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La colonialidad, la heterogeneidad histórico-estructural del poder y el callejón de

Huaylas

Cuando Nietzsche escribe que deberíamos dejarnos poseer por las cosas
(no por personas), se refiere realmente a las cosas, tan frías y muertas
cuanto posible. Él intenta penetrar lo no vivo (…) Retorno a la paz y al
silencio de la piedra
(Rudiger Safranski, Nietzsche, biografia de uma tragédia).

Hacen diez años, en agosto de 2008, terminé los cursos de mi maestría en Brasil y vine a
Lima con una pequeña biblioteca sin más deber que escribir mi tesis, sobre el abordaje de
lo masculino en distintas tradiciones feministas. Poco antes, me encontré con Rita Segato,
una de las autoras contempladas en mi tesis, mi ex profesora y aun no tan amiga como
vendría a ser. Le comenté que volvía a vivir al Perú y ella suspiró: allá se encuentra el
más grande intelectual de este continente. Y me habló de Aníbal, a quién yo había leído,
pero sin haberme dejado sorprender. Pero el pensamiento de Rita sí que me asombraba
hacía tiempo, por lo que si Aníbal la había sensibilizado tanto, era porque había algo muy
singular que sería bueno descubrir.

Llegando a Lima bajé textos de Aníbal de internet y los junté a lecturas que se intercalaban
con aquellas directamente relacionadas a mi tesis. Disfrutaba mucho leyéndolo, sentía
que aprendía un absurdo de América Latina y del Perú, pero veía su pensamiento muy
distante de mi investigación de maestría y, además, estando entonces muy influenciado
por Judith Butler, veía con franca desaprobación su búsqueda por comprender lo social
como una totalidad.

En enero del 2009, cuando empezaba a escribir la tesis, mi pareja debió hacer trabajo de
campo en Carhuaz, en pleno Callejón de Huaylas. La acompañé con dos maletas de libros
y fotocopias y nos asentamos en una cómoda habitación de hostal con tremenda vista
hacia las montañas. Allí mi tesis empezó a dar un giro. Mi preocupación inicial era casi
exclusivamente teórica: buscaba reivindicar la validez de abordajes estructuralistas -
entonces excesivamente criticados- para la comprensión de lo masculino.

Poco a poco y no sin sorpresa, fui percibiendo que para las autoras y autores estudiados
en mi tesis, era muy importante ofrecer una lectura genealógica de lo masculino en sus
respectivos países y que, en todos los casos, se detenían considerablemente en el paso del
s. XIX al XX. Era también notable que las autoras/es que trataban prioritariamente sobre
poblaciones negras –Segato en Brasil, bell hooks, Angela Davis y Michele Wallace en
EEUU- trataban cuestiones muy parecidas entre sí, así como quienes trataban de
poblaciones blancas -Sedgwick en Inglaterra, José Olavarría en Chile y Robert Connel en
Australia-.

Empecemos con las poblaciones blancas porque su caso dio lugar al modelo de
nuclearización/patriarcalización familiar que se hizo hegemónico globalmente e interfirió
sobre el modelo de masculinidad entre los pueblos afroamericanos. Sedgwick nos ofrece
la más enriquecedora caracterización de la conformación de la masculinidad
moderna/capitalista entre las poblaciones que se racializaban como blancas. Analizando
obras literarias inglesas entre los siglos XV y XIX, la autora muestra cómo la
nuclearización/patriarcalización familiar viene acompañada de un debilitamiento de las
fuerzas comunitarias, de las familias extensas y de la riqueza subjetiva, lo cual atañe
también a mujeres, pero especialmente a hombres, cuyos lazos afectivos pasan a ser cada
vez más extraños para sí mismos y su personalidad, cada vez más externa, carente de
elementos autoreflexivos que le dotaban hasta hace pocas décadas de una autonomía
relativa. La imposición de una masculinidad rígida y patriarcal era, consecuentemente,
una forma de control social que se ejercía sobre los hombres e indirectamente sobre las
mujeres. Trabajos de Joan Scott también en Inglaterra, de Connel en Australia y de
Olavarría en Chile coincidían con la propuesta de Sedgwick, contribuyendo además a una
comprensión de cómo todo ello era fruto de un rediseño poblacional impulsados por las
necesidades sentidas por élites capitalistas.

Ya en el campo afroamericano, Segato, en sus estudios del Xangó de Recife, defendía


cómo, frente a la nuclerización/patriarcalización de las familias “blancas” brasileñas, las
familias afrorreligiosas se organizaron alrededor de redes de parentesco no-
consanguíneas, no heteronormativas, maximizando su capacidad de resistencia, cabiendo
a las mujeres un lugar político y simbólico superior en las comunidades. Las feministas
afroestadunidenses hablaban de una experiencia semejante: Hasta inicios del s. XX, las
comunidades afroestadounidenses se organizaban sin predominio de los lazos familiares
nucleares y con una participación política importante por parte de las mujeres “negras”.
En ambos casos, los estados-nación habían optado por normativizar solamente la mano
de obra emblanquecida, dejando o exigiendo que las ennegrecidas o indigenizadas se
reprodujeran a su manera, carentes de cualquier asistencia, pero también sin amarras que
impidieran sociabilidades capaces de autodeterminarse dentro de los severos límites de la
extorsión material de la que eran victimadas. Extorsión material, por otro lado,
absolutamente necesaria para la estabilidad de las familias patriarcales/nucleares blancas.

Sin embargo, a partir de 1920, en EEUU ocurriría un proceso veloz de masculinización,


semejante al que habían pasado a lo largo del s. XIX las familias blancas, pero más severo
y trágico. Si EEUU había creído ser posible en algún momento librarse de la población
afro, enviándola a Haití o a Liberia, a partir de la década de 1920 quedaba evidente que
no sólo no lo lograrían, sino que les sería imposible mantenerlas marginalizadas, puesto
que la organización negra era creciente y amenazaba el orden social en su conjunto. De
esta forma, se diseñan políticas públicas de nuclearización/patriarcalización familiar
análogas a las dirigidas a la población blanca, pero muy empobrecidas: se promueve el
trabajo asalariado de los hombres negros, pero se permite que se les pague menos que a
los hombres blancos, por lo que no les era permitido acceder a una posición estable de
padre de familia proveedor como se había logrado con los blancos. Como consecuencia
de ello, no sólo se rompieron las formas tradicionales de asociatividad afro-
estadunidense, que brindaban cierta autonomía a sus gentes, sino que se producían
masculinidades muy inestables, que aspiraban a una posición patriarcal cuyas condiciones
les eran negadas, generando una jerarquización de los hombres sobre las mujeres y un
debilitamiento social aún mayores que los ocurridos entre los pueblos blancos.

Me encontraba en este momento muy motivado por las lecturas, por la intuición de que
estos mundos de los que hablaban las diferentes tradiciones feministas se comunicaban
y, reflexionando sobre la experiencia de Chile en la obra de Olavarría, tuve una inesperada
comprensión de cuán grande era la obra de Quijano. Hablaba Olavarría de grandes mesas
de concertación en Chile, entre finales del s. XIX y 1973, en las que participaban
empresarios, el Estado, la iglesia católica y los sindicatos. Brasileño y habiendo vivido
cuatro años en el Perú, me quedé sorprendidísimo, era una realidad completamente ajena
a la que yo conocía de Nuestra América. Por algunos días me puse la cuestión con las
mismas palabras que luego me llevarían a comprender la importancia de la colonialidad
del poder: ¿por qué en Chile se reunían los sindicatos con los poderosos si en Brasil tras
la esclavitud los negros tuvieron que abandonar las ciudades y las haciendas y vagar hacia
el centro del país en búsqueda de tierras ocupadas por ex esclavos o indígenas, siendo su
trabajo otorgado a blancos traídos de Europa? ¿Por qué si en el Perú, como muestra El
mundo es ancho y ajeno de Ciro Alegría, los pueblos indígenas tuvieron que desplazarse
cada vez más alto en las montañas porque sus tierras eran perseguidas para la exploración
y ellos mismos para la explotación? De repente, me di cuenta: porque eran negros y
porque eran indígenas, mientras en Chile eran blancos. ¡Eso es lo que Quijano denomina
colonialidad de poder! En sus reflexiones sobre la cuestión del Estado-nación, era esto lo
que nos mostraba: las luchas de los trabajadores en los países centrales había supuesto
una mínima, pero real y significativa, igualdad entre ellos y los dueños y representantes
del capital. En América, fue en aquellos países en dónde la población indígena y negra
quedó muy reducida o reclusa -el caso de Chile- que hubo algo llamable nacionalización
del Estado o ciudadanización de las personas, es decir, su participación (aun cuando
desigual) en el poder, en la capacidad de intervenir en las tomas de decisiones sobre la
vida común.

A lo que Aníbal había dedicado poca atención fue a que estos trabajadores eran hombres
y que compartir poder implicaba, literalmente, tener para sí una mujer. Como decía
Sedgwick: tener una mujer en el espacio privado simbolizaba la mínima igualdad entre
hombres dispuestos jerárquicamente en el espacio público. Por eso, para Olavarría, era
relevante recordar que las mesas de concertación en Chile buscaban que los trabajadores
tuvieran solvencia como jefes de familia, infundiendo a sus mujeres respecto y afecto.
Por eso también, Scott mostraba como a finales del s. XIX los sueldos masculinos pasaron
a ser considerados familiares y quintuplicaron a los de las mujeres. E, inversamente, en
la medida en que era necesario delimitar la diferenciación de las razas, era imposible que
los pueblos negros fueran objetos de políticas públicas que garantizaran condiciones
semejantes a las de los blancos: la mayor autonomía de su vida familiar y colectiva, la
mayor autonomía de las mujeres negras eran consideradas como una perversión del orden
superior y blanco, cuya consecuencia directa era su pobreza y la legitimidad de que fueran
sobre explotados, que pudieran ser reprimidos en términos genocidas y que las mujeres
fueran violables.

Por tanto quedaba claro que las formas específicas de masculinidad trabajadas por cada
autor/a analizada/o en mi tesis derivaban directamente de la colonialidad del poder,
término que pasó a ser absolutamente central para mi interpretación de los textos
investigados. Pero más aún que la colonialidad, era la noción de heterogeneidad histórico-
estructural del poder, articulada a la de totalidad social, la que me cautivó en este
momento. La colonialidad del poder era el gran acontecimiento histórico frente al cual
me enfrentaba -y nos enfrentamos en toda investigación sobre el mundo contemporáneo-
pero la heterogeneidad histórico-estructural del poder es la posibilidad que Quijano
elaboró para comprender lo concreto de cada caso en este gran acontecimiento histórico.
Es una muy sutil propuesta de resolver la cuestión de lo particular y lo general. Al
contrario de la propuesta de Butler1 que yo tenía por verdadera hasta entonces, es

1
Todo análisis que pretenda abarcar todos los vectores del poder corre el riesgo de pecar de cierto
imperialismo epistemológico (…) Ningún autor ni ningún texto pueden ofrecer semejante reflejo del mundo
y aquellos que pretenden ofrecer semejantes panoramas ya se hacen sospechosos por el mero hecho de tener
tal pretensión (Butler, Cuerpos que importan, Bs As, Paidós, 2002: 43). La crítica más extensa de Aníbal a
posiciones como esta se encuentran en “Colonialidad del poder y clasificación social”.
justamente si comprendemos el mundo desde la totalidad que podemos comprender lo
particular o lo específico de cada acontecimiento.

Yo estaba, pues, feliz con la suerte que me había tocado. Quijano permitió una unidad
interpretativa a mi tesis, lo que ya era tremendo, pero me permitió mucho más. La
heterogeneidad histórico estructural del poder es necesariamente dialógica, requiere de
otras tradiciones intelectuales y ello fue lo que permitió que pudiera integrar, sin reducir,
todas las contribuciones teóricas que traían los textos feministas que yo venía trabajando.
Integrar género, raza y clase dejaba de ser una opción para ser una necesidad inalienable.
Una otra forma de concebir mi vida política e intelectual se me dibujaba. Estaba
fascinado.

Caminaba por Carhuaz en estado de gracia, con una sensación espiritual de revelación
que no he vuelto a sentir después y que sólo se equipara a mí también sorpresivo
encuentro con el feminismo, nueve años antes. Me acordé entonces de Nietzsche y pensé
si Carhuaz no era mi Sils María, las montañas en dónde el filósofo tuvo la revelación del
eterno retorno. Obviamente, Nietzsche conocía formalmente esta idea, pero fue allí en
Sils Maria dónde el eterno retorno se apoderó de él y le dio un nuevo sentido a su pensar.
¿Me nutría yo de las fuerzas telúricas andinas cómo él de las alpinas?

Cuando supe, meses o años más tarde, que Aníbal había nacido y crecido entre Yanama
y Yungay en aquél callejón de Huaylas, me quedé verdaderamente impresionado.
Imposible no volver a preguntarme si las fuerzas telúricas que habían formado a Aníbal
no habían tenido algo que ver con mi descubierta de su pensamiento. Desde mi fragilidad
corpórea, no creo que pueda saberlo jamás. Aníbal quizás ya lo pueda.

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