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PABLO. La calle de Aviñó está situada en el corazón de Barcelona, cerca de las ramblas,
no lejos del mar. Es una calle gris, húmeda, poco soleada, con muchas ventanas y balcones.
Aquel burdel, en el que tantas horas pasé en mi primera juventud, era un burdel modesto,
familiar, con chicas cariñosas y complacientes, ignorantes de todo lo que no fuera su oficio.
Siempre me han gustado los burdeles, porque allí hay mujeres, muchas mujeres… Y las
putas son las mejores, las mas sinceras, las que nunca intentas engañar a nadie. Te ofrecen
su cuerpo, las tomas, les pagas y se acabó.
Aún recuerdo la primera vez que pisé aquella casa. Fue una mañana muy temprano. Yo
había pasado la noche con unos amigos fumando y bebiendo en un bar de mala muerte del
Barrio Chino. Ellos fueron los que me dieron la dirección del burdel. Llamé varias veces al
timbre. Estaba nervioso y además, ¡qué caramba! En celo. Caliente, muy caliente…
HORTENSIA. (Apareciendo.) ¡Basta! ¡Basta! ¡Dejen de llamar! ¿Pero qué ocurre? (Hace
mutis pero en seguida reaparece detrás de PABLO, que ha irrumpido en la escena.) ¡Eh,
oiga! Aquí no se puede entrar. Esta es una habitación privada. Salga inmediatamente.
PABLO. (Sin hacerle el menor caso.) Quiero una mujer, la quiero ahora mismo.
HORTENSIA. A estas horas no se reciben clientes. Vuelva por la tarde o por la noche.
PABLO. No puedo esperar… Me ha entrado de pronto un deseo irresistible. Mire, mire
como me abulta por delante el pantalón.
HORTENSIA. ¡A mí qué me cuentas de tu pantalón! ¡Márchate!
PABLO. Y me empujó hasta el descansillo, dándome con la puerta en las narices… Y todo
por el maldito dinero. Por que ya casi la tenía de mi lado. A partir de ese momento no solo
me propuse ser el mejor pintor sino sobre todo el que ganara más dinero en el mundo.
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ESCENA II
En escena, SOFIA zurce medias, PILAR juega al solitario y de vez en cuando bebe una
copa de anís. PEPITA se peina frente a un espejo de mano. Aparece ANTONIA que viene
de la calle. Viste sobriamente y lleva una bolsa.
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SOFIA. La gente inventa muchas cosas.
ANTONIA. ¿Para qué iban a venir tan lejos?
SOFIA. ¿No tienen bastante esos idiotas con habernos quitado nuestras colonias?
PLAR. Y dicen que van a llegar por el puerto con muchos barcos y cañones.
SOFIA. ¡Dios nos libre!
PILAR. A mí no me importaría, a ver si revienta todo de una vez.
ANTONIA. Cállate, estúpida. Cómo te encanta decir cosas desagradables.
PEPITA. Pues a mí me gustaría que vinieran. (Ríe.) Así llegarían muchos marineros. A los
marineros les gustan las jovencitas como yo.
SOFIA. Niña engreída.
PEPITA. Pues yo soy la mas joven, por mucho que les pese.
PILAR. Pero no eres la que hace mas servicios. Y como no pierdas esa estúpida costumbre
de reírte por todo, terminarás en la calle.
PEPITA. Cuando el tipo se saca los calzoncillos y se queda en pelotas solo con los
calcetines me muero de risa. (Ríe.) No puedo evitarlo.
PILAR. Se sienten ridículos y se les pasa las ganas de tirar.
PEPITA. Ellos dicen que les gusto porque soy muy alegre.
PILAR. Si quisieran reír se irían al circo. Aquí vienen para cosas mas serias.
ANTONIA. ¿No ha venido el señor Badia…? El suele llegar temprano.
SOFIA. No.
ANTONIA. Me tiene preocupada. Lleva ya tres o cuatro jueves sin venir. Antes no fallaba
uno solo. ¿No estará enfermo? Últimamente tenía muy mala cara.
SOFIA. A lo mejor se ha hartado de ti y se ha buscado otra.
ANTONIA. Hasta hace unos años tenía tanta vitalidad ese hombre… pero ahora ya no
puede con su alma. No saben el trabajo que me cuesta conseguir que se le ponga tiesa la
cosa. Voy a cambiarme.
PEPITA. Te acompaño.
ANTONIA. Gracias, cariño. (Salen.)
SOFIA. ¿Y a ti qué te pasa, vamos a ver?
PILAR. Nada.
SOFIA. Siempre estás de mal humor, como si no te importara otra cosa que tus cartas y
tus solitarios.
PILAR. Estoy como quiero.
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SOFIA. Algunos clientes se han quejado con la Madame. Ellos pagan por ver caras
alegres.
PILAR. ¿Y tú crees que la vida que llevamos es para estar alegres?
SOFIA. Peor te iría en la calle con cualquier aprovechador que te chuparía hasta la sangre.
PILAR. Desnudarse, vestirse, volverse a desnudar, haciéndoles el numerito a todos los
hombres por asquerosos que sean… y así un día y otro día. Y que te dejan un olor a semen
en todo el cuerpo que no te lo quitas ni frotándote con un estropajo. Un día de estos me
bebo un litro de lejía y termino de una vez.
SOFIA. No digas eso. ¡Ni se te ocurra!
PILAR. Ahora estamos, según dicen, en lo mejor de la vida, ¿pero han pensado en lo que
nos espera cuando se nos arrugue la piel y se nos caigan las carnes? La Madame se buscará
otras más jóvenes y nos echará a todas. Eso si antes no nos dá una de esas putas
enfermedades que traen los hombres de las que casi ninguna se libra.
SOFIA. Pilar, cállate, siempre te pones en lo peor.
PILAR. ¿Acaso no tengo razón? (Bebe otra vez.) Sal a las ramblas y verás un montón de
viejas en las esquinas pidiendo por caridad que alguien se las tire para poder comer. Tú
heredarás el burdel de tu madre y bien que mal podrás arreglártelas.
SOFIA. ¿Y tú crees que eso es lo que yo quiero? ¿Dirigir un burdel? Yo quiero tener un
taller de costura donde fueran a vestirse las señoras elegantes.
PILAR. Puede que lo consigas. Pero yo no tengo otra cosa que esto. (Se señala entre las
piernas.) Dime tú si es para ser optimista y dar saltos de alegría.
SOFIA. ¿Para qué vas a amargarte el presente por un futuro que ni siquiera sabes si
llegará algún día?
PILAR. ¿Quieres saber lo que te espera? Te leo las cartas y te adivino el porvenir. (Bebe
otra vez.)
SOFIA. Lo que quiero es que dejes el anís. Te has bebido más de media botella. (Le quita
la botella.) Dame. Esto es lo que te hace ver las cosas tan negras.
PILAR. Yo me las leo a mí misma y siempre me sale el dos de bastos, el ocho de copas y
la sota de espadas. ¿Sabes lo que significan esas cartas? Miseria, enfermedad y muerte.
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HORTENSIA. Ay, Dios mío. Ayúdenme. (A SOFIA.) Dame la mano, cariño, el corazón me
va a estallar.
SOFIA. ¿Pero qué te ha pasado?
HORTENSIA. ¿No se han enterado? ¡Una bomba! ¡Han tirado una bomba en plena
procesión! ¿Cómo es posible que no lo hayan oído? Ha sido una explosión terrible. La
gente, ya se lo pueden imaginar, medio loca, chillando y corriendo sin saber qué hacer… A
mí me va a dar algo, no puedo respirar.
SOFIA. ¿Pero a ti no te ha pasado nada? ¿Estás bien?
HORTENSIA. Sí, supongo que sí, gracias a Dios. Pero qué susto. ¡Qué susto!
SOFIA. ¿Te preparo una manzanilla?
PILAR. (Dándoles anís.) Esto le va a sentar mejor.
HORTENSIA. (Bebiéndose la copita de un trago.) Gracias, hija. Hay muchos muertos. ¡Si
lo hubieran visto! ¡Que espanto! Heridos pidiendo socorro a gritos, madres con sus hijos
ensangrentados en brazos, los guardias que no sabían a quién atender, los caballos
desbocados pisoteando a la gente… ¡una tragedia! ¡Una gran tragedia!
SOFIA. ¿Y tú qué has hecho?
HORTENSIA. Pues venirme a casa de inmediato. Pero he tropezado con un tropel de
gente que salía corriendo y me han tirado al suelo; no sé como no me he roto las piernas.
(Enseña sus medias, rotas, y las rodillas algo ensangrentadas.) Y menos mal que no me
han aplastado, por que hubieran podido matarme.
SOFIA. (A PILAR.) Trae el agua oxigenada.
PILAR. ¿Dónde está?
SOFIA. Donde siempre. En el baño. Ya deberías saberlo.
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SOFIA. A ver, las rodillas.
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HORTENSIA. No, si ya estoy mejor. ¿Dónde está la Rosita?
SOFIA. Ahora sale, no te preocupes por nada. Vamos…
HORTENSIA. Sí, cariño. Voy a echarme un momento a ver si me tranquilizo. Ha sido
grande. Muy grande. (Sale con SOFIA.)
ANTONIA. ¿Qué está haciendo tu hermana?
PEPITA. Estará en su habitación leyendo el dichoso libro.
ANTONIA. ¿Ahora le dá por leer? ¡Está chiflada!
PEPITA. Se lo regaló ese pintor que viene todas las noches de visita.
ANTONIA. No sé cómo Madame Hortensia no lo echa. No se ocupa nunca con ninguna.
Solo viene a estorbar. La tiene engatusada, le dice cuatro galanterías y ella se lo consiente
todo. (Suena el timbre.) Han llamado.
PEPITA. Será el señor Badia.
ANTONIA. No, él toca de otra manera.
SOFIA. (Apareciendo.) ¡Chicas, al salón!
PILAR. Vaya por Dios. Se acabó la tranquilidad.
SOFIA. (A PEPITA.) Tú, al piano.
PEPITA. Estoy harta del piano. Madame tendría que comprar una pianola. Todas las casas
buenas lo tienen.
SOFIA. ¿Otro gasto, con lo tacaña que es? Ni lo sueñes. (Se oyen gritos alborozados de
varios hombres. PEPITA ha hecho mutis. En seguida se oirá el piano.) Vaya, otra vez esa
pandilla de juerguistas. (Llama.) ¡Rosita! ¡Hay clientes! (Sale. Aparece PILAR. Detrás de
ella HORTENSIA.)
HORTENSIA. ¿Y tú a dónde vas?
PILAR. Esta tarde no voy a trabajar.
HORTENSIA. No digas idioteces. Regresa al salón con las demás.
PILAR. He dicho que no voy y no voy.
HORTENSIA. ¿Tú te crees que puedes dejar el trabajo cuando se te antoja? Sabes que no
tolero histerias ni ataques de nervios. (Cambiando de actitud.) A ver, cariño, ¿qué te pasa?
Seca esas lágrimas y cuéntame lo que te ocurre.
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PILAR. Ay, Madame, acabo de ver en el salón a un compinche de mi padre que conozco
desde que era niña. Y antes de que ese cerdo repugnante me ponga una mano encima, me
tiro por el balcón.
HORTENSIA. Nadie va a tocarte si tú no quieres, cariño, ni nadie va a tirarse por el
balcón.
PILAR. Eran unos amigotes que jugaban a las cartas todas las semanas. Y mi padre, al que
no le bastaba abusar de mí cuantas veces se le antojaba, ¿quiere saber lo que hacía mi padre
cuando había perdido dinero? Me apostaba a mí, ¡a su hija! Y me obligaba a acostarme con
el primero que le hubiera ganado la partida.
HORTENSIA. Por desgracia esas cosas pasan…
PILAR. Y ese viejo que acaba de entrar era el más bestia, el más desalmado, el que más
disfrutaba con mi terror. Una vez, estando con él, vomité por el asco y me restregó la cara
por los vómitos mientras se reía muy divertido. Le odio, ¡le odio! Y odio a mi padre que
espero esté ardiendo en el infierno. ¡Les odio a todos ellos más de lo que nunca podré odiar
a nadie!
HORTENSIA. Y tu madre, ¿no decía nada?
PILAR. Nada. Sabía lo que estaba pasando, ¡claro que lo sabía! Nunca dijo una palabra ni
me defendió. Supongo que le era más cómodo no darse por enterada. Estoy esperando que
se muera pronto para mear sobre su tumba.
HORTENSIA. Pilar, cariño…
PILAR. Y lo peor es que entre unos y otros consiguieron que me sintiera culpable…
Como si yo fuera la responsable de todas sus suciedades.
HORTENSIA. Comprendo que te sientas así, pero piensa que todas tenemos aquí nuestras
historias. Yo misma, si te contara… Las monjas del hospicio me pusieron de criada de una
familia donde el padre y el hijo se venían a mi cama continuamente. Al poco tiempo quedé
embarazada y la mujer me echó a la calle entre insultos y golpes, gritándome ¡puta!, ¡puta!
Luego caí en manos de una larga lista de proxenetas, a cuál más repugnante… ¡Y las
felaciones! A veces diez seguidas, ¡un horror! Pero lo peor eran los olores: a sudor, a
esperma, a sexo, a mierda… Por eso me echo tanto perfume, para borrar todas esas
porquerías… En fín, ya ves que no has sido tú la única.
PILAR. Ya lo sé, pero no por eso…
HORTENSIA. Mira, Pilar, la vida es un asco, de acuerdo, pero también tiene sus buenos
momentos. Míralo de otra manera. Eres joven y guapa y tienes quién cuide de ti… Más de
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una quisiera estar en tu lugar, ¿no te parece? Y deja ya de mortificarte. ¿No ves que te haces
mucho daño? (PILAR, que apenas ha escuchado, se ha puesto de nuevo a llorar.) ¿Pero
estás llorando otra vez? ¿Es que no me escuchas?
PILAR. Perdóneme, Madame…
HORTENSIA. Pues vete, vete a tu cuarto. Y ya te llamaré cuando ese tipo se haya largado.
PILAR. Gracias, Madame… (Sale.)
HORTENSIA. (Gritando.) ¡Rosita! ¡Pero sales o no sales!
HORTENSIA sale. Enseguida aparece ROSITA con los zapatos en la mano. Se sienta para
ponérselos. Aparece PABLO.
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ROSITA. Vamos, salgamos al salón, que como nos pille Madame Hortensia, se va a poner
furiosa.
PABLO. Te quiero, Rosita. Esto es lo que tengo que decirte, que no puedo vivir sin ti, que
te adoro, que te idolatro. Es un fuego que me abrasa, que me asfixia, un incendio que si no
me correspondes acabará conmigo.
ROSITA. No seas tonto.
PABLO. ¿Es que no me crees?
ROSITA. Mira, si lo que pretendes es que te haga un servicio gratis, pierdes el tiempo. Lo
tenemos prohibido.
PABLO. El amor no tiene nada que ver con el dinero.
ROSITA. Eso cuéntaselo a Madame.
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HORTENSIA. Lo vas a perder… Ven, dame la chaqueta y me haces compañía mientras te
lo coso. (Le ayuda a quitársela y empieza a coser.) ¿Cómo van tus pinturas?
PABLO. Pinto sin parar. Voy a ser el pintor más grande de la historia.
HORTENSIA. ¿Porqué no, si te lo propones?
PABLO. (Tras una pausa.) ¿Ha estado usted en ese cinematógrafo que han inaugurado?
HORTENSIA. No tengo tiempo para esas cosas.
PABLO. Es un invento fascinante. Como un gran cuadro en movimiento. Todo se mueve.
Se persiguen unos a otros, gesticulan, gritan, sufren, se insultan, y uno oye sus voces
aunque están en silencio. Eso es lo que pretendo en mis cuadros.
HORTENSIA. En los cuadros no se mueve nada.
PABLO. Pero sí se mueven los ojos de quien los mira. La pintura no puede ser una cosa
muerta como una fotografía. Hay que entrar en ella, mover la mirada de un sitio a otro, ver
incluso lo que hay detrás, lo que no se vé. ¿Me entiende?
HORTENSIA. No mucho, la verdad. O mejor dicho, nada. ¿Ves? Así está mejor.
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HORTENSIA. No lo quieras saber. Barbaridades, insultos, suciedades. Que se ha enterado
de que su marido en vez de ir al rosario de la parroquia como le decía a ella, venía todos los
jueves a ocuparse con la Antonia. ¡Jesús, qué cosas escribe la muy cerda! ¡Y se las dá de
gran señora!
ROSITA. ¿Y ahora se entera después de tantos años?
HORTENSIA. ¿Acaso fue la Antonia la que buscó al señor Badia, que no es más que un
barrigón con patas? No señora, vino él, pagaba él, ¿qué culpa tiene la chica para que esa
cerda la insulte de esa manera? ¿No te parece, Pablo?
PABLO. (Sombrío.) A mí no me parece nada.
ROSITA. ¿Puedo leerla?
HORTENSIA. No, cariño. Este tipo de cartas trae mala suerte. (La rompe en pedazos.) Y
no le digas nada a la Antonia. ¿Para qué darle un disgusto? (Suena el timbre.) Han llamado.
Vuelve al salón. Será otro cliente.
PABLO. Sí, vete, no pierdas tiempo y empieza a desnudarte, que tendrá prisa por tocarte
el culo. Las putas no deben hacer esperar a los clientes. (ROSITA lo mira. Ha quedado sin
palabras.)
HORTENSIA. No le escuches. Tú a lo tuyo.
ESCENA III
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Una mañana, a eso de las once. ANTONIA está aseándose con una palangana, ayudada
por PEPITA. SOFIA cose. PILAR juega solitario mientras de vez en cuando bebe su anís.
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SOFIA. Solo hubiera faltado eso.
PILAR. Pues tendrías que agradecérselo. Ojalá mi madre se hubiera portado así conmigo.
(Ambas salen con las toallas.)
ANTONIA. (A PEPITA.) Ay, no, que me haces cosquillas. (Ríe.)
PEPITA. (Riendo también.) ¡Cosquillitas, cosquillitas!
ANTONIA. (Riendo.) ¡No, tontina, no!
ROSITA. ¡Pepita! ¡Deja de estar jugando con esa puerca! (A ANTONIA.) ¡Y tú deja
tranquila a mi hermana. ¡Deja a mi hermana! ¿Me oyes? ¡Deja a mi hermana o te marco la
cara! Te lo advierto por última vez.
PEPITA. ¡Tú eres la que tiene que dejarnos en paz! Estoy de tus sermones hasta el moño.
Ya tengo bastante con tener una hermana monja.
ROSITA. Hoy es su cumpleaños. Deberías haber venido conmigo para felicitarla.
PEPITA. No me gustan los conventos. Cuando la veo con sus tocas y sus aires de santa y
te escucho a ti diciéndole que trabajas en una corsetería y que yo estudio piano, me entran
ganas de decirle, “Tus dos hermanas son un par de putas, te guste o no.” Tampoco a mí me
gusta que ella sea monja y me aguanto. ¿Has desayunado?
ROSITA. No tengo hambre.
PEPITA. Voy a calentarte la leche. (Sale.)
ANTONIA. Tiene razón.
ROSITA. Tú cállate, o vamos a terminar muy mal.
ANTONIA. ¿Es que Pepita y yo no podemos ser amigas?
ROSITA. Una cosa es ser amigas y otra tortilleras. Y como sigas persiguiéndola voy a
decírselo a Madame Hortensia. Ella no tolera esas suciedades.
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ROSITA. La loca lo serás tú. ¡Marimacho, tortillera, cerda! (Se agreden. SOFIA y PILAR
las separan.)
PILAR. Ya basta, chicas. ¡Déjenlo ya!
SOFIA. No mas peleas o se lo diré a Madame.
Aparece PABLO.
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PILAR. Pablo, ¿qué día naciste?
PABLO. ¿Yo? El 25 de Octubre. ¿Por qué?
PILAR. Entonces eres Escorpio. Voy a leerte las cartas.
PABLO. Como quieras.
ANTONIO. Será maricón. Viene a una casa de putas y todo lo que se le ocurre es
dibujarlas. (PABLO dibuja.)
PILAR. Es un mirón. Solo viene aquí a mirar.
ROSITA. ¿No tienes clase hoy?
PABLO. Ya no voy a clase. Allí ya no pueden enseñarme nada. Esto de pintar es como el
amor. Cada cuál ha de hacerlo como lo siente.
ANTONIA. A ver cómo está saliendo.
PABLO. No puede verse hasta que está terminado.
ANTONIA. (Le arrebata el dibujo. Lo mira.) Uy, qué rara estás. (Se lo pasa a SOFIA.) ¿A
ti que te parece?
PABLO. Dame. Lo van a romper.
Es como un juego. Todas ríen. Solo PEPITA permanece en la ventana sin moverse, en la
misma posición en que la puso PABLO. Aparece HORTENSIA. PABLO recupera su dibujo.
HORTENSIA. ¿Otra vez tú? ¡Pero qué castigo de hombre! No quiero a ninguno en la casa
fuera de las horas de trabajo, y menos aquí. Con que ya te está largando. (A PEPITA.) ¿Y tú
qué haces con los brazos en alto? ¿Qué es esto? ¿Un atraco?
PEPITA. Me estaba dibujando. Nos va a pintar a todas.
SOFIA. Dijo que tú le habías dado permiso.
HORTENSIA. ¿Y tú le has creído? Qué calamidad eres. No puedo fiarme de ti. Ni bien te
dejo sola…
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SOFIA. Trabajo todo el día como una negra y lo único que recibo son reproches. Estoy
harta. Y como esto siga así, el día menos pensado me largo. No puedo más.
HORTENSIA. ¿Y a donde irías, desgraciada?
SOFIA. No lo sé. A cualquier parte donde no tuviera que aguantarte. Seguro que si hiciera
lo que hacen ellas, como te haría ganar dinero, me tratarías mejor.
HORTENSIA. No digas eso ni en broma. (A PABLO.) Y tú, ahora mismo recoges tus cosas
y te largas. Y no vuelvas si no es con dinero en la mano, como todos los demás. (PABLO
empieza a recoger sus cosas. Pone sus papeles en una carpeta. HORTENSIA saca un
periódico del bolso.) Ha muerto el señor Badia. Salió en el periódico.
PILAR. Pobre hombre. Qué lástima.
ROSITA. La verdad es que ya era muy mayor.
PEPITA. Es como si Antonia se hubiera quedado viuda, ¿no? Mi pésame. (Ríe.)
ANTONIA. Calla, tontita.
HORTENSIA. Aquí viene la esquela. El funeral es mañana a las once, en la Iglesia del
Pino.
PABLO. (Al ver el periódico.) ¿Me deja ver ese periódico? (Se lo quita de las manos.)
¡Criminales, cabrones, miserables! Lo han fusilado.
PEPITA. ¿Han fusilado al señor Badia?
PABLO. ¡Qué dices del señor Badia! A ese pobre chico que condenaron la semana pasada.
A él y a otros cuatro más. Apenas tenía veinte años.
PILAR. ¡Tan joven! Esto es un crimen.
ROSITA. ¿Lo conocías?
PABLO. Una vez estuvo tomando vino con nosotros en “Los Cuatro Gatos”.
SOFIA. Eran anarquistas, habían matado a un montón de gente.
HORTENSIA. Se lo merecían. Eran esos canallas que tiraron la bomba en la procesión del
Corpus. Y por poco me matan a mí.
PABLO. Ni siquiera se ha aclarado quiénes fueron los culpables. Pero había que
tranquilizar a la gente, ofreciéndoles unos cuántos muertos. Fueran los que fueran.
PILAR. Nadie merece que lo maten.
HORTENSIA. Los condenó la justicia.
PABLO. ¿Pero qué justicia? ¿Quieren saber lo que es justicia? Que no haya tanta miseria,
que nadie pase hambre, que no desamparen a esos pobres soldados a los que obligaron a ir a
Cuba a jugarse la vida por el gobierno. ¡Eso es justicia! No el pegarle cuatro tiros a unos
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semejantes a sangre fría, mientras ellos van con sus chaqués y sus cirios en la procesión.
Desde que el año pasado ajusticiaron a aquellos dos infelices no dejan de fusilar. Se
empieza por unos anarquistas y se acaba por eliminar a todo aquél que les estorbe.
HORTENSIA. (Quitándole el periódico.) En esta casa no toleramos que se hable de
política.
PABLO. ¿Pero no se da cuenta? El pueblo está revuelto, se manifiesta frente a los
edificios públicos y la policía los dispersa a tiros.
HORTENSIA. Es su trabajo. Hay que mantener el orden.
PABLO. ¿Les parece normal que disparen a los que no hacen otra cosa que expresar sus
opiniones? ¡Es la primera de las libertades!
HORTENSIA. ¿Pero quiénes se manifiestan? Los antimilitaristas… Hay que apoyar a
nuestro ejército.
PABLO. Nuestro ejército estaba mal preparado, mal equipado y el gobierno, con una
ligereza criminal lo envió a una guerra que se sabía perdida de antemano. En dos meses los
americanos se han apoderado de todas nuestras colonias.
HORTENSIA. ¡Bueno, se acabó! Te prohibo que sigas hablando de política. Ahora vete.
PABLO. (A ROSITA.) ¿Me acompañas a la puerta?
HORTENSIA. Ya conoces el camino.
PABLO. Está bien. Ya me voy. (Sale.)
ANTONIA. Quizá tendríamos que ir al funeral. Era un buen cliente.
PILAR. ¿Para qué? ¿Para que la familia nos insulte?
ANTONIA. Nos sentaríamos en el último banco y a sí no nos veían.
PEPITA. No me gustan los funerales.
SOFIA. Además mañana todas tenemos turno en el médico para la revisión. Como todos
los meses.
HORTENSIA. Es verdad. Pues por lo menos recemos un padre nuestro por su alma. (Se
santiguan. Rezan el Padre Nuestro.) Amén. (Vuelven a santiguarse.) ¿Cómo va mi vestido?
SOFIA. Falta que te lo pruebes. (Empieza a probarle el vestido a HORTENSIA.)
PEPITA. Yo no quiero ir al médico. Es un cerdo que nos toquetea por todas partes.
ROSITA. Pues te aguantas.
HORTENSIA. Tú vas a ir como todas. Solo faltaría que les contagiaran alguna porquería.
En la calle Nueva, una amiga mía tenía una casa muy concurrida. Un tipo contagió a una de
sus chicas, se corrió la voz y tuvo que cerrar. ¡Ay, me has pinchado!
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SOFIA. Si no paras de moverte.
HORTENSIA. Por eso les repito que se laven con jabón desinfectante, antes y después,
por fuera y por dentro, sobre todo por dentro. Y mírenles bien la punta del rabo, para
comprobar que no tienen nada sospechoso. Estas mangas son demasiado anchas.
SOFIA. Ahora las estrecho.
HORTENSIA. Gracias a Dios y a San Pancracio no hemos tenido ningún percance, pero
ninguna está a salvo. ¿No te parece la falda un poco larga?
ROSITA. Y le cuelga por detrás.
HORTENSIA. Nunca tomas bien las medidas.
SOFIA. Hago lo que puedo. Y si no te gusta, vete a una de esas modistas que cobran tan
caro. (Arrodillada, se la arregla.)
ANTONIA. Qué quieren que les diga, pero para mí Pablo es marica. Ese no moja otra
cosa que sus pinceles.
PEPITA. No me extrañaría. (Ríe.) Mucho bla, bla, bla, la boca siempre abierta pero la
bragueta cerrada.
HORTENSIA. Pues yo les digo que si ese es marica, yo soy el obispo de Astorga. Lo que
pasa es que, como todos los artistas, no tiene donde caerse muerto. Y les diré algo más. Es
uno de esos hombres del que nunca se van a olvidar. Llegarán a viejas, se les borrarán todos
los hombres de la memoria, como si nunca hubiesen existido. Pero él, jamás.
PEPITA. ¿Cómo lo sabe?
HORTENSIA. No podría decirlo, pero lo sé. ¿Se han fijado cómo mira? Ese vé algo que
no vemos los demás.
PABLO. (Apareciendo.) Disculpe, Madame. Olvidé mis apuntes. (Los coge.) Aquí están.
PILAR. ¿Quieres saber lo que dicen de ti tus cartas?
PABLO. Claro.
PILAR. Pues ahí va. No triunfarás, morirás joven y nadie se acordará nunca de ti.
PABLO. No creo en esa mierda de las cartas.
PILAR. Pues es lo que ha salido.
HORTENSIA. ¿No te has ido todavía?
PABLO. ¡Uy! ¡Qué elegante y qué preciosa estará usted con ese vestido!
HORTENSIA. ¡Fuera!
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PABLO. Ya me voy. Pero voy a volver pronto, en cuanto me paguen la exposición. Y esa
noche voy a poner esta casa patas arriba. Vamos a armar una orgía como no la han visto
nunca. Todos en pelotas. ¡Todos!
HORTENSIA. (Indignada.) ¿Pero qué te has creído? Esta es una casa decente. Aquí no se
permiten numeritos. Ni nada que no sea natural.
PABLO. No se enfade. También cuento con usted.
HORTENSIA. (Echándolo a empujones.) ¡Serás descarado! ¡Golfo, cerdo, sinverguenza!
PILAR. ¿Pero no dices siempre que estás enamorado de Rosita?
PABLO. Locamente. (Toma a PILAR entre sus brazos y la besa.) Ella será la reina del
harem, pero no por eso voy a olvidarme de las demás.
ESCENA IV
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Carnaval. Es madrugada. Se oyen en la calle gritos y trompetas de cartón. También de vez
en cuando los estampidos y luces de colores de los cohetes. Al cabo de unos instantes
aparece ANTONIA. Enseguida, SOFIA.
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HORTENSIA. ¿Pero a qué viene esto? ¿Qué te pasa? ¿Te has peleado con alguna de las
chicas o te he ofendido en algo?
ANTONIA. No, Madame, no es eso. Se trata de mi hija.
HORTENSIA. ¿Qué le ocurre a tu hija?
ANTONIA. A ella nada, gracias a Dios. Es por mi madre. La han llevado al hospital y con
lo mayor que es, no creo que salga de esta y alguien tiene que cuidar de la niña. Parece que
por el momento la están cuidando unos vecinos, pero van a meterla en un hospicio y eso no
puedo permitirlo.
HORTENSIA. ¿No tienes ningún pariente que pueda hacerse cargo de ella?
ANTONIA. No tengo a nadie.
HORTENSIA. ¿Y has pensado de qué vas a vivir, cuando estés en Lérida?
ANTONIA. Tengo algunos ahorros, no muchos… y el dinero que usted me dé, porque
algo me deberá por todos estos años que he trabajado aquí.
HORTENSIA. ¿Yo? ¿A ti? ¡Qué cosas dices! Te he tratado como a una reina, te he
comprado cuantos caprichos se te han antojado. Eso sin contar las cinco pesetas que te daba
cada vez que ibas a ver a tu hija. Cuando te enseñe las cuentas verás que eres tú la que me
debes dinero a mí, y mucho. Lo tengo todo anotado, y antes de irte tendrás que pagármelo.
ANTONIA. Pues si es necesario fregaré escaleras, trabajaré de criada, haré lo que sea,
pero me voy.
HORTENSIA. Pero criatura, no te engañes. Acabarías de puta, que es lo único que sabes
hacer. ¿Y cuando llegues a Lérida, qué pasará? Allí todos creen que eres una viuda con un
empleo respetable, ¿qué van a pensar de ti cuando te vean recorriendo las calles en busca de
clientes? ¿Qué quieres? ¿Qué se burlen de la pobre de tu niña y la llamen hija de puta?
¿Qué en cuanto crezca se avergüence de ti? Créeme, con una madre que vaya a visitarla al
hospicio y le lleve caramelos y algún dinerito de vez en cuando, estará mucho mejor.
ANTONIA. (Llorosa.) ¡No! ¡El hospicio no!
HORTENSIA. No es ninguna tragedia. También yo me crié en un hospicio. No te digo que
sea un colegio de lujo, pero comes caliente tres veces al día, tienes buena cama y las
hermanitas te enseñan las cuatro reglas y lo que buenamente pueden. Ya ves que a mí no me
fué tan mal.
ANTONIA. Mi hija no acabará como usted o como yo. Lo juro por Dios.
HORTENSIA. Deja a Dios tranquilo, que bastante trabajo ya tiene tal como está el mundo
hoy en día.
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ANTONIA. ¿Qué puedo hacer?
HORTENSIA. Eso debiste arreglarlo cuando te quedaste preñada. Mira que te dije varias
veces que te deshicieras de él, que te complicaría la vida… pero tú, terca… ¡terca! En fín,
ya lo sabes, aquí puedes seguir como siempre. Es lo más sensato. Y si no… Pero ahora
estamos muy cansadas. Vete a dormir. Tienes toda la noche para pensarlo. Mañana
seguiremos hablando.
SOFIA sale, pero vuelve enseguida. HORTENSIA ha ido tomando su infusión. Quizá
enciende un cigarrillo.
SOFIA. Ay, Madame, ¡lo que he visto por la mirilla! No te lo podrás creer.
HORTENSIA. ¿Pues qué has visto?
SOFIA. Una monja. ¡Es una monja! Me he puesto a sudar nada mas verla.
HORTENSIA. Vendrá a pedir una limosna, pobre mujer.
SOFIA. ¿A estas horas?
HORTENSIA. Las monjas madrugan mucho.
SOFIA. Es que no es una monja cualquiera. Es la hermana de Rosita y Pepita.
HORTENSIA. No es posible.
SOFIA. Dice que viene del convento para verlas y que no va a moverse de la puerta sin
hablar con ellas. ¿Qué hacemos?
PEPITA. (Apareciendo.) ¿Dónde está el agua de azahar?
HORTENSIA. Allí afuera tienes a tu hermana.
PEPITA. Pues voy a preguntárselo a ella.
HORTENSIA. No hablo de Rosita, sino de la otra. La del convento.
PEPITA. (Riendo.) Qué buen humor tiene usted, Madame.
HORTENSIA. No es una broma. (PEPITA deja de reír.) Habrá averiguado donde viven
ustedes dos. Sal a recibirla. Pero ponte algo encima. Pareces una puta.
PEPITA. ¿Está usted hablando en serio…? Ah, pues yo no salgo. Que venga Rosita.
23
SOFIA. Rosita está con un cliente y aún no ha terminado. (Suena nuevamente el timbre.)
PEPITA. (Aterrada.) No abra la puerta, no la dejen pasar. Si no le abrimos se irá.
PILAR. (Apareciendo.) Por fín se ha despedido el último. ¡Que pesado! Creí que no me
dejaba nunca. Y el muy asqueroso quería el servicio completo. He tenido que hacerle de
todo (Bebe.) Por cierto, no sé si lo saben, pero tenemos a una monja en el salón.
PEPITA. ¿Pero le has abierto la puerta, desgraciada?
PILAR. Se habrá colado cuando ha salido mi cliente.
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PILAR y SOFIA lo empujan hacia la puerta.
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PEPITA. ¡Fuera pantalones!
PABLO. ¡Ay, Antonia, no me los toques que me haces daño!
ANTONIA. Pues no me parecen muy grandes.
PEPITA. ¿Y si lo rifamos? A ver a cuál le toca.
ROSITA. No, que es mío.
ANTONIA. ¡Esta noche es de todas!
PABLO. (En calzoncillos, ante tanta mujer guapa.) ¡¡Esto es el paraíso!!
Todas rodean a PABLO en una rueda endiablada. Mientras le quitan los calzoncillos, todas
cantan y lanzan exclamaciones, en una suerte de caos orgiástico. Entra HORTENSIA. El
espectáculo le da risa a la vez que se enfada.
ESCENA V
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A la mañana siguiente. Hay silencio en la casa. Aparece PABLO a medio vestir. Enseguida
entra ROSITA.
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PABLO. Lo pintores más famosos del mundo.
ROSITA. Pablo… yo no puedo irme contigo…
PABLO. ¿Porqué? ¿Qué te lo impide? Dime. ¿Por qué no puedes?
ROSITA. Por muchos motivos.
PABLO. ¿Qué motivos?
ROSITA. Mira, tú eres un artista, sabes muchas cosas… y yo no soy más que una
ignorante que ni siquiera es capaz de entender los versos del libro que me regalaste… Solo
voy a ser un estorbo para ti… y pronto vas a cansarte de mí… terminarás por dejarme.
PABLO. ¿Esa es la idea que tienes de mí?
ROSITA. De ti no, Pablo… de mí.
PABLO. ¡Pues si tú no me acompañas, no voy! No quiero separarme de ti ni por París ni
por nada… ¿Prefieres quedarte con Madame? ¡Muy bien! Nos quedaremos, porque eso sí
tienes que tenerlo claro: si no vienes conmigo, no me voy. (Se levanta, y muy nervioso,
pasea de arriba abajo.) No voy, no voy, no voy.
ROSITA. Haz el favor de parar, me pones nerviosa moviéndote tanto. Siéntate y escucha.
(PABLO se sienta.) Tú te vas a ir.
PABLO. ¡No!
ROSITA. ¡Sí! Tú te vas a París y ves los cuadros de esos pintores tan famosos y yo me
quedo aquí esperándote a que vuelvas.
PABLO. De ninguna manera.
ROSITA. Escucha y calla. Mas adelante, cuando estés seguro de lo que quieres, si es que
todavía lo deseas… vienes a buscarme y me voy contigo, te lo juro.
PABLO. No me gusta.
ROSITA. Es lo más sensato.
PABLO. ¡Yo no quiero ser sensato! ¿De qué tienes miedo? ¿De que algún día nos
hartemos? Pues bien, nos hartamos. Nada es eterno. Tenemos que aprovechar el momento,
lo que está en nuestras manos, Rosita. Lo demás no existe. ¡No existe! (Pausa.)
ROSITA. ¿Cuándo tienes pensado partir?
PABLO. En cuanto consiga el dinero para el pasaje. Se lo pedirá a mi padre, aunque no
creo que pueda darme gran cosa… Pero le pediré prestado a los amigos o si es necesario
mendigaré por las calles. No seré el único.
ROSITA. Yo tengo algunos ahorros, pocos, y podrías empeñar mis joyas. No son muy
valiosas, pero algo te podrán dar por ellas.
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PABLO. No. No puedo aceptarlo.
ROSITA. Considéralo como un préstamo. Me lo devolverás cuando seas rico y famoso.
Espera. (Hace mutis y a los pocos segundos regresa con un estuche. Lo abre.) Cuarenta y
cuatro pesetas. ¿Crees que con esto será suficiente?
PABLO. (Cerrando el estuche.) No me hagas esto, Rosita. No me tientes. Esconde la caja
donde no la vea.
ROSITA. Yo te quiero, Pablo. Déjame que te ayude.
HORTENSIA. (Apareciendo.) ¿Pero aún sigue este aquí? (A PABLO.) Desde luego eres el
mismísimo diablo. El escándalo que armaste anoche fue vergonzoso.
PABLO. Lo siento, Madame. Yo la respeto mucho. Pero había bebido muchísimo, era
carnaval…
ROSITA. Se va a ir a París, ¿sabe?
HORTENSIA. Me alegro. Así nos dejará en paz y no vendrá a alborotarnos a las chicas…
¿Y cuando te vas?
PABLO. En cuanto convenza a Rosita para que venga conmigo.
HORTENSIA. ¿Cómo? ¿Tú también quieres dejarnos?
ROSITA. No se altere, Madame. No pienso irme. Pablo se va a ir solo.
HORTENSIA. (A PABLO.) Pues si te vas, buen viaje, y deja de llenarle la cabeza de
fantasías a la pobre Rosita. (Pausa.) Vete, hijo, vete, y cuanto más lejos mejor. Quédate allí
para siempre. Y te deseo mucha suerte.
PABLO. ¿Puedo darle un beso, Madame? (La besa) Todavía sigue usted gustándome
mucho.
HORTENSIA. Descarado. Eres un sinverguenza.
ROSITA. Adios…
PABLO. (Tomándola entre sus brazos y besándola.) Hasta pronto, amor mío. Hasta muy
pronto. (Va a salir, pero ROSITA lo detiene.)
ROSITA. Te olvidas de esto. (Le da el estuche. PABLO duda por unos instantes, pero lo
toma y sale rápidamente.)
HORTENSIA. (Al ver a ROSITA.) No te pongas triste, cariño… Ningún hombre lo
merece… En esta casa siempre hay alguno que se enamora locamente de alguna de las
chicas, pero enseguida se les pasa. Aquí vienen a jugar, a divertirse, a darle gusto al
cuerpo… todo lo demás son ilusiones que no llevan a ninguna parte. Por cierto, en el piso
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de la gitana ví un mantón precioso que te sentaría muy bien. Esta tarde nos ponemos guapas
y vamos a comprarlo… ¿te parece?
ROSITA. (Resignada.) Sí, Madame.
Sale. Suena el timbre. SOFIA cruza la escena para abrir y regresa enseguida con una carta
en la mano.
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ANTONIA. ¿Tú crees? Ay, Dios mío, gracias, gracias… Ese hombre era un santo… ¡un
santo! (Llamando muy nerviosa.) ¡Pepita! ¡Pepita, ven, reina! (Aparece PEPITA en bata.)
¡El señor Badia! ¡El señor Badia me ha hecho rica!
PEPITA. ¿A ti? ¡Qué alegría! (La abraza y la besa.)
HORTENSIA. No corras tanto. Ni siquiera sabes lo que te ha dejado.
ANTONIA. ¡Su testamento! ¡Se ha acordado de mí en su testamento! ¡Aquí lo dice! ¡Ese
hombre era un santo! ¡Un santo!
ESCENA VI
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Es la noche del último día del año. Toda la habitación tiene aire de fiesta. Aparece PILAR
en bata, muy ensimismada en sus pensamientos. Se sienta. A los pocos segundos llega
ANTONIA vestida de fiesta, con unos globos en la mano, que ata en cualquier sitio. Coge
una tira de banderitas de colores. Se dirije a PILAR.
ANTONIA. ¿Qué haces allí sentada? Vamos, ayúdame a poner esto, no seas vaga. (PILAR
va a hacerlo.) Y átalo fuerte.
PILAR. ¿Dónde lo pongo?
ANTONIA. ¿Dónde va a ser? Allí. ¡Cuidado, que los estás rompiendo!
PILAR. Pues si lo hago todo mal, tómalo, ponlo tú.
ANTONIA. Por lo menos trae las copas.
PILAR. Ya voy.
ANTONIA. Y que no se te caigan. (PILAR sale. Entra PEPITA, vestida de fiesta.) Estás
preciosa. Te quiero. (La abraza.)
PEPITA. Ten cuidado. Puede entrar la Madame.
ANTONIA. Mientras le hagamos bien el trabajo, no tiene porqué meterse en nuestras
cosas.
PEPITA. Si entra mi hermana, sería todavía peor.
ANTONIA. A la mierda tu hermana. Ni que fueras una niña.
PEPITA. Desde que se fue el maldito pintor, está de un humor que no hay quien la
aguante.
PILAR. (Regresando.) Dejen de estarse tocando y denme una mano.
ANTONIA. ¿Pero aún no te has arreglado? Vé a ponerte el vestido nuevo, que hoy
estamos de gran fiesta.
PILAR. No soporto estas fiestas. Me traen muy malos recuerdos. En una noche como esta,
veníamos de la plaza del Ayuntamiento de oír las campanadas de media noche. Mi madre se
fue a la cama y el cerdo de mi padre, que estaba borracho, se vino a la mía por primera vez.
Lloré de dolor toda la noche. Solo tenía nueve años.
ANTONIA. Ay, niña, déjate de historias patéticas. Cómo te gusta amargarte la vida.
PILAR. Si te hubiera ocurrido a ti…
ANTONIA. ¿Y quién te dice que no me ocurrió? Mi padre no era ningún santo.
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PILAR. Además, ¿qué es lo que celebramos hoy? ¿Que hemos soportado un año más en
esta puta vida y que el próximo va a ser igual o peor?
PEPITA. Pues yo estoy muy contenta y esta noche pienso pasarlo lo mejor que pueda.
PILAR. Son tan desgraciadas que ni siquiera se dan cuenta de que lo son. Me dan lástima.
ANTONIA. Vete a la mierda.
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ANTONIA. Es lo que tendría que haber hecho, pero está muerto y me dá no se qué.
SOFIA. No te quejes. También te ha dejado algo de dinero.
ANTONIA. Gracias a eso he podido poner a la niña en un pensionado de pago, pero tengo
que seguir separada de ella. Podría haber sido más generoso. A su mujer, que le había hecho
la vida imposible, le dejó no sé cuántas fincas y terrenos.
SOFIA. Los maridos son así.
ANTONIA. Si hubieran visto la cara de perros rabiosos que me pusieron ella, los hijos y
el notario. Como si yo fuera una ladrona. A punto estuve de decirles que se lo metieran por
el culo. (A PILAR, que está en otra.) Eh, tú. ¡Despierta!
PILAR. ¿Me quieres dejar en paz? ¿Me meto yo acaso en tus cosas?
HORTENSIA. (Apareciendo con unas botellas.) ¡Champán francés!
PEPITA. Aún no ha llegado Rosita de la calle.
HORTENSIA. (A PILAR.) ¿Y tú? ¿Aún no te has vestido? Date prisa, que pronto van a dar
las doce.
PILAR. Sí, Madame. Me pondré mi mejor vestido, me pintaré y me perfumaré para
celebrar el más grande acontecimiento de mi vida.
HORTENSIA. Pues aunque te burles, un cambio de siglo es muy importante.
PILAR. No me burlo. Al contrario. Jamás había hablado más en serio. Se lo juro por mis
muertos. (Sale.)
HORTENSIA. Esta chica me tiene muy preocupada. Cada día está más rara. Mañana sin
falta la llevo al médico para que le recete algún reforzante para que le levante el ánimo.
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ROSITA. Desde que se fue, ni siquiera me ha escrito una carta.
HORTENSIA. Te lo he dicho muchas veces. No es para ti. (A SOFIA.) Sofía, tráete el reloj
del salón.
SOFIA. Sí, Madame. (Hace mutis y regresa enseguida con el reloj. Al darse cuenta que
no está PILAR, le grita.) ¡Pilar! ¡Date prisa, que pronto darán las doce! (Empieza a servir
el champagne, cuando suena el timbre de la puerta.)
HORTENSIA. ¿Pero están ciegos? ¿No ven el cartel de cerrado? (SOFIA va a abrir.)
PEPITA. A lo mejor nos traen un regalo.
ANTONIA. No seas tonta. ¿Quién quieres que nos haga regalos?
SOFIA. (Regresando.) Ay, Madame. Es Pablo.
HORTENSIA. (A ROSITA.) Si quieres hablar con él, sal a la puerta.
ROSITA. No, Madame. No quiero verle. Ahora se acuerda de mí porque he cometido la
estupidez de ir a buscarle. Pero ahora soy yo la que no quiere nada con él.
De súbito ingresa PABLO con una fez en la cabeza y haciendo sonar una trompeta de
cartón.
PABLO. ¡Hola, chicas! ¡Feliz nochevieja! ¡Feliz Año Nuevo! ¡Feliz Siglo XX! ¡Y felices
polvos para todas!
ROSITA. Vaya, si es Pablo. Después de tanto tiempo, casi ni te reconozco.
PABLO. Pues yo no he dejado de pensar en ti y en todas ustedes… ¡y en Madame, que es
la que me pone más caliente!
HORTENSIA. Cállate, desvergonzado.
PABLO. He venido a buscarlas a todas para ir al baile de “La Paloma”. Con los amigos
hemos alquilado un palco.
PEPITA. Ay, sí, ¡me encanta bailar!
SOFIA. ¿No es ese local que acaban de inaugurar?
ANTONIA. Me han dicho que es precioso.
PABLO. Pues andando, yo invito. (Tocando la trompeta.) ¡En marcha la tropa!
ROSITA. Vayan ustedes si quieren. Yo me quedo.
PABLO. ¿Pero porqué, tontita mía? (Va a besarla.)
ROSITA. ¡No me toques!
PABLO. ¿Qué le pasa a la reina?
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ROSITA. ¿Qué crees que me pasa? ¡Has regresado hace dos semanas y no he sabido de ti!
¡Hasta he ido a buscarte!
PABLO. Pensaba venir a verte, pero he estado muy ocupado, pinto sin parar…
ROSITA. He conocido a tu novia, o lo que sea, que te has traído de París.
PABLO. Es mi modelo.
ROSITA. Pues hijo, si lo que pintas es ese esperpento, habrá que ver qué mierda de
cuadros te van a salir.
PABLO. Tú no sabes nada de eso.
ROSITA. ¡Si la vieran! Fea y flaca como un gato mojado.
PABLO. De una vez. ¿Se animan? Mis amigos estarán felices con su compañía.
ROSITA. Yo no voy.
HORTENSIA. Ni nadie. Hoy tenemos fiesta en casa.
ROSITA. Anda. Vete, vete, no hagas impacientar a tu amiguita.
PABLO. Me voy. ¡Claro que me voy! Pero un día de estos vendré y hablaremos con
calma.
ROSITA. Ahórrate el viaje… porque tú y yo ya no tenemos nada que decirnos. ¿De qué
íbamos a hablar? ¿De irnos a París y de todas las falsas promesas que me hiciste?
PABLO. Fuiste tú la que no quiso acompañarme.
ROSITA. Quedamos en que vendrías a buscarme.
PABLO. Pues ya lo ves, no he venido. Mira, Rosita, en esta vida, todo lo que empieza
termina. Nada dura eternamente, ya te lo dije. Lo nuestro fue muy bonito, muy excitante.
Pero ha pasado el tiempo, y se acabó, terminó, “c’est fini”… Lo siento.
ROSITA. Así que todo fue una mentira.
PABLO. No, no lo fue en aquél momento, no. Pero cuando yo me apasiono, me apasiono
al máximo, ardo como una antorcha, y cuando se me pasa, me quedo frío, frío, frío como el
hielo. ¿Qué le voy a hacer? Yo soy así.
ROSITA. Lo que tú eres es un cerdo. ¡Canalla!
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HORTENSIA. Sí, Pablo. Es mejor que te vayas.
PABLO. Está bien… ¡adiós y felicidades a todas! Ah, casi se me olvida… (Se saca de un
bolsillo de la chaqueta el estuche que le había entregado ROSITA en la escena V.) Toma.
Esto es tuyo. (Le entrega el estuche a HORTENSIA y desaparece.)
ROSITA. ¡Sinverguenza, miserable, ojalá te mueras! (Llora. SOFIA, PEPITA y ANTONIA
acuden a consolarla.)
SOFIA. No te lo tomes así, mujer.
PEPITA. Es un estúpido.
ANTONIA. Es un hijo de puta.
SOFIA. Cariño, cariño…
HORTENSIA. (Le dá el estuche a SOFIA.) ¡Bueno, basta! Y tú cálmate, que no es para
tanto. Ven, siéntate a mi lado. Vamos a ver… ¿qué es lo que te ha hecho? ¿Decirte que te
quería y hacerte promesas que no pensaba cumplir? Eso lo hacen todos los hombres. Si yo
me hubiera tomado en serio todo lo que me han dicho en mi vida, hubiera terminado loca.
Pero no vamos a permitir que ese puerco nos amargue la fiesta a todas.
SOFIA. (Abriendo el estuche.) ¿Esto es todo lo que le prestaste? ¿Tres pesetas con
cincuenta?
ANTONIA. No. Hijo de puta. Eso es lo que Madame cobra por cada servicio.
ROSITA. (Tirando el estuche al suelo.) ¡Le arrancaría los ojos!
HORTENSIA. (Recogiendo el dinero.) ¡Eh, cariño! ¡Con el dinero no se juega! ¡Y Sofía,
reparte las uvas, que ya van a dar las doce!
SOFIA. ¡Las uvas! (Muy a su pesar, reparte las uvas.)
HORTENSIA. Y ve de prisa a buscar a Pilar, que hoy está de un humor imposible.
SOFIA sale. Empiezan a sonar las campanadas. Como en un ritual, HORTENSIA come
una uva con cada campanada. Las demás, consolando a ROSITA, que está deshecha, no
atinan a unirse a la celebración. En la calle se escucha un gran alboroto, con gritos y
estampidos. Las luces de colores provenientes de los fuegos artificiales iluminan la escena.
HORTENSIA. (Terminando de comer las uvas.) Once… y ¡doce! ¡¡¡Feliz siglo veinte!!!
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SOFIA. ¡Qué espanto! ¡Dios mío, qué horror!
ANTONIA. ¡Pero qué pasa!
SOFIA. ¡No! ¡No entren allí!
HORTENSIA. ¡Pero qué ha ocurrido!
SOFIA. Pilar…
ROSITA. ¿Qué le pasa a Pilar?
SOFIA. Se ha ahorcado.
HORTENSIA. No es posible…
SOFIA. Se ha puesto su mejor vestido, se ha maquillado, se ha peinado… y se ha colgado
de una viga.
HORTENSIA. (Deshecha.) ¡Dios mío! ¡Esa criatura! Cuando se enteren los clientes…
¡Qué desastre! Esto va a ser mi ruina…
ESCENA VII
38
PABLO. El burdel de la calle de Aviñó, en el que pasé tantas horas en mi juventud, ya no
existe. Ocurrió una desgracia con una de las chicas, hubo un escándalo y tuvieron que
cerrarlo. No sé porqué elegí aquél burdel para mi cuadro; quizá porque estuve enamorado
de una de las chicas… se llamaba Rosita. Estuve loco por ella, pero pronto se me pasó…
He conocido muchas putas en mi vida, pero ninguna me inspiró como ella.
Yo quería pintar un harem con muchas mujeres desnudas, pero no solo desnudas de ropa…
las quería totalmente desnudas. Sin facciones, sin narices, sin la celulitis de sus nalgas.
Cuando hube terminado la enorme tela, me quedé contemplándola durante un buen rato,
dudando entre llevarla a la exposición o prenderle fuego. Pero todo lo que hice fue irme con
los amigos al café, fumarme unos cigarros de hachís y emborracharme con ajenjo.
ESCENA VIII
39
1908. Un café. Al fondo, los ventanales que dan a la calle.
PEPITA. ¿Estás segura de que era aquí? ¿No te habrás equivocado de sitio?
ANTONIA. No. Este es el Café de la Opera, no hay otro. Mira, aquí viene Sofía.
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ROSITA. Cuánto misterio.
SOFIA. Se trata de Pablo.
ANTONIA. ¿Pablo? ¿El pintor?
ROSITA. ¿Qué ha hecho ahora ese golfo?
SOFIA. Al parecer se está haciendo muy famoso. (Sacando una revista de su bolso.) Aquí
viene una gran fotografía de un cuadro suyo. Es una revista francesa. De París.
PEPITA. ¿Un cuadro de Pablo? Qué risa.
ANTONIA. ¿Y de donde has sacado tú una revista de París?
SOFIA. Me la ha traído Don Emilio. ¿Se acuerdan de él? ¿Uno flaquito y calvo que
trabajaba en una galería de arte?
PEPITA. ¿Lo has visto?
SOFIA. Sí. Es que lo recibo de vez en cuando.
ROSITA. ¿Lo recibes? ¿Qué quieres decir? ¿Es que ahora estás en el oficio?
PEPITA. ¿Tú? No me lo puedo creer.
ANTONIA. ¿Y qué tiene de malo? ¿No lo hemos hecho nosotras toda la vida?
SOFIA. Trabajo de modista cuando me sale alguna cosa, pero ya saben como está la
situación. He tenido que tomar algunos clientes, porque solo cosiendo no sacaría ni para
comer.
ROSITA. ¿Y qué dice tu madre? Con el cuidado que tenía en mantenerte apartada de
todos…
SOFIA. A mí qué me importa lo que diga mi madre. Además, hace mucho que no la veo.
ANTONIA. Acabarás por poner un burdel, como el suyo.
SOFIA. Lo que yo hago es muy distinto. Yo solo recibo a determinados señores, muy
escogidos.
PEPITA. (Ríe.) ¡Qué fina!
ANTONIA. Mira hija, lo mires como lo mires, una puta siempre es una puta. Pero haces
bien. En este mundo hay que hacer lo que convenga.
ROSITA. Yo me acuerdo mucho de Madame Hortensia. ¡Se portaba tan bien con nosotras!
SOFIA. Porque le convenía tenerlas contentas para su negocio.
ROSITA. Yo les tengo una noticia… ¡me casé!
SOFIA. ¿De verdad?
ANTONIA. ¿Con cura, papeles y todo eso?
ROSITA. Sí, sí… me he casado.
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ANTONIA. ¿Con quién?
ROSITA. ¿Se acuerdan que a mi hermana la monja le decía que trabajaba en una
corsetería? Pues ha resultado verdad. Estoy de vendedora en una corsetería. Me he casado
con el sobrino de la dueña. Trabaja en un banco.
ANTONIA. No nos invitaste a la boda.
ROSITA. Fue una cosa íntima. Además, no quería que la familia se enterara de mi pasado.
PEPITA. Por lo menos a mí sí debiste invitarme. Soy tu hermana. Seguro sí invitaste a la
monja.
ANTONIA. ¿Se porta bien contigo?
ROSITA. Sí. Es muy bueno.
ANTONIA. ¿Y en la cama? ¿Qué tal se porta en la cama? Porque esos tan buenos resultan
ser una calamidad.
PEPITA. A nosotras en Lérida tampoco nos va tan mal. Yo doy clases de piano y Antonia
trabaja en una fonda.
SOFIA. Así que todas han dejado el oficio. ¡Qué ironías tiene la vida! Ahora yo soy la
única que recibe clientes.
ROSITA. ¿Saben lo único que extraño? Unas amigas como ustedes. Aquellas mañanas
hablando de nuestras cosas… Disfrutamos mucho.
SOFIA. Ya lo creo.
PEPITA. Cómo nos reíamos.
ANTONIA. Además éramos tan jóvenes… ocho años más jóvenes.
SOFIA. Solo falta Pilar… Yo pienso mucho en ella.
ANTONIA. Era una hija de puta que nos amargó la vida hasta el último día.
ROSITA. No hables así. Ella tuvo una vida muy triste.
ANTONIA. Fue la culpable de que se cerrara el burdel.
ROSITA. Por lo menos ha dejado de sufrir.
ANTONIA. Pero que no quisieran enterrarla en sagrado, fue una cabronada. ¡Hijos de
puta! Como si fuera una perra.
ROSITA. Bueno. A ver la revista.
SOFIA. ¿Y saben lo que ha pintado en el cuadro? ¡A ustedes! Las ha pintado a todas.
Desnudas.
PEPITA. ¿A nosotras? ¿Desnudas?
ANTONIA. Animal.
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ROSITA. Es un cerdo.
ANTONIA. A mí no me engañó nunca. Siempre dije que era un hijo de la gran puta.
Debiste darle una buena patada en los cojones.
ROSITA. No quiero volver a oír hablar de eso. ¿Me oyen? Ni una palabra.
Se oyen unos gritos que vienen de la calle. Todas se levantan para mirar por la ventana.
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PEPITA. ¿Qué son esos gritos?
ROSITA. ¿Lo están viendo? ¡Los guardias golpeando a unas pobres mujeres!
ANTONIA. Imbéciles.
PEPITA. ¿Pero porqué? ¿Qué han hecho?
ROSITA. Protestan porque van a llevarse a sus hijos a la guerra del Africa.
SOFIA. Como si no hubiéramos tenido bastante con lo de Cuba.
ROSITA. Solo se llevan a los pobres, porque los ricos, pagando, se quedan en sus casas.
ANTONIA. En el tren decían que pronto habrá una huelga general.
PEPITA. Y que van a quemar todas las iglesias.
ROSITA. Esto está cada vez peor. Con tanta violencia no sé a donde iremos a parar.
ANTONIA. Pero, aquella mujer… ¿no es Madame Hortensia?
PEPITA. ¿Cuál?
ANTONIA. Esa que está cruzando la calle.
SOFIA. ¿Mi madre en una manifestación? No lo puedo creer.
PEPITA. Parece que viene hacia aquí.
SOFIA. Alguna de ustedes se lo ha dicho. ¿Quién ha sido? ¿Quién le ha dicho a mi madre
que nos íbamos a reunir hoy aquí?
ANTONIA. He sido yo. Sí, yo se lo dije. Ya es hora de que arreglen sus diferencias. Sé
que tu madre lo está deseando.
SOFIA. Pues yo no quiero verla. Me voy.
ANTONIA. No. Tú vas a quedarte. Es lo menos que puedes hacer. Es tu madre.
SOFIA. Ojalá no lo fuera.
HORTENSIA. (Entrando, muy agitada.) Hola, hijas. Ay, qué susto. ¿Pero han visto?
Parece que me persiguieran los disturbios. Iba yo por la acera tan tranquila y me he
encontrado con todo este alboroto. Si no llego a correr me hubieran pegado los guardias.
ROSITA. Siéntese, Madame, y tranquilícese. ¿Un vaso de agua?
ANTONIA. Mejor algo mas fuerte para que se le pase el susto.
HORTENSIA. ¿Pero no van a darme un beso?
Besos y abrazos. PEPITA hace mutis. Es evidente que SOFIA ha quedado aparte.
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SOFIA. Hola, Madame.
HORTENSIA. ¿Estás bien?
SOFIA. Muy bien. ¿Y tú?
HORTENSIA. Bueno… podría estar mejor. (A PEPITA, que acaba de entrar con una
copita de anís.) Sí, esto me sentará bien. (La bebe de un trago.)
ANTONIA. Nosotras ya nos íbamos. Se nos está haciendo tarde. Nos hemos alegrado
mucho de volver a verla, Madame.
PEPITA. Está usted muy guapa.
HORTENSIA. Ay, hijas. Ustedes sí que están guapas. Da gusto verlas.
ANTONIA. Vamos, Pepita. Rosita, ¿nos acompañas hasta la estación?
PEPITA. Sí, ven con nosotras. (La coge del brazo.)
ROSITA. (Deshaciéndose enseguida.) No puedo. Me esperan en casa. (A HORTENSIA.)
Bueno, doña Hortensia. Adiós. Cuidese mucho. (La besa.)
ANTONIA. (Besándola también.) Que siga usted tan joven.
ROSITA. Adiós, Sofía.
SOFIA. Adiós, Rosita. Llévate la revista con el cuadro de Pablo. Puedes quedártela.
ROSITA. No la quiero. No quiero nada que me recuerde a él. (Tras una breve reflexión.)
Bueno, sí. ¿Por qué no?
HORTENSIA. (Buscando en su bolso.) Quiero que tengas mi dirección por si algún día
tienes un rato y quieres venir a visitarme. No está lejos; se llega fácilmente en tranvía. (Le
alcanza una tarjeta. SOFIA no la toma. HORTENSIA la pone sobre la mesa.) Es una
pensión casi de lujo, en la que viven muchas señoronas… para ellas yo soy, te vas a reír, la
viuda de un coronel de infantería caído gloriosamente en Filipinas. (Ríe.) Nunca imaginé
que las señoras decentes se aburrieran tanto. (Pausa.) Tengo una habitación muy grande,
demasiado grande para mí sola…
SOFIA. Se me hace tarde. Me voy.
HORTENSIA. ¿Tanto te desagrada mi presencia que no puedes quedarte unos minutos?
SOFIA. ¿Para qué?
HORTENSIA. Para hablar. Hace tanto que no nos vemos.
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SOFIA. Está bien. ¿Quieres hablar? Pues hablemos. Pero solo conseguiremos empeorar
las cosas.
HORTENSIA. ¿Qué te pasó? ¿Por qué te fuiste? Un buen día, sin más, sin una
explicación, metiste tus cosas en una maleta… y hasta hoy. Sin saber nada de ti, ni siquiera
una tarjeta por Navidad. Y menos mal que Antonia me daba de vez en cuando noticias
tuyas, porque sinó hubiera pensado que te habías muerto. ¿En qué te ofendí? A ver,
cuéntamelo, a ver si me entero.
SOFIA. Quería cambiar de vida, eso es todo. Estaba harta de la que había llevado hasta
entonces. Harta de ser tu criada, harta del burdel, harta de ti. ¡No podía más!
HORTENSIA. ¿Y tenías que hacerlo en el peor momento, cuando tuve que cerrar la casa y
más necesitaba de ti? ¿Sin despedirte siquiera?
SOFIA. De haberme despedido no me habrías dejado marchar.
HORTENSIA. ¿Pero te faltó algo alguna vez, dime? ¿No te dí todo lo que necesitabas, no
te tuve como una reina? Siempre fuiste lo más importante para mí.
SOFIA. No, madre. Lo más importante para ti siempre fue tu negocio, los servicios que se
cobraban y hasta tu San Pancracio, al que ibas a rezarle para que no te faltaran clientes.
HORTENSIA. ¿De donde piensas tú que salía el dinero?
SOFIA. ¿Y el colegio? ¿Por qué me sacaste del colegio siendo casi una niña, sin dejarme
terminar siquiera las clases?
HORTENSIA. No pude hacer otra cosa. Me llamó la superiora para decirme que iban a
expulsarte para que las otras niñas no se enteraran del oficio de tu madre.
SOFIA. ¿Y no se te ocurrió otra cosa que meterme en tu burdel?
HORTENSIA. Era mi casa. No tenía otra. ¿Tan monstruoso te parece que quisiera tener a
mi única hija conmigo?
SOFIA. Lo monstruoso es que me hicieras vivir en aquél ambiente. Pero tú, con tal de que
te cosiera los vestidos, atendiera a las chicas y te hiciera los trabajos de la casa… Lo demás
te tenía sin cuidado.
HORTENSIA. Qué injusta eres. ¿Cómo puedes decir eso?
SOFIA. ¿Sabes lo único que siento? No haberme largado antes, mucho antes. Pero era una
cobarde. No tenía el valor para enfrentarme a ti. ¿Y quieres saber quién me lo dio? Pilar.
Cuando se mató porque no podía seguir soportando su vida. Ella sí fue valiente.
HORTENSIA. A Pilar ni me la nombres. La puta más triste que he conocido, y además
neurótica… a la que no debí admitir nunca en la casa. Así acabó como acabó.
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SOFIA. Y te arruinó el negocio… eso es lo único que sentiste de su muerte. Ahora,
¿puedo irme?
HORTENSIA. Antes vas a escucharme tú a mí. Tú has sido una afortunada. Has tenido
una madre, mejor o peor, pero una madre que ha cuidado de ti. Yo nunca la tuve, ni nunca
supe quiénes fueron mis padres.
SOFIA. No empieces a contarme otra vez lo del hospicio.
HORTENSIA. Pues eso no fue lo peor. Si supieras todo lo que tuve que sufrir y lo que
tuve que aguantar para seguir adelante y conseguir una vida mejor para las dos. Siempre
con una idea fija: la de tener algún día un negocio propio.
SOFIA. Un burdel.
HORTENSIA. Sí. Un burdel. ¡Un burdel! Pero siempre te mantuve alejada de los clientes.
Eso por lo menos no puedes negarlo.
SOFIA. Pues de poco ha servido porque al final he terminado por seguir tu ejemplo.
HORTENSIA. ¿Qué quieres decir?
SOFIA. Lo has entendido perfectamente. ¿Lo quieres mas claro? Tu hija está trabajando
de puta, como lo hiciste tú, como lo hicieron tus chicas. Tengo mis clientes, algunos ya
venían a tu burdel. (Pausa larga.) ¿De qué te extrañas? Si a tu lado no he visto otra cosa en
mi vida.
HORTENSIA. (Silencio.) Nada podía dolerme más. ¿Qué puedo decirte? Es tu vida… Y
yo soy la menos indicada para reprochártelo.
SOFIA. ¿Puedo irme ya?
HORTENSIA. Claro. Cuando quieras.
SOFIA la abraza. Quedan abrazadas unos segundos. Finalmente SOFIA termina el abrazo.
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SOFIA. Adiós, madre.
HORTENSIA. Adiós, hija. ¿Hasta pronto? (SOFIA no contesta. Se dirige hacia la salida.)
¡Sofía! Una última cosa. (SOFIA se detiene. Pausa.) Al salir dile al camarero que me traiga
otra copa de esto. En la pensión está mal visto que se beba anís.
Pausa. SOFIA hace mutis. A los pocos segundos reingresa con una botella de anis y otra
copa. Se sienta y sirve ambas copas.
Sonríen y brindan. Al fondo vemos una proyección del célebre cuadro “Las Señoritas de
Aviñón.”
FIN DE LA OBRA
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