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Adiós

Tierra

Primera Parte

Por Álvaro Cotes Córdoba


Copyright: Álvaro Cotes Córdoba.
(Licencia copyright estándar)
Edición: En proceso.
Idioma: Español.
Dimensiones (cm) 15.2 ancho × 22.9 alto
Portada:
Imagen creada con
Photoshop por el
artista gráfico Chase Stone.
Sinopsis
Un físico estadounidense confirma la horri-
ble verdad sobre el fin de la Tierra e incluso
calcula con la precisión de un relojero el perío-
do en que ocurriría y hasta pronostica el tiem-
po que tendría la humanidad para salvarse de
esa catástrofe apocalíptica. Tras varios años
de conocerse la cruel realidad, los gobiernos
de todos los paises, como nunca antes, se po-
nen de acuerdo por una sola causa, salvar a la
humanidad y demás especies existentes en el
planeta, olvidándose de las discrepancias y am-
biciones por las que siempre discutieron y pe-
learon con sendas e innecesarias guerras en
el pasado. Deciden trabajar en conjunto para
aprovechar la única alternativa que les queda:
abandonar el planeta, en lo que se llamará El
Gran Éxodo Mundial. Pero antes, deberán pri-
mero adecuar los medios para la huida y bus-
car el sitio adonde ir y también acondicionarlo
para la vida de la Tierra. Sólo tendrán entre 500
a 700 años, para lograr esa gran gesta sideral.
"Debemos colonizar otros
planetas o estaremos
condenados a la extinción":
Stephen Hawking
Adiós Tierra
La teoría sobre el fin del mundo había embelecido
a James Gordon, desde que se graduó como físico
en una universidad de Colorado, California, hacía
ya diez años. Se la pasaba concentrado en descu-
brir ese gran misterio, anunciado de forma bíblica
por Nostradamus y revivido en el cine con diferen-
tes versiones, durante los albores y finales del segun-
do milenio, respectivamente.
Una mañana calurosa en que se hallaba mirando
las estrellas desde su laboratorio personal, en una
zona rural de Kansas y en donde residía solo, des-
cubrió un extraño fenómeno que se registró en cer-
canías del Sol. Percibió a través de un potente te-
lescopio que tenía allí, cómo una minúscula partícu-
la explotó tras haberse primero incendiado. Luego,
asombrado por el acontecimiento único, averiguó el
tamaño de esa diminuta densidad con una fórmula
matemática que él manejaba muy bien y concluyó
que medía un poco menos que el tamaño de la Tie-
rra, es decir, aquella partícula había sido un planeta.
Más tarde, verificó en un mapa astral que, en efec-
to, el planeta había sido Venus, el cual durante mi-
les de millones de años había permanecido con su
movimiento de traslación alrededor del Sol, como
todavía lo venía haciendo la Tierra, Martes, Júpiter,
Saturno, Urano, Neptuno y Plutón. Venus, el segun-
do de los planetas desde el Sol, acababa de ser des-
truído por su acercamiento al gigantesco astro ama-
rillo. Sin embargo, ese no fue el único descubrimiento
que haría ese día, por cuanto una pregunta empezó
a rondar dentro de su cabeza y la cual fue: ¿Si aquel
planeta destruido por su aproximación al Sol había
sido Venus, entonces qué había sucedido con Mer-
curio, el primero del sistema planetario si se obser-
vase desde el Sol? Comenzó a buscarlo con su ca-
talejo electrónico por la elíptica que siempre había
estado recorriendo alrededor del astro gigante, pero
no lo encontró por ninguna parte. Durante dos días
consecutivos indagó, inclusive, llamó por un teléfo-
no satelital a un amigo, a Hollman Kartl, quien labo-
raba en la NASA, para que con el telescopio Hoobe
que la agencia mantenía perenne en el espacio, tam-
bién lo buscara, pero él tampoco lo halló después
de examinar durante un par de horas el intersticio
entre la gran esfera incandescente y la Tierra.
Es mas, Kartl se sorprendió y se asustó cuando
en su exploración extraterrestre se dio cuenta de que,
igualmente, no había visto a Venus, a lo que James
Gordon le respondió después, contándole su ex-
traordinario descubrimiento y del cual había sido,
aparentemente, el único testigo. “Tengo todo regis-
trado en mi computador”, le manifestó a su amigo
Kartl, quien al otro lado de la línea telefónica, en
una de las oficinas de la NASA, se sintió un poco
entusiasmado por lo que le decía Gordon, mas no
convencido de un todo.
Lo que había visto ese día James Gordon era la
prueba fehaciente de que la teoría del fin del mundo
era cierta, por cuanto lo mismo sucedería con la Tie-
rra. El fenómeno sideral no sólo llamó su atención
por lo que había acontecido con Venus, sino por lo
que habría pasado con Mercurio, el primer planeta y
el cual estaba delante de Venus. No sólo había sido
testigo único de la destrucción de un planeta, sino
que había sido el primer humano que se enteraba
de la desaparición de Mercurio.
Como el telescopio que utilizaba estaba conecta-
do a un computador de última generación, lo que
había visto quedó también grabado en la memoria
electromagnética, por lo que contaba con las imáge-
nes que enseñaría más tarde a la comunidad cientí-
fica internacional. Sin embargo, él era un profesio-
nal y un investigador insaciable, quien no se dete-
nía con las primeras luces de un extraordinario ha-
llazgo, por lo que continuó indagando antes de pre-
sentar esa prueba física de la cruda realidad que le
esperaba al mundo. Profundizó en el asunto e inició
la búsquda del tiempo que tendría la Tierra antes de
su destrucción total, comparando la distancia entre
Mercurio, Venus y el planeta azul y corroborando la
velocidad con la cual se movía la Tierra en su apa-
rente traslacción eterna.
A pesar de que estaban en invierno, el clima afue-
ra se palpaba caliente, como si estuviera en verano.
No había llovido los últimos dos años en el estado ni
en el resto de las otras regiones del territorio nacio-
nal. Y es que la naturaleza para el entonces seguía
cada vez más loca en todo el mundo: llovía a cánta-
ro en el desierto del Sahara y durante casi todos los
días e incluso, había caído hasta hielo y nieve a la
vez. En Alaska, desde hacía un lustro, no se sabía
lo que era sentir frío desde que amanecía hasta que
oscurecía. El Sol calentaba aquel territorio con tem-
peraturas elevadísimas. De la misma forma sucedía
en los otros países de las tradicionales zonas tórri-
das y nórdicas. Para los científicos, el disparate
atmosférico se debía al acortamiento de la distancia
entre la Tierra y el Sol, teoría que había prosperado
en los últimos cincuenta años y la cual pronosticaba
el fin del mundo, como también iba a ocurrir con los
otros planetas del sistema solar, pero después de
millones y millones de años. Por lo pronto, la Tierra
era el planeta que más preocupaba, porque se con-
sideraba que sería el tercero de la cadena de plane-
tas, después de Venus, el cual giraba y giraba tam-
bién alrededor de la inmensa bola de fuego y con
dirección hacia a ella y, además, porque era en don-
de siempre había vivido el ser humano. Esa hipóte-
sis jamás se había comprobado, por cuanto nadie
había encontrado la prueba que lo confirmara, como
lo hizo James Gordón esa vez, al inicio de un día
caluroso de aquel año del futuro.
La teoría del final del mundo de James Gordon se
promulgaría un mes después, luego de que él, el
último día de su encerramiento en el observatorio
planetario, durante otra noche más, calurosa y reple-
ta de estrellas, concluyera que a la Tierra sólo le
restaban a partir de esa fecha, la cantidad de 1.500
años de existencia. Pero esa conclusión no fue la
más grave, por cuanto después analizó que la vida
conocida en la Tierra, desde ese día, sólo poseería
más de la mitad del crucial tiempo, para seguir exis-
tiendo. Es decir, a partir de ese año, los seres en la
Tierra tendrían entre 500 o 700 años de vida, por
cuanto después sería un imposible vivir en ella, de-
bido a la temperatura y a los cambios bruscos de la
atmósfera en el planeta, por su acercamiento cada
vez mayor hacia el Sol. Incluso, en su computador
personal y con un programa de simulación digital,
había recreado cómo sería el planeta durante esos
últimos años, junto con sus habitantes y demás se-
res vivientes y edificaciones e inventos que la huma-
nidad había creado a lo largo de los cuatro milenios
recorridos hasta por esos momentos. Todo se consu-
miría o extinguiría como si jamás hubiera existido.
Por eso, y con mucha razón, tuvo que ponerse a
meditar después sobre la posibilidad que tendria la
humanidad de sobrevivir durante esa fulminante he-
catombe del mundo. Tras otras dos noches más, lue-
go de pensarlo varias veces, se dio cuenta de que
no había otra alternativa, salvo la de abandonar el
planeta, para lo cual debían de empezar a preparar-
se desde ya, con el fin de que cuando llegara el día,
no hubiera en la Tierra un solo habitante. En su mente
no sólo divagó esa preocupación, sino también el
modo como el mundo tomaría su teoría comproba-
da y posibles soluciones, si es que la asimilaba como
una verdad absoluta y no como una versión más de
las tantas surgidas a lo largo de la historia de la hu-
manidad, desde los sectores religiosos hasta los
científicos y cinematográficos, sobre el fin del mun-
do.
La primera vez que dio a conocer su descubrimien-
to, al mes siguiente, lo hizo en una conferencia de
prensa que organizó en un museo de la urbe, ubica-
do cerca a un hospital psiquiátrico. Como él era un
personaje reconocido en el mundo científico, por sus
trabajos sobre las ondas hertzianas y porque escri-
bía en revistas especializadas y en los periódicos
más influyentes de su país, sobre temas de física
cuántica y las leyes del Universo, la convocatoria de
los representantes de los medios de comunicación
fue voluminosa. No hubo un medio de los Estados
Unidos que faltara a la conferencia de prensa.
Entre la multitud de periodistas se hallaba Hulk
Barrington, un famoso ex científico de la Nasa, reli-
gioso a morir y un acérrimo crítico de las hipótesis
que negaban los sermones de la Santa Bibilia y de
la creación de Dios. Por eso había salido de la a-
gencia espacial, ya que se había convertido en una
especie de ‘piedra en el zapato’ o en un ‘chivo espia-
torio’ dentro de ese importante ente que se encarga-
ba aún de todo lo que tenía que ver con el espacio,
pero no de manera directa, sino de intermediaria o
de control espacial, ya que para el entonces el es-
pacio seguía explotándose comercialmente por gran-
des compañías privadas que surgieron tras acabar-
se los viajes de los transbordadores, a principio del
tercer milenio. Además, trabajaba en una revista es-
pecializada en ciencia y temas religiosos, de ámbito
mundial y de la cual se decía que se trataba de un
medio de comunicación del Vaticano, aunque la ins-
titución apostólica nunca lo había aceptado ni mu-
cho menos negado. No era tan viejo ni joven, tenía
unos 35 años de edad, estaba casado y no tenía
hijos y vivía en un apartamento de uno de los ras-
cacielos de Nueva York, a una cuadra de donde es-
tuvieron las torres gemelas destruidas por unos lo-
cos suicidas, a comienzo de ese mismo tercer milenio
y cuyo espacio aún se conservaba allí como un re-
cuerdo imperecedero a las miles de personas que
fallecieron esa fecha de ingrata recordación.
Vestía un traje de color púrpura, el cual le llegaba
hasta los tobillos. El atuendo lo combinaba con un
fajón del mismo color, pero llamativo y fosforescen-
te. Sus pies calzaban unas sandalias doradas y se
veían limpios y cuidados. Los habitantes en la Tie-
rra, por ese entonces, vestían como lo hicieron duran-
te el primer milenio e inicio del segundo. Los panta-
lones, camisas y zapatos, no eran de ningún uso ya,
porque se había regresado a la forma de vestir anti-
gua, pero con prendas más finas y fuertes y con
mejores coloridos y diseños. El pelo de su cabeza
relucía brillante, debido al uso de un champú en boga
por esa nueva era que se iniciaba. Su cara siempre
permanecía pálida, pero ello obedecía por un pro-
blema de epidermis que tenía que tratarse con una
crema polarizante, para tolerar los rayos solares y lo
cuales eran cada vez más fuertes e insorportables.
En los últimos dos siglos, la insidencia del astro ha-
bía causado daños en las pieles de los seres huma-
nos, inclusive, hasta muertes de miles de personas,
constituyéndose en un problema de salud peor que
el cáncer y el Sida, las plagas más dañinas durante
finales del segundo milenio.
Al comienzo de la rueda de prensa, James Gordon
descubrió al polémico periodista entre el cúmulo de
comunicadores y pensó de inmediato que obtendría
allí la primera oposición a su increible hallazgo. No
obstante, estaba convencido de que con las prue-
bas que tenía, sería lo suficientemente convincen-
te, para demostrarle al mundo la atroz verdad y lla-
mar la atención de sus habitantes, con el fin de ini-
ciar la apoteósica aventura jamás emprendida por
los humanos durante su existencia en la Tierra. Ha-
bía utilizado el método de la convocatoria a los pe-
riodistas, porque sabía de antemano que sería la
única manera de llegar a todo el mundo de forma
directa y rápida, sin tener que hacer lobby o esperar
respuestas tardías. Además, porque se trataba de
un problema que afectaba a la humanidad y la cual
tenía todo el derecho de enterarse de una vez por
todas sobre lo que acontecería con el único hábitat
que conocían y existía en el Universo para ellos y
así no tener que ser privados de esa cruel realidad
hasta el final de los tiempos, cuando no hubiera nin-
guna oportunidad.
Antes de iniciar su pronunciamiento compromete-
dor, Gordon pidió a los presentes no interrumpirle la
intervención, ya que al final tendrían todo el tiempo
suficiente, para hacer sus preguntas. Su alocución
duró una hora y media, durante la cual mostró las
imágenes con las pruebas de la explosión de Venus
e incluso la simulación de cómo ardería la Tierra en
los finales años del planeta. Además, explicó con
números y fórmulas físicas lo que le quedaba a la
Tierra y el tiempo que tendrían sus habitantes, para
empacar y abandonarla, antes del período infernal.
Por último, dejó entrever que lo mismo que a Venus,
le había tenido que suceder a Mercurio, aunque so-
bre este último hecho no había sido testigo como en
el de Venus. Ya al final de su intervención, el perio-
dista Hulk Barrington ni siquiera esperó a que él em-
pezara a beberse un trago de agua de una botella
de plástico, para preguntarle:
--- ¿En resumen, lo que usted acaba de decirnos,
es que Dios creó la Tierra, para que al final terminá-
ramos calcinados por el Sol?
--- No --- objetó Gordon --- a Dios no lo debemos
meter en este asunto --- dijo.
Barrington se disponía a ripostar, pero James Gor-
don de inmediato señaló con un dedo a otro periodis-
ta que había levantado su mano. Se trataba de un
joven de unos 19 años de edad, perteneciente a una
de las tantas revistas eléctrónicas que subsitían en
los Estados Unidos. La prensa escrita, la televisión
y la radio seguían existiendo, pero sólo funcionaban
como anuncios electrónicos, eran más inmediatos y
se veían desde cualquier esquina, en establecimien-
tos públicos y por las calles o avenidas, por donde
informaban al instante y constante lo que acontecía
en las ciudades, paises y todo el mundo, a través de
pantallas con alta definición ubicadas al rededor de
las arterias y dentro de los negocios comerciales. Si
alguien quería enterarse de lo que ocurría en el mun-
do, sólo debía salir de su casa. Los accesos a los
contenidos informativos eran gratuitos. De ahí que,
lo que James Gordón acababa de promulgar, le lle-
gó a todo el mundo de inmediato, porque los pe-
riodistas con sus celulares enviaron enseguida las
imágenes y sonidos de la rueda de prensa de ma-
nera directa a los anuncios de las calles y lugares
encerrados. Una manera formidable de evitar las
mordazas a la prensa.
Barrington insistió en anunciarse para una segun-
da pregunta, pero Gordon estaba dispuesto a darle
batalla, obviándolo o no permitiéndole hacer otra de
sus intervenciones, por lo que volvió a señalar a otro
representante de uno de los medios presentes. Se-
ñaló con el dedo a una bella mujer que se destaca-
ba por un sombrero rosado al estilo medieval y el
cual le hacía juego con una túnica del mismo color
que llevaba puesta como si fuera una virgen santa.
Se llamaba Mery Smart, una pelirrubia con pecas,
de aproximadamente 30 años de edad y empleada
de un medio digital de gran influencia en la moderna
red mundial de datos, antigua Internet, denominada
con las siglas RMD y la cual cubría todo el planeta
en cuestión de millonésimas de segundos por termi-
nales que los usuarios hasta portaban en sus pul-
sos o automóviles que circulaban con combustibles
bioenergéticos. Ningún vehículo terrestre ni aéreo
consumía para esa época y desde hacía tres mile-
nios, los obsoletos combustibles de la gasolina, die-
sel o gas. Además, el petróleo en el planeta se ha-
bía agotado y si algo quedaba muy adentro del glo-
bo terráqueo, el hombre había dejado de buscarlo
por economía y rendimiento, ya que el nuevo com-
bustible biodegradable era más fácil de obtenerse y
resultaba mil veces más barato.
--- Doctor Gordon --- dijo la hermosa pelirrubia,
con un acento neoyorquino --- usted ha manifesta-
do que sólo tendríamos entre 500 a 700 años, para
alistarnos a abandonar el planeta. ¿Acaso en su
mente ya ha discurrido hacia dónde iríamos si en
verdad ocurre el fin del mundo como usted lo ha
tratado de demostrar hoy aquí?
--- Claro --- dijo de inmediato James Gordon, des-
pués explicó:
--- Hacia el planeta vecino o Martes, pero debe-
mos primero adecuarlo para la vida de la Tierra.
--- ¡Eso es una locura! --- explotó Barrington des-
de donde se hallaba, al final del salón de la conferen-
cia --- ¡Usted no sólo está alucinando, sino que está
incitando a un pánico mundial de 500 o 700 años! --
- volvió a gritar con cierto resentimiento y cólera por
dentro.
Gordon no respondió esa vez, sólo sonrió un poco
y miró después hacia otro grupo de comunicadores
que pedían intervenir. Con el mismo dedo, señaló a
un veterano periodista que había permanecido sen-
tado con una pierna cruzada o como se seguían sen-
tando las mujeres y sin voluntad de ponerse de pie.
Sin embargo, cuando se sintió escogido, se reincor-
poró despacio y mientras lo hacía, se quitó unos len-
tes de aumento que llevaba frente a sus ojos y los
cuales se elevaron de modo automático sobre su
cabeza entrecanada, cuando mencionó la palabra
gafas. Debía de tener entre 60 a 68 años de edad,
lucia un menudo bigote negro y lánguido, que pare-
cía pintado a la piel y una barbilla del mismo tono,
como la usaron los franceses entre los siglos XV y
XVI o a finales del segundo milenio.
--- Doctor --- dijo, mientras terminaba de levantar-
se --- tengo entendido que usted es amante de las
distracciones, a quien le gusta inventar juguetes para
la humanidad como la famosa gafa que tengo ahora
puesta y la otra que inventó para visualizar las on-
das hertzianas de la Tierra...
En efecto, James Gordon saltó a la fama por esas
dos invenciones que no sólo le dieron millonadas de
dinero, sino prestigio y un reconocimiento en el mun-
do científico, por cuanto ambos objetos trajeron en-
tretenimiento y comodidad a la humanidad, ya que
la gente no tenía por qué quitarse y ponerse a cada
rato las gafas cuando las necesitaba, debido a que
un chic incorporado en las mismas, recogía y des-
plegaba el aparato de las cabezas de sus usuarios.
En cuanto a los anteojos para ver a las ondas hert-
zianas, había sido un invento maravilloso, ya que a
través de ellos se podía contemplar la atmósfera te-
rrestre en pleno movimiento y en un extraordinario
colorido, como si fuera un arcoiris del tamaño del
cielo.
--- ¿Por qué no deberíamos pensar ahora noso-
tros --- continuó el periodista veterano --- que se
podría tratar de otra invención más de su parte?
El cuestionamiento llenó de una expectativa posi-
tiva a Hulk Barrington, quien por primera vez se mos-
tró sin intención de querer decir algo. James Gordon,
como siempre, sonrió antes de contestar a la pregun-
ta, comportamiento que no sólo irradiaba la seguri-
dad que él poseía de sí mismo por esos instantes,
sino también que le amargaba el alma a los que por
esos primeros momentos empezaban a no creer en
su teoría sobre el fin de la Tierra. Después bajó su
cabeza y buscó entre unos papeles que poseía en
la mesa que le servía de escritorio, pero al no hallar
lo que escudriñaba, se propuso responderle al vete-
rano periodista:
--- No es una invección mía, es un hallazgo que
realicé durante mi observación espacial: ahí están
los hechos por fuera de toda imaginación --- dijo
James Gordon y añadió:
--- La comunidad científica del mundo puede bien
confirmar todo lo que he dicho.
Por un instante, todo el mundo en aquella rueda
de prensa se quedó en silencio, como si no tuvieran
más nada qué preguntar. Sin embargo, el mutismo
obedeció a que por esos segundos hizo su ingreso
al salón de la conferencia, a través del único acceso
que poseía el recinto y el cual yacía a la izquierda y
detrás de donde se hallaba James Gordon sentado,
por lo que era el único que no se había dado cuenta
de la presencia de un hombre de avanzada edad,
con cabellos entrecanos, alto y fornido, vestido con
una túnica blanca y acompañado de otros cuatro
hombres de la misma estatura, pero con vestiduras
parecidas de color negras y luciendo cada uno ga-
fas oscuras. Nadie los conocía, por lo que aumentó
más las expectativas de los periodistas presentes.
Cuando por fin James Gordon advirtió la causa del
silencio en el selecto auditorio, porque notó la mira-
da de todos los comunicadores hacia la entrada del
salón, volteó su cabeza cuadrada y pudo entonces
ver a los nuevos concurrentes. Tampoco supo de
quiénes se trataban, pero como él era el que presi-
día la reunión, no le tocó más remedio que averiguar-
les si también eran periodistas, a lo que el hombre
de blanco y anciano le contestó que no, porque perte-
necían a la AFP, una Agencia Federal de Policías,
dedicada a investigar a los científicos y la cual lo
requería por esos momentos, para intercambiar al-
gunas comunicaciones en privado. Hasta ese día,
Gordon ni los comunicadores sociales en el audito-
rio, sabían que existía una agencia de investigación
de científicos.
Los cuatro hombres de negros se acercaron des-
pués hasta donde se encontraba James Gordón e
intentaron sujetarlos por sus brazos, pero él no se
los permitió, sin embargo, los individuos miraron al
hombre de blanco, quien se había quedado en la
puerta y desde donde asintió con su cabeza de pe-
los blancos, por lo que los cuatro sujetos se volvie-
ron hacia James Gordón y lo levantaron con fuerza
de la silla. James trató de evitarlo con pataleos y
palabras insultantes, pero nada pudo hacer con el
vigor de los cuatro hombres y la desidia de los pre-
sentes, quienes se quedaron con sus bocas abier-
tas, como anodadados. No sabían lo que sucedía y
nadie daba muestra de querer saberlo, por temor a
que tomaran alguna represalia en contra de ellos.
Sin embargo, el señor níveo les aclaró las dudas,
cuando les dijo que lamentaba mucho la tomada de
pelo, porque el paciente James Gordon sufría de una
severa esquizofrenia y estaba siendo tratado en el
hospital psiquiátrico del estado, a pocas cuadras de
allí, por lo que reiteró en ofrecer sus disculpas a los
comunicadores sociales por el tiempo perdido.
Aunque las reacciones de la mayoría de los asis-
tentes a la rueda de prensa fueron de resignación,
hubo uno que no se mostró igual. Su nombre: John
Guarde, del diario La Punta, un periódico electróni-
co especializado en temas amarillistas y escandalo-
sos. No se tragó entero el cuento de la supuesta
agencia investigadora y por eso, en lugar de refun-
fuñar, por lo de la ‘tomada del pelo’, se dedicó a re-
parar a los extraños hombres y notó en ellos cierta
ambigüedad. Luego, fue el único en atreverse a sa-
lir enseguida, después de que lo hicieron los hom-
bres de negro y el vetusto de blanco, con James
Gordón dándoles lidia y negando su supuesta es-
quizofrenia. Por eso alcanzó a ver el vehículo en
que se lo llevaron, un microbús azuloscuro y con
vidrios polarizados.
De regreso al salón donde se había realizado la
frustrada conferencia de prensa, halló una discusión
parcializada entre sus colegas y en la cual el tema
central era el oso que todos habían hecho por creerle
al científico ahora ‘loco’. A John Guarde le causó
rabia ver cómo sus colegas se dedicaban a denigrar
de James Gordon por lo que acababa de suceder.
Ni siquiera demostraban estar preocupados por el
reconocido científico ni por lo que le pudiera pasarle
y mucho menos se mostraban interesados en saber
si aquellos hombres que se lo habían llevado a la
fuerza eran auténticos. La discusión era liderada por
Hulk Barrington, quien había aprovechado para de-
rramar todo su odio y envidia contra James Gordon.
--- Siempre ha sido un fiasco para la humanidad -
-- decía, refiriéndose a Gordon.
Ante semejante insolidaridad, John Guarde tuvo
que intervenir, llamando la atención con una frase
que siempre lo había caracterizado y la cual se le
había convertido ya en una muletilla:
--- Nadie debe ser juzgado hasta que se comprue-
be la verdad --- expresó y enseguida sus colegas
voltearon a ver quién había hablado. No obstante,
Barrington le contestó:
--- Pero aquí no se trata de un juzgamiento, sino
de una enfermedad mental.
--- ¿Algunas vez escucharon ustedes de la exis-
tencia de una agencia que investiga a los científi-
cos? --- preguntó Guarde.
Los periodistas en el recinto se miraron a las ca-
ras y murmuraron, al mismo tiempo que menearon
sus cabezas de forma negativa. Barrington fue el
único que no dijo ni gesticuló absolutamente nada.
El interrogante despertó la duda de inmediato entre
los comunicadores concurrentes, lo que Barrington
advirtió al instante y por eso decidió interrumpir su
silencio:
--- ¿Y qué hay con eso? --- averiguó y después
remató:
--- Es evidente que el hombre está loco: cómo se
le ocurre decir que la Tierra va a ser devorada por el
Sol y que todos debemos abandonarla para siem-
pre e irnos a vivir a Martes; así cualquiera otro pue-
de también convocar a una rueda de prensa y anun-
ciar que el Universo va a explotar, porque observó
por su telescopio que otro Universo paralelo estalló
en mil pedazos. Si vamos a hacer eco a todo lo que
diga cualquier ‘mente brillante’ desquiciada, ya des-
de hace rato no hubiéramos existido.
John Guarde no tuvo más argumento para refu-
tarle a Barrington y, en lugar de comentar algo más,
prefirió salir de aquel recinto en silencio. Se resignó
a volver a creer que él era el único en ver el asunto
del científico James Gordon de una manera diferen-
te, como siempre le había sucedido durante su ofi-
cio, posición que no sólo había ayudado a conver-
tise en un osado periodista a lo largo de su carrera,
sino también a conseguir varios premios por su acu-
siosidad y empeño. Obedecía siempre a su ances-
tral malicia indígena, pues su madre era mexicana,
la cual lo había concebido con un inglés ciudadano
estadounidense. Y aunque sus rasgos físicos no pro-
venían de ella sino de su padre, en su forma de ser
era idéntico a su madre. Desconfiaba de todo el mun-
do y pensaba que detrás de cualquier verdad, siem-
pre hay algo de mentira. A veces ni en él mismo con-
fiaba, lo que en muchas ocasiones lo llevaba a refle-
xionar si esa sería su misión en la Tierra: nunca tra-
gar entero. Por lo pronto, esa actitud era la que más
le sentaba y la que más le había dado buenos triun-
fos en su profesión ingrata, por lo que no veía nin-
gún motivo, para pretender cambiar de forma de ser.
Al llegar a su oficina en el medio electrónico en el
que laboraba desde hacía diez años, lo primero que
hizo antes de empezar a redactar la noticia sobre el
incidente con el científico James Gordon, fue llamar
al manicomio del estado, para averiguar si en ver-
dad lo habían llevado hasta allí. La sorpresa que
recibió fue mayúscula y la cual lo incentivó a seguir
con la investigación. Le informaron que al lugar no
había ingresado nadie con ese nombre y ni siquiera
con otro desde hacía más de cuatro años. Se sintió
triste y alegre a la vez, pues con la respuesta obte-
nida se confirmaba su sospecha, al mismo tiempo
que le daba toda la razón a su intuición maliciosa.
Sin dudas pensó en serio que detrás del evento ha-
bía gatos encerreados, por lo que se olvidó por el
momento de escribir la nota acerca del incidente
durante la rueda de prensa, ya que la percibió obso-
leta ante lo que empezó a ver podía estar sucedien-
do.

Esta historia continuará...


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