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T.W. Adorno
se preguntaba quién podía encontrar todavía placer en los lugares de placer. Asimismo,
podríamos preguntarnos a quién la música de diversión puede todavía divertir. Tal música
aparece sobre todo como el complemento de la pérdida del habla en los hombres, de la
extinción del lenguaje en cuanto expresión, de la incapacidad de comunicar. Ésta se aloja
en las fallas del silencio que se instala entre los hombres deformados por la angustia, la
rutina y la sumisión dócil. Por todas partes, ésta asume subrepticiamente el triste rol que
tenía en tiempos del cine mudo. Ya no se le percibe sino como ruido de fondo. Si nadie
puede verdaderamente hablar, nadie puede en verdad oír. Un especialista estadounidense de
la publicidad radiofónica, al que le encanta recurrir al médium musical, se mostró escéptico
respecto de los réclames que utilizan música ya que, según él, aún durante la escucha, los
hombres habrían aprendido a rehusar la menor atención al contenido de esta escucha. Su
acotación es discutible en lo que concierne el valor publicitario de la música. Pero ella da
en el blanco en lo que tiene que ver con la concepción misma de la música.
vuelve apariencia según los criterios estéticos y engaña al gozador respecto de su propio
gozo. Es sólo cuando la apariencia falta que permanece fiel a su posibilidad.
producción seria se anula ante tales exigencias objetivas, entonces la estandarización del
éxito actúa por debajo y da por resultado que el antiguo estilo no logra ni siquiera el éxito y
que uno se contenta de hacer como todo el mundo. Entre la incomprensión y lo ineluctable
no hay intermedio: la situación se ha polarizado en dos extremos que, de hecho, se tocan.
Para el individuo no hay ningún lugar entre los dos. sus exigencias, por mucho que
aparezcan aún, son faux-semblants (simulacro, apariencia engañosa), modelados, en
realidad, sobre estándares. La liquidación del individuo es la marca propia de la nueva
situación musical.
totalidad formal. Lo que no impide que toda música, aún la de Bach, quien tomó prestados
algunos de los temas más importantes al clavecín bien temperado, es percibido por la
categoría de la idea y que, con todo el celo del propietario, se parte a la búsqueda de
ladrones musicales; para terminar, un crítico musical puede deber su éxito a su etiqueta de
detective de melodías.
Todo esto culmina absurdamente con el culto a los violines de los maestros. Se está
pronto a extasiarse con el sonido excelente, dicen, de un Stradivarius o de un Amati, que
sólo una oreja de especialista puede distinguir de un buen violín moderno, y se olvida
escuchar música y su ejecución de la que siempre, no obstante, hay algo que retener.
Mientras más progresa la técnica moderna de factura de violines, más está claro que los
antiguos instrumentos están sobrestimados. La rareza deja igualmente de garantizar su
mercado a los niños prodigios. Pero este mercado, en la nueva situación, parece no ignorar
las tendencias inversas. No hay mucho que comentar acerca de un pequeño prodigio que no
sea acompañado por la preocupación malévola que recomienda que el frágil pequeño ser no
sea sometido a demasiados esfuerzos intelectuales, que no se haga de él un pretencioso, y
que el éxito no venga a corromper su inocencia. Es así que la familia envía al niño a
acostarse después de la sopa. Ellos quieren de hecho la muerte de los niños prodigios. La
razón es que -gracias al éxito, adquirido no sin un duro trabajo por el prodigio que, sin ser
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mayor, no puede entrar en el juego de la competencia- el fetiche del éxito al que uno se
aferra parece comprometido. Para qué, en efecto, comprar muy caras entradas para oír a
Kreisler si el prodigio es capaz de tocar igualmente bien y que estamos obligados,
jurídicamente, a escucharlo gratis, sin hablar del hecho de que la reproducción musical hace
necesariamente una ganga de los valores de la madurez, de la inferioridad, de personalidad,
puesto que el joven prodigio juega todavía a los autitos en lugar de comprarlos con
veneración: Si los elementos de atracción sensual que son la inspiración, la voz, el
instrumento, son fetichizados y aislados de todas las funciones que podrían conferirles una
significación, les responden -igualmente bien lejos de toda significación de la totalidad, e
igualmente determinados por el éxito- las emociones ciegas e irracionales; tantas relaciones
a la música que ya no tienen más vínculo con ella. Pero son sin embargo estas mismas
relaciones que ligan el consumidor del éxito a estos mismos éxitos: Lo que esté desde ahora
cerca de ellos, es aquello que les es totalmente ajeno, como es ajeno lo que, cortado de la
conciencia de masas por una pantalla opaca, intenta hablar por los mudos. Cuando estos
auditores se expresan, no se sabe ya más si hacen la diferencia entre la Séptima de
Beethoven y Goody-Goody.
El cambio de función de la música afecta a los fundamentos del vínculo entre el arte
y la sociedad. Así como el orden establecido rechaza el placer, el arte no puede sino
comprometerlo, negándolo en lo inmediato. El valor de cambio se ha localizado ahora en
los vacíos que el rechazo ha formado en todo arte. Mientras más el principio del valor de
cambio, que acompaña a la decadencia de la economía burguesa, frustra despiadadamente a
los hombres ante el placer que experimentan con los valores de uso, más el valor de cambio
se disfraza falazmente en el objeto del placer. Nos hemos interrogado sobre lo que podía
aún cimentar la sociedad de mercancías después de que ella tomara el viraje de la
economía. El hecho de que el placer haya sido transferido del valor de uso de los bienes de
consumo a su valor de cambio, puede contribuir sin duda a explicar esto en el interior de
una concepción global en la cual finalmente todo gozo que se emancipa del valor de
cambio toma un carácter subversivo. La aparición del valor de cambio en las mercancías ha
asumido esta función específica de cimiento. La mujer que dispone de dinero para sus
compras se embriaga en el acto de la compra. Having a good time, significa, en términos
escogidos, participar del placer de los otros, un placer que no tiene otra significación que el
hecho de participar. Que se diga “es un Rolls Royce” en un momento sacramental, y la
religión del automóvil permite a todos los hombres volverse hermanos. Aún la sexualidad
libre está desexualizada: en la intimidad, las jóvenes toman más a pecho el cuidado de sus
peinados y de sus maquillajes, que la situación a la que están justamente destinados el
peinado y el maquillaje. La relación con lo que no tiene relación traiciona su esencia social
en la obediencia. La pareja de conductores que pasa su tiempo en identificar los coches y se
regocija en reconocer las marcas de moda, la joven que experimenta un placer con el hecho
de que ella misma y su bien amado “presentan bien”, la competencia del fan de jazz
legitimado, porque sabe todo sobre lo que, por último, es inevitable: todo esto obedece a la
misma exhortación. Ante los caprichos teológicos de las mercancías, los consumidores se
transforman en unos hieródulos2: en ninguna otra parte se entregan; aquí pueden hacerlo, y
2
En la antigüedad, esclavo adscrito al servicio de un templo. (n.d.t.)
9
es ahí cuando son completamente engañados, puesto que este abandono los despoja de su
última espontaneidad.
Hay luego todavía un asunto con el fetichismo musical. Las obras sometidas al
fetichismo que se vuelven bienes culturales, sufren modificaciones en su constitución.
Éstas se corrompen. El consumo disociado las destruye. No se trata solamente del hecho de
que las pocas obras ensayadas se desgasten, como la Madona de la Sixtina en el dormitorio.
La reificación afecta su estructura interna. A causa de la intensidad y de la repetición, éstas
se transforman en un conglomerado de impresiones que se graban en los auditores sin que
éstos perciban la organización global. La capacidad de reminiscencia de los elementos
disociados, que tiene que ver con las intensidades y las repeticiones, encuentra su arquetipo
en la gran música misma, particularmente las técnicas composicionales del romanticismo
tardío, en particular las de Wagner. Más la música está reificada, más esta resuena de modo
romántico a las orejas alienadas. Es precisamente por esta vía que ella se vuelve
“propiedad”. Una sinfonía beethoveniana, ejecutada espontáneamente en su totalidad, no se
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dejaría nunca apropiar. Aquel que, en el metro, silva fuerte y con orgullo el tema del final
de la primera sinfonía de Brahms tiene ya mucho más que ver con sus ruinas. Pero esta
descomposición de los fetiches, que los amenaza a ellos mismos y tiende a asimilarlos a las
canciones de éxito, engendra, al mismo tiempo, una tendencia inversa que apunta a
conservar su carácter de fetiches. Si la romantización de las partes aisladas se alimenta del
cuerpo de la totalidad, el cuerpo amenazado se galvaniza. La intensificación del sonido, que
pone en valor justamente las partes reificadas, reviste el carácter de un ritual mágico al
mismo tiempo en que todos los misterios de la personalidad, de la interioridad, de la
inspiración y de la espontaneidad que emanan de la obra misma, son conjurados por su
reproducción. Precisamente, porque la obra en descomposición pierde sus elementos de
espontaneidad, éstos, tan estereotipados como las impresiones, son inyectados desde el
exterior. Para consolar de todo discurso sobre la nueva objetividad, la función esencial de
las ejecuciones conformistas consiste menos en representar la obra “pura”, que en presentar
la obra corrompida gracias a una gestual que intenta, de modo enfático e impotente,
rechazar su corrupción.
práctica del arreglo tiene razones sui generis. Ello quiere, ante todo, volver accesible el
gran sonido distanciado, que siempre posee los caracteres de la cosa pública y de lo no
privado. El hombre de negocios canzado puede palmotear la espalda del clásico arreglado y
los niños pueden tomarle el pelo a su musa. Es la misma pulsión que empuja a los amateurs
de radio a hacerse pasar por tíos y tías y a inmiscuirse en los asuntos familiares de sus
auditores jugando a la proximidad entre los hombres. La reificación radical produce su
propio velo de inmediatez o de intimidad. Inversamente, la intimidad, como si esta fuera
precisamente demasiado ajustada, está reforzada y coloreada por los arreglos. Los
elementos de atracción sensual que surgen de las unidades destruidas, son tales en la
medida en que no fueron determinados sino en cuanto función del todo, que son demasiado
débiles para justamente ejercer esta atracción sensual que se exige de ellos con el fin de
cumplir su tarea, la del réclame. El alindamiento y el engorde del elemento individual
hacen desaparecer tanto el carácter de protesta, que ya existía en la reducción del individuo
a sí mismo contra el sistema, que se pierde en la intimización del todo, la mirada sobre la
totalidad en que, en la gran música, la mala inmediatez individual encuentra sus límites. En
lugar de ello, un falso equilibrio se establece, que se revela progresivamente falso en su
oposición al material. La Serenade de Schubert, con su ampulosidad debida a la alianza de
las cuerdas con el piano, y con la precisión extrema y tonta de las cadencias imitativas, es
tan absurda como si ésta hubiese aparecido en la Dreimäderlhaus3.Sin embargo, el
Preislied4 de los Maestros Cantores no resuena mucho más seriamente cuando no es
ejecutado sino por la orquesta de cuerdas. Esta coloración única le hace perder
objetivamente la articulación que le confería su plasticidad en la partitura wagneriana. Pero
es justamente gracias a esto que adquiere esta plasticidad para el auditor que no tiene ya
más necesidad de recomponer la totalidad del aria a partir de los diferentes colores y que
puede consolarse abandonándose a la melodía única y continua. Es ahí que hay que
aprehender el antagonismo respecto de los auditores, antagonismo del cual son víctimas
hoy en día las obras “clásicas”. Tratándose del secreto más disimulado del arreglo, se puede
presentir bien esta fuerza que tiende a no dejar nada tal cual, a tocar todo lo que molesta.
Una fuerza que crece en la medida en que los fundamentos de la realidad existente, se dejan
“tocar” cada vez menos. Lo que los arregladores más desearían poder continuar
destruyendo, es aquello que los tiene en un respeto ciego. La pseudo-actividad que
caracteriza al auditor contemporáneo se encuentra ya prefigurada por el lado de la
producción y está recomendada por ella.
3
Sinspiel de H. Berté basado en melodías de F. Schubert. La acción, como lo indica el título, se desarrolla en
una casa en que la presencia de tres jóvencitas núbiles, incita a los jóvenes a componer (n.d.t. original)
4
Canto del concurso. (n.d.t. original)
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simplemente delante de su radio el sábado por la tarde, o bien asumir con saña y distancia
esta camelote fabricada para las necesidades supuestas o reales de las masas. El carácter de
apariencia y de gratuidad de los objetos de entretención elevada limita a los auditores a la
distracción. Uno se confiere una buena conciencia ofreciendo a los auditores una
mercadería de primera calidad, lista a retrucar a quien objetaría que se trata ahí de un fondo
de boutique que es justamente lo que desean los auditores. Esta contra-objeción terminaría
por desactivarse observando la situación de los auditores. Basta examinar el conjunto del
proceso global para constatar que lo que esta réplica hace concita diabólicamente la
unanimidad de los productores y de los consumidores. Sin embargo, el fetichismo va hasta
a ampararse del pretendido trabajo musical serio que moviliza contra la entretención
elevada el pathos de la distancia. La pureza del servicio debido a la cosa misma con la cual
ella presenta las obras, es tan nefasta para ella que la depravación y el arreglo. El ideal de
ejecución musical, que se ha mundializado gracias a las performances extraordinarias de
Toscanini, favorece un estado de sanción que puede calificarse, según la palabra de Eduard
Steuermann, de barbarie de la perfección. Es seguro que aquí los nombres de las obras
reputadas dejan de ser fetichizadas, aún cuando las obras no célebres que se deslizan en los
programas hagan casi deseable una limitación a un pequeño número de obras. Seguro,
igualmente, que las “ideas” no están extendidas y que no se está ensordecido por estas
intensidades que apuntan a suscitar la fascinación. Reina una disciplina de hierro. Pero
precisamente de hierro. El nuevo fetiche, es el aparato como tal: el funcionamiento sin falla
de una maquinaria de cromos resplandecientes en la que los rodajes se engranan con una
precisión tal que no existe ya más ningún espacio, por muy pequeño que éste sea, para que
sea percibida la significación del conjunto. Lo que se llama desde hace poco la ejecución
perfecta, impecable, conserva la obra pagando el precio de su reificación definitiva. La obra
está presente como un producto acabado desde la primera nota: la ejecución resuena como
el disco que se hará de ella. La dinámica está calculada al punto que ya no existe ninguna
tensión. En el momento en que la música resuena, las resistencias del material sonoro son
tan despiadadamente eliminadas que no logramos ya más la síntesis, esta auto-producción
de la obra que constituye el sentido de toda sinfonía beethoveniana. ¿Para qué el esfuerzo
de tensión sinfónica si la materia en la cual justamente esta fuerza encontraba su
justificación está ya triturada? Ella gira en el vacío. Fijando la obra para preservarla, se la
destruye: ya que su unidad no se realiza precisamente sino en la espontaneidad que es
víctima de este estatismo. El último fetichismo que se ampara de la cosa misma la ahoga: la
adecuación absoluta de la apariencia a la obra, desmiente esta última y la hace desaparecer
detrás del aparato, así como la construcción de las ciudades y el drenaje de las aguas por los
equipos de trabajadores se efectúan no por el provecho de éstos sino solamente en nombre
del trabajo. No es un azar si la dominación del director de orquesta célebre hace pensar a la
de un dictador. A instancias de éste, reduce a un mismo denominador el prestigio y la
organización. Se trata verdaderamente del tipo moderno del virtuoso: band leader, como se
dice en el Metropolitan. Ha llegado al punto en que él mismo no tiene ya nada más que
hacer. A menudo, la batuta del segundo director de orquesta lo dispensa de leer la partitura:
la norma corre por cuenta de su personalidad y las performances individuales que realiza
provienen de máximas universales. El fetichismo del director de orquesta es el más
evidente y el más oculto: las orquestas virtuosas actuales podrían ciertamente ejecutar las
obras estándar a la perfección sin director de orquesta, y el público que lo aclama sería
incapaz de notar que en la fosa de la orquesta, invisible, es el segundo director de orquesta
quien interpreta a los reemplazantes, los héroes ignorados.
13
5
Música popular anónima del siglo XVIII (n.d.t. original)
6
Idem.
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nada de nuevos, y se puede conceder sin problemas que la manera en que era recibido
Puppchen7, el éxito de antes de la guerra, no era muy diferente de éste aire de jazz para
niños como es A-tisket-, a-tasket. Pero la configuración en la que aparece A-tisket, a-tasket:
la burla masoquista de su propio deseo de felicidad perdido de la infancia, o bien la manera
de comprometer la aspiración a la felicidad por este retorno en una infancia cuya
inaccesibilidad testimonia la imposibilidad de acceder a la felicidad -todo ello resulta
específicamente de la nueva escucha, y nada de lo que golpea a los oídos escapa a este
esquema. Ciertamente, existen diferencias de clase, pero la nueva escucha engloba el
conjunto de la comunidad en la medida en que el enbrutecimiento de los oprimidos afecte a
los propios opresores y haga víctimas de la rueda, que gira por sí sola, a aquellos que
imaginan poder trazarle la vía. Gracias al mecanismo de difusión, la escucha regresiva está
ligada de modo evidente con la producción, a causa, precisamente, de la publicidad. La
escucha regresiva aparece desde el momento en que la publicidad se troca en terror; desde
que la conciencia se ve reducida a capitular ante el réclame todo poderoso, y a apagar la paz
del alma, haciendo de las mercaderías otorgadas literalmente su cosa propia. En la escucha
regresiva, la publicidad reviste un aspecto compulsivo. Durante un tiempo, un trust de
cerveceros se ha servido para su propaganda de un panel de afiche que reproduce como
trompe-l’oeil uno de aquellos muros de ladrillo blanco que se encuentran frecuentemente en
los barrios militares de Londres y en las ciudades industriales del Norte. El panel estaba
situado hábilmente de modo que se confundía con un muro verdadero. Este comportaba una
inscripción en tiza, que imitaba cuidadosamente una escritura torpe, que decía: What we
want is Watney’s. La marca de cerveza se revela como slogan político. Este afiche no se
contenta con aclarar el modo en que se hace la propaganda moderna, que propone su slogan
bajo la apariencia de mercadería, así como la mercadería se disimula en el slogan. La
actitud que sugiere el afiche: a saber, que las masas hagan de la mercadería propuesta el
objeto de su propia acción, reproduce de hecho el esquema de la recepción de la música
ligera. Las masas exigen y tienen necesidad de aquello de que se las persuade. Éstas
dominan el sentimiento de impotencia que las invade frente a la producción monopólica,
identificándose al producto de los monopolios. Por esta vía, ellas suprimen el carácter de
extrañeza de las marcas musicales, a la vez lejos de ellas y peligrosamente cercanas, y
tienen además el placer de sentirse parte activa en las empresas del señor Kannitverstan,
que reencuentran a cada paso. Ello explica por qué se encuentran más que en otras partes
tantas expresiones individuales de predilección, y por supuesto de rechazo. Por el hecho de
la identificación de los auditores a los fetiches, el fetichismo de la música engendra su
propio ocultamiento. Únicamente esta identificación permite al éxito volverse amo de sus
víctimas. Ella se produce como consecuencia de una serie de olvidos y de recuerdos. Así
como toda publicidad se compone de elementos conocidos insólitos y de elementos
desconocidos banales, el éxito permanece olvidado en la penumbra de la conciencia, para
resurgir momentánea y penosamente en la memoria como bajo el efecto de un proyector.
Estamos casi tentados de comparar el instante de esta reminiscencia a aquel en que la
víctima de un éxito recuerda de pronto su título o el principio de la letra: puede ser que se
identifique a éste al mismo tiempo en que lo identifica y se lo apropia. Ciertamente, esta
compulsión puede, cada vez, empujarlo a reflexionar sobre el título del éxito. Pero lo que
está escrito por debajo, y que permite la identificación, no es nada más que la marca
comercial del éxito.
7
Canción popular de pre-guerra, Puppchen, du bist mein Augenstern. (n.d.t. original).
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substituto de un acorde “normal”; y mientras siente placer ante el mal trato que la
disonancia hace sufrir a la consonancia, pero de la que ella se ofrece en garantía, la
consonancia virtual garantiza al mismo tiempo que se permanezca bien al interior del
mismo círculo. Toda vez, esta ambigüedad así como el agotamiento del stock de atractivos
vuelven precisamente ilusorio el gozo al que se aferra el consumidor. Cuando se investiga
sobre la manera en que son recibidos los éxitos, se encuentra frecuentemente gente que
pregunta cuál debe ser su actitud si una pieza, al mismo tiempo les gusta y les disgusta.
Puede suponerse que éstas personas relaten una experiencia que realizan igualmente
aquellos que prefieren no hablar. Las reacciones a los atractivos aislados son ambivalentes.
Un placer sensual puede cambiarse en repulsión desde que uno percibe que este no sirve
sino para poner un señuelo al consumidor. El engaño reside aquí en la oferta de lo siempre
igual. Aún el fanático del éxito más limitado termina fatalmente por sentir lo que siente el
niño glotón saliendo de una confitería. Que los atractivos se debilitan y se cambian en su
contrario -el hecho de que la duración de vida de los éxitos sea cada vez más breve,
proviene de la misma experiencia- y la ideología de la cultura, que celebra la gran música,
actúa plenamente para que la música ligera sea escuchada con cargo de conciencia. Nadie
da verdaderamente crédito al placer decretado. Ya que el decreto tiene por efecto matar el
placer. Pero esta escucha permanece sin embargo regresiva en la medida en que ella acepta
tal situación en desmedro de toda su ambivalencia y de la desconfianza que suscita. La
trasferencia de los afectos sobre el valor de cambio tiene por efecto que ya ni siquiera se
espere de la música que responda a las exigencias de placer. Los substitutos alcanzan
perfectamente su objetivo puesto que el deseo al que responden es el mismo un substituto.
Aquel que encuentra particularmente bellas las dos cadencias solistas para carillón en el
disco de Whiteman d’Avalon, no siente ningún placer. Éste las estima porque, según la
norma, estas corresponden a las reglas del juego. Pero las orejas que ya no son desde ahora
capaces de oir sino bajo exhortación lo que se espera de ellas, y aquellas que registran la
exhortación abstracta en lugar de sintetizar los elementos de atractivo, son malas orejas.
Aún si ellas “aíslan” un pasaje, características decisivas les escapan, precisamente aquellas
gracias a las cuales tal aislamiento ha trascendido. De hecho, no se está en presencia, en la
escucha misma, del mecanismo neurótico del embrutecimiento: se le reconoce con certeza
en el rechazo ignorante y tosco de todo lo que es inhabitual. Lo auditores regresivos se
conducen como niños. Estos no dejan de reclamar con una testarudez ensañada el mismo
plato que ya se les había servido antes.
Se les prepara así una suerte de lenguaje musical pueril que se distingue del
verdadero lenguaje en que finalmente se compone de ruinas y de deformaciones del
lenguaje técnico musical. En las partituras de éxitos a la moda se encuentran curiosos
gráficos. Estos conciernen la guitarra, el ukelele, el banjo -instrumentos para niños, como el
acordeón de los tangos respecto del piano- y son reservados a los músicos que no saben leer
las notas. Los dibujos representan la digitación que conviene al instrumento. La partitura
que se debe interpretar racionalmente es remplazada por señales ópticas, por paneles de
circulación musical. Naturalmente, estos signos se limitan a tres acordes tónicos
fundamentales y concluyen todo desarrollo armónico. La circulación musical tal cual está
arreglada aquí es digna de ellos. No se le puede comparar con la que se encuentra en las
rutas. Las faltas pululan tanto en las frases musicales como en la armonía. Se encuentran
malos “redobles” de terceras, progresiones por quintas y por octavas, contrapuntos ilógicos,
sobre todo en los bajos. Uno desearía poder poner todo esto en la cuenta de los aficionados
que inicialmente están en el origen de la concepción de estos éxitos pero, en realidad, son
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los arregladores quienes hacen el trabajo musical. Así como los editores se abstienen de
publicar una carta mal ortografiada, no se puede mucho concebir que, aconsejados por sus
especialistas, publiquen sin controlarlas, versiones de amateurs. O bien los errores son
hechos conscientemente por los especialistas, o bien se les deja tal cual, expresamente -por
el bien de los auditores. Viendo el modo lamentable e indolente en que un diletante es
capaz de restituir un éxito después de haberlo escuchado, podría suponerse, en efecto, que
los auditores y los especialistas manifiesten el deseo de instaurar lazos de familiaridad con
los auditores. Estas astucias serían del mismo tipo, con otras implicancias psicológicas, que
aquellas de las faltas de ortografía en los afiches publicitarios. Aún si se quisiera negar que
puedan ser percibidas puesto que son demasiado tiradas de los cabellos, las faltas
estereotipadas continuarían siendo comprendidas. Por una parte, la escucha infantil reclama
un sonido rico y pleno, que está representado especialmente por las terceras exuberantes, y
es precisamente al nivel de ésta exigencia que el lenguaje musical pueril es más
radicalmente contrario a la canción infantil. Por otra parte, la escucha infantil exige que
intervengan por todas partes las resoluciones más confortables y las más banales. Si la
armonización estuviera correctamente efectuada, lo que resultaría de este sonido “rico”,
sería tan diferente de las relaciones armónicas estandarizadas que los auditores las
rechazarían como “no naturales”. Las faltas residirían entonces en estos golpes de fuerza
que resuelven las contradicciones de la conciencia pueril de los auditores. La cita es tan
característica también del lenguaje musical regresivo. Esto va de la cita consciente de los
cantos infantiles y populares, a la imitación y al plagio latente, pasando por las alusiones
ambiguas más o menos debidas al azar. El colmo es alcanzado cuando los fragmentos
enteros del repertorio clásico o bien de la ópera son puestos en jazz. La práctica de la cita
refleja la ambivalencia de la conciencia infantil de los auditores. Las citas son a la vez
autoritarias y paródicas. Es de este modo que el niño imita al maestro.
Éste se entiende tan bien con todo aquello que ejerce una dominación, que abandona toda
resistencia y realiza constantemente todo lo que se le pide en el nombre del funcionamiento
fiable. Se encuentra, en los compositores, un representante exacto de este tipo en la persona
de Hindemith, del que Paul Bekker decía que no escribía ni pensaba tanto para los
instrumentos, como el mismo se metamorfoseaba, durante lo que componía, en clarinete o
en viola. El tipo “chic” se equivoca creyendo que su sumisión total al mecanismo reificado
es una manera de volverse maestro. La soberana rutina del aficionado al jazz no es nada
más que esta aptitud pasiva de no dejarse sacar del camino en la adaptación a los modelos.
A él se dirige verdaderamente el jazz: sus improvisaciones provienen del esquema, y él
gobierna tal esquema, con el cigarrillo en los labios, tan relajado como si él mismo lo
hubiera descubierto.
Los tipos de auditores regresivos no dependen de las clases sociales. Pero hay en
ellos un elemento social. Ellos son virtualmente cesantes. El joven que trabaja en la
estación de servicio ayuda a su padre o a un joven de su misma edad porque no encuentra
empleo. Le es necesario conocer astucias para continuar teniéndose a distancia del proceso
de producción, un proceso que no lo absorbe todavía o que lo ha rechazado ya nuevamente:
éste prosigue su camino como hitchhiker. Los auditores regresivos tienen un elemento
común decisivo con aquel que debe matar el tiempo porque no obtiene placer de ninguna
otra cosa, e igualmente con el trabajador ocasional. Se requiere mucho tiempo libre y poca
libertad para volverse un experto en jazz o bien para permanecer toda la jornada a la
escucha de la radio; y la habilidad con la que uno se acomoda a las síncopas y a los ritmos
es aquella del chofer de maestro que puede igualmente reparar los parlantes como las panas
eléctricas. Los nuevos auditores se parecen a los mecánicos, especializados y capaces de
mostrar conocimientos específicos allí donde no se les esperaba, fuera de su formación
profesional. Pero esta desespecialización no los hace sino falsamente salir de un sistema al
que no se oponen demasiado y en torno al cual están obligados a gravitar. Mientras más
consiguen arreglárselas para vivir el día a día, más están sometidos al sistema. Los
resultados de una encuesta que mostraba que, entre los auditores de radio, los amigos de la
música ligera están despolitizados, no se deben al azar. Ellos coinciden precisamente con la
despolitización de los cesantes que se constata en Europa. La posibilidad del individuo de
ponerse al abrigo, y una seguridad siempre problemática, hacen que ya no se vean los
cambios de la situación en la que se busca refugio, y que tampoco se vea la seguridad que
resultaría de la abolición de tal situación. Las actitudes regresivas de los auditores
responden a esos esquemas de la seguridad. Ésta es la razón por la que su despolitización es
temporal. En primer lugar ella tiene como única función liquidar toda resistencia frente a la
presión social que amenaza al individuo y que ella se esfuerza insistentemente en
reconciliar. Pero esta subordinación está lista para revestir ella misma un aspecto político:
los expertos en jazz son los guías astutos y los jitterbugs sus futuros hinchas desatados. La
escucha regresiva no es un fenómeno superficial ni inocente. Aún cuando la regresión
musical no contribuyera directamente al embrutecimiento neurótico de las masas, ella
constituiría el síntoma angustiante. Los nuevos auditores son candidatos a las
organizaciones totalitarias, así como los cesantes. Sólo una experiencia superficial puede
contradecir ésto. La “joven generación” -la expresión misma es un simple slogan
ideológico- parece estar de parte de este nuevo tipo de escucha -en contradicción con sus
padres y su cultura en decadencia. En América, entre los abogados de la música ligera
popular, se encuentran pretendidos liberales y pretendidos progresistas que militan por una
ampliación de su difusión y la califican de democrática. No puede excluirse la idea de que
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en este conflicto de generación se trate de un antagonismo del tipo de aquellos que separan
los Estados totalitarios de los Estados que no lo son aún, sin cuestionar el hecho de que
ellos serían solidarios en caso de necesidad. Si la escucha regresiva es progresista respecto
de la escucha “individualista”, ella no lo es sino dialécticamente en el sentido en que ella
conviene más a la brutalidad progresista que la segunda. Hay que barrer con desdén todo lo
que huele a enmohecido, y se considera como legítima la crítica de todo vestigio estético de
una individualidad que ha sido robada desde hace tiempo a los individuos. Pero en la esfera
de la música ligera y popular se puede ejercer este género de crítica tanto menos cuando
más tal esfera, justamente, momifica los vestigios depravados y putrefactos del
individualismo romántico. Sus innovaciones están irreductiblemente aparentadas a estos
vestigios.
surtidos con instrucciones de uso o con un pasquín para informar de sus intenciones
secretas.