Sei sulla pagina 1di 13

El beso de la fraternidad

Robert Darnton, el historiador norteamericano autor de La gran matanza de gatos y otros


episodios de la historia de la cultura francesa, que el FCE publicó hace un par de años,
examina en este artículo, no exento de simpatía y amenidad, lo que realmente significó la
Revolución Francesa. Tomado de The New York Review of Books, 1989.

¿Qué fue tan revolucionario en la Revolución Francesa? La pregunta que puede parecer
impertinente en un tiempo como éste, cuando todo el mundo está felicitando a Francia en
el Bicentenario de la toma de la Bastilla, la destrucción del feudalismo y la declaración de
los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Pero el alboroto del bicentenario tiene poco que
ver con lo que realmente pasó hace dos siglos.
Los historiadores indicaron que la Bastilla estaba casi vacía el 14 de julio de 1789.
Muchos de ellos argumentan que el feudalismo ha había dejado de existir cuando fue
abolido y pocos han podido negar que los derechos del hombre fueron tragados por el
Terror sólo cinco años después de haber sido proclamados. ¿Será que una mirada sobria
de la Revolución no revela más que equivocada violencia y huecas proclamadas, nada
más que un “mito”? para usar la expresión favorita de Alfred Cobban, un escéptico
historiador inglés que no tenía nada que ver con la guillotina y los lemas.
Se podría responder que los mitos pueden mover montañas. Pueden volverse realidad de
roca tan sólida como la torre Eiffel, construida por los franceses en 1889 para celebrar el
primer centenario de la Revolución. Ahora en 1989, Francia gastará millones erigiendo
edificios, creando centros, produciendo expresiones concretas de esa fuerza que hace
doscientos años reventó expandiéndose por el mundo. Pero ¿qué era es fuerza?
Aunque el espíritu del 89 es tan difícil de expresar en palabreas como lo es su expresión
con cemento y ladrillos, podría ser caracterizada como una energía –una voluntad- para
construir un mundo nuevo desde las ruinas del régimen que se desmoronó en el verano
de 1789. Esa energía permitió que todo ocurriera durante la Revolución. Transformó la
vida no sólo para los activistas que trataban de canalizarla en direcciones por ellos
escogidas sino para la gente ordinaria que se ocupaba tan sólo de su vida diaria.
La idea de un cambio fundamental en el contenido del diario vivir puede ser fácil de
aceptar en abstracto, pero pocos de nosotros podemos realmente asimilarlo. Tomamos a
mundo como viene sin imaginarnos que alguna vez estuvo organizado de diferente
manera. Aunque hemos experimentado momentos en que las cosas se desmoronan,
cómo una muerte tal vez, un divorcio o la repentina destrucción de algo que parecía
inmutable, como el techo que cubre nuestras cabezas o el suelo bajo nuestros pies.
Tales shocks usualmente afectan vidas individuales pero rara vez traumatizan sociedades
enteras. En 1789, los franceses tenían que enfrentar el colapso de todo un orden social –
el mundo que retrospectivamente definían como el Antiguo Régimen- y encontrar un
nuevo orden en el caos que los rodeaba. Experimentaban la realidad como algo que
podría ser destruido y reconstruido, y encaraban lo que parecían ser posibilidades
ilimitadas, para bien o para mal, ya sea para alzar la utopía o para caer en la tiranía.
Años antes, algunas conmociones sísmicas habían trastornado a la sociedad francesa,
como por ejemplo, la plaga bubónica en el siglo XIV y las guerras religiosas en el siglo
XVI. Pero en 1789 nadie estaba listo para una revolución. El concepto en sí no existía. Si
buscamos la palabra “revolución” en un diccionario común del siglo XVIII encontraremos
definiciones que derivan del verbo “revolver”, tales como: el regreso de un planeta o
estrella al mismo punto de partida.
Los franceses no tenían un gran vocabulario político antes de 1789 porque la política
transcurría únicamente en Versalles, en aquel remoto mundo de la corte real. Una vez que
la gente común empezó a participar en política – en la elección de los Estados
Generales , basadas en el sufragio universal masculino, y en las insurrecciones callejeras
– necesitaba encontrar palabras para lo que había hecho y visto. Se desarrollaron nuevas
categorías fundamentales, como por ejemplo “derecha”, e “izquierda” derivadas de la
ubicación en que se sentaban los miembros en la Asamblea Nacional. Primero llegaba la
experiencia, luego el concepto. Pero ¿Cuál fue esa experiencia?
Solo una minoría de activistas se unió a los clubes jacobinos, pero toda la gente fue
afectada por la Revolución porque éste penetró en todo. Por ejemplo, recreó el tiempo y el
espacio. De acuerdo con el calendario revolucionario, adoptado en 1793 y usado hasta
1805, el tiempo empezaba cuando acababa la vieja monarquía: el 22 de Septiembre de
1792 era el primero de Vendémaire, Año I.
Por voto formal de la convención, los revolucionarios dividieron el tiempo en unidades que
ellos consideran racionales y naturales. Tenían semanas de diez días, meses de tres
semanas y años de doce meses. Los cinco días sobrantes se convirtieron en festivales
patrióticos, jours sanssculottides, donde se celebran como cualidades cívicas la Virtud, el
Genio, el Trabajo, la Opinión y la Recompensa.
Los días normales adquirieron nombres nuevos que sugerían una regularidad
matemática: primidi, duodi, tridi, etcétera, hasta llegar al decadi. Cada uno de ellos
dedicado a algún aspecto de la vida rural para que así la agronomía reemplazara los días
santos del calendario cristiano. Así, el 22 de noviembre dedicado a Santa Cecilia, pasó a
ser el día del nabo; el 25 de noviembre, dedicado a Santa Catarina, pasó a ser el día del
cerdo y el 30 de noviembre, antes día de San Andrés, pasó a ser el día en que se recoge
la cosecha.
Los nombres de los nuevos meses tomaban en cuenta el ritmo natural de las estaciones.
Por ejemplo el 1 de enero de 1989 sería el año 197 del dudécimo de Nivose (mes de la
nieve) ubicado después de los meses de niebla (Brumaire) y de frío (Frimaire) y anterior a
los meses de lluvia (Pluviose) y de viento (Ventose).
La adopción de sistema métrico representó el intento similar de imponer una organización
natural y racional al espacio. De acuerdo con el decreto de 1795, el metro se inauguraba
como “la unidad de longitud igual a una diez millonésima parte de el arco del meridiano
terrestre entre el Polo norte y el Ecuador”. Es obvio que el ciudadano común no entendía
mucho tal definición y tardaron tiempo en adoptar el metro y el gramo como nuevas
unidades de medida. Pero aun en donde se mantenían los viejos hábitos, los
revolucionarios sellaron sus ideas en la conciencia contemporánea cambiando el nombre
de cada cosa.
Mil cuatrocientas calles en París cambiaron de nombre, ya que las anteriores contenían
alguna referencia a un rey, reina o santo. La Plaza Luis XV, donde transcurrieron las
ejecuciones en guillotina más espectaculares, se convirtió en la Plaza de la Revolución, y
más tarde, en un esfuerzo por olvidar el pasado, adquirió su nombre actual: Plaza de la
Concorde (concordia). La iglesia de Saint-Laurent se convirtió en el tempo del Matrimonio
y la Fidelidad: Notre Dame se convirtió en el templo de la Razón; Montmartre se convirtió
en Mont Marat Incluso treinta pueblos fueron nombrados Marat, treinta de seis mil que
también trataron de borrar su pasado cambiándose de nombre. Montmorency se
transformó en Emile, Saint-Malo se volvió Victóire Montagnarde y Coulanges se convirtió
en Cou Sans-Culottes.
Hasta los revolucionarios mismos cambiaron sus nombres. Por supuesto que no sonaba
bien llamarse Luis en 1793 y 1794. Los que se llamaban Luis se ponían a sí mismos
Brutus o Spartacus. Apellidos como Le Roy o Léveque, muy comunes en Francia, se
convirtieron en La Loid o Liberté. A los niños se les ponía todo tipo de nombres, algunos
tomados de la naturaleza (Pissenlit o Dandelion para niñas y Phubarb para niños) y otros
tomados de los sucesos actuales, como por ejemplo: Fructidor, Constitution, Diez de
Agosto, Marat – Couthon- Pique. Incluso el ministro del exterior Pierre Henri Lebrun
nombró a su hija Civilisation-Jémappes-Republique.
La abeja reina fue nombrada “abeja que pone huevos” (abeille pondeuse); las piezas de
ajedrez fueron nombradas de diferente manera ya que un buen revolucionario jamás
jugaría con reyes y reinas. Los reyes, reinas y jakos de las barajas pasaron a ser
Libertades, Igualdades y Fraternidades. Los revolucionarios se empeñaban en cambiar
todo: la loza, el mobiliario, los códigos legales, la religión y hasta el mismo mapa de
Francia, dividido ahora en unidades simétricas de igual tamaño con nombres de ríos y
montañas en lugar de viejas provincias irregulares.
Antes de 1789, Francia era un entretejido incoherente de unidades incompatibles que se
sobreponían unas a otras. Algunas eran fiscales otras judiciales, unas económicas y otras
religiosas. Después de 1789 esos segmentes se juntaron creando así una sola sustancial:
la nación francesa. Con sus festivales patrióticos, su bandera tricolor, sus himnos, sus
mártires, su ejército, y sus guerras; la Revolución logró lo que había sido imposible para
Luis XIV y su sucesores; unir la disparidad de elementos de un reino, transformarlo en
una nación y conquistar el resto de Europa. Con esto, la Revolución irradió una nueva
fuerza: el nacionalismo, que movilizó a millones y derrocó gobiernos por los siguientes
doscientos años.
Por supuesto que el Estado-nación no barrió con todo lo que se encontrara ante él. A
pesar de la propaganda revolucionaria tan vigorosa dirigida por el Comité de instrucción
Pública, no se logró imponer el idioma francés a las mayorías francesas que siguieron
hablando todo tipo de dialectos incomprensibles. Pero de cualquier manera, al eliminar los
cuerpos intermediarios que separaban al ciudadano del Estado, la Revolución transformó
el carácter básico de la vida pública.
No sólo eso: extendió lo público a lo privado, creando una relación muy íntima entre estos
dos. La intimidad, en francés, es trasmitida a través del pronombre tu a diferencia de vous
(usted) usado en ocasiones formales. Aunque hoy en día, los franceses usan el tu
constantemente, bajo el Antiguo Régimen lo reservaban para situaciones asimétricas o
para relacionarse de manera intensamente personal. Los padres le decían tu a sus hijos
los cuales contestaban con vous. El tu era usado por superiores cuando hablaban a
interiores, por humanos que ordenaban a animales y por amantes después de su primer
beso o, exclusivamente, ya entre las sábanas. Cuando los alpinistas franceses llegaban a
cierta altura, aún hoy en día, cambian del vous al tu, como diciendo que todos los
hombres se convierten e iguales ante la grandeza de la naturaleza.
La Revolución Francesa quería que todos fueran tu. Ésta es una resolución hecha por el
departamento de Tarn, un área pobre y montañosa del sur de Francia en el año 11 del 24
Brumaire (14 de noviembre de 1793):
Considerando que el principio eterno de igualdad prohíbe que un ciudadano le diga “vous”
a oreo ciudadano que le responde llamándole “tu”..(se) decreta que la palabra “vous”,
cuando usada en un sentido singular (ya que en el plural lleva internalizada la palabra
vous), es desde este momento borrada del lenguaje libre francés y en toda ocasión
deberá ser reemplazada por la palabra “tu” o “toi”.
Una delegación de sanc-culottes le hicieron la petición a la convención Nacional de 1794
de abolir el vous “… como resultado habrá –decía- una disminución del orgullo, menos
discriminación, menos reserva social, más familiaridad, una inclinación más fuerte hacia la
fraternidad y, por lo tanto, más igualdad”.
Eso nos puede sonar gracioso hoy en día, pero para los revolucionarios era una cuestión
de suma importancia: querían construir una nueva sociedad basada en nuevos principios
de relaciones sociales.
Así, rediseñaron todo lo que insinuara desigualdad construida con base en las
convenciones del Antiguo régimen. Sus cartas acababan con un vigoroso “Salud et
Fraternité” en sustitución del respetuoso “su obediente y humilde servidor”. Sustituyeron el
Monsieur y Madame por el ciudadano y ciudadana y cambiaron su vestimenta.
La vestimenta puede servir como un termómetro que mide la temperatura política. Para
distinguir a un militante de las secciones radicales de París, los revolucionarios adoptaron
una terminología para el vestir: sanc-culottes, uno que usa pantalones (trouser) en vez de
calzones (breeches). En realidad, los trabajadores, generalmente no usaron pantalones
(trousers), los cuales eran más apreciados por los marineros, hasta el siglo XIX.
Robespierre mismo siempre se vestía con el uniforme del antiguo régimen; cullotes,
chaleco y peluca empolvada. Pero el revolucionario modelo que aparece en carteles y
loza de 1793 hasta hoy en día usaba pantalón, una camisa abierta, un saco corto
(carmaglone), botas y una cachucha de libertad (phrygian Bonnet) sobre un cabello
natural (sineinar) que caía hasta sus hombros.
El vestido de mujer, en la víspera de la Revolución había tenido como atracción principal
el escote bajo, la falda abombada y cortes de cabello exóticos, por lo menos entre la
aristocracia. El cabello al estilo erizado (en hérisson) se elevaba dos pies o más sobre la
cabeza y estaba decorado con adornos, como por ejemplo: un platón de fruta o una flotilla
o un zoológico. Un peinado de la corte fue arreglado al estilo de una escena pastoral, con
un lago, un cazador de patos, un molino de viento (que daba vueltas) y un molinero
montado en una mula rumbo al mercado mientras un cura seducía a su esposa.
Después de 1789, la moda vino de los sectores bajos. El cabello fue aplanado, las faldas
desinfladas, los escotes elevados y los tacones diseminados. Aun más tarde, después del
fin del Terror, cuando la reacción Termidoriana, la República de la Virtud, mujeres de
sociedad como Mme Tallien exponían sus pechos, bailaban en batas transparentes y
revivieron la peluca. Una verdadera mervelleuse o mujer elegantes tendría una peluca por
cada día de la década; Mme Tallien tenía treinta.
En el punto más alto de la Revolución entre mediados de 1792 hasta 1794, la virtud no
era tan sólo una moda sino el ingrediente central de una nueva política cultural. Tenía un
lado puritano pero tampoco debe ser confundido con lo que se predicaba en el Sunday
School durante el siglo XIX en Norteamérica. Para los revolucionarios, la virtud era viril.
Significaba una voluntad para pelear por la patria y por la trinidad revolucionaria de
libertad, igualdad y fraternidad.
Al mismo tiempo, el culto a la virtud producía una revalorización de la vida familiar.
Tomando su tema de Rousseau, los revolucionarios sermoneaban sobre la santidad de la
maternidad y la importancia de amamantar. Tomando la reproducción como un deber
cívico y atacaba a los solteros como antipatriotas. ¡Ciudadanos, denle niños a la Patria!,
proclamaba un estandarte e un desfile patriótico. “Ahora es el momento para hacer un
bebé”, recomendaba un lema pintado en una alfarería revolucionaria.
Saint-Just, el más extremoso ideólogo del Comité de Seguridad pública, escribió en su
cuaderno de apuntes: “el niño, el ciudadanos, pertenece a la Patria. La instrucción Pública
es necesaria. Los niños pertenecen a sus madres hasta la edad de cinco años, si es que
los ha amamantado y posteriormente a la República hasta la muerte”.
Sería anacrónico encontrar hitlerianismo en esas afirmaciones. Con el colapso de la
autoridad de la iglesia, los revolucionarios buscaron una nueva base moral para la vida
familiar. Se volcaron hasta el Estado e instituyeron leyes que hubieran sido impensables
bajo el Antiguo Régimen. Hicieron posible el divorcio, le otorgaron una posición legal
completa a los niños legítimos; abolieron la primogenia. Si, como proclamaba la
Declaración de los Derecho del Hombre y del ciudadano, todos los hombres son libres y
tienen los mismos derechos. ¿No deberían entonces, empezar la vida en igualdad? La
Revolución trató de limitar el “despotismo paternal” repartiéndoles a los niños la herencia
por partes iguales. Abolió la esclavitud y dio derechos cívicos completos a los protestantes
y los judíos.
Es seguro que uno puede encontrar huecos y contradicciones en la legislación
revolucionaria pero, a pesar de algunas firmas en el llamado Ventose Decrees sobre la
apropiación de las propiedades de los contrarrevolucionarios, los legisladores jamás
entrevieron algo como el socialismo. Napoleón revirtió las máximas previsiones
democráticas de las leyes en la vida familiar. Sin embargo, la dirección principal de la
legislación revolucionaria es clara: sustituyó a la Iglesia por el Estado como la autoridad
única en la conducción de la vida privada y fundamentó la legitimidad del estado en la
soberanía de la gente.
Soberanía popular, libertad cívica, igualdad ante la ley. Estas palabras se dicen tan
fácilmente hoy en día que no podemos ni imaginar la explosividad que tenían en 1789. No
podemos pensarnos dentro de la mentalidad de un mundo como el del Antiguo régimen,
donde la gran mayoría de las personas asumían que los hombres eran desiguales, que
esta desigualdad era buena y que conformaba un orden jerárquico construido en la
naturaleza de Dios. Para los franceses del Antiguo régimen, libertad era sinónimo de
privilegio, de “ley privada” o una prerrogativa especial de hacer algo que le era negado a
otra persona. El rey como principio de toda ley, distribuía privilegios, y en todo su derecho,
ya que había sido elegido como agente de Dios en la tierra. Su poder era tanto espiritual
como secular, asó con solo palpar podía curar la escrófula, enfermedad de los reyes
A través del siglo XVIII los filósofos de la Ilustración desafiaron tales suposiciones. Los
panfletarios de la calle Grub lograron éxito en manchar el aura sagrada de la corona. Pero
fue necesaria la violencia para romper el marco mental del Antiguo régimen, y esa
violencia en sí, iconoclasta, destructora de mundos, violencia del estilo revolucionario; es
también difícil para nosotros de concebir.
Es cierto que tomamos los accidentes de tráfico y los robos como incidentes diarios. Pero
en comparación con nuestros ancestros, vivimos en un mundo donde la violencia es
filtrada en nuestra experiencia cotidiana. En el siglo XVIII, los parisienses, como algo
común, pasaban por cuerpos que habían sacados de el Sena y colgados de los pies a la
orilla del río. Sabían que un mine palibulaire era un rostro que se veía igual al de esas
cabezas desmembradas expuestas en un tenedor por el verdugo público. Habían sido
testigos de los desmembramientos de criminales en ejecuciones públicas. No había
manera de caminar por el centro de la ciudad sin empaparse los zapatos de sangre.
Ésta es una descripción de las carnicerías parisienses escritas por Louis Sébastian
Mercier unos pocos años antes del estallido de la Revolución_
“Se encuentran en el centro de la ciudad. La sangre camina por entre las calles; se
coagula bajo tus pies y tus pies están rojos de ella. Al pasar te sorprende un llanto
agonizante. Un novillo es tirado al piso, sus cuernos amarrados; un pesado mazo rompe
su cráneo; un cuchillo inmenso choca profundo en su garganta; su sangre caliente fluye
hacia afuera con su vida, en una gruesa corriente… Entonces brazos manchados de
sangre se clavan entre las humeantes entrañas; sus miembros son cortados a la mitad y
colgados para ser vendidos. Algunas veces el novillo, aturdido mas no desplomado por el
primer golpe, rompe sus cuerdas y corre furibundo lejos del escenario, esquivando a
quien se ponga en su camino… Y los carniceros tienen una apariencia feroz y sangrienta:
brazos desnudos, cuellos hinchados, sus ojos rojos, sus piernas inmundas, sus delantales
cubiertos con sangre. Cargan siempre sus garrotes sólidos buscando una pelea.
Pareciera como si la sangre que desparraman inflamara sus caras y sus
temperamentos… En las calles cercanas a las carnicerías, un olor a cadáver cuelga
pesado en el aire; y prostitutas viles –enormes, gordas, objetos monstruosos sentados en
las calles- despliegan su libertinaje en público.
Éstas son las bellezas que aquellos hombres de sangre encuentran seductoras

Un serio alboroto irrumpió en 1750 porque corrió el rumor que en las secciones de la
clase obrera de París la policía estaba secuestrando niños para proporcionarle a un
príncipe de sangre real un baño de sangre. Tales alborotos eran conocidos como
“emociones populares”, erupciones de pasión visceral provocadas por una chispita que
dentro de la imaginación colectiva iba convirtiéndose en fuego.
Sería muy bueno si pudiéramos asociar la Revolución exclusivamente a la Declaración de
los Derechos del Hombre y del Ciudadano, pero nació en violencia y selló sus principios
en un mundo violento. Los conquistadores de la Bastilla no sólo destruyeron un símbolo
de despotismo real. Ciento cincuenta d ellos fueron muertos o heridos en el asalto de la
prisión; y cuando los sobrevivientes atraparon al Gobernador, le cortaron la cabeza y la
desfilaron por todo París en la punta de una pica.
Una semana más tarde, en un paroxismo de furia por los altos precio del pan y rumores
en torno a conspiraciones para matar de hambre a los pobres, una multitud lincho a un
oficial del ministerio de guerra llamado Foulon, cortó su cabeza y la desfiló en una pica
con la boca repleta de paja como una señal de complicidad en la conspiración. Entonces,
una banda de revoltosos agarraron al nuero de Foulon, intendente de París, Bertier de
Sauvigny, y marcharon con él por las calles con la cabeza de Foulon enfrente de él
cantando “besa a papá- besa a papá”. Asesinaron a Bertier enfrente de el Hotel de Ville, le
arrancaron el corazón y lo arrojaron en dirección al edificio del gobierno provisional. Por
fin, finalizaron su desfile con su cabeza al lado de la Foulon. “Así se castiga a los
traidores” decía un grabado de esta escena.
Gracchus Babeuf, el futuro conspirador izquierdista describió este delirio general en una
carta a su esposa. A propósito de las multitudes que aplaudieron a la vista de las cabezas
en las picas, escribió.
¡Oh, ese júbilo me hizo enfermar. Me sentía satisfecho y disgustado al mismo tiempo. Me
dije, esto es para mejor y para peor. Entendí que la gente común estaba haciendo justicia
con sus propias manos. Apruebo esta justicia… pero, ¿podría no ser cruel? Castigos de
todo tipo, estirar y cuartear, tortura, la rueda, la rueca, la estaca, verdugos multiplicándose
en todas partes, han hecho tanto daño a nuestra moral! Nuestros amos… recolectarán lo
que han sembrado.
Sería muy grato si pudiéramos concluir el cuento de la revolución a finales de 1789,
donde el actual gobierno francés quiere limitar su celebración. Pero el cuento completo se
extiende a través de lo que sigue del siglo y del siglo siguiente, de acuerdo a los
historiadores.
Podemos encontrar una multitud de explicaciones para el Terror oficial, el Terror dirigido
por el Comité de Seguridad Pública y el Tribunal Revolucionario. Para los estándares del
siglo XX si se hace un conteo de los cuerpos y se mide estadísticamente la cantidad de
víctimas, no es algo muy devastador. Tomó alrededor de 17,000 vidas. Hubieron menos
de veinticinco ejecuciones en mitad de los departamentos de Francia y ninguna en seis de
ellos. Setenta y un por ciento de las ejecuciones ocurrieron en regiones donde la guerra
civil era furiosa; tres cuartos de los guillotinados eran rebeldes capturados con armas en
sus manos: ochenta y cinco por ciento eran plebeyos (commoners). Una estadística difícil
de digerir para quienes interpretan a la Revolución como una guerra de clases dirigida por
la burguesía contra los aristócratas. Bajo el Terror, la palabra “aristócrata” podía ser
aplicada a casi cualquier sospechoso de ser un enemigo del pueblo.
Pero todas estas estadísticas quedan atoradas en la garganta. Cualquier intento de
condenar a una persona suprimiendo su individualidad y encasillándola en abstracciones
en categorías ideológicas como “aristócrata!” o “burgués” es inherentemente inhumano. El
Terror fue terrible. Señalo el camino al totalitarismo. Fue el trauma que asustó a la historia
moderna en su nacimiento.
Historiadores han logrado explicar mucho de esto (no todo, no el macabro último mes de
el “Gran Terror”, cuando las matanzas se incrementaron mientras que la amenaza de
invasión retrocedía) como respuesta a las circunstancias extraordinarias de 1793 y 1794;
los ejércitos invasores a punto de caer sobre Paris; los contrarrevolucionarios, algunos
imaginarios y muchos reales, conspirando para derrocar el gobierno desde su interior; el
precio de pan subiendo fuera de control y llevando al pueblo parisiense al hambre y a la
desesperación; la guerra civil en la Vendée; las rebeliones municipales en Lyon,
Marseilles y Bordeaux y e faccionalismo en el interior de la Convención Nacional, que
amenazaba con paralizar cualquier intento de manejar la situación.
Sería de la más alta presunción para un historiador norteamericano, sentado en la
comodidad de su estudio, el condenar a la violencia francesa y felicitar a sus compatriotas
por lo relativamente poco sangrienta que fue su propia revolución, ocurrida bajo
condiciones totalmente diferentes. Sin embargo ¿qué lógica le puede dar –un historiador
norteamericano- a las Masacres de septiembre de 1792, una orgía de matanzas que se
llevó la vida de más de mil personas, muchas de ellas prostitutas y criminales comunes
atrapados en prisiones como Abbaye?
No sabemos exactamente que pasó, porque los documentos fueron destruidos en el
bombardeo de la Comuna de París en 1871. Pero un avalúo sobrio de la evidencia
sobreviviente realizado por Pierre Caron sugiere que las masacres ocurrieron bajo el
carácter de un ritual apocalíptico de matanza masiva. Multitudes de sans-culottes,
incluyendo los hombres de las carnicerías descritos por Mercier, asaltaron las prisiones
para extinguir lo que ellos creían era un complot contrarrevolucionario. Improvisaron una
corte popular en la prisión de Abbaye. Uno por uno de los prisioneros fueron sacados,
acusados y juzgados de manera sumaria conforme a sus comportamientos. La fortaleza
era interpretada como señal de inocencia, y el titubeo como culpa. Stanislas Maillard, uno
de los conquistadores de la Bastilla asumió el rol acusador; y la multitud transportada de
las calles a las filas de los tribunales, ratificaba su juicio con señales de asentimiento y
aclamaciones. Si el prisionero era declarado inocente se le lloraba encima y se le cargaba
triunfalmente por la ciudad. Si era culpable, sería cortado, descuartizado a muerte, en un
lanzamiento masivo de picas, garrotes y sables. Entonces, su cuerpo sería desnudado y
echado sobre un montón de cuerpos o desmembrados y desfigurado en la punta de una
pica.
Mientras concurrían con sus actividades sangrientas, la gente que cometía las masacres
hablaba de purgar la tierra de contrarrevolución. Parecían estar tomando papeles en una
versión secular del Juicio Final, como si la Revolución hubiese desencadenado una
corriente subterránea de milenarismo popular. Pero es difícil saber que guión estaba
siendo ejecutado en septiembre de 1782. Tal vez nunca podremos penetrar en tal
violencia o llegar al meollo de otras “emociones populares” que determinaron el curso de
la Revolución: el gran Terror de los campesinos a principios del verano de 1789; los
levantamientos del 14 de julio y del 5 y 6 de octubre de 1789; los “días” revolucionarios
del 10 de agosto de 1792, el 31 de mayo de 1793, el 9 Thermidor, año II (27 de julio de
1794), el 12 Germinal, Año III (1 de abril de 1795) y el 1-4 Prarial, año III (20-23 de mayo
de 1795). En todos ellos las multitudes exigían pan y sangre y el derrame de sangre
traspasó el entendimiento de cualquier historiador.
Sin embargo, existió. No desaparecerá y debe ser incorporado a cualquier intento que
trate de descifrar la Revolución. Se puede argumentar que la violencia fue un mal
necesario porque el Antiguo Régimen no moriría pacíficamente y el nuevo orden, no
podría sobrevivir sin antes destruir a la contrarrevolución. Casi todos los “días” violentos
fueron defensivos; intentos desesperados por evitar un golpe contrarrevolucionario que
amenazaba con aniquilar la Revolución desde junio de 1789 hasta noviembre de 1799,
cuando Bonaparte tomó el poder.
Después del cisma religioso de 1791 y de la guerra de 1792, cualquier tipo de crítica
podía hacerse ver como traición y no se podía llegar a ningún tipo de consenso en lo que
respecta los principios de la política.
En resumen, las situaciones más extremosas de la revolución se vieron justificadas dadas
las circunstancias de la década revolucionaria. La mayoría, más no todas: no fue el caso
de la Matanza de los Inocentes en septiembre de 1792. La violencia en sí sigue siendo un
misterio, es el tipo de fenómeno que hace que uno busque explicaciones metahistoricas:
el pecado original, la libido desenfrenada o la habilidad de una dialéctica. Por mi parte, me
confieso incapaz de explicar la causa última de la violencia revolucionaria pero creo tener
idea de alguna de sus consecuencias. Abrió el camino para el re-diseño y la re-
construcción que mencioné anteriormente, tumbó as instituciones del Antiguo Régimen
tan repentinamente y con tal fuerza que hizo parecer todo posible. Liberó una energía
utópica.
La sensación de posibilidades ilimitadas –que podríamos llamar “posibilismo” –iluminaba
la emoción popular y no se restringía únicamente a las explosiones milenarias de las
calles. Podría afectar a abogados y hombres de letras sentados en la Asamblea
Legislativa. El 7 de julio de 1792. A .Al Lamourette, un diputado de Rhone-et-Loire, le dijo
a los miembros de la Asamblea que todos sus problemas provenían de u solo origen: el
faccionalismo. Necesitaban más fraternidad. Así, los diputados que hasta hacía un
instante no podían ni tragarse, se pusieron repentinamente de pie y comenzaron a
bvesarse y abrazarse como si a sus divisiones políticas se las hubiera llevado una ola de
amor fraternal.
El “beso de Lamourette” ha sido tomado cono indulgencia por historiadores que saben
que tres días después la Asamblea se desmoronaría ante la sangrienta revuelta del 10 de
agosto.
Qué infantiles eran aquellos hombres de 1792 con su oratoria pomposa, su culto ingenuo
por la virtud, su lema simple de libertad, igualdad y fraternidad.
Pero podemos perdernos de algo si somos condescendientes con la emoción popular de
fraternidad de la gente del pasado, la más rara en la trinidad de valores revolucionarios
que se extendió por París con fuerza de huracán en 1792. Apenas podeos imaginarnos su
poder, porque habitamos un mundo organizado de acuerdo a otros principios como el de
definitividad en el trabajo, salario nominal, ultimátum y de quien le rinde cuenta a quién.
Nos definimos como patrones o empleados, como maestros o estudiantes, como alguien
situado en alguna parte de la telaraña de roles entrecruzados.
La Revolución, en su momento más revolucionario, trató de borrar tales distinciones.
Realmente intentaba legislar la hermandad del hombre. Tal vez no tuvo más éxito que el
cristianismo, pero remodelo lo suficiente del paisaje social alterando así el curso de la
historia.
¿Cómo podemos comprender esos momentos de furor, cuando cualquier cosa parece
posible y el mundo aparece como una tabla rasa, barrida por un surgimiento de emoción
popular y listo para ser rediseñado? Tales momentos pasan rápidamente. La gente no
puede vivir por mucho tiempo en estado de exaltación epistemológica. La ansiedad se
asienta: la necesidad de arreglar las cosas, de forzar las fronteras y reubicar a loso
“aristócratas” y a los patriotas. Las fronteras muy pronto se fortalecen y de nuevo el
paisaje asume el aspecto de inmutabilidad.
Hoy en día, la mayoría de nosotros habitamos un mundo que tomamos como no el mejor
pero sí el único posible. La Revolución Francesa se ha perdido en un pasado
imperceptible y su luminosidad se ha opacado en la distancia de doscientos años, tan
lejanos que apenas lo podemos creer. Porque la Revolución desafía toda creencia.
Parece increíble que toda la población podría rebelarse y transformar las condiciones de
la vida cotidiana.
¿Alguna vez hemos nosotros experimentado algo que pudiera sacudir nuestras
convicciones? Consideremos los asesinatos de John F. Kennedy, Robert Kennedy y
Martin Luther King. Todos los que vivimos esos momentos recordamos con precisión
donde estábamos y qué estábamos haciendo. Repentinamente paramos nuestras
actividades para encarar la enormidad de tal evento que nos afectaba a todos. Por unos
instantes dejamos de vernos a través de nuestros roles y nos percibimos como iguales,
desnudos hasta la médula de nuestra común humanidad. Al igual que los alpinistas en las
alturas, elevados de nuestro mundo cotidiano, cambiamos del vous al tu.
Yo creo que la Revolución Francesa fue una sucesión de eventos tan terribles que
estremeció a la humanidad en sus profundidades. De la destrucción crearon nuevas
posibilidades, no sólo la escritura de constituciones o la legislatura de la libertad y la
igualdad, sino el vivir el más difícil de los valores revolucionarios: la fraternidad. Grandes
eventos hacen posible en la realidad la reconstrucción social, la reorganización de las
cosas – como- son que son experimentadas como deseadas en vez de como dadas, y
que están de acuerdo con convicciones de cómo las cosas deberían ser.
Las fuerzas oponentes en Francia de 1789 a 1799 eran el Posibilismo contra lo
establecido. No es que otras fuerzas estuvieran ausentes, incluyendo algo que puede ser
llamado “bourgeoise” combatiendo algo conocido como “feudalismo”, mientras que
bastantes propiedades cambiaban de dueños y los pobres extraían algo del pan de los
ricos. Pero todos esos conflictos se afirmaban en algo mayor a la suma de sus partes: una
convicción de que la condición humana es maleable, no establecida y que la gente común
puede hacer la historia en vez de vivir un destino predeterminado.
Doscientos años de experimentos con nuevos y atrevidos mundos nos han vuelto
escépticos con respecto al manejo social. En retrospectiva, ese momento digno de
Wordsworth, puede llegar a ser visto como un preludio al totalitarismo.
Mucha investigación posterior al hecho puede distorsionar la visión de 1789 y de 1793-
1794. Los revolucionarios franceses no eran stalinistas. Eran una variedad de personas
comunes y corrientes bajo circunstancias excepciones. Cuando todo se desmoronó, ellos
respondieron a una necesidad abrumadora de darle sentido a las cosas ordenando la
sociedad de acuerdo con nuevos principios. Esos principios todavía siguen en pie como
una denuncia a la injusticia y a la tiranía ¿De qué se trató la Revolución Francesa? De
Libertad, Igualdad y Fraternidad.

Potrebbero piacerti anche