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Teología Latinoamericana: actualidad y futuro

Néstor O. Míguez

La dispersión teológica
Hasta hace algún tiempo hablar de “la teología latinoamericana” era referirse a
la llamada Teología de la liberación (TLL) y sus más difundidos autores, la mayoría de
ellos en la iglesia Católica, aunque algunos reconocidos teólogos evangélicos eran
identificados también bajo esta corriente. Creo que hoy sería injusto mantener esta
mirada. Por un lado porque la TLL ya no es un núcleo unívoco; no sólo un tronco
ramificado, sino un pequeño bosque que ha crecido de las semillas que ésta lanzó al
viento del Espíritu. Por el otro porque han aparecido en nuestro continente otras
aproximaciones teológicas que no tienen su origen en esta corriente (aunque algunas
surgieron para confrontarla). No me refiero solo a teologías importadas, sino a matices
y reelaboraciones propias que estas diversas corrientes han tomado en nuestro
continente. Me refiero a las formas particulares que tomaron, por ejemplo, las
experiencias pentecostales, con un perfil diferenciado, en muchos casos propios, o
nuevas corrientes dentro de las iglesias con tradición misionera. Descalificarlas como
teologías importadas sería injusto, como lo sería reducir todo a uno. Después de todo
la TLL también se nutrió de fuentes venidas de afuera, desde el tomismo hasta
Moltmann.
Pero vayamos por partes. Sin pretender dar un panorama acabado ni muchos
menos, uno tiene que hacer un pequeño inventario tentativo, porque no hay posibilidad
de mirar hacia el futuro de la teología latinoamericana sino a partir de algunos
elementos que hoy ya están formando parte del horizonte en el cual se mueve.
Comencemos por la más tradicional TLL. Aquí, como dije, hay una gran
dispersión. Uno de los factores que ha contribuido a ello es que desde mediados de
los años ’80, el sujeto “pobre” en torno el cual giraba su concepción, que constituía su
locus y perspectiva, comenzó a particularizarse a partir de examinar la complejidad de
los sujetos y modos de explotación que se dan en nuestro continente, así como la
incidencia de otros factores, más allá del político-económico. Así aparecerán los
sujetos “emergentes”, como fueron llamados: pueblos originarios, afrodescendientes,
los migrantes y desplazados, las lecturas de género, la lectura campesina, etc. Cada
uno aportó una perspectiva vinculada a su particular experiencia y lugar social, a su
modo de construcción subjetiva, una hermenéutica y particularidad discursiva que fue
complejizando la forma de leer las Escrituras, discutiendo, en algunos casos, el propio
canon escriturístico, introduciendo elementos de una “teología de las religiones”,
modificando las formas de elaboración teológica. Otras perspectivas surgidas fuera del
cristianismo, tanto de las tradiciones durante tanto tiempo postergadas, como nuevas
comprensiones sociales y filosóficas, entraron en diálogo y propusieron nuevas
síntesis teológicas.
Por otro lado aparecieron temáticas que diversificaron las propuestas: la
preocupación ecológica, las cuestiones de la relación entre fe y cultura, la
fragmentación de los sujetos, etc. Esto, además en un cambiante escenario político,
donde el horizonte socialista que había informado la TLL en sus primeros pasos y el
tipo de análisis social usado ya no podía sostenerse plenamente, y aunque no
totalmente desechado, fue necesario incorporar otros elementos y utopías, otros
aportes críticos diferenciados para buscar relevancia.
Así, la TLL conoció otros caminos: Teología indígena (con distintas variantes),
teología feminista latinoamericana (que en algunos puntos se distingue de similar
empresa en otros contextos), otras expresiones de teología desde una perspectiva de
género (de las nuevas masculinidades, teología gay o queer, etc.), teologías afro,
campesina, de los pobres urbanos, y otras incipientes. Estas ponen de relieve los
distintos escenarios y puntos de énfasis desde los que se leen las escrituras y
tradiciones cristianas, la historia continental y las prácticas eclesiales. El tema del
diálogo interreligioso, las llamadas “nuevas espiritualidades” y las cuestiones de medio
ambiente han tomado significativa relevancia en algunos contextos. Otros siguen
explorando los temas políticos y económicos, pero bajo nuevas perspectivas, en el
horizonte que traen las nuevas prácticas democráticas, la globalización neoliberal y las
teorías posmodernas y posmarxistas. Si hemos de hablar del futuro de la teología en
América Latina una de las líneas a considerar es la expansión y desarrollo de estas
nuevas líneas de trabajo. Hoy la producción teológica, en ese sentido, es más un
jardín de pensamientos que un riel de una sola dirección.
Pero esto no agota, ni por lejos, el panorama. Si la teología se vincula con la
Iglesia, o para mejor decir en nuestro contexto, con las iglesias, no puede ignorarse la
multiplicidad y diversidad que esta tiene en el continente, reflejando la dispersión
eclesial que hoy nos caracteriza. Hay teologías implícitas, y en algunos casos parcial o
totalmente explícitas, en todas las “movidas” que hoy sacuden el mundo cristiano.
¿Quién puede ignorar el carismatismo católico y su fuerte incidencia continental? Se
podría decir que doctrinalmente no aporta nada, ya que se ciñe (al menos
formalmente) a la dogmática romana. Pero eso no alcanza para analizar lo que esto
significa. Si bien la formalidad doctrinal se mantiene en los parámetros de la ortodoxia
confesional, su práctica, su modo de vivencia religiosa, las dinámicas con que se
organiza, de alguna manera muestran una teología subyacente diversa, a duras penas
contenida en las fórmulas tradicionales. La liturgia, que es una teología actuada,
muestra este nomadismo, el deslizamiento pneumatológico que en ella se manifiesta.
Y también como incide en un “ecumenismo del Espíritu” que la acerca a las
manifestaciones similares en el ámbito evangélico. El acto del Luna Park que el año
anterior unió estas manifestaciones, y al cual concurrió el Cardenal primado argentino,
no puede ser ignorado como “hecho teológico”. Se puede decir que esto tiene
dimensión global, y es cierto. Pero ello no quita el particular sabor y modo, las
dimensiones propias que adquiere en nuestro continente. Esto genera dos lecturas
necesarias, que deberán ser parte de la tarea teológica a venir: un estudio serio de la
teología subyacente (las teologías, porque el fenómeno no es tampoco unívoco), como
también una crítica teológica sobre la naturaleza, condición y significado del
movimiento.
Queda dicho, indirectamente, que también en ese sentido hay que tomar en
cuenta el carismatismo evangélico, con sus múltiples variantes. La experiencia es,
junto a otros componentes, uno de los elementos que informan el quehacer teológico.
En la teología de América Latina hemos destacado justamente el valor de la
experiencia, sea la experiencia objetiva de opresión y las luchas de liberación en sus
múltiples dimensiones tanto como las experiencias espirituales y cosmovisionales que
se dan en las distintas culturas. No podemos, por tanto, ignorar la significación que
tiene la experiencia del Espíritu que confiesan quienes han renovado su fe por ese
camino. Por supuesto, la experiencia, tanto objetiva como subjetiva, no es el único
parámetro de una construcción teológica, y debe ser sometida al testimonio de la
Escritura, al escrutinio de su coherencia discursiva a la luz de la pluralidad de saberes
humanos, a su lugar en la historia y tradición eclesial y social. Y debe ser “purificada”
de su sesgo emocional, lo que no significa desconocer el lugar que lo emotivo tiene en
toda posición de fe. Se trata, por tanto, ya sea de una “teología carismática”, que
quizás no tiene sus rasgos más salientes en su sistematización argumental pero que
no puede ser ignorada como teología “práctica” en un amplio sector del cristianismo,
ya sea de una “teología del carisma”, que debe tener también su arista crítica y
autocrítica. Esta tarea afecta no solo a quienes vivencian el fenómeno carismático,

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sino a todos a quienes nos conciernen las diversas manifestaciones de la fe cristiana
en nuestro continente, no solo como fenómeno sociológico, sino también desde su
pertinencia teológica.
El año pasado se celebraron los cien años del pentecostalismo en América
Latina, con su impulso inicial en tierras chilenas. Sabemos que apenas un año
después también había misioneros pentecostales en Argentina. En realidad, la
experiencia pentecostal en Chile era anterior, pues ya en 1907 hay testimonios del tipo
de manifestaciones asociadas al pentecostalismo en la Iglesia Metodista en Chile
(Valparaíso), de la cual 2 años después se desprenderá la primera Iglesia Pentecostal
del continente. Si cien años de historia, vigencia y testimonio no generaran una
teología, o al menos matices teológicos propios, el fenómeno hubiera muerto de
inanición. De manera que cabe indagar sobre los matices propios, diferenciales,
autónomos y autóctonos que han tomado los pentecostalismos vernáculos, pues sería
también en este caso un reduccionismo inaceptable creer que es un movimiento sin
variantes. No es lo mismo el pentecostalismo de las grandes misiones claramente
dominadas y controladas teológicamente desde el exterior, desde los centros de poder
religioso (que suelen coincidir con el poder político y económico), que las iglesias
autónomas o las misiones internas autosostenidas, que han tenido que dar diferentes
respuestas frente a las situaciones en que se han encontrado. Ni es lo mismo el
creciente pentecostalismo popular que hoy se manifiesta en cientos y cientos de
pequeñas comunidades barriales, generadas desde liderazgos locales, con lazos muy
sueltos con los fenómenos eclesiales mayores. Hay allí también una teología
espontánea que se está haciendo, que por ser “teología práctica” no es menos
teología, y de la cual toman más nota los antropólogos que estudian el fenómeno
desde el punto de vista social que los teólogos sistemáticos.
En este campo hay que notar la producción teológica que se viene haciendo
desde las filas pentecostales. No hemos mencionado nombres en los otros espacios,
sería injusto hacerlo en este, pero podemos decir que la “Red Latinoamericana de
Estudios Pentecostales” (Relep) reúne los exponentes más reconocidos de la teología
pentecostal latinoamericana, que ha editado varios libros que reúnen trabajos en el
área de historia, teología y estudios sociales sobre el pentecostalismo, así como hay
tesis doctorales y otros trabajos de investigación disponibles. Nuevamente, hay que
distinguir lo que son estudios sobre el pentecostalismo de lo que es una “teología
pentecostal”. Y ambas cosas existen, si bien la primera es más prolífica que la
segunda.
Finalmente sería ofensivo en este ámbito si no se señalaran los estudios y
producciones vinculadas con la Fraternidad. Con un tono más “evangelical”, si me
permiten el uso de este ambiguo anglicismo, que los teólogos “ecuménicos”, no faltan
las reflexiones teológicas sobre la realidad continental que surgen de este medio. No
hace falta aquí mencionar los nombres porque Uds. los conocen mejor que yo. Los
autores que han fundamentado y difundido la idea de “misión integral”, quienes han
hecho aportes en reuniones del CLADE, los estudios dados a conocer en las mismas
publicaciones de la FTL aportan también una rica veta a la teología latinoamericana.
En algunos casos, si uno no conociera los nombres e historias personales, sería muy
difícil distinguir, fuera de ciertos elementos de vocabulario y matices, algunos teólogos
evangélicos de la TLL de los de la FTL. En otros casos, fuerza es decirlo, sí se notan
claras diferencias y hasta oposiciones. Estas se dan, más que nada, en las opciones
políticas concretas y en la justificación de las mismas.
No podríamos cerrar este acápite sin mencionar otras teologías, las de la
ortodoxia católico-romana y de los fundamentalismos evangélicos. Ambos, cada uno a
su manera, aunque por carriles muy distintos, tratan de dar respuestas que clausuren
estas discusiones, que reduzcan estas aperturas. El catolicismo oficial en el
continente, véase Aparecida, se encuentra en una situación de defensiva al ver

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sucumbir su monopolio y hegemonía frente a esta floreciente primavera religiosa. Los
fundamentalismos evangélicos se horrorizan frente a algunas de las expresiones
salidas de sus propias filas, que ya no controlan.
Pero, con el paso del tiempo y los intercambios, allí donde el diálogo ha
superado al prejuicio, muchas posiciones se han acercado, ha crecido un mutuo
respeto. Por otro las problemáticas comunes que afrontan nuestros pueblos han
ayudado a reconocer la imposibilidad de reducir el diagnóstico de estas situaciones a
un solo factor determinante, a un único esquema explicativo. La dinámica que ha
tomado América Latina en su complejidad, cambios, novedades, ha hecho caer tanto
los pronósticos exageradamente optimistas de los ’60 como los pesimistas de los ’90,
de las estadísticas de crecimiento y de los autoritarismos denominacionales, y a esa
caída de la dogmática del análisis corresponde una caída de la dogmática de las
respuestas y construcciones teológicas.

Y ahora, ¿qué queda por delante?


En el sucinto panorama previo solo indiqué corrientes y espacios de producción
teológica, sin entrar en una exposición y análisis de los contenidos, lo que excedería
con mucho el tiempo disponible, y que es más bien un programa de investigación en
equipo que un trabajo personal. Pero por el solo hecho de presentarlo, algunas cosas
quedan dichas: distintas corrientes seguirán actuando con sus agendas y programas,
con sus particularidades, y está bien que así sea. Esta dispersión y la pluralidad de
productos que surge y aún surgirá de ellos será un rompedero de cabeza para los
estudiosos que quieran abarcar todo en una panorámica, o para los que les cuesta
aceptar la diversidad desde una dogmática consagrada, pero no van a poder evitarlo.
Pero eso no elimina la responsabilidad de plantear lo que a mi entender es la tarea
común que nos desafía.
“La revolución como pasado”, tituló Nicolás Casullo su primer capítulo del libro
Las cuestiones. En resumen, plantea que, por múltiples razones, ya no es posible
pensar la revolución como se pensaba en los siglos XIX y XX. Y sin embargo, desde
otro lugar, ocurren en nuestro continente cambios significativos, que hasta podríamos
llamar, en cierto sentido, revolucionarios. Sea en el área política, en la económica,
como en la cultural y en la religiosa específicamente se muestra una nueva realidad
dinámica, como hemos dicho. Estas nuevas experiencias tienen el signo de “lo
popular” (algunos dirán de lo populista). Carismatismo –sea católico o evangélico – y
pentecostalismo, nuevas espiritualidades, incluso el advenimiento de nuevos santos y
religiosidades populares y marginales (el “Frente” Vital, el gauchito Gil, la difunta
Correa, etc.), o los “sujetos emergentes” de la nueva TLL todos tienen el sabor propio
de las formas de participación de la llamada “cultura popular”. El clima de expansión
que ha tomado el espacio público, recuperado luego de la ola privatizadora del fin del
siglo XX, y las discusiones que ello ha abierto, nos muestran que a través de estos
diversos espacios y corrientes aparece un escenario compartido: el protagonismo de
ciertos sectores subalternizados, no ya como mayorías impuestas, sino como minorías
creativas que logran instalar sus demandas y experiencias, sus momentos y
racionalidades alternativas como ejes en torno de los cuáles se generan otros
discursos, incluso teológicos.
Ello obliga a revisar muchos conceptos, incluso sobre aquello que nos hemos
acostumbrado a llamar teología en el ámbito cristiano, o más restricto aún, en nuestras
iglesias evangélicas. La “teología indígena”, por ejemplo, cuestiona el canon bíblico
como lugar suficiente de la revelación, y reclama que la revelación cristiana se
conjugue con las revelaciones de sus propios textos (escritos u orales) sagrados, con
los aportes de sus cosmovisiones. Fácilmente podemos expulsar esta pretensión con
el mismo argumento que desconocemos el Libro del Mormón. Pero, ¿es tan
fácilmente? ¿No es ese sincretismo simplemente un sincretismo que se opone al otro

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sincretismo, el que ha asimilado el cristianismo a la racionalidad griega, al derecho
romano, o a la cultura anglosajona, cuando no directamente al “american way of life”?
Después de todo, para seguir con ese ejemplo, esas cosmovisiones “revelan”
experiencias humanas en las que el “logos” deberá encarnarse si ha de “acampar
entre nosotros”. ¿Cómo han de tratarse estas sabidurías como espacios en los cuáles
se manifiesta la otra sabiduría, la “sabiduría de Dios” de la cual habla Pablo (1Co 1 y
2) a la vez como espacio vital y como rasero crítico de toda cultura humana? Creo que
por allí deberá pensarse un camino desafiante a la teología latinoamericana a futuro.
Ninguna respuesta puede ser simple: la diferencia entre cultura humana y sabiduría
divina, entre la revelación compartida y la especificidad cristiana, entre una apertura
necesaria y el planteo de un sentido particular de nuestra fe entrarán en una tensión
inescapable.
Esto obliga a replantear el tema de “pueblo/pueblo de Dios/lo popular” de una
forma renovada. Ya no servirán esas visiones metafísicas del “pueblo”, al estilo de los
’70 de siglo pasado, esa línea llamada alguna vez “social-basista”, que igualaba vox
populi vox Dei. Pero cómo hacer justicia a la vez a ese protagonismo popular que se
ve en nuestro continente y al componente contrahegemónico que viene de las
minorías dispersas. Creo que, desde un punto de vista sistemático, la incorporación de
esa pluralidad de voces populares cuestionará y relanzará un modo de hacer teología
que tendrá que tomar en cuenta la cotidianeidad y las historias de vida de los múltiples
actores de lo teológico. Los quiebres que hay en la propia idea, experiencia y
participación del pueblo no deben ser soslayadas. Esto implica pensar lo que significa
“el Jesús del pueblo” (del pueblo combativo, del pueblo pentecostal, del pueblo
evangélico, de los santuarios populares, los cristos sincréticos, etc.)
Pero así como hay quiebres del espacio popular y de los proyectos políticos,
también hay quiebres del tiempo. Otro espacio a pensar será una “teología de los
tiempos”. La idea de una sucesión lineal de acontecimientos, la propia idea de historia
ha sido cuestionada, válidamente, por la comprobación de los saltos de proyecto, de
las interrupciones de procesos que parecían inamovibles, por la crisis de las distintas
ideologías del progreso. La simultaneidad de los tiempos, así como la formulación de
nuevos tiempos comunicacionales (“en tiempo real”), etc. nos obligan a repensar el
“ser en el tiempo”, el “ser entre los tiempos” y el “ser en la eternidad” del discurso
teológico. La teología cristiana se ha concebido a si mismo como un dato del “tiempo
mesiánico”, y eso nos obliga a buscar de qué manera se manifiestan esos tiempos
mesiánicos. Esto implica otro problema, también explícito en algunas teologías del
continente (p. ej., en algunas teologías feministas o en algunas teologías ecologistas)
que es la relación entre inmanencia y trascendencia, y qué inmanencia y qué
trascendencia. La negación de la trascendencia impone una condición de temporalidad
y de totalidad en un solo espacio, pero la trascendencia duplica los tiempos y
espacios. Este es otro dilema, que aunque parezca muy lejano de los discursos
populares, sin embargo subyace en las prácticas religiosas de todas las distintas
manifestaciones que hemos enumerado.
En fin, sin pretender establecer ningún programa teológico a futuro (en todo
caso es el que yo mismo estoy tratando de dibujarme), creo que seguirá habiendo
teología en América Latina a partir de las experiencias y creatividad de estos múltiples
actores de la fe que el cristianismo continental nos regala.

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