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Pedagogía del desgarramiento

Carlos Enrique Restrepo

Publicado en:
Didácticas de la filosofía I. Para una pedagogía del concepto
Bogotá: Editorial San Pablo, 2011, pp. 153-165.

Los textos de Hegel que se ha dado en llamar Escritos pedagógicos tienen una doble
procedencia. Por una parte, son una colección de Discursos compuestos por el filósofo
entre 1809 y 1815 para la ceremonia anual de premios que se celebraba regularmente en el
Gimnasium de Nüremberg, del cual fue director. Por otra parte, los componen una serie de
Informes que, durante el mismo período y en la función de Consejero Escolar de
Nüremberg, Hegel dirigió a Immanuel Niethammer, su amigo y mecenas, quien tuvo a su
cargo una reforma educativa general para el reino de Baviera.

Surgidos bajo esta circunstancia peculiar, los Escritos carecen, como es apenas lógico,
de toda apariencia de sistematicidad. Sin embargo, desarrollan diversos elementos a los que
subyace una unidad interna que se supedita a las concepciones dominantes de la filosofía de
Hegel, expuestas principalmente en la Fenomenología del espíritu.

Al hilo de las consideraciones hegelianas ofrecidas en los Discursos, se tratarán en


este escrito tres de dichos elementos:

1) El movimiento de la enajenación.
2) La concepción dialéctica de la escuela.
3) La confrontación del corazón y la realidad.

En la medida en que su tratamiento no se restringe al problema de la educación


filosófica, sino que se refieren más bien a la formación en general, estos elementos
permiten cuando menos esbozar lo que cabría denominar una pedagogía del
desgarramiento.

1. El movimiento de la enajenación (Discurso de 1809)

Una de las directrices del pensamiento de Hegel estriba en considerar el desarrollo del
individuo, pero también la historia del mundo, en orden a una serie de etapas cuyo
movimiento progresivo conduciría paulatinamente a la figura total de su realización. Esta
vida individual así descrita, y en cuanto tal indisociable de una vida universal que sería la
“vida del espíritu”, obedece al movimiento de la Bildung entendida en su sentido general
como formación.

La noción de Bildung implica, de modo general, el despliegue de la “vida de la


sustancia”, esto es, la manera como el espíritu, en su manifestación histórica, alcanza su
forma o figura concreta (por ejemplo, en los períodos de esplendor de una cultura); pero
más fundamentalmente, implica el comportamiento de y hacia el saber, el movimiento que
va de la conciencia hacia la ciencia, al cual es inherente una elevación sobre el “simple ser-
ahí natural”, y por medio del cual lo particular se hace uno con la sustancia conquistando su
existencia real, lo que en el lenguaje de Hegel significa alcanzar su autoconciencia.

En este sentido, Hegel hablará de formación como la tarea peculiar del individuo, en
consonancia con la obra universal del espíritu. Así, la formación supondrá por parte del
individuo la apropiación de los saberes particulares que constituyen el patrimonio ganado
por el espíritu “en la larga extensión del tiempo” (F.E., 22)1, y que el individuo sólo tiene
que aprender y actualizar; de otro lado, será conocimiento de sí mismo, un saber nunca
dado de antemano y por el cual el individuo, al reconocer el espíritu como su sustancia,
llega a ser propiamente “sí mismo”.

En su acepción estrictamente pedagógica, la formación conjuga ambos aspectos,


siendo el segundo lo esencial. La formación del individuo es, ante todo, conocimiento de sí.
Ahora bien, conforme al método dialéctico y al principio hegeliano según el cual el espíritu
vive de la contradicción, dicho conocimiento sólo puede ponerse en obra mediante el
movimiento de la enajenación (Entfremdung), del extrañamiento (Entäusserung), del
“hacerse otro” como único medio para volver a sí mismo: “El puro conocerse a sí mismo en
el absoluto ser-otro, este éter en cuanto tal, es el fundamento y la base de la ciencia o el
saber en general” (F.E., 19). La formación supondrá, pues, este salir de sí mismo, la
“fuerza portentosa de lo negativo” (F.E., 23) en virtud de la cual la profundidad de la vida
espiritual llega a ser tan grande “como la medida en que el espíritu [particular o universal]
se atreve a desplegarse o a perderse” (F.E., 11).

Hegel, por su parte, considera este movimiento de alienación, enajenación o


extrañamiento como la condición de la formación teorética, caso de las ciencias y sobre
todo de la filosofía, pero además puede ser considerado el principio general de la Bildung.
De ahí que, en lugar de ser concebido “como la tranquila prolongación de una cadena, a
cuyos eslabones anteriores se conectan los posteriores” (E.P., 80), el progreso de la
formación exigirá del individuo el ineludible desgarramiento (Zerrissenheit) en el cual se
descomponen todos los elementos de su existencia, y por tanto, el dolor de abandonar la
llana representación y los puntos de vista particulares, para remontarse a la universalidad
del concepto.

El comienzo de la formación tiene lugar en el paso del individuo por esta escisión
(Entzweiung)2, en la que experimenta su existencia disuelta. Sólo el estremecimiento de
perder el mundo propio, de perder la dimensión de lo cercano y familiar para verse de cara

1
Las referencias se harán entre paréntesis al interior del texto, de acuerdo a las siguientes abreviaturas, y
seguidas del número de página: F.E., para Fenomenología del espíritu; y E.P., para Escritos pedagógicos. Las
ediciones de referencia se indican en la bibliografía que aparece al final.
2
En su importante escrito acerca de la Diferencia entre el sistema de filosofía de Fichte y el de Schelling
(1801), Hegel postula este concepto de escisión como la condición del surgimiento de la filosofía. Allí
sostiene: “La escisión es la fuente del estado de necesidad de la filosofía” (p. 12). En ese escrito, este
concepto encierra el mismo significado que tienen para nosotros los conceptos de desgarramiento y
enajenación. Cf., Hegel, G.W.F., Diferencia entre el sistema de filosofía de Fichte y el de Schelling. Trad.
Juan Antonio Rodríguez Tous. Madrid: Alianza Editorial, 1989, pp. 12 ss.
a lo ajeno, pone al individuo en condiciones del trabajo formativo: “El espíritu sólo
conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto
desgarramiento” (F.E., 24). La formación se juega, en consecuencia, en la esfera de esta
dialéctica entre lo propio y lo extraño, y se inserta así en el movimiento que Hegel llama
superación (Aufhebung). Bajo esta lógica, el dolor de la enajenación consiste en que lo
familiar se torna una realidad cancelada para que sobrevenga —no sin violencia— el rigor
de una realidad nueva.

En un primer momento, este desgarramiento se conoce tan sólo en su aspecto


negativo; es la experiencia de una “conciencia desdichada” que se escinde en extremos
contrapuestos al interior de ella misma: “¡Desdichado aquel —dice Hegel— a quien se le
ha alienado su mundo inmediato de los sentimientos, pues esto sólo significa que se le han
roto los vínculos individuales que unen de una forma sagrada el ánimo y los pensamientos
con la vida, la fe, el amor y la confianza!” (E.P., 81). Pero, en un segundo momento, lo
negativo se torna al mismo tiempo algo positivo, de modo que esta separación se revela
bajo la forma de un “impulso universal”, particularmente presente en la juventud: un
“impulso centrífugo del alma” (Ibíd.) por el cual lo extraño despierta el atractivo de una
“verdadera vida” (en cuanto tal ausente, diría Rimbaud) que, al existir sólo bajo la forma de
la distancia, exige en la misma medida rebasar la limitada individualidad.

Hegel asegura que es sobre este impulso del alma —correlativo de la constante
inquietud del espíritu— que se aplica el trabajo de la formación. Para él, se trata de poner
ante ese impulso un mundo lejano, un ideal que sirva de medida a la realidad individual que
se debate en la limitación de su propio presente, pero que sea a la vez un mundo tan
concreto que impida que dicho impulso se pierda en la exteriorización ciega de la necesidad,
en la futilidad del placer, o en la torsión que sería para esta “fuga” convertirse —como en el
caso del alma romántica— en una pasión de abolición.

Inicialmente, Hegel encuentra esta “patria anhelada” en el mundo antiguo, por lo cual
introduce en su programa formativo el componente —para él esencial— de la literatura y
las lenguas griega y latina. Sobre todo los griegos representan para él “el suelo sobre el que
se ha asentado toda cultura, desde el que ha germinado y con el que ha permanecido en
conexión permanente” (E.P., 74). Para la formación, los griegos representarán, de esta
suerte, “el paraíso del espíritu humano y el más bello mundo que ha existido” (E.P., 78).
Como tal es el mundo ante el cual —al menos en principio— tendrá que medirse la
formación cultural plena.

Sin embargo, no se trata para Hegel de relacionarse con lo antiguo, ese mundo
extraño, sólo bajo la forma de la nostalgia. Más esencialmente se tratará de una apropiación
transformadora de lo antiguo, a fin de ponerlo en relación con el presente, y “tener a partir
de allí algo nuevo que elaborar” (E.P., 75). En esto Hegel se aparta, sin duda, de los
románticos, al punto que, años más tarde, desdice de esta exaltada valoración inicial de la
antigüedad. En su Discurso de 1815, es decir, seis años después del que venimos citando,
Hegel escribe: “Al pasado resulta inútil echarlo de menos y desear su retorno; lo antiguo
por el hecho de ser antiguo no es excelente, y del hecho de que fuese apropiado y
comprensible no se sigue nada menos que esto: no que su mantenimiento bajo otras
circunstancias sea deseable, sino más bien lo contrario” (E.P., 127).
Como quiera que se decida la toma de posición de Hegel respecto a los griegos, es
justo retener de ella la necesidad de la enajenación como el postulado esencial sobre el cual
debe pensarse la formación. A dicho principio habría que asociar también, en su misma
dinámica, la comprensión hegeliana del concepto de experiencia (Erfahrung)3, entendida
ésta como el conjunto de los momentos de la exteriorización y el retorno a sí mismo que
constituyen el “devenir del saber” (F.E., 19 ss).

Lejos de toda reducción empirista o aún cientificista, la experiencia como correlato de


la formación conlleva su sentido existenciario, esto es, su sentido de errancia, deriva,
tránsito por los momentos y figuras necesarios para obtener del extravío y de la pérdida un
saber de sí mismo. La experiencia, así concebida, puede ilustrarse con la “metáfora”
hegeliana del calvario del espíritu, esto es: “como el camino de la conciencia natural que
pugna por llegar al verdadero saber, o como el camino del alma que recorre la serie de sus
configuraciones como otras tantas estaciones de tránsito que su naturaleza le traza,
depurándose a sí misma (…) hasta elevarse al conocimiento de lo que en sí misma es” (F.E.,
54).

El movimiento de la enajenación describirá, según esto, una trayectoria circular en la


que, al final del recorrido, se retorna al punto inicial, pero enriquecido por el contenido que
habrá adquirido en razón de esta mediación. Un ejemplo proporcionado por el mismo Hegel
puede resultar sugerente a este respecto, a saber: que una cosa es una máxima moral en
boca de un joven, y otra cosa la misma máxima pronunciada por un hombre viejo, que lleva
en sí toda la experiencia de la vida. La experiencia en cuanto retorno a sí encierra, pues,
este sentido existenciario —y no meramente cognoscitivo— sin el cual se perdería en una
mera forma abstracta, o como ocurre en la tecnociencia moderna, en una repetición
mecánica carente de contenido. Así como la formación es entendida como un movimiento
del saber, del mismo modo hay que retener que el saber, en sentido hegeliano, es
experiencia, vale decir, enajenación, extravío y retorno de la conciencia a sí misma. Por eso
Hegel escribe: “La conciencia sólo sabe y concibe lo que está en su experiencia” (F.E., 26).
La formación, por tanto, no puede estar separada de ella, sino que debe, por el contrario,
integrarla bajo esta impronta existenciaria, que se resume en los elementos que Hegel
asocia al paso por la enajenación: “La paciencia, el esfuerzo, el dolor y el trabajo de lo
negativo” (F.E., 16).

2. La concepción dialéctica de la escuela (Discurso de 1811)

La dialéctica entre lo propio y lo extraño, en la cual estriba el movimiento de la


enajenación, constituye el elemento a partir del cual Hegel, en su Discurso de 1811, pensará
el lugar que corresponde a la escuela, y con ello, la formación ética del hombre.

3
Al respecto, véase la Introducción a la Fenomenología del espíritu, pero también el conocido y extenso
comentario de Heidegger a dicha Introducción. Cf., Heidegger, M. “El concepto de experiencia de Hegel”. En:
Caminos de bosque. Trad. Helena Cortés y Arturo Leyte. Madrid: Alianza Editorial, 2003, pp. 91-156.
El escenario formativo de la escuela comprende dentro de sí la natural instrucción en
las ciencias y saberes particulares, y aún en las habilidades, destrezas y técnicas de diverso
orden que constituyen el contenido manifiesto de los aprendizajes, a la vez que demanda la
dedicación completa del tiempo destinado a la instrucción. Sin embargo, a una con estos
contenidos, a la escuela le compete una preparación en lo referente a los principios y a las
formas de actuación que Hegel denomina formación ética, y cuya apropiación —a
diferencia de los otros contenidos— no es tanto consciente, sino más bien inconsciente,
debido a que tales principios representan “el elemento sustancial en el que vive el hombre y
según el cual acomoda y regula su organización espiritual y su existencia” (E.P., 102).

Hegel resume esta formación ética en la idea de una “educación para la autonomía”
(E.P., 107), muy propia de su tiempo e inspirada por Kant 4 . Por ésta se entiende la
capacidad del individuo de abandonar la sujeción ciega a la autoridad, cuya única
legitimidad le viene de la imposición de la obediencia, a fin de que sea, en cambio, “el
sentimiento propio acerca de lo que conviene el que determine la conducta” (Ibíd.). De esta
manera, la formación ética radica en la inserción de la conciencia en una comunidad de
individuos, lo cual exige de ella la adquisición de la confianza para habérselas con lo ajeno,
sin dejar por ello de ser sí misma.

Ahora bien, conquistar este “sentimiento propio” supone, también él, la experiencia
de la enajenación. De ahí que Hegel, considerando sobre todo este carácter ético de la
formación, proponga una comprensión dialéctica de la escuela según la cual ésta conforma
en sí “un estado ético especial en el que se instala el hombre y en el que es formado para la
existencia práctica mediante la habituación a las circunstancias reales” (E.P., 105).

El estado ético posibilitado por la escuela es para Hegel, necesariamente, un estado


de escisión en el que la existencia del individuo se disuelve en extremos. De un lado, se
halla la dimensión de lo propio —que aquí se refiere a la vida familiar—, y del otro, la de
lo extraño que es su término contrapuesto, a saber, el mundo real. La escuela representa
dicho estado al situarse en medio de ambas esferas: entre la familia —que es una relación
del sentimiento y el amor en la que el individuo vale por sí mismo, por el vínculo natural de
la sangre— y el mundo real —en el que, como dice Hegel, “muy pocas cosas ocurren por
amor” (E.P., 105), y donde el hombre sólo vale en razón del mérito propio, no por ser quien
es, sino por lo que hace—.

La escuela es la escisión, pero también el tránsito y la tensión de ambas esferas. Lo


que va de la una a la otra es el movimiento que conduce al individuo de la existencia
particular —limitada a sí misma— a un orden real en el que impera una ley universal, ajena
y generalmente hostil a los caprichos de la individualidad. Este desgarramiento o disolución
entre dos ámbitos desde ahora separados, pero reunidos en la escuela como escenario de su
conflicto, es presentado por Hegel como sigue:

4
Kant ha establecido este paradigma cuando exige del individuo que alcance su “mayoría de edad”, entendida
como “la capacidad de servirse del propio entendimiento, sin la conducción de otros”. Como es sabido, en
ello estriba para Kant la idea de la Ilustración (Aufklärung). Cf., Kant, I. “Qué es la Ilustración”. En: Filosofía
de la historia. Trad. Eugenio Ímaz. México: F.C.E., 2004, pp. 25-38. Cf., también su pequeño tratado de
Pedagogía. Trad. Lorenzo Luzuriaga y José Luis Pascual. Madrid: Akal, 1991.
A partir de ahora [en la vida escolar] el hombre se ve confrontado con la doble
existencia en la que se descompone su vida y entre cuyos extremos, que en el futuro se
volverán más tensos, ha de mantener su cohesión. La primera tonalidad de sus relaciones
vitales desaparece; el hombre pertenece ahora a dos círculos separados, de los que cada
uno sólo toma en consideración un aspecto de su existencia. Aparte de lo que la escuela
exige de él, posee un ámbito libre de la instrucción escolar que, en parte, se ha dejado
todavía a la discreción de las relaciones familiares, pero, en parte, también a su propio
arbitrio y determinación (E.P., 106).

La eticidad de la escuela consistirá, según esto, en la necesidad de preparar al


individuo para el encuentro, la lucha y la escisión todavía mayor representada por el mundo
real. No obstante, en la medida del lugar intermedio que le corresponde, la escuela llega a
ser ella misma una esfera peculiar que se distingue por completo de las otras, “una esfera
que posee su propia materia y objeto, su propio derecho y su propia ley, sus sanciones y sus
recompensas” (E.P., 105).

Para comprender la peculiaridad de esta esfera es preciso insistir aún en su carácter de


mediación. Por una parte, la escuela no representa la cancelación definitiva de la vida
familiar con la cual, por el contrario, no deja de estar relacionada; por otra parte, la escuela
no es todavía —ni totalmente— la realidad, sino que ésta sólo se deja ver en ella bajo la
forma de un orden provisional y apenas preparatorio, y no en la avasalladora sobrevenida
del mundo en cuanto “esencia objetiva total”. En algún sentido, aunque presente en ella, la
realidad sigue siendo exterior a la escuela, y sólo la permea de modo gradual o progresivo:

La escuela posee una relación con el mundo real, y su cometido consiste en


preparar a la juventud para el mismo. El mundo real es un todo firme, con cohesión
propia de leyes y de organizaciones que tienen como meta lo universal; los individuos
sólo tienen valor en la medida en que se adecúan y se comportan conforme a este
universal, el cual no se ocupa de sus fines, de sus opiniones y mentalidades particulares.
Pero en este sistema de la universalidad están implicados, a la vez, las inclinaciones de la
personalidad, las pasiones de la individualidad y el forcejeo de los intereses materiales; el
mundo es el espectáculo de la lucha de estas dos partes entre sí. En la escuela callan los
intereses privados y las pasiones egoístas; ella constituye un círculo de ocupaciones que
giran principalmente en torno a las representaciones y a los pensamientos. Pero si la vida
en la escuela es más desapasionada, también se halla privada a la vez del interés superior
y de la seriedad de la vida pública, para la cual es apenas un entrenamiento silencioso e
interior (E.P., 108).

Así entendido, el trabajo preparatorio realizado por la escuela no equivale nunca a la


formación ética completa, sino que ésta, a pesar de la formación escolar, permanece
inconclusa y todavía como una obra por realizar. El trabajo formativo de la escuela, según
el cual ésta consiste en preparar al individuo para el encuentro con lo real, sólo es concluido
por la realidad misma. En efecto, sólo los embates que le depara al individuo esta realidad
aseguran que la eticidad llegue a ser para el individuo una esencia como la que pretende ser.
La Bildungsroman o “novela de formación” (caso paradigmático del Wilhelm Meister de
Goethe) se atiene por entero a este principio5. Pero al alcanzar esta “seriedad de la vida”,
5
Para el análisis del Wilhelm Meister de Goethe, obra que inaugura el género que desde Karl Morgenstern
(1820) se denomina Bildungsroman, remitimos a la conferencia del filósofo brasilero Marco Aurélio Werle
titulada: “Teatro, formación y vida en el Wilhelm Meister de Goethe”. La conferencia fue presentada en el
para la cual la escuela ha dejado de ser un refugio seguro por cuanto carece de la
satisfacción que los aprendizajes adquieren sólo mediante su realización, la existencia del
individuo se desgaja en las más violentas oposiciones. La realidad se abre como un orden
del mundo violento, que se mantiene siempre exterior, y con el cual se debate una
individualidad desgarrada que ve sucumbir los encumbrados ideales de su corazón para
medirse ahora ante lo universal. Esta nueva experiencia del desgarramiento y la
enajenación será, en consecuencia, la de la contradicción y la desdicha que Hegel denomina
“ley del corazón”, contrapuesta a la acción avasalladora de la realidad. En lo que sigue, nos
ocupamos muy sumariamente de esta nueva forma del desgarramiento.

3. La confrontación del corazón y la realidad (Discurso de 1813)

La salida del individuo de la vida escolar equivale para Hegel a la experiencia


propiamente dicha de la escisión, y con ésta, de lo propiamente ético. El mundo se escinde
en los extremos de una realidad que es por sí misma, y de la conciencia que sólo es en la
medida en que se inserta en dicha realidad. La definición hegeliana de cultura, entendida
como “aquello en virtud de lo cual el individuo adquiere validez y realidad” (F.E., 290),
alude a la necesidad de esta inserción. Pero ésta sólo se hace posible, no mediante una
apropiación en la que el individuo haría suyo el orden universal vigente, sino, por el
contrario, mediante la limitación de la vida individual a una tarea sumamente particular
dentro de lo universal.

La experiencia inicial del encuentro con la realidad es la de esta limitación a una


esfera particular (por ejemplo, el trabajo), la cual pone en cuestión los anhelos y esperanzas
que movieron al individuo en la juventud. El desgarramiento ahora experimentado se torna
así en una fuente de desdicha. Escribe Hegel: “Los ideales de la juventud son algo ilimitado.
Se llama a la realidad algo triste porque no corresponde con esa infinitud” (E.P., 120). Lo
que vemos surgir aquí es la decidida contradicción de dos esferas independientes, sin
aparente mediación, pero indisociablemente relacionadas. En la Fenomenología del espíritu
Hegel las denomina respectivamente “ley del corazón” y “ley de la realidad” (Cf., F.E., pp.
217-231).

La ley del corazón alude al mundo interior de una individualidad ensoñada, que funda
su existencia en un mundo ideal. La realidad, en cambio, nada tiene que ver con esta
idealidad del corazón, sino que más bien se muestra como una esencia objetiva concreta.
Pues bien, a los anhelos del corazón se opone la ley de la realidad. Ante la realidad, el
corazón puede o bien sucumbir por la acción devastadora que aquella representa para los
ideales, o bien resistirse obstinadamente en afirmar sus ideales, lo cual es inútil, pues lo
propio de la realidad consiste justamente en eso: en ser la realidad. Por más que el corazón
se obstine en hacer valer su mundo propio y su exaltada intimidad, termina por ceder ante
una realidad indomeñable, insojuzgable, que desmiente siempre la candidez juvenil del
corazón y que somete siempre el mundo ideal. Esta impotencia del corazón frente a la

Seminario: La función cultural de la pintura y la literatura en la estética de Hegel, realizado en Medellín


entre el 2 y el 5 de junio de 2009, organizado por el Instituto de Filosofía. La edición de los textos se
encuentra actualmente en preparación.
realidad radica, por su parte, en que su esencia es sólo ideal, mientras que la fuerza de la
realidad estriba en ser lo que es por sí misma.

¿Qué hacer entonces? ¿Resistirse obstinadamente a la realidad, con la certeza de ser


un esfuerzo inútil, o sucumbir y renunciar a las altas aspiraciones, limitarse, resignarse y
abandonar la genuina esperanza en una verdadera vida? De esta aporía se siguen, por lo
menos, dos actitudes que definen la inserción del corazón en esta esencia real:

a) El desvarío y la soberbia de una razón infatuada que, habiendo renunciado a


los ideales, ahora sólo procura la satisfacción individual y cae, de este modo,
en el “mundo del placer y la necesidad”.

b) La obstinación del individuo en la afirmación de su ideal, haciendo de su


trabajo y de su acción una “rebelión de la individualidad”.

A la primera de estas actitudes, por su parte, está asociado el desprecio para con todos
los saberes y aprendizajes adquiridos durante la formación 6 . Su aspecto nihilista ha
impregnado todo el romanticismo alemán, y ha quedado condensado en el poema de
Schiller titulado justamente Los ideales:

Se han extinguido los claros soles


que iluminaban el sendero de mi juventud
se han desvanecido los ideales
que antaño dilataban mi entusiasmado corazón,
ya no existe la dulce fe en los seres
que mi ilusión producía
para despojar a la realidad de su aridez,
lo que entonces era tan bello, tan divino7.

La segunda actitud, en cambio, sin ser por ello menos romántica, pretende hacerse
valer como una acción revolucionaria, pues su confrontación con la realidad es la expresión
de una intención trasformadora. El corazón que no se resigna a la realidad se inserta en ella
como quien aspira a transformar el mundo, siendo esta transformación la única condición
para hacer posible la propia existencia. Si no transformara este orden real, el corazón
sucumbiría por la asfixia de la realidad opresora. Pero si la primera actitud conduce, en
último término, a la satisfacción conformista del individualismo burgués, el desenlace de
esta segunda es, por el contrario, el sacrificio de la individualidad en nombre de un ideal
universal:

Esta individualidad tiende, pues, a superar esta necesidad que contradice a la ley del
corazón, al igual que el padecer provocado por ella. Esto hace que la individualidad no sea
ya la frivolidad de la figura anterior, que sólo apetecía el placer singular, sino la seriedad de
un fin elevado, que busca su placer en la presentación de su propia esencia excelente y en el
logro del bien de la humanidad. Lo que ella realiza es la ley misma y su placer es, por tanto,
al mismo tiempo, el placer universal de todos los corazones. Ambas cosas son inseparables

6
El Fausto de Goethe ejemplifica bien esta primera actitud. Así lo sugiere Hegel cuando retoma los
siguientes versos: “Desprecia el entendimiento y la ciencia / que son los dones supremos del hombre. / Se ha
entregado en brazos del demonio / y tiene necesariamente que perecer” (F.E., p. 214).
7
Schiller, F. Poesía filosófica. Trad. Daniel Innerarity. Madrid: Hiperión, 1994, p. 55.
para ella: su placer lo ajustado a la ley, y la realización de la ley de la humanidad universal
la preparación de su placer singular (F.E., pp. 218-219).

Lo singular se sacrifica aquí en nombre de lo universal. El Hiperión de Hölderlin


ejemplifica claramente este movimiento revolucionario del corazón que se debate en su
lucha frente a realidad. Su camino no está, sin embargo, exento de nuevas contradicciones.
La desdicha de esta individualidad se reitera justo porque su ley “deja de ser ley del
corazón precisamente al realizarse” (F.E., 219). No es del caso seguir aquí su movimiento,
que para Hegel termina en los desvaríos de la virtud. Su necesaria parálisis sobreviene ante
la imposición incontenible de “el curso del mundo” (Cf., F.E., p. 224 ss). Retengamos, en
cambio, el elemento de la escisión, del desgarramiento, de la lucha como lo que determina
la relación del individuo con esta realidad inamovible, y con ella, el sentido mismo de la
Bildung. El mundo entraña, para Hegel, la experiencia reiterada del desgarramiento. La
formación tiene que contar esencialmente con ese componente de conflicto y escisión. No
es una acumulación pasiva de saberes que se validan en sí mismos, ni se dirige a una
individualidad inmaculada en su interior, sino que se mide de cara a la muerte y a la
“potencia portentosa de lo negativo”. Es en este sentido que proponemos a partir de Hegel
una formación en el seno mismo del desgarramiento.

4. A modo de conclusión

Llegados a este punto, sería preciso abandonar el ámbito de los Escritos pedagógicos
e internarse —ejerciendo otro rigor— en los desarrollos de la Fenomenología del espíritu.
Hasta ahora sólo hemos querido ilustrar las instancias por las que tiene que pasar esta
contradicción que atraviesa desde su origen todo el movimiento de la formación, así como
los caminos que le suceden en sus ulteriores desarrollos. Sobre la base de estas indicaciones
puede construirse una mirada integradora de la “pedagogía” de Hegel. También se deduce
de ella la necesidad de abandonar toda mirada edificante de la educación, en la que incurre
con frecuencia el discurso pedagógico, para ofrecer, en cambio, bajo los rigores de un
cierto “realismo”, una comprensión más consecuente de lo que significan los aprendizajes a
la luz del sentido humano de experiencia. Contra toda apariencia, esto no significa
sucumbir a un avasallante nihilismo. Todo lo contrario, al sentido hegeliano del
desgarramiento es inherente una comprensión de la vida como resistencia. Vida, aún en su
sentido biológico, significa un conjunto de fuerzas que resisten, o como dice tal vez Bichat,
todo aquello que resiste a la muerte 8 . La vida del espíritu no es diferente de eso. Ese
elemento agonal, dialéctico, hecho de contradicciones que caracteriza al pensamiento de
Hegel y su idea de formación, plantea serias exigencias a la práctica —a menudo
infantilizante y trivial— de lo que se admite sin más como “educación”. La formación, si
ella es auténtica, no puede ser ajena a la condición en la que toda individualidad se debate
necesariamente en los extremos de una realidad desgarrada. Una pedagogía del
desgarramiento sabe hacer de lo negativo una potencia de autoafirmación; lejos de una
“lógica de la renuncia”, de una “ontología del declinar”, resuena en ella el llamado a una
forma de existencia guerrera, de un Dasein que —como diría Heidegger— se sitúa en el

8
Bichat, M.-F. X. Investigaciones fisiológicas sobre la vida y la muerte. Tomo I, Primera Parte, § 1. F.
Magendie (Ed). Madrid: Imprenta que fue de García, 1827, pp. 13-14.
corazón del debate con la realidad entera. En ese sentido es también necesaria como
preparación para las nuevas luchas históricas. Si este tiempo se ha vuelto “indigente” es en
razón del surgimiento de nuevos poderes que aplastan la vida. Ellos nos plantean un nuevo
“estado de litigio”. Las formas de vida individual y colectiva no pueden sustraerse de este
“real” que se extiende y ocupa todos los estratos de la existencia bajo la forma de las
distintas “mundializaciones”. ¿Qué hacer?, es siempre la pregunta. Aventuramos una
respuesta: afrontar estas formas extremas del desgarramiento, formarse en ellas, para ellas,
convocando desde esa dimensión menor la vida que no sucumbe, cuyo espíritu es la
confrontación, la contradicción como su elemento propio, una vida que resiste aún en la
mayor indigencia y penuria de los tiempos, cuyo clamor siempre retorna desde un pasado
inmemorial, que afronta las más extremas formas de la devastación y de la dominación,
única que puede salvarnos de la servidumbre universal ante el señorío absoluto de la muerte
y de quienes la ejercen en nombre de un único proyecto de mundo.

Bibliografía

BICHAT, Marie-François Xavier. Investigaciones fisiológicas sobre la vida y la


muerte. Tomo I. F. Magendie (Ed). Madrid: Imprenta que fue de García, 1827.

KANT, Immanuel. “Qué es la Ilustración”. En: Filosofía de la historia. Trad.


Eugenio Ímaz. México: F.C.E., 2004, pp. 25- 38.

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