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PERO ¿QUÉ ES EL TRABAJO SOCIAL?

*
Dr. Saúl Karsz

Sumamente contento por esta invitación de mis colegas de


Paraná, espero en efecto aportar alguna pista de trabajo sobre
el tema que, justamente, nos “trabaja” a todos... Con una salve-
dad previa: disculpen que a veces no construya correctamente
las frases en la bella lengua (¡argentinizada!) de Cervantes. Es
improbable, y sobre todo innecesario, borrar varias décadas
vividas en otro país, en otra lengua, en otra cultura, en un modo
de pensar que, sin ser radicalmente extranjero es, de hecho,
específico...
Entremos pues en el tema. A partir de un interrogante personal
y, a la vez, profesional: ¿Por qué se asiste a reuniones como
éstas?, ¿a título de qué, con qué motivaciones más o menos cla-
ras, es decir, más o menos obscuras? Sin prejuzgar la respuesta
particular de cada uno/una, quisiera indicar dos posicionamientos
típicos a este respecto.
Primer posicionamiento: se puede venir a este evento para
escuchar lo que uno ya pensó antes de venir, esperando que
los supuestos expertos confirmen los razonamientos que uno
ya posee, los argumentos que ya se han desarrollado. Esta
búsqueda de consonancia a cualquier precio puede convertir
las disonancias y desacuerdos en escándalos insoportables,
sino en amenazas mortíferas. ¡Increíbles artimañas para evitar
pensar!
Segundo posicionamiento: consiste en plantear ideas, argumen-
tos, pistas, con las que los que escuchan o leen no están en
absoluto obligados a estar de acuerdo, de adherir a todo precio.
Se trata de un bagaje, de un arsenal que puede ser interesante
e incluso útil conservar, como una de las posibles referencias
respecto de lo que tanto a ustedes como a mí nos importa en
última instancia: la práctica cotidiana, el quehacer con la gente,
con las estructuras, con los poderes, con las academias.

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Por supuesto, no es en absoluto desdeñable que al cabo de la
hora de que dispongo aquí coincidamos en uno o varios pun-
tos importantes (¿por qué no habré de tener yo, como todo el
mundo, mi cuota de narcisismo?). Si, por el contrario, no hay
acuerdos, ello no revestirá ninguna gravedad, se supone que
unos y otros tenemos la edad psíquica para soportar tensiones
y contradicciones —cosa que en materia de intervención social
me parece esencial, aunque sólo sea para sobrevivir como
trabajadores sociales.
Estas jornadas se titulan: “Investigación en Trabajo Social en el
contexto latinoamericano. Producción de conocimiento, debate
público...” Porque el tema les importa tanto como me importa,
están ustedes aquí —y no en su servicio, sobre el terreno, inter-
cambiando con familias, mujeres, hombres o niños, tratando de
resolver algunos de los graves problemas a los que se confronta
vuestra práctica profesional. No es una acusación, sino una mera
constatación. Están, pues, aquí, y no en el lugar donde se supone
que deberían estar. Comentario un poco abrupto para subrayar
que la Investigación en Trabajo Social puede entenderse como
un paréntesis en vuestro quehacer concreto, suerte de intermedio
alojado hoy en el Teatro 3 de Febrero; tres jornadas de reflexión
que terminan el lunes, día en que recomienza la vida cotidiana,
la vida de verdad. Trabajo cotidiano que aparece aislado, des-
gajado, respecto de estos tres días paranaenses.
Y es justamente esta representación la que entiendo es urgente
invalidar: se trata, en efecto, de subrayar la importancia práctica
del trabajo teórico, el rol estratégico de la elaboración conceptual
en el diseño de líneas de acción y de modalidades de interven-
ción. Estas tres jornadas serán exitosas, no necesariamente del
mismo modo para todo el mundo, ni por las mismas razones,
si durante su transcurso se acuñan conceptos; se elaboran
estrategias; se definen la naturaleza, la fuerza y los límites del
trabajo social (¡nada menos!); en una palabra, si se producen
desplazamientos significativos respecto de evidencias y lugares
comunes que atosigan las prácticas concretas. ¡De ninguna

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manera, pues, estamos en un paréntesis, sino en el corazón
de la acción! En efecto, más de una vez, los impasses de la
práctica se magnifican o al contrario aminoran, o se consideran
con pertinencia, en función justamente del arsenal teórico que
permite analizar dichas dificultades, diagnosticarlas, e intentar
superarlas, en parte al menos. La problemática de determinadas
familias parece desmesurada, no sólo debido a dichas familias, a
su funcionamiento objetivo y subjetivo, sino también debido a los
instrumentos utilizados para su análisis, y debido también a qui-
én interviene y cómo interviene. Es necesario un trabajo clínico
más o menos largo para desenredar estas madejas de lana en
las que los temas de las familias se enredan con las categorías
y representaciones, a la vez conscientes e inconscientes, con
las que los trabajadores sociales los abordan.
Equivocarse de diagnóstico a propósito de qué le pasa a una
familia no tiene nada de un simple pecadillo mental: según la
pertinencia del análisis, no se encaran los mismos métodos,
las mismas modalidades de intervención, las mismas solucio-
nes. Si se dice “error” no se está diciendo “lapsus”: no sólo la
palabra difiere, sino también —y sobre todo— el acto que la
palabra elabora: sabemos que el error se corrige, mientras que
el lapsus se interroga. Cambiar de concepto no es cambiar de
camisa, ni consiste tampoco en cambiar de etiqueta: están en
juego maneras de ver diferentes, incluso opuestas y, por tanto,
maneras de actuar diferentes, sino opuestas.
Para decirlo en otros términos: muchos seminarios se preocupan
de cómo ligar teoría y práctica; he leído montañas de tesis, ge-
neralmente voluminosas, pero a menudo con magro resultado.
Porque preguntarse “¿cómo ligar teoría y práctica?” supone que
cada término anda por su lado, que la práctica es sólo práctica,
acto, actuación, acción; mientras que la teoría es sólo teoría, con-
ceptos, argumentos y lógicas: en una se transpira todo el tiempo,
en la otra no hay cabida para ninguna pasión. ¡Craso error! Se
está planteando un problema altamente metafísico, es decir, algo
que finalmente no es un problema. Ya que no se trata de ligar

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teoría y práctica como si por el momento estuvieran separadas,
se trata de comprender qué teorías obran en mi práctica y qué
prácticas son posibles o imposibles según la teoría con la que se
esta operando. El problema real —para nada fácil— consiste en
comprender cómo y por qué, en la vida cotidiana, en lo concreto
del trabajo, teoría y práctica están siempre unidas. No se trata
de llegar a ligarlas, sino de ver cómo lo están ya. Cómo lo están
ya porque el trabajador social no puede —digo: no puede, no
no debe— ver a la gente sin categorizarla, no puede ver niños
sin sacar a relucir categorías como “situación difícil” o “menor
maltratado”, no puede ver un cuerpo sin significarlo como “mi-
nusválido” u otra cosa. Tal es, de hecho, el trabajo de descifraje
de la clínica de la intervención social: tratar de comprender cómo
las situaciones son construidas (significadas, calificadas).
El asunto no es pues llegar hasta las alturas probablemente side-
rales de la teoría, ni rebajarse hasta las cuevas supuestamente
recónditas de la práctica. El problema, mi problema, consiste
en localizar las concepciones, los conceptos, los saberes y por
supuesto también las ignorancias: elementos todos ellos de los
que uno mismo no está generalmente al corriente, pero que de
hecho funcionan en el quehacer cotidiano. Tomar conciencia,
gracias al estudio, a la formación, al trabajo clínico, constituye
la condición necesaria para modificar en algo su práctica, esto
es, para tratar de hacer realmente lo que se imagina hacer.
Ejemplo: “hay personas que cuentan cosas difíciles”, me dicen
trabajadores sociales con quienes me reúno periódicamente
(trabajo clínico). Esto es mucho más cierto cuanto menos armado
está el trabajador social para escucharlas ¡Jamás la complicación
viene únicamente de lo que la gente dice, sino, obviamente, tam-
bién de lo que se es capaz de escuchar, descifrar, interpretar..!
En una ocasión, una asistente social me informa que se ocupa de
niños autistas y, a fin que yo comprenda, agrega: son chicos que
no comunican. Sin embargo, termina por admitir que el problema
no es tanto que dichos niños comuniquen o no comuniquen, sino
sus capacidades profesionales y personales de escucha. Es

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cierto que no es nada fácil entender a los autistas; consolación:
entender a los no-autistas no es siempre evidente.
En mi opinión, el problema del Trabajo Social no es la gente,
son los trabajadores sociales: esto no es un insulto sino, mucho
peor, una constatación. El problema de la escuela no son los
chicos, que hacen lo que pueden, el problema son los maestros
—que no siempre hacen lo que pueden, y a veces apenas lo
que deben. El problema de la locura son los psiquiatras y su
formación. Etcétera. Etcétera.
Retomando lo que ya indicaba: equivocarse de diagnóstico es
equivocarse de práctica. Punto esencial sobre el que quisiera
proponerles varias ideas a tomar como pistas de trabajo.
Primera idea: la reivindicación teórica representa uno de los
compromisos democráticos del Trabajo Social (al igual que en
la escuela, la terapia, etc.). ¿Qué es esto de reivindicación teó-
rica? En términos de formación, de diplomas y acreditaciones,
se trata sobre todo de exigencia conceptual, de cuidado extremo
con los conceptos que se utilizan y las problemáticas teóricas e
ideológicas que se movilizan. ¡Porque el gran problema hoy día,
urgente, prioritario, del Trabajo Social no es la práctica, sino la
teoría! Se trata de pensar qué pasa objetivamente y diferenciarlo
de lo que creo que pasa o debería pasar; pensar los gestos
que planteo, los que no me atrevo a plantear; cómo y por qué
escucho, comprendo y no comprendo. Excluyo toda pretensión
libresca y/o académica, la acumulación de citas y bibliografías
más o menos astutamente elegidas pero no necesariamente
habitadas. Es otra cosa la que está en juego: aceptar que aun-
que en general estamos bien formados y sabemos una cantidad
de cosas, una de las razones (no única) que explica por qué la
gente de la que se ocupan los trabajadores sociales sigue mal
son, justamente, ¡los trabajadores sociales! Dificultad normal, en
realidad, porque es efectivamente difícil saber qué pasa en tal
familia real y no en la familia ideal que tengo en la cabeza. Por
supuesto que los recursos materiales son escasos, que la sola
entrevista en vuestro despacho o en la visita a domicilio no podrá

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contrarrestar lo que se decidió a nivel del capitalismo globalizado,
ni siquiera de la política social local. Datos insoslayables, pero
insuficientes. De ahí mi insistencia sobre la reivindicación teórica,
la reivindicación de trabajo teórico tanto en el plano individual
como en el de los equipos y los servicios (esto también forma
parte del trabajo clínico). “Yo ya llegué”, “ya tengo el diploma”,
“he finalizado mi formación”, son enunciados perfectamente
anti-democráticos.
Necesidad entonces de una cierta modestia. Estamos en las
antípodas de esta soberbia que consiste en creer que uno sabe
realmente qué es bueno para la gente —sin caer en una suerte
de beatificación de los públicos del trabajo social. Modestia,
además, porque aprender no es simple, ni para los niños de
la escuela primaria ni para los llamados adultos; para éstos en
particular porque, a diferencia de los niños, suelen tener muchí-
simas cosas que “desaprender” o por lo menos reestructurar.
Aprender, en efecto, implica ajustar cuentas con lo que uno sabe
y/o creía saber; imposible aprender cosas nuevas, sobre todo si
son importantes, significativas, sin cuestionar lo que uno creía
que era la verdad última. Improbable que haya aprendizaje sin
un mínimo de duelo, separaciones, distanciamientos —condición
sine qua non para nuevas alegrías, para satisfacciones inéditas.
Se trata pues de “agarrar los libros que no muerden”: agarrarlos,
sin duda; por el contrario, que no muerden, ça dépend... Porque,
me parece, nos hacen bien sobre todo los libros que nos hacen
pensar, y nos hacen bastante mal los libros que no se cansan
de repetir las mismas bobadas...
Entonces, esto del debate público, uno de los elementos del título
de estas Jornadas, es formidable. Pero debatir supone la capa-
cidad de dar más que su simple opinión, su vivencia personal.
Sentir de tal o cual manera una familia puede ser enternecedor
o agobiante —pero no vamos muy lejos con este senti-miento
(¡Lacan!). El debate público supone conceptos, implica argumen-
tos, conlleva soportar escuchar cosas con las que se difiere, en
parte o en totalidad, pero que son útiles porque ayudan a pen-

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sar, esto es, a desequilibrar el narcisismo. Se entiende, como
señalé ya, que desacuerdos, divergencias, contradicciones, no
son obstáculos sino condiciones de existencia y, a menudo,
garantías de progreso.
Se me objetará que no hay tiempo, que no hay dinero, que hay
mil cosas por hacer. Es verdad, pero el tiempo es como el poder:
se trata de tomarlo, o de intentar tomarlo. ¡Nadie te lo regala!
A menos de que uno mismo se piense como pobre víctima
indefensa del Poder. Pero el poder es solamente poderoso, y
de ninguna manera todopoderoso y omnipotente (aunque sus
esbirros así lo crean). Recordemos entonces este enunciado
vertiginoso de Antonio Gramsci: ninguna dominación perdura sin
el consentimiento pasivo de los dominados. Cuando uno no tiene
tiempo para leer, cosa que es objetivamente verídica, tiempo
para reflexionar y ni siquiera tiempo para vivir porque la vida es
excesivamente corta, puedo lamentarme con vosotros, o bien
aventurar algunas aperturas quizás “salvajes”, pero eficaces.
No nos aprovechemos subjetivamente de que objetivamente no
tenemos tiempo. Se puede ganar algo de tiempo ocupándose
un poco menos de la gente que se supone en dificultad: si el
trabajador social convierte el estudio y la formación en tareas
cotidianas, es probable que llegue a ayudar de otra manera,
probablemente más operativa y concreta. No es imposible que
algunas de las personas de quienes se ocupan anden un poco
menos mal porque el trabajador social está ocupado en otro
lugar, por ejemplo en el Teatro 3 de Febrero. Sin olvidar otros
recursos, siempre disponibles: dormir un poco menos, salir un
poco menos, encerrarse un poco menos en el familiarismo. No
para treparse a la torre de marfil, ni al ascetismo conceptual: ¡se
trata más bien de ampliar la paleta de los goces!
Segunda idea: las prácticas sociales son prácticas sin teoría. Idea
que no se entenderá literalmente, por supuesto. Hay muchos
trabajos de Sociología, Psicología, Ciencias de la Educación,
Economía, etc. No sólo libros y artículos, sino también cursos y
congresos. ¿Por qué digo entonces que el Trabajo Social es una

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práctica sin teoría, un conjunto de dispositivos, intervenciones,
instituciones y servicios sin teoría? Porque se trata de prácticas
transdisciplinarias.
Me explico. Transdiciplinario no quiere decir multi o interdis-
ciplinar, que consiste en asociar elementos psicológicos y
sociológicos con elementos de alguna otra disciplina (derecho,
economía, etc.). Transdisciplinario, por el contrario, constituye
un punto de vista completamente diferente, tal como intento
defenderlo en mis intervenciones y en mis escritos. Punto de
vista particular que toma en cuenta un dato esencial: el trabajo
social se ocupa de gente con problemas de salud psíquica y/o
física, pero sin poder curarla (los trabajadores sociales no son
ni psicólogos ni médicos); los trabajadores sociales no pueden
curar, y no deben jugar a ello. Acompañan a personas en busca
de alojamiento, que generalmente no pueden procurarle... La
lista se puede prolongar muy lejos. Acompañan toda clase de
gente en todas clases de cosas —en intervenciones caracte-
rizadas por una mezcla constante de elementos psicológicos,
elementos sociológicos, elementos económicos. Una mezcla
tal que es imposible distinguir por aquí lo psicológico, por allí lo
social, más acá lo sexual, más allá lo político. Las prácticas del
Trabajo Social funden aquello que en las disciplinas legitima-
das se separa, precio sin duda de su especialización y de sus
miopías. Cuestionan numerosos tabiques, y hasta varios de los
muros que separan las construcciones disciplinarias (Psicología,
Sociología, etc.).
Los sociólogos realizan encuestas a domicilio, pero de ningu-
na manera como los trabajadores sociales, ni con los mismos
objetivos. No es ni mejor ni peor, es distinto y es, sobre todo,
especifico. Dificultad, interés, fascinación por las prácticas so-
ciales: éstas transcurren confundiendo aquello que las ciencias
sociales y humanas separan en tajadas, en pedazos, en zonas,
en una palabra en disciplinas. Como veis, ¡ciertas confusiones
son sumamente interesantes! Es por esto que si aportaciones
de sociólogos, psicólogos y otros especialistas son absoluta-

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mente necesarias para comprender el Trabajo Social en dife-
rentes aspectos de su quehacer concreto y cotidiano, resultan
al mismo tiempo perfectamente incompletas y parciales, para
desentrañar qué pasa allí. Los psicoanalistas llegan a apuntar
aspectos decisivos del Trabajo Social, pero en última instancia
están constantemente tentados de psicologizar la problemática
de los individuos y los grupos; al igual que el sociólogo cede
a menudo a la tentación sociologista: tendencia a hacer del
inconsciente o tendencia a hacer de las clases sociales una
especie de clave omni-explicativa. Unos están deslumbrados
con la lógica del inconsciente, otros se enceguecen con las ló-
gica institucionales y políticas. Y el trabajador social ve las dos,
mejor dicho practica las dos —sin verlas necesariamente, por
falta de teoría adecuada.
El Trabajo Social dispone de preciosos elementos teóricos,
sociológicos, psicológicos u otros, pero no de la teoría de su
objeto social ni, en consecuencia, de la teoría de qué es una
práctica social. A un buen profesor de sociología puedes pedir-
le mil cosas, ¡pero si eres bien educado no le preguntas qué
quiere decir social! O bien se dicen cosas extrañas: “lo social
es lo colectivo, lo que le pasa a la gente en sus relaciones e
intercambios”. Definición curiosa, parecería sobreentender que
cuando la gente vuelve a su casa lo social se queda en la calle,
no entra con ellos; sin embargo, en su casa, están la televisión
o la radio, de las que no se puede decir que no sean sociales;
está la educación, los deberes paternales y maternales para
con los hijos, las relaciones con su esposa o su marido, con sus
amantes... Se trata de un conjunto de obligaciones que llamaré
“íntimamente sociales”: cada uno acarrea este conjunto con
toda espontaneidad, naturalizando sin cesar lo que en realidad
constituye una construcción cultural, esto es, ideológica.
Demasiado a menudo representadas como inconsistentes,
las prácticas sociales tienen en realidad el gran mérito de ser
transdisciplinarias. A la vez más allá y más acá de las fronteras
disciplinarias.
Más aún, se trata de prácticas híbridas, ambivalentes, en tran-

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sición constante. Tres figuras típicas las atraviesan, tres figuras
a la vez históricas, porque se suceden en el devenir del Trabajo
Social, y estructurales, porque funcionan constantemente en
la práctica de cada trabajador social y de cada servicio —en
“dosis” variables.
Lemas de cada una de esas tres figuras: la salvación, el hacerse
cargo, y en fin el tomar en cuenta.
El primer lema —salvación o redención— es típico de la cari-
dad. Ésta no tiene por que ser obligatoriamente religiosa; hay
muchos curas civilizados, perdón ¡quise decir civiles, de civil!
Numerosas monjas llevan jeans, exhiben bonitos escotes,
fuman, hablan lunfardos diversos, hasta escuchan voces del
más allá (vía teléfono celular). Es cuestión de caridad, incluso
laica, sobre todo laica, cuando el objetivo es que la persona
(individuo, familia) se convierta en lo más completa posible; tan
armoniosa, con tan pocos clivajes, contradicciones y tensiones
como el interviniente; tan bien con ella misma como se supone
que el trabajador social lo es ya.
Muy, muy preocupada por el deber ser, por la prescripción moral,
para la caridad importa menos lo que la gente es de hecho que,
sobre todo, lo que la gente debe ser, lo que debe llegar a ser.
Todos los esfuerzos tienden a este objetivo. Importa mostrar al
otro, al Gran Otro como diría Lacan, a Dios que está en los cielos
o al jefe de servicio que está en su despacho o a la política social
que está en cada Gobierno; importa mostrar que uno se ocupa
de tal mujer que va mal, o se supone que va mal (si así no fuere,
¿por qué intervenir?) a fin de que llegue a ser lo que una mujer
tiene que ser, a fin que adquiera las virtudes que debe acreditar,
los goces que debe sentir, la maternidad que debe cumplir, el
hogar del que debe ocuparse.
De ahí una disponibilidad sin horarios y sin días festivos de los
practicantes de la caridad. Cuando uno está exacerbadamente
preocupado por hacer el bien, cuando hacer el bien condensa la
razón de la mayor parte del trabajo y a menudo de la existencia
del caritativo, no se detiene en tonterías de horarios, condiciones

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de trabajo o de salarios... La obsesión del bien no los abandona
ni en sueños.
El problema es toparse con individuos y grupos que consientan
ser considerados como criaturas —término clave en materia de
caridad. Es una criatura, un niño o un adulto de quien se supone
que él o ella no sabe bien qué le pasa, cuál es su problema,
en qué mundo vive. La caridad se dirige a individuos y grupos
considerados como criaturas un poco perdidas, sin referencias,
con defectos: el benefactor les explicará lo que es bueno para
ellos. Las criaturas están sometidas a la necesidad (necesidad
de vivienda, de comida, de medicamentos, de marido que la
quiera sin golpearla). Una vez satisfecha la necesidad, saturada,
el beneficiario tendrá todos los elementos para su realización
humana.
La caridad no es sólo el pasado histórico del Trabajo Social en
Argentina o en Francia. Es también lo que se practica con toda
buena conciencia, sin necesariamente estar al corriente. No
estoy acusando a nadie, por supuesto, sino exponiendo algunas
elaboraciones teórico-políticas.
La segunda figura del Trabajo Social es el hacerse cargo. Ya
no se dirige a criaturas, sino a personas (persona minusválida,
por ejemplo). Construcción histórica: no hay personas minusvá-
lidas desde siempre, ni en toda sociedad; antes de que hubiese
personas minusválidas había gente a quienes les faltaba una
pierna, enviados del demonio, mujeres satánicas, hombres que
escuchaban voces, niños malos o malísimos, etc. El diagnós-
tico difiere, el tratamiento práctico también: el minusválido no
responde a la misma lógica que el representante del demonio.
Es por tanto un honor y un posicionamiento progresista esto de
considerar al otro, cualquiera que sea su condición, color de piel,
situación social, configuración psíquica u orientación sexual, de
considerar al otro como una persona.
Ahora bien, se trata de hacerse cargo de esa persona. Hacerse
cargo supone que hay alguien que sabe qué es bueno para
esta persona a la que le falta una pierna, enganchada con la

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droga que consume, ligada al marido que la maltrata. Alguien
sabe qué es bueno para esa persona que se supone reductible
y reducida a sus síntomas.
A diferencia de la caridad, sin embargo, esa persona perdida,
un poco o terriblemente perdida, recibirá ayuda en la medida en
que presente una demanda, o sea susceptible de presentarla.
Es menester que se comprometa, que quiera, que tenga ganas.
La demanda es al hacerse cargo lo que la necesidad es a la
caridad. Hacerse cargo implica trabajar con la demanda del
otro, pero que éste puede no formular, ni siquiera conocer, en
aras de su estado físico o psíquico, de su condición social, de
su sufrimiento, etc.
Es aquí donde el trabajador social interpreta, no sin riesgos de
inventar lo que el otro tal vez pide y sin escuchar lo que este otro
pide efectivamente. De hecho, la demanda es una necesidad
del interviniente, sin la cual le es difícil trabajar, disponer de
una puerta de entrada —o por lo menos de una ventana— en
el universo ajeno. Probablemente por eso se inventó la célebre
distinción “demanda manifiesta-demanda latente”: no pudiendo
hacer gran cosa con la demanda manifiesta pero temiendo
reconocer que uno tiene tanto límites profesionales cuanto
personales, es mejor detectar la demanda latente. La misma, al
estar latente, tal vez la persona que la siente no se percate de
su existencia: de ahí la interpretación y, una vez más, el peligro
de proyección pura y simple.
Y todo esto marcha muy bien: trabajar con la demanda me parece
mil veces preferible a trabajar con imposiciones y exigencias,
es mejor esperar un rato antes de decir a su “cliente” lo que se
supone que le pasa.
Todo va muy bien, pues. Suele sin embargo suceder que uno se
encuentre con individuos y grupos más bien “pesados” (¿existen
casos livianos?), que no quieren el bienestar que se les propone,
quieren más, quieren otra cosa. Ejemplo: les conseguimos el
mes pasado un alojamiento, pero la misma familia vuelve un mes
después para pedir una cama con mejores resortes, la semana

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siguiente vendrán por la televisión, el chico de 14 años quiere
una computadora con banda ancha... ¿Qué pasa? ¿Por qué la
gente no está nunca contenta?
Ahí pasamos de la persona, de quien hay que hacerse cargo,
al sujeto, que es preciso tomar en cuenta.
Reflexionemos: ¿qué pide la gente de la que uno se ocupa?
Pide la única cosa que vale la pena pedir: ¡todo! La demanda es
por definición desmesurada, porque se articula al deseo. Que la
gente sea modesta no implica que su deseo lo sea también: un
deseo “razonable” no es un deseo, es una necesidad. La gente
pide todo y de todo. Tenía razón el director general de una cor-
poración de beneficencia excedido contra los pobres que “¡no
siempre agradecen todo lo que se hace por ellos!” ¿Creemos
que la gente viene sólo para tener un alojamiento?: viene por eso
también, pero jamás por esa única razón. Me parece altamente
peyorativo imaginar que la gente viene sólo para tener un poco
de comida o sólo para tener un poco menos de dolor.
Hacerse cargo quiere decir hacer cosas por la gente. Tomar en
cuenta es hacer cosas con la gente. La diferencia no es puramen-
te nominal. En la caridad se trata de salvar, en hacerse cargo se
trata de ayudar porque yo sé qué es bueno para ti, en tomar en
cuenta se trata de acompañar resignándose al hecho de que la
gente de la que uno se ocupa nace su nacimiento, vive su vida y
muere su muerte: sola. Se puede acompañar, que ya es mucho,
hacer algunos pasos con el sujeto, a su lado pero no en su lugar
—porque es él o ella quien sabe lo que le pasa, aún si no está
al corriente. Desconfiemos de esos “libertadores” que pretenden
liberar incluso a quienes no les han pedido nada.
Ciertos impasses profesionales no se explican por una for-
mación inadecuada, por incompetencias técnicas, ni siquiera
por las angustias personales del trabajador social. Se explican
más bien por este ahínco en hacerse cargo de personas que
tal vez prefieran que las tomen en cuenta. Suele suceder que el
trabajador social no vea claramente qué hacer por una familia:
no porque ésta vaya muy mal, sino porque se equivocó en la

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manera de pensar la familia. Porque insiste en diagnosticar el
sufrimiento de esta familia, de esta mujer, de este niño —ol-
vidando o subestimando que ningún humano sobrevive en el
sólo sufrimiento, se muere antes. Hay que entender el goce del
sufrimiento: ¡y ahí se trata de sujetos, y no de simples personas,
menos aún de criaturas!
La toxicomanía lleva a estados de carencia, de angustia, y
lleva también a estados de plenitud, sentimiento oceánico del
que habla Freud. Tiene que ver con el goce asegurado; los no
toxicómanos suelen tener dificultades allí donde los toxicómanos
tienen esa fuerza extraordinaria —mediante 30-40 dólares— de
llegar al goce: tal es una de las razones por la que no se quitan
de la toxicomanía, porque ésta tiene dimensiones placenteras,
subjetiva y objetivamente. ¡No estoy defendiendo la toxicomanía,
por supuesto! Me limito a subrayar que es también una garantía
de goce y de identidad social. Si me llamo Mohamed, tengo 17
años, ningún porvenir, vivo en el suburbio norte de la ciudad de
París, ahí donde se queman los automóviles, si soy un poco
toxicómano, el asistente social se ocupa de mí, el educador se
ocupa de mi mamá, la jardinera se ocupa de mi hermanito y la
policía se ocupa de todo el mundo. ¡Hasta el sociólogo se atreve
a hacer largos discursos sobre el tema! Si dejo de fumar es mejor
para mi salud, pero me vuelvo un estúpido de 17 años sin nada
que hacer en la vida, salvo esperar, ¿que pase Godot?
Insisto: no defiendo la toxicomanía, ni los malos tratos, ni la mi-
seria. En la medida en que el trabajador social no comprende las
estrategias conscientes e inconscientes, deliberadas e informa-
les, con las que individuos y grupos tratan de organizar su vida y
de sobrevivir en el mundo en el que han caído, dicho profesional
no está todavía en una relación de ayuda, está mas bien en la
caridad y se propone salvar al chico, salvarlo de la droga, que
escribirán con una D mayúscula, la Droga, como Dios...
Entiendo que para una asistente social (mujer) sea insoportable
que la señora que ha venido a llorar a su despacho regrese a
su casa sabiendo que el marido la maltratará una y otra vez :
pero hay que tratar de comprender por qué vuelve para lograr
que, tal vez, no vuelva ya.
Cuarta y penúltima idea: las intervenciones sociales no son
neutras, y por eso son eficaces. No son neutras para las perso-

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nas que se dirigen a los trabajadores sociales o a las que éstos
visitan: tras esos encuentros, alguna gente va mejor, otra va peor,
o más o menos como antes del encuentro, o del desencuentro.
La gente no viene a verles impunemente, como tampoco van
ustedes impunemente a verlos.
Tampoco estas intervenciones son neutras para el que interviene,
cada uno tiene razones conscientes e inconscientes para hacer
el oficio que hace y para hacerlo de ciertas maneras, razones
que en parte conoce y que en parte ignora. Nadie hace su oficio
únicamente por el bienestar del otro. Ni siquiera los caritativos:
sería impertinente acusar a los curas de desinterés; uno de sus
mayores intereses es hacer el bien, cueste (casi) lo que cueste.
En todos los casos: ¿cómo desempeñarme en esta profesión a
fin de que la gente sufra menos, y sea tan feliz como yo creo que
soy, para que los chicos gocen de la infancia que yo creo que
tuve y/o quise tener y/o imagino tienen mis hijos? En casa nadie
me escucha, sobre todo cuando hablo de mi trabajo, ponen la
televisión a todo trapo: por lo menos, ejerciendo con tanto interés
mi profesión, los pobres me van a escuchar, prestarán atención
a lo que digo, aunque sea de costado. ¡No es una denuncia por
mi parte! Estoy diciendo que en la intervención social no está
en juego sólo la persona de quien me ocupo, sino también yo.
Todos los días me ocupo de un caso persistente: yo mismo.
Tampoco hay neutralidad porque el ejercicio profesional moviliza
ciertos ideales, principios, valores: cada uno practica su profesi-
ón con ciertos intereses psíquicos y también, indisolublemente,
inevitablemente, con ciertos posicionamientos ideológicos. Des-
de ese punto de vista no es indispensable afiliarse a tal o cual
sindicato o partido político para que la política esté presente:
alcanza con ejercer una profesión social. ¿Por qué? Porque no
se trata simplemente de ayudar a la gente: si quieres ayudar a
un toxicómano suminístrale haschísh barato, de buena calidad,
y dile dónde comprar la semana siguiente. Es ésta una forma de
ayuda, que, supongo, los trabajadores sociales no practican. No
la practican porque el objetivo no es ayudar a que la gente vaya

Investigación -23-
mejor a secas, sino ayudarla a ir mejor según ciertos cánones,
ideales, modelos, según ciertas prescripciones, en función de
una política social. La intervención social no tiene nada de etéreo,
evanescente, romántico. Es un trabajo con modelos ideológicos,
es un trabajo rotundamente ideológico —término que no es un
insulto, sino un alto cumplido.
“Cuando era joven —me decía un señor muy serio y notable-
mente aburrido de serlo—, cuando era joven hacía política,
pero ya no milito más, hoy día me ocupo de tareas técnicas
de Trabajo Social”. Sin embargo, incluso en materia de técnica
hay que elegir entre técnicas diferentes, decidir por qué ésta y
no la otra, por qué razones económicas, qué consideraciones
políticas, según qué miedos y qué osadías subjetivas, en función
de qué orientaciones ideológicas. Todo dispositivo técnico esta
ideológicamente cargado, políticamente sobredeterminado. En
una entrevista, no escucho lo que quiero, sino lo que puedo;
y escucho lo que puedo según las convergencias y divergen-
cias, con las ideologías, los valores de los que soy portador.
Me parece que éste es el motivo por el que, según los casos,
ciertas personas confían y otras desconfían cuando vienen a
ver al trabajador social. La gente sabe, a veces mejor que los
profesionales, que éstos son personas sumamente simpáticas,
llenas de buenas intenciones, con buena formación, etcétera,
etcétera. Salvo que tienen muy presente un dato esencial: di-
chos profesionales no vienen solos sino con un mandato, una
misión, vienen para ayudar o para salvar o para acompañar,
vienen con intenciones. No necesariamente malas intenciones,
por supuesto. Lo más frecuente es que los trabajadores sociales
vengan con buenas intenciones, con muy buenas incluso —que
a veces son, por cierto, particularmente mortíferas. Cuando se
quiere el bien del otro pese al otro, este ejercicio de la bondad
puede conducirnos demasiado lejos (“¡haga lo que le digo, ya
comprenderá más tarde!”).
Quinta y última idea. Proposición de lo que sería una definición
científica del Trabajo Social y de las prácticas sociales. A sa-

Investigación -24-
ber: las prácticas sociales son eminentemente paliativas en el
plano material y eminentemente decisivas cuando se trata de
la dimensión ideológica.
Paliativas en el plano material porque, cualquiera que sea el país,
los recursos financieros e institucionales, el momento histórico
del capitalismo y del neoliberalismo, el Trabajo Social no está
armado para resolver los problemas materiales de la gente.
Se puede encontrar un alojamiento, pero serían necesarios no
uno, sino miles; tal vez se ayude a encontrar trabajo para tres
personas, pero sabemos que varios miles son indispensables;
se puede aliviar la condición de enfermos físicos y mentales sin
curarlos, etc., etc.
Así pues, una medida social, una decisión social, es —en el
plano material— estructuralmente incompleta y necesariamente
insatisfactoria. A partir del momento en que una medida reviste
un carácter social, su objetivo en el plano material (alojamiento,
escolaridad, conyugalidad, salud) es facilitar la supervivencia de
la gente —cosa que más de una vez es precioso, y no siempre
realizable.
Queda una segunda dimensión, en la que reside la potencia, la
fuerza, el impacto del Trabajo Social. Éste es decisivo en lo que
respecta a la dimensión ideológica de los problemas materiales.
Harían falta muchas horas para precisar este concepto difícil y
equívoco de “ideología”; de hecho, he pasado muchos años para
comenzar a comprender que, sin este término, las intervenciones
sociales son enigmáticas y carecen de contenidos.
Es cierto que si uno es púdico, no dice “ideología” sino más bien
“normas”, “valores”, “ideales”, “principios”, “representaciones”.
Muchas personas dicen “ética”. Bonitos vocablos en verdad.
Pero todos comportan un inconveniente que los invalida o, mejor
dicho, que garantiza su difusión y esconde su inconsistencia teó-
rica y práctica. Decir “norma”, en singular o en plural, no explica
para nada por qué una norma es preferida a tal otra, por qué
ésta es hegemónica y no aquélla. Imposible referirse a la “buena
madre” sin modelizaciones valorativas relativamente precisas,

Investigación -25-
históricas, orientadas: sin referencias ideológicas.
Es cierto también que se dice “norma social”, lo que no sirve de
mucho, ¡puesto que las normas son siempre sociales al igual
que la nieve es siempre blanca! Cuanto más se evita el hermoso
concepto de ideología y se lo considera peyorativo, menos se
entiende qué pasa y qué no pasa en el Trabajo Social.
Esto supone, además, no confundir ideología e ideología políti-
ca: la segunda constituye una de las múltiples declinaciones de
la primera, pero hay además ideologías familiares, ideologías
escolares, ideologías sexuales (el machismo, el feminismo), etc.
Y es precisamente sobre éstas que interviene el Trabajo Social.
Tal es su punto preciso de fusión.
Vuelvo sobre las soluciones paliativas. Para que el pobre deje de
ser materialmente pobre (nivel de vida) es menester un cambio
social de fondo, cosa que por le momento no se vislumbra; o
por lo menos la herencia de un tío americano, pero los pobres
no tienen tíos en América, salvo en Nueva-Orleans, sobre todo
cuando se inunda, o en los ghettos de las grandes metrópolis.
Es en este sentido que los subsidios suministrados por el Trabajo
Social revisten un carácter paliativo, secundario. Por el contrario,
es significativo cómo el pobre sigue siendo pobre después de
encontrar a trabajadores sociales: ¿Cómo se explica su pobreza,
fatalidad, castigo, exclusión, discriminación, injusticia? ¿Con qué
ideologías, con qué valores e ideales socialmente connotados, la
gente sigue siendo lo que es? ¿De qué manera el psicótico sigue
siendo psicótico? ¿Según qué ideales el chico roba, según qué
motivaciones? Por supuesto que robar no es correcto (hablamos
de pobres, claro...), pero si el chico roba es útil que el trabajador
social recuerde que él no es ni policía ni juez: importa que el
chico entienda cómo está robando, por qué roba, y después si
roba o no, no es nuestro problema, a menos que vuestra dosis
de caridad sea muy fuerte y que quieran no acompañarlo, sino
salvarlo. Está muy bien cuando se encuentran con chicos que
se dejan salvar, el problema es cuando trabajan con chicos que
no quieren que los salven, que quieren vivir de otra manera para

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nosotros insoportable. Es indispensable comprender. Potencia
de la ideología: no es lo mismo estar mal de salud sabiendo algo
o no sabiendo nada de lo que a uno le pasa y por qué le pasa.
Esto significa que las ideologías no residen sólo en la cabeza,
obran en las actitudes catalogadas como femeninas o como mas-
culinas, en las diferentes maneras subjetivas de estar enfermo o
de estar sano. Se encarnan en los gestos, en aquello por lo que
se lucha (“voy a la escuela porque papá dice que así tendré un
buen porvenir”). El Trabajo Social no ha sido inventado para so-
lucionar los problemas materiales de la gente, mejor dicho: para
solucionar de manera exhaustiva la dimensión material de los
problemas de la gente. No puede remplazar ni la acción política,
ni el trabajo psicológico, ni las transformaciones sociales...
El trabajo teórico, para insistir una última vez sobre este punto
estratégico, es algo demasiado importante como para dejarlo
únicamente en manos de los intelectuales de profesión. Dicho
trabajo permite, más de una vez, desempantanar la intervención
social, identificar un poco mejor, o menos mal, qué pasa en tal
familia, qué pasa en la representación que el trabajador social
se fabrica de tal familia, en su representación de lo normal y de
lo anormal.
De ninguna manera solución mágica, es un recurso posible
para hacerse atrapar uno mismo un poco menos en sus propios
espejismos, desplazarse un poquitín...

* Este trabajo es la desgrabación de la ponencia presentada por el autor,


corregida y ampliada por el mismo para su publicación.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

La exclusión, bordeando sus fronteras (Barcelona, Gedisa, 2004).

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El trabajo social : definición, figuras, clínica (Barcelona, Gedisa,
2007).

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