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Dictionaire des Injures – Paris, Tchou

1. ADVERTENCIA

« Es hora de buscar las palabras solamente en la conciencia »


Alfred de Vigny. Diario de un Poeta – 1834

¿Era necesario? preguntaba hace algún tiempo una revista femenina, al anunciar la
próxima aparición de este Diccionario de la Injuria. ¡Qué pregunta singular!
Porque parece no alcanzar con caminar por la calle, manejar algunos kilómetros por las
autopistas en hora pico, recibir “sin anestesia” una noticia del Ministerio de Finanzas,1
escuchar la radio, mirar la televisión… ni con hojear ciertas revistas femeninas, para
experimentar —dolorosa y profundamente— la indigencia calamitosa de nuestro
vocabulario en esta materia. ¿Acaso no somos conscientes cientos de veces por día de
nuestra imposibilidad de articular la palabra decisiva, sonora y certera que exprese nuestro
estado de ánimo? Una palabra justa y precisa —maliciosa o refinada— resulta liberadora,
a diferencia de los dos o tres términos ordinarios que nos vienen primero a la mente y que
usamos en forma automática: pobres insultos vacíos de toda substancia, repetidos con
frecuencia a lo largo del tiempo.

Ya no sabemos injuriar

Vivimos en una época donde, desorientados por un ritmo de vida aberrante, cada uno de
nosotros se siente atrapado entre los hilos de una trama de órdenes y prohibiciones a
menudo contradictorios; una época en que hasta las personas más pacíficas (y más
civilizadas) caen en la violencia más primitiva; en fin, una época donde la exhortación
ridícula “¡No nos enojemos!” no hace sonreír a los conductores de vehículos sino que, al
contrario, aumenta su irritación y agresividad.
¡Pero ésta es también la época en que los habitantes de nuestro país han perdido el gusto
por la hermosa injuria truculenta, colorida e ingenua, que durante tantos siglos contribuyó
a justificar la reputación de los franceses de ser los hombres más espirituales de la Tierra!

¿Habría allí una relación causa-efecto?

¡No podemos creer que la fuente esté seca!


Como mucho, está tapada por la escoria de frases e injurias estandarizadas que
habitualmente escupimos perezosamente y sin pensar en su significado. De esta manera,
evacuamos sin pasión las fuerzas del instinto en desagües nefastos.
¡Ojalá que esta obra modesta pueda despertar en sus lectores la inspiración y la
jovialidad que desde hace mucho tiempo duermen en cada uno de ellos!

1
A pesar de nuestra fama, los argentinos no somos ingeniosos a la hora de injuriar. La emisión del bono a
cien años por parte del Ministerio de Luis Caputo es uno de tantos motivos contundentes para recuperar
este desprestigiado arte. Todavía estamos a tiempo: tenemos unos cien años para desarrollar nuestro
proyecto. Las nuevas generaciones estarán agradecidas. [N. de la T.]
Las tradiciones se pierden

¡Re-acostumbrémonos a decir (y a entender) algo diferente de las fórmulas


convencionales, banales e insípidas; a no disfrazar más nuestros pensamientos con
palabras impersonales, cuya acidez se diluye en un montón de saliva!
Pero, para que podamos reaprender las reglas —¡bien olvidadas!— de la buena
oratoria y hacer que resulten útiles, es necesario revisarlas y corregirlas o, más
precisamente, adaptarlas a la sensibilidad del hombre del siglo XX.

En el Medioevo, la Iglesia impuso el reconocimiento del Derecho de Asilo y la


Tregua de Dios con el objeto de regular los estragos de la guerra. Habría sido deseable
que una autoridad moral se avoque hoy de la misma manera a regular el uso de las injurias.
Para evitar los abusos y con el mismo cuidado que se han pautado reglas del decoro,
habría que asignarle límites razonables a un indecoro; este principio constituye la
necesaria “válvula de seguridad” de una sociedad como la nuestra.2
Como ninguna gran voz parece decidida a hacerse entender —y ante la urgencia
del asunto—, hemos resuelto superar, mal que bien, los efectos de esta lamentable
carencia.
Este Diccionario de Injurias (precedido, como se observa, por un Saber Injuriar)
parece ser llamado a convertirse en el complemento indispensable de los manuales de
etiqueta y cortesía. ¡Es evidente que nadie puede asegurarse contra choques si se ignora
todo sobre aquello que pueda chocar contra uno!

Esta evidencia no había escapado a los más grandes espíritus de la Antigüedad;


buena parte de ellos no creyó indigno de su genio que la injuria atraiga la atención de sus
contemporáneos. Es así que, como recuerda Marcel Jouhandeau en su prefacio a las Vidas
de los doce césares, Suetonio escribió un trabajo sobre las Injurias. Mucho antes,
Aristóteles había compuesto un Tratado sobre la Disputa y otro sobre la Cólera. Teócrito
compuso un Tratado sobre la Calumnia; Protágoras, un Arte de la Disputa y Zenón, una
recopilación de Diatribas…3
Sin ir tan lejos, alcanza con consultar el Tratado de Injurias en el orden judicial,
editado por Chez Prault en París en 1775 para constatar que, hasta hace no mucho, se
sabía reconocer la importancia —y la extraordinaria riqueza— de esta rama de la
elocuencia, hoy inexplicablemente menospreciada.
¿Habría que buscar en otros lugares, más allá de este injusto descrédito, la causa
de una decadencia que todo hombre lúcido no puede sino deplorar?

2
En la traducción se pierde el juego entre bienséance (decoro) y malséance, palabra inventada a partir
de la primera [N. de la T.]
3
Ed. Livre de Poche.

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