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San Miguel Febres Cordero: “Un nouveau saint pour les Amériques”

Abbé Anselme Longpré; Marcel Gagné


Montréal

Traducción: José Luis Guerrero Flores fsc

Mensaje

A) Extracto de la homilía de su santidad Paulo VI, 30 de octubre de 1977, durante la


beatificación. (pp. 9 y 10)

Habiendo podido, no sin obstáculos, realizar su ideal de entregarse a Cristo y a la Iglesia en


la Congregación de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, el Hermano Miguel demostró
un espíritu profundamente religioso, con una admirable capacidad de trabajo, con una
gran voluntad de sacrificarse al servicio de los demás. Y entre sus cualidades sobresalen,
sobre todo, como no podía faltar en un hijo de San Juan Bautista de la Salle, el amor a la
juventud y de una incansable entrega a su formación humana y moral.

De acuerdo con este plan, nuestro Bienaventurado alcanzó unas cimas tales que
llegó a ser un auténtico modelo cuyo logro constituye para la Iglesia, para su familia
religiosa y para su patria que lo nombrará académico titular de la “Academia Ecuatoriana,
correspondiente de la española”. Si nos preguntamos sobre la razón fundamental de tal
fecundidad humana y religiosa, de tal éxito, y de tan gran eficacia en su cargo ejemplar de
catequista, lo encontramos en lo más profundo de su rico espíritu que lo condujo a
adquirir una ciencia revestida de amor, una ciencia que ve al ser humano, a la luz de
Cristo, como una imagen divina que se proyecta – con sus derechos y deberes sagrados –
hacia los horizontes eternos. He allí el gran secreto, la llave del éxito obtenido por el
Hermano Miguel, la realización sublime de un gran ideal y por lo mismo de una figura
modelo para nuestro tiempo.

En efecto, cuanto pocos días antes de morir, en tierras de España, dirá: “otros
trabajaran mejor que yo”, legaba una herencia a la Iglesia, sobre todo al mundo religioso y
a sus hermanos en religión: proseguir, en sus huellas, la tarea de formar a la juventud,
haciendo de tal modo que la escuela católica, medio siempre perfectible, pero válido y
eficaz, sea el centro permanente de formación de una juventud sincera y generosa,
impregnada de ideales elevados, capaces de contribuir al bien común, consciente de su
deber de hacer respetar los derechos de todas las personas –de las más desfavorecidos
primero y sobretodo- de una formación que los haga siempre más humanos y abiertos a la
esperanza aportada por Cristo. Un desafío maravilloso y exigente que es necesario relevar
con valor y espíritu de iniciativa. Es el gran mensaje que el Hermano Miguel nos confió
para que lo completemos hoy.
Catequéta y apóstol de la escuela católica

Precisamente un 19 de febrero de 1888 –hace casi un siglo- el nuevo santo estaba


presente en esta misma Basílica de san Pedro, participante en la ceremonia de
beatificación del venerable San Juan Bautista de la Salle, fundador de las Escuelas
Cristianas.

Este instituto religioso, del que era miembro desde hacía 20 años, había tomado
por divisa de su acción apostólica y educativa las palabras del Evangelio que hemos oído
aquí hace algunos instantes: “Quien recibe a uno de estos niños en mi nombre, es a mí a
quien recibe” (Mc 9, 37).

Estas palabras fueron para el Hermano Miguel una norma de vida, una obligación
constante de su vocación de educador. Todos sus esfuerzos se enfocaron a la educación
integral de las nuevas generaciones convencido como estaba que el tiempo consagrado a
la formación religiosa y cultural de la juventud es de gran importancia para la vida de la
Iglesia y de la sociedad.

Con que amor y que don de sí este “apóstol de la escuela” se entregó a los miles de
niños y de jóvenes que fueron sus alumnos durante los largos años de su vida de
educador. Tanto en el colegio de El Cebollar, de Quito, como en la pequeña escuela donde
enseñó al comienzo de su apostolado, se entregó a la tarea, querida para él, de preparar a
los niños –los “nuevos tabernáculos”, como él los llamaba- a la primera comunión.

Siguiendo fielmente a Cristo, había hecho pasar a su vida la enseñanza de su


Maestro: “El que desea ser el primero deberá ser el último de todos y el servidor de
todos” (Mc 9, 35). También, en espíritu de servicio y de amor al prójimo, consagró largos
años de trabajo y de esfuerzo a la publicación de obras de carácter didáctico, trabajo para
el cual –ya en el crepúsculo de su vida- fue llamado a Europa, debiendo dejar su querido
país.

Brillante espíritu al servicio de los más pobres

Su reputación de hombre de cultura fue en crecimiento, tanto que fue elegido miembro
de la Academia Ecuatoriana de la lengua, pero no este honor, ni su prestigio reconocido
como gramático llegaron a empañar la humildad y la sencillez con las cuales trataba a todo
el mundo. Porque estaba convencido que “Dios escogió lo que es locura en el mundo para
confundir a los sabios” (1 Cor 1, 27).

Sin embargo, su trabajo de especialista se hizo siempre en función de la actividad


pedagógica directa. Y con un verdadero espíritu evangélico buscó siempre que el don de sí
mismo se expresara de preferencias por la enseñanza dada a los niños más pobres
material, cultural y espiritualmente, viendo en ellos la persona y el rostro de Cristo.
Modelo de los educadores

Podemos decir, pues, que el itinerario ejemplar de su vida de maestro es un modelo válido
para los educadores cristianos de hoy, al mismo tiempo que un estímulo para apreciar la
gran importancia del apostolado y de los ideales de la enseñanza católica que tiene por fin
ofrecer a las nuevas generaciones una sólida cultura impregnada del Evangelio.

Evangelizador de América

El Hermano Miguel –alma escogida que no escatimó sus esfuerzos para darse a Dios y a
los hombres- dejó un recuerdo imperecedero en aquellos que lo conocieron. 27 años
después de haber pasada de este mundo al padre, sus despojos mortales eran recibido
con una gran emoción y alegría en su Ecuador natal. Y allí por siempre duradera la
admiración y el afecto dirigidos a este hijo de la Iglesia, que es también gloria de su patria.

Hoy, Jornada de las Misiones, su glorificación es un motivo de nueva alegría para la


Iglesia universal. Esta, como la Iglesia en Ecuador, mira a san Miguel Febres Cordero,
apóstol de la escuela, que al mismo tiempo fue un misionero ejemplar, un evangelizador
de América Latina, como lo recordé hace algunos días, con ocasión de la inauguración de
la novena preparatoria al quinto centenario de la Evangelización de América (Discurso al
CELAM, Santo Domingo, 12 de octubre de 1984).

También, presento con alegría mis saludos cordiales a la delegación oficial venida
de Ecuador, a todos los Hermano de las Escuelas Cristianas y, en particular, a los
ecuatorianos venidos a asistir a esta solemne ceremonia. Pido al Altísimo, por intercesión
de san Miguel Febres Cordero, derramar la abundancia de sus dones sobre todos los
queridos hijos de la nación ecuatoriana que, con la ayuda de Dios, deseo visitar
próximamente. Y que conceda a todos sus hermanos en religión, un nuevo impulso,
alegría y entusiasmo, para continuar fielmente sobre las huellas admirables de este buen
hijo de San Juan Bautista de la Salle y de la Iglesia que siguió las de Cristo.

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