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Eclipse de una muchacha

Cada vez, al oír decir que uno busca una sola


mujer a través de otras mujeres, vuelvo a Yungay,
a mis nueve o diez años, cuando conocí a Olga
Ángeles en un día memorable del que ya se hablaba
desde antes de llegar.
Fue el día del eclipse de sol para que todos
nos preparáramos en la escuela; habría excursión,
clases en el campo e inclusive llevaríamos todos los
anteojos oscuros. La única tienda que vendía estaba
junto a Los Lirios, el mejor café del pueblo, con
mesillas de manteles coloreados y luces opacas
sobre las mesillas. Cuando entré ya habían vendido
Carlos Eduardo Zavaleta

las únicas cinco gafas que esperaban a los clientes


desde hacía años. Un viaje a Carhuaz era inútil
(pueblo más chico que Yungay) y entonces
debimos encargar a los choferes de camiones y
góndolas que nos compraran los antejos en Huaraz,
previa una comisión para ellos, por supuesto. Así
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I.E. NIÑO JESÚS DE PRAGA – ATIPAYÁN / 4° “A”

obtuve las gafas por ser de los primeros en


encargarlas y así quedé listo para el día memorable.
El maestro había dicho que el eclipse se
produciría por la tarde, a los dos, pero nos citó a las
nueve de la mañana porque deberíamos trepar el
cerro de Pan de Azúcar, donde Gamarra y Castilla
habían librado una fiera batalla contra Santa Cruz,
cien años antes. Y para todo eso llevábamos
cuadernos, fruta y fiambre. A las nueve y media ya
estábamos formando en la calle y vimos pasar por
delante al otro colegio del pueblo, el de muchachas.
En medio de tantos uniformes de faldas azules y
blusas, entreví a alguien de ojos claros,
increíblemente dormidos, y la sonrisa que era toda
una luz. Pero la visión se perdió entre el desfile de
mejillas con lindas chapetas y de piernas tersas
como suaves mejillas.
Tras ellas marchábamos hasta más allá del
panteón, del primer recodo y del primer puente. Ahí
acabaron las columnas, el orden y el silencio;
muchachas y muchachos empezamos a trepar a las
ganadas hasta la cima del cerro. Fue una ilusión,
Eclipse de una muchacha

claro, porque a cada tramo debíamos descansar y


no había cuándo llegáramos a la cúspide, por
encima de la cual surgió todavía la otra montaña,
Punyán, como burlándose de nuestras fuerzas. A
media ascensión, creo, a las once de la mañana
soleada y azul, volví a ver esos ojos claros aunque
dormidos, el destello de la sonrisa, la cabellera
negra recortada a la garzón, y también una piernas
rosadas y largas, y un cuerpo de muchacha todavía
brotando, como el mío entre los hombres. Su
sonrisa fue definitiva: me animó a ayudarle a
trepar, a inventar el diálogo sobre las asperezas del
terreno, las gafas oscuras y eso, mientras ella decía
que llevaba apenas un vidrio ahumado con velas,
porque las gafas costaban mucho.
Jadeando y descansando, con los pelos
agitados por el viento, a mediodía llegamos juntos
a la cumbre. Sólo podíamos mirarnos y sonreír,
imposible hablar por la fatiga. Al sentarnos en las
piedras nos convidamos la kola caracina y las
butifarras que habíamos llevado. Pronto estuvimos
rodeados de condiscípulos y el maestro empezó a
dictar su clase de historia al aire libre, ante esa vasta
maravilla que ofrecía todo el Callejón de Huaylas,
donde la luz se rompía en el cristal de los nevados
y el clima benigno impedía el frío.
A la una y media nos ordenaron ver cómo
Carlos Eduardo Zavaleta

eran el cerro y sus accidentes, recoger restos de


balas y fusiles oxidados, mudos, y clasificar piedras
y plantas silvestres, y formar grupos para observar
el inminente eclipse.

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A los dos supe que se llamaba Olga


Ángeles Vinatea, y ella se había puesto mis gafas y
yo me pintaba los dedos con el vidrio ahumado.
Empecé a ver el prodigio del sol invadido por la
luna, una bola negra hinchándose sobre la esfera
que ya no lucía dorada ni, junto al otro prodigio de
Olga cercana y su piel fragante, sus cabellos
volando libres, su naricilla tan graciosa que parecía
de broma, sus labios rosados cuyas diminutas e
increíbles líneas, poros y brillante rayas podían
contarse. Pero nada era igual a su mirada
adormecida: su sonrisa lo alzaba a uno del suelo, en
una pausa del escudriñar al sol lánguido, y otra vez
me afanaba en vano por olvidarme de ella para
observar únicamente el eclipse.
Ya la tarde no era tarde, el sol era apenas
un halo en torno a la luna negra que lo había
invadido, y el mundo de abajo, de quebradas,
caseríos, el río Santa y las palmeras de la plaza de
Yungay se había transfigurado en una noche nueva,
de las que no podían existir, una noche soñada o
perdida, y yo vivía como dentro de una muchacha
Eclipse de una muchacha

cuyos dedos ya había razado. Y ahora yo le quitaba


las gafas y rozaba su frente, sus cabellos, mientras
Olga tomaba el turno del vidrio ahumado, hasta que
ambos acabamos con la nariz tiznada y pudimos
reír pero no reímos, porque la noche súbita ya
creaba nervios, gritos, aplausos, canciones,
cualquier cosa, una noche provisional y tímida,
lánguida, mortecina, y ahora los pocos alumnos que
tenían relojes tomaban el tiempo del prodigio.
Bajamos con las narices pintadas, de
payaso, y yo cargando la bolsa de muestras de
piedras para Olga, las semillas que escogió, las
flores silvestres que llevé acompañándola hasta su
casa, no lejos de las grandes palmeras que
habíamos visto desde arriba.
Desde entonces iba a verla por las tardes,
cuando el sol moría y jugábamos en la galería
haciendo figuras con una rueda de hilo que
enganchábamos en los dedos, y así nuestra piel se
besaba, sus ojos verdosos y dormidos iban
despareciendo poco a poco, al anochecer, y su risa
fresca y de dientes llenos impedían despedirme, así
supiera yo que papá iba a cruzarme de latigazos si
llegaba tarde a comer.
Ahora la miro únicamente, sin tocarla,
Está como dentro de mi mujer, de Lucía,
eclipsándola por ratos, pero luego Lucía vence y
Carlos Eduardo Zavaleta

recobra su dominio. Tiene mucho de Lucía, su


mirada de medio sueño, su sonrisa libre, su aire
ingenuo y lánguido. Ahora entiendo que yo he
vivido entre eclipses de Lucía para que brillara
Olga y eclipses de Olga para que volviera a mí
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Lucía. Pero no supe que ella se pareciera tanto a mi


mujer sino cuando, al leer los diarios sobre uno de
los muchos aluviones de Ancash, me di con esta
noticia: "Entre las últimas víctimas, en Yungay, se
recuerda a la familia Ángeles Vinatea, compuesta
por tres miembros que al parecer habían logrado
salvarse la primera noche. Amanecieron cerca de
los nichos del panteón, rodeados por la avalancha
de hielo, roca y lodo que había borrado a Yungay
del mapa. Quedaron en medio del fango, pero
vivos, de pie, gritando y pidiendo auxilio, mientras
el fango aumentaba sin cesar. Cuando tuvieron
conciencia de que nadie podría salvarlos, primero
se arrojó al aluvión la madre, después se suicidó
igualmente el padre, pero la hija Olga Ángeles
Vinatea, que en su colegio ganó el título de Gran
Mariscala de Yungay, no se arrojó nunca y más
bien desapareció lentamente, poco a poco,
luchando a brazo levantando hasta el final. Y todo
eso lo vio un testigo desde el cerro". Cuando dejé
de leer estaba llorando, pero creo que lloré muy
poco y muy avergonzado, mucho menos sin duda,
Eclipse de una muchacha

y por una causa no menos grande.


El niño que escribía cartas ajenas

Yo solía escribir y firmar cartas en nombre


de algunos indios que venían a la estafeta de Caraz,
apenas el postillón llegara con el correo y esperara
un plazo para marcharse con la nueva valija.
Me pedían que la carta preguntara
directa-mente alguna cosa, o que averiguara algo
sin notarse, o que fuera una queja, una invitación,
una adver-tencia, una declaración de amor, o
simplemente un saludo y una mirada, para saber
cómo estaba el destinatario.
Un día llegó una india llorosa y preguntó
Carlos Eduardo Zavaleta

dón-de estaba el niño que escribía cartas por un


medio, esto es, por cinco centavos. Aquí, dije yo, y
nos sentamos en el suelo empedrado del bello patío
de la oficina de correos.
Quería dos cartas, una para su hijastra y otra
para su marido, pidiéndoles que no vivieran juntos,
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que los ojos de Dios no dejaba de mirarlos, que


mañana más tarde podría recaer un castigo sobre
toda la familia, incluso sobre ella, que era inocente.
Y o me detenía a cada rato, buscando desentreñar
el enredo que entonces no comprendí, pero ella sólo
me animaba a seguir, trabando su lengua en
que-chua y castellano, conforme se quejaba de su
suerte, y aun, indignada, parecía increpar a ambos
respon-sables como si los tuviera al frente.
No quiso que les pusiera fecha y tampoco
fir-ma. Y cuando cogí los dos sobres para poner el
nombre de los destinatarios, me los quitó
simple-mente y se los metió en el seno, pagándome
los diez centavos.
No son para mandárselas, traduje que me
de-cía, se las daré en mano cuando los encuentre,
por-que sin duda la ira o el llanto me impedirá
hablar. Entonces iremos juntos a buscar a otro niño
como tú para que les lea las cartas, y después que
venga lo que Dios quiera, porque ignoro aún cómo
cartas ajenas

será mi ven-ganza.
de una
El niño que
Eclipse muchacha
escribía

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