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‘La ciudad de Dios’ de Agustín

de Hipona

David Armando Castañeda y Andrés Mejía Vergnaud

andresmejiav@gmail.com

Twitter: @AndresMejiaV

San Agustín nació en el año 354 D.C., en Tagaste, ciudad que pertenecía a
la región del norte de África donde hoy está ubicado el Estado de Argelia.
En esta región, nuestro pensador pasó prácticamente toda su vida, salvo
una corta pero importante estadía en Italia. Murió en Hipona, ciudad de la
que era obispo, en el 430. Tras haber abrazado en su vida multitud de
tendencias y sectas, se convirtió al cristianismo.

Para esta época, del Imperio Romano y su grandeza ya no quedaban sino el


recuerdo. El proceso de decadencia fue largo y tortuoso, pero el hecho que
más impactó a los ciudadanos romanos, que llevaban ya varias
generaciones asistiendo a este lento final, fue la invasión por parte de las
tropas de Alarico el Godo a la ciudad de Roma, otrora centro inexpugnable
del Imperio, en el 410. La búsqueda de una explicación para estos
acontecimientos llevó a muchos a buscar sus causas en el auge reciente de
la religión cristiana. Los reproches se difundieron a lo largo de las ciudades
del Imperio, en boca de los exiliados que huían de la invasión, y no
tardaron en llegar a oídos de Agustín, quien se dispuso a responderlos con
las herramientas argumentativas y retóricas de las que disponía. Fue así
como se dio el origen de La ciudad de Dios, obra que nos concierne en el
presente artículo. Es la primera gran obra de pensamiento político del
periodo medieval.

La ciudad de Dios es el tratado más largo que nos ha legado la antigüedad


grecorromana. Se compone de 22 libros que pueden dividirse en dos partes
generales, cada una de las cuales también tiene sus subdivisiones
temáticas. La primera parte, que va del libro I hasta el libro X, es un
análisis del sistema político romano. Desde el libro I hasta el VI, el análisis
es histórico, y del libro VII al X, el análisis es más filosófico y jurídico. La
segunda parte va del libro XI al libro XXII, y es allí en donde se expone la
división entre la “ciudad de Dios” y la “ciudad de los hombres”. Desde el
libro XI hasta el libro XIV, se trata del origen de las dos ciudades, de
acuerdo con la teoría del origen del mal, a partir de la caída del primer
hombre, Adán. Después, desde el libro XV hasta el XVIII, hay un análisis
histórico que expone lo que aparece relatado en la Biblia sobre la historia
de Israel hasta el nacimiento de la Iglesia cristiana (en donde se conectan
las historias de Roma y de Israel) y en donde se mantiene la diferencia de
las dos ciudades como hilo conductor. Por último, desde el libro XIX hasta
el XXII, el tema son los fines de cada una de las ciudades y la Justicia
Divina.

Como se puede observar, si bien la motivación de La ciudad de Dios es un


hecho histórico concreto, el autor va mucho más allá, y se enfoca en la
construcción de una teoría que abarca temas como la filosofía de la
historia, la política y la teología. La primera parte, dedicada a la respuesta
a los romanos, hace una crítica de los orígenes y el desarrollo del Imperio,
para atacar la idea de un pasado áureo que habría sido destruido por el
cristianismo. Roma tenía, según el análisis de Agustín, el germen de su
destrucción en su misma constitución, y esto por seguir únicamente los
preceptos que constituyen la “ciudad de los hombres”.

El sentido de hacer una historia de la “caída del hombre” como inicio de la


segunda parte es mostrar que la “ciudad de los hombres” nace de nuestra
naturaleza pecaminosa. Esta debe entenderse a partir de una distinción
respecto de los fines humanos que aparece en varias obras de Agustín: la
distinción entre las cosas que han de ser disfrutadas (fruenda) y las cosas
que han de ser usadas (utenda). Las primeras refieren a aquellos fines que
se buscan por sí mismos sin miras a otra cosa; las segundas, a aquellas
cosas que buscamos solo para un fin posterior. Para Agustín, la falla del ser
humano consiste en confundir ambos términos: en concebir las cosas que
solo son de uso, por ejemplo, los bienes materiales o el poder político,
como si fueran cosas para disfrutar, o sea fines últimos. Y viceversa, tratar
las cosas que deben disfrutarse como fin último, por ejemplo, las virtudes
morales, como medios para lograr cosas que deberían ser de uso. La idea
de Agustín es entonces que el poder político y la justicia ejercidos en la
ciudad de los hombres son poderes instituidos (no naturales) para regular
las relaciones sociales entre los hombres que han caído en el Pecado
Original y que tienden a la guerra en la búsqueda del poder y los bienes
materiales.

Pero las dos ciudades, la de Dios y la de los hombres, no están claramente


delimitadas: su relación es de conflicto. Agustín, a lo largo de sus obras, ha
tratado el problema de la voluntad humana y de la tensión entre la
búsqueda de la felicidad verdadera dada por los objetos de disfrute y la
búsqueda mal encaminada de los objetos de uso: así como el individuo
libra una lucha interna entre su voluntad buena y su voluntad pecaminosa,
así también la “ciudad de los hombres” está en una dialéctica entre la
búsqueda de la paz y la tendencia a la guerra, entre la justicia eterna y la
justicia secular.

El mejor orden político dentro de este marco sería el que permitiera el


ejercicio de la justicia dentro de los parámetros de la “ciudad de los
hombres”, pero que también diera lugar a la justicia universal que Agustín
considera propia de la “ciudad de Dios”. Dentro de los parámetros
agustinianos, ni siquiera Roma en su punto más alto podía ser llamada una
ciudad justa. A lo sumo, sus leyes permitirían el desarrollo de la virtud
cívica y de un buen orden social secular, pero, dado que la justicia es dar a
cada cual lo suyo, para Agustín Roma fallaría en dar a Dios la gloria que le
corresponde. Esto, en opinión del pensador, impediría que los romanos
buscaran una paz verdadera y la llevaría finalmente a su destrucción, como
corresponde con todos los imperios terrenales.

De las tesis de San Agustín no se desprende una defensa de la teocracia.


Todo lo contrario: el autor es consciente de la necesidad del
establecimiento de un orden civil en la “ciudad de los hombres” que regule
los asuntos típicamente terrenales y facilite la convivencia entre los
ciudadanos. Este orden es, como ya dijimos, distinto del que impera en la
“ciudad de Dios”, y entre ambos hay una situación de tensión. No obstante
esto, Agustín sí aboga por un orden más o menos confesional en donde el
papel de la religión sea de gran importancia, y en donde haya la
oportunidad de desarrollo de la virtud como es entendida desde el marco
de la cristiandad. La “ciudad de los hombres” que aspire a ser
verdaderamente justa debe tener en observación las leyes universales de la
“ciudad de Dios” y debe generar sus leyes en relación con su situación
particular (de lo que surge la diversidad de órdenes políticos), pero
siempre evitando contradecir la Ley Divina.

La influencia de estas tesis iba a ser determinante en el desarrollo histórico


del Occidente cristiano, desde el orden feudal medieval (bajo el dominio
moral del papado), hasta los modernos estados seculares que se basan en
principios universales que no necesariamente invocan a la religión. Si bien
ha habido varios cambios históricos e ideológicos desde la época en que
Agustín escribe, la idea de la búsqueda de principios universales que lleven
a la paz y la conciencia a la vez de lo inevitable de las tensiones sociales y
políticas que se dan en el desarrollo histórico siguen manteniéndose
vigentes en el debate político general.

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