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DESPUÉS ;
i DEL COMUNISMO

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LA GUERRA CIVIL EUROPEA 1917-1945

Guerra civil es una expresión que para el historiador


tiene un significado distinto del de las ciencias jurídi­
cas o del de las metáforas literarias.
Desde el punto de vista jurídico, una guerra civil es
la lucha entre dos grandes form aciones armadas de
ciudadanos de un mismo Estado. En este sentido estre­
cho y concreto, fueron guerras civiles, por ejemplo, la
norteamericana de 1861 a 1865, la rusa de 1917 a 1920
y la española de 1936 a 1939.
La expresión adquiere un significado mucho más
amplio con Friedrich Nietzsche cuando éste afirma, en
su prólogo al Crepúsculo de los ídolos, de 1888, que esta
pequeña obra se trata de una gran declaración de gue­
rra. Entiende que un desafío bélico, expresado de modo
especialmente duro, y d irigido contra los adversarios
de su filosofía o de su ideología constituye una «decla­
ración de guerra civil» que no tiene por qué traer, nece­
sariamente, como consecuencia, un conflicto armado.
En el mismo sentido, un conocido escritor ha atacado
muy recientemente el conservadurismo de la sociedad
de la Alemania federal con la que él se ^declara en «es­
tado de guerra civil».1 Queda claro que se trata de una
metáfora, pero de una metáfora muy brillante. Las gue­
rras civiles que nacen de una controversia intelectual
— por enconada qué ésta sea— son guerras civiles en un
sentido más restringido que su significado jurídico.
50 DESPUÉS DEL COMUNISMO

Pero el concepto jurídico tampoco está libre de du­


das. ¿Existe una frontera claramente diferenciada entre
«insurrección» y «guerra civil»? ¿La guerra civil espa­
ñola no fue decidida en último término por la interven­
ción de Italia y Alemania? ¿No pelearon en Guadalajara
italianos contra italianos? ¿No lucharon sobre Madrid
aviones alemanes contra aviones soviéticos? ¿No fue, en
cierto modo, esa guerra civil una guerra entre Estados y,
en ciernes, incluso una guerra mundial, como era el de­
seo y el proyecto del gobierno obligado a trasladarse a
Valencia? ¿No lucharon — hace poco tiem po— en la
guerra entre Irán e Irak, los mujadines del pueblo persa
al lado del Irak y los kurdos iraquíes en el bando iraní?
Esa guerra entre Estados, ¿no fue al mismo tiempo, en
cierto modo, una «guerra civil» del Oriente Medio?

El historiador debe tener en cuenta la multiplicidad de


situaciones y alianzas posibles, así como la diversidad
de los tiempos y, contrariam ente al jurista, no debe
quedar cautivo en una definición. Incluso puede hacer
uso de las m etáforas propias del escritor, mientras
tenga claro que sirven para aclarar y explicar, pero no
pueden ocupar el lugar que les corresponde a los con­
ceptos.
Si las guerras de las Dos Rosas fueron guerras civi­
les o, como tantas veces ocurrió en la Edad Media, tan
sólo se puede hablar de un gran conflicto armado entre
fam ilias de la nobleza, es una cuestión que dejamos
pendiente. Pero son pocos los que dudarán de que las
guerras de religión de com ienzos de la historia m o­
derna fueron guerras civiles, aun cuando pueda haber
quien opine que en ese período todavía asistíamos a la
formación de los «Estados». Numerosos protestantes
alemanes vieron en el desembarco del rey de Suecia,
Gustavo Adolfo, la salvación de la causa del Evangelio;
no sólo al principio de la guerra civil inglesa se sintió
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Inglaterra como la beleaguered isle, la isla sitiada, que


tenía que afianzarse en su propio suelo contra el papa
an ticristo y sus seguidores. Tras la derogación del
Edicto de Nantes, los refugiados hugonotes de Ingla­
terra y los Países Bajos lucharon contra Luis X IV en
una guerra que m ostraba todas las características
de una guerra civil ideológica.
Podría objetarse que al principio de la Edad M o­
derna los hombres rendían verdadera lealtad a su reli­
gión o confesión, com o durante la Edad Media, en el
marco de una fe común, se la debían a su correspon­
diente casa reinante. La situación cambió cuando la
Ilustración comenzó a luchar contra las guerras religio­
sas com o si fueran la «peste del mundo» y, en unión
con el absolutismo o, en su caso, con el parlamenta­
rismo inglés, impuso el concepto de Estado, que, como
es natural, tuvo que existir antes de que pudiera ser
amenazado o destruido por una guerra civil. En reali­
dad es lógico y razonable diferenciar las guerras civiles
anteriores a la Ilustración de las posteriores, y limitar
el concepto de guerra civil a estas últimas. Esto ocurre
así porque en la Ilustración se daba una tendencia que
declaraba perversas las relaciones sociales, a las que ca­
lificaba de degeneración del estado natural, de modo
que las diferencias existentes entre los distintos estados
quedaban superadas por otra: la diferencia entre los
despojados y los privilegiados, los oprimidos y los opre­
sores. Se trataba de la tendencia revolucionaria de
Rousseau y de Linguet, opuesta radicalmente a la ten­
dencia evolucionista de Voltaire y Locke.
Resulta, pues, justificado designar a las guerras de
la Revolución francesa com o la «prim era guerra civil
europea» puesto que, de modo digno de crédito, hizo
suyo, como consigna, el grito de guerra «guerra en los
palacios, paz en las chozas». Cuando Luis X IV llevó a
cabo su guerra de expolio contra el Palatinado, ningún
alemán se puso de su parte, pero cuando, a finales de
52 DESPUÉS DEL COMUNISMO

1792, las tropas del general Custine conquistaron la


ciudad de Mainz, se form ó un partido fuerte que reci­
bió a los conquistadores como «liberadores». No sólo
en Francia había «jacobinos», sino que también abun­
daban en Alemania y Austria.
La ejecución de Luis XVI y el terreur de 1793 y 1794
hicieron que, en Europa, se convirtieran en enemigos
de la revolución muchos que antes habían simpatizado
con ella, pero tanto en Alemania como en Inglaterra se
cantaron himnos de alabanza a la guillotina y, a co ­
mienzos del nuevo siglo, Johann Gottlieb Fichte toda­
vía seguía considerándose ciudadano de la libre Repú­
blica francesa. Ciertamente, los jacobinos sufrieron
una dura derrota, incluso en Francia; Napoleón estaba
considerado com o hijo de la revolución y, al mismo
tiempo, también como su domesticador, pero la crea­
ción de un partido contrarrevolucionario se quedó en
una tentativa debido- a que los gobiernos no buscaron
aliados en el interior de la sociedad y lucharon solos
contra el primer Consulado y contra el Imperio. En In­
glaterra, también el partido del joven Pitt tuvo momen­
tos de zozobra cuando se sublevó una parte de la flota y
los United Briton parecieron estar en condiciones de re­
cibir la ayuda decisiva de un desembarco de Napoleón.
La «batalla de los pueblos», en Leipzig, fue un ca­
pítulo de la guerra civil entre alemanes, y el ordena­
miento del Congreso de Viena no estaba tan dirigido
contra Francia como contra la revolución que cuestio­
naba la «tranquilidad de Europa» con la amenaza de la
guerra civil. El «partido del m ovim iento».y el partido
de la perseverancia eran partidos comunes en toda
Europa, pese a que eran muy diferentes sus relaciones
en los distintos estados. El liberalismo, como partido,
creía en una evolución progresista en paz, y para los ra­
dicales la deseada revolución era una lucha breve y de­
cisiva que traería el triunfo del bien sobre el mal y lo
caduco. Ni siquiera en el momento cumbre de las revo­
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luciones europeas de 1848-1849 hubo apenas quienes


creyeran que llegarían lustros enteros de guerras civiles
provocadas por guerras entre estados, y guerras entre
estados provocadas por guerras civiles. Karl Marx, que
en su doctrina tanto se distanció del grito de combate
de la Revolución francesa hasta el punto de hacer creer
que en los estados avanzados de Europa no parecía po­
sible una guerra civil de los pocos magnates del capital
contra la creciente y arrolladora superioridad del prole­
tariado, esbozó el 1 de enero de 1849, en la Neuen Rhei-
nischen Zeitung, un cuadro de la evolución mundial en
el que vinculó de forma muy estrecha la guerra civil y la
guerra entre estados:

Pero el país que transformó naciones enteras en


proletariado, que mantiene en vilo al mundo entero
con sus masas de pobres [...] Inglaterra parece ser la
roca contra la que se estrellan las olas de la revolución
pues la nueva sociedad se muere de hambre ya en el
vientre materno [...] La vieja Inglaterra sólo puede ser
destruida por una guerra mundial, que es lo único ca­
paz de ofrecer al partido constitucional, el organizado
partido dé los trabajadores ingleses, las condiciones
para una insurrección con éxito contra su gigantesco
opresor [...] Toda guerra europea en la que se vea en­
vuelta Inglaterra es una guerra mundial [...] Y la guerra
europea es la primera consecuencia de la victoriosa re­
volución de los trabajadores en Francia. Gomo en la
época de Napoleón, Inglaterra encabezará los ejércitos
contrarrevolucionarios, pero la propia guerra la empu­
jará a colocarse al frente del movimiento revoluciona­
rio, con lo que pagará la deuda contraída con la revolu­
ción del siglo x v i i i . Insurrección revolucionaria de la
clase obrera francesa, guerra mundial... Éste es el índice
del año 1849.2

Éste es el concepto de una guerra internacional de


alcance europeo que, en su núcleo, sería una guerra ci­
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vil europea. Se trata de un concepto mucho más rea­


lista que la idea optimista e inocua de una revolución
breve e irresistible llamada a producirse de m odo si­
multáneo en Inglaterra, Francia y Alemania, y que pon­
dría fin, de una vez para siempre, a la «prehistoria» de
la humanidad. Este concepto de Marx tiene una conse­
cuencia inmanente, aunque no haya sido pronunciada,
la idea de que no serán los «palacios» ni las «chozas»
los que jueguen el papel decisivo, sino las «casas»; no
los «capitalistas» y los «proletarios», sino las clases me­
dias que supuestamente debían desaparecer pero que,
por el contrario, en los países avanzados son las que,
proporcionalmente, más aumentan en número en com­
paración con las otras clases sociales. Pero, com o ya
hemos visto, este concepto no se materializó y en su lu­
gar tuvieron lugar dos guerras interestatales: la guerra
de Crimea y la guerra francogermana. El emerger de la
cabeza de la hidra internacional, que tanto asustó, no
sólo al joven N ietzsch e sino tam bién a Bism arck y
Thiers durante los días de la Comuna de París, siguió
siendo, de momento, un episodio sin continuidad. Ha­
cia 1900, con la excepción de algunos rusos, no había
ya ningún grupo de emigrantes revolucionarios que
— como en los tiempos de Napoleón III hicieron Proud­
hon y Quinet, Bucher y Bamberger— esperaran en In­
glaterra o Bélgica la hora del regreso triunfante. El sis­
tema parlamentario o, en su caso, el constitucional, el
sistema en favor de una solución abierta pero pacífica
de los conflictos internos se había impuesto ya en toda
Europa, con la excepción de Rusia. De todos modos,
aquel concepto revolucionario y optimista, al parecer,
había ganado nuevas fuerzas con el gigantesco desarro­
llo del m ovimiento obrero marxista. Pero quien haya
leído con atención el tercer volumen, póstumo, de E l
Capital, de Karl Marx, tendrá algunas dudas sobre el
hecho de si otro concepto de «la lucha de clases entre
los pueblos», en el cual se unirán en uno las guerras in-
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ternacionales, entre estados, y las guerras civiles, en


realidad sólo fue la «curiosa invención» de algunos
nacionalistas italianos. Quien conocía los últimos escri­
tos de Friedrich Nietzsche, puede haberse planteado
la cuestión de si no se habrá dedicado una atención
demasiado escasa a su singular concepto del «partido
de la vid a», ese partido que, con mano despiadada,
pone fin a la decadencia moderna en todas sus mani­
festaciones. 1-

II

El estallido de la primera guerra mundial, que hasta


£917 fue una guerra totalmente europea, significó, en
primer lugar, la Completa victoria de las fidelidades al
•Estado. Fue una experiencia en parte satisfactoria y en
parte traumática para los marxistas, que estaban con­
vencidos de que la estructura horizontal y totalmente
actual de la solidaridad de la clase obrera homogénea e
internacional sería más fuerte que las estructuras verti­
cales de los Estados y naciones, profundamente arrai­
gadas en el pasado.
. Sin embargo, con la en principio inimaginable du­
ración de la guerra y su insólita devastación, fue ga­
nando fuerza una tendencia opuesta, cuyo punto cen­
tral era que la ilimitada soberanía de los Estados había
sido, al fin y al cabo, la responsable de la guerra, y que
la fuerza destructora de la contienda se había hecho de­
masiado grande como para perm itir que la dirección-
de la guerra continuara siendo un derecho inaliena­
ble de cada Estado por separado. Esa tendencia pudo
unirse con otra de tipo totalmente distinto que repre­
sentaba la culminación de la voluntad de victoria de to­
dos los grupos de potencias beligerantes, y que se ba­
saba en la creencia de que el en em igo era el único
culpable de la guerra y, por lo tanto, debía ser aniqui­
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lado. En este terreno, los aliados contaban con una


ventaja indiscutible, pues podían llegar a opinar que re­
presentaban a «la civilización», en lucha contra las po­
tencias centrales reaccionarias y feudales. Su afirma­
ción de luchar por la cultura encontró poco crédito en
el mundo y, además, la hermandad de armas de las po­
tencias occidentales con el estado zarista, «medio asiá­
tico» y «despótico» significó un notable punto débil en
la tesis de los aliados. De modo totalmente clandestino,
durante algún tiem po ejerció su influencia un tercer
concepto que era defendido decididamente por un re­
volu cion ario ruso por aquellos días casi com pleta­
mente desconocido: la culpa de la guerra era atribuible
al sistema económico del capitalismo, y la guerra impe­
rialista debía transformarse en una guerra civil. Eso no
era más que la autoafirmación invariable de la doctrina
marxista, que de ese modo sustituía al indeterminado e
inofensivo concepto de la lucha de clases por el de gue­
rra civil, más adecuado a las circunstancias del m o­
mento.
Como es bien sabido, la teoría de Lenin triunfó en
Rusia con la Revolución de Octubre de 1917, que qui­
so ser un «alzam iento armado» y no fue más que un
putsch contra el intento, a todas luces capaz de lograr
el éxito, de formar un gobierno de los tres partidos so­
cialistas; pretendió significar algo nuevo, con trascen­
dencia histórica mundial, pero se limitó, de momento,
a realizar las exigencias que ya habían sido planteadas
por la revolución de febrero, es decir, la firma de un tra­
tado de paz y el reparto de las tierras de los aristócratas
entre los campesinos. Pero ese tratado de paz hubiera
significado una paz ajena a las potencias centrales y,
por lo tanto, una grave violación de sus acuerdos con
los aliados, aunque bastante menos de lo que la revolu­
ción de febrero había exigido; y la reforma agraria, bajo
la dirección de marxistas, tuvo que ampliarse a la ex­
propiación socialista de la industria, es decir profun­
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dizó más de lo que los revolucionarios sociales y los


mencheviques consideraban adecuado. Por esa razón,
los victoriosos bolcheviques, desde el primer día de su
toma del poder, definida como ilegal o delictiva, fueron
calificados por todos los demás partidos como «el par­
tido de la guerra civil» e incluso desde sus propios cua­
dros de mando llegó el reproche de que el dominio de
un partido único sólo podía ser mantenido con el te­
rror. De hecho, la guerra civil rusa nació de la indigna­
ción de los aliados contra los traidores bolcheviques y
de la decisión de los demás partidos de no aceptar la
disolución violenta de la Asamblea constituyente en
enero de 1918. Aún más trascendental fue el convenci­
miento de los bolcheviques de que estaban inmersos en
una lucha decisiva contra los «bourgeoise», es decir, los
grandes burgueses, y contra la pequeña burguesía, y
que debían aniquilar a estas clases com o tales si que­
rían evitar su propio exterminio. N o pasó mucho tiem­
po antes de que Lenin se refiriera a los «perros y cerdos
de la burguesía moribunda» y Sinoviev, con la misma
claridad, exigió el exterminio de diez millones de ene­
migos de clase.4
Con todo esto, y en todo esto, la toma del poder en
uno de los grandes Estados en guerra por parte de un
partido contrario a la guerra, y además socialista, des­
pertó en todo el mundo una ola de simpatía y, a veces,
hasta de entusiasmo, aunque no exento, por otra parte,
de una cierta reacción de rabia, amargura y horror. Los
unos — y de ningún m odo siem pre exclusivam ente
obreros— creyeron ver una señal de que por fin iba a
terminar el derramamiento de sangre de la guerra; a
otros — y entre ellos también obreros— les pareció, más
bien, que estaban asistiendo al n acim iento de una
época en la que se haría realidad un exterminio todavía
más espantoso, una destrucción de clase en la que no se
preguntaría por la inocencia o la culpa individual ni se
tendría en cuenta el estatuto de combatiente o no com­
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batiente; un exterminio del cual los bolcheviques ofre­


cieron un ejemplo simbólico cuando no se limitaron a
fusilar al zar, sino también a la zarina, a sus hijos y
hasta al personal a su servicio.
La analogía con la Revolución francesa saltaba a la
vista, y cuando las potencias centro-europeas fueron
derrotadas en noviembre de 1918, Europa se dividió
entre am igos y enem igos de la R evo lu ción de una
forma más clara de lo que había sucedido en 1790. La
Gran Guerra había afectado a cada individuo, con mu­
cha mayor dureza de lo que hubiera podido hacerlo el
despotismo del Antiguo régimen y, además, las masas
ya no estaban, como lo estuvieron antaño, mudas y de­
sorganizadas, sino organizadas y unidas por partidos
con capacidad de acción y dispuestos a actuar. No cabe
la menor duda de que los bolcheviques se considera­
ban la vanguardia de un movimiento internacional, y
fue indescriptible el entusiasmo que transmitía el ma­
nifiesto con el que a principios de 1919, tras la funda­
ción de su partido internacional mundial, se convocó a
las masas de todo el mundo a la «reb elión arm ada»
contra los «gobiernos burgueses» culpables de la gue­
rra. Cuando, realmente, el 1 de mayo de 1919, com o
había propuesto la Internacional, se celebró en toda
Europa el día de la victoria de la «revolución proleta­
ria», la «revolución» había triunfado, como lo hizo la
Revolución francesa en 1808 bajo la forma del ejército
napoleónico.
Pero la Revolución francesa no tuvo su origen en la
derrota y el hundimiento, como sí lo tuvo la rusa. Fran­
cia estaba considerada com o el más avanzado de los
países de Europa, mientras que Rusia, según el criterio
general, era uno de los más atrasados; en Francia, la re­
volu ción acced ió relativam en te tarde a la fase del
terreur y en Rusia ya hacía tiempo que había empezado
cuando llegó la oportunidad de la victoria generalizada.
Ni en 1789 ni en 1793 se produjo algo semejante al ar­
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gumento de los enemigos de la revolución de que había


sido puesta en m archa p or un pequeño grupo con
características externas fácilm ente reconocibles: los
judíos.
Por esas razones, la Revolución rusa fue, al mismo
tiempo, más poderosa y más débil que la Revolución
francesa, aunque, como ella, fuera un acontecimiento
áe trascendencia histórica mundial que cambió todas
las relaciones existentes hasta entonces, aun cuando al­
gunas de éstas conservaran el mismo aspecto exterior.
La llamada a la insurrección no fue atendida, y en el
otoño de 1919 se tuvo la impresión de que el ejército
rojo iba a ser derrotado por el ejército blanco sin que
los partidos comunistas del resto de Europa pudieran
Hacer más que contemplar los acontecimientos; pero
Tos partidos mundiales de la Tercera Internacional no
dejaron la menor duda de que se consideraban los par­
tidos de la guerra civil generalizada y que no cejarían
en convocar a las masas a la «rebelión armada». Lo po­
tente y terrorífica que resultó esta «declaración de gue­
rra» se reflejó en el temor, casi pánico, que desató la
marcha ruso-soviética sobre Varsovia de agosto de
1-920 en todas las capitales occidentales, cuando Trotski
se refirió a la «gran batalla en el R in» que los trabajado­
res
> alemanes *y rusos sostendrían contra la Entente.
Igualmente probatoria es la explicación que ofreció
Lloyd George en 1921 como fundamento del estableci­
miento de relaciones comerciales con la Unión Sovié­
tica: que prefería una Rusia bolchevique a una Inglate­
rra bolchevique. Un testimonio de este temor son las
declaraciones de Thomas Mann cuando llegó a su fin la
República de los soviets (consejos) de Munich, en mayo
dé 1919, y de Winston Churchill en el año 1920, decla­
raciones que fueron igualm ente antibolcheviques y
poco m enos an tisem itas que lo m anifestado en la
misma época por un desconocido orador llamado Adolf
Hitler, que se dedicaba a hacer propaganda de un mi­
60 DESPUÉS DEL COMUNISMO

núsculo partido. Un testimonio igualmente sintomático


de la cred ib ilidad y el entusiasmo, que constituían
una de las causas principales de aquel temor de sus ad­
versarios, fue una frase de la dirigente comunista Clara
Zetkin, que ella puso en boca del «proletariado ruso»,
pero que podía recomendarse como máxima para to­
dos los comunistas: «L a Unión Soviética debe vivir,
aunque nosotros tengamos que m orir», que parafra­
1 seaba el verso original de un poeta obrero alemán for­
mulado a principios de la guerra mundial: «Alemania
tiene que vivir aunque nosotros tengamos que m orir».5
A ningún contem poráneo se le ocultaba, en 1920 y
1921, que por fin en Europa había un Estado que des­
pertaba una lealtad supranacional entre grandes masas
humanas, que predicaba la guerra civil y que, pese a
ello, ofrecía un futuro en paz, un Estado que provocaba
t' en sus enemigos sentimientos tan intensos como entre
sus amigos y que se veía sometido a la acusación de ha­
JÍ’ ber sido el Estado que, por primera vez en la moderna
fe historia mundial, había fom entado el exterm inio de
grandes clases sociales, y hasta lo había puesto en prác­
tica. ¿Quién podía dudar que se daba una situación de
guerra civil y que había surgido un estado de las ideolo­
gías que, en form a diversa y con un convencim iento
aún mayor, había hecho suyo el grito de la Revolución
francesa de «guerra en los palacios, paz en las chozas»
y que sufría de esa debilidad?
i. t La principal diferencia respecto a la situación que se
dio en Europa en los diez últimos años del siglo xvm
consistía en que se estaba formando un partido contra­
rio a la guerra civil, que no se conformaba — como ha­
cían todos los gobiernos— con tomar simples medidas
de defensa contra el adversario, sino que también pos­
tulaba su exterminio. En Italia, cuando después de lar­
gos meses de una situación que tenía mucho de guerra
civil, tomó el poder un nuevo partido contrarrevolucio­
nario dirigido por el más decidido de los revoluciona-
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ríos del período prebélico* fueron sin duda muchos los


observadores que debieron preguntarse si no podía
darse por superada la antigua y benéfica diferenciación
entre «revolución» y «contrarrevolución» y si la época
de la posguerra no estaba llamada a ser una «época del
fascismo» puesto que la «revolución mundial proleta­
ria» era un fracaso.
A partir de 1924, pareció como si Europa y el mun­
do hubieran superado, por fin, «los desórdenes de la
posguerra» y que ya pudiera intentarse escribir la histo­
ria contemporánea como la simple historia de las rela­
ciones interestatales y tratar los conflictos sociales
como nuevas cuestiones de política interna a ser deba­
tidas en los parlamentos. Incluso en Alemania fueron
olvidando que en el año 1920, en el territorio del Ruhr,
se produjo una auténtica guerra civil entre un «ejército
rojo» y las tropas del gobierno; que en 1921 hubo un
movimiento de insurrección a gran escala que recibió
el nombre bastante restrictivo de «acción de marzo», y
que en 1923 dos de los lander de la Alemania central,
dominados por los comunistas, por una parte, y por la
otra Baviera, donde la influencia de los nacionalsocia­
listas de Adolf Hitler era muy grande, se armaban ante
la posibilidad de una guerra civil entre ellos. En Fran­
cia, la fuerza del partido comunista, que en 1920 atrajo
a la mayor parte del partido socialista, comenzó a re­
troceder de m odo continuado, y la Unión Soviética,
tras la victoria de Stalin sobre Trotski, estableció «un
socialismo en un solo país» que parecía no comportar
peligro alguno para el resto del mundo. Mussolini, por
su parte, tras la destrucción de todos los demás parti­
dos, estableció firm em ente el dom inio único del fas­
cismo, aunque con cedió gran valor a seguir siendo
considerado com o un m iem bro más de la fam ilia de

* Mussolini. (N. del t.J


62 DESPUÉS DEL COMUNISMO

pueblos europeos. Los nacionalsocialistas contaban i


con un dos por ciento de escaños en el Reichstag ale­
mán. Stresemann fomentó una política de reconcilia- i
ción con Francia, y en 1926 firmó un tratado de neutra- í
lidad con la Unión Soviética. ]
Sin embargo, existían buenas razones para creer j
que esa imagen de una nueva normalidad era enga- ¡
ñosa, no menos engañosa que lo fue la pacífica sitúa- j
ción de Alemania del Norte después de la paz, por sepa- :
rado, de Prusia con Francia en 1795. En Inglaterra, el
gobierno de Baldwin no creía en la normalidad ni en la
capacidad de autocontrol de la Unión Soviética, y de re­
pente, después de la huelga general de 1926, rompió las
relaciones diplomáticas, a lo que Stalin, por su parte,
respondió con una vehemente campaña contra los su­
puestos planes de guerra de las «potencias imperialis­
tas». El embajador francés, Jean Herbette, informó de­
talladamente sobre la «colectivización » y calificó de
«personificación del mal» al Estado que mantenía una
guerra civil de aquel tipo contra una gran parte de su
población. El concepto difuso de una «cruzada en pro
de la civilización», con la que se soñaba en algunos ám­
bitos, resultó imposible desde el principio, puesto que,
como era de esperar, daría lugar a revueltas e inciden­
tes provocados, incluso dentro de las propias líneas,
por comunistas y amigos de los soviéticos. En Alem a­
nia, el partido comunista — el más numeroso de la Ter­
cera Internacional— . se convirtió ya en las elecciones
de 1928 en un serio rival de los socialdemócratas y el
único, entre todos los partidos, que continuó creciendo
hasta casi igualar al SPD; en Berlín, así como en otros
lugares de las regiones industriales alemanas, llegó a
contar con un número mayor de afiliados que el otro
partido de los obreros, el socialdemócrata, al que los
comunistas llamaban «social-fascista» y al que comba­
tían casi con el mismo encono que al nacionalsocia­
lismo de Hitler. La causa de este ascenso estuvo en la
LA GUERRA CIVIL EUROPEA 1917-1945 63

crisis económica mundial, como lo estuvo también, no­


toriamente, en la aún mayor del partido nacionalsocia­
lista. Pero, en general, no se tiene en cuenta el hecho de
que el programa de los comunistas era aun más radi­
cal que el de los nazis. Por ejemplo, los comunistas no
sólo querían suprimir el pago de las indemnizaciones
d<* guerra, sino también los intereses sobre los emprés­
titos, con lo que Alemania hubiera quedado excluida de
toda relación con la economía mundial y obligada, por
lo tanto y consecuentemente, a establecer un pacto in­
disoluble con la Unión Soviética. Con la misma fre­
cuencia, deja de ser tomado en cuenta por la ciencia
histórica — que adopta una postura excesivamente «p o­
pulista» en el sentido pedagógico— el hecho de que en
la5
;guerra civil, todavía limitada pero ya claramente per­
ceptible que se libraba en las calles de las ciudades ale­
manas, los comunistas no eran menos activos ni menos
violentos que los nazis. Los comunistas cantaban:

. Así está la joven guardia


dispuesta a la lucha de clases,
sólo cuando corra sangre burguesa
seremos libres por fin.

Saltemos a las barricadas


dispuestos a la revolución, a la guetTa,
icemos la bandera soviética
por la victoria roja de sangre.6,
%
'E n cuanto a los nacionalsocialistas, utilizaban la
mfema música y hasta la misma letra, cambiando sólo
«sangre burguesa» por «sangre ju d ía ». Con todo, la
toma del poder por parte del partido nacionalsocialista
hubiera sido evitable si la indecisión y la ineptitud hu­
biera quedado limitada exclusivamente a los principa­
les estadistas y a los partidos «nacionales». Pero no era
así: después de que la crisis económica creó una sitúa-
64 DESPUÉS DEL COMUNISMO

ción análoga a la crisis de la posguerra, el significado


del 30 de enero de 1933 difícilmente puede ser determi­
nado de otra forma que como sigue: de nuevo llegaba al
poder en Europa un partido revolucionario-contrarre­
volucionario, contrario a la guerra civil; además de la
Unión Soviética, existía un segundo gran Estado de las
¡I ideologías, y si llegaba a producirse una guerra entre
, ambas potencias, esta guerra entre Estados sería, al
mismo tiempo, una guerra civil, pues también el nacio­
nalsocialismo contaría con amplias simpatías interna­
cionales, pese a que se trataba de un partido clara­
mente nacionalista.
Pero incluso aquí estaba presente un aspecto de la
normalidad que hace posible situar los años posteriores
a 1933 en el marco de la «historia interestatal», es decir,
de la historia de las relaciones entre Estados: no fue
sólo el Vaticano quien con firió a Hitler un reconoci­
miento internacional con la firma del concordato con
el Reich, sino que, en la misma línea, lo hicieron, con
las negociaciones sobre el pacto cuatripartito, Inglate­
rra, Francia e Italia; también en este terreno cabe in­
cluir la prórroga del tratado de neutralidad de 1926 con
la Unión Soviética. Al mismo tiempo, empero, en la po­
lítica interior se reflejaba ya una guerra civil de tal in­
tensidad y parcialidad que en el otoño de 1933 habían
sido barridos de Alemania todos los enemigos del na­
cionalsocialismo, bien porque estaban internados en
campos de concentración o porque se vieron obligados
a emigrar, mientras que las grandes masas de sus anti­
guos partidarios se habían pasado, enarbolando sus
banderas al lado del victorioso «canciller del pueblo».
Que el estado nacionalsocialista era un auténtico es­
tado ideológico de un tipo hasta entonces desconocido,
y que de ningún modo podía ser comparado con la Ita­
lia fascista, es algo que se puso en evidencia desde las
primeras semanas, sobre todo a la luz de su legislación
biologicista y antisemita, que trataba de mejorar la «sa-
LA GUERRA CIVIL EUROPEA 1 9 1 7 -1 9 4 5 65

lud del pueblo» mediante la esterilización obligatoria


de los que sufrieran enfermedades hereditarias, y que
pretendía establecer la homogeneidad del pueblo elimi­
nando a los judíos del aparato estatal. Una de esas dos
medidas se apoyaba en el pensamiento biológico que se
introdujo ya en tiempos de Darwin y Galton, y que ha­
bía seguido ganando terreno; la otra más bien parecía
dimanar del antisemitismo tradicional. Y mientras la
primera pasó casi inadvertida, la segunda atrajo sobre
sí la atención internacional.
Sólo muy pocos observaron que la persecución de
los judíos se correspondía de manera bastante exacta
con las privaciones de derechos que le había sido im ­
puesta a la burguesía rusa y que ambas medidas pre­
tendían conseguir una «pu rificación » semejante. En
Alemania esos abusos no se dirigieron contra una fuer­
za que siempre fue poderosa y que hasta aquel m o­
m ento había dom in ad o al lado de la nobleza, sino
contra una m inoría exigua e indefensa que se había
considerado, desde un principio, como algo especial­
mente repugnante y demente. Sin embargo, gran parte
de los judíos alemanes tenían realmente ideas naciona­
listas y antibolcheviques. El hecho de que Hitler, a par­
tir de 1919, hubiera hecho una «atribución de culpa co­
lectiva» y declarado a los judíos como responsables de
la llegada del bolchevismo, pasó a segundo lugar: toda
la atención de la opinión pública se conmocionó al ver
cómo científicos de fama mundial eran desposeídos de
sus cargos, algo absurdo si se piensa que entre ellos ha­
bía personajes com o Fritz Haber,* sin cuyo descubri­
miento y actividades el Reich no hubiera podido soste­
ner la primera guerra mundial. Existían ya, de hecho,

* Fritz Haber, Premio Nobel de Química en 1918, fue director del De­
partamento de Guerra Química del emperador Guillermo II durante la pri­
mera guerra mundial. Su intervención fue muy importante en el desarrollo
de los gases asfixiantes. (N. del t.)
66 DESPUÉS DEL COMUNISMO

buenos motivos para sostener que el verdadero funda­


mento ideológico del antisemitismo no era el «antisio-
; nismo», protector de la segregación racial, ni la aver-
, sión cristiana contra los «asesinos de Cristo», sino el
\ antim arxism o en su form a concreta de antibolche­
vismo.
El pacto de no agresión firmado entre Hitler y Polo­
nia en enero de 1934 no hubiera podido proponerlo
ningún estadista de la República de Weimar sin arries­
gar su supervivencia política; Hitler, por el contrario,
fue capaz de imponerlo debido a su parentesco ideoló­
gico con el mariscal Pilsudski y, probablem ente, te­
niendo en cuenta ya la posibilidad de un posterior en­
frentamiento con la Unión Soviética. En un principio,
el Ministerio de Asuntos Exteriores, como el de la Gue­
rra, se mostraron contrarios a la intervención de Ale­
mania en la guerra civil española; Hitler, sin embargo,
ordenó dicha intervención y la mantuvo con firm eza
hasta que se produjo la victoria de Franco. El pacto con
Mussolini se debió, al principio, a razones de tipo ex­
clusivamente pragmático. El Pacto de Munich se atenía
exactamente a la conducta observada por Hitler desde
su llegada al poder en Alemania: en estrecha colabora­
ción con las fuerzas conservadoras tradicionales, Hitler
deseaba infligir una dura derrota al Estado revolucio­
nario. Naturalmente, también la Unión Soviética, que
en aquel entonces mantenía una actitud tan revisio­
nista como polémica con respecto al Tratado de Versa-
lles, perseguía, desde hacía años, alcanzar un acuerdo
con las potencias occidentales, mientras que Hitler, por
su parte, estaba decidido de todo punto y abiertamente
a som eter a Checoslovaquia, aun sin«contar con la
aprobación de Inglaterra y Francia. Y se había puesto
de manifiesto que la complejidad de la realidad histó­
rica no perm itía que la «contrarrevolución» tomara
cuerpo en determinados Estados o, incluso, en deter­
minados partidos. En la Unión Soviética, Stalin había
LA GUERRA CIVIL EUROPEA 1917-1 945 67

eliminado radicalmente a los compañeros de viaje de


L'énin, com o H itler hizo con los camaradas de Thal-
rríann. El ejem p lo más llam ativo y desconcertante
—-¡para sus contemporáneos— de estas paradojas y con­
tradicciones históricas fue el Pacto de no agresión en­
tre Stalin y Hitler, que, en realidad, fue un acuerdo de
guerra encaminado a la destrucción y al reparto de la
Polonia anticomunista de los sucesores de Pilsudski y
qúe significó el primer disparo que desencadenaría la
segunda guerra mundial. Durante dos años pareció
darse una situación de guerra civil de un tipo completa­
mente nuevo: las democracias parlamentarias, denomi-
nádas por su más antiguos enemigos plutocracias capi­
talistas, estaban solas — aunque contaban con unos
pocos aliados en el campo enemigo— frente a los dos
estados con «dictaduras totalitarias», la más joven de
las cuales había reclamado hasta hacía poco el papel
de adalid en la lucha contra la más antigua. Si se hubie­
ran realizado los proyectos aliados de acudir en ayuda
de Finlandia, atacada por la Unión Soviética sin pre­
via declaración de guerra, o si se hubieran destruido,
mediante un ataque aéreo, los campos petrolíferos de
Bakú, todas las hipótesis razonables llevan a suponer
que Hitler y Stalin hubieran seguido siendo aliados du­
rante un período de tiempo incalculable.
No queda claro, a primera vista, que se pueda consi­
derar la guerra germano-soviética como una guerra ci­
vil, como una especie de reanudación de la guerra-civil
rusa entre blancos y rojos; con la notable diferencia, so­
bré todo, de que en esta ocasión las potencias occiden­
tales luchaban a favor de los «ro jo s ». En un estudio
breve, como es éste, tampoco pueden explicarse deta­
lladamente estos fundamentos y, especialmente, no es
posible mostrar hasta qué punto no se trataba de una
guerra civil «pura», sino de una realidad múltiple, den­
tro de la cual se mezclaban factores casuales que juga­
ban un importante papel, en la que se superaba lo con­
68 ■DESPUÉS DEL COMUNISMO

tradictorio y los enemigos se asemejaban. Al que desee


conocer más detalles, le recomiendo mi libro, cuyo tí­
tulo es idéntico al de este capítulo (D er europäische
Bürgrkrieg 1917-1945). Aquí, no obstante, citaré algu­
nos hechos que aclaran la perspectiva desde la cual esta
guerra entre Estados aparece como guerra civil.
Con el Kommisarbefelh* Hitler no hizo sino conti­
nuar, como algo natural, una de las reglas más espanto­
sas de la guerra civil rusa; en amplios territorios de la
Unión Soviética, las tropas alemanas fueron recibidas
con júbilo por la población, y cientos de miles de solda­
dos soviéticos se pasaron al bando alemán; en sus dis­
cursos, también Stalin evocaba las em ociones de la
guerra civil y también había un número de alemanes
que — en el interior de Alemania primero y más tarde,
también, en los campos de prisioneros— actuaban en
favor de un enem igo cuya ideología compartían o al
menos consideraban adecuada a los tiempos. H itler
hizo ver claro hasta qué punto tenía presentes los acon­
tecimientos de la guerra civil rusa y se dejó determinar
por esos recuerdos incluso en actuaciones concretas.
También se enfrentaron grupos de antifascistas france­
ses contra los m iem bros de la Legión Charlemagne,
árabes contra árabes, indios contra indios; incluso de
Estados Unidos e Inglaterra acudieron en ayuda de Hit­
ler hombres influyentes, com o Ezra Pound y James
Joyce. Es precisam ente desde esta perspectiva que
queda claro con qué fuerza seguían existiendo viejas
tradiciones que, de acuerdo con la teoría biologicista,
presentaban aspectos contradictorios con los de una
guerra civil pura y simple, como, por ejemplo, la tradi­
ción alemana de la «lucha popular» en el Este, que pre­
tendía esclavizar y oprim ir a los anticomunistas pola-

* Orden dada por Hitler de ejecutar sin juicio a todos los comisarios
políticos soviéticos capturados. (N. del t.)
LA GUERRA CIVIL EUROPEA 1 9 1 7 -1 9 4 5 69

eos considerándolos slawische Untermenschen, o sea,


«infrahombres eslavos». Estas herencias culturales in­
fluyeron también en la «solución final de la cuestión ju­
día» que, desde el punto de vista de la guerra civil, apa­
rece como la repetición, aunque a escala gigantesca, del
progrom «blanco» en Ucrania, pero en la que también
está presente en aquel pensamiento que lamentaba la
decadencia moderna, la corrupción y la desintegración
de la vida y que, en parte, señalaba a los judíos como los
responsables de este fenómeno. De ese modo, la «solu­
ción final» es la prueba más concluyente de que los na­
zis no sólo buscaban responder a las medidas políticas y
sociales de destrucción de la revolución bolchevique
con otras medidas de destrucción antagónicas, igual­
mente políticas y sociales, sino que tenían previstas
otras medidas de exterminio basadas en la biología, e
incluso en la metabiología, que habrían de superar con
creces el horror inherente a toda situación de guerra ci­
vil. La solución final hizo posible postular de manera
ideológica el pacto entre el comunismo y las democra­
cias occidentales, que tuvo com o consecuencia la de­
rrota del Tercer Reich. Como todo el mundo sabe, esa
derrota fue el prólogo a la «guerra fría» entre el «Este» y
el «Oeste», es decir, de la guerra civil mundial potencial,
cuyo fin sólo actualmente da muestras de vislumbrarse.

III

La tesis del libro, cuyo contenido hemos reiterado


aquí — aunque muy resumido— ha sido objeto de mu­
chas críticas, por lo general de tendencia científica, y
además tuvo que enfrentarse a graves reproches: se le
acusó de falta de sensibilidad moral o, incluso, se in­
tentó atribuirle otras intenciones aun peores. Expongo
algo de ello a continuación y ofrezco las respuestas que
me parecen más necesarias:
70 DESPUÉS DEL COMUNISMO

1. Se objeta que presentar el período que abarca el


tiempo transcurrido entre las dos grandes guerras y el
de la segunda guerra mundial como una «guerra civil
europea», no está justificada si se tienen en cuenta la
multiplicidad de factores y la complejidad de las rela­
ciones entre Estados soberanos: esto desvía la atención
del hecho de que la segunda guerra mundial fue una re­
petición de la primera y que ambas tuvieron su origen
en las mismas causas: los esfuerzos expansionistas del
Imperio prusiano-alemán. Casi tan fuerte como la crí­
tica objetada por los defensores de la interpretación
germanocéntríca, fue la que hicieron los partidarios del
concepto teórico del totalitarismo: en vez de examinar
en sus profundas contradicciones la concordancia
esencial de los regímenes totalitarios de Hitler y Stalin
frente a los estados constitucionalistas de impronta oc­
cidental, se aceptó la imagen tópica generalizada sobre
ambos regímenes que ya hacía prever una mortal ene­
mistad entre ellos; de ese modo, el papel de Occidente
se redujo de modo inadmisible, hasta el punto de consi­
derar como irrelevante e inconsecuente, simplemente
como un posible error, su apoyo a la Unión Soviética.
Pero la flagrante contradicción entre estas dos interpre­
taciones dominantes desde hacía mucho tiempo, per­
mitía apreciar que cabía otra interpretación más. Esta
interpretación no pudo evitar una reducción, incapaz
de crear y reflejar el cuadro monumental de los aconte­
cimientos que se había propuesto como meta una «his­
toria de Europa de 1914 a 1945» o una «historia de la
segunda guerra mundial». Pero aspiraba, eso sí, a rei­
vindicar el hecho de haber puesto luz y hecho com ­
prensible, en el marco de lo posible, aquello que en las
otras interpretaciones queda com o un hecho incom ­
p re n sib le y d e le zn a b le , p o r e je m p lo el ya c ita d o
Kommisárebefehl o, también, la «solución fin al» del
problema judío. En lo que respecta al significado de
«occidente» o del «sistema liberal», nadie podrá apre­
LA GUERRA CIVIL EUROPEA 1917-1945 71

ciar menosprecio en el juicio expresado, en ninguno de


m¡?s cuatro libros sobre la historia de las ideologías mo­
dernas, o que haya algo allí despreciativo o negativo.
s En esos libros, el sistema liberal es considerado
como la raíz y la tierra abonada de las ideoíogías de ex­
trema izquierda y de extrema derecha que, en 1917 y en
1^33, por así decirlo, lograron su respectiva autonomía
ccwno ideologías de un Estado. La primera fue más ori-
gi¿al que la segunda porque nació de una fe más autén­
tica y mucho más antigua a la que se opone otra fe radi­
calm ente contraria. En conjunto, para em plear un
término de Jacob Burckhardt, es una historia de la era
moderna de las revoluciones que surgió con la revolu­
ción industrial y que aporta — mediante el análisis más
que mediante la descripción— a la teoría del totalita-
risino la dimensión histórico-genética que hasta enton­
ces le faltaba, sin om itir la cuestión del papel especial
jugado por Alemania para no mencionar la polémica, ya
obsoleta desde hace tanto tiempo, contra los Junker.*
La crítica científica puede mostrar la limitación de
los' conceptos expresados en mis libros y está obligada
a criticar la debilidad de su exposición, pero no debe
extrapolar las frases aisladas sin tener en cuenta el sig­
nificado conjunto e interdependiente, es decir el con­
texto; ni hacer conjeturas sobre la motivación preexis­
tente, que queda fuera del ámbito científico. Además,
tampoco he sido yo el primero en emplear el concepto
de «guerra civil europea» aplicado a la segunda guerra
mundial, ya que, con anterioridad, lo hizo así Dorothy
Thompson, en octubre de 1939; tam poco soy el pri­
mero en considerar, desde una perspectiva igualmente
distante de ambas ideologías, su lucha como un aconte­
cimiento central de la historia del siglo xx.
i
* Terra tenientes prusianos de la nobleza inferior, de ideas ultracon-
servadoras, que desde la época de Bismarck constituyeron la aristocracia del
ejército y absorbieron el Estado Mayor durante la primera guerra mundial.
(N. del t.l
72 DESPUÉS DEL COMUNISMO

2. En lo que se refiere a la crítica no científica, a la


crítica filosófica o conceptual, ésta no se dirige tanto
contra el hecho de que se tome muy en serio el enfrenta­
miento entre el nacionalsocialismo y el bolchevismo —y
no sea considerado como una simple apariencia o mera
lucha por el poder— , sino que se escandaliza de que el
poder «revolucionario», tanto como el «contrarrevolu­
cionario», se repartan por igual tanto la injusticia como
la justicia históricas. Desde el punto de vista del año
1989, me parece evidente, de hecho, que el comunismo
jactancioso y violento que se llamó a sí mismo bolchevi­
que, es decir, mayoritario, carecía de razón histórica
cuando pensó que podía sustituir al capitalismo, es de­
cir, a la economía mundial de mercados, que se hallaba
en su primera etapa de desarrollo, por una economía
planificada, y quiso «abolir» los Estados. Estoy comple­
tamente convencido de que el nacionalsocialismo tenía
razón histórica al oponer resistencia a ese intento. Pero
el nacionalsocialismo se enfrentó a la historia cuando,
por ejemplo, quiso utilizar la guerra como medio de es­
tablecer para el futuro la conservación de la pureza de
la raza y fijar jerarquías visibles de individuos y estados
para los siglos venideros; por el contrario, el bolche­
vismo se identificó con el movimiento opuesto, que te­
nía como meta el establecimiento de un gobierno mun­
dial único. Consecuentemente, es lícita y justificada una
distinción histórica entre el «exterminio social» del bol­
chevismo y el «exterm inio b io ló g ic o » nazi. Pero me
parece de todo punto ilícito, y una deplorable conse­
cuencia del entusiasmo revolucionario — tan extendido
como ingenuo— , extraer de esta diferenciación histó­
rica también una diferenciación moral, y prescindir así
del único principio con validez absoluta: que el asesi­
nato de seres humanos inocentes e indefensos está
prohibido en toda circunstancia y que la «atribución de
responsabilidad colectiva» que lo fundamenta debe ser
reprobada cualesquiera que sean las circunstancias.
LA GUERRA CIVIL EUROPEA 1917 -1 9 4 5 73

3. Precisam ente en este contexto se ha elevado


una acusación moral: qué se ha olvidado de tomar en
consideración que la causa original de «la solución fi­
nal» radica en el antisemitismo y que al establecer un
paralelismo entre el Gulag soviético y el Auschwitz nazi
se ha tratado de realizar una operación que pretende
relativizar los crímenes nazis y cuestionar su singulari­
dad. Yo sé también, perfectamente, que el antisemita
Eugen Dühring, mucho antes del cambio de siglo, ya
exigió el exterm inio de los judíos por constituir una
«nacionalidad especialmente peligrosa para los pue­
blos».7 Pero sé, igualmente, que exigencias de este tipo
eran fenómenos totalmente marginales y que el antise­
mitismo de las masas no perseguía otro objetivo, en
Francia y en Alemania, en Rumania y en Polonia, que
la expulsión de los judíos de sus respectivos países.
Este antisemitismo se convirtió en asesino sólo porque
se pudo aliar con otro fenóm eno social mucho más
fuerte que la mera existencia de una minoría judía. Ese
fenómeno fue el marxismo de la época, que había pro­
bado que él, por sí solo, se bastaba para estar en condi­
ciones de hacerse con el poder en exclusiva y realizar
sus postulados de exterm in io social; la relación de
causa-efecto fue el concepto «bolchevismo judío».
Un escritor ha mostrado recientemente en la revista
judía Commentary que en el caso del paradigm a de
«atribución de culpa colectiva», éste apenas si se trató
de una simple fantasmagoría del individuo Hitler, y ese
mismo autor no ha sentido tem or al citar la frase de
un rabino: «L o s Trotskis hicieron la revolución y los
Bronsteins pagaron la cuenta.»8 Con eso establece la
evidencia de un nexus causal pero, no menos evidente­
mente, se aleja también de la opinión de que ese nexus
causal significaba una obligada determinación, y de
que la presentación de esa cuenta no pueda ser igual­
mente considerada una singular injusticia o error his­
tórico. El establecer una diferenciación moral basada
74 DESPUÉS DEL COMUNISMO

en distinciones sistemáticas de procedimiento, y, final­


mente, en las cifras, es, a mi entender, algo injustifi-·'
cado y altamente discutible desde un punto de vista>j
moral.
4. El reproche político y actual que se insinúa coni
mayor frecuencia que se expresa formalmente, es que-5
la tensión entre Este y Oeste puede hacerse peligrosa sit
la «polém ica anticomunista» sigue siendo practicadí
en vez de elegir como punto de partida nuevas bases?'
para «el pacto bélico antifascista». Pero aquellos inte­
lectuales comunistas o procomunistas de Occidente
que trataron ya de conseguir esa alianza, antes de quer
ésta se realizara no hablaban nunca de los «crímenes-
de Stalin» y menos todavía de los crímenes ideológi-;.
eos de las depuraciones como tales; e incluso trataron^
de justificar los Procesos de Moscú. Tal vez tenían ra­
zón cuando opinaban que Stalin constituía la fuerzaí;
decisiva contra Hitler, pero eligieron la mentira para
protegerla. Los intelectuales no comunistas y ex comu- j
nistas que describían a Stalin como asesino de millones:
de seres humanos y a la Unión Soviética como el másH
totalitario de los Estados, por más que fueran antico­
munistas viscerales, lo cierto es que, básicamente, de-,
cían la verdad. Hoy día parece como si en Occidente él ]
ambiente espiritual y mental siguiera determinado por
los sucesores de aquellos intelectuales procomunistas.í,
Por el contrario, en Moscú, en la actualidad, puede pu­
blicarse una revista que contiene un artículo titulado:1
«¿Hubiera sido posible Hitler sin Stalin?» La coexis­
tencia en distensión es deseable y posible en la actuali­
dad, pero no tiene por qué basarse en una moral selec­
tiva, ni tampoco, simplemente, en reflexiones prag­
máticas, sino en los esfuerzos comunes por establecer
la verdad. Únicamente entonces se superarán no sólo
las guerras entre Estados, sino también las guerras ci­
viles del pasado, aun cuando, ciertamente, no serán ol­
vidadas.
LA GUERRA CIVIL EUROPEA 1 9 1 7 -1 9 4 5 75

Notas

■; 1. R alph G iordano, D ie zweite Schuld oder von der Last, D e u t­
scher zu sein, H am burgo-Zurich, 1987, p. 358.
¿2. M E W , t. 6, pp. 149 y ss.
¿3. Véase, a este respecto Ernst N olte, Nietzsche 'und der N ielz-
scheanismus, Frankfurt-Berlin, 1990, pp, 190y ss.
V4. Ernst N olte, D er europäische Bürgerkrieg, 1917-1945, Frank­
furt-Berlin, 1987, p. 67; W . I. Lenin, Ausgewählte Werke, t. II, p. 886.
;5. Rote Fahne del 2 de n oviem b re de 1920.
6. Poemas y Canciones rojas, Berlín, 1924, p. 76.
7. Eugen Dühring, D ie Judenfrage als Frage des Rassencharak-
ters: u nd seiner Schädlichkeiten fü r Volkerxistenze, Sitte u nd K ultur.
M it einer denkerisch freiheitlichen u nd praktisch abschliessenden Ant­
wort. 5.a ed. rev.. N ow a w es, 1901. pp. 3 y 113.
¿8. Véase «Abschliessende R eflexion en ...», p. 235.

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