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Érase una vez dos niñas que se conocieron a los

pocos días de nacidas, sus madres eran amigas


y casualmente se encontraron un día en que a
ambas recién nacidas les tocaba la primera
vacuna, entre comentarios y anécdotas del
embarazo las madres cayeron en cuenta de las
niñas habían nacido el mismo mes, aunque,
con cinco días de diferencia, entusiasmadas
desearon que sus hijas fueran grandes amigas.

Nadie imaginó que, seis años más tardes esas


niñas coincidirían en la misma escuela, en el
mismo salón y con la misma maestra y
llámenlo destino, porque nadie intervino para
esto ocurriera. Al pasar de los días y con una
mirada ambas niñas supieron que
inevitablemente serían amigas.
Estudiaron juntas por once años, de primaria
hasta bachillerato y al llegar la universidad, fue
fácil planificar estudiar en la misma universidad
en la misma ciudad. Sin embargo, con el inicio
de la vida universitaria, ambas se dieron cuenta
de que se habían equivocado en la elección de
carrera y eso representaba una cosa: aprender
a estar lejos la una de la otra.

Ahora son felices, una es arquitecto y la otra


licenciada para la naturaleza y a pesar de la
distancia, ambas llegaron a un acuerdo:
cuando una se casara la otra estaría al lado
como su dama y de esto es más o menos de lo
que va la amistad, unir almas sin condición
pero, con mucho.

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