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Filosofía

1. Conocimiento y lenguaje: el problema de los conceptos universales.


CONOCIMIENTO Y LENGUAJE: EL PROBLEMA DE LOS CONCEPTOS UNIVERSALES

1. Introducción
La palabra ‘Hugo’ es un nombre propio. Se supone que mediante este nombre nos referimos a una persona determinada,
a una entidad concreta y singular cuyo nombre es ‘Hugo’. De la entidad concreta y singular, o de la persona, cuyo
nombre es ‘Hugo’ podemos decir que es un hombre, que es alto, que es pelirrojo. Los términos ‘hombre’, ‘alto’,
‘pelirrojo’ son usados para calificar a Hugo. Son nombres comunes usados no para nombrar a una entidad singular, sino
de un modo universal. ‘Hombre’, ‘alto’, ‘pelirrojo’ son nombres llamados ‘universales’.
Tradicionalmente, los universales fueron llamados “nociones genéricas”, “ideas” y “entidades abstractas”. Otros
ejemplos de universales son “el león”, “el triángulo”, “4” (el número cuatro, escrito mediante la cifra ‘4’). Ha sido
frecuente contraponer los universales a los “particulares” y estos últimos han sido equiparados con entidades concretas o
singulares.
Un problema capital respecto a los “universales” es el de su status ontológico. Se trata de determinar qué clase de
entidades son los universales, es decir, cuál es su forma peculiar de “existencia”. Aunque, por lo dicho, se trata
primordialmente de una cuestión ontológica, ha tenido importantes implicaciones y ramificaciones en otras disciplinas: la
lógica, la teoría del conocimiento y hasta la teología. La cuestión ha sido planteada con frecuencia en la historia de la
filosofía, especialmente desde Platón y Aristóteles, pero como fue discutida muy intensamente durante la Edad Media
suele colocarse en ella el origen explícito de la llamada cuestión de los universales.
Que sea durante la Edad Media cuando este problema fue debatido con mayor intensidad se debe a que de su solución
dependía la determinación del fundamento ontológico del hombre individual, de capital importancia para la teología y la
mentalidad religiosa de la época. Pues, junto con la filosofía griega, que concibe el pensar la esencia de las cosas en
relaciones generales, la doctrina medieval hereda la metafísica neoplatónica, que equipara los grados de la generalidad
lógica con las diversas intensidades axiológicas del ser: Dios es lo absolutamente universal y, por consiguiente, lo
absolutamente real. Pero entonces se plantea el problema de si el individuo (lo opuesto a lo general) es real o qué clase
de realidad le compete.
La cuestión surgió con particular agudeza desde el instante en que se consideró como un problema capital el planteado en
la traducción que hizo Boecio de la Isagoge de Porfirio. El filósofo neoplatónico escribió lo siguiente: “Como es
necesario, Crisaoro, para comprender la doctrina de las categorías de Aristóteles, saber lo que es el género, la diferencia,
la especie, lo propio y el accidente, y como este conocimiento es útil para la definición y, en general, para todo lo que se
refiere a la división y la demostración, cuya doctrina es muy provechosa, intentaré en un compendio y a modo de
instrucción resumir lo que nuestros antecesores han dicho al respecto, absteniéndome de cuestiones demasiado profundas
y aun deteniéndome poco en las más simples. No intentaré enunciar si los géneros y las especies existen por sí mismos o
en la nuda inteligencia, ni, en el caso de subsistir, si son corporales o incorporales, ni si existen separados de los objetos
sensibles o en estos objetos, formando parte de los mismos. Este problema es excesivo y requeriría indagaciones más
amplias. Me limitaré a indicar lo más plausible que los antiguos y, sobre todo, los peripatéticos han dicho razonablemente
sobre este punto y los anteriores” (Isagoge, I, 16). Boecio se refiere a estas palabras de Porfirio y las comenta en la
llamada “Secunda editio” de sus comentarios a las Categorías: Commentarii in librum Aristotelis PERI ERMHNEIAS,
Libro I).
El problema puede plantearse del siguiente modo: Aunque lo que vemos y lo que tocamos son cosas particulares, cuando
pensamos esas cosas no podemos por menos de utilizar ideas y palabras generales, como cuando decimos, “ese objeto
particular que veo es un árbol, un olmo, para ser más preciso”. Semejante juicio afirma de un objeto particular que es de
una determinada clase, que pertenece al género árbol y a la especie olmo; pero está claro que puede haber muchos objetos,
aparte del que realmente percibimos ahora, a los que pueden ser aplicados los mismos términos, que pueden ser
subsumidos bajo las mismas ideas. En otras palabras, los objetos exteriores a la mente son individuales, mientras que los
conceptos son generales, de carácter universal, en el sentido de que se aplican indistintamente a una multitud de
individuos. Pero, si los objetos extramentales son particulares y los conceptos humanos son universales, está clara la
importancia que tiene el descubrir la relación entre aquéllos y éstos. Si el hecho de que los objetos subsistentes son
individuales y los conceptos son generales significa que los conceptos universales no tienen fundamento en la realidad
extramental, si la universalidad de los conceptos significa que éstos son meras ideas, entonces se crea una brecha entre el
pensamiento y los objetos, y nuestro conocimiento, en la medida en que éste se expresa en conceptos y juicios
universales, es cuando menos, de dudosa validez. El científico expresa su conocimiento en términos abstractos y
universales, y si esos términos no tienen fundamento en la realidad extramental, su ciencia es una construcción arbitraria,
que no tiene relación alguna con la realidad. Pero en la medida en que los juicios humanos son de carácter universal, o
comprenden conceptos universales, el problema ha de extenderse al conocimiento humano en general, y si la cuestión
relativa a la existencia de fundamento universal de un concepto universal es contestada negativamente, el resultado debe
ser el escepticismo.
El problema puede plantearse de varias maneras. Puede plantearse, por ejemplo, de esta forma: “¿Qué es lo que
corresponde, si hay algo que corresponda, en la realidad extramental, a los conceptos universales que se dan en la
mente?”. Ese modo de abordar el problema puede llamarse el ontológico, y fue en esa forma como los primeros
medievales discutieron la cuestión. Puede también preguntarse cómo se forman nuestros conceptos universales. Ésa es la
manera psicológica de abordar el problema. Si suponemos una solución conceptualista, se puede preguntar cómo es que
el conocimiento científico, que es un hecho para todos los fines prácticos, es posible; pero sea cual sea la forma que
adopte el modo como se plantee, el problema es de una importancia fundamental pues tiene relación con el problema del
conocimiento humano, si éste es posible y, caso de ser posible si puede ser de tipo objetivo o necesariamente habrá de ser
un conocimiento de tipo subjetivo.

2. El realismo
Nombre que se da por lo común al realismo extremo. Según el mismo, los universales existen realmente; su existencia es,
además, previa y anterior a la de las cosas o, según la fórmula tradicional, universalia ante rem. Si así no ocurriera,
arguyen los defensores de esta posición, sería imposible entender ninguna de las cosas particulares. En efecto, estas cosas
particulares están fundadas (metafísicamente) en los universales. El modo de fundamentación es muy discutido.
El primer autor que adoptó una teoría realista de los universales fue Platón; el realismo ha sido por ello llamado a veces
“realismo platónico” o “platonismo”. Sin embargo, la doctrina platónica es compleja y no puede simplemente
identificarse con una posición realista y menos todavía con el realismo absoluto o exagerado. Se atribuye a Aristóteles
una posición realista moderada que coincide en gran parte con el conceptualismo, pero aquí también debe tenerse en
cuenta que se trata de una simplificación y en buena medida de una cierta interpretación de la posición aristotélica. El
realismo agustiniano tiene mucho de platónico, hasta el punto de que ha calificado con frecuencia de “realismo
platónico-agustiniano”; su característica principal consiste en que “sitúa”, por así decirlo, los universales (o ideas) en la
mente divina en vez de considerarlos como existiendo en un mundo supraceleste o inteligible. Realista en sentido muy
próximo al agustiniano fue en la Edad Media San Anselmo y realista extremo suele considerarse a Guillermo de
Champeaux. Sin embargo, este último mantuvo una teoría que puede calificarse asimismo de “realismo empírico”. Según
el mismo, los universales no existen por sí fuera de los individuos ni fuera de la mente divina, sino que existen en los
mismos individuos fuera de toda consideración mental de ellos.
Pedro Abelardo manifestó que los entes universales pueden entenderse de dos maneras. Una de ellas es la que los concibe
essentialiter o en su esencia; la otra, la que los concibe indifferentero por no-diferencia. En el primer caso, la diferencia
se une al género para formar la especie, al modo como una forma se une a una materia. Las formas son en este caso
accidentes que se unen a la materia genérica, dispuesta a recibirlos. En el segundo caso lo universal no lo es en su esencia,
sino en su indiferencia. Como la universalidad consiste entonces en la mera no distinción de las cosas singulares, resulta
que las especies pueden ser definidas como la indiferencia de los individuos. A la vez la última concepción puede
entenderse de dos modos. O se considera la especie en extensión, y entonces todos los individuos convienen juntamente,
o se considera en comprensión (intención), y entonces se concibe cada individuo en tanto que “conviene con los demás”.
Si lo primero, todos los individuos juntos no forman la especie. Si lo segundo, ningún individuo es la especie.

2.1 Platón
Platón da por supuesto desde el comienzo que el conocimiento es algo que se puede alcanzar y que debe ser 1º) infalible
y 2º) acerca de lo real. El verdadero conocimiento ha de poseer a la vez ambas características, y todo estado de la mente
que no pueda reivindicar su derecho a ambas en imposible que sea verdadero conocimiento. Platón acepta de Protágoras
la creencia en la relatividad de los sentidos y de la percepción sensible, pero no admite un relativismo universal: al
contrario, el verdadero conocimiento, absoluto e infalible, es alcanzable, pero no puede ser lo mismo que la percepción
sensible, que es relativa, ilusoria, y está sujeta al influjo de toda clase de influencias momentáneas tanto de la parte del
sujeto como de la del objeto. Acepta también la opinión de Heráclito de que los objetos de la percepción sensible, objetos
particulares, individuales y sensibles, están siempre cambiando, en perpetuo fluir, y, por ello, no pueden ser objetos de
verdadero conocimiento. Acense y se destruyen sin cesar, su número es indefinido, resulta imposible encerrarlos en los
claros límites de la definición, no pueden llegar a ser objetos del conocimiento científico. Pero Platón no saca la
conclusión de que no haya cosas capaces de ser objetos de verdadero conocimiento, sino que sólo concluye que las cosas
particulares y sensibles no pueden ser los objetos que busca. El objeto de verdadero conocimiento ha de ser estable y
permanente, fijo, susceptible de definición clara y científica, cual es la del universal.
Si examinamos los juicios con los que pensamos alcanzar el conocimiento de lo que es esencialmente estable y constante,
hallamos que son juicios que versan sobre conceptos universales. Si analizamos, por ejemplo, este juicio: “La
Constitución ateniense es buena”, hallaremos que el elemento esencialmente estable que entra en él es el concepto de la
bondad. Después de todo, la Constitución ateniense podría modificarse hasta tal punto que ya no hubiésemos de
calificarla de buena, sino de mala. Esto supone que el concepto de bondad sigue siendo el mismo, pues si llamamos
“mala” a la Constitución modificada, ello sólo puede deberse a que la juzgamos en relación con un concepto fijo de
bondad.
Además, el conocimiento científico, tal como Sócrates lo vio, aspira a dar con la definición, a lograr un saber que
cristalice y se concrete en una definición clara e inequívoca. Un conocimiento científico de la bondad, por ejemplo, debe
poder resumirse en la definición: “La bondad es ...”, mediante la cual exprese la mente la esencia de la bondad. Pero la
definición atañe al universal. De aquí que el verdadero conocimiento sea el conocimiento del universal. Es el concepto
universal el que cumple los requisitos necesarios para ser objeto del verdadero conocimiento. El conocimiento del
universal supremos será el conocimiento más elevado, mientras que el “conocimiento” de lo particular será el grado más
bajo del “conocer”.
Ahora bien, si el verdadero conocimiento es el de los universales, ¿no se sigue de aquí que el verdadero conocimiento es
el conocimiento de lo abstracto, de lo “irreal”?. No. Lo esencial de la doctrina de Platón sobre las Formas o Ideas se
reduce a esto: que el concepto de universal no es una forma abstracta desprovista de contenido o de relaciones objetivas,
sino que a cada concepto universal verdadero le corresponde una realidad objetiva. Lo esencial de la teoría platónica de
las Ideas no ha de verse en la noción de la existencia “separada” de las realidades universales, sino en la creencia de que
los conceptos universales tienen referencias objetivas y de que la realidad que les corresponde es de un orden superior al
de la percepción sensible en cuanto tal.
A los ojos de Platón, el objeto del verdadero conocimiento debe ser estable, permanente, objeto de la inteligencia y no de
los sentidos, y estas exigencias las cumple el universal, en la medida en que atañe al más alto estado cognoscitivo. La
epistemología platónica implica que los universales que concebimos con el pensamiento no están faltos de referencias
objetivas.
En la República se da por supuesto que toda pluralidad de individuos que posee un nombre común tiene también su
correspondiente Idea o Forma. Esta Forma es el universal, la naturaleza o cualidad común que se aprehende en el
concepto. Los conceptos universales no son meramente subjetivos, sino que en ellos aprehendemos esencias objetivas.
Para Platón, lo que capta la realidad es el pensamiento, de modo que los objetos del pensar (en cuanto opuestos a los de la
percepción sensible), esto es, los universales, han de tener realidad. ¿Cómo podrían ser captados y constituir el objeto del
pensamiento si no fuesen reales? Nosotros los descubrimos: no son simples invenciones nuestras, sino esencias objetivas.
A esas esencias objetivas Platón les dio el nombre de Ideas o Formas.
En nuestro lenguaje común, Idea se refiere a un concepto subjetivo de la mente; en cambio, cuando Platón habla de las
Ideas o Formas, se refiere a los contenidos objetivos de nuestros conceptos universales, a sus referencias a la realidad. En
nuestros conceptos universales aprehendemos las esencias objetivas, y a estas esencias objetivas es a las que Platón
aplicaba el término de “Ideas”.
Ahora bien, ¿qué entiende Platón por “Ideas”?.
En el Fedón sugiere Platón que la verdad no puede alcanzarse mediante los sentidos corporales, sino únicamente
mediante la razón, que aprehende las cosas que “en realidad son”. ¿Cuáles son estas cosas que “son en realidad”, que
poseen el verdadero ser?. Son las esencias de las cosas. Estas esencias permanecen siempre las mismas, lo que no sucede
con los objetos particulares de los sentidos. Tales esencias existen realmente.
En la República se hace ver que el verdadero filósofo trata de conocer la naturaleza esencial de cada cosa. No le
concierne el conocer, por ejemplo, multitud de cosas bellas o de cosas buenas, sino más bien, el discernir la esencia de la
Belleza y la esencia de la Bondad, que se hallan encarnadas en diversos grados en las cosas bellas particulares y en las
cosas buenas concretas. Un indicio de que, además de considerar a las Ideas como existentes, las considera como
“existentes separados” de aquellos objetos que representan se encuentra en el análisis que hace de la idea de Bien.
Compara al Bien con el Sol, cuya luz hace los objetos de la naturaleza visibles a todos y es, por tanto, en cierto sentido, la
fuente de su importancia, de su valor y de su belleza. Como el Bien da el ser a los objetos del conocimiento y, de este
modo, es el Principio unificador y omnicomprensivo del orden de las esencias, mientras que él mismo sobrepasa en
dignidad y en poder hasta al ser esencial, es imposible concluir que el Bien sea un simple concepto o que sea un fin no
existente, un principio teleológico, aunque irreal, hacia el que todas las cosas tiendan: no sólo es un principio
epistemológico, sino también un principio ontológico, un principio del ser. Por tanto, es en sí mismo subsistente y real.
Platón se esfuerza por concebir lo Absoluto, el Modelo ejemplar de todas las cosas, la Perfección absoluta, el último
Principio ontológico. Este Absoluto es inmanente, pues los fenómenos son encarnaciones suyas, “copias” de él,
participaciones o manifestaciones del mismo en diversos grados; pero es también trascendente, porque se dice que
trasciende al ser mismo, mientras que las metáforas de la participación y de la imitación implican una distinción entre la
participación y lo Participado, entre la imitación y lo Imitado o Ejemplar.

2.2 Aristóteles
La argumentación de Platón de que la teoría de las Ideas posibilita y explica el conocimiento científico prueba, dice
Aristóteles, que el universal es real y no mera ficción mental, pero no prueba que el universal subsista aparte de las cosas
individuales. “Ninguna manera de probar que las Formas existen es convincente, pues en algunas de esas maneras no se
sigue por necesidad la consecuencia y en otras se sigue que hay Formas de cosas de las que estamos convencidos que no
existen Formas” (Metafísica, 990b8-11).
Para Aristóteles la doctrina platónica de las Ideas o Formas es inútil, entre otras razones, porque:
a. las Formas no son mas que una vana reduplicación de las cosas visibles. Se supone que explican por qué existe
la multitud de cosas que hay en el mundo. Pero de nada sirve suponer simplemente –como hace Platón– la
existencia de otra multitud de cosas
b. las Formas son inútiles para nuestro conocimiento de las cosas, pues “no nos ayudan a conocer otras cosas (pues
ni siquiera son la substancia de esas otras cosas, ya que, de serlo, estarían en ellas)” (Metafísica, 990a34-b8)
c. las Formas son inútiles cuando se trata de explicar el movimiento de las cosas. Aunque éstas existan en virtud de
aquéllas, ¿cómo podrán las Formas dar razón del cambiar incesante de las cosas, de su llegar a ser y su
extinguirse?. Las Formas son inmóviles, y las cosas de este mundo, si fuesen copias de las Formas, deberían ser
también inmóviles; mas, si se mueven, como de hecho ocurre, ¿de dónde les viene este movimiento?
d. se supone que las Formas dan razón de los objetos sensibles. Pero, entonces, ellas mismas tendrán que ser
sensibles y así, las Formas se parecerán a los dioses antropomórficos: éstos no serían sino hombres eternos; por
consiguiente, las Formas serían sólo “sensibles eternos”
Pero aunque Aristóteles critique la teoría platónica de las Ideas o Formas separadas, está en cambio totalmente de
acuerdo con Platón respecto a que el universal no es sólo un concepto o un modo de expresión oral, porque al universal
del entendimiento le corresponde en el objeto la esencia específica de éste, aunque tal esencia no exista en ningún estado
de separación extra mentem. Aristóteles estaba convencido, igual que Platón, de que el objeto del conocimiento científico
es el universal; de donde se sigue que, si el universal no es en modo alguno real, si carece de toda realidad objetiva, no
puede haber conocimiento científico, pues la ciencia no e ocupa de lo individual como tal. El universal es real, tiene
realidad no sólo en la mente, sino también en las cosas, aunque su existencia en la cosa no entraña aquella universalidad
formal que tiene en el entendimiento. Los seres individuales pertenecientes a una misma especie son substancias reales,
pero no participan de un universal real, objetivo, que sea numéricamente el mismo en todos los miembros de esa clase.
La esencia específica es numéricamente diversa en cada individuo de la clase mas, por otro lado, es específicamente la
misma en todos los individuos de la misma clase, y esta similaridad objetiva es el fundamento real del universal abstracto,
que tiene en el entendimiento una identidad numérica y puede predicarse indistintamente de todos los miembros de esa
clase.

2.3 Filosofía medieval

2.3.1 San Agustín


El grado más bajo de conocimiento es, para Agustín, el conocimiento sensible, dependiente de la sensación, la cual es
considerada por Agustín como un acto del alma que utiliza los órganos de los sentidos como instrumentos suyos. El alma
anima a todo el cuerpo, pero cuando incrementa o intensifica su actividad en una parte determinada, es decir, en un
particular órgano sensitivo, ejerce el poder de sensación. La consecuencia que parece seguirse de esta teoría es que
cualquier deficiencia en el conocimiento sensible debe proceder de la mutabilidad del instrumento de la sensación, el
órgano sensitivo, y el objeto de la sensación. El alma racional del hombre pone en ejercicio verdadero conocimiento y
alcanza verdadera certeza cuando contempla verdades eternas en sí misma y a través de sí misma: cuando se vuelve hacia
el mundo material y hace uso de instrumentos corporales no puede alcanzar verdadero conocimiento. Agustín suponía,
como Platón, que los objetos de verdadero conocimiento son inmutables, de lo que se sigue que el conocimiento de
objetos mutables no es verdadero conocimiento.
Los brutos pueden tener sensación de las cosas corpóreas, y recordarlas, y perseguir lo útil y evitar lo nocivo; pero no
pueden confiar cosas a la memoria deliberadamente, ni recordarlas a voluntad, ni ejecutar ninguna otra operación que
requiera el uso de la razón; así pues, por lo que hace al conocimiento sensible, el conocimiento humano es esencialmente
superior al del bruto. Además, el hombre es capaz de formar juicios racionales a propósito de cosas corpóreas, y
percibirlas como aproximaciones a sus modelos eternos. Por ejemplo, si un hombre juzga que un objeto es más bello que
otro, su juicio comparativo (si suponemos el carácter objetivo de lo bello implica una referencia a un modelo eterno de
belleza, y un juicio de que esta o aquella línea es más o menos recta, implica una referencia a la recta ideal. Tales juicios
comparativos suponen una referencia a “ideas”. «Es parte de la razón superior el juzgar de esas cosas corpóreas según
consideraciones incorpóreas y eternas, las cuales, si no estuviesen por encima de la mente humana, no serían
inmutables».

2.3.2 Boecio
El creador del problema de los universales fue Platón, Aristóteles su continuador y posteriormente en la Edad Media San
Agustín lo volvió a poner en la palestra, pero quien lo puso de moda fue Boecio el cual, en su Comentario a la Isagoge de
Porfirio, cita un pasaje de este autor en el sentido de que por el momento no entra en la cuestión de si los géneros y las
especies son entidades subsistentes o si consisten sólo en conceptos; y, en el caso de que subsistan, si son materiales o
inmateriales y, finalmente, si están o no separados de los objetos sensibles, materias todas que, según Porfirio, no pueden
tratarse en una introducción. Pero Boecio, por su cuenta, procede a tratar la cuestión indicando que hay dos modos en los
cuales una idea puede formarse de tal manera que su contenido no se encuentra en objetos extramentales precisamente tal
y como existe en la idea. Por ejemplo, podemos unir arbitrariamente hombre y caballo para formar la idea de centauro,
combinando objetos que la naturaleza no permite que se combinen en una unidad, y tales ideas arbitrariamente
construidas son “falsas. Por el contrario, si nos formamos la idea de una línea, es decir, una mera línea tal como la
considera el geómetra, entonces, aunque sea verdad que no existe una mera línea, por sí misma, en la realidad
extramental, la idea no es “falsa”, puesto que en los cuerpos se dan líneas, y todo lo que hemos hecho es aislar la línea y
considerarla en la abstracción. La composición produce una idea falsa, mientras que la abstracción produce una idea que
es verdadera, aunque la cosa concebida no exista extramentalmente en estado de abstracción o separación.
Ahora bien, los géneros y las especies son ideas del segundo tipo, formadas mediante la abstracción. La semejanza de
humanidad se abstrae de los hombres individuales, y esa semejanza, considerada por la mente, es la idea de la especie,
mientras que la idea del género se forma mediante la consideración de la semejanza entre diversas especies. En
consecuencia, “los géneros y las especies están en los individuos, pero, en tanto que pensados, son universales”.
“Subsisten en las cosas sensibles, pero son entendidos sin los cuerpos”. Extramentalmente no hay sino un sujeto para los
géneros y las especies, a saber, el individuo, pero eso no impide el que sean considerados por separado más de lo que el
hecho de que una misma línea sea a la vez convexa y cóncava impide que tengamos ideas diversas de la concavidad y la
convexidad y las definamos diferentemente.

2.3.3 Remigio de Auxerre


Si alguien trata de sostener que “blanco” y “negro” existen absolutamente y sin una substancia a la que adhieran, no
podrá indicar ninguna realidad correspondiente, sino que habrá de referirse a un hombre blanco o a un caballo negro. Los
nombres generales no tienen objetos generales o universales que les correspondan; sus únicos objetos son individuos.
¿Cómo surgen, entonces, los conceptos universales, y cuál es su función y su relación con la realidad? Ni el
entendimiento ni la memoria pueden captar todos los individuos, y de este modo la mente reúne la multitud de los
individuos y forma la idea de la especie, por ejemplo, hombre, caballo, león. Pero las especies animales y plantas son a su
vez demasiadas para ser juntamente comprendidas por la mente y ésta reúne entonces las especies para formar el género.
Hay, sin embargo, muchos géneros, y la mente da un paso más en el proceso de coarctatio, formando el concepto, aún
más amplio y extenso, de usía.

2.3.4 Guillermo de Champeaux


El universal es una cosa, esencialmente la misma, que se presenta a la vez en todos los individuos; si se privara a estos
últimos de sus accidentes o formas, desaparecería cualquier diferencia entre las cosas y quedarían reducidas a su materia
universal. Ahora bien, si eso es así, dice Abelardo, hay una misma substancia en Platón en un lugar y en Sócrates en otro
lugar, y Platón está constituido por un equipo de accidentes y Sócrates por otro. Si la especie humana está
substancialmente, y, por lo tanto, totalmente, presente al mismo tiempo tanto en Sócrates como en Platón, entonces
Sócrates debe ser Platón, y debe estar presente en dos lugares al mismo tiempo.
Presionado por este tipo de crítica, Guillermo transformó su teoría, abandonó la teoría de la identidad en favor de la
teoría de la indiferencia: entre dos hombres, Pedro y Pablo, la humanidad no es idéntica, sino semejante, es decir, no
diferente: los individuos de una misma especie participan de un mismo “estado”.

2.3.5 Bernardo de Chartres


Los géneros y las especies son ideas. Define la idea como un modelo eterno de lo que es producido naturalmente.
Entendidos de este modo, los universales no se hallan sometidos a la corrupción ni al movimiento, como “las cosas
singulares”: de ellos puede decirse que son realmente, ya que las cosas que no aumentan ni disminuyen se dice que son.
Por eso las cantidades, las cualidades, relaciones, etc., que se encuentran en los cuerpos, parecen cambiar, pero
permanecen inmutables en su naturaleza; del mismo modo, los individuos pasan, las especies permanecen. Se puede decir,
además, que las ideas son “formas ejemplares”, “razones primeras de las cosas”, estables y perpetuas: el mundo corporal
podría perecer todo entero, pero ellas no se terminarían; constituyen “el número de todas las cosas”, de tal forma que si
todo lo que es temporal desapareciera, el número de cosas no aumentaría ni disminuiría.

2.3.6 Sto. Tomás


Los fundamentos de la doctrina tomista del realismo moderado habían sido puestos antes del siglo XIII. Cuando Sto.
Tomás declara que los universales no son cosas subsistentes y que no existen sino en las cosas singulares, se está
haciendo eco de lo que Abelardo y Juan de Salisbury habían dicho antes que él. Por ejemplo, la “humanidad”, la
naturaleza humana, solamente tiene existencia en este o aquel hombre, y la universalidad que se asigna a la humanidad en
el concepto es un resultado de la abstracción, y, por lo tanto, en cierto sentido, una contribución subjetiva. Pero eso no
supone la falsedad del concepto universal. Si abstrajésemos la forma específica de una cosa y al mismo tiempo
pensásemos que esa forma existe realmente en estado de abstracción, nuestra idea sería ciertamente falsa, porque
implicaría un juicio falso relativo a la cosa misma; pero aunque en el concepto universal la mente conciba algo de una
manera distinta a su modo de existencia concreta, nuestro juicio acerca de la cosa misma no es erróneo; de lo que se trata
simplemente es de la forma, que existe en la cosa en un estado individualizado, es abstraída, es decir, convertida en
objeto de atención exclusiva de la mente, por una actividad inmaterial de ésta. El fundamento objetivo del concepto
específico universal es así la esencia objetiva e individual de la cosa, la cual esencia es, por la actividad de la mente,
liberada de factores individualizantes (es decir, de la materia) y considerada en abstracción. Por ejemplo, la mente abstrae
del hombre individual la esencia de la humanidad, que es igual, pero no numéricamente la misma, en los miembros de la
especie humana. Y el fundamento del concepto genérico universal es una determinación esencial que varias especies
tienen en común, como las especies de hombre, caballo, perro, etc., tienen en común la “animalidad”.
Las ideas, las ideas ejemplares, existen en la mente divina, aunque no son ontológicamente distintas de Dios ni
constituyen realmente una pluralidad. En lo que se refiere a esa verdad, la teoría platónica está justificada. Sto. Tomás
admite, pues, (i) el universale ante rem, aunque insistiendo en que no es una cosa subsistente, ni separada de las cosas
(Platón) ni en las cosas (primeros medievales ultrarrealistas), porque es Dios mismo, considerado en tanto que percibe su
esencia como imitable ad extra en un cierto tipo de criatura; (ii) el universale in re, que es la esencia individual concreta,
igual en los distintos miembros de la especie; y (iii) el universale post rem, que es el concepto universal abstracto.
El proceso mediante el cual el sujeto que conoce recibe el objeto, es la abstracción. El entendimiento humano ocupa un
lugar intermedio entre los sentidos corpóreos que conocen la forma unida a la materia de las cosas particulares y los
entendimientos angélicos que conocen la forma separada de la materia. Es una virtud del alma que es forma del cuerpo;
por lo tanto, puede conocer las formas de las cosas sólo en cuanto están unidas a los cuerpos y no (como quería Platón)
en cuanto están separadas. Pero en el acto de conocerlas, las abstrae de los cuerpos; por consiguiente, conocer es
abstraer la forma de la naturaleza individual, sacar lo universal de lo particular, la especie inteligible de las imágenes
singulares. La abstracción no falsifica la realidad, pues no afirma la separación real de la forma respecto a la materia
individual: sólo permite la consideración separada de la forma; y esta consideración es el conocimiento intelectual
humano.
Esta consideración separa la forma de la materia individual, no de la materia en general, pues, si no, no podríamos
comprender que el hombre, la piedra o el caballo están también compuestos de materia.
La materia es doble, es decir, común e individual: común, como la carne y los huesos; individual, como esta
carne y estos huesos. El entendimiento abstrae la especie de la cosa natural de la materia sensible individual;
pero no de a materia sensible común. Por ejemplo, abstrae la especie del hombre de esta carne y de estos huesos
que no pertenecen a la naturaleza de la especie, sino que son partes del individuo, de las que, por lo tanto,
podemos prescindir. Pero la especie del hombre no puede ser abstraída por el entendimiento de la carne y de los
huesos en general (Santo Tomás, Summa Theologica, I, q. 85, a. 1.)
De este modo, el universal es el objeto propio y directo del entendimiento. Por razón de su propio funcionamiento, el
entendimiento humano no puede conocer directamente las cosas individuales. Actúa abstrayendo la especie inteligible de
la materia individual; y la especie que es resultado de esta abstracción es el universal mismo. Por tanto, la cosa individual
sólo la puede conocer el entendimiento indirectamente, por una especie de reflexión. Dado que el entendimiento abstrae
el universal de las imágenes particulares y nada puede entender si no es mirando a las imágenes mismas, conoce
indirectamente también las cosas particulares, a las que pertenecen las imágenes.
Y el entendimiento que abstrae las formas de la materia individual es el entendimiento agente. El entendimiento humano
es un entendimiento finito que, a diferencia del entendimiento angélico, no conoce en acto todos los inteligibles, sino que
solamente tiene la potencia (o posibilidad) de conocerlos; por lo tanto, es un entendimiento posible. Pero como “nada
pasa de la potencia al acto si no es por obra de lo que ya está en acto”, la posibilidad de conocer, propia de nuestro
entendimiento, llega a ser conocimiento efectivo por acción de un entendimiento agente que actualiza los inteligibles,
abstrayéndolos de las condiciones materiales, y actuando (según el símil aristotélico) como la luz sobre los colores.

2.4 El realismo moderado


Los universales existen realmente, si bien solamente en tanto que formas de las cosas particulares, es decir, teniendo su
fundamento en la cosa: universalia in re. Los realistas moderados no pueden no negar que hay universales en Dios en
tanto que arquetipos de las cosas, por lo que es frecuente hallar el realismo moderado mezclado con el llamado realismo
agustiniano.
Las ideas de Abelardo prepararon el camino para el realismo moderado, el cual aspiraba a encontrar un punto medio
entre el realismo extremo y el extremo nominalismo. El realismo moderado es la posición según la cual el universal no
está fuera de la mente, como si fuera una cosa entre otras, pero no está tampoco en la mente, como si fuese sólo un
proceso psíquico. El universal está fuera de la mente, pero sólo como res concepta, “cosa concebida”, y está en la mente,
pero sólo como conceptio mentis, “concepción mental”, esto es, “concepto”. Aunque no fuera de la mente, el universal
tiene un fundamentum in re, está fundado en la cosa o en la realidad, ya que de no ser así sería mera “posición” de lago o
mera “imaginación”. El problema que se debate aquí es el del carácter “separado” de los universales. Siguiendo la
posición del realismo moderado, Sto. Tomás ha expresado el citado carácter como sigue: “Las palabras universal
abstracto significan dos cosas: la naturaleza de una cosa y su abstracción o universalidad. Por tanto, la naturaleza misma
a la que le ocurre o ser entendida, o ser abstraída o la intención de universalidad no existe salvo en las cosas singulares,
pero el ser entendido o el ser abstraído o la intención de universalidad [el ser considerado como universal] están en el
intelecto” (Suma teológica, I, q. LXXXV, a 2, ad. 2).

2.4.1 Duns Escoto


Escoto enuncia inequívocamente que “el universal en acto no existe excepto en el entendimiento” y que no hay universal
actualmente existente que sea predicable de un objeto distinto de aquel en el que existe. La naturaleza común no es
numéricamente la misma en Sócrates y en Platón; no puede ser comparada a la esencia divina, que es numéricamente la
misma en las tres personas divinas. No obstante, hay una unidad, que es menor que la numérica. Aunque la naturaleza
física de un objeto es inseparable de la haecceitas de ese objeto (principio de individuación del objeto), y aunque no
puede existir en ningún otro objeto, hay una distinción formal objetiva entre la naturaleza humana y la “socrateidad” o
individuación de Sócrates, pero no una distinción real, de modo que la naturaleza humana puede ser considerada
simplemente como tal, sin referencia a la individualidad ni a la universalidad. La “caballeidad” es simplemente eso y, por
sí misma, no tiene ni esse singulare ni esse universale. Entre la individuación y la naturaleza de un objeto concreto existe
una distinctio formalis a parte rei; y es necesario supone esa distinción, porque en caso contrario, es decir, si la
naturaleza fuera por sí misma individual, si, por ejemplo, fuera por sí misma la naturaleza de Sócrates, no habría un
fundamento objetivo, válido, para nuestras enunciaciones universales. La abstracción del universal lógico presupone una
distinción en el objeto entre la naturaleza y la individuación.
Sin embargo, esa distinción no es una distinción real, no es una distinción entre dos entidades separables. Forma y
materia son separables, pero la naturaleza y la individuación no lo son. Ni siquiera el poder divino puede separar la
“socrateidad” de Sócrates y la naturaleza humana de Sócrates.
Escoto distingue tres universales. El universal físico, que es la naturaleza específica que existe realmente en los objetos
individuales; el universal metafísico, que es la naturaleza común, no tal como existe actualmente en la cosa concreta, sino
con las características que adquiere mediante su abstracción por el entendimiento activo, a saber, la indeterminación
positiva o predicabilidad de muchos individuos in potentia proxima; el universal lógico, el universal en sentido estricto,
que es el universal metafísico concebido reflexivamente en su predicabilidad y analizado en sus cosas constitutivas

2.4.2 Gilbert de la Porrée


En el individuo debemos distinguir la substancia o esencia individualizada, en la que inhieren los accidentes de la cosa, y
las formae substantiales, o formae nativae. Esas formas nativas son comunes en el sentido de que son iguales en objetos
de la misma especie o género, según sea el caso, y tienen sus ejemplares en Dios. Cuando la mente contempla las formas
nativas de las cosas, puede abstraerlas de la materia en la que están encarnadas o vueltas concretas, y considerarlas por
separado, en abstracción: está entonces, en relación con los géneros y las especies, que son subsistentiae, pero no objetos
substancialmente existentes. La idea de especie se obtiene por comparación de las similares determinaciones esenciales o
formas de similares objetos individuales, y reuniéndolas en una sola idea, mientras que la idea de género se obtiene
comparando objetos que difieren específicamente pero que aun así tienen en común algunas formas o determinaciones
esenciales, como el caballo y el perro tienen en común la animalidad. La forma es sensible en los objetos sensibles, pero
es concebida por la mente aparte de los sentidos, es decir, inmaterialmente, y aunque individual en cada individuo, es, sin
embargo, común, o semejante, en todos los miembros de una especie o de un género.

3. El nominalismo
El supuesto común a todos los nominalistas es que los universales no son reales, sino que están después de las cosas:
universalia post rem. Puede, pues, decirse, que se trata de abstracciones (totales) de la inteligencia. A veces se considera
que el nominalismo puede adoptar la forma de conceptualismo, o la del terminismo, pero con frecuencia se estima que
nominalismo y terminismo son substancialmente las mismas posiciones y que, en cambio, el conceptualismo se aproxima
al realismo moderado.
El nominalismo consistió en afirmar que un universal – como una especie o un género – no es ninguna entidad real ni
está tampoco en las entidades reales: es un sonido de la voz. Los universales no se hallan ante rem – no están antes de la
cosa, o son previos a la cosa –, como sostiene el realismo o el “platonismo”. No están tampoco in re – en la cosa – como
sostienen el conceptualismo o el realismo moderado, o el “aristotelismo”. Los universales son simplemente nomina,
nombres, voces, vocablos, o termini, términos. El nominalismo mantiene que sólo tienen existencia real los individuos o
las entidades particulares. Las posiciones filosóficas de Roscelino expresan la mayor parte de los rasgos del nominalismo.
Entre estos destacan: a) la noción de universal como sonido de la voz; b) la noción de que sólo son reales los entes
particulares, y c) la noción de que una cualidad no es separable de la cosa de la cual se dice que “tiene” esta cualidad.
Suele hablarse de dos períodos de florecimiento del nominalismo en la Edad Media; uno, en el siglo XI, con Roscelino de
Compiègne, y otro, en el siglo XIV, en el que se distinguió Ockham. En los dos casos, además, pero especialmente en el
último, se adoptaba esta posición porque se suponía que admitir universales (ideas) en la mente de Dios era limitar de
algún modo la omnipotencia divina, y admitir universales (ideas, formas) en las cosas era suponer que las cosas tienen, o
pueden tener, ideas o modelos propios, con lo cual también se limita la omnipotencia divina. Pero dentro de estas
analogías hay diferencias. Dilthey ha indicado que la diferencia principal entre las dos corrientes nominalistas medievales
consiste en que en Ockham el nominalismo está vivificado por el voluntarismo, cosa que, según dicho autor, no sucede
en Roscelino. Algunos autores manifiestan que el primer claro tipo de nominalismo medieval no se halla en Roscelino,
sino en Abelardo.
Desde el punto de vista filosófico, el nominalismo medieval tiene antecedentes en posiciones adoptadas por filósofos
antiguos. Así, algunos autores escépticos pueden ser considerados como nominalistas. Además, en el modo como Porfirio
planteó para la Edad Media la cuestión de los universales se ve claramente que una de las posiciones posibles era la luego
llamada “nominalista” o por lo menos “conceptualista”: es la posición que Porfirio describe al decir que los géneros y las
especies pueden ser presentados como “simples concepciones del espíritu”. Sin embargo, sólo en la Edad Media y luego
en las épocas moderna y contemporánea el nominalismo ha ocupado un lugar central en la seri de actitudes posibles
acerca de la naturaleza de los universales.
A los nominalistas se opusieron sobre todo los realistas, como S. Anselmo, que calificaba a los primeros de “dialécticos
de nuestra época”. En efecto, los realistas no podían admitir que un universal fuera solamente una vox, y que ésta pudiera
ser definida, según hizo Boecio, como un “sonido y percusión sensible del aire”. No podían admitir, en suma, que un
universal fuera solamente un flatus vocis, un “soplo” (de la voz), un “sonido proferido”. En rigor, si un universal fuera
únicamente lo indicado, sería una realidad física. En tal caso, los nombres serían un “algo”, una “cosa”, res, y como tal
habría que decir algo de ella. Lo que pudiera de los sonidos como res sería dicho por medio de un “universal”, el cual
estaría por lo menos “en los sonidos” en cuanto “instituciones de la naturaleza”. Con ello el nominalismo carecería de
base. Estas objeciones de autores realistas o, por lo menos, no nominalistas, obligaron a los partidarios de la vía nominal
a precisar el significado de su posición.
Con el fin de mantenerse en sus posiciones, el nominalista tiene que poner en claro lo que entiende por nomen, vox, etc.
Si insiste en que un nomen es una realidad física, entonces tiene que adoptar la posición “terminista”. Pero entonces se
plantea la cuestión de cómo reconocer bajo diversos términos o “inscripciones” el mismo nombre. Algunos autores han
hablado al efecto de “similaridad” o “semejanza”, pero otros han indicado que un nombre o voz puede expresarse
(oralmente o por escrito) en diferentes tiempos y especies y seguir siendo, sin embargo, el mismo nombre o voz a causa
de la permanencia de su significación. Para un nominalista esta significación no puede derivarse de las cosas, como si
ellas mismas llevaran su significación; deberá originarse, pues, por medio de una “convención”. Pero, en todo caso, no es
lo mismo ser un nominalista de tipo terminista o inscripcionista que ser un nominalista del tipo que podríamos llamar
“conceptualista”. En todos los casos los nominalistas afirman que los nombres no se hallan extra animam (ya sea en las
cosas mismas, ya en un universo independiente de nombres y significaciones), sino in anima. Esto explica que el
nominalismo – por lo menos el medieval – haya oscilado de continuo entre un conceptualismo y un terminismo o
nominalismo stricto sensu. Al final de la Edad Media el nominalismo que se impuso fue el expresado por Ockham. Este
nominalismo consiste en sostener que los signos tienen como función el “estar en el lugar de” las cosas designadas, de
modo que los signos no son propiamente de las cosas, sino que se limitan a significarlas.
Es frecuente leer que la filosofía moderna ha sido fundamentalmente nominalista. Así, por ejemplo, Maritain ha escrito
que una gran cantidad de tendencias son nominalistas y “desconocen a fondo el valor de lo abstracto, de esa
inmaterialidad más dura que las cosas, aunque impalpable e inimaginable, que el espíritu busca en el corazón de las
cosas”, de modo que abrazan el nominalismo porque “teniendo el gusto de lo real, carecen del sentido del ser”. Maritain
se funda para ello en la idea de que la mayor parte de los filósofos modernos se adhieren a una cierta teoría de la
abstracción.
Varias tendencias filosóficas contemporáneas han sido explícitamente nominalistas. Tal ha sucedido, por ejemplo, con
diversas formas de neopositivismo y también con varias especies de intuicionismo e “irracionalismo”.

3.1 Roscelino de Compiègne


Sostuvo que no existen los universales, las ideas abstractas (universales) no existen propiamente, sino que la única
existencia es la de los singulares. No existe “la divinidad”, sino Dios; no existe la “humanidad”, sino este hombre. Los
universales son meros flatus vocis, es decir, nombres o emisiones fonéticas. Roscelino mantenía que la Trinidad (Padre,
Hijo y Espíritu Santo), concebida en la Teología tradicional de la Iglesia como constitutiva de una unidad de naturaleza
divina, no puede ser entendida –de acuerdo con el método individualizador del nominalismo– sino como tres dioses
distintos y separados, doctrina conocida como triteísmo. Éste en Roscelino equivalía a afirmar: No existe “la Trinidad”,
sino este Dios (Padre), este Dios (el Hijo), este Dios (el Espíritu Santo).

3.2 Juan de Salisbury


Consideraba ociosas las discusiones sin fin sobre los universales; estima que la única actitud válida consiste en dejar de
lado la cuestión de su naturaleza y contentarse con describir el modo como los conocemos. El análisis psicológico nos los
presenta como productos de la razón, abstraídos de las cosas singulares.
El universal es un producto de la razón. Esta definición se apoya en una teoría psicológica según la cual la razón es una
“potencia de naturaleza espiritual”, propia del hombre, mediante el cual el alma, movida por las sensaciones y alertada
por la prudencia, se esfuerza por apreciar sanamente las cosas. Es de origen divino, pero no es, sin embargo, la más
elevada actividad del alma; se ve superada por el intellectus, que “alcanza lo que ella busca”: las “causas divinas” de las
“razones eternas”. A su vez, el intellectus prepara el paso al grado supremo, el de la sabiduría, que saborea en Dios lo que
la razón ha examinado y el intellectus ha recogido; de modo que, finalmente, la sabiduría, con la ayuda de la gracia,
“brota de las sensaciones como de su fuente”.

3.3 Pedro Auriol


Los universales son designaciones indeterminadas de los individuos, de forma que lo universal es simplemente un
“conceptus” en tanto que es una forma fabricada por el intelecto. Así pues, todo conocimiento proviene de la experiencia
sensible, que es el único criterio seguro en la investigación. Este empirismo va unido a un intelectualismo que rechaza las
metáforas y la imaginación. Insiste en el “principio de economía”. Califica de “ociosa” e “inútil” la cuestión del principio
de individuación; las cosas son singulares por el mero hecho de existir. Distingue entre un conocimiento sensitivo y uno
intelectivo; los sentidos aprehenden inmediatamente cosas particulares, y sus impresiones son claras, siendo el
conocimiento más seguro y menos expuesto al error. En cambio en el intelectivo intervienen la imaginación y la voluntad.
El sensitivo capta los singulares como son en sí mismos, mientras que el intelectivo los aprehende en su ser intencional.
De este modo, los universales no tienen realidad alguna fuera de la mente. El entendimiento no percibe las cosas como
son en sí mismas, sino solamente sus “apariencias” tal como le son representadas en la “forma specularis” o en el “esse
intentionale”. De aquí se sigue la consecuencia de que el conocimiento del singular es más perfecto que el del universal,
y que es más noble conocer el particular que el universal. Así, pues, la experiencia llega al conocimiento claro y perfecto
de la cosa como es en sí misma, mientras que el conocimiento intelectivo solamente percibe conceptos comunes y
confusos.

3.4 Guillermo de Ockham


La respuesta de Ockham al problema de los universales es que los universales son términos que significan cosas
individuales y que las representan en las proposiciones. Solamente existen las cosas individuales; y por el mero hecho de
que una cosa exista es individual. No hay ni puede haber universales existentes. Afirmar la existencia extramental de los
universales es cometer la insensatez de afirmar una contradicción, porque si el universal existe, ha de ser individual.
Que el concepto universal sea una cualidad distinta del acto del entendimiento o que sea ese acto mismo es una cuestión
que sólo tiene una importancia secundaria; el punto importante es que ningún universal es algo existente fuera de la
mente, de un modo u otro; si no que todo aquello que es predicable de muchas cosas está, por su misma naturaleza, en la
mente, sea subjetiva u objetivamente; y ningún universal pertenece a la esencia o quiddidad de ninguna sustancia. La
existencia del universal consiste en un acto del entendimiento, y solamente existe como tal. Debe su existencia
simplemente al entendimiento: no hay realidad universal alguna que corresponda al concepto. No es, sin embargo, una
ficción, en el sentido que no represente a nada real; representa a las cosas reales individuales, aunque no represente a
ninguna cosa universal. Es un modo de concebir o conocer cosas individuales.
No hay necesidad alguna de postular otros factores que la mente y las cosas individuales para explicar el universal. El
concepto universal aparece simplemente porque hay grado diversos de similaridad entre las cosas individuales. Sócrates
y Platón son más semejantes entre sí que cualquiera de ellos y un asno; y ese hecho de experiencia tiene su reflejo en la
formación del concepto específico de hombre. Pero hemos de tener cuidado con nuestra manera de hablar. No debemos
decir que “Platón y Sócrates convienen en (comparten) algo, o algunas cosas, sino que convienen (son semejantes) por
algunas cosas, es decir, por ellos mismos, y que Sócrates conviene con Platón no en algo, sino por algo, a saber, él mismo.
En otras palabras, no hay una naturaleza común a Sócrates y Platón, en la que se reúnan, o que compartan, o en la que
participen; sino que la naturaleza que es en Sócrates y la naturaleza que es en Platón, son semejantes. El fundamento de
los conceptos genéricos puede explicarse de una manera similar.

3.5 Leibniz
Leibniz acepta la utilización del empirismo inglés de la abstracción (suprimir las circunstancias de tiempo y lugar, y
cualesquiera otras que individualicen), pero advirtiendo que este tipo de abstracción sólo sucede cuando “ascendemos de
las especies a los géneros”, pero no de los individuos a las especies, por la razón de que los individuos no pueden ser
conocidos qua individuos, en todas sus determinaciones, y en consecuencia difícilmente podrán ser eliminadas si no nos
son conocidas. Esta modificación de Leibniz de la función de la abstracción destruye la tesis de Locke acerca del origen
de las ideas generales como constructos del entendimiento a partir de las ideas de cosas singulares.
Leibniz entiende que si las semejanzas se dan entre las cosas, se trata de propiedades reales, y son estas propiedades (no
las cosas singulares) las que fundamentan la significación de los términos generales. La distinción lockeana entre esencia
nominal es y real es falsa, no hay más esencias que las reales y las que Locke llama nominales parecen ser algo así como
esencias que en realidad no lo son, es decir, esencias que no son esencias. Así, si aceptamos la propuesta de Locke de que
la significación de los términos generales son las esencias, éstas son conjunciones de notas siempre posibles y en algunos
casos reales; Leibniz dice que “en el fondo la esencia no es otra cosa que la posibilidad de aquello que se propone”; la
realidad de esa posibilidad depende de la experiencia. Así, mientras para Locke la experiencia determina el origen de las
esencias particulares, y las significaciones de los términos generales son combinaciones de éstas, para Leibniz la
significación de un término se da en su esencia, en el conjunto de sus notas, aunque sólo como esencia posible; la función
de la experiencia será determinar si esa esencia posible es real en este mundo:
Por tanto, no depende de nosotros el poder juntar las ideas a nuestro arbitrio, salvo que dicha combinación esté justificada
por la razón, que la demuestra posible, o por la experiencia, que la muestra actual, y, por consiguiente, también posible.
Asimismo, para distinguir mejor la esencia de la definición hay que considerar que de la cosa no existe más que una
esencia, y, sin embargo, hay varias definiciones que expresan una misma esencia, al modo en que una misma estructura o
una misma ciudad pueden ser representadas por diferentes escenografías, según los diferentes lados desde los cuales se la
mire (Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, p. 342)
Para Leibniz los géneros y las especies no son meros constructos del entendimiento, sino que recogen propiedades
naturales de las cosas.

3.6 Berkeley
Berkeley asevera que no hay ideas generales abstractas, aunque esté dispuesto a admitir las ideas generales en algún
sentido. Su intención primaria es refutar la teoría lockeana de las ideas abstractas. Interpreta a Locke en el sentido de que
nosotros formamos imágenes generales abstractas, y desde este punto de vista, le resulta fácil refutarle. «La idea de
hombre que construyo debe ser de un hombre blanco o negro, firme o encorvado, alto, bajo o de mediana estatura. Y no
puedo, por más que me esfuerce de todas las maneras posibles, concebir la idea abstracta a que me refiero» (Principios
del entendimiento humano, Introducción, 12; II). Es decir, no puedo construir una imagen de hombre que omita o incluya
a la vez todas las características singulares de los hombres reales individuales. Del mismo modo, no puedo tener una idea
(es decir, una imagen) de triángulo que incluya todas las características de los diferentes tipos de triángulo y que al
mismo tiempo no pueda ser clasificada como la imagen de un tipo particular de triángulo.
Berkeley acude a la introspección. Y mirando el interior de su mente en busca de las ideas generales abstractas ve
solamente imágenes y pasa a identificar la imagen con la idea. Y como incluso la imagen compuesta es una imagen
particular, aunque haya sido construida para representar una serie de entes particulares, niega la existencia de ideas
generales abstractas.
Sin embargo, Berkeley no admite que tengamos ideas universales, si con esto quiere decirse que podemos tener ideas con
un contenido positivo universal de las cualidades sensoriales que no pueden darse aisladas en la percepción o de
cualidades puramente sensoriales como el color.
¿Qué quiere decir Berkeley cuando afirma que, aunque niega las ideas generales abstractas, no intenta negar las ideas
generales de un modo total?. Su tesis es que «una idea que considerada en sí misma es particular, se convierte en general
cuando es construida para representar o significar todas las demás ideas particulares de la misma especie» (op., cit.,
Introducción, 12, II). Así, pues, la universalidad no consiste «en la absoluta, positiva naturaleza o concepción de algo,
sino en la relación que mantiene con los particulares significados o representados en él» (ibid, 15, II). Puede atenderse a
uno u otro aspecto de una cosa; y si es esto lo que entendemos por abstracción, ésta es posible si ningún género de dudas.
Si no hay ideas generales abstractas, es obvio que el razonamiento se realiza sobre ideas particulares. El geómetra
construye un triángulo particular para significar o representar a todos los triángulos, atendiendo más bien a su
triangularidad que a sus características particulares. Y en este caso, las propiedades demostradas en este triángulo
particular valen para todos los triángulos. Pero el geómetra no demuestra propiedades de la idea general abstracta de la
triangularidad, ya que no existe tal cosa. Su razonamiento versa sobre ideas particulares y la extensión que alcanzan es
posible gracias a la capacidad que tenemos de hacer universal una idea particular, no por su contenido positivo, sino por
su función representativa.
Berkeley no niega, sin embargo, que existen términos generales. Pero rechaza la opinión de que los términos generales
denotan ideas generales. Un nombre propio, por ejemplo, significa un ente particular, en tanto que una palabra general
significa indistintamente una pluralidad de entes de la misma especie. Su universalidad radica en su uso o función.

3.7 El replanteamiento del problema por parte de Frege


La distinción de Frege entre los conceptos y los objetos rompe con el método tradicional de plantear el problema de los
universales. En la tradición, un particular es lo que sólo puede nombrarse (para obtener algo predicado de él) mientras
que un universal puede o bien predicarse de un particular o bien hay algún universal de nivel superior el cual se predica
de él; la disputa versa sobre si, y en qué sentido, los universales son “reales”. Desde este punto de vista, el universal, la
rojez, es denotado por la palabra “rojo” cuando se usa como un adjetivo, por ejemplo, en “la carpeta es roja”, e
igualmente cuando se usa como sustantivo, por ejemplo, en “el rojo es un color primario”. Para Frege tal acercamiento
era erróneo desde el principio. La palabra “rojo” usada como un sustantivo es un nombre propio y debe representar un
objeto; un predicado como “... es rojo”, por otro lado, es una expresión de una clase el todo distinta que no podemos
suponer que se encuentre correlacionada con ninguna entidad de la misma clase.
De la misma manera que los objetos en general sólo pueden caracterizarse como los correlatos objetivos de los nombres
propio, así “concepto” sólo puede explicarse aplicado a aquello que corresponde, en realidad, a los predicados (unarios),
y “relación” a aquello que corresponde a las expresiones relacionales (binarias). Como los predicados y los nombres
propios desempeñan papeles lingüísticos totalmente diferentes, las entidades que les corresponden deben ser igualmente
distintas.

3.8 Quine
Según Quine, el error del realismo radica en que confunde “significar” con “nombrar”.
Cuando [el realista] habla de atributos dice: “Hay casas rojas, rosas rojas y crepúsculos rojos; todo eso es cosa de sentido
común prefilosófico que todos tenemos que aceptar. Ahora bien, esas cosas, esas rosas y esos crepúsculos tienen algo en
común; lo que tienen en común es lo mentado mediante el atributo de la rojez” (Quine, “Acerca de lo que hay”, en Desde
un punto de vista lógico, Barcelona, Orbis, 1985, pp. 25-47)
Ahora bien, argumenta Quine, uno puede admitir que hay casas rojas, rosas rojas y crepúsculos rojos y negar al mismo
tiempo que tengan algo en común. Los conceptos universales son verdaderos (si es que lo son) de las cosas a las que los
aplicamos, pero eso no implica que haya una entidad aparte (el universal) que hace que las diferentes cosas del mundo
real tengan algo en común. Es más, el hecho de postular la existencia de los universales no aumenta nuestra capacidad
explicativa. Por el hecho de decir que todas las cosas rojas tienen en común la “rojez”, no he dicho más que cuando digo
que rojas son todas aquellas cosas a las que se aplica el concepto “rojo”.
Las palabras ‘casas’, ‘rosas’ y ‘crepúsculos’ son verdaderas de numerosas entidades individuales que son casas y rosas y
crepúsculos, y la expresión ‘rojo’ u ‘objeto rojo’ es verdadera de cada una de numerosas entidades individuales que son
casas rojas, rosas rojas o crepúsculos rojos; pero no hay además de eso ninguna entidad, individual o no, denominada por
la palabra ‘rojez’, ni, por lo demás, entidades denominadas ‘coseidad’, ‘roseidad’, ‘crepuscularidad’. El que las casas, las
rosas y los crepúsculos sean todos ellos rojos puede ser considerado hecho último e irreductible, y puede sostenerse que
McX no gana ninguna capacidad explicativa con todas las entidades ocultas que pone bajo nombres del tipo de '‘rojez'’ o
'‘o rojo'’(o.c., p. 36).
“Ahora bien”, puede apelar el realista, “puedo admitir que lo que yo denomino ‘lo rojo’ no sea un nombre de atributo;
pero, en cualquier caso, sí que es una significación, y las significaciones, ya sean nominales o no, siguen siendo
universales”. La respuesta de Quine a este ataque del realista es negar que existan las significaciones, lo que no quiere
decir que Quine niegue que las palabras y los enunciados sean significativos. El que un uso lingüístico sea significativo
se explica únicamente en términos de lo que hace la gente en presencia del uso lingüístico en cuestión y de otros usos
análogos.
Los usos útiles según los cuales habla o parece hablar comúnmente la gente acerca de significaciones se reducen a dos: el
tener significación, que es la significatividad, y la identidad de significación o sinonimia. Lo que se llama darla
significación de un uso lingüístico consiste simplemente en usar un sinónimo formulado, por lo común, en un lenguaje
más claro que el original. Si pues nos sentimos alérgicos a las significaciones como tales, podemos hablar directamente
de los usos lingüísticos llamándoles significantes o no significantes, sinónimos o heterónimos unos de otros (o.c., p. 38)
Ahora bien, contraataca el realista, si usted niega que existen los universales, ¿qué es eso de lo que usted está negando su
existencia? Los universales. Cuando usted dice que los universales no existen, está diciendo que hay algo que no existe, a
saber, los universales. Por tanto, los universales existen.
La respuesta de Quine a este argumento es que los nombres son irrelevantes para el problema ontológico, pues los
nombres pueden convertirse en descripciones, y las descripciones pueden eliminarse. Todo lo que puede decirse con la
ayuda de nombres, puede decirse también en un lenguaje que no los tenga. Así, podemos decir que algunos perros son
blancos sin obligarnos por ello a reconocer ni la perreidad ni la blancura como entidades universales, pues la afirmación
‘Algunos perros son blancos’ dice que algunas cosas que son perros son blancas, y para que esa afirmación sea verdadera,
las cosas que constituyen el recorrido de la variable ligada “algunos” tienen que incluir algunos perros blancos, pero no
la perreidad ni la blancura.
Quine acepta que el conocimiento humano siempre viene suministrado por las percepciones de los sentidos. Pero insiste
en la inexorable mediación del lenguaje en el conocimiento, así como en el papel que otorga a las teorías holistas. Según
Quine no existe un conocimiento directo que nos “familiarice” con los objetos; los “objetos”, tal cual, no son portadores
del significado. No podemos referirnos de forma inmediata, sea por observación directa o por experiencia indirecta, a un
objeto en sí. Las cosas no son simplemente los datos de los sentidos del empirismo, sino que siempre son captadas y
conocidas merced a la mediación del lenguaje. Una proposición concreta únicamente tiene sentido en el interior de un
lenguaje global, es decir, de una teoría lingüística; un enunciado individual no tiene propiamente significado, a no ser que
este enunciado sea directamente observacional, condicionado por la estimulación de los sentidos (estimulación “no
verbal”), que son constantes de individuo a individuo. Sólo este tipo de enunciados observacionales y las teorías o
conjuntos de enunciados (“holismo semántico”), tienen verdadero sentido.
Este asunto lo concreta Quine en su teoría de la “indeterminación radical de la traducción”. El filósofo de Harvard se
plantea la hipótesis de un observador que llegara a una cultura completamente desconocida para él y para todos, y que
quisiera realizar, palabra a palabra, un diccionario que vertiera directamente a las palabras de su lengua las voces de la
cultura recién descubierta; Quine afirma que es una tarea inútil, partiendo de la “inescrutabilidad de la referencia”. Si un
indígena señala algo de manera deíctica, por ejemplo, una fruta de color amarillo, el observador no sabrá si se refiere a lo
amarillo, a la fruta misma o a alguna otra cualidad. Esto significa que siempre existe una “sub-determinación” o
“indeterminación” de la traducción, en tanto que toda traducción está sometida a hipótesis, pues estudiar la significación
de las referencias sólo tiene sentido en el interior previo de un lenguaje. Y en un lenguaje no existen unos significados
unívocos, sino únicamente pragmáticos: su significado es convencional, dependiendo del sentido que confieren los
hablantes a sus conductas.
Para resolver este problema Quine estima que es preciso recurrir a una “notación canónica universal” que esté ligada a la
lógica cuantificacional de primer orden. Se trata de utilizar la potencia de la lógica para poner en claro los compromisos
ontológicos que subyacen inexorablemente en cualquier lenguaje y en toda teoría. Toda teoría se inscribe en un lenguaje
y a su vez toda teoría obliga a una opción ontológica. La ontología de un lenguaje o de una teoría consiste en comprender
a qué objetos se refiere o qué objetos se sitúan en un contexto extralingüístico. Pero no existe una ontología que sea más
verdadera que otra, sino que hay ontologías enfrentadas, que reclaman ser traducidas a una ontología de fondo. Defiende
una “relatividad” de las ontologías, pero en absoluto un relativismo.
Quine manifiesta su rechazo a la afirmación de la “intención” (Carnap), del “sentido” (Frege), de la “connotación”
(Stuart Mill). Desde este supuesto, Quine no se fía de las lógicas modales, ni de las epistémicas, sino que defiende la
clásica lógica bivalente, oponiéndose a las variables de función lógicas, ciñéndose a la cuantificación de las variables de
individuo, con lo que Quine se declara partidario de una postura nominalista, próxima al platonismo, aunque sui generis.
Es decir, además de los objetos físicos individuales, propios de una observación directa, para Quine sólo tienen referencia
los cuantificadores.
Quine propone, en su teoría ontológica de la teoría de la cuantificación, una versión actual del antiguo problema de los
universales. Piensa que el debate entre nominalismo y platonismo estriba en decidir si hay que admitir o no las “clases”,
es decir, el conjunto de cosas a las que predicamos un término con idéntico sentido y que poseen similares características.
Quine sostiene que para optar en este asunto es preciso remitirse a la pragmática. En todo caso, su opción parece ser
nominalista: los nombres pueden no tener referente, y lo mismo puede decirse de los predicados. Aunque sí tienen
referente los cuantificadores y las variables ligadas. Éstas deben siempre usarse, para que posean significado, con una
extensión concreta a la que se refiere. Desde el punto de vista lógico, el lenguaje puede reducirse a la predicación, la
cuantificación, y las funciones veritativas. De este modo, ontológicamente, y no sólo lógicamente, para Quine “ser”
significa “ser el valor de una variable”, es decir, “ser” es “ser algo”, es ser un predicado.
Entonces, ¿qué es lo que debe ser reconocido como “existente”? Responder a esta pregunta equivale a elegir una
ontología. ¿Cuál es la ontología de Quine? Su postura está próxima al fisicalismo, ya que propugna una ontología
integrada por objetos físicos, a los que se reducen todas las actividades mentales y cognitivas. Pero esto debe ser
matizado, pues Quine no excluye, por ejemplo, los conceptos abstractos. Sin embargo, de estos conceptos sólo acepta las
“clases” y los números, pero no los significados, las proposiciones, las relaciones y las propiedades.

4. Conceptualismo
El conceptualismo es definido como aquella posición en la cuestión de los universales según la cual los universales
existen solamente en tanto que conceptos universales en nuestra mente o, si se quiere, en tanto que ideas abstractas. Los
universales o entidades abstractas no son, pues, entidades reales, pero tampoco meros nombres usados para designar
entidades concretas: son conceptos generales. El status preciso de tales conceptos ha sido muy debatido. Algunos autores
indican que se trata de conceptos “ya hechos”, para distinguirlos de los “conceptos no substantes” defendidos por varios
terministas; otros señalan que se trata primariamente de sermones cuya característica principal es la significación. No
menos debatido ha sido el problema del tipo de relación que mantienen tales conceptos generales con las entidades
concretas designadas. Las diferentes respuestas dadas a estas cuestiones han hecho que en algunos casos el
conceptualismo se haya aproximado se haya aproximado al realismo moderado y que en otros, en cambio, se haya
confundido con el nominalismo.

4.1 Pedro Abelardo


Abelardo divide el realismo en sus especies, y demuestra de cada una de ellas que no puede ser aceptada. Se pregunta,
¿los universales son cosas o palabras? Entre las doctrinas que los consideran como cosas, una primera pretende que existe
“una sustancia esencialmente igual en las cosas, que difieren por sus formas”; se trata, por tanto, de “una esencia
material”. Por ejemplo, el hombre es una misma sustancia en Platón y en Sócrates, los cuales se diferencian entre sí por
sus accidentes. Del mismo modo, con una misma cera se puede modelar la imagen de un hombre y la de un buey; no
obstante, mientras que los dos pedazos de cera quedan separados, la sustancia universal, en cambio, está toda entera en
cada uno de los individuos. Pero si se admite todo esto, nos vemos llevados a decir que el animal racional es el mismo
que el animal irracional, hasta el punto de que los contrarios coexistirían.
Otro argumento: en esta hipótesis el individuo como tal está constituido por accidentes, los cuales, por tanto, son
anteriores a él; por eso no puede ser sujeto de ellos, ya que el sujeto debe venir antes que los accidentes; por tanto, no hay
accidentes en las sustancias individuales, que serían los sujetos de ellos, y ¿cómo los habría entonces en los universales?
Para escapar a esta última objeción los realistas contestan que los individuos son cosas diferentes personalmente en su
esencia, y no sólo por sus formas; pero conservan la idea de una cosa universal: “los hombres singulares, que difieren
entre sí, son algo idéntico en el hombre: es decir, que no se diferencian en la naturaleza de la humanidad”. Esta cláusula
da su nombre a la tesis: la de la indiferencia, que se subdivide en dos: para algunos la cosa universal es un conjunto (una
collectio): el hombre universal es “todos los hombres tomados en conjunto”; para otros, la misma cosa es al mismo
tiempo individuo, especie, género. Abelardo opone una obj4eción fundamental a la primera de estas dos nuevas formas
de realismo: admitamos que el universal es una collectio. Hay que recordar que, por su misma definición, debe ser un
predicado; ¿esta colección se predicará por partes o toda entera? Abelardo examina las dificultades que aparecen y que
obligan a abandonar la doctrina de la collectio. Contra la segunda expone una crítica esencial: es difícil concebir la
distinción entre Sócrates como Sócrates y Sócrates como hombre, que son una sola cosa, pero difieren según la
predicación. ¿De qué modo, además, dos hombres pueden “coincidir en el hombre”? puesto que todos los hombres son
radicalmente distintos, no pueden “coincidir” ni en uno de los dos ni en un tercero. Y si esa relación es tomada
negativamente, diciendo que “coincidir en” equivale a “no diferir en”, será preciso decir que Sócrates y Platón “coinciden
en la piedra”, porque “no difieren en la piedra”, ya que ni el uno ni el otro son una piedra.
Todos estos argumentos tienen el mismo resorte: el universal es un predicado, y, por mucha sutileza que se emplee,
jamás se podrá hacer verosímil que una cosa pueda ser un predicado; una cosa no puede separarse de sí misma, dividirse,
repartirse en varias otras. Una vez refutado el realismo en todas sus formas, Abelardo concluye: “queda que los
universales sean palabras (voces)”. Para Abelardo, el universal es una palabra predicable de varias, ya sea especie, como,
por ejemplo, hombre, o género, como animal. Nos encontramos, por tanto, en el nivel del lenguaje, dominio natural del
lógico.
¿Qué es lo que permite decir que Sócrates y Platón son hombres, habiendo admitido que el hombre, como especie, no es
una cosa? Lo que fundamenta esta imposición, dice Abelardo, es que Sócrates y Platón “coinciden” no “en el hombre”,
como pretenden los realistas, sino “en el ser hombre”, es decir, en un cierto estado, que no es una cosa, sino que define
una naturaleza. Las palabras significan a la vez cosas e intelecciones; para una palabra, significar es “engendrar una
intelección” en el alma del que la escucha, para instruirle sobre las cosas (sin embargo, las frases no dicen las cosas, sino
“una forma de ser de las cosas”). La intelección es una acción del alma, independiente de la sensación (puedo pensar en
una torre sin verla), pero que “se dirige hacia una forma”, una “cosa imaginaria y aparente”, que es “una nada”. A partir
de aquí puede trazarse un cuadro de los tres grados de conocimiento: primero la sensación, que “toca ligeramente al
objeto”; después la imaginación, que es o bien una aplicación del espíritu o una cosa percibida actualmente, o bien una
percepción de una cosa ausente; y, por último, la intelección, el hecho de considerar racionalmente la naturaleza de una
cosa, o una de sus propiedades.

4.2 Juan de Salísbury


En la discusión del problema de los universales, dice Juan de Salísbury, el mundo se ha hecho viejo; se ha dedicado a esa
empresa más tiempo del requerido por los césares para conquistar y gobernar el mundo. Pero todo el que busca los
géneros y las especies fuera de las cosas de los sentidos, está perdiendo el tiempo; el realismo extremo es erróneo y
contradice las enseñanzas de Aristóteles. Los géneros y las especies no son cosas, sino más bien las formas de cosas que
la mente, comparando las semejanzas entre éstas, abstrae y unifica en los conceptos universales. Los conceptos
universales, o géneros y especies, abstractamente considerados, son construcciones mentales, puesto que no existen como
universales en la realidad extramental; pero se trata de una construcción que consiste en la comparación de cosas y la
abstracción a partir de las cosas, de modo que los conceptos universales no están vacíos de fundamentación y referencia
objetivas

4.3 Locke
Los términos de carácter general son necesarios, ya que un lenguaje compuesto exclusivamente de nombres propios no
podría ser recordado e, incluso si lo fuera, sería inservible para los efectos de la comunicación. Por ejemplo, si un hombre
fuera incapaz de referirse a las vacas en general, sino que tuviera que retener un nombre propio para cada vaca que
hubiera visto, los nombres no tendrían ningún sentido para otro hombre que no estuviera familiarizado con esos animales
concretos. Pero aunque la necesidad de nombres de carácter general sea evidente, la cuestión estriba en cómo llegamos a
poseerlos. «Puesto que todas las cosas que existen son particulares, ¿cómo llegamos a poseer términos universales, o
dónde encontramos esas naturalezas generales que supuestamente significan?» (Ensayo sobre el entendimiento humano,
3, 3, 6).
Locke responde que las palabras adquieren un carácter universal haciéndose signos de ideas universales, y que éstas se
forman por abstracción. «Las ideas se convierten en universales separándolas de las circunstancias de lugar y tiempo y de
cualesquiera otras ideas que puedan adscribirlas a esta o aquella existencia particular. Mediante este tipo de abstracción
se hacen capaces de representar a más de un individuo; y cada uno de estos individuos, al adecuarse a esta idea abstracta,
pertenece (como decimos) a esta clase» (loc., cit.). Supongamos que un niño se familiariza primero con un hombre. Más
tarde se familiariza con otro. Y construye una idea de las características comunes, dejando aparte las características que
le son peculiares a este o aquel individuo. De este modo llega a tener una idea universal, que es representada por el
término universal “hombre”. Y conforme se enriquece la experiencia podemos continuar formando otras ideas más
amplias y más abstractas, cada una de las cuales será significada por un término de carácter universal.
De ello se deduce que la universalidad y la generalidad no son atributos de las cosas, que son todas ellas ideas
individuales o particulares, sino de las ideas o palabras; son «invenciones y creaciones que el entendimiento hace para
servirse de ellas, y se refieren sólo a signos, sean palabras o ideas» (op., cit., 3, 3, 11). Desde luego, cualquier idea o
palabra es asimismo particular: es esta idea particular o esta palabra particular. Pero llamamos palabras o ideas
universales a aquellas cuya significación es universal. Es decir, una idea general o universal significa una clase de cosas;
y la palabra general significa la idea en cuanto ésta a su vez significa una clase de cosas. «Por tanto, lo que los términos
generales significan es una clasede cosas; y cada uno de ellos es signo de una idea abstracta en la mente, de modo que las
cosas existentes, en cuanto se adecuan a dicha idea, se clasifican bajo este término; o lo que es lo mismo, pertenecen a
esta clase» (op., cit., 3, 3, 12).
Sin embargo, decir que la universalidad corresponde tan sólo a las palabras y a las ideas, no equivale a negar la existencia
de una fundamentación objetiva de la idea universal. «No olvido, ni mucho menos niego, que la naturaleza, al producir
los entes, hace muchos de ellos parecidos entre sí; no hay nada más evidente, sobre todo en las razas animales y en todos
los entes que se propagan mediante las semillas» (3, 3, 13). Pero es la mente la que observa esta semejanza entre los entes
particulares y se sirve de ella para formar ideas generales. Y una vez que se ha formado una idea general, por ejemplo la
idea de oro, se dice de un ente particular que es o no oro según se conforme o no a esa idea.
Para concluir, todo ese misterio de los géneros y de las especies, que tanto ruido meten en las escuelas y que, no sin
justicia, reciben tan poca atención fuera de ellas, no es otra cosa sino ciertas ideas abstractas, más o menos comprensivas,
que tienen nombres anejos a ellas. En todo lo cual esto es constante e invariable: que cada uno de los términos generales
significa una cierta idea que no es sino una parte de alguna de aquellas que quedan comprendidas bajo ese término (3, 3,
9)
Locke extrae un corolario de esta doctrina que pone en entredicho una venerable concepción de la definición: desde
Aristóteles, un término se define por su género próximo y su diferencia específica (éste es el sentido de la definición de
hombre: “animal racional”). Locke piensa que definir los nombres es aclarar su significado, y aunque se pueda aceptar
que el “camino más breve” para la definición sea el recurso al género y la diferencia, le parece dudoso que sea el mejor;
dado que un término general recoge una clase de cosas particulares, la mejor definición sería la que enumere las ideas
simples que están contenidas en el término general. La vieja noción de definición está ligada al orden ontológico de la
realidad; la noción que propone Locke está exclusivamente vinculada al significado de las palabras:
Qué es una definición. Creo que se ha convenido que una definición no es sino el mostrar el sentido de una palabra por
otros varios términos que no sean sinónimos. Ahora bien, como el sentido de las palabras no es sino la idea misma
significada por quien emplea la palabra, entonces, el sentido de cualquier término se muestra, o la palabra se define,
cuando, por medio de otras palabras, la idea de la cual la palabra es signo, y a la cual va aneja en la mente de quien habla,
se representa, por decirlo así, o se expone ante la mirada de otro, y de ese modo se determina su significado. Tal es la
única utilidad y la finalidad de las definiciones, y, por lo tanto, la única medida de lo que es o no es una buena definición
(3, 4, 6)
En conclusión, los términos generales significan “clases de cosas” y no propiedades esenciales comunes de las cosas, ya
que éstas no son más que las ideas generales de las “clases” de cosas; así, la definición de la clase es la idea general
compleja (el concepto) significada por el término, por eso los términos generales no se definen propiamente por el género
y la diferencia, sino por la explicitación de los componentes de la idea general. La esencia de las cosas individuales
admite Locke que es una esencia real, pero la esencia de los géneros y las especies es una esencia nominal.

4.4 Hume
Hume se ocupa en la primera parte de su Tratado sobre el entendimiento humano de las ideas generales o abstractas.
Comienza subrayando que «un gran filósofo – Berkeley – ha afirmado que todas las ideas generales no son sino ideas
particulares, añadidas a cierto término, que les da una significación más extensa y hace que recuerden ocasionalmente a
otras particulares semejantes a ellas» (1, 1, 7). Hume considera esto como un gran hallazgo y se propone confirmarlo.
En primer lugar, las ideas abstractas son individuales o particulares consideradas en sí mismas. «La mente no puede
formar ninguna noción de cantidad o cualidad sin formar una noción precisa de los grados de cada una» (ibid). No
podemos formar una idea general de línea que no incluya una longitud determinada. Ni podemos formar una idea general
de línea que incluya todas las longitudes posibles. En segundo lugar, cada impresión es definida y determinada, ya que al
ser una idea una imagen o copia de una impresión, debe ser ella misma determinada y definida, aunque sea más débil que
la impresión de la que se deriva. En tercer lugar, todo lo que existe es individual. No puede, por ejemplo, existir ningún
triángulo que no sea un triángulo concreto dotado de características particulares. Postular la existencia de un triángulo
que estuviese al mismo tiempo incluido en todas y ninguna de las posibles clases y formas del triángulo sería absurdo.
Pero lo que es absurdo de hecho y en la realidad, es también absurdo como idea.
Si la idea es una imagen o copia, debe ser particular. De este modo no hay ningún género de ideas universales abstractas.
Al mismo tiempo, admite que las llamadas ideas abstractas, aunque son en sí mismas imágenes particulares «pueden
convertirse en generales en virtud de su función representativa» (ibid). Y lo que intenta precisas es de qué modo tiene
lugar esta ampliación de la significación.
Cuando encontramos repetidamente una semejanza entre cosas que observamos a menudo, solemos aplicarlas el mismo
nombre cualquiera que sea la diferencia que pueda haber entre ellas. Y una vez adquirida la costumbre de aplicar la
misma palabra a esos objetos, el oír la palabra revive la idea de uno de esos objetos, y hace que la imaginación lo conciba.
El hecho de oír la palabra o nombre no puede recordar ideas de todos los objetos a los que el nombre se aplica; recuerda
uno de estos objetos. Pero al mismo tiempo pone en juego un “cierto hábito”, una disposición para producir cualquier
otra idea semejante, si la ocasión lo exige.

5. El problema de los universales en el siglo XX


La cuestión de los universales reapareció en la lógica contemporánea principal cuando se trató de decidir es status
existencial de las clases. Ya desde Frege resultaba claro que era difícil evitar tomar posición al respecto. El propio Frege
ha sido considerado como defensor de la posición realista, o, como prefiere hoy llamarse, platónica. Esta posición fue
mantenida por Russell, cuando menos durante la primera década de este siglo; muchos lógicos se adhirieron a ella o
trabajaron, sin saberlo, dentro de sus supuestos. Veinte años después, autores como Goodman abogaron por la posición
nominalista frente a la posición platónica (defendida por A. Church). La diferencia entre platonismo y nominalismo en
esta cuestión puede resumirse como sigue: los platónicos reconocen las entidades abstractas; los nominalistas no las
reconocen. Las discusiones entre uno y otro grupo han sido muy fecundas, no sólo porque han arrojado viva luz sobre el
problema, sino también porque, a través de una serie de etapas, se ha hecho posible un acercamiento de las dos
posiciones. Es corriente hoy que tanto los platónicos como los nominalistas reconozcan las entidades abstractas, aun
cuando sea distinto el sentido que cada uno de ellos da a tal reconocimiento.
Cassirer trató de mostrar que el problema de los universales es un problema aparente o “pseudo-problema” surgido por el
predominio de la noción de substancia y por la tesis de la relación sujeto-predicado implicada en ella. En efecto, no
parece haber modo de escapar al problema que plantea el status existencial de la propiedad que denota un predicado.
Pero si sustituimos, según Cassirer, la noción de substancia por la de función, no nos será forzoso resolver la cuestión.
Los principales inconvenientes que ofrece la opinión de Cassirer son: a) su concepto de función es poco riguroso y está
basado principalmente en la noción matemática de función tal como fue elaborada por los matemáticos anteriores al siglo
XX; b) aun precisando el concepto de función hay que dar una interpretación de la noción de función.
Aaron ha intentado resolver el problema de los universales mostrando que un universal no es sino un principio de
clasificación, determinado por el uso y por los intereses del sujeto que clasifica, pero apoyado en el hecho de la
“recurrencia” de los fenómenos. El principal inconveniente de esta tesis es que retrotrae la discusión acerca de los
universales a una fase pre-kantiana, y que, a pesar de sus correcciones “objetivistas”, se funda últimamente en
disposiciones psicológicas.
Según Popper, si por problema de los universales entendemos la pregunta “¿qué son los conceptos universales?” nos
encontramos ante un planteamiento incorrecto, pues no tiene sentido plantear problemas acerca de palabras o problemas
acerca de esencias. Según Popper, la noción de “concepto universal” es indefinible y, por tanto, no puede contestar a la
pregunta: ¿qué son los conceptos universales? En cuanto a la pregunta por la “esencia” de estos conceptos, esta pregunta
es demasiado indeterminada, pues previamente debería contestarse a la cuestión de qué se entiende por “esencia”. Ahora
bien, el que este problema no esté bien planteado, no quiere decir que sea un pseudoproblema, como afirmaría el
positivismo lógico, es un problema legítimo que requiere un nuevo tipo de planteamiento. El planteamiento correcto del
problema, según Popper, sería el siguiente: ¿puede sostenerse con razón que hay una diferencia estricta entre los
conceptos universales y los individuales? Y la respuesta a esta pregunta es clara, con lo que el problema de los
universales quedaría resuelto. La diferencia entre los conceptos universales y los conceptos individuales radica en su
método de verificación; mientras que los conceptos individuales son claramente verificables, podemos verificar si lo que
afirman estos conceptos existe en la experiencia, los conceptos universales no lo son, sólo serían refutables.
¿Esto hace de los conceptos universales algo ilegítimo? No, pues la ciencia es la búsqueda de leyes, es decir, de
universales; sin embargo, debemos tener muy claro que en ningún caso podemos alcanzar la verdad, sólo aproximarnos a
ella. En definitiva, según Popper, la búsqueda de conceptos universales es el objetivo de la ciencia; ahora bien, una vez
que hemos alcanzado estos conceptos, no podemos saber de ellos si son verdaderos; lo único que podemos saber es que
son falsos. Mientras no sabemos que un concepto es verdadero, lo mantenemos como hipótesis; cuando sabemos que es
falso, lo desechamos y buscamos otro mejor.

6. Conocimiento, lenguaje y universales: Chomsky, Fodor, Piaget


6.1 Chomsky: competencia lingüística y gramática universal
Los principios de la gramática universal proporcionan, según Chomsky, un esquema altamente restrictivo al cual toda
lengua humana debe ajustarse, así como condiciones específicas que determinan cómo puede usarse la gramática de una
lengua cualquiera de ese tipo. Para explicar el uso normal del lenguaje, debemos atribuir al hablante y al oyente un
intrincado sistema de reglas que suponen operaciones mentales de naturaleza muy abstracta y que se aplican a
representaciones que se apartan considerablemente de la señal física emitida. El conocimiento de la lengua se adquiere
sobre la base de datos reducidos en cantidad y degradados en calidad y que, en una buena media, no depende del nivel de
inteligencia individual, ni varía con la experiencia personal.

6.1.1 La gramática transformativa y la competencia lingüística


La competencia lingüística es el conocimiento que un hablante tiene de su lengua. Es la hipótesis básica de la gramática
transformacional, según la cual todo hablante ideal tiene una capacidad lingüística, un conocimiento interior,
inconsciente, de su lengua.
La teoría de la gramática generativa transformacional (o alguna otra teoría lingüística general) expresa una hipótesis
respecto a la “esencia del lenguaje”, es decir, a las propiedades que definen el lenguaje humano. Podemos considerar una
teoría lingüística general, así construida, como una teoría de la facultad de lenguaje innata, intrínseca, que proporciona la
base para la adquisición del conocimiento del lenguaje. El niño, en su “estado inicial”, no tiene información alguna
respecto a la lengua de la comunidad balística en la que vive. Sencillamente, está dotado de un conjunto de mecanismos
(lo que llamamos su “facultad de lenguaje”) para determinar esa lengua, es decir, para alcanzar un “estado final” en el
cual conoce la lengua. La teoría lingüística general describe su estado inicial; la gramática de su lengua describe su
estado final. La teoría lingüística general puede ser considerada, apropiadamente, como una teoría explicativa, en el
sentido de que explica cómo un niño de una comunidad balística llega a conocer la lengua de esa comunidad, y a conocer
innumerables hechos concretos respecto a la forma y significación de expresiones concretas, y muchas cosas más
(Chomsky, N., Estructuras sintácticas, México, Siglo XXI, 1974, p. 8)
La competencia, como sistema de conocimientos desarrollado en la infancia, es la capacidad de formar y entender frases,
de decidir sobre la pertenencia de una expresión a su propia lengua, de distinguir la semejanza formal, la ambigüedad y el
grado de desviación.
Parece claro que debemos considerar que la competencia lingüística –lo que se llama “saber una lengua”– consiste en un
sistema abstracto que subyace al comportamiento, sistema constituido por el conjunto de reglas cuya interacción
determina la forma y el sentido intrínseco de un número potencialmente infinito de oraciones. Semejante sistema –que es
lo que entendemos por una gramática generativa– procura la explicación de la idea humboldtiana de la “forma del
lenguaje”, que Humboldt define diciendo que es “aquel constante e invariable sistema de procesos que subyace al acto
mental de llevar señales articuladas estructuralmente organizadas al nivel de la expresión del pensamiento”. Semejante
gramática define a una lengua en el sentido humboldtiano, esto es, en el de “un sistema generado recursivamente, donde
las leyes de la generación son fijas e invariables, pero cuyo alcance y el modo específico como se aplican permanecen
enteramente sin especificar (Chomsky, N., El lenguaje y el entendimiento, Barcelona, Seix Barral, 1977, p. 125)
Por otro lado, Chomsky distingue entre la competencia y la actuación, que es el uso real que un hablante hace su lengua,
que no debe entenderse como un reflejo directo de su competencia, puesto que se producen en la actuación numerosas
desviaciones de las reglas provocadas por la memoria limitada, dispersión y confusiones, cambios en el proceso del habla,
etc., y que hacen que un gran número de las frases utilizadas no sean completamente gramaticales. A estas condiciones
del uso real hay que añadir elementos extra-lingüísticos que actúan sobre el hablante, el oyente y la situación, como
pueden ser expectativas, experiencias, emociones, división de roles, etc. Para la gramática generativa, el estudio de la
actuación sólo puede hacerse con éxito en la medida en que lo permita nuestro conocimiento sobre la competencia
subyacente. La oposición entre competencia y actuación retoma a grandes rasgos la diferenciación de Saussure entre
lengua y habla, pero mientras en Saussure la lengua era como un “depósito” colectivo, la competencia no es propia de
una comunidad, sino de un hablante. Las informaciones sobre la competencia no pueden obtenerse sólo a través de los
datos del uso lingüístico, por ello la gramática generativa se corresponde completamente con la competencia de un
hablante “ideal”, que pueda actuar teóricamente al margen de las desviaciones que se producen en el habla, completada
con los supuestos de una gramática universal:
Consideremos el problema general de cómo puede establecerse un acoplamiento del sonido y del significado. Como algo
preliminar a esta investigación sobre la gramática universal, tenemos que preguntarnos de qué manera el sonido y el
significado tienen que estar representados. Puesto que estamos interesados en los lenguajes humanos en general, tales
sistemas de representación tienen que ser independientes de cualquier lengua en particular. En otras palabras: tenemos
que desarrollar una fonética universal y una semántica universal que delimiten respectivamente el conjunto de señales
posibles y el conjunto de representaciones semánticas posibles para cualquier lengua humana. Entonces será posible
hablar de una lengua como un acoplamiento particular de señales y representaciones semánticas, y además también será
posible investigar las reglas que establecen este acoplamiento. Por consiguiente nuestra revisión de las propiedades
generales del lenguaje tendrá tres partes naturales: la de la fonética universal, la de la semántica universal y la del sistema
relacionador de la gramática universal. Las dos primeras partes implican la representación de una forma y un contenido
semánticos idealizados; la teoría de la gramática universal se preocupará de los mecanismos usados en las lenguas
naturales para determinar la forma de una oración y de su contenido semántico (Chomsky, El lenguaje y el entendimiento,
p. 202)

6.1.2 El modelo de la gramática de Chomsky


Chomsky ha propuesto que la ciencia del lenguaje pasara desde el estadio descriptivo hasta el explicativo, puesto que hoy
el problema central de la teoría de la gramática no es la carencia de datos, sino el hecho de que las teorías existentes no
alcanzan a poner orden en la multitud de datos que difícilmente pueden ponerse en duda. En Estructuras sintácticas
realiza lo que denomina la “teoría general formalizada de la estructura lingüística”. Antes de esta propuesta, según
Chomsky, había dos grandes modelos para explicar el origen del lenguaje y su relación con el conocimiento del hombre:
1. El modelo del lenguaje como “procedimiento de Markov”: procedimientos de combinaciones infinitas, que
producen frases de izquierda a derecha.
2. El modelo de sintagmas, que parte de os constituyentes inmediatos.
Lo que Chomsky propone es un tercer modelo, basado en el “nivel lingüístico”, considerado como el conjunto de los
mecanismos descriptivos válidos para ofrecer un procedimiento de evaluación de las gramáticas. Chomsky había
presentado el modelo transformacional de gramática generativa como un molde que permite superar las insuficiencias de
la gramática de estructura sintagmática, dando cuenta de esas relaciones que pueden vincular entre sí oraciones
aparentemente distintas, o bien separar oraciones que en apariencia poseen idéntica estructura. Chomsky no pretende
describir la lengua, sino explicarla. Para ello se propone construir una gramática generativa. Ésta no analiza
descriptivamente los enunciados, sino que los genera; ofrece, por tanto, un cálculo de tipo lógico-matemático, que sirve
para enumerar todos los enunciados gramaticales de una lengua, y sólo ellos. La gramaticidad no consiste en la sensatez,
ni en la verdad, sino que representa la corrección formal de una secuencia lingüística.
En Aspectos de la teoría de la sintaxis la tesis básica de la gramática transformatoria es que no basta dar un marcador
sintagmático para cada oración correcta de una lengua. Hay que distinguir entre el marcador sintagmático que
corresponde a la apariencia de la oración y el que nos daría su estructura interna. El primero de estos dos tipos de
marcador dará lo que Chomsky denomina la estructura superficial de la oración; el segundo ofrecerá la estructura
profunda. Pero ambas estructuras pueden ser muy diferentes entre sí. Entonces, ¿cómo se relacionan? Lo hacen de tal
manera que la estructura superficial es el resultado de someter la estructura profunda a una o varias transformaciones, de
acuerdo con unas reglas peculiares, inexistentes en los otros modelos de gramática generativa, que son las reglas de
transformación. La gramática transformacional se caracteriza y distingue de la gramática de estructura sintagmática
porque cuenta no sólo con el tipo de reglas, léxicas y de reescritura, sino además con reglas de transformación. Son estas
reglas las que explican el paso de la estructura profunda a la superficial. Esta, por tanto, procede de la primera a través de
transformaciones. La estructura profunda es generada directamente por la gramática, y su generación se explica
recurriendo a reglas del tipo de las que son propias de una gramática de estructura sintagmática. De este modo, el
componente sintáctico de la gramática, que es el responsable de la estructura de la oración, queda dividido en dos partes:
1. Una, llamada subcomponente de base, que es el propiamente generativo, y lo que genera son las estructuras
profundas. Este componente casi se identifica con una gramática de estructura sintagmática;
2. La segunda, llamada subcomponente transformacional, que transforma las estructuras profundas en
superficiales.
Sin embargo, para ciertas oraciones no interviene transformación alguna, y en tales casos coinciden la estructura
profunda y la superficial.
La distinción entre estructura profunda y estructura superficial resulta útil cuando nos encontramos con frases ambiguas,
en las cuales el análisis gramatical puede mostrar que a esos dos significados corresponden dos estructuras profundas.
Con esta propuesta, para Chomsky resulta que conocer una lengua significa estar en condiciones de asignar una
estructura profunda y una estructura superficial a una cantidad infinita de frases, vincular entre sí de la manera correcta
tales estructuras y asignar una interpretación semántica y fonética a la estructura profunda y a la estructura superficial en
cuestión.

6.1.3 El innatismo del lenguaje y la gramática universal


Chomsky parte de la base de que existe una gran diferencia cuantitativa y cualitativa entre el contenido de la experiencia
lingüística del niño y el contenido de lo que resulta de su aprendizaje del lenguaje, a saber, su competencia lingüística. El
niño sólo tiene ocasión de escuchar a unas pocas personas y sólo ha tenido experiencia de unos pocos tipos de
expresiones. ¿Cómo se explica que sobre tan pobre base el niño adquiera una capacidad tan rica y compleja como la de
producir y comprender todas las posibles oraciones correctas de su lengua que son potencialmente infinitas? ¿Cómo
explicar la competencia lingüística partiendo de una experiencia lingüística tan pobre? Para Chomsky sólo hay una
respuesta: el secreto está en lo que el niño aporta, pues dispone de recursos innatos que le capacitan para adquirir
indistintamente cualquier lengua. Por otro lado, el contenido de adquisición del lenguaje habrá de poseer un contenido
que sea el correlato de lo que contenga una teoría lingüística que aspire a la justificación explicativa. Este instrumento
debe contener lo siguiente:
1. Una técnica para representar las señales recibidas
2. Una manera de representar la información estructural sobre esas señales
3. Alguna delimitación inicial de una clase de posibles hipótesis sobre la estructura del lenguaje
4. Un método para determinar lo que cada una de tales hipótesis implica con respecto a cada oración.
5. Un método para seleccionar una de las posibles hipótesis permitidas según el punto 3 y que sean compatibles
con los datos lingüísticos primarios (puede presumirse que las hipótesis así permitidas son infinitas).
Todo esto lo posee, al menos tácitamente, el niño. Éste descubre inconscientemente la gramática de la lengua: ha
adquirido su lengua nativa. Y puesto que lo aportado por el niño es indiferente a la lengua que esté aprendiendo y vale
para cualquier lenguaje posible, hay que concluir que es común a todas las lenguas: son los requisitos mínimos que todas
ellas han de cumplir y en los que todas ellas coinciden; se trata de la gramática universal. El instrumental para adquirir
una lengua (los universales lingüísticos) y la gramática universal, es innato e inconsciente, y expresa la “esencia del ser
humano”. En definitiva, la gramática universal es algo que el niño posee de modo innato, un conocimiento inconsciente y
previo a toda experiencia, algo que él aporta a su proceso de aprendizaje del lenguaje y que lo hace posible.

6.2 El “lenguaje del pensamiento” de Jerry Fodor


Fodor está a favor de que la conducta del hombre está motivada por sus estados mentales (mentalismo). Dichos estados
mentales son “computacionales”, que se realizan desde “representaciones mentales”. La mente es concebida como
distinta del soporte cerebral desde donde se realiza; el cerebro es entendido como una especie de hardware. Y del mismo
modo que un software puede ejecutarse desde distintos ordenadores o soportes, del mismo modo la mente es distinta del
cerebro.
Desde estas hipótesis Fodor defiende una psicología mentalista que sea considerada científica, que se inspira en la
denominada “teoría representacional de la mente”, que es la doctrina que defiende que existe un “lenguaje del
pensamiento”, de innegables influencias chomskyanas. Este lenguaje es, según Fodor, una especie de código interior,
donde tienen lugar los procesos de la mente y la codificación de las percepciones que recibimos de los sentidos. El
conocimiento, pues, implica y presupone este lenguaje del pensamiento.
De esta forma, ningún lenguaje viene de la nada, y la mente no es estrictamente una tabula rasa, sino que el niño posee
dicho “lenguaje del pensamiento” como algo innato. De hecho, todo lenguaje adquirido presupone un lenguaje previo
innato (que debe poseer también innatamente una semántica y una sintaxis), desde el que realiza las primeras
formulaciones de su propio pensamiento, siendo éste previo a cualquier otro lenguaje.

6.3 Piaget: la génesis del conocimiento


La propuesta psicológica de Piaget se conoce como epistemología genética, en tanto que atiende al origen del
conocimiento. Esta teoría versa sobre el descubrimiento de los distintos tipos de conocimiento desde sus formas más
elementales para seguir su desarrollo en los niveles ulteriores, inclusive hasta el pensamiento científico. Para Piaget,
existe una gran gama de formas de conocimiento y cada una de esas formas suscita a su vez grandes problemas. De esta
forma, renuncia a plantearse la esencia del conocimiento, interesándose por cómo se acrecientan los conocimientos. Por
esto se sitúa a nivel “genético” evolutivo. La inteligencia se explica como un proceso que tiene diversas fases evolutivas.
Piaget se opone a algunas concepciones del conocimiento básicas. Una es la empirista, representada por Locke, Hume, o
el neoconductismo radical de Skinner. Aquí el conocimiento proviene de fuera del hombre, de lo aprehendido por los
sentidos, siendo la mente una tabula rasa, donde el sujeto es un paciente más que un agente activo. Otra postura es el
idealismo trascendental kantiano, donde es el sujeto el que “pone” las formas a priori de la sensibilidad. Finalmente está
el innatismo, representado por Descartes y Chomsky; para éstos, el conocimiento es el resultado de una imposición de las
estructuras internas del sujeto sobre los objetos.
Al empirismo le reprocha Piaget ser una epistemología de “génesis sin estructuras”, mientras que a las otras les reprocha
ser “estructuras sin génesis”. La propuesta de Piaget es que no existe un conocimiento innato ni predeterminado, ni
dependiente de las características preexistentes del objeto, ya que el objeto sólo puede ser conocido por mediación de las
estructuras cognitivas del sujeto, ni tampoco se basa únicamente en dichas estructuras cognitivas, pues conocer también
implica un proceso de construcción que debe remitirse a la experiencia. No existen estructuras de la nada (como si
surgieran sin un origen), sino que toda provienen de otra estructura, y toda génesis necesita de una estructura previa. Por
tanto, el problema del conocimiento se sitúa en el proceso de interacción entre sujeto y objeto, siendo el paso de un
conocimiento precario a otro más rico.
Hablar de “conocimiento” y de “inteligencia”, que es su soporte, no designa algo concreto, sino un conglomerado de
todas las operaciones lógicas que el hombre puede realizar. La mera percepción de un objeto implica ya un proceso de
construcción mental, como lo son operaciones más complejas como la agrupación, la abstracción, etc. Según Piaget la
lógica es el espejo del pensamiento, y no al revés.
La contraposición clásica entre sujeto y objeto es superada por Piaget investigando la génesis del conocimiento en los
niños, en tanto que éstos, al principio, no tienen conciencia de sí mismos, confundiendo los objetos con los sujetos. Un
niño pequeño diferenciará entre unos y otros sólo a partir de su acción sobre ambos, pero también a partir de la
“actuación” de los objetos sobre el niño. Este “operacionismo” que el niño realiza posibilita el desarrollo de la
inteligencia, que es parte de su proceso de adaptación biológica, conformando las distintas estructuras cognitivas. En su
proceso genético adaptativo, el niño tiene dos fases. La primera es el desarrollo de la inteligencia sensorio-motriz: abarca
desde el nacimiento hasta los 18-24 meses de vida. Aquí comienza a distinguir entre él mismo y los objetos; poco a poco
éstos se vuelven “independientes” del niño, mientras que éste actúa sobre ellos. La segunda fase es el surgimiento de la
inteligencia conceptual. Ésta, a su vez, tiene varias fases. El lenguaje surge entre los 18-24 meses y los cuatro años,
surgiendo la función “simbólica” que lo posibilita; se trata, no obstante, de un pensamiento “preconceptual”. El
surgimiento del lenguaje supondrá un gran desarrollo de la inteligencia; a partir de ahora el niño va interiorizando con su
lenguaje interior el mundo de los objetos y su propio mundo, desvinculándose de la atadura a los objetos concretos; y
justo de aquí surge la inteligencia propiamente dicha, y el conocimiento estricto reflejo. Entre los 4 y los 7-8 años surge
el pensamiento intuitivo y preoperativo. Después, hasta los 11-12 años, ya desarrolla el niño operaciones mentales sobre
los objetos. Y a partir de aquí y a lo largo de la etapa adolescente va surgiendo la inteligencia reflexiva hasta su
desarrollo en la adultez.

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