Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
Antonio Cisneros
17
lies y precisiones carnales. Dudan, incluso, sobre tal o cual posi-
ción del Kamasutra. Y, eventualmente, las esperan acechantes a la
salida del recital.
La mayoría del público, como es previsible, no tiene el menor
interés en las respuestas, pues vienen incluidas en sus propias pre-
guntas. Lo importante es meter la cuchara.
Nunca falta la dama, más o menos jamona, que comienza ape-
lando a la exquisita sensibilidad del poeta. Gracias, señora. Sensi-
bilidad que los hermana para comprender su caso (o el de una
amiga). No sabe, verbigracia, qué le ocurre cuando se sonroja ante
una flor. ¿Será que ella, en el fondo, es también muy sensible? Su
esposo (o el esposo de una amiga) siempre la anima a escribir poe-
mas. Está desconcertada. ¿Será acaso poesía el florilegio que, por
casualidad, aprieta entre sus manos ? Y la melopea, collar de cua-
tro vueltas y plumas de avestruz, arranca inacabable.
A título seguido, viene el iconoclasta profesional. Una mezcla
de bolchevique callejero y pechugón. Menos sensible, tal vez, que
la jamona, pero en definitiva más audaz. Llega siempre a mitad de
lectura, de modo que interrumpe al poeta. Al fin y al cabo, nin-
gún gusano merece su respeto. Cómo es posible que esa lombriz
ocupe el tabladillo que, en rigor, a él le corresponde. Entonces,
síganme los buenos, extrae veloz un cerro de cuartillas, hábilmen-
te ocultas en la bota, y las despliega cual pabellón de guerra. Es el
instante (recomiendo al poeta cachorro) de tomar sus vituallas y
encaminarse, con suma discreción, a la salida. No vayan a acusar-
lo, después, de pretender treparse al carro de la gloria ajena.
Además están los decimistas espontáneos. Que, a su vez, se
dividen en juglares andinos o criollos. Son parientes de la trova
cubana o de Serrat. Inofensivos, es verdad, pero molestos. Hay
que considerar también a los filólogos, cultos y oscuros como
corresponde. A los huelguistas que reparten volantes. A los con-
fianzudos, que llaman al poeta por su apodo y se la pasan cantu-
rreando los poemas durante la lectura. Son absolutamente inso-
portables.
Pero la auténtica flor de un recital es el orate. Y aunque los ya
mencionados algo tienen de locos, de ningún modo se equiparan
a uno verdadero. Los orates son la sal de la tierra. Está demás
decir que no todos tienen una presencia estrepitosa, como esos
18
que deambulan por las calles de Lima. Ni todos son furiosos.
Claro que nunca falta un comediante o algún farandulero. Ese es
un accidente de fácil manejo, que termina cuando al señor loco se
le invita a salir de la sala.
A menudo, más bien, los vesánicos amantes de las musas son
seres reposados, que vistos al desgaire no provocan mayor inquie-
tud. Sólo el pobre poeta, teniéndolos al frente, los padece. Los
auténticos locos se sientan en la primera fila, de modo que el resto
de la concurrencia no les ve la cara. Tienen por costumbre clavar
una mirada amenazante en algún punto fijo de la anatomía del
poeta en cuestión. Casi siempre en la oreja izquierda o la nariz, al
tiempo que sonríen sin ton ni son. Algunos otros hacen guiños
intermitentes mientras sacan la lengua como ofidios. Cosas que
bastan y sobran para desmoronarle la lectura al bardo más tem-
plado. Sobre todo, si tomamos en cuenta que el resto del público
permanece ajeno a esta suerte de diálogo siniestro.
He aquí el verdadero reto en el mundo del lirismo. En cual-
quier caso, es útil recordar que un recital sin su demente propio es
pura pacotilla y, con frecuencia, vil pasto del olvido C
19