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Al iniciar una reflexión desde las palabras identidad, diferencia y diversidad que hoy en
día invaden el discurso pedagógico con tanta insistencia que acaba por asemejarlo a un
catecismo que todos debemos conocer al dedillo y practicar automáticamente, se hace
necesaria la obviedad de las preguntas:¿qué es identidad? ¿qué es diferencia? ¿qué es
diversidad?
Para volver a mirar bien, podemos acogernos ahora a algo menos preciso, más artístico,
como puede ser la literatura y por ejemplo, en los textos de Clarice Lispector que se
adentran en lo más profundo de la naturaleza humana, encontramos la siguiente
reflexión: ¿Yo reducida a una palabra? Pero, ¿qué palabra me representa? Una cosa
En efecto, menos precisión, más profundidad y mayor apertura y por lo tanto mayor
acercamiento a la realidad de la pregunta que la palabra identidad representa para mí:
¿Quién soy? Yo no soy mi nombre, mi nombre pertenece a quienes me llaman. Mi
identidad me la dan los otros pero yo no soy esa identidad, pues si tienen que dármela es
porque yo, en mí misma, por mi misma, en mi intimidad, no la tengo.
Identidad, diferencia y diversidad: tres palabras que hablan del todo y la nada de los
seres humanos, tres palabras que, en educación, acaban hoy resultando tópicos vacíos a
La perturbación de la diferencia
¿Por qué digo que esas palabras producen en mí la sensación de tópico vacío o
encubridor de realidad? Sencillamente, porque lo que salta a la vista cuando miramos el
mundo de hoy es, precisamente, la realidad de que nuestro mundo es un mundo en el
que la presencia de seres diferentes a los demás, diferentes a esos demás caracterizados
por el espejismo de la normalidad, es vivida como una gran perturbación.
Y aunque, es posible que cada uno de nosotros, o cada una de nosotras al menos,
produzcamos siempre con nuestra presencia alguna perturbación que altera la serenidad
o la tranquilidad de los demás, nada hay tan perturbador como aquello que a cada uno
recuerda sus propios defectos, sus propias limitaciones, sus propias muertes; es por eso
que los niños y los jóvenes perturban a los adultos, las mujeres a los hombres, los
débiles a los fuertes, los pobres a los ricos, los deficientes a los eficientes, los locos a los
cuerdos, los extraños a los nativos... y quizá, viceversa. Clarice Lispector lo manifiesta
en uno de sus espléndidos relatos diciendo “Es que yo misma, yo propiamente dicha, no
he nacido más que para perturbar” 5 y esa perturbación que toda presencia produce, se
apacigua tan sólo cuando dicha presencia puede incluirse en la ilusión de normalidad
que acoge en su seno la tranquilidad del “no pasa nada, es normal” o cuando dicha
presencia puede incluirse en una globalidad perturbadora pero a la vez culpable de sus
propios efectos en los demás, es decir, culpable de dicha perturbación.
Y, sin embargo, lo que en la Universidad se produce suele ser todo lo contrario: ninguna
reflexión sobre uno mismo, ningún saber o sabor acerca de nuestra intimidad y un
cúmulo de contenidos sobre el otro que le definen, le identifican y le encierran en un
opaco envoltorio tecnicista que hace de los demás los especiales, los discapacitados, los
diferentes, los extraños, los diversos y de nosotros los obviamente normales, los
capacitados, los nativos, los iguales; y, por ello, dos son los tipos de identidad que la
Universidad sigue produciendo al transmitir el conocimiento académico, científico y
técnico que alude a la diferencia y a la diversidad en la educación: la identidad normal y
la identidad anormal, es a esa segunda a la que se ha dado en llamar diferente, especial o
diversa.
Hablar de los niños y niñas, de las mujeres y de los hombres, a los que la Educación
Especial se refiere, resulta difícil. Hablar de ellos y ellas como seres con una identidad o
identidades especiales, lo resulta todavía más. Quizás sea por esto que recurrir a los
poetas pueda parecer una salida fácil. Pero, al mismo tiempo, son los poetas quienes con
su palabra aciertan en lo más íntimo de nuestras realidades, es decir, en lo más profundo
de nuestro sentir y en lo más sentido de nuestro pensar.
Es por ello que pienso que quizás unas palabras de René Char puedan decirnos algo de
la identidad de muchas de las personas a las que conocí en mi experiencia en la
Educación especial, dicen así:
Quizás el poeta no se refiera a seres como esos en los que yo estoy pensando, quizá no.
Sin embargo, sus palabras me hacen pensar a mí en algunos de ellos y sobre todo,
quizás sus palabras me hagan ver que acaso sea esta su identidad si es que se puede
llamar “identidad” al hecho de no estar ni en la sociedad ni en la ensoñación. Quiero
decir, si se puede llamar identidad a la experiencia de ser, existir y subsistir en un
mundo real, con un cuerpo real , unos sentimientos reales y una vida real en la cual se te
mira y se te ve como algo invivible: “Yo no sé si podría seguir viviendo, para mí, mejor
sería estar muerto” dicen algunos, otros dicen “mejor que no nazcan” y otros,” si les
hemos dejado nacer, permitámosles vivir dignamente”... Quiero decir que quizá sea esa
su identidad, la que tan bien expresa René Char, si se puede llamar identidad a esa
experiencia de vivir en un mundo en el cual lo mejor que se puede decir de tí es que “ya
que te hemos dejado estar aquí que tu estar sea digno”. “No puedes formar parte de la
sociedad, pero no eres un sueño, aquí estás. ¿Qué hacemos contigo?”.
Pero, aparte esos sentimientos y esos decires de quienes miran desde fuera a quienes
padecen alguna “deficiencia” y al acercarse a ellos no pueden percibir más que esa no
vida, esa imposibilidad, y sentir por ellos una errada compasión - y digo errada porque
compadecer sería padecer con ellos la vida y no la negación de su vida- al lado de esos
sentimientos , digo, existen los de otros que, parapetados en su saber científico y
técnico sobre las deficiencias humanas, se empeñan en definirles, clasificarles y
otorgarles identidades construidas desde ese saber, para profetizar sobre cómo se les
construye adecuadamente en los procesos de normalización previstos para cada cual,
pero para un “cada cual” delimitado en y por su deficiencia que se constituye así en
definitoria de su “identidad”.
Yo misma, no puedo negar haber mamado de ambas cosas en los caminos que me han
traído y llevado por eso que se ha dado en llamar la Educación Especial. No sólo porque
como cada hija de vecina he escuchado desde mi más tierna infancia aquello de “mejor
que no haya vivido más”, por ejemplo, sino porque además mi formación universitaria
situó mi primer acercamiento real a esas personas, en la ingenua temeridad de la joven
recién licenciada que, poco o mucho, llegó a creer que con el bagaje que la Universidad
y sus especializaciones le habían proporcionado, podría hacer “lo que hay que hacer”
porque precisamente ella es la que “tiene lo que hay que tener” para tratar a las personas
-infantes o adultas- que padecen alguna de esas deficiencias sobre las que tanto había
estudiado.
Sólo desde la certeza que ahora tengo de no estar libre de unos ni de otros prejuicios o
quizás mejor, de estarlo sólo en una muy pequeña medida - la que me da el saberme
partícipe de ellos- puedo hoy acercarme con cierta tranquilidad a este tema que me he
propuesto ahora de las “identidades especiales” a sabiendas de que, precisamente
porque no existen, se produce un empeño constante para hacerlas existir. Y ese empeño
constante se produce por la necesidad de identidad normal que cada uno de nosotros
tiene y por la necesidad de normalizar las identidades de los profesionales que la
universidad pretende formar.
En un rápido recorrido por la disciplina, nos encontramos con que aquello que se
supondría como un proceso desde el simplismo de la teorización positivista biomédica
hasta la complejidad de la teorización sobre la diversidad humana, no es más que un
espejismo; un espejismo fruto, seguramente, de la mirada ingenua y preñada de deseos
con que desde afuera se suele imaginar la función social de la Universidad.
En efecto, los abordajes sobre la diversidad mantienen, para la Educación especial,
enfoques tecnicistas biomédicos ahora vestidos con los últimos descubrimientos
neurológicos, para nuevas entidades nosológicas como, por ejemplo, la hiperactividad;
junto a ello, enfoques psicologistas conductistas para las deficiencias psíquicas
profundas o trastornos como las psicosis infantiles o el autismo (estos casos, pueden
incluso adobarse con intervenciones neuroquirúrgicas - antes llamadas lobotomías- que
eliminen alguna de las partes del cerebro supuestamente causante de conductas
inoportunas); a la vez, un cierre pedagogista de la disciplina para todas aquellas
deficiencias - hoy necesidades educativas especiales- "integrables", un enfoque que
reniega de sus antecedentes biomédicos y psicológicos, dejando perder con el agua de la
bañera la transdisciplinariedad que una mirada compleja desde la Pedagogía de la
diversidad pudiera proponer.
Así, las clases o los hoy llamados créditos - seguramente lo son porque de algún modo
hay que devolverlos con intereses - las clases, digo, para la formación de tales expertos,
se dividen claramente, en materias tales como "Diagnóstico psicopedagógico",
"Técnicas de modificación de conducta", "Estrategias cognitivas", "Habilidades
sociales", "Educación Especial", "Didáctica de las deficiencias motóricas", " Didáctica
de las deficiencias sensoriales " que, a veces pueden juntarse para ahorrar, por aquello
de que las dos son del cuerpo, digo yo, pues las del alma siempre van aparte como la
"Didáctica de las deficiencias psíquicas" , etc. Como puede adivinarse, en todas esas
materias, se mantienen enfoques parcelados y mutiladores, clasificaciones nosológicas y
prácticas de división de cuerpos y mentes que no responden nunca a la compleja
realidad con que maestros y maestras se enfrentan. Mucho menos responden a la
complejidad de las vidas del alumnado a que se refiere dicha formación pedagógica.
Por otra parte, en esa formación se mantienen aquel tipo de prácticas docentes que,
como dice Antonio Escohotado, son "combinación de sadismo y masoquismo, donde el
profesor atormenta a sus alumnos con exámenes centrados en exigir soluciones
aparentemente imposibles o muy difíciles (reproduciendo su propio infortunio durante
el pupilaje) y suele transformarse en estatua de sal cuando algún pupilo despierto
formula alguna pregunta pertinente"9
Se forman así, en nuestras carreras pedagógicas, profesionales que deben saber en todo
momento la "solución a aplicar", la "respuesta dada" que cierre de raiz toda pregunta.
Pertrechados y pertrechadas con todo tipo de técnicas de diagnóstico y tratamiento y
con la certeza de que cada una puede responder al caso que ante sí se presente, no
suelen formularse ya aquella pregunta inicial que yo he considerado aquí como
fundamental: ¿Quién soy yo ? ¿Qué produce en mí la presencia del otro? ¿Qué demanda
hay en sus ojos, en su gesto, en su grito o en su silencio? ¿Qué me dice a mi su
presencia?
Un alguien ya definido también por aquello que las nuevas técnicas y estrategias
pretenden producir: normalización (de norma, de normalidad) En todos los casos a que
nos estamos refiriendo, aunque en mi fuero interno pienso que aquí vale generalizar,
normalización supone ocultación de la inclinación, compensación del déficit, corrección
de la desviación. En definitiva, negación de la diversidad.
La medida de esa ocultación, de esa compensación, de esa corrección, es la que debe
tener el o la profesional cuya identidad recta, normal, conocedora y segura representa,
sancionada precisamente por los certificados de la academia. Una identidad tan normal
que es capaz de otorgar identidades normales a los demás. Una identidad tan segura que
no debe ni necesita dudar de sus respuestas. En definitiva, una identidad libre de
inclinaciones, vacía de intimidad pues queda reducida a su dimensión externa, técnica,
profesional, pública. En efecto, como dice José Luis Pardo "la dimensión pública del yo
es la que permite determinarlo como un "sujeto sujetado" o "sometido a una función
social" (pública o privada) a saber, la que los demás le reconocen, mientras que la
dimensión íntima es aquélla en la que el yo se libera de toda sujeción, de toda función, y
10
de toda sumisión, para "hacerse a sí mismo" . Y es esto último, ese hacerse a sí
mismo, lo que la actual formación de las y los profesionales de la educación impide,
pues aún aceptando que la identidad es lo más externo y la intimidad lo más interno del
yo, no debemos por ello pensar que no haya entre ellas una comprometida relación. Una
10 Op. Cit.
relación tan comprometida que puede llegar a negar uno de las dos si no cuidamos de
cada una de ellas.
Como dicen las mujeres de Diotima: "No considerar la diferencia sexual puede
entenderse como una especie de decisión simplificadora. Pero, si profundizamos,
podremos ver que aquí lo excluído no son simplemente ciertas experiencias o ciertos
procedimientos en favor de otros. Aquí lo que se excluye es la alteridad misma por la
que se constituye el sujeto humano a causa del sexo. Y por la que el sujeto, en el acto de
conocer, encuentra fuera de sí y opuesto a sí no sólo el mundo a conocer sino también a
sí mismo en el otro sexo. Ello constituye innegablemente una formidable complicación
para la relación de conocimiento.
En esto ha jugado un papel importante el dominio sexista. La subordinación de un sexo
al otro es una manera práctica de resolver el problema del sujeto humano que no es uno
sino dos. Una solución usada tradicionalmente para regular las relaciones entre los dos
sexos que ha sido adoptada también por la filosofía y la ciencia para poder atribuir al
sujeto del conocimiento la cualidad de ser uno y simple, es decir, no tocado por la
particularidad de su cuerpo sexuado y como tal opuesto al objeto múltiple y devenidor
de su conocimiento" 12
De esa simplificación del sujeto por la cual de una solución práctica se ha pasado a un
saber filosófico y científico, sigue dando muestra esa confusión evasiva a que me
refiero.
Ha habido muchas maneras de eludir esta cuestión, desde la reducción biologicista que
atribuye (¿podemos decir atribuía?) naturaleza, instinto, sexo... a la mujer y cultura,
razón y alma al hombre, poniendo éste por encima de aquélla que quedaba así
subsumida, negándola en su humanidad, hasta la actualidad del reduccionismo
Sin embargo, a poco que profundicemos en la cuestión con una mirada abierta a su
complejidad y acogedora, por tanto, de lo biológico humano como algo esencialmente
social (y viceversa) nos daremos cuenta de que la diferencia sexual es la diferencia
humana fundamental y la que posibilita la gran riqueza de la diversidad al tiempo que la
gran miseria con la que es tratada. Es a partir de la diferencia sexual que se hace cierta
aquella frase que dice que los seres humanos somos todos igualmente diferentes porque
todos somos hombres y mujeres (hombres y mujeres, blancos, hombres y mujeres,
mestizos, hombres y mujeres negros, hombres y mujeres pobres o ricos, hombres y
mujeres orientales u occidentales, y así sucesivamente) Y es esta primera diferencia
negada, subsumida, dominada, jerarquizada la que ha ido dando forma y ha creado el
orden simbólico que hacemos extensivo a todas las demás diferencias de la humana
diversidad.
Sin embargo, yo voy aquí a romper una lanza en favor de esa feminización por cuanto
ella ha traído - con mayor o menor conciencia de las propias mujeres- una serie de
beneficios sin los cuales la actual - si no pertinaz- crisis del sistema educativo sería una
catástrofe aún mayor; y esos beneficios radican fundamentalmente en la aportación que
desde la diferencia femenina y no desde la igualdad, ellas han realizado y siguen
realizando. ¿Cómo funcionaría el sistema educativo de la enseñanza infantil y primaria
si no lo eligieran principalmente las mujeres aportando todo el saber que su experiencia
femenina les ha dado, además y como enriquecimiento de los conocimientos
académicos (o de la igualdad) sin los cuales nunca les hubiera sido permitido acceder a
ese puesto de trabajo? ¿De qué se han nutrido los más recientes conocimientos
psicológicos sobre la primera infancia si no de la observación de las relaciones -
consideradas "naturales" eso sí- materno-filiales? ¿Qué son esas relaciones materno-
filiales si no cultura, una cultura creada y mantenida por las mujeres? ¿Hasta qué punto
ese saber que llega a la escuela de la mano de las maestras no ha contribuido a hacer de
esa escuela infantil y primaria un lugar en el que todavía se puede vivir, relacionarse,
aprender? Por otra parte, ¿cómo se explica ese, cada vez mayor, éxito de las niñas y de
las jóvenes en la enseñanza que las lleva mayoritariamente hacia la enseñanza superior
universitaria?
Por último, para concretar en qué consiste esa aportación de las mujeres a la educación,
diré que esa aportación consiste principalmente, en la importancia que ellas atribuyen -
que nosotras atribuimos - a la relación, ya que es precisamente el deseo de relación el
que las lleva a elegir su dedicación a la educación. Trabajando con mujeres maestras es
fácil darse cuenta de que es la relación lo que más las preocupa y más las satisface; es la
importancia que otorgan a las relaciones lo que las hace interesarse por el bienestar de
los niños y niñas en la escuela, preocuparse por buscar el placer en la vida cotidiana
escolar, placer en esa vida cotidiana que encuentran con mucha más facilidad -
podríamos decir habilidad- las niñas que los niños, las maestras que los maestros. Y esa
preocupación y esa búsqueda no procede, al menos en gran parte no puede proceder, de
los conocimientos académicos, sino que procede de un saber propiamente femenino
porque nace de la experiencia a la que, según algunos, hemos sido condenadas: la
experiencia de lo cotidiano, de lo efímero, de los pequeños placeres y de la importancia
del amor. Y sea o no, fuere o no, condena, de esa experiencia las mujeres hemos sacado
un saber, ese que María Zambrano califica de saber del alma, saber de la ternura
profunda que hace que nuestra intima inclinación más que nuestra identidad, nos
comprometa en la búsqueda de un lugar en el mundo para cada criatura que concebimos
o cada criatura con la que nos relacionamos y nos conduzca inclinándonos hacia la
aceptación de toda criatura humana como humana pues, bien hubiéramos podido
nosotras mismas concebirla.
Es de ese saber del que hemos aprendido, como dice Luigina Mortari13, que " Dejarse
afectar por el sufrimiento de los demás y hacerse cargo de él es un modo esencial de
hacer trabajo civilizador. No es verdad que el dejarse afectar por el otro, el ser
copartícipe de su sentir, cree desorden y, por ello, impida una acción eficaz; antes al
contrario, es la condición necesaria de aquel "pensar del alma" que introduce un
principio de orden diverso, el orden de una razón encarnada y sensible, que construye
saber, no trabajando en torno a conceptos según procederes predefinidos, sino a partir
de la interpretación de la mirada del otro, de sus gestos, de su modo de entrar en
relación o de sustraerse a ella "
Es evidente que ese saber, aunque a través de las mujeres haya llegado a la academia, no
es un saber producido por ella, para la cual la distancia, la no afectación, la eliminación
de íntimas inclinaciones es fundamental para alcanzar el verdadero saber de la realidad
objetiva. Pero, la realidad humana es que ninguno somos nadie, a pesar de nuestras
identidades y que todos, aunque la desconozcamos, tenemos nuestra intimidad,
inclinada mayormente por nuestro sentir. Un sentir complejo que nos acerca al otro y
nos inclina a aceptarle pero que también nos aleja de él y nos impele al rechazo. Con
una emoción "social" , la primera, como muy bien califica Maturana a la emoción del
amor y otra "asocial" como también Maturana califica a la emoción del poder que nos
lleva a rechazar, negar y dominar al otro14. Y aunque a todos y a todas nos pese, ese
sentir ha sido simplificado y partido en dos en una mortífera división práctica,
atribuyendo la primera, la emoción del amor a las mujeres y la segunda, la del poder , a
los hombres. No llevemos esa misma reducción simplificadora a la educación,
aceptemos que la aportación diferencial de la experiencia femenina es una aportación
fundamental, cultural, simbólica, patrimonio de todos los seres humanos. Tratemos de
entender que la diferencia sexual y el cómo ha sido tratada y simbolizada es una
cuestión básica para comprender la complejidad de lo humano y que eludir la
importancia de esa diferencia es simplificar y empobrecer el mundo en el que vivimos.
Reducir la cuestión a esa mágica igualación políticamente correcta supone como
estamos viendo, a poco que miremos, una pérdida de lo simbólico femenino en el
mundo, una pérdida para todos y todas.
13 Luigina Mortari, Sulle tracce di un sapere, en el libroIl profumo della maestra, Napoli, Liguore
Editore, 1999.
14 Humberto Maturana R. La realidad ¿objetiva o construida? Fundamentos biológicos de la realidad.
Madrid, Antrhopos, 1995.
Sólo cambiando la práctica de la relación entre los sexos - y aquí cito las palabras de
alguien que goza de gran predicamento en educación- sólo cambiando la práctica de la
relación entre los sexos con una labor cotidiana "de cada momento y constantemente
recomenzada , puede arrancarse a las frías aguas del cálculo, de la violencia y del
interés "la isla encantada" del amor, ese mundo cerrado y perfectamente autárquico que
es el lugar de una serie continuada de milagros: el de la no violencia, que hace posible la
instauración de relaciones fundadas en la plena reciprocidad y que autoriza el abandono
y la entrega de sí; el del reconocimiento mutuo que permite, como dice Sartre, sentirse
''justificado de existir', asumido, incluso en las propias particularidades más
contingentes o más negativas, en y por una especie de absolutización arbitraria de lo
arbitrario de un encuentro ("porque era él, porque era yo"); el del desinterés que hace
posibles unas relaciones desinstrumentalizadas, fundamentadas en la felicidad de
proporcionar felicidad, de encontrar en la maravilla del otro, principalmente ante el
asombro que él nos suscita, razones inagotables para maravillarnos"
Son palabras de Pierre Bourdieu15 que tras sus fríos y objetivos análisis de la
dominación masculina - que a mi me han parecido más de la sumisión femenina- acaba
su texto reconociendo que el amor existe a pesar de todo, y sobre todo entre las mujeres,
con la fuerza suficiente como para ser " instaurado como norma, o como ideal práctico
digno de ser perseguido en sí mismo por las excepcionales experiencias que procura. El
aura de misterio de que está rodeado, principalmente en la tradición literaria, puede
comprenderse fácilmente desde un punto de vista estrictamente antropológico;
fundamentado en la suspensión de la lucha por el poder simbólico que suscitan la
búsqueda de reconocimiento y la tentación correlativa de dominar. El reconocimiento
mutuo por el cual cada uno se reconoce en el otro, que le reconoce a uno mismo como
otro, puede conducir en su perfecta reflexividad, más allá de la alternativa del egoismo y
del altruismo e incluso de la distinción entre el sujeto y el objeto..."
Siguen siendo sus palabras. Sin embargo, aunque las cito para apoyar mi propuesta
sobre el valor simbólico de la aportación de las mujeres al mundo, aunque las cito por el
asombro sonriente que en mi produjeron cuando las leí, no deja de ser esta referencia
suya al amor, una referencia al amor de pareja, un amor "cerrado", como él mismo dice
y electivo, aún fruto del azar de un encuentro : "porque era él, porque era yo"; un amor
Si, como decíamos la identidad es aquello que el otro nos da y que forma parte de lo
más externo de cada cual - es decir de su función social- y la intimidad aquello a lo cual
tendemos a inclinarnos desde lo más interno del sí mismo, podríamos decir, respecto de
la cuestión de la diferencia sexual, que ésta ha provocado en el tratamiento
tradicionalmente establecido de tal diferencia, una mayor identidad, una mayor fijación
de la función, de lo externo, en el hombre, y una mayor inclinación desde lo más íntimo,
y por tanto, una mayor diversidad de potenciales identidades en las mujeres, ya que el
juego entre intimidad e identidad ha inclinado los platillos de la balanza según la
diferencia sexual y su determinación práctica cotidiana.
Quizás sea el amor, puesto que en ello parecen coincidir hoy hombres y mujeres, la
inclinación humana que mejor podría reequilibrar los platillos de la balanza, que han
hecho del llamado Sujeto humano una unidad indisoluble, excluyente del otro, la otra, y
excluyente también de lo otro, como si nada de afuera formara parte del interior de ese
Sujeto, ni él mismo del mundo en que uno y otra viven, vivimos. En palabras de María
Zambrano: ' El amor cuando no es aceptado, se convierte en némesis, en justicia, en
implacable necesidad de la que no hay escape. Como la mujer nunca adorada se
convierte en parca que corta la vida de los hombres. (...)Es una realidad, una potencia
original, precisa para la fijación de una órbita, de un orden (...) El amor, pues, establece
la cadena, la ley de la necesidad . Y el amor también da la noción primera de libertad.
Necesidad-libertad son categorías supremas del vivir humano . El amor será mediador
entre ella s .En la libertad hará sentir el peso de la necesidad y en la necesidad
introducirá la libertad." 16
16 María Zambrano, El hombre, citado por Milagros Rivera en El fraude de la iguAldad, Barcelona,
Planeta, 1997.