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Horizontes del escenario cervantino:

rasgos entremesiles en “La guarda cuidadosa” y Don Quijote1

Juan Sebastián Cruz

Cervantes: entre la narrativa y el drama

Empezaré con una paradoja: en materia de géneros literarios, Miguel de Cervantes, el

creador de la novela moderna, fue más un hombre de teatro que de narrativa. Al menos a dicha

conclusión puede llegarse si recordamos, entre muchos posibles, dos pasajes de su obra: el

prólogo a sus Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados, en el cual a

nuestro autor le bastan tres páginas para sintetizar y analizar unos 60 años de teatro en España;

así como la melancólica reflexión que remata el prólogo de la Adjunta al parnaso, cuando

Cervantes, ya viejo y al fin convencido de que no iba a triunfar en las tablas, asegura:

De los dineros no hago caso […]; más preciaría la fama que cuanto hay, porque es cosa de

grandísimo gusto y de no menos importancia ver salir mucha gente de la comedia, todos

contentos, y estar el poeta que la compuso a la puerta del teatro recibiendo parabienes de

todos. (1049)

Si bien los dos pasajes antes citados evidencian el gran valor teorético y anímico que el

teatro tenía para Cervantes, y a pesar de que el teatro fue un fenómeno vital en la configuración

de su poética, considero que la posteridad no le ha dado la importancia que se merece. No

olvidemos que La destrucción de Numancia y Los tratos de Argel, dos dramas cervantinos,

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Ponencia leída por el autor en la Universidad Nacional de Colombia el 4 de noviembre de 2016, durante el congreso
internacional “Cervantes y su Obra 400 Años Después”.

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fueron publicados por primera vez casi 200 años después de haber sido escritos; Astrana Marín en

su monumental biografía sobre nuestro autor le dedica a las tablas solo uno de los 44 capítulos

que la componen; el primer estudio de largo aliento sobre el teatro cervantino, escrito por

Casalduero, tiene apenas 50 años. Mejor dicho: por siglos hemos sido sordos a las carcajadas de

Cervantes como espectador de la commedia dell’arte, ante sus elogios a Lope de Rueda, ante sus

pullas cifradas a Lope de Vega por “haber hecho de las comedias mercadería vendible” (Don

Quijote 555), y hasta ante sus declaraciones de amor en voz de su personaje emblemático:

“Desde mochacho fui aficionado a la carátula y en mi mocedad se me iban los ojos tras la

farándula” (Don Quijote 779).

A propósito, cualquier desprevenido sabe que el memorable caballero andante de

Cervantes identifica a los demás por lo que representan y no por lo que son a los ojos de los

demás; en su delirio ve personajes ahí donde hay personas: Sancho es escudero y no labrador, el

ventero es caballero, las meretrices son doncellas, etcétera. Para el hidalgo, cómo no, todos los

hombres son actores del gran teatro del mundo; por eso el personaje actúa en la realidad como si

esta fuera un espectáculo teatral que “tiene en sí encerrados secretos morales dignos de ser

advertidos, entendidos e imitados” (Don Quijote 384). Recapitulando, el montaje es así: gallardo

con su atavío de trastos viejos y acartonados, convencido de su papel como el mejor de los

actores, don Quijote sale al mundo para verlo con los ojos de la representación a fin de encontrar

aquellas verdades sobre la experiencia subjetiva del mundo que solo la literatura puede brindar.

Para ponernos en contexto, agrego un indicio cronológico: tanto la segunda parte de Don Quijote

como las Ocho comedias y entremeses nuevos fueron publicadas el mismo año: 1615. Entonces,

cabe suponer que el vaivén entre la escritura narrativa y dramática explica que en la segunda

parte de la novela haya capítulos construidos a manera de entremés y, como correlato, que “el

entremés haya sido fecundado por la novela” (Asensio 110). Dado todo lo anterior, y para no

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agotar la paciencia de quienes me escuchan, es momento de formular la hipótesis de lectura que

validaré en esta ponencia: los elementos escénicos estrafalarios, la parodia a los personajes

tipificados y la crítica axiológica, presentes tanto en el capítulo 48 de la segunda parte de Don

Quijote como en el entremés “La guarda cuidadosa”, ponen en evidencia la relación dialéctica

entre los géneros literarios que caracteriza la poética de Miguel de Cervantes.

Sombras y fantasmas en escena

Una de las características del entremés que de manera atinada aunque escueta señala Jesús

G. Maestro es “la prioridad de la representación frente al texto” (205). Conviene recordar que el

entremés cumplía dos funciones: entretener al público aligerando las tensiones de la comedia

principal y dilatar la ejecución de la pieza mayor. Dado lo anterior, el ejercicio histriónico tenía

una importancia vital en el género, pues su éxito o fracaso dependía esencialmente de dos

cuestiones: por una parte, las habilidades de los actores para mantener la atención del público y

estimular los efectos cómicos de la pieza; por otra, la capacidad del autor para idear situaciones y

elementos escénicos que permanentemente renueven el interés de los espectadores.

Al respecto, las primeras réplicas de “La guarda cuidadosa” pueden resultar confusas o

incomprensibles si no se tiene en cuenta la preeminencia de la función espectacular sobre la

textual que acabé de explicar, y que Cervantes conocía a cabalidad:

Soldado. ¿Qué me quieres, sombra vana?

Sacristán. No soy sombra vana, sino cuerpo macizo.

Soldado. Pues, con todo eso, por la fuerza de mi desgracia, te conjuro que me

digas quién eres y qué es lo que buscas por esta calle. (171)

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En “La guarda” no hay ninguna indicación escénica explícita sobre el vestuario, pero el

referente implícito es claro: la sotana blanca que debe llevar el Sacristán al entrar en escena lo

hace pasar por fantasma a los ojos del Soldado, detalle que despierta temor en el escenario

mientras, antes de que los personajes empiecen a hablar, genera curiosidad y extrañeza en el

público. Por el otro lado, exactamente la misma atmósfera espectral nos encontramos al inicio del

capítulo 48 de la segunda parte de Don Quijote, cuando doña Rodríguez irrumpe en la habitación

del héroe vestida con su traje blanco de dormir, de noche, y con una vela encendida en las manos,

cuyos reflejos tenebrosos conviene imaginar proyectados sobre las paredes. Por eso la primera

intervención del coloquio aludido, en voz del Caballero de la Triste Figura, es: “—Conjúrote,

fantasma, o lo que eres, que me digas quién eres y qué es lo que de mí quieres” (Don Quijote

1015).

Quiero insistir: la secuencia espectacular y verbal que abre ambas piezas es idéntica tanto

en el entremés como en la novela: el vestuario estrafalario causa temor en el otro personaje y

genera curiosidad en el público o el lector; luego, tan pronto hablan, los protagonistas corroboran

la identidad fantasmal de su interlocutor al usar el verbo “conjurar”, que denota más invocar la

presencia de espíritus que llamar la atención de personas; por último, tanto el Soldado como don

Quijote increpan verbalmente al supuesto fantasma con el objetivo de saber quién es y qué

quiere, dos preguntas que en el teatro de la época de Cervantes servían para evidenciar lo más

pronto posible dos aspectos fundamentales de las obras: la rápida identificación de los personajes

y el establecimiento de la intriga. El diálogo aquí confirma verbalmente lo que ya se está viendo

en escena e incrementa las risas del público o el lector, que gracias al equívoco ya sabe qué tipo

de pacto ficcional se está proponiendo.

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El ser como diálogo de apariencias

Según se lee en el Diccionario Akal de teatro, el entremés es una pieza dramática en un

acto, de tema jocoso, insertada en una obra mayor y en la cual “no aparecen personajes sino

tipos” (133). Al respecto, conviene recordar la definición que Pavis en su Diccionario del teatro

da al concepto de tipo: “Personaje convencional que posee características físicas, fisiológicas o

morales conocidas de antemano por el público y constantes a lo largo de toda la obra” (481). De

lo anterior se deduce que los tipos aparecen sobre todo en obras sencillas, en las cuales no suelen

considerarse las transformaciones u honduras de la psique; los tipos son personajes que apenas

figuran en los dramas a manera de índices fácilmente reconocibles de la sociedad coetánea, y su

función se limita a llevar a cabo acciones según sus sobrentendidos dictámenes de consciencia.

Ahora bien: a medida que transcurre “La guarda” nos vamos enterando de las

características del protagonista (quien, además, carece de nombre propio): se trata de un soldado

viejo, pobre, acusado de loco, supuestamente valiente y con ínfulas de poeta que, a pesar de todos

sus defectos y limitaciones, no duda en considerarse “el más galán hombre del mundo”

(Cervantes, “La guarda” 189). En cuanto a don Quijote, sabemos que se trata de un hidalgo

empobrecido, viejo y enclenque que ha perdido el juicio, pero a pesar de todo eso él no tiene

ningún reparo en asegurar: “Soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés,

atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones y de encantos” (Cervantes, Don

Quijote 571). Nótese bien: tanto el Soldado como don Quijote, al hablar de sí, aluden a dos

personajes tipo: el galán y el valiente, respectivamente. Sin embargo, Cervantes va más allá, pues

el Soldado y don Quijote no se agotan en estas dos categorías porque comparten una

característica en la cual reside su particular comicidad: son ridículos. A ambos protagonistas les

resulta imposible captar la distancia insalvable que hay entre sus aspiraciones y sus condiciones,

es decir, entre la imagen que ellos tienen de sí mismos y la que proyectan a los ojos de los demás.

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El Soldado y don Quijote desconocen algo fundamental que sí saben Cervantes, los demás

personajes de sus obras y que a veces recordamos nosotros mismos: el ser no es una certeza sino

un permanente diálogo de apariencias.

Si confiamos en Díez Borque (Los géneros 33), desde el siglo XVI existía una especie de

subgénero llamado el entremés de figura, que se caracterizaba por establecer un tipo lo más

esquemáticamente posible y ponerlo en situaciones en las cuales pudiera lucir lo más típico de su

ser: un vizcaíno ante una afrenta, un hidalgo ante una deuda, un gallego ante una treta, etc. En

“La guarda” y el coloquio de la novela, Cervantes se inscribe en el entremés de figura pero solo

con el objetivo de parodiarlo, pues no se trata de un galán que derrocha sus encantos ni de un

valiente que valida su pundonor, como cabría suponer, sino de dos personajes que terminan

siendo ridículos porque, a los ojos de los demás, sus acciones negativas desmienten

sistemáticamente la imagen positiva que ellos tienen de sí. El Soldado de “La guarda”,

presuntuoso como buen galán, le asegura al Amo:

Soldado. Pues lléguese vuesa merced a esta parte, y tome este envoltorio de papeles; y

advierta que ahí dentro van las informaciones de mis servicios, con veinte y dos fees de

veinte y dos generales debajo de cuyos estandartes he servido, amén de otras treinta y

cuatro de otros tantos maestres de campo que se han dignado de honrarme con ellas. (183)

A lo anterior contesta el Amo: “¡Pues no ha habido, a lo que yo alcanzo, tantos generales

ni maestres de campo de infantería española de cien años a esta parte!” (183), y ante la insistencia

del Soldado sobre su supuesta condición gallarda, a todas luces desatinada, concluye el Amo:

“Vuesa merced lo ha de los cascos más que de otra parte” (184). Como si esta acusación no

pusiera suficientemente en evidencia que el Soldado no es ningún galán, sino un fanfarrón

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delirante, el Sacristán resulta todavía más incisivo que el Amo: “Como es proprio de un soldado /

que es sólo en los años viejo, / y se halla sin un cuarto / porque ha dejado su tercio, / imaginar

que ser puede / pretendiente de Gaiferos…” (191). Mejor dicho: el ridículo del soldado es tan

hiperbólico como la distancia que hay entre un soldado raso, retirado y pobre y un leyendario

caballero carolingio.

En el escenario paralelo, el de la novela, ya sabemos que doña Rodríguez irrumpe en la

habitación de don Quijote —no sabemos si para burlarlo u honrarlo— con el objetivo, ese sí

claro, de instarlo para que vengue el honor su hija, mancillado por el hijo de un labrador que

luego de seducirla (obviamente) no se ha casado con ella. En su petición desmelenada, doña

Rodríguez, a quien convendría imaginar hoy con el envés de la mano puesto sobre su frente,

apela al heroísmo del caballero:

¡Querría, pues, señor mío, que vuesa merced tomase a cargo el deshacer este agravio o ya

por ruegos o ya por armas, pues, según todo el mundo dice, vuesa merced nació en él

para deshacerlos y para enderezar los tuertos y amparar los miserables! (Cervantes, Don

Quijote 1021)

Nada más propicio para un valiente caballero que una aventura como la que propone doña

Rodríguez, pues pone a prueba la palabra y la espada, los dos símbolos de la caballería. Sin

embargo, qué tan valiente, de veras, puede resultar un viejo enclenque aún convaleciente por el

ataque de unos gatos que, además, termina esta escena “doloroso y pellizcado, confuso y

pensativo” (Cervantes, Don Quijote 1022) por la paliza que, a oscuras, le propinan la Duquesa y

Altisidora. Don Quijote derrocha coraje ante leones dormidos, carneros, galeotes con grilletes,

pastores y títeres… e incluso, recordemos que contra algunos de los mencionados rivales pierde

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sus colosales batallas. Por más memorable que resulte como personaje, hay que admitirlo: el

Caballero de la Triste Figura es un cobarde (recordémoslo agazapado y temblando detrás de

Sancho en la aventura de los batanes).

Parodiando el entremés de figura, Cervantes aumenta considerablemente las posibilidades

psicológicas e intelectuales del género. Aquí se podría pensar que la estrategia archisabida del

burlador burlado no es ya solo un recurso escénico concreto, sino un principio poético abstracto:

acá el burlado no es ya solamente un personaje (el galán o el valiente), sino también el género

entremesil, y especialmente el público o el lector que espera encontrarse con un tipo para reírse

de él y, por ingenio del autor, termina cuestionándose entre risas: qué tan lejos están la

consideración que tengo de mí y aquello que los demás ven en mí, es decir, ¿qué tan ridículo soy?

¿Cómo se configura el diálogo de apariencias en torno a mi propio ser? Cervantes, por medio de

sus tipos burlados, en humildes entremeses, confronta a los espectadores y lectores ante nada más

ni nada menos que el gran misterio del yo.

Entre las burlas se cuelan las veras

Díez Borque (Los géneros 77), sea esta la oportunidad para jalarle las orejas

públicamente, subsume todos los matices del teatro breve a la definición general de comedia y,

como si fuera poco, de aquel no precisa nada más que su carácter de acompañamiento. Además,

cualquier lector o espectador asiduo del género cómico —tal parece que salvo Díez Borque—

sabe que, al menos desde Aristófanes hasta Molière, su tendencia burlesca y moralizante

constituye un valioso documento social sobre los vicios de cada época.

A propósito, la España de principios del siglo XVII, la de Felipe III, estaba empezando a

vivir los primeros indicios de crisis tras el esplendor económico del siglo anterior. Según Lynch:

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Las ciudades, numerosas y en expansión, al no ser centros de producción industrial, eran,

esencialmente tumores parásitos de una economía agraria […]; estaban llenas de

subempleados y parados, mendigos y aventureros, mercaderes y artesanos que se

aproximaban, aunque fuera en un sentido espacial y simbiótico, a los que vivían de cargos

y rentas; a burócratas y nobles cortesanos rentistas. (citado en Díez Borque, Sociedad y

teatro 121)

Dicha crisis socioeconómica es relevante porque en “La guarda” el poder adquisitivo

resulta siendo el criterio rector de Cristinica a la hora de escoger entre sus dos pretendientes:

gracias a su renta escasa pero cierta, el Sacristán le gana al Soldado, quien no tiene más que

hidalguía supuesta y bríos del corazón. Para el Soldado, Cristinica prioriza los dictámenes del

estómago —“del bolsillo”, diríamos hoy— y no los del corazón; su desazón sentimental proviene

de la constatación de su consciencia de clase (diríamos en términos marxistas). Una vez toma

consciencia de que incluso los sentimientos se han mercantilizado, el Soldado expresa así su

marginalidad en este nuevo sistema de valores:

Siempre escogen las mujeres

aquello que vale menos,

porque excede su mal gusto

a cualquier merecimiento.

Ya no se estima el valor,

porque se estima el dinero,

pues un sacristán prefieren

a un roto soldado lego. (Cervantes, “La guarda” 190-191)

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La crisis socioeconómica y sus repercusiones éticas también ocupan un lugar

preponderante en el relato que doña Rodríguez le hace a don Quijote acerca del agravio que ha

sufrido su hija:

En resolución, desta mi muchacha se enamoró un hijo de un labrador riquísimo, que está

en una aldea del duque mi señor, no muy lejos de aquí. En efecto, no sé cómo ni cómo no,

ellos se juntaron, y debajo de la palabra de ser su esposo se burló a mi hija, y no se la

quiere cumplir; y aunque el duque mi señor lo sabe, porque yo me he quejado a él, no una,

sino muchas veces, y pedídole mande que el labrador se case con mi hija, hace orejas de

mercader y apenas quiere oírme, y es la causa que como el padre del burlador es tan rico y

le presta dineros y le sale por fiador de sus trampas por momentos, no le quiere

descontentar ni dar pesadumbre en modo alguno. (Cervantes, Don Quijote 1020-1021)

Del anterior pasaje se pueden hacer algunas inferencias pertinentes que complementan la

idea de Lynch: la lógica monetaria se ha impuesto sobre la del honor incluso en los sectores

rurales, no solo en las ciudades, y en contubernio con la aristocracia. Lo anterior implica también,

y esto es lo más importante aquí, que se han invertido las relaciones de poder: el labrador, por ser

riquísimo, obliga a que el Duque module su conducta ante un posible reclamo de faldas que iría

en contra de sus arcas. Así, entre burlas y veras, el entremés y el coloquio de la novela ponen en

evidencia al menos dos graves implicaciones axiológicas vividas en la época: la mercantilización

de los sentimientos y la conveniencia disfrazada de confraternidad, dos fenómenos que

seguramente todos hemos experimentado en pleno siglo XXI.

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De la escena a la vida: una pasión incomprendida

Hace siete años, Aurelio González, el áureo profesor del Colegio de México, nos visitó en

la Universidad de los Andes; allí ofreció una conferencia cuyo título se me hace perfecto: “Una

pasión incomprendida: el teatro de Cervantes”… Dado su escaso éxito en los corrales de

comedias y el descuido de la crítica durante casi 350 años, tal parece que solo hasta ahora

estamos entendiendo que la poética cervantina, su idea de la literatura, resulta incomprensible sin

lo teatral. Es más: considero que la muy celebrada cualidad autoparódica que según Bajtin

pertenece exclusivamente a la novela como género, y aquí me permito refutar al sabio teórico

ruso, proviene originalmente del teatro y la brillante fascinación que Cervantes sentía por este.

Lo entremesil cervantino, sea en “La guarda cuidadosa” o en Don Quijote, hace reír por

sus estrafalarios equívocos, nos asoma al misterio del yo y echa luces sobre los conflictos habidos

en el sistema axiológico del siglo XVII español. Si, insisto, solo cuatrocientos años después

estamos entendiendo esto, conviene afirmar que Cervantes es tan contemporáneo como

cualquiera de nosotros y que la crítica cervantina aún tiene mucho por decir, revisar y enmendar.

Ojalá no se nos haga tarde, como me está ocurriendo a mí para ponerle punto final a esta

ponencia.

Referencias

Asensio, Eugenio. Itinerario del entremés. Desde Lope de Rueda a Quiñones de Benavente.

Gredos, 1965.

Astrana Marín, Luis. Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra. Instituto

Editorial Reus, 1948.

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Bajtin, Mijail. “Épica y novela. Acerca de la metodología del análisis novelístico”. Teoría y

estética de la novela, traducción de Helena S. Kriúkova y Vicente Cazcarra, Taurus, 1991,

pp. 449-485.

Casalduero, Joaquín. Sentido y forma del teatro de Cervantes. Gredos, 1966.

Cervantes, Miguel de. Prólogo al lector. Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca

representados. Alonso Martín, 1615, pp. 12-14.

---. Don Quijote de la Mancha. Edición de Francisco Rico, Crítica, 2001.

---. “Adjunta al parnaso”. Obras completas II. Edición de Ángel Valbuena Prat, Aguilar, 2003, pp.

1048-1053.

---. “Entremés de La guarda cuidadosa”. Entremeses. Edición de Nicholas Spadaccini, Cátedra,

2004, pp. 171-192.

Díaz Plaja, Guillermo. “El Quijote como situación teatral”. En torno a Cervantes, Universidad de

Navarra, 1977, pp. 81-162.

Díez Borque, José María. Sociedad y teatro en la España de Lope de Vega, Bosch, 1978.

---. Los géneros dramáticos en el siglo XVI, Taurus, 1987.

G. Maestro, Jesús. La escena imaginaria. Poética del teatro de Miguel de Cervantes,

Iberoamericana/Vervuert, 2000.

Gómez García, Manuel. Diccionario Akal de teatro, Akal, 2007.

Pavis, Patrice. Diccionario del teatro. Dramaturgia, estética, semiología, Paidós, 2007.

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