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En el Evangelio de hoy, fiesta del Apóstol Santo

Tomás, se nos invita a continuar el proceso que nos


llevará a manifestarnos como creyentes, como
auténticos cristianos, que nos lleve a confesar que
Jesús es nuestro Dios y Señor. De este modo
llegaremos a experimentar la dicha de los que creen
sin haber visto y llegaremos a la visión plena. Ojalá
huyamos de esos caminos que nos llevan a mostrarnos
como no creyentes, como ateos, como gente que no ha
conocido a Dios.
Evangelio de San Juan 20,24-29
Ahora vamos a estudiar los versículos 24-29 (“Tomás,
uno de los doce, llamado el Dídimo, no estaba con
ellos cuando Jesús vino. Entonces los otros discípulos
le decían: ¡Hemos visto al Señor! Pero él les dijo: Si
no veo en sus manos la señal de los clavos, y meto el
dedo en el lugar de los clavos, y pongo la mano en su
costado, no creeré. Ocho días después, sus discípulos
estaban otra vez dentro, y Tomás con ellos. Y estando
las puertas cerradas, Jesús vino y se puso en medio de
ellos, y dijo: Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás:
Acerca aquí tu dedo, y mira mis manos; extiende aquí
tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo,
sino creyente. Respondió Tomás y le dijo: ¡Señor mío
y Dios mío! Jesús le dijo: ¿Porque me has visto has
creído? Dichosos los que no vieron, y sin embargo
creyeron”) del capítulo 20, del Evangelio de Juan, que
Xavier León Dufour titula: «¡Dichosos los que no han
visto y han creído!». Con la segunda escena del relato
de la aparición a los discípulos, el evangelista termina
la iniciación del lector, al que ha ido guiando hacia la
fe en Cristo. Indica, en primer lugar, que Tomás no
estaba con sus compañeros cuando Jesús se encontró
con ellos. Con esta observación, necesaria para
introducir el episodio, el lector se reconoce a sí mismo
en la situación de Tomás: para acceder a la fe pascual,
sólo dispone del testimonio apostólico. Al obrar así,
Juan orienta a los lectores hacia la afirmación con que
concluye el relato: «¡Dichosos los que no han visto y
han creído!» (20,29: “Jesús le dijo: Porque me has
visto has creído. Dichosos los que no vieron, y sin
embargo creyeron”). Entre ambos momentos se
muestra, con motivo de una nueva aparición, el
cambio de actitud de Tomás: el discípulo que ha
chocado contra el muro de la muerte se abre al
misterio personal del Hijo. En efecto, el texto muestra
que en el caso de Tomás no se trata simplemente de
creer que el Crucificado está vivo, sino de descubrir
quién era ya en su existencia terrena y quién es en
verdad para mí) PUES BIEN, TOMÁS, UNO DE
LOS DOCE - AL QUE SE LLAMA DÍDIMO - NO
ESTABA CON ELLOS CUANDO VINO JESÚS.
ASÍ PUES, LOS OTROS DISCÍPULOS LE
DECÍAN: «¡HEMOS VISTO AL SEÑOR!». PERO
ÉL LES DICE: «SI NO VEO EN SUS MANOS LA
MARCA DE LOS CLAVOS, SI NO METO MI
DEDO EN EL SITIO DE LOS CLAVOS, SI NO
METO MI MANO EN SU COSTADO, ¡NO
CREERÉ ABSOLUTAMENTE!». OCHO DÍAS
DESPUÉS, SUS DISCÍPULOS ESTABAN DE
NUEVO EN EL INTERIOR, Y TOMÁS CON
ELLOS. VIENE JESÚS, MIENTRAS ESTABAN
CERRADAS LAS PUERTAS. SE PUSO EN PIE
EN MEDIO DE ELLOS Y DIJO: «¡PAZ A
VOSOTROS!». LUEGO DIJO A TOMÁS: «TRAE
TU DEDO AQUÍ Y VE MIS MANOS; TRAE TU
MANO Y MÉTELA EN MI COSTADO. ¡DEJA
DE MOSTRARTE NO CREYENTE, PERO
MUÉSTRATE CREYENTE!». TOMÁS
RESPONDIÓ Y LE DIJO: «¡SEÑOR MÍO Y DIOS
MÍO!». JESÚS LE DIJO: «PORQUE ME VES,
CREES. ¡DICHOSOS LOS QUE NO HAN VISTO
Y HAN CREÍDO!» (Este episodio está estrechamente
ligado al anterior [El tiempo, el lugar, la venida de
Jesús y el don de la paz hacen eco a 20,19: “Entonces,
al atardecer de aquel día, el primero de la semana, y
estando cerradas las puertas del lugar donde los
discípulos se encontraban por miedo a los judíos,
Jesús vino y se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz
a vosotros”, el testimonio de los discípulos recuerda
20,20b: “Entonces los discípulos se regocijaron al ver
al Señor”, y la respuesta de Tomás 20,20a: “Y
diciendo esto, les mostró las manos y el costado”. Tras
un profundo examen, Dauer propone atribuir a la
fuente prejoánica subyacente a 20,19-23: “Entonces,
al atardecer de aquel día, el primero de la semana, y
estando cerradas las puertas del lugar donde los
discípulos se encontraban por miedo a los judíos,
Jesús vino y se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz
a vosotros. Y diciendo esto, les mostró las manos y el
costado. Entonces los discípulos se regocijaron al ver
al Señor. Jesús entonces les dijo otra vez: Paz a
vosotros; como el Padre me ha enviado, así también
yo os envío. Después de decir esto, sopló sobre ellos y
les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes
perdonéis los pecados, éstos les son perdonados; a
quienes retengáis los pecados, éstos les son
retenidos”, la invitación a tocar, para verificar
sensiblemente su cuerpo, como lo retuvo Lucas 24,36-
43: “Estaban hablando de estas cosas, cuando él se
presentó en medio de ellos y les dijo: "La paz con
vosotros." Sobresaltados y asustados, creían ver un
espíritu. Pero él les dijo: "¿Por qué os turbáis? ¿Por
qué se suscitan dudas en vuestro corazón? Mirad mis
manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved,
porque un espíritu no tiene carne y huesos como veis
que yo tengo." Y, diciendo esto, les mostró las manos y
los pies. Como no acababan de creérselo a causa de la
alegría y estaban asombrados, les dijo: "¿Tenéis aquí
algo de comer?" Ellos le ofrecieron un trozo de
pescado. Lo tomó y comió delante de ellos”. Juan
quiso destacar el tema tradicional de la duda] y sucede
en el mismo marco, estando reunidos los discípulos.
En esta ocasión el punto de partida es el elemento
tradicional de la duda, que se había omitido en el
primer encuentro del Viviente con los suyos. Por este
motivo Tomás, un personaje notable en el evangelio de
Juan [Tomás intervino después de que Jesús anunciara
a los discípulos que iría a Judea a despertar a Lázaro.
No comprende el alcance de este anuncio y no ve más
que la muerte al final del camino, sin embargo, está
dispuesto a seguir al Maestro, 11,16: “Tomás, llamado
el Dídimo, dijo entonces a sus condiscípulos: Vamos
nosotros también para morir con Él”, no es imposible
que este episodio haya contribuido aquí a la elección
de Tomás. En 14,5: “Tomás le dijo: Señor, si no
sabemos adónde vas, ¿cómo vamos a conocer el
camino?”, Tomás le reprocha a Jesús que no indique
el camino para llegar al sitio adonde se dirigía. La
precisión εἷς ἐκ τῶν δώδεκα («uno de los Doce»)
subraya el vínculo que une a Tomás con Jesús y con el
grupo de los discípulos escogidos (6,67: “Entonces
Jesús dijo a los doce: ¿Acaso queréis vosotros iros
también?”; 6,70: “Jesús les respondió: ¿No os escogí
yo a vosotros, los doce, y sin embargo uno de vosotros
es un diablo?”). Los sinópticos (Mateo 10,3: “Felipe y
Bartolomé; Tomás y Mateo, el recaudador de
impuestos; Santiago, el hijo de Alfeo, y Tadeo”, y
Hechos 1,13: “Cuando hubieron entrado en la ciudad,
subieron al aposento alto donde estaban hospedados,
Pedro, Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás,
Bartolomé y Mateo, Santiago hijo de Alfeo, Simón el
Zelote y Judas, hijo de Santiago”), lo ponen en la lista
de los Doce, pero sin darle nunca la palabra. Según la
leyenda, habría evangelizado Persia y la India. En el
siglo II se compuso un Evangelio según Tomás. Su
figura es típica, como las de Nicodemo, la samaritana,
Lázaro, la Magdalena], ha perdurado en la memoria de
los tiempos como «el que duda»; podríamos decir más
bien que es el discípulo que, al no admitir el
testimonio de la comunidad, se aferraba a su
convicción, pero que ante la evidencia supo ceder
lealmente. El lector que se identifica con su primera
actitud, se siente invitado a recorrer un camino
análogo. Por la reacción inicial de Tomás, el narrador
manifiesta el escepticismo natural del hombre ante el
anuncio inaudito de la victoria sobre la muerte, el
mismo que manifestaron los atenienses cuando oyeron
afirmar a Pablo que Jesús había resucitado (Hechos
17,31-32: “porque ha fijado el día en que va a juzgar
al mundo según justicia, por el hombre que ha
destinado, dando, a todos, una garantía al resucitarlo
de entre los muertos." Al oír la resurrección de los
muertos, unos se burlaron y otros dijeron: "Sobre esto
ya te oiremos otra vez"”). Ciertamente, el judío Tomás
no ignora que algún día tendrá lugar la resurrección
escatológica de todos los hombres, pero ¿cómo admitir
que el Crucificado ha entrado ya en la vida? Habría
que verificarlo tocando las señales de sus llagas. Esta
exigencia corresponde al modo de concebir entonces la
resurrección final de los cuerpos, que supone una
continuidad sensible entre los dos mundos, el de antes
y el de después, sin ignorar por ello la necesidad de
una transformación gloriosa. La réplica tajante de
Tomás se formula con la construcción Ἐὰν μὴ (si no)
... οὐ μὴ (no), donde las condiciones que se imponen
determinan una consecuencia inapelable. Su
paralelismo más cercano en el cuarto evangelio es lo
que dijo Jesús al funcionario del rey: «Si no veis
signos y prodigios, seguramente no creeréis» [Ἐὰν μὴ
ἴδητε, οὐ μὴ πιστεύσητε, si no veis, no creeréis, 4,48
(“Jesús entonces le dijo: Si no veis señales y
prodigios, no creeréis”). Ἐὰν μὴ ἴδω οὐ μὴ πιστεύσω
(si no veo, no creo, 20,25 (“Entonces los otros
discípulos le decían: ¡Hemos visto al Señor! Pero él
les dijo: Si no veo en sus manos la señal de los clavos,
y meto el dedo en el lugar de los clavos, y pongo la
mano en su costado, no creeré”). Por sí sola, la
negación οὐ μὴ es muy vigorosa, así en 13,8 (“Pedro
le contestó: ¡Jamás me lavarás los pies! Jesús le
respondió: Si no te lavo, no tienes parte conmigo”),
cuando Pedro se niega a dejarse lavar los pies. Véase
también 16,7 (“Pero yo os digo la verdad: os conviene
que yo me vaya; porque si no me voy, el Consolador
no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré”)].
Esta semejanza literaria es intencional: al pretender
verificar mediante el tacto la realidad de un cuerpo
resucitado, Tomás exige tener una experiencia de un
mundo maravilloso. Está claro el contraste con el
comportamiento meditativo del discípulo amado, que
creyó ante el sepulcro vacío y ante los lienzos
abandonados allí (20,8: “Entonces entró también el
otro discípulo, el que había llegado primero al
sepulcro, y vio y creyó”); quizás también con la
prontitud de los discípulos llenos de gozo al ver al
«Señor» (20,20: “Y diciendo esto, les mostró las
manos y el costado. Entonces los discípulos se
regocijaron al ver al Señor”). μεθ’ ἡμέρας ὀκτὼ
(«Ocho días más tarde»), es decir el domingo siguiente
- sigue todavía en el trasfondo la alusión a las
asambleas eucarísticas de la Iglesia primitiva [Es inútil
intentar, en virtud de la pretendida «semana pascual»
(Lagrange), hacer que concuerde esta fecha con los
datos de los sinópticos sobre una eventual marcha de
los discípulos a Galilea. También es inútil suponer que
éstos se habrían quedado ocho días en Jerusalén]-,
Jesús se presenta de nuevo, τῶν θυρῶν κεκλεισμένων
(«mientras estaban cerradas las puertas») [Como en el
relato anterior, aunque sin señalar el motivo ¿Habrá
sido para sugerir la naturaleza no material del cuerpo
del Resucitado, o más bien para subrayar el carácter
extraño del conocimiento que tenía Jesús de lo que
había dicho Tomás?]. A continuación [εἶτα, véase 13,5
(“Luego echó agua en una vasija, y comenzó a lavar
los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla
que tenía ceñida”); 19,27: (“Después dijo al discípulo:
¡He ahí tu madre! Y desde aquella hora el discípulo la
recibió en su propia casa”), donde se da un vínculo
muy estrecho entre la escena referida y la escena
anterior], se dirige a Tomás con los mismos términos
que éste había empleado, no por ironía ni por
condescendencia, sino para mostrar que, en su amor,
sabe lo que su discípulo quería hacer. La penetración
de los corazones es un rasgo característico de Jesús
desde su encuentro con Natanael (1,47-51: “Jesús vio
venir a Natanael y dijo de él: He aquí un verdadero
israelita en quien no hay engaño. Natanael le dijo:
¿Cómo es que me conoces? Jesús le respondió y le
dijo: Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas
debajo de la higuera, te vi. Natanael le respondió:
Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.
Respondió Jesús y le dijo: ¿Porque te dije que te vi
debajo de la higuera, crees? Cosas mayores que éstas
verás. Y le dijo: En verdad, en verdad os digo que
veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subiendo
y bajando sobre el Hijo del Hombre”). Nuestro relato
presenta por otro lado una estructura análoga a la de
aquel episodio inicial (Juan 1,45-51: “Felipe se
encuentra con Natanael y le dice: «Ese del que
escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo
hemos encontrado: Jesús el hijo de José, el de
Nazaret.» Le respondió Natanael: «¿De Nazaret
puede haber cosa buena?» Le dice Felipe: «Ven y lo
verás.» Vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de
él: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no
hay engaño.» Le dice Natanael: «¿De qué me
conoces?» Le respondió Jesús: «Antes de que Felipe
te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te
vi.» Le respondió Natanael: «Rabbí, tú eres el Hijo de
Dios, tú eres el Rey de Israel.» Jesús le contestó:
«¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera,
crees? Has de ver cosas mayores.» Y le añadió: «En
verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a
los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del
hombre»”): Natanael se mostró escéptico cuando
Felipe le aseguró que Jesús era el Mesías esperado;
luego, al descubrir que Jesús lo conocía íntimamente,
lo confiesa como «el hijo de Dios, el rey de Israel», y
esta confesión, que es conforme con la esperanza judía
y que es la más alta en el contexto de la vocación de
los discípulos, da lugar a una réplica de Jesús a
Natanael y a una palabra que orienta hacia el porvenir.
Este género de paralelismo en la estructura de los
relatos es un procedimiento frecuente en los escritos
bíblicos; Juan pudo servirse de él para cerrar la
trayectoria que va del primer encuentro de los
discípulos con Jesús de Nazaret a su último encuentro
con el Resucitado. Se acepta el reto de Tomás [Según J
Blank, este procedimiento es un motivo de la literatura
helenista]. Jesús le ofrece satisfacer sus exigencias,
pero es para invitarlo a una opción mucho más
profunda. De ahí la exhortación que sigue) «¡DEJA
DE MOSTRARTE NO CREYENTE, PERO
MUÉSTRATE CREYENTE!» (Esta traducción trata
de seguir al pie de la letra el texto griego, que subraya
vigorosamente la oposición ἄπιστος, no
creyente/πιστός, creyente regida por un solo verbo [El
griego dice καὶ μὴ γίνου ἄπιστος ἀλλὰ πιστός (no te
hagas no creyente, sino creyente). El verbo γίνομαι
(hacerse) puede sin duda sustituir a veces algunas
formas defectivas del verbo εἰμί («ser») pero aquí
conserva el matiz de «hacerse» del verbo original, que
tiene también con frecuencia el sentido de «mostrarse
tal o cual», así Juan 15,8 (“En esto es glorificado mi
Padre, en que deis mucho fruto, y así probéis que sois
mis discípulos”); Mateo 5,45: “para que seáis hijos de
vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre
malos y buenos, y llover sobre justos e injustos”; 6,16:
“Cuando ayunéis, no pongáis cara como los tristes
hipócritas, que desfiguran su rostro para que los
hombres vean que ayunan; en verdad os digo que ya
reciben su paga”; 10,16: “Mirad que yo os envío
como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes
como las serpientes, y sencillos como las palomas”; 1
Corintios 14,20: “Hermanos, no seáis niños en
mentalidad. Sed niños en malicia, pero hombres
maduros en mentalidad”; 15,10: “Mas, por la gracia
de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido
estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos
ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo”;
15,58: “Así pues, hermanos míos amados, manteneos
firmes, inconmovibles, progresando siempre en la
obra del Señor, conscientes de que vuestro trabajo no
es vano en el Señor”; 1 Tesalonicenses 1,5: “ya que os
fue predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras
sino también con poder y con el Espíritu Santo, con
plena persuasión. Sabéis cómo nos portamos entre
vosotros en atención a vosotros”; 2,7: “Aunque
pudimos imponer nuestra autoridad por ser apóstoles
de Cristo, nos mostramos amables con vosotros, como
una madre cuida con cariño de sus hijos”).
Acompañado de una negación, el aoristo significa el
cese de una acción ya comenzada (véase 20,17: “Jesús
le dijo: Suéltame porque todavía no he subido al
Padre; pero ve a mis hermanos, y diles: ``Subo a mi
Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro
Dios”)]: no se trata de un Tomás «incrédulo», como
dan a entender algunas traducciones [«No te muestres
ya incrédulo, sino creyente» (Osty) «No te hagas
incrédulo, sino creyente» (Biblia de Jerusalén) «Deja
de ser incrédulo y hazte un hombre de fe» (TOB)],
sino del comportamiento momentáneo de Tomás que
no se fio del testimonio de sus compañeros y exigió
verificar sensiblemente la realidad del cuerpo de Jesús.
Jesús le da la posibilidad de hacerlo, pero le invita
sobre todo a reaccionar ahora como un verdadero
creyente: ¿se imaginaba al Resucitado como un muerto
simplemente reanimado, que había vuelto a la
existencia anterior, la de un hombre cualquiera? El que
vive en la gloria celestial no puede ser reducido a una
existencia terrena [Ya por el año 57, Pablo escribe a
propósito de la futura resurrección de los muertos:
«Se siembra algo corruptible, resucita incorruptible, se
siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo
espiritual», 1 Corintios 15,42-44 (“Así también en la
resurrección de los muertos: se siembra corrupción,
resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita
gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se
siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo
espiritual. Pues si hay un cuerpo animal, hay también
un cuerpo espiritual”)]. Ocho días antes, los Diez se
habían llenado de gozo y luego habían intentado
convencer a Tomás. Pero todo fue inútil. Se necesitaba
la presencia y la palabra misma del Viviente. Con
estilo, el narrador no se entretiene ya en señalar si el
discípulo siguió pensando en tocarlo o si se atrevió a
extender su mano [Los críticos se muestran unánimes
en descartar la antigua interpretación según la cual
Tomás realizó su propósito. Esta lectura ignora entre
otras cosas el hecho de que en 20,29 (“Jesús le dijo:
Porque me has visto has creído. Dichosos los que no
vieron, y sin embargo creyeron”), Jesús dijo a Tomás
«Porque me ves», y no «Porque me has tocado», sin
diferenciar entonces la experiencia de Tomás de la de
los otros discípulos, véase 20,20 (“Y diciendo esto, les
mostró las manos y el costado. Entonces los discípulos
se regocijaron al ver al Señor”). Esta lectura errónea
pudo deberse a la preocupación apologética que refleja
el relato de Lucas 24,39 (“Mirad mis manos y mis
pies; soy yo mismo. Palpadme y ved, porque un
espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo
tengo”), que no dice sin embargo que los discípulos
tocaran a Jesús. Es inútil apelar a 1 Juan 1,1 (“Lo que
existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que
hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y
palparon nuestras manos acerca de la Palabra de
vida”), ya que este texto no habla de «tocar» al Logos,
sino de una evidencia «relativa a la Palabra de vida,
περὶ τοῦ Λόγου τῆς ζωῆς». Desde el siglo II, la
preocupación por verificar sensiblemente es muy
marcada en los apócrifos, por ejemplo, en el
Protoevangelio de Santiago se narra cómo la
comadrona Salomé quiso verificar con sus dedos la
realidad del nacimiento virginal (19,3-20,1: “Y la
partera salió de la gruta, y encontró a Salomé, y le
dijo: Salomé, Salomé, voy a contarte la maravilla
extraordinaria, presenciada por mí, de una virgen que
ha parido de un modo contrario a la naturaleza. Y
Salomé repuso: Por la vida del Señor mi Dios, que, si
no pongo mi dedo en su vientre, y lo escruto, no creeré
que una virgen haya parido. Y la comadrona entró, y
dijo a María: Disponte a dejar que ésta haga algo
contigo, porque no es un debate insignificante el que
ambas hemos entablado a cuenta tuya. Y Salomé,
firme en verificar su comprobación, puso su dedo en el
vientre de María, después de lo cual lanzó un alarido,
exclamando: Castigada es mi incredulidad impía,
porque he tentado al Dios viviente, y he aquí que mi
mano es consumida por el fuego, y de mí se separa”)].
Refiere la reacción inmediata de Tomás. En vez de
tomar al pie de la letra el ofrecimiento que se le había
hecho, entra en el pensamiento de Jesús y en una
confesión absoluta proclama: Ὁ Κύριός μου καὶ ὁ
Θεός μου («¡Señor mío y Dios mío!»). Esta profesión
de fe - más que una invocación, ya que la omisión del
«tú eres» se debe al arrebato del locutor - refleja la alta
cristología joánica y, por su insistencia en el adjetivo
posesivo μου («mío»), toda la profundidad de la
acogida de Tomás. En boca de los discípulos o de los
extraños, el término Κύριός podía equivaler a un
saludo respetuoso, lo mismo que el de «rabbí» [En
boca de los discípulos, por ejemplo, 6,68: “Simón
Pedro le respondió: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes
palabras de vida eterna”; 11,3: “Las hermanas
entonces mandaron a decir a Jesús: Señor, mira, el
que tú amas está enfermo”; 11,12: “Los discípulos
entonces le dijeron: Señor, si se ha dormido, se
recuperará”; 11,27: “Ella le dijo: Sí, Señor; yo he
creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que
viene al mundo”; 11,34: “y dijo: ¿Dónde lo pusisteis?
Le dijeron: Señor, ven y ve”; 13,6: “Entonces llegó a
Simón Pedro. Este le dijo: Señor, ¿tú lavarme a mí los
pies?”; 13,25: “Él, recostándose de nuevo sobre el
pecho de Jesús, le dijo: Señor, ¿quién es?”; 13,36-37:
“Simón Pedro le dijo: Señor, ¿adónde vas? Jesús
respondió: Adonde yo voy, tú no me puedes seguir
ahora, pero me seguirás después. Pedro le dijo: Señor,
¿por qué no te puedo seguir ahora mismo? ¡Yo daré
mi vida por ti!”; 14,5: “Tomás le dijo: Señor, si no
sabemos adónde vas, ¿cómo vamos a conocer el
camino?”, o de otros, por ejemplo, 4,11: “Ella le dijo:
Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo;
¿de dónde, pues, tienes esa agua viva?”; 11,34: “y
dijo: ¿Dónde lo pusisteis? Le dijeron: Señor, ven y
ve”]; pero además este título tenía su auténtico
alcance, como cuando en 11,21 (“Y Marta dijo a
Jesús: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no
habría muerto”), Marta se dirige a aquel que es dueño
de la vida y de la muerte. Sobre todo, unido aquí al
título de Θεός ( Dios), Κύριός («Señor») expresa la
evidencia producida por la presencia del Resucitado: la
unidad de Jesús con Dios que en él se ha hecho
cercano. Literariamente, la confesión de Tomás
reproduce los términos de la traducción griega de los
Setenta de la invocación del salmo 35,23 (“Despierta y
levántate para mi defensa y para mi causa, ‫וַֽאדֹ נָ֣י אֱֹלהַ֖י‬,
’ĕlōhay waḏōnāy, Dios mío y Señor mío”): « ¡Dios
mío y Señor mío!» [La crítica no acepta ya la hipótesis
de que esta formulación se derive, ni siquiera por un
espíritu polémico, de la aclamación Dominus et Deus
noster, Señor y Dios Nuestro, exigida por el
emperador Domiciano, 81-96 d C. Los títulos que se le
dan a Jesús en Juan provienen de las Escrituras. En
Juan se encuentran confesiones de fe desdobladas
1,49: “Natanael le respondió: Rabí, tú eres el Hijo de
Dios, tú eres el Rey de Israel”; 4,42: “y decían a la
mujer: Ya no creemos por lo que tú has dicho, porque
nosotros mismos le hemos oído, y sabemos que éste es
en verdad el Salvador del mundo”; 6,69: “Y nosotros
hemos creído y conocido que tú eres el Santo de
Dios”; 11,27: “Ella le dijo: Sí, Señor; yo he creído
que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que viene al
mundo”; 16,30: “Ahora entendemos que tú sabes
todas las cosas, y no necesitas que nadie te pregunte;
por esto creemos que tú viniste de Dios”]. Es verdad
que no conviene atribuir a Tomás un pensamiento
riguroso como el que expresó el concilio de Nicea
sobre la naturaleza divina de Cristo, consustancial a la
del Padre. Pero el evangelista quiso seguramente
establecer al final de su obra una correspondencia con
la afirmación del prólogo: «El Logos era Dios» (1,1:
“En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba
con Dios, y el Verbo era Dios”). A lo largo de todo el
evangelio se iba preparando esta confesión última; hay
que honrar al Hijo como se honra al Padre (5,23:
“para que todos honren al Hijo, así como honran al
Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que
le envió”), escuchar a aquel que dijo: «Yo soy» (8,58:
“Jesús les dijo: En verdad, en verdad os digo: antes
que Abraham naciera, yo soy”) y que incluso afirmó:
«Yo y el Padre somos uno» (10,30: “Yo y el Padre
somos uno”). Cuando los hebreos conocieron en el
desierto por medio de Moisés la revelación del Sinaí,
se comprometieron a ser fieles (Éxodo 24,7: “Tomó
después el libro de la Alianza y lo leyó ante el pueblo,
que respondió: "Obedeceremos y haremos todo cuanto
ha dicho Yahvé"”); según Oseas, Dios había
prometido que, cuando llegue la nueva alianza «diré a
mi no-pueblo: ' ¡Tú eres mi pueblo!', y él responderá:
'¡Tú eres mi Dios!'» (Oseas 2,23: “La sembraré para
mí en la tierra, y tendré compasión de la que no
recibió compasión, y diré al que no era mi pueblo: Tú
eres mi pueblo, y él dirá: Tú eres mi Dios”; véase
Romanos 9,25: “Como también dice en Oseas: a los
que no eran mi pueblo, llamare: ``pueblo mío, y a la
que no era amada: ``amada mía”). Al insistir en mi
Señor y mi Dios, Tomás se convierte en portavoz de la
comunidad cristiana que responde a la alianza cuya
realización había prometido Jesús (20,17: “Jesús le
dijo: Suéltame porque todavía no he subido al Padre;
pero ve a mis hermanos, y diles: ``Subo a mi Padre y a
vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”). Y Jesús
concluye) «PORQUE ME VES, CREES
(πεπίστευκας). ¡DICHOSOS LOS QUE NO HAN
VISTO Y HAN CREÍDO!». Estas dos frases se
centran en el πιστεύω («creer»), y precisan dos
maneras de acceder a la fe, la de Tomás y la de los
discípulos venideros. La primera podría comprenderse
como una reserva respecto al discípulo: Jesús le
reprocharía haber necesitado ver para creer; este
reproche debería estar marcado entonces por un
interrogante, como en el caso de Natanael (1,50:
“Respondió Jesús y le dijo: ¿Porque te dije que te vi
debajo de la higuera, crees? Cosas mayores que éstas
verás”) o en el del grupo entero en 16,31 (“Jesús les
respondió: ¿Ahora creéis?”), donde se trata de una fe
insuficiente. Pero el perfecto del verbo (πεπίστευκας,
crees) y el contexto invitan más bien a interpretar esta
frase como una felicitación por parte del Viviente que
ha sido reconocido en la fe [Juan 6,69: “Y nosotros
hemos creído y conocido que tú eres el Santo de
Dios”; 11,27: “Ella le dijo: Sí, Señor; yo he creído
que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que viene al
mundo”). En efecto, contra la tradición que dice que la
fe es un no-ver, «ver» en Juan no se opone a «creer»,
sino que conduce a ello; es lo que había prometido
Jesús: “Todavía un momento, y el mundo no me verá,
pero vosotros me veréis... En aquel día vosotros
conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí
y yo en vosotros” (14,19-20: “Un poco más de tiempo
y el mundo no me verá más, pero vosotros me veréis;
porque yo vivo, vosotros también viviréis. En ese día
conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí,
y yo en vosotros”). La segunda frase parece poner un
poco en sordina este elogio, como si fuera preferible
creer sin ver. En realidad, no se refiere ya a Tomás,
sino a los discípulos venideros: el evangelista se dirige
a la comunidad alejada ya de los orígenes cristianos,
como cuando Jesús, pensando en todos los que se
harían creyentes a continuación [Un ‫( מדרש‬midrás,
explicación) refiere las palabras de un rabino, hacia el
250: los creyentes prosélitos no tienen nada que
envidiar a los primeros testigos del Sinaí], confiaba al
Padre: “No solamente intervengo por éstos, sino
también por los que, por su palabra, crean en mí”
(17,20; véase 15,27: “y vosotros daréis testimonio
también, porque habéis estado conmigo desde el
principio”; 20,21: “Jesús entonces les dijo otra vez:
Paz a vosotros; como el Padre me ha enviado, así
también yo os envío”). La comunidad no tiene que
lamentar en lo más mínimo esta distancia ni su distinta
situación. Aunque su modo de acceder a la fe no es el
mismo, son μακάριοι («dichosos») [A diferencia de la
otra única bienaventuranza joánica, que es una
exhortación, 13,17 (“Si sabéis esto, seréis felices si lo
practicáis”), aquí no hay un acto de bendición es la
proclamación de un estado nuevo, bendecido por Dios]
los que, a lo largo de los siglos, crean [Podría
preocupar una anomalía: para Tomás, el verbo está en
perfecto, πεπίστευκας, indicando una fe plena y
duradera, mientras que a los futuros creyentes se les
describe con el aoristo, πιστεύσαντες, que indica una
fe puntual. En realidad, pueden darse diversas
explicaciones de este hecho. Sería una alusión a los
numerosos creyentes que ya «se han puesto a creer».
Otros ven aquí una simple variación de estilo, parecida
a la que presenta 1 Juan 1,1: “Lo que existía desde el
principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon
nuestras manos acerca de la Palabra de vida”) y μὴ
ἰδόντες (no han visto). La experiencia gozosa que
tuvieron los testigos oculares de aquel que vive más
allá de la muerte era una experiencia fundante y no
podía repetirse; se les concedía no solamente en favor
de ellos mismos, sino en función de las generaciones
futuras cuya fe tendría que basarse en la palabra
trasmitida con la fuerza del Espíritu y no en los signos
visibles de la presencia [Aunque no se infravalora el
ὁρᾰ́ειν («ver») de las apariciones]. Este texto podría
reflejar indirectamente la dificultad que debió
experimentar la comunidad joánica y con la que se
enfrentará el capítulo 21: la desaparición de los
testigos oculares y de la generación de los que habían
conocido a Jesús de Nazaret. Juan muestra aquí de otra
manera lo que ya habían anunciado los discursos de
despedida de Jesús: por encima de los discípulos
presentes ante él, Jesús dirige su atención a los que les
sucederán a lo largo de los siglos, a todos los hijos de
Dios que ha venido a reunir en la unidad; ¿no habló la
tarde del día de pascua a los suyos de la misión, que en
adelante habría de expresar la suya? Ahora su
pensamiento se dirige a los que serán el fruto de este
envío. El encuentro del Viviente con los discípulos no
acaba con una despedida, con una escena de
separación como en Lucas. Permanece abierto hacia
un porvenir sin fin, en el gozo que sobrevive a la
desaparición de los testigos oculares. Eso es lo que
expresó muy bien la primera Carta de Pedro: Todavía
no lo habéis visto, pero lo amáis; sin verlo, creéis en
él, y os alegráis con un gozo inefable y radiante (1
Pedro 1,8-9: “A quien amáis sin haberle visto; en
quien creéis, aunque de momento no le veáis,
rebosando de alegría inefable y gloriosa; y alcanzáis
la meta de vuestra fe, la salvación de las almas”).

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