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LEOPOLDO MARECHAL

DESCENSO
Y
ASCENSO
DEL ALMA POR LA BELLEZA

SOL Y LUNA BUENOS AIRES

Facsímil de la tapa de la 1ª edición, Sol y Luna, 1939


A Eduardo Mallea
ARGUMENTO
H
ABLARE de la belleza, del amor y de la felicidad. Podría ser que mi
lector, ganado ya por el anuncio de tan ambiciosos planes, aguardara la
invocación a las Musas con que los antiguos profesores de amor
iniciaban sus discursos, en los tiempos en que se pedía el favor de lo invisible
para tratar de cosas invisibles2. Y aguardara en vano, porque mi labor no sabría
merecer el auxilio de las nueve señoras, ya que se reduce a la paráfrasis de un
texto antiguo, hecha con arte propio y con ajena sabiduría. Es el descenso y el
ascenso del alma, por la hermosura, o que me propongo realizar: ¿Quién se
atreve a realizar el viaje conmigo? 3. A los artistas hablo, sobre todo; a los
artistas que trabajan con la hermosura como con el fuego: tal vez logre
hacerles conocer la tristeza de jugar con el fuego sin quemarse 4. Pero
vayamos al asunto.

San Isidoro de Sevilla, en el libro primero de las Sentencias, después de


considerar la belleza finita de las criaturas y la belleza infinita del Creador, en la
cual todo lo hermoso tiene la razón y el principio de su hermosura, dice lo
siguiente: “Por la belleza de las cosas creadas nos da Dios a entender su
belleza increada, que no puede circunscribirse, para que vuelva el hombre a
Dios por los mismo vestigios 5 que le apartaron de El; en modo tal que, al que
por amar la belleza de la criatura se hubiere privado de la forma del Creador, le
sirva a misma belleza terrenal para elevarse otra vez a la hermosura divina”.

Antes de iniciar la glosa del texto citado diré que no es la novedad de su


doctrina lo que me mueve a elegirlo. San Isidoro, al tratar esta materia, sigue la
vivida lección de San Agustín, en cuyas Confesiones 6 resuena tan a menudo la
voz del hombre perdido y recobrado en el laberinto de las cosas que lo rodean
y le hablan como en enigma7. Recordare, además, que la misma lección esta
implicada en el ditirambo8 sublime que San Dionisio hace de la hermosura
como nombre divino9.
Por otra parte, si nos remontáramos al origen de la enseñanza daríamos tal vez
con el Banquete platónico 10, en el momento en que Sócrates aprende de
Diotima el modo de ascender a la Belleza Primera por los diversos peldaños de
la hermosura participada y mortal.

El texto de San Isidoro tiene para mí la virtud de una síntesis. En sus dos
movimientos, comparables a los del corazón 11, nos enseña un descenso y un
ascenso del alma, por la hermosura: es un perderse y un encontrase luego, por
obra de un mismo impulso y de un amor igual. Y el amor es aquí nombrado,
porque lo bello nos convoca y a la belleza el alma se dirige, según el
movimiento amoroso; por lo cual toda ciencia de hermosura quiere llamarse
ciencia de amor. Y como el alma tiende a la dicha, por vocación, y la dicha se
alcanza en la paz y la paz en la posesión amorosa de la Hermosura, la ciencia
de amo quiere llamarse ahora ciencia de la felicidad.

“Al que por amar la belleza de la criatura se hubiere apartado de la forma


del Creador…”, así comienza el texto de San Isidoro. El orden nos exige
considerar: 1º, que cosa sea la hermosura creada; 2º, cual es la vocación del
alma que la contempla; 3º, como la belleza de las criaturas hace que se
distraiga el hombre de la forma del Creador; y 4º, que debemos entender aquí
por “la forma del Creador”.
LA BELLEZA CREADA
1
A
L nombrar la hermosura de las cosas la hemos calificado de relativa,
creada, finita y mortal: son adjetivaciones que naturalmente le asigna el
entendimiento, al compararla con una belleza infinita, eterna, creadora y
absoluta, cuya noción parecería tener el alma, en su intimidad. ¿Cómo se
relacionan y en que se distinguen ambas hermosuras?

Dice San Dionisio, en el capítulo cuarto de De los Nombres Divinos: “Lo


bello y la belleza se confunden en esa Causa cuya poderosa unidad lo resume
todo; y se distinguen, por el contrario, en las criaturas, en <<alguien>> que
recibe y en <<algo>> recibido. He ahí por que razón en lo finito nombramos
bello a lo que participa de la belleza; y nombramos belleza a ese vestigio
impreso en la criatura por el principio que hace todas las cosas bellas. Pero el
Infinito es nombrado Belleza, porque todos los seres, cada uno a su modo,
toman del Infinito su hermosura.” Así se relacionan la hermosura infinita del
Creador y la belleza participada de la criatura, y en ello se distinguen ambas.
Pero estoy observando ahora que inicie una vía diferente de la que
corresponde: no debo partir de lo alto hacia lo bajo, como lo hace San Dionisio,
sino de lo bajo hacia lo alto, como lo requiere mi texto. Consideraré, pues, la
hermosura de las cosas, tal cual se ofrece a mis ojos de hombre, y me
preguntaré lo que Plotino al iniciar su tratado De lo bello 12:

-“¿Qué cosa es la hermosura presente en los cuerpos? ¿Qué cosa es


ella, que atrae la mirada de los espectadores y les hace gustar el deleite de su
contemplación?”

Y en la misma pregunta descubro ya el comienzo de la respuesta:

-Es “algo” cuya contemplación nos agrada.

Santo Tomás iluminará este comienzo y le dará fin: en la cuestión 5ª,


artículo 4º de la Suma Teológica 13 , dice que “es declarado hermoso aquella
cuya visión nos agrada”, y como “visión” tiene aquí el significado de
“conocimiento” resulta que al contemplar lo bello conozco algo, por lo cual se
dice que “lo bello atañe a la facultad cognoscitiva”. Pero este modo de conocer
por la belleza no es el modo racional por el que conozco el teorema de
Pitágoras14: la razón conoce lentamente y por discurso, como si tuviera los pies
de la tortuga; y este modo de conocer por la belleza es instantáneo y directo,
como si tuviese los pies de Aquiles15. Además, yo podría comunicar a mi lector
el teorema de Pitágoras, si acaso lo ignora, escribiendo su demostración en
esta misma página, y el lector asentiría conmigo en decir que en todo triángulo
rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados
construidos sobre los catetos; mas no podría comunicar a mi lector lo que
conozco de la rosa, si mi lector no hubiere contemplado alguna vez la rosa.
Tendría que situarlo delante de la flor, para que conozca experimentalmente su
hermosura; y luego, ¿Qué asentiría el lector conmigo? Sólo asentiría en decir
que la flor es hermosa. Conocimiento intuitivo y por tanto incomunicable, tal es
el de lo bello: la razón trata de acercársele, de dividirlo y analizarlo, según su
técnica natural; pero lo bello se le escapa del laboratorio, y la razón en tal
empresa nos evoca la imagen de la tortuga corriendo detrás de Aquiles.
Ahora se que al deleitarme con lo bello conozco algo; lo conozco
infaliblemente, puesto que mi alma “lo ve” lo aprehende y lo goza en un acto
tan súbito, que no sabe si goza porque conoce o si conoce porque goza. Y ese
“algo” que conozco es lo que trataré de considerar ahora, en la medida en que
la razón puede hacerlo.

Los antiguos han observado que la hermosura se nos manifiesta como


cierto “esplendor”16; más como todo esplendor supone un “esplendente”, cabe
preguntar enseguida:

-¿Esplendor de qué cosa es la hermosura?

Esplendor de lo verdadero (splendor veri), dicen los platónicos;


esplendor de la forma (splendor formae), declaran los escolásticos17; esplendor
del orden o de la armonía (splendor ordinis), define San Agustín.

Tomaré las dos primeras definiciones, porque convienen al momento


actual de mi aventura, y reservaré la de San Agustín para lo último, ya que sólo
desde la unidad nos es dado comprender la armonía de lo diverso y sólo desde
la unidad se goza el alma en la hermosura que del orden trasciende.

Lo bello es el esplendor de lo verdadero, dicen los platónicos: ¿es que la


belleza resplandece delante de la verdad, como anunciándola? ¿O acaso lo
hermoso, por el amor de su hermosura, nos atrae hacia una verdad escondida
en su seno “como una manzana de oro en una redecilla de plata”?18 Y si lo
hermoso anuncia lo verdadero, ¿Qué verdad me sugiere, cuando contemplo la
hermosura del árbol? En una palabra, ¿Cuál es la verdad del árbol, sugerida
por su belleza?

Los escolásticos responderían que la verdad del árbol es el principio


ontológico19 por el cual es un árbol y no es otra cosa, y ese principio es la
“forma substancial” de árbol; y esa forma debe considerarse, según Maritain20,
como un vestigio de la inteligencia creadora por el cual todo ser es tal ser y no
es otro de especie distinta luego, si la verdad del árbol es su ser “Árbol”, y si su
ser proviene de la forma, puedo decir que la belleza del árbol es el esplendor
de su verdad, como los platónicos, o el esplendor de su forma, como los
escolásticos; pero se, de cualquier modo, que al contemplar la belleza
contemplo al ser, en toda la gracia de su inteligibilidad.

Me atrevo a sostener entonces que toda hermosura resplandece sobre


una verdad, y que todo lo hermoso es verdadero y amable pero al decir
“amable” se me adelanta una duda no pequeña: ¿Qué amamos en lo bello, su
verdad o su hermosura? Porque recuerdo ahora que no toso lo verdadero es
amable, ya que, según creo, nadie ha desfallecido de amor por el teorema de
Pitágoras. En cambio, se que toda verdad ilustrada por la hermosura nos
mueve hacia ella según el movimiento del amor.

¿Qué debo pensar entonces? Que detrás de lo bello “conozco” lo


verdadero y “amo” alguna cosa diferente de la verdad. Y me pregunto: ¿Qué
cosa es amable, fuera de la verdad? Y doy ahora en que lo verdadero no es
amable, sino cognoscible, y que sólo es amable lo bueno, porque la voluntad
se dirige amorosamente al bien y su apetito sólo se aquieta en la posesión de
lo bueno.

¿Cómo resolver el conflicto de la verdad y del bien, en el acto de


aprehender la hermosura? Dando a la inteligencia “el esplendor de lo
verdadero” y a la voluntad “el amor de lo bueno”. ¿Y cómo relacionar en dicho
acto las naturalezas de la verdad y del bien? Diré que nadie amaría lo bueno si
no lo conociera previamente; por lo cual es necesario que lo bueno se
manifiesta antes como verdadero. Y se manifiesta en la hermosura, la cual,
como enseña el angélico doctor, “añade al bien algún carácter perteneciente a
la facultad cognoscitiva”. Por eso dice San Dionisio que “el bien es alabado
como hermoso” y enseña Plotino que “la hermosura esta colocada delante del
bien”.

El lector sobreviviente deducirá sin esfuerzo que la criatura, con su


belleza relativa, nos propone alguna verdad con la intención de cierto bien. Y
se preguntará: ¿Cómo es posible que una verdad y un bien así sean relativos,
induzcan al alma en una caída o descenso?

Hemos estudiado el gesto natural de la criatura, y su inocencia


resplandece a nuestros ojos, como la hermosura de que la revistió Aquel por
cuya gracia visten mejor los lirios del campo que Salomón en el apogeo de su
gloria21. Estudiemos ahora el gesto del alma frente a las criaturas: tal vez
consigamos una respuesta.
VOCACION DEL ALMA
2
E
N el Banquete, después de considerar la índole del amor y su paso de
menesteroso que lo conduce a la belleza y al bien que no posee,
Sócrates es interrogado por Diotima:

-El que ama las bellas cosas, ¿qué busca, en realidad?

-Que las cosas bellas acaben por pertenecerle


-responde Sócrates.

-¿Y que será del hombre, una vez que posea las bellas cosas?

En este punto Sócrates guarda silencio; pero Diotima, que conoce a su


discípulo, trueca lo bello por lo bueno y repite su interrogatorio:

-El que ama las cosas buenas, ¿qué busca, en realidad?

-Que las buenas cosas acaben por pertenecerle.

-¿Y qué será del hombre, una vez que posea lo bueno?

Ese hombre será feliz –declara Sócrates, ya seguro.

Pero más adelante observará Diotima que no basta poseer lo bueno


para ser feliz: es necesario, además, poseerlo para siempre, sin lo cual no
seríamos acabadamente dichosos. De lo que inferirá luego que “el amor se
dirige a la posesión perpetua de lo bueno”.

San Agustín, con más alto sentido parte de la vocación innata que todos
los hombres manifiestan por la dicha. En el libro décimo de sus Confesiones,
buscando la noción de Dios en el “palacio de la memoria” da justamente con la
noción de la felicidad, y se dice: “La dicha, ¿no es lo que todos quieren y a lo
que todos aspiran? ¿Dónde la conocieron antes, para quererla de tal modo?”.
“Y no solo se trata de mí –agrega-, ni de un corto número de personas: todos,
absolutamente todos quieren ser felices”. Y San Agustín dirige a todos ésta
pregunta:

-¿Dónde prefieren encontrar la dicha, en la verdad o en el engaño?

Y todos contestan que prefieren ser dichosos en la verdad; porque –


declara el santo- “he visto a muchos que querían engañar, pero no he visto a
nadie que quisiera ser engañado”. Luego, el amor se dirige a “la dicha que
nace de la verdad”.

Mi lector, que conoce ya la relación de lo bueno con los verdadero y lo


hermoso, no tendrá dificultades en comprender la duda inicial de Sócrates y la
definición de San Agustín. Y deducirá que los gestos del alma son los que le
dicta su vocación natural; y su vocación (palabra que significa “llamado”), no es
otra que la de poseer perpetuamente “lo verdaderamente bueno”.
Ahora bien: la definición trae consecuencias dignas de ser estudiadas;
pues quien dice posesión dice reposo perpetuo. Además, el reposo perpetuo es
dable solo en la posesión de un bien concebido como Único, fuera del cual no
existieran otros bienes; pues, en el caso de existir muchos bienes, el alma se
movería sin cesar del uno al otro y su voluntad no tendría la quietud o reposo
con que sueña. De lo cual se infiere que la vocación total del alma es la de una
dicha perpetua, lograda en el descenso que da la posesión sin fin de lo bueno,
y de lo bueno único, total, absoluto y perdurable. He ahí, como, por la noción
de su anhelo, el alma logra tocar la noción de un bien cuyos adjetivos no
sabrían convenir sino a Dios; y he ahí como, al encontrar la noción de
bienaventuranza, San Agustín no esta lejos de dar con la idea del Dios que
busca en el palacio de su memoria.

Y esta vocación del alma es la vocación de su destino sobrenatural, su


sed legítima; y el alma, en todos los gestos que cumple, gira sobre su vocación,
como la esfera sobre su eje de modo tal que se podrían definir los errores
humanos como respuestas equivocadas que da el hombre a al vocación de su
destino. ¿De qué naturaleza es el error del alma? He aquí lo que me propongo
averiguar ahora.
El descenso
3
C
ON su tremenda vocación, el alma que San Isidoro me ha propuesto
desciende a las cosas terrenas. ¿Por qué desciende? Porque las cosas
la llaman con el llamado de la hermosura. ¿A qué la llaman las cosas?
Dijimos que la llaman a cierta verdad y a cierto bien. Y el alma, respondiendo al
llamado del bien, desciende a las criaturas, en descenso de amor, porque
quiere ser feliz con la posesión de lo bueno. Y aunque su sed es legitima,
comete un error, y es un error de proporciones el suyo; pues entre el bien que
le ofrece la criatura y el bien con que sueña el alma existe una desproporción
inconmensurable.

Es un error de proporciones el suyo, y anda ciego de amor. Y su amor


anda ciego porque no abre los ojos de la inteligencia amorosa, capaces de
medir las proporciones del bien al Bien y del amor al Amor. Y la amorosa
inteligencia es, en el hombre, la imagen y la semejanza del Dios que lo ha
creado; y esa imagen y semejanza es “la forma del Creador” en el hombre. Y el
hombre se aparta de dicha forma, que es la suya, y es el sello de su nobleza
original y la garantía de su bienaventuranza: por amar la belleza de la criatura
se aparta el hombre de la forma del Creador.

¿Qué debemos entender por este “Alejamiento” del hombre? Si su forma


es la imagen y la semejanza del Creador, al apartarse de su forma se aparta el
hombre de si mismo, que es la imagen; y al apartarse de la imagen se aparta
del original, que es el Creador. Y al apartarse de si mismo deja de ser el
mismo, para convertirse en algo que no es el mismo. ¿Y en qué se convierte
nuestro personaje? La naturaleza del amor nos lo dirá enseguida.

Los antiguos enseñaban que amar no es poseer tan solo, sino ser
poseído: el amante trata de asemejarse al amado y tiende a substituir su forma
con la forma de lo que ama, en un abandono de sí mismo por el cual el amante
se convierte al amado. El alma posee, por la inteligencia, y es poseída, por el
amor; de ahí que le sea dado descender a lo inferior por inteligencia, sin
comprometer su forma en el descenso; pero la comprometerá si por amor
desciende a las formas inferiores, porque amar es convertirse a lo amado. Por
eso dice San Agustín: “Si amas tierra, tierra eres; si cielo, cielo eres; si a Dios,
Dios eres.” Luego, al apartarse de su forma, el hombre tomará la forma de lo
que ama.

Pero volvamos al héroe de mi descenso: al jugar sobre su forma mucho


se juega, en verdad; sin embargo, la criatura le ofrece un bien, y el alma se
reposa un instante, anda más que un instante; porque no hay proporción entre
su sed y el agua que se le rinde, y porque bien sabe la sed cuando el agua no
alcanza22.
LA ESFINGE
4
D
ICE Plotino, comentando esta odisea del alma23: “Si es dado mirar las
bellezas terrenales, no es útil correr tras ellas, sino aprender que son
imágenes, vestigios y sombras. Si corriéramos tras las imágenes para
tomarlas como si fuesen reales, seriamos como aquel hombre (Narciso) que
queriendo alcanzar su imagen retratada en el agua, se sumergió en ella y
pereció.” 24 El alma busca su destino, y halla en la criatura una imagen de su
destino, y en la imagen se pierde. Y el alma debe perderse, tal es su vocación
gloriosa, pero no en la imagen de su destino, sino en su destino verdadero y
final.

¿Será que las imágenes del mundo nos tienden a un lazo maligno? De
ningún modo, puesto que ya consideramos la belleza de la criatura como el
esplendor de una verdad cuyo dominio implica un bien. Y el lector ha de
preguntarme ahora: ¿Qué verdad y qué bien nos propone la criatura? Los
maestros antiguos enseñaban –diré yo- que no es dado al hombre conocer en
este mundo a la divinidad, como no sea en enigmas y a través de un velo; y
éste saber nos viene de la naturaleza creada, la cual, como dice Jámblico 25,
expresa lo invisible con formas visibles y en modo simbólico. San Dionisio
enseña que el alma, por su moción directa, se vuelve a las cosas exteriores “y
las utiliza como símbolos compuestos y numerosos, a fin de remontarse por
ellas a la contemplación de la unidad”; y San Pablo dice de algunos que su
incredulidad es inexcusable, puesto que “las cosas de Él invisibles se ven
después de la creación del mundo, considerándolas por las obras creadas: aún
su virtud eterna, y su divinidad”26. De todo lo cual se infiere que la criatura nos
propone una meditación amorosa y no un amor, un principio y no un término de
viaje.

La creación nos propone la verdad en enigmas, como la esfinge


multiforme que mato a Edipo cerca de tebas27. Y la esfinge despedaza y
devora, según el mito, a los viajeros que no resuelven sus enigmas: los
despedaza en la multiplicidad de sus amores; y los devora, porque amar es
incorporase a la forma de lo que se ama.

Pero el tebano mató a la esfinge con sólo resolver sus enigmas:


¿limitaremos a Edipo? “A fuerza de amar las cosas creadas –dice San Agustín-
el hombre se hace esclavo de las cosas; y esa esclavitud le impide
<<juzgarlas>>”. Y con esta cita doy fin a mi descenso; porque no bien el
hombre requiera la vara de los jueces empezara el ascenso del alma por la
hermosura.
El juez
5
E
N el capítulo anterior dejamos al hombre como dividido y devorado por
el amor de la criatura; lo dejamos “en el vientre de la esfinge” 28, dividido
él, que siendo imagen y semejanza del Creador debiera ser imagen y
semejanza de la unidad misma; y convertido a las criaturas él, que debiera ser
para la criaturas inferiores una imagen y una semejanza de Aquel que todo lo
convierte a su misteriosa unidad.

Y mi lector, a quien he prometido un ascenso del alma por la belleza,


estará meditando ahora en las dificultades de mi nueva jornada; pues entiende
que necesito: 1º, hacer que la esfinge “vomite” a nuestro dividido personaje; 2 º,
reunir y soldar sus maltratados jirones; y 3º, levantarlo a la noción de la
hermosura divina, como lo quiere San Isidoro en el segundo movimiento de la
sentencia que voy glosando.

Dije ya que por inteligencia el alma posee y que por amor es poseída;
agregué, más adelante, que la criatura nos propone una meditación amorosa y
no un amor, un comienzo y no un final de viaje. El lector que me ha seguido en
el descenso conoce ya la suerte del alma que se reposa en el amor de la
criatura, tomándola como un fin. Diré ahora que, al hacerlo, comete una doble
injusticia con la criatura, exigiéndole, por violencia, lo que la criatura no puede
ni sabe dar; y una injusticia consigo misma, pues al descender amorosamente
hacia las cosas inferiores del alma concluye por someterse a ellas, con lo que
invierte la jerarquía natural y el orden armonioso, en menoscabo de la potestad
que le fue conferida sobre las cosas del mundo visible.

Ahora bien: en cuanto el hombre asuma el señorío que tiene sobre las
cosas y no bien las mida con su vara29 de señor y de juez, la esfinge devolverá
su presa, y le revelará su secreto, por añadidura; “porque las cosas –dice San
Agustín- no responden sino al que las interroga como juez”.

¿Qué responden las criaturas cuando así se las interroga? ¿Cuál es el


secreto que revelan al juez y ocultan al esclavo?

El juicio por la hermosura es un juicio de amor, y este amoroso juicio


requiere dos nociones que se comparen: la noción amorosa del juez y la noción
amorosa de lo juzgado. Y me pregunto: si el alma requiere la varilla del juez,
¿con que noción de amor ha de juzgar a las criaturas? Y recuerdo que la
vocación del alma (sobre la que gira sin reposo, como la esfera sobre su eje)
es la de una dicha perpetua lograda en el descanso que da la posesión
amorosa de lo bueno y de lo bueno conocido como único, total y sin fin.

El alma juzgante, fiel a su tremenda vocación, desciende a las criaturas


y las interroga; y es el norte de su destino lo que interroga el alma. Pero las
criaturas le responden con la noción de un bien relativo, disperso y mortal. La
desproporción entre ambos términos del juicio es inconmensurable; y esa
desproporción es lo que nos revelan las criaturas cada vez que medimos
nuestra vocación amorosa con el amor que nos proponen. Al revelarnos esa
desproporción infinita no hacen sino confirmar, en cada prueba, nuestra infinita
vocación; y como dicha vocación es el secreto del hombre, me atrevo a
sostener ahora que las criaturas, interrogadas amorosamente, nos revelan, no
su secreto, sino nuestro secreto.

Ahora bien: o el alma conoce ya la magnitud de su destino, o no la


conoce todavía. Si por ventura la conociera, entenderá de proporciones y será
juez: en cada experiencia vera confirmada y esclarecida su vocación gloriosa, y
ascenderá entonces por la escala de la hermosura terrena. Pero la situación de
nuestro héroe no es la misma: sigue su vocación, es verdad, mas la sigue a
obscuras, presa fácil de la ilusión y del engaño, porque ignora la magnitud de
su anhelo y porque su ignorancia de las magnitudes le impide juzgar de
proporciones. Es un problema de aritmética amorosa el de nuestro personaje, y
no sabrá juzgar de amores hasta que no descubra su número de juez.

¿Quién le revelará ese número? El amor de la criatura.


EL ASCENSO
6
L
A razón se dirige a la verdad, reduciendo sus contradicciones “al
absurdo”; pero el amor las reduce “al desengaño”. Vía de amor es la de
nuestro héroe, y no en vano le doy ese título, ya que la palabra “héroe” se
deriva de Eros, nombre antiguo del amor30. Ahora bien, si no conoce aún la
desproporción amorosa que las criaturas revelan al que sabe oírlas, padece
sus efectos; y sale de cada experiencia con una injustificable insatisfacción de
sí mismo y con un desengaño de la criatura.
Y en cada insatisfacción de su anhelo vive un íntimo fracaso de amor; y cada
fracaso de amor no deja de traerle un despunte de meditación desconsolada, y
es la meditación de su destino la que despunta y crece. Por otra parte, cada
desengaño de las cosas no sólo magnifica la distancia que media entre su
anhelo del Bien y el bien que le propone la criatura, sino que disminuye, por
eliminación, el número de los bienes que solicitan su apetito; con lo cual el
alma ve agrandarse y esclarecerse, por un lado, la magnitud de su vocación, y
ve, por el otro, que la tierra le va negando su amoroso destino. Y el alma quiere
ya entender de proporciones, en un retoñar de la aritmética amorosa; y la vara
del juez está reverdeciendo entre sus manos, en un retoñar de la amorosa
justicia.

Es así como el alma, por reducción al desengaño, va librándose de la


esclavitud en que la tienen las cosas: así se libra de la esfinge (volviendo a una
comparación que me resulta grata); y así reconstruye su perdida unidad,
retornando a sí misma, vale decir, a su forma, que, como dijimos, es la imagen
y semejanza que tiene del Creador. Y aquí es necesario que yo advierta dos
peligros de viaje: podría ser que mi héroe, desengañado de las cosas, les
reprochara su esterilidad y falsía, y se detuviera luego en el reposo de un
escepticismo que suele malograr esta primera realización. También podría ser
que, desengañado y todo, pero incapaz de seguir adelante, se obstinara en el
amor de las cosas terrenas, exigiéndoles, en su desvarío, lo que bien sabe que
le negaran: se arriesgaría entonces en el declive de la desesperación, vale
decir, en otro descenso, pero ya de resultados incalculables.

Diré, para consuelo de mi lector, que nuestro héroe no es de los que


fracasan en una isla. A la solicitud de cada bien ha respondido con un doble
movimiento: un movimiento de ida y otro de vuelta; pero he aquí que se detiene
ahora, estudioso de sí mismo, y esa primera inmovilidad es digna de nuestra
consideración su paso lo llevó por ilusorios caminos, y no anda ya: tiene su pie
clavado, como los jueces. Alargó su mano a los bienes ilusorios, y la recoge
ahora: tiene la mano clavada de los jueces. Está inmóvil y de pie: juzga y se
juzga.

¿A quién juzga? Su juicio recae sobre las cosas que lo poseyeron; y


como el juez está inmóvil y no desciende a ellas, las cosas ascienden al juez,
para ser juzgadas, y el orden se reconstruye. Y el juez interroga y la criatura
responde.

¿Qué cosa juzga de sí mismo el juez? Juzga su vocación de amor, la


nunca silenciosa; y ese íntimo llamado, que se perdía recién en el tumulto de
los llamados exteriores, resuena solitario, se magnifica y esclarece ahora en el
“odio del alma”. Y el alma gira sobre sí misma, para escucharlo mejor; y al girar
sobre sí misma recobra el movimiento propio de la inteligencia, con lo cual
circunscribe su meditación y la continúa, no en latitud, sino en profundidad.

Y el tenor de su juicio podría ser el que sigue: todo llamado viene de un


Llamador, y por la naturaleza del llamado es dable conocer la naturaleza del
que llama.

Si la suya es vocación de amor, Amado es el nombre del que llama; si


de amor infinito, Infinito es el nombre del Amado.

Si el amor del alma tiende a la posesión perpetua del bien único,


absoluto y sin fin, Bondad es el nombre del que llama.

Si el bien es alabado como hermoso, Hermosura es el nombre del que


llama.

Si lo bello es el esplendor de lo verdadero, Verdad es el nombre del que


llama.

Si el alma reconoce su destino final en la posesión del Bien así alabado


y así conocido, Fin es el nombre del que llama.

Y como Bien, Amor, Hermosura, Verdad y Fin son nombres cuya


diversidad conviene a la unidad simplísima de Dios, Dios es el nombre del que
llama.

He ahí como nuestro héroe se ha encontrado a sí mismo, por la vía de la


hermosura creada, y he ahí como ha encontrado en sí mismo, con la noción de
la hermosura divina, el norte verdadero de su vacación amorosa. San Agustín
parece decirlo así, en aquella exclamación suya que resume todo el viaje:
“¡Tarde te ame, Belleza tan antigua y tan nueva; tarde te ame! En mi estabas, y
yo estaba fuera de mí mismo, y es afuera que te buscaba. Estabas conmigo, y
yo no estaba contigo, sino lejos de ti, sujeto a las cosas que no existirían si no
estuvieran en ti.” 31

Pero diré ahora que nuestro personaje, si bien ha mejorado de suerte,


queda inmóvil y de pie, con una noción obscura de la divinidad y una desvelada
incertidumbre que no le abandona. Por la vía natural de su entendimiento
amoroso alcanzó ya lo que naturalmente puede ser alcanzado; pero la
obscuridad de su noción requiere “luz” y el nuevo amor que solicita el
movimiento del alma requiere “vía”.

Es entonces cuando mi héroe recuerda que la verdad fue revelada y


está escrita, y cuando aprende que la misma Verdad se hizo carne y habitó
entre nosotros32, y se llamó a sí misma “luz” y “vía” 33, para remedio de los
obscuros y de los inmóviles. Y, sintiéndose inmóvil y a obscuras, nuestro héroe
alcanza, justamente ahora, el sentido de las viejas palabras que acaso
desdeñó un día; y como ya las entiende, se asombra de no haberlas entendido.
Pero está inmóvil y de pie.
¿Cómo iniciará la traslación amorosa correspondiente a tal amor? El
viaje a la hermosura terrena se hizo con el pie, y el pie –dice Plotino- sólo nos
conduce de una tierra a la otra; “tampoco es necesario –agrega el filósofo
preparar algún atelaje o navío, sin cerrar los ojos y cambiar esa manera de ver
por otra”. Pero los medios de locomoción han adelantado mucho desde la era
de Plotino, y cualquier viajero esta en condiciones de afirmar hoy que el nuevo
viaje amoroso debe hacerse con la rodilla 34
EL “SI” DE LA CRIATURA
7
A
HORA que mi personaje goza de mejor clima, las criaturas vuelven a
reclamar mi atención, pues temo haber cometido cierta injusticia con
ellas, al considerarlas en el sólo gesto negativo con que responden a la
amorosa inclinación del alma. ¿Acaso el “sí” de las criaturas es ese “no” que
dan como respuesta, cuando se desciende a ellas en descenso de amor? Y, al
preguntármelo, recuerdo las bellezas del mundo: el sol, la luna y el agua, de
San Francisco36; y ante la sola evocación de tantas maravillas, tentado estoy de
acabar en poema lo que inicié en humilde glosa.

Dije ya que las criaturas responden con un “no” al amante que


desciende a ellas; pero al juez inmóvil que las interroga dan un “si” cuya
naturaleza trataré de explicar a continuación:

San Agustín, a cuya mano paternal me aferro en los trances difíciles de


mi glosa, también buscó a su Dios en la criatura: “Interrogué a la tierra, y me ha
respondido: no soy tu Dios. Interrogué al mar, a sus abismos y a los seres
animados que allí se mueven, y todos me respondieron: no somos tu Dios,
búscalo más arriba. Interrogué al cielo, al sol, a la luna y a las estrellas, y me
afirmaron: no somos el Dios que buscas.” (Confesiones, X).

Tal cosa niegan las criaturas: niegan ser el destino del hombre, cuando
el hombre las interroga por su destino; y no se limitan a negarlo, sino que
dicen: “Búscalo más arriba”. Y no sólo nos convidan a un ascenso, sino que se
nos ofrecen, como peldaños, porque las cosas nos llaman, con la voz de su
hermosura, y ese llamado de las cosas trae una intención de bien.

Todo llamado viene de alguien que llama; y las criaturas dicen al que
sabe oír: “somos el llamado, pero no somos el que llama” 37. Y, negándose,
afirman al Llamador: lo afirman en sus nombres; pues dicen a todo el que
contempla su hermosura: Somos bellas, pero no somos la Hermosura que “nos
creó” hermosas. Y al que medita su verdad enseñan: Somos veraces, pero no
somos la Verdad que “nos creó” verdaderas. Y dicen al que gusta de sus
bienes: Somos buenas, pero no somos la Bondad que así “nos creó”. Así
afirman al que llama: lo afirman en sus nombres gloriosos de Hermosura,
Verdad y Bien. Y lo afirman como Principio, llamándole “el que nos creó”; y lo
alaban como Fin, diciendo: Somos el llamado hermoso y no la Hermosura que
llama.

El que las interrogue, si es un juez equitativo, alcanzará el “sí” gozoso


que dan las criaturas cuando niegan38. Conocerá entonces el número, pero y
medida de su belleza, y les dará su nombre verdadero: y ser bien nombradas,
he ahí la justicia que las cosas reclaman de nosotros; porque su justicia
depende de nuestra justicia. Y el que refiera la hermosura, de las cosas al
hombre y del hombre al Creador, dirá, con San Agustín, que la belleza es “es
esplendor del orden o de la armonía”.

Adán nombró a las criaturas con su nombre verdadero, y como las cosas
se rinden al que sabe nombrarlas, Adán fue el señor de ellas y no descendió
por las cosas que había nombrado 39. Tampoco descenderá el que así las
nombre; pero sólo sabe nombrar el juez, y sólo es juez el que deja de ser
esclavo.
LOS TRES MOVIMIENTOS
DEL ALMA
8
E
N el transcurso de mi glosa el alma cumplió ciertas evoluciones y
movimientos cuya descripción ordenada me conviene ahora. San
Dionisio, después de referirse a los tres movimientos del ángel, dice que
también el alma se mueve con un triple movimiento: el circular, el oblicuo y el
directo:

“Por su movimiento circular el alma deja las cosas exteriores, vuelve


sobre sí misma y concentra sus facultades intelectuales en las ideas de unidad:
encerrada entonces como en un círculo, no es fácil que se extravíe. El oblicuo
es movimiento del raciocinio y la deducción, y por él se ilustra el alma en la
ciencia divina, no intuitivamente y en la unidad, sino en virtud de operaciones
complejas y necesariamente múltiples. Su movimiento es directo cuando se
vuelve a las cosas exteriores y las utiliza como símbolos compuestos y
numerosos, a fin de remontarse, por ellos, a las ideas de unidad.” (De Div.
Nom. IV, 9).

Si mi lector quisiera buscar una aplicación (analógica, entiéndase bien)


de los tres movimientos al asunto que vengo tratando, meditaría lo siguiente:
cuando el alma gira sobre su vocación, es decir, en torno de su anhelo por el
Bien absoluto y sin fin, podríamos entender que sigue un movimiento circular.
Pero, como su vocación es obscura, desciende a las cosas exteriores, a fin de
interrogarlas, y hay movimiento directo. Cuando medita la respuesta de las
criaturas y las refiere a su vocación, el movimiento podría llamarse oblicuo.

El lector me dirá que, a obscuras, como en el descenso, o iluminada,


como en el ascenso, el alma no deja de tornar sobre su ovación. Y le
responderé que no es dable concebir los tres movimientos como separados,
sino resolviéndose al fin en uno sólo que fuera circular, oblicuo y directo a la
vez, y que, con todo, no dejara de ser circular, puesto que tal es el movimiento
propio de la inteligencia. Ahora bien, si buscáramos una ilustración, por
analogía, de las tres direcciones resueltas en un sólo movimiento, daríamos
con la línea espiral. El alma se alejó de su centro y descendió a la criatura,
siguiendo la dirección de una espiral centrífuga: se detuvo en la criatura y a ella
se asimiló, abandonando, con su forma, su movimiento natural. Pero el alma
recobra su movimiento al abrir los ojos de su inteligencia, y, esclarecida ya, lo
reanuda, pero internándose ahora en sí misma y acercándose otra vez a su
centro, según la dirección de una espiral centrípeta que arranca de donde
termina la primera y concluye dónde la otra empezó. Y si bien se mira, ambas
espirales constituyen un sólo movimiento que baja, se inclina y sube, sin
abandonar, empero, el ámbito del círculo.
( ESQUEMA)

En su doble movimiento, que es el de la vida, el alma no sale del círculo


ni deja de girar sobre su centro inicial, marcado en la figura con una cruz.
Tampoco lo alcanza, porque si alcanzara la cruz terminaría todo movimiento.
Ya la hemos visto una vez, inmóvil en la criatura, padeciendo, con el abandono
de su forma, una verdadera muerte. Podría ser que ahora, vueltos los ojos al
centro donde ve aclarársele la noción de la hermosura divina, el alma
concibiera tal amor por ella que, saliendo nuevamente de sí misma, se
asimilase a lo que ama. Tocaría el centro y no se movería ya: he ahí el reposo;
dejaría su forma, por la forma del centro: he ahí el Amor. Pero es este un
umbral del que me pongo a muy respetuosa distancia.
EL MASTIL
9
A
l finalizar su tratado De lo bello Plotino aconseja el retorno a la dulce
patria, donde la hermosura primera resplandece, sin comienzo ni fin; y
señala, como paradigma 40 del viajero, al sabio Ulises, “que libro de
Circe, la maga, y de Calipso, no consintiendo en permanecer junto a ellas, a
pesar del goce y de la hermosura que junto a ellas encontraba” 41. También yo
lo presentaré, a guisa de ilustración y final, y será en el episodio de las sirenas,
cuyo “sentido moral” creo que se aviene con la materia de mi trabajo.

El lector ha de recordar que Circe, revelando al héroe de los peligros que


todavía le aguardan, le advierte primero el de las sirenas, que atraen con sus
cantos y despedazan al viajero que las escucha y desciende a ellas. “En cuanto
a ti –dice la maga-, te es dado escucharlas, siempre que se te encadene de
pies y manos al mástil de tu navío: así podrás gozar sin riesgo de sus voces
armoniosas.” Pero Ulises debe tapar con cera el oído de sus amaradas a fin de
que no escuchen y sucumban42.

El peligro, como se ve, no está en oírlas, sino en dirigirse a ellas; y


Ulises, el sólo encadenado, deberá escucharlas. ¿Por qué? Porque las sirenas
dicen en su canto: “nada se nos oculta; sabemos todo lo que acontece en el
vasto universo; el viajero que nos oye vuelve mas instruido a su patria.”
(Odisea, XII). ¿Y porqué no les es dado escuchar a los compañeros de Ulises?
Porque la verdad no ha sido aún revelada a los pequeñitos.

Y el héroe, encadenado al mástil, oye la voz de las sirenas y en su


canción temible se alecciona; mas no desciende a ellas, porque está sujeto de
pies y manos, ni abandona el rumbo de la dulce patria, porque la virtud del
mástil lo protege.

Pero la verdad fue revelada a los pequeñitos; y el Verbo humanado que


nos la reveló no lo hizo sin dejarnos el mástil de la fortaleza, el mástil de dos
brazos en cruz al que se dio Él mismo para enseñarnos la verdadera posición
del navegante, y que abarca toda vía y ascenso, en la horizontal de la amplitud
y en la vertical de la exaltación. Laus Deo et Agno.

Explicit. 43
2 2
Se refiere al tópico de la invocación que practicaban los poetas dirigida, entre los griegos, a las
Musas para que los inspiraran y alentaran en sus cantos. “De Aquiles de Peleo, canta, oh Diosa, la
venganza fatal que a los aquivos origen fue de numerosos duelos”, así comienza la Iliada. Y la Odisea:
“Dime, oh Musa, del héroe ingenioso, que después de arrasar la sacra Troya, anduvo tanto tiempo
peregrino”, refiriéndose a Ulises La Edad Media “cristianizó” el tópico de la innovación:

En el nombre del Padre que nos quiso criar,


Y de don Jesucristo que nos avino a salvar,
Y del Santo Espíritu, lumbre de confortar,
De una santa virgen quiero verificar.
(Berceo, La vida de Santa Oria, 1).
En nuestro Martín Fierro aparece el tópico, dirigido a los Santos: “Vengan santos milagrosos, /
vengan todos en mi ayuda, / que la lengua se me añuda / y se me turba la vista; / pido a mi Dios que me
asista / en una ocasión tan ruda” (I, vv. 13-18).
3 3
Ésta es una apelación recurrente en la literatura, desde la Antigüedad: la invitación al viaje,
significa a la aventura, al riesgo de la vida, a la exposición a las sorpresas y encuentros del camino. La
imagen del viaje es una de las imágenes ejes de toda la obra de Marechal. Es una imago mundi, imagen del
mundo.
4 4
La expresión <<jugar con fuego>> es sinónimo de diversión peligrosa porque supone un riesgo.
Pero ese riesgo es lo que hace más atractiva la diversión. Si no hay riesgo, no hay gozo. La tristeza es
propia del artista que no arriesga; de un arte de jugueteo sin trascendencia. “Llama de amor viva” llama san
Juan de la Cruz al amor del alma por Dios.
5 5
Vestigio: huella. La expresión Vestigia Dei: huellas de Dios, son las que el hombre halla en la
armonía de la Creación. Por las huellas se alcanza a Quien las dejó. El hombre debe ser rastreador a lo
divino.
6 6
San Agustín (354-430), filósofo, teólogo y Padre de la Iglesia. Uno de los escritores y pensadores
que más ha influido en Occidente. Su doctrina filosófica se apoya en el neoplatonismo de Plotino. Las
Confesiones, la primera autobiografía occidental, anticipa muchos de los planteos que enfrentará Marechal
en su ensayo. Su obra es caudalosísima.
7 7
La imagen del mundo como laberinto es otra de las imago mundi más difundida en la literatura.
Llega desde los griegos a Borges. El hombre se afana por hallar la salida de dicho laberinto. En su poema
Laberinto de Amor, el propio Marechal apunta: “De todo laberinto se sale por arriba”, es decir que toda
situación difícil o angustiosa para el hombre tiene una salida espiritual, religiosa, trascendente.
En su viaje por el laberinto del mundo, las cosas le hablan al hombre en enigma, esto es, a través de signos
y símbolos, que implican un lenguaje indirecto, una dificultad que hay que vencer para entenderlo y
orientarse evitando el extravío.
8 8
Ditirambo: alabanza, elogio notable. Era el nombre de un himno en honor de Dionisos.
9 9
El Pseudos Dionisio Areopagita (vivió en el siglo I), juez ateniense convertido por San Pablo, se le
atribuyen obras como Los nombres divinos, Teología mística, La jerarquía celestial, cuya autoría parece ser
de un neoplatónico del siglo V. bien, Belleza o Hermosura, Verdad, Amor, son nombres que damos a Dios.
1 10
El Banquete o Simposio es uno de los más famosos diálogos de Platón, que versa sobre las
diversas formas de concebir al Amor. Diotima es una sacerdotisa que en dicho diálogo expone su doctrina
sobre el amor. Platón es, junto a los presocráticos, el pensador griego de Marechal, y su influencia se
advierte en toda su obra.
1 11
Los dos movimientos de diástole y sístole, simbolizan la dilatación y el encogimiento del corazón.
Son movimientos compensatorios y complementarios para mantener el ritmo vital. Igual ocurre en los dos
momentos que plantea la sentencia.
1 12
Plotino (h.204-h.270), filósofo griego, máximo representante del neoplatonismo, que articuló la
tradición racionalista griega con el misticismo oriental. Su obra se reúne con el nombre de Enéadas, seis
grupos de nueve escritos cada uno. “Sobre lo bello” es la Enéada I, 6.
1 13
Santo Tomás de Aquino (1225-1274), filósofo y teólogo que se apoyó para su reflexión en la
doctrina aristotélica. Es uno de los más grandes pensadores de la Cristiandad. Su obra mayor se llama
Suma Teológica. En nuestros días, el neotomismo retoma y actualiza el pensamiento de dominico italiano.
1 14
Pitágoras (s.VI a.C), matemático y filósofo griego, sus doctrinas se han proyectado hasta nuestros
días como pitagorismo y neopitagorismo. Su famoso teorema dice: en todo triángulo rectángulo, el cuadrado
construido sobre la hipotenusa equivale a la suma de los cuadrados construidos sobre los lados del ángulo
recto.
1 15
La referencia a la tortuga y Aquiles alude a una famosa aporía o dificultad planteada por Zenón de
Elea (s.V a.C) en la que, a propósito de una carrera entre ambos, plantea la relatividad del movimiento y
anticipa el cálculo infinitesimal.
1 16
Esplendor significa <<manifestación>> de algo por la brillantez o la luz que parece irradia; un
cierto resplandor que acompaña al objeto.
1 17
Escolásticos son los pensadores correspondientes a la Escolástica, como e designaba a la
filosofía cristiana de la Edad Media, cuyo desarrollo estaba asociado a las scholae (escuelas) y su método
de asociar razón y fe, particularmente. Tuvo tres períodos: la alta Escolástica (s.XI-XII), el apogeo de la E.
con los grandes sistemas (el tomismo) y la disolución (XIV-XV). Sus principales tendencias fueron el
platonismo agustiniano, preferida de Marechal, y el aristotelismo tomista.
1 18
La imagen es una variante de un poema de Marechal, “Abuelo cantabro”: “Y envidiable tu ciencia
como una fruta de oro/ bajo una red de plata”, Obra poética, ob. cit.., p.160, vv.10-11. es, a su vez, una
modificación de uno de los elogios a la Sabiduría de los Libros Sapiensales.
1 19
Ontológico: perteneciente a la Ontología, que es la parte de la Metafísica que trata de ser en
general y de sus propiedades trascendentales
2 20
Maritain, Jacques (1882-1973), filósofo neotomista francés, autor de Los grados del saber, Arte y
escolástica, Fronteras de la poesía, Filosofía de la naturaleza, y una divulgadísima introducción a la
filosofía.
2 21
Alude al pasaje evangélico en que Jesús dice que la Providencia de Dios cuida de todo; así ha
vestido a los lirios del campo como no alcanzó a vestir Salomón en su apogeo. Mateo 6, 27-29 y Lucas 12,
27-28.
2
Éste concepto de que la sed trascendente del hombre no puede ser saciada con el agua
común, es recurrente en Marechal. “Sabía desde ya que Amor en tierra/ nunca logra el tamaño
de su sed”, dice, p.e., en “Niña de encabritado corazón”, Poesía, ob.cit, p.89, vv. 17-18.
Reaparece en paginas de Adán Buenosayres
2 23
Platino lo dice en “Sobre lo bello” (Enéada, I, 6, parag.8). Retoma un alegoresis antigua que
asocia el alma a Ulises. Véase en el prólogo mío.
2 24
En el mismo punto de Plotino señalado en nota 23, alude a Narciso, sin nombrarlo. Marechal, en
la reelaboración del ensayo, retomará el mito de Narciso, con otra acepción.
2 25
Jámbico (h.250-h.330), filósofo grecosiríaco, discípulo de Porfirio e iniciador de la escuela
neoplatónica, autor de una Vida de Pitágoras.
2 26
El pasaje de san Pablo figura en Romanos 1, 20.
2 27
El mito de Edipo y la Esfinge está recordado en mi prólogo.
2 28
La expresión alude al mito de la Esfinge, aplicado a su planteo del hombre que no sabe responder
al enigma de las creaturas y concluye devorado por ellas. Es decir, no sabe leer más allá y se reduce a lo
material a lo mundano.
2 29
La vara era el atributo o insignia que el alcalde, el juez u otra forma de autoridad portaba en su
diestra como símbolo de su poder.
3 30
Efectivamente, el nombre del dios Eros, dios del Amor, es similar al vocablo que da origen, en
griego, a la palabra <<héroe>>. La diferencia es una aspiración fonética.
3 31
La frase se lee en Soliloquios, cap.X. Alude al hecho de que san Agustín vivió mucho tiempo, el
de su juventud y algo más, ignorante de la fe cristiana, a la cual habría de convertirse.
3 32
La expresión está tomada del prólogo del Evangelio según san Juan: “El Verbo se hizo carne y
habitó entre nosotros Í (Verbum caro factum est…), I, 14.
3 33
Las expresiones del propio Jesús que manifiesta en distintos pasajes evangélicos, y que Darío
resumiría en un verso conocido: “Ego sum Lux, et Veritas et Vita”.
3 34
La imagen aparece en su poesía: “Sin alejarse nunca del centro de su esfera,/ el alma parte sobre
la rodilla viajera”, dice en Laberinto de Amor, Obra poética, ob.cit.,p.142,vv.325-6 y 323-4. Supone la
expresión una paradoja: el viaje del inmóvil; por supuesto, se refiere al viaje del alma cuando reza.
3 36
Alude al “Cántico de las criaturas”, de San Francisco de Asís, o “Cántico del hermano Sol”, en el
que loa a este, a la hermana luna –recuérdese la película de Zefirelli Hermano sol, hermana luna-, hermana
agua, hermano fuego. Esto es: toda las realidades del mundo son hijas de su Creador, de allí la fraternidad
que señala el poema.
3 37
La distinción entre el llamado y el Llamador, aparece en Laberinto de Amor. “Porque, sin humillar
en su signo a la flor, / la rosa es el llamado pero no el Llamador”, Obra poética, ob. cit., p. 141, vv. 289-290.
Lo reiterará en Adán Buenosayres.
3 38
La paradoja de que las creaturas, al negar ser ellas la causa de sí mismas, están proclamando
una afirmación –un sí- a la existencia del Creador.
3 39
En el Génesis (2, 18-21) Dios hace desfilar a todos los animales ante Adán y éste le va dando
nombre a cada uno: es una imagen del poder de Adán, del primer hombre –antes de su caída- frente a
todas las criaturas del mundo, su señorío por superioridad.
4 40
Paradigma: modelo.
4 41
Circe y Calipso eran dos magas o hechiceras que demoraron a Ulises en su viaje de retorno a
Itaca. La hermosura de ambas, y aún los poderes y encantos, no fueron suficientes para retenerlo y hacerle
olvidar la fidelidad para con su esposa, Penélope, y con su país. Esto se lee en la Odisea: el episodio de
Circe en el canto X, y el de Calipso, en el XII.
4 42
El episodio de Ulises y las sirenas está recordado en mi prólogo.
4 43
Laus Deo et Agno: “Gracias a Dios y al Cordero”, Cristo. Explicit: “Ha sido desarrollado”, el libro
está concluido. Ambas son expresiones en latín.
ÍNDICE

Estudio Preliminar, del Dr. Pedro Luis Barcia 5

ARGUMENTO 37
1. La Belleza Creada 47

2. La Vocación del Alma 59

3. El Descenso 67

4. La Esfinge 75

5. El Juez 83

6. El Ascenso 91

7. El “Sí” de la Criatura 101

8. Los Tres Movimientos del Alma


109

9. El Mástil
117

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