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Sobre el suicidio

Por Thomas De Quincey


(Versión de Fernando Báez)

Es una prueba notable de la inexactitud con la cual leen muchos hombres –que se ha
pretendido que el Biathanatos de Donne tolera el suicidio; y aquellos que honran su nombre
se han sentido obligados a hacer su apología por apremio, que fue escrito antes de que
ingresase a la Iglesia. Pero el propósito de Donne en este tratado fue únicamente devoto:
muchos autores han acusado a los mártires de la Iglesia cristiana de suicidio –bajo el
principio de que si yo me coloco en el camino de un toro enloquecido, sabiendo que me
matará, yo estoy tan cargado con un acto de autodestrucción como si me hundiera por mí
mismo en un río. Varios casuistas han extendido este principio a menudo al caso de
Jesucristo: un caso del cual, en un autor moderno, el lector puede ver reseñado y condenado
por Kant, en su Religion innerhalb die gronzen der blossen Vernunft; y otro de fecha mucho
más anterior (tan atrás como el siglo 13, pienso), en el libro de un plebeyo –las notas de
Voltaire sobre un pequeño tratado de Beccaria, Dei Delitti e delle pene. Esta relación tiende
a uno de dos resultados: o desantifican los caracteres de aquel que fundó y crió la iglesia
cristiana; o santifican el Suicidio. Por la vía de encontrarlos, Donne escribió su libro: y
como el argumento completo de sus oponentes dio un viraje sobre una falsa definición de
suicidio (no expresada explícitamente, pero asumida), él procuró reconstituir la noción de
lo que es esencial para crear un acto de suicidio. Simplemente matar a un hombre no es un
asesinato: prima facie, por esto, hay una suerte de presunción de que simplemente por un
hombre matarse a sí mismo –puede no siempre ser eso: hay tal cosa tan simple como el
homicidio distinto del asesinato: puede, por tanto, posiblemente ser una cosa tan distinta el
homicidio de sí mismo del asesinato de sí mismo. Ahí puede estar una causa para tal
distinción, ex analogia. Pero, en segundo lugar, en el examen, ¿hay cualquier causa para tal
distinción? Donne afirma que lo hay; y, revisando distintos casos resaltantes de mártires
espontáneos, él se empeña en mostrar que actos tan motivados y tan circunstanciados no
vienen dentro de la noción de suicidio propiamente definido. Entretanto, ¿no puede esto
tender al estímulo del suicidio en general, y sin discriminación de sus especies? No: los
argumentos de Donne no tienen referencia prospectiva o aplicación; son puramente
retrospectivos. Las circunstancias necesarias para crear un acto mero de homicidio a sí
mismo pueden raramente concurrir, excepto en un estado de desorden de la sociedad:
donde, de tal manera, ellas concurran allí no será suicidio. De hecho, este es el juicio
práctico y natural de todos nosotros. No todos estaremos de acuerdo en que las causas
particulares justificarán la autodestrucción: pero todos sentimos y reconocemos
involuntariamente (implícitamente recocemos en nuestra admiración, aunque no
explícitamente en nuestras palabras o principios), que hay algunos casos. No hay hombre
que en su corazón no reverencie a una mujer que escoja morir antes que ser deshonrada: y,
si no decimos que es su deber hacerlo así, es a causa de que el moralista condesciende a las
debilidades e infirmezas de la naturaleza humana: significa que las naturalezas innobles no
deben tasarse hasta el nivel de las nobles. Y de nuevo, con relación a otro sexo, el castigo
corporal es su peculiar y sexual degradación; y si a menudo la distinción de Donne puede
ser aplicada seguramente a cualquier caso, estará al caso del que escoge morir antes que
someterse a esa ignominia. En el presente, sin embargo, hay un débil y limitado sentido,
aún entre hombres cultos (como podemos ver por los debates del Parlamento), sobre la
injuria que se hace a la naturaleza humana por dar sanción legal a tales actos por brutales;
y, por tanto, la mayoría de los hombres, al procurar escapar, estaría meramente hundiéndose
en la deshonra personal. El castigo corporal se discute generalmente con una sola referencia
al caso de quien la sufre; y así discutida, Dios sabe que es digna de todo aborrecimiento:
pero el argumento más pesado contra esto --es el indigno ultraje que se ofrece a nuestra
naturaleza común albergada en la persona en quien se inflige. Su naturaleza es nuestra
naturaleza: y, supone posible que él fuera tan lejanamente degradado como para ser
insensible de cualquier influencia y para dirigirse a través de la parte brutal de su
naturaleza, aún en razón de nosotros mismos –No! no meramente por nosotros mismos, o
por la raza humana que ahora existe, sino en razón de la naturaleza humana, la cual
trasciende todos los participantes existentes de esa naturaleza — debemos recordar que el
mal del castigo corporal no consiste en ser medido por el pobre criminal transitorio, cuya
memoria y ofensa pronto perecerán: éstos, en la sumatoria de cosas, no son nada: la injuria
que se puede hacer, y la injuria que no se puede hacer, tienen tan momentáneamente una
existencia que se puede olvidar con tranquilidad: pero la injuria duradera está de acuerdo al
interés más augusto para el cual la mente del hombre puede tener cualquier existencia,--
v.gr.. para su propia naturaleza: levantarse y dignificarse, estoy persuadido, es el primer --y
último—y más sagrado mandato1 que la conciencia impone en el moralista filosófico. En
países, donde el viajero tiene el dolor de ver criaturas humanas que realizan trabajos de
bestias2, — seguramente la pena que el espectáculo causa, si es una pena sabia, no estará
dirigida principalmente al pobre individuo degradado —tan profundamente degradado,
probablemente, como para ser sensible de su propia degradación, pero la reflexión sobre la
naturaleza del hombre es así exhibida en un estado de degradación miserable; y, lo que es
peor de todo, la degradación que procede del hombre mismo. Ahora bien, cuando este
panorama del castigo corporal llega a ser general (como inevitablemente hace, bajo la
influencia del avance de la civilización), digo, ese principio de Donne entonces llegará a ser
aplicable a este caso, y será el deber de un hombre para morir antes que sufrir que su propia
naturaleza sea deshonrada de esa manera. Pero así como un hombre no es completamente
sensible del deshonor, el deshonor para él, excepto si se trata de su deshonor personal, no
existe enteramente. En general, cuando un interés supremo de la naturaleza humana está en
juego, un suicidio que mantiene ese interés es el del homicidio de sí mismo: pero, por un

1
Sobre lo cual, soy el más golpeado por el innoble argumento de estos hombres de estado que han contendido
en la Cámara de los Comunes sobre que tales y cuales hombres en esta nación no son accesibles a una
influencia más elevada. Suponiendo que hubiese algo de verdad en este aserto, lo cual es un libelo no sólo en
esta nación, sino sobre el hombre en general, --seguramente es el deber de los legisladores no perpetuar por
sus instituciones el mal que ellos hallan, sino presumir y crear gradualmente un mejor espíritu.
2
De cuya degradación, nunca debe olvidarse que Francia treinta años atrás presentó tan conmovedores casos
en aquellos países, donde aún la esclavitud se tolera. Un testigo ocular del hecho, quien lo publicó desde hace
tiempo en imprenta, me dijo que, y eso en Francia, antes de la revolución, él había visto repetidas veces a una
mujer sujeta con un asno al arado; y el brutal labrador aplicando su latigo indiferentemente a ella. La gente
inglesa, para quien he mencionado ocasionalmente esto como una muestra del refinamiento hueco de las
costumbres en Francia, ha exclamado al unísono: -'"Eso es más de lo que puedo creer" y lo ha creído por el
asenso que tenía mi información entre algún inglés prejuicioso. ¿Pero quién era mi delator? Un francés, lector,
--M. Simond; y aunque ahora por adopción es ciudadano norteamericano, todavía es francés en el corazón y
en todos sus prejuicios.
interés personal, llega a ser el asesinato mismo. Y dentro de esto el principio de Donne
puede estar resuelto.
Una duda ha surgido -si animales brutos cometen alguna vez suicidio: para mí es
obvio que ellos no lo hacen, y no pueden. Algunos años atrás, sin embargo, hubo un caso
reportado en todos los periódicos de un anciano carnero que cometió suicidio (y como se
alegó) en presencia de muchos testigos. Al no tener pistolas o navajas, corrió una corta
distancia, en razón de ayudar al ímpetu de su descenso, y soltó al precipicio, al pie del cual
se hizo pedazos. Su motivo para el acto temerario, como lo denominan los papeles, se
supone que fue el mero taedium vitae. Pero, por mi parte, dudo sobre la exactitud del
reporte. No mucho después un caso ocurrió en Westmoreland el cual fortaleció mis dudas.
Un joven caballo pura sangre, que no tendría ninguna razón para alejarse de él mismo, a
menos que fuera el precio alto de avena en aquel momento,fue encontrado una mañana
muerto en su campo. El caso fue ciertamente sospechoso: pues estaba yacente en el lado de
un muro de piedra, parte superior de cuya pared había fracturado su cráneo. Se discutió, por
tanto, que en ausencia de charcas, &C., había deliberado martillar la cabeza contra la pared;
esto, al principio, pareció la única solución; y estaba pronunciado felo de se. Sin embargo,
un día o dos la verdad vino a iluminarse. El campo yacía bajo el lado de una colina: y,
desde una montaña en la cual estaba subido, un pastor había presenciado la catástrofe
entera, y dio la evidencia que justificó el carácter del caballo. El día había sido muy
ventoso; y la joven criatura estando en espíritus altos, y, cuidando evidentemente tan poco
por la pregunta del maíz como por la pregunta del oro, había competido en todas
direcciones; y en longitud, descendiendo demasiado en una parte escarpada del campo,
había sido incapaz de verificar por sí mismo, y fue proyectado por el impulso de sí mismo
como un carnero contra la pared.
De los suicidas humanos, el más afectado que yo pueda recordar jamás es uno que
conseguí en un libro alemán: el más tranquilo y deliberado es el siguiente, el cual se dice
que ocurrió en Keswick, en Cumberland: pero debo reconocer, que yo nunca había tenido la
oportunidad, mientras permanecí en Keswick, de verificar la declaración. Un hombre joven
de carácter estudioso, de quien se dice haber residido cerca de Penrith, estaba ansioso de ser
calificado para entrar a la iglesia, o por cualquier otro modo de vida que quizás le asegurase
una razonable porción de ocio literario. Su familia, sin embargo, pensó que bajo las
circunstancias de su situación él tendría un mejor chance de éxito en la vida como tendero;
y ellos llevaron a cabo los pasos necesarios para colocarlo como un aprendiz en alguna
tienda de Penrith. Esto le pareció como una indignidad, por lo que decidió no someterse en
ningún caso. Y, por consiguiente, cuando él había confirmado que toda oposición a la
elección de sus amistades era inútil, caminó sobre el distrito montañoso de Keswick (cerca
de dieciséis millas de distancia) —miró alrededor en razón de seleccionar su suelo –
fríamente subió Lattrig (una dependencia de Skiddaw) -hizo una almohada con el césped
-se colocó abajo con su cara buscando al cielo —y en esa postura fue encontrado muerto,
con la apariencia de haber muerto tranquilamente.

Fuente:
Thomas De Quincey, Writings, XVIII, The Note Book of an English Opium-Eater,
Boston, Ticknor, Reed and Fields, 1855.

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