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La dictadura de los 'likes'

Lola Morón
Fuente: El País Semanal

A todos nos gusta gustar. Pero con las redes sociales, esta pulsión puede magnificarse hasta
convertirse en obsesión. La necesidad de recibir estímulos positivos engancha. Y muchos se ven
obligados a repetir la misma conducta una y otra vez.

Todos estamos expuestos a la crítica social, más aún si aireamos voluntariamente nuestras
intimidades. Bien lo saben instagramers, blogueros y youtubers, que muchas veces ofrecen la
imagen de la felicidad plena y la verdad absoluta en sus redes sociales. Llegados desde el universo
virtual, estas celebrities de nuevo cuño se han convertido en los actuales prescriptores de gustos y
opiniones, los llamados influencers. La posibilidad de ser conocido nunca estuvo tan a nuestro
alcance como ahora, y los usuarios anónimos que cada día dedican más tiempo a ser observados,
admirados y valorados se cuentan ya por millones. A las personas les gusta gustar. Y la capacidad de
difusión de Internet nos ofrece la posibilidad de gustar a mucha más gente. Pero al mismo tiempo,
nos somete a la dictadura de la observación constante, lo que nos impulsa a evitar cometer errores
que puedan trascender. Lo que antes se limitaba a un instante y a un grupo reducido de personas,
tiene ahora una audiencia potencial permanente e ilimitada.¿De dónde surge esa necesidad de
complacer?

Parte de nuestra identidad —en particular en la pubertad y la adolescencia— se configura a través


de la relación con nuestros iguales. Configuramos nuestra personalidad según cómo nos sentimos
con nosotros mismos y con las opiniones que recibimos del mundo exterior. Lo que los demás
piensan de nosotros es uno de los factores determinantes en la construcción de nuestro carácter. Las
nuevas tecnologías nos ofrecen la posibilidad de diseñar un nuevo yo, el digital, que podemos
idealizar y controlar: nosotros elegimos qué mostrar, qué imagen dar. Pero la creación y el
mantenimiento de esta apariencia tiene un coste: ejecutar la mejor interpretación de nuestra vida
pierde valor si no existe un público que la observe, si no trasciende. Necesitamos seguidores. El
verdadero valor del me gusta es confirmar que nuestras acciones son observadas y evaluadas
positivamente. Esto nos hace sentir el placer del triunfo, del objetivo conseguido. Cuando
mostramos una faceta de nosotros mismos y recibimos un feedback que la valida se activan los
circuitos cerebrales del refuerzo, lo que provoca que queramos más. Y esto acaba funcionando
como una droga.

Cada nuevo me gusta refuerza una conducta que nos lleva a repetirla; necesitamos más y más y
más, como ocurre con cualquier adicción. El impacto de las estampas de la felicidad y de la
perfección es efectivo. La audiencia desea ver aquello que no tiene, extendiendo el valor del
instante a su vida: si una persona sale sonriendo en todas las fotos, significa que es feliz. Para que
nuestra imagen digital se corresponda con lo que deseamos ser, solo hay que hacer eso: mostrar
felicidad, aunque esta se asiente sobre la desgracia de vivir por y para la captura de ese momento.
Hoy somos víctimas de la tiranía de la popularidad y el optimismo, un derivado directo del culto al
cinismo. Se mide la importancia de una foto por sus likes, de una idea por sus retuits y de una
persona por su número de seguidores. El alcance de una opinión personal, de una crítica, ya no se
limita al entorno donde se exprese, ni ese escrito se relega a una estantería a la que, tal vez,
acudamos años después y leamos con sonrojo aquello que un día consideramos. Ahora, el público se
cuenta por millones. Y ya nada es transitorio.

Cuando recibimos un feedback positivo se activan los circuitos cerebrales del refuerzo, lo que
provoca que queramos más. Es una droga
Por todo esto, corremos el riesgo de vivir en una pose constante. No está permitido enfadarse, tener
un mal día o estar de mal humor. La indiferencia no tiene cabida en un mundo que da tanta
cotización al posicionamiento y, a ser posible, al posicionamiento explícito, cercano al radicalismo.
Entre los retos más acuciantes que esto conlleva, destaca la necesidad de hacernos cargo de la
incontrolable esfera de influencia a la que están sometidos nuestros menores, seres humanos que
todavía están recopilando datos con los que formarse una opinión propia. Nunca antes fue tan fácil
para un niño o adolescente acceder a argumentos extremistas esgrimidos por falsos profetas
vociferantes.

¿Qué sucede cuando los valores que se compran y se venden para conseguir ser alguien influyente
se van simplificando hasta la frivolización del ser humano? ¿Dónde queda el sujeto pensante y
autónomo, la persona con capacidad de reflexión, decisión y creación de un sistema ideológico
independiente y adaptado a un contexto social más o menos normativo? Los jóvenes hoy perciben
las ideas de ídolos de la canción, de los videojuegos, del deporte, de la moda o de la belleza sin
diferenciar si estos individuos saben de qué están hablando cuando opinan sobre temas para los que,
en no pocas ocasiones, no tienen argumentos. En esta era, podemos acostarnos como sujetos
anónimos y despertar a la mañana siguiente siendo trending topic; tan solo es necesario que una
persona con el número suficiente de seguidores nos relacione con algún hecho escandaloso y en un
tono lo suficientemente extravagante o agresivo como para que se desencadene el efecto retuit. Para
bien o para mal, en la sociedad actual todos somos audiencia, pero también todos somos audibles.
No hay descanso.

El mundo nos observa y nos divulga. La verdad no importa necesariamente. Muchas veces, la
enmienda de una calumnia obtendrá un número de retuits comparativamente despreciable.Los
adultos, como los más jóvenes, también acumulamos me gusta y tendemos a establecer pautas sobre
aquellas cosas cuyo contenido más nos “ha gustado”. Contabilizamos seguidores y nos disgustamos
al perderlos. Los conferenciantes ya no se valoran, en según qué foros, por sus conocimientos o
publicaciones académicas, sino por el número de seguidores que tienen en Twitter. Y esto puede
depender más de lo simpático que sea tu perro y el partido que seas capaz de sacarle que de tener
unos conocimientos sólidos sobre el contenido del panel al que has sido invitado. Ya no importa qué
conclusiones se han obtenido en el debate. La magia termina cuando se contabiliza el número de
personas que ha acudido al evento. ¿Cómo gestionar y controlar esta adicción? Aquí llamo a las
autoridades a legislar. Y a los filósofos a filosofar. No se puede dar a un niño un teléfono móvil y
después quitárselo. Debemos recapacitar, adelantarnos a los acontecimientos.

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