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Sobre el fetichismo en la música y la regresión de la audición1

T.W. Adorno

Las lamentaciones a propósito de la decadencia del gusto musical no son mucho


más recientes que la experiencia discordante realizada por la humanidad desde el principio
de su historia, a saber que la música es al mismo tiempo una manifestación inmediata del
instinto y la instancia que suaviza dicho instinto. Ésta incita a danzar a las ménades, sale de
la flauta de pan para embrujar, pero en ella resuena también la lira órfica, en torno a la cual
se reúnen, apaciguadas, las figuras de la pasión. Cada vez que esta paz parece amenazada
por pulsiones dionisíacas, ello tiene que ver con la decadencia del gusto. Pero, si desde el
pensamiento griego la función disciplinaria de la música fue percibida como un bien
eminente, todo el mundo -sin duda hoy más que nunca- empuja a un deber de sumisión
musical, así como en otros ámbitos. Así como la conciencia musical de masas ya no se sitúa
bajo el signo del placer anárquico, las transformaciones recientes de dicha conciencia no
tienen tampoco mucha relación con el gusto. La noción misma de gusto está superada. El
gusto designa una actitud de la subjetividad estética en que ésta se reconcilia falsamente
con las convenciones estéticas. Tales convenciones pretenden no estar reificadas ni ser
exteriores, y parecieran provenir de la naturaleza misma de la obra de arte, si no fuese
porque su reconciliación prematura no suprime el antagonismo radical entre la convención
y la subjetividad. Hoy pareciera ya no haber unidad entre ambas. El arte responsable se
orienta en función de criterios que se vinculan a los del conocimiento: criterios de
coherencia y de incoherencia, de lo verdadero y de lo falso. Pero, finalmente, ya no se
elige; ni siquiera se plantea el problema y nadie exige que el sentimiento subjetivo ratifique
la convención: la existencia del sujeto en sí, quien podría hacer de aval al gusto, se ha
vuelto tan problemático como lo es, en el otro extremo, el derecho a la libertad de una
elección que, por lo demás, en la realidad ya no se efectúa más. Si, por ejemplo, se busca,
saber, a quién le “gusta” un éxito comercial de moda, se está en derecho de suponer que el
placer y el displacer son inadecuados a la cosa, aún cuando la persona interrogada emplea
estos términos para racionalizar sus reacciones. El simple hecho de conocer tal éxito
substituye el valor que se le atribuye: apreciarlo significa simplemente reconocerlo. El
juicio de valor se ha vuelto una ficción para quién se encuentra acorralado por mercaderías
musicales estandarizadas. Éste no puede escapar a su preponderancia ni elegir entre lo que
se le presenta puesto que todas las cosas se parecen perfectamente, y que la preferencia no
proviene, de hecho, más que del detalle biográfico o bien de las circunstancias en que la
música ha sido oída. Las categorías de un arte que tendería a su autonomía no tienen ningún
valor en la recepción contemporánea de la música, incluyendo la recepción de las músicas
serias, que se ha vulgarizado con el nombre bárbaro de clásicas para poder substraerse a
ellas con mayor facilidad. Concederemos gustosos que la música específicamente ligera, y
todo lo que está destinado al consumo no ha sido nunca, en realidad, apreciada en función
de estas categorías. Sin embargo, la función de ésta música cambia: justamente porque la
distracción, el encanto, el gozo que promete, los procura rehusándolos. Un novelista inglés
1
Corresponde al primer estudio escrito por Adorno en Estados Unidos, y publicado en 1938 en el tercer
cuaderno del octavo número de la Zeitschrift für Sozialforschung (Revista de Investigaciones Sociales).
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se preguntaba quién podía encontrar todavía placer en los lugares de placer. Asimismo,
podríamos preguntarnos a quién la música de diversión puede todavía divertir. Tal música
aparece sobre todo como el complemento de la pérdida del habla en los hombres, de la
extinción del lenguaje en cuanto expresión, de la incapacidad de comunicar. Ésta se aloja
en las fallas del silencio que se instala entre los hombres deformados por la angustia, la
rutina y la sumisión dócil. Por todas partes, ésta asume subrepticiamente el triste rol que
tenía en tiempos del cine mudo. Ya no se le percibe sino como ruido de fondo. Si nadie
puede verdaderamente hablar, nadie puede en verdad oír. Un especialista estadounidense de
la publicidad radiofónica, al que le encanta recurrir al médium musical, se mostró escéptico
respecto de los réclames que utilizan música ya que, según él, aún durante la escucha, los
hombres habrían aprendido a rehusar la menor atención al contenido de esta escucha. Su
acotación es discutible en lo que concierne el valor publicitario de la música. Pero ella da
en el blanco en lo que tiene que ver con la concepción misma de la música.

En las lamentaciones tradicionales respecto de la decadencia del gusto, numerosos


temas aparecen con insistencia. Encontramos entre ellos, sobre todo, consideraciones llenas
polvorientas y pasionales que califican de “degenerante” la situación social actual de la
música. El más obstinado de estos temas es aquel de la atracción sensual que afeminaría y
volvería inapto para el comportamiento heroico. Se encuentra ya esta idea en el Libro III de
La República de Platón, en el cual los modos “plañideros” y “femeninos” (apropiados para
las orgías), son desterrados, sin que aparezca claramente, aún hoy, por qué estas
características son atribuidas a los modos mixolidios, lidios, hipolidios y jónicos. En la
República platónica, el modo mayor de la música occidental ulterior, que corresponde al
jónico, sería considerado como degenerado y prohibido. Incluso la flauta y los instrumentos
pulsados “de varias cuerdas” son víctimas de un tabú. De los modos, no se conserva sino
“aquellos que imitan convenientemente la voz y la expresión humanas”, “aquel que durante
la guerra, o no importa qué otro acto, exige la fuerza, se expone, puede equivocarse, sufrir
heridas, la muerte o una desgracia”. La República platónica no es la utopía consignada por
la filosofía oficial de la historia. Ésta niega a los ciudadanos el placer en nombre del statu
quo, incluyendo a la música, en que la distinción entre los modos femeninos y los modos
vigorosos no era nada más, ya en tiempos de Platón, que un vestigio de la más estúpida de
las supersticiones. La ironía platónica se burla consciente y malvadamente del flautista
Marsyas desollado por un Apolo pleno de moderación. El programa ético-musical de Platón
es como las medidas de depuración áticas. Otros rasgos persistentes de las moralinas
musicales vienen de la misma vena. El reproche de superficialidad y de “culto a la
personalidad” figura entre los más relevantes. Todas estas características incriminadas son
ante todo las del progreso, en el plano tanto social como específicamente estético. Las
excitaciones prohibidas constituyen los fermentos del gozo que gana en potencia cuando
este lucha contra sí mismo. La riqueza sensual y la conciencia que diferencia están
estrechamente imbricadas. La primacía del individuo sobre la limitación colectiva, en
música, revela el momento de libertad subjetiva que éste atraviesa en sus fases tardías, y
este carácter profano, que libera de sus trabas mágicas, se presenta como superficialidad. Es
así que los elementos deplorados han sido integrados en la gran música occidental: la
excitación sensual como puerta abierta sobre la dimensión armónica y finalmente
coloreada; la persona, libre de toda inhibición, como vehículo de la expresión y de la
humanización de la música misma; la “superficialidad” como crítica de la objetividad muda
de las “formas” en el sentido del partido tomado por Haydn en el “galante”, contra el
erudito. Se trata bien de la decisión de Haydn y no de la despreocupación de un cantor con
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voz de oro o de un instrumentista de melodías engaitadas. Tales elementos están integrados


en la gran música y han sido superados por ella; pero la gran música no es reductible a
ellos. Su grandeza se mide por su capacidad de sintetizar la diversidad de los estímulos
sensuales y de la expresión. La síntesis musical no conserva solamente la unidad de la
apariencia y se cuida de no caer en los momentos rebeldes del placer. Por el contrario, tal
unidad -relación entre los momentos particulares y la totalidad que los produce-
salvaguarda la imagen de las condiciones sociales en las cuales únicamente estos elementos
particulares de felicidad podrían ser más que una simple apariencia. Hasta el final del
período anterior, el equilibrio musical entre la atracción sensual, parcial, y la totalidad,
entre la expresión y la síntesis, entre lo superficial y lo subyacente, es tan inestable como
los momentos de equilibrio entre la oferta y la demanda en la economía burguesa. La
Flauta mágica, en que la utopía de la emancipación y el placer del cuplé de opereta
coinciden perfectamente, es en sí un momento. Después de la Flauta, la música seria y la
música ligera no se han dejado confundir nunca más. Pero lo que se emancipa ahora es la
legalidad formal, no son ya más las pulsiones productivas que se rebelan contra las
convenciones. La atracción sensual, la subjetividad, lo profano, los viejos adversarios de la
alienación y de la reificación, se han vuelto añejos. Los fermentos antimitológicos
tradicionales de la música conspiran, en la era capitalista, contra la libertad, por mucho que
hubiesen proscrito antaño todo lo que se le aparentaba. Los factores de oposición contra el
esquema autoritario se vuelven los testigos de la autoridad que ejerce el éxito del mercado.
El placer del momento y la diversidad superficial se vuelven pretextos para privar al auditor
de pensar la totalidad, exigencia presente en el auditor auténtico, y este auditor sigue la
pendiente de la menor resistencia para transformarse en cliente dócil. Los momentos
parciales dejan de funcionar de modo crítico contra la totalidad en cuestión; estos
suspenden por el contrario la crítica que ejerce la totalidad estética lograda en la
confrontación con las fallas de la sociedad. La unidad sintética les es sacrificada, pero no
producen otra en lugar de la unidad reificada; se le someten, por el contrario, con
complacencia. Los elementos de atracción sensual aislados se revelan inconciliables con la
constitución inmanente de la obra de arte, y la víctima es aquella en que la obra de arte
trasciende siempre necesariamente en conocimiento. Estos elementos no son malos como
tales, sino en razón de su función negativa. Sujetos al éxito, renuncian por sí mismos a los
elementos progresistas que les eran propios. Firman un pacto con todo aquello que el
momento aislado es capaz de ofrecer al individuo aislado quien, desde hace tiempo, ya no
es tal. En el aislamiento, en efecto, los atractivos sensuales se debilitan y ceden a los clichés
de la aprobación. Aquel que se entrega está tan solapado como lo es el pensador respecto de
la sensualidad oriental. Toda vez, la potencia de seducción de los atractivos sensuales
sobrevive allí donde las fuerzas de renuncia son las más fuertes: en la disonancia que
rehusa creer en la engañosa armonía de la realidad establecida. La noción de ascetismo
misma es, en música, de carácter dialéctico. Pero si, en otro tiempo, el ascetismo temperaba
la pretensión estética al placer, éste se ha vuelto, en nuestros días, la marca del arte
progresista. La sociedad conflictiva, que hay que rechazar y que debe ser puesta en
evidencia en lo que la vuelve íntimamente hostil a la felicidad, no puede ser representada
sino por un ascetismo de la composición musical. El arte registra precisamente de modo
negativo esta posibilidad de felicidad a la que se propone hoy, de modo funesto, la simple
anticipación parcial y positiva de la felicidad. Y es por ello que todo arte “fácil” y
agradable se ha vuelto apariencia engañosa: ya no se puede gozar con lo que se manifiesta
estéticamente en las categorías del gozo, y la promesa de felicidad -así era no hace mucho
definido el arte- ya no puede ser encontrada en ninguna parte desde el momento en que la
máscara de la falsa felicidad ha caído. El gozo ya no tiene lugar sino en la presencia
inmediata, física. Cuando este gozo tiene necesidad de una apariencia estética, esta se
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vuelve apariencia según los criterios estéticos y engaña al gozador respecto de su propio
gozo. Es sólo cuando la apariencia falta que permanece fiel a su posibilidad.

La fase reciente de la conciencia musical de masas se define por la hostilidad al


gozo, en el gozo. Esta se parece a las actitudes por las cuales se reacciona al deporte o a la
publicidad. La expresión de gozo artístico resuena curiosamente: que mejor ejemplo que la
música de Schönberg, que comparte con el éxito de moda el hecho de que es imposible
gozar con ella. Aquel que se solaza aún escuchando los más bellos pasajes de un cuarteto
de Schubert o incluso este plato delicioso y provocante que es un Concierto grosso de
Händel, se sitúa, en cuanto pretendido guardián de la cultura, entre los coleccionistas de
mariposas. Lo que lo acerca a esta suerte de gozadores no es particularmente “nuevo”. La
fuerza que ejercen los estribillos ruidosos, lo melodioso y todas las figuras hormigueantes
de la banalidad, data de los principios de la época burguesa. Esta se atacó antaño al
monopolio cultural de la clase dominante. Pero hoy, en la medida en que esta fuerza de la
banalidad se ha extendido al conjunto de la sociedad, su función se ha transformado. Este
cambio de función concierne todas las músicas, y no sólo la música ligera en que sería
demasiado fácil considerar este cambio como “gradual” y subestimarlo haciendo referencia
a los medios mecánicos de difusión. Conviene pensar juntas las dos esferas separadas de la
música. Su distinción estática, que practican con mucho apuro los guardianes de la cultura,
así como la neta separación entre los campos sociales de la música, son igualmente
ilusiones; se tiene, por ejemplo, asignado a la radio totalitaria la tarea, por una parte, de
divertir, de distraer, por otra parte, de hacer cultura como si pudiese haber en ella buena
distracción, y como si la buena cultura no se transformara en mala desde el momento en
que uno se ocupa de ella. Así como la música seria, desde Mozart, elabora su historia
huyendo ante la banalidad y traza en negativo los contornos de la música fácil, ella da
cuenta, hoy, entre sus más importantes representantes, experiencias sombrías que se
acumulan (pressent) aún en la inocencia inconsciente de la música ligera. Inversamente,
sería fácil ocultar el abismo que separa las dos esferas de la música e instaurar un
continuum que permitiera a la educación progresista pasar sin encontrar la menor
resistencia del jazz y las variedades a los bienes culturales. La barbarie cínica no es en nada
mejor que la mentira cultural: la desmitificación de la esfera superior que conlleva está
pagada de vuelta por las ideología de la primitividad y de la naturalidad gracias a las cuales
ella transfigura el undergroud musical; un underground que no expresa más, desde hace
tiempo, la contradicción que golpea a los excluidos del monopolio de la cultura, pero que se
nutre simplemente de aquello que le es otorgado desde lo alto por los señores de los trusts.
La ilusión según la cual la música ligera gozaría en la sociedad de una primacía respecto de
la música, reposa precisamente sobre eta pasividad de las masas que pone el consumo de
esta música en contradicción con los intereses objetivos de aquellos que la consumen. Nos
referimos al hecho de que aprecian efectivamente la música ligera y no consideran la
música seria sino por razones de prestigio social, cuando el simple hecho de conocer la letra
de un éxito, basta para mostrar el papel que juega, por sí sola, la franca aprobación. La
unidad de las dos esferas de la música es, luego, la de su indisoluble contradicción. Estas
están ligadas, juntas, no como si la esfera inferior constituyera una suerte de propedéutica
popular destinada a la esfera superior, o bien como si la esfera superior pudiera tomar
prestado a la esfera inferior, la fuerza colectiva que esta ha perdido. Es imposible volver a
pegar las dos mitades para reconstituir el conjunto, pero en cada una de las dos esferas
aparecen, aún si es muy lejano, las transformaciones de la totalidad que no evoluciona sino
en la contradicción. Si se deja de huir de la banalidad, si la capacidad mercantil de la
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producción seria se anula ante tales exigencias objetivas, entonces la estandarización del
éxito actúa por debajo y da por resultado que el antiguo estilo no logra ni siquiera el éxito y
que uno se contenta de hacer como todo el mundo. Entre la incomprensión y lo ineluctable
no hay intermedio: la situación se ha polarizado en dos extremos que, de hecho, se tocan.
Para el individuo no hay ningún lugar entre los dos. sus exigencias, por mucho que
aparezcan aún, son faux-semblants (simulacro, apariencia engañosa), modelados, en
realidad, sobre estándares. La liquidación del individuo es la marca propia de la nueva
situación musical.

Si las dos esferas de la música se mueven en la unidad de su contradicción, la


frontera que las separa es cambiante. La producción vanguardista se ha desligado del
consumo. El resto de la música seria le está sometida al precio de su contenido. Ésta
sombrea en la escucha-mercancía. Las diferencias entre la recepción de la música oficial
“clásica” y la de la música ligera no tienen ya significación real. Una y otra no son ya más
manipuladas sino por razones de rentabilidad: así como al fan de jazz le importa estar
seguro de que su ídolo no está situado demasiado por encima de él, aquel que asiste a la
orquesta filarmónica espera encontrar una confirmación de su propia situación social. Más
el sistema se aplica en levantar fronteras entre las provincias musicales, más se sospecha
que sin estas barreras los habitantes de dichas provincias no tendrían sino demasiada
facilidad para comprenderse. Toscanini, como Ben Bernie, son llamados maestro, aún si
ello resulta un poco irónico respecto del último, y la canción Musica, maestro, please,
cuyas letras agotan el tema del Clown trágico, conoció un éxito inmediato después de que
Toscanini, gracias a la Radio, haya sido promovido a mariscal de los aires. El imperio de
esta vida musical, que se extiende serenamente desde las empresas de composición de
Irving Berlin y Walter Donaldson -the world’s best composer- hasta The Unifisished,
pasando por Gershwin, Sibelius, y Tchaïkowsky, es el imperio de los fetiches. El principio
de la estrella se ha vuelto totalitario. Las reacciones de los auditores parecen cortarse del
vínculo con la ejecución de la música, para devenir directamente función del éxito
acumulado, el cual no tiene ninguna chance de poder ser correctamente comprendido a
partir de la espontaneidad de la escucha, sino que resulta del comando de los editores, de
los magnates de cine y de las estrellas de radio. Las estrellas no son solamente los nombres
célebres. Las obras comienzan a funcionar de manera similar. Y se erige un panteón de
best-sellers. Los programas se encogen y este proceso de reducción no elimina únicamente
lo que es medianamente bueno, y que los musicólogos especialistas amarían recomendar a
los auditores; los clásicos reconocidos, ellos mismos, están sometidos a una selección que
no tiene nada que ver con la calidad: la Cuarta Sinfonía de Beethoven forma ya parte de las
rarezas. Esta selección engendra un círculo vicioso: lo que es más conocido es aquello que
tiene más éxito; luego, se le interpreta todavía más a menudo y se le da a conocer mucho
más. Aún la elección de las obras estándar se hace en función de su eficacia, en el sentido
justamente de las categorías de éxito, que determinan la música ligera o bien permiten al
super director de orquesta elaborar un programa de seducción; la intensidad de la séptima
sinfonía de Beethoven entra en la misma categoría que la indecible melodía soprano,
simétrica en ocho tiempos: Ella ha sido puesta en la cuenta de “la idea” del compositor que
se piensa poder apropiar al considerarla una de sus cualidades fundamentales. Sin embargo,
la noción de “idea” es totalmente inadecuada a la música reconocida y llamada Clásica. Su
material temático, el acorde perfecto, a menudo disociado, no pertenece en absoluto al autor
con esta especificidad que posee en el Lied romántico, y la grandeza de Beethoven tiene
que ver con esta total sumisión de los elementos melódicos, aleatoriamente personales, a la
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totalidad formal. Lo que no impide que toda música, aún la de Bach, quien tomó prestados
algunos de los temas más importantes al clavecín bien temperado, es percibido por la
categoría de la idea y que, con todo el celo del propietario, se parte a la búsqueda de
ladrones musicales; para terminar, un crítico musical puede deber su éxito a su etiqueta de
detective de melodías.

Es en la apreciación de las voces por el público que el fetichismo musical ejerce su


autoridad con mayor pasión. El encanto sensual de la voz es tradicional, así como el
vínculo estrecho que se establece entre el éxito y aquel que está dotado de este
“instrumento”. Pero se olvida hoy que es un instrumento. Poseer una voz y ser un cantante
son sinónimos para el materialista musical vulgar. En épocas anteriores se exigía al menos
de las estrellas, de los castrati y de los prima dona, un virtuosismo técnico. Hoy se celebra
el instrumento en cuanto tal, fuera de toda función. No se exigen más aptitudes a la
expresión musical. No se espera ni siquiera una práctica técnica de medios. Basta a una voz
ser particularmente grave o aguda para asegurar la gloria de su detentor. En Alemania, la
cantante Erna Sack ha llegado al éxito gracias a su coloratura de soprano. Esta voz de
soprano merece tanta curiosidad como una anomalía clínica, pero la cantante es incapaz de
alinear dos notas y cantarlas correctamente. Y aquel que tuviese la audacia, en el curso de
una simple conversación, de poner en duda la importancia decisiva de la voz o bien de
declarar que es también perfectamente posible hacer bella música con una pequeña voz y
con un pequeño piano, tendría inmediatamente que hacer frente a la hostilidad y al rechazo,
y se encontraría ante una situación tanto más pasional cuanto más su origen y su tema
implican ciertas convicciones políticas. Las voces son bienes sagrados, similares a las
marcas de fábrica nacionales o al misterio de la concepción. Como si las voces quisieran
extraer una venganza, estas comienzan a perder su encanto sensual en nombre del cual se
les negocia. A menudo, ellas suenan como imitaciones de voces que llegan al éxito, cuando
ya están por sí mismas en la cima.

Todo esto culmina absurdamente con el culto a los violines de los maestros. Se está
pronto a extasiarse con el sonido excelente, dicen, de un Stradivarius o de un Amati, que
sólo una oreja de especialista puede distinguir de un buen violín moderno, y se olvida
escuchar música y su ejecución de la que siempre, no obstante, hay algo que retener.
Mientras más progresa la técnica moderna de factura de violines, más está claro que los
antiguos instrumentos están sobrestimados. La rareza deja igualmente de garantizar su
mercado a los niños prodigios. Pero este mercado, en la nueva situación, parece no ignorar
las tendencias inversas. No hay mucho que comentar acerca de un pequeño prodigio que no
sea acompañado por la preocupación malévola que recomienda que el frágil pequeño ser no
sea sometido a demasiados esfuerzos intelectuales, que no se haga de él un pretencioso, y
que el éxito no venga a corromper su inocencia. Es así que la familia envía al niño a
acostarse después de la sopa. Ellos quieren de hecho la muerte de los niños prodigios. La
razón es que -gracias al éxito, adquirido no sin un duro trabajo por el prodigio que, sin ser
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mayor, no puede entrar en el juego de la competencia- el fetiche del éxito al que uno se
aferra parece comprometido. Para qué, en efecto, comprar muy caras entradas para oír a
Kreisler si el prodigio es capaz de tocar igualmente bien y que estamos obligados,
jurídicamente, a escucharlo gratis, sin hablar del hecho de que la reproducción musical hace
necesariamente una ganga de los valores de la madurez, de la inferioridad, de personalidad,
puesto que el joven prodigio juega todavía a los autitos en lugar de comprarlos con
veneración: Si los elementos de atracción sensual que son la inspiración, la voz, el
instrumento, son fetichizados y aislados de todas las funciones que podrían conferirles una
significación, les responden -igualmente bien lejos de toda significación de la totalidad, e
igualmente determinados por el éxito- las emociones ciegas e irracionales; tantas relaciones
a la música que ya no tienen más vínculo con ella. Pero son sin embargo estas mismas
relaciones que ligan el consumidor del éxito a estos mismos éxitos: Lo que esté desde ahora
cerca de ellos, es aquello que les es totalmente ajeno, como es ajeno lo que, cortado de la
conciencia de masas por una pantalla opaca, intenta hablar por los mudos. Cuando estos
auditores se expresan, no se sabe ya más si hacen la diferencia entre la Séptima de
Beethoven y Goody-Goody.

La noción de fetichismo musical no puede no ser deducida por la psicología. Que


“valores” sean consumidos y susciten reacciones afectivas, sin que sus cualidades efectivas
sean en general reconocidas por la conciencia de los consumidores, es la expresión tardía
de su carácter de mercancía: Puesto que el conjunto de la vida musical contemporánea está
dominada por la forma de mercadería: los últimos vestigios del precapitalismo han sido
abandonados. La aplicación de la noción de mercadería a la música no es una analogía. En
efecto, el intercambio de “bienes culturales”, aún si este está muy mediatizado, desemboca
en cosas materiales: las entradas de conciertos de ópera, las partituras para piano de
variedades, los discos de gramófono, los aparatos de radio y, sobre todo en Estados Unidos,
los objetos cuyas ejecuciones musicales aseguran la promoción. La música, con todos los
atributos de lo etéreo y de lo sublime que le son generosamente prodigados, no sirve
esencialmente sino a la publicidad de mercaderías que conviene adquirir para poder
escuchar la música. Si en el sector de la música seria la función publicitaria es
cuidadosamente ocultada, esta actúa en todos los niveles de la música ligera. Todo el
sistema del jazz, con la distribución gratuita de partituras a las orquestas, está hecha de tal
suerte que la ejecución efectuada sirve para promover la compra de reducciones para piano
y discos; innumerables éxitos de variedades elogian, en sus letras, la canción misma cuyo
título se repite en mayúsculas. Lo que se idolatra en estas palabras capitales, es el valor de
cambio en el que desaparece toda traza de placer posible. Marx define el fetichismo de la
mercancía como la veneración de la auto-producción que, en cuanto valor de cambio, se
aliena tanto respecto de los productores como de los consumidores, -de los “hombres”:
“Así, el misterio de la forma de la mercancía consiste simplemente en el hecho de que ella
remite a los hombres los caracteres sociales de su propio trabajo, como propiedades
sociales de estas cosas, de donde se deduce la relación social de los productores con el
trabajo global como relación social de objetos que existen fuera de ellos”. Este “misterio”
es también el verdadero misterio del éxito. Este remite simplemente lo que se paga en el
mercado para adquirir el producto: más precisamente, el consumidor cae en la adoración
ante el dinero que ha gestado para comprar sus entradas al concierto de Toscanini.
Literalmente, ha “hecho” el éxito, que él reifica y acepta como criterio objetivo, sin
reconocerse en él. Éste no lo ha “hecho” en lo que el concierto le ha gustado, sino en que ha
comprado el billete de entrada. Ciertamente en el dominio de los bienes culturales, el valor
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de cambio se impone de manera particular. Ya que este dominio aparece precisamente en el


mundo de las mercaderías como excluido de la potencia del intercambio, como un dominio
de relación inmediata a los bienes, y esta apariencia, a la cual los bienes culturales deben
únicamente su valor de cambio, lo es doblemente. Aún así, al mismo tiempo, estos bienes
caen totalmente en el mundo de las mercaderías, son elaborados para el mercado y en
conformidad al mercado. La apariencia de inmediatez es tan patente como la constricción
del valor de cambio es despiadada. El consenso social armoniza la contradicción. La
apariencia de placer y de inmediatez va hasta volverse ama del valor de cambio. Si la
mercancía se compone siempre del valor de cambio y del valor de uso, el sólo valor de uso,
cuyos bienes culturales deben conservar la apariencia en la sociedad capitalista, es
reemplazada por el sólo valor de cambio que asume falazmente el valor del valor de uso. El
fetichismo específico de la música se constituye en el interior de este quiprocuo: los afectos
que conciernen el valor de cambio, fundan una apariencia de inmediatez que desmiente,
simultáneamente, la ausencia de relación al objeto. Esta ausencia de relación al objeto
consumido se funda en la abstracción del valor de cambio. Todo “psicologismo” ulterior
depende de esta substitución social: el hecho de que el placer ya no lo es más, pero que no
se racionaliza sino como tal. El masoquismo de la escucha que caracteriza sobre todo el
vínculo de las masas al jazz, es la respuesta a las características técnicas que, ellas mismas,
se desprenden de los principios de la economía.

El cambio de función de la música afecta a los fundamentos del vínculo entre el arte
y la sociedad. Así como el orden establecido rechaza el placer, el arte no puede sino
comprometerlo, negándolo en lo inmediato. El valor de cambio se ha localizado ahora en
los vacíos que el rechazo ha formado en todo arte. Mientras más el principio del valor de
cambio, que acompaña a la decadencia de la economía burguesa, frustra despiadadamente a
los hombres ante el placer que experimentan con los valores de uso, más el valor de cambio
se disfraza falazmente en el objeto del placer. Nos hemos interrogado sobre lo que podía
aún cimentar la sociedad de mercancías después de que ella tomara el viraje de la
economía. El hecho de que el placer haya sido transferido del valor de uso de los bienes de
consumo a su valor de cambio, puede contribuir sin duda a explicar esto en el interior de
una concepción global en la cual finalmente todo gozo que se emancipa del valor de
cambio toma un carácter subversivo. La aparición del valor de cambio en las mercancías ha
asumido esta función específica de cimiento. La mujer que dispone de dinero para sus
compras se embriaga en el acto de la compra. Having a good time, significa, en términos
escogidos, participar del placer de los otros, un placer que no tiene otra significación que el
hecho de participar. Que se diga “es un Rolls Royce” en un momento sacramental, y la
religión del automóvil permite a todos los hombres volverse hermanos. Aún la sexualidad
libre está desexualizada: en la intimidad, las jóvenes toman más a pecho el cuidado de sus
peinados y de sus maquillajes, que la situación a la que están justamente destinados el
peinado y el maquillaje. La relación con lo que no tiene relación traiciona su esencia social
en la obediencia. La pareja de conductores que pasa su tiempo en identificar los coches y se
regocija en reconocer las marcas de moda, la joven que experimenta un placer con el hecho
de que ella misma y su bien amado “presentan bien”, la competencia del fan de jazz
legitimado, porque sabe todo sobre lo que, por último, es inevitable: todo esto obedece a la
misma exhortación. Ante los caprichos teológicos de las mercancías, los consumidores se
transforman en unos hieródulos2: en ninguna otra parte se entregan; aquí pueden hacerlo, y

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En la antigüedad, esclavo adscrito al servicio de un templo. (n.d.t.)
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es ahí cuando son completamente engañados, puesto que este abandono los despoja de su
última espontaneidad.

En el nuevo estilo de los fetichistas de la mercancía, en el “carácter sado-


masoquista”, y en aquellos que aceptan el arte de masa contemporáneo, la misma cosa se
presenta bajo sus diferentes aspectos. La cultura de masa masoquista es la forma bajo la
cual aparece necesariamente la producción misma, particularmente la producción
monopólica. La inversión afectiva en el valor de cambio no es una transubstanciación
mística. Esta corresponde al comportamiento del prisionero que ama su celda porque no
tiene otra cosa que amar. El abandono de la individualidad que se adapta a las reglas del
éxito, hacer lo que todo el mundo hace, son resultantes de un dato fundamental, a saber que
la producción monopólica de los bienes de consumo ofrece muy ampliamente la misma
cosa a todos. Pero la necesidad comercial que oculta a esta identidad conlleva tanto la
manipulación del gusto como la individualización aparente de la cultura oficial que cree
porporcionalmente en la liquidación del individuo. Aún en el ámbito superestructural, la
apariencia no es solamente el ocultamiento de la esencia, sino que hay que desprenderla de
la esencia misma. La identidad de lo que es ofrecido, que todos deben comprar, se disimula
en el rigor del estilo universal y obligatorio; la ficción del vínculo entre la oferta y la
demanda sobrevive en los matices ficticiamente reales. Si la validez de la noción de “gusto”
es discutida, se ve muy bien de qué se compone el gusto en esta situación. La adaptación se
racionaliza en cuanto disciplina, hostilidad hacia lo arbitrario y la anarquía: tan
fundamental como la atracción musical, la noética musical está degradada, y encuentra su
parodia en la enumeración estúpida de los compases. Participa de ello y lo completa, la
aleatoria diferenciación en el marco estricto de lo que se ordena. Pero si la individualidad
liquidada integra pasionalmente, como su cosa propia, la total exterioridad de las
convenciones, entonces la edad de oro del gusto se levanta en el instante mismo en que ya
no hay más gusto.

Hay luego todavía un asunto con el fetichismo musical. Las obras sometidas al
fetichismo que se vuelven bienes culturales, sufren modificaciones en su constitución.
Éstas se corrompen. El consumo disociado las destruye. No se trata solamente del hecho de
que las pocas obras ensayadas se desgasten, como la Madona de la Sixtina en el dormitorio.
La reificación afecta su estructura interna. A causa de la intensidad y de la repetición, éstas
se transforman en un conglomerado de impresiones que se graban en los auditores sin que
éstos perciban la organización global. La capacidad de reminiscencia de los elementos
disociados, que tiene que ver con las intensidades y las repeticiones, encuentra su arquetipo
en la gran música misma, particularmente las técnicas composicionales del romanticismo
tardío, en particular las de Wagner. Más la música está reificada, más esta resuena de modo
romántico a las orejas alienadas. Es precisamente por esta vía que ella se vuelve
“propiedad”. Una sinfonía beethoveniana, ejecutada espontáneamente en su totalidad, no se
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dejaría nunca apropiar. Aquel que, en el metro, silva fuerte y con orgullo el tema del final
de la primera sinfonía de Brahms tiene ya mucho más que ver con sus ruinas. Pero esta
descomposición de los fetiches, que los amenaza a ellos mismos y tiende a asimilarlos a las
canciones de éxito, engendra, al mismo tiempo, una tendencia inversa que apunta a
conservar su carácter de fetiches. Si la romantización de las partes aisladas se alimenta del
cuerpo de la totalidad, el cuerpo amenazado se galvaniza. La intensificación del sonido, que
pone en valor justamente las partes reificadas, reviste el carácter de un ritual mágico al
mismo tiempo en que todos los misterios de la personalidad, de la interioridad, de la
inspiración y de la espontaneidad que emanan de la obra misma, son conjurados por su
reproducción. Precisamente, porque la obra en descomposición pierde sus elementos de
espontaneidad, éstos, tan estereotipados como las impresiones, son inyectados desde el
exterior. Para consolar de todo discurso sobre la nueva objetividad, la función esencial de
las ejecuciones conformistas consiste menos en representar la obra “pura”, que en presentar
la obra corrompida gracias a una gestual que intenta, de modo enfático e impotente,
rechazar su corrupción.

Corrupción y magia, hermanas enemigas, obsesionan ambas a los “arreglos”


(musicales) que ocupan a vastos sectores de la música. La práctica del arreglo se extiende a
los ámbitos más variados. A veces, ésta se ampara del tiempo. Ella extrae concretamente
las impresiones reificadas de su contexto para hacer de ellas una montaña de pot-pourri;
ella disocia la unidad polifónica de obras enteras para reducirla a un sólo movimiento: el
minueto de la sinfonía en mi bemol mayor de Mozart -tocado sin los otros movimientos
pierde su coherencia sinfónica y se transforma, con la ejecución, en un trozo de género
decorativo que tiene mucho más que ver con la gavota de Stefanía que con el tipo de
clasicismo para el que debe servir de réclame. Pero el arreglo se vuelve entonces un
principio de coloreo. Las modificaciones sonoras, que sufre toda orquesta cuando resuena
en una pieza a través de los alto-parlantes, son ellas mismas del tipo del arreglo. Pero esto
no basta a los arregladores. Estos arreglan todo lo que cae en sus manos mientras un diktat
de intérpretes célebres no lo prohiba. Como los arregladores son, en el ámbito de la música
ligera, los únicos músicos competentes, estos se sienten mucho más a sus anchas para
confiscar los bienes culturales. Estos invocan todo tipo de razones para sus arreglos: en el
caso de las grandes obras para orquesta, hay que bajar su precio. O si no se reprocha a los
compositores su falta de técnica instrumental. Estos motivos son lamentables pretextos. El
de menor costo, que desea ser estético, se arregla en práctica cuando se piensa en los
medios orquestales considerables puestos precisamente a disposición de estas instancias,
que proceden con el máximo celo a los arreglos, y por el hecho, extremadamente frecuente,
particularmente en las arias para piano, de que los arreglos terminan siendo mucho más
caros que una ejecución en versión original. Además, la creencia de que la música antigua
tendría necesidad de volver a avivar sus colores, se apoya en el carácter contingente de la
relación entre el color y el dibujo que únicamente podía afirmar la ignorancia grosera del
clasicismo vienés, así como Schubert, al que se ha arreglado al antojo. Es probable que el
verdadero descubrimiento de la dimensión del color aparezca en la época de Berlioz y de
Wagner: la pobreza de colores en Haydn y Beethoven mantiene una relación estrecha con la
primacía del principio de construcción sobre los elementos melódicos, los cuales emergen
de la unidad dinámica en los colores más explosivos. Ante tal indigencia, precisamente, las
terceras de fagot al principio de la tercera obertura de Léonore, o bien la cadencia del oboe
en la reprise del primer movimiento de la Quinta, adquieren una potencia que se perdería
irremediablemente si el sonido estuviera más coloreado. Hay que admitir entonces que la
11

práctica del arreglo tiene razones sui generis. Ello quiere, ante todo, volver accesible el
gran sonido distanciado, que siempre posee los caracteres de la cosa pública y de lo no
privado. El hombre de negocios canzado puede palmotear la espalda del clásico arreglado y
los niños pueden tomarle el pelo a su musa. Es la misma pulsión que empuja a los amateurs
de radio a hacerse pasar por tíos y tías y a inmiscuirse en los asuntos familiares de sus
auditores jugando a la proximidad entre los hombres. La reificación radical produce su
propio velo de inmediatez o de intimidad. Inversamente, la intimidad, como si esta fuera
precisamente demasiado ajustada, está reforzada y coloreada por los arreglos. Los
elementos de atracción sensual que surgen de las unidades destruidas, son tales en la
medida en que no fueron determinados sino en cuanto función del todo, que son demasiado
débiles para justamente ejercer esta atracción sensual que se exige de ellos con el fin de
cumplir su tarea, la del réclame. El alindamiento y el engorde del elemento individual
hacen desaparecer tanto el carácter de protesta, que ya existía en la reducción del individuo
a sí mismo contra el sistema, que se pierde en la intimización del todo, la mirada sobre la
totalidad en que, en la gran música, la mala inmediatez individual encuentra sus límites. En
lugar de ello, un falso equilibrio se establece, que se revela progresivamente falso en su
oposición al material. La Serenade de Schubert, con su ampulosidad debida a la alianza de
las cuerdas con el piano, y con la precisión extrema y tonta de las cadencias imitativas, es
tan absurda como si ésta hubiese aparecido en la Dreimäderlhaus3.Sin embargo, el
Preislied4 de los Maestros Cantores no resuena mucho más seriamente cuando no es
ejecutado sino por la orquesta de cuerdas. Esta coloración única le hace perder
objetivamente la articulación que le confería su plasticidad en la partitura wagneriana. Pero
es justamente gracias a esto que adquiere esta plasticidad para el auditor que no tiene ya
más necesidad de recomponer la totalidad del aria a partir de los diferentes colores y que
puede consolarse abandonándose a la melodía única y continua. Es ahí que hay que
aprehender el antagonismo respecto de los auditores, antagonismo del cual son víctimas
hoy en día las obras “clásicas”. Tratándose del secreto más disimulado del arreglo, se puede
presentir bien esta fuerza que tiende a no dejar nada tal cual, a tocar todo lo que molesta.
Una fuerza que crece en la medida en que los fundamentos de la realidad existente, se dejan
“tocar” cada vez menos. Lo que los arregladores más desearían poder continuar
destruyendo, es aquello que los tiene en un respeto ciego. La pseudo-actividad que
caracteriza al auditor contemporáneo se encuentra ya prefigurada por el lado de la
producción y está recomendada por ella.

La práctica del arreglo tiene su origen en la música de salón: Es la práctica de la


entretención “divertissement” elevado, quien debe esta superioridad a los bienes culturales,
pero que desvía de hecho la función de éstos para hacer de ellos materia de distracción del
tipo de la música de variétés. Este divertissement elevado que servía antaño para
acompañar el zumbido de las conversaciones o los ruidos de los platos, se extiende, en
nuestros días, a toda la vida musical; una vida que nadie toma ya más en serio, y que se
relega a un segundo plano en todos los discursos de la cultura. Lo que es elevado, y que no
subsiste hoy en la gran música sino como signo de la mercancía, posee una significación de
clase. Esto sirve para establecer una distinción neta entre los consumidores de los bienes
culturales onerosos y una misera plebs indigente. Para esta última la elección es la
siguiente: o bien aplicarse en participar en esta actividad de elite, aún cuando sea

3
Sinspiel de H. Berté basado en melodías de F. Schubert. La acción, como lo indica el título, se desarrolla en
una casa en que la presencia de tres jóvencitas núbiles, incita a los jóvenes a componer (n.d.t. original)
4
Canto del concurso. (n.d.t. original)
12

simplemente delante de su radio el sábado por la tarde, o bien asumir con saña y distancia
esta camelote fabricada para las necesidades supuestas o reales de las masas. El carácter de
apariencia y de gratuidad de los objetos de entretención elevada limita a los auditores a la
distracción. Uno se confiere una buena conciencia ofreciendo a los auditores una
mercadería de primera calidad, lista a retrucar a quien objetaría que se trata ahí de un fondo
de boutique que es justamente lo que desean los auditores. Esta contra-objeción terminaría
por desactivarse observando la situación de los auditores. Basta examinar el conjunto del
proceso global para constatar que lo que esta réplica hace concita diabólicamente la
unanimidad de los productores y de los consumidores. Sin embargo, el fetichismo va hasta
a ampararse del pretendido trabajo musical serio que moviliza contra la entretención
elevada el pathos de la distancia. La pureza del servicio debido a la cosa misma con la cual
ella presenta las obras, es tan nefasta para ella que la depravación y el arreglo. El ideal de
ejecución musical, que se ha mundializado gracias a las performances extraordinarias de
Toscanini, favorece un estado de sanción que puede calificarse, según la palabra de Eduard
Steuermann, de barbarie de la perfección. Es seguro que aquí los nombres de las obras
reputadas dejan de ser fetichizadas, aún cuando las obras no célebres que se deslizan en los
programas hagan casi deseable una limitación a un pequeño número de obras. Seguro,
igualmente, que las “ideas” no están extendidas y que no se está ensordecido por estas
intensidades que apuntan a suscitar la fascinación. Reina una disciplina de hierro. Pero
precisamente de hierro. El nuevo fetiche, es el aparato como tal: el funcionamiento sin falla
de una maquinaria de cromos resplandecientes en la que los rodajes se engranan con una
precisión tal que no existe ya más ningún espacio, por muy pequeño que éste sea, para que
sea percibida la significación del conjunto. Lo que se llama desde hace poco la ejecución
perfecta, impecable, conserva la obra pagando el precio de su reificación definitiva. La obra
está presente como un producto acabado desde la primera nota: la ejecución resuena como
el disco que se hará de ella. La dinámica está calculada al punto que ya no existe ninguna
tensión. En el momento en que la música resuena, las resistencias del material sonoro son
tan despiadadamente eliminadas que no logramos ya más la síntesis, esta auto-producción
de la obra que constituye el sentido de toda sinfonía beethoveniana. ¿Para qué el esfuerzo
de tensión sinfónica si la materia en la cual justamente esta fuerza encontraba su
justificación está ya triturada? Ella gira en el vacío. Fijando la obra para preservarla, se la
destruye: ya que su unidad no se realiza precisamente sino en la espontaneidad que es
víctima de este estatismo. El último fetichismo que se ampara de la cosa misma la ahoga: la
adecuación absoluta de la apariencia a la obra, desmiente esta última y la hace desaparecer
detrás del aparato, así como la construcción de las ciudades y el drenaje de las aguas por los
equipos de trabajadores se efectúan no por el provecho de éstos sino solamente en nombre
del trabajo. No es un azar si la dominación del director de orquesta célebre hace pensar a la
de un dictador. A instancias de éste, reduce a un mismo denominador el prestigio y la
organización. Se trata verdaderamente del tipo moderno del virtuoso: band leader, como se
dice en el Metropolitan. Ha llegado al punto en que él mismo no tiene ya nada más que
hacer. A menudo, la batuta del segundo director de orquesta lo dispensa de leer la partitura:
la norma corre por cuenta de su personalidad y las performances individuales que realiza
provienen de máximas universales. El fetichismo del director de orquesta es el más
evidente y el más oculto: las orquestas virtuosas actuales podrían ciertamente ejecutar las
obras estándar a la perfección sin director de orquesta, y el público que lo aclama sería
incapaz de notar que en la fosa de la orquesta, invisible, es el segundo director de orquesta
quien interpreta a los reemplazantes, los héroes ignorados.
13

La conciencia de las masas de auditores es conforme a la música fetichizada. Se


escucha bajo prescripción, y es seguro que la depravación misma no sería posible si hubiera
resistencias; si los auditores fueran aún capaces, en sus exigencias, de ir más allá de lo que
se les ofrece. Pero aquel que intentara “verificar” el carácter fetichista de la música con la
ayuda de encuestas, de entrevistas o de cuestionarios sobre las reacciones de los auditores,
sería inmediatamente contrariado. En música, como en otras cosas, la tensión entre la
esencia y la apariencia se ha acrecentado al punto que ninguna apariencia puede ya valer
directamente como prueba de la esencia. Las reacciones inconscientes de los auditores son
tan inaccesibles, sus declaraciones se orientan de modo tan exclusivo en función de las
categorías dominantes del fetichismo, que toda respuesta obtenida se conforma a priori al
carácter superficial de este mecanismo musical denunciado por la teoría que se somete a la
verificación. Aún cuando se plantea a un auditor cuestiones tan elementales como las del
placer o del displacer, el conjunto del sistema interviene en las condiciones de la
experiencia; mecanismo del que podía pensarse que no aparecería o que se atenuaría
simplificando las cuestiones. Y aún si uno se esfuerza por substituir a las condiciones
experimentales elementales de las condiciones que reproducen la dependencia real de los
auditores respecto del sistema, toda complicación del modo de experiencia no significa
solamente una complicación suplementaria en la interpretación de los resultados, sino que
aumenta las resistencias de las personas interrogadas, y no hace sino encerrarlas aún más en
la actitud conformista en que ellas se estiman resguardadas de todo riesgo de ser
desenmascaradas. Las tentativas de verificación permiten ver concretamente el carácter
problemático de todo positivismo en ciencias sociales en la situación actual: con la pillería
de lo disparatado, la esencia recula constantemente ante la trampa que la revelaría, y la
ciencia de la verificación contribuye a veces al sabotaje de la teoría verdadera. Ella está
lista para difamar todo enunciado que penetra seriamente en el corazón del contexto de
enceguecimiento fenomenal y a considerarlo como generalización no científica. En una
realidad completamente enceguecida, la verdad que desenmascara es demasiado fácilmente
rechazada por el lado comprometedor de la paranoia. La teoría crítica analiza “sin
prejuicios” menos reacciones de lo que ella las deduce y se esfuerza por interpretar los
datos empíricos acerca de los auditores sacando consecuencias de esta deducción y
afinándola. Ésta lleva a la crítica suficientemente lejos como para poner entre paréntesis la
noción misma de reacción. Es imposible, por ejemplo, establecer netamente un vínculo de
causalidad entre “acciones” aisladas de jazz y sus efectos psicológicos sobre los auditores.
Si es verdad que hoy los individuos ya no se pertenecen verdaderamente, esto significa
también que ellos dejan de ser “influenciados”. Los dos polos de la producción y del
consumo están siempre muy estrechamente ligados el uno al otro. Su mediación misma no
escapa en absoluto a la hipótesis teórica. Basta recordar cuántos sufrimientos son evitados a
aquel que no piensa un pensamiento de más, cuánto aquel que aprueba la realidad como la
justa realidad se comporta más conformemente con ella, cuánto posee únicamente aún el
poder de disponer del mecanismo aquel que se pliega a él sin réplica, con el objeto de
comprender aún la correspondencia entre conciencia del auditor y música fetichizada,
incluso cuando esta conciencia del auditor no se deja reducir únicamente a ésta música.

Como contraparte al fetichismo de la música se produce una regresión de la


escucha. Al perder la libertad y la responsabilidad de su elección, los sujetos auditores no
sólo pierden la capacidad de un conocimiento reflexionado de la música, limitada desde
siempre a grupos limitados, pero llegan a negar obstinadamente que tal conocimiento sea
posible. Ellos oscilan entre el gran olvido y la reminiscencia súbita que vuelve a caer
14

inmediatamente en el olvido; ellos escuchan de manera atomizada y disocian lo que


escuchan, pero, en el curso de esta disociación, llegan a desarrollar ciertas aptitudes que los
conceptos estéticos tradicionales pueden aprehender todavía menos que si se tratara de
fútbol o de conducir un automóvil. No son pueriles, contrariamente a lo que querría hacer
creer una concepción que establece un vínculo entre el modo reciente de la escucha y la
introducción de masas -en otro tiempo ajenas a la música- en la vida musical, gracias a los
medios técnicos de reproducción. En realidad son infantiles: su carácter primario no es el
del primitivo, sino el de la represión compulsiva. Cuando pueden, traicionan un odio
contenido respecto de todo lo que hace pensar a algo diferente, pero se defienden de ello
con el fin de poder vivir en paz, y prefieren, por este hecho, extirpar la posibilidad de tal
exigencia. Aquello ante lo cual se regresa es la posibilidad presente, o para hablar más
concretamente, la posibilidad de una música que sea otra y contestataria. Lo que es
igualmente regresivo es el rol que juega la música de masas contemporánea en la economía
psicológica de sus víctimas. No sólo se les priva de lo que hay de más esencial, sino que se
le confirma en su debilidad neurótica, sin preocuparse de saber lo que sería de sus aptitudes
musicales respecto de una cultura específicamente musical durante fases sociales
anteriores, sin preocuparse tampoco de saber si los individuos mismos regresan o no en el
plano musical. Es difícil articular este concepto de regresión de modo satisfactorio. En
ninguna otra parte el riesgo es tan grande de confundirlo con las quejas sobre la decadencia
del gusto; pero en ninguna otra parte, igualmente, la teoría está a tal punto expuesta a todas
las resistencias del conformismo que considera la situación como perfecta y como
bienvenidos los felices comienzos del nuevo modo de la audición. En todo caso, es absurdo
comparar el gusto actual de las masas con las épocas pasadas: si se comparara estas masas a
la clase de los amateurs cultivados del tiempo de Mozart o de Beethoven, el paralelo estaría
falseado desde el origen. Toda confrontación con las masas de esta época es imposible
porque la gran mayoría de los individuos no tenían acceso a la gran música. Toda idea que
uno se haga sobre la situación musical de esta mayoría no es sino conjetura. Si aún así, se
llegara a definir globalmente el concepto de masa como la conciencia pasiva de la mayoría
numérica en la era de los monopolios, estas cualidades que se consideran como
características de las masas actuales aparecerían justamente como regresivas. Todos los
documentos de música popular que datan, por ejemplo, del siglo XVIII, dan a pensar que el
Augsburger Tafelkonfekt 5 o bien die singende Muse an der Pleisse6, de los cuales no cabe
exagerar las cualidades musicales, no han gatillado tanta compulsión de repetición como lo
ha hecho I wan to be happy entre conciencias atrofiadas y mutiladas, aún si este éxito del
jazz, desde el punto de vista de la competencia técnica, era probablemente superior a los
deliciosos cuplés del siglo XVIII. Así como resulta falso admitir una regresión del gusto,
sería igualmente erróneo creer que en razón de la música que les es propuesta, los
individuos regresan efectivamente a un estadio anterior de su desarrollo. La regresión de la
escucha no significa nada más que la escucha de aquellos que regresan. La unanimidad que
se hace sobre los éxitos y la depravación de los bienes culturales, forman parte de los
mismos síntomas que aquellos rostros infantiles de los que no se sabe si es el film el que ha
falseado la realidad o la inversa; estos rostros en los que una boca gorda y deforme se abre
con una dentadura desbordante en una sonrisa voraz, sobrepasada por ojos tristes y
fatigados. Después del deporte y el cine, la música de masas y la nueva escucha hacen
imposible, de ahora en adelante, escapar al infantilismo. Este síntoma mórbido tiene una
significación conservadora: la estructura social en declive la utiliza para su propia
estabilización. Los modos de escucha de masa contemporáneos, en sí mismos, no tienen

5
Música popular anónima del siglo XVIII (n.d.t. original)
6
Idem.
15

nada de nuevos, y se puede conceder sin problemas que la manera en que era recibido
Puppchen7, el éxito de antes de la guerra, no era muy diferente de éste aire de jazz para
niños como es A-tisket-, a-tasket. Pero la configuración en la que aparece A-tisket, a-tasket:
la burla masoquista de su propio deseo de felicidad perdido de la infancia, o bien la manera
de comprometer la aspiración a la felicidad por este retorno en una infancia cuya
inaccesibilidad testimonia la imposibilidad de acceder a la felicidad -todo ello resulta
específicamente de la nueva escucha, y nada de lo que golpea a los oídos escapa a este
esquema. Ciertamente, existen diferencias de clase, pero la nueva escucha engloba el
conjunto de la comunidad en la medida en que el enbrutecimiento de los oprimidos afecte a
los propios opresores y haga víctimas de la rueda, que gira por sí sola, a aquellos que
imaginan poder trazarle la vía. Gracias al mecanismo de difusión, la escucha regresiva está
ligada de modo evidente con la producción, a causa, precisamente, de la publicidad. La
escucha regresiva aparece desde el momento en que la publicidad se troca en terror; desde
que la conciencia se ve reducida a capitular ante el réclame todo poderoso, y a apagar la paz
del alma, haciendo de las mercaderías otorgadas literalmente su cosa propia. En la escucha
regresiva, la publicidad reviste un aspecto compulsivo. Durante un tiempo, un trust de
cerveceros se ha servido para su propaganda de un panel de afiche que reproduce como
trompe-l’oeil uno de aquellos muros de ladrillo blanco que se encuentran frecuentemente en
los barrios militares de Londres y en las ciudades industriales del Norte. El panel estaba
situado hábilmente de modo que se confundía con un muro verdadero. Este comportaba una
inscripción en tiza, que imitaba cuidadosamente una escritura torpe, que decía: What we
want is Watney’s. La marca de cerveza se revela como slogan político. Este afiche no se
contenta con aclarar el modo en que se hace la propaganda moderna, que propone su slogan
bajo la apariencia de mercadería, así como la mercadería se disimula en el slogan. La
actitud que sugiere el afiche: a saber, que las masas hagan de la mercadería propuesta el
objeto de su propia acción, reproduce de hecho el esquema de la recepción de la música
ligera. Las masas exigen y tienen necesidad de aquello de que se las persuade. Éstas
dominan el sentimiento de impotencia que las invade frente a la producción monopólica,
identificándose al producto de los monopolios. Por esta vía, ellas suprimen el carácter de
extrañeza de las marcas musicales, a la vez lejos de ellas y peligrosamente cercanas, y
tienen además el placer de sentirse parte activa en las empresas del señor Kannitverstan,
que reencuentran a cada paso. Ello explica por qué se encuentran más que en otras partes
tantas expresiones individuales de predilección, y por supuesto de rechazo. Por el hecho de
la identificación de los auditores a los fetiches, el fetichismo de la música engendra su
propio ocultamiento. Únicamente esta identificación permite al éxito volverse amo de sus
víctimas. Ella se produce como consecuencia de una serie de olvidos y de recuerdos. Así
como toda publicidad se compone de elementos conocidos insólitos y de elementos
desconocidos banales, el éxito permanece olvidado en la penumbra de la conciencia, para
resurgir momentánea y penosamente en la memoria como bajo el efecto de un proyector.
Estamos casi tentados de comparar el instante de esta reminiscencia a aquel en que la
víctima de un éxito recuerda de pronto su título o el principio de la letra: puede ser que se
identifique a éste al mismo tiempo en que lo identifica y se lo apropia. Ciertamente, esta
compulsión puede, cada vez, empujarlo a reflexionar sobre el título del éxito. Pero lo que
está escrito por debajo, y que permite la identificación, no es nada más que la marca
comercial del éxito.

7
Canción popular de pre-guerra, Puppchen, du bist mein Augenstern. (n.d.t. original).
16

El comportamiento perceptivo que prepara para el olvido y la reminiscencia súbita


de la música de masa, es la desconcentración. Desde el momento en que productos
estandarizados, desesperadamente parecidos con excepción de aquellos que hacen slogan y
que se les destaca, no permiten ya más una concentración de la escucha sin que ello los
haga insoportables a los auditores, éstos últimos se vuelven, ellos mismos, totalmente
inaptos para una escucha concentrada. Ya no pueden más hacer el esfuerzo que exige una
atención sostenida y se abandonan, de algún modo resignados, a lo que ocurre, sin sentir
placer sino a condición de no escuchar con demasiada aplicación. La acotación de
Benjamin respecto de la percepción del cine en estado de distracción, se aplica también a la
música ligera. El jazz, por ejemplo, puede ejercer su rol únicamente porque se le percibe,
no bajo un modo de atención, sino sobre un fondo de conversación y sobretodo para bailar.
Es la razón por la cual se escucha decir a menudo que el jazz es agradable para bailar, pero
execrable para escuchar. Pero si el film, tomado como totalidad, parece ir al encuentro de
un modo de percepción desconcentrada, la escucha desconcentrada, ella, vuelve imposible
la aprehensión de una totalidad. Lo que se capta es únicamente lo que alumbran los
proyectores: intervalos melódicos curiosos, modulaciones sorprendentes, errores
intencionales o fortuitos, o bien todo lo que se condensa y hace fórmula cuando se combina
íntimamente la melodía y el texto. Allí, también, auditores y productores están de acuerdo:
la estructura que no pueden seguir está lejos de serles dada. Si en la gran música la escucha
atomizada significa una descomposición en camino, en la música ligera ya no hay más nada
que descomponer; en el plano formal, los éxitos están normalizados hasta en el número de
medidas y la duración exacta con tal rigor que una pieza cualquiera no revela ya más
ninguna “forma” específica. La emancipación de los elementos respecto de su contexto, y
respecto de todos los momentos que van más allá de su contexto, y respecto de todos los
momentos que van más allá de su actualidad inmediata, inaugura esta transferencia del
interés musical sobre la atracción sensual, individual. Transferencia que a los salvadores de
la cultura les cuesta tanto comprender. Lo que es característico, es este interés que acuerdan
los auditores, no sólo a las piezas instrumentales acrobáticas, sino al timbre particular de los
instrumentos; un interés que renueva la práctica del swing y que hace que toda variación -
“coro”- exponga de manera casi concertante un color instrumental particular: clarinete,
piano, trompeta. A menudo, esto va tan lejos que los auditores parecen preocuparse más por
la interpretación y por el estilo, que por un material que los deja indiferentes: con la
condición solamente de que cada interpretación haga prueba de la atracción que ejerce
sobre el individuo. Va de cajón que la celebración del instrumento y que la tendencia a
imitar y a participar, poseen su rol en esta inclinación por el color; probablemente también
esta euforia de los niños ante el abigarrado, que vuelve para consolar de la experiencia
musical contemporánea. La transferencia del interés sobre la atracción de los colores y
sobre la performance individual, a distancia de la totalidad, y sin duda de la melodía, podría
ser interpretada por los optimistas como una irrupción de gozo en la coerción. Pero esta
interpretación es errónea. Por una parte, los atractivos percibidos permanecen en el mismo
esquema estático, y quien sucumbe a él termina por rebelarse. Por otro lado estos atractivos
son ellos mismos bastante limitados. Se reducen todos a una pobre tonalidad impresionista.
No correspondería que el interés que se experimente por un timbre o por un acorde aislado,
conduzca a tomar placer con la escucha de nuevos timbres y de nuevos acordes. Los
auditores atomizados son, por otra parte, los primeros en denunciar estos sonidos
calificándolos de intelectuales o liza y llanamente de cacofónicos. Los atractivos de los que
gozan deben ser reconocidos. Ciertamente, hay disonancias en el jazz, y técnicas de
interpretación muy elaboradas han aparecido desde entonces. Pero todas estas prácticas
están acompañadas de un certificado que garantiza que se está operando sin riesgo: todo
acorde extravagante debe ser elaborado de tal suerte que el auditor pueda tomarlo por
17

substituto de un acorde “normal”; y mientras siente placer ante el mal trato que la
disonancia hace sufrir a la consonancia, pero de la que ella se ofrece en garantía, la
consonancia virtual garantiza al mismo tiempo que se permanezca bien al interior del
mismo círculo. Toda vez, esta ambigüedad así como el agotamiento del stock de atractivos
vuelven precisamente ilusorio el gozo al que se aferra el consumidor. Cuando se investiga
sobre la manera en que son recibidos los éxitos, se encuentra frecuentemente gente que
pregunta cuál debe ser su actitud si una pieza, al mismo tiempo les gusta y les disgusta.
Puede suponerse que éstas personas relaten una experiencia que realizan igualmente
aquellos que prefieren no hablar. Las reacciones a los atractivos aislados son ambivalentes.
Un placer sensual puede cambiarse en repulsión desde que uno percibe que este no sirve
sino para poner un señuelo al consumidor. El engaño reside aquí en la oferta de lo siempre
igual. Aún el fanático del éxito más limitado termina fatalmente por sentir lo que siente el
niño glotón saliendo de una confitería. Que los atractivos se debilitan y se cambian en su
contrario -el hecho de que la duración de vida de los éxitos sea cada vez más breve,
proviene de la misma experiencia- y la ideología de la cultura, que celebra la gran música,
actúa plenamente para que la música ligera sea escuchada con cargo de conciencia. Nadie
da verdaderamente crédito al placer decretado. Ya que el decreto tiene por efecto matar el
placer. Pero esta escucha permanece sin embargo regresiva en la medida en que ella acepta
tal situación en desmedro de toda su ambivalencia y de la desconfianza que suscita. La
trasferencia de los afectos sobre el valor de cambio tiene por efecto que ya ni siquiera se
espere de la música que responda a las exigencias de placer. Los substitutos alcanzan
perfectamente su objetivo puesto que el deseo al que responden es el mismo un substituto.
Aquel que encuentra particularmente bellas las dos cadencias solistas para carillón en el
disco de Whiteman d’Avalon, no siente ningún placer. Éste las estima porque, según la
norma, estas corresponden a las reglas del juego. Pero las orejas que ya no son desde ahora
capaces de oir sino bajo exhortación lo que se espera de ellas, y aquellas que registran la
exhortación abstracta en lugar de sintetizar los elementos de atractivo, son malas orejas.
Aún si ellas “aíslan” un pasaje, características decisivas les escapan, precisamente aquellas
gracias a las cuales tal aislamiento ha trascendido. De hecho, no se está en presencia, en la
escucha misma, del mecanismo neurótico del embrutecimiento: se le reconoce con certeza
en el rechazo ignorante y tosco de todo lo que es inhabitual. Lo auditores regresivos se
conducen como niños. Estos no dejan de reclamar con una testarudez ensañada el mismo
plato que ya se les había servido antes.

Se les prepara así una suerte de lenguaje musical pueril que se distingue del
verdadero lenguaje en que finalmente se compone de ruinas y de deformaciones del
lenguaje técnico musical. En las partituras de éxitos a la moda se encuentran curiosos
gráficos. Estos conciernen la guitarra, el ukelele, el banjo -instrumentos para niños, como el
acordeón de los tangos respecto del piano- y son reservados a los músicos que no saben leer
las notas. Los dibujos representan la digitación que conviene al instrumento. La partitura
que se debe interpretar racionalmente es remplazada por señales ópticas, por paneles de
circulación musical. Naturalmente, estos signos se limitan a tres acordes tónicos
fundamentales y concluyen todo desarrollo armónico. La circulación musical tal cual está
arreglada aquí es digna de ellos. No se le puede comparar con la que se encuentra en las
rutas. Las faltas pululan tanto en las frases musicales como en la armonía. Se encuentran
malos “redobles” de terceras, progresiones por quintas y por octavas, contrapuntos ilógicos,
sobre todo en los bajos. Uno desearía poder poner todo esto en la cuenta de los aficionados
que inicialmente están en el origen de la concepción de estos éxitos pero, en realidad, son
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los arregladores quienes hacen el trabajo musical. Así como los editores se abstienen de
publicar una carta mal ortografiada, no se puede mucho concebir que, aconsejados por sus
especialistas, publiquen sin controlarlas, versiones de amateurs. O bien los errores son
hechos conscientemente por los especialistas, o bien se les deja tal cual, expresamente -por
el bien de los auditores. Viendo el modo lamentable e indolente en que un diletante es
capaz de restituir un éxito después de haberlo escuchado, podría suponerse, en efecto, que
los auditores y los especialistas manifiesten el deseo de instaurar lazos de familiaridad con
los auditores. Estas astucias serían del mismo tipo, con otras implicancias psicológicas, que
aquellas de las faltas de ortografía en los afiches publicitarios. Aún si se quisiera negar que
puedan ser percibidas puesto que son demasiado tiradas de los cabellos, las faltas
estereotipadas continuarían siendo comprendidas. Por una parte, la escucha infantil reclama
un sonido rico y pleno, que está representado especialmente por las terceras exuberantes, y
es precisamente al nivel de ésta exigencia que el lenguaje musical pueril es más
radicalmente contrario a la canción infantil. Por otra parte, la escucha infantil exige que
intervengan por todas partes las resoluciones más confortables y las más banales. Si la
armonización estuviera correctamente efectuada, lo que resultaría de este sonido “rico”,
sería tan diferente de las relaciones armónicas estandarizadas que los auditores las
rechazarían como “no naturales”. Las faltas residirían entonces en estos golpes de fuerza
que resuelven las contradicciones de la conciencia pueril de los auditores. La cita es tan
característica también del lenguaje musical regresivo. Esto va de la cita consciente de los
cantos infantiles y populares, a la imitación y al plagio latente, pasando por las alusiones
ambiguas más o menos debidas al azar. El colmo es alcanzado cuando los fragmentos
enteros del repertorio clásico o bien de la ópera son puestos en jazz. La práctica de la cita
refleja la ambivalencia de la conciencia infantil de los auditores. Las citas son a la vez
autoritarias y paródicas. Es de este modo que el niño imita al maestro.

La ambivalencia de los auditores regresivos encuentra su expresión extrema en el


hecho de que los individuos, todavía no reducidos completamente al estado de las cosas,
siguen queriendo escapar al mecanismo de la reificación musical a la cual son librados,
cuando su revuelta contra el fetichismo tiene por efecto sumergirlos todavía más en él. Aún
cuando hacen una tentativa por escapar a la pasividad del consumidor compulsivo y se
“activan”, sombrean en la pseudo actividad. Entre la masa de auditores regresivos, tipos de
individuos se distinguen por su pseudo-actividad, que sin embargo están en instancia de
regresión todavía más profunda. Primero, uno se encuentra con los entusiastas que envían
cartas ditirámbicas a las estaciones de radio y a las orquestas, dan testimonio de su
entusiasmo por las jazzsessions de calidad, y hacen réclames para la mercancía que
consumen. Se nombran a sí mismos jitterbugs como si quisieran, al mismo tiempo, aprobar
e infamar la pérdida de su individualidad, su fascinante metamorfosis en insectos
zumbantes. Su única excusa es el hecho de que el término jitterbugs -como toda su
terminología de construcciones imaginarias en el cine y en el jazz- les está metido en el
cráneo por los empresarios, para hacerles creer que ellos se mantienen tras bambalinas. Su
éxtasis carece de contenido. Que la música tenga lugar, que sea escuchada, se substituye al
contenido. El objeto del éxtasis es su propio carácter compulsivo. Ella tiene por modelo los
éxtasis que gatilla el tam-tam de guerra de los salvajes. Por su aspecto convulsivo evoca la
danza de Saint-Guy o bien los reflejos de un animal mutilado. La pasión misma parece ser
la consecuencia de anomalías. Pero el ritual extático se revela como una pseudoactividad
gracias al elemento mímico. No se danza o se escucha por “sensibilidad”, esta no está
ciertamente colmada por la audición, sino que se imitan los gestos que traducen la
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sensibilidad. Se encuentra una analogía de esto en la representación de emociones


particulares en el cine, en los esquemas fisionómicos de la angustia, del deseo, de la pasión
erótica; keep smiling; espressivo atomizado de la música depravada. La apropiación
mimética de los modelos mercantiles se confunde con las costumbres folklóricas de la
imitación. En el jazz, el vínculo entre esta mímica y los imitadores es muy cobarde. Reposa
sobre la caricatura. La danza y la música reproducen las etapas de la excitación sexual para
convertirla en escarnio. Todo ocurre como si el substituto del placer se volviera
inmediatamente, celosamente, contra este placer mismo: el comportamiento conforme a la
realidad de los oprimidos triunfa sobre el sueño de la felicidad estando al mismo tiempo
inscrito en éste. Y como para confirmar la ilusión y el engaño de este tipo de éxtasis, las
piernas son incapaces de realizar aquello que pretenden las orejas. Los mismos jitterbugs,
que se conducen como si estuvieran electrizados por las síncopas, terminan casi por bailar
según el compás. La carne débil hace mentir al espíritu pronto; el éxtasis gestual de los
auditores pueriles fracasa ante el gesto estático. En el opuesto se encuentra el auditor
cuidadoso que se mantiene fuera del sistema y se retira en la calma de su habitación para
“ocuparse” de música. Es tímido, inhibido, no tiene probablemente suerte con las jóvenes,
pero desea conservar su esfera bien a parte. Tal tentativa es la del aficionado. Con una
veintena de años, regresa al estado de los niños que juegan orgullosamente al matador ante
sus cubos o que se entretienen jugando al carpintero para agradar a sus padres. El
aficionado ha adquirido sus cartas de nobleza en el ámbito de la radio. Pacientemente,
construye aparatos a los que les falta sin embargo comprar las piezas más importantes, y
explora el espacio para descubrir los misterios que no lo son, las longitudes de onda. Lector
de historias de indios y de aventuras, ha descubierto un día confines ignorados y ha tallado
su camino a través de la selva virgen. Aficionado, descubre precisamente productos
industriales que esperan ser descubiertos por él. No trae nada a su casa que no le sea librado
a domicilio. Los aventureros de la pseudo actividad se han constituido ya en bandas
declaradas: los radio-aficionados se hacen enviar, por las estaciones de onda corta que han
descubierto, fichas de control impresas y organizan concursos en los que el ganador es
aquel que puede presentar el mayor número de fichas. Todo esto está cuidadosamente
organizado de A a Z. Puede ocurrir incluso que estos coleccionistas de ondas envíen a los
emisores informaciones que les permitan perfeccionar sus aparatos. El aficionado es,
probablemente, el más perfecto ejemplo de auditor fetichista. Poco importa lo que escucha
y aún la manera en que escucha; lo que interesa es el hecho de que escucha y de que logra
con sus instrumentos personales insertarse en el sistema oficial, sin tener, por otro lado,
sobre éste, la menor influencia. En el mismo espíritu, innombrables auditores de radio
pasan su tiempo girando los botones de su aparato, pero sin bricoler, Otros son
especialistas, y son, en todo caso, más agresivos. Son tipos “chics”, a sus anchas en toda
ocasión, siempre listos en sociedad, a ponerse a bailar jazz con una precisión de máquina.
El joven que canta o silba sus síncopas ante una estación de servicio, relajado, mientras
llena el estanque, el experto, capaz de identificar todo grupo de jazz, y que se sumerge en la
historia de esta música como si se tratara de la gran revolución, se asemeja mucho más al
deportista, sino al futbolista mismo, al menos como vistoso hincha que domina desde las
tribunas. Sabe volver a mostrar y hace de ello una gloria; tan conocedor de whisky como de
mujeres. Es capaz de brillar improvisando groseramente, aún si debe ejercitarse en el piano
a escondidas, durante horas, con el fin de juntar ritmos rebeldes. Se hace pasar por un ser a
parte, independiente, que se burla del mundo entero. Pero lo que restituye del mundo es su
melodía, y sus astucias son menos descubrimientos del momento que una experiencia
acumulada adquirida en el contacto de objetos técnicos tan codiciados. Sus improvisaciones
son, cada vez, los gestos de su pronta subordinación a aquello que el aparato exige de él. El
piloto de automóvil constituye el prototipo de este género de auditor que es el tipo “chic”.
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Éste se entiende tan bien con todo aquello que ejerce una dominación, que abandona toda
resistencia y realiza constantemente todo lo que se le pide en el nombre del funcionamiento
fiable. Se encuentra, en los compositores, un representante exacto de este tipo en la persona
de Hindemith, del que Paul Bekker decía que no escribía ni pensaba tanto para los
instrumentos, como el mismo se metamorfoseaba, durante lo que componía, en clarinete o
en viola. El tipo “chic” se equivoca creyendo que su sumisión total al mecanismo reificado
es una manera de volverse maestro. La soberana rutina del aficionado al jazz no es nada
más que esta aptitud pasiva de no dejarse sacar del camino en la adaptación a los modelos.
A él se dirige verdaderamente el jazz: sus improvisaciones provienen del esquema, y él
gobierna tal esquema, con el cigarrillo en los labios, tan relajado como si él mismo lo
hubiera descubierto.

Los tipos de auditores regresivos no dependen de las clases sociales. Pero hay en
ellos un elemento social. Ellos son virtualmente cesantes. El joven que trabaja en la
estación de servicio ayuda a su padre o a un joven de su misma edad porque no encuentra
empleo. Le es necesario conocer astucias para continuar teniéndose a distancia del proceso
de producción, un proceso que no lo absorbe todavía o que lo ha rechazado ya nuevamente:
éste prosigue su camino como hitchhiker. Los auditores regresivos tienen un elemento
común decisivo con aquel que debe matar el tiempo porque no obtiene placer de ninguna
otra cosa, e igualmente con el trabajador ocasional. Se requiere mucho tiempo libre y poca
libertad para volverse un experto en jazz o bien para permanecer toda la jornada a la
escucha de la radio; y la habilidad con la que uno se acomoda a las síncopas y a los ritmos
es aquella del chofer de maestro que puede igualmente reparar los parlantes como las panas
eléctricas. Los nuevos auditores se parecen a los mecánicos, especializados y capaces de
mostrar conocimientos específicos allí donde no se les esperaba, fuera de su formación
profesional. Pero esta desespecialización no los hace sino falsamente salir de un sistema al
que no se oponen demasiado y en torno al cual están obligados a gravitar. Mientras más
consiguen arreglárselas para vivir el día a día, más están sometidos al sistema. Los
resultados de una encuesta que mostraba que, entre los auditores de radio, los amigos de la
música ligera están despolitizados, no se deben al azar. Ellos coinciden precisamente con la
despolitización de los cesantes que se constata en Europa. La posibilidad del individuo de
ponerse al abrigo, y una seguridad siempre problemática, hacen que ya no se vean los
cambios de la situación en la que se busca refugio, y que tampoco se vea la seguridad que
resultaría de la abolición de tal situación. Las actitudes regresivas de los auditores
responden a esos esquemas de la seguridad. Ésta es la razón por la que su despolitización es
temporal. En primer lugar ella tiene como única función liquidar toda resistencia frente a la
presión social que amenaza al individuo y que ella se esfuerza insistentemente en
reconciliar. Pero esta subordinación está lista para revestir ella misma un aspecto político:
los expertos en jazz son los guías astutos y los jitterbugs sus futuros hinchas desatados. La
escucha regresiva no es un fenómeno superficial ni inocente. Aún cuando la regresión
musical no contribuyera directamente al embrutecimiento neurótico de las masas, ella
constituiría el síntoma angustiante. Los nuevos auditores son candidatos a las
organizaciones totalitarias, así como los cesantes. Sólo una experiencia superficial puede
contradecir ésto. La “joven generación” -la expresión misma es un simple slogan
ideológico- parece estar de parte de este nuevo tipo de escucha -en contradicción con sus
padres y su cultura en decadencia. En América, entre los abogados de la música ligera
popular, se encuentran pretendidos liberales y pretendidos progresistas que militan por una
ampliación de su difusión y la califican de democrática. No puede excluirse la idea de que
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en este conflicto de generación se trate de un antagonismo del tipo de aquellos que separan
los Estados totalitarios de los Estados que no lo son aún, sin cuestionar el hecho de que
ellos serían solidarios en caso de necesidad. Si la escucha regresiva es progresista respecto
de la escucha “individualista”, ella no lo es sino dialécticamente en el sentido en que ella
conviene más a la brutalidad progresista que la segunda. Hay que barrer con desdén todo lo
que huele a enmohecido, y se considera como legítima la crítica de todo vestigio estético de
una individualidad que ha sido robada desde hace tiempo a los individuos. Pero en la esfera
de la música ligera y popular se puede ejercer este género de crítica tanto menos cuando
más tal esfera, justamente, momifica los vestigios depravados y putrefactos del
individualismo romántico. Sus innovaciones están irreductiblemente aparentadas a estos
vestigios.

La cesantía virtual explica la ambivalencia de la escucha regresiva, ya que el


masoquismo de la escucha no se define sino en la abnegación y en el placer de substitución,
identificándose al poderío. En su base, hay esta experiencia según la cual la seguridad del
refugio al interior de las condiciones dominantes es provisoria, que no se trata sino de un
simple alivio, y que todo debe terminar por deteriorarse. Pero, aún en la abnegación, uno no
se siente bien: se goza teniendo el sentimiento de traicionar al mismo tiempo lo posible y la
realidad existente. La escucha regresiva está siempre a punto de transformarse en rabia. Si
uno se entera de que uno mismo está estancándose, entonces esta rabia se vuelve a priori
contra todo aquello que la modernidad de ser in y up to date podría desautorizar mostrando
que en realidad las cosas han cambiado poco. La fotografía y el cine no han enseñado el
efecto que provoca la modernidad obsoleta, este efecto que el surrealismo asimilaba
originalmente al choc, y que ha sombreado luego en el artilugio barato de aquellos en que
el fetichismo se aferra al presente abstracto. Este efecto toma en los auditores regresivos la
forma de un atajo salvaje: les sería placentero llevar a la burla y destruir lo que ayer los
embriagaba, como si quisieran vengarse, después de hecho, de que esta embriaguez no lo
fuera realmente. Hemos dado su nombre a este efecto, y hemos hablado de él en la prensa y
en la radio. Pero, contrariamente a lo que se podría pensar, corny (cursi) no designa
únicamente la música ligera, de ritmo simple, del periodo pre-jazz y de lo que queda, sino
también a toda música sincopada que no se reduce directamente a las fórmulas rítmicas del
momento. Un experto en jazz, por ejemplo, podría perfectamente desternillarse de la risa
esperando un pasaje musical en el que una semicorchea viniera seguida en el tiempo fuerte
de una corchea con punto, aunque este ritmo sea, a decir verdad, más agresivo, pero de un
carácter a penas más provincial que las combinaciones de las síncopas practicadas en
nuestros días. En realidad, los auditores regresivos son “destructores”. Este insulto prosaico
es, a justo título, irónico: irónico porque las tendencias destructoras de los auditores
regresivos apuntan, en verdad, a la misma cosa que odian los paseistas: la indisciplina como
tal, si no fuera porque esta disciplina no es sino la máscara de la espontaneidad tolerada de
las transgresiones colectivas. El conflicto aparente de las generaciones es sobre todo
evidente en la saña. Los tartufos que envían a las estaciones de radio cartas sádicas y
patéticas para quejarse del “enjazzamiento” de las obras sagradas y la juventud trepidante
que encuentra un placer con estas exhibiciones, tienen el mismo sentido. Basta una
situación política apropiada para que los dos formen un frente unitario: los primeros
practican depuraciones platónicas, los segundos entonan su música popular y su música de
jóvenes. Ellos quemarán la misma cosa.
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Se hace así la crítica de las “nuevas posibilidades” de la escucha regresiva. Podría


uno tentarse de salvar este modo de audición regresivo viendo en él aquello en que el
carácter “aurático” de la obra de arte y los elementos de apariencia desaparecen
progresivamente en provecho de lo lúdico. La actual música de masas -así fue siempre para
el cine- revela bastante poco progreso en el desencantamiento. Nada es más tenaz en ella
que la apariencia; nada es más engañoso que su neutralidad. El juego infantil no tiene ya
nada más de común, excepto el nombre, con el juego productivo de los niños. No es un azar
si el deporte burgués desea aquí estar separado del juego. Su seriedad pueril consiste en que
en lugar de mantenerse a distancia de las finalidades y de permanecer fiel al sueño de la
libertad, se considera al juego como una obligación sometida a fines utilitarios
suprimiendo, al mismo tiempo, todo lo que éste recelaba de libertad. La misma cosa, pero a
un grado superior, vale para la actual música de masa. Esta no es juego sino en la repetición
de modelos bien establecidos, y la irresponsabilidad lúdica que resulta de ella no anticipa
solamente une estado liberado de toda traza de obligación. Ella reporta sobretodo esta
responsabilidad sobre los modelos a los cuales uno se ha hecho un deber conformarse. Este
juego no es juego sino en apariencia; razón por la cual la apariencia es necesariamente
inherente al deporte musical dominante. Es engañoso insistir en los elementos de la
racionalidad técnica propios a la actual música de masas -ilusorio también subrayar las
aptitudes particulares de los auditores regresivos que corresponden a estos momentos, en
detrimento de un encanto falaz que dicta bien su ley al funcionamiento chillón de tal
música; puesto que las innovaciones de la música de masa no son en absoluto innovaciones.
Para la armonía y la melodía, esto va de cajón; lo que ha adquirido la nueva música en el
dominio de los timbres, las asociaciones de timbres diferentes, la posibilidad de
substitución inmediata de un instrumento por otro, son cosas tan familiares a la técnica
orquestal wagneriana y postwagneriana como el efecto de sordina en los cobres; pero, aún
entre las técnicas de la síncopa, no hay una sola que, rudimentaria aún en Brahms, no haya
sido perfectamente dominada por Schönberg y Stravinsky desde hace un cuarto de siglo. La
práctica de la música popular ligera actual no ha desarrollado tales técnicas. Sobre todo las
ha banalizado, expandido de manera conformista. Los auditores que se entusiasman por
ellas como conocedores, no aprenden nada más en el plano técnico; éstos resisten y
reaccionan en cambio con repugnancia desde que se les presenta tales técnicas en contextos
en que ellas poseen su sentido. Para saber si una técnica es vanguardista y “racional” todo
depende de este sentido, de su estatuto en el conjunto de la sociedad así como en la
organización de la obra de arte particular. La tecnificación en sí misma, fuera de una
orientación razonable de la sociedad y de una expresión estética de las experiencias
esenciales, puede muy bien ponerse al servicio de una reacción grosera desde que ella se
instaura como fetiche y que su perfección le hace considerar como ya realizada la
perfección social que ha fracasado. He ahí por qué todas las tentativas que apuntan a
cambiar el funcionamiento de la música de masa y de la escucha regresiva en el plano de la
realidad existente, han sido infructuosas. La gran música que se ofrece en el mercado debe
pagar el precio de su coherencia y las lagunas que ella recela no son “artísticas”. En todo
acorde imperfecto o anticuado, se expresa el carácter regresivo de aquellos a quienes hay
que satisfacerles su demanda. Pero una música de masas, técnicamente rigurosa y
coherente, depurada de los elementos de la falsa apariencia, se transformaría en gran
música: ella perdería inmediatamente su base social. Todas las tentativas de reconciliación -
artistas que se adaptan al mercado, educadores artísticos colectivos- han permanecido sin
efecto. Ellas no han producido nada más que artes decorativos o bien este tipo de productos
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surtidos con instrucciones de uso o con un pasquín para informar de sus intenciones
secretas.

Lo que se saluda como positivo en la nueva escucha de masa y en la escucha


regresiva: la vitalidad y el progreso técnico, la audiencia colectiva y el vínculo a una
práctica indeterminada -en la definición de la cual entre la autodenuncia quejumbrosa de
los intelectuales que pueden sin embargo suprimir su distancia social respecto de las masas
poniéndose a nivel de su conciencia actual- este elemento positivo es negativo: irrupción en
música de una fase social catastrófica. Lo positivo reside únicamente en la negatividad de
esta música. La música de masas fetichizada amenaza los bienes culturales fetichizados. La
tensión entre las dos esferas musicales se ha vuelto tal que es difícil para la música oficial
hacerse admitir. !Hasta qué punto el nivel medio de conocimientos técnicos de la escucha
estandarizada media es indigente!, que baste comparar: los conocimientos de un experto de
jazz con aquellos de un admirador de Toscanini; las del primero son lejos superiores a las
del segundo. Pero, en la escucha regresiva, un enemigo despiadado gana en potencia, no
tanto hacia los bienes culturales museales como hacia la función original y sagrada de la
música, instancia encargada de apaciguar los instintos. Los productos degenerados de la
cultura musical están entregados al juego del amor sádico, no sin impunidad ni sin freno.
La música en general comienza a perder un aspecto chistoso frente a la escucha regresiva.
Basta escuchar desde lejos los intrépidos acordes de un ensayo coral. Las películas de los
Hermanos Marx dan cuenta de modo sublime de este tipo de experiencia en que se ve
demoler una escenografía de ópera, como para anticipar de modo alegórico la decadencia
histórico-filosófica de la forma de la ópera, o bien cuando, en una escena altamente
interesante y distractora, el piano de cola es despedazado con el fin de poder tocar sobre las
cuerdas como sobre una verdadera arpa del futuro. El destino cómico de la música en la
época contemporánea se debe esencialmente al hecho de que se practica, con todos los
signos visibles del esfuerzo y del trabajo serio, algo totalmente inútil. La alienación de la
música respecto de la gente activa no hace sino remitir a su alienación recíproca, y la toma
de conciencia de esta alienación se alivia en la risa. En música -como en la poesía lírica- es
cómica la sociedad que los condena a lo cómico. Pero el declive de la reconciliación
sagrada entra por una parte en la risa. Hoy, toda música suena tempranamente como
Parsifal a los oídos de Nietzsche. Ella hace pensar en ritos incomprensibles o en máscaras
heredadas de la prehistoria; son baratijas las que provoca. La radio que, al mismo tiempo,
banaliza la música y la valoriza, participa de ello. Pero puede ocurrir que tal decadencia
conduzca a lo inesperado. Y el tipo chic puede muy bien pasar en eso sus mejores horas.
Las situaciones revolucionarias exigen el contacto inmediato con materiales pre-
determinados, el desplazamiento improvisado de las cosas antes que esta suerte de
comienzo radical que no florece sino al abrigo del impasible mundo reificado; aún la
disciplina puede volverse la expresión de una libre solidaridad cuando ésta posee la libertad
por contenido. La escucha regresiva no es un síntoma de progreso en la conciencia de la
libertad, pero ella puede igualmente cambiar bruscamente si el arte, reconciliado con la
sociedad, abandona la vía de lo siempre parecido. Esta posibilidad, la música ligera popular
no la ha desarrollado. Es la gran música la que provee el modelo.
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No es un azar si Mahler suscita la irritación de toda estética musical burguesa. Esta


lo considera como un no creador, porque él mismo ha puesto entre paréntesis la idea de
creación. Todo aquello de lo que trata ya está ahí. Y éste lo toma sobre el modo de la
depravación; sus temas no le pertenecen. Si embargo, ninguno resuena bajo la forma que
nos era habitual; todos parecen desviados como por un imán. Aún los préstamos (citas
musicales) se pliegan dócilmente bajo la mano que improvisa; aún los pasajes más
rebatidos adquieren una vida nueva, apareciendo como variaciones. Así como un conductor
que conoce su viejo vehículo de segunda mano es capaz de conducirlo a la hora y sin
problemas a buen puerto, igualmente la expresión de una melodía tantas veces escuchada
consigue llegar, por la gracia y el esfuerzo de un clarinete en mi bemol y de un oboe, a un
nivel en que el lenguaje musical más elaborado no podría nunca acceder sin riesgo. Esta
música es aquella de la acción espontánea que no tiene nada que ver con la de la pseudo-
actividad. La totalidad musical en la que funde los fragmentos depravados se vuelve
verdaderamente una novedad, pero ella obtiene su material de la escucha regresiva. Y
podría casi pensarse que la música de Mahler registra ya, como un sismógrafo, la
experiencia de esta escucha regresiva, cuarenta años antes de que se impusiera a la
sociedad. Pero si Mahler está en un falso apoyo respecto de la idea de un progreso musical,
se ama mucho más la música moderna y radical cuyos representantes más progresistas se
reclaman aparentemente de él, una música siempre sometida a la idea de un progreso que
pasaría de las diferenciaciones continuas al interior de un esquema universalmente admitido
y obligatorio a una dominación más completa del material y, por este hecho, a una
alienación radical. La nueva música se asigna por tarea poner conscientemente un término a
la experiencia de la escucha regresiva. El pavor que suscitan hoy en día, así como hace
treinta años, Schönberg y Webern, no se debe a su ininteligibilidad sino, por el contrario, al
hecho de que se les comprende demasiado bien. Su música da forma a esta angustia, a este
pavor, a esta lucidez frente a la situación catastrófica de la sociedad de la que los otros no
pueden escapar sino en la regresión. Se trata a estos compositores de individualistas,
mientras que su obra no es nada más que un diálogo único con las potencias que destruyen
la individualidad -potencias cuyas “sombras informes” obsesionan su música de manera
grandiosa. En música también, las potencias colectivas liquidan la individualidad
irrecuperable, pero sólo individuos son capaces todavía, conscientemente y negativamente,
de representar los intereses de la colectividad.
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Traducción G. Castillo de la versión francesa:


“Du fétichisme en musique et de la régression de l’audition”,
in INHARMONIQUES N°3 : Musique et perception,
Paris, IRCAM, Centre Georges Pompidou, Christian Bourgois, 1988. Trad. Marc Jimenez.
Circulación restringida a alumnos
de Estética Europea de Post-Guerra.

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