya varias veces. La respuesta que da el
texto puede resumirse así: santidad por el servicio, no junto a él; servicio como forma
concreta de la santidad sacerdotal; el trabajo por los demás como forma de intimidad
con Dios, del desgastarse en su servicio, del dejarse captar por Él. Que esto sea así
queda confirmado por la imagen del servicio que nos ofrece todo el Decreto y en
concreto el capítulo segundo. Servicio es "evangelizació n", entrega de la Palabra y del
sentido que ella da, así como del amor que ella significa. Pero yo sólo puedo
evangelizar si vivo en el evangelio, en la proximidad de Dios. Inversamente: cuando yo
evangelizo, no lo hago sólo a los demás, sino que la Palabra también me concierne a mí.
Con esto, naturalmente, permanece lo que hemos dicho de la proclamación sacramental
del misterio pascual como forma máxima de la evangelización. Pues el sacramento no
es el despliegue de una serie de acciones cúlticas, sino que exige el "imitari quod
tractant", el trato con Dios, a la vez que le da una forma concreta. Lo mismo vale del
"poder pastoral". El texto dice acerca de éste: "...como rectores de la comunidad,
practican la ascesis propia del pastor de almas...". Con este lenguaje quizá ya anticuado
se expresa una idea moderna: que la ascesis de un "rector" consiste en su propio oficio y
no es algo junto a él; formando y conduciendo a los otros, se forma y se conduce a sí
mismo.
JOSEPH RATZINGER
Si, como hemos visto, la determinación del sacerdote como "evangelista y misionera"
remite a la misión y tarea de Cristo, es natural que el texto se esfuerce también aquí en
dar un sentido cristológico a esta aplicación espiritual. Por esto afirma que el principio
unitario de una vida para el Evangelio es el seguimiento de Cristo en su entrega al
Padre. De cuántas maneras pueda servirse al Evangelio se ve precisamente en la vida
terrena de Jesús. El tiempo de la predicación no fue largo; pronto vino el enmudecer de
la cruz. Pero también ésta es servic io. En el sufrimiento el hombre da más que en la
acción, porque da no sólo su fuerza, sino también su sustancia, se da a sí mismo. Por
esto en la cruz creció el fruto verdadero y definitivo (Jn 12,24): la cruz se convirtió en el
evangelio. Es cierto que en realidad la cruz es el desgarramiento interior del hombre. Y
que el sacerdote experimentará continuamente el evangelio como tal desgarramiento.
Pero de este modo alcanza el hombre su plenitud y hace su vida fructífera. Porque sólo
así se abre la grieta por la que la mirada divisa el infinito.
Nuestro texto no toca este problema, pero su importancia y la frecuencia con que se nos
presenta invitan a la reflexión. Por otra parte, como en él está en juego la totalidad del
ministerio sacerdotal, esta reflexión nos ofrece una buena ocasión para intentar algo así
como un enunciado dogmático sobre dicha totalidad. Se trata del problema de la
definitividad del oficio sacerdotal; con otras palabras: ¿habrá o deberá haber en el futuro
un "sacerdocio temporal" (no para siempre, ad tempus)? Las teorías evolucionistas, las
ciencias históricas, la psicología y la sociología han creado un clima cultural y una
comprensión de la vida que hace cuestionable todo lo que sea decisión definitiva. La
misma fidelidad matrimonial aparece hoy como algo apenas realizable. Por esto no es
extraño que se postule también la existencia de un "sacerdocio temporal". La palabra, la
Iglesia no pueden atar a nadie para siempre -se oye decir cada vez más -; se ha de
respetar la libertad religiosa no sólo hacia fuera, sino también hacia dentro, aceptando la
posibilidad de revisión de decisiones tomadas.
Debe quedar claro que no estamos ante una cuestión secundaria o pragmática, sino ante
algo muy fundamental; se trata en definitiva de la actitud total de la existencia con
respecto a la realidad. La fe cristiana, como fe en la definitividad de la decisión
existencial del hombre para la eternidad, es el convencimiento de que en el devenir
histórico y en medio de él se da lo definitivo, y de que el hombre es el ser para lo
definitivo. La fe cristiana incluye constitutivamente el convencimiento de que el hombre
es el ser capaz de la decisión definitiva y que de tal modo está determinado a esta
decisión que sólo por ella llegará plenamente a ser él mismo. La tradición eclesial
mantiene sin excepción que el ministerio sacerdotal exige la totalidad del hombre de un
modo irrevocable y definitivo. Del mismo modo que el matrimonio exige la decisión
irrevocable por el otro y si no se da no hay tal matrimonio, así también en el sacerdocio
o se compromete la existencia toda o no hay tal sacerdocio. Donde se da algo, pero no
todo, allí habrá otra cosa, pero no sacerdocio. Para la teología católica no existe ni el
"matrimonio de prueba" ni el "sacerdote por un tiempo".
O todo o nada.
Esta problemática concreta y práctica nos ha introducido desde una perspectiva actual
en la sacramentalidad del servicio sacerdotal. Sin embargo, ésta no se agota en la
definitividad. El "character sacramentalis" de este ministerio consiste más bien en que la
potestad que le es propia no se funda en una delegación de la comunidad, sino que es un
don, una llamada del Señor (Mc 3,12; Ef 4,11). Y esto incluso cuando este servicio es
transmitido - lo cual es posible- por elección de la comunidad. El ministerio trasciende
en este sentido a la comunidad, está "enfrente" de ella. Esta irreductibilidad de la
potestad ministerial a la comunidad es de nuevo reflejo de la estructura misma de la fe
cristiana, su- estructura de misión, que nunca es producto de la comunidad, sino
respuesta a la Palabra del Señor. El "positivismo" de la imposición de las manos
corresponde a la positividad de lo cristiano, a su ser-desde-fuera. La imposición de las
manos no es primariamente el símbolo de una transmisión de poderes "desde abajo y
desde dentro", sino de unos poderes procedentes del Espíritu que soplando donde quiere
trasciende a la comunidad y actúa "desde fuera y desde arriba". Con todo, el hecho de
que el ministerio represente ante la comunidad la "exterioridad" de la palabra, no
supone, ni mucho menos, que su vinculación a esta palabra sea menor que la de la
comunidad. Sólo secundariamente se puede decir que también la comunidad hace del
ordenado su delegado y que éste recibe algo de ella. La colegialidad de ministerio y
comunidad se fundamenta precisamente en este aspecto, pero no se reduce a una mera
estructura democrática. Repitámoslo, esta autonomía de la Palabra y de la misión es el
contenido de lo que la Tradición ha llamado "sacramentalidad". Sacramentalidad que no
significa, otra cosa que la pertenencia esencial del ministerio al sacramento eclesial y
cristológico único, recapitulación de la historia salvífica de Dios con los hombres. Esta
pertenencia es el punto de partida para una recta comprensión del servicio sacerdotal y
el fin en que siempre acaba.
Notas:
1
Cfr. J. Ratzinger, «Crítica y obediencia», condensado en SELECCIONES DE
TEOLOGÍA, 7 (1963) 212-219 (N. del A.).
Introducción
Podemos afirmar que Juan escribió para sus contemporáneos, pero queda abierta la
cuestión de saber si el autor se refiere a la situación histórica y a los acontecimientos de
su tiempo, o a un desarrollo futuro y a un fin de la historia preanunciado proféticamente,
o más bien pretende descubrir el sentido de toda la historia mediante la presentación de
una historia del fin completamente mítica.
Unidad literaria
Considero que todo el libro constituye básicamente una unidad literaria, y ha sido
escrito por un solo autor. En efecto, no hay ninguna razón de peso lingüística, estilística
o teológica que oponer a esta tesis; aunque no puede negarse la existencia de adiciones
de segunda mano, por ejemplo en el capítulo 17. Es presumible que, durante una
persecución, un cristiano anónimo preparase una nueva edición del Apocalipsis e
insertara una interpretación secundaria de la bestia, aplicándola a la situación política de
su tiempo. Siguiendo el estilo apocalíptico judío, "predice" claramente la historia
partiendo de un punto ficticio en el pasado. Escribió esta interpretación secundaria (Ap
17,10s) durante el reinado del segundo perseguidor de la Iglesia, Domiciano, el octavo
emperador; pero se refiere "proféticamente" a Tito como séptimo emperador, que sólo
reinará un corto tiempo (de hecho reinó entre 79 y 81); a Vespasiano como el sexto, a
Nerón como el quinto (en cuya persona estaba presente la Bestia y que aparecerá de
nuevo como el octavo), etc. ¡Su "interpretación profética" concuerda exactamente con la
historia! Efectivamente, los emperadores sexto y séptimo no persiguieron a la Iglesia:
en ellos no estaba presente la bestia (17,10). La finalidad de esta segunda edición
aumentada parece que pudo ser la de reconfortar a la Iglesia. Tenéis que sufrir pero no
temáis: Domiciano es el anticristo que en seguida pasará con la aparición de Cristo.
Interpretación de la historia
Dios, infinitamente remoto y sublime, es el pantokrátór que rige todo el mundo como
su creador (4,6). Rodeado por sus huestes celestiales, en su terrorífica e inamovible
majestad, gobierna la caótica historia terrena.
Pero Dios no permanece en su lejanía; desde un punto de vista más profundo es Aquel
al que conocemos, porque se nos ha revelado, se nos da a conocer ahora y seguirá
haciéndolo mañana. No es tan sólo "Aquel que es y que era", sino también "Aquel que
va a venir" (1,4; cfr Éx 3,14), "el principio y el fin", "el Alfa y la Omega" (1,8). Dios no
es un fatum estático, sino el "Dios vivo" (7,2). En el curso de la historia revela su gracia
y su cólera (1,4; 16,1): gracia y juicio caracterizan su imagen en el capitulo 4: su trono
está rodeado por un arco iris -antiguo símbolo del favor divino-, y por "relámpagos y
fragor de truenos", signos de cólera que salen de su trono (4,3.5). Dios le ha dado un fin
a la historia, y con "rectitud" conduce los "caminos" de las naciones hacia el fin: para
que vengan y le adoren (15,4).
Cristo, por quien el Padre habla y actúa, puede ser llamado "el Primero y el último",
"Alfa y Omega", el "Principio de la creación" (1,17; 3,14; 22,13) y está sentado con su
Padre en el trono de Éste (3,21; 11,15; 12,10). Es descrito según la apariencia de Dios
en el libro de Daniel (1,14; cfr. Dn 7,9). Es adorado como su Padre (5,14; 7,10; 12,10).
MATHIAS RISSI
Pero su dominio del mundo no se basa en su estado divino, sino en su obra cumplida en
la historia: por su vida en la tierra ha vencido la rebelión de todo el mundo (5,5). El
himno de 5,9 expresa el significado de esta victoria: "Eres digno de tomar el libro y de
romper los sellos porque has sido degollado y con tu sangre has comprado a los
hombres para Dios...". Obtuvo la victoria cuando murió y su muerte es la obra de la
redención del hombre. Por eso el vencedor aparece en la extraña y paradójica figura de
un cordero con las señales de haber sido degollado. Las imágenes veterotestamentarias
del "Cordero" le presentan como un animal sacrificial que muere para el rescate (5,9;
1,5). Su sacrificio no es mítico, sino la muerte de Jesucristo en la cruz (11,8). Su muerte
aconteció para la salvación de los hombres de toda esclavitud al mundo y a sus poderes
(5,9; 14,4), así se hacen capaces de conquistar por si mismos al enemigo (12,10). La
liberación se cumple en el perdón de todos los pecados, en el que se revela su amor (1,5;
7,14; 21,14).
El Espíritu santo
Aunque Juan no reflexiona sobre la función del Espíritu Santo es obvio que cree que la
presencia de Cristo se experimenta por la presencia del Espíritu Santo. Así, cuando
Cristo habla a las iglesias habla el Espíritu (2,1.7; 19,10). La presencia del Espíritu se
simboliza en la imagen de las siete antorchas encendidas delante del trono divino (4,5).
De este modo se caracteriza al Espíritu como Espíritu de Dios (cfr Gén I5,17 y Ez 1,13).
Además, se menciona al Espíritu unido a Dios y a Cristo como divino dador de los
dones escatológicos: gracia y paz (1,4). Relacionado de una manera particular con la
Iglesia -vista como un círculo de siete iglesias-, el Espíritu es conectado con el número
siete, que indica la plenitud del Espíritu, y al mismo tiempo su manifestación en cada
iglesia individual.
Dios y mundo
Juan no se preocupa por una especulación cosmológica, ya que desde su punto de vista
"cosmos" es el mundo del hombre (11,15). La tierra es el lugar de la rebelión universal,
y los que viven en ella están en constante lucha contra Dios intentando vivir por si
mismos. Sus dirigentes políticos reciben el nombre de "reyes de la tierra" según Sal 2,2,
y guerrean contra Dios (15,14; I7,18), intentando dominar a Cristo y a su Iglesia hasta el
último día (13,16x; 19,19ss).
Cualquier hombre que se separa de Dios se entrega a los poderes, que como contra-
imágenes de Dios, Cristo y el Espíritu, forman una extraña trinidad: el dragón, el
anticristo, y el antiespíritu (12 y 13). El hombre, religioso por naturaleza, necesita de
esta trascendencia cuando pierde a Dios; porque la religión en general es el intento del
hombre de crear una "imagen" de Dios que en realidad es una imagen de estos poderes
trascendentes, de la bestia (13, 14ss). El único peligro que amenaza al mundo religioso
es la Iglesia totalmente no-religiosa del Cordero, que no vive por el poder del mundo y
de sus principados, sino tan sólo por los dones del Cordero.
A pesar de sus constantes intentos por negar al Creador, el mundo queda sujeto al
gobierno de Dios y el plan de salvación de Éste no puede ser impedido. El gobierno de
Dios en su Hijo es descrito en tres series de visiones: sellos, trompetas y copas. Las
visiones de sellos y trompetas revelan la esencia de la historia interpretada desde
diversos aspectos, mientras que las visiones de copas muestran un estado mucho más
evolucionado de los juicios de Dios que afectan al mundo. En éstas la santidad de Dios
se opone al mundo que pretende vivir por si mismo y quiebra su aparente unidad
revelando la cuestionable naturaleza de su gloria y poder por medio de los juicios
divinos. Pero estos juicios deben ser entendidos como expresión de la "cólera del
Cordero", es decir, del amor divino (3,19). La finalidad de estos juicios nunca es la
destrucción y aniquilación, sino el arrepentimiento, la vuelta a Dios. En el corto pero
decisivo párrafo de 14,6ss, el ofrecimiento de conversión precede explícitamente al
MATHIAS RISSI
juicio. Y este ofrecimiento no se hace sólo a su pueblo, sino que es una genuina
promesa de salvación para todas las naciones, ya que la voluntad salvífica del "rey de
las naciones" las guiará para que le sirvan (15,3s). De este modo, Juan recoge las
esperanzas proféticas universalistas del AT: "Todas las naciones vendrán y se postrarán
ante ti" (15,4; cfr. Sal 86,9; Jer 16,I9). Sus esperanzas se basan en la victoria del
Cordero que le permite ver a través de los velos de la historia el verdadero fin de la
victoria de Cristo: "y toda criatura" alabará a Dios y al Cordero.
Dios e Iglesia
Jesús se comunica con su Iglesia por su Espíritu (1,7; 19,10). En su amor la perdona y
libera de toda acusación (1,5; 12,10), y le concede la vida eterna (3,1s; 2I,6; 22,17). Ya
desde ahora la Iglesia experimenta el poder de la victoria de Cristo (5,9; 14,4), al ser
constituida como comunidad de reyes (1,6.9; 5,10; cfr. Éx 19,6).
Supuesto que la historia particular de la Iglesia -en especial tal como está descrita en los
capítulos 12-14 y en los tres interludios (7; 10,1-11,13; 16,15)está en intima relación
con la historia del mundo, también la Iglesia debe participar en sus juicios. Pero puede
superarlos porque está sellada con el signo de la protección bajo el nombre del Cordero
y de su Padre (7,1-8; 14,1).
Con todo, la Iglesia está sujeta a dos graves peligros. Uno le amenaza desde su mismo
interior bajo la forma del mundo religioso que quiere minar su vida y enseñanza (2 y 3).
El otro viene desde fuera bajo la forma de la persecución sangrienta (6,9-11). En la
misma línea del AT y de las esperanzas judías Juan ve que se obra una división en la
historia, provocada no por el hecho de que la Iglesia se separe del mundo, sino porque el
mundo rechaza cada vez más enérgicamente el testimonio de Cristo (11,7-10; 13,16s;
17,6; 18,24). Como símbolo del más alto clímax de esta división el Apocalipsis usa la
imagen de una guerra escatológica (I1,7; 13,7), y de un modo especial la de la batalla en
el mítico monte de la reunión, Harmagedón (I6,16), y de la batalla final de Gog (19,17-
21; cfr. Ez 39). La Iglesia puede caer bajo los golpes de los enemigos, porque es todavía
el pueblo del Cordero sacrificado, "que sigue al Cordero" (I4,4). Pero en modo alguno
la muerte puede separarla de la salvación. Para los creyentes morir significa ser librados
de la gran tribulación y ocupar su lugar en la presencia de Dios y del Cordero (7,9-17;
6,9; I5,2). Los auténticos vencedores son ellos y no la bestia que causa su muerte.
MATHIAS RISSI
Iglesia y tiempo
Con todo, el juicio y aniquilación del mundo viejo no significan un acto de ciego furor
contra su incredulidad. La finalidad y significado del juicio se realizan más bien en la
nueva creación: el libro termina con las dos visiones de esperanza de los capítulos 2I y
22, 1-5. Y es significativo que el mundo nuevo lleva un nombre antiguo: Jerusalén. Las
promesas de Dios no pueden fallar, y el plan de Dios no puede llegar a su perfección sin
Israel (21,9-27).
Hay todavía más: la victoria del Cordero es universal. Por esto las puertas de la ciudad
celestial permanecen siempre abiertas (21,24-26). Asumiendo el mensaje profético del
AT, profundizándolo y extendiéndolo, Juan aplica el esquema de la peregrinación de las
naciones a Sión, la ciudad celestial, para expresar sus mejores esperanzas (cfr Is 2,1-4;
60). Incluso los "reyes de las naciones", dirigentes de todos los enemigos de Cristo,
pueden entrar en el reino del perdón.
En su última visión (22,1-5) Juan ve cómo se extiende sin limite ninguno el reino de la
redención. El fin último de la voluntad de Dios es la salud de toda criatura, la liberación
de toda culpa y condena: "Y no habrá ya maldición alguna" (22,3). Dios, por la victoria
de Cristo ha abierto un futuro real para el mundo. La esperanza de Juan muestra este
futuro bajo la forma de un nuevo cielo y una nueva tierra, revelados a la fe de la Iglesia,
pero que todavía no pueden ser objetivados hasta que llegue el día del Señor. "Mira que
hago un mundo nuevo... Escribe, porque estas palabras son ciertas y verdaderas" (21,5).
Sólo a un aspecto del cambio radical de la conciencia religiosa -en el creyente que
pretende vivir en la nueva cultura- se le puede llamar secularización. Emplear la
expresión "Dios ha muerto" para definir el fenómeno del mundo moderno no es sólo
científicamente incorrecto, sino que supone entrar en contradicción con esta misma
secularización de la que se pretende deducir dicho enunciado. "Dios ha muerto" es la
expresión más claramente nosecular que se puede encontrar en los secularistas: ni se
puede verificar empíricamente, ni deja de ser una cuestión tan metafísica como la
implicada en la expresión "Dios existe". Ya nos hemos referido, por lo demás, a la
existencia -sociológicamente comprobada- de hombres religiosos, testigos de la nueva
vivencia de Dios.
La hermenéutica de la misma praxis cristiana es, por ello, la base para una exacta
interpretación de los textos de la Biblia o del Magisterio. La aportación propia de la
esperanza escatológica al progreso humano interpreta, por ejemplo, el dogma del Reino
de Dios, en el que no habrá lágrimas (1Pe 3,13): el blanco de nuestra esperanza encierra
un contenido positivo -es positivo en su fuerza de sugestión-, pero es también una
llamada poderosa a superar lo que nosotros hacemos de él, un mundo de guerras, de
injusticia y de odio. El acontecimiento histórico de Jesús y la confirmación divina de su
vida -como el Resucitado- es para nosotros, asimismo, estímulo e imagen: lo que
esperamos en nuestro mundo futuro ha comenzado ya en Cristo.
EDWARD SCHILLEBEECKX, O.P.
A esta actitud comprometida se la llama en la Biblia "hacer la verdad". Con ello aparece
un concepto de verdad distinto al occidental -tomado del helenismo-; un concepto vivo
y dinámico. Así, en vez de pensar que Dios salva al hombre -a pesar de nuestra historia
pecadora- como incrustando la salvación en una historia que seguirá siendo historia de
condenación, hemos de insistir en que la fe -en virtud de la esperanza escatológica y
gracias a la justificación de Dios- es responsable de que el mismo acontecer mundano se
convierta en historia de salvación. En y por nuestra libertad - la fe nos libera- Dios
quiere hacer de esta nuestra historia un acontecimiento salvífico. Por medio de la
libertad humana, la gracia ha de poder cambiar -y no sólo interpretar- la historia. Y es
por esto por lo que decíamos que la praxis es la que debe mostrar, indirectamente, la
credibilidad de la promesa cristiana. El hombre está ya cansado de teorías y de palabras.
Pero este "hacer la verdad" no sólo radicaliza nuestro compromiso por un mundo más
humano, sino que a la vez relativiza todo resultado obtenido. El cristiano, que sabe de la
promesa de plenitud, no podrá identificar ningún nuevo resultado con "el nuevo cielo y
la nueva tierra" prometidos. Y también en esto se manifiesta la dinamicidad de la verdad
cristiana: ésta deja una mayor abertura hacia el futuro que la ofrecida, por ejemplo, por
el marxismo. Así, al cristiano le parece que es ideología llamar fin a lo que es un
estadio.
Se podrá objetar, contra lo anterior, que cometemos el mismo error que atacamos: el de
identificar fe y cultura. No es esto, sin embargo, lo que hemos hecho. No se trata de
oportunismo alguno, sino sólo de descubrir cómo debe "funcionar" la fe en una nueva
cultura. Lo único que se pretende, pues, es evitar que el cristiano -que en cada época
tiene que tematizar de nuevo su confesión de fe, de acuerdo con las culturas con las que
de hecho dialoga- lleve una doble contabilidad: con la ciencia y la técnica, por una
parte, como medios para realizar su misión, y con la fe, por otra, como un mundo
fantástico. Objeciones como la anterior dan la impresión de que suponen una fe en
estado puro. Como cristiano, sin embargo, creo que sólo podemos esperar alcanzar una
fe más pura siempre dentro de nuestra cultura concreta. También las próximas
generaciones tendrán que revisar nuestra forma de fe, pues no se trata de algo que haya
de ser único para todo tiempo.
Se podría también objetar: ese Dios que se llama "fuerza del futuro", ¿no es una nueva
proyección del hombre? La respuesta es que tal objeción se refiere a toda religión e idea
de Dios, mientras que aquí se trata sólo de ver cómo el creyente -para quien Dios no es
proyección humana alguna- puede tematizar, en la nueva cultura, su confesión de fe.
Desde esa nueva tematización podrá surgir de nuevo un diálogo fructuoso con ateísmo y
secularización. Se podrá hablar, entonces, de una total secularización es decir, entendida
ésta en sentido teológico, y no en el sentido pseudocristiano de rechazar (o, al menos.
silenciar) toda realidad de Dios.
que reservaba parte del mundo a la actividad religiosa y otra parte a la mundana
(esquizofrenia ésta desconocida para el auténtico cristiano). Pero sigue presente, viene a
transir toda nuestra vida humana: se oculta en el hombre y en él -a cuyo servicio nos
dispone- anticipa su venida. En el hombre es Dios "el que viene".
Esta es, al fin y al cabo, la paradoja cristiana: seguimos las huellas del Dios que nos
viene desde el futuro y, por ello mismo, somos nosotros los que podemos y debemos
hacer nuestra propia historia.
El cristiano no sabe, ciertamente, de forma positiva, lo que este ideal humano supone en
concreto y con pormenor. Pero no nos falta de él un conocimiento negativo: el hombre
es capaz de ir reconociendo lo que no es humano. El creyente, por lo demás, sabe que
no busca. en vano un ideal semejante: sabe que Dios se lo ha prometido en Cristo, no
sólo como gracia, sino también como misión y tarea a realizar. De ahí que el cristiano
no quiera pactar prematuramente con quienes pretenden haber alcanzado ya el futuro
anhelado. La esperanza escatológica no es una espera inactiva, pero tampoco es auto-
salvación: el hombre no puede pretender alcanzar el futuro definitivo por sí mismo. El
futuro sólo será humano, sólo traerá salvación, si es reconciliación en la gracia. Y,
puesto que el pecado nos amenaza siempre, desde nosotros mismos, la salvación de la
historia debe ser continuada hasta el fin de los tiempos: nunca nuestras realizaciones
podrán agotar la realidad de la promesa; la responsabilidad que ésta trae consigo es
siempre un quehacer. El redimido, con el "nuevo corazón" que se le ha dado, ha de ir
redimiendo nuestra historia concreta.
La fe, como instancia critica, juzga como ideología todo intento "izquierdista" de dar un
nombre positivo y definitivo a lo digno-humano, al igual que recrimina -basada en la
esperanza de la plenitud final- cualquier corriente "derechista" que absolutiza el "orden
establecido" como si se tratara de una ordenación sancionada por el mismo Dios.
Critica, asimismo, toda planificación puramente científico-técnica. que pretenda poder
realizar un futuro pleno para la humanidad. Ciencia y técnica no pueden ser ignoradas,
pero no hacen del hombre un buen hombre, no lo liberan. Más bien lo convierten en una
cosa y, por ello, no pueden ofrecer un futuro realmente humano.
EDWARD SCHILLEBEECKX, O.P.
Por lo demás, ¿se puede hablar de "inspiración cristiana positiva", al referirse -por
ejemplo- a partidos políticos cristianos con miras a la ordenación político-social y
económica de la sociedad? Si con ello se alude a la presión positiva ejercida por la fe -
urgiendo que lo humanamente imposible es en realidad posible-, no hay dificultad. Pero
de no ser así se corre el riesgo de caer en un nuevo tipo de "ideología". No se pueden
olvidar, ciertamente, los valores humanos adquiridos en la historia: lo que se ha
reconocido positivamente como humano debe ser inspirador del futuro. Pero la defensa
de lo ya adquirido puede frenar la búsqueda de lo todavía no alc anzado. Lo alcanzado
está siempre -testigo de ello es la esperanza escatológica- bajo la medida del máximo
alcanzable. Olvidar esto es desconocer a Dios, que es siempre el Dios de nuestro futuro.
Y es también desconocer la secularización -en su sentido teológico-, que quiere hacer
justicia a Dios en nuestra misma historia humana.
Los cristianos van despertándose a las exigencias de este nuevo concepto de Dios.
Algunos llegan a la convicción de que la instancia crítica de la fe les lleva a medidas
revolucionarias. Está surgiendo incluso una "teología de la revolución". Para evitar, con
todo, que se convierta en una nueva "ideología", acaso sea mejor referirse a las
implicaciones éticas de la colaboración activa -también de los cristianos- en una acción
revolucionaria que se ha hecho prácticamente inevitable. Lo cual es esencialmente
distinto de una teología de la revolución: en contraposición a la ética, la teología sólo
puede ser una explicación de la gracia y de la salvación de Dios en Cristo; y también sin
"teología" puede la revolución contar con los cristianos, cuando la injusticia es de tal
naturaleza que apela intrínsecamente a la revolución, ya que no hay otro medio de
combatirla. Mientras no estemos en el Reino prometido, será difícil cambiar una
situación real de condenación sin "mancharse las manos".
Proclamando a Dios como futuro del hombre, la Iglesia no puede dejar que su misión se
identifique con ayuda al desarrollo. El cristiano no se limita a ésta, sino que lleva el
mensaje de Cristo. Si deja de lado dicho mensaje, lo único que hace es trasplantar
problemas occidentales al Tercer Mundo. Pero si no ayuda de hecho, no sólo anuncia un
mensaje indigno de fe sino que lo priva también del estimulo del Dios que viene para
todos en nuestra historia.
Brota de esto una nueva comprensión del ministerio del pastor en la Iglesia: firme en su
autoridad doctrinal sobre la incolumidad del mensaje escatológico de Cristo, en su
prudencia pastoral tendrá que ejercer la función critica con la comunidad y hacer oir
proféticamente su esperanza escatológica, sin acepción de personas. También él se sabe
en un mundo que se dirige al futuro y que ha de descubrir a Dios siempre de nuevo.
EL MINISTERIO SACERDOTAL EN EL NT
Grundelemente des priesterlichen Amtes im Neuen Testament, Theologie und
Philosophie, 44 (1969) 161-180
Elementos neotestamentarios
El sacrificio de Cristo se presenta también como autodonación: "se entregó por nuestros
pecados", "me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gál 1,4; 2, 20; cfr. Ef 5, 25; 1 Tim
2, 6; Ti 2, 14). Y en Juan encontramos la parábola del buen pastor (Jn 10, 11 ss) o el
"por ellos me consagro a mí mismo" (Jn 17, 21; cfr. Jn 6, 51; 15, 13; 1 Jn 3, 16).
Según dicha carta, Cristo es llamado al sacerdocio por Dios (5, 4ss; 7, 21.28): "no por
ley de prescripción carnal, sino según la fuerza de una vida indestructible" (7, 16). Y lo
HEINRICH SCHLIER
Este sacerdocio y este ministerio sacerdotal -el sacrificio de sí mismo- han suprimido y
llevado a cumplimiento el sacrificio y sacerdocio del AT: he ahí el tema central, la clave
de la carta a los Hebreos (4, 14; 5, 10, 10, 8). Y en los pasajes correspondientes se
acentúa con vehemencia que el sacerdocio cúltico del AT ha sido abolido (10, 9) : ya no
era eficaz para "perfeccionar en su conciencia al adorador"; era una parábola, "una
figura del tiempo presente" (9, 9).
El sacrificio de Cristo ha acontecido una vez para siempre al fin de los tiempos. Es el
sacrificio definitivo: "se ha manifestado ahora una sola vez (hápax), en la plenitud de
los tiempos (9, 26). No puede ya darse repetición o superación del mismo, pues "esto lo
realizó de una vez para siempre (ephápax), ofreciéndose a si mismo" (7, 27). En este
sacrificio se funda la alianza escatológica de que habló Jer 31, 31ss (cfr. Heb 8, 8ss; 10,
16s). Resumamos lo dicho hasta aquí: en Jesucristo ha llegado el sacerdote, se han
hecho realidad el sacerdocio y el sacrificio; se han manifestado el sentido y la esencia
del sacerdocio y se ha constituido el ministerio sacerdotal. Esto supone el fin de
cualquier otro sacerdocio o sacrificio. Si se puede seguir hablando de misterio
sacerdotal, sólo será legítimo hacerlo sobre la base de este servicio escatológico
exteriorizado en una forma concreta.
Pablo escribe así a los romanos: "En algunos pasajes os he escrito con cierto
atrevimiento, como para reavivar vuestros recuerdos, en virtud de la gracia que me ha
sido otorgada por Dios, de ser para los gentiles ministros de Cristo Jesús, ejerciendo el
sagrado oficio del evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable,
santificada por el Espíritu Santo" (Rom 15, 15s). Y a los filipenses les dice: "Y aun
cuando mi sangre fuera derramada como libación sobre el sacrificio y la ofrenda de
vuestra fe, me alegraría y congratularía con vosotros" (Flp 2, 17).
Los textos citados caracterizan el servicio sacerdotal del evangelio como una actitud
esencialmente ministerial y pública, y no como una empresa carismática y personal.
Pablo desempeña la liturgia sacrificial en favor de todo el mundo. Liturgia, para Pablo,
es un servicio atestiguado por Dios, realizado por Cristo con palabras y hechos, llevado
a cumplimiento por el Espíritu con signos y prodigios: es decir, se trata -si se nos
permite la expresión- de un servicio sacrificial trinitario. Aquí radica la diferencia entre
este ministerio y la actitud cúltico-sacral de los sacrificios paganos e incluso judíos.
Pero, por lo mismo, se diferencia también de cualquier tipo de propaganda filosófica o
ideológica (por ejemplo, la de los cínicos). Anunciar el evangelio no es un oficio
profano.
Lo anterior puede aclararse un poco más con otras afirmaciones del apóstol que se
refieren a diversos temas pero que se relacionan con nuestra cuestión. En todas ellas se
ve que Pablo concibe su "misión", su "servicio", su "ministerio", como algo público
(servicio ministerial) en favor de los demás: algo instituido por Dios (2 Cor 5, 18s) y
establecido por Cristo (1 Cor 18, 28). El mismo Pablo ha sido "escogido" (Rom 1, 1) y
"llamado" (Gál 1, 15) para ello. Pablo ha recibido "la gracia y el apostolado" (Rom 1,
5), habiéndole impuesto Dios la carga del evangelio como un destino (l Cor 9, 16-17; Ef
3, 2ss; Col l, 25). El Señor le ha otorgado para ello poder (2 Cor 10, 7-8), así como un
espíritu carismático para la realización de su ministerio (2 Cor 3, 6; 1 Cor 2, 4-5): su
misión no se funda en los carismas pero se ha visto colmada de ellos. Su servicio se
basa en la llamada, en la misión y en el apoyo de Dios, sin que esto contradiga lo
expresado en 1 Cor 12, 28-29, donde los apóstoles son presentados como carismáticos,
ya que también lo son; pero al mismo tiempo y por encima de ello, han sido llamados y
designados (como Pablo muestra en otros lugares) para apóstoles.
el sufrimiento del apóstol por causa del evangelio. El apóstol no sólo sirve a los pueblos
con el evangelio, sino que sirve también al mismo evangelio. Lo sirve, por ejemplo, no
obstaculizándolo con su persona, con motivos inconfesables o fines egoístas (1 Tes 2,
lss), no haciendo valer su superioridad espiritual (1 Cor 2, l.4) y no aferrándose a
ataduras tradicionales sin importancia (l Cor 9, 19ss). El apóstol sirve positivamente al
evangelio renunciando eventualmente a que le mantenga la comunidad (l Cor 9, 13ss; 2
Cor 11, 7ss) o al matrimonio (1 Cor 7, 32ss), para dedicarse enteramente al servicio del
Señor. Sobre todo, sirve al evangelio y actualiza el sacrificio de Cristo aceptando, en
obediencia, las inquietudes interiores y exteriores que el evangelio le reporta, llevando
las angustias y sufrimientos por Cristo (1 Cor 11, l). La vida apostólica es un "gastarse y
desgastarse totalmente" (2 Cor 12, 15; l, 6), un "ofrecerse" por los demás.
Tenemos algunos textos que ponen de relieve la relación entre el sacrificio sacerdotal de
Cristo y el carácter sacerdotal del pueblo de Dios, que es la Iglesia. Así, por ejemplo,
Ap 1, 5-6: "Al que nos ama, nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha
hecho de nosotros un Reino de sacerdotes para su Dios y Padre, a Él la gloria y el poder
por los siglos de los siglos. Amén." Los cristianos, por lo tanto, son "sacerdotes para
Dios", pero no por sí mismos sino por la sangre de Cristo que los liberó del pecado (cfr.
Ap 5, 9-10; 7, 13ss).
Pero el ministerio sacerdotal del pueblo de Dios no sólo tiene su origen en el servicio
sacerdotal de Jesucristo sino que además se ejerce por medio de Él: "Ofrezcamos sin
cesar, por medio de Él, a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios
que celebran su nombre" (Heb 13, 15).
HEINRICH SCHLIER
Pero también lo que se dice en otros lugares sobre la corrección mutua corresponde a
una actitud sacerdotal (l Tes 4, 18; 5, 11; Rom 15, 14), y lo mismo puede decirse sobre
la obra de los carismáticos (Rom 12, 3ss; 1 Cor 12, 4ss; 14; 1 Tes 5, 19-20). En todos
estos casos se actualiza el sacrificio de Cristo.
La conducta del pueblo de Dios se manifiesta además en aquello que Rom 12, 1-2
formula apretadamente y desarrolla luego en la paráklésis, a saber, en aquel culto
racional por el que se ofrecen los cuerpos "como una víctima viva, santa, agradable a
Dios". Este culto lo realizan los cristianos renovando su manera de pensar, que ha de ser
tan diferente de la forma de ver del mundo. Y más en concreto se realiza, según Rom
12, 3ss, en el servicio mutuo y en el agapè y sus obras. Estas obras de amor vuelven a
ser citadas en un contexto cúltico-sacrifical, en Heb 10, 24. Hasta de una pequeña
limosna para manutención del apóstol puede decirse que es "suave aroma, sacrificio que
Dios acepta con agrado" (Flp 4, 18).
Pero, sobre todo, hay que volver a citar aquí el sufrimiento y el martirio. Flp l, 29 nos
advierte: "Se os ha concedido... no sólo que creáis en Él (Cristo), sino también que
padezcáis por Él, sosteniendo el mismo combate en que antes me visteis y en el que
ahora sabéis que me encuentro". En el Apocalipsis se expresa claramente la relación
entre sacrificio sacerdotal y martirio: los "sacerdotes" que, en Ap l, 6 y 5, 9-10, dan
gracias a Cristo por su sacerdocio son también los mártires que descansan al pie del
altar, cuya sangre derramada clama por el juicio de Dios, en Ap 6, 9ss. Y en el reino
milenario de paz aparecerán como "sacerdotes de Dios y de Cristo" (Ap 20, 6). En su
martirio, pues, fueron ya sacerdotes: y en su sacrificio prefiguran y manifiestan su
sacerdocio escatológico.
Y la misma orientación aparece en Rom 12, l, donde se habla del culto racional. Para
Pablo se trata de la irrupción del éschaton, como vemos en la conclusión de todo el
fragmento correspondiente: "Es ya hora de levantaros del sueño, que la salvación está
más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada. El día se
avecina. Despojémonos, pues, de las obras de la tiniebla y revistámonos de las armas de
la luz (Rom 13, 11-12).
Hemos visto que el NT habla del ministerio sacerdotal de Cristo, del servicio sacerdotal
del apóstol -como actualización de la entrega de Cristo- y del sacerdocio del pueblo de
Dios, que de diversas maneras toma parte en esta actualización. Queda aún por contestar
a la pregunta más difícil: el ministerio sacerdotal del apóstol, que ha convocado un
pueblo sacerdotal, ¿se continúa en un ministerio sacerdotal peculiar dentro de ese
pueblo o se asimila e iguala totalmente con el servicio sacerdotal del mismo pueblo de
Dios?
Observa mos, en primer lugar, que los ministerios de la Iglesia se consideran siempre en
relación con Jesucristo que "se entregó por nosotros" (Tit 2, 13; 1 Tim 2, 3-4). Al llamar
a los presidentes o rectores de una comunidad "pastores", y a Cristo "pastor y guardián
de vuestras almas" (l Pe 2, 25), "mayoral" (1 Pe 5, 4) o "gran pastor" (Heb 13, 20), se
quiere indicar que el ministerio pastoral de la Iglesia representa al de Cristo.
Aunque el título de "obispo" (epískopos) aluda, por su origen, a un cargo directivo civil
o cúltico, y aunque las comunidades helenísticas hayan ido determinando sus funciones
poco a poco, su misma estructura interna está determinada por el ministerio pastoral de
Cristo: como designación eclesiástica está cargada de contenido cristológico.
Pero, además, los ministerios eclesiásticos tienen relación con el ministerio apostólico.
Se derivan de él y pretenden continuar su servicio. Fueron previstos, en lo que a su
contenido respecta, por el mismo apóstol, pues éste, como aparece en sus cartas y viajes,
no sólo se preocupa de fundar la Iglesia sino también de edificarla. Y uno de sus
cuidados es el de hacerse representar por sus discípulos y enviados. La advertencia de
Pablo a los corintios contiene esencialmente, in nace, todo este tema: "Por esto mismo
os he enviado a Timoteo, hijo mío querido y fiel en el Señor; él os recordará mis normas
de conducta en Cristo, conforme enseño por doquier en todas las iglesias" (l Cor 4, 17).
Las tareas del presbítero y del obispo se concretan sobre todo en el anuncio del
evangelio (2 Tim l, 8; 2, 2; 4, 2.5; 1 Tim 4, 11.13; 6, 20; 2 Tim l, 13-14). Se les
recomienda también el ministerio sacramental. Tal vez 1 Tim 5, 20-22 apunte al perdón
sacramental de los pecados. En Sant 5, 14ss se habla de la unción de los enfermos -
acompañada de oración- para procurar la salud y el perdón de los pecados. De la
ordenación ya hemos hablado.
Una especial relación del ministerio presbiterial o episcopal con la eucaristía no se pone
de relieve expresamente en el NT. En Act 20, 7ss se narra una reunión litúrgica en la
que Pablo solamente predica, mientras que el presidente de la misma es el que parte el
pan. Ahora bien, para Lucas es evidente la unión entre predicación y fracción del pan.
Por ello es de suponer que los dirigentes de la comunidad, "los que se afanan en la
predicación y en la enseñanza" (l Tim 5, 17), tengan también la presidencia de la
eucaristía. Y un fragmento de la Didaché nos hace pensar que dichos dirigentes
sustituyen en muchos casos a los profetas y doctores. Pero es en la primera carta de
Clemente donde se habla ya claramente de una liturgia dirigida por los obispos, y
alrededor del año 100 la situación en Asia Menor y Siria ha quedado definitivamente
HEINRICH SCHLIER
aclarada en favor de los ministros, como nos dice Ignacio de Antioquía escribiendo a los
efesios. Esto hubiera sido imposible sin una preparación apostólica y postapostólica.
Pero una cosa debe quedar clara: según el NT, el ministerio presbiterial y episcopal no
consiste en un oficio sacerdotal dedicado a actualizar en la eucaristía el sacrificio de
Cristo. Se trata, más bien, de que quien ha sido designado para tal ministerio -por el que
se le confía la responsabilidad de la comunidad- actualice con toda su vida el servicio
sacerdotal de Jesucristo -su entrega- y, así, nos permita reencontrar en sus palabras y en
el signo de su existencia el "por nosotros" de Cristo mismo. Fue necesario un cierto
tiempo hasta que se comprendiera que la eucaristía era la actualización más interna y
objetiva del sacrificio de Cristo y el fundamento último de la economía de la Iglesia.
Pero no se puede reducir a ella la actualización del ministerio sacerdotal de Cristo.
Servicio y ministerio
Esta cualidad diaconal se concentra aún más al exigirse a los encargados del ministerio
una existencia dedicada totalmente al servicio. Su forma de vivir no debe suscitar
ningún obstáculo a su servicio, sino que ha de fomentarlo (cfr 1 Pe 5, 2-3; cfr. 1 Tim 1,
18; 4, 10.15; 6, 11 ss; 2 Tim 2, 15.22).
Servicio y autoridad
Conclusión
4) El servicio sacerdotal apostólico tiene como meta el servicio sacerdotal de todos los
hombres y pone de relieve el sacerdocio del nuevo pueblo de Dios. Éste da testimonio
del sacerdocio de Cristo en la confesión de fe y en la alabanza -sobre todo eucarística-,
en las diversas formas de predicación, en las obras del amor, en los padecimientos y en
el martirio.
SUCESO Y ACONTECIMIENTO
SENCILLAS REFLEXIONES HERMENÉUTICAS
SOBRE ALGUNAS CUESTIONES ACTUALMENTE
DISCUTIDAS
Ereignis und Geschehen. Einfache hermeneutische Überlegungen zu einigen
gegettwärtig diskutierten Fragen, Zeitschrift für katholische Theologie, 90 (1968) 1-21
La primera aportación por parte católica a una hermenéutica teológica fue el artículo de
Karl Rahner "Principios teológicos para la hermenéutica de afirmaciones escatológicas".
Principios que parece podrían valer igualmente para la hermenéutica de afirmaciones de
cualquier otro tipo, como el mismo Rahner ha mostrado.
Pero aquí yo quisiera ofrecer algo más que un paralelo al citado artículo de Rahner y
algo más que una hermenéutica de los primeros capítulos del Génesis. La distinción de
los géneros literarios y la distinción entre lo que se quiere decir y la forma en que se
dice han llegado ya entre nosotros al Nuevo Testamento, y plantean cuestiones
profundas que poco a poco trascienden ya las discusiones de teólogos y exegetas y
llegan al público de creyentes y no creyentes. R. Schnackenburg señala algunas de estas
cuestiones, por ejemplo las que se refieren a la resurrección de Jesucristo y a su
nacimiento de la Virgen. Yo quisiera asumirlas aquí y para ello dirigir la atención
previamente a la siguiente cuestión general: ¿qué es lo que proclaman la Escritura, la
Tradición y el Magisterio como un suceso histórico objetivo (Ereignis), y qué como un
acontecimiento (Geschichte) cuyo lugar en nuestra historia no puede probarse con
métodos científicos?
Con esto damos una primera explicación de las palabras del título. En cuanto al término
"sencillas" que reza el subtítulo, significa que no pretendo entrar -por lo menos
expresamente - en cuestiones gnoseológicas y ontológicas, por ejemplo hasta qué punto
la interpretación es una interpretación del propio sujeto o del dato que viene de fuera.
Quisiera tratar la hermenéutica no como filosofía sino sólo como una responsabilidad
teológica en vistas a la interpretación de textos que contienen la Revelación cristiana.
Para mayor brevedad formulo estas reflexiones en forma de tesis, dos de las cuales se
refieren a presupuestos generales: la historia de la salvación y la acción de Dios en ella;
las demás aportan reflexiones teológicas sobre la Revelación.
Esta tesis supone que Dios no sólo obra en una historia objetivada (Historie), sino que a
cada hombre le sale al encuentro en su respectivo acontecer histórico (Geschichte). Uso
la terminología de Bultmann y estoy de acuerdo con su punto de vista. Pero quisiera.
evitando su exclusivismo, incluir en esta comprensión de acontecer histórico tanto el
futuro como el pasado.
Esto quiere decir que no sólo el suceso actual puede tener una significación salvifica,
sino también el pasado o historia que está activamente presente en el suceso. Robert
Greshake y Georges Crespy 1 iluminan una idea que quizás en Bultmann quedó en la
sombra. Y es que el acontecer histórico (Geschichte) de Jesús, también en cuanto es
pasado histórico (historisch), tiene asimismo un significado para mi existencia.
Cierto que el kerigma abre posibilidades de futuro para mi existencia, pero no sólo
porque hace un llamamiento sino porque proclama la persona de Jesús y la acción
salvífica de Dios en Él. Y Dios en Jesús no sólo es presente sino también pasado.
Ahora bien, se puede reconocer y afirmar este pasado de una manera puramente
objetiva; entonces tal relación con el pasado no toca nuestra existencia ni le abre nuevas
posibilidades y, por lo tanto, no puede ser ni fundamento ni contenido de la fe; aquí
Bultmann tiene razón. Pero con esto no está dicho que haya que descartar los sucesos
del pasado. Lo que hay que descartar es la actitud objetivante. Orando uno tiene por la
fe una relación personal con Dios en Jesús, entonces los mismos sucesos que también se
podrían objetivar empiezan a hablar otro lenguaje más profundo. Pertenecen a la
persona que entra en comunión con nosotros, son expresiones de un amor que nos salva.
No es posible seguir fundamentando aquí esta metafísica del mundo; me remito a otras
publicaciones, como por ejemplo las de Rahner 2 .
Pero quisiera añadir algo. Creo que lo dicho vale también de la actividad sobrenatural
de Dios. Aquí aparece al máximo la iniciativa creadora de Dios, que se entrega al
hombre, pero para despertar en él una nueva actividad. O Dios me sale al encuentro en
un hermano, o me interpela directamente, pero entonces para que yo a mi vez salga al
encuentro de mi hermano, entregándome a él de parte de Dios. Todo lo cual culmina en
Cristo.
En una historia de salvación concebida de esta manera no hay para qué eliminar el
milagro. Pues por una parte no hay por qué concebirlo como una interferencia de Dios
y, por otra, el que Dios manifieste su iniciativa mediante determinados signos no ofrece
contradicción alguna.
¿Qué es, pues, un milagro? Un suceso sorprendente; pero que no sólo sorprende nuestra
percepción objetivamente (como podría hacerlo cualquier otra excepción de las leyes
naturales), sino que indica ante todo una relación interpersonal con el hombre, y es por
lo tanto una señal de llamada y de perdón. El Nuevo Testamento presenta a veces el
milagro como un signo del poder de Dios (dynamis, érgon), pero no podemos olvidar
las palabras de Pedro que nos presenta los milagros de Jesús como actos del amor
liberador de Dios en Él: "Cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y
con poder, y cómo Él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el
diablo, porque Dios estaba con Él" (Act 10,38). Sólo como símbolos del amor salvífico
de Dios son los milagros signos de su poder.
milagro como de una excepción de las leyes naturales, no podemos concebir esta
excepción como una desconexión de tales leyes, sino como una conexión a nivel
superior, como una potenciación de su significado.
a) Al obrar Dios por medio de sus creaturas, esperamos en principio que las lleve por
sus propios caminos y sea fiel a sus leyes.
c) Pero también cabe esperar que esa actuación milagrosa de Dios no desconecte las
leyes de su creación, sino que, al contrario, las plenifique y conecte al máximo.
d) También hay que tener presente que todo el obrar de Dios tiende a nuestra salvación
y que los milagros son señales de esa salvación. Por el contrario, la condenación y el
castigo por parte de Dios hay que entenderlos como el mal que la criatura se acarrea a sí
misma al apartarse de la salvación que Dios le ofrece.
Sin embargo, quiero hacer notar que estos presupuestos no deben convertirse en
prejuicios sobre la manera concreta de actuar Dios en cada caso. Yo puedo presuponer,
por ejemplo, que Dios haya realizado la hominización del hombre en una forma
transformista-evolutiva, pero no debo excluir de antemano otro camino con tal que sea
humano. Lo mismo podría decirse de otras intervenciones de Dios. Los presupuestos
indicados me marcan unas líneas, pero su forma de realizarse debe ser comprobada
atendiendo a los mismos sucesos salvíficos que nos han sido revelados. Analicemos
ahora estos sucesos.
tal manera que es asequible a la investigación histórica. Por lo tanto se presupone que
puede haber un acontecimiento -en nuestro contexto un acontecimiento salvífico- que
no ocurra dentro de las dimensiones de nuestra historia terrena ni sea asequible al
conocimiento histórico objetivo (historisch). Como ejemplo aduje la resurrección de
Cristo, dando por supuesto que ella no significa la vuelta atrás del "una vez para
siempre" (Rom 6,10) de la muerte de Cristo; es decir, que no se trata de un retorno a la
existencia terrena, sino de la entrada en la plenitud de la vida gloriosa. De ahí que la
muerte de Cristo sea lo último que se puede comprobar históricamente sobre Jesús.
Después de esto lo único históricamente comprobable es el testimonio de los que le
vieron. Pero ese ver de los testigos no fue ya una comprobación histórica. Y queda la
pregunta de si en las apariciones ocurría algo histórico (Historisches), de modo que, por
ejemplo, la presencia de Jesús se pudiera comprobar mecánicamente, o si se constató
históricamente que la tumba de Jesús estaba vacía, o si la ascensión y la venida del
Espíritu son sucesos (Ereignisse) propios en la existencia de Jesús o su diversificación
está sólo en la experiencia de los discípulos o en la reproducción literaria de los
escritores neotestamentarios. La tesis siguiente trazará el camino de respuesta a estas
preguntas.
Ahora bien, ¿cómo la adquiere? Sencillamente de la manera como los hombres dan
expresión verbal a cualquier acontecimiento. Y la acción de Dios tiene lugar siempre
por medio de acontecimientos intramundanos (cfr. tesis segunda). Esta es una idea
bastante reconocida hoy en la teología católica respecto de la inspiración. Y nosotros
pensamos que vale también respecto de la Revelación, la cual abarca la tradición oral y
su puesta por escrito, y no queda fuera del proceso socio-psicológico de los libros
sagrados. Doy por supuesta una fundamentación más detallada de este concepto de
Revelación y saco de él dos consecuencias.
La primera es que la acción salvífica de Dios sólo puede expresarse verbalmente o por
una narración directa o por una conclusión, ya que no trata de verdades ahistóricas sino
de la acción de Dios. O se experimenta esta acción para luego contarla directamente, o
se la conoce por sus efectos.
Naturalmente en las conclusiones habrá aún más material humano que en la simple
narración, puesto que es la exposición de un hecho actual con una etiología sobre su
origen; es evidente que al "concluir" se da un margen mayor a las representaciones y
puntos de vista humanos. Así, tenemos los relatos de las apariciones de Cristo
resucitado, los cuales si son etiología - y en cuanto lo sean- no pretenden informar sobre
un hecho histórico objetivo, sino que expresan una realidad actual (que los apóstoles
están enviados por el Señor vivo y glorificado) y, en cuanto esta realidad tiene un
origen, presuponen un acontecimiento (Geschehen). Este acontecimiento es proclamado
valiéndose sin duda de la fe judía en la resurrección, fe que es a su vez reforzada por el
encuentro con el Señor vivo, pero que no por esto deja de expresarse por medio del
lenguaje concreto del pueblo judío.
Tesis quinta: Un suceso histórico objetivo puede ser tomado de una narración directa,
también puede deducirse de otros datos reales, pero sólo en cuanto éstos mismos
pertenezcan al terreno histórico (historisch).
Esta tesis es casi tautológica. La narración nos lleva al suceso objetivo (Ereignis) en
cuanto es histórica (historische) en el sentido moderno de la palabra. Esto quiere decir
que en la Escritura y fuera de ella hay que examinar el género literario de un relato
teniendo en cuenta el objetivo que persigue. Lo mismo ocurre con la conclusión
deducida de otros datos reales, pues de estos datos no se podrá concluir la existencia de
un suceso histórico objetivo, si ellos no testimonian otros sucesos históricos objetivos.
Pues ni representaciones mitológicas, ni ideas metafóricas, podrán abrir el camino hacia
un hecho histórico contingente. Así, por ejemplo, de al Gloria de Jesús no se puede
deducir que su tumba estaba vacía (porque además no está nada probado que el cuerpo
glorificado sólo pueda tener su origen en el cuerpo terreno).
Tesis sexta: Cuando la historicidad no puede probarse por las fuentes, no basta apelar
sencillamente a la fe.
Que la Tradición posbíblica interpreta la Escritura, también por medio del Magisterio
eclesiástico, es doctrina generalmente aceptada por la teología católica. Pero, al mismo
tiempo, la Escritura interpreta también la Tradición, hecho que empieza asimismo a ser
reconocido por nuestra teología.
Si se supone que a veces la Tradición puede añadir datos reales a la Escritura, hay que
reconocer, con todo, que en gran parte se limita a transmitir su testimonio. Y si se es de
la opinión de que todo el mensaje de salvación se contiene esencialmente en la
Escritura, entonces hay que interrogar a la misma Escritura sobre el sentido de sus
conceptos, frases, perícopas, etc, ya que la Tradición puede precisar el testimonio
escriturístico, pero no ampliarlo.
La Constitución del Verbum (y propiamente ya el mismo Trento) dejan lugar para esta
concepción, que es la de B. Van Leeuwen, Geiselmann, Ratzinger, Kasper, y a la que yo
quisiera adherirme.
Los dos últimos autores citados hacen ver aún una cosa que he formulado en esta tesis:
que no sólo la Tradición sino la Escritura misma ha de ser interpretada desde el núcleo
de su mensaje, desde el evangelio o kerigma. La teología cristiana siempre interpretó el
Antiguo Testamento desde el Nuevo. Pero dentro del mismo Nuevo Testamento hay
frases centrales o fórmulas kerigmáticas que tienen el valor de evangelio primordial, al
cual apela el autor neotestamentario (esto es especialmente claro en 1 Cor 15, 1-19).
Todo ello se entenderá mejor si se tiene en cuenta que no sólo hay una Tradición
posbíblica, sino también una antebiblica, que toda la Escritura es una Tradición
constitutiva puesta por escrito.
Una vez iluminada así mi tesis, quisiera sacar algunas consecuencias prácticas para
nuestra hermenéutica:
Lang prueban que los mismos concilios no dan siempre el mismo valor a expresiones
como de fide o haereticum.
Ahora bien, está generalmente reconocido que hay que buscar en cada dogma la
intención de su enunciado. Y por lo tanto al hacerlo habrá que abandonar esos modos
enunciativos. Pero esto siempre a posteriori y de manera que nunca quede el enunciado
en estado puro, sino mediatizado siempre por nuevos modos enunciativos,
condicionados también por su tiempo.
Pues bien, esto vale no sólo de cada dogma individual sino de los dogmas en toda su
conexión histórica y, sobre todo, en relación con la Escritura y con la Buena Nueva. Los
dogmas se interpretan unos a otros en una serie dialéctica, como se ve de manera
especial en la cristología de los concilios y en la teología del Magisterio sobre la gracia.
Pero lo más importante es que deben ser interpretados en la dirección de su enunciado
que no sólo apunta hacia fórmulas bíblicas kerigmáticas del pasado (que siguen siendo
muy importantes), sino hacia el evangelio siempre nuevo que ahora mismo es
acontecimiento.
3) Con todo esto, no se dice que en la Iglesia no pueda haber ya ninguna voz
autoritativa. Puede y debe haberla, magisterial, pero también carismática. Una voz que
interpelará a nuestra fe en la medida en que refiera sus enunciados a la Buena Nueva y a
la situación actual (y no sólo repita enunciados anteriores). Hay, pues, una palabra
autoritativa en la Iglesia. Pero sin que por esto nuestro acontecer histórico (Geschichte)
deje de seguir siempre adelante y con él la interpretación de la historia (Historie) pasada
y de sus enunciados.
No es que vayamos a hacer siempre nuevos descubrimientos científicos, pues puede que
un día se agote la fuente de estudios históricos. Es más bien que nos encontramos
siempre en una nueva situación histórica (geschichtlich) y ello nos obliga a interrogar
siempre de nuevo a la historia (Historie) y sus enunciados.
Tesis octava: Es necesario, no sólo desde un punto de vista pastoral sino también
teológico, mostrar primero el acontecimiento (Geschehen) salvífico en toda su
significación, y sólo entonces plantear la cuestión de sus modalidades históricas
(historische), psíquicas o biológicas.
Esta tesis no es ningún final retórico para acabar volviendo de mi actitud crítica a la fe o
para morir como creyente después de haber vivido como teólogo. No, la importancia de
la actitud creyente y del mensaje de la fe proceden precisamente de mi examen crítico
sobre lo que es histórico (histortch) y de las incertidumbres que de él resultan. Todas las
preguntas sobre el valor de nuestras fuentes y de nuestras deducciones nos hacen
retroceder de nuevo al kerigma y al acontecimiento (Geschehen) proclamado. La
salvación ha entrado por medio de Dios en nuestro mundo; y de manera plena por
Jesucristo. Él es el Hijo de Dios. No viene de aquí sino de Dios, en toda su misión, su
persona y su origen. Él ha alcanzado la Gloria por la muerte y está junto a Dios por
nosotros, de manera que "su asunto sigue adelante", pero no sin la presencia de su
persona.
No digo que aquí acabe todo ni que la restante forma histórica de este acontecimiento
salvífico no tenga importancia para nosotros. Puede tenerla y en alto grado como, por
ejemplo, en lo que respecta a toda la actitud de Jesús, según dijimos antes. Lo que
afirmo es que tenemos que empezar por el acontecimiento salvífico, por la
proclamación pastoral y por la reflexión teológica sobre la significación salvífica de esta
realidad y de este acontecimiento (Geschehen); y sólo después y a partir de ahí
preguntarnos por Adán, por el nacimiento virginal o por la tumba vacía.
Notas:
1
R. Greshake, «Historie wird Geschichte», Essen 1963; G. Crespy, «La pensée
théologique de Teithard de Chardin», Paris 1961.
2
Cfr Karl Rahner, «Die Hominisation als theologische Frage».
3
cfr. SELECCIONES DE TEOLOGÍA, 23 (1967) 214-215 (N. del T.).
4
Sigue, en el artículo original, una tesis que hemos omitido en el presente extracto
(corriendo la numeración de las tesis siguientes). Entre otras razones nuestra omisión se
debe a que el autor aborda dos ejemplos concretos: el del pecado original y el de la
maternidad virginal, sobre el primero de los cuales hemos ofrecido ya en nuestra revista
numerosos artículos, entre ellos uno del propio Schooneaberg: cfr SELECCIONES DE
TEOLOGÍA, 22 (1967) 134-143. Lo que se cuestiona en dicha tesis podría resumirse
así: la Tradición postbíb lica sólo puede suplir a la Escritura cuando se trata de nuevos
sucesos históricos; si no es éste el caso, no se puede recurrir a la Tradición para decidir
PIET SCHOGNENBERG, S.I.
ale que en la misma Escritura quede indeciso. El sentido de todo esto queda asumido en
la tesis que sigue (N. del E.).