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La red y el yo

Hacia el final del segundo milenio de la era cristiana varios acontecimientos de trascendencia
histórica han transformado el paisaje social de la vida humana. Una revolución tecnológica, centrada
en torno a las tecnologías de la información, está modificando la base material de la sociedad a un
ritmo acelerado. Las economías de todo el mundo se han hecho interdependientes a escala global,
introduciendo una nueva forma de relación entre economía, Estado y sociedad en un sistema de
geometría variable. El derrumbamiento del estatismo soviético y la subsiguiente desaparición del
movimiento comunista internacional han minado por ahora el reto histórico al capitalismo, rescatado a
la izquierda política (y a la teoría marxista) de la atracción fatal del marxismo-leninismo, puesto fin a la
guerra fría, reducido el riesgo de holocausto nuclear y alterado de modo fundamental la geopolítica
global. El mismo capitalismo ha sufrido un proceso de reestructuración profunda, caracterizado por
una mayor flexibilidad en la gestión; la descentralización e interconexión de las empresas, tanto
interna como en su relación con otras; un aumento de poder considerable del capital frente al trabajo,
con el declive concomitante del movimiento sindical; una individualización y diversificación crecientes
en las relaciones de trabajo; la incorporación masiva de la mujer al trabajo retribuido, por lo general
en condiciones discriminatorias; la intervención del estado para desregular los mercados de forma
selectiva y desmantelar el estado de bienestar, con intensidad y orientaciones diferentes según la
naturaleza de las fuerzas políticas y las instituciones de cada sociedad; la intensificación de la
competencia económica global en un contexto de creciente diferenciación geográfica y cultural de los
escenarios para la acumulación y gestión del capital. Como consecuencia de este
reacondicionamiento general del sistema capitalista, todavía en curso, hemos presenciado la
integración global de los mercados financieros, el ascenso del Pacífico asiático como el nuevo centro
industrial global dominante, la ardua pero inexorable unificación económica de Europa, el surgimiento
de una economía regional norteamericana, la diversificación y luego desintegración del antiguo Tercer
Mundo, la transformación gradual de Rusia y la zona de influencia ex soviética en economías de
mercado, y la incorporación de los segmentos valiosos de las economías de todo el mundo a un
sistema interdependiente que funciona como una unidad en tiempo real. Debido a todas estas
tendencias, también ha habido una acentuación del desarrollo desigual, esta vez no sólo entre Norte y
Sur, sino entre los segmentos y territorios dinámicos de las sociedades y los que corren el riesgo de
convertirse en irrelevantes desde la perspectiva de la lógica del sistema. En efecto, observamos la
liberación paralela de las formidables fuerzas productivas de la revolución informacional y la
consolidación de los agujeros negros de miseria humana en la economía global, ya sea en Burkina
Faso, South Bronx, Kamagasaki, Chiapas o La Courneuve.

De forma simultánea, las actividades delictivas y las organizaciones mafiosas del mundo también se
han hecho globales e informacionales, proporcionando los medios para la estimulación de la
hiperactividad mental y el deseo prohibido, junto con toda forma de comercio ilícito demandada por
nuestras sociedades, del armamento sofisticado a los cuerpos humanos. Además, un nuevo sistema
de comunicación, que cada vez habla más un lenguaje digital universal, está integrando globalmente

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la producción y distribución de palabras, sonidos e imágenes de nuestra cultura y acomodándolas a
los gustos de las identidades y temperamentos de los individuos. Las redes informáticas interactivas
crecen de modo exponencial, creando nuevas formas y canales de comunicación, y dando forma a la
vida a la vez que ésta les da forma a ellas.

Los cambios sociales son tan espectaculares como los procesos de transformación tecnológicos y
económicos. A pesar de toda la dificultad sufrida por el proceso de transformación de la condición de
las mujeres, se ha minado el patriarcalismo, puesto en cuestión en diversas sociedades. Así, en
buena parte del mundo, las relaciones de género se han convertido en un dominio contestado, en vez
de sor una esfera de reproducción cultural. De ahí se deduce una redefinición fundamental de las
relaciones entre mujeres, hombres y niños y, de este modo, de la familia, la sexualidad y la
personalidad. La conciencia medioambiental ha calado las instituciones de la sociedad y sus valores
han ganado atractivo político al precio de ser falseados y manipulados en la práctica cotidiana de las
grandes empresas y las burocracias. Los sistemas políticos están sumidos en una crisis estructural de
legitimidad, hundidos de forma periódica por escándalos, dependientes esencialmente del respaldo
de los medios de comunicación y del liderazgo personalizado, y cada vez más aislados de la
ciudadanía. Los movimientos sociales tienden a ser fragmentados, localistas, orientados a un único
tema y efímeros, ya sea reducidos a sus mundos interiores o fulgurando sólo un instante en torno a
un símbolo mediático. En un mundo como éste de cambio incontrolado y confuso, la gente tiende a
reagruparse en torno a identidades primarias: religiosa, étnica, territorial, nacional. En estos tiempos
difíciles, el fundamentalismo religioso, cristiano, islámico, judío, hindú e incluso budista (en lo que
parece ser un contrasentido), es probablemente la fuerza más formidable de seguridad personal y
movilización colectiva. En un mundo de flujos globales de riqueza, poder e imágenes, la búsqueda de
identidad, colectiva o individual, atribuida o construida, se convierte en la fuente fundamental de
significado social. No es una tendencia nueva, ya que la identidad, y de modo particular la identidad
religiosa y étnica, ha estado en el origen del significado desde los albores de la sociedad humana. No
obstante, la identidad se está convirtiendo en la principal, y a veces única, fuente de significado en un
periodo histórico caracterizado por una amplia desestructuración de las organizaciones,
deslegitimación de las instituciones, desaparición de los principales movimientos sociales y
expresiones culturales efímeras […]. Mientras que, por otra parte, las redes globales de intercambios
instrumentales conectan o desconectan de forma selectiva individuos, grupos, regiones o incluso
países según su importancia para cumplir las metas procesadas en la red, en una corriente incesante
de decisiones estratégicas. De ello se sigue una división fundamental entre el instrumentalismo
abstracto y universal, y las identidades particularistas de raíces históricas. Nuestras sociedades se
estructuran cada vez más en tomo a una posición bipolar entre la red y el yo.

En esta condición de esquizofrenia estructural entre función y significado, las pautas de comunicación
social cada vez se someten a una tensión mayor. Y cuando la comunicación se, rompe, cuando deja
de existir, ni siquiera en forma de comunicación conflictiva (como sería el caso en las luchas sociales
o la oposición política), los grupos sociales y los individuos se, alienan unos de otros y ven al otro

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como un extraño, y al final como una amenaza. En este proceso la fragmentación social se extiende,
ya que las identidades se vuelven más específicas y aumenta la dificultad de compartirlas […].

Confundidos por la escala y el alcance del cambio histórico, la cultura y el pensamiento de nuestro
tiempo abrazan con frecuencia un nuevo milenarismo. Los profetas de la tecnología predican una
nueva era, extrapolando a las tendencias y organizaciones sociales la lógica apenas comprendida de
los ordenadores y el ADN. La cultura y la teoría posmodernas se recrean en celebrar el fin de la
historia y, en cierta medida, el fin de la razón, rindiendo nuestra capacidad de comprender y hallar
sentido, incluso al disparate. La asunción implícita es la aceptación de la plena individualización de la
conducta y de la impotencia de la sociedad sobre su destino.

El proyecto que informa este libro nada contra estas corrientes de destrucción y se opone a varias
formas de nihilismo intelectual, de escepticismo social y de cinismo político. Creo en la racionalidad y
en la posibilidad de apelar a la razón, sin convertirla en diosa. Creo en las posibilidades de la acción
social significativa y en la política transformadora, sin que nos veamos necesariamente arrastrados
hacia los rápidos mortales de las utopías absolutas. Creo en el poder liberador de la identidad, sin
aceptar la necesidad de su individualización o su captura por el fundamentalismo. Y propongo la
hipótesis de que todas las tendencias de cambio que constituyen nuestro nuevo y confuso mundo
están emparentadas y que podemos sacar sentido a su interrelación. Y, sí, creo, a pesar de una larga
tradición de errores intelectuales a veces trágicos, que observar, analizar y teorizar es un modo de
ayudar a construir un mundo diferente y mejor. No proporcionando las respuestas, que serán
específicas para cada sociedad y las encontrarán por sí mismos los actores sociales, sino planteando
algunas preguntas relevantes. Me gustaría que este libro fuese una modesta contribución a un
esfuerzo analítico, necesariamente colectivo, que ya se está gestando desde muchos horizontes, con
el propósito de comprender nuestro nuevo mundo sobre la base de los datos disponibles y de una
teoría exploratoria.

M. Castells, La era de la información. Tomo I. Economía, Sociedad y Cultura (prólogo)

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Una tipología de las amenazas globales

[…] Pueden distinguirse tres tipos de amenazas globales. En primer lugar, existen conflictos sobre
qué puede denominarse "males" (en oposición a los “bienes”): es decir, destrucción ecológica y
peligros tecnológico-industriales motivados por la riqueza, tales como el agujero en la capa de ozono,
el efecto invernadero o las carestías regionales de agua, así como los riesgos impredecibles que
implica la manipulación genética de plantas y seres humanos.

Una segunda categoría, sin embargo, comprende los riesgos que están directamente relacionados
con la pobreza. […] La destrucción ambiental no es el único peligro que ensombrece la modernidad
basada en el crecimiento, sino que también es cierto exactamente lo contrario: existe una estrecha
vinculación entre la pobreza y la destrucción ambiental. Esta desigualdad es el principal problema
"ambiental" del planeta; también es el principal problema del "desarrollo" (Comisión Mundial sobre el
Medio Ambiente y el Desarrollo, 1987). Por consiguiente, un análisis integrado de la vivienda y la
alimentación, de la pérdida de especies y recursos genéticos, de la energía, la industria y la población
humana muestra que todas estas cosas están relacionadas y no pueden tratarse de forma separada.

[…] La tercera amenaza la procedente de las armas de destrucción masiva NBC (nucleares,
biológicas, químicas), se despliega de hecho (en vez de utilizarse con la finalidad de producir terror)
en la situación excepcional de guerra. Incluso al finalizar la confrontación entre el Este y Occidente el
peligro de la autodestrucción regional o global mediante armas NBC no ha sido de ningún modo
exorcizado; por el contrario, ha escapado a la estructura de control del "pacto atómico" entre las
superpotencias. Junto a la amenaza de conflicto militar entre estados, ahora también se cierne la
amenaza del fundamentalismo o el terrorismo privado. Cada vez es más probable que la posesión
privada de armas de destrucción masiva y el potencial que proporcionan para el terror político se
convierta en una nueva fuente de peligros en la sociedad del riesgo global.

Estas diversas amenazas globales muy bien pueden complementarse y acentuarse mutuamente: es
decir, será necesario considerar la interacción entre la destrucción ecológica, las guerras y las
consecuencias de la modernización incompleta. De este modo, la destrucción ecológica puede
promover la guerra, bien sea en forma de conflicto armado por recursos vitalmente necesarios, como
el agua, o porque los ecofundamentalistas de Occidente exijan el uso de la fuerza militar para detener
una destrucción que ya se está produciendo […]. Es fácil imaginar que un país que vive en creciente
pobreza explotará el entorno hasta agotarlo. En casos de desesperación (o como cobertura política
de la desesperación) puede producirse un intento militar de hacerse con recursos vitales para la
existencia de otro país. O la destrucción ecológica […] puede desencadenar la emigración masiva,
que a su vez lleva a la guerra. O una vez más los estados amenazados con la derrota en la guerra
pueden recurrir al "arma última" de volar las plantas nucleares o químicas de su país o de otras
naciones para amenazar a las regiones y ciudades vecinas con la aniquilación. Nuestra imaginación
no tiene límites para los escenarios de horror que pueden desencadenar las diversas amenazas en su
relación mutua.

[…] Todo esto confirma el diagnóstico de una sociedad del riesgo global. Pues las denominadas

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"amenazas globales" han conducido a un mundo en el que se ha erosionado la base de la lógica
establecida del riesgo y en el que prevalecen peligros de difícil gestión en lugar de riesgos
cuantificables. Los nuevos peligros están eliminando los cimientos convencionales del cálculo de
seguridad. Los daños pierden sus límites espacio-temporales y se convierten en globales y
duraderos. Ya es a duras penas posible responsabilizar a individuos concretos de tales daños: el
principio de culpabilidad ha ido perdiendo su eficacia. En numerosas ocasiones, no pueden asignarse
compensaciones financieras a los daños causados; no tiene sentido asegurarse contra los peores
efectos posibles de la espiral de amenazas globales. Por tanto, no existen planes para la reparación
en el caso de que ocurra lo peor.

U. Beck, La sociedad del riesgo global. Madrid, Siglo XXI, 2002 (cap. 3)

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El Holocausto como criterio de modernidad

El terror no expresado sobre el Holocausto que impregna nuestra memoria colectiva […] es la
sospecha corrosiva de que el Holocausto pudo haber sido algo más que una aberración, algo más
que una desviación de la senda del progreso, algo más que un tumor canceroso en el cuerpo
saludable de la sociedad civilizada; que, en resumen, el Holocausto no fue la antítesis de la
civilización moderna y de todo lo que ésta representa o, al menos, eso es lo que queremos creer.
Sospechamos, aunque nos neguemos a admitirlo, que el Holocausto podría haber descubierto un
rostro oculto de la sociedad moderna, un rostro distinto del que ya conocemos y admiramos. Y que
los dos coexisten con toda comodidad unidos al mismo cuerpo. Lo que acaso nos da más miedo es
que ninguno de los dos puede vivir sin el otro, que están unidos como las dos caras de una moneda.

[…Auschwitz] fue una extensión rutinaria del moderno sistema de fábricas. En lugar de producir
mercancías, la materia prima eran seres humanos, y el producto final era la muerte […]. De las
chimeneas, símbolo del sistema moderno de fábricas, salía humo acre producido por la cremación de
carne humana. La red de ferrocarriles, organizada con tanta inteligencia, llevaba a las fábricas un
nuevo tipo de materia prima. […] En las cámaras de gas, las víctimas inhalaban el gas letal de las
bolitas de ácido prúsico, producidas por la avanzada industria química alemana. Los ingenieros
diseñaron los crematorios y los administradores el sistema burocrático que funcionaba con tanto
entusiasmo y tanta eficiencia que era la envidia de muchas naciones. Incluso el plan en su conjunto
era un reflejo del espíritu científico moderno que se torció. Lo que presenciamos no fue otra cosa que
un esquema masivo de ingeniería social.

Lo cierto es que todos los “ingredientes” del Holocausto, todas las cosas que hicieron que fuera
posible, fueron normales. Normales no en el sentido de algo ya conocido, de ser un componente más
de la larga serie de fenómenos que hace mucho tiempo ya se han descrito, explicado y clasificado en
detalle, porque, por el contrario, el Holocausto representó algo nuevo y desconocido, sino en el
sentido de que se acomodaba por completo a todo lo que sabemos de nuestra civilización, del espíritu
que la guía, de sus órdenes de prioridad, de su visión inmanente del mundo y de las formas
adecuadas de lograr la felicidad humana junto con una sociedad perfecta.

[…] Por lo general, no tenemos por qué molestarnos con el problema del Holocausto en nuestra
práctica profesional cotidiana. […] Y, cuando los textos sociológicos sí lo tratan, lo ponen como ejem-
plo de lo que puede llegar a hacer la innata e indomada agresividad humana y luego lo utilizan como
argumento para aconsejar las virtudes de domesticarla incrementando las presiones civilizadoras y
acudiendo al consejo de los expertos […]. Esta situación es preocupante no sólo, y no
fundamentalmente, por razones profesionales, por muy perjudicial que pueda ser para la capacidad
de análisis y para la relevancia social de la sociología. Lo que hace que esta situación resulte
especialmente inquietante es la conciencia de que si “pudo suceder a escala tan masiva en algún si -
tio, puede suceder en cualquier sitio […]”.

Uno de los servicios póstumos que nos puede prestar el Holocausto es proporcionarnos una
oportunidad para comprender los “otros aspectos”, que si no pasarían desapercibidos, de los

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principios sociales inherentes a la historia moderna. Propongo que se considere la experiencia del
Holocausto, una experiencia sobradamente documentada por los historiadores, como un “laboratorio”
sociológico. El Holocausto ha desvelado y sometido a prueba características de nuestra sociedad que
no se ponen de manifiesto en condiciones “fuera del laboratorio” y que, en consecuencia, no son
abordables empíricamente. En otras palabras, propongo que tratemos el Holocausto como una
prueba rara, aunque significativa y fiable, de las posibilidades ocultas de la sociedad moderna […].

El significado del proceso civilizador

El mito etiológico profundamente asentado en la conciencia de nuestra sociedad occidental es la


historia, moralmente edificante, de la humanidad surgiendo de la barbarie presocial […]. Según este
mito, desde antiguo osificado en el sentido común de nuestra era, sólo cabe entender el Holocausto
como un fracaso de la civilización (es decir, de las actividades humanas guiadas por la razón) en su
contención de las predilecciones naturales enfermizas de lo que queda de naturaleza en el hombre.
[…] En otras palabras, no tenemos todavía bastante civilización. El inconcluso proceso civilizador
todavía tiene que llegar a su término. Si la lección de los asesinatos en masa nos enseña algo es que
para prevenir semejantes problemas de barbarie se requieren todavía más esfuerzos civilizadores. No
hay nada en esta lección que pueda arrojar una sombra de duda sobre la efectividad futura de estos
esfuerzos y sobre sus resultados finales. […].

[…] No pretendo decir que la intensidad del Holocausto fuera determinada por la burocracia moderna
o por la cultura de la racionalidad instrumental que ésta compendia, y mucho menos que la burocracia
moderna produce necesariamente fenómenos parecidos al Holocausto. Lo que quiero decir es que las
normas de la racionalidad instrumental están especialmente incapacitadas para evitar estos fe-
nómenos, que no hay nada en estas normas que descalifique por incorrectos los métodos de
“ingeniería social” del estilo de los del Holocausto o que considere irracionales las acciones a las que
dieron lugar. Insinúo además que el único contexto en el que se pudo con cebir, desarrollar y realizar
la idea del Holocausto fue la cultura burocrática que nos incita a considerar la sociedad como un
objeto a administrar, como una colección de distintos “problemas” a resolver, como una “naturaleza”
que hay que “controlar”, “dominar”, “mejorar” o “remodelar”, como legítimo objeto de la “ingeniería
social” y, en general, como un jardín que hay que diseñar y conservar a la fuer za en la forma en que
fue diseñado […]. Y también insinúo que el espíritu de la racionalidad instrumental y su
institucionalización burocrática no sólo dieron pie a soluciones como las del Holocausto sino que,
fundamentalmente, hicieron que dichas soluciones resultaran “razonables”, aumentando con ello las
probabilidades de que se optara por ellas. Este incremento en la probabilidad está relacionado de
forma más que casual con la capacidad de la burocracia moderna de coordinar la actuación de un
elevado número de personas morales para conseguir cualquier fin, aunque sea inmoral.

Z. Bauman, Modernidad y Holocausto

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Modernidad, tiempo y espacio

Para comprender la estrecha conexión que existe entre la modernidad y la transformación del tiempo
y el espacio, debemos comenzar por trazar algunos contrastes en la relación tiempo-espacio en el
mundo premoderno. Todas las culturas premodernas poseyeron modos de cálculo del tiempo. El
calendario, por ejemplo, fue un rasgo tan distintivo de los estados agrarios como lo fuera el invento de
la escritura. Pero la estimación del tiempo que configuraba la base de la vida cotidiana, vinculaba
siempre, al menos para la mayoría de la población, el tiempo con el espacio y era normalmente
imprecisa y variable. Nadie podía saber la hora del día sin hacer referencia a otros indicadores socio-
espaciales: el “cuando” estaba casi universalmente conectado al “donde” o identificado por los
regulares acontecimientos naturales. El invento del reloj mecánico y su difusión a todos los miembros
de la población (un fenómeno que en su primera etapa se remonta a finales del siglo dieciocho),
fueron de crucial importancia en la separación del tiempo y el espacio. El reloj expresó una dimensión
uniforme del tiempo “vacío” cuantificándolo de tal manera que permitió la precisa designación de
“zonas” del día (v.g.: la jornada laboral).

El tiempo estuvo conectado al espacio (y al lugar) hasta que la uniformidad de la medida del tiempo
con el reloj llegó a emparejarse con la uniformidad en la organización social del tiempo. Este cambio
coincidió con la expansión de la modernidad y no llegó a completarse hasta este siglo. Uno de sus
aspectos más importantes fue la homologación mundial de los calendarios […].

¿Por qué es la separación entre tiempo y espacio algo de tanta importancia para el dinamismo
extremo de la modernidad? En primer lugar porque es la primera condición para el proceso de
desanclaje que analizaré más adelante. La separación tiempo-espacio y su formación dentro de
estandarizadas y “vacías” dimensiones, corta las conexiones que existen entre la actividad social y su
"anclaje" en las particularidades de los contextos de presencia. […] Este fenómeno sirve para abrir un
abanico de posibilidades de cambio al liberar de las restricciones impuestas por hábitos y prácticas
locales.

Segundo, produce los mecanismos de engranaje del rasgo distintivo de la vida social moderna: la
organización racionalizada. Las organizaciones (incluyendo en ellas los estados modernos) algunas
veces adolecen de esa cualidad, un tanto estática e inerte que Weber asociara a la burocracia, sin
embargo, más frecuentemente poseen un dinamismo que contrasta fuertemente con los órdenes
premodernos. Las instituciones modernas pueden aunar lo local con lo global en formas que hubieran
resultado impensables en sociedades más tradicionales y al hacerlo así normalmente influyen en las
vidas de muchos millones de seres humanos.

Tercero, la historicidad radical que va asociada a la modernidad, depende de modos de “inserción”


dentro del tiempo y el espacio inalcanzables para las civilizaciones anteriores. La “historia”, como
apropiación sistemática del pasado que ayuda a configurar el futuro, recibió su primer impulso con el
temprano surgimiento de los estados agrícolas, pero el desarrollo de las instituciones modernas le
proporcionó un nuevo y fundamental ímpetu. El sistema estandarizado de datar, ahora mundialmente
reconocido, sostiene la apropiación de un pasado unitario, a pesar de que mucha de esa “historia”

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esté sujeta a interpretaciones contrastantes. Además, dado el mapa global del mundo que
generalmente se acepta, el pasado unitario es mundial; el tiempo y el espacio han sido recombinados
para formar un genuino marco histórico-mundial para la acción y la experiencia.

Desanclaje

[…] Por desanclaje entiendo el “despegar” las relaciones sociales de sus contextos locales de
interacción y reestructurarlas en indefinidos intervalos espacio-temporales. Los sociólogos han tratado
frecuentemente la transición del mundo tradicional al moderno en términos conceptuales de
“diferenciación” o de “especialización funcional”. Según este enfoque teórico, el cambio de sistemas
de menor escala a civilizaciones agrícolas y de ahí a las sociedades modernas puede verse como un
proceso de progresiva diversificación interior. Se pueden hacer distintas objeciones a este enfoque.
Suele vincularse a una perspectiva evolucionista; no presta atención al “problema de demarcación” en
el análisis de los sistemas sociales, y muy frecuentemente depende de nociones funcionalistas. Aún
más importante para la presente discusión, sin embargo, es el hecho de no dirigirse en forma
satisfactoria, a la cuestión del distanciamiento entre tiempo y espacio. Las nociones de diferenciación
o especialización funcional, no son apropiadas para tratar el fenómeno de la regionalización del
tiempo-espacio que hacen los sistemas sociales […].

Deseo hacer una distinción entre dos tipos de mecanismos de desanclaje que están intrínsecamente
implicados en el desarrollo de las instituciones sociales modernas. Al primero de ellos lo llamaré la
creación de “señales simbólicas”; al otro lo denominaré el establecimiento de “sistemas expertos”. Por
señales simbólicas quiero decir medios de intercambio que pueden pasar de unos a otros sin
consideración por las características de los individuos o grupos que los manejan en una particular
coyuntura. Se pueden distinguir varios tipos de señales simbólicas, como por ejemplo los medios de
legitimación política, pero me ceñiré en la señal simbólica del dinero. La naturaleza del dinero ha sido
ampliamente discutida en sociología y naturalmente constituye una preocupación permanente de la
economía. En sus primeros escritos, Marx llamó al dinero "la ramera universal", un medio de
intercambio que niega el contenido de bienes y servicios al sustituirlos por un signo impersonal. El
dinero permite el intercambio de todo por todo sin prestar atención a si los bienes en juego comparten
entre sí alguna cualidad substantiva […].

Miremos ahora hacia la naturaleza de los sistemas expertos. Al decir sistemas expertos me refiero a
sistemas de logros técnicos o de experiencia profesional que organizan grandes áreas del entorno
material y social en el que vivimos. La mayoría de las personas profanas, consulta a los
“profesionales” –abogados, arquitectos, médicos y así sucesivamente– sólo de forma periódica o
irregular. Pero los sistemas en los cuales el conocimiento de expertos está integrado, influyen sobre
muchos aspectos de lo que hacemos de manera “regular”. […] Cuando salgo de casa y me meto en
mi coche, entro en un escenario que ha sido cuidadosamente permeado por el conocimiento experto,
comprendiendo el diseño y construcción de automóviles, carreteras, intersecciones, semáforos y otros
muchos detalles. Todos sabemos que conducir un coche es una actividad peligrosa que lleva consigo
el riesgo de accidente. Al aceptar salir en coche, acepto el riesgo, pero me fío del susodicho experto

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que garantiza que ese peligro ha sido minimizado en lo posible. Poseo muy poco conocimiento sobre
el funcionamiento del coche y si algo dejara de funcionar, sólo podría llevar a cabo reparaciones
insignificantes. Poseo mínimo conocimiento sobre la manera en que se construye una carretera, el
mantenimiento de la superficie asfaltada o los ordenadores informáticos que controlan el tráfico.
Cuando aparco el coche en un aeropuerto y subo a bordo de un avión, entro en otro sistema experto
en el que todo mi conocimiento al respecto se reduce, en el mejor de los casos, a lo más
rudimentario.

Los sistemas expertos tienen en común con las señales simbólicas que remueven las relaciones
sociales de la inmediatez de sus contextos. […] Un sistema experto desvincula de la misma manera
que las señales simbólicas al ofrecer “garantías” a las expectativas a través del distanciado tiempo-
espacio. Esta “elasticidad” de los sistemas sociales se logra vía la naturaleza impersonal de las
pruebas que se aplican para evaluar el conocimiento técnico, y por la crítica pública (sobre la que
descansa la producción del conocimiento técnico) utilizada para controlar su forma.

A. Giddens, Consecuencias de la Modernidad, Madrid, Alianza, 1993, 28-33, 37

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