Sei sulla pagina 1di 21

 

“Yo no estaba en la ruta de algo, estaba viviendo, me dejé llevar tranquilo en el chorro de
la vida... yo sé que van pasando cosas bonitas por la orilla pero no sé donde está el final:
tal vez sea un charco bien vacano o un abismo”
SINOPSIS
Camilo Arroyo Arboleda ha sido profesor de escuela, lanchero, taxidermista, coleccionista
y vendedor de mariposas, psicólogo de perros, buscador de oro, motorista, navegante de
mar, saca muelas, herrero, farmaceuta. Incluso, por un tiempo, llegó a ser el coco blanco de
los niños negros.
Eso fue hace muchos años, cuando Camilo Arroyo llegó a Guapi, un municipio olvidado
como todos los del Pacífico colombiano. Entonces los niños huían despavoridos de su
presencia porque nunca habían visto un rostro blanco. Tan grande era el terror que generaba
entre los muchachos que las madres empezaron a llevarle a sus hijos con la esperanza de
que el miedo les quitara los malos hábitos. Fue así como este hombre, descendiente de
esclavistas, terminó siendo el maestro de vida para varias generaciones de niños negros:
casos perdidos, muchachos que entran a la adolescencia en medio de la desazón que
generan la pobreza y la violencia.
Ni el propio Camilo hubiera creído, hace cuarenta años, que su misión en la vida era
enderezar ovejas ‘negras’. Ni él mismo sabe qué destino era el que se estaba buscando
cuando renunció a su puesto oficial y a un excelente salario, para comprarse una canoa y un
motor e instalarse en el Naranjo, una vereda selvática a la que hoy en día es imposible
llegar porque es territorio de guerra.
Camilo Arroyo, don Ca como le dicen los guapireños, ha visto la transformación de estos
lugares y se ha quedado, aunque le hayan cambiado el paraíso que lo sedujo hace tanto.
Vive en la pobreza, duerme en una hamaca y sus pertenencias más preciadas son su canoa y
su guadaña. Sigue educando niños que alberga por largas temporadas en su casa. Una vez al
año se quita su ropa selvática para irse a la ciudad de sus ancestros, a tomar parte en el
ritual más importante del mundo católico: la Semana Santa. Está cerca de los sesenta años y
a veces se pregunta si el camino tomado fue el correcto...

Don Ca será el retrato de un personaje al que no es fácil rotular: no es un colono


explotador, no es un buen samaritano ni un hippie inadaptado. Es un hombre que se salió de
las líneas trazadas y de los caminos vendidos como correctos. La suya es una historia que
nos permite abordar el espinoso tema de la libertad. La libertad de hacer un camino distinto
al que nos proponen las sociedades modernas; la libertad que se le sigue negando a las
comunidades afrocolombianas, ya no a través del látigo sino de la violencia y la pobreza; la
libertad ilusoria de un continente que sigue trancado en su proceso de verdadera
independencia.

 
 

MOTIVACIÓN
En Colombia no se estila hablar de libertad. Se habla mucho de derechos humanos, de
violencia, de pobreza, de víctimas, de marginalidad. Pero la libertad, tanto la palabra como
el concepto, suele estar ausente de nuestros discursos. Tal vez porque sabemos que se trata
de un tabú; un tema que suena subversivo y que abre las puertas al estigma del terrorismo.
Tal vez porque hace mucho tiempo nos rendimos a los estados de sitio, a los tiranos con
máscaras de demócratas, al despotismo de la cultura del narcotráfico. Tal vez, porque
olvidamos con facilidad que los derechos humanos, la violencia, la pobreza son realidades
que condicionan, confirman o anulan, nuestras posibilidades de ser libres.

Don Ca es un proyecto documental que me permite plantear algunas preguntas al respecto.


¿Qué tantas posibilidades tenemos de buscar nuestro propio camino en un mundo cada vez
más planetario y homogéneo? ¿Qué tan válido es hablar de libertad entre comunidades
marginales sometidas a la pobreza y al choque de fuerzas brutales que conforman la
violencia colombiana? ¿Qué posibilidades reales tienen los jóvenes afrocolombianos del
abandonado sur de Colombia, de elegir un futuro o hacer un proyecto de vida propio? La
historia de Camilo Arroyo Arboleda, con sus bemoles fantásticos y sus visos de delirio es el
motivo perfecto para hacerlas.

Cuando me encontré con este hombre blanco en medio de negros, un lanchero culto, que
duerme en el piso y vive en una casa prestada, supe que éste era el personaje extraordinario
que necesitaba para abordar el espinoso tema de las sociedades y los individuos libres.
Luego me adentré en su historia que parece concentrar las ironías y las incoherencias de
nuestro proyecto de país: tener en su haber familiar a lúcidos intelectuales que gestaron la
independencia y también a feroces amos esclavistas que comerciaron con la libertad de
miles de personas, es sólo el comienzo. Luego viene la sociedad en la que creció, católica y
conservadora a cual más; culta e intelectual como pocas; clasista, déspota y racista como
muchas. El hombre que tenía su camino trazado se desvío. Tomo la ruta placentera pero
también la más compleja, una ruta que lo dejó hermanado con los descendientes de los que
fueron esclavos de sus ancestros.

Pero Arroyo no es un buen samaritano que haya sacrificado su vida con la intención de
pagar un karma. Es un hombre que, como él mismo dice, “se ha dejado llevar en el chorro
de la vida” sin renunciar a sus principios ni a su conciencia. Un hombre que enseña llaves
anti sumisión a los muchachos sin futuro de su pueblo; un hombre que grita de dolor ante
los bombardeos en Baghdad porque siente como suya la pérdida del código de Hamurabi; al
que se le nubla la mirada cuando ve que las avionetas del Plan Colombia, apoyadas por el
gobierno estadounidense, cruzan los cielos de Guapi para fumigar de veneno nuestros
territorios.
Me propuse contar su historia porque este personaje encarna los deseos de todos los que
hemos pretendido ser libres y lo hemos sido a medias. Me propuse contar su historia porque
a través de ella puedo contar otra, la del Pacífico colombiano, la tragedia eterna de las
comunidades negras y el histórico fracaso de nuestra pretendida independencia. “Yo no
estaba en la ruta de nada, estaba viviendo, me dejé llevar tranquilo por el chorro de la vida,
yo sé que van pasando cosas bonitas por la orilla pero no sé dónde está el final: tal vez sea
un charco bien vacano o un abismo...” dice don Ca. Esa es una pregunta que me asalta hace
tiempo y que tarde o temprano, todos nos hacemos. ¿Será que vamos por el chorro de la
vida sin saber que nos espera al final? ¿Tal vez un paraíso? ¿Tal vez un abismo?

Plantear la pregunta y buscar las respuestas es lo que me mueve a hacer este documental.
TRATAMIENTO

Don Ca es un documental de retrato enmarcado en los lineamientos del documental de


autor. En este campo son muchos los ejemplos y los estilos de narración audiovisual que se
pueden encontrar. Quiero destacar tres documentales que me sirven como referentes
visuales: Santiago de Joao Moreira Salles (Brasil); The monastery de Pernille Rose Gronk
(Dinamarca) y ¿Quién diablos es Juliette? de Carlos Marcovich (México). En los tres
casos, las historias que se cuentan son la excusa perfecta que le permite al realizador
abordar temáticas relevantes y complejas, que van más allá de los mismos personajes
retratados.

El documental se moverá en dos espacios claramente definidos y antagónicos: la selva y la


ciudad; el municipio de los negros, la ciudad de los blancos. Y en dos tiempos narrativos
planteados en la estructura del documental: un tiempo presente/directo y un tiempo pasado
(la historia de los ancestros, las decisiones tomadas hace tantos años).

Se trata de hacer un retrato intimista, reposado y cercano que admite el diálogo y la


reflexión. No habrá narrador en off ni entrevistas al modo de cabezas parlantes. Se
privilegiará el plano secuencia que nos permitirá hacer un seguimiento a los conflictos del
tiempo directo. Será una cámara contemplativa y respetuosa que permitirá que las acciones
se desarrollen frente a ella sin necesidad de frecuentes cambios de plano.

No habrá una presencia directa del autor, mi imagen no será registrada por la cámara ni a
través de una voz off. Estaré presente de forma tangencial en las conversaciones que se
establezcan a través de la cámara.

El narrador será nuestro personaje, nuestro sujeto retratado, Camilo Arroyo Arboleda.

Las historias del pasado se presentarán de dos formas: a través del verbo enérgico y fluido
de Camilo Arroyo o por la recreación de un momento que puede considerarse como punto
de giro. En el primer caso buscaremos que el protagonista nos cuente sus historias in situ.
Nuestro personaje compartirá con la cámara sus relatos de aventurero desde los territorios
por los que ha pasado.

En el segundo caso acudiremos a la recreación visual. Es importante aclarar que no se trata


de puestas en escena sino de recreaciones a partir del espacio (al estilo de las primeras
escenas de Santiago). Mientras nuestro protagonista nos narra las historias que marcaron su
vida, como la maldición de la abuela, la imagen nos muestra un plano secuencia en
subjetiva, de los lugares donde se dieron estos hechos narrados. Será una imagen muy
cuidada, que se caracterizará por una propuesta fotográfica distinta al resto del documental.
El manejo de la luz y las texturas logradas nos darán a entender que se trata de momentos
del pasado, evocados por el narrador y cristalizados por la magia de la imagen en
movimiento.
La propuesta sonora será una herramienta importante para darle carácter a la selva y a la
ciudad, los dos espacios en los que se desarrollará esta historia. La bulla, la vitalidad y el
aparente desorden para los escenarios de la selva; el silencio, la solemnidad, la pompa y el
aparente orden para los escenarios de la ciudad. La presencia de la música será muy
dosificada en aras de respetar la primacía de los planos secuencia.

El montaje estará libre de efectos de post producción. El formato de registro será HD y el


de exhibición 35 mm.
ESTRUCTURA NARRATIVA

Don Ca tendrá una estructura narrativa lineal que admite digresiones en el tiempo para
contar momentos importantes del pasado. La siguiente es una propuesta de escaleta, abierta
a los conflictos que puedan darse durante nuestro seguimiento a la vida cotidiana de Camilo
Arroyo Arboleda.

1. La maldición de la abuela.

La primera escena del documental nos mostrará el momento en que Camilo Arroyo, siendo
un niño, es maldecido por su abuela y predestinado a morir entre negros. El siguiente texto
es una trascripción de la narración hecha por nuestro personaje.

Tengo diez años y estoy haciendo tareas cuando escucho un golpe seco. Entonces salgo
corriendo a ver qué pasa y cuando llego al patio me encuentro con mi abuela que está
golpeando a la sirvienta negra, una y otra vez contra el piso. ¡Pare abuela! le pido pero
ella no escucha, está ciega de la ira... sin pensarlo mucho le pego un puño en la boca que
le deja un hilo de sangre y el labio superior hinchado. Entonces mi abuela me maldice:
entre negros haz de morir...

Esta escena será recreada en los términos planteados en la nota del director.

2. La fiesta sagrada

Esta secuencia nos permitirá presentar al personaje e introducir el tema y el conflicto del
documental.

De la maldición en el pasado nos iremos al presente. Camilo vive entre negros. Lo


seguiremos el día en que viaja a Popayán para participar del ritual de la Semana Santa.
Veremos primero al hombre sudoroso, que trabaja todas las mañanas con su guadaña y que
comparte el desayuno con dos adolescentes guapireños. El traslado al aeropuerto nos
permitirá presentar el espacio de los afrocolombianos: la vereda selvática y las calles de
Guapi.

La llegada a Popayán será un contraste rotundo desde el primer momento. Esta es una
ciudad de casas pintadas de un color blanco inmaculado. Allí se encontrará con su familia,
con su mamá, una señora de ochenta y cinco años que mira con altivez y exhibe con orgullo
una pared llena de imágenes de los antepasados ilustres: los presidentes, los cónsules, los
embajadores, los estadistas y los héroes de la independencia colombiana. En esta visita
estarán también sus hermanos, profesionales exitosos y de prestigio.
El hombre de la guadaña se cortará el cabello, se arreglará la barba, se pondrá vestido y
corbata y saldrá en las noches a cumplir con el papel que la tradición le exige y que ha
heredado de generación en generación, como corresponde a una de las familias más
aristocráticas del país.

El final de este segmento estará marcado por el viernes santo, la celebración máxima, el
esplendor y la pompa de estas familias tradicionales, que concentran lo mejor y lo peor de
la sociedad colombiana. La historia de Fernandito (Recreación) nos servirá para enfatizar
en este tipo de contradicciones:

Yo tenía como veinte años y fui a un almuerzo familiar a casa de una tía muy refinada. Me
presenté con Fernandito, un niño negro que había perdido a sus padres y se estaba criando
en mi casa. Mi tía lo atendió y le permitió sentarse a la mesa con los demás pero al final
me llamo aparte para hacerme una recomendación importante. Me dijo: estamos muy
complacidos con el gesto tan lindo que tienes con ese muchacho pero ten presente que él
desciende de los que fueron nuestros esclavos. En ese momento no dudé en contestarle:
prefiero venir del robado y no del ladrón...

3. El museo fue mi casa

Esta secuencia busca contextualizar y dimensionar la historia del personaje.

Durante la estancia en Popayán, visitaremos la Casa Caldas, un museo dedicado a uno de


los héroes más importantes de la independencia colombiana, ancestro directo de los Arroyo
Arboleda. Este lugar fue la casa de la infancia de Camilo Arroyo y sus hermanos. Lo
veremos caminando entre las que fueron sus habitaciones mientras los visitantes del museo
toman fotos del pasado. Allí acudiremos de nuevo a la recreación de los recuerdos de don
Ca. Nos contará de las comisiones de afrodescendientes que venían de las selvas del Chocó
a visitar a su papá, un abogado de las buenas causas que les ofrecía sus servicios sin cobrar
nada.

Cuando ellos llegaban mi papá alborotaba la casa y ordenaba que les trajeran comida y
los atendieran debidamente... a mí, esos seres grandísimos y olorosos, que traían loros en
los hombros y regalos de la selva, me fascinaban... para entonces no existían las botas de
caucho así que ellos llegaban con pedazos de cuero amarrados a las pantorrillas, como los
vikingos. Yo tendría cinco años y esos señores eran como unos dioses llegados de la selva.

Volveremos a la casa materna, la actual, para hacer seguimiento de la relación fraterna que
existe entre Camilo Arroyo y su mamá. Ellos ven televisión y comen chocolates suizos con
té inglés mientras conversan sobre el país o sobre los últimos acontecimientos de la familia.
En medio de sus conversaciones será muy posible que surja un tema que siempre genera
resquemores: la nieta afro.
4. Los hijos biológicos

En esta secuencia nos concentraremos en los descendientes negros que hoy son parte de la
familia Arroyo Arboleda.

Camilo estará de nuevo en Guapi. Otra vez lo veremos en su traje de selva y en su papel de
renegado. El seguimiento a través de la cámara nos confirmará que las cosas en su vida no
son fáciles. Todos los días hay conflictos a su alrededor: con sus pupilos y sobre todo con
sus vecinos, los mismos que instalaron una acción judicial para sacarlo de las tierras que
habita hace más de treinta años.

Por lo menos una vez a la semana, don Ca visita a su hija y a su nieta. Para su hija, una
adolescente que trabaja como enfermera en el empobrecido hospital del pueblo, el único
destino posible es salir de Guapi. Por ahora, debe conformarse, pues no tiene muchas
posibilidades de hacerlo. Este seguimiento nos permitirá ventilar el tema de los amores y
las mujeres de don Ca. Será entonces cuando sepamos de Doris, una bellísima joven
chocoana, con quien tuvo un hijo hace 35 años. Del muchacho no sabe mucho; de la madre
tampoco. Doris fue el primer amor de su vida y su hijo, la primera gran frustración.

6. El cartel de Bonanza

Esta secuencia estará dedicada a las varias generaciones de niños formados por don Ca.

Empezaremos con una recreación del encuentro con el primero de sus pupilos.

¡Hay no mamita, hu, hay no mamita hu! escuché de pronto y salí a ver de dónde venía el
llanto. Era un niñito negro, de unos diez años y la mamá lo traía a rastras hasta mi casa.
¡Don Camilo, cómaselo porque este niño se orina! me ordenó la señora. Estaba
aprovechando el terror que los muchachos me tenían para corregirle el mal hábito de
orinarse en la cama.

Don Ca completará esta historia mientras conversa con Magdaleno Rosales, el niñito que se
orinaba en la cama y que se convirtió en el compañero de andanzas y aventuras de Camilo
Arroyo. El Magdaleno de hoy tiene cuarenta años, cuatro hijos y dos nietas. Vive de la
pesca aunque cada vez es más difícil, dice él, llenar de comida los platos de la familia.

Con Magdaleno empezaron tres generaciones de muchachos afro a los que la gente llama
‘El cartel de Bonanza’. Son más de sesenta jóvenes que con facilidad hubieran pasado a
engrosar las filas de otros carteles: el de la guerrilla, el del paramilitarismo o el del
narcotráfico.
Eso lo sabremos mientras seguimos en la cotidianidad a Camilo y sus aprendices. El cartel
de Bonanza de hoy es pequeño: Jaime, un adolescente tímido de historia desconocida y
David, un niño de rostro duro y expresiones de adulto, abandonado por su mamá, que
cansada de la pobreza decidió emigrar a la ciudad.

En sus viajes diarios a Guapi, nos encontraremos con los conflictos que azotan a este
pueblo: como no hay trabajo los jóvenes sueñan con la oportunidad de echarse al río con
una canoa cargada de droga; la gente se muere de enfermedades simples porque el hospital
es demasiado básico; el agua se pone cara porque la lluvia no llega.

Don Ca nos contará una historia importante del pasado. Nos explicará que hace treinta años
este pueblo era un paraíso de negros refinados y él era un brillante funcionario oficial.
Llegó para quedarse durante un mes de trabajo pero terminó renunciando a su cargo para
irse a vivir al Naranjo, una vereda selvática donde encontró una comunidad que le abrió las
puertas y le brindó una casa. Hace tiempo que ese lugar se convirtió en un territorio
disputado por las fuerzas ilegales de derecha y de izquierda.

Él por su parte, sabe que tomó una decisión que nadie entiende, ni antes ni ahora. Por
mucho tiempo no tuvo dudas. Camilo es un aventurero de espíritu libre que no nació para
tener límites. Sus anécdotas delirantes y sus mil oficios lo demuestran. Sin embargo, hoy a
sus sesenta años, parece plantearse las preguntas que en su juventud nunca se hizo. Está
cansado de la pobreza y el Guapi de hoy cada vez se parece menos al escenario que lo
sedujo hace tantos años. Durante los últimos tiempos, hasta las relaciones con la comunidad
se han malogrado. Camilo ni siquiera es dueño de la casa que habita, éste es un terreno del
municipio que la comunidad le está disputando. Después de tantos años lo están echando.
El hombre que se dejó llevar por el chorro de la vida parece tener miedo del abismo que lo
espera al final.

Tal vez por eso anhela volver a concursar en el famoso programa de televisión ¿Quién
quiere ser millonario? Ya lo hizo en una ocasión. Pasó con facilidad las pruebas de las
preguntas telefónicas y fue seleccionado para concursar pero no llegó a sentarse frente al
presentador porque no es hábil en el manejo de los aparatos electrónicos. Sin embargo,
Camilo sueña con intentarlo de nuevo...

7. Las llaves antisumisión

Esta secuencia se centrará en el desarrollo del conflicto que se da entre don Ca y los dos
muchachos que hoy viven con él.

Nos concentraremos en las historias de Jaime y David y en la relación que se da entre ellos
y Camilo Arroyo. Comprobaremos que no es una relación paternalista ni idílica. Camilo es
un maestro recio, que no duda en gritar o reprender con severidad cuando se cometen
errores. Los muchachos lo conocen y al final, parecen ser ellos quienes lo manejan a él. Es
en todo caso, una relación fraternal en la que el hombre viejo se empeña en hacerles
entender a los jóvenes afro, la importancia de la autonomía, de la responsabilidad y de la
libertad. Por eso, cuando quiere premiar a sus pupilos, los convoca para una sesión de
ejercicios de karate, que ellos llaman ‘las llaves antisumisión’. Son técnicas sencillas pero
poderosas que sirven para defenderse pero no para atacar dice el maestro. Los muchachos
gozan con estas enseñanzas; disfrutan probando unos con otros la fuerza que estrenan en
plena adolescencia. Camilo les recuerda siempre que no son simples ejercicios: “son las
llaves anti sumisión para no dejarse someter” dice señalando la cabeza de los muchachos.

8. La fiesta profana
 

Esta será la secuencia que nos lleve a la resolución del conflicto.

Diciembre es el mes más importante para la gente que vive en Guapi y sus alrededores. En
este mes tiene lugar una celebración heredada por completo de las tradiciones africanas. Es
una fiesta pagana, en la que los diablos son los protagonistas y la gente canta y baila al
ritmo de las marimbas y también del rejo, en un ritual que permite a los enmascarados dar
latigazos a los salen a la calle sin disfraz. Al tiempo, bajan por el río las balsadas, canoas
iluminadas con gran especialidad como un ofrecimiento a la virgen.

Para Camilo, las fiestas han cambiado mucho y cada vez se contaminan más de la cultura
del narcotráfico que impera en algunas zonas del país. Sin embargo, siempre termina
participando porque éste es el momento de encontrarse con los otros y de sentirse parte de
una cultura que lo adoptó hace ya tanto tiempo. Para sus muchachos también es un
momento importante. Ellos buscarán a sus familias y decidirán si regresan a sus hogares o
siguen exiliados en Bonanza, al amparo de don Ca.

El final del año será un motivo para generar en Camilo Arroyo una reflexión que nos
permita saber que sigue firme en su apuesta. Que a pesar de la pobreza y de las grandes
transformaciones de estos lugares, él se queda. Que después de todo, tal vez tenga que
agradecer la maldición de la abuela, pues es muy probable que entre negros se muera.

 
INVESTICACIÓN

El niño estaba estudiando cuando escuchó un golpe seco contra el piso. Creyó que su
abuela se había caído y salió en carrera franca hacia el patio de la casa. La abuela estaba allí
sí, pero no en el piso sino de pie, una mujer pequeña y recia que tenía a su sirvienta, una
chica negra que no pasaba de los dieciséis años, cogida del cabello y la estrujaba una y otra
vez contra las baldosas. La negra no se defendía. Se dejaba golpear porque, al igual que en
otros tiempos, le habían enseñado que a los patrones, como a los amos, no se les discute
nada.

─ ¡Suéltela abuela, suéltela!

Gritó el niño que no tenía más de diez años.

─ ¡Usted fuera de aquí!

Le respondió la abuela y siguió adelante con la humillación. Y así hubiera podido seguir si
no es porque el nieto, sangre de su blanca sangre, le propinó un puño que le dejó la boca
hinchada y morada. Ese día, Camilo Arroyo Arboleda recibió la peor paliza de su vida,
porque si hay un pecado más grande que pegarle a la mamá es pegarle a la mamá de la
mamá. Así se lo hicieron saber los padres mientras lo azotaban con las luces navideñas que
adornaban el pesebre, que en medio de la ira fue lo primero que encontraron para
castigarlo. La abuela no lo tocó pero lo maldijo.

En este punto, Camilo hace una pausa inusual en un narrador enérgico como él. Hoy,
cincuenta años después, se nota que le duelen más las palabras de la abuela que los azotes:
“Entre negros haz de morir” fue la sentencia. Camilo calla un momento: “¡Ojalá más bien
sea entre negras!” concluye y ríe a carcajadas.

Camilo Arroyo Arboleda nació en Popayán, en el seno de una familia de rancios abolengos.
Se crió en la misma casa en la que pasara su infancia Francisco José de Caldas y se codeó
─y aún lo hace─ con la crema y nata de la aristocracia y la burguesía payanesa. Sus
orígenes los tiene muy claros; el primer antepasado de la familia que llegó a tierras criollas
fue don Pedro Agustín, conde de Casa Valencia y si escarbamos un poco en el historial de
sus ancestros nos encontramos con dos personajes insignes y definitivos en la historia del
país: Francisco José de Caldas y Camilo Torres. Caldas por el lado materno y Torres por el
paterno. En esta familia los apellidos pesan y la historia también. Por eso María Teresa
Arboleda, la madre de Camilo, reserva un lugar especial en su casa para los dibujos y las
fotografías de sus antepasados. Es un árbol genealógico visual, un verdadero altar a la
tradición familiar. Allí están los presidentes, los científicos, los intelectuales. Y allí están
también los que fueron amos y señores de miles de esclavos. Por eso, cuando le pregunto a
Camilo por su familia lo hago con tacto. ¿Es cierto que algunos de tus antepasados fueron
esclavistas? Él se ríe de mi delicadeza. “¡Algunos no, todos!” confirma.
Popayán fue, al mismo tiempo, la cuna de la esclavitud y de la libertad en Colombia. Las
familias consideradas de alta alcurnia eran también las dueñas de las minas de oro del
Chocó, que en ese momento, pertenecía al departamento del Cauca. Y tener dinero
significaba tener esclavos. Popayán fue un centro económico y político en el país; y cultural
porque en esta sociedad la educación y las artes tienen prioridad. Por eso la contradicción
es tan aguda: la misma sociedad que se cimentaba sobre sus esclavos pregonaba en su
momento los ideales de libertad, igualdad y fraternidad que abrieron las puertas a la
modernidad política en el país. No es de extrañar que del mismo lugar surgieran dos
personajes tan antagónicos como Julio Arboleda y José Hilario López. El primero un amo
esclavista tan hábil en los negocios que al anuncio inminente de la abolición de la
esclavitud le compró a sus paisanos 400 personas, entre niños, hombres y mujeres, que
revendió en el Perú. El segundo, el presidente que se enfrentó a las poderosas familias
esclavistas del país y firmó el decreto que en 1851 le entregaba la libertad a los esclavos.
Camilo Arroyo habla del tema con pasión: “En un gesto extraordinario ─dice─ el gobierno
de López compró a los esclavos que habían sido vendidos en el Perú y los trajo a
Colombia… logró que Arboleda no se saliera con la suya”. Un poco sí y un poco no: los
esclavos volvieron a estrenar su libertad y Julio Arboleda, ancestro en línea directa de
Camilo Arroyo, siguió siendo el hombre rico que era.
La contradicción se daba también al interior de la familia Arroyo Arboleda. Por un lado
estaba el ejemplo del padre que era un hombre moderno y humanista; por el otro, el de la
madre que era conservadora y clasista. De allí los choques que empezaron con el bofetón
que le propinara a la abuela y se repitieron con la familia extensa. Camilo no sabía callar ni
hacerse a un lado cuando sus parientes pretendían comportarse como los amos de otros
tiempos. Tuvo enfrentamientos y discusiones pero de todos, el episodio memorable fue el
que se diera en la casa de los primos, en el lujoso hogar de los Chaux Arboleda. “Ese día
hubo una herida grave y nos vimos diferentes; en ese momento fuimos ellos y yo” admite
Camilo antes de contar la historia.
Fernandito
Fernandito era un niño negro de la región del Micay. Su padre había sido asesinado de
forma brutal en una rencilla familiar. El niño, que presenció el duelo a machete que terminó
con la cabeza del padre flotando en el agua, fue exiliado para evitar futuros dramas de
venganza. Llegó a la casa de los Arroyo Arboleda, de la mano del hijo mayor. La familia lo
recibió, al principio ─reconoce Camilo─ como se recibe a una mascota, pero luego y
gracias a la influencia de Camilo Arroyo padre, con respeto y tolerancia. Fue con
Fernandito que Camilo hijo llegó a hacerle la visita a su primo Franciso José Chaux
Arboleda. Y fue su tía, la dignísima señora de Chaux, la que con toda mesura los invitó a
pasar al comedor y con gran disimulo puso una silla de más cuando el joven negro se sentó
a la mesa. No fue difícil resolver el impase porque los cuatro empleados que atendían a los
comensales se ocuparon de halar los asientos sin mucho ruido ni alharaca. El muchacho
negro comió y bebió y repitió. Y no sintió la cierta tensión que se había instalado en el
ambiente. Cuando terminaron, los hombres se fueron al salón de fumar aunque no fumaran
y las mujeres al salón de costura aunque no cosieran. En el camino, la tía cogió a su
sobrino del brazo y en el tono más educado posible le dijo:
─ Camilo, el gesto tuyo con ese niño es lindo, nosotros lo admiramos y lo apreciamos
mucho. Pero no te olvides que él desciende de los que fueron nuestros esclavos.
La respuesta fue rápida y logró fulminar todo asomo de sonrisa en la cara de su tía.
─Yo prefiero descender del robado y no del ladrón.

Pocos años después, el descendiente de ladrones ─esclavistas y presidenciables─


renunciaría a un excelente cargo oficial, se compraría un motor y una canoa y se radicaría
en el Naranjo, una vereda de comunidades negras que queda a tres horas de Guapi, al sur
del Cauca. Parodiando la maldición de la abuela, su fue a vivir entre negros.

La seducción de la manigua

A los veinte años, cuando se gradúo del colegio y llegó el momento de entrar a la
universidad, el hijo mayor de la casa pidió permiso para irse de excursión con los negros de
San Juan de Mechengue. Los conocía desde que era un niño deslumbrado con los cuerpos
gigantes de esos hombres sudorosos, que llegaban con cueros amarrados a las pantorillas
porque no existían las botas de caucho ─como los vikingos, recuerda Camilo─ y con loros
de colores cargados en sus hombros. Para el niño, aquellas visitan eran importantes y
ceremoniosas porque el padre alborotaba la casa y les prestaba toda su atención de
abogado de las buenas causas. “Mi papá tenía un lema muy particular: si es inocente no
tiene porqué pagarme y si es culpable, no lo defiendo ni porque me pague”. Por eso, los
hombres de Mechengue se embarcaban en esos viajes agotadores y penosos, y llegaban con
regalos selváticos que el abogado recibía con agrado. Eran el pago por sus asesorías en
problemas de titulación de tierras y otros menesteres propios de la zona.

El niño creció admirando a esos negros descomunales olorosos a monte y apenas pudo, con
la bendición de padre y madre, se fue con ellos al lugar de los enigmas. “Casi me tienen que
cargar porque me cansé de caminar apenas arrancando” recuerda el hombre que bordea los
sesenta años y que vive rodeado de niños y adolescentes que lo buscan y lo siguen como si
él fuera su faro. De la misma forma, tal vez, en la que él siguió a los viejos de Mechengue
cuando la vida le indicaba que era el momento de convertirse en un hombre respetable,
adinerado y reconocido. “¿Y de su vida… qué va a ser de su vida?” le empezaron a
preguntar, cuando el tiempo empezó a pasar y las escapadas al monte se volvieron
sistemáticas. “Te vas a quedar de médico de negros” le dijeron cuando el embeleco de
Mechengue ya llevaba seis años. Para entonces, su idea del éxito estaba bien lejos de la
universidad, el prestigio y el dinero. Era cazador, saca muelas y había engendrado un hijo
negro. Estaba “enmaniguado” y el rumbo que tomaba su vida ya no tenía reversa.

¿Tenías el futuro por delante y decidiste tomar otra ruta? Pregunto. No, dice él. “Yo no
estaba en la ruta de algo, estaba viviendo, me dejé llevar tranquilo en el chorro de la vida y
así ha sido hasta ahora que tengo sesenta años… no sé ni pa’donde voy pero no hago
fuerza… yo sé que van pasando cosas bonitas por la orilla pero no sé dónde está el final: tal
vez sea un charco bien bacano… o un abismo.”
Guapi o el paraíso del negro refinado

A Camilo se le conoce en Guapi de varias maneras: Arroyo le gritan con entusiasmo los
amigos de su generación; Camilo le dicen en tono juvenil aquellos que están en la franja de
los treinta; Don Camilo le dicen con respeto los más pequeños, los adolescentes y los niños
del pueblo; don Ca le dicen con cariño casi reverencial muchos hombres y mujeres que lo
conocen desde que era un joven obnubilado con el paraíso guapireño de los negros
refinados. El apócope del nombre sólo se usa con aquellos que gozan de gran estima entre
la comunidad. Por eso, de todos sus nombres, el que más le enorgullece a Camilo es don
Ca.
“Me sacaron (de Mechengue) con el cuento de un puesto muy bueno… en el que no hacía
nada” La familia movió sus influencias y se inventaron un cargo oficial de nombre
rimbombante y buen salario: Asesor de Usuarios de la Caja de Previsión Departamental.
Como su título lo indica, su trabajo era asesorar a los usuarios que acudían a esta entidad
para obtener préstamos u otro tipo de beneficios. Le llamaban doctor y lo enviaban con
jugosos viáticos a cumplir tareas importantes en algunas regiones del departamento. Fue así
como llegó a Guapi con el encargo de hacer un censo de maestros. “Me atendieron mejor
que al obispo… estuve de manteles en manteles, conociendo una sociedad refinada de
negros educados y sofisticados que me cautivaron en todos los sentidos… me jodieron”
concluye Camilo con un tono de voz que no tiene color. No se sabe si lo dice con gratitud o
con decepción.
Hay que aclarar que en este caso, la seducción tenía antecedentes. Su papá había sido juez
del lugar y los pobladores lo recordaban con admiración y aprecio. Para la gente de Guapi,
Camilo era el hijo del doctor Arroyo y eso justificaba todas sus atenciones. Cuando
concluyó la misión, el funcionario regresó a Popayán para renunciar a su puesto. Juntó el
dinero de sus viáticos (treinta mil pesos, una fortuna para la época) con el de su liquidación,
y se compró un motor fuera de borda. La canoa y la casa donde viviría se la cedieron los
negros del Naranjo, una vereda que queda a tres horas de Guapi, un lugar paradisíaco y
selvático al que ya no es posible llegar de visita y sin avisar porque la influencia de los
grupos armados la han convertido en zona roja.

El paraíso se pudre
El Guapi de hoy conserva algo de este encanto. Sobre todo por la gente que tiene la sonrisa
presta y la mirada transparente. El aire es cálido y la vida, en apariencia, es tranquila y
alegre. Sin embargo, esta región está lejos de ser el paraíso que conoció Camilo Arroyo
hace más de treinta años. Es que en Colombia, los paraísos se pudren con la gangrena de la
violencia; y a nadie parece importarle.
El Guapi de hoy es una región compuesta en su mayoría (97%) por afrocolombianos,
descendientes de antiguos esclavos mineros que encontraron en el río una oportunidad para
ganarse la vida. El resto de la población es indígena y mestiza. Más de treinta mil personas
pueblan el municipio; el 40% en el casco urbano y el 60% en las más de cincuenta veredas
que conforman la zona rural. Pero el desplazamiento forzado empieza a invertir las
estadísticas. En la zona hacen presencia facciones guerrilleras de las FARC y el ELN que
por efectos secundarios de la guerra han terminado por aliarse con sus archienemigos
paramilitares para turnarse el control de los territorios y las rutas. Por eso, nombres
asociados al terror como Las Águilas Negras y Los Rastrojos ya no son ajenos a este lugar.
La pobreza, desde siempre el envés de la violencia, tampoco. Ni siquiera en el casco urbano
es posible abrir el grifo y recibir agua; el acueducto se ha malogrado muchas veces en los
largos dedos de los corruptos; el hospital agoniza y la energía eléctrica llega cada vez que
quiere; las basuras son una peste que nadie maneja; al pueblo se lo están comiendo las
ratas. De un tiempo para acá es usual que haya muertos en las calles. Todos saben de donde
vienen las balas pero ya está más que impuesta la ley del silencio. En las charlas informales
se habla de los Águilas, de los guerrillos y de la Asociación de Traquetos Pobres
(Asotrapos). “En Guapi no hay capos sino capitos” dice Arroyo cuando le pregunto por el
asunto. Lo cierto es que los guapireños duermen sobre un polvorín al que tratan de arrullar
y apaciguar con el dulce canto de sus marimbas.

El aventurero de los mil oficios


Don Ca ha sido taxidermista, coleccionista y vendedor de mariposas, cazador y traficante
de pieles, psicólogo de perros, buscador de oro, tumbador de árboles con motosierra,
motorista, lanchero, navegante de mar─ con brújula y a la estima─ profesor de escuela,
minero, saca muelas, herrero, farmaceuta...
Farmaceuta: “Con un saquecito de oro puse una farmacia en Guapi a ver si me desquitaba
del descalabro del dispensario”. Al cabo de un año estaba endeudado hasta el cuello con las
farmacéuticas y no tenía mercancía para recuperarse. En palabras rasas estaba quebrado.
“Pero mi Dios que es grande ─dice sin ninguna ironía─ me salvó” según él con el
terremoto de 1979. “Todo quedó hecho un amasijo… porque el terremoto fue duro…
gracias a Dios”─ concluye, ahora sí con cierta picardía. Lo declararon moroso por fuerza
mayor, le perdonaron la deuda y ya no quiso saber de farmacias en su vida.

Sacamuelas: cuando al sacamuelas del Micay le dio dolor de muela, no había quién lo
pudiera ayudar. Don Ca, que gusta de la medicina y sabe algo de ella, hirvió los
instrumentos, le puso anestesia y le sacó la muela siguiendo las instrucciones que el
paciente le daba. El resultado fue tan bueno que el maestro le entregó las herramientas y le
heredó el oficio. “Usted tiene mejor mano… a mí se me infectan” le dijo. “Lo que pasa es
que el hombre nunca hervía nada ni sabía que existía la anestesia…” aclara Camilo. Es tan
hábil en el oficio que terminó inventándose una llave para los pacientes cobardes y
difíciles. A tanto llegó su fama de sacamuelas que los indígenas piaroa lo embarcaron en un
viaje de semanas para que pudiera curar, de raíz, las caries de la comunidad. Estuvo con
ellos seis meses y tuvo que rogar para que le permitieran regresar a su casa y comunicarse
con sus familiares que ya lo lloraban y lo daban por muerto.
Psicólogo de perros: “Las señoras fifí que tenían perros con mañas me los dejaban una
semana y yo los entregaba curados y entrenadísimos… generalmente con dos patadas en el
culo se arreglaban.”
Minero: empezó comprando el oro en San Juan de Mechengue y terminó sacándolo en el
Naranjo. “Mi mamá, que muy a su pesar siempre me ha acolitado todo, me prestó $23 mil
pesos para comprar una draga portátil de tres pulgadas, era la primera que veían por estos
lados. Yo veía que la gente se sumergía a puro pulmón y sacaba pepitas, entonces pensé
que si venía con un equipo de buzo y una draga me iba a llenar de plata. Craso error…
bueno, no saqué mucho oro pero me quedó una gran experiencia.”
Cazador: “Ahora puedo decir que más bien era un sicario de animales… no lo volvería a
hacer nunca en mi vida”.

Talador de árboles: “El lamento de esos seres gigantes no me dejó tranquilo, con el tercer
árbol que tumbé dije no más y vendí la motosierra”

Ejecutivo: fue el primer director de la Gorgona cuando dejó de ser cárcel para convertirse
en parque natural. Muchos años después fue el primer gerente del parque cuando la
administración pasó de las manos del Estado a una concesión privada. Lo echaron porque
peleaba mucho con el jefe inmediato y sobre todo porque nunca podía quedarse callado ni
hacerse a un lado: “Un día entré a la oficina y sentí un olor desagradable pero no dije
nada… es usual que el río coja esos olores y se metan a las oficinas por el aire
acondicionado. Cuando llegó el jefe sintió el mismo olor y la emprendió con las dos
secretarias: a la primera la llamó y le preguntó si se había bañado bien ‘la capital’ y a la
otra le ordenó quitarse las trenzas, según él, costumbre de negros que los hace coger piojos
y malos olores. Las dos niñas se fueron al baño llorando”. Todos llevamos una bestia
adentro y ése día Camilo dejó salir la suya. Levantó al ofensor contra una pared y lo
amenazó de muerte. Al día siguiente firmó su carta de renuncia y volvió a sus andanzas.

Las mujeres
Don Ca ha sido un hombre de muchas mujeres y pocos amores. En este plano, como en
todos, él se ha dejado llevar, atendiendo sólo al dictamen del corazón o el deseo.
Por supuesto, su llegada a Guapi causó la sensación de las mujeres jóvenes y de las señoras
con hijas casamenteras. “Me tocó correr” dice sin ninguna pretensión, el hombre sesentón
que aún conserva el atractivo en la mirada y la gallardía en el porte. Cuando habla del
primer amor se le nublan los ojos y a sus labios llega un nombre, Doris, que pronuncia con
una mezcla de dulzura y fascinación. Doris era una niña quinceañera a la que conoció en el
Micay cuando él cazaba y comerciaba con oro. “Era bella como no he encontrado a ninguna
otra” afirma con voz de enamorado. Camilo, parece haber heredado el gusto del abuelo
paterno por las mujeres negras. “A mí me gustan los colores serios” decía el viejo. “Yo soy
negrero” dice el nieto, refiriéndose a que en cuestión de mujeres su preferencia gira
alrededor del tipo africano de frente alta y rostro alargado y sobre todo de piel renegrida,
azul azabache, melanina pura hecha carne en el cuerpo prodigioso de la amante… Pero
además, Doris tenía otro atractivo y es que manejaba su sexualidad con libertad y
desparpajo, muy al contrario de lo que pasaba con las niñas bien de Popayán que se
aguantaban las ganas para llegar incólumes al matrimonio.
Sin embargo, no fue una mujer negra sino una blanca, una filósofa bogotana de familia
adinerada y poderosa, la que lo tuvo a punto de matrimonio. Se conocieron en la Gorgona,
cuando él era gerente del Parque y ella turisteaba. Se enamoraron y la cosa llegó a ser tan
seria que alcanzaron a escucharse campanadas de boda. Pero hubo dos temas en los que
nunca lograron ponerse de acuerdo: el quería casarse en una playa con dos amigos como
testigos y un curita amigo; ella tenía que hacerlo con toda la pompa que correspondía a su
familia y a su clase social. Aún si hubieran superado este escollo se habrían quedado dando
vueltas eternas tratando de solucionar el segundo problema: ella quería llevárselo a vivir a
Suiza y él la quería a ella viviendo en Guapi. “¿Cómo no te vas a ir para Suiza con lo bien
que te quedan a ti los suéteres?” le argumentaba la suegra espantándole de la cabeza
cualquier idea de bodas, fiestas y fríos Alpes.
Los hijos, sin embargo, sí llegaron. El primero, un niño que tuvo con Doris, la adolescente
que lo enloqueció de amor y después de celos. “Un día me despedí de ella y cogí mi caballo
para devolverme a mi casa pero en la mitad del camino me dio un ataque de amor
incontenible así que me devolví… cuando llegué la encontré encima de la barriga de un
primo”. La ruptura fue inmediata y con visos de drama. Nunca más volvió y sólo supo de
ella tres años después cuando la familia de Doris llegó a su casa para presentar el niño que
compartía con ellos la sangre. Camilo hijo no estaba pero los atendió Camilo padre, quien
recibió con alborozo y afecto al negrito que decía ser su nieto. Su mujer por el contrario, no
pudo evitar un gesto de supremo desprecio. Se negó a tocar o siquiera a mirar al niño y se
retiró a llorar de rabia a sus habitaciones. Los visitantes quedaron tan ofendidos que nunca
más regresaron.
Muchos años después nacería Diana Lorena Arroyo Cundumí, hija de Pascuala, una mujer
pequeña y frágil con la que tuvo un romance de seis horas del que quedó esta niña que ya es
mujer y que a su vez ya tiene una nueva hija, nieta de Camilo y bisnieta de la orgullosa
María Teresa Arroyo Arboleda. “Mejor no me la presente…” le dijo a Camilo cuando él le
contó que era abuela por segunda vez, ya no de un niño sino de una niña negra. Y completó
con una frase lapidaria: “…porque no se si tratarla como a mi nieta o como a mi empleada”.
Pobre María Teresa, que ya debería estar acostumbrada a los soponcios que la aquejan
desde que el primero de sus hijos empezó a chupar teta de una mujer negra, una jovencita
que ayudaba en la casa y que no había parido ni estaba preñada pero tenía la maternidad
alborotada con el bebé de la casa. Lo amamantaba a escondidas hasta que la patrona se dio
cuenta y estuvo a punto de sufrir un colapso nervioso. ¿Quién le hubiera dicho a ella que
esas mujeres tan inferiores y tan ajenas serían más adelante sus nietas y sus bisnietas?

El cartel de Bonanza

Don Ca tuvo dos hijos biológicos y más de treinta putativos. Y si contamos los putativos
extensivos la cuenta pasa de los sesenta. En un examen de la memoria le pido que me recite
los nombres de los muchachos y él empieza pidiendo perdón por los olvidos.
Magdaleno Rosales: “El gran magú, macamá como le llaman ahora” dice sin evitar una
emoción que le asoma en la voz. Cuando Camilo llegó al Naranjo los niños le tenían
miedo. No habían visto un hombre blanco en su vida y menos con el rostro cubierto de
pelo. Por eso, la mamá de Magdaleno tuvo a bien quitarle al niño la maña de orinarse en la
cama con una terapia bastante extraña. “Eran las cinco de la mañana cuando escuché una
procesión que llegaba a mi casa… la mamá regañaba y el niño lloraba: hay no, mamita hu,
hay no, mamita hu”. Cuando abrió la puerta se encontró con un niño de diez años que lo
miraba con ojos aterrados y una madre que muy seria le decía: “Don Camilo, cómaselo
porque éste muchacho se orina”. Sería fácil pensar que una relación que empieza con el
terror no tiene ningún futuro y sin embargo, poco tiempo después, el niño no se orinaba en
la cama y ya no tenía miedo del ogro blanco. Por el contrario, lo visitaba con tanta
frecuencia que terminó bajo su tutela, convertido en la mano derecha del Arroyo
aventurero. Con el muchacho sacaba oro, pescaba o se internaba en la selva. Con el
muchacho cazaba y vivía las peripecias más increíbles.

Después vinieron los primos de Magdaleno: Virgilio, Mocán y Chapo.

Los niños empezaron a llegar solos o llevados por sus madres, que buscaban a don Ca
como un guía, un apoyo, una luz en el camino de la crianza que llega a ponerse difícil
cuando los muchachos pasan de la niñez a la adolescencia en condiciones tan precarias. Y
es que ser niño o adolescente por estos lares no es fácil. Las pocas posibilidades y la
presión de los grupos armados, de izquierdas o de derechas siempre al servicio del
narcotráfico, hacen que los horizontes para los jóvenes sean más bien planos y opacos.

“Vengo a entregarme porque mi mamá ya no me aguanta más” llegó diciendo uno de ellos,
como si el hombre fuera un reformador, un domador de lobeznos heridos o perdidos. Sus
métodos no son los más modernos: recurre a la fuerza cada vez que puede o que necesita.
Da coscorrones y fuetazos a diestra y siniestra. Sin embargo, los niños lo rodean, lo siguen,
lo velan, casi podría decirse que lo acechan. Para todos, sin excepción, es motivo de orgullo
lograr ser uno más de sus protegidos. “No te metás con el cartel de Bonanza” dicen en tono
de amenaza a los que se atreven a buscarles pleito. Es que don Ca vive en Bonanza, una
vereda que queda a cinco minutos de Guapi, en una casa que no es de él sino del Estado,
que no tiene paredes ni cuartos y que a duras penas cuenta con un sanitario en muy mal
estado. Tampoco hay camas; sólo una hamaca vieja y un par de colchones que se
desenrollan en la noche. Todo el lugar da la impresión de ser un campamento temporal,
pero lleva así más de diez años. Don Ca no es rico ni mucho menos. Su principal fuente de
ingresos es la venta de un remedio contra el cáncer hecho a partir de la carne de un ave
carroñera que se mueve por esos lados. “Vivo de los chulos” dice sin complejos.

Sigue la lista: Napo (cuyo nombre real es Nelson Ocoró), Ever Mancilla y Pablito
Betancourt. Luego fueron los cinco magníficos: Culón (Paulino Segura), Culito (Francisco
Ocoró), Gualeta, Borona y Santo Negro (cuyos nombres oficiales no conoce o no recuerda).

La gente identifica a los ‘muchachos’ de Camilo por generaciones. Y se distinguen dos


modalidades: los que viven en su casa, bajo su tutela directa, y los que van y vienen, los
hijos por extensión. En este rango se encuentra David, un pequeño de diez años que habla
como si tuviera veinte. “No me gusta vivir aquí porque hay muchos problemas ─dice─ el
otro día mataron a un muchacho y ni siquiera era de noche… el que lo mató ya se voló…
porque cuando uno mata tiene que tirar a perderse sino se jode”. Luego me habla de su
mamá que enfermó y casi muere en el remedo de hospital que tienen en Gaupi. Se fue para
Cali y no quiere volver más. De su hermano mayor, que es soldado del ejército, que vino un
día a visitar y lo recibieron a balazos, “unos paracos” dice el niño y no estoy segura si sabe
bien de qué está hablando. De su abuelo materno con el que se quedó, que es homosexual y
compra los favores de los jóvenes del pueblo. Por un momento le llega el silencio y luego
vuelve a hablar de su hermano: “Él siempre anda armado porque cuando uno es soldado
puede matar y no pasa nada”. Sin proponérselo, David me resume la historia de la violencia
contemporánea en este país.

La lista sigue con Caquito, Figurita, Cebollita y el mono Sabalito.

“Cuando yo compuse a Sabalito fue que empezó mi fama” dice don Ca. El mono Sabalito,
un negro pelirrojo bajito y grosero, era el tormento del pueblo. “Corrompidísimo el negrito”
dice Camilo cuando lo recuerda. Él mismo no lo toleraba y lo echó no una sino varias veces
de su casa. El muchacho refunfuñaba y aguantaba: “no me voy y no me voy” decía y no
quedaba más remedio que dejarlo. “Era tanto el dolor que llevaba de ser el malo y no poder
demostrar que era bueno” cuenta don Ca. Según sus propias palabras, el muchacho tenía un
corazón de oro pero nadie se había dado cuenta. El Sabalito de hoy es un hombre educado
como pocos en su pueblo; se casó con una mujer que le dio varios hijos a los que llena de
afecto. Según los amigos, es un hombre modelo.

Luego vino Carlos Andrés. Punto aparte.

Hay que imaginarse la escena. Un barco se acerca al puerto. Un niño salta al agua y nada
hasta la orilla. Cuando llega se repone del esfuerzo y grita: ¡Coroné! ¡Coroné!. La gente lo
rodea y ríe con el pequeño. “¿Tú de dónde saliste?” Le preguntan. “Del buche de mi mamá”
dice él y rompe en dos una botella de vidrio en actitud de defensa. Ése era Carlos Andrés.
El único niño blanco que Camilo cuidó y crió. El único que cambió su apellido y se hace
llamar Arroyo Arboleda y se presenta como el hijo de don Ca. El caso más difícil de todos
porque se trataba de un niño de ciudad que ya conocía la vida de la calle. “Se había
escapado de la casa porque la mamá era alcohólica y les daba una vida inhumana, venía
desde Bogotá” cuenta Camilo. La policía se lo entregó porque era viernes y la oficina del
ICBF no estaba abierta. Pero el lunes siguiente, cuando fue a dejarlo, las funcionarias le
dijeron que no podían hacer nada, que se lo llevara para la casa. Entonces intentó con una
fundación de sacerdotes católicos pero el director, el mismo que había protagonizado un
escándalo por desfalcos con la Caja de Previsión Social, le negó la entrada, según él porque
el niño podía tener antecedentes. “El que tiene antecedentes es usted, cura hijueputa” le
contestó Camilo y salió corriendo con el niño porque el sacerdote tenía fama de coger a
balazos a sus contradictores. El muchacho se quedó diez años y luego se fue, como le pasa
a la mayoría de sus pupilos, cuando consiguió mujer y tuvo su primer hijo.

El cartel de Bonanza de hoy es pequeño: Edisson, Jaime, David y Jhon Jairo. Camilo les da
lecciones: de biología, de física, de química, de geografía y de historia. Son lecciones al
vuelo, mientras camina, mientras arregla una cerca o prenden el motor de la lancha.
“Camilo es como una enciclopedia ambulante” dice Juan Carlos, un treintañero que
también perteneció al clan y que aplica sus conocimientos de carpintería en la construcción
de la casa de don Ca. ¿Por qué te gustaba andar con él? Pregunto. “Porque la pasábamos
bacanísimo” responde con entusiasmo. Las lecciones también son prácticas: les enseña a
pescar, a manejar la lancha, a cocinar, a cultivar verduras o a cuidar pollos. De a poquitos y
entre líneas les va hablando de libertad, de dignidad y de responsabilidad.
Cuando se portan bien los premia con las lecciones más apetecidas: las llaves anti sumisión.
Pido que me cuenten cómo son y don Ca quiere enseñarme pero los muchachos no lo dejan.
Temen que me pueda lastimar. Entonces se ofrecen ellos mismos. Son llaves de karate o de
judo o de ambas y sirven para defenderse de los ataques. “Para no dejarse someter” dice
con énfasis el maestro y señala con el dedo la cabeza de los muchachos.

He ahí la enseñanza. He ahí el concepto que atraviesa las historias delirantes y la vida
extraordinaria de este hombre. No es fácil ubicarlo. No es un colono explotador, no es un
buen samaritano, no es un filósofo que profese la leyenda del buen salvaje ni un
antropólogo que estudia las comunidades afro, no es un loco ni un hippie inadaptado. Es un
hombre que se sale de las líneas trazadas, de los caminos vendidos como correctos. Un
hombre libre. Un insumiso del mundo moderno.

Potrebbero piacerti anche