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Sinrazones en manada

Juan Manuel de Prada


Toda la furia extraviada que ha desatado la sentencia del juicio a los
bicharracos de «La Manada» nos sirve para mostrar cómo nuestra
época ha abdicado de la razón teórica, para después tratar de combatir
los efectos deletéreos de esa abdicación con torsiones y contorsiones
estrafalarias de la razón práctica.
La razón teórica nos permite enunciar principios universales, acordes
con la naturaleza de las cosas; y la razón práctica nos enseña a aplicar
tales principios a las circunstancias mudables de la vida. Pero si la
razón teórica abdica (o, todavía peor, se reprime, cohíbe o coarta, por
sinrazones ideológicas), el juicio de la razón práctica será
inevitablemente erróneo. La naturaleza de las cosas nos enseña, por
ejemplo, que la vida o la integridad física de las personas es un bien
que debe protegerse; y que, por lo tanto, cualquier acto que lo lesione
tiene que ser castigado, independientemente de que la víctima haya
prestado su consentimiento. Así, si yo pido a un amigo que me ampute
un brazo, o que me salte la tapa de los sesos de un tiro, y mi amigo
accede a hacerlo, la razón teórica dictamina que mi amigo ha
transgredido la naturaleza de las cosas y por ello debe ser castigado;
luego, en todo caso, quien lo juzgue podrá determinar (mediante un
juicio de la razón práctica) si su culpa puede ser atenuada o agravada.

Pero esta secuencia lógica entre la razón teórica y la razón práctica se


hace añicos –¡oh sorpresa!– cuando se trata de enjuiciar las conductas
sexuales. La razón teórica nos enseña que el apetito sexual debe
encauzarse, para no convertirse en una fuerza arrasadora de la
dignidad y afectividad humanas; la razón teórica nos enseña que
determinados actos sexuales son aberrantes, porque no buscan otra
cosa sino obtener una burda satisfacción, lograda a costa de ultrajar a
otra persona. La razón teórica nos enseña que cuando cinco hombres
penetran en comandita a una mujer están perpetrando una aberración
que merece un castigo severísimo, con independencia de que la mujer
haya sido forzada o haya consentido tal aberración; pues una mujer
que consiente en someterse a tal aberración tiene sin duda el
consentimiento viciado, por culpa de algún trastorno mental o
perversión afectiva (o bien por hallarse bajo los efectos de sustancias
que han ofuscado su juicio). Y, sentado este juicio de la razón teórica,
a la razón práctica le correspondería dirimir las circunstancias
agravantes (intimidación, violencia, abuso de confianza, posición de
superioridad, etcétera) o, en su caso, atenuantes. Pero la razón
práctica sólo tendría que afinar el juicio de la razón teórica, que
previamente habría establecido que ciertos actos sexuales depravados
exigen un castigo severo.
Nuestra época, en cambio, niega que existan actos sexuales
depravados en sí mismos. Y esta dimisión de la razón teórica se
explica porque ella misma está depravada y no tiene valor para
afirmar que una sexualidad que no se encauza se convierte en una
fuerza destructiva. Lo hace porque se ha propuesto destruir una serie
de afectos naturales y de instituciones creadas para preservarlas
azuzando el desenfreno sexual. Y esta época depravada que ha
fomentado sinrazones en manada, que ha promovido todas las formas
de desenfreno sexual y auspiciando ideologías monstruosas que han
reducido a escombros los afectos naturales y las instituciones creadas
para protegerlos… ¡se pone furiosa porque la razón práctica de unos
jueces no ha castigado más severamente a los bicharracos de "La
Manada"! A esto se le llama poner tronos a las causas y cadalsos a las
consecuencias. De una época tan depravada puede decirse con justicia
que en el pecado lleva la penitencia.

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