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Cuando callaron las armas

Fátima caminaba despacio, con las manos en


los bolsillos de la larga gabardina oscura que ro-
zaba sus tobillos y se abría, como alas, con cada
paso que daba. Un pañuelo negro de seda oculta-
ba sus cabellos y cubría su frente, bordeando las
pobladas cejas. Sus ojos grandes y almendrados
miraban sin ver el asfalto de la calle.
Era una mujer de mediana edad, robusta sin
ser gorda, de tez pálida ligeramente oliva. Sacó el
puño del bolsillo, miró la hora en su reloj de pul-
sera y luego llevó la mano, de dedos largos y de-
licados, a su pecho. Respiró profundo. Aún sentía
el trepidar de su corazón, ese palpitar rápido y an-
gustioso que se producía cada vez que tenía que
pasar por el control entre las dos zonas. Hoy había
sido peor que otras veces. El guardia, tenso, sin
Cuando callaron las armas

poder ocultar su nerviosismo, la interrogó con


mucha desconfianza mientras examinaba sus pa-
peles, demorándola más de la cuenta, para dar el
visto bueno y permitir su paso hacia el otro lado.
El día anterior, en territorio israelí, un coche
bomba había estallado junto a un restaurante y
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había matado a catorce personas, entre ellas va-
rios niños. Fátima recordó a su propia hijita y
aquella noche de terror cuando su barrio, en terri-
torio palestino, fue bombardeado por el ejército
israelí en retaliación a otro ataque ejecutado por
los miembros de las fuerzas palestinas. La mujer
sintió un escozor en sus ojos, pero no se permitió
llorar. No ese momento. Ya casi llegaba a la casa
donde daría la lección de piano y sabía lo sensi-
ble que era Sara, su alumna. Seguro que la niña
caería en cuenta, de inmediato, de sus lágrimas.
Entró por una calle angosta con filas de edificios
pequeños, de máximo ocho pisos a cada lado. Es-
taban pintados todos de blanco y lo único que los
diferenciaba unos de otros era las distintas formas
de las ventanas. Bueno, casi todos porque uno de
ellos tenía pequeños balcones de cemento delante
de las ventanas, más por adorno que por utilidad.
Fátima se encaminó hacia ese edificio. A la
distancia escuchó el ruido de armas, de artillería.
Se detuvo delante de una puerta de hierro gris.
Junto estaba el panel de los timbres. Ninguno te-
nía nombre. Escogió el cuarto timbre, lo presionó
dos veces seguidas y una tercera luego de una li-
gera pausa. Esa era la manera acordada en la que
debía timbrar, por precaución.
Una voz de mujer salió tenue por el parlante y
Edna Iturralde

preguntó si era Fátima.


—Sí, soy yo. Fátima.
La voz volvió a preguntar.
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—Señora Rosemberg, soy yo, Fátima, la pro-
fesora de piano. No hay cuidado, por favor déje-
me pasar.
Fátima se impacientó pero al rato se arrepintió
de hacerlo. Todos se sentirían nerviosos aquel
día. Y estaban justificados. Pero… ¿qué día no
merecía la excusa de los nervios y el temor en esa
guerra continua en la que vivían?
La puerta se abrió con un clic seco y Fátima
subió las escaleras de los cuatro pisos. Una mujer
pecosa, de cabellos rojos y rizados, la esperaba
debajo del dintel de la puerta abierta. Sonrió con
amabilidad y extendió ambas manos con las pal-
mas hacia arriba.
—Shalom, Fátima —formuló en hebreo el sa-
ludo de paz.
—Salaam-aleikum, la paz sea contigo —res-
pondió Fátima en árabe devolviendo la sonrisa.
—¡Qué gusto que haya venido! Pase, pase,
que Sara está impaciente por verla. Le tiene una
sorpresa —la mujer pelirroja la empujó suave-
mente hacia dentro tomándola por un brazo.
Fátima entró al pequeño recibidor, se quitó la
gabardina y entregó a la señora Rosemberg para
que la guardara. Debajo lucía sus eternas ropas
Cuando callaron las armas

negras. Miró con detenimiento a la mujer pelirro-


ja; era un poco más joven y bonita, pero viuda,
igual que ella. Sus esposos habían muerto en
atentados similares, pero cada uno en una zona
distinta del conflicto, en Jerusalén. Técnicamente
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las dos pertenecían a bandos opuestos, bandos
enemigos, pero jamás habían sentido nada más
que amistad desde que se conocieron. Recomenda-
da por el médico que trataba a Sara, Fátima había
aceptado dar lecciones de piano a la niña como
una terapia para su enfermedad.
Fátima se sentía cómoda en aquella casa. La
señora Rosemberg siempre la recibía con la mis-
ma cortesía e invariablemente le decía lo mismo:
que Sara la esperaba impaciente y que le tenía
una sorpresa.
—¡Fátima! —escuchó la voz infantil llamarla
con urgencia.
Una niña en silla de ruedas la esperaba en la
otra habitación, junto al piano. Tenía trece años,
pero su pequeño cuerpo parecía el de una criatura
de seis. Llevaba el pelo rojo, como el de su madre,
peinado en una larga trenza a un lado, amarrado
con un cordón de zapatos.
Las dos mujeres se aproximaron donde ella.
Fátima se adelantó y poniéndose en cuclillas to-
mó las manos de la niña en las suyas.
—Sara, qué bien luces con este nuevo peina-
do. Dime, ¿qué sorpresa me tienes este día?
Antes de que la niña pudiera contestar, escuchó
nuevamente el ruido de artillería más intenso. La
niña se quedó en silencio. Fátima se puso de pie
Edna Iturralde

y se acercó a la ventana, nerviosa. En la lejanía se


veían columnas de humo elevarse sobre la zona
donde ella vivía.
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—Escucha lo que ya puedo tocar —dijo Sara.
Movió su silla de ruedas hasta quedar frente al
piano, y puso sus manos sobre las teclas blancas
y negras. Era un piano de pared, de una madera
hermosa, cruzada por vetas de distintos tonos ma-
rrones. Tenía dos candelabros de bronce que sa-
lían de la tapa vertical donde aún quedaban restos
de unas velas rojas.
Sara ensayó unos acordes en el piano y volteó
a ver a su maestra con una mirada brillante. Fáti-
ma regresó a su lado y se sentó en un banquito de
madera, junto a la niña.
La señora Rosemberg se acercó a ellas.
Pero ahora el ruido de armas, de disparos y ex-
plosiones, sonó muy cerca del edificio. A Sara se
le oscurecieron los ojos.
Fátima recordó los de su hija y vio el mismo
miedo. Pensó en el miedo que opaca la mirada de
los seres humanos como lodo sobre el cristal, pero
sacudió la cabeza para disipar esos pensamientos.
—¡Muy bien, Sara! Ahora podremos tocar
juntas —sonrió—. ¡A cuatro manos!
—Pero los disparos… —Sara se interrumpió.
Le temblaban los labios.
La señora Rosemberg puso con serenidad una
Cuando callaron las armas

mano sobre el hombro de Sara y otra sobre el de


la profesora.
Fátima colocó las manos de la niña sobre las
teclas de la izquierda, las de la escala alta. Luego,
alzó las suyas con gracia mientras contaba hasta
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tres y con un movimiento de cabeza indicó a Sa-
ra que comenzara a tocar el piano al mismo
tiempo que ella.
La música se esparció por toda la habitación.
Y en ese instante callaron las armas.
Edna Iturralde

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Mariposas

Los rayos de sol se filtraron con dificultad a


través de los vidrios sucios de la ventana, resal-
tando los dibujos geométricos de la alfombra. No
había muchos muebles en la habitación; apenas
una mesita de patas cortas con una tetera de co-
bre que hervía agua sobre un hornillo y dos ca-
tres de madera —con colchones cubiertos por
cobertores de telas bordadas— a lo largo de las
paredes. La gruesa alfombra en tonos escarlatas,
que cubría el piso casi por entero, era donde se
servía la comida. A un lado se hallaban grandes y
pequeños almohadones amontonados. En una es-
quina, una pesada cortina de lana separaba esta
estancia del resto de la vivienda.
Era una casa campesina ubicada en la región de
Nuristán, en lo profundo de las montañas del Hin-
du Kush, al noreste de Afganistán. Decían que los
cimientos de piedra de la casa eran casi tan anti-
guos como el origen de la familia que la habitaba,
ya que se proclamaban descendientes en línea di-
recta de Alejandro Magno, conocido con el nom-
bre de Sekandar Kabir. Alejandro Magno, rey de
Mariposas

Macedonia, había conquistado ese territorio, siglos


atrás, en su paso para someter India.
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Si bien los otros habitantes del poblado de De-
rapech, en la provincia de Kunarhar, no aspiraban
a tener sangre real, sí aseguraban, orgullosamen-
te, ser descendientes de los militares griegos que
acompañaron a Alejandro Magno, y afirmaban
que esa era la razón del color claro de su piel y el
azul-verdoso de sus ojos, características sobresa-
lientes de la gente de la región.
Ahamed Abedy entró a la habitación empujan-
do la pesada puerta de madera que protestó con
un chirrido. Era un niño de once años, de ojos
profundamente azules, hijo mayor y único varón
de la familia que contaba con cuatro niñas meno-
res que él.
Ahamed venía del poblado donde asistía a la
escuela tres veces por semana para estudiar el
Corán, el libro sagrado de los musulmanes. Lle-
vaba el ceño fruncido por la preocupación. Su
maestro, que era también su tío preferido, Jashi,
les advirtió sobre las extrañas minas terrestres,
los explosivos, que los aviones de guerra habían
comenzado a lanzar en los campos y que estalla-
ban al tocarlas. Lo más peligroso era que estos
explosivos eran pequeños, de colores brillantes y
en forma de mariposa, lo que les daba una apa-
riencia de juguetes. Esto atraía especialmente a
los niños y niñas quienes, al tratar de recogerlas,
Edna Iturralde

morían o quedaban mutilados.


El muchacho sabía que debía advertir a sus
hermanas apenas regresaran a casa. Se acercó a la
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mesa y vertió un poco de té en un vaso de vidrio.
Destapó el azucarero, se sirvió varias cucharadas,
meció despacio y tomó el té a sorbitos para que
no se regara. Con el vaso en la mano, se sentó so-
bre la alfombra apoyándose en los almohadones.
Tenía los pies descalzos, con unas medias a rayas
rotas en los talones.
Desde el poblado llegó uno de los llamados a
la oración que entonaba un mulah, el líder reli-
gioso de la comunidad.
—Alá Ah-Akbar, Dios es grande…
Ahamed buscó debajo de la mesita y sacó una
alfombra pequeña sobre la cual él rezaba. Salió
de la casa. Se quitó los calcetines. Extrajo agua
de un balde con una jarra y la puso en una palan-
gana. Se lavó manos y pies —como exigía el ri-
tual de purificación— y se arrodilló con el rostro
en dirección a La Meca, lugar sagrado en el mun-
do musulmán. Se inclinó y rezó:
—La Ilaja Lil A-lah, no hay otro Dios que Alá.
¡Oh, Alá, el misericordioso…!
En medio de sus plegarias escuchó el ruido
de aviones. Alzó la mirada. Eran dos y volaban
bastante bajo sobre los bosques de cedros y pi-
nos azules que bordeaban las laderas de las co-
linas. Tenían una estrella roja en cada ala. Su
instinto fue entrar de inmediato a la casa, pero no
lo hizo y continuó rezando. Él descendía de Ale-
Mariposas

jandro Magno y por eso no podía tener miedo.


Era el último descendiente de Sekandar Kabir, el
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último… sería Alá, el poderoso, quien dispon-
dría de su vida… finalmente.
Cerró los ojos y se concentró en la oración.
Escuchó el vibrar de unas ametralladoras.
Eran las únicas cuatro que tenían los rebeldes del
poblado y estaban situadas en una loma cercana.
Los aviones dieron la vuelta y volaron de nue-
vo sobre el campo, dejando a su paso una estela
de pequeños objetos de colores que cayeron si-
lenciosamente en la hierba.
Ahamed terminó de rezar, cuando una camione-
ta vieja y destartalada se detuvo en el camino que
subía a la casa: cuatro niñas de diferentes edades
saltaron de la cajuela y corrieron por la hierba.
El muchacho recordó lo dicho por su tío, le su-
daron las manos y se secó la boca.
Ahamed Abedy bajó corriendo por la ladera
junto al camino. Sabía que corría más rápido que
cualquiera de sus hermanas, pero ellas le aventa-
jaban en distancia.
—Arggggg, argggg, aaaaaaa —el grito salió
intermitente de su garganta.
Las niñas se detuvieron y lo miraron. Luego,
en medio de risas, continuaron corriendo. Que-
rían llegar antes que su hermano al lugar donde
habían visto caer los objetos de colores.
Pero esa pausa había sido suficiente y ahora
Edna Iturralde

Ahamed corría casi a su lado. Una de sus herma-


nas se adelantó riendo y llegó junto a uno de los
supuestos juguetes. Era amarillo y parecía una
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mariposa sobre la hierba. La niña se detuvo ja-
deante y se agachó extendiendo su mano, pero
Ahamed llegó primero y tomó la mariposa con
una mano prosiguiendo su loca carrera.
Finalmente, miles de mariposas amarillas y
resplandecientes volaron a su lado.
Miles de mariposas amarillas.
Miles de mariposas.
Mariposas.

Mariposas

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