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¿Qué hacer con los domingos?

Revista Algarabía
Luis Ignacio Helguera
diciembre 3, 2017

Definitivamente la invención del último día de la semana encontró ya a Dios cansado, aburrido, falto de
inspiración
 y lucidez. Eso explica que los domingos
 sean aburridos, soporíferos, deprimentes,
nauseabundos. Hay en los domingos algo enfermizo, una enrarecida decadencia, hipócritamente
disimulados en el disfraz de descanso, de santidad, de convivencia familiar. Más que bíblicos, son
infernales; dicen unos versos de Eduardo Elizalde:
El infierno serían esos domingos, todos esos grises, sordos, ciegos, pantanosos domingos unidos en un
ciclo sin semana
Judas metió su cuchara en la última cena, como Satanás la suya cuando Dios creó el domingo.
Las mañanas de los domingos
 son ya feas, pero dejan
 todavía en nosotros un necio 
resquicio de
ilusión, de
 esperanza de ser felices, de
 pasarla bien cuando menos. 
Con coquetería solar, farisea,

despliega el domingo su
abanico, su plumaje de pavo
real de utilería. Están como
opciones los
suplementos
dominicales, el futbol, la 
misa de doce, las comidas 
con familiares o amigos, los
picnics, el zoológico,
 las multitudinarias excursiones a Xochimilco o Chapultepec —la multitud
adora la multitud—, el cine, el Valium. Son, en el fondo, más que formas de disfrutar, tácticas para
llenar, para matar un día abominable que puede matarnos. Los suicidas dominicales no pudieron matar
el domingo y se mataron a sí mismos.
Quizá algunos ya habían decidido suicidarse y eligieron el día de la semana ideal para hacerlo. Lo
consuman sobre todo por la noche. Pues ya por la tarde, después de una sobremesa generalmente
pesada, lánguida, indigesta, el rostro del domingo se demacró, se afeó de manera monstruosa; al
anochecer, refutada toda esperanza, la sensación de vacío, de profunda desolación, puede ser
devastadora. Días tan bellos como el viernes o el sábado, escalera de euforia, conducen a un pantano
que confundimos con un colchón blando y cómodo. Colchón apestoso, pantano, arena movediza; nuevo
engaño: el domingo es estático, pero en esa dinámica falsa del domingo, tan falsa como su estaticidad.

Aprenderlo debimos —bueno, no quiero generalizar: debí desde la infancia, cuando, por defender las
inapreciables delicias del viernes y sábado, las tardes
 y noches dominicales entregadas a las dichosas
tareas escolares nos decían ya a las claras que el aprendizaje estaba no en ellas, sino en las desdichas de
soportar el día que Dios inventó falto de lucidez, sea ebrio o crudo por el tinto de consagrar.
La masificación dominguera del gusto, la traumática multiplicación y mecánica repetición de planes de
ser, no digamos felices, de ser a secas, es más evidente que nunca los domingos.
«Dominguero» es un adjetivo peyorativo que dice más de lo que decimos cuando lo decimos. Ningún
otro día de la semana cuenta con un adjetivo tan denigrante. «jornada sabatina» o «año sabático», por
ejemplo, expresan un Saturno vigoroso y eufórico. «Lunático» tiene una connotación romántica, de
ensoñación cuando menos respetable. En cambio, «Gatitas domingueras» —en Chapultepec, por
ejemplo— es verso, del poeta populista a veces impopular Jaime Sabines, que expresa un hastío y un
desprecio tigrescos inconfundibles —parecidos a los de «A estas horas aquí».
Durante las muy escasas temporadas en que mi neurosis toleró oficinas, horarios, jefes, secres, mandar
y ser mandado, admito que los domingos tendieron sobre mi vida su velo beato. El lunes se me volvió
odioso: volver a empezar —¿a empezar qué?—, recoger la roca de Siś ifo y escalar de nuevo. ¿A dónde?
A un domingo suave y enfermo desde el cual arrojar nuevamente la roca a un lunes que sólo puede
tener de bueno que el domingo terminó. Adiós a las oficinas: vivan los lunes del freelancer. «No debe
confundirse la plenitud del trabajo profesional con la plenitud de sentido de la vida creadora —escribe
el psicólogo Victor E. Frankl—; algunas veces, el neurótico procura, incluso, huir de la vida pura y
simple, de la vida grande y entera».
Me confieso asimismo un inepto para acatar el modelo edificante de vida que nos propone este autor:
«En consecuencia, no debemos darnos por contentos con lo ya alcanzado, ni en los valores de creación
ni en los de vivencia; cada diá , cada hora, plantea la necesidad de nuevos hechos y abre la posibilidad
de nuevas vivencias». ¡Caramba!, los domingos del doctor Frankl deben de ser fascinantes.
«Día de descanso obligatorio» es la santa definición de ese pantano infecto. Justamente, el descanso
auténtico es el libre, desobligado, irresponsable, no el que dictan la ley, la obligación.
Luigi Amara me plantea un problema filosófico: ¿cómo distinguiriá s los domingos de los otros diá s de
la semana en una isla desierta? Sin titubear mucho respondo que por su sol hipócrita y por el grado de
depresión inconfundible que ocasionarían en mi ser.
Basta: este domingo ha llegado a su fin. Lo celebro con la convicción iń tima de que después de crear el
mundo, y soportarlo unos cuantos siglos, Dios se murió, como quería Nietzsche. Fue, por cierto, de
abulia, de aburrimiento, de fastidio. Fue, por cierto, un domingo.

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