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Introducción
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durante los años veinte y treinta del siglo xix se detuvo el proceso de deterio-
ro de la altura promedio de la población acaecido a finales del periodo colo-
nial. Algunos de estos indicadores positivos invirtieron su tendencia en los
años cincuenta y sesenta, a causa de los distintos eventos bélicos que se des-
ataron.
Por otra parte, como ha mostrado John Kicza (1993), la distribución terri-
torial de la población mexicana entre finales de la época colonial y la década
de 1860 experimentó una profunda alteración, lo cual se relaciona con el
desempeño regional de la economía. En este sentido, la población del centro
de México (Guanajuato, Querétaro, el Estado de México, Morelos, Hidalgo,
Guerrero, Puebla y Tlaxcala) tuvo una pérdida relativa, cercana a 10% entre
1793 y 1857, en un territorio que hasta 1810 se había mostrado como uno de
los núcleos más activos en términos económicos y poblacionales del virreina-
to de la Nueva España. De hecho, fue el espacio regional que sufrió el mayor
retroceso porcentual. El sur y el oeste del país (Yucatán, Tabasco, Chiapas,
Michoacán, Colima, Jalisco y Nayarit) se estancaron, o apenas crecieron,
representando entre 1793 y 1857 entre 25 y 27% de la población. En el largo
plazo, fueron regiones y economías incapaces de convertirse en polos de
atracción cuando, en algunas épocas, sí lo habían sido, como fue el caso de
Guadalajara y su hinterland durante el siglo xviii. En el polo opuesto se loca-
lizan las dos áreas más dinámicas en términos poblacionales del país: la costa
este (el estado de Veracruz) y el norte (de las Californias a Tamaulipas, inclu-
yendo Zacatecas y Aguascalientes), en la medida que entre 1793 y 1857 cre-
cieron notablemente al pasar de 17 a 25% de la población. En este último
caso, el ascenso demográfico decimonónico hundía sus raíces en el proceso
de colonización desarrollado desde, al menos, el siglo xvii, a diferencia de la
costa veracruzana, que pasó de una fuerte recesión en el siglo xvi y la prime-
ra mitad del xvii a mostrar un leve crecimiento en el siglo xviii. El manteni-
miento de la actividad minera de metales preciosos —a pesar de los conflictos
bélicos y sociales—, la multiplicación y ampliación de las rutas mercantiles
—en especial los puertos de Tampico, Tuxpan, Matamoros, Guaymas y Mazat-
lán— y las oportunidades que en términos geoestratégicos y económicos sig-
nificó la frontera con Estados Unidos hicieron de estos espacios núcleos diná-
micos que captaron contingentes de población del resto del país, además de
poseer una pujanza demográfica propia.
Lo más relevante de este proceso de cambio territorial de la población es
que estableció las directrices que marcaron el posterior comportamiento
demográfico regional mexicano. El único caso que se aleja de esta caracteri-
zación es el área meridional, conformada por los estados de Yucatán, Tabasco
y Chiapas. En ellos, el Porfiriato significó una ruptura con la leve tendencia
ascendente manifestada entre 1793 y 1857, aunque el estudio de ese periodo
queda fuera de nuestro objeto de estudio.
3. Un análisis sectorial
ban las tierras más aptas y sobre las que se ejercía un control cuidadoso. De
igual forma, algunos estudios apuntan al hecho de que más personas tuvie-
ron acceso a la tierra, a la vez que la superficie cultivable se incrementó
entre las décadas de 1820 y 1860. Un ejemplo de este proceso es lo acaecido
en el estado de Jalisco, analizado por Antonio Ibarra (1984-1985), en el que
no sólo se incrementaron las unidades productivas, de manera que se pasó
de 387 haciendas y 2 534 ranchos en 1822 a 395 haciendas y 2 686 ranchos a
finales de 1850, sino que la superficie efectivamente empleada en las siem-
bras también se elevó. En 1822, se calcula, estaban en explotación 222 795
hectáreas, mientras que en 1858 el área sembrada ascendía a 376 172 hectá-
reas, lo cual representa un incremento del orden de 68.8%. La reproducción
de este fenómeno en otras latitudes, como el reparto agrario realizado por los
gobiernos liberales del estado de Veracruz, ayudan a explicar que un político
y publicista de la época, Luis de la Rosa Oteiza, manifestase en su Ensayo
sobre el cultivo del maíz en México (1844) que la producción de este bien básico
casi se había duplicado respecto al siglo xviii, “pues aunque la población haya
aumentado, y por lo mismo el cultivo de maíz sea más cuantioso, han aumen-
tado proporcionalmente más los productos de la agricultura”.
Si un mayor número de ranchos y arrendatarios no puede ser calificado
como una regresión a la economía de subsistencia, vale la pena revisar el
otro polo del problema: la vida económica de las haciendas durante las déca-
das de 1810 a 1860. De entre la variedad de estudios puntuales sobre regiones
específicas, incluso sobre una o varias haciendas, acudimos a dos análisis
que, por su configuración, permiten apreciar algunas variables en un arco
temporal amplio: las haciendas de Michoacán entre 1800 y 1884 y las de
Morelos entre 1800 y 1910.
En relación con las haciendas michoacanas, estudiadas por Margaret
Chowning (1999), la variable a considerar es su rentabilidad, medida en el
largo plazo a partir de los precios de venta de las propiedades, según los
registros notariales. El resultado se sintetiza en el cuadro 6.3.
A la prosperidad tardo colonial, ejemplificada en la ventas de las hacien-
das michoacanas a un precio promedio de 43 200 pesos, le siguió la grave
crisis del periodo insurgente y la mayor parte de los años veinte del siglo xix,
cuando los precios cayeron un 43%, ejemplo de las dificultades por las que
atravesaban la producción y los mercados de estas unidades productivas, en
un territorio que había sido uno de los teatros más enconados de las operacio-
nes bélicas de realistas e insurgentes. Sin embargo, lo destacable es el proceso
de recuperación en el valor de las propiedades, de forma que, en el quinque-
nio 1855-1859, ya tenían un valor superior al alcanzado en el mejor momento
del esplendor dieciochesco. Por tanto, el valor de las haciendas michoacanas
y, derivado de ello, las expectativas del negocio agrícola habían recuperado
las posiciones perdidas en la segunda y tercera décadas del siglo xix. De
20
Millones de pesos
15
10
0
1811-1815
1781-1785
1786-1790
1791-1795
1796-1800
1801-1805
1806-1810
1816-1820
1821-1825
1826-1830
1831-1835
1836-1840
1841-1845
1846-1850
1851-1855
1856-1860
1861-1865
1866-1870
1871-1875
Fuentes: Romano (1998: 30-32); Ibarra (1998: 188-189); Cárdenas (2003: 81 y 130).
ampliación del número de las cajas reales, creación de los bancos de rescate
de platas, etc.), los datos de acuñación a partir de 1810 no pueden ser consi-
derados un buen indicador de la actividad minera. La razón es clara: el con-
trabando de oro y plata que en numerosas ocasiones eran extraídos del país
sin amonedar.
Aunque de difícil cuantificación, y según algunos autores (Miguel Lerdo
de Tejada, Walther L. Bernecker, Araceli Ibarra Bellón, John Mayo, entre otros),
parece claro que al menos un tercio —algunos autores lo elevan a un 50%— de
la producción de oro y plata de México dejó de amonedarse entre 1820 y 1860,
para salir de manera fraudulenta por los puertos, especialmente por Tampico,
Matamoros, San Blas, Mazatlán, Guaymas y, a partir de 1848, por la frontera
con Estados Unidos.
A título de ejemplo, y para el periodo 1830-1839, se ha podido constatar
que el subregistro alcanzaba casi 50% de la producción, ya que los datos de
amonedación del periodo arrojan un promedio anual de unos 10 millones de
pesos, mientras que los datos consulares agregados de Inglaterra, Francia y
Estados Unidos manifiestan salidas de plata superiores a 15 millones de
pesos. Una gran parte de esta diferencia consistía en plata sin amonedar.
Lamentablemente, no se cuenta con datos semejantes para el periodo 1854-
1870, aunque esta práctica se continuó dando. Un ejemplo de ello es la esta-
dística elaborada por Jesús Hermosa en su Manual de 1857 en el que, al
referirse a los montos de acuñación de plata y oro en las cecas del país, mani-
festaba que el total acuñado ascendía a 17 613 477 pesos, a lo que añadía:
“Agregando a esta suma seis o seis y medio millones de pesos que, según
mejores informes, dejan de acuñarse anualmente, y que se exportan en
barras por la costa del Pacífico, ya con conocimiento del gobierno, o ya frau-
dulentamente, se verá que el producto total de las minas de oro y plata
asciende hoy a unos 24 000 000 de pesos anuales” (Jesús Hermosa, 1991: 43).
Esto significaba que a mediados del siglo xix, ya se había recuperado el nivel
de producción de los mejores años del periodo colonial tardío. Sin embargo,
al igual que sucedió con la evolución poblacional, el sector minero de meta-
les preciosos experimentó una etapa de estancamiento y caída a partir de la
década de 1850 que truncó la tendencia positiva experimentada hasta enton-
ces. Sólo con el derrocamiento del Segundo Imperio y el restablecimiento de
la República se recuperaría el nivel alcanzado a principios de la década de
1850 y se retomaría la senda del crecimiento.
¿Cuáles fueron las bases de la recuperación en el periodo 1821-1850? En
principio hay que considerar que a pesar de la gravedad de la crisis minera
durante la etapa insurgente, el sector no se colapsó, especialmente en las
minas ubicadas en el norte del país, con el añadido de que se rompió el
monopolio de la ceca de la ciudad de México, lo cual facilitó la redistribución
del numerario por el territorio norteño y una desconcentración relativa del
control ejercido por los grandes mercaderes capitalinos. Una vez que se con-
sumó la Independencia y se restableció un clima propicio para la inversión,
básicamente tras la Constitución federal de 1824, los capitales volvieron a
fluir al sector minero. Pero en este proceso se pueden detectar dos situacio-
nes: la confirmación de ciertas rupturas iniciadas durante la insurgencia y la
aparición de fenómenos verdaderamente novedosos.
Por lo que hace a la confirmación de tendencias procedentes del periodo
insurgente, la más relevante fue la pérdida del control de la acuñación por
parte de la Casa de Moneda de México. Las cecas “provisionales”, creadas en
diversas intendencias entre 1811 y 1821 (Chihuahua, Guadalajara, Zacatecas,
Durango, Guanajuato) con el objetivo declarado de evitar los peligros que
representaba el envío del metal a la capital para su acuñación, se consolida-
ron con el establecimiento del sistema federal en 1824. La consecuencia más
relevante fue que los estados productores de plata, básicamente del norte del
país, reafirmaron la práctica de que los metales preciosos se amonedasen en
las cecas estatales, desviando un importante flujo de numerario del circuito
capitalino. La mayoría de la plata que continuó amonedándose en la capital
procedió de minas ubicadas en el Estado de México (Pachuca, Real del Monte,
Taxco, Sultepec, Huautla o Zacualpan).
Un fenómeno novedoso en el sector argentífero, sin duda el más rele-
vante y que ayuda a entender la recuperación en la producción (y acuña-
ción) metalífera en el periodo 1821-1850, especialmente en las grandes explo-
taciones mineras, fue la llegada de capitales extranjeros. Desde finales del
siglo xvi y hasta 1821 el sector minero había sido una actividad financiada y
controlada por mineros y comerciantes novohispanos. De manera rápida,
desde 1824, se constituyeron siete compañías de capital inglés que aportaron
al sector, hasta finales de los años cuarenta, más de 15 millones de pesos
(unos 3 millones de libras esterlinas), a las que se unieron dos empresas
estadounidenses y una alemana, con una aportación global de otros 13 millo-
nes de pesos. Esta inyección de capital permitió compensar parcialmente la
salida de capitales españoles tras la Independencia y las leyes de expulsión
de 1828-1829, gracias a lo cual se desahogaron importantes minas con la
introducción de bombas de vapor, se desazolvaron los tiros, se rehabilitaron
las haciendas de beneficio de metales y se produjo el arribo de técnicos espe-
cializados en las nuevas máquinas y habilidades requeridas.
Lo más relevante es que gracias a la acción combinada de medidas de
protección estatales y federales (exenciones alcabalatorias en los insumos
del sector, eliminación de impuestos a la producción, suministro de la pól-
vora y de la acuñación al costo y, en determinados casos, la llegada de inver-
siones directas desde los fondos públicos, como el caso de la Compañía Zaca-
tecano Mexicana de Fresnillo en los años treinta y cuarenta), así como la
entrada de capitales foráneos que se engarzaron con los intereses de grandes
Sin lugar a dudas, el sector económico que experimentó las mayores trans-
formaciones cualitativas durante el periodo 1810-1860 fue el industrial, en
especial su rama textil. De hecho, la producción de tejidos de lana y algodón
fue la principal rama industrial del país y su evolución durante nuestro perio-
do de estudio, al igual que el de ciertos sectores agrícolas muy mercantiliza-
dos —como el azúcar—, estuvo íntimamente relacionada con los problemas
del comercio exterior.
Como ha apuntado Guy P. Thomson (1999), México heredó algunos ele-
mentos favorables al desarrollo industrial del país, como la posesión de des-
trezas manufactureras en el trabajo de la lana y el algodón, las prácticas
mercantiles para su comercialización, los altos niveles relativos de demanda
interna para las manufacturas domésticas o la existencia de grupos de pre-
sión organizados. No obstante estas ventajas, el sector industrial se enfrentó
a serios obstáculos, como las dificultades para ampliar la demanda de textiles
de algodón de baja calidad, a causa de los elevados índices de autoconsumo,
la difícil orografía que encarecía los intercambios, las deficiencias del siste-
ma monetario o la mentalidad especulativa de los empresarios.
Si bien durante el periodo 1810-1860 la mayor parte de la producción
textil de lana y algodón se realizaba en las unidades productivas tradiciona-
les, a saber, el obraje, el taller artesanal, así como el taller doméstico, con un
fuerte predominio de la hilatura y el tejido de algodón realizados por las
comunidades indígenas del centro y el sur del país, el elemento que quere-
mos resaltar es la implantación de una industria algodonera moderna en el
periodo que va de 1830 a 1845, la cual perdió dinamismo a mediados de los
años cincuenta, de manera que sólo a partir de la década de 1880 volvió a
experimentar un fuerte impulso que le permitió consolidarse.
La rápida transformación inicial fue posible por la concatenación de una
serie de eventos. Así, existieron algunas condiciones “macro”, como la exis-
tencia de una demanda interna de textiles burdos, de bajo precio, en los
reales mineros, las haciendas y los núcleos urbanos del interior del país,
junto con las dificultades que encontraron los comerciantes y empresarios
nacionales para invertir en otros sectores, en especial en el periodo 1821-
1830. Sumado a esto, en 1830 se hizo viable la llegada de maquinaria barata
desde Estados Unidos, así como la contratación de técnicos especializados
foráneos. Sin embargo, consideramos que el elemento que permitió detonar
el proceso fue la articulación de un núcleo de presión en las regiones de
Puebla y Veracruz que abogó y consiguió un viraje en la política arancelaria.
Uno de sus resultados fue el establecimiento de un régimen proteccionista
durante los años de 1830 a 1850 en materia de productos textiles algodoneros
de bajo precio, así como la exención fiscal al hilado y tejido de algodón del
impuesto de alcabala desde 1837, lo que facilitó su circulación interna.
Esta reorientación de las políticas fiscal y arancelaria se vio acompañada
por la fundación del Banco de Avío (1830), estudiado por Robert A. Potash
(1986). La iniciativa fue una clara señal para los inversores privados de cuál
era una de las prioridades de los gobiernos de entonces: la industrialización
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294 de la época borbónica al méxico independiente, 1760-1850
Frente a un pib per cápita creciente entre las décadas de 1820 y 1840
(que según el análisis sectorial realizado se alargaría hasta la primera mitad
de los años cincuenta del siglo xix), se puede apreciar cómo los ingresos fis-
cales (después de la Independencia se contabilizan los ingresos federales y
estatales) per cápita y la incidencia fiscal (el peso fiscal como parte del ingre-
so per cápita) experimentaron un claro descenso a medida que avanzaba el
siglo xix. Una tendencia que sólo se revirtió con la República Restaurada.
Esta evolución global es congruente con los estudios de historia fiscal (Barba-
ra Tenenbaum, Marcello Carmagnani, Carlos Marichal, Luis Jáuregui, entre
otros) que nos han mostrado cómo el advenimiento de la Independencia
llevó aparejada la eliminación o la reducción de importantes ramos fiscales
sobre la producción y la población, sin que los proyectos de reforma fiscal
liberal, las denominadas en la época “contribuciones directas”, fuesen com-
petentes para incrementar la recaudación fiscal. En última instancia esto
significó una mayor capacidad adquisitiva de la población.
Respecto a los obstáculos que la fiscalidad presentaba a la circulación de
las mercancías, rubro que hace especial referencia a las alcabalas y a las
aduanas internas, si bien éstas no dejaron de existir, sí tuvieron un impacto
mucho menor al mostrado durante el virreinato, a causa del extendido con-
trabando que fue constatado por testigos nacionales y extranjeros. Pero ade-
más de esto, la renta de alcabalas y las aduanas internas significaron un
menor obstáculo a la circulación debido a la drástica reducción de las fronte-
ras fiscales internas, denominadas en la época “suelos alcabalatorios”: si en
1810 su número ascendía a 277, entre 1824 y 1830 se redujeron a 19, y entre
1843 y 1857 su presencia rondó los 40 suelos alcabalatorios. En este mismo
orden de cosas cabe mencionar la tendencia a reducir o eliminar las tasas
alcabalatorias —aquí la casuística geográfica y temporal es muy amplia—
sobre productos de consumo básico como el maíz, la leña, el carbón, el pes-
cado, las hortalizas, o sobre los insumos fundamentales para la minería de
metales preciosos, o la aplicada al algodón, así como a su hilado y transfor-
mación en tejidos. La contraparte de esta evolución positiva fue la falta de
homogeneidad regional en la gestión y cobro del impuesto y la aparición de
los derechos de extracción sobre algunas mercancías a la hora de salir de las
entidades federativas-departamentos, lo que, en ocasiones, implicaba una
doble tributación.
Otro factor a considerar es el de los transportes. México heredó de la
Colonia un sistema poco desarrollado de comunicaciones terrestres y de
cabotaje, en el que los arrieros y las recuas de mulas eran las piezas funda-
mentales. De hecho, los caminos carreteros eran muy escasos y se encon-
traban muy dañados después de años de abandono. Su reconstrucción se
basó mayoritariamente en peajes que, en última instancia, encarecían las
mercancías.
En relación con los cambios en el sector, sólo cabe apuntar tres trans-
formaciones relevantes en el periodo 1820-1860, algunas de ellas con un
efecto acotado regionalmente, ya que el ferrocarril, inaugurado en su tramo
inicial en 1850 (se trató del trayecto Veracruz-El Molino, con apenas 11.5
km, de la línea que tenía como destino al Distrito Federal), no tuvo un efec-
to notable hasta la década de 1870. En primer lugar, como ha mostrado
Mario Trujillo (2005), se produjo el desarrollo de un comercio de cabotaje
entre los puertos marítimos abiertos al tráfico en el Pacífico y el golfo de
México, que acortó distancias, tiempo y costos, y que complementó el tra-
dicional predominio del transporte terrestre. Ejemplo notable de este proce-
so fue la conexión entre los puertos de Veracruz con los de Tampico y Mata-
moros. En segundo lugar, aparecieron nuevas estructuras empresariales en
el ramo. Frente a la omnipresencia de empresas familiares de arrieros que
monopolizaban el transporte terrestre, en la década de 1830 se crearon com-
pañías de carros y diligencias (propiedad de empresarios nacionales y esta-
dounidenses) que fueron desplazando, en una dura pugna, a los arrieros. Su
expansión fue notoria. Si en 1835 sólo existían en la ruta México-Veracruz y
en el Bajío, a mediados de siglo se habían generalizado, en especial en el
centro y norte del país, así como en las conexiones de los centros urbanos
y mineros del interior con los principales puertos de las costas mexicanas.
En tercer lugar, se modificó el marco institucional. Frente a la compulsión
que podían ejercer los funcionarios reales y los mineros de la Colonia sobre
los arrieros para el envío de los caudales de la Corona, y la provisión de
insumos y transporte de la producción a las haciendas mineras y las casas
de moneda, la Independencia significó la liberalización del sector. A partir
de 1821, el transporte se pudo mover en función de los precios, sin tener
que atender a la preeminencia legalmente establecida de funcionarios y
sectores económicos.
El corolario de las mejoras en las condiciones en las que actuaba el
comercio interno, aparece cuando se atiende a la cuestión del numerario en
circulación en la década de 1850 y se compara con el cálculo realizado por el
Consulado de Mercaderes de la ciudad de México a principios del siglo xix,
que estimaba en 78 millones de pesos el total de reservas en el país. Al res-
pecto, Miguel Lerdo de Tejada manifestaba en 1856:
Tomando ahora por base aquel cálculo [de 1805], y teniendo en consideración la
prosperidad en que de entonces acá se ha visto casi constantemente la minería,
así como la multitud de pequeñas fortunas y el mayor grado de bienestar que
actualmente disfrutan ciertas clases de la sociedad que antes vivían en la mise-
ria, no es nada aventurado asegurar que la suma de moneda existente hoy en la
República, no obstante la gran exportación que de ella se hace anualmente, pasa
de 100 millones de pesos (1985: 46-47).
Ante este estado de cosas, cabe postular que el comercio interno conti-
nuó funcionando, aunque de manera distinta a como lo había hecho durante
la Colonia. Una de las principales modificaciones fue la pérdida relativa de
importancia que experimentó la ciudad de México en el control del comercio
interno a costa de otros nudos mercantiles (Guadalajara, Oaxaca, Zacatecas,
San Luis Potosí o Aguascalientes, además de los puertos marítimos). En estos
núcleos se comerciaba no sólo con los productos agropecuarios y artesanales
de su entorno, también se realizaban funciones de almacenaje y redistribu-
ción de mercancías extranjeras para el consumo interno.
Se puede considerar que, más que una crisis generalizada del comercio
interno, entendida como una disminución drástica en su volumen o como
una tendencia a incrementar la autarquía de las distintas regiones económi-
cas que componían el país, lo que se produjo entre las décadas de 1820 y
1850 fue una reestructuración del papel desempeñado por los distintos cen-
tros mercantiles, así como una rearticulación de las rutas. Un comercio en el
cual seguían predominando los criterios de precio-volumen, costo de los fle-
tes y la existencia de mercancías competitivas o sustitutas, además de la fis-
calidad mercantil interna, como criterios que desde la época colonial habían
determinado el volumen, la estructura y el flujo del comercio interno. En la
medida en que entre 1854 y 1867 el país volvió a verse sometido a una fuerte
inestabilidad político-militar, las tendencias positivas experimentadas de
manera básica en los años treinta y cuarenta del siglo xix perdieron su impul-
so, reapareció la fragmentación de los mercados y la disminución del comer-
cio, en especial, el interregional.
Una de las principales consecuencias de la Independencia política de
México fue la posibilidad de que el país se relacionase mercantilmente sin
intermediarios con el resto de países presentes en el comercio internacional.
Una ruptura que permitió, entre otros elementos, que durante la década de
1820 se ampliase la nómina de puertos habilitados para comercio externo. A
Veracruz, Acapulco, Campeche y San Blas, se añadieron nuevos puertos en
el golfo, como Tampico y Matamoros, y en el Pacífico, Guaymas y Mazatlán,
entre otros.
En correspondencia con la apertura de los puertos se establecieron las
aduanas marítimas, estudiadas por Luis Jáuregui (2004), en las cuales se iban
a cobrar los diversos gravámenes al comercio externo. En 1821 se aprobó un
arancel, bastante librecambista, que aplicaba una tarifa ad valorem de 25%,
toda vez que sólo ocho artículos vieron prohibida su entrada al país, en razón
de la competencia que podían realizar a la producción nacional. Sin embargo,
desde 1827, como ha puesto de manifiesto John Coatsworth (2005), esta polí-
tica cambió para acentuarse en los aspectos proteccionistas-prohibicionistas
en materia de aranceles, bajo el mismo criterio. De esta manera, las aduanas
empezaron a funcionar no sólo como instrumentos reguladores del comercio
externo y como fuente de ingresos para el erario nacional, sino como una
herramienta de política económica, entendida como la protección que brin-
daba el Estado a la producción del país. En el caso de los derechos de expor-
tación, los aranceles fueron bastante liberales, con la única excepción de los
metales preciosos.
Gracias a los trabajos de Inés Herrera (1977), sabemos que México man-
tuvo durante los tres primeros cuartos del siglo xix el patrón del comercio
exterior heredado del periodo colonial tardío (1778-1810), en la medida en
que las exportaciones de plata y oro, acuñados y en barras, constituyeron el
rubro dominante, seguido a mucha distancia por las exportaciones de tintu-
ras (grana cochinilla, palo de tinte, añil) y productos agropecuarios (vainilla,
pimienta, azúcar, maderas, café, pieles, cueros, etc.) (véase el cuadro 6.7,
atrás). Por el lado de las importaciones, México continuó adquiriendo artícu-
los textiles (telas y ropa hecha de algodón, lino, lana y seda), que representa-
ron entre 52 y 64% de las mercancías internadas en el país entre 1821 y 1872,
seguidos, en orden de importancia, por vinos y licores (entre 4 y 10%), ali-
mentos, entre 2 y 7% (básicamente cacao, especias y café), y metales y mine-
rales (entre 2 y 8%). En este último grupo, un bien estratégico, además del
hierro y el acero, era el azogue como insumo fundamental para la minería
argentífera.
Si en la composición de las exportaciones y las importaciones se aprecia
una fuerte continuidad con la época colonial, las rupturas se constatan en los
socios mercantiles. Entre 1796 y 1820, la mayoría de las importaciones (medi-
das a partir del puerto de Veracruz) procedían de España (72%), América
española (20%) y países neutrales, Estados Unidos (8%), al igual que en las
exportaciones, entre 1821 y 1824 se dio un gran cambio. Inglaterra, seguida
por Francia, Estados Unidos, Hamburgo y Bremen desplazaron a España en
el control del comercio externo de México.
Consideraciones finales
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