Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
Cuando le encomendaron expedicionar más al norte de los dominios de la Corona dubitó, muchos
otros, no menos audaces que él, lo habían intentado sin éxito. Preparó una tropa pequeña con sus
mejores hombres y los esclavos más fieles y avezados. Subió cerros y cruzó selvas, imaginaba que
encontraría una ciudad de caníbales, piedras preciosas y mujeres voluptuosas. Fantaseaba con erigirse
Rey del Nuevo Mundo. Bromeaba con socarronería y crueldad sobre sus saqueos y abusos frente a sus
esclavos, exagerando las violaciones y los asesinatos sin que esto sorprendiera a nadie.
La noticia había corrido por todos los reinos del Viejo Mundo: un continente de salvajes había sido
descubierto al oeste del Atlántico. Los detalles sobrepasaban toda imaginación caballeresca y los
peligros eran tantos que las penas judiciales más duras eran condonadas a cambio de servir en las
carabelas con destino al nuevo mundo. De esta forma había llegado, no sin penurias y privaciones, a
unas costas cálidas y teñidas de un verde vivo y amenazante. Sus habilidades para el crimen y el pillaje
habían sido virtudes para ascender rápidamente entre los grupos de expedicionarios.
Al llegar a la cima del pico más alto, aún sin nombre para él y sus hombres, su gallardía fue
recompensada con un espectáculo onírico. Vio una interminable ciudad erigida sobre el agua, en medio
de un valle fecundo surcado por ríos, con castillos en forma de pirámide y caminos iluminados por
antorchas.
No quiso descender sino que decidió acampar ante esa imponente vista y por primera vez se entregó al
bacanal con sus hombres, olvidando etiquetas y rangos. En medio de la celebración alguien le preguntó
cómo sería su reino en quinientos años. Guardó silencio. Nunca lo había pensado, era un hombre de
acción, de aventura, sin alcurnia ni educación. Su riqueza era lo que podía cargar sobre su cuerpo.
Tampoco se entregaba a especulaciones teológicas ni metafísicas sobre la vida más allá de la muerte,
así que la pregunta lo desconcertó y le imprimió una actitud meditabunda e intranquila inaudita en él.
Cuando fue la hora de dormir se alejó del campamento y se sentó a contemplar la ciudad que recién
descubría. Se sentía mareado pero no estaba borracho, su mirada era turbia pero tenía claro que los
años habían pasado y su cuerpo no era el mismo de antaño. Era incapaz de imaginar algo así, se repetía.
Apenas concebía estatuas monumentales en su honor, fiestas públicas celebrando su llegada, con
mucho vino, carnes preparadas y mujeres danzando desnudas. Casi podía escuchar la música de los
trovadores relatando sus hazañas en medio de calles empedradas que llevaban su nombre. Dormitaba.
Vio antorchas que ardían sin humo y el vertiginoso paso de innumerables calesas que se movían sin
caballos. Bajo sus pies los caminos eran de una roca lisa y negra y los edificios eran tan altos que dudó
que existiera distancia alguna entre sus techos y el cielo gris que se abría ante sí. Vio gentes vestidas
sin pudor y niños famélicos jugueteando con basura en medio de callejuelas donde las casas se apilaban
como huecas montañas de piedra. Escuchó el rumor de los comerciantes ofreciendo pomadas mágicas
para la belleza, polvos para la felicidad, falsa porcelana traída del oriente lejano, el rugido de inmensas
aves metálicas que descendían sobre su cabeza. Sintió sobre su hombro la pesada mano de un hombre
uniformado de azul que le pidió una identificación. Dijo su nombre con soberbia pero el hombre
insistió. Entonces cayó en cuenta que para éste futuro él ya estaría muerto. Quiso sacudirse de
Vio los rostros curiosos de hombres rojos disfrazados con hojas, pieles y plumas que escudriñaban su
cuerpo y sus pertenencias. Quiso decirles que él era su conquistador, su nuevo amo, pero el toloache
Diego J. Zárate Montero. Heredia, Costa Rica. 9 de abril de 1990. Licenciado en economía por la
Universidad Nacional de Costa Rica. Estudiante del tercer semestre de la maestría en economía del