En el nombre del padre es donde tenemos que reconocer
el sostén de la función simbólica que, desde el albor de
los tiempos históricos, identifica su persona con la figura de la ley. Esta concepción nos permite distinguir claramente en el análisis de un caso los efectos inconscientes de esa función respecto de las relaciones narcisistas, incluso respecto de las reales que el sujeto sostiene con la imagen y la acción de la persona que la encarna, y de ello resulta un modo de comprensión que va a resonar en la conducción misma de las intervenciones. La práctica nos ha confirmado su fecundidad, tanto a nosotros como a los alumnos a quienes hemos inducido a este método. Y hemos tenido a menudo la oportunidad en los controles o en los casos comunicados de subrayar las confusiones nocivas que engendra su desconocimiento.
Así, es la virtud del verbo la que perpetúa el movimiento
de la Gran Deuda cuya economía ensancha Rabelais, en una metáfora célebre, hasta los astros. Y no nos sorprenderá que el capítulo en el que nos presenta con la inversión macarrónica de los nombres de parentesco una anticipación de los descubrimientos etnográficos, nos muestre el él la substantífica adivinación del misterio humano que intentamos elucidar aquí.
Identificada con el hau sagrado o con el mana
omnipresente, la Deuda inviolable es la garantía de que el viaje al que son empujados mujeres y bienes trae de regreso en un ciclo infalible a su punto de partida otras mujeres y otros bienes, portadores de una entidad idéntica: símbolo cero, dice Lévi-Strauss, que reduce a la forma de un signo algebraico el poder de la Palabra.
Los símbolos envuelven en efecto la vida del hombre con
una red tan total, que reúnen antes de que él venga al mundo a aquellos que van a engendrarlo “por el hueso y por la carne”, que aportan a su nacimiento con los dones de los astros, si no con los dones de las hadas, el dibujo de su destino, que dan las palabras que lo harían fiel o renegado, la ley de los actos que lo seguirán incluso hasta donde no es todavía y más allá de su misma muerte, y que por ellos su sin encuentra su sentido en el juicio final en el que el verbo absuelve su ser o lo condena-salvo que se alcance la realización subjetiva del ser-para-la-muerte.
Servidumbre y grandeza en que se anonadaría el vivo, si
el deseo no preservase su parte en las interferencias y las oscilaciones que hacen converger sobre él los ciclos del lenguaje, cuando la confusión de las lenguas se mezcla en todo ello y las órdenes se contradicen en los desgarramientos de la obra univeresal.