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Filosofía y filosofar

Dinu Garber E.

En lo que sigue intento reflexionar sobre la formación de los candidatos a filósofos.


Cuando se me invitó a participar en un homenaje a Jorge Aurelio Díaz me pareció que sería
un tema oportuno tratándose de la persona que conozco que más se preocupa, y ocupa, del
cultivo y expansión de la actividad filosófica de los que vivimos en esta parte del mundo.

A diferencia de lo que sucede con gran parte de los estudios universitarios, la concesión
de un título de filosofía, no importa a qué nivel, no otorga el derecho a llamarse “filósofo”.
Nadie se gradúa de filósofo, así como nadie es artista porque egrese de una escuela o facultad
de arte. No sucede así, por ejemplo, cuando se recibe el título en alguna ciencia: se es físico o
biólogo, por ejemplo, cuando se constata que conoce y, en lo que cabe, está al día en tal o cual
sector y metodología de estas ciencias, lo que ciertamente sus colegas pueden constatar y
validar con relativa facilidad; además, estarán de acuerdo en que la culminación satisfactoria
de su formación lo autoriza a ostentar el título correspondiente. Esto se debe a que dicha
formación le permite, una vez adquirida la suficiente experiencia, y en proporción a su
talento, enseñar, conservar, perfeccionar, e incrementar el caudal de los conocimientos que
constituye su ciencia.
La diferencia con la filosofía estriba principalmente en que la posibilidad de
“conservar”, “perfeccionar” o “incrementar” supone un desarrollo participativo, progresivo y
acumulativo que no existe en ésta. Por esto, un calificativo como “estar al día” no tiene en
filosofía mayor significado y referencia. Me resultaría difícil admitir, y pienso que no faltará
quien esté de acuerdo conmigo, que se es filósofo porque se ha estudiado, incluso con mucho
provecho en intensión y extensión, una ingente cantidad de tratados de ética o de teoría del
conocimiento. Si así fuera, la erudición en algún sector de las disciplinas filosóficas sería
suficiente para ser filósofo, lo que a todas luces parece falso. Al llamar la atención acerca de
esta diferencia quiero destacar que el ejercicio de una ciencia es diferente al de la filosofía y,
por ende, formar para ejercerla, si esto es factible, lo será también.

1
II

En vista de esto, me referiré brevemente a dos prácticas usuales que a mi juicio no


contribuyen ni inciden mayormente en la formación para el filosofar. Me refiero a clases de
metodología y la complementaria insistencia en algunas asignaturas y procedimientos lógicos
con el propósito de “enseñar a razonar” o “enseñar a pensar” como frecuentemente se los
justifica. Y, en segundo lugar, a la proliferación de los cursos de historia de la filosofía.
Estoy lejos, claro está, de pensar que sea superfluo cuidar la coherencia, la consistencia
o la vinculación de las partes de un discurso en un todo, o no prestar la debida atención a las
formas gramaticales y lógicas en la formulación de argumentos y su comunicación. Va de
suyo que si no se satisfacen cabalmente estos aspectos, no habrá labor intelectual a la cual
referirse, filosófica o no. Pero el exagerado énfasis en cuestiones formales y admitir su
suficiencia sin la consideración del contenido sobre el que se han de aplicar, o ignorando los
objetivos o fines específicos que se persiguen es, creo, un ejercicio que en última instancia
termina siendo, para decir lo menos, poco significativo.
En cuanto a la metodología, la etimología de la palabra “método” remite a la idea de un
camino conducente a una meta. Si el camino escogido es el adecuado, entonces, se dice, nos
veremos conducidos rápida y eficientemente a alcanzarla. No obstante, es importante darse
cuenta de que estas posibles virtudes del método se constatan por los resultados efectivamente
obtenidos, lo que sólo será factible posteriormente a su aplicación y no antes. De allí que no
puede haber una propuesta metodológica genérica, independiente y anterior a su uso y
evaluación, lo que parecen olvidar los redactores de los pensa filosóficos. Es verdad que en
muchos campos, una vez valoradas las virtudes de un método determinado, sabremos lo que
puede esperarse de él y su enseñanza puede ser provechosa, especialmente cuando los
objetivos previstos son similares o se repiten, lo que sucede con relativa frecuencia en las
áreas científicas y técnicas.
Pero no sucede así en filosofía. Su evolución no manifiesta una acumulación progresiva
como la que encontramos en las ciencias naturales, sea en el todo o en sus partes y durante
periodos en los que no se producen cambios paradigmáticos significativos. Al no haberla, la
relación de sucesión de los problemas no se presenta en filosofía como en las ciencias —sea
como modificación, mejoramiento, solución, o la alternativa de sucesión que corresponda—.
En consecuencia, no cabe hablar en el contexto de la filosofía de “un estado del saber”: ella
no posee una estructura unitaria común que permanezca en el tiempo en la cual los problemas
2
y los procedimientos teóricos o prácticos se conserven, lo que permite su transformación por
una comunidad que comparte conceptos y metas. Promover un método en una condición
como la descrita, o pretender enseñarlo, exigiría referirse a un camino que supuestamente
debería ser transitado por todos cuando en verdad sólo lo será por unos pocos, lo que
involucraría la negación misma de la noción de método.
Lo que impide referirse con sentido al método filosófico, hace también difícil entender
el peso que se otorga a la enseñanza de la historia de la filosofía, al menos en la forma
tradicional como se imparte: como una sucesión de nombres propios. Me parece que esta
manera de hacerlo tiene poco de “histórico”, entre otras razones por la escasa vinculación
entre el quehacer de estos individuos. Y es esta discontinuidad lo que motiva que sea
prácticamente imposible una referencia al estado del saber filosófico1.
La sucesión de doctrinas a lo largo del tiempo que muestran las diversas historias de
la filosofía, no es sino el recuento de pensamientos independientes sin mayor cohesión, al
menos una que supere lo circunstancial —sin negar por ello que los grandes periodos y
épocas giran alrededor de temas y problemas protagónicos—. Y al no ser la filosofía un saber
acumulativo y coherente, esa historia ofrece, sobre todo cuando es buena historia, relevantes y
útiles biografías intelectuales de quienes se ocuparon del quehacer filosófico a lo largo del
tiempo. Esto obviamente hay que agradecerlo, pero me resulta difícil pensar que con ello se
proporcione algo más que una distorsionada imagen de un saber unitario que no lo es.2 Me
parecería mucho más provechoso, entonces, dejar de lado esas biografías intelectuales
individuales —más adelante me referiré a su papel fundamental en la formación para el
filosofar, si se las considera desde otra perspectiva—, y concentrarse en los temas y
problemas de los grandes periodos históricos y, si hay quien se atreva a ello, intentar su
relación.

1
A muchos les llama la atención la poca atención que prestan los científicos a la historia de su campo, que se
evidencia especialmente en el poco espacio que se le dedica en los manuales que se destinan a los
estudiantes. Pero sucede que no hace falta, pues tratándose de un proceso colectivo, constructivo y
continuo en el tiempo, estos manuales, al presentar el estado actual de esa ciencia, contienen
implícitamente el proceso —la historia— que permitió llegar a él. En filosofía sucede lo contrario, se
insiste en su historia, pero la unidad de esa historia se encuentra más en la opinión del historiador que en
aquellos a quien el historiador se refiere. De allí que las diferentes historias de la filosofía presentan por lo
general los mismos nombres, pero es poco lo que señalan, y menos todavía justifican, en relación al vínculo
acerca de lo que tratan, pero es precisamente este vínculo lo que justificaría su historicidad.
2
Un lúcido análisis de la relación entre la filosofía y su historia, no del todo coincidente con lo expuesto aquí,
se encontrará en Macintyre (1995).
3
III

Pocos, a mi juicio, se detuvieron en esta peculiaridad de la filosofía, como en sus


consecuencias en lo que atañe a la formación del filósofo, como Kant, por lo que me permitiré
evocar algunas de las observaciones que hizo al respecto.
Apuntaba en un Plakat donde se anunciaban sus cursos para el semestre de 1765-66
que:

[…] para aprender filosofía tendrá que haber antes que nada una cualquiera. Debería poder
mostrarse un libro y decir: “vean, aquí está la sabiduría y el conocimiento confiable; aprendan a
comprenderlos y a captarlos; construyan después sobre ellos, y sean filósofos”. (Ak II 307)3

Pero, como no existe tal “libro”, no hay de dónde aprender, como sería el caso del estudiante
de física, por ejemplo y, por esto, el de filosofía carece de un soporte sobre el cual “construir”.
En un pasaje de la Introducción a las Lecciones de lógica destaca la discontinuidad de la
filosofía y su causa:

¿Cómo se podría aprender propiamente filosofía? Todo pensador filósofo construye, por así
decirlo, su propia obra sobre las ruinas de otra.

Y al constatar que las construcciones levantadas sobre esas ruinas no corren con mejor suerte,
concluye:

[…] por este motivo no se puede aprender filosofía, porque nunca ha existido. (Ak IX 25)

En consecuencia, no pareciera quedar otra solución que la conocida y muchas veces citada
que ofrece en la Crítica de la razón pura:

[…] pues, ¿dónde está [la filosofía]?, ¿quién la posee y en qué podemos reconocerla? Sólo se
puede aprender a filosofar. (A 838, B 866)4.

Tengámoslo, pues, presente para lo que sigue: no hay filosofía que enseñar, sólo se
puede aprender a filosofar.

3
A menos que se indique lo contrario, las traducciones son mías; las cursivas, a menos que se indique lo
contrario, son del autor del texto citado. Ak, seguido de tomo y página, remite a Kant (1960).
4
Traducción de P. Ribas.
4
Un par de páginas antes, Kant se pregunta, para no dejar de lado alguna opción, si no
bastaría con aprender y adherirnos a un pensamiento filosófico existente que nos parezca
convincente y llamar a esa actividad “filosofar”, esto es, una con principios y argumentos
formulados por otro. Pero la alternativa es rechazada:

Quien haya aprendido, en sentido propio¸ un sistema de filosofía, el de Wolf, por ejemplo […],
por más que sepa de memoria todos sus principios…, y por más que sepa enumerarlo todo al
dedillo, sólo poseería de la filosofía de Wolf un conocimiento histórico […] No sabe ni juzga
sino en la medida de lo que le ha sido dado… Se ha formado a la luz de una razón ajena, pero la
facultad imitadora no es una facultad productiva. (A 836, B 864)5

Kant niega, por consiguiente, que el filosofar consista en seguir a pie juntillas el pensamiento
aprendido de algún filósofo —incluso niega que pueda tildarse de filosófico a tal
conocimiento: lo llama “histórico”—. Se trataría, en el mejor de los casos, de recluirse en, y
satisfacerse con, lo pensado por otro, lo que implicaría, entre otras cosas, que la formación del
filósofo se reduciría al aprendizaje y sujeción a un determinado pensamiento; lo que
obviamente sería diferente a un pensar propio e independiente. Sin embargo, la lectura del
pasaje permite pensar que, si se llegara a estos principios y conclusiones por propio esfuerzo,
entonces, aun tratándose de un filosofar carente de originalidad, no dejaría de ser un filosofar,
en cuyo caso parecería que la originalidad no es una condición necesaria del quehacer
filosófico auténtico. Lo que sí le sería inherente es no ser simplemente el pensar de otro
asumido como propio o, en palabras de Kant, uno que sea meramente “imitativo”. De modo
que, si los rasgos esenciales del filosofar son la autonomía y la independencia de quien lo
ejerce, su enseñanza debería conducir necesariamente a ellas.
Pero, ¿cómo alcanzarlas? La respuesta de Kant, indudablemente atractiva, es:
“aprendiendo a filosofar”. Pero, ¿cómo y qué hay que enseñar para que alguien pueda
aprenderlo?, ¿cómo se puede enseñar algo que, como lo dice el propio filósofo, “no existe en
ninguna parte”?, y si se encuentra una respuesta, ¿quién o quiénes podrían llevarlo a cabo?
Además, hay que tomar en cuenta que Kant fue un pensador del siglo XVIII, mientras que
estas preguntas las estamos formulando en el siglo XXI, cuando asistimos, así lo creo como
muchos, a la crisis del preciso periodo o esquema civilizatorio del cual Kant fue una de sus
expresiones más conspicuas6, de modo que también tendremos que detenernos en el objeto del

5
Ibíd.
6
No es éste el lugar para abordar, y menos justificar, la crisis de la Modernidad que a mi juicio se está
incubando desde hace más de un siglo. He escrito sobre la cuestión, aunque hoy en día he cambiado de
parecer respecto a algunos aspectos, en "Crisis de la Modernidad" (Garber 2004). Prefiero usar "crisis de
5
filosofar en tiempos en los que no sólo se cuestionan seriamente aspectos decisivos
promovidos por la Modernidad, sino incluso el quehacer filosófico mismo.

IV

El oficio de filosofar, como cualquier otro, puede enseñarlo quien lo conoce y practica;
esto es, en lo que aquí atañe, un auténtico filósofo. Pareciera, entonces, que alcanzar la
autonomía requerida por el filosofar demandaría un periodo de sujeción a un maestro. Y
pienso, como sucede con el aprendizaje de todo oficio, que así es.
Ahora bien, ¿Cómo buscar y dónde encontrar a tal maestro?
Es patente que pocos han tenido la suerte o la posibilidad de acompañar a Aristóteles en
sus caminatas mientras explicaba sus doctrinas; o inscribirse en los cursos de Kant en
Königsberg; o, más recientemente, participar en los seminarios de Heidegger en Marburg y
Freiburg, o en los de Wittgenstein en Cambridge. Sin embargo, a diferencia de casi todos los
demás oficios, no es la presencia física del maestro una condición ineludible para el
aprendizaje del quehacer filosófico —después de todo, alguna ventaja hemos de tener los
aprendices de filósofos—. Hay motivos para pensar así.
En efecto, no es frecuente encontrar que los que tuvieron esas oportunidades alcanzaron
la talla filosófica de sus maestros. Tampoco es común lo inverso: son muy pocos los filósofos
notables que tuvieron la oportunidad de convivir con otros de su talla durante su formación.
Además, puede constatarse que eminentes filósofos nunca ejercieron la docencia —muchos
filósofos clásicos modernos, o Kierkegaard, entre otros—, sea porque no les interesaba o no
tuvieron acceso a ella. No faltan ejemplos de muchos que, aunque se ganaban la vida
enseñando, no les agradaba mayormente la docencia, y cuando la ejercían, no eran
precisamente un dechado de virtudes pedagógicas —Wittgenstein, por ejemplo—; y otros,
aun siendo muy buenos docentes, como lo fue Kant, se sentían en alguna medida frustrados

la Modernidad" y no "postmodernidad" para referirme a las nuevas tendencias que surgen en todos los
ámbitos de la vida contemporánea porque me parece que el prefijo "post" alude a algo ya cumplido y
posterior a la Modernidad, lo que no creo que sea el caso. Con "crisis" aludo a una etapa de transición
como lo fue, cambiando lo cambiable el Renacimiento, cuando el Medioevo mostraba signos evidentes de
agotamiento y descomposición, mientras que la Modernidad era todavía una posibilidad por determinarse.
Por otra parte, los testimonios de que se están produciendo tales cambios, considerados por algunos como
respuestas, pasajeras o definitivas —difícil saberlo— a posibilidades truncadas, o a la desintegración
misma de lo instituido en los últimos casi cuatro siglos, son numerosos. Baste mencionar, entre los
filósofos, a Kierkegaard y Nietzsche a finales del siglo XIX, y en el XX a Dewey, James, Heidegger,
Wittgenstein, Quine, Foucault, Putnam, Rorty, Taylor o Vattimo, entre otros. En ello insisten también
destacados historiadores y sociólogos como Durkheim, Toynbee, Wright Mills, Bell, Barraglough o
Barzun, para mencionar algunos.
6
porque les parecía que podían ser más fructíferos invirtiendo ese tiempo investigando. Y no
faltan los casos en que, por muy diversos motivos, el quehacer del maestro no se reveló en las
aulas, y de nuevo se viene a la mente Kant. Sirva lo anterior para destacar que la presencia
física del maestro, o la interacción directa con él, es determinante, o siquiera siempre
provechosa cuando es factible.
Podemos, sin embargo, procurarnos un buen maestro sin tener que coincidir en tiempo y
espacio con alguno: basta escoger a cualquiera de los muchos nombres que hacen vida en los
manuales de historia de la filosofía, que es en lo que por lo general sus autores coinciden. Ni
siquiera, si se tiene en cuenta el objetivo que se persigue, creo que tenga gran importancia por
cuál optar.7 Lo que sería imprescindible, sea cual fuese la selección, es no ver al maestro
como a una pieza de museo, que es lamentablemente el destino trágico de los que adquieren el
status de personajes históricos, filósofos incluidos. Es preciso acercarse el maestro, como lo
hace el aprendiz diligente y perspicaz, con un propósito fundamental en mente: sonsacarle su
manera de ejercer el oficio. En lo que aquí concierne, tal actitud involucraría familiarizarse
con su pensar hasta el grado de convertir al maestro en un interlocutor asiduo: alguien a quien
preguntamos hasta ponerlo en situación de contestarnos aun sobre aquello que no se encuentra
contestado en lo que piensa y escribe; con quien discutimos, incluso porfiadamente; a quien
pedimos que nos explique, a través de nuestra propia explicación, por qué lo que pensó lo fue
de la manera como lo hizo y no de las otras en que podría haberlo hecho; en fin, a quien
exponemos nuestros pensamientos y de quien esperamos que los examine y critique en sus
términos para obligarnos a hacerlo mejor o de otra manera en los nuestros.
Lo que sugiero —que irremediablemente tomará tiempo y esfuerzo, muchísimo tiempo
y, seguramente, un gran esfuerzo— podría llevar, sin garantía alguna, al comienzo del
filosofar suscitado por una íntima convivencia intelectual con un quehacer filosófico
auténtico. Pero no es lo largo o lo arduo del proceso lo que determinará el éxito, porque se
trataría solamente de un primer estadio hacia el filosofar entendido como un quehacer propio,
si efectivamente es factible para quien lo intenta. Concebirlo de esta forma permitiría
comprender que no se trata de convertirse en un "experto" o “especialista” en el pensamiento
del maestro-filósofo en cuestión, o en el periodo histórico durante el cual desarrolló su labor,

7
Han de prevalecer, eso sí, algunos aspectos prácticos como la disponibilidad de ediciones críticas de las
obras del filósofo, poseer la capacidad de leerlas en el o los idiomas en que fueron escritas.
Adicionalmente, sería deseable tener acceso a traducciones confiables, una bibliografía secundaria selecta
y contar con un profesor con la disposición y erudición adecuadas a título de “facilitador” —aunque el
término, ahora tan en boga, me produce desconfianza, creo que en esta oportunidad sería el adecuado si se
toma literalmente—.
7
aunque muy probablemente esto sucederá, y permitirá, a los que lo deseen y tengan la debida
oportunidad, ganarse la vida como profesores en un departamento de filosofía —que
ciertamente no es despreciable—. Pero esto, por sí solo, no es ser, ni convierte a nadie en
filósofo, si bien no lo excluye. No se trata, por ende, de adquirir erudición, no importa cuán
sofisticada sea. Lo que el aprendiz ha de buscar, debo insistir en ello, es aprehender un
quehacer filosófico o, mejor aún, sumergirse en la experiencia de un quehacer, el del maestro,
concebir en qué consiste y poder sembrar el germen de uno propio e independiente como
quería Kant. Esto exigirá un continuo preguntarse, y responderse, en torno al modo de hacer
del maestro y del porqué de ese hacer así y no de otra manera.
Se trataría, en última instancia, del reconocimiento de un quehacer auténticamente
filosófico de otro, con la intención de acceder a uno personal y ejercerlo. De allí, quizá, que
no deba siquiera verse este proceso como un aprendizaje, puesto que en rigor no lo es; se
trataría más bien de comprender el quehacer del maestro como una vía —o método— para
acceder a la posibilidad del propio. De no ser así, si de lo que nos hemos apropiado es del
resultado del hacer del maestro, entonces estaremos en presencia de la imitación y, de
suceder, sería el signo de un esfuerzo grande, pero estéril, si de lo que se trata es del filosofar.
Lo que ha de buscarse, por ende, no es apropiarnos del contenido del hacer del maestro, sino
procurar uno propio.
Ahora bien, ¿qué significa en este contexto pasar del hacer del maestro a un hacer
propio?
Antes que nada, ya se dijo, un esfuerzo para hacer filosofía a la manera del maestro: no
es su estilo, o la lista de los temas y problemas de los que se ocupó, y mucho menos
apropiarnos de las propuestas que en vista de ellos exploró o promovió. Lo que el maestro
debería haber enseñado, y el aprendiz aprendido, es plantearse los problemas que su realidad
le propone, a la manera de como el maestro se planteó los de la suya. Debería haber aprendido
a ingeniarse, como lo hizo éste en su oportunidad, a descubrir las maneras convenientes de
abordarlos, analizarlos, discutirlos o dilucidarlos. Y si de esto se trata, nos encontraremos en
las antípodas de la imitación8.

8 Lo que tengo en mente es una actitud como la que describe Saúl Kripke —espero que no se tome en serio la
asignación de “aprendiz de filósofo” a Kripke— en la Introducción del libro donde discute los argumentos
de Wittgenstein en contra del lenguaje privado: "I suspect... that to attempt to present Wittgenstein's
argument precisely is to some extent to falsify it. Probably many of my formulations and recastings of the
argument are done in a way Wittgenstein would not himself approve. So the present paper should be
thought of as expounding neither 'Wittgenstein's’ argument nor 'Kripke's': rather Wittgenstein's argument
as it struck Kripke, as it presented a problem for him". (5. Mis cursivas).
8
V

A partir de lo expuesto, arriesgaré algunas observaciones acerca de la filosofía.


Ella no es pilosophia perennis, una ajena al espacio y al tiempo, sin otro propósito que
perseguir lo permanente, e incluso lo eterno. Pienso que el filosofar consiste en reflexionar,
con el rigor y la generalidad requerida, acerca de la realidad en sus diversas perspectivas y
facetas. Entendida así, la lección más valiosa que podría aprenderse de la convivencia con el
maestro filósofo consistiría en comprender que los problemas y preguntas que cabe plantearse
son las sugeridas al filósofo por su realidad, valga decir, por el mundo concreto dentro del
cual está inmerso y desde el cual vive como individuo y como miembro de una totalidad
social y natural compleja. De modo que quien se dedica a la filosofía, amén de no imitar a
nadie, como lo pretendía Kant, deberá admitir que tampoco podrá hacerlo, y la razón de ello
salta a la vista: si la realidad —el objeto filosófico por excelencia— está signada por el
cambio y la transformación, entonces las preguntas que se le formulen, así como las
respuestas que podrán obtenerse, serán siempre y necesariamente diferentes, aunque parezcan
iguales. Por esto el filosofar consiste irremediablemente en un constante volver a empezar, lo
que no supone nada negativo; se trata de lo propio de la filosofía: un enfrentarse a lo que
siempre es diferente. Por esto Kant, para quien, al menos en lo que a conocimiento se refería,
el modelo a seguir era el de las ciencias naturales y las matemáticas, no la encontraba en
“ninguna parte”. Y así como la realidad no se deja encerrar en esquemas cuantitativos y
estadísticos, tampoco puede —ni mucho menos debe— hacerlo la reflexión filosófica que
intenta comprenderla en sus innumerables dimensiones. Ella es, si cabe decirlo, una continua
personificación de Sísifo empujando la roca a una cumbre que nunca coronará y que, por ello
mismo, exige siempre intentarlo de nuevo. Pero no hay nada trágico en esto: es el
reconocimiento, y también la celebración, del renacer de la realidad que en buena parte los
seres humanos creamos y de la correspondiente pretensión filosófica de comprenderla en lo
que cabe.
El aprendizaje del filosofar involucra, entonces, un recordatorio de que el filósofo, por
vocación y necesidad, es un ser de su tiempo y que, por esto mismo, ha de entender que en
todo tiempo su mundo será en mayor o menor medida necesariamente diferente a cualquier
otro. Por lo tanto, cualquier pregunta que se le dirija, como las posibles respuestas que se
obtengan, aun cuando puedan parecer iguales a las de algún otro momento, no lo serán. Por

9
esto, volviendo al inicio, no cabe referirse a un método filosófico en general; se tratará
siempre de la posibilidad de abrir nuevas trochas.

VI

El íntimo vínculo entre el filosofar y la visión de realidad en cada caso, lleva a


preguntar por el filosofar en este ahora, al que previamente me referí como a un tiempo de
crisis. Puesto que no puedo extenderme, me limitaré a aportar unos pocos testimonios que
comparto.
En apretada síntesis, Stephen Toulmin (1985) señala:

No vivimos ya en el mundo moderno. El mundo "moderno" es ahora una cosa del pasado.
Nuestra propia ciencia ya no es la ciencia moderna [...] [Ella] se encamina a convertirse
rápidamente en ciencia "postmoderna": la ciencia del mundo "postmoderno", de la política
"postnacionalista", y de la sociedad "postindustrial" —el mundo que aún no ha encontrado
cómo definirse a sí mismo en términos de lo que es, sino solo en términos de lo que ha dejado
de ser—. (117)9

Por su parte, el historiador Jacques Barzun aduce que un indicio palpable de la fractura
que se aprecia en nuestra cultura es el incremento de las voces que se preguntan —con
respuestas, cuando las hay, cada vez más diversas y dispares— ¿qué somos? Una pregunta
que ciertamente denota un estado de desasosiego y extrañeza en relación al mundo propio, el
cual, por serlo, debería ser lo familiar y cercano por excelencia:

No hay más que dirigir la vista a los números para saber que el siglo XX ha llegado a su fin.
Pero hace falta una mirada más ancha y profunda para ver que la cultura occidental de los
últimos quinientos años está finalizando al mismo tiempo [...]
Al leer “nuestro pasado” o “nuestra cultura” el lector tiene derecho a preguntar “¿quiénes
somos?” [...] Es señal de la confusión actual que nadie sepa qué individuos o grupos creen
formar parte de la evolución que describen estas páginas.
Esta situación tiene su origen en esa misma evolución. Nuestra cultura se encuentra en esa fase
recurrente en que, por buenas razones, muchos sienten necesidad de construir un muro frente al
pasado... Esta pasión por disociarse explica también por qué hay tantas personas convencidas de
que hay que denunciar a Occidente. Pero no nos dicen qué debe o puede sustituirlo entendido
como un todo. En cualquier caso, la idea de la cultura occidental como un bloque sólido con un
solo significado es contraria a los hechos. (2001 11-17)

Entre los filósofos contemporáneos son muchos los que sienten esa necesidad de
“construir un muro frente al pasado”. Tal “muro”, piensan, sin que a mi juicio les falte razón,

9
Toulmin vuelve sobre la cuestión algunos años después en 1990.
10
ha de resistir principalmente las consecuencias de la irrupción de la epistemología como
disciplina central de la filosofía, y el papel del sujeto, concebido en términos de mente o
entendimiento, como instancia final respecto a lo que existe y a la verdad. Inquirir acerca de
estas premisas sobre las que se asienta la filosofía moderna supone también examinar y
repensar lo que ha de ser la labor filosófica precisamente en tiempos en que también a ella se
la cuestiona. En especial, cuando se constata que se está lejos de vislumbrar algún consenso
en torno a alternativas que fluctúan entre proponer que los filósofos deben arrogarse el papel
de “funcionarios de la humanidad”, y sugerir que es suficiente que susciten, con reglas de
argumentación acordadas, una conversación acerca del mundo tal como lo aprecian y valoran
desde sus respectivos puntos de vista (cf. Husserl 1962 Parte I §7; Rorty 1979 130 y ss.). Y lo
que sucede en el ámbito del quehacer filosófico en épocas de crisis civilizatorias sucede
igualmente en prácticamente todas las esferas del actuar, pensar y sentir humanos 10 . Son
tiempos en que lo viejo, derruyéndose, aún persiste, sin que lo nuevo se atisbe; esto lleva a
que sean épocas inestables que suscitan una vida signada por la inseguridad, la incertidumbre
y el riesgo, y es en este marco donde los filósofos, en tanto que tales, han de evaluar y asumir
su actividad.
La formación para el filosofar no puede, por lo tanto, escapar a estos avatares y es, sin
duda, considerablemente más compleja en épocas de crisis que en las de estabilidad y
plenitud, entre otras cosas porque es necesario atender cuidadosamente qué es lo que se le
objeta y critica a la Modernidad, y evaluarlo confrontándolo con lo que se pretendió y
alcanzó, y qué es lo que efectivamente habría que achacarle, y por qué —todo ello sin dejar de
reconocer los logros muchos de los cuales no pueden dejar de calificarse sino como
extraordinarios—. Y no como expertos o especialistas —la asociación entre filósofo y
especialista me parece inconsistente—, o con la pretensión de convencer, implantar o forzar

10 En un artículo reciente publicado en el diario El Nacional de Caracas del 11 de octubre de 2015 (“El mundo
entre comillas”), el columnista M. Naím señala que deberían entrecomillarse muchos conceptos,
ocupaciones, funciones e instituciones del siglo XXI, tal como el novelista V. S. Naipaul pensaba, después
de visitar Argentina en 1980, que habría que hacerlo con muchas palabras debido al “uso disminuido” que
se hacía de ellas en ese país: “[…] un mundo lleno de ‘escuelas’ que no educan, ‘hospitales’ que no curan,
‘policías’ que con frecuencia son criminales, ‘empresas privadas’ que solo existen gracias al Estado,
‘ministerios de defensa’ que atacan a sus ciudadanos. Vivimos en un mundo plagado de instituciones que
cumplen solo muy parcialmente con los objetivos que justifican su existencia.”. Más adelante Naím
enumera, a título de ejemplo, una serie de tergiversaciones acerca nociones, funciones y distinciones que la
Modernidad ha creado o perfeccionado: la China comunista se convierte, sin dejar de ser “comunista” en
un baluarte de la economía capitalista; la Comisión de “derechos humanos” de la ONU cuenta entre sus
miembros a representantes de países tan respetuosos de tales derechos como Cuba, Congo, Kazakstán o
Venezuela, entre otros; ONG “independientes” veladoras de los derechos humanos, subordinadas a
gobiernos que los violan; gobernantes que claman ser “demócratas” pero se hacen de la vista gorda,
precisamente cuando gobiernan, sobre lo que tiene que ver con la separación e independencia de los
poderes, la alternabilidad, el respeto por las minorías, la libertad de prensa, etc. etc.
11
rumbos. El filósofo no tiene el poder para ello, ni lo necesita. Tampoco es, ni debe imitar al
científico, al menos no en tanto que filósofo; y no siéndolo, no tiene que atenerse a un
lenguaje proposicional que exige una valoración en términos de verdad o falsedad. Sucede
que mucho acerca de lo que el filósofo puede hacer —sugerir diversas formas de ver y de
comprensión, constatar normas o reglas, su uso y pertinencia, advertir sobre deformaciones
lingüísticas, preguntar, contrastar y elucidar opiniones, indagar acerca de supuestos, promover
hipótesis explicativas, etc.— no tiene que ser probado o verificado por métodos científicos.
Perderlo de vista sería recaer en el equívoco en que ha incurrido la Modernidad al promover
la idea de que el conocimiento científico, y su pretensión de alcanzar verdades sometidas a
pruebas, puede y debe extenderse a todo lo que puede decirse con sentido11.
Esta perspectiva se hace presente cuando se contrastan y ponderan las posiciones de
filósofos ubicados en los extremos del periodo que nos ocupa. Considérese al respecto, a
título de ejemplo, entre otros que podrían traerse a colación, a Descartes y a Wittgenstein.
En la segunda de las Reglas para la dirección del espíritu, Descartes afirma:

Toda ciencia es un conocimiento cierto y evidente [...] Así [...] rechazamos todos los
conocimientos solo probables y establecemos que no se debe creer sino en los perfectamente
conocidos y respecto a los cuales no se puede dudar. (OZ 37; mis cursivas)12

Lo que es factible, según Descartes, por la acción de un entendimiento, que todos los seres
humanos comparten, capaz de establecer desde y por sí mismo la verdad de las cosas,
análogamente a como la luz del sol las hace visibles:

[...] todas las ciencias no son más que la sabiduría humana [humana sapientia], que permanece
siendo siempre una y la misma por más que se aplique a diferentes objetos, ni recibe más
cambios de éstos que la luz del Sol de las cosas que ilumina.(OZ Regla I 35)13

11
Comparto, por consiguiente, la siguiente apreciación de Carla Cordua: “La pretensión de poseer verdades
absolutas, esto es, que significan lo mismo siempre, aparte de todo contexto, y cuyo significado es
inalterable por las aplicaciones que se pueden hacer de ellas, es una pretensión vana basada en varias
confusiones que se combinan: por una parte se confunde a la ciencia con… el conocimiento expresado
proposicionalmente con las oraciones que expresan normas y reglas; por otra, se confunde el significado de
las palabras de que consta una frase con el significado de la frase, sin atender a los usos que hacemos de la
misma.” (171).
12
Descartes (1980), Obras escogidas. De ahora en adelante OZ.
13
Es esto mismo lo que años más tarde afirma en una carta dirigida al padre Guibeieuf: "En lo que se refiere
al principio por el cual me parece conocer que la idea que tengo de cualquier cosa, non redditur a me
inadaequata per abstractionem intellectus, lo desprendo únicamente de mi propio pensamiento o
conciencia. Pues, al estar seguro de que no puedo tener conocimiento alguno acerca de lo que está fuera de
mí a no ser por medio de las ideas que tengo de ello en mí, me cuido de referir [raporter] mis juicios
inmediatamente a las cosas y de no atribuirles nada positivo que no aperciba previamente en sus ideas"
(1975 t. III 474; mis cursivas).
12
La inversión operada sobre la relación de conocimiento salta a la vista14: lo que incluso para
Platón, por ejemplo, se encontraba fuera de la mente —las ideas de las cosas que en otra vida
se contemplaron y que un débil recuerdo permitía en ésta vislumbrar una realidad auténtica
que la experiencia (sensible) corrompía— se instala ahora en el interior mismo del sujeto —
la "way of ideas" de Locke— convirtiendo a la mente, a la vez, en el juez de lo que es y debe
ser la verdad. Es precisamente en esta "epistemologización" de inspiración cartesiana donde
se centra gran parte de la crítica actual a la concepción moderna. Wittgenstein es un refinado
exponente de ella.
Durante la corta estadía de Wittgenstein en Ithaca, Norman Malcolm le pide su parecer
acerca de un artículo que pronto publicaría en Philosophical Review —“Defending Common
Sense”— donde criticaba el uso que hacía G. E. Moore de expresiones como “yo sé”, “sé con
certeza” y “tengo una evidencia concluyente”, achacándole un empleo que no se compadecía
con su uso ordinario. Malcolm se refería principalmente a “Proof of an External World”,
donde Moore trataba de superar lo que era, en palabras de Kant, “el escándalo de la
inexistencia de una prueba confiable del mundo exterior” (cf. Moore 1993). Moore lo intenta
mediante la conocida prueba de colocar una de sus manos delante de los ojos y afirmar "aquí
hay una mano"; levantar seguidamente la otra y decir "aquí hay otra mano" y concluir,
"existen dos manos fuera de la mente". Puesto que existen cosas fuera de nuestra mente —las
dos manos, entre ellas— debe admitirse la existencia del mundo exterior.
Sea cual fuese el valor o la fuerza que se le atribuya a la prueba —que ciertamente es
mucho menos ingenua y más compleja que lo que permite apreciar el apretado extracto que
ofrezco de ella—, hay que cuestionarse, y Wittgenstein no deja de hacerlo 15 , si ella es
necesaria: ¿acaso no sé que hay un mundo?, ¿tiene sentido afirmar, o siquiera sospechar, que
podría no haberlo?; además ¿cuál y cómo podría ser un error al respecto?:

No se trata de que Moore sabe que hay una mano allí, sino que no lo entenderíamos si dijera:
"claro está que podría equivocarme acerca de esto". Podríamos preguntar: "¿cómo se vería un
error como este?" —por ejemplo, ¿descubrir que fue un error? — (SC §32).

14
Cf. Marion (1975): "La Règle I détermine d'emblée le but ultime... de toutes les suivantes[...] Cette décision
initiale assure une position qui... commande toutes les transformations, déformations ou innovations
qu'aménageront les Regulae au cours de leur développement. C'est pourquoi, la Règle I..., va-t-elle, avec
une violence qu'impose sa situation initiatrice et qui explique la concision de son propose, accomplir une
tâche considérable: inverser le centre de gravité de la relation du savoir à ce qu'il sait —la chose même."
(25).
15
Especialmente en su último escrito: On Certainty (Über Gewissheit) (Wittgenstein 1969), texto bilingüe
alemán-inglés. Existe una edición bilingüe alemán-castellano, basada en la anterior: Sobre la certeza
(Wittgenstein 1972); de ahora en adelante SC. Puesto que la traducción sigue muy de cerca a la traducción
inglesa, me he permitido modificarla cuando lo he creído necesario.
13
Negar la existencia del mundo supondría que puedo dudar de, por ejemplo, que estoy
escribiendo en una hoja de papel lo que piensa Wittgenstein acerca de la prueba de Moore,
que la hoja en la que escribo está encima del escritorio que, a su vez, reposa sobre el piso de
mi casa, que está construida sobre un terreno que forma parte de la ciudad donde vivo, etc.
etc. Tales dudas, que cuestionan sin fin, son inauténticas y terminan negándose a sí mismas —
son dudas “metodológicas” o “filosóficas”, si queremos ser caritativos: “Ein Zweifel ohne
Ende ist nicht einmal ein Zweifel” (SC §625)16—. De ahí que Wittgenstein insista en que una
persona razonable no tiene ciertas dudas o, en contra del escéptico, que no se duda
constantemente (cf. SC §§ 220, 234).
Pero ¿cómo es, o en qué consiste una duda razonable o una que tenga sentido? La
respuesta es obvia: aquella que surge de lo que efectivamente la ocasiona; es decir, algo que
exige que se resuelva y no algo previo a ello o ajeno a lo que efectivamente la incite. Por esto
las dudas “metodológicas” carecen de sentido, ya que emplean la palabra “dudar” según
reglas diferentes a las comunes 17 . Una duda ha de tener una respuesta; una que tarde o
temprano seguramente llevará a otra duda, y así sucesivamente18: es en esto precisamente en
lo que consiste el juego del conocer. Por esto debe admitirse que el conocimiento está
íntimamente vinculado a la duda o, para usar la terminología de Wittgenstein, que el uno y la
otra forman parte del mismo juego de lenguaje. Por ende, la concepción cartesiana de verdad,
como superación de toda duda, simplemente anula la posibilidad del conocimiento, al menos
uno entendido en términos humanos. Si no se duda no hay conocimiento que buscar, y a falta
de conocimiento, la duda no tiene objeto. Esto ya lo enseñó Platón en El banquete (204 a): los
dioses no necesitan conocer porque ya lo saben todo; tampoco los ignorantes, porque están
convencidos de que nada les queda por aprender.
Adicionalmente, Sobre la certeza aborda otra cuestión que debe destacarse:

16
Esto lo admite también Descartes en la sexta de sus Meditaciones. Por su parte, Wittgenstein compartiría
gustosamente con Heidegger que lo escandaloso más bien consiste en que "se esperen y se intenten sin
cesar semejantes pruebas." (cf. Heidegger 1962 §43 225). Sirva la ocasión para destacar que se observan,
sin negar importantes diferencias, un notable acercamiento entre los ámbitos filosóficos anglosajón y
continental que borra la tradicional idea de su incomunicación. Pueden consultarse al respecto, entre otros,
Tugendhat (1975), Taylor (1997 91-113).
17
Cf. SC §§61, 306; Wittgenstein 1988 §43 61 (Investigaciones filosóficas, edición bilingüe alemán-
castellano; de ahora en adelante IF).
18
Cf. Wittgenstein 1978 (Philosophical Grammar; de ahora en adelante PhG): "Suppose I am now asked 'why
do you chose this colour when given this order; how do you justify the choice?'. In the one case I can
answer 'because this colour is opposite the word 'red' in my chart' In the other case there is no answer to the
question and the question makes no sense. But in the first game there is no sense in this question: 'why do
you call 'red' the colour in the chart opposite the word 'red'? A reason can only be given within a game. The
links of the chain of reasons come to an end, as the boundary of the game. ..." (96-7).
14
Cuando Moore dice que sabe [wisse] tal o cual cosa, no hace más que enumerar una serie de
oraciones empíricas [Erfahrungsätze] que afirmamos sin una prueba específica [ohne besondere
Prüfung], oraciones que juegan un papel lógico peculiar [eine eigentümliche logische Rolle
spielen] en el sistema de nuestras proposiciones empíricas [Erfahrungsätze]19

¿Cuáles son esas “oraciones empíricas” a las que se refiere Wittgenstein? Unas de las que
Moore afirma que conoce con certeza pero no sabe cómo probarlas (cf. Moore 1974 252 y ss).
Las divide en dos clases: una, de la que forman parte innumerables “proposiciones tan obvias
que podría dar la impresión de que no merecería la pena enunciarlas” (ibíd.) como, por
ejemplo: “En el momento presente hay un cuerpo que es el mío”; “desde su nacimiento [este
cuerpo] ha estado en contacto o no muy lejos de la superficie de la tierra”; “la tierra existía
años antes que mi cuerpo naciera”; “he tenido experiencias de muchos tipos después de mi
nacimiento como la percepción de mi cuerpo, así como de otras cosas incluyendo otros
cuerpos humanos”, etc. etc. (253-4). La otra, compuesta por una sola proposición que
solamente puede formularse en referencia a las proposiciones de la primera clase:

Todos nosotros (entendiendo por “nosotros” muchísimos seres humanos…) hemos sabido a
menudo respecto de nosotros mismos o de nuestro cuerpo y del momento en que tuvo lugar ese
conocimiento, todo lo que al escribir mi lista de proposiciones [de la primera clase] pretendía
saber de mí mismo o de mí cuerpo y del momento en que escribí la proposición. Es decir, del
mismo modo que yo conocía la verdad del enunciado: “Existe un cuerpo humano vivo, en el
momento presente, que es el mío” (cuando lo escribí), así cada uno de nosotros ha sabido de sí
mismo y de otros, una proposición diferente, aunque correspondiente. Entonces cualquiera de
nosotros hubiese podido expresar con propiedad diciendo “Hay en el momento presente un
cuerpo humano que es el mío.” (254-5)

Lo que Wittgenstein le disputa a Moore no es la certeza que tiene al respecto, sino que
usar palabras como “conocer” o “saber” para calificar a “soy un hombre” o “tengo un cuerpo
que es el mío”, y otras oraciones análogas, es usarlas impropiamente, porque estas palabras
asumen la superación de una duda real. Pero ¿cuál es la duda superada en relación a las
oraciones de Moore? ¿Quién puede dudar con sentido si se es o no un ser humano, o si se
tiene o no un cuerpo? Nadie, al menos en su sano juicio; y si bien Moore tiene razón cuando
admite que tiene una certeza plena al respecto, no la tiene cuando intenta probarlo. La certeza
no tiene prueba, porque no hay nada qué probar a su respecto —por esto es una certeza, y por
esto Moore no halla como hacerlo—. Afirmar “soy un ser humano” no puede ser falso y, si no

19
Traduzco "Erfahrungsätze" una vez como "oraciones empíricas" y la otra como "proposiciones empíricas",
porque entiendo que en la primera instancia se refiere a oraciones sin asumir su valor de verdad o de
falsedad, y en la segunda, a juicios o proposiciones que necesariamente han de ser verdaderos o falsos (cf.
PhG 123-4). La razón de ello se verá a continuación.
15
puede serlo, tampoco podrá ser verdadero 20 y, por consiguiente, no se trata de una
proposición, que es como Moore se refiere a ella y a las otras “verdades palmarias” que
enumera en [1] 21 . Se trata de certezas, y como tales simplemente se admiten 22 . Lo que
reclama el conocimiento —poder decir: “yo sé” según las reglas— es lo que no puede
proporcionar Moore, responder a “¿cómo lo sabes?”, es decir, justificar lo que dice saber. Y si
no puede, como efectivamente no cabe hacerlo respecto a las certezas auténticas, no se trata
de verdades que es lo que corresponde al saber23. Así, cuando Moore afirma que sabe, pero no
sabe cómo lo sabe, o por qué lo sabe, confunde certeza con verdad. Lo que hace pensar que
sigue adherido al modelo cartesiano y a la metáfora del “árbol de la ciencia” en el que la
absoluta certeza —los principios y verdades de la metafísica— imparte su carácter al resto —
tronco, ramas y frutos—. Si no fuera así, no habría tal árbol de la ciencia para Descartes.
Según Wittgenstein, tanto Descartes como los que lo siguen, Moore entre ellos, cometen una
confusión categorial:

“Conocimiento” [Wissen] y “certeza” [Sicherheit] pertenecen a dos categorías diferentes. No


son dos “estados mentales” [Seelenzustände] como “conjeturar” [Vermuten] y “estar seguro”
[Sichersein] […] (SC §341).

Con esto Wittgenstein introduce algo nuevo: aunque el conjunto de certezas no son parte del
sistema de conocimientos, son, sin embargo, su fundamento: de esta manera cambia la
“estructura del ‘árbol de la ciencia’”24:

¿No es posible que una oración asertórica [Behauptungssatz], capaz de funcionar como
hipótesis, sea también utilizada como fundamento para la investigación y la acción? Por
ejemplo, ¿no es posible que simplemente sea aislada de la duda, aunque no concuerde con

20
Cf. SC §205: “Si lo verdadero es lo que está fundado, entonces el fundamento [der Grund] no es verdadero,
tampoco falso”.
21
Cf. PhG VI §79: “The definition ‘A proposition is whatever can be true or false’ fixes de concept of
proposition in a particular language system as what in that system can be an argument of a truth-function.
And if we speak of what makes a proposition a proposition, we are inclined to mean the truth-functions. ‘A
proposition is whatever can be true or false” means the same as “a proposition is whatever can be denied’”.
22
Cf. SC § 93: “Las oraciones [die Sätze] que exponen lo que Moore ‘sabe’ son todas de las clases que es
difícil imaginar por qué alguien creería lo contrario…”; SC §193: “¿Qué significa: ‘la verdad de una
proposición [Satz] es cierta [gewiss]’”; SC §194: “Con la palabra ‘cierta’ expresamos completa convicción,
la total ausencia de toda duda, y con esto intentamos convencer a otras personas. Esa es la certeza
subjetiva”; SC §195: “Si creo que estoy sentado en mi cuarto cuando no lo estoy, entonces no se dirá que
he cometido una equivocación. Pero ¿cuál es la diferencia entre este caso y una equivocación?”; SC §196:
“Evidencia segura es lo que aceptamos absolutamente [die wir als unbedingt sicher annehmen], [una]
según la cual actuamos con seguridad, sin duda alguna”.
23
Cf. SC §550: “Si alguien cree algo, no es necesario que siempre seamos capaces de responder a la pregunta
‘por qué lo crees’; pero si sabe algo, entonces la pregunta ‘¿cómo lo sabe? Debe poder ser respondida.”
Véase también SC §§18, 170-179, 438-445, 484.
24
Véase nota 20.
16
ninguna regla explícita? Simplemente se la asume como una evidencia [Selbstverständlichkeit]
nunca cuestionada, quizá ni siquiera formulada.
Es posible […] que toda nuestra investigación se haga de modo de exceptuar ciertas
proposiciones de la duda… (SC §88).

Quien intentara dudar de todo no lograría dudar de nada. El juego mismo de la duda [y por ende
del conocimiento] ya supone la certeza (SC §115).

En lugar de “yo sé…”, ¿no podría Moore haber dicho: “Es también firme para mí que…?” E
incluso: “Es firme para mí y muchos otros que…” (SC §116).

Se trata de una nueva modalidad de fundacionalismo 25 . Una en la que si bien el


fundamento no es parte del sistema de conocimiento, no por ello deja de serlo: con
Wittgenstein la relación fundación - fundado se expresa ahora mediante la metáfora del gozne
– puerta: gracias al gozne la puerta puede ser una puerta, pero el gozne, a diferencia de la raíz
del árbol de Descartes, no es parte de la puerta, como aquélla lo era del árbol:

No se pueden hacer experimentos si no hay algunas cosas acerca de las cuales no se duda […]
Cuando hago un experimento no dudo de la existencia del aparato ante mis ojos. Tengo muchas
dudas, pero no esa. … Es la misma certeza que la que tengo de no haber estado nunca en la
luna. (SC § 337).

Sabemos, con la misma certeza con que creemos cualquier proposición matemática, cómo se
pronuncian las letras “A” y “B”, cómo se llama el color de la sangre humana, que los otros seres
humanos tienen sangre y la llaman “sangre”. (SC § 340).

Es decir, las preguntas que planteamos y nuestras dudas dependen del hecho de que algunas
oraciones [Sätze] están exentas de duda, son como goznes [Angeln] sobre las cuales aquellas
giran [sich bewegen]. (SC § 341).

En su nueva forma, el fundamento no se vincula exclusivamente con el problema del


conocimiento y de la ciencia. Ahora la fundación —el conjunto de certezas asumido por todos
en un momento dado— es filosóficamente más relevante: ella apunta al trasfondo que
subyace a todos los juegos de lenguaje. Ella determina, en consecuencia, los “modos como
vemos las cosas” y lo que permite una visión o imagen de mundo [Weltanschaung, Weltbild]
y lo convierte en lo que hay que aceptar en tanto que determina nuestras formas de vida
[Lebensformen] y convierten al mundo en un mundo propio (cf. IF §122 II xi 517).
Tal imagen de mundo, que es precisamente lo que se desdibuja en tiempos como los
nuestros debería ser, pienso, el objetivo fundamental del filosofar. Esta es una lección que nos

25
Aunque discrepo de algunos de sus planteamientos, debo esta interpretación a Stroll (cf. 1984, 1987, 1994).
Discuto con mayor detalle esta cuestión en Garber (2007/3).

17
enseña Descartes mismo: la paternidad de la modernidad que le atribuimos no radica en que,
para decirlo de alguna manera, se sacó de la manga una brillante y original idea acerca de lo
que debía ser la Modernidad. Más bien su genialidad consistió en comprender las nuevas y
variadas certezas que se imponían y las tendencias a las que posibilitaban y empujaban —
gracias quizá a un ver como el que señala Wittgenstein—, y pudo, o supo, presentarlas a sus
contemporáneos, y a través de ellos a las generaciones que siguieron, de modo tal que les
permitieron reconocerse en ellas y trazar más firmemente el rumbo deseado. En cierto modo,
fue el artífice de una conversión, una a la que curiosamente también Wittgenstein menciona,
que permitió una nueva visión de mundo:

Si Moore dice que sabe que la tierra existió, etc., la mayoría de nosotros le concederá que ha
existido todo ese tiempo, y también le creerá cuando dice que está convencido de ello. Pero ¿ha
proporcionado también el fundamento correcto para su convicción? Si no, después de todo, no
sabe… (SC § 91).

Sin embargo, podemos preguntar: ¿Puede tener alguien fundamentos eficaces para creer que la
tierra ha existido solamente durante corto tiempo, digamos desde su propio nacimiento?
Supóngase que siempre se ha dicho esto —¿tendría una buena razón [Grund] para dudarlo? Los
hombres han creído que podían hacer llover; ¿por qué no podría ser educado un rey en la
creencia de que el mundo comenzó con él? Y si Moore y este rey se encontraran y discutieran,
¿podría Moore realmente demostrar que su creencia es la correcta? No digo que Moore no
pudiera convertir al rey a su punto de vista, pero se trataría de una conversión de una índole
particular; el rey sería conducido a contemplar el mundo de una manera diferente. (SC §92. Mis
cursivas).

Lo que me lleva a lo que Jorge Díaz, apoyándose en los estudios de Voelke y Hadot,
evoca: en sus inicios la filosofía fue una terapéutica y, más que centrada en la teoría, tuvo un
propósito práctico: alcanzar la felicidad mediante una reflexión racional personal; o en sus
palabras, “la labor filosófica era el resultado de una decisión que buscaba la forma de vida
más digna de ser vivida, y cómo responder a las diversas opciones ante las cuales nos vemos
confrontados. Sócrates mediante su famosa ironía buscaba que su interlocutor descubriera la
necesidad de cambiar su actitud” (2001 79-96).
De ser así, la “conversión” a la que se refiere Wittgenstein —e indirectamente muchos
más— invita a ver el mundo de otra manera. Esa invitación debería ser aceptada por la
filosofía y debería ser un fin primordial de la formación para el filosofar.

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21

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