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DE LA MANO DE

CRISTO

Cardenal Joseph Ratzinger

E U N S A
PRESENTACIÓN

El Cardenal Ratzinger ha aprovechado las ocasiones más diversas para dar brillo en su
predicación a las figuras de Tos santos. Al hacerlo, se ha movido por el firme convencimiento
de que precisamente los santos son exegetas incomparables del Evangelio, y que por ello nos
ayudan a descubrir de forma renovada los tesoros allí encerrados. Todos ellos —ha dicho—
son una viva interpretación de Jesucristo, al que concretan en sí mismos. Si nos introducimos
a fondo en las vidas de los santos para entender el alimento del que se han sustentado, y el
origen de la fuerza que los ha convertido en hombres nuevos y les ha permitido realizar obras
grandes en el Reino de Dios, recibiremos inspiraciones y estímulos de una ubérrima fuente.
Son ellos quienes ofrecen testimonio de la viva presencia de Jesucristo y de la acción
constantemente renovada del Espíritu Santo en el seno de la Iglesia. De aquí que el Cardenal
haya podido afirmar que son también, acompañados por el arte cristiano, los genuinos
apologetas de la Iglesia. «Sólo cuando redescubramos a los santos —afirma— podremos
igualmente reencontramos con la Iglesia».

Esto vale actualmente, en mi opinión, no sólo para los que se encaran con la Iglesia en
actitud inquisitiva y escéptica, sino a la vez para los fieles que continúan dentro de ella.
Nuestra mirada que desea una reviviscencia de la alegría de la fe y del dinamismo misional, se
ha de orientar por ello hacia los santos, esos hombres y mujeres con que la Iglesia ha contado
siempre, y cuya presencia tanto necesitamos y debemos implorar en nuestro tiempo.
Apoyarnos en ellos para entender en profundidad los retos de este tiempo, aprender de sus
vidas para examinarnos y purificarnos, y percibir en ellas los indicios de que Dios está cercano
a nosotros. todo esto es ciertamente una tarea indeclinable, pero también, y mucho más, un
poderoso revitalizador de nuestros ánimos.

Y tal es el motivo por el cual acepté la invitación de preparar, ante la proximidad del 70
aniversario del Cardenal Ratzinger, y como testimonio de gratitud, una continuación de la serie
de sus homilías sobre santos que había comenzado con Chrislicher Glaube und Europa
(Munich, 4981) y en otras publicaciones. A Gabriele Besold somos deudores, no sólo por sus
esfuerzos al reunir el material mediante transcripciones de registros magnetofónicos, sino
igualmente por el tiempo que ha dedicado a procurarse las imágenes do ilustración. Mi gratitud
va dirigida también a Katharina Frieb por su colaboración para establecer la redacción
definitiva de los textos. Igualmente a la Editorial Wewel que, habiendo publicado con
anterioridad otras dos obras de Ratzinger: Dogma und Verkündigung («Dogma y
predicación»), y Theologische Prinzipienlehre. Bausteine zur Fundamental Theologie
(«Principios de Teología Fundamental»), ha dedicado igual esmero a la presente. De modo
particular, deseo hacer constar ni reconocimiento hacia la directora de la Editorial, Lydia
Franzelius, y la lectora académica Christine Treml.

Se ha incluido en el libro la alocución sobre Maria Ward por la especial importancia de


aquella gran mujer, aunque no ha sido hasta el momento beatificada. Se han omitido en todo lo
posible las abreviaturas.

Passau, 26 de noviembre de 1996


Stephan Otto Horn, SSD

SAN JUAN NEPOMUCENO NEUMANN

Homilía en la iglesia de San Miguel de Munich el 22-VI-78,

canonización del obispo Juan Nepomuceno Neumann

El santo obispo Juan Nepomuceno Neumann, en cuyo honor estamos hoy reunidos,
nació el año 1811 en Prachatitz, Bohemia, como hijo de un calcetero que había inmigrado
desde la Baja Franconia. Murió en 1860, sin haber cumplido aún 49 años, como obispo de
Filadelfia, en Estados Unidos. Pertenece por ello a tres pueblos que él unió en una vida puesta
al servicio de la palabra de Dios: norteamericanos, alemanes y checos. Nosotros en particular,
podemos recordar desde este Munich aquel día de 1855 en que, a su regreso de Roma con
destino a Norteamérica, participó en una Misa de Pontifical que se ofició en nuestra Catedral
para interceder por la salud del enfermo rey Luis I, y que allí tuvo ocasión de agradecer la
liberalidad de aquel monarca hacia las misiones.

Pero ¿quién era ese hombre que nos convoca, ya desde el decurso de su vida, a la
unidad de fe y de Iglesia bajo el único Señor? En un pasaje de la Escritura, que decidió su
vocación y habría de acompañarle como fondo de toda su existencia posterior, está la clave de
su personalidad. Cuando estudiaba el segundo curso de Teología en el Seminario de Budweis,
un día el profesor de Nuevo Testamento ensalzaba la figura del gran Apóstol Pablo
apoyándose en el capitulo XI de la segunda Carta a los Corintios, ese capítulo en el que Pablo
hace una descripción de sus fatigas y penalidades apostólicas: naufragios, azotamientos,
cautiverios, constante ir y venir —¡con todos los peligros y penurias de los viajes de
entonces!—, y además de otras cosas, mil responsabilidades diarias: la solicitud por todas las
iglesias (II Cor, XI, 28). Esta frase y la entera descripción clavarían en el corazón del joven
estudiante.

Comprendió la grandeza del oficio apostólico, la grandeza de una vida que, al


entregarse con alegría y sin temores al servicio de los hombres, lejos de empobrecerse se
enriquece y con la cual el mundo también se enriquece y se transforma al recibir una esperanza
nueva. Comprendió que lo que allí se dibujaba no era sólo una relación de inclemencias del
pasado, y tampoco solamente una biografía sumida en el sufrimiento, sino también un campo
abierto que podemos hoy recorrer; un territorio en el que puede discurrir la existencia, donde
puede alojarse nuestra vida, llenarse y rebosar de contenido. Y al sentirse convocado por
aquellas palabras, decidió corresponder. Dejó que lo envolvieran, que penetrasen en su vida
para después él dar de ellas. Por eso son para nosotros como u n retrato de su propia existencia.
Ellas nos dicen lo que fue: porque él hizo de ellas carne y sangre; les dio vida real
interpretándolas con hechos, no como simples teorías. Fijémonos tan solo en dos ideas del
texto referido de San Pablo, y comprenderemos lo bien que el santo supo reflejarlas en su vida.

En primer lugar, esa mención del constante caminar entre penurias y peligros: porque
lo cierto es que la vida de nuestro santo estuvo muy marcada por la idea del camino, con todos
sus apuros, ciertamente, pero también con todo lo que tiene de ilusión y de grandeza. La
historia comenzó cuando, acabado su bachillerato y movido por el deseo de hacerse sacerdote,
sufrió la decepción de no ser admitido en el seminario: bien porque el gran número de
sacerdotes y candidatos hacía imposible más admisiones, o porque aquella pequeña diócesis no
estaba en condiciones de formar a todos los numerosos aspirantes que querían servir a Dios en
el sacerdocio. Se sintió como perdido en el desierto, con la esperanza sepultada en las arenas.

Sin embargo, inesperadamente, se le comunicó que había sido admitido; pero al final
de sus estudios le esperaba la peor contrariedad: no le permitían ser ordenado De nuevo, el
camino se cortaba, y el vacío parecía querer abrirse ante sus pies. Con ello se quebraba su
ilusión de trasladarse a Norteamérica, cuya urgente necesidad de sacerdotes conocía. Estaba
sin dinero, y se le amontonaban las dificultades. Por último, casi desprovisto de recursos y de
expectativas, decide ponerse en marcha, y lo hace en el silencio de la noche para ahorrar a sus
padres el dolor de la despedida. Su camino continúa siendo oscuro. Cuando llega a París, el
carruaje para el que ha pagado ha de partir sin él, porque el obispo norteamericano a quien
espera no aparece. A pie, prosigue su camino hacia la costa, pero no sin enterarse en el trayecto
de que el obispo de Filadelfia, en quien había depositado sus esperanzas, no necesita
sacerdotes alemanes. Pese a todo, llegará, será ordenado sacerdote, y le será confiada una
extensísima parroquia en la comarca de las cataratas del Niágara, que le exige desplazarse
continuamente hasta el agotamiento físico. Por último, cuando regresa de una visita de carácter
oficial, muere en las calles de Filadelfia.

La calle iba a ser así el símbolo de aquella vida, una vida de constante ir y venir para
llevar a los hombres la palabra de Dios. Haciendo frente a todos los atolladeros y penalidades
de la ruta, hizo avanzar la voz de Dios, y estuvo siempre siguiendo ese Camino que es el
propio Jesucristo. Y como anduvo sobre los pasos de Aquel que es el Camino y no deja de
caminar, se convirtió a su vez en un sendero entre los hombres, una vía de unión y mutuo
entendimiento. En su parroquia de alemanes discutía con los jerarcas que sólo deseaban una
iglesia para alemanes. Él quería, por el contrario, que fuese al mismo tiempo una iglesia para
italianos, franceses e irlandeses. En sus últimos años, se esforzó por aprender el gaélico, la
lengua casi olvidada de Irlanda, para ser uno más entre los irlandeses; para ser todo de todos;
para abrir un camino sobre los puentes destruidos.

Y por haber sido así, continúa dirigiéndonos la palabra en este tiempo en el que muchos
consideran todavía, como vías de salvación, las luchas entre clases, las mutuas contra-
dicciones de los hombres y los choques de egoísmos entre grupos. La experiencia nos dice que
incluso las relaciones más elementales, como ésas que se dan entre los padres y los hijos, o
entre maestros y alumnos, son interpretadas en términos de opresores y oprimidos, de
conflictos entre clases, y de este modo resultan pervertidas. Frente a esto, nuestro santo se nos
aparece bajo el signo del camino, y nos habla y nos convoca para luchar contra la enemistad.
No es de cristianos la postura cómoda y sencilla de gritar contra los otros desde el grupo al que
pertenecemos: lo cristiano es oponerse a semejante actitud. Es de cristianos esforzarse por
comprender a los que están al otro lado, aunque los propios se sientan defraudados. Lo
cristiano es cruzar continuamente las barreras para encontrarse y entenderse con los ajenos.

Tal es nuestra misión precisamente desde este Munich: comenzando por la familia, las
mutuas relaciones entre grupos profesionales, y la comunicación entre sectores de lenguas
diferentes. A pesar de las críticas y los reproches que puedan dirigirnos, tenemos como
cristianos el deber de atravesar esas fronteras; de apreciar en el otro al hermano que el Señor
nos ha enviado; de seguir el Camino que es el propio Jesucristo. Y, como es lógico, el santo a
quien honramos nos invita a procurar la íntima reconciliación entre alemanes y checos; a que,
cerrando una historia milenaria de mutuas incomprensiones, aprendamos de este santo la
manera de aceptarnos unos y otros.

Y pasemos a la segunda idea: la de Pablo cuando dice: Y además de otras cosas, mi


solicitud por todas las iglesias. También esto es un signo distintivo en la vida de San Juan
Nepomuceno Neumann: porque él estuvo siempre de camino al servicio de los suyos, hasta el
agotamiento de las fuerzas físicas. Incluso cuando era obispo, se reservó las visitas nocturnas a
los enfermos en la sede episcopal. Pero se distinguió sobre todo por su dedicación a los niños y
los jóvenes. Escribió una Historia Sagrada y dos catecismos, de los que se publicarían 38 y 21
ediciones respectivamente. Conocía muy bien que aún en el XIX continuaba siendo cierto lo
del siglo XVI: que, si Lutero consiguió que su Reforma prendiese en los corazones, fue porque
supo, con su catecismo, hacer comprensible y comunicar el cuerpo de la fe según él lo
entendía. De modo semejante, la Contrarreforma católica iniciaría su enraizamiento tan pronto
como hubo igualmente catecismos católicos que, sin perderse en los detalles, exponían y
hacían comprensible el conjunto coherente de la doctrina. Y aquello que sucedía en los siglos
XVI y XIX, se puede afirmar de hoy. Necesitamos una vez más, incluso en nuestro mundo tan
cambiado, contar con catecismos y catequesis que acierten a trasladarnos el depósito de la fe
en su totalidad unitaria, no sólo por fragmentos. Esto no significa descender a muchos
pormenores, sino precisamente transmitir esa unidad en que se expresa y se hace perceptible el
unitario mensaje del Señor.

A todo lo indicado se suma, en el caso de San Juan Nepomuceno Neumann, su


condición de gran obispo de la enseñanza. Fundó centenares de escuelas en los escasos ocho
años de su episcopado, y lo hizo porque sabía que el futuro de un pueblo depende de cómo sea
su enseñanza. La nuestra, aquí en Baviera, es hoy pacífica gracias a Dios. Merced a los
convenios y a la misma Constitución, tenemos garantizado el carácter básicamente cristiano de
la educación; y disponemos por fortuna de múltiples maestros que procuran con todos sus
esfuerzos educar a nuestros niños con arreglo a los valores fundamentales de nuestra fe
cristiana. Por todo ello debemos estar agradecidos.

Pero no hemos de ignorar que en Alemania existen también potencias empeñadas con
todas sus energías en quebrantar los cimientos de nuestra educación, para cambiarla de raíz y
transmutar desde su entraña nuestra sociedad y el mundo entero. Una profusa literatura de
manuales y libros de pedagogía se empeña en imponer el método siguiente: sembrar la
desconfianza en las relaciones entre los hombres; enturbiar y trastornar la prístina consonancia
de los hombres con la vida, la fidelidad, el amor y la confianza en la verdad; incriminar todo
ello como medio de opresión, y entronizar en su lugar, como objetivos pedagógicos supremos
y permanentes, el recelo, la repugnancia, el descontento y la negatividad. Cuando se contamina
de ese modo lo más hondo y auténtico del joven ser humano, aparentando con ello propiciar su
libertad y su autodesarrollo, lo que se intenta realmente no es ayudar a su progreso y
desenvolvimiento, sino inculcarle las propias negaciones y la propia ruptura con la vida, y
corromper la existencia desde sus capas más profundas.

Debemos oponernos a ese empeño, y hacerlo con la clara conciencia de que, aunque
sean importantes, no tenemos bastante con los convenios y las leyes. Lucharemos con éxito
contra la impugnación de la fidelidad, que es denunciada como abuso de intención
dominadora, si sabemos demostrar en nuestras mutuas relaciones que en la fidelidad reside la
verdad. Y tacharemos de falsas las vituperaciones del amor y de la mutua comprensión si,
desde el fondo de nuestras vidas, hacemos fidedignas ambas cosas. En la lucha por la
educación, que es el combate por el futuro de los hombres, nos jugamos nada menos que
nuestro propio ser humano. Al fin y al cabo, cualesquiera otros medios importan casi nada.
Sólo si conseguimos pesar con nuestro ser en la balanza, lograremos conservar y transmitir
hacia el futuro, esos valores que sostienen nuestro mundo, que nutren nuestras vidas porque
son los valores en los que creemos.

Cuando Juan Nepomuceno Neumann fue consagrado obispo, tomó como divisa la
jaculatoria Passio Christi conforta me: «Pasión de Jesucristo, dame fuerzas». Esta súplica es
como una glosa del mismo texto de San Pablo en su primera Carta a los Corintios, que presidió
su vida entera. Las desdichas del apóstol no solamente merecen ser sobrellevadas, sino que
muestran su belleza, porque sabemos que Dios mismo hubo de soportarlas. Y aquí está la
razón por la que mundo, incluso en los momentos de dolor y de tinieblas, merece nuestra
adhesión; por la que Dios es digno de confianza, y podemos creer en el amor; por la que los
padecimientos de Jesucristo nos prestan fortaleza y dan vigor a nuestra vida.

Passio Christi conforta me. Al escuchar esta súplica de labios de un obispo venido de
Bohemia, no podemos sino tener un recuerdo para el horno de dolores con que son ator-
mentados nuestros hermanos por la fe en Checoeslovaquia. Por ello, la plegaria que vamos a
elevar en compañía del santo obispo Neumann será una intercesión por esos hermanos nuestros
que se encuentran al otro lado de la frontera. Suplicamos:

- que el Señor les envíe la luz de la esperanza en su noche de dolores;


- que alumbre con el brillo de Su presencia la negrura de soledad y desaliento que
padecen;
- que les haga sentir la certidumbre de su verdad y su cercanía en ese mundo que
abofetea nuestra fe; y
- que a todos nos ayude para ser servidores de su Amor en este mundo nuestro.

SAN FRANCISCO DE SALES

Referencias a la Sagrada Escritura: Efesios 3, 8-12

Homilía en el Angerkloster de Munich, el 24-1-82,

festividad de San Francisco de Sales

Tenemos vía franca para acercarnos a Él, merced a la confianza que nos da la fe en Él
(Ef, III, 12). En esa última frase de la lectura de hoy tenemos compendiado exactamente lo que
quiso transmitirnos como mensaje la vida de San Francisco de Sales, cuya fiesta estamos
celebrando. Diríamos que es el sitio de la Escritura donde su vida se movió, y desde el cual nos
dirige su palabra. Tres ideas nos impresionan: libertad —o, si queremos, seguridad de ánimo—
, acercamiento, y confianza. Veámoslas reflejadas en la vida de nuestro santo, y procuremos
escuchar lo que el Señor nos comunica hoy con ellas.

Comencemos por la tercera: la confianza. San Francisco de Sales, que se crió en el


epicentro del calvinismo, tropezó como estudiante con la doctrina calvinista de la predestina-
ción, según la cual Dios tiene decidido desde la eternidad quiénes se salvarán y quiénes se
condenarán. Esta doctrina le hirió profundamente el corazón. Y fue tan honda la herida que
sólo pudo librarse de su angustia cuando llego al con vencimiento de ser uno de los que
estaban destinados al infierno. Cuando se hallaba sumido en este negro abismo de un Dios ante
el que no hay escapatoria la única salida que pudo hallar para si mismo fue decir: Bien, si es
que Dios ha decidido condenarme, que lo haga. No voy a preocuparme por ello, y le amaré a
pesar de todo. Así recuperó la libertad. Había cesado de mirarse tomándose como centro, y
puso en Dios la decisión de lo que hubiese de ser de él. Pudo mirar hacia adelante con ese
ánimo confiado en el que consiste la fe auténtica, que vence los temores y depara libertad.

A los que vuelven la mirada les ocurre lo que a la mujer de Lot: que se convierten en
estatuas de sal; que, al acedarse y pervertirse, acaban bloqueados en sí mismos. El peligro que
hoy corremos, el peligro a que se hallan expuestos muchos hombres de nuestro siglo, no es
otro que el siguiente: replegarse sobre si mismo; pretender ser el autor de sí mismo
anteponiéndose a Dios; determinar nuestro destino como pura cuestión de cálculo; y, con ello,
salinizarnos, acedarnos y hacernos inservibles para Dios y para nosotros mismos, despojados
de confianza y de libertad. Por el contrario, si vivimos de fe, tenemos libertad para dejarnos en
las manos de Dios y mirar sólo hacia adelante. Orientados hacia Él, abandonados en Sus
manos sin creernos autosuficientes, y con ello sintiéndonos liberados y llenos de confianza,
será como podremos amar a Dios, y amar en general.

Y ya hemos encontrado la segunda de aquellas tres ideas: acercamiento. Con


frecuencia, y a propósito de cosas o personas, nos ocurre tener que lamentarnos diciendo: «Ahí
no llego». No contamos con lo que llamaríamos un puente de contacto, que pudiese
permitirnos pasar del propio ser y comunicarnos con el otro. Respecto a Dios, no hay hombre
alguno que pueda por si solo acercársele. ¿Cómo podríamos nosotros, finitos, temporales y
pecadores como somos, acercarnos a lo Eterno, lo Santo, lo Infinito? Pero Dios ha dispuesto el
puente de contacto: al encarnarse, se nos ha hecho accesible por medio de Sí mismo. Esa vía es
el hombre Jesucristo, en quien tenemos el Hermano a quien tocar con nuestras manos, y por el
cual tocamos a Dios mismo. Desde que aquello sucediera, la búsqueda de Dios, y la
conducción de otros hacia Él en cualquier labor de almas, dependerán en definitiva de que se
haga presente a Jesucristo para abrir el camino y eliminar los espejismos.

Por consiguiente, quienes deseen encontrar a Dios, o que lo encuentren los demás,
deberán hacer presente a Jesucristo como vía de acercamiento. Pero sólo podremos conseguirlo
si somos nosotros mismos presencia de Jesús; si comulgamos con Él; si nos hallamos inmersos
en su presencia real, y de nosotros hacemos una parcela de esa presencia real en nuestro
mundo. Su presencia real en este mundo se manifiesta en el cuerpo místico que es la Iglesia:
porque es en ésta donde Él se nos comunica mediante la Palabra y los Sacramentos, y del
modo más profundo en la Eucaristía. San Francisco de Sales estuvo inmerso cada vez más en
el misterio de la Iglesia, y se hizo así cada día más una parcela de presencia de Jesucristo.

Dos conceptos de la liturgia de hoy nos dicen lo que fue la vida de nuestro santo:
hacerse todo para todos, y manso, la dulzura de Jesús. Probablemente, son los dos aspectos
más característicos del modo en el que San Francisco de Sales hizo en parte realidad, en aquel
siglo, el misterio de Jesucristo unificándose con Él dentro del cuerpo de la Iglesia.

Hacerse todo para todos. Al identificarse con Jesucristo, San Francisco fue el hombre
de los pobres y de los ricos, de los rudos y de los instruidos: porque la realidad profunda de la
fe es la misma para todos. Por ello supo encarnar la mansedumbre de Jesucristo justamente en
el siglo que padeció la Guerra de los Treinta Años: un siglo de vilezas y de ultrajes; un siglo de
durezas, perfidias y brutalidades. Así se hizo visible Jesucristo.

Manso, la dulzura de Jesucristo. San Francisco la demostró, por ejemplo, al proponer


una piedad a la medida de los no consagrados; al idear unos hogares espirituales para aquellas
personas que no pueden imitar los grandes hechos de los santos y los antiguos ascetas, porque
sus fuerzas físicas o psíquicas no se lo permiten. En parte, anticipó la espiritualidad de Santa
Teresa de Lisieux, la del pequeño camino, ese sendero sencillo de los pacientes que siguen a
Jesucristo sin espíritu heroico de acometer obras grandiosas. Al llegar de este modo con sus
puentes hasta el comienzo de nuestros pasos, abrió caminos nuevos. Y con su propia vida supo
demostrar que, progresando por ellos, se puede ir ascendiendo hacia una ascesis ambiciosa y
una profunda unión mística con el Señor. Ello, sobre la base de que Él es accesible y nos ofre-
ce vías de acceso; y sin perder nunca de vista que, por esos caminos de lo sencillo, podemos
elevarnos a las alturas.

Y estamos ya delante del tercero de los conceptos: Parrhesía, Freimut libertad de


ánimo ante Dios. Nos enseñó lo que esto significa en su Filotea, la obra que dedicó a una joven
noble, de genio alegre, para explicarle la manera de ser cristiano tomando como pauta el relato
de la Creación, en el que él veía como una imagen de la historia de nuestra fe. Así, en aquel
mandato del Creador que, dirigiéndose a los seres vivos de este mundo, les ordena que den
frutos, cada uno según su especie (Gen, III, 11), San Francisco ve igualmente una referencia al
mundo superior de los espíritus, que nacerá de Dios y de la Iglesia.

Rendir frutos, cada uno según su especie: San Francisco nos dice que esto vale también
para nosotros. En la obra de la Creación, nosotros somos para Dios un huerto grande, abundoso
y diversiforme, en el que cada uno está llamado y capacitado para dar el propio fruto: no el de
otro, sino el que le corresponde según la propia especie. Y aclara el Santo: Un obispo no debe,
ni puede, vivir como un cartujo; ni el casado lo hará como si fuera un capuchino; ni el
artesano, a la manera de un religioso contemplativo, que pasa medio día y media noche en
oración. Quien lo intentase, demostraría una piedad desatinada y ridícula. Cada uno, según su
propia especie: porque Dios quiere frutos de todas clases. Y añade luego el Santo: La piedad
verdadera no destruye, sino que acrecienta y embellece. Con ella se consigue la unidad entre el
quehacer de cada uno y la religión. De aquí que haya tantas formas de piedad como labores
existen en la vida.

Recuerdo cierta nota escrita en su diario por el Papa Juan XXIII en 1903, donde se
muestra su auténtica espiritualidad. Con una fuerza —escribe allí— que casi podía tocar con
los dedos, he caído en la cuenta de cuán falsa era la idea que yo tenía de la santidad. Había
intentado siempre imitar exactamente las virtudes concretas de cada uno de los santos, y,
como es lógico, me sentí en todos los casos insatisfecho. Ahora comprendo que lo mío no es
repetir a palo seco tal santo o tal otro, sino extraer el jugo de su vida (sugo vitale) y,
aprovechándome de él, dar fruto a mi manera. Ya lo vemos: dar fruto, cada uno según su
especie. Dios ha creado un rico huerto en el que tiene cada uno su propia vía de santidad, con
la que Él hace que las flores se abran y los frutos alcancen la sazón. Lo que debemos, pues, no
es imitar a rajatabla a los santos anteriores, sino aprender de sus vidas ese sugo vitale, que es el
jugo vital del Evangelio, en el que consiste la esencia de lo santo. Así se hará en nosotros jugo
propio que, rindiendo los frutos que Dios pide a cada uno, permita florecer y madurar las
posibilidades que Él ha puesto en la Creación.
En Ginebra, la casa de San Francisco de Sales estaba exactamente enfrente de la de
Juan-Jacobo Rousseau. Podemos ver en ello todo un símbolo. Allí se representan las dos
alternativas fundamentales de los tiempos modernos, las dos alternativas antagónicas del
propio ser humano. De una parte, San Francisco de Sales, el hombre desprendido de si mismo,
que ha dejado de mirarse a si mismo, y que confía plenamente. Así se hizo el hombre alegre y
amante que habría de irradiar la sencillez, la libertad y la bondad de Jesucristo, y ofrecer a
otros hombres la libertad frente a sí mismo, con que dar los frutos propios en la divina
Creación.

De la otra parte, Juan-Jacobo Rousseau, el hombre que comienza y significa más que
otro alguno la gran impugnación. Él se enfrentó también al calvinismo, pero fue para llegar a la
negación de cuanto somos ahora, para ir en busca del homme naturel, el hombre en puro estado
de naturaleza a quien incluso el lenguaje y la educación han reprimido y despojado de su
libertad; el hombre natural hacia el que se ha de regresar, retrocediendo inclusive más allá de la
entera Creación de Dios. El fue el primero en concebir un ser humano carente por completo de
fines inherentes, y que puede por ello trazarse unos caminos inconmensurables. Pero eran éstos
unos caminos que acababan en el vacío, en la mera negación.

Llegó, por tanto, un momento en el que este hombre sintió necesidad de desprenderse
de algún modo de la carga de aquella vida; y lo hizo en sus Confesiones, que, a diferencia de
San Agustín, no pudo hacer ante Dios, sino ante el público de los hombres, y en las cuales
terminaba lógicamente con la autoabsolución. Sí algún día suena —decía— la trompeta que
llama a juicio, allí compareceré con todas mis acciones y diré: Quien sea mejor que yo, que
se presente! Miserable manera de darse la absolución final! Así fue el hombre de la gran im-
pugnación, que sembraría la semilla de la revolución permanente, y a la vez la de la dictadura
totalitaria.

Tales son las dos alternativas entre las cuales nuestro siglo se ha bamboleado. No podía
ser de otro modo: porque, si no se da el gran salto de la confianza, sólo queda lanzar el griterío
de la rebelión. Allá en Ginebra, la casa de San Francisco de Sales y la de Juan-Jacobo
Rousseau nos presentan esas dos alternativas. Pero el Señor no deja de esperarnos. Nos invita a
decidirnos por la confianza; a que nos abandonemos en Él, sin revolver en el pasado ni mirar
en derredor. Así hallaremos la puerta para encontrarnos con Él: la libertad y la alegría del
Evangelio. Supliquémosle la fuerza con la que podamos responder a su llamada, rindiendo
cada uno los frutos para los cuales haya sido dotado por Él.

SAN PABLO MIKI y COMPAÑEROS

Homilía en el Seminario de la Santísima Trinidad de Dallas (Texas),

el 6-II-91, aniversario de San Pablo Miki y compañeros mártires

Estamos celebrando la Santa Misa en el aniversario de los primeros mártires del Japón:
San Pablo Miki y sus compañeros, que e16 de febrero de 1597 fueron crucificados en Na-
gasaki. Cuando a mediados del siglo XVI los primeros emisarios del Evangelio llegaron a las
islas del Japón, aquellas gentes reaccionaron como si estuvieran esperando desde mucho antes
la venida de Jesucristo. En poco tiempo, el número de cristianos llegó a 300.000. Jesús no fue
para ellos un extraño, sino alguien que a cada uno de ellos había amado, y por el cual se había
entregado (Gal, III, 20), y esto con un amor y una entrega que en modo alguno eran cosa del
pasado, sino presente realidad.
Y con razón: porque Jesús jamás es un extraño, toda vez que la enajenación es la perfecta
antítesis del amor. Él no es extraño para nadie, porque nos habla con el único lenguaje
universal, para el que todos hemos sido creados: el del amor. Él no es extraño para nadie,
porque todos los hombres, desde lo íntimo de su ser, están esperando a Dios, al Dios auténtico
que es a la vez muy humano y muy divino: muy humano, porque Él mismo se ha hecho
hombre verdadero; y muy divino, porque la fuerza de su amor enfrena y desvirtúa el mal del
mundo: sus mentiras, sus odios y sus indiferencias.
Fue una suerte para los misioneros iniciales del Japón que el Evangelio llegase allí sin la
menor intervención de los poderes de este mundo: sin la espada, y sin el dinero. Así pudo
aquella gente conocer al hombre Jesucristo en su pureza: con aquella misma pobreza, sencillez
y verdadera grandeza con la que fuera conocido en Palestina y, tras la Resurrección, con el
mensaje de los Apóstoles por el mundo greco-romano. Los hechos serían distintos al llegar
posteriormente los misioneros franciscanos españoles, que indujeron en el primer Shogún
(Generalísimo. (En 1192, el emperador japonés nombró a Minamoto Yontomo Sei-i-tai-
shogun, generalísimo vencedor de los bárbaros), ante la cercanía de Filipinas, el temor de que
la fe cristiana se asociase al colonialismo europeo. Aquel Shogún, que pretendía concentrar
todo el poder del país en su persona, hizo de Jesucristo un adversario político que ponía en
peligro su labor de unificación. Y de este modo, en la misma primavera de la fe, se
precipitarían las heladas de la persecución.
Nuestras noticias presentan el martirio de los primeros cristianos japoneses con una
sorprendente semejanza respecto al testimonio que dieran nuestros hermanos de la Iglesia
primitiva. No hubo en ellos la mínima señal de fanatismo, ni el menor indicio de odio, ni
desesperación, ni duda alguna en el sentido de haberse convertido a un falso dios: hubo, por el
contrario, una inmensa certidumbre y tina serenidad inconmovible. Cuando los padres,
paganos, de un muchacho de trece años intentaron, con la buena intención de tantas otras
ocasiones, convencerlo de que abjurase, aquel hijo respondió: Cuando me encuentre en el
Cielo ante nuestro Señor, le pediré con mucha fuerza por vosotros. Clavado ya en la cruz, se
dirigió al sacerdote para pedirle que cantase; y como éste no empezara, lo hizo él.
Aquellos mártires, de los cuales muchos eran casi niños, alababan al Señor con este canto
de los Salmos: Laudate, pueri, Dominum, «Alabad, jóvenes, al Señor» (S. 113 [112]). Las
parábolas del tesoro escondido en tierra, y de la perla encontrada (Mat, XIII, 44 Y ss.), se
cumplieron en ellos plenamente. Habían descubierto en el Evangelio de Jesucristo la perla más
preciada, la que vale por todas las riquezas del mundo: porque colma por sí sola los inquietos
deseos de alegría que se agitan de continuo en el secreto de nuestro corazón. Todas las
inmundicias y aberraciones de los hombres están originadas por el ansia de encontrar la
inmensidad, la plenitud inagotable, la riqueza soberana, la felicidad perpetua e ilimitada.
Desean encontrar ese tesoro que se oculta bajo el suelo de este mundo, porque creen que está
en alguna parte. Y pretenden encontrar la perla en el seno de la hermética concha de la vida.
Pero en el Evangelio de San Juan se nos indica esa perla con el sencillo nombre de alegría Gn,
XVII, 13).
Aquellos mártires que cantaban desde sus cruces habían encontrado la gran alegría, y la
llevaban en sus corazones sin miedo de perderla. Para ellos, esa perla del gozo inquebrantable
merecía cualquier precio: sus dolores representaban poca cosa comparados con ella, y ni
siquiera morir significaba pagar demasiado. Tenían la certeza de que se extendería, tras la
muerte, como alegría indestructible y eterna. Detengámonos en esto, porque en la actualidad
apenas lo entendemos. Es muy raro que hablemos hoy del «Cielo», pues nos parece que usar
esta palabra significa dar la espalda a la realidad. Recientemente, vino a verme un profesor
norteamericano, cuya madre había fallecido de improviso en el hospital por sobredosis de un
medicamento. En su aflicción, había buscado consuelo y esperanza en la literatura teológica
que trata de la muerte y de la vida eterna; pero sólo consiguió que su dolor se hiciera más
punzante. Y me decía, resumiendo su experiencia: El Cielo está muy negro, cubierto por una
capa impenetrable de nubes. Muy contraria es la impresión que nos produce leer la
certidumbre imperturbable con que hablaban del Cielo aquellos jóvenes mártires del Japón.
Uno de ellos, de sólo doce años, a quien el gobernador intentó librar de la muerte
prometiéndole grandes honores si abjuraba, respondió: Los honores y gozos de esta vida son
como espuma sobre el agua, como rocío sobre la hierba en la mañana; pero las alegrías y los
honores del Cielo jamás se desvanecen. ¿Era aquello huir del mundo? Pensemos lo siguiente:
la entereza frente a las agresiones de los poderes de este mundo, y la honradez inquebrantable
que no cede ante favor alguno; son virtudes provechosas en esta misma vida, y por desgracia
muy necesarias en este tiempo nuestro de poderes y riquezas corrompidos.
Pero vayamos más al fondo. Contaré nuevamente una pequeña anécdota. Hace un año,
celebraba su centésimo cumpleaños el representante más famoso de la doctrina social católica
en Alemania. Cuando uno de los visitantes le deseó dos años más de vida, nuestro gran hombre
contestó: No, eso es muy poco: lo que quiero es vivir eternamente. Nunca ha sido, ni es, un
hombre de los que huyen de su tiempo y de las cargas que lo acompañan. Hizo frente a su
época porque sabía que el Amor eterno le ayudaba con su gracia y no le defraudaría.
La suprema alegría, ésa que viene de la vida eterna, no está sólo en el más allá; como
tampoco pertenece únicamente al más allá la misma vida eterna. ¿Cómo podríamos, si no,
tenerla ya en nosotros? Oye bien: tu Cielo va contigo, decía un viejo cántico religioso alemán.
Sí, nuestro Cielo está en nosotros, si en nosotros está Jesús: porque Jesús es el Cielo mismo.
Tan pronto como empezamos a entender esta verdad, se nos descubren tonos nuevos en todas
las palabras que se refieren al Cielo y a la tierra. Y, desde ese mismo instante, los brillos de la
Perla se nos hacen perceptibles. Desde ese mismo instante, nos parece pequeño cualquier
precio que debamos pagar por ella: porque todos los dolores y fatigas que hayamos de soportar
serán insignificantes comparados con la alegría inconmensurable que empezamos a conquistar.
No lo dudemos: incluso el sufrimiento se nos hace llevadero cuando es él quien nos acerca
hasta el lugar donde se halla la Perla.
En este orden de cosas, comprendemos lo que es el sacerdocio. Ser sacerdote significa, no
sólo haber descubierto la Perla, sino llevar también a otros a encontrarla: porque ella es tan
inmensa, que somos incapaces de guardarla sólo para nosotros. Elevemos nuestras preces para
obtener la gracia necesaria con que hacerlo.

SAN JOSÉ

Referencias a la Sagrada Escritura: Mateo 1, 16. 18-21. 24a

Homilía en el oratorio de las Hermanas de la Madre Dolorosa

de Roma, el 19-III-92, Solemnidad de San José

Hace poco pude ver en casa de unos amigos una representación de San José que me ha
hecho pensar mucho. Es un relieve procedente de un retablo portugués de la época barroca, en
el que se muestra la noche de la fuga hacia Egipto. Se ve una tienda abierta, y junto a ella un
ángel en postura vertical. Dentro, José, que está durmiendo, pero vestido con la indumentaria
de un peregrino, calzado con botas altas como se necesitan para una caminata difícil. Si en
primera impresión resulta un tanto ingenuo que el viajero aparezca a la vez como durmiente,
pensando más a fondo empezamos a comprender lo que la imagen nos quiere sugerir.

Duerme José, ciertamente, pero a la vez está en disposición de oír la voz del ángel (Mat, n,
13 y ss.). Parece desprenderse de la escena lo que el Cantar de los Cantares había proclamado:
Yo dormía, pero mi corazón estaba vigilante (Cant, V, 2). Reposan los sentidos exteriores,
pero el fondo del alma se puede franquear. En esa tienda abierta tenemos una figuración del
hombre que, desde lo profundo de sí mismo, puede oír lo que resuene en su interior o se le diga
desde arriba; del hombre cuyo corazón está lo suficientemente abierto como para recibir lo que
el Dios vivo y su ángel le comuniquen. En esa profundidad el alma de cualquier hombre se
puede encontrar con Dios. Desde ella Dios nos habla a cada uno y se nos muestra cercano.

Sin embargo, la mayoría de las veces nos hallamos invadidos por cuidados, inquietudes,
expectativas y deseos de todas clases; tan repletos de imágenes y apremios producidos por el
vivir de cada día, que, por mucho que vigilemos externamente, se nos pierde la interna
vigilancia y, con ella, el sonido de las voces que nos hablan desde lo íntimo del alma. Ésta se
halla tan cargada de cachivaches, y son tantas las murallas elevadas en su interior, que la voz
suave del Dios próximo no puede hacerse oír. Con la llegada de la Edad Moderna, los hombres
hemos ido dominando cada vez más el mundo, y disponiendo de las cosas a la medida de
nuestros deseos; pero estos adelantos en nuestro dominio sobre las cosas, y en el conocimiento
de lo que podemos hacer con ellas, ha encogido a la vez nuestra sensibilidad de tal manera, que
nuestro universo se ha tornado unidimensional. Estamos dominados por nuestras cosas, por
todos los objetos que alcanzan nuestras manos, y que nos sirven de instrumentos para producir
otros objetos. En el fondo, no vemos otra cosa que nuestra propia imagen, y estamos
incapacitados para oír la voz profunda que, desde la Creación, nos habla también hoy de la
bondad y la belleza de Dios.
Ese José que duerme, pero que al mismo tiempo se halla presto para oír lo que resuene por
dentro y desde lo alto -porque no es otra cosa lo que acaba de decirnos el Evangelio de este
día-, es el hombre en el que se unen el íntimo recogimiento y la prontitud. Desde la tienda
abierta de su vida, nos invita a retirarnos un poco del bullicio de los sentidos; a que
recuperemos también nosotros el recogimiento; a que sepamos dirigir la mirada hacia el
interior y hacia lo alto, para que Dios pueda tocamos el alma y comunicarle su palabra. La
Cuaresma es un tiempo especialmente adecuado para que nos apartemos de los apremios
cotidianos, y dirijamos nuevamente nuestros pasos por los caminos del interior.

Pasemos al segundo punto. Ese José que vemos está pronto para erguirse y, como dice el
Evangelio, cumplir la voluntad de Dios (Mat, I, 24; II, 14). Así toma contacto con el centro de
la vida de María, la respuesta que diera Ella en el momento decisivo de su existencia: He aquí
la sierva del Señor (Luc, 1, 38). En él sucede lo mismo con su disposición a levantarse: Aquí
tienes a tu siervo. Dispón de mí. Coincide su respuesta con la de Isaías en el instante de recibir
el llamamiento: Heme aquí, Señor. Envíame (Is, VI, 8, en relación con 1 Sam, III, 8 y ss.). Esa
llamada informará su vida entera en adelante. Pero también hay otro texto de la Escritura que
viene aquí a propósito: el anuncio que Jesús hace a Pedro cuando le dice: Te llevarán adonde
tú no quieras ir (Jn, XXI, 10). José, con su presteza, lo ha hecho regla de su vida: porque se
halla preparado para dejarse conducir, aunque la dirección no sea la que él quiere. Su vida
entera es una historia de correspondencias de este tipo.
Comenzó con la primera comunicación de las alturas: la del ángel al darle información
sobre el secreto de la maternidad divina de María, el misterio de la llegada del Mesías. De
improviso, la idea que se había hecho de una vida discreta, sencilla y apacible, resulta
trastornada cuando se siente incorporado a la aventura de Dios entre los hombres. Al igual que
sucediera en el caso de Moisés ante la zarza ardiente, se ha encontrado cara a cara con un
misterio del que le toca ser testigo y copartícipe. Muy pronto ha de saber lo que ello implica:
que el nacimiento del Mesías no podrá suceder en Nazaret. Ha de partir para Belén, que es la
ciudad de David; pero tampoco será en ella donde suceda: porque los suyos no le acogieron
(Jn, 1, 11). Apunta ya la hora de la Cruz: porque el Señor ha de nacer en las afueras, en un
establo. Luego viene, tras la nueva comunicación del ángel, la salida para Egipto, donde ha de
correr la suerte de los sin casa y sin patria: refugiados, extranjeros, desarraigados que buscan
un lugar donde instalarse con los suyos.
Volverá, pero sin que hayan terminado los peligros. Más tarde, sufrirá la dolorosa
experiencia de los tres días durante los que Jesús está perdido (Luc, lI, 46), esos tres días que
son como un presagio de los que mediarán entre la Cruz y la Resurrección: días en los que el
Señor ha desaparecido y se siente su vacío. Y, al igual que el Resucitado no habrá de retornar
para vivir entre los suyos con la familiaridad de aquellos días que se fueron, sino que dice: No
quieras retenerme, porque he de subir al Padre, y podrás estar conmigo cuando tú también
subas (cfr. Jn, XX, 17), así ahora, cuando Jesús es encontrado en el Templo, reaparece en
primer plano el misterio de Jesús en lo que tiene de lejanía, de gravedad y de grandeza. José se
siente, en cierto modo, puesto en su sitio por Jesús, pero a la vez encaminado hacia lo alto. Yo
debía ocuparme de las cosas de mi Padre (Luc, II, 19). Es como si le dijera: Tú no eres padre
mío, sino guardián, que, al recibir la confianza de este oficio, has recibido el encargo de
custodiar el misterio de la Encarnación.
Y morirá por fin José sin haber visto manifestarse la misión de Jesús. En su silencio
quedarán sepultados todos sus padecimientos y esperanzas. La vida de este hombre no ha sido
la del que, pretendiendo realizarse a sí mismo, busca en sí solamente los recursos que necesita
para hacer de su vida lo que quiere. Ha sido el hombre que se niega a sí mismo, que se deja
llevar adonde no quería. No ha hecho de su vida cosa propia, sino cosa que dar. No se ha
guiado por un plan que hubiera concebido su intelecto, y decidido su voluntad, sino que,
respondiendo a los deseos de Dios, ha renunciado a su voluntad para entregarse a la del Otro,
la voluntad grandiosa del Altísimo. Pero es exactamente en esta íntegra renuncia de sí mismo
donde el hombre se descubre.
Porque tal es la verdad: que solamente si sabemos perdernos, si nos damos, podremos
encontrarnos. Cuando esto sucede, no es nuestra voluntad quien prevalece, sino ésa del Padre a
la que Jesús se sometió: No se haga mi voluntad, sino la tuya (Luc, XXII, 42). Y como
entonces se cumple lo que decimos en el Padrenuestro: Hágase tu Voluntad en la tierra como
en el Cielo, es una parte del Cielo lo que hay en la tierra, porque en ésta se hace lo mismo que
en el Cielo. Por esto San José nos ha enseñado, con su renuncia, con su abandono que en cierto
modo adelantaba la imitación de Jesús crucificado, los caminos de la fidelidad, de la
resurrección y de la vida.
Nos queda un tercer aspecto. Mirando a ese José que está vestido como peregrino,
comprendemos que, a partir del momento en que supiera del Misterio, su existencia sería la del
que está siempre en camino, en un constante peregrinar. Fue así la suya una vida marcada por
el signo de Abraham: porque la Historia de Dios entre los hombres, que es la historia de sus
elegidos, comienza con la orden que recibiera el padre de la estirpe: Sal de tu tierra para ser
un extranjero (Gen, XII, 1; Hebr, XI, 8 y ss.). y por haber sido una réplica de la vida de
Abraham, se nos descubre José como una prefiguración de la existencia del cristiano. Podemos
comprobado con viveza singular en la primera Carta de San Pedro y en la de Pablo a los
Hebreos. Como cristianos que somos -nos dicen los Apóstoles- debemos consideramos
extranjeros, peregrinos y huéspedes (1 Ped, 1 y 17; n, 11; Hebr, XIII, 14): porque nuestra
morada, o, como dice San Pablo en su Carta a los Filipenses, nuestra ciudadanía está en los
Cielos (Flp, III, 20).
Hoy suenan mal esas palabras sobre el Cielo: porque tendemos a creer que, apartarnos de
cumplir nuestros deberes en la tierra, nos enajena de nuestro mundo. Tendemos a creer que
nuestra vocación no es solamente hacer un Paraíso de la tierra y en ésta concentrar nuestras
miradas, sino a la vez dedicarle por completo el corazón y los esfuerzos de nuestras manos.
Pero sucede en la realidad que, al comportarnos de ese modo, lo que estamos haciendo es
justamente destrozar la Creación. Ello es así porque, en el fondo, los anhelos del hombre, la
saeta de sus ambiciones, apuntan en dirección al infinito. De aquí que, hoy más que nunca,
comprobemos que únicamente Dios puede saciar al hombre por completo. Estamos hechos de
tal forma, que las cosas finitas nos dejan siempre insatisfechos, porque necesitamos mucho
más: necesitamos el Amor inagotable, la Verdad y la Belleza ilimitadas.
Aunque ese anhelo sea insuprimible, podemos, por desgracia, desplazado de nuestros
horizontes, y con ello perseguir las plenitudes buscando únicamente en lo finito. Queriendo
tener el Cielo ya en la tierra, esperamos y exigimos todo de ella y de la actual Sociedad. Pero,
en su intento de extraer de lo finito lo infinito, el hombre pisotea la tierra e imposibilita una
ordenada convivencia social con los demás: porque a sus ojos cada uno de los otros aparece
como amenaza u obstáculo; y porque arranca del mundo material y del biológico algunos
componentes que necesitaría preservar para sí mismo. Tan sólo cuando aprendamos
nuevamente a dirigir nuestras miradas hacia el Cielo, brillará también la tierra con todo su
esplendor. Únicamente cuando vivifiquemos las grandes esperanzas de nuestros ánimos con la
idea de un eterno estar con Dios, y nos sintamos nuevamente peregrinos hacia la Eternidad, en
vez de aherrojamos a esta tierra, sólo entonces irradiarán nuestros anhelos hacia este mundo
para que tenga también él esperanza y paz.
Por todo ello, demos gracias a Dios en este día porque nos ha dado ese Santo, que nos
habla de recogemos en Él; que nos enseña la prontitud, y la obediencia, y la abnegación, y la
actitud de caminantes que se dejan llevar por Dios; y que nos dice por esto mismo la manera de
servir igualmente a nuestra tierra. Demos gracias asimismo por esta fiesta jubilar en la que
podemos comprobar que sigue habiendo personas con el ánimo abierto a la voluntad de Dios, y
preparadas para escuchar sus llamamientos y marchar a su lado hacia donde Él quiera llevadas.
E imploremos la gracia de lo Alto para que, demostrando también nosotros vigilancia y pronti-
tud, y procediendo en nuestras vidas con la misma plenitud de la esperanza, nos veamos un día
recibidos por Dios, que constituye nuestro auténtico Destino de caminantes hacia la comunión
en la vida eterna.

MARÍA, MADRE DE LOS CREYENTES

Plática en la Catedral de Nuestra Señora, de Munich, el31-V-79,

con ocasión del Mayo Mariano

En un primer momento, las palabras de Jesús en el pasaje del Evangelio que acabamos de
escuchar ―(Sucedió que mientras Él estaba diciendo todo esto, una mujer de en medio de la
multitud, alzando la voz, le dijo: Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te
criaron. Pero el replicó: Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la
guardan (Luc, XI, 27 y s.)― parecen ser contrarias a la idea de homenaje a María. Se diría que
quiere comunicamos lo siguiente: que no alabemos a los hombres; que lo que importa no es el
parentesco de la sangre, sino sólo el seguimiento en unidad de corazones y espíritus. Pero
cuando situamos esas palabras en el contexto total del Evangelio, descubrimos aspectos
sorprendentes que nos llevan a comprender en lo profundo las razones de la veneración hacia
María y las enseñanzas consiguientes. En San Lucas, la frase de Jesús cuando declara dichosos
los que escuchan la palabra de Dios (Luc, XI, 28) concuerda exactamente con el saludo de
Isabel: Dichosa tú, que has creído (Luc, I, 45). Y el enlace de sentido se corrobora en esos dos
pasajes donde leemos que María guardaba todo esto en su corazón (Luc, lI, 19 y 51) relacio-
nando las cosas, ponderándolas y ahondando en su significación. Así evidencia San Lucas que
el encomio dedicado a los que escuchan la palabra de Dios y la practican corresponde por
excelencia a la persona que, por serie más cercana de corazón, y por llevar en sí misma esa
palabra de Dios, fue la elegida por Él para encarnarse.

Como escribió San Agustín, antes de ser la Madre según el cuerpo, lo había sido ya según
el espíritu. Guardaba las palabras de Dios en el corazón; las asociaba, las meditaba, y penetra-
ba en su sentido. Al decir esto, San Lucas considera a María como fuente de tradición; pero
nos dice igualmente que en Ella se ha hecho sensible lo que fuera durante siglos el misterio de
Israel, y lo que en el futuro habría de ser la Iglesia: mansión de la Palabra de Dios; hogar que la
custodia entre los altibajos de la Historia, con tormentas, vicisitudes, inanidades y fracasos
interiores y exteriores. A pesar de tales altibajos, en los que a veces parece haberse perdido
todo, primero es Israel, y posteriormente la Iglesia de los cristianos, representada en María,
quien guarda la Palabra y la preserva, quien le sirve de residencia y la transmite por el boscaje
de los tiempos para que vivifique con su savia y rinda frutos incesantes.
Por todo ello, según el Evangelio de San Lucas, María es una viva plasmación de la
parábola del sembrador (Luc, VIII, 4 Y ss.). Su corazón es campo fértil, hondamente removido
para que haya enraizamiento. Ella es lo más contrario de la peña saliente en la que casi todo
resbala o se desvía, y sólo se detiene lo superfluo. Ella no es como tantos en quienes los
gorriones de la inconsciencia devoran esos granos que buscaban lo profundo del corazón; ni
lleva dentro los espinos de los cuidados cotidianos, las riquezas y el apego a las cosas, que
impiden igualmente a la semilla penetrar en los estratos más profundos del corazón y de la
existencia. Ella es el campo bueno donde puede la semilla descender, ser alojada, echar raíces
y fructificar. En su persona, las fuerzas de la vida operan en cierto modo como jugo y
nutrimento para la Palabra; y de este modo, al identificarse ella misma con la semilla, se
convierte poco a poco en Palabra, Icono vivo, Imagen luminosa de Dios, hasta configurarse
plenamente conforme a su misión. Y la Palabra, por su parte, adquiere en Ella fuerza nueva
para hacerse visible en toda su riqueza y su multiformidad.
María guardaba la Palabra, y por ello es nuestra Guía. Vivimos en un tiempo de corazones
empedernidos que sofocan la voz de lo profundo, y en el que los pájaros del tráfago cotidiano
picotean cualquier cosa que pudiese buscar nuestro interior, y los espinos de las ansias
posesorias nos tapan como losas las honduras. Vivimos en un tiempo dominado -sin que la
Iglesia sea una excepción- por una mentalidad de corto plazo, que aprecia únicamente lo
factible y cuantificable, y ha perdido de vista que las cosas que cuentan no son únicamente las
que pueden ser contadas. La eficiencia profunda, las energías que hacen realmente la Historia y
sus mudanzas, provienen solamente de lo que ha ido madurando con el tiempo; lo que tiene
raíces hondas; lo que ha sido probado y repensado; lo que ha permanecido irremovible y aún
resiste. La fuerza de la Iglesia, su poder de cambiar el mundo, no puede consistir en sus
posibilidades inmediatas de hacer esto o aquello, sino en ser ese espacio al que podamos
regresar en todo tiempo a recogemos en silencio para crecer, desarrollarnos y dar los frutos que
podamos. Los Padres de la Iglesia, en relación con todo esto, han asignado a María el título de
Profetisa. Esto no significa, en su caso, hacer obras prodigiosas y predecir el futuro, sino estar
embebida del Espíritu divino, y gracias a ello hacerse sembradora y propiciar una cosecha.
Se aprecia entre nosotros, y en todo el Occidente, un ansia vehemente de meditación, y un
interés consiguiente por lo asiático, porque la condición cristiana parece reducirse al activismo.
Pero advirtamos lo siguiente: que imitar por unas horas un par de técnicas tomadas de
religiones asiáticas no cambia nuestra vida en profundidad, sino que sirve solamente para cebar
en nosotros un egoísmo que no busca sino una sensación de poderío superior. También el
Cristianismo está dotado de vías de meditación, que nos ayudan a moderar nuestro activismo.
Esa meditación está ejemplificada en la Madre del Señor con su reacción a las palabras
escuchadas. Por ello es nuestra Guía, la Guía que nos enseña a meditar como cristianos
recogiéndonos en ese provechoso silencio del que vienen las verdaderas energías.
Y por ello los obispos de nuestra tierra hemos querido, en este mes de mayo, predicar
sobre María. Nos parece importante reavivar la devoción mariana en nuestra vida de cristianos:
esa fuente de energías que consiste en escuchar en el recogimiento para que la palabra pueda
germinar. Por tal motivo, hemos recomendado que se vuelva a las oraciones dirigidas a María,
y entre ellas el Rosario, que ha sido tan denigrado. Rezarlo significa lo siguiente: deponer el
activismo y relajar el pensamiento imaginativo, de manera que, acomodándonos quieta y
serenamente a la cadencia de las palabras, concuerde y nos resuene el corazón en armonía con
ellas, y nos sintamos suavemente reducidos al silencio, contentos y mejorados.
Pero hay en las palabras del Evangelio que leíamos un segundo aspecto mariológico. Me
refiero a esa frase en la que Jesús parece reprender a la Madre: ¿Acaso no sabíais que yo debo
ocuparme de las cosas de mi Padre? (Luc, II, 49). Concuerdan con aquéllas posteriores en las
bodas de Caná (Mujer: ¿qué tengo yo que ver contigo?: Jn, 1I, 4), las que pronuncia cuando
sus familiares acuden a buscarlo (Mi madre y mis hermanos son éstos que me escuchan: Mc,
III, 34 Y s.), Y las finales del momento de la Cruz en que se aparta de Ella por completo y la
hace Madre de otro Un, XIX, 26). Pero en ninguna existe algo que vaya en contra de María.
Justamente tras la apariencia negativa de las últimas desde la Cruz, se nos descubre y ratifica
en toda su grandeza el sí que significa la maternidad. Porque ser madre es, ante todo, atender y
custodiar, dar acogida y ofrecer un recinto de intimidad y recogimiento. Pero hay más. Así
como a la concepción sigue el alumbramiento, también tras el acogimiento y la custodia ha de
venir el desprendimiento de quien deja libre al otro para ser por sí mismo, en vez de sujetarlo y
pretender conservarlo cual si fuera una propiedad. Tal es la prueba del amor consumado: la
actitud de quien permite al amado que sea por sí solo, en lugar de retenerlo, y que, al dejarlo en
libertad, se desvincula a sí mismo mediante la renuncia. En ello está la plenitud de la
maternidad y del amor.
María supo hacerlo. Consintió en ser privada de su Hijo, y, al quererse relegada, reafirmó
plenamente aquel sí que pronunciara inicialmente en la mañana de la Anunciación. Esta
culminación de la respuesta positiva significa convertirse en madre de otro, si bien para acoger
de nuevo al Señor en condición de Madre de todos los creyentes. Considero necesario que
volvamos a ver claro este segundo aspecto. Los problemas generacionales de nuestro tiempo,
que en el Año Internacional del Niño percibimos en todo su dramatismo, son debidos en parte
a que nos desagrada que la ajena libertad se nos escape de las manos. Al vernos ante el hijo,
deseamos que en él se verifiquen nuestros gustos sobre el decurso de la vida; que la suya sea
una réplica de la nuestra, la perfecta realización del propio yo. De modo que nos incapacitamos
para ejercer el amor en la emancipación, que es justamente la manera más grande y pura de
cuidar a otra persona, y la única de la que nace la unidad verdadera.
Tal es para nosotros María: la que dio el sí perfecto al mostrarse disponible sin reservas; la
que supo acoger, y la que supo desprenderse para experimentar el triunfo del Amor, que es la
Verdad. Nuestros predecesores, al dedicar esta Iglesia Catedral a Nuestra Señora, hicieron de
ella como un símbolo mariológico: un lugar que significa recogimiento y libertad en el
transcurso turbulento de los tiempos. Por tanto, decidámonos a amar en ella: y, respondiendo
con plenitud a la íntima llamada que nos dirige, procuremos desde ella que se cumpla en
nosotros la enseñanza del Evangelio: Me llamarán bienaventurada todas las generaciones.
Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso (Luc, I, 48 y s.).

SAN JUAN BAUTISTA

Referencias a la Sagrada Escritura: Lucas 1, 57. 66. 80

Homilía en la parroquia de la Sagrada Familia de Munich-Harlaching, el


24- VI-78, designación de asistentes pastorales

La figura de San Juan Bautista, cuya fiesta estamos celebrando, puede sernos de ayuda,
con todo lo que tiene de incomparable e irrepetible, para mejor entender el nuevo oficio de
asistente pastoral en la Iglesia. El Bautista hizo acto de presencia para llevar a los hombres
hacia Jesús. El suyo fue un oficio esencialmente distinto del que tendrían los Apóstoles y sus
continuadores. En contraste con éstos, no representaba directamente a Jesucristo, sino que le
abría la puerta y le preparaba unos espacios donde su voz pudiese resonar. En tal sentido,
convocaba a las gentes, las purificaba para que pudiesen reconocerle, y les mostraba los
caminos donde encontrarle.
Se dirá, posiblemente, que el oficio del Bautista está fuera de lugar en nuestros ámbitos ya
cristianizados; pero hay que discrepar: porque vivimos en una época en la que los órganos de
contacto con Dios y con Jesucristo están casi atrofiados. Por ello es apremiante la necesidad de
tal quehacer preparatorio catecumenal, en el que se abran espacios para que la voz del Maestro
pueda hacerse oír. Consideremos, a la luz de los textos de la liturgia de este día, lo que hace
falta para ejercer ese servicio de la palabra, y cómo se deba desempeñar.
Comencemos por el final del Evangelio del día. En él se dice que Juan: habitaba en el
desierto hasta el tiempo en que debía darse a conocer a Israel (Luc 1, 57-66.80). La
traducción que se ha hecho no refleja un elemento esencial del texto bíblico, en cuyo original
se dice exactamente que Juan moraba en los desiertos hasta el día de su anadeixis. Esta palabra
está tomada del antiguo lenguaje sobre designación de empleados, y viene a significar lo que
hoy llamamos instalación en el cargo o toma de posesión (cfr. Luc, 1,80). Lucas la empleará
nuevamente en el principio de su capítulo X, al referirse a la designación de los setenta y dos
discípulos por Jesús. Respecto a Juan, lo que con dicha palabra se quiere indicar es lo siguien-
te: que el Bautista no se da a conocer simplemente en el momento que a su juicio es más
idóneo, sino en aquél que corresponde a la economía institucional del Pueblo de Dios, al orden
de la Historia de la Salvación cuando termina la Antigua Alianza y da comienzo la Nueva.
Ciertamente, siempre ha existido entre los fieles una forma de testimonio que puede y debe
cada uno practicar sin que haga falta un específico encargo. También a esto se refiere el
Evangelio del día cuando nos cuenta la difusión de la noticia por quienes presenciaron el
nacimiento del Bautista. Nuestra fe no puede prescindir de la sencilla transmisión de lo sabido
por experiencia, de la ordinaria comunicación y narración sobre las cosas que hemos vivido.
Por esto se distingue claramente la misión de los que reciben un encargo oficial respecto al
Pueblo de Dios; de los que asumen una responsabilidad pública en el orden de este Pueblo, y
que, al hacerlo, se comportan como testigos cualificados de la fe comunitaria y actores en la
Historia de la Salvación. Y esto es precisamente lo que, también ahora, debemos entender por
anadeixis o investidura: una mención del orden institucional de la Iglesia, que a la vez puede
significar revelación. Con la incorporación al orden comunitario de la Iglesia se actualiza la
Revelación: porque el Señor se manifiesta al realizarse la Historia de la Salvación.
Nos damos cuenta del fondo espiritual de lo anterior si reparamos en el relato evangélico
en lo que atañe a la imposición del nombre. Zacarías sale de su mudez en el preciso momento
en que acata expresamente la voz del ángel al decidirse por el nombre que le había sido
indicado, y reconocer de este modo la verdad de la promesa. El accidente de su mudez era un
indicativo sensible de la disposición espiritual con la que había reaccionado ante el mensaje
divino transmitido por el ángel. Había estado apegado a lo que tiene cualquier hombre por
normal, y que su mente es capaz de razonar y comprender. En semejante tesitura, que aprecia
el Universo conforme a la medida de las propias nociones y el común entendimiento de una
época, la promesa de Dios no podía ser a su juicio sino un mito vacío. En relación con el Dios
nuevo, distinto y muchísimo más grande, que se escapa de nuestras aptitudes y nuestros
cálculos, estaba mudo y sordo aunque supiera entonar solemnemente las oraciones litúrgicas
del Templo.

Pero seamos comprensivos: ¿acaso no representaba lo que somos todos nosotros? ¿Es que
no somos todos análogos sordomudos ante Dios, atenazados por la prudencia del curso
cotidiano y por el espíritu del siglo, y comprimidos, por ello, a la medida de lo que nos parece
razonable y comprensible? ¿No sucede que inclusive nuestras ocupaciones teológicas
convierten a menudo la discusión de los conceptos en un diálogo entre sordomudos, donde el
fondo real de las ideas no es apresado, y todo queda en un vacío parloteo? Y en lo que se
refiere a la interpretación de la Sagrada Escritura, con todos nuestros análisis minuciosos de los
textos, y con tanta erudición histórica y filológica, ¿no somos a menudo oyentes sordos, que
nada percibimos del auténtico sentido que se desprende, y nos quedamos en un mero saber
superficial que no penetra en el misterio de lo divino?

Zacarías recobra el habla en el instante preciso en que se rinde ante las palabras anteriores
de la promesa. También nuestras palabras hablarán del Señor en concordancia con la verdad si
nos dejamos invadir por Él; si permitimos que nos arranque lo que en nosotros hay de propio
en la manera de pensar y comprender. Únicamente si sabemos arrojarnos al océano de fe de
nuestra Iglesia común, y si acertamos a penetrar en el espíritu de las palabras que nos han sido
transmitidas, podremos ir hablando de verdad unos con otros, escuchamos mutuamente, y
contribuir a que otros abran también sus oídos al misterio de lo divino. Para Dios no son
bastantes los hallazgos del intelecto, ni siquiera los conseguidos en un siglo o una década. Lo
que la voz de Dios espera de nosotros va más lejos: espera que, sabiendo remontar la pequeñez
de nuestro mundo, nos lancemos con todo el corazón al universo milenario de nuestra fe.
Veamos ahora otro aspecto del relato. Los parientes tienen su propia idea sobre el nombre
que hace al caso para el niño, y se sorprenden al saber que el elegido no se ha dado hasta
entonces en la familia. Zacarías e Isabel, por el contrario, comprenden claramente que lo
importante y decisivo no es la progenie, ni los propios pensamientos y preferencias, sino sólo
la voluntad de Dios. En su actitud hay un reflejo de la fe de Abraham, de toda fe verdadera.
Ésta exige de nosotros continuamente que sepamos desprendemos de la propia voluntad; que,
desatándonos de la propia parentela como en el caso presente y en el remoto de Abraham, nos
enlacemos a la última voluntad de Dios. El Nuevo Testamento es constantemente nuevo, y se
aparta continuamente de lo ordinario, lo normal y lo de sentido común. Exige siempre que, a
semejanza de Abraham, tengamos el valor de renunciar a nuestros cálculos para dejarnos en las
manos de Dios y proceder según Su voluntad, aunque se oponga a nuestros propios
pensamientos.
Y llegamos así a determinar lo que requiere de nosotros el ministerio de la palabra de
Dios. En la lectura del Evangelio hemos oído que y cuantos los oían los grababan en su cora-
zón... (Luc, 1, 66). También en este caso la traducción ha empobrecido el significado del
original. Según el texto griego, ethento en te kardia: «les llegaron al corazón». Necesitamos —
como ya hemos indicado— dedicar nuestro intelecto a la palabra de Dios, pues nos lo exige, y
a ello nos estimula; pero hace falta más. Necesitamos sobre todo que nos penetre en el corazón,
en las honduras más recónditas de nuestro ser, para que «nos remueva» desde las raíces.
Debemos asimilarla y dejarla fermentar para que pueda «conmovernos las entrañas», como
dice la Biblia. Sólo así, la palabra divina se hará parte de nosotros, y podrá suceder luego lo
que decíamos antes: que también sean heridos otros hombres por ella. O se dirá, como en el
texto original, que y se apoderó de todos sus vecinos el temor (Luc, 1, 65).
Debemos aclarar esto último. No podemos, luego de haber leído la palabra divina,
quedamos tan tranquilos en nuestro asiento como hacemos al plegar el periódico. Sólo si nos
abrimos realmente al completamente Otro, a lo completamente otro, alcanzará nuestro interior
como un relámpago; y, al sentirlo en los hondones de nuestro ser, comenzaremos a sentir
miedo al comprender cuánto de liviana, precaria y pasajera tiene nuestra existencia comparada
con el poder y el esplendor del Dios eterno. Y sólo entonces, tras habemos invadido el temor
ante lo santo por la fuerza de unas palabras que, en contraste con las del periódico, hemos
dejado que se claven en nuestro interior, sólo entonces brotará también en nuestro seno la
alegría verdadera del Evangelio. Quien se queda en la superficie de las cosas no tendrá sino
alegría efímera y superficial. Por el contrario, quien se deja traspasar hasta las profundidades,
alcanzará el significado de la expresión «Dios es gracia»: justamente lo que quiere traducir el
nombre «Juan». Y alcanzará seguidamente lo que implica la palabra «Evangelio»: alegría
verdadera.
Pero sólo nos inundará esa alegría de lo divino si nos hemos abierto por completo al
incidir sobre nosotros la fuerza de la Palabra. Y para que nosotros, desempeñando el mismo
ministerio del Bautista, llevemos a otros hombres ese santo temor que desemboca en alegría
santa, necesitamos haberlo experimentado de antemano en nuestro propio interior.
A todo ello debemos añadir otra idea que se desprende de la lectura: la experiencia del
fracaso, que no impide al profeta sentirse inmerso en Dios. Nuestra misión no puede ser
juzgada con el criterio del éxito. Si alguno lo utiliza como espejo para encontrar su propia
identidad, acabará sin tardanza falseando la identidad de la Palabra que le ha sido confiada.
Nuestros puntos de apoyo deben ser más profundos: mantenemos unidos a la voluntad de Dios,
abandonados en Sus manos, y abrigados por el seno de la Iglesia en su totalidad. Así
tendremos libertad; nuestra confianza no vacilará; la luz de la Palabra nos guiará incluso entre
los días de tinieblas; y seremos audaces con la seguridad de que Él está en todo instante a
nuestro lado.
San Agustín nos explicó agudamente la relación entre el Bautista y Jesús cuando escribió
que, si el primero dijo de sí mismo ser la voz del que clama (Jn, 1, 23), Jesús es la Palabra de
Dios (cfr. Jn, 1,14). Voz y palabra: aquella pasa, pero ésta permanece. La palabra es
presupuesto de la voz; pero la voz ha de llevar a otros la palabra. Sólo ésta puede anidar en
ellos y quedarse. La voz es el vehículo de la palabra, y, como tal, ha de extinguirse. Juan lo
dijo: Es necesario que Él crezca y que yo disminuya (Jn, III, 30). La voz está al servicio de la
palabra; pero ésta la necesita, porque sin ella no podría propagarse por el mundo para urgir a
sus destinatarios.
Tal es nuestra misión: ¡prestar la voz para que llegue la Palabra! Roguemos al Señor todos
nosotros, ministros de la Palabra, la ayuda necesaria para que, siendo esa voz de la que Él se
sirve como vehículo, podamos participar eternamente de Su plenitud.

SAN PEDRO

Referencias a la Sagrada Escritura: Apocalipsis 3, 1-10 y Juan 21, 15-19

Homilía en la Catedral de Nuestra Señora de Freising, el 27- VI-81,

con motivo de ordenaciones sacerdotales

Año tras año, celebramos las ordenaciones sacerdotales invocando a los Apóstoles Pedro y
Pablo, por ser los prototipos de la misión sacerdotal, y significar la unidad de la Iglesia en cuyo
seno se la confiere. Ellos nos hablan en la liturgia de este día, y os marcan, queridísimos
hermanos, el camino de vuestro ministerio. Veamos, pues, lo que nos dicen en los textos de las
lecturas que acabamos de escuchar.
Había un hombre paralítico pidiendo limosna delante de la llamada «Puerta Hermosa» del
Templo. Incapaz de conseguirlo por sí mismo, suplicaba dinero para poder subsistir. Pedía
dinero como compensación por su carencia de libertad; como compensación por la impotencia
vital a la que se halla sometido. Y aparecen Juan y Pedro, tan pobres en dinero como él: No
tengo oro ni plata, dice el segundo. En cambio, son muy ricos en otra cosa que aquel hombre
no ha pensado, y que no se le ocurriría suplicar, pero que es lo más cabal para su caso: Lo que
tengo, eso te doy. En nombre de Jesucristo Nazareno, ¡levántate y anda! (Hech, III, 6). Lo que
no ha sido buscado, ni esperado, ni pedido, eso es 10 que se da en lugar de la deseada
compensación. Ha recibido en plenitud 10 que le falta: la propia vida. Se le ha dado el
encuentro consigo mismo. Desde ese instante, podrá erguirse sobre sus pies, caminar por sí
mismo, y, como señal de libertad según precisa el texto, brincar. Podrá entrar en el Templo
para mostrar su reconocimiento al Dios creador, en armonía con el sí de toda la Creación; para
afirmarse ante sí mismo y decir amén a su Hacedor.
No tengo oro ni plata ―dice Pedro―; pero te doy lo que tengo en nombre de Jesucristo
Nazareno. Así ha quedado escrito para todos los tiempos lo esencial del ministerio sacerdotal.
Ni oro ni plata: porque nuestra misión no está en cambiar materialmente el mundo. En este
tiempo nuestro, que nos habla de tantísimas necesidades materiales, del hambre de millones de
personas, y que parece apreciar únicamente lo cuantificable ―o sea, lo que se puede contar o
es calculable―, nos sentimos inmensamente pobres. Por ello, es comprensible que a menudo
se nos presente la tentación de no quedarnos en palabras, unas palabras que son en apariencia
inútiles frente a las verdaderas necesidades de nuestro mundo. La tentación nos invita a
convertir también el sacerdocio en labor asistencial y acción política para tener algo tangible y
efectivo que ofrecer.
Pero caemos, sin tardar, en la cuenta de que los hombres no sólo tienen hambre de pan y
de dinero, sino también de unas palabras que les den un poco de nosotros, un poco de ese amor
que todo ser humano necesita esencialmente para vivir. Nos damos cuenta de nuestro pecado
cada vez que reprimimos ese don y lo ocultamos de modo vergonzante. Y comprendemos
igualmente que también esos millones de hambrientos verdaderos jamás serán tratados con
justicia, ni podrán sentirse satisfechos, si les damos únicamente algo de pan y de dinero.
También ellos -y quizá ellos sobre todo sienten hambre de unas palabras como obsequio de
amor. Y no sólo esto: necesitan justamente nuestras palabras, un poco de nosotros como don,
por muy escaso que sea. Jamás podremos dar todo lo que hace falta.
Tenemos que dar más: porque ésta es la grandeza del ministerio sacerdotal. Y hemos de
dar precisamente lo que tal vez los hombres no han pensado, y ni tan siquiera conocido, pero
que es en el fondo su auténtica necesidad. En consecuencia, no podemos limitamos a ofrecer
correspondiendo únicamente a lo que se nos pida: porque hacerlo significaría rebajar al otro ser
humano, adormecerlo mediante sucedáneos, y privarlo de lo esencial que es recobrarse ante sí
mismo. Nuestro don habrá de ser el nombre de Jesucristo: porque es precisamente este Nombre
lo que la Humanidad busca con hambre, aunque lo ignore, bajo su desazón por las penurias de
este mundo. Él es el Don que se convierte para el hombre en libertad: la libertad de
incorporarse, caminar, brincar y dirigirse al Templo del Señor para alabar y pronunciar un
amén ante el Creador, que sigue siendo nuestro Salvador entre las pesadumbres de este mundo,
y nos quiere para Sí.
Dar a otros hombres el nombre de Jesús es el objeto imperecedero del ministerio
sacerdotal. Yo me conmuevo cada día cuando, al dar la Comunión, cumplo con el deber de
pronunciar: El Cuerpo de Cristo. Entonces estoy dando a los hombres algo que vale
infinitamente más que mi propio ser o cualquier cosa que posea o pueda poseer: les estoy
dando al Dios vivo para que lo reciban en sus cuerpos y se aloje en sus corazones. Y no es
menos inaudito que podamos declarar en el Sacramento de la Penitencia: Yo te absuelvo. Y es
a ti a quien absuelvo, no a cualquiera perdido en esas colectividades que se mientan al decir
que todos somos pecadores, o que Dios tendrá piedad de nosotros; esas colectividades en cuyo
seno, como ha escrito un poeta moderno, no cesamos de rumiar nuestro pasado mal digerido.
No; nada de colectividades en las que, al fin y a la postre, mi persona, con su pasado, sus cul-
pas y sus miserias, no se sienta interpelada. Yo te absuelvo.
Un amigo me ha contado el caso de un sacerdote, prisionero de guerra de los rusos, al que
pidió la Confesión un clérigo no católico. A la pregunta del primero: ¿ Y por qué acude usted
a mí?, el segundo respondió: Lo que deseo no es alivio, sino la absolución. Esto es
precisamente dar el nombre de Jesús a otro, darle al mismo Jesús, y asegurarle: Quedas libre;
tus culpas ya no cuentan; la carga de tu pasado te ha sido retirada; ya puedes levantarte, y
caminar por ti mismo, e ir en busca de Dios brincando y dando gritos de alabanza.
Y no menos inaudito es que podamos, en la hora de la muerte, dar la unción con que
anunciamos el único remedio verdadero de la muerte: la resurrección; que justamente en esa
hora de máxima impotencia sobre la tierra, tengamos el poder de dar la orden: ¡Levántate!
Porque has de levantarte y caminar por tu sendero; y has de ver con tus ojos los de Dios; y
alabarás, y nadie podrá ya privarte de tu libertad.
Hemos de dar el nombre de Jesús; mas, para ello, es condición indispensable que lo
llevemos en nosotros, porque sobre nosotros haya sido invocado. Y aquí está, queridos candi-
datos, el fondo misterioso de la ordenación al sacerdocio. Nadie puede de suyo comunicar el
nombre de Jesús: ha de ser Él quien nos confiera el necesario poder. Al comenzar su
llamamiento a Jeremías, Dios le dice: Yo he puesto mis palabras en tu boca (Jer, I, 9). Es
justamente lo que dice a cada uno de vosotros en esta hora: Yo pongo mis palabras en tu boca.
Desde ahora, podrás y deberás comunicarlas. Lo harás cuando pronuncies: Este es mi Cuerpo.
Esta es mi Sangre. Y cuando digas: Yo te absuelvo. ¿Será así porque os lo diga yo mismo? No,
en modo alguno: porque no es cosa de un hombre, ni de una comunidad, conferir ese poder.
Son las palabras personales del mismo Jesucristo; y es Él mismo el único que puede hacer esa
habilitación mediante el Sacramento. Sólo así podrá el otorgamiento de su Nombre mantenerse
como una realidad actual en este mundo.
Yo pongo mis palabras en tu boca, nos dice. Aquí tenemos el último fundamento de
nuestra libertad. No pretendamos descubrirlo en la Iglesia; ni creamos que el secreto resida en
nuestras aptitudes, nuestra piedad y nuestra limitada caridad. Yo pongo mis palabras en tu
boca. Es Él quien lo hace. Por esto pudo Dios no contrariarse ante la contestación de Jeremías:
¡Ay, Señor, no! Soy todavía un niño, y no sé hablar (Jer, I, 6). Nos hallaremos muchas veces
discutiendo con el Señor, y su respuesta será siempre la misma: No eres tú. Yo pongo mis
palabras en tu boca. Por esto serás libre, y hablarás con ánimo tranquilo para difundir el
nombre de Jesús. Precisamente porque hablamos en Su nombre, podemos proceder con esa
íntima serenidad, con esa paz y libertad que son indispensables para nuestro ministerio. Pero
esto es muy distinto, como es lógico, de funcionar como simples altavoces inconscientes. La
verdad de la idea se realiza desde el momento en que nosotros mismos comenzamos a pensar
Sus pensamientos y decir Sus palabras con las nuestras.
Fijémonos ahora en lo que dice el Evangelio de este día. Dos frases de Jesús se
corresponden entre sí: Pedro, ¿me amas?.. Apacienta mis corderos (Jn, XXI, 15-17). Amar y
apacentar, en estas admirables palabras del Señor, no son cosas distintas: porque pastorear,
cuidar las almas, es algo que se hace con un amor que significa estar fundido con el amor de
Jesucristo. La eficacia de los Sacramentos no depende de nosotros; ni el valor de la Palabra
pierde nada porque seamos nosotros mismos reprobados por ella. Muchas veces habremos de
consolarnos recordando estas verdades. En todo caso, seremos curas de almas en la medida en
que sepamos pastorear, esto es, amar con el amor del propio Jesucristo. Dirijámonos, pues, a Él
para decirle: Señor, ya que Tú quieres que yo hable por tí, ¡dame tu Nombre, y que yo me dé a
tu Nombre! Señor, ¡dame tu Nombre!
Desearía, mis queridos hermanos, que leyeseis a menudo las palabras magníficas que el
Santo Padre nos dirigió a los sacerdotes en Fulda respecto a la amistad con Jesucristo, y que se
cumplan de verdad en vuestras vidas. Y os añado esta frase que el Papa San León Magno dijo
en cierta ocasión: Has de aprender a descubrir el Corazón de Dios en la Sagrada Escritura, y
escuchar los latidos de ese divino Corazón. Pastorear es amar. Cuidar las almas es amar con el
amor de Jesucristo: amar a Jesucristo y ser amado por Él. Porque es así como Él nos apacienta.
Pero este amor de Jesucristo no es fácil, dulce y cómodo. Nos conduce por esos derroteros
en los que puede cumplirse lo que dice el Evangelio: Otros te ceñirán y te llevarán adonde tú
no quieras ir (Jn, XXI, 18). Necesitamos descubrir la amistad con Jesucristo, encontrando y
reconociendo los latidos del Corazón de Dios en la Escritura. Y así, cuando Él nos ate y nos
lleve por donde no queramos ir, no dejaremos de reconocerle como el Amigo; seguiremos
percibiendo los latidos del Corazón de Dios, con la certeza de que, incluso cuando sus manos
nos arrastren con rigor, nos estará llevando por caminos de salvación, amor y libertad.
Y voy a terminar con una anécdota que cuenta Henrich Mann en su autobiografía. Cierto
día, caminó un largo trecho por los caminos polvorientos de Italia en compañía de un ca-
puchino. Cuando el fraile le preguntó por sus creencias, nuestro hombre le contestó que ni
creía ni se negaba a creer, porque ambas cosas le parecían demasiado elevadas. En el momento
de separarse, el capuchino le dijo de improviso: En adelante rezaré por usted. También aquí
tenemos una imagen del ministerio sacerdotal. Nuestra misión es que sepamos de continuo,
porque Dios así lo quiere, recorrer por extenso los senderos polvorientos de nuestro mundo en
compañía de otros hombres. Y nos exige que, seguidamente, los tengamos presentes ante Dios
para que sus caminos y los nuestros acaben confluyendo en los de Él.
Al mismo tiempo, veo en ello una imagen del misterio de Jesucristo. Él va siempre a
nuestro lado acompañándonos por las rutas de este mundo. Y al final nos dice a cada uno, y a
vosotros, queridos candidatos, os dice en esta hora: Pensaré siempre en ti. Nos tiene presentes
siempre, como huéspedes de su pensamiento. De aquí nace nuestra gran seguridad: porque es
así como se cumple la verdad de que Él nos da su Nombre, y que nosotros estamos entregados
a su Nombre. Y jamás nos faltarán la libertad y la alegría en los apuros de nuestros derroteros.
Quiera Dios, que en este día en el que os recibe entre sus manos, otorgaros la gracia necesaria
para reconocer en todo instante su presencia. Que os ayude, en vuestro ministerio sacerdotal, a
repartir por este mundo su Nombre todos los días de vuestra vida.

BEATA IRMENGARDA

Referencias a la Sagrada Escritura: Mateo 13, 24-33

Homilía en el monasterio de la abadía de Frauenwörth

junto al Chiensee, el 18-VII-93

La parábola de Jesús, de la que hemos escuchado una parte en la lectura del Evangelio,
termina de este modo: Los justos brillarán como estrellas en el Reino de mi Padre (Mat, XIII,
43). Son los santos, personas que, habiendo abierto sus ojos a la luz de Dios, despiden a su vez
destellos luminosos. A la manera de estrellas suspendidas en el horizonte de la Historia,
penetran con sus rayos los nubarrones y oscuridades de los tiempos, e inciden sobre el mundo
para dejarnos ver algo de la santidad de Dios. Fijémonos en esos hombres cuando las múltiples
convulsiones de la Historia nos tienten a dudar de la bondad de Dios; cuando dudemos del
hombre mismo preguntándonos si hay bondad en su ser, o si, por el contrario, todo lo que hay
en él es malo y peligroso; cuando incluso dudemos de la Iglesia en su existencia llena de
controversias y miserias. Fijémonos entonces en los santos, esos hombres que, habiéndose
dejado invadir por Dios, son como imágenes físicas de Él. Ellos nos prestarán luces nuevas,
con las cuales podamos ver quién es realmente Dios. Y nuestros ánimos recibirán esos alientos
que necesitamos para ser hombres. Además, ellos nos mostrarán el rostro verdadero de la
Iglesia: porque en sus vidas contemplaremos lo que Ella es, para qué existe, y cuántas son sus
riquezas a pesar de las miserias de sus miembros.

Los justos brillarán igual que el Sol. En la Beata Irmengarda de Chiemsee tenemos uno
de esos personajes que han sido penetrados por la luz de Dios. Por esto, también es una estrella
que se cierne por encima de nuestra Historia. Esta figura humana, de cuya vida -como luego
veremos- se conoce muy poco, ha dejado en el curso de los siglos una estela continua que las
múltiples tinieblas de las épocas no han podido sofocar. Cuando apenas ha pasado un siglo
desde su muerte, la invasión de los húngaros devastará casi completamente la gran cultura
cristiana que en nuestra patria estaba ya arraigada. Vendrán después las epidemias, las guerras
y los estragos internos y exteriores de la tardía Edad Media y los comienzos de la Moderna.
Más tarde, la secularización, que acabará con el convento y sumirá toda la isla en la pobreza y
el aislamiento. Finalmente, el régimen anticristiano que hemos sufrido en nuestro siglo. Sin
embargo, ninguno de esos tiempos de tinieblas ha impedido que la estela continuase
resplandeciendo, y que los hombres recibiesen continuamente de ella claridad y fuerza de
ánimo.

Durante la secularización, cuando las puertas de esta iglesia se cerraron y el convento


desapareció, creyeron ver las gentes luces que se movían por las inmediaciones del lugar.
Aquellas gentes decían que fue una procesión de la Beata Irmengarda. Dondequiera que ha
llegado el relato, el sentido que se le ha atribuido coincide con nuestro pensamiento: que
Irmengarda ha continuado pasando como un rastro de luz sobre esta isla, y, desde ella, sobre
todas nuestras vidas en Chiemgau, para alumbrarnos y para enseñarnos el origen de la luz que
nos orienta.

¿Qué sabemos exactamente de lo que fue aquella mujer? En términos estrictamente


históricos, muy poco. Además de un documento de Buchau relativo a la permuta de una finca,
conservamos únicamente dos cosas: de una parte, los cimientos del extenso edificio conventual
que ella fundó, sobre los cuales se conserva únicamente la portada de doble planta con sus
pinturas de ángeles; y de otra, los huesos de la Beata. En mi opinión, esas dos cosas tangibles
que nos quedan nos dicen muchas otras.

Al fundar su convento, Irmengarda lo dispuso como un lugar al servicio de la fe, donde


los hombres pudiesen dirigir sus alabanzas a Dios y encaminarse rectamente. Quería ella
justamente lo que el Señor acaba de decirnos en el Evangelio: que se extienda el Reino de Dios
por este mundo. La genuina directriz espiritual de su edificio se resumía en la petición: Venga
a nosotros tu Reino (Mat, VI, 10). Significa que debemos procurar que nuestro mundo no se
rija por esos deseos e intereses nuestros que tantas veces nos enfrentan mutuamente y
desconciertan la tierra, sino que en él se cumpla la voluntad de Dios, de tal manera que, al
tocarse los Cielos con la tierra, nos veamos liberados de nosotros mismos y vivamos en
libertad unos con otros por Dios y para Dios.

Cuando miramos esos frescos de ángeles que fueron tan costosos, nos hacemos una
idea de lo mucho que se ha perdido. Desde sus mismos orígenes remotos, la vida monacal ha
respondido a la idea del angelikos bios, la vida de los ángeles como modelo. Expliquemos lo
que esto significa. Lo esencial en la vida de los ángeles es lo siguiente: mirar la faz de Dios;
estar en diálogo con Él, y glorificarle con cantos armoniosos de alabanza. Según la Tradición y
sus representaciones, los ángeles se distinguen porque vuelan y porque cantan. Si decimos que
vuelan, indicamos con ello que son ágiles y alcanzan las alturas porque están desentendidos de
su peso y su importancia. Y si decimos que cantan, expresamos que, de suyo, son diáfanos, y
rebosan de una alegría que, al integrarse en la armonía de toda la Creación, es un reflejo de la
belleza de su Autor. Tal es lo que ellos quieren para nosotros; y tal es el objetivo de vida
espiritual que se ha querido en este sitio: vivir de cara a Dios, y de este modo ser ágiles y
libres, y cantar en consonancia con la armonía de la Creación.

Y se nos vienen al pensamiento unas palabras del Salterio, que la Liturgia de la Iglesia
repite con frecuencia como recordatorio de su propia naturaleza: Coram angelis psallani tibi,
Domine: (Ante la faz de tu ángeles he de alabarte, Señor) (Psal, CXXXVIII, 1). Esto nos dice
que, en la Liturgia, no sólo estamos reunidos unos con otros, sino que hay alguien más. Nos
encontramos asociados a los ángeles mirando la faz de Dios. Con nuestras voces nos unimos a
sus coros, y las suyas se juntan con los nuestros. De aquí viene la grandeza de la Liturgia:
porque en ésta elevamos nuestros ojos hacia los ángeles y, con ellos, nos ponemos ante la faz
del Creador. Si comprendemos a fondo lo que esto significa, la Liturgia será para nosotros una
fuente de alegría que jamás podrá ser parangonada con todas esas fiestas que nosotros hemos
inventado, y en las cuales no se hermanan los Cielos y la tierra. Y, al tener la certeza de que
estamos ante los ángeles de Dios, y que ellos mismos están entre nosotros, brotará con nuestro
gozo el espíritu de adoración hacia la inmensa Presencia que nos envuelve.

Por último, a la vista de este sitio y del estilo de vida que la Beata Irmengarda
implantara en esta isla, nos viene a la memoria la frase en que San Benito condensó la
quintaesencia de su Regla: Operi Dei nihil praeponatur (Antepóngase a todas las cosas, el
servicio de Dios). Ha de ser siempre lo principalísimo. A ello se suma lo mismo que el Señor
nos ha dejado dicho: Buscad primeramente el Reino de Dios, y lo demás se os dará por
añadidura (Mat, VI, 33). En el espíritu de San Benito, la idea es además una regla
completamente práctica para los casos en que puedan surgir dudas. Podríamos preguntarnos:
¿no habrá acaso algo que sea más prioritario? Su respuesta será siempre: no. Jamás podrá
existir alguna cosa que sea más urgente que dedicar tiempo a Dios y disponerse para servirle.
Lo demás tomará de ahí su ritmo justo. Tener tiempo para Dios ha de ser siempre criterio de
preferencia frente a todo lo restante.

Si pensamos en el modo de proceder de nuestro mundo, deberemos reconocer que es


justamente lo contrario. Nuestra regla es la opuesta: Operi Dei quaecumque res praeponatur
(Todas las otras cosas son más importantes, y se han de hacer primero). Nos decimos que
debemos ante todo resolver nuestros problemas, las premuras y los apuros que tenemos.
Después, tal vez tengamos algún tiempo incluso para Dios. Parece lógico pensarlo ante la
perentoriedad con que se nos presentan los apremios y los deseos. Pero no es cierto: porque,
después de resolver esos problemas, surgirán otras cosas por hacer, y nuestra vida seguirá
relegando a Dios. Ya no tenemos tiempo para Él; y nuestro tiempo, al quedar huero de Dios, se
ha convertido sin más en tiempo vano. Con él vamos flotando en el vacío, y, al perder la
noción de nuestro fin, ya no sabemos el sentido, la magnitud y la densidad de nuestra vida:
porque hemos invertido el orden de las cosas al estimar superfluo lo importante, y hacer de
nosotros mismos lo primero sIn caer en la cuenta de que nuestra importancia verdadera viene
sólo de Dios. Busquemos, pues, su Reino con total preferencia. Dios primero: tal es el
llamamiento que esta obra de Irmengarda, su convento y su monasterio, continúan dirigiendo a
nuestro mundo.

¿Y qué nos dicen los restos de Irmengarda? Que murió a los 34 años, y que, según han
declarado los expertos tras haber analizado los huesos, padecía de artritis, a pesar de su ju-
ventud, como la mayoría de sus parientes. Al saber de una muerte tan temprana y de aquella
enfermedad que había venido soportando, nos hacemos cierta idea de su vida, sus fatigas y sus
dolores. Nos podemos imaginar cuánto debió de sufrir entre unos muros tan fríos, y en el coro
de las horas nocturnas durante unos inviernos largos, oscuros, gélidos y húmedos.

Pero sus dolores no fueron sólo físicos. Ella sabia que su propio hermano Karmann se
había levantado en armas contra el padre, al igual que pocas generaciones antes los padres
combatieran contra los hijos. Conocía los trastornos del equilibrio europeo que surgieron al
constituirse un gran imperio eslavo; y le llegaron tal vez noticias de los húngaros, un pueblo de
jinetes procedentes de Asia, cuyo avance amenazaba con destruir aquellas tierras. Por lo
menos, era consciente del peligro de unas violencias renovadas que habrían de poner fin a un
tiempo breve de paz. Hubo de conocer y soportar, por consiguiente, los rigores de este mundo.
En suma: si fue una mujer de amor, fue al mismo tiempo una mujer de sufrimiento.

Lo cierto es que ambas cosas van unidas en la vida. Podemos afirmar que quien se
niega a sufrir no puede amar de verdad, pues el amor implica siempre alguna forma de morir a
sí mismo, de sentirse arrancado y, con ello, liberado de si mismo. Me parece, a este respecto,
que otro de los errores de nuestro tiempo consiste en ignorar la idea misma del sufrimiento, o
pretender sofocarlo y proscribirlo si llega a presentarse. Queremos ser autores y artífices de
nuestra vida pensada únicamente como acción. Pero nos engañamos: porque la vida no puede
ser únicamente actividad, sino a la vez «pasividad», estado de pasión. Hemos nacido, y
tendremos que morir. Entre la hora del nacimiento y ésa otra en la que seremos despojados de
la vida, nuestros días son un continuo decaer hacia la muerte. Sólo si unos y otros acertamos a
entenderlo y asumirlo, volveremos a comprender la forma verdadera de amarnos mutuamente:
porque esto implica siempre que sepamos aceptarnos y sobrellevarnos unos a otros, aunque a
veces los demás no sean «de nuestro agrado», nos fastidien y nos «alteren los nervios». Y sólo
cuando aceptemos hondamente lo pasivo de nuestra existencia y sus padecimientos, podremos
recobrar el sentimiento de la alegría de vivir.

Precisamente a esto se refieren las palabras del Evangelio en el presente día. Contiene
tres parábolas: la del trigo y la cizaña, la del grano de mostaza, y la de la levadura. Todas ellas
nos invitan a esperar el advenimiento del Reino de los Cielos; pero nos hablan igualmente de
cosas escondidas y de paciencia. Tenemos que soportar el crecimiento de la cizaña; y ninguno
de nosotros ignora las cizañas de los otros y las propias, que nos punzan y nos enojan. Hemos
de soportar que nuestra Iglesia parezca solamente un grano de mostaza, y que confiemos
escasamente en la promesa del Señor. Y, en relación con la tercera de las parábolas, debemos
contentarnos con creer que el Reino de los Cielos es una levadura que actúa sigilosa en los
adentros, y cuya fuerza somos incapaces de apreciar. Esto nos dice que necesitamos tener fe, y
dejarnos fermentar por la levadura del Evangelio: porque así seremos buenos, y el mundo
podrá serlo igualmente.

Hasta 1921, los restos de la Beata Irmengarda cambiaron de lugar en numerosas


ocasiones. Esto significaba que la gente quería tenerlos cerca como señal de que Irmengarda es
mucho más que una figura del reino de los muertos que viviera en un pasado remoto. Se
deseaba tenerlos próximos con la seguridad de que Irmengarda pertenece también a nuestro
mundo del presente. Con la veneración hacia ella, se ha mostrado el convencimiento de que
vive y está cerca. Un primer testimonio de esto lo tenemos en la leyenda que, unos 150 años
después de su muerte, inscribió en unas tablillas de plomo el abad Cerhard von Seeon: Virgo
beata nimis (beatísima virgen). Seguían las palabras: ora pro nobis. Los fieles eran conscientes
de que, lejos de haberse hundido simplemente en el seno de la muerte, continuaba muy
presente entre ellos para escucharles y ayudarles.

Orígenes, un teólogo del siglo III, nos ha dejado una frase maravillosa: El amor hacia
el prójimo no mengua entre los santos cuando se hallan en el otro mundo. Como están en él
más cerca de Dios y purificados por completo, su amor se hace más grande. Ciertamente, están
inmersos en Dios; pero esto no significa que nos hayan dejado solos a la intemperie, sino que,
habiéndose abismado en el amor de Dios, están presentes con El para nosotros, dispuestos a
escucharnos y acompañarnos. En consecuencia, es más intenso el amor con el que nos pueden
ayudar. Y aquí está la razón por la que dirigimos nuestras plegarias a los santos; por la que les
decimos: ora pro nobis. Convencidos de que los santos continúan estando ahí, junto a
nosotros, con poder y voluntad para ayudarnos con su amor desde su íntima unión con Dios, en
este día unimos nuestras voces con mayor humildad y renovada confianza para decir: Beata
Irmengarda, ¡ruega también por nosotros!

En aquella tablilla del abad Gerhard von Seeon, a la que antes me he referido, aparece
otra inscripción donde se reproduce un texto de la Escritura que nos es bien conocido por la
liturgia del Adviento. Son estas frases dirigidas por San Pablo en su Carta a los Filipenses:
Alegraos siempre en el Señor. Os lo repito: alegraos. Que los hombres conozcan vuestra
amabilidad. El Señor está cercano (Fil IV, 4). Estas palabras escritas por el abad Guhud en su
tablilla nos explican lo que fue la vida de Irmengarda. Ella sabía que el Señor está cercano. De
aquí vino su bondad, y su alegría, una alegría contagiosa. Pienso, pues, que su legado a nuestro
favor en este día se resuma en las palabras siguientes: El Señor está cerca. Manteneos a su
lado. Si sois buenos por Él, podréis estar alegres también por Él.

SANTA ROSA DE LIMA

Homilía en el santuario de Santa Rosa de Lima, el 19-VII-86

Rosa de Lima, cuyo nombre de pila era Isabel, fue designada con el primero por una
india que trabajaba en casa de sus padres. Aquella mujer sencilla condensó en el apelativo su
conocimiento y su experiencia de Isabel. Entre las flores, la rosa es considerada como reina, y
por ello como síntesis de toda las bellezas de la divina Creación. Complace a nuestros ojos,
crea en torno a nosotros una atmósfera distinta con su aroma, y, en fin, actúa sobre todos
nuestros sentidos. Nos rescata en cierto modo de la rutina diaria para llevarnos a niveles
mejores y superiores. Y al causarnos a través de la belleza una impresión de la bondad,
siquiera sea por un momento, nos infunde alegría.

Seguramente, aquella mujer india, cuyo nombre nos es desconocido, cambió por el de
Rosa el de Isabel impresionada por la belleza de la niña, y con certeza no sólo la exterior y
corporal. A semejanza de la rosa, que a su apariencia externa de hermosura une la irradiación
de unas bellezas interiores con su aroma, la niña debió de trascender con su belleza exterior lo
que de hermoso había dentro de ella. Podemos suponer que la mujer no habría decidido
aplicarle aquel nombre, por cariño y como señal de deferencia, si la niña no hubiera
desprendido un algo cálido y amable, un aroma de bondad.

Entre Isabel y la india existió, sin duda alguna, un afecto permanente, que habría de
comprobarse cuando la primera, al recibir su Confirmación de manos del obispo Santo Toribio
de Mongrovejo, adoptó el nombre de Rosa para lo sucesivo. Y este nombre va a ser el que la
Iglesia, al pronunciar su canonización, consagre para siempre como un signo profético, al que
asocia las hermosas palabras de San Pablo cuando dice de sí mismo ser el cauce por el que
Dios difunde por doquier, como un aroma, el conocimiento de Jesucristo.

Aquel amable sobrenombre, que una niña recibiera de una mujer desconocida, fue
como una profecía; por ello esa mujer, cuyo nombre no conocemos, habría de quedar unida a
Rosa para siempre. Formarían entre las dos una señal de la singularidad y la misión de su país:
la conjunción entre la herencia de los indios y la europea como fenómeno nuevo de la fe. Y en
esta síntesis radica el buen olor de Cristo que de Rosa emanaría.

Es admirable que se haya tributado a esta mujer, que nunca salió de Lima, el mismo
encomio merecido por el Apóstol de las Gentes, que tan infatigablemente recorriera todo el
mundo conocido de su tiempo. Si el Apóstol difundió el aroma de Jesucristo con su
predicación y su incesante actividad, haciendo cosas y sufriendo, Santa Rosa de Lima haría lo
mismo, y sin interrupción hasta hoy, simplemente por el hecho de existir. De su figura límpida
y modesta se ha desprendido en el curso de los siglos, sin palabras, el buen olor de Cristo con
una fuerza superior a la de los escritos y grabados. Por ello es una maestra consumada de la
vida espiritual, cuyas palabras están repletas de palpitante intimidad con Jesucristo crucificado,
a quien se ha unido en sus propios padecimientos.

Me quedé sorprendida, en tanto contemplaba en un completo sosiego aquella luz que a


todo se extendía, cuando en medio de tanta claridad vi el resplandor de la Cruz del Salvador,
y en lo más íntimo del arco luminoso la santísima Humanidad de mi Señor Jesucristo. Estas
palabras nos ponen ante los ojos las honduras de su ser: una persona que se halla envuelta por
la luz de Jesucristo, y encendida por las llamas que proceden de Él. Nuestro Señor había dicho:
Fuego he venido a traer sobre la tierra, y ¿qué puedo yo querer sino que se propague? (Luc,
XII, 49). Santa Rosa de Lima consintió que ese fuego prendiera en ella; y, por haberlo
consentido, habría de convertirse para siempre en una fuente de luz y de calor, ese calor y esa
luz con los que se modifica esta tierra nuestra de fríos y tinieblas.

Santa Rosa de Lima fundó su espiritualidad en tres ideas, cuyo valor programático para
la Iglesia no ha perdido actualidad. Primera: la vida de oración, considerada, más que como
práctica vocal, como recogimiento íntimo en el Señor; como quietud bajo su luz, y como
encendimiento por el fuego sagrado que Él desprende. De esta idea provienen lógicamente la
segunda y la tercera.

Si Jesucristo, el despreciado y maltratado que se hizo pobre por nosotros, es el objeto


de su amor, ella amará también a todos los pobres, sus hermanos más cercanos. El amor priori-
tario hacia los pobres no es un descubrimiento de nuestro siglo, sino a lo sumo un
redescubrimiento: porque todos los grandes santos han tenido clarísima la idea. Pero esta
claridad destaca sobre todo en Santa Rosa, cuya mística del sufrimiento no radica en la
autoflagelación, sino en la solidaridad con todos los necesitados y dolientes por solidaridad con
el doliente Jesucristo.

Lo tercero es la idea misional. Su pensamiento y sus palabras están transidos por un


ansia de universalidad. Ella soñaba con que, sintiéndose liberada de los límites y ataduras de
nuestra corporalidad, pudiese desplazarse por todos los caminos de la tierra para llevar a los
hombres hacia el paciente Jesucristo. Decía: Escuchadme los pueblos; escuchadme las na-
ciones. En el nombre de Jesucristo, yo os exhorto. Ahora, Santa Rosa está ya libre de los lazos
que la sujetaban a un lugar, y le es posible transitar por todos los senderos de la tierra. Y re-
vestida de la autoridad de Jesucristo, nos invita a que vivamos nuestro cristianismo en plenitud,
radicalmente, desde la más profunda intimidad con el Señor: porque de hacerlo depende, y
solamente de ello, que pueda nuestro mundo encontrar la salvación.

Escuchadme los pueblos; escuchadme las naciones. En el nombre de Jesucristo, yo os


exhorto: es el clamor que Santa Rosa de Lima nos dirige también hoy. Esta mujer es como una
personificación de la Iglesia en toda Hispanoamérica: inmersa en sufrimientos, y carente de
poder y de grandes medios materiales, pero animada internamente por el calor de la proximi-
dad de Jesucristo. Demos gracias al Señor por el obsequio que nos hizo con esta gran mujer.
Démosle gracias por haber suscitado en esta Hispanoamérica el aliento de la fe. Y finalmente,
supliquémosle que su presencia entre nosotros, haciéndose más intensa cada día, se difunda
desde aquí como perfume por todo el mundo.
10

ASUNCIÓN DE MARÍA A LOS CIELOS

Referencias a la Sagrada Escritura: Apocalipsis II, 19a; 12, l-6a. 10b

Homilía en el Hegenauerpark de Ratisbona, soleminidad de la Asunción


de Nuestra Señora, 1993

Cada vez que celebramos la festividad de la Asunción, se nos presenta ante los ojos la
grandiosa señal de la que nos habla la primera lectura de este día: una mujer revestida por el
Sol, o sea, inmersa en la luz de Dios, que la inhabita porque Ella habita en Él. Hombre y Dios
se compenetran y se intercomunican. Los Cielos y la Tierra se han fundido. Por debajo de los
pies, la Luna, como signo de que lo efímero y mortal ha sido superado, y que la transitoriedad
de las cosas ha sido convertida en existencia perdurable. Y la constelación que la corona
significa salvación, pues esas doce estrellas representan la familia nueva de Dios, anticipada
por los doce hijos de Jacob y los doce apóstoles de Jesucristo.

En esta fiesta pletórica de esperanza y de alegría comprendemos que Jesucristo no ha


querido estar solo a la derecha del Padre, y que con ella se clausura propiamente la nueva
Pascua. Jesucristo, grano de trigo muerto, no se va solo para encontrarse a solas con el Padre,
abandonando a su suerte nuestra tierra. Recibiendo a María, inicia para nosotros, los que
estamos en la tierra, nuestra propia recepción para que Dios y nuestro mundo se vayan
compenetrando, y aparezca una tierra nueva. Por tanto, la enseñanza que se nos da en este día
es la siguiente: que el Señor no está solo; que el nacimiento de la tierra nueva, lejos de situarse
en el futuro, ha comenzado ya, y que es un germen para cualquiera de los hombres desde el
momento en que se da completamente a Dios.

Con esa alegoría bíblica de la mujer, el Sol y las estrellas, y con el sencillo lenguaje de
nuestro año litúrgico, se nos indica la Asunción del cuerpo de María en los Cielos. Tres con-
ceptos capitales se mencionan: María, Cielo y cuerpo. María es el ser humano que se nos ha
adelantado plenamente, y que por ello es para nosotros un foco de esperanza. Los intentos que
se han hecho, en los últimos 200 años, para crear un hombre nuevo, y con él establecer una
tierra nueva, nos han llevado a consecuencias catastróficas. Nosotros somos incapaces de hacer
eso; pero Dios sí lo puede, lo hace, y nos enseña la manera de prepararnos para el encuentro
con Él.

Consideremos en su interrelación los otros dos conceptos que la Iglesia nos presenta en su
Liturgia: Cielo y cuerpo, o, dicho exactamente, Cielo y tierra. Mencionar el primero parece en
la actualidad una antigualla. ¿Quién se atreve a nombrarlo en estos tiempos? La nuestra es una
época en la que resuena la voz de Nietzsche: Hermanos, permaneced fieles a la tierra. Nos
invita a que, apartando por completo del Cielo nuestros ojos, disfrutemos plenamente de la
tierra, y no esperemos otra cosa que lo que ella pueda darnos. Lo mismo Berthold Brecht:
Dejemos el cielo para los pájaros. Y, por su parte, Albert Camus, dando la vuelta a las
palabras de Jesús cuando decía: Mi Reino no es de este mundo (Jn, XVJII, 36), nos propone
como designio: Mi reino es de este mundo. Tal ha sido el objetivo de toda una centuria. Mi
reino es de este mundo: en esto ha resumido sus aspiraciones nuestro siglo, y en esto
continuamos resumiéndolas nosotros. Deseamos tener en este mundo nuestro reino, el espacio
donde vivamos nuestra vida. Pero ¿qué significa exactamente que nuestro reino es de este
mundo?

Significa que pretendemos obtener del tiempo lo que sólo la eternidad nos puede dar. Nos
esforzamos por sacar eternidades de lo que sólo es temporal; y, como es lógico, nos quedamos
siempre cortos, y corremos sin descanso en pos del tiempo perdido. Cuando el tiempo es lo
único que cuenta, el resultado no puede ser otro que impotencia, pérdida y falta de tiempo.
Llega un día en que el tiempo mismo se nos va, mientras pensábamos que en él encontraríamos
la eternidad.

Y algo parecido nos ocurre con la tierra, con este mundo nuestro, que vemos convertido en
escenario de destrucciones. Si queremos arrancar todo de ella, se nos queda muy escasa, y
acabamos destruyéndola. De aquí vienen inevitablemente aversiones entre nosotros, hacia
nosotros mismos y hacia Dios, rivalidades y violencias. Frente a esto, bien valdría la pena que
nos diésemos cuenta del mensaje que quiere transmitirnos esa imagen de la mujer que está
vestida por el Sol: que dirijamos nuestros ojos hacia el Cielo, con la seguridad de que también
nuestra tierra saldrá regenerada. Volver nuestras mirada hacia el Cielo significa dejar que
nuestras almas se abran a Dios para que tome posesión de nuestras vidas.

Al comenzar la Edad Moderna dijo alguien que deberíamos vivir como si Dios no
existiera. Esto ha ocurrido, y a la vista tenemos las consecuencias. Nuestra regla debe ser
exactamente la contraria: vivir en todo instante dando como supuesto que Él existe, y conforme
a lo que Él es, porque por fuerza es lo que es. Este vivir significa dar oído a su Palabra y a su
Voluntad, sintiéndonos mirados por Sus ojos. De este modo, sentiremos que pesa más nuestra
responsabilidad; pero, en compensación, se hará más fácil y más humana nuestra vida. Más
fácil, porque nuestros errores, fracasos, privaciones y pérdidas jamás nos parecerán definitivos
y fatales, sabiendo como sabemos que detrás de todo ello existe siempre un sentido, y que nada
está perdido para siempre. Desde esta perspectiva, nos aparece en primer plano el lado bueno
de las cosas. Ciertamente, con mirar hacia el Cielo no impedimos que lo ingrato siga siéndolo;
pero su peso habrá menguado, porque todo será para nosotros penúltimo. No nos rebelaremos
cuando las cosas no resulten como quisiéramos, o se frustren nuestros propósitos: porque
sabemos que, en el fondo, hay algo bueno en ello, toda vez que Dios es bueno.

Así, cuando perdamos a un ser querido, pensaremos que no se ha ido definitivamente, y


que algún día volveremos a vernos. Es más: incluso deberíamos alegrarnos con la idea de un
perfecto reencuentro. Si se ha ido de nuestro lado, nuestra separación provisional se cambiará
en su momento por una compañía donde el gozo será completo y puro, sin que lo empañen las
fatigas y tribulaciones de la vida presente. Y, por lo que se refiere a nuestras obras en general,
procederemos pensando que su peso es oro eterno: porque Dios está mirándonos y nos guía; y
porque Él es el origen de la justicia, y nos trata justamente.

Con todo ello, se incrementa nuestro sentido de responsabilidad hacia nosotros, nuestros
prójimos y la tierra en la que vivimos. Nos sentimos en libertad y sin temor ante el futuro.
Nuestra vida mejora en calidad y en amplitud, y se dirige hacia delante combinando el sosiego
con la firme decisión de progresar por el camino verdadero: el de la justicia y el amor de Dios.

Y hablemos ahora en concreto de las cosas corporales. Hoy se piensa que la creación de la
materia nada tiene que ver con Dios: ella es como es, regida por sus leyes, y basta. Según esta
mentalidad, el Cristianismo se reduce a pura idea, vacía de realidad. Pero, pensando bien las
cosas, advertimos que semejante posición es incoherente. Sabemos perfectamente que la salud
y la enfermedad no se reducen a fenómenos biológicos y psicológicos; que el cuerpo y el alma
se intercomunican y se condicionan e informan mutuamente; que el alma es una fuerza
constitutiva de nuestra vida corporal. Por otra parte, sabemos que la vida y el mundo son
modificados por el odio y por el amor, y, sobre todo, que tanto el cuerpo como el alma resultan
afectados de modos diferentes si expulsamos a Dios, o si, por el contrario, le acogemos.

En la Virgen María tenemos el mejor paradigma de lo segundo, por cuanto Ella, no sólo
rindió a Dios adoración mediante pensamientos, sino que le ofreció su cuerpo entero para que,
a su vez, Dios tomase cuerpo. Para nosotros, por tanto, ser cristianos incluso con el cuerpo
significa comportarnos como tales amando a la Creación y al Creador. En tal sentido, debemos
hacernos cargo de que jamás preservaremos la Creación si pretendemos desconocer al Creador;
de que continuaremos maltratando la tierra a menos que la usemos y custodiemos viviendo en
armonía con Él, que nos la ha dado. Tenemos el deber de procurar que nuestra vida de
cristianos esté caracterizada por el respeto hacia nuestros cuerpos y los ajenos, y hacia esta
tierra nuestra, que es don de Dios. Si materializamos de este modo nuestro ser de cristianos,
podremos contemplar cómo la luz eterna de Dios renueva y ennoblece nuestros cuerpos y
nuestra tierra.

Y ahora, un último punto. Desde antiguo, la fiesta de la Asunción ha sido acompañada por
la costumbre de bendecir las plantas. Está fundada en la creencia popular de que, cuando se
abrió el sepulcro de María, su interior exhaló efluvios aromáticos de plantas y de flores.
Apoyémonos en ello para decir que, cuando el hombre hace su vida con Dios y para Dios,
también de nuestra tierra brotan flores, y se desprenden perfumes y cantares. Y lo contrario:
que la inmundicia de las almas contamina nuestra tierra y la destroza, según estamos viendo.
De aquí que, para nosotros, esas plantas constituyan un símbolo del misterio de María, una
señal de la consonancia entre los Cielos y la tierra. Ellas nos dicen que, si la tierra ha de
florecer, será cuando y donde admitamos a Dios en ella volviéndonos nosotros hacia Él. Con
este espíritu, las llevaremos a nuestras casas como signo de que esperamos una tierra nueva;
como signo de que nuestro Dios, que ha de crear unos Cielos nuevos y una tierra nueva, los
hace ya florecer en cualquier parte donde los hombres aciertan a vivir en armonía con Su amor.

11

SAN AGUSTÍN

Referencias a la Sagrada Escritura: l Sam 3, 1-l0

Homilía en la Catedral de Nuestra Señora de Freising,

el 11-XI-79, Fiesta Corbiniana de la Juventud

¡Es hora ya de levantarse!, nos dice la consigna de esta Jornada Corbiniana. Os habéis
levantado por la noche, o a hora temprana de la mañana, para venir a este sepulcro de San
Corbiniano y empaparos de la vida de la Iglesia, que somos todos nosotros, que sois vosotros
todos. Cada vez que caminamos hacia esta Iglesia viviente, lo hacemos para encontrarnos con
Dios, que es el Camino verdadero y la verdadera Luz de nuestro día. Si seguimos ese Camino,
llegamos a un último tramo donde ya ni pies ni coches nos ayudan a recorrerlo, porque lo
hemos de hacer con el corazón. Y justamente ése es el espacio final que nos disponemos a
transitar, en el recogimiento de esta hora de la mañana, para elevarnos hacia Dios y oír Su voz.

¡Es hora ya de levantarse! Al escuchar estas palabras, pensamos de inmediato en los


momentos iniciales, un tanto ingratos, de nuestro día. El despertador ha roto nuestro sueño, nos
sentimos aún cansados, y seguiríamos de buena gana tendidos un poco más; pero sabemos que
es la hora de levantarnos para cumplir con los deberes de la jornada que se inicia. Cierta vez
me dijo una persona con humor que todos somos cada día más «occidentales» [entiéndase el
segundo sentido: decadentes, como el Sol en el ocaso], y lo somos porque nuestro vivir es un
creciente anochecer, al que parece no seguir una alborada. Ciertamente, la nuestra se está
tornando más y más una civilización crepuscular y de la noche. Ahí está la clave que nos
explica en cierto grado que nuestra época sea incapaz de levantarse, carente de energías para
salir de su postración.

¡Es hora ya de levantarse! En las lecturas de este día se nos cuenta cómo el joven Samuel
responde justamente a la llamada: necesita levantarse. Pero será a la cuarta vez cuando com-
prenda lo que para él significa levantarse: porque sabrá de dónde viene la llamada, y lo que le
pide. Únicamente entonces advierte que lo suyo no se agota en asistir a un anciano, porque
Dios, que es quien le llama, tiene para su vida una misión superior. Y también, se da cuenta de
que se ha erguido realmente cuando dispone sus oídos para escuchar el contenido del mensaje.
Por ello habrá de ser el hombre erecto que enderece a las gentes de su tierra.

Lo anterior nos enseña que no todo alzamiento es un auténtico levantarse. Nos erguimos
realmente si lo hacemos respondiendo a la llamada de la verdad, y nos incorporamos por
entero. No es bastante que respondamos a las voces de viejos o de jóvenes: lo esencial para que
estemos en pie con vistas al futuro, al nuevo día que se anuncia, es que volvamos a escuchar la
misma voz de Dios; que nos alcemos ante Él, y caminemos junto a Él en dirección a un
mañana que no podemos presagiar.

¡Es hora ya de levantarse! Tan pronto como tuve conocimiento del lema corbiniano del
presente año, me vino al pensamiento la figura de un hombre que, en el momento crucial de su
existencia, sintió que de la Biblia brotaba para él esta llamada: ¡Tienes que levantarte! Fue lo
que marcaría toda su vida venidera. Y reconozco que yo mismo, en los años tempraneros de mi
vida y a la hora de tomar las decisiones fundamentales, me sentí acompañado muy de cerca por
ese hombre.

Fue maestro de Retórica en Cartago, y después en Roma y en Milán. Vivió de joven con
una compañera en una especie de connubio sin fe de matrimonio, y de ella tuvo un hijo al que
entre ambos malcriaron. Cuando al fin, en Milán, se sintió parte de un ambiente selecto junto a
los personajes más célebres, su madre cayó en la cuenta de que aquella relación le perjudicaba,
y que no le era posible convertirla en matrimonio porque —según la mentalidad de aquel
entonces— la mujer no era la idónea debido a sus orígenes modestos y a su escasa cultura. En
consecuencia, las presiones de su madre le llevaron a abandonar a su compañera. Pero he aquí
que, mientras la primera le buscaba la esposa conveniente, nuestro hombre se unió con otra
amiga, y fue cayendo gravemente en una vida de libertinaje y abyección.

Su precipitación estuvo propiciada por el hecho de vivir en un ambiente social vacío y


hueco, en el que los grandes discursos —que afamaban a nuestro personaje— no pasaban de
ser, como él reconocería refiriéndose a si mismo, palabrería insustancial. Aquel ambiente
distinguido, cargado de convencionalismos y prejuicios genealógicos, era tan depravado como
su vida personal en compañía de la segunda mujer citada. Todo esto le atormentaba. Y, como
él mismo nos cuenta, en el atardecer de cierto día, mientras se encaminaba a pronunciar una de
sus magníficas alocuciones, reparó por las calles de Milán en un mendigo que bromeaba un
tanto alegre por el vino. Aquello le llegó a lo más profundo, y le hizo reflexionar en estos
términos: Ese hombre sabe vivir de otra manera. Con sólo un par de cuartos que ha
conseguido mendigando, se siente libre y es feliz. ¡En cambio yo, con toda mi erudición y mis
selectas compañías...! Mi vida es una completa miseria.
Pero supo también de otras alternativas. Se enteró de que jóvenes varones y mujeres
habían reaccionado para escuchar la voz de Jesucristo y dedicarle sus vidas en comunidades re-
ligiosas que sí representaban una verdadera alternativa. También nos ha contado que, cuando
hubo pasado el tiempo, le pareció que Dios le había empujado para que se mirase a los ojos y
comprendiese su índole. Y cuenta que se sentía como uno que entre sueños intenta levantarse,
pero que por el peso del sueño y la fatiga continúa desplomado. También supo de un hombre
que, habiendo sido colega suyo en la enseñanza de la retórica, y ante la circunstancia de vivir
en un ambiente político que negaba por principio a los cristianos los oficios de magisterio,
había preferido declararse abiertamente cristiano y renunciar a la profesión, a continuar con
detrimento de su honor y con peligro de perder su alma y su Dios. Impresionado por todo esto,
nuestro hombre se sentía internamente desgarrado: abominando de la vida que llevaba, pero
incapaz de decidirse a reformarla.

Sumido en esta angustia, cierto día que daba vueltas por el jardín de su casa de Milán,
llegó casi a la decisión de levantarse, pero sin que pudiese una vez más. Según nos cuenta, le
vinieron al pensamiento las imágenes de sus amigas para decirle: ¡No podrás! Y al desfilar por
su cabeza las escenas de aquella vida con tantos atractivos y placeres, terminó diciéndose a sí
mismo: No puedes prescindir de todo eso. Pero su confusión y el asco de sí mismo le
impulsarían finalmente a tomar entre sus manos la Biblia para leer el pasaje que el azar le
descubriese. Y encontró el de la Carta a los Romanos donde aparecen estas frases: Conocéis
bien el tiempo, y que es hora ya de levantarnos de nuestro sueño, pues nuestra salud está más
cerca que cuando creímos. Ha avanzado la noche, y el día está ya próximo. Por tanto,
despojémonos de las obras de las tinieblas, y cubrámonos con las armas de la luz. Llevemos
una vida decente como a la luz del día, sin entregarnos a comilonas y borracheras; sin
amancebamientos ni libertinajes; sin envidias ni litigios. Revestios del Señor Jesucristo, y no
dejéis que vuestra carne os imponga sus apetitos (Rom, XIII 11-14). Y ocurrió lo que él
escribiría en su momento: No leí más; no me hacia falta continuar la lectura, porque sabía ya
bien lo que tenía que hacer: debía levantarme para ir hacia Jesucristo.

Como habréis adivinado, nuestro hombre no es otro que San Agustín. A la distancia de mil
quinientos años, sus escritos nos hablan de una forma tan personal y tan cercana como sí se
encontrara a nuestro lado: porque su vida fue como la de cualquiera de nosotros.

¡Es hora de levantarse! Tal es el llamamiento que ahora, como entonces y como siempre,
se nos dirige. Y en él se nos indica la forma verdadera de levantarnos: hacerlo para Jesucristo
despojándonos de las obras de las tinieblas, y viviendo la propia vida de Él, la vida nueva del
futuro. No existe otra manera de levantarse auténticamente. A decidir nuestro destino jamás
nos ayudará la Sociedad, ni tal o cual persona, si nosotros no queremos decidirnos. Nadie nos
hará libres si nosotros no sabemos optar por la libertad. Y nuestro mundo no se hará humano si
nosotros no nos humanizamos y lo humanizamos. Escuchemos, pues, ahora las palabras del
Apóstol como supo escucharlas aquel hombre: La noche está avanzada, y es hora ya de
levantarse. Revestios del día de Jesucristo, y arrojad las obras de las tinieblas: lascivias,
demasías en comida y en bebida, desenfrenos, envidias y rencillas. Vivid la vida de Él, y de
este modo seréis hombres erguidos que caminan a la luz del día.

Anteayer me vino a la memoria de improviso ese pasaje de la Escritura cuando hablaba


por extenso con el Santo Padre en compañía de los otros tres cardenales alemanes. Conté a Su
Santidad que en esta fecha tenía que reunirme con los jóvenes de nuestra diócesis, que
acudirían por millares, y muchos de ellos caminando en peregrinación. Entusiasmado por la
noticia, me dijo: Lleve usted a esos jóvenes mi saludo personal y mi bendición. Esto es lo que
hago ahora; pero debo añadir algo. Para mí era de gran importancia informarle de lo anterior,
porque necesitaba sacarme cierta espina que se me había clavado antes. Refiriéndose por
propia iniciativa a la cuestión de la juventud, el Papa nos había dicho esto: Advierto por
doquier una reacción, un nuevo despertar de la juventud; y que no sólo en Polonia los jóvenes
se desentienden de la fraseología filosófica marxista, sino que también los de Occidente están
volviendo a la fe de Jesucristo para encontrar la vida verdadera, y se disponen a emprender
junto a Él un nuevo modo de vivir. Y continuaba: «Me parece notar también por todas partes,
como señal de la reacción, un renacer de las vocaciones religiosas». Y vino entonces lo
importante para mí.

Nos preguntó por la situación en Alemania sobre el particular. Un tanto ufano, el Cardenal
Hoffner le dijo: En este año hemos tenido treinta ordenaciones sacerdotales; y acaban de
ingresar 58 jóvenes en nuestro seminario. Menos mal que no estaban allí los arzobispos de
Paderborn y Freiburg, en cuyos seminarios habían entrado igualmente unos cincuenta jóvenes.
Y también nos aventajaba, por supuesto, la diócesis de Mainz. Yo tuve que contentarme con
decir: Entre nosotros hay sólo veinte. De poco me sirvieron las palabras con que quiso conso-
larme el Cardenal de Berlín: Para Munich, ya es bastante. Aunque nosotros nos hagamos en
ocasiones unos cálculos mejores, no podemos contentarnos con las previsiones; y las cosas
mejorarán si nos sentimos insatisfechos.

Considero que nosotros también nos damos cuenta de que es hora de levantarse; que
deseamos responder a la llamada, y disponemos a avanzar por nuestro propio camino. Por ello,
me parece que el gran toque de atención de la presente Jornada Corbiniana debe ser el
siguiente: que nos abramos a la luz del nuevo día levantándonos y dirigiendo nuestros pasos
hacia el Señor; que, respondiendo nuevamente a sus reclamos, haya jóvenes dispuestos a
abrazar el sacerdocio y la vida religiosa; y que los jóvenes en general se sientan invitados a
luchar contra las convenciones de este mundo para ajustar sus propias vidas a la de Jesucristo.
Pidamos, pues, al Señor en esta hora, que Sus manos nos empujen y nos ayuden de modo que
podamos decirle: ¡Sí, aquí me tienes!

12

SAN WOLFGANG

Referencias a las Sagradas Escrituras: Juan 10, 11-16

Homilía en la Catedral de Ratisbona, el 3-VII-94,con ocasión del milenario


jubilar por San Wolfgang

Al culminar con esta celebración eucarística nuestro año jubilar por San Wolfgang, es
lógico preguntarnos el motivo de que hayamos dedicado todo un año a la memoria de un
hombre que murió hace ya mil. ¿De qué nos ha servido, y qué nos quedará?

Nos quedará sobre todo, pienso yo, alegría y gratitud. Cuando retorna entre nosotros la
imagen de un hombre bueno, podemos alegrarnos de que nuestras vidas hayan ganado en
contenido, amplitud y elevación. Porque San Wolfgang fue un hombre bueno cuyo recuerdo
nos transmite la bondad del mismo Dios, y nos infunde nuevos ánimos para vivir sintiéndonos
alegres ante Dios y ante las cosas de nuestro mundo. En la Sagrada Escritura se nos dice que
Satanás es el acusador, el detractor de Dios y de los hombres, que se goza malignamente
presentándonos cuanto hay de sórdido, inmundo y ordinario, para que, al comprender la
inanidad de todo ello, nos quedemos sin la alegría que procede de Dios y la que nace de
nosotros. Pero también nos dice la Escritura que Jesucristo y el Espíritu Santo son los
abogados de Dios y nuestros defensores. Y quien dice Jesucristo y el Espíritu Santo, está
mentando junto a Jesucristo a la totalidad de sus santos, porque éstos están vivificados por el
aliento del Espíritu Santo.

En nuestro tiempo está de moda desconfiar, poner bajo sospecha, desenmascarar y dejar al
descubierto toda clase de inmundicias. No hay un día en que se deje de arrojarnos a la cara los
pecados de la Iglesia; y estamos ya saturados de la continua cantilena sobre temas como el
caso de Galileo, los procesos por brujería y la Inquisición. No es para tanto, desde luego, si se
estudian esas cosas con atención; pero dejemos este punto. Nadie niega que en el pasado y el
presente de la Iglesia hayan existido y existan pecadores y pecados, pecados horrorosos en
ocasiones. Jesucristo no reservó su Iglesia para un tipo especifico de personas, y mucho menos
para seres angelicales, sino que la fundó contando con nosotros para que, obedeciendo a su
Palabra, nos hiciésemos mejores. Para saber de los pecados de la Iglesia no hace falta que
escarbemos en el pasado: tenemos ya bastante con mirar hacia nosotros mismos. Todo esto es
indudable; pero fijémonos en otro aspecto.

Lo asombroso no es que existan pecados en la Iglesia de la que somos componentes. Lo


admirable es que, a pesar de nuestras cerrazones, la Palabra divina jamás haya dejado de
suscitar con su energía mejoras en la Iglesia y en el mundo, y que, como prueba de ello, haya
hecho santos en todas las generaciones. También hoy los tenemos; y, si sabemos mirar no
solamente con ojos de sospecha, sino buscando igualmente el bien, los hallaremos a nuestro
alrededor. Si reparamos en un santo como Wolfgang, su sencilla palabra nos dirá a todos y
cada uno: Abre los ojos, y verás cómo, a pesar de todos nuestros fallos, Dios actúa sobre los
hombres renovándolos, haciéndolos buenos y santos, y dignos de ser amados.

También en nuestros días es un tópico denunciar el «oscurantismo medieval». Yo me


pregunto si esos individuos que hablan siempre de lo mismo han visto alguna vez una catedral
como ésta, que viene de la Edad Media. Cuando entramos en ella y contemplamos esos rostros
de San Pedro, de la Madre de Dios y del Arcángel de la Anunciación, nos damos cuenta de
que, junto a la unión entre el espíritu y la piedra, en esos rostros aparecen reflejadas las caras
de personas de otros tiempos, y la fuerza transformadora de la bondad de Dios, que actúa sin
cesar en la vida de la Iglesia. Y aquí está la razón por la que jamás debemos avergonzarnos de
ser cristianos, más bien todo lo contrario: podemos sentirnos orgullosos de pertenecer a una
comunidad en la que Dios trabaja de continuo el barro con su Espíritu, y de continuo alumbra
las miserias de lo humano con Su luz. Así, con este jubileo de San Wolfgang, podemos renovar
nuestra alegría de ser cristianos; ver lo hermoso del don que significa poder serlo, y
comprender que nuestro mundo se derrumbaría si le faltase esa luz que nos alumbra. Estemos,
pues, agradecidos por la guía que se nos brinda. Nuestro Santo, al igual que los demás
bienaventurados, nos indica la dirección para vivir con rectitud.

Vivió en un tiempo que los historiadores califican de saeculum obscurum, siglo de


oscuridad. Tras la invasión de los bárbaros, en Italia reinaba la anarquía; propios y extraños
devastaban aquellas tierras, y el Papado estaba expuesto a ser juguete de la nobleza romana, y
convertirse así en una caricatura de lo que Jesucristo había querido. Y como Roma no ejercía la
propulsión de la unidad, también en Alemania la Iglesia corría peligro de quedar engranada en
la maquinaria política, y reducirse de este modo a mero brazo del Imperio. Los obispos, al
adquirir la condición de príncipes territoriales del Imperio, sofocaron, una vez más bajo la losa
de patrones puramente humanos, lo específico y novedoso del encargo de Jesucristo: la
humildad característica del oficio sacerdotal, cuyo ejercicio no se funda en los poderes de la
tierra, sino en la fuerza que viene sólo de Él. Ante tamañas circunstancias de oscuridad
difícilmente superables, parecía —como después ha parecido en otros siglos, y también en este
tiempo nuestro— que la Iglesia estaba a punto de derrumbarse definitivamente. Pero Dios iba a
probar que no la había dejado de Su mano.

Por entonces apareció entre Burgundia de Francia y Lothringa de Alemania, en las dos
grandes abadías benedictinas de Cluny y Gorze, un movimiento de renovación que se
difundiría rápidamente por el núcleo territorial de la Cristiandad ―Italia, Francia y
Alemania― para dar savia nueva a la vida de la Iglesia. Y justamente la gloria de San
Wolfgang proviene de haber sido uno de los mayores artífices de aquella reforma. La clave
para ella residió en la Regla de San Benito, el hombre cuya Orden había sido como un Arca de
Noé durante el oleaje de las invasiones, y que ahora se comportaba como un sólido baluarte
para la empresa de la renovación. El instrumento de San Benito había consistido sencillamente
en trasladar el Evangelio a una regla de vida que permitiese practicarlo en el quehacer de cada
día. Con esa Regla fue como San Wolfgang aprendió a vivir como cristiano haciendo carne y
sangre el espíritu evangélico.

Lo esencial al respecto se resume, a mi parecer, en dos ideas de San Benito: Nihil amori
Christi praeponere, y conversatio morum (Ante todo, el amor de Jesucristo), y (cambiar de
vida). Lo primero significa no anteponer una carrera profesional, el éxito, el poder, el dinero o
el favor de los magnates, sino poner el corazón en los humildes, y ejercer la justicia y la
bondad en el vivir de cada día. La tradición ha condensado lo segundo en tres ideas: pobreza,
castidad y obediencia, o, lo que viene a ser lo mismo, libertad frente a sí mismo, limpieza de
corazón, y probidad.

Y respecto a esa conversatio morum que predicaba San Benito, nuestro tiempo adolece de
una carencia terrible, patente en los países infestados por la corrupción, o que las reivin-
dicaciones desmesuradas los están volviendo ingobernables. Queremos, como Adán, hacernos
dioses: poseer cuanto nos apetezca, y producir con nuestra voluntad cuanto nos plazca. Pero he
aquí que, en vez de tomar la forma de Dios, nos convertimos simplemente en idolillos. El
auténtico Dios es muy distinto. Su rostro es el de Jesús, único ser capaz de dar al mundo ese
hombre nuevo que las ideologías nos han prometido en vano. Sólo de Él nos ha podido venir
esa limpieza de corazón que sirve de lumbrera en nuestro mundo. Como hombre de Jesucristo,
San Wolfgang nos invita a que, viviendo conforme a ese modelo de pureza y disciplina
interior, nos convirtamos a la justicia, la bondad y la honradez.

Pero San Wolfgang no fue un simple moralizador, sino que, en vez de limitarse a
predicarnos exigencias, demostró con su vida la regla que enseñaba. Dio pruebas de la fuerza
por la cual jamás preferiremos otra cosa al amor de Jesucristo: nihil amor Christi praeponere.
Del propio Jesucristo recibimos esa fuerza. Por ello, sólo si le dejamos entrar de lleno en
nuestras vidas, y con Él al Dios vivo verdadero, tomaremos el camino de la rectitud, y el
mundo entero seguirá el mismo camino. Sólo de Él podrá nacer el hombre nuevo, y hombre
nuevo será cada uno de nosotros. En Él está la fuente de la fuerza renovadora que buscamos.
Como dice el Evangelio, Yo conozco a las mías, y las mías me conocen (Jn, X, 14). Si San
Wolfgang pudo ser al mismo tiempo un obispo en aquel Imperio, fue porque conoció a
Jesucristo, y de Él tomó la medida para ser un buen pastor. Hemos de suplicar que se nos dé
nuevamente aquella luz.

En el final de la lectura del Evangelio que antes hemos escuchado, aparecen unas palabras
que también repercutieron hondamente en la vida de nuestro Santo: Yo tengo otras ovejas que
no son de este aprisco, y debo conducirlas... para que haya un solo rebaño y un solo pastor
(Jn, X, 16). Jesús está mirando, más allá de sus oyentes judíos, hacia el futuro y hacia el
extenso campo de los gentiles. La fe necesita siempre traspasar las fronteras, y por ello nos
exige no quedarnos encerrados en el pequeño redil propio, sino salir en busca de otros. Cuando
San Wolfgang, renunciando a Bohemia, facilitó que se fundara la diócesis de Praga, hizo lo
más contrario de poner limites: ejercer su libertad para romperlos y dar entrada a otros. Así nos
enseñó que, aun rompiendo limites, sólo con el poder no se pueden establecer realmente
amistades, sino haciendo renuncia de lo propio para reconocer y acoger a otros con espíritu
fraterno.

Y también abrió barreras al hacerse preceptor de Santa Gisela, esposa del primer rey
cristiano de Hungría. De aquí que lo debamos incluir entre los constructores de Europa, y que
sea para nosotros una pauta necesaria: porque Europa será una realidad positiva en el contexto
del mundo únicamente si funda su grandeza en la fuerza de la fe y de la moral, y no en el
poderío militar o económico.

Por tanto, nuestra fe significa siempre creer junto con otros: extender nuestro espíritu de
creyentes hacia todos cuantos habitan el ancho campo de la Iglesia. Las iglesias locales son
auténticas iglesias en la medida en que son miembros del gran cuerpo de la Iglesia Católica. Si
el signo de San Wolfgang es el hacha, no fue porque en su vida la utilizara como arma, sino
porque hizo de ella un instrumento con el que construir la casa de la Iglesia para todos. Es
probable que, históricamente, dicho signo resultara de un equívoco sobre la llave de San Pedro
que figura en el escudo de Ratisbona. En este caso, el símbolo nos hablaría igualmente de la
unidad entre el Apóstol y sus continuadores, esa unión a la que debemos la feliz integración en
el gran reino sin fronteras que llamamos Comunión de los Santos: la grandiosa Familia de
Jesucristo.

Damos gracias al Señor en este día por la luz que recibimos de San Wolfgang. Le pedimos
por todas las personas que llevan actualmente la carga de pastores de la Iglesia. Y le rogamos
igualmente que nos ayude para dejarnos inundar por esa luz, y que sepamos nosotros
propagarla en nuestro tiempo.

13

BEATO RUPERTO MAYER

Referencias a las Sagradas Escrituras: Mateo 10, 34-40

Homilía en San Miguel de Munich, el 20-V-87, dentro del septenario por la


beatificación del Padre Rupert Mayer

Entre las grandes directrices morales de nuestro tiempo no figura la veracidad; y la virtud
en general apenas es nombrada. Es tan intenso el drama de nuestras divisiones sociales, que
todo lo demás es engullido por el silencio. Las máximas consignas morales del presente son
justicia para todos, solidaridad, liberación, libertad, emancipación y autorrealización; y se diría
que hablar de la verdad es más o menos un ataque contra ellas. Se nos dice que, en las actuales
circunstancias dramáticas, no hay tiempo para ocuparse de la compleja y fatigosa cuestión de
la verdad, y que afrontarla significaría dejar a un lado los problemas acuciantes siguiendo el
juego a ciertas minorías. Por otra parte, tenemos la impresión como si se quisiera contraponer
el amor y la verdad: porque los hombres han venido agrediéndose en nombre de la segunda, en
tanto que el primero reconcilia y unifica.

Nuestro nuevo beato muniqués utilizaba otro lenguaje. Al pronunciarse su beatificación, el


Padre Rupert Mayer aparece redivivo entre nosotros, y nos dirige su palabra. Su misión hacia
nosotros podría ser, en esta hora, presentarse como testigo de la verdad. En tal sentido, lo de
menos es hacer juicios una vez más sobre personas y cosas del pasado. Forzoso es recordar
algunos de ellos; pero guardémonos, de recurrir a la condena del pasado a modo de ritual
absolutorio a nuestro favor, mediante el cual nos creamos los mejores, nos excuse del examen
de conciencia y de la enmienda por nuestras obras del presente. Si nos fijamos en la vida del
Padre Rupert, cumpliremos esto ultimo: porque se ha hecho presente de nuevo entre nosotros
para ser un espejo donde mirarnos, y para que, viendo cómo estamos, aprendamos de su
testimonio la manera de orientarnos y de rectificar.

Pero centrémonos en el asunto de la verdad, y preguntémonos qué es, y dónde está. Para
empezar, indicaré un dato muy secundario de la vida del P. Rupert Mayer. Había conocido a
Hitler en el año 1919, cuando éste participaba como orador en una reunión de comunistas. En
aquella hora temprana, cuando Hitler era un desconocido, causaba la impresión de que, aun
sintiéndose un tanto contrariado por ello, podría convertirse en un aliado contra la tentación del
marxismo. El propio Hitler jugará deliberadamente esta carta. Así, con ocasión de celebrar el
P. Rupert Mayer el 25º aniversario de su ordenación sacerdotal en 1923, Hitler le envía un
telegrama de felicitación. Ha calculado que si, tuviese de su parte a este sacerdote patriota, que
ha hecho méritos por su país y es prestigioso en su ciudad, habría de serle de gran ayuda para
ganarse a los remisos, y en particular a los católicos.

Hoy sabemos cuán difícil fue para los intelectuales alemanes escritores, eruditos, políticos
y aun teólogos- calar en la personalidad de Hitler, y advertir el riesgo que implicaba. No vamos
a juzgar a la ligera el proceder de aquellos hombres; pero si hemos de decir que el P. Rupert
Mayer, que sólo era un pastor de almas y no un intelectual, supo muy pronto reconocer la
máscara del Anticristo. Y la reconoció fijándose en un aspecto que nosotros tal vez no
habríamos advertido. Su primera impresión fue la siguiente: Hitler exagera las cosas
demasiado, y carece de reparos ante la mentira.

De quien carece de respeto a la verdad es imposible que venga nada bueno, porque el
escarnio de la verdad impide que florezcan el amor, la libertad y la justicia. La verdad, esa
veracidad sencilla, humilde y perseverante del vivir de cada día, es una base indispensable para
cualquier otra virtud. No me refiero, ciertamente, a las verdades fundamentales sobre Dios, el
Universo y el hombre, sino a esa verdad menuda de los hechos cotidianos; pero advierto de
inmediato que una y otra están ligadas de forma indisoluble. Quien con facilidad está dispuesto
a pisotear una verdad pequeña, jamás podrá ofrecernos garantías de que haya de defender la
gran verdad.

Miremos ahora desde esta perspectiva nuestro presente, y preguntemos qué tal nos van las
cosas. Tengo que confesar que me horrorizo a menudo cuando, a propósito de noticias sobre
cosas cuya realidad está en mi mano confrontar con lo que se dice, me doy cuenta de la
ligereza, y a la par malevolencia, con la que se miente, y a la vez de que lo realmente im-
portante para los informadores es mucho menos la verdad, que los efectos resultantes de decir
tal cosa u otra. Pero centremos la mirada sobre nosotros mismos. Prescindamos de juzgar a los
demás, y examinemos nuestras propias conciencias apoyándonos en ese gran testigo de la
verdad que fue nuestro Beato.

Preguntémonos todos, pregúntese cada uno de nosotros, si en su vida ordinaria dice


siempre la verdad. ¿Tengo la valentía de hacer honor a ella por incómodo que sea, y por más
desasosiegos y disgustos que me traiga? No podemos ignorar que la verdad es a menudo
ingrata y bochornosa, y que puede acarrearnos numerosas desventajas. Es tanta la frecuencia
con que la vemos oponerse a nuestro propio provecho, que se expone fácilmente a ser
atropellada. Nos decimos: a fin de cuentas, es muy poco lo malo que puede haber en ello, pero
mucho lo bueno que se puede conseguir. Pero pensemos bien la cosa. Si seguimos así,
¿podremos ya contar con alguien de quien fiarnos? Donde muere la verdad se nos desploma el
suelo que pisamos como seres sociales: porque, siendo en apariencia una virtud pequeña, la
veracidad es realmente la virtud fundamental para cualquier expresión de nuestra vida social.

Pero volvamos al origen de nuestro tema para dar un paso más. El P. Rupert Mayer
comprendió inmediatamente que la facilidad con que Hitler incurría en la mentira no era sólo
un aspecto secundario y contingente de su carrera política, sino el producto de una postura
ideológica, de un principio condensado en estos términos: Es bueno, lo que al pueblo resulta
de provecho. Lo moralmente bueno cede aquí ante lo meramente útil. La veracidad es
devorada por la utilidad, como criterio soberano que justifica cualquier cosa. Y si se pone al
pueblo por delante, pretendiendo realzarlo como esfera moral suprema frente a los egoísmos
particulares, con ello se comete la primera de las mentiras, que dimana del principio
mencionado y se ampara bajo él.

Al decir esto, nos vemos nuevamente situados ante la escena de nuestros días: porque hoy
es corrientísima la mentira para encubrir otras cosas en nombre del pueblo. Tal es lo que se
hace al manejar expresiones como «Iglesia del pueblo», «movimiento popular», y muchas
otras que conocéis y no hace falta mencionar. ¿Acaso no sucede, a semejanza de lo de antaño,
que «pueblo» es un disfraz con que se cubre uno mismo, el propio grupo, o el partido al que
pertenece, y es usado para justificar los propios fines particulares eludiendo la verdad?

Así proceden también, sin recatarse, los que dicen lo siguiente: ¡Adónde vamos con esa
ortodoxia de la Iglesia, que en nada nos ayuda, y es pura teoría! En vez de eso, lo que nos
hace falta es ortopraxia. Lo importante no es pensar correctamente, sino actuar con rectitud.
Vamos a ver: ¿me puede alguien decir lo que es actuar honradamente si desconoce en qué
consiste la honradez? Es imposible, claro está; pero entendemos muy bien que la postura
mental de confundir lo bueno con lo útil alcance hasta el extremo de que hayamos de escuchar,
incluso de teólogos, esta tesis moral tan extendida en nuestro mundo occidental: No existe el
bien en cuanto tal; y aún en el caso de que existiese, nuestros ojos son tan débiles, que serían
incapaces de reconocerlo. Debemos contentarnos con ponderar las circunstancias de cada
caso para determinar lo menos malo. No podemos pronunciarnos por lo bueno, sino sólo por
lo que no es completamente malo.

No debemos extrañarnos de que, siguiendo ese principio tan a ras de lo humano, se mate
luego sin reparos a indefensas criaturas no nacidas; que se coadyuve al suicidio; y que se hagan
experimentos con la vida del ser humano pretendiendo con ello prestar un gran servicio a las
futuras generaciones, cuyas características y dimensiones deseables estarían justificándolo.
Considerando lo anterior, cada uno de nosotros debería preguntarse: ¿Qué hago yo? ¿No
estoy tomando acaso la idea de utilidad como criterio primordial? Y, en este caso, ¿a qué me
atengo para saber lo que me es útil? ¿No estará por ventura el provecho verdadero del ser
humano en conocer y estar unido a Dios?

Y continuemos ahora con otra apreciación del P. Rupert Mayer. En aquel movimiento que
veía desarrollarse, le chocaba fuertemente, como él mismo decía, la desmesura con que Hitler
se autoglorifica, y el culto que procura hacia su persona. Con palabras de la Escritura, habría
podido decir: el que habla en nombre propio. Nuestro Señor Jesucristo nos anunció con esta
idea uno de los rasgos inequívocos del Anticristo: El que habla de sí mismo —decía— busca
su propia gloria; pero el que busca la gloria de Aquel que lo ha enviado, ése es veraz, y no
hay en él injusticia (Jn, VII, 18). La primera figura se ha dado muchas veces en la Historia.
Quien, hablando únicamente en nombre propio, se ha puesto por modelo pretendiendo
constituirse en salvador y garantía de venturas para el mundo o para tal o cual país, ha sido
siempre un mentiroso: porque nadie puede ser eso por sí solo.

Acerca de este punto, son importantísimas unas palabras pronunciadas por el P. Rupert
Mayer, en 1937, ante el tribunal que le juzgaba. Si yo diera señales —decía— de estar
simpatizando con la idea de tina «Iglesia Alemana», sería declarado un héroe de nuestro
tiempo; pero soy un católico hasta la raíz, y ésta es la causa de que esté siendo juzgado.
Fijémonos en esto: fue católico hasta la raíz. Aquí tenemos un perfecto ensamblaje de su
verdad menuda de cada día y la Verdad. Ya dije que habría utilizado de buena gana un
sacerdote patriota, una Iglesia Alemana, y un Cristianismo Alemán, para que los propios
objetivos recibieran lustre y resplandores religiosos. Pero era inasequible para ellos el
testimonio inquebrantable de una verdad excelsa. El P. Rupert Mayer adoptó sin titubeos la
segunda postura. Sin duda era un patriota; pero el suyo era ese patriotismo del que quiere para
su país el bien y la verdad, sin pretender en caso alguno beneficiarlo utilizando como arma la
falsedad. Y justamente por esto es un ejemplo de lo que significa el recto patriotismo también
en nuestros días: un amor a la tierra patria bajo la enseña del bien y de la verdad.

Porque seguía siendo católico hasta la raíz, estaba siendo juzgado el P. Mayer. No era un
hombre político, y nunca quiso hacer política desde el púlpito. Decía de sí mismo categó-
ricamente: Sobre asuntos de política, soy un cero a la izquierda. Yo no soy más que un cura. Y
supo serlo de cuerpo entero, no ya por sus palabras en si mismas, sino por dar un testimonio
con su propia persona, sus afanes y sus obras. Nada hizo que pudiese denominarse teología
política, y ni siquiera simplemente teología. Como él mismo afirmaba, quería únicamente
recordar a los hombres las verdades fundamentales de la fe católica. No se sintió llamado a
reformar las estructuras y ejercer el posibilismo político. Lo suyo se limitaba a ser un sacerdote
que, alumbrando los fondos de las almas, plantase en ese suelo los criterios y energías del bien
auténtico. Supo respetar lo privativo de la política; y, justamente por esto, fue capaz de
practicar con gallardía y sin reservas lo privativo del sacerdocio: hablar con libertad de la
Palabra de Dios, que ha de ser pública y exenta de restricciones; esa Palabra que ha de ser
proclamada aunque repugne a los hombres, incluidos los que ejercen autoridad: porque
debemos obedecer a Dios más que a los hombres (Hch, V 29). Y porque supo comportarse con
esa libertad y determinación, prestó un servicio verdadero a los hombres y al país, que nosotros
hemos recibido como una lección imperecedera.

Repitámoslo: Yo soy un católico hasta la raíz. ¿Quién de nosotros tendría hoy el valor de
decir esto? Miremos ante nosotros al P. Rupert Mayer, que viene a removernos en este punto
aquí y ahora. Dejemos de jugar con pensamientos de una Iglesia alemana, de la que sabia él
más que nosotros. Dejemos de especular con una Iglesia propia, nuestra Iglesia, cuya traza
ensayaríamos prescindiendo de tal manera de cuanto significa exigencia y desagrado, que
vendríamos a no tener sino una Iglesia de los hombres. Dejemos de jugar con sentimientos
antirromanos, y de coquetear con los que nos aplauden por hacerlo. Si volvemos a
comportarnos como católicos hasta la raíz, también seremos ecuménicos genuinos: porque
entonces no hablaremos en nuestro propio nombre, sino por cuenta de Aquel cuya grandeza
nos excede a todos juntos, y que, por ser la Verdad misma, es el único que puede congregarnos
a la unidad. Y por ser Él quien nos congrega, necesitamos ponernos en Sus manos.

Añadamos una última observación del P. Rupert Mayer. También le impresionó desde el
principio el clima de odio que advertía. Recordemos estas palabras: Me siento horrorizado por
la enorme aversión a los judíos, por el odio contra los enemigos de la Primera Guerra
Mundial, y por el aborrecimiento hacia los otros partidos. Con el odio hacia los judíos iban
unidos un desprecio del Antiguo Testamento, y la vana pretensión de elaborar un Cristianismo
renovado y mejorado, un Cristianismo ario depurado de Antiguo Testamento. Como es lógico,
era entonces imposible, como ahora, que quien habla con odio pueda invocar el Antiguo o el
Nuevo Testamento. Es imposible que se honre con el nombre de cristiano quien propaga
sentimientos de aversión, pues lo desautorizan las palabras del mismo Jesucristo: La Ley y los
Profetas se res timen en este mandamiento: Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con
toda el alma y con todo el pensamiento..., (y) amarás al prójimo como a ti mismo (Mat, XXII,
37-40).

El P. Mayer se mantuvo inconmovible junto al cuerpo viviente de la Iglesia, sin dejarse


atraer por el espejuelo de una Iglesia mejor que se crearía desde si misma. Debemos com-
prender también nosotros que, para no desencaminamos, nuestra regla es continuar apegados a
esta Iglesia viviente, no nacida de los hombres sino dada por el Señor, que ha perdurado en el
transcurso de los tiempos. El supo darse cuenta de que el odio lleva en silo más contrario a la
verdad; y, por haber sido fiel a la verdad de nuestra Fe, nos demostró lo que es amar. Los que
vivimos aquí en Munich conocemos muy bien en qué medida supo hacerlo; cómo supo
entregarse y consumirse por amor a los demás, sin vacilar. Y bien sabemos igualmente que,
por haber sido entonces un gran testigo de la verdad y del amor, desde su tumba continúa pro-
digando testimonios de este amor con los alivios, los alientos y los favores que allí vamos a
buscar. Merced a él, tenemos buena prueba de que el sello del amor es la verdad en que creía; y
de que en esta verdad está la fuente del amor que supo practicar.

Consideremos otro aspecto que va unido a lo anterior. El P. Rupert Mayer nos refiere sus
andanzas de los primeros años veinte, cuando, impulsado por su celo sacerdotal, consideraba
un gran deber dar ideas claras a las personas para mostrarles los caminos de la verdad frente a
la confusión de aquellos tiempos. A menudo, ante las puertas de un local de actividad electoral,
se detenía con esta duda: ¿Pero hago bien entrando? Mientras me quede aquí fuera, los de ahí
estarán contentos y tranquilos; pero, tan pronto como entre, soltarán un «¡curaco!», y la paz
habrá acabado. Pero, pensándolo mejor, me convencía diciéndome: Ahí habrá más o menos
una tercera parte que no se han decidido y necesitan ayuda. Me armaré de valor por ellos, y
entraré a dirigirles mi palabra. Si entraba en las reuniones, no lo hacía impulsado por la
pasión política o el prurito de distinguirse, y mucho menos por el deseo de prepararse una
carrera política. Lo hacia únicamente compelido por la fuerza de la verdad.

Era consciente de que tenía la obligación de transmitir la voz de la verdad; pero sabia
igualmente que la verdad no es siempre cómoda, y que tenemos el deber de no cejar en sus
importunaciones: porque actuar en este mundo como cristianos no es ser repartidores de
golosinas, sino sal de la tierra. Era consciente de que la voz de la verdad es una espada, pues ya
dijo el Señor: Yo no he venido a traer la paz, sino la espada (Mat, X, 34). Era consciente de
que la falsa unidad fundada en la mentira no es auténtica paz, y que hace falta dar tajos con la
espada para que brille la luz de la verdad y la bondad, y se abra espacio de este modo para la
paz verdadera.

La verdad es incómoda, y lleva siempre consigo sinsabores. No dudemos de estas dos


asociaciones: el odio es compañero de la mentira, y la violencia se empareja con el odio; pero
el amor es compañero de la verdad, y el buen talante para sufrir va emparejado con el amor.
No por casualidad fue «necesario», como dijo nuestro Señor (cfr. Mac, VIII, 31), que el
Cristianismo comenzara con un mártir, y no con un rebelde. Los mayores amantes han sido
siempre valedores de la verdad y sufridores abnegados, que no han retrocedido ante el dolor
por causa de ella; y así se han convertido en luminarias de la Historia. Por ello el P. Rupert
Mayer es hoy para nosotros un seguro fanal con que se alumbran nuestras vidas.

Eso fue el Padre Mayer: un testigo de la verdad. Por predicarla tantas veces desde este
mismo púlpito, perdería su libertad hasta acabar internado en un campo de concentración. Para
nuestra ciudad, su vida es un regalo y un motivo de prestigio; pero también, ¡qué gran razón
para sentirnos responsables y comprometidos! Demos gracias a Dios porque nos ha hecho el
gran obsequio de disponer para nosotros la luz del P. Rupert Mayer, un testigo de la verdad y
del amor. Y supliquemos a nuestro Beato que sepamos en esta hora mostrarnos dignos de él.

14

SAN LEONARDO

Homilía en Tölz, el 6-XI-78, con ocasión de la Romería de San Leonardo

La romería de San Leonardo que hacemos hasta Tölz es una de las costumbres más
hermosas de nuestra patria bávara, por cuya persistencia en el vaivén de los tiempos nos sen-
timos muy contentos y agradecidos. Pero no desconocemos el peso de la crítica: porque hay
quien se cuestiona si la costumbre conserva todavía vitalidad verdadera. ¿Tiene fuerza interior,
o es meramente un espectáculo del pasado, una pieza de museo sin valor de actualidad? Y
algunos hay también que con sus dudas van más lejos y se muestran más duros. Son los que se
preguntan si, ya desde el principio, la alegría de la ocasión no se ha fundado sobre todo en el
deseo de ostentar lo que se vale, tiene y puede. ¿No habrá sido simplemente un pretexto para
fines de diversión?

A este respecto, debemos ante todo precisar que, para solazarse limpiamente, se
necesita estar en armonía consigo mismo y con el mundo; dar un sí a la Creación en uno mis-
mo y en los demás. Y para ello es necesario, en el fondo, reconocer al Hacedor. Sin duda
alguna, la alegría de mostrarse y de mirar ha intervenido, probablemente desde antiguo, en lo
que estamos considerando; pero hemos de advertir que incluso esto, sabiamente practicado,
puede ser importantísimo, pues nos ayuda a despegar nuestros ojos del afán de cada día y mirar
con amplitud. Y si sabemos abrir los ojos rectamente y contemplar, nos mostraremos
agradecidos, con una gratitud que será siempre laudatoria: porque, al mirar debidamente, nos
habremos dado cuenta de que la inmensa mayoría de las cosas que nos alegran no han podido
salir de nuestras manos.
La hermosura de nuestra tierra no ha venido de nosotros; y si podemos felicitarnos de
vivir en paz y libertad, tampoco lo debemos únicamente a nuestras fuerzas. Hace poco, un
amigo mío que acababa de visitar un país del Este comunista, me contaba que lo que más le
había impresionado es que los niños no rieran, y que sus ojos reflejaran el mismo retraimiento
entristecido de los adultos. Que nosotros, por el contrario, podamos divertirnos, es una
bendición. Y justamente por ello, en el significado de este día tenemos ocasión para mirar
ampliamente y sentirnos agradecidos.

Somos agradecidos cuando sabemos darnos cuenta de lo muchísimo que tenemos, y


que nosotros, no sólo no hemos hecho, sino que ni siquiera podríamos conservar: porque es de
Dios de quien lo recibimos día tras día. De aquí resulta el sentido más profundo de la
bendición que recabamos de San Leonardo: que nos hallamos aquí presentes para depositar
entre las manos de Dios la Creación material que ha puesto a nuestro cargo, nuestra patria y
nuestras personas. Hoy nos dicen que nuestra agricultura no necesita ya de procesiones por los
campos, bendiciones de los aires, ni santos como Leonardo: porque contamos con predicciones
meteorológicas, fertilizantes, veterinarios, etcétera. Desde cierto punto de vista, no podemos
negarlo; pero tampoco podemos ignorar que, si las cosas prosperan con esos medios, también
las desmejoramos y arruinamos los hombres cuando buscamos únicamente lo factible y
calculable. Y sepamos igualmente que, cuando el hombre deteriora, es nuestro mundo lo que se
deteriora.

San Leonardo vivió en un lejano siglo VI, cuando Alemania era un país retrasado. Los
escasos caminos y casas de labranza que existían los hicieron casi exclusivamente los romanos;
y después, con la caída de su Imperio, todo aquello comenzó a deteriorarse de tal manera, que
el país estaba cerca de regresar a la condición de territorio de cazadores y agricultores, poblado
de espesos bosques y azotado por las contiendas entre clanes. El impulso hacia el desarrollo
iniciado por Europa, que crearía la cultura de la que seguimos aún viviendo y que ha marcado
su impronta por el mundo, se debió a los esfuerzos de unos monjes entre los cuales figuraba
San Leonardo. Debemos, pues, considerarlo como uno de los grandes fundadores de nuestra
cultura.

En contraste con la actual promoción del desarrollo, los esfuerzos de aquellos hombres
se caracterizaban porque, junto a las técnicas, proporcionaban a los hombres un sentido
espiritual. Ora et labora, dice la máxima de San Benito y de sus monjes, que pone los
conceptos por su orden: porque sólo si se combinan las posibilidades materiales y los motivos
para el espíritu se crea prosperidad. Lo comprobamos, en sentido contrario, por los terribles
acontecimientos en Irán (huida del Sha, y comienzo de la revolución de Jomeini), país al que
han afluido las técnicas y el dinero, pero sin ir acompañados de un espíritu, más bien
descomponiendo el que existía. Como vemos, un país no puede subsistir en semejantes
condiciones. Nuestra Europa fue construida porque se supo cuidar al mismo tiempo los
cuerpos y las almas, ofrecer posibilidades materiales y nutrir los corazones y los espíritus.

En aquellas abadías benedictinas, la vida cotidiana se ordenaba conforme a un


equilibrio casi exacto de los dos componentes: entre cuatro y cinco horas, se dedicaban al
culto; al trabajo, entre cinco y seis; y siete veces al día sonaba la campana convocando a la
oración. Con aquel ritmo se vivía la libertad: porque con la oración quedaba libre cada uno
para el Señor; y porque, en otro sentido, con aquel régimen de vida el trabajo de las manos
adquiría toda su dignidad y su grandeza. Cuando, por el contrario, los hombres han perdido los
valores espirituales, han dejado las torres de llamarlos hacia lo eterno, y Dios es un ausente de
sus vidas, las cosas van pasando y el tiempo transcurriendo como si nada hubiera sucedido. Tal
es lo que parece; pero lo cierto es que, por dentro, las raíces van quedando amortecidas y, a la
larga, la vida que se lleva resulta insostenible.

Oigamos, pues, en esta hora la voz de San Leonardo, componente de aquella


comunidad de fundadores que labró nuestro Occidente. Su palabra nos invita a retornar a las
raíces que nos han alimentado. Nuestra tierra de Baviera no se halla tan preservada de
devastaciones como a veces suponemos. Podrá conservar su alma si nosotros acertamos a guar-
dar y practicar esos valores que le dieron fundamento y han venido conformándola. Por eso, en
este mismo día, las consignas que se nos dan son las siguientes: no confiar únicamente en el
dinero y en la técnica; que Dios esté presente en nuestra vida de cada día; y que sepamos
conservar en toda su viveza la fuente y la energía que sustentan nuestra existencia colectiva.

En tal sentido, propongámonos desde hoy actuar y progresar en el convencimiento de


que, sin Dios, sin el Domingo y sin la Eucaristía, nuestro mundo está perdido. Y unamos
nuestras voces para elevar esta plegaria: San Leonardo, ¡ruega por nosotros!

15

SANTA ISABEL DE HUNGRÍA

Homilía el 2-XII-81 en la iglesia de Santa Isabel de Munich

Desde tiempos muy remotos, en la Cristiandad existe la costumbre de imponer a


nuestros templos nombres de personas, como queriendo conferirles un cierto rostro humano
que nos mire y nos invite a estar con el Señor. En sus orígenes, el uso se debió a la
circunstancia de que los cristianos perseguidos, al carecer de libertad y de recursos para
edificar casas de Dios, sólo se reunían para el culto cuando alguien les ofrecía un sitio de
confianza. Por esto se decía que los actos de culto iban a celebrarse en casa de Cecilia, de
Anastasia o de Crisógono. Eran personas que abrían sus hogares a los hermanos en la fe para
que, congregados como pueblo de Dios, se reuniesen con el Señor en la celebración del
misterio pascual de la Eucaristía. Con posterioridad, aquellos mismos lugares, convertidos ya
en iglesias, mantendrían los nombres de las personas que, por haber sido las primeras en
ofrecer sus hogares a los hermanos, serian en adelante los patronos que convocasen a los fieles.
Y así se hizo la costumbre que ha llegado hasta nosotros.

Actualmente son los santos quienes, a su manera, nos invitan con sus nombres a que
vayamos al Señor, y nos ofrecen con sus vidas un espacio donde podamos encontrarle. Y en
esta parte de nuestra ciudad, Santa Isabel es quien nos abre en cierto modo sus puertas, nos
ofrece un hogar, y nos indica la dirección hacia el Señor. Aunque a lo largo de este año jubilar
habréis oído y meditado muchas cosas sobre ella, parece conveniente que insistamos en su
semblanza en este tiempo de Adviento: porque fue una persona que, con la lámpara en la
mano, marchó toda su vida hacia el Señor, y nos precede con su luz en el camino. De su
existencia, son dos cosas las que interesan mayormente a los hombres de nuestro tiempo.

Primera: ser una mujer de amor al prójimo bajo la forma de acción asistencial. No lo
ejerció únicamente con dádivas ocasionales, o frecuentes, concedidas desde su alta condición;
ni solamente, a semejanza, por ejemplo, de aquellas «damas próceres» de la Primera Guerra
Mundial, con su cooperación en lazaretos o comedores para necesitados. Lo suyo fue compartir
literalmente la vida de los pobres. Atendió personalmente a los enfermos en sus necesidades
más elementales: limpiándolos, y descendiendo a otros servicios de ínfima categoría. Dio
vestidos a los pobres, que había tejido con sus manos. En suma, se esforzó por ser uno de ellos;
y quiso de tal modo acompañarlos en su suerte, que al final de su propia vida se sostendría ella
misma con el trabajo de sus manos.

Porque quiso identificarse con cualquiera de los suyos, en vez de limitarse a compensar
con esporádicos detalles de bondad los males de este mundo, se esforzó por corregir las
circunstancias para que mejorase la justicia. Por ello se negaba, en la misma mesa de su
esposo, a tomar aquellos alimentos que, debiendo haber quedado en manos de los campesinos,
les habían sido tomados por la fuerza. No contenta con dar cosas, procuró proporcionar a la
gente los instrumentos necesarios para que pudiesen arreglárselas por sí solos. Ayudando a las
personas para que se ayudasen a si mismas a vivir por cuenta propia, fue realmente promotora
de la igualdad y la justicia entre los hombres.

Otro aspecto de su vida que puede servirnos hoy de enseñanza fue su gran humanidad.
A diferencia de todos esos santos que solemos imaginarnos como personas cerradas y
distantes, ella fue corriente y accesible. Le gustaba con pasión danzar y cabalgar. Enamorada
de su esposo con todo el corazón, lo demostraba externamente con detalles de ternura entonces
desacostumbrados. Conocemos la profunda conmoción que le causó la noticia de su muerte, y
cómo luego, corriendo por los salones del palacio de Warburg, decía: Si él ha muerto, el
mundo ha muerto igualmente para mí.

Su humanidad se demostraba en la manera de tratar a las personas en general. A sus


doncellas había dicho: No me tratéis de Alteza, sino de «tú», y llamadme simplemente Isabel.
Por su profunda sencillez que la llevaba a suprimir las diferencias por motivos de casta, y ser
tan sólo un ser humano entre sus semejantes, y por la generosidad servicial con la que tomaba
sobre sí pobrezas y miserias de los demás, se distanció en gran medida de la mentalidad de su
tiempo. No olvidemos que los seres humanos siempre juzgan en función de los criterios de
valía vigentes en su época, ya fuera la de entonces, o sea cualquier otra. En cada una, la vida de
la gente esta condicionada por una suma de prejuicios particulares. Otra cosa es que a nosotros,
en el presente, nos extrañen más fácilmente los prejuicios del pasado que los nuestros. Isabel,
al desembarazarse de los del tiempo en que vivía, comprendió la realidad de lo humano como
tal.

Ante tamaña personalidad, debemos preguntarnos dónde pudo inspirarse para ser tan
genuinamente humana desdeñando los usos, costumbres y opiniones convencionales de su
ambiente. ¿Cómo explicarnos que entendiera y practicara de aquel modo la realidad de lo
humano? La respuesta nos viene dada claramente al reparar en lo que hacia desde que era una
niña. Mientras jugaba, solía detenerse y decir estas palabras: Ahora descanso un poco porque
le toca a Jesús, y tengo que estar con Él. Mientras estaba bailando hacia otro tanto: No daré la
vuelta siguiente, porque es de Él. Y cuando por la noche abandonaba la entrañable cercanía de
su esposo y se tendía en el suelo, decía: Ahora he de estar con Él y compartir su pobreza.

Dios era para ella lo real, la verdadera realidad. Porque lo era, tomaba de su vida el
tiempo necesario para sentirse junto a El aunque le costara. Justamente porque supo descubrir
realmente a Dios, y porque Jesucristo no era para ella una figura lejana, sino el Señor y al
mismo tiempo Hermano de cada día, fue capaz de descubrir lo que es el hombre como imagen
de Dios; y fue capaz igualmente de sembrar entre los hombres la justicia y el amor que son de
Dios. Ella nos dice, pues, que solamente si encontramos a Dios podremos ser auténticamente
humanos.
Está claro, nos decimos un tanto cariacontecidos. Sería muy hermoso que Dios fuese
realmente para nosotros como cualquiera de las cosas que palpamos en el vivir de cada día;
que, sintiéndole muy próximo, nuestra existencia estuviese llena de Él. Pero hay una objeción:
¿cómo podremos de hecho encontrar a Dios —estar alerta y preparados para reconocerle y
responder a sus llamadas— en medio de los quehaceres ordinarios? Me parece que de lo dicho
hasta el momento se desprenden dos respuestas.

La primera nos dice esto: que, si quiero conocer a Dios, habré de tener tiempo para El,
y voluntad de incomodarme por su causa. Él no se impone a nosotros acosándonos, porque nos
quiere con nuestra libertad. Tan es así, que sólo cuando sale de nosotros la intención de ir hacia
Él, y nos ejercitamos en buscar su cercanía sintiendo que nos cuesta dedicarle nuestro tiempo y
nuestras energías, sólo entonces van abriéndose los canales para el encuentro. Si acertamos a
orientar nuestra existencia para reconocer Su realidad, y nuestros actos son acordes con tal
disposición, El se nos mostrará como una realidad en el conjunto de nuestras experiencias.

Otra cosa nos enseña Santa Isabel: una manera de vivir con la conciencia de que Dios
está presente en nuestros prójimos. Ella lo demostró venciendo en su persona el egoísmo que
nos es connatural, y combatiéndose a sí misma en pro de la justicia y el amor hacia los demás.
De su experiencia podemos extraer una importante relación de reciprocidad. Por una parte,
quien se esfuerza en mirar y amar por Dios a los demás, va penetrando más y más en el
conocimiento de Dios. Y de otra parte, quien tiene tiempo para Él, va descubriendo que se le
hace más fácil amar y subvenir a los demás. Ambos aspectos se reclaman y se condicionan
mutuamente.

Veamos ahora otros dos puntos que propongo a título complementario. Acerca del
primero, comencemos recordando un episodio de la vida de Isabel que nos ha sido transmitido
por testigos presenciales. Una mujer de la nobleza vino a ella, en compañía de un hijo que
llevaba una vida disoluta y padecía ya en su cuerpo las consecuencias, esperando que hiciese lo
posible por curarlo. Isabel, que en modo alguno se ocupaba de tales prácticas, lo que hizo fue
dirigirse al joven con gran severidad, y preguntarle su opinión sobre la vida miserable que
llevaba. Notemos que lo que hace es intentar ayudarle para que él sepa ayudarse: no aplicarle
un remedio desde fuera, sino impulsarlo a que sea él mismo quien lo busque. La respuesta del
joven no fue sino pedirle que rezase por él. A estas palabras, la réplica de Isabel fue como si-
gue: Primero has de ser tú quien rece por ti mismo, y entonces yo rezaré contigo. Y dicho y
hecho: le hizo arrodillarse, y comenzaron la plegaria.

La oración de aquella santa fue poderosísima: porque supo olvidarse de su tiempo y del
sitio en el que se hallaban. El hecho es que, en semejantes circunstancias para él inusitadas, al
llegar el momento del «amén» el joven perdió los nervios, y fue incapaz de articular esta
palabra. Por más que lo intentaba dando gritos, le era imposible pronunciarla. Y cuentan los
testigos jocosamente que, con tantos esfuerzos, le vinieron sudores hasta quedar empapado por
completo. Al cabo de largo rato, salió por fin el «amén». Y según dicen aquellos, el joven
resultó casi curado de su dolencia.

Ahí tenemos una historia que nos da mucho que hablar. Frente a nuestra costumbre de
encomendarnos a los santos para que rueguen por nosotros, Santa Isabel nos exige que nos
arrodillemos a su lado, y que entremos con ella en oración. Y me parece, por ello, que la
misión de esta iglesia que se honra con su nombre es acogernos en oración en dos sentidos:
rogando ella por nosotros, y sabiendo nosotros acompañarla en el ritmo de su plegaria.
Traspasando los umbrales de nuestra comodidad, no rezaremos o asistiremos a actos litúrgicos
únicamente cuando se nos antoje, o cuando ello nos dé satisfacciones o nos agrade por su
belleza, sino también cuando nos cueste, digamos, algún sudor, y nos hayamos de fatigar hasta
el «amén». Sólo si con esfuerzo nos dejamos envolver en su plegaria por Santa Isabel,
podremos ser igualmente personas de oración, y ella nos curará de nuestros males interiores.

Escuchemos, por tanto, en este templo la voz que nos invita de continuo a rezar en su
interior en compañía de nuestra Santa, y a que luego llevemos desde aquí nuestra oración a
nuestros respectivos hogares, para que en ellos Dios no sea un ausente. Tengamos la certeza de
que, para el bien de las personas y las familias, para el buen funcionamiento de los asuntos
ordinarios, y para la salud interior de cada uno de nosotros, es esencial que no haya un día sin
oración: que al empezar nuestras mañanas abramos nuestras puertas para dejar entrar a Dios, y
que jamás nos despidamos de la jornada sin que le hayamos dedicado nuevamente nuestro
tiempo. Si lo hacemos, sabremos quién es Dios, percibiremos su presencia, e iremos
aprendiendo a ser mejores unos con otros.

Cuando tuvo noticia de aquella abnegación con que Santa Isabel multiplicaba sus
esfuerzos para ayudar a los demás, el Papa Gregorio IX le escribió en cierta ocasión una carta
en la que le aconsejaba tomarse un tiempo de descanso, y dedicarlo a estar con el Señor para
atender a sus palabras en la Sagrada Escritura. Como hiciera Maria de Betania, debería estar
postrada ante los pies de Jesús para escucharle. Y aquella carta terminaba de este modo: No te
apartes de los pies de Nuestro Señor hasta que sientas que, en el jardín de tus sentidos, está
soplando desde el Sur el viento cálido de Su misericordia. Era el lenguaje gráfico de aquellos
tiempos medievales. Digamos a nuestro modo lo que el Papa Gregorio quería comunicarle:
Estate en calma junto a Él. Oye lo que te diga. Escucha las palabras de la Escritura hasta que
sientas que el calor de Su corazón ha entrado en ti, te tranquiliza, te sosiega y te hace estar
alegre. Santa Isabel tomó completamente en serio aquella carta del Papa, y se enfrascó desde
entonces en la Sagrada Escritura. Conoció de este modo realmente a Jesucristo penetrando en
Sus palabras y entendiéndolas cada vez más.

Por los testigos del momento tenemos también noticia de que, en el día de su muerte, se
la vio con esa gran serenidad y esa alegría de quien espera la llegada inmediata del Esposo.
Durante toda la jornada estuvo refiriendo las enseñanzas más hermosas que recordaba de las
predicaciones, y aludiendo a cada paso al tesoro de la Sagrada Escritura y la vida de Jesucristo.
Al ver llorar a los presentes, les hizo recordar aquellas tres ocasiones en que Jesús había
llorado: ante el sepulcro de su amigo de Betania; delante de Jerusalén, a la que tanto amaba
pero que no quiso escucharle, y en el momento de suprema soledad sobre la Cruz. Santa Isabel
secó las lágrimas ajenas al juntarlas en cierto modo con las penas de Jesucristo, diluirías en
ellas, y con ellas purificarlas.

Al acercarse la medianoche, le sobrevino una sorprendente placidez. Tras requerir de


los presentes un completo silencio, les dijo lo siguiente: Ahora tenemos que hablar de Jesu-
cristo nuestro Salvador, y hablar de Jesús niño: porque se acerca la medianoche, y es la hora
en que Jesús vino al mundo y fue puesto en un pesebre. Ante las puertas de la muerte, veía en
aquella hora el resplandor misterioso de la venida de Jesucristo. Su realismo es total. Si ha
reclamado silencio, es porque, en cierto modo, este momento es un tiempo para el Niño. La
noche no es oscura, ni le asustan las sombras de la muerte: porque todo está iluminado por la
luz de ese Niño que viene por la noche para encontrarse con nosotros. Lo que sus ojos están
viendo es esa Luz divina que se impone a las tinieblas de la tierra.
Sus últimas palabras fueron éstas: Y entonces Él creó una estrella completamente
nueva, como nunca se había visto antes. El instante de la muerte fue para ella el momento de la
divina Claridad, el tiempo justo de su Adviento, en que estuvo preparada para salir al
encuentro del Señor. Es significativo que, precisamente entonces, hable de aquella estrella que
había conducido a los Tres Magos hacia el Mesías. Abandona la vida de este mundo
pronunciando las palabras que sugieren la misma fe de aquellos hombres. Su morir es como un
alborear entre las luces de Jesucristo. Podemos estar seguros de que, en el justo momento de su
muerte, no habría mentado aquella estrella, y mucho menos habría podido verla, si a lo largo
de su vida no hubiera estado, como aquellos Tres Magos del Oriente, dirigiendo sus ojos hacia
ella y encaminando sus pasos hacia ella.

Y entonces Él creó una estrella nueva, como no se había visto antes: estas palabras
pronunciadas por Santa Isabel son aplicables a ella misma. Ella es también una estrella que nos
guía en dirección a Jesucristo, que es la Fuente de la Luz. Y, por su parte, este templo quiere
ser quien represente de continuo ante nuestras almas esa estrella nueva: para que nos sintamos
conducidos hacia la Fuente de la Luz y se disipen nuestras tinieblas; y para que nos convierta
en hombres del Adviento, que caminan obedientes a la estrella repletos de alegría por la venida
del Señor.

16

SAN CORBINIANO

Homilía en la Catedral de Freising, el 19-XI-77, festividad de San


Corbiniano

¿Quién era Corbiniano, el hombre sobre cuyo sepulcro se levanta esta espléndida Catedral
de Nuestra Señora de Freising, y a cuya fiesta concurren cada año millares de peregrinos?
Vivió en el siglo VIII, una época de la historia europea que no sin fundamento llamaríamos
oscura. Tras la desintegración del Imperio Romano, las nuevas unidades políticas carecen
todavía de estabilidad; y el Continente es un batiburrillo de señoríos territoriales muy próximo
a la total anarquía. Pese a ello, y como vamos a ver considerando nuestro personaje, hubo
también hechos gloriosos en aquella época.

Nació Corbiniano en un lugar que hoy forma parte de Francia. Su madre procedía de los
galos, antiguos habitantes del país que habían sido muy romanizados. El padre, en cambio,
venia de los francos, un pueblo de invasores que dominaban el país, pero que a la sazón
estaban muy mezclados con los primeros. En esta doble procedencia podemos advertir ya una
señal de integración entre el mundo viejo y el mundo nuevo. Su vida religiosa estuvo muy
marcada por el hervor de la fe que había brotado en las entrañas de Irlanda como un
reencendimiento del fuego de Abraham. Era un impulso por el que las personas, con ánimos de
conquista por la causa de la fe, abandonaban la propia patria para llevar a Dios por los
caminos; vara estar continuamente en marcha a su servicio unidos a Él, por el Él y para Él. Esa
pasión había prendido en muchos hombres empujándolos a arrojarse en el océano de la fe; se
había extendido por el Continente, y se convertiría para ese joven de las Galias en la voz de su
destino.

Los mejores ideales de su vida se orientaban hacia Roma. Corbiniano pensaba que su sitio
estaba allí, junto a San Pedro; pero he aquí que fue a mitad de camino entre Paris y Roma,
exactamente en Baviera, donde hallaría el lugar de su destino. Desde aquí se difundió la noticia
de su personalidad por toda Europa occidental, la misma Europa que hoy busca su unidad
desde Dublín hasta Roma, y entre Freising y Paris. Aunque políticamente reinara la dispersión,
y no existiera fuerza alguna capaz de unificar, en lo espiritual había entonces un espacio único,
sin fronteras y con puertas de par en par en todas partes, por donde todo circulaba y las
personas podían desplazarse como quisieran. Es seguro que Corbiniano desconocía la lengua
del país, y que su índole era distinta de la de los nativos; pero no hubo de sufrir prejuicio
alguno ni contradicción: porque la fuerza de la fe, la búsqueda del Dios nuevo, era tan
poderosa, que ante ella los prejuicios se esfumaban. Si en lo político existía un desbarajuste, la
potencia de la fe había unificado los corazones, las almas y las mentes.

Aquello ha de chocarnos en la actualidad, cuando volvemos la mirada a las tres décadas que
llevamos esforzándonos por la unidad europea. Vemos a los Estados, tanto grandes como
pequeños, poniendo de sí mismos lo mejor para lograrlo; y vemos igualmente a los burócratas
y los estrategas de la economía luchar infatigables por lo mismo con todos los recursos a su
alcance. Pero al cabo de treinta años de fatigas hacia esa meta, bastan unas consignas de
ideólogos, ocultos en la sombra, para que por Europa, y por todos sus rincones, se propague
instantáneamente la llamarada del odio hacia Alemania. Vemos al mismo tiempo a los países
enzarzados en disputas por sus derechos respectivos, defendiendo a dentelladas las riquezas
particulares de cada uno, y poniéndose trabas unos a otros. Y es que los meros apetitos
posesorios, por más que se los disimule por medio de estrategias, dan pábulo a la envidia; y la
envidia, lejos de unificar, lo que hace es separar. Por otra parte, las promesas de unidad que
nos predica la Internacional de las revueltas y del odio, sólo pueden llevar en realidad a
dictaduras o estados de anarquía.

Cuando hace unos diez años el Presidente de Francia Charles de Gaulle decidió que su
eficaz Ministro de Agricultura, que había hecho grandes cosas por la unificación europea en
este campo, pasase a regentar el Ministerio de Educación para seguir en el empeño, aquel
hombre pragmático declaró entre sus colegas: Habiendo ya creado la Europa de los cerdos,
podré también hacer la Europa del espíritu. Dejando aparte que la ambigüedad de aquella
frase haya tenido algunas consecuencias trágicas, hay una cosa clara: que de los cerdos es
imposible sacar una unidad de los espíritus. Ha de ser el propio espíritu quien haga la unidad
de los espíritus; y sólo puede hacerlo si, abriendo sus canales a lo santo, aprende a superarse y
trascenderse. Sólo con la energía de la fe se rasgan las fronteras, decaen los prejuicios, y, sobre
los escombros de los odios, se eleva la unidad.

Nuestro mayor objetivo en esta hora es procurarlo. Tan sólo si sabemos reanimar la fuerza
viva de la fe, podrán los estrategas de la economía, junto a los conductores de la política,
contar con los cimientos necesarios para que sus esfuerzos no se hundan en el vacío.

Señalemos una segunda particularidad de Corbiniano: que ni su cuna ni su índole natural


habrían hecho de él un santo. Fue por temperamento nada tierno, y menos, débil: fue más bien
una energía volcánica que había de ser domada, depurada y ordenada para que su peligrosidad
se convirtiese en fortaleza para el bien. Al escribir su biografía de Corbiniano, el obispo Beato
Arbeo dibujó ciertamente con trazos generosos la aureola de santidad de nuestro personaje;
pero supo al mismo tiempo describirnos el realismo de aquella vida y los combates que libró
para santificarse. Por sus inclinaciones naturales, aquel hombre habría podido ser señor feudal:
enamorado de la vida cortesana y regalada, y rodeado de servidores a los que pudiese tratar
según su antojo; pero también podemos entrever, tras la sublimación de la biografía, un
pensador circunspecto, amante de la Naturaleza, y deseoso de apartarse de los tráficos
humanos. Ahora bien, esos rasgos naturales de su personalidad, más bien desfavorables,
estuvieron compensados por una fuerza nueva que irrumpió en lo profundo de su ser: el ímpetu
apasionado de darse a Dios, y de tornarse un hombre diferente luchando contra sí mismo por
Dios y para Dios. Su vida entera fue el drama de esta lucha en la que empeñó sus mejores
energías.

Así nos explicamos que, de aquella irascibilidad connatural, se originara en Corbiniano el


ánimo de enfrentarse a los poderosos de este mundo, y ser un valedor de los más débiles. Y
entendemos igualmente que su retraimiento intelectual se convirtiera internamente en un
proceso de cristiano crecimiento, que después irradiaría externamente con brillos poderosos.
Las luchas de Corbiniano consigo mismo, y las que con el Duque Grimualdo hubo de sostener,
determinaron —y continúan determinando— nuestro carácter de país cristiano. Se diría que
somos siempre un Corbiniano que necesita pelear contra si mismo y con Grimualdo: porque
nuestra cultura de Baviera, esa cultura rica, noble y ardorosa de la que con todo fundamento
nos sentimos orgullosos, no ha nacido de sí misma.

Con ocasión de la visita que le hicimos en Roma los obispos de Baviera, el Santo Padre nos
contaba emocionado la experiencia que tuvo en Munich cuando, siendo un sacerdote
jovencísimo, se sintió perdido por las calles y sin saber adónde ir; y cómo al cabo de un rato
una mujer sencilla se dio cuenta de su situación, y le ayudó con la mayor cordialidad. Aquella
muestra de hidalguía de una persona sencilla se le grabó profundamente en el corazón. Aquí
tenemos una cara de nuestro modo de ser. Felicitémonos por ella, pero sin olvidar que no ha
venido del vacío.

Existe hoy una pedantería de lo bávaro de la que nos deberíamos avergonzar. ¡Y no


digamos nada de nuestras ínfulas históricas! Benno Hubensteiner, en su bosquejo sobre la
historia de la Universidad de Munich, nos da cuenta de cómo en Ingolstadt, y en el tiempo de
una generación, aquella gente de raíz noble presentó la otra cara de lo bávaro: indolencia,
grosería, terquedad y mezquindad. Esto también está presente entre nosotros. La grandeza y la
hidalguía de nuestra tierra sólo pueden perdurar si continúa la contienda de Corbiniano con
Grimualdo: si prosigue entre nosotros la campaña de la fe, y si de la lucha salimos remozados
en ella y la llevamos hacia el futuro. En tal sentido, deberíamos asumir en el presente día un
compromiso de honor. No somos buenos meramente porque seamos nosotros: es la fe quien
nos infunde la nobleza de corazón, esa nobleza que, si es perseverante, hará que nuestro país
continúe siendo entrañable.

Y pasemos a un tercer punto. Al igual que otras figuras prominentes de la historia del
Cristianismo —San Agustín, San Gregorio Magno, o San Gregorio Nacianceno— Corbiniano
se enfrentó constantemente con el dilema de optar entre el recogimiento interior, y las tareas
apostólicas de servicio a los demás. Su verdadera preferencia fue siempre hacerse un ermitaño;
darse todo y únicamente a Jesucristo para vivir en su exclusiva compañía el gozo de la fe. Con
este ánimo, tomó el camino hacia Arpajon, en las inmediaciones de París; pero la lámpara, que
quiso ver tapada por el celemín, le traicionó brillando a su pesar. Y fueron tantas las personas
que acudían a él para pedir su asistencia y sus consejos, que estaba a todas horas, por el día y
por la noche, rodeado de visitantes.

Por ello decidió escapar a Roma, donde al fin, junto a la tumba de San Pedro, encontraría la
calma necesaria para vivir con el Señor como un desconocido. Pero no fue remedio: porque
precisamente allí le sorprendió la misión apostólica que le traería hasta nosotros, hasta
Freising. Sin embargo, su dilema continuaba, y por ello su escapada hacia el Tirol del Sur no
fue sino un intento de alejarse del bullicio para entrar en el silencio de la contemplación.
Estando aquí, por otra parte, no pudo limitarse a organizar y atender almas: fundó un nuevo
monasterio en el que llevar una vida silenciosa de oración en compañía de otros hermanos.
Pero volvió la misma historia: los destellos de su lámpara seguían propagándose, porque él era
ya un foco que transformaba con sus rayos.

Este hombre, que nunca deseara emplearse en los demás, sino mirar únicamente a Dios,
llegó por esas vías a impregnar los corazones de aquellas gentes hasta el punto de eclipsar con
su figura la de San Bonifacio, que había instituido la diócesis. Y en tal medida lo consiguió,
que aquellas gentes, tomándolo como uno de los suyos, jamás consentirían que sus restos no
estuviesen junto a ellos.

Hemos visto en Corbiniano la energía de la vida interior cristiana. Preocupados por la


cuestión social, que con razón se descubriera entre nosotros, venimos hace años olvidando la
necesidad y la importancia prioritaria que se debe reconocer al ejercicio de esa vida interior.
Estimulados por la ola de espiritualidad asiática que hasta nosotros ha llegado últimamente, es
hora ya de que sepamos redescubrir ese tesoro tradicional de la visión interior cristiana, que es
lo que nos mantiene en la vid a, irradia hacia el exterior, y modifica el mundo con su fuerza.
Solamente si sabemos dirigir con decisión nuestras miradas hacia dentro, mantendremos el
equilibrio, y podremos perdurar. Y solamente si la luz está en nosotros, brillaremos hacia otros,
y el fuego de la fe podrá encenderse nuevamente.

Gran obispo San Corbiniano, ¡intercede por nosotros y por nuestra diócesis!

17

SANTA CECILIA

Homilía en la iglesia de los santos Biagio y Carlos ai Catinari de Roma, el


22-XI-96, con ocasión de la fiesta de Santa Cecilia

¡Cantad al Señor un cántico nuevo! (5 149, 1). Esta llamada discurre por todo el libro
de los Salmos; y aún podríamos decir que ese gran libro de los cantos del Pueblo de Dios nació
de ella como respuesta. Dos ideas importantes aparecen de inmediato. Primera: que los
hombres necesitamos cantar ante el Señor. Pero tenemos que preguntarnos previamente cuándo
canta realmente el hombre, y cuál es el motivo de que los seres humanos aprendieran a cantar,
en vez de hablar únicamente.

Podemos contestar que el hombre canta cuando siente alguna gran alegría. Lo hace
porque necesita expresar algo que el discurso ordinario de las palabras es incapaz de exte-
riorizar. Le es necesaria entonces una nueva dimensión de su decir, de su comunicarse, que
desborda los limites de la razón, y entra en contacto con otras facultades perceptivas.

Canta el hombre igualmente cuando quiere transmitir una alegría. Lo hace entonces
porque en él hay un amor que necesita manifestarse y ser oído. Como decía San Agustín,
cantare amantis est. Cuando se ama y se es amado, se produce en el hombre una alegría de
tales proporciones, que necesita unos cauces diferentes de expresión. De aquí que la llamada:
Cantad al Señor un cántico nuevo, dé a entender lo siguiente: que debemos sentir la cercanía
de Dios, y disponer nuestras almas a la presencia de Su amor. Si nos dejamos invadir por la
alegría de saber que Dios se encuentra ahí, que es nuestro Creador, y que jamás nos abandona,
empezaremos a cantar.

Pero notemos que en ese llamamiento existe un segundo aspecto: porque nos dice que
cantemos al Señor un cántico nuevo. Es necesario que nuestras alabanzas a Dios sean per-
manentes. En el viejo Israel, era el recuerdo de la travesía del Mar Rojo, cuando el pueblo fue
liberado de la persecución de los egipcios, lo que hacía cantar a Dios continuamente. No ol-
videmos que el relato de aquel tránsito termina con un canto, que es el primero de la historia de
Israel: Entonces Moisés y los hijos de Israel cantaron a Yahvé...: Canto a Yahvé, que se
mostrado en toda su grandeza... Yahvé es liii fortaleza y el objeto de mi cauto. Él es mi
salvador. Él es mi Dios, y yo le alabaré (Ex, XV 1 y ss.). Después de lo que habían
presenciado, los hijos de Israel necesitaban estallar en alegría, porque los modos habituales de
la palabra no bastaban. Y así se originaron los cantares, los cánticos hacia Dios. En el conjunto
de los Salmos aparece de continuo el tema de la salvación en el Mar Rojo: porque el recuerdo
ha reavivado muchas veces la alegría, y ha inspirado cantos nuevos.

Pero el Salterio está marcado por la figura de David, como el auténtico fundador del
nuevo culto religioso musical, en el que se aúnan diversos instrumentos con las voces
humanas. Este culto nos pone de relieve que nuestro Dios actúa siempre; que no es un Dios tan
sólo del pasado. Por ello existen siempre motivos para enaltecerle, y hay que seguir cantando
para Él. Así aparecerán seguidamente los cantos promisorios, como éste: En ti esperaron
nuestros padres; esperaron, y los libraste... No te mantengas apartado de mi... Que pueda yo
anunciar tu nombre entre mis hermanos, y ensalzarte en la asamblea del pueblo (5, XXII, 5,
12 y 23). Son bastantes los salmos en los que figuran esos votos, asociados a sucesos me-
morables.

Cantad al Señor un cántico nuevo: Se nos dice con esto que el hombre necesita estar
atento a la presencia operativa de Dios, aquí y ahora, y que debe, por medio de su canto, refle-
jar hacia los otros los destellos divinos que le han iluminado. Canto nuevo es el canto
necesario para que vaya descubriéndose poco a poco la verdad respecto a Dios y sobre el hom-
bre: porque sólo transmitiendo mediante el canto las vivencias espirituales renovadas, y
oyéndolas unos de otros, podremos caminar entre las apreturas de este mundo, ganar en
esperanza y mantenernos en el amor.

Pero la idea del canto nuevo, que se transmite de Moisés hasta David para seguir
indefinidamente, tiene un fondo de latente expectación: la expectación de lo completamente
nuevo, lo totalmente distinto, del que recibirán armónica plenitud todos los cantos anteriores.
En la noche anterior a su Pasión, Jesús hizo una cosa que, aunque inimaginable para
cualquiera, respondía realmente al anhelo que existía y existe en lo más profundo de los
hombres. Habló de un pacto nuevo en su sangre, y, anticipándose a su muerte en la cruz,
estableció la Alianza Nueva, con la cual culminaba la gran preparación que había sido la de
Moisés. Así ocurrió lo verdaderamente nuevo: el rescate de los hombres por un acto divino que
es de alcance universal y de valor intemporal, porque ha venido de lo eterno para integrarse en
la eternidad. Y así el amor de Dios, rompiendo todos los limites, creó lo inmensamente nuevo:
lo que jamás podría ser superado, y nunca terminado de cantar. A semejanza del mar inago-
table, la nueva realidad es el tesoro inextinguible de motivos para un canto renovado, en el que
todo lo cantado se transforma realmente en canto nuevo.

Desde entonces, proceden de consuno la idea de Alianza Nueva y la de nuevo canto.


Los cristianos de la primera generación, sintiéndose precisados por la grandiosa manifestación
de amor divino que Jesucristo significa para el hombre, componen cantos nuevos que
completan y rehacen el Salterio. Son los himnos cristianos, algunos de los cuales aparecen
recogidos en las Cartas de los Apóstoles y en el Apocalipsis de San Juan: los textos
únicamente, porque las melodías, por desgracia, no han sido conservadas. Pero advirtamos una
cosa: que lo importante no es ahora componer textos nuevos y nuevos modos musicales. Lo
distinto de ahora necesita ir más al fondo, por cuanto debe renovar los corazones en con-
sonancia con el anuncio del profeta Ezequiel: Voy a quitaros el corazón de piedra que tenéis, y
os pondré un corazón de carne (Ez, XXXVI, 26). Para que el canto sea nuevo, los corazones
deberán renovarse.

Como dicen los Padres de la Iglesia, de la Nueva Alianza resulta el hombre nuevo, y
sólo de éste podrá nacer el canto nuevo. Más aún: en cierto modo, el hombre nuevo es por si
mismo canto nuevo, porque en la plenitud de los tiempos los seres todos del Universo están en
alabanza. Por ello, en la música de la Iglesia, lo que importa en el fondo es preparar el
advenimiento del Reino adelantando el canto cósmico de glorificación. Pero esto exige al
hombre vivir en vida nueva, renovar el corazón de día en día para ser el hombre nuevo
conforme a Jesucristo. Y no es otra la razón de que la vida monacal se organizara como un
preludio de la futura Humanidad; como una escuela superior del cantar nuevo, en la que la
música y el canto de la Iglesia irían adquiriendo su peculiar fisonomía.

Hombre nuevo y canto nuevo: una síntesis cuya expresión ejemplar sería reconocida
tardíamente en una de las bellas formulaciones de la Pasión de Santa Cecilia, que en su tiempo
fue la primera antífona de los laudes correspondientes a la fiesta. Este es el texto: Entre el
sonar de los instrumentos, Cecilia cantaba al Señor diciendo así: Que mi corazón conserve su
pureza, y mis fuerzas no decaigan. Cantantíbus organis Caecilia decantabat: Externamente,
Cecilia celebraba sus desposorios, entre el ruido musical que acompañaba a las bodas de aquel
tiempo, con Valeriano, el novio a quien había sido prometida; pero en lo íntimo del alma
estaba desposándose con otro, Jesucristo, de quien era todo su amor. Dos casamientos, dos
amores y dos clases de música se enfrentan aquí:

Por una parte, lo exterior, donde resuenan los antiguos acentos del hombre viejo, la
ruidosa música pagana que perturba los sentidos; la música que busca únicamente los espacios
exteriores, y tira de nosotros hacia fuera y hacia abajo; la música ensordecedora que,
arrancándonos de nuestro centro, nos incapacita para oír las voces interiores, y sofoca los
cantares que nos nacen de lo íntimo.

Por otra parte, el nuevo plano de la interioridad que ha sido descubierto, en cuya altura
y profundidad encuentra el hombre el amor nuevo de Jesucristo. En ese plano es donde brota el
nuevo modo de canto, el canto de las almas, que ha de ser ante todo, como enseña San Pablo,
un cantar del corazón (Col, III, 16; Ef, VI, 19), pero que habrá de traducirse, por su propia
virtud, también en canto externo. Ahí tenemos para probarlo nuestros himnos cristianos. Este
canto es el que tiene ante si un futuro inagotable, con la sola condición de que haya hombres
dispuestos a creer en Jesucristo y responder a Su amor.

Esta manera de canto es al principio un tanto tímido y muy quedo. En la leyenda de


Santa Cecilia se le encierra en lo más intimo, donde ha de combatir contra la forma estridente
de cantar del mundo viejo. Con el tiempo, irá tornándose más libre y más intenso; y volverán
poco a poco los instrumentos, que en los comienzos habían sido desechados para no perturbar
el recogimiento. Así se hará cantar de nuevo al Universo resaltando la secreta música del
Cosmos al que se refiere el Salmo 19, y aplicando a esa música el texto conveniente, de
manera que no se pueda decir ya simplemente: El día lo dice al día, y la noche lo comunica a
la noche. No hay discursos ni palabras cuya voz se pueda oír (5 19, 3 y 55.). No. Desde ahora,
la voz del Cosmos podrá ser escuchada, porque ha encontrado las palabras apropiadas.

Por esa vía, en la historia de nuestra música sacra se combinan los dos planos
indisociables de la llamada con que empezábamos: Cantad al Señor un cántico nuevo. Para esa
música, lo inmensamente nuevo que ha traído Jesucristo actúa como fuente de inspiración, que
le confiere su peculiar naturaleza sin precedentes. Además, esta trascendental novedad influye
sobre la música en el sentido de que ésta prolifere por si misma, de modo inagotable,
ahondando en los motivos de inspiración y descubriendo formas nuevas de expresión, pero sin
menoscabo de la íntima unidad que es esencial al cantar de los cristianos en todo el curso de su
historia. No se puede desechar lo del pasado sin desdeñar al mismo tiempo la novedad
originaria y esencial; pero querer anclarse en lo pasado significaría traicionar esa riqueza
inagotable de posibilidades que ante si tiene la música hasta que se convierta, con el fin de los
tiempos, en el himno de la Eternidad.

Desde los tiempos iniciales del Cristianismo hasta los días en que vivimos, se extiende
ante nuestros ojos un proceso maravilloso. Lo que había comenzado como canto recatado y de
modestas proporciones, se va desarrollando conforme a la riqueza de las humanas facultades y
los tesoros encerrados en el Cosmos, para que todo se convierta en un cantar al Creador. Pero
también, y por lo menos desde el siglo precedente, venimos observando lo contrario: que las
partes del conjunto se dispersan, y pretende cada una independizarse. De este modo, el cuerpo
del canto nuevo va quedando despojado hasta volver de alguna forma a la pobreza del
principio. Si ello está sucediendo, debemos atribuirlo a un debilitamiento de nuestra fe, y, por
consiguiente, a los vacíos y al raquitismo de nuestro amor. Cuando se pierde el hombre nuevo,
también el canto nuevo resulta desprovisto de su vigor.

No podemos observar esta señal de los tiempos sin hacer un examen de conciencia. Por
lo menos en este día de la fiesta de Santa Cecilia, estamos escuchando el canto nuevo en todo
su esplendor, y nos mostramos agradecidos por esa gran belleza con que suena entre nosotros.
Cari musici, les damos muchas gracias por habernos ayudado a enaltecer a nuestro Dios. Y
supliquemos entre todos que, mañana igual que hoy, el canto nuevo del Nuevo Testamento no
decaiga, sino que continúe resonando con alegría siempre nueva para dar gloria a Dios.

18

SAN ANDRÉS

Homilía en la Iglesia de San Pedro y San Pablo de Munich-Trudering, el


30-XI-78, can motivo de la consagración del Altar

Un nuevo templo que se abre, jamás podría subsistir por mucho tiempo si no ha sido
asentado inicialmente, y se puede mantener, sobre las piedras vivas de una comunidad de
fieles. Si no se desmorona, termina convertido en un museo en el mejor de los casos, o en local
para otros menesteres. El edificio de una iglesia recibe su condición de tal, y la conserva, en
cuanto existe el ser viviente de una iglesia como cuerpo de creyentes. Pero también es cierto lo
contrario: que un conjunto de personas, en cuanto mera colectividad, no puede constituirse
como iglesia. Para serlo, no basta decidirlo a la manera de quienes fundan cualquier
asociación. Es necesario que el Otro, nuestro Señor, esté conforme y participe en la operación
para instalarse entre nosotros y enlazarnos mutuamente. Es necesario que se dé la condición
cuyo sentido y trascendencia están representados por el Altar.

Ello es así, porque el Altar es el espacio donde el Señor se hace presente entre nosotros
y nos congrega realmente. Y, como sitio en el que Dios se encuentra con los hombres, el Altar
es como el punto de intersección entre la iglesia-edificio y la iglesia-comunidad, y, por
consiguiente, el eje sobre el que gira la iglesia viva. En torno a él somos Iglesia; y, si acerta-
mos a entender su naturaleza, entenderemos mejor lo que es Iglesia, y nuestro puesto dentro de
ella.

Tenemos hoy la suerte de que el día señalado para la bendición del Altar coincida con
la fiesta del Apóstol San Andrés. Dice San Pablo en su Carta a los Efesios, a propósito de los
Apóstoles, que la Iglesia está fundada sobre ellos y sobre los profetas (cfr. Ef, II, 20). Y San
Juan, en el Apocalipsis, nos describe lo mismo con esta imagen maravillosa: desde lo alto del
monte adonde ha sido llevado, el vidente ve descender la ciudad nueva, la futura Jerusalén, con
doce torres, doce puertas y doce hileras murales; y ve sobre éstas últimas escritos los nombres
de los Apóstoles (cfr. Apoc, XXI, 12-14). Porque supieron escuchar al Señor, hacerle caso y
caminar en su seguimiento, podría la Palabra ser fecunda, y así nacer la Iglesia. Desde
entonces, ellos son los sillares basilares en los que la Iglesia se sustenta, y cuya fe necesitamos
compartir para ser también nosotros Iglesia verdadera. De aquí que, si fijamos nuestros ojos en
uno de los Apóstoles, Andrés, podamos aprender de su figura la realidad, la complexión
interna de la Iglesia; y que podamos comprender, en consecuencia, el profundo significado de
este día y de esta hora que estamos dedicando a consagrar el Altar.

En el relato de la vida de Jesús que nos presentan los Evangelios, el Apóstol Andrés
nos aparece en tres momentos capitales; tres hitos de su vida en los que Jesús se manifiesta
como el eje o punto cardinal de lo que habrá de ser el Cristianismo.

En un primer momento, Andrés está presente como uno de los dos a los que llama Jesús
con anterioridad a cualquier otro. Había sido antes discípulo del Bautista; y junto a éste se
encontraba cuando Jesús pasó delante, y el Bautista le señaló con las palabras: He ahí al
Cordero de Dios (Jn, 1, 36). Lo más seguro es que Andrés no percibiera entonces el sentido
misterioso de estas palabras, ni aun pudiera comprender sencillamente la razón por la que,
justamente allí, un hombre recibía el apelativo de Cordero de Dios; mas no por ello dejaron las
palabras de afectarle seriamente. Sintió necesidad de aproximársele y conocerle; y, tras haberse
acercado a Él, su timidez no le dejó pensar otra cosa, para entrar en contacto, sino hacerle esta
pregunta: Rabbi, ¿dónde vives? El rabbi se lo dijo, y Andrés se fue con Él hasta el lugar donde
habitaba.

Juan el Evangelista, que ha extraído el episodio de sus recuerdos personales, dice


seguidamente — reflejando de nuevo lo emocionante de aquel primer encuentro de unas diez
horas— que pasaron con Él todo aquel día (Jn, 1, 38 y s.). Andrés, después de regresar a su
propia casa, ve a su hermano Simón y le comunica: Nos hemos encontrado con el Mesías (Jn,
1, 41). Nótese que, por la mañana, en el momento de acercársele, le había dado el titulo de
rabbi —más o menos, lo mismo que doctor, maestro o profesor—, pero que ahora, tras haber
pasado un día junto a Él, usa otra denominación. No dice a Pedro: Hemos hallado a un rabbi,
sino al Mesías, el Rey, el Ungido de Dios que estábamos esperando. Entre un apelativo y otro
ha transcurrido un día de permanencia junto a Jesús. Y entre decir sencillamente rabbi, y
cambiar esta palabra por «Mesías», se extenderá la trayectoria del que comience planteándose
la cuestión para acabar siendo cristiano.
Entre ambos puntos, el puente necesario es la conversión, el giro de la vida con el que
la Iglesia iniciara su existencia; y el fondo de este cambio está en el discurrir del corazón hacia
Jesús, y en la quietud y permanencia junto a Él. Es mucho, pues, lo que podemos aprender de
la experiencia inicial de Andrés. Primeramente, en él tenemos ante todo al hombre que va en
busca, haciéndose preguntas acerca de lo que haya de ser su vida; que lo ignora pero que,
justamente por esto, otea el horizonte, pregunta a otros, e investiga. No es extraño por ello que
Juan el de Zebedeo se le junte para, a su vez, preguntarle por ese hombre interesante al que se
ha denominado el Cordero de Dios, y que después le acompañe en el seguimiento.

En mi opinión, esto es importantísimo para nosotros. Estamos en un tiempo en el que


son pocas las personas que pueden ser cristianas de inmediato: porque la gran mayoría están
prendidas en la tela de araña de sus dudas. Esto es normal, pero a la vez inevitable: porque
nadie tiene en su mano eliminar esas cuestiones refugiándose en la cápsula de cualquier
ocupación. Y continúan por ello preguntándose más y más; y se resisten cada vez menos al
esfuerzo de buscar, con la mirada inquisitiva en dirección hacia el que tiene en Si mismo la
respuesta. Es lo primero que ha de hacer el hombre: tomarse el tiempo necesario para ir en
busca de Jesús, hasta encontrarse junto a Él. En esta fase es cuando se hace la luz en su
interior. Jesús cesa de ser el rabbi para tornarse el Mesías; el simplemente «Jesús» toma la
forma de «Jesucristo»; y lo que fuera una mera idea o un programa de actuación, se hace
muchísimo más: el Ser que lleva en sí la respuesta, porque es la vida misma.

Ese proceso personal nos da la pista para entender el significado del Altar en nuestros
templos: porque ahí está el espacio del que Jesús ha hecho su morada. Ven y verás, nos dice a
todos también hoy. Esa llamada para ver no se dirige únicamente a los que ya están en la fe,
sino también y sobre todo a los que, como Andrés, andan buscando y preguntando, y se
aventuran complacidos a quedarse con Jesús en su morada para encontrar allí respuesta a sus
preguntas. Y así tenemos ya el primer significado del Altar: ser el lugar donde Él habita. Ven y
mira: ve a su lado, y acógete a su presencia silenciosa, para que así a tu corazón peregrinante
sea posible dar el salto desde el rabbi hasta el Mesías.

El segundo acto de presencia pertenece al contexto de la multiplicación de los panes y


los peces. Aquella gente ha permanecido muchas horas junto a Jesús escuchando sus palabras.
Están en despoblado, y se produce la lógica inquietud: están cansados y con hambre, y nadie
sabe lo que pueda suceder. Entonces, Pedro expresa su preocupación; pero su hermano Andrés,
observador y perspicaz, ha descubierto mientras tanto un mozalbete a quien probablemente su
madre previsora, temiendo que el asunto se prolongue demasiado, ha proveído de una copiosa
ración de viaje. Por supuesto, tampoco puede suponer Andrés el beneficio que aquello pueda
reportar a los millares de personas; pero no deja de hacer lo mismo que ya hiciera en su primer
encuentro con Jesús: ir hacia El. Toma consigo al muchacho, lo conduce ante Jesús, y se limita
a esperar lo que suceda. Lo demás es bien sabido: del contacto con el amor de Jesucristo
vendrá la suficiencia de los panes para aquellos millares de criaturas que Le estaban
escuchando.

Apliquémonos la historia. Por ser cristianos como somos, tenemos el deber de mantener
bien abiertos los ojos y el corazón para mirar, no sólo a nosotros mismos, sino a la vez a los
demás en sus necesidades silenciosas, de manera que sepamos sentirnos afectados y pensar en
las posibilidades de socorrer. Pero con esto, por importante que sea, no está dicho todo.

No neguemos que quizá otras generaciones de cristianos hayan hecho muy poco por
asistir a los más desfavorecidos en sus penurias temporales; pero no desconozcamos que ahora
estamos cayendo en el defecto contrario. Parece que pensamos únicamente en el deber de
contribuir a la asistencia social, y que olvidamos otro aspecto: que los seres humanos —todos
ellos, incluso los hambrientos africanos, asiáticos e hispanoamericanos— no quieren sólo pan,
sino también valores superiores como dedicación personal, afecto y un sentido de la vida. Se
diría que todo cuanto podemos ofrecer acaba separándose por completo -y así lo comprobamos
incluso en nuestras obras asistenciales, y en la ayuda exterior para el desarrollo- de lo que más
necesitan en el fondo las personas atendidas. Y así, con nuestras cosas en las manos, nos
hallamos tan desvalidos como Andrés con aquellos cinco panes que puso en las suyas el
muchacho. Sin embargo, debemos seguir dando; pero dando de tal manera, que ante todo
pongamos esas cosas en las manos del Señor. Hemos de hacer lo mismo que hizo Andrés.

En nuestra Eucaristía ofrecemos al Señor, como se dice en la Liturgia, este pan, fruto
de la tierra y del trabajo de los hombres. Y el Señor, al recibirlo entre sus manos, lo convierte
en el Pan de vida eterna. Sucede nuevamente lo inaudito: que de algo no relacionado con lo
que busca el hombre, resulta, por un cambio extraordinario, lo inconmensurable y enteramente
nuevo en el que se expresa la respuesta amorosa de Jesucristo. Tal es la multiplicación
eucarística del pan que Él efectúa contando con el trabajo de nuestras manos. Así se manifiesta
el segundo significado del Altar. En éste se halla la morada, y a la vez el ámbito de la
conversión. Y porque en él nuestras ofrendas se convierten en algo superior, necesitamos
nosotros mismos convertirnos para ser hombres nuevos en los que anide el amor de Jesucristo.

Veamos ahora la tercera aparición de nuestro Apóstol, que corresponde a los días de la
Pasión. En el primer día de la semana, tras entrar en la Ciudad Santa rodeado de aclamaciones
y de palmas, Jesús acude al Templo, donde le esperan las contradicciones. Aparecen unos
griegos que han sabido de Él, y que, por desconocer el arameo, no saben cómo acercársele ni la
manera de poder entenderse. Por suerte, como refiere San Juan, se encuentran con Felipe, una
persona de nombre griego —nativo de la ciudad ribereña de Betsaida, donde hay mezcla de
lenguas—, y le piden que sea su intérprete. Pero Felipe no se siente con fuerzas para ser sólo él
quien establezca el diálogo. Se lo dice a Andrés, y Andrés habrá de ser quien, como intérprete,
presente aquellos griegos a Jesús.

En esta hora se produce el nacimiento de la Iglesia de los gentiles. El Señor ya está


extendiendo sus brazos hacia el mundo (cfr. Jn, XII, 32) para buscar otras ovejas que traer a su
redil, y que reunidas con las otras constituyan un solo rebaño bajo un solo pastor (cfr. Jn X, 6).
Pero, al igual que la Eucaristía no puede realizarse sin que nosotros los hombres aportemos
nuestro pan, no se difundirá la Iglesia entre las gentes a menos que haya intérpretes entre unos
hombres y otros. Ha de haber siempre como intermediario algún Andrés, que sepa griego y
lleve a otros el mensaje; que, dándose a entender en dos lenguajes, actúe como puente por el
que pase la palabra de Jesucristo.

Y así se nos revela el tercer significado del Altar: ser el lugar donde se imparte la
misión. Nótese bien que la misión de los Apóstoles no pudo realizarse de la forma que
románticamente podríamos suponer: con su directa irrupción, irresistiblemente persuasiva,
entre los gentiles. Lo que hicieron fue otra cosa: dirigirse a las sinagogas para buscar a los que
estaban bien dispuestos a recibir: los temerosos de Dios, como se dice en la Escritura. Ellos
serian los intérpretes que, tras haber asimilado en sus propias vidas el mensaje, pudiesen tra-
ducirlo a sus amigos en el trato ordinario, y de este modo propagar y hacer fecunda la semilla
de la Palabra.
Como entonces, también hoy. Como el oficio misional del sacerdote tiene alcance
limitado, la Palabra de Vida necesita, para extenderse más allá y fructificar, de traductores que,
en el diario convivir, la comuniquen a otros cuyo lenguaje reconocen. Y han de hablarles, no
sólo según el lenguaje de la fe, sino también, según el de la increencia: para llegar a esas
personas que, en sus casas, continúan haciéndose preguntas y dudando. Gracias a esto,
acaecerá nuevamente lo de aquel día: que las puertas se han abierto de par en par para unos
griegos incapaces por si solos de comprender el lenguaje de la Biblia en la palabra de
Jesucristo.

Resumiendo: en el Altar tenemos la Morada, la Conversión y la Misión. Esto es lo que


aprendemos claramente del Apóstol San Andrés. Y tal es, pues, el significado de este día, en el
que él nos ha ayudado a recapacitar sobre la realidad de nuestra Iglesia, y entender lo que de
Ella recibimos como don y como encargo. Demos gracias al Señor porque ha querido poner
entre nosotros su morada: para que, si nos preguntan: ¿Dónde está?, podamos contestar: Ven y
verás. Démosle gracias por haber mantenido entre nosotros la fuerza que convierte, y la
posibilidad de ser llamados a guiar y transmitir.

Démosle gracias en particular por este día. Y supliquémosle que este templo sea
siempre lugar donde encontremos al Dios vivo; lugar de conversión y renovación; y en fin, lu-
gar donde Él suscite de continuo la misión, y nos otorgue las fuerzas necesarias para que,
soportando la vida en este mundo, hallemos el camino de plenitud que nos conduzca hasta las
puertas de la felicidad en alegría interminable.

19

MARÍA WARD

Referencias a las Sagradas Escrituras: Mateo 28, 16-20; Exodo 34, 4b. 5-6.8-9

Homilía en la Basílica de Santa María la Mayor, en Roma, el 23-XI-85,

con ocasión del CD aniversario del nacimiento de María Ward

En la primera página del librito que se ha hecho para la Misa de este día, podemos ver una
preciosa estampa de María Ward en la primera etapa de su vida. Salida de su cuna, y mientras
da los primeros pasos por superficie despejada, la primera palabra que sale de sus labios es el
nombre de «Jesús». Produce la impresión de que la pequeñina María persiguiera el sonido de
la palabra, o dirigiera sus pasos por las huellas de ese nombre. Con esta coincidencia entre los
pasos iniciales y el nombre de Jesús como palabra de comienzo, se nos dice lo que será el
itinerario de una vida. En ese nombre se enmarcarán los numerosos viajes de Maria Ward:
porque su vida no fue sino un continuo responder a la llamada que había recibido en el nombre
de Jesús.

En consonancia con esta estampa espiritual, hemos querido celebrar el cuarto centenario
del nacimiento de Maria Ward eligiendo como texto el de la Misa con que honramos a la
Santísima Trinidad: porque su vida fue continua referencia al Dios viviente, como constante y
apasionada indagación de Su voluntad. En mi opinión, cuando María se decidió por ajustarse a
la Regla Jesuita, no lo hizo primordialmente por consideraciones de tipo práctico ―que
siempre serán válidas―, sino por simpatía con el imperativo de la mayor gloria de Dios, como
específica respuesta a lo que tiene de llamamiento el nombre de Jesús. De las palabras del
Señor resucitado que aparecen al final del Evangelio que acabamos de leer, el de Mateo, se
desprende por ello la idea capital que nos permite penetrar en los motivos esenciales que
impulsaron la vida de Maria Ward, una mujer que se entregó completamente a secundar el
mandamiento que aparece en ese texto. Hagamos un breve análisis de las palabras que
contiene.

Los once discípulos se fueron a Galilea, hasta el monte que Jesús les había indicado (Mat,
XXVIII, 16). Para ver a Jesús, esos discípulos han de ir. En la mañana de la Resurrección, el
ángel había dicho a las mujeres: íd enseguida y decid a los discípulos... Y agrega, completando
el mensaje, que les digan: irá delante de vosotros a Galilea (Mat, XXVIII, 8). El Señor nos
precede siempre. Tener fe lleva consigo una exigencia de seguimiento, de dirigir los propios
pasos por donde Él ha ido antes. Esto quiere decir que nunca hemos de contentarnos con lo que
somos ya en la vida, con las virtudes que tengamos. El Señor va siempre por delante, y le
veremos únicamente si seguimos caminando. San Agustín nos ha dejado dicho lo siguiente: En
el momento en que digas: «ya es bastante», estás perdido.

Pero existe un segundo aspecto del mensaje: íd... y decid a los demás. De nuestra fe viene
para nosotros un doble imperativo: ir en pos de Jesús, y encaminarnos para anunciarle a los
demás. Cuando creemos, no lo hacemos únicamente para nosotros, sino también para los otros:
porque la fe tiende de suyo a comunicarse. Si somos consecuentes con la nuestra, sentiremos
necesidad de encaminar hacia los demás nuestro corazón iluminado por el nombre de Jesús.
Maria Ward, en el discurso de una vida honda y densa, de viajes incesantes a través de un
Continente azotado por las guerras y otras plagas, fue un continuo responder al mandamiento
de la Resurrección: íd...; Él os precede. Y, en toda su extensión, la vida de Maria Ward fue un
avanzar hacia ese monte que Jesús había indicado.

Pero ¿qué significa monte ahora? Leyendo los Evangelios, encontramos diversos
caracteres de los montes. Ante todo, el monte es para Jesús ese lugar de oración donde se
encuentra a solas con el Padre. Nosotros, por nuestra parte, a menos que ascendamos a ese
monte de la oración, donde Jesús dialoga con el Padre, no podremos encontrarle. Un monte fue
también el sitio donde se pronunciaron las Bienaventuranzas: el nuevo Sinaí de la Ley Nueva.
Monte aquí equivale a Su palabra. En consecuencia, subir al monte de Jesús no es otra cosa
que caminar hacia las cumbres majestuosas de sus palabras. Y existe un tercer monte donde se
unen ambos aspectos: el de la Transfiguración. Jesús se transfigura mientras está recogido en
oración; pero acaece al mismo tiempo la gran revelación sobre el auténtico fondo de los libros
de Moisés y de los Profetas: Este es mi Hijo amado. ¡Escuchadle! Acaba de sonar la voz del
Padre en ese justo momento (Mat, XVII, 5).

Hay otros dos de la vida de Jesús en que su altísima relevancia se subraya con un monte.
Al comenzar su vida pública, Satanás le hizo subir a un monte alto (Mat, IV, 8), y le ofreció
todos los reinos de la tierra si Él hincaba la rodilla y le adoraba. Y al final de su vida, Jesús
será elevado en el monte de la Calavera, donde confirma crucificado la respuesta que diera a la
propuesta de Satanás: Al Señor tu Dios adorarás, y a Él solo servirás (Mat, IV 10). Es en la
Cruz donde Jesús está sellando con la entrega de su vida el valor de estas palabras. En la Cruz
se cumple hasta el extremo lo dispuesto en el Primer Mandamiento; sobre ella es a Dios
únicamente a quien se adora; y de ella ha de venir en plenitud el señorío divino sobre el
mundo.
Cuando Jesús resucitado aparece sobre un monte, se nos muestra la profunda trabazón
entre el primero de su vida y el último. Si, en aquél, Jesús había rechazado los poderes de la
tierra que le ofreciera Satanás, ahora dice: Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra
(Mat, XXVIII, 18). Su poder se extiende ahora sobre el Cielo como sobre la tierra: porque sólo
quien puede entre los Cielos dispondrá de todos los poderes en la tierra. Quien lleva este poder
omnímodo es el Resucitado, es decir, el mismo que tomara sobre sí la Cruz donde morir. Ese
poder en plenitud sobre la tierra es el poder verdadero: porque es el del amor que demostró el
Crucificado.

Los discípulos fueron hasta el monte que Jesús les había dicho: esta idea del Evangelio
nos expresa la trayectoria espiritual de María Ward. Su vida fue constante caminar hacia ese
monte que Jesús había indicado. Se caracterizó por practicar doblemente la obediencia: de una
parte, respecto a la vocación personal que había recibido del Señor; y de otra parte, hacia la
Iglesia, como cuerpo establecido por Él en este mundo. En consecuencia, fue lo suyo un
continuo caminar en dirección al monte de la Cruz. Y por morir bajo la sombra de la Cruz, sin
haber antes conocido éxito externo alguno en su paso por la tierra, ganaría del Señor una
porción de Su poder, ese poder del amor que alumbra el mundo.

Detengámonos ahora brevemente en otras dos consignas del Evangelio de este día. El
Señor les dice: íd, pues, y enseñad a todas las gentes... a observar cuanto yo os he mandado
(Mat, XXVIII, 19). Ir y enseñar: aquí tenemos nuevamente, ahora de labios del Resucitado, la
idea de que hay que ir. Si las palabras del ángel indicaron simplemente: íd enseguida...; ha
resucitado, en este otro momento el propio Resucitado, ejerciendo su poder universal, está
extendiendo a todas las naciones el punto de destino al que el mandato se refiere. Debe llegar a
todos el conocimiento del Señor de Cielo y tierra: porque todos están llamados a tomar
conocimiento de la Verdad. En la Verdad está la única salvación para los hombres: porque no
han sido creados para tal o cual bien aislado, sino para encontrar la Verdad misma.

Esa ampliación de los destinatarios del encargo se acompaña de una precisa determinación
del objeto. Si el ángel había dicho id y decidles, el Señor dispone ahora: íd y enseñadles. Y si
la voz del ángel se dirige a quienes ya son discípulos y están dispuestos al seguimiento, la
palabra enseñadles alude a convertir a otros hombres en discípulos. Hacer discípulos es algo
que no se agota en una mera información o comunicación intelectual. Para entender
debidamente el contenido de este encargo, es necesario asimilarlo en la propia vida: porque
lleva en su entraña las raíces de la vida misma. En suma: la Palabra de Vida exige voluntad de
seguimiento, voluntad de ser discípulo. Y será capaz de transmitir esa Palabra únicamente
quien empiece por ser discípulo él mismo en el conjunto de su vida.

Propagar la Palabra significa de modo necesario incorporar a la comunidad de los


discípulos. En la frase del Evangelio, el sujeto destinatario está en plural: son «los» discípulos.
Al darles la misión, Jesús está fundando su Iglesia, e indicando con ello dónde está el «monte».
No se puede ir a solas por el mundo, ni limitar el anuncio del mensaje a individuos de-
terminados. «Enseñar» implica aquí actuar en comunidad para que otros se incorporen a la
comunidad de los discípulos del Resucitado. No puede ser discípulo de Jesús sino el que
reconozca el misterio de su Iglesia, del Monte señalado por Él como destino.

Maria Ward había comprendido en su total hondura la eclesialidad de la misión que


señalara Jesucristo. Incluso cuando vio cómo la autoridad eclesiástica desbarataba su
fundación, permaneció fiel a la obediencia. Justamente en un siglo dominado por la rebeldía,
perseveró en el «nosotros» de la Iglesia Católica. Entendió no sólo con la mente, sino con el
corazón, aquella frase de Jesucristo cuando dijo: Uno es quien siembra, y otro es el que recoge
(Jn, IV, 37). Aquí residen las esperanzas y la paciencia de los santos: esas personas que arrojan
la semilla no pensando en unos éxitos personales inmediatos, sino en los frutos de eternidad
que se producirán en la campiña de la Iglesia. Y actúan de este modo porque saben que ellos
mismos están viviendo de la siembra que Otro hizo: de aquel grano de trigo que, al morir en
tierra por nosotros, habría de dar espigas hasta el final de los tiempos. Por ello, sin perder la
serenidad y la confianza, dejan suelta su semilla en el campo santo de la Iglesia, que es el
campo de Dios.

Maria Ward sufrió mucho por parte de las autoridades eclesiásticas, que no comprendían
su carisma; pero tuvo muy claro que el encargo de sembrar, que Jesucristo le había dado, sólo
tendría terreno firme y fértil en el seno de la Iglesia. Tuvo claro que sólo en la continua
comunidad de los discípulos está ese campo donde, en el curso de los tiempos, uno siembra y
otro recoge, pero nada queda infecundo. Quien se sale de este campo, tal vez logre algunos
triunfos personales; pero, a la larga, esos éxitos inmediatos quedarán reducidos a monumentos
del pasado y de la muerte. Los frutos de la vida necesitan, para su desarrollo e incremento,
crecer pacientemente en el terreno que ha sido habilitado para ellos. Aunque la Iglesia causó
muchos sufrimientos a Maria Ward fue siempre para ella su fuente de consuelo y su sitio de
reposo más seguros: porque era el campo duradero donde se cumpliría indefectiblemente la
verdad de que uno siembra, y es otro el que cosecha.

Por último, en el mandato del Señor resucitado encontramos este punto: Enseñadles a que
observen cuanto yo os he mandado (Mat, XXVIII, 20). Nuestra fe lleva consigo, además de
una doctrina, un proceder moral que se deduce de la Ley de Dios. No es meramente un vago
sentimiento de realidades trascendentes e inefables. Es cierto que, ante todo, ha de anidar en el
corazón; pero del fondo del corazón ha de llegar con sus influjos al entendimiento y la
voluntad. Exige de nosotros educación permanente de toda la personalidad, y un ánimo
dispuesto a continuar aprendiendo a lo largo de la vida como discípulos perseverantes de la
escuela de Jesucristo. Enseñar es para el cristiano una misión y una obra de misericordia:
porque la ignorancia, la penuria de verdades, es una forma de pobreza peor que la material.

En nuestro tiempo se ha venido imponiendo una visión de la enseñanza puramente


informativa. Cualquier iniciativa en el sentido de educar sobre verdades concernientes a lo que
es el ser humano, es mal mirada de inmediato como atentado contra la libertad y la
autodeterminación del individuo. Semejante actitud sería razonable si no hubiera verdades
anteriores a nuestro propio existir; pero, si tal fuera el caso, carecería de sentido, y acabaría en
el vacío, cualquier intento de autónoma realización del individuo. Lo cierto es lo contrario: que
si hay una verdad sobre lo que es el ser humano, y que nuestro existir no es otra cosa que
tender a realizar una idea eterna de verdad. Desde este presupuesto, difundir esa verdad, y dar
ayuda para vivir conforme a ella, constituyen la clave para hacer que el hombre sea libre: que,
librándose del absurdo y de la nada, decida sobre si mismo plenamente.

María Ward halló su exacta vocación en las palabras con las que el Señor había ordenado
a sus discípulos que enseñasen a observar. Y comprendió, merced a su carisma, que no es
posible adoctrinar sobre la fe si no se instruye sobre el hombre proporcionando una cultura
completa de lo humano. Pero vio al mismo tiempo que, cualquier educación para vivir en el
bien, ha de orientarse como un arte para llegar a ser un hombre auténtico, y que el núcleo de
ese arte está en la fe.

Llegado este momento, considero que tenemos el deber de tributar nuestra gratitud a la
fundadora Maria Ward, y a sus hermanas de cuatro siglos, por su labor educativa infatigable, y
por haber asentado sus enseñanzas sobre la roca de nuestra Fe. Tan sólo Dios conoce
exactamente la magnitud de los beneficios que ha rendido esa labor; y será Él quien re-
compense los muchísimos esfuerzos realizados para sembrar pacientemente durante tantas
generaciones. A Él pedimos que suscite vocaciones renovadas, para que continúe la sementera
y aumenten las cosechas.

En la primera lectura de esta Misa veíamos una escena en que Moisés acude a Dios:
Moisés, echándose enseguida a tierra, se prosternó (Ex, XXXIV, 8). Este arrojarse es una
señal de adoración, y juntamente de prontitud sin reservas para cumplir la voluntad de Dios:
una actitud que es anticipo del gesto último de Jesús. Si al comenzar su Pasión Jesús se inclina
a tierra, cuando llegue el momento de la Cruz será tendido en ella para morir. Con su total
disponibilidad para que se haga la voluntad de Dios, Moisés es precursor de Jesucristo. Al
adoptar esa postura, se encuentra en condiciones de oír la voz de Dios, hacerse cargo del
mensaje, y proceder como mediador entre los hombres y Él.

Para mejor comprender, y ser un guía seguro en el camino de los hombres hacia Dios,
Moisés le hace la súplica de que le deje ver Su gloria. El Altísimo le responde: Yo haré pasar
ante ti mi bondad..., pero mi faz no podrás verla... Me verás las espaldas (Ex, XXXIIL 18, 19
y 23). El hombre es incapaz de ver la faz de Dios, y sólo puede mirarle las espaldas. Es éste un
gran misterio, cuyo sentido para nosotros necesitamos inquirir.

En San Gregorio Nacianceno descubrimos una interpretación maravillosa. Vemos


únicamente las espaldas de una persona ―nos dice― cuando ella va delante de nosotros. Que
vosotros no podáis ver el rostro de Dios, sino tan sólo las espaldas, significa lo siguiente: que
sólo podréis verle si camináis detrás de Él. Dios nos precede siempre; y en la tierra lo ha
hecho como Señor que fue crucificado, para después resucitar. En esta vida de ahora le vemos
solamente como el que fue crucificado: tales son las espaldas de Dios. Y estamos viéndolas
cuando seguimos sus pisadas: porque entonces caminamos por la senda de la Verdad.

Con estas consideraciones retornamos a aquella estampa de la niña María Ward con que
empezábamos. Desde sus pasos primeros por la tierra, caminó tras el sonido del nombre de
Jesús; y en lo restante de su vida seguiría el mismo rastro. En su discurrir por este mundo no
vio sino la espalda de Dios: porque participó, junto a la Iglesia y en la Iglesia, en la Pasión de
Nuestro Señor. Y al vivir esto, tenía la certidumbre de que iba por la senda de la salvación, que
es el camino hacia la resurrección. Pidamos ahora que Dios otorgue a las hermanas de María
Ward, y nos otorgue a nosotros todos, las gracias necesarias para seguir a Jesucristo, y para
que, dirigiendo nuestros pasos hacia el Monte que Él nos dijo, comprobemos la verdad de su
promesa (Mat, XXVIII, 20):

Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.

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