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Inmigración inviable

En una nación apóstata ningún inmigrante es recibido con amor; pues sin ayuda sobrenatural
es imposible el «amor al enemigo»

Juan Manuel de Prada

Nadie se atreve a reconocer que las sociedades fundadas en el multiculturalismo y la laicidad


son, a la larga, inviables. Los pueblos -nos recordaba Unamuno- sólo se convierten en
auténtica comunidad mediante la religión; y, cuando se pretende fundar una comunidad
política sin una religión que la amalgame, sólo se puede alcanzar un sucedáneo fundado en «la
liga aparente de la aglomeración». Entonces empieza la avalancha de inmigrantes; y salta
hecha añicos esa liga aparente.

En una nación donde existiera una comunidad fundada en la religión, la integración de los
inmigrantes sería muy sencilla. Quienes no profesaran la religión fundante y fundente de la
comunidad y no estuviesen tampoco dispuestos a abrazarla elegirían motu proprio otros
destinos; y los que la profesaran o estuvieran decididos a abrazarla encontrarían el camino
expedito y los brazos abiertos. La religión actuaría a la vez como puerta abierta y muro
insalvable, sin necesidad de «efectos llamada» ni concertinas. La natural desconfianza que
pudieran despertar entre muchos nacionales las personas de otra nacionalidad o raza la
vencería en mayor o menor medida la ayuda sobrenatural, dependiendo del mayor o menor
grado de sincera religiosidad que hubiese en esa nación; aunque, desde luego, cualquier
menosprecio o muestra de racismo hacia los inmigrantes sería duramente castigada. Y, en
cualquier caso, las muestras de xenofobia serían muy inferiores a las muestras de verdadera
hospitalidad, que sólo es posible allá donde anfitrión y huésped se saben hermanos (por ser
hijos del mismo Padre).

En una nación multicultural y laicista (o sea, apóstata) ningún inmigrante es recibido con amor;
pues sin ayuda sobrenatural es imposible el «amor al enemigo» (y no hay enemigo más
evidente que el extranjero). Quienes los reciben «con los brazos abiertos» no lo hacen por
amor, sino porque quieren utilizarlos políticamente, azuzando en la sociedad los
«antagonismos» -Laclau dixit- que facilitan la dinámica revolucionaria; cuando no por odio
sibilino a la religión de la que han apostatado. Y quienes los rechazan lo hacen porque quieren
también explotar políticamente el miedo de muchas pobres gentes, que contemplan la llegada
de inmigrantes como un asalto a su maltrecho «bienestar». No hace falta decir que en estas
naciones nunca puede haber auténtica hospitalidad y mucho menos integración: la
hospitalidad es suplantada por unos «servicios sociales» (tan frenéticos en apariencia como
íntimamente desganados, y aun asqueados) que se pavonean ante las cámaras; pero, a la
postre, el destino de esos inmigrantes es el gueto en los arrabales, que se tornará más
conflictivo a medida que su población aumente y las condiciones de vida de sus pobladores
sean más menesterosas. Las naciones así son, a la larga, inviables; y, mientras duran, no hacen
sino sembrar discordias intestinas, a medida que crece su deterioro.

En estas inviables naciones multiculturales y laicistas (o sea, apóstatas) es todo tan


repugnantemente falso que hasta la Iglesia tiene que resignarse a su desnaturalización, para
sobrevivir. Así, vemos cómo la Iglesia ejercita con los inmigrantes todas las obras de
misericordia… corporales, a la vez que renuncia a la encomienda para la cual fue fundada, que
no es otra sino «hacer discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo». Y, renunciando a su misión primordial (la salvación de las almas),
se convierte en un capataz solidario al servicio del multiculturalismo y el laicismo (o sea, de la
apostasía). Porque, allá donde hay auténtico amor, sólo puede florecer el amor falsificado.

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