Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
Salvador Minuchin
El siguiente obstáculo que teníamos que sortear era presentar a mis padres a Pat.
Ellos no podrían venir a nuestra boda. Todo lo que saben de los Estados Unidos lo
aprendieron en las películas de Hollywood; tienen pesadillas.
Nos tomamos diecisiete días sibaríticos en el viaje hacia Argentina. Todas las
mañanas pedimos nuestro desayuno -filet mignon con o sin huevos-, mientras un conjunto
compuesto por tres músicos interpreta música argentina y brasileña. Durante el desayuno
jugamos a imaginar lo que está sucediendo en otras mesas. Inventamos romances: el
elegante joven argentino (de un bigote bien recortado) que está solo, con la mujer «sexy»
sentada con su madre y su hermana. La joven pareja que baila el samba; el esposo
parece celoso. Nuestras invenciones quedan sin controlar; por lo tanto, siempre estamos
en lo cierto. Vivimos en nuestra propia burbuja, posponiendo la realidad. El océano es
infinito, el futuro sereno y despejado. Exploramos nuestros cuerpos. Leemos libros y
hablamos, compartimos ideas y supuestos. Le enseño a Pat algunas palabras en castellano
para saludar a mi familia: «Hola mamá, hola papá, hola pobrecitos». Con mi sentido del
humor perverso e infantil (o quizá como una diablura profunda e inconsciente), le estoy
enseñando a insultar a mis padres. Pero se lo confesaré el día anterior a la llegada, y nos
reiremos como si hubiera sido una ocurrencia inteligente.
Cada uno le oculta al otro su propia incertidumbre hacia el futuro (¿cómo será?) y
sobre el otro. Nuestros monólogos internos están llenos de signos de interrogación, que
sólo emergen de forma modificada, envueltos en discusiones pequeñas y carentes de
sentido.
Pat dejó su mundo en Nueva York. Espera que yo sea un experto en esos otros
mundos que serán los nuestros. Le temo a esa confianza que ella me tiene. Cuando está
ansiosa, insiste, y a eso yo lo llamo «sermonear». Cuando yo estoy ansioso, levanto la voz
y me pongo belicoso; ella lo llama «fanfarronear». Prevemos permanecer en Argentina
tres meses, antes de tomar el Conté Grande con destino a Génova. Después navegaremos
doce días más hasta Haifa. Esos meses estarán llenos de obligaciones con lo desconocido.
Pronto comenzamos a erigir barreras contra los intrusos. Pero los intrusos son mi
familia. Mis padres no me han visto durante un año. Pat considera excesivo el tiempo que
me reclaman. Me siento dividido, pero desde luego reconozco el aislamiento de Pat, y su
fastidio por los parientes que les dicen en castellano a mis padres lo que piensan de mi
mujer. Me siento protector. Mi relación con mis padres cambia. Siempre he sido el hijo leal
y responsable. Ahora me siento distante y molesto por su insistencia en que las cosas no
cambien. Me considero sobre todo un esposo, mientras que ellos tratan de que siga siendo
un hijo. Pat y yo buscamos islas de escape. Vamos al cine para escaparnos y estar solos.
La criada de mis padres trabaja seis días por semana. Vive en una habitación que
está en el piso superior. A Pat le sorprende que no tenga su propia llave; que esté siempre
disponible, sin horas de descanso; que después de años de trabajar para mi familia se
sospeche de ella cuando se pierde algo. Yo nunca había advertido la abyecta servidumbre
que infligimos a las criollas que, durante toda mi vida, habían trabajado para nosotros por
un sueldo mezquino, sin ningún derecho, sirviendo a menudo como compañeras sexuales
pasivas de los jóvenes de la casa.
El recuerdo glosa y hace románticos los momentos difíciles. La vida era dura,
éramos inmigrantes, no conocíamos las costumbres, y mi salario como director médico de
Youth Aliyah no superaba mucho el de los chóferes que venían a llevarme al trabajo. Esa
vida era primitiva y un poco peligrosa. La frontera con Jordania estaba a sólo unos treinta
kilómetros, y teníamos una constante conciencia de los merodeadores árabes que
cruzaban esas líneas invisibles llamadas frontera. Una de nuestras vecinas, una anciana
sobreviviente de los campos de concentración, entraba en pánico y gritaba cada vez que
oía disparos a distancia.
Pat era un ama de casa que se adaptaba a las condiciones difíciles. Mi trabajo me
llevaba todos los días a Tel Aviv, a una de las cinco instituciones de internación que yo
supervisaba, mientras ella permanecía prácticamente sola en medio de ninguna parte, sin
amigos, luchando con un nuevo lenguaje. Caminaba los tres o cuatro kilómetros hasta la
tienda y el mercado de pescado, a veces más de una vez, para comprar jabón o nuestra
ración de huevos. A mí me preocupaban mis propias dificultades en ese nuevo país,
mientras me abría camino frente a los vatikim (los antiguos) que cuestionaban mis trucos
americanos, y no comprendía lo difícil que era la situación de Pat. Hoy en día me maravilla
la forma como sobrevivió esos primeros meses.
En los primeros meses en Kfar Saba, Pat y yo negociamos reglas sin advertirlas.
Pudimos aceptar fácilmente algunas diferencias: Pat prefería leer por la noche y levantarse
tarde. Yo prefería irme a dormir y levantarme temprano. Nos repartimos algunas de las
tareas domésticas que constituyen los elementos del contrato de colaboración de la pareja
-quién lava los platos, quién saca la basura, quién paga las cuentas-. Pero tuvimos
discusiones acaloradas sobre otros detalles: por ejemplo, si la ventana iba a quedar o no
abierta durante la noche. La capacidad para resolver problemas pequeños y visibles
depende de la buena voluntad y la flexibilidad, invisibles pero sin embargo esenciales.
Depende del modo como cada cónyuge sienta la necesidad del otro y esté dispuesto a
ceder en su propia pretensión de tener la verdad, de la capacidad de la pareja para
comprender que su lucha es absurda y para reírse juntos, de la disposición a poner la
lealtad recíproca por encima de las exigencias conflictivas, del placer de los pequeños
momentos y del interés de los diálogos en torno de cuestiones neutras y propias del
mundo de los otros.
Seis meses después de nuestra llegada a Israel, mis padres vinieron de visita.
Decidimos preparar un banquete y abrimos la bolsa de arroz, que encontramos atestada
de insectos. Tenía un aspecto moteado (arroz blanco y bichos oscuros) y repulsivo. En
nuestra vida anterior la hubiéramos tirado a la basura. Pero no en Israel. Mi madre se hizo
cargo. Como directora táctica, nos hizo abrir el catre, y sobre él esparcimos el arroz bajo
los rayos del sol. Miles de insectos comenzaron a huir de los granos calentados. Habíamos
ganado la batalla, pero no la guerra. El arroz todavía estaba vivo. Mamá tomó la porción
destinada a la comida y la echó en un recipiente con agua. Los insectos subieron a la
superficie, mientras que el arroz se depositaba en el fondo, y ese simple proceso de
separación física nos proveyó un grano más o menos limpio. Quizá quedaron algunos
insectos, pero en realidad necesitábamos comer proteínas. Cuarenta años más tarde, esta
situación sigue viva en nuestra memoria. Forma parte de nuestro período heroico, un
interludio cómico con momentos aburridos, tensos, coléricos, difíciles y afectuosos.
Episodios como éste marcaron un cambio profundo en nuestras relaciones con mis
padres. Nos venían a visitar y experimentaban con nosotros las dificultades de nuestra
existencia. Pero también veían que teníamos recursos propios y empezaban a respetar
nuestros derechos y prerrogativas. Los guiamos y protegimos mientras permanecían con
nosotros. Por primera vez me convertí a sus ojos en un hijo adulto. Hicieron su primer
contacto con Pat como una persona separada. En esta nueva relación nos resultaba fácil
aceptar su útil intrusión.
Pat hace muchas cosas a la vez. Al igual que tantas mujeres profesionales, salta de
una a otra de las tareas implícitas en múltiples roles: esposa, madre, psicóloga, directora
comercial y de la familia. Para conocer un tema, ella lo examina desde diferentes puntos
de vista, y llega a una conclusión global. Yo reconozco los pasos que ella ha dado, pero de
ese modo nunca llegaría a extraer conclusiones. Ella conecta con la gente y mantiene esta
conexión. Tiene un agudo sentido del humor, por lo general sutil e intelectual, pero
también puede gesticular como Harpo Marx, y hacer reír a carcajadas.
Yo pierdo las llaves, dejo las ventanas abiertas, y dependo de ella para leer
direcciones en los viajes y en la vida. Ella confía en mis ideas. Tenemos ideas políticas
comunes. Los dos somos liberales. Advertimos la injusticia de un sistema económico que
impone el hambre a muchas personas, y en nuestra pequeña esfera trabajamos por
cambiarlo.
Yo soy diferente hoy en día, porque ella me cambió. Y ella es diferente debido a
mí. Ambos formamos parte de un todo más amplio: una compleja entidad psicológica, una
colmena, un hormiguero de dos. Cuando las cosas marchan bien, nos complementamos.
Cada uno puede prever, anticiparse al otro, cuando el funcionamiento es adecuado. El Pas
de Deux resulta por lo general eficiente. Cuando nos encontramos en situaciones nuevas,
o cuando en nuestras órbitas privadas hay algo fuera de lugar y necesitamos más apoyo
que el habitual, la danza cambia. Pero si los engranajes se traban, quizá pongamos en
tensión nuestros linajes respectivos. Yo me convierto de. nuevo en Salvador Minuchin, y
ella es Patricia Pittluck. Yo tengo razón, tú estás equivocado. No, la equivocada eres tú.
Cada vez batimos con más fuerza el parche de nuestros tambores individuales. Me vuelvo
sordo a lo que ella dice. Un pañuelo de tela, digo yo. Los pañuelos de tela son primitivos,
dice ella; usa papel.
Llevo dentro de mi dos modelos de lo que significa ser una pareja: el modelo de
mis padres, que asimilé de niño sin cuestionarlo, y el modelo en el que he estado
trabajando durante cuatro décadas. Esto limita mi conocimiento. No tengo ninguna
experiencia personal del divorcio y de un nuevo matrimonio, la monogamia en serie, o los
modos más esotéricos de ser pareja. Cuando trabajo con otras formas de vivir en pareja,
soy franco al describir mis limitaciones, y le pido ayuda a la pareja que atiendo.
La pareja de mis padres reflejaba los valores de su época. Cada uno conocía su
lugar. Mi padre ganaba el pan y era el centro de poder de la familia. Mi madre se
acomodaba al liderazgo de él. Era una relación complementaria, pero sin ninguna duda
acerca de «quién llevaba los pantalones». En la cultura rural Argentina de principios de
siglo, una mujer cabeza de familia habría sido una desgracia familiar.
Cada hijo trajo a nuestra familia placeres y dificultades. Muy pronto descubrimos
que todo nuestro conocimiento profesional, todos los libros que habíamos leído, no nos
aportaban mucho acerca de nuestros propios niños tan peculiares y sobre cómo armonizar
con ellos.