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I.
En su ensayo On Murder Considered as One of the Fine Arts (1827), Thomas
De Quincey propone un modo inesperado y escandaloso de dar sentido al
asesinato. “Everything in this world has two handles. Murder, for instance,
may be laid hold of by its moral handle […]; and that is, I confess, its weak
side; or it may also be treated aesthetically […]” (105–106). El criterio moral
resultaba reductor para un público cada vez más numeroso de aficiona-
dos a las crónicas policiales; se imponía por ello la necesidad de evaluar
el asesinato con un criterio estético, desinteresado, en el sentido en que
usaban el término “estética” (del griego aistheta: “cosas perceptibles”) los
románticos alemanes, es decir, desde el punto de vista del gusto. Desde
esta perspectiva, la ejecución de un asesinato debía responder, como en
toda obra de arte, a una poética rigurosa que todo crítico que se preciara
debía considerar a la hora de evaluar un hecho violento. “People begin to
see that something more goes to the composition of a fine murder than two
blockheads to kill and to be killed–a knife–a purse–and a dark lane” (106).
El diseño, la disposición del grupo, la luz y la sombra, la poesía, el sen-
timiento, eran factores indispensables para juzgar el valor (estético) de la
obra criminal. El desplazamiento de la estética al campo de la criminalidad
no debe tomarse como el efecto superfluo de la excentricidad de un provo-
cador. Por el contrario, su ingreso en la filosofía del crimen es, por un lado,
un síntoma de una articulación histórica específica de la cultura moderna
de la transgresión y sus sentidos en el siglo XIX; y por el otro, un ejemplo
paradigmático de la relación problemática que la estética ha mantenido
con la ética en la modernidad en general, hasta nuestros días.
En la formulación de De Quincey, la violencia criminal del asesinato
configura un ritual anti-moderno a través del cual irrumpe en el mundo
social la contra-lógica de la magia y la sinrazón, la cual desestabiliza el
continuum de la reificación y el disciplinamiento que progresivamente con-
trolaban la vida cotidiana en las grandes ciudades. Pensar el crimen a partir de
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esta interrupción ritual, sugiere el crítico cultural Joel Black, supone recono-
cer la tendencia generalizada de la modernidad a tratar el asesinato y otras
formas de la violencia extrema primariamente como actos estéticos, ligados
a la sensibilidad y la experiencia de lo sublime, y no exclusivamente como ac-
tos morales, legales y/o físicos (14–15). Solamente la víctima, sugiere Black,
experimentaría la realidad brutal del asesinato; el resto la contemplaría a dis-
tancia, a menudo como testigos fascinados que interpretan la violencia física
como el epítome de la experiencia estética. Dentro de esa escena excepcional,
el asesino deviene una especie de artista performativo cuya obra se basa, no
en la creación, sino en la posesión y aniquilación del cuerpo del otro.1
Las ficciones modernas sobre crímenes que circularon en Buenos Aires
durante el fin de siglo insistieron en esa vacilación entre ética y estética. Para
entonces, el crimen se había convertido en objeto de interés generalizado
entre el público, y la prensa, la ciencia y la literatura competían en la pro-
ducción de relatos sobre delitos. En 1890 los diarios La Nación y La Prensa
ya tenían una sección fija de crónicas policiales que cada semana cubría, en
detalle, un homicidio notable (Caimari 171).2 En el campo de la ciencia, te-
sis médicas, estudios de antropología criminal como Los hombres de presa
(1888) de Luis María Drago, y publicaciones periódicas como los Archivos
de criminología, psiquiatría y ciencias afines se encargaron de establecer y
hacer circular versiones medicalizadas del crimen. Complementariamente,
en la literatura, las ficciones paranoicas del relato policial y la novela natu-
ralista creaban su propia galería de sujetos criminaloides.
Esta explosión narrativa se relacionó, entre otras cosas, con el notable
aumento del número de crímenes en la ciudad, que miembros de las clases
acomodadas y profesionales inmediatamente atribuyeron a la llegada ma-
siva de inmigrantes y a los efectos perniciosos de la modernidad, cuyo ritmo
vertiginoso debilitaba la moral y la salud mediante el estímulo excesivo de
los sentidos (Vezzetti, capítulos 3 y 5). Pero la ansiedad provocada por la
modernización no fue el único disparador de la obsesión con el crimen;
el placer innegable que el público encontraba en lo que Nietzsche llamó
el “festival de la crueldad”, con sus retratos pormenorizados de violencia
física (Nietzsche, On the Genealogy 65–67), tuvo también un peso conside-
rable. El apetito por representaciones de actos violentos era aún mayor si
se trataba de asesinatos. Esto se debía en parte a la visión del asesino como
sujeto patológico, cuya excepcionalidad provocaba en el público reacciones
de rechazo y de fascinación de igual intensidad. La naturaleza ambigua del
saber médico como discurso dominante sobre la transgresión potenció la
inestabilidad significante de la ficción criminal. Puesto que, si bien la me-
dicina proporcionaba al aparato estatal sus códigos y métodos para facilitar
su actividad vigilante (Vezzetti), la relativa autonomía del saber científico la
convertía en vía de acceso a una curiosidad mórbida, experimental, por lo
raro y lo anormal, particularmente en el campo de la psiquiatría con su pre-
Asesinatos por sugestión 311
II.
¿Por qué no deberían los hombres de ciencia repetir en sus clínicas los
milagros practicados otrora por taumaturgos incultos?”
—José Ingenieros. Histeria y sugestión (1919)
trance es el objeto en el que confluyen todas las miradas y todas las pasio-
nes.10 Esa es la escena de saber y poder donde, según Ingenieros, ocurrían
los “milagros de la ciencia,” y alrededor de la cual Holmberg y Chiappori
fabricaron sus asesinatos estéticos.
III.
The woman is perfected.
Her dead
Body wears the smile of accomplishment”
—Sylvia Plath, “Edge”
IV.
Una obra de arte es un sueño de asesinato realizado mediante un acto
—Jean Paul Sartre, Saint Genet
Notas
1 El público, por su parte, en su calidad de testigo consustanciado, es una suerte de cómplice, quien
disfruta del espectáculo a salvo de todo juicio moral.
2 El papel de la prensa y las secciones policiales es fundamental para entender la cultura profana del
crimen en el siglo siguiente. Para la década de 1920 y el carácter experimental y ficcional de las
crónicas policiales del diario Crítica, ver Saíta, Regueros de tinta.
3 Sobre los usos transgresivos del saber médico y su interés por fenómenos raros o anormales, se
puede consultar Molloy, “Diagnósticos del fin de siglo”.
4 Sobre los usos estetizantes de la medicina y la cultura de la enfermedad, ver Nouzeilles “Narrar el
cuerpo propio”.
5 Según Bronfen, la proliferación desde fines del siglo XIX de representaciones de cadáveres de
mujeres subraya la fuerte asociación entre muerte, estética y la condición femenina en la
literatura y el arte modernos (Over her Dead Body, en particular capítulos 4, 9 y 15).
6 Un entramado discursivo semejante marcó la producción de la mayoría de los escritores moder-
nistas latinoamericanos, incluyendo la obra de Rubén Darío, José Asunción Silva, José María
Vargas Vila y Delmira Agustini.
7 Textos de psicología social como Las multitudes argentinas (1899) y Los simuladores de talento
(1904) de José María Ramos Mejía, y La simulación en la lucha por la vida (1900) de José Ingenieros
serían en parte respuestas a esa preocupación por fenómenos como el control mental, el conta-
gio de ideas, la seducción de las masas.
8 Aludo aquí a la noción de pensamiento mágico en el sentido que le da Freud, es decir, un sistema
de creencias basado en la convicción de que los deseos y los pensamientos pueden modificar el
mundo material sin mediación alguna. Ver Totem and Taboo.
9 Sobre las tradiciones interpretativas de la histeria en la modernidad, que también afectaron las
representaciones locales de la enfermedad en Buenos Aires en el entresiglo, ver Micale, capítulo 1.
10 Allí tenían lugar los “milagros” de ciencia, fenómenos de naturaleza extraordinaria que
estudiantes de medicina, escritores y meros curiosos acudían a ver en las sesiones públicas
que se ofrecían en los hospitales de Buenos Aires.
11 Porter, por ejemplo, opone el relato detectivesco a la tradición transgresiva inaugurada por
De Quincey. Esta sería también la posición de Miller, para quien todas las manifestaciones del
realismo, incluido el relato policial, reproducen la relación entre saber, poder y representación
características de la modernidad disciplinaria. Ver Porter, The Pursuit of Crime y Miller The Novel
and the Police.
12 El médico-escritor y la histérica criminal también comparten un deseo de justicia para-estatal,
que difiere de la noción estatal de justicia. Para un excelente análisis de Clara como parte de
una serie de ficciones sobre mujeres que matan en busca de formas alternativas de justicia, ver
Ludmer “Mujeres que matan”. Sobre la lógica narrativa de “La bolsa de huesos” y su relación con
las políticas médicas de la histeria y el cuerpo femenino en Buenos Aires en el fin de siglo, ver
Nouzeilles “Políticas médicas”.
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13 Aunque el protagonista de “El pensamiento oculto”, otro de los relatos, no realiza su deseo
homicida, la lógica del relato es la misma: de la idea fija pasa a la acción de arrojar a su esposa al río.
14 En este sentido, algunos de los asesinos de Chiappori actúan como los amantes de Bataille, para
quien lo erótico suponía un deseo de muerte que podía manifestarse como asesinato. Ver Bataille,
Erotism 11–19.
15 El marco narrativo conecta Borderland con otra novela de Chiappori, La eterna angustia (1908),
en que el narrador y Leticia son los personajes principales, y donde Leticia misma es víctima de la
violencia. Ver Molloy, “La violencia”.
16 La relación entre escritura y cadáver no puede ser más directa en el caso de Nervo, que según se
dice, escribió La amada inmóvil mientras velaba los restos de Ana Cecilia Dailliez, su secreta com-
pañera, en Madrid.
17 Conviene recordar que etimológicamente “fantasma” proviene de la palabra griega “phantasma”:
imagen. Sobre el efecto de dispersión y fragmentación de lo gótico, ver Wolfreys 6.
18 La posesión del cuerpo histérico en beneficio del arte presenta semejanzas con la posesión
que ejerce otro personaje finisecular, el vampiro, sobre sus víctimas, con quienes también se
comunica telepáticamente, y cuya sangre y energía vital necesita para continuar viviendo.
19 En las últimas décadas del siglo XIX, el espiritismo alcanzó una gran popularidad entre las
nuevas clases medias pero también entre la clase oligárquica. Algunas mediums, como María A.
de Rolland, llegaron a ser célebres por la espectacularidad y carácter convincente de sus trances.
Se sabe que Wilde, Holmberg, Ramos Mejía, Roca e Ingenieros asistían con frecuencia a sesiones
espiritistas en La Plata y en Buenos Aires (ver Bianchi. “Los espiritistas”). En Histeria y sugestión,
Ingenieros identifica a las mediums con las histéricas, y atribuye los fenómenos paranormales de
los que toman parte a manifestaciones extraordinarias de la sensibilidad y el movimiento bajo
sugestión (317).
20 El acuerdo performativo entre Augusto y Anna María se asemeja al pacto narrativo entre el
narrador general de Borderland y su destinataria explícita, la nerviosa Leticia, quien, como lectora,
“revive” sugestivamente las historias de violencia genérica que se le cuentan, identificándose con
sus víctimas. Las interperlaciones del narrador apuntan en esa dirección, como cuando, al final de
“La corbata azul”, pregunta a su interlocutora: “Se imagina usted—pregunté interrumpiendo el
relato–todo el horror, la inaudita confusión de ideas y de sentimientos que experimentara Luisa
en aquel minuto, al ver a su esposo, a quien amaba con delirio, siniestramente transfigurado,
ahogándola sin piedad?” (76).
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