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Francisco Luna Luca de Tena, Nuestro Padre Dios

Capítulo I

SOMOS HIJOS DE DIOS

1. ¿CRIATURAS 0 HIJOS DE DIOS?

¿Somos hijos de Dios?

Dios quiere que le tratemos con entera confianza, como hijos suyos
queridísimosl. Por eso, Nuestro Señor Jesucristo nos enseñó a llamarle
Padre nuestro2. Pero ¿qué significado y qué alcance tienen estas palabras
en

nuestros labios?

Es evidente que podemos llamarle Padre porque al creamos nos dio cuanto
somos y tenemos. Sin embargo, hemos de comprender que este hecho no
nos convierte propiamente en hijos de Dios, pues la relación que se
establece entre el Creador y sus criaturas no es la misma que existe entre
un padre y su hijo, sino la que hay entre un autor y su obra.

Ef 5, 1.

2 Mt 6, 9.

Pero Dios no se conforma con que seamos sus criaturas y, movido por su
amor -un amor que nunca acabaremos de entender en esta vida-, se nos
acerca y establece con nosotros una relación mucho más estrecha y
familiar. Mirad-dice San Juan- qué amor nos ha tenido el Padre que no sólo
quiere que nos llamemos hijos de Dios sino también que lo seaMOS3. ¡Ser
hijos de Dios! Si no hubiera sido porque Él lo quiere, ni siquiera hubiéramos
llegado a pensar en esa posibilidad. No hay nada tan grande, no hay nada
que esté por encima, nada que pueda colmar y satisfacer en tal grado
nuestras aspiraciones. Ni la riqueza, ni la hermosura, ni la salud, ni el amor
humano admiten tan siquiera un punto de comparación con la maravilla de
ser hijos de Dios.

¿Cómo podemos llegar a tanto? Nosotros no podemos, pero para Dios


nada es imposible y como nos enseña el Espíritu Santo: Envió Dios a su
Hijo ( .. ) a fin de que recibiésemos la adopción de hijos de DiOS4. Nuestra
filiación divina es, pues, adoptiva. Si somos hijos de Dios es porque Él nos
adopta y nos acoge en su propia vida. Se trata de una realidad sobrenatural
tan maravillosa que es, sin duda, el fundamento de nuestra identidad como
cristianos y su contemplación nos hará caer de rodillas y decir con todo el
corazón: ¡gracias, Padre!

3 1 Jn 3, 1 1.

4 Ga 4, 4 y S.

5 JUAN PABLO II, Hom. en el Nou Camp, Barcelona, 7-XI1982.

¿Cómo es nuestra filiación divina?

La adopción es un acto por el cual, ante la ley y ante los demás, un extraño
es admitido como hijo y heredero en una familia de la que no forma parte
natural. ¿Es así como nos adopta Dios? Antes de responder a esta
cuestión es preciso aclarar que la adopción exige el cumplimiento de ciertos
requisitos.

El primero es que haya semejanza de naturaleza entre el adoptante y el


adoptado, pues no puede adaptarse un animal o una cosa porque nunca
podrán desempeñar el papel de hijo. En segundo lugar habrá que tener en
cuenta que no existe derecho alguno a ser adoptado: la adopción es
siempre un acto de amor gratuito. Y, por último, han de contemplarse los
bienes del adoptante, sobre los que el adoptado ha de gozar los derechos
de la herencia. Sólo en el caso de cumplirse estas condiciones podrá
hablarse de filiación adoptiva.

¿Es así nuestra filiación divina? Cuando Dios nos adopta, ¿lo hace como
los hombres? Si estudiamos los elementos fundamentales de la adopción
entre los hombres, veremos que hay claras diferencias entre la humana y

la divina.

En primer lugar hemos de fijarnos en la semejanza de naturaleza que ha de


existir entre el adoptante y el adoptado. Esta semejanza no se da en
nuestro caso porque Dios tiene naturaleza divina mientras que nosotros la
tenemos humana. De acuerdo con este principio

no podríamos ser adoptados como hijos de Dios. Sin embargo esto no


supone una dificultad para el amor que Dios siente por nosotros y con su
poder la hace desaparecer. Así lo argumenta el Príncipe de los Apóstoles
con las siguientes palabras: Dios nos hizo merced de ricas promesas para
hacernos así partícipes de la divina naturaleza6.

Por eso la adopción divina no se cortesponde exactamente con la de los


hombres, sino que la supera con creces. La adopción humana no aporta
nada a nuestra naturaleza; la divina, en cambio, nos añade una nueva
manera de ser por la que somos divinizados al participar de la naturaleza y
de la vida de Dios.

Se trata de una afirmación tan clara y tan explícita que no da lugar a


diferentes interpretaciones. Sólo puede entenderse -de acuerdo con lo que
dice textualmente. Por más vueltas que demos al argumento y por más
desproporcionado que parezca a nuestras luces, siempre llegaremos a la
misma conclusión: Dios nos ama con tanta generosidad, con tanto amor,
que llega hasta el extremo de darnos un don -la gracia santificante- que nos
hace participar de su propia divinidad.

62PI,4.

11

Más que un milagro

Casi no hay palabras para describir la singularidad y la magnitud de este


hecho. Por poner una comparación, que sólo será sombra de la realidad,
recordemos la escena de Naím, donde Nuestro Señor Jesucristo,
conmovido por el dolor de una viuda, resucita a su hijo7. Pues bien, sin
negar la grandeza de este auténtico milagro podemos decir que es menos,
mucho menos, que lo que Dios realiza al hacemos participar de su
naturaleza divina.

No se trata de una afirmación desmesurada para magnificar el amor divino,


sino de una verdad rigurosa. Al resucitar a un muerto, en efecto, Dios se
limita a devolver al alma lo que un día fue suyo: el cuerpo. En cambio, al
darnos una participación en su propia naturaleza nos hace nacer a una vida
nueva, a una nueva manera de ser, en todo semejante a Él. Y, ¿es
exageración decir que esta nueva vida es muy superior a la que recobra un
cadáver al resucitar?

Nuestra filiación divina no es, pues, una conmovedora consideración sino


una realidad que viene avalada por la palabra de Dios. Sin duda se trata de
un misterio que nos desborda y que no llegaremos a comprender
perfectamente, pero eso no quita que aquí, en la tierTa, ya empecemos a
entenderlo -de acuerdo
7 Lc 7,11-18.

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con nuestra capacidad- y podamos gustarlo y aprovechamos de sus ftutos.

Somos más hijos de Dios que de nuestros padres

A partir del momento en que recibimos la gracia santificante, en ese mismo


instante, aunque sigamos siendo hombres, quedamos como divinizados y
elevados a la categoría de los hijos de Dios. Se trata de una realidad de la
que carecen las almas que no han recibido aún la primera caricia del amor
divino. Por eso supone una grave irresponsabilidad retrasar sin motivo
justificado el bautismo de los niños, que peitnanecerán privados de la
filiación divina por unos días, unos meses, o quizás durante años.

Nuestra filiación divina es una singular -afectiva y efectiva- relación con


Dios, que se establece al hacerse Padre nuestro a la vez que nos hace hijos
suyos. Es tan íntima y personal, que podemos llamarle Padre con mayor
motivo que a los que nos trajeron al mundo. A ellos, en efecto, sólo les
debemos el cuerpo -transmitido por la capacidad de multiplicarse recibida
de Dios-. A Él, en cambio, le debe~ mos, en exclusiva el alma, y la gracia
santificante por la que participamos de su divinidad.

13

2. HIJOS DE DIOS

Dios nos diviniza

Cuando hablamos de participación de la divina naturaleza hemos de aclarar


que esto no significa que nos convirtamos en Dios. Imaginemos un trozo de
hierro que se arroja al fuego. La consecuencia es que se calienta y se
calienta hasta ponerse al rojo vivo. Y, aunque continúa sin ser el fuego -que
le comunica su calor-, participa de su naturaleza y adquiere unas cualidades
que no tiene de por sí.

Esto es lo que sucede cuando Dios nos da su gracia: como el hierro se


pone incandescente, nosotros quedamos divinizados. No es que nos
convirtamos en Dios, sino que somos divinizados en la medida que el
hombre puede serio sin perder su condición. En la adopción humana, el hijo
no recibe de su padre más que el título y los derechos que éste lleva
aparejados. Con la divina, en cambio, recibimos más que un título, pues
participamos de algo que es exclusivamente de Dios: su propia divinidad.

La consideración de nuestra filiación debería llevarnos a una continua


acción de gracias y a vivir de un modo diferente. En esto nunca se insistirá
bastante porque no faltan los que se conforman con el conocimiento de la
verdad y después no son coherentes en su conducta y, en ese caso, su
saber se convierte en una ciencia que envanece y satisface al
entendimiento, pero que no edifica como la caridad.

Los hijos de Dios no nacen de la sangre

El segundo elemento de la adopción supone la ausencia de cualquier título


o derecho a ser adoptados como hijo de Dios, y la absoluta gratuidad por
parte del Padre al concedernos tan gran don. Para hacernos cargo de
nuestra absoluta indigencia hemos de trasladamos al Paraíso. Cuando Dios
creó a Adán y Eva, les dio el cuerpo y el alma, esta última dotada de
entendimiento y voluntad para que pudieran conocerle y amarle. Además
los adornó con otros dones que van más allá de los naturales y los dotó con
la impasibilidad por la que no sufrirían enfermedad, y con la inmortalidad,
por la que no padecerían la muerte. Y pareciéndole poco, añadió un nuevo
don, éste sobrenatural -la gracia santificante- por la que participaban de la
naturaleza y de la vida divina.
Todo esto lo perdieron al sucumbir ante la tentación infernal. Seréis como
dioses9 -les dijo el demonio-, y cegados por la soberbia, quisieron
convertirse ellos mismos en Dios. A partir de ese momento perdieron la
impasibilidad, la inmortalidad, y la gracia santificante.

8 Cfr 1 Co 8, 1.

· Gn 3, S.

15

Desde entonces sus descendientes quedamos sin otra posibilidad de


herencia que no fuera la pobreza de unos padres arruinados, y nacemos
sujetos al pecado original: al dolor, a la muerte, y lo que es peor, privados
de la vida sobrenatural.

En esta situación ¿qué título podríamos esgrimir para reclamar la gracia


perdida? ¿Dónde encontrar un hombre, uno solo, capaz de merecernos algo
que se encuentra tan por encima de nuestras fuerzas que, para designarlo,
hemos de llamarlo sobrenatural? Por más que busquemos no hallaremos
otra solución que el recurso a la infnita misericordia de Dios.

A la filiación divina no llegamos por mérito personal, ni por exigencia de


nuestra naturaleza, ni como resultado de nuestros esfuerzos. Para expresar
esta realidad tal vez no exista un texto tan claro y terminante como el de
San Juan: a todos los que le recibieron, que son los que creen en su
nombre, les dio poder de llegar a ser hijos de Dios, los cuales no nacen de
la sangre, ni de la voluntad de la carne ni de querer de hombre, sino que
nacen de Dios'O.

La cuestión está suficientemente clara: son hijos de Dios, no los que se


atribuyen esta filiación, sino los que de verdad nacen de Él. Esto no es
posible más que por un acto de amor generoso y gratuito por su parte. Por
la nuestra, hemos de tener la seguridad de que el Padre,
10 Jn 11 12 y 13.

en cualquier circunstancia y en cualquier momento, está dispuesto a


concedérnoslo porque es bueno y eterna su misericordia' 1.

Un amor diferente

Dios no ama como nosotros, su amor es diferente. Nosotros, en la mayoría


de los casos, sólo amamos porque encontramos en la persona o en la cosa
amada un bien que no tenemos, y la contemplación de ese bien -que nos
atrae como el imán al hierro- despierta un amor que sólo se siente
satisfecho con la posesión del bien apetecido.

Pero en Dios las cosas no suceden de la misma manera. En efecto: ¿cómo


podrá sentirse atraído por el deseo de un bien que ya le pertenece, aunque
el hombre lo estime como propio? Todo lo que tenemos, es prestado, y
Dios no puede desearlo por la sencilla razón de que es suyo, por ser el
autor de cuanto existe.

¿Cómo es, entonces, el amor de Dios? El amor de Dios siempre es


generoso. Dios, al amar, no busca su bien, sino el nuestro. ¿Qué podría
recibir de nosotros que ya no tuviera? Por eso decimos que ama con un
amor desinteresado, pues no busca su provecho sino que, movido por su
bondad, se inclina sobre el hombre para hacerlo participar de su gracia a

11 1 Mc 4,24.

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fin de que goce del mayor de los bienes: ser hijo de Dios.

El hecho de que su amor sea desinteresado ha de movemos a la confianza


y al abandono en la misericordia divina. Se trata de un abandono que nos
llevará a sentir una certísima esperanza sobrenatural, porque no se apoya
en nuestros méritos -¿quién podría decir: soy bueno y por eso Dios me
ama?-, sino en la bondad divina.

Pero ¿qué ocurrirá si rechazamos la divina bondad? Pues que no podremos


vivir como hijos de Dios. El náufrago que no toma la mano que le ofrece la
salvación sólo puede culparse a sí mismo de la perdición que se avecina.
La mano está ahí, a su alcance, pero si no se toma la molestia de asirla, si
en el ejercicio de su libertad opta por el pecado -y no olvidemos que un solo
pecado mortal destruye la gracia santificante-, no podrá vivir como hijo de
Dios. Y será exclusivamente por nuestra culpa, porque no queremos
acogernos a la sombra del amor del Padre.

De ahí que nuestra esperanza sólo será certísima cuando desconfiando de


las propias fuerzas y de los propios méritos, la ponemos exclusivamente en
Dios, sin dejar -a la vez- de emplear los medios que su amor nos
proporciona para vivir como hijos suyos.

18

Dios vive en el alma en gracia

Dios nos quiere tanto que no sólo desea estar con nosotrosl2 sino que
convierte en realidad ese deseo. Esta verdad la ha revelado expresamente
Nuestro Señor Jesucristo: Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi
Padre le amará y vendremos a él y en él haremos morada 13.
Se trata del misterio de la inhabitación tñnitaña, que consiste en que el
Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo viven de un modo inefable, que no
tenemos palabras para describir, en el alma en gracia. Desde allí, como un
fuego que ilumina y enciende, nos hacen participar de la naturaleza y de la
vida de Dios convirtiéndonos en hijos suyos.

La inhabitación trinitaria nos engendra a la vida de los hijos de Dios. Pero a


diferencia de la generación humana que conduce a una vida independiente,
pues el hijo una vez nacido tiene ya su propia vida, en nuestro caso se trata
de algo ininterrumpido, como una fuente que no cesa de manar. Mientras
no la arrojemos del alma por el pecado mortal, la Santísima Trinidad nos
comunica y nos hace participar de su propia vida interior. Solamente en
este caso podemos tener firtne convencimiento de que Dios está con -
nosotros «como un Padre amoroso -a cada uno de no-

12 Cfr Pr 8, 3 1.

13 Jn 14, 23.

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sotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a
sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo ... »14.

Conviene insistir en la singularidad de esta presencia de Dios porque es


completamente distinta de aquella otra por la que está presente en todas las
cosas dándoles el ser. La inhabitación trinitaria es una nueva forma de
estar en nosotros, tan íntima y familiar que verdaderamente nos hace:
templos del Dios

ViVO15.

Dios reside en nosotros. Si remedamos las palabras de San Pablo, diremos


que somos la casa en la que Dios vive. ¿Cabe mayor donación de Sí que
morar en mí? ¿Hay algo que pueda superar este derroche de amor? Nada,
pues ni siquiera la gracia santificante le da alcance, pues la gracia que
recibimos en el alma es un don de Dios, mientras que por la inhabitación
trinitaria recibimos a Dios mismo, que se hospeda en nosotros con el
propósito de permanecer para siempre. Así, el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo, en el centro de nuestra alma, le comunican su vida, la encienden con
el fuego de su amor, la iluminan con su luz y, en pocas palabras, la hacen
participar de su vida divina.

Quizá podríamos preguntarnos ¿qué es antes, la inhabitación trinitaria o la


gracia? No hay antes ni después: donde está la gracia está

14 Camino, 267.

15 2 Co 6,16.

20

la Santísima Trinidad, y donde está la Santísima Tñnidad está la gracia.


Siguiendo la analogía diremos que donde está el fuego hay calor y donde
hay calor está el fuego. De esta manera, la Santísima Trinidad actúa de
continuo en nosotros, y durante el trabajo y durante el descanso, de día o
de noche, despiertos o dormidos, Dios vive en nosotros sin otro deseo que
regalarnos con su presencia para convertirnos en hijos suyos.

De ahí que, agradecidos a tanto bien, procuremos esforzarnos en mantener


viva la presencia de Dios, el diálogo continuo con la Santísima Trinidad.
Nos ayudará mucho a conseguirlo hacer caso del consejo de Camino que
resuena como un eco de San Agustín: «Recógete. -Busca a Dios en ti y
escúchale»16.
Los bienes de nuestro Padre

No seríamos verdaderos hijos de Dios si no tuviéramos acceso a los bienes


divinos. Afortunadamente Dios los ha puesto a nuestro alcance y podemos
empezar a disfrutarlos incluso en la vida presente. San Pablo lo explica con
el siguiente argumento: si somos hijos, también herederos 7. Es claro que
esta herencia son los bienes sobrenaturales, los que constituyen el
patrimonio divino, pues los na-

16 Camino, 319.

17 Rm 8, 17.

21

turales ya los recibimos, en grado mayor o menor, al ser llamados a la vida.


Se trata, pues, del Cielo. El mismo Apóstol no encuentra palabras para
describir la riqueza de la herencia divina. Por eso anonadado ante tanta
grandeza sólo se atreve a balbucear: ni ojo vio, ni oído oyó, ni el
entendimiento humano es capaz de comprender lo que Dios tiene reservado
para aquellos que le amanl8.

Si no contásemos con la filiación divina, a lo más que podríamos aspirar en


esta vida, y en la otra, sería a conocer a Dios a través de las criaturas.
Nuestro razonamiento sería el siguiente: si hay criaturas buenas, Dios ha de
serlo sin límites; si hay criaturas hermosas, Dios ha de serio en grado
infinito; y proceder siempre de la misma manera para concluir, en todos los
casos, del mismo modo. Así, añadiendo infinitud a cualquiera de las
perfecciones que admiramos en el mundo creado, llegaríamos a hacernos
una idea de cómo es Dios.
Pero con este proceso no conseguiríamos más que una idea abstracta
acerca de Él. Cierto que después de la muerte ese conoc,imiento sería más
perfecto y acabado, de tal manera que nos proporcionaría una felicidad
superior a la del hombre más dichoso de este mundo, pero se trataría
siempre de un conocimiento que, por muy completo que fuera, nos dejaría
un regusto de descontento.

18 1 Co 2, 9.

En esta situación, ¿quién podría evitar el deseo, jamás satisfecho, de


verle? En nuestro corazón alentaría por toda la eternidad el ¡si yo pudiera
ver a Dios! y nuestra posición seria parecida a la del ciego que, al no poder
contemplar la luz, ni el color, ni la hermosura de la naturaleza, ha de confon-
narse con imaginar lo que le cuentan los demás.

3. HEREDEROS DEL CIELO

El Cielo

Pero no es así: Dios quiere para nosotros lo mejor, y cuando decimos lo


mejor nos referimos a lo insuperable: una felicidad que está muy por encima
de aquella que acabamos de describir. Una felicidad muy superior a la que
alcan@a, en el supuesto de no ser hijo suyo por la gracia, el más
afortunado de los hombres.

La felicidad es el estado que resulta de la posesión del bien. Nuestra


voluntad lo busca afanosamente, y sólo cuando lo posee se goza, y este
gozo es precisamente la felicidad. Pero los bienes de la tierra se acaban o
tienen la bondad tasada, por eso nunca podrán saciarnos. No ocurrirá así
en el cielo, porque el Cielo es la posesión de Dios, del Bien infinito, del
único capaz de llenar el vacío, el descontento, que siempre dejan en el
fondo del alma la posesión de los bienes temporales.

El Cielo consiste en la contemplación y en


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la posesión de la incomparable hermosura de Dios que tendremos en la otra


vida, si sabernos vivir y morir como hijos suyos. Y ¿esa visión nos hará
felices? Preguntemos a nuestro corazón porque allí está la respuesta. ¿No
nos hace felices la contemplación de la belleza, la posesión del bien? Pues
¿cómo no va a hacernos felices la contemplación de Dios; saber que Dios
es mío y yo soy suyo, que me ama y que le amo para siempre? Regocijaos,
dice el Señor en las bienaventuranzas, porque vuestra recompensa es
grande en el reino de los cielos '9.

El rostro de Dios

San Pablo habla de lo que Dios tiene reservado para aquellos que le aman
porque en este mundo, al faltamos la visión de Dios, no podemos alcanzar
tanta dicha. En la tierra, como comprobamos a diario, a lo más que
podemos aspirar es a pasarlo relativamente bien, huyendo constantemente
del dolor, a sabiendas de que incluso eso terminará un día. Al presente-
comenta San Pablo- no vemos a Dios sino como en un espejo, y bajo
imágenes oscuras; pero entonces lo veremos cara a cara2O. Por eso,
incluso la fe, que nos proporciona un conocimiento superior, está muy lejos
de la visión inmediata que tendremos en el Cielo donde nada se interponclrá
entre Dios y nosotros.

19 Mt 5, 12.

20 1 Co 13, 12.
24

¿Significa esta visión que le contemplaremos con nuestros ojos? De


ninguna manera; significa mucho más. En primer lugar porque Dios es
espíritu y no podemos percibirlo con nuestros sentidos. En segundo lugar
porque la visión de los objetos, aunque parezca de otra manera, es muy
inferior a la que se alcanza con el entendimiento. Es así, porque ver no es
más que un grado, un escalón del conocimiento. La vista sólo nos permite
conocer lo más superficial de los objetos, su forma y su color. Pero los
seres dotados de inteligencia no se sienten satisfechos hasta que saben lo
que es y para qué sirve, pues sólo entonces pueden disfrutar de toda su
hermosura.

Lo que Dios tiene reservado para aquellos que le aman,es la visión con que
colmará de felicidad a sus hijos en el Cielo. Al Padre, al Hijo y al Espíritu
Santo, los veremos con mayor claridad que contem lamos la luz del sol.

P,

A Dios lo veremos como El se ve, y lo amaremos, salvadas las distancias,


como Él se ama, y viviremos eternamente de Él. Por eso el Apóstol añade:
Yo no le conozco sino imperfectamente, mas entonces le conoceré con una
visión clara, a la manera que soy conocidos.

Entre Dios y nosotros no habrá siquiera el intermediario de una idea22@


porque ninguna

21 Ibid.

22 S"To TomÁs, Summa Theologica, 1. q. 12, a.2; cfr GARRIGOu


LAGRANGE, R., Las tres edades de la vida interior. T. 11, Apéndices.
25

idea creada sería capaz de representar, tal cual es, ni la hermosura infinita
de Dios ni su amor sin límites. Los hijos de Dios estamos llamados a
contemplar la infinita fecundidad de la divina naturaleza manifestándose en
tres Personas, la eterna generación del Verbo, y la inefable espiración del
Espíritu Santo, término del común amor del Padre y del Hijo que les une
eternamente.

Entra en el gozo de tu Señor

Tiene Dios desde toda la eternidad un Hijo único al cual comunica toda la
naturaleza divina, dándole ser Dios de Dios y Luz de Luz; y quiso tener hijos
adoptivos a quienes comunicar una participación de su naturaleza, la gracia
santificante, en la esencia de sus almas; y con esta gracia descienden,
sobre sus facultades superiores, la luz de la gloria y la caridad.

En el Cielo contemplaremos inmediatamente la íntima e indisoluble unión de


la Persona del Verbo con la humanidad del Salvador; en esa unión nos será
dado contemplar también el esplendor de la divina Maternidad de María, su
mediación universal, el precio de la salvación de las almas y la ¡limitada
riqueza de la vida eterna. Allí, «los bienaventurados continúan cumpliendo
con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la
creación entera. Ya reinan con Cristo; con

Él 'ellos reinarán por los siglos de los siglos' (Ap 22, 5; Mt 21, 23)»23.

Cielo es la única palabra capaz de dar a entender el gozo de la visión


directa de Dios. El amor que resultará de esta visión será un amor de Dios
tan puro que nada podrá enturbiarlo. Por ese amor entraremos en la
participación de su propia felicidad según las palabras del Salvador: entra
en el gozo de tu Señor24 que nos proporcionarán tal alegría que, de no
acudir Dios en nuestro auxilio, no podríamos sobrevivir a tanta
buenaventura.

Éste es el premio que Dios ha prometido a sus hijos. Quizá nos parezca
lejano, pero no olvidemos que, si lo deseamos, podemos empezar a
disputarlo aquí en la tierra. «La filiación divina es una verdad gozosa, un
misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual,
porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y
así colma de esperanza nuestra lucha interior y nos da la sencillez confiada
de los hijos pequeños»25.

23 Catecismo de la Iglesia Católica, 1029.

24 Mt 25, 23.

25 BEATO JOSEMARÍA EscRwÁ, Es Cristo que pasa, 65.

Capítulo II

AMOR DE PADRE

1. LA MEDIDA DEL AMOR DEL PADRE

¿Nos ama el Padre?

Desgraciadamente puede observarse, con no poca frecuencia, que muchos


cristianos separan la fe de las obras: lo que creen de lo que hacen, como si
se tratase de realidades que no estuvieran llamadas a encontrarse y a
fundirse en la vida ordinaria.

Esto mismo puede ocurrirnos a nosotros con el amor del Padre: sabemos
que nos ama, pero su amor lo imaginamos situado en el mundo de las
ideas, incapaces de considerarlo como algo real que también puede
disputarse aquí, en la tierra. Para ver si es ésta nuestra situación podemos
preguntamos: ¿Creemos firmemente que el Padre nos ama como a hijos
suyos queridísimos? ¿Estamos convencidos de que su amor es tangible y
demostrable en toda su grandeza?

28

Para hacemos una idea de la magnitud de su amor por nosotros hemos de


recordar que nadie tiene una capacidad de amar tan grande como Él. Es
eterno, omnipotente, perfectísimo, y nada puede poner límites a su querer.
El amor del Padre es mayor que el de todos los corazones de los hombres
juntos. Y si al amor de los hombres se uniera el de los santos, y el de los
ángeles con toda la corte celestial, todavía no habríamos alcanzado las
alturas de ese amor.

No hay amor como el suyo: sus deseos se convierten en realidad. Así ha


creado a todos los seres: los animales, las plantas, y las criaturas dotadas
de inteligencia entre las que nos encontramos nosotros. Y nos ha creado
por amor, porque si Él no nos hubiese amado, si no nos hubiese querido,
nunca habríamos llegado a existir.

Pues bien, aunque el Padre ame a todas sus criaturas, a quien más ama es
a su Hijo, en quien contempla su propia Imagen, que le atrae y despierta su
amor en un grado tal que, al ser correspondido por el de su Hijo, da lugar a
la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, al Espíritu Santo.

¿Cómo nos ama el Padre?

¿Y cómo nos ama el Padre? ¿Tenemos alguna referencia que nos permita
hacernos una idea cabal de la magnitud de su afecto?
29

Afortunadamente la hay, pues contamos con la realidad de unos hechos


que nos proporcionan la medida exacta de su amor. Estos hechos están
recogidos en la Sagrada Escritura.

El libro del Génesis narra, en efecto, cómo Abraham, nuestro padre en la fe,
ha creído entender que la voluntad de Dios es que sacrifique a Isaac. Dios
le había dado su palabra de que tendría una descendencia numerosa, como
las arenas del mar, y ahora le pide la vida de su hijo -que era quien podría
dársela-, cerrando de esta manera las puertas de su esperanza.

Quiso Dios probar a Abraham y llamándole dijo: «Abraham». Yéste


contestó: «Heme aquí». Y le dijo Dios: «Anda toma a tu hijo, a tu un¡génito,
a quien tanto amas, a Isaac, y ve a la tierra de Moriah, y ofrécemelo allí en
holocausto sobre uno de los montes que yo te indicaré». Se levantó, pues,
Abraham de mañana, aparejó su asno y tomando consigo dos mozos y a
Isaac, su hijo, partió la leña para el holocausto y se puso en camino para el
lugar que le había dicho Dios.

Al tercer día alzó Abraham sus ojos, y vio de lejos el lugar Dijo a sus dos
mozos: «Quedaos aquí con el asno; yo y el niño iremos hasta allí, y
después de haber adorado, volveremos a vosotros». Y tomando Abraham
la leña para el holocausto, se la cargó a Isaac, su hijo; tomó él en su mano
el fuego y el cuchillo y siguieron ambos juntos. Dijo Isaac a Abraham, su
padre: «Padre mío». « ¿Qué quieres, hijo mío?», le con-

testó. Y él dijo: «Aquí llevamos el fuego y la leña, pero la res para el


holocausto, ¿dónde está?». Y Abraham le contestó: «Dios se proveerá de
res para el holocausto, hijo mío»; y siguieron juntos los dos.

Llegados al lugar que le dijo Dios, alzó allí Abraham el altar y dispuso sobre
él la leña, ató a su hijo y le puso sobre el altar, encima de la leña. Tomó el
cuchillo y tendió luego su brazo para degollar a su hijo. Pero le gritó desde
los cielos el ángel de Yavé, diciéndole - «Abraham, Abraham». Y éste
contestó: «Heme aquí». «No extiendas tu brazo sobre el niño -le dijo- y no le
hagas nada, porque ahora he visto que en verdad temes a Dios, pues por
mí no has perdonado a tu hijo, a tu unigénito»1.

Se remueven las entrañas al contemplar el dolor de Abraham y la inocencia


de Isaac. Con el corazón encogido nos alegramos de la misericordia de
Dios que detiene el brazo ya dispuesto a consumar el sacrificio. Sin
embargo, observamos con estupor cómo Jesús, más inocente que Isaac,
sube al patíbulo de la Cruz y allí, mudos de asombro, contemplamos el
amor con que el Hijo de Dios se entrega a una muerte ignominiosa e
infame, ante la aparente indiferencia del Padre. San Pablo nos brinda el
argumento, el punto de comparación,,Ia posibilidad de cuantificar el amor
del Padre cuando nos dice que Dios no perdonó a

1 Gn 22, 1-15.

31

su propio Hijo, sino que lo entregó por todos noSotrOS2.

La medida del amor del Padre por nosotros

No pensemos, sin embargo, que se trata de un Padre duro y vengador que


sin piedad castiga a su Hijo. No es así porque si bien es cierto que Cristo
da su vida por nosotros, no lo es menos que el Padre contribuye al sacrificio
entregando su Hijo a la muerte. Y ¿quién sabe lo que ocurre en el corazón
de un padre como Dios? ¿Quién puede sondear lo que sucede en las
entrañas divinas cuando nos da a su Hijo? ¿Y quién podría decir que nos
ame más Uno que Otro? Ambos desean nuestro bien, la salvación de todos
los hombres, y por eso no descansarán hasta que se haya consumado el
Sacrificio.

¿Cómo nos ama el Padre? El Padre nos ama tanto que envió a su Hijo al
mundo para que se hiciera hombre y pudiera morir por nosotros,
rescatándonos de esta manera del castigo que justamente merecemos por
nuestros pecados.

Esta maravilla se realizó en la Encarnación por obra del Espíritu Santo, que
formó en las purísimas entrañas de la Virgen Marla el cuerpo perfectísimo
de un niño; para este cuerpo creó un alma nobilísima que unió a

1 Rm 8, 32.

32

aquel cuerpo; y en el mismo instante en que esto sucedía, el Hijo de Dios, la


Segunda Persona de la Santísima Trinidad, se unió a ese cuerpo y a esa
alma. De esta manera, el que antes era Dios, sin dejar de serio, quedó
hecho hombre verdadero.

A quien más ama el Padre es a su Hijo. No hay amor como ése: nadie
puede alcanzarlo. Y ese amor es precisamente la referencia para entender
la medida de lo que el Padre siente por sus hijos. Al contemplar la
Encarnación y la muerte de Cristo en la Cruz, podemos concluir que el
Padre nos ama hasta el extremo de querer que su Hijo muera por nosotros.
El amor que nos tiene es tan grande que le lleva al extremo de entregar a su
Hijo al dolor de la Cruz. Se trata de una realidad que, aunque nos parezca
un exceso -que lo es-, demuestra que así es como nos quiere el Padre.

Hemos de considerarlo una y otra vez, mil veces y siempre: el Padre nos
ama tanto -me quiere tanto a mí-, que ha q3ierido que su Hijo muera para
que yo viva. Este es nuestro Padre del Cielo y éste es el amor que siente
por nosotros. Aunque nos cueste trabajo entenderlo y ordenar nuestra vida
a partir de este principio, deberíamos meditarlo con más frecuencia y, sobre
todo, esforzamos más en vivir de acuerdo con su querer, abandonando en
sus manos cuanto somos y tenemos.

33

2. EL PADRE CUIDA DE SUS HIJOS

Dios está como padre en el alma en gracia

Sabemos que Dios está en todas partes porque dentro de él vivimos, nos
movemos y eXiStiMOS3@ pero debemos recordar que, a partir de la
inhabitación trinitaria, está en el alma de un modo singular. Esto no quiere
decir que empiece a estar donde antes no estaba, sino que está de otra
manera, porque ha establecido una nueva relación con nosotros.

Sin la inhabitación trinitaria Dios sólo estaría en nosotros como Creador,


pero desde que mora en el justo está como Padre. A partir de ese momento
su unión con nosotros es mucho más íntima, y esa unión hace que nos ame
como a hijos, con un amor semejante al que tiene por Jesucristo, y
podemos estar seguros de que su cariño se volcará en nosotros para que
podamos alcanzar nuestro mayor bien.

Su presencia en el alma no será, por tanto, meramente pasiva. Movido por


su amor -nunca deberíamos olvidar que al Padre le mueve el amor que
siente por nosotros-, si es preciso, cortará y arrancará cuanto estorbe a su
tarea de convertimos en imágenes vivas de su Hijo. Y lo hará como el
artista que se goza en su obra, o como el cirujano que, muy a su pesar, ha
de intervenir para conseguir la salud del enfermo.

3 Hch 17, 28.


Dios co@ge a quienes ama

El amor del Padre encontrará en nosotros resistencias y apegos absurdos,


que se levantarán como un muro que se opone a la acción divina. La
pereza, la sensualidad, el afán de disfrutar de los bienes materiales, el amor
propio -la soberbia en definitiva-, se rebelarán como un ejército dispuesto a
defender sus posiciones.

Hemos de comprender que las cosas son así. Todos sentimos la


inclinación'al mal y, aunque nos gustaría vivir como hijos de Dios, con
facilidad nos dejamos seducir por la voz de las pasiones. Esta actitud no es
exclusiva de algunos, porque todos somos pecadores, y también puede
sucedernos a los que -al menos en la teoria- estamos dispuestos a
corresponder al amor del Padre.

Sin su auxilio nunca llegaríamos a superar las dificultades, pero el Padre


está siempre dispuesto a intervenir. A veces, para enseñarnos a
desprendernos de las rémoras que nos impiden avanzar al paso de su
amor, se valdrá de la pérdida de determinados bienes materiales, como
pueden ser la salud o las riquezas. Otras, nos pedirá la renuncia a los
espirituales -menos tangible pero quizá más dolorosa-, y podría tratarse del
prestigio profesional o de la consideración en que nos tienen los demás. Y
no faltarán ocasiones en las que se trate de cosas aparentemente sin
importancia, pero siempre, en todos los casos.

35

tendrán como fin nuestro provecho, porque el Padre no está contra nosotros
sino a nuestro favor.

Por eso, seguros de su amor, debemos disponernos a recibir de buen grado


cuanto nos llegue de su mano, sea lo que fuere, porque Dios no es un
maestro duro y exigente, dispuesto a enseñar la lección a toda costa, sino
un Padre que, por el amor que nos tiene, se ve obligado a corregir.
Lo que sufrís sirve para vuestra corrección. Dios os trata como a hijos, y
¿qué hijo hay al que su padre no corrija? Si se os privase de la corrección,
que todos han recibido, seríais bastardos y no hijos. A nuestros padres
según la carne los teníamos como educadores y los respetábamos. ¿Y no
nos someteremos con mayor razón al Padre de nuestras almas, para
alcanzar la vida? Ellos nos castigaban para un tiempo breve y nos
castigaban según su parecer,- pero Él lo hace con vistas a nuestro bien,
para que participemos de su santidad. Toda corrección no parece de
momento agradable sino penosa, pero luego produce fruto apacible de
justicia en los que en ella se ejercitan4.

A pesar de todo, no faltarán quienes juzguen equivocadamente. la acción


del Padre, sobre todo cuando les afecta personalmente. Se comprende que
sea así, porque cuando se quebranta el sentido de la filiación divina -y esto
ocurre cuando se debilita la fe-, nos deja-

4 Hb 12, 7-12.

36

mos arrastrar por una visión excesivamente humana de los


acontecimientos, y entonces ¿cómo vamos a entender que perder la
fortuna, la salud, el trabajo, o cualquier otro bien, redunde en nuestro
provecho?

Sabemos que todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a
DiOS5@ y esto nos proporciona una paz y una serenidad que no se pierden
cuando Él interviene para arrancar o enderezar nuestras tendencias
desordenadas. De otro modo ¿cómo podríamos cambiar la soberbia por la
humildad, la pereza por la diligencia, los apegos desordenados por el
verdadero amor al Padre?

Jesús llama bienaventurados a los pobres de espíritU6; ¿por qué, entonces,


vamos a sentimos desgraciados cuando carecemos de los bienes
temporales, llega la enfermedad, se pierde el prestigio, o sufrimos cualquier
contrariedad? Estas dificultades pueden llevamos a pensar y a descubrir
que no son ésos los verdaderos bienes, que el verdadero bien está en
sentirse y en vivir como hijos de Dios. ¿No son éstas las ocasiones de
indentifícamos con Jesucristo, que vivió pobre, que sufrió, y que fue
despreciado?

5 Rm 8, 28.

6 Cfr Mt 5, 3.

37

El descubrimiento de la Cruz

En nuestra lucha por identificarnos con Cristo para vivir como hijos de Dios
no estarnos solos. El amor que el Padre siente por su hijos establece con
nosotros algo permanente, una mano que no suelta la nuestra ni siquiera
mientras dormimos, y le lleva a velar por nuestra suerte. Si no le dejamos
Él tampoco nos abandonará. Sin embargo, la ayuda divina recorre un
camino que los hombres no siempre entendemos, y ocasiones habrá en las
que tengamos la impresión de que nos ha olvidado porque el dolor o la
contradicción nos visitan.

«Cuando el Señor me daba aquellos golpes, por el año treinta y uno -


comentaba el Beato Josemaría Escñvá, refiriéndose a las dificultades e
incomprensiones que encontraba a su alrededor para cumplir la voluntad de

Dios-, yo no lo entendía. Y de pronto, en me-

dio de aquella amargura tan grande, esas pa-

labras: tú eres mi hijo (Sal 2, 7), tú eres Cristo.


(... ) Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar
la felicidad, la alegría. Y la razón -lo veo con más claridad que nunca- es
ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser
hijos de Dios»7.

7 Registro Histórico del Fundador del Opus De¡, 20787,

P. 15.

38

No siempre, en efecto, comprendemos la actitud del Padre. No siempre nos


damos cuenta de que Él utiliza acontecimientos y personas como
instrumentos de sus propósitos. Tenemos un alma sumergida en el
desconcierto que producen el dolor y la incomprens 1 ióny, de pronto -así,
de pronto-, como un revelación divina, se hace la luz: la Cruz no la manda el
Padre para que suframos, sino para que descubramos la alegría y la
felicidad de saberse y sentirse hijo de Dios.

Con este fin, Dios se vale muchas veces de cosas a primera vista sin
sentido, de situaciones que nos parecen fuera de toda razón. Son moneda
corriente: el trabajo que no sale bien; el prójimo que no nos entiende; los
hijos que no se dan cuenta de que sólo buscamos su bien; el superior que
no se hace cargo de nuestras razones; la pérdida de la honra, de la fortuna
o de la salud; pequeñas o grandes dificultades que nos hacen sufi-ir y
perder la alegKa.

Y ¿qué sentido tienen las cosas sin sentido? Si las miramos a la luz de la fe
responderemos sin dudar: estas cosas son las señales de que el Padre se
acuerda de nosotros, y las quiere o las permite para que podamos
identificamos con Cristo. Así lo entendía Santo Tomás Moro cuando a la
sombra del--cadalso escribió: «Ten, pues, buen ánimo, hija mía, y no te
preocupes por mí, sea lo que sea que me pase en este mundo. Nada
puede pasanne que Dios no quiera. Y todo lo que él quiere, por
39

muy malo que nos parezca, es en realidad lo rílejor»8.

Es muy importante aprender a reaccionar así. Si nuestra reacción no fuera


sobrenatural perderíamos un tesoro de valor incalculable. Pensemos, por
ejemplo, en los sufrimientos que nos acompañan en nuestro caminar por la
vida; algún día terminarán «pues no hay n-ial que cien años dure»; pero ¿de
qué nos servirían si no nos ayudaran a progresar en nuestra vida de hijos
de Dios?

No se piense, sin embargo que el Padre solamente actúa a través de


situaciones extremas, porque de ordinario se vale más de las corrientes.
Cuenta uno, que se enfadaba y perdía la paz interior con frecuencia, que
esa situación le duró hasta que un sacerdote le dijo: «esos enfados
proceden de tu falta de visión sobrenatural; Dios los permite para que te
ejercites en las virtudes, pero tú te dejas llevar por el demonio y pierdes la
ocasión de vivir como un buen hijo del Padre».

Es al llevar sobre los hombros la Cruz de Cristo cuando notamos el palpitar


de nuestra vida de hijos de Dios. No quiere decirse que sea entonces
cuando se inicia esta vida, sino que es ahí donde se siente y se nota que
somos hijos de Dios. Nuestra filiación al Padre comienza en el momento en
que nos visita la Santísima Trinidad; pero, hasta que no sea-

8 SANTO TomÁs MORO, carta escrita en la cárcel a su hija

Margarita.

mos conscientes de esta realidad, puede afirmarse que no estamos en


condiciones de corresponder a tan gran don.

Por eso hay que estar atentos a esas situaciones en las que Dios se hace
particularmente presente, revelándose como Padre a través del dolor o de la
contradicción, y aprovecharlas para abrazarse a la Cruz, y, en ella,
identificarnos con Cristo. En este sentido, cualquier descuido repercute en
nuestro itinerario espiritual porque supone un rechazo de la gracia divina
que nos invita a caminar por la senda de los hijos de Dios llevados de su
mano.

Cuando se presente esa oportunidad, hay que elegir entre el camino de la


vida sobrenatural propia de los hijos de Dios o el de la mediocridad, en el
que se imponen los criterios temporales. Si se tiene en cuenta que nada
sucede sin que Dios lo quiera o lo permita, los hijos de Dios no nos
conformaremos con lo que dicte la simple lógica humana, porque eso sería
despreciar un tesoro de valor incalculable que tenemos al alcance de la
mano.

Pensemos por ejemplo en el dolor o en la injusticia. Si al afrontar estos


problemas buscamos los remedios humanos, es posible que los hallemos
en la medicina o en los tribunales. Pero, ¿qué diremos del aspecto
sobrenatural de la cuestión? ¿No es cierto que se gastarían tiempo y
energías con la esperanza exclusiva de una recompensa temporal, como

41

sería encontrar consuelo a nuestros males o respuestas a nuestro derecho?

No se trata de insinuar que debamos renunciar al empleo de los medios


humanos, sino que debemos aprender a descubrir la voluntad del Padre
que, a través de la enfermedad o de la malicia de los hombres, nos indica el
camino que hemos de seguir llevando la cruz sobre nuestros hombros. No
actuar de este modo equivale a permitir voluntariamente el deterioro de
nuestra vida de hijos de Dios.

El valor de la Cruz
En esta situación o en otras parecidas en las que podamos encontrarnos,
nos interesa descubrir el valor de la Cruz; que sea grande o pequeña, es lo
de menos y queda en las manos de Dios. Lo importante es darse cuenta de
que se trata de algo querido o permitido por Él con el propósito determinado
de transformarnos en auténticos hijos suyos. Desde esta perspectiva hasta
lo más pequeño adquiere un relieve especial porque queda iluminado por la
luz de la visión divina.

De acuerdo con esto ¿por qué hemos de ver la acción del Padre solamente
tras lo que nos llega directamente de Él? ¿A qué se debe esa actitud de
evitar a toda costa lo que nos viene de los hombres? Es cierto que muchas
cosas tienen su origen exclusivamente en la malicia o en la torpeza
humana, pero ¿esca-

pan estas cosas a los designios divinos? ¿No son estas circunstancias de la
vida los hilos invisibles de la Providencia? ¿Acaso ignoramos que hasta los
cabellos de la cabeza están contados y que nada puede suceder sin el
permiso del Padre?9.

La presencia de la Cruz no debe extrañarnos porque «todo cuanto nos


viene de parte de Dios y que al pronto nos parece próspero o adverso, nos
es enviado por un padre lleno de ternura y por el más sabio de los médicos»
10. Lo que debería llamar nuestra atención sería su ausencia, porque nadie
está en condiciones de decir que no la necesita para aprender a vivir como
hijo de Dios.

Por eso, seguros de su amor, debemos disponernos a recibir de buen grado


cuanto nos llegue de su mano, sea lo que fuere. «Así, casi sin enterarnos,
avanzaremos con pisadas divinas, recias y vigorosas, en las que se saborea
el íntimo convencimiento de que junto al Señor también son gustosos el
dolor, la abnegación, los sufrimientos. ¡Qué fortaleza para un hijo de Dios,
saberse tan cerca de su Padre!»".

De ahí que, cuando no entendamos lo que nos sucede, cuando sintamos la


rebeldía que nos empuja a huir de la Cruz, lo mejor que podemos hacer es
aceptarla como una bendición del Señor y recordar sus palabras: ¿Puede la
9 Cfr Mt 10, 29 y 30.

10 CASIANO, Colaciones, 7, 28.

1 1 BEATO JOSE~A EscRivÁ, Amigosde Dios, 246.

43

mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus


entrañas? Aunque ella se olvidara, yo no te olvidarías.

Hemos pues, de abrazar la Cruz, debemos dar importancia a todo lo que


nos llegue: a lo grato y a lo ingrato, a lo que nos favorece y a lo que nos
contraría. Lo importante es darse cuenta de que nuestro Padre lo quiere o
lo perrnite para nuestro bien. De ahí que, cuando no entendamos lo que
nos sucede, cuando sintamos la rebeldía que nos empuja a huir de la Cruz,
lo mejor que podemos hacer es reaccionar con fe y pensar: esto viene de
Dios y es para mi bien; he de recibirlo agradecido porque se trata de una
prueba de su amor.

3. LA VOZ DEL PADRE

¿Qué decir cuando no sentimos a Dios?

Por la gracia participamos de la naturaleza y de la vida divina, pero al


miramos, al examinar nuestras obras, nos resulta difícil reconocernos como
hijos de Dios. Son tantos nuestros defectos, nuestros pecados y faltas que
ni siquiera merecemos este título. Y sin embargo, y a pesar de todo, a partir
del momento en que recibimos el bautismo, podemos decir: Desde ahora
somos hijos de Dios l3@ y continua-

12 Is 49, 1 S.

13 1 Jn 3,2.

44

remos siéndolo mientras no le arrojemos del alma por el pecado mortal.

Pero, fuera de esta desgraciada posibilidad, ¿qué pensar cuando no


sentimos a Dios, cuando nos parece que está lejos de nosotros? En algunos
casos, la ausencia de sentimientos no es más que una manifestación del
amor del Padre, que nos priva de ellos para que nuestra filiación divina no
quede reducida a una emoción inoperante. En otros, la sequedad interior es
la consecuencia natural del abandono con que dejamos enfriarse la caridad
al pactar con la tibieza. Si fuera ésta la causa, ¿cómo vamos a sentimos
cerca de Dios que es amorl4@ cuando el amor es incompatible con el
egoísmo que demuestra nuestra actitud? No debemos engañamos: no
podemos vivir con delicadeza la presencia del Padre en el alma mientras
permanezcamos apegados al yo y a lo que el yo trae consigo, mientras no
le busquemos a Él en lugar de buscarnos a nosotros mismos.

El tesoro

¿Cómo podemos saber si buscamos a Dios o la satisfacción del egoísmo?


Empecemos por preguntamos cuáles son nuestros afectos y hacia dónde se
dirigen, porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazónl5. Y,
14 1 Jn 4,8.

15 Mt 6, 21.

45

¿dónde tenemos el corazón, en el Señor o en nosotros? Si hacemos un


sincero examen de conciencia, tal vez descubramos que no siempre está en
Dios y que no faltan las ocasiones en las que se encuentra ocupado en
perseguir la propia satisfacción, recorriendo los senderos del egoísmo.

¿Cuántos serán, en efecto, los que sin apenas darse cuenta de lo que
hacen, ponen su corazón en un hecho concreto del día o de la semana,
como si fuera lo único que les importa? Podría ser un acontecimiento
deportivo, una película, o una manifestación artística o cultural. Y no
hablamos de teorías, sino de realidades, de lo que sucede a los que sólo les
interesa aquello que de momento despierta su interés. Y ¿cuántos serán de
los que matan el tiempo que les falta para ver colmados sus deseos con una
espera en la que malamente cumplen sus deberes? «¿Tú, por ventura,
sabes lo que vale un día? ¿Entiendes de cuánto precio es una hora? ¿Has
examinado el valor del tiempo? Cierto es que no, pues así, alegre, lo dejas
pasar»16.

La mortificación del Egoísmo

La presencia de la Trinidad en el alma en gracia es absolutamente gratuita y


una invitación al diálogo. El Padre, el Hijo y el Espíritu
16 QUEVEDO, Us sueños: El mundo por dentro.

46

Santo estarán contentos con nosotros en la medida que hagamos caso de


esa presencia y convirtamos nuestras ocupaciones en una oración
continua. Pero eso es imposible si no aprendemos a dominarnos, si no nos
esforzamos en controlar el egoísmo que nos arrastra con sus deseos
desordenados.

El egoísmo es como un fuego devorador que destruye cuanto encuentra a


su paso, convier-te el gusto en ley y nos agota en el esfuerzo inútil de
buscar la felicidad en unos bienes que, a la postre, acabarán por
desengañarnos. Para mantenerlo a raya no hay otro camino que el de la
mortificación, que ha de ser constante «como el latir del corazón» -le
gustaba decir al Beato Josemaría Escrivá-, porque la tendencia a seguir los
impulsos del propio yo no nos abandonará jamás.

Tal vez nos asuste el calificativo constante porque, instintivamente,


imaginamos un panorama desolador, una vida amarga y sin consuelo. Pero
esto sólo sería así si Dios no fuera el mejor de los padres, que se encarga
de que nunca nos falten la sal ni la alegría. Al egoísmo hay que combatirlo
sobre todo en las cosas ordinarias, porque si no vencemos en éstas,
cuando llegue lo extraordinario -el momento de las grandes decisiones-, -
tampoco venceremos.

Son las victorias en lo pequeño, en lo que apenas vale algo, las que
templan el alma y crean el ambiente propicio para escuchar la
47

voz de Dios. Hemos de aprender a vencer corno los niños aprenden a


caminar. Empiezan por ponerse en pie y, animados por sus padres,
malamente ensayan sus primeros pasos. Así nosotros: primero una
renuncia torpe y dudosa, a la que después seguirán otras para culminar en
la airosa andadura de los hijo de Dios.

Basta abrir los ojos para descubrir las oportunidades de ejercitamos en este
quehacerl7. La puntualidad, el cuidado de los detalles, la intensidad en el
trabajo -con horas de sesenta minutos y con minutos de sesenta segundos-,
la práctica de la caridad, el cumplimiento fiel de nuestras obligaciones y de
nuestras normas de piedad, y otros ejemplos que se nos podrían ocurrir,
sólo serán una muestra de las mil ocasiones en las que podemos atacar al
egoísmo para reducirlo a su mínima expresión, pues nunca lograremos
anularlo del todo.

Se trata de crear el hábito de pequeñas renuncias que purifiquen nuestra


mirada y nos enciendan en el amor al Padre, que nos premiará
concediéndonos un vivo sentido de nuestra filiación divina. «Tened por
cierto -decía el santo cura de Ars-, que aquel que busca sus comodidades,
que huye de las ocasiones de sufrir, que se inquieta, que murmura, que
reprende y se impacienta porque la

17 Cfr Camino. Capítulo «Mortificación».

48
cosa más insignificante no marcha según su voluntad y deseo, ese tal, de
cristiano sólo tiene el nombre»18. Y si sólo tenemos el nombre de
cristianos, ¿cómo invocaremos a Dios como Padre?

18 Sennón sobre la penitencia.

Capítulo III

INFANCIA ESPIRITUAL'

1. DELANTE DE DIOS SOMOS COMO NIÑOS

i PEQUEÑOS

Una vida nueva

Una nueva reflexión nos ayudará a comprender mejor la naturaleza de


nuestra filiación divina, las notas que la distinguen de la natural, y las
consecuencias que se siguen para la vida espiritual. Es conveniente
detenerse en este punto porque de su conocimiento depende, en buena
parte, nuestra conducta de hijos de Dios.

Ante todo deberá tenerse en cuenta que, en la filiación humana, los padres
transmiten la vida a sus hijos. Por eso, el recién nacido tiene vida propia e
independiente. La razón estriba -y es preciso insistir en esto-, en que al
nuevo

1 Para ampliar el contenido de este apartado, aconsejamos consultar los


capítulos: «Infancia espiritual» y «Vida de infancia», de Camino.
50

ser se le ha transmitido la vida y, con ésta, la capacidad de seguir un


derrotero independiente de sus progenitores.

Sin embargo, no acontece del mismo modo en nuestra filiación divina. En


efecto: si somos hijos de Dios no es porque se nos haya transmitido la vida
divina, sino porque participamos de esa vida mientras permanecemos
unidos a Él. Esta diferencia es fundamental y tiene como consecuencia
que, si nos separásemos de Dios por el pecado mortal, automáticamente
cesaría nuestra participación y dejai4amos de vivir como hijos de Dios.

Necesitamos vivir unidos a Dios por la gracia como el niño necesita estar
unido a su madre mientras permanece en su seno, como el hierro necesita
el fuego para encenderse, y como el sarmiento necesita la vid para dar su
fruto2. El reconocimiento de esta necesidad, y tomarla como norma de
conducta en nuestros pensamientos y en nuestras obras, es lo que en
teología se llama vida de infancia espiritual; uno de los caminos, no el único,
que podemos seguir con la seguridad de que en él nos encontraremos con
nuestro Padre Dios.

Por la filiación divina nacemos a una vida nueva, y es preciso que nos lo
recuerden frecuentemente porque lo olvidamos con facilidad. ¿Acaso no es
ésa la razón que lleva a San Pablo a invitamos a caminar y a vivir con esa
nueva comprensión de las personas y de las

3 Cfrjn 15, 1-7.

51

cosas que nos proporciona nuestra condición de hijos de Dios?3.


Si somos consecuentes con lo que creernos, la consideración de nuestra
filiación divina impregnará nuestros pensamientos, nuestros deseos,
nuestras palabras y nuestras obras, porque toda nuestra existencia ha sido
elevada por Dios Padre a un nuevo modo de ser que nos invita a un nuevo
modo de actuar, a una nueva conducta. «Los hijos... ¡Cómo procuran
comportarse dignamente cuando están delante de sus padres! Y los hijos
de los Reyes, delante de su padre el Rey, ¡cómo procuran guardar la
dignidad de la realeza! Y tú... ¿no sabes que estás siempre delante del
Gran Rey, tu Padre-Dios?»4.

Vida de infancia

Para obrar de este modo hay que hacerse pequeño. Y ¿qué es hacerse
pequeño, sino aprender a conducirse con la sencillez y la docilidad que los
niños ponen en seguir las enseñanzas de su padre?

La característica principal del niño, la que origina su alegría, su paz y su


serenidad, es el reconocimiento de su indigencia. El niño, como por instinto,
se da cuenta de que no sabe tanto como su padre, que no puede tanto

3 Cfr Rm 6, 4.

4 Camino, 265.

52

como su padre, y que su padre le ama como nadie puede quererle. Este
conocimiento le lleva a abandonarse en él, a no querer hacer nada solo, y a
buscar en todo momento su compañía.
Por eso, si deseamos ser como niños en la vida espiritual, debemos adoptar
esa actitud, y apoyamos más en las fuerzas de Dios que en las nuestras.
Solos no podemos nada y, en consecuencia, buscaremos el remedio de
nuestra debilidad en los brazos del Padre donde, con toda seguridad,
hallaremos la fortaleza que nos falta.

Pero ¿este modo de conducirse no resulta impropio de una persona


responsable? De ningún modo. Se trata precisamente de lo contrario. La
irresponsabilidad estaría en confiar en unas fuerzas que no tenemos; pero
buscar el apoyo de nuestra debilidad en Dios que es nuestra fortalezas, no
es de ninguna manera una falta de responsabilidad, sino la respuesta de la
sensatez, la réplica del sentido común.

Razones humanas y razones sobrenaturales

El abandono en Dios, al que nos impulsa nuestra filiación divina debe


llevamos a estar por encima de los sentimientos y de las razones humanas
que ordinariamente rigen la

5 Sal 30, 4.

53

vida de los hombres. Esto no quiere decir que a la hora de tomar una
decisión hayamos de prescindir de unos o de otras, sino más bien su
contrario.

En efecto, un hijo de Dios debe tener muy en cuenta los datos que le
proporciona la razón, porque para eso la hemos recibido. Pero ¿no dice la
razón que el Señor tiene un conocimiento mayor -perfecto- de la realidad?
¿Acaso no sabe nuestro Padre lo que nos conviene en un momento
determinado, y no es el mejor de los padres? Entonces, ¿por qué no vamos
a dejamos guiar por las razones sobrenaturales que encontramos en las
enseñanzas divinas, y en el ejemplo de Jesucristo?

Un día conversaban dos amigos. Uno de ellos argumentaba que no quería


tener más hijos porque encontraba muchas dificultades para sacarlos
adelante. El otro, que era un hombre de fe, le dijo: Pero, vamos a ver, ¿tú
en qué clase de Dios crees? Y es que, queremos solucionarlo casi todo -por
no decir todo- con nuestros escasos recursos sin dejar a Dios la oportunidad
de manifestar su amor y su poder de Padre.

Sólo hay una manera de comportarse como niños delante de Dios: dejarle
actuar, hacernos pequeños, conducirse como el niño débil y torpe que no se
aparta nunca de su padre, que no emprende ninguna tarea más que

en su presencia. Así hemos de proceder noso-

tros: antes de hacer algo, aunque se trate de

cosas sin importancia, nos pondremos en la

54

presencia de Dios, recordaremos que nada se le oculta, y obraremos con la


rectitud de intención de quien sabe que Él está a nuestro lado para
echarnos una mano en el momento preciso.

Para obrar de este modo hay que hacerse pequeños. Pero no es suficiente
que ya lo seamos por la filiación divina, sino que también hemos de
aprender a conducimos como tales. Es Nuestro Señor Jesucristo quien nos
lo advierte: En verdad os digo, que si no os volvéis y hacéis semejantes a
los niños, no entraréis en el reino de los cielOS6. Y no se refiere aquí Jesús
a la necesidad de la gracia santificante -como afirma con claridad en el
diálogo con NicodeMO7-@ sino más bien a esa otra e ineludible necesidad
de corresponder a su gracia con la sencillez y con la docilidad que pone un
niño al seguir las enseñanzas de su padre.
El abandono de los hijos de Dios

Esta conducta, este abandono confiado en nuestro Padre del Cielo no es


una bobería, porque no consiste en imaginárselo, sino en orientar nuestra
conducta con criterios sobrenaturales. Y ¿cuáles son estos criterios? Los
que proceden de la ciencia divina revelada, es

decir: de lo que Dios nos ha enseñado. Los

6 Mt 18, 3.

7 Cfr Jn 3, 5.

55

que se resumen en la fe, los que nos llevan a poner nuestra esperanza en el
Padre, los que nos conducen a amar a Dios sobre todas las cosas y al
prójimo como a nosotros mismos.

Para vivir vida de infancia espiritual hay que ser valientes y decididos,
porque no faltarán ocasiones en las que nos parecerán locura las
decisiones que habremos de tomar a la luz de la fe, de la esperanza y de la
caridad. Y nos parecerán locura porque aparentemente encontraremos
contradicción entre lo que nos dice la experiencia o el sentido común y lo
que nos dicte el sentido sobrenatural adquirido en el trato con el Padre.

Cuando ha de tomarse una decisión de cierta importancia, lo normal es


acudir a quienes con su consejo desinteresado puedan orientarnos. Se
consulta al médico, al abogado, al experto, y se atiende a sus palabras
como si se tratase de un oráculo, porque comprendemos que su criterio vale
más que el nuestro. Y si somos capaces de aceptar otras opiniones, que al
fin y al cabo sólo tienen valor temporal, ¿cómo no vamos a fiamos los hijos
de Dios del criterio de nuestro Padre? ¿Cómo vamos a desconfiar de sus
enseñanzas si sabemos que su visión de los acontecimientos es la
verdadera, que conoce mejor que nosotros lo que nos conviene, y que sólo
quiere nuestro bien?

Nunca existirá verdadera contradicción entre la razón humana y las razones


divinas. Si en algún momento pudiera parecernos que

56

la hay, es porque no lo hemos pensado bien o porque no estamos decididos


a que las cosas se resuelvan de modo contrario a nuestra opinión. Tal
actitud es impropia de los niños, de los hijos de Dios. El niño se entrega,
cede, ante la voluntad de su padre; los mayores, en cambio, se aferran a
sus criterios como si fueran los únicos válidos. Esta conducta lleva en la
vida espiritual a la orfandad. Si nuestro Padre es el mejor de los padres,
¿por qué vamos a vivir como huérfanos?

«Jesús pide un abandono filial en la providencia del Padre celestial que


cuida de las más pequeñas necesidades de sus hijos: 'No andéis, pues,
preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer? ¿qué vamos a beber? Ya
sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad
primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por
añadidura' (Mt 6, 31-3 3)»8.

No hay que darle más vueltas: la confianza absoluta en el Padre no es un


razonamiento para ingenuos o para los que apenas han llegado al uso de la
razón, es la piedra de toque de nuestra filiación divina, el itinerario obligado
de los que sintiéndose hijos de Dios se abandonan en sus brazos. «La
infancia espiritual no es memez espiritual, ni'blandenguería': es camino
cuerdo y recio que, por su difícil facilidad, el alma ha de seguir llevada de la
mano de Dios»9.
8 Catecismo de la Iglesia Católica, 305.

· Camino, 855.

57

2. LA VOLUNTAD DEL PADRE

La semilla de la gracia

Si de verdad queremos vivir como hijos de Dios, hemos de actuar en su


presencia con la confianza y el abandono de los niños pequeños. Tal
actitud se manifestará en la firme decisión de cumplir siempre su voluntad,
aunque ésta resulte incómoda o enojosa. A imitación de su Hijo hemos de
repetir: no se haga mi voluntad, sino la tuyalo.

Pero no basta pedirlo. Debemos esforzarnos en conseguirlo para que no se


nos puedan aplicar las palabras de Jesucristo: ¿A quién diré que es
semejante esta raza de hombres? Y ¿a quién se parecen? Parécense a
los muchachos sentados en la plaza, y que hablan a los de enfrente y les
dicen: «Os cantamos al son de la flauta y no habéis danzado; entonamos
lamentaciones y no habéis llorado?»". ¿No merecemos este reproche de
Jesús cuando, a pesar de conocerla voluntad del Padre, nos dejamos
arrastrar por unas inclinaciones naturales que miran más a nuestro gusto
que a su querer?

Y ¿cuál es la voluntad divina? San Pablo no se anda por las ramas, a la


hora de contestar, y lo dice de una manera tajante e inequívoca, de un
modo que llamará la atención de los que no han profundizado en la doctrina

10 Lc 22, 42.

1 1 Lc 7, 31-33.

58
revelada: Ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificaciónl2.

Si el Padre quiere que seamos santos, ¿por qué no nos disponemos, como
buenos hijos, a secundar sus planes en lugar de seguir los nuestros que nos
alejan de Él y nos convierten en esclavos del egoísmo? ¿Es que no nos
parece bien lo que nos pide, o tal vez ignoramos que no todo el que dice,
Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad
de mi Padrel3@ y que para esto es preciso hacerse violencia?14.

Al ser bautizados, Dios depositó en nuestras almas la semilla de la gracia


santificante. Una semilla llamada a crecer y desarrollarse hasta alcanzar su
plenitud que es la santidad. Pero, hay muchos cristianos que tienden a
convertir la invitación divina en una especie de convocatoria poética, en una
hermosa aspiración, en un ideal que embellece su conciencia, que la
enaltece, pero que no convierten en realidades concretas de amor y
correspondencia filial.

El Padre nos quiere santos

La llamada a la santidad «no es una simple exhortación moral, sino una


insupl-imible ex¡-

12 1 Ts 4, 3.

13 Mt 7, 21.

14 Cfr Mt 1 1, 12.

59
gencia del misterio de la Iglesia»15. De ahí que los hijos de Dios no
debamos contentarnos con reconocer de un modo genérico que her,los de
ser santos. Debemos aceptar como un don divino que el Señor nos quiera
santos a todos y a cada uno de nosotros. «Tienes obligación de santificarle.
-Tú también. -¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y
religiosos? A todos, sin excepción dijo el Señor 'sed perfectos como mi
Padre Celestial es perfecto'»16.

Por eso,. hasta que no comprendamos que ésa es la razón de nuestra


existencia, la clave de nuestra vida -de mi vida- y la única meta que vale la
pena alcanzar, no podremos dar nuestros primeros pasos por la senda de
los hijos de Dios. Así lo entendió el Beato Josemaría Escrivá que no se
cansó de predicarlo dúrante toda su vida. Lo pregonó a los cuatro vientos,
le entendieran o no. Cuando la idea de la perfección cristiana -de la
santidad- en medio del mundo parecía a muchos un disparate y a otros una
herejía, y cuando -después de ser proclamada por el Concilio Vaticano
11hubo de sufrir las embestidas de una mentalidad materialista y mundana.

En el campo de la vida espiritual siempre han existido las incomprensiones,


y seguirán existiendo, porque la llamada a la santidad es una llamada de
amor, una invitación del Pa-

'5 JUAN PABLO 11, Christifideles laici, n. 16.

Camino, 291.

60

dre a vivir -con todas sus consecuencias- la realidad de nuestra filiación


divina, una llamada para salir de la pereza, de la comodidad, del egoísmo y
de la sensualidad, que difícilmente comprenderán los que no tienen más
horizonte que el gozo de los sentidos o el disftute de los bienes temporales.
Pero los cristianos debemos ser sinceros y reconocer que, si olvidamos el
amor con que el Padre celestial nos hace nacer a una vida nueva como
hijos suyos en Cristo, nunca triunfaremos «de la muerte, del poder de las
tinieblas, del dolor y de la angustia»17.

Por eso, el esfuerzo en corresponder a la llamada a la santidad ha de ser un


empeño que abarque todo el quehacer de los hijos de Dios: el trabajo, el
descanso, las relaciones familiares y sociales, el propio mundo, todo lo que
llamamos nuestro. Se trata de la llamada personal del Padre a cada uno de
sus hijos. De ahí que la respuesta deba ser también personal, sincera y
efectiva. Una respuesta que, si somos responsables, no admitirá excusas ni
pretextos que sólo servirían para engañarnos a nosotros mismos, pero no a
Dios que escruta el fondo del corazónls.

Sólo seremos buenos hijos de Dios -santos-, si nos esforzamos por


colocarle en el primer lugar del corazón, tratándole como al mejor de los
padres, a la vez que procuramos

17 Es Cristo que pasa, 102.

18 Cfr Ap 2, 23.

61

comportarnos como el mejor de los hijos. Por eso, también, la santidad que
nos pide el Padre resulta imposible cuando nuestra vida no es plenamente
coherente con la fe, cuando nuestros caminos no son sus caminos'9.

Vida de fe
La coherencia entre lo que creemos y lo que vivimos tiene dos postulados
fundamentales: «en primer término practicar la fe íntegramente, sin poner
entre paréntesis ningún aspecto de la doctrina o de la moral (... ); la fe es
una y no se puede suprimir ninguna de sus exigencias sin alterarla. En
segundo lugar, es necesario vivir la fe en todos los momentos de nuestra
existencia cotidiana (... ). La fe debe iluminar todas nuestras circunstancias,
para que se cumpla la exhortación del Apóstol: Ya comáis, ya bebáis, ya
hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios (1 Co 1 0,
31)20.

Éste es el programa fundamental de los hijos de Dios: aspirar a la santidad


cualquiera que sea la labor que se desarrolle o el lugar que se ocupe en la
sociedad, cuidando, hasta en el detalle más pequeño, las exigencias de la
fe. «Es completamente claro que todos los fieles de cualquier estado o
condición, están lla-

19 Cfr Is 55, 8.

20 DEL PORTILLO, ÁLVARO, Homilía, 26-VI-1988.

62

mados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y


esta santidad promueve un nivel de vida más humano incluso en la
sociedad terrena»21.

3. LA IDENTIFICACIÓN CON CRISTO

Cristo vive en mí
La santidad a la que estamos llamados los hijos de Dios, consiste en
identificarse con el Hijo de Dios hecho Hombre. Si deseamos que nuestro
amor al Padre sea verdadero y no una simple y piadosa aspiración, hemos
de transformarnos en Cristo, y para eso «hay que unirse a Él por la fe,
dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda
decirse que cada cristiano es no ya'alter Christus', sino'ipse Christus', ¡el
mismo Cristo!»22.

En el sacramento del Bautismo somos incorporados a Cristo como


miembros de su Cuerpo Místico. Esta incorporación nos hace participar de
su Filiación divina y nos permite decir no sólo que somos hijos de Dios en
Cristo, sino también que tanto más somos hijos de Dios, cuanto más íntima
y vital sea nuestra unión con Jesús, cuanto más nos identifiquemos con Él.
Para conseguirlo hay que,pasar por un proceso de clistificación, es

21 CONC. VATICANO 11, Const. Lumen gentium, n. 40.

22 BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Ciistoque pasa 104.

63

decir, por una transformación interior en la que cada vez nos parecemos
más a Jesucristo en nuestra manera de pensar, comprender, trabajar y
amar al Padre y a nuestro prójimo, hasta que llegue un momento en el que
podamos decir con San Pablo: No soy yo el que vive, sino que Cristo vive
enMí23.

No faltarán los que piensen que se trata de un programa de vida exagerado


o que no va con ellos, pero nada más ajeno a la realidad. El mismo Espíritu
Santo nos lo dice con palabras de su Apóstol: A los que él eligió, también
los predestinó para que se hiciesen conformes a la imagen de suHiio24.
¿Podemos dudar que estamos entre los previstos, cuando el Padre nos ha
dado la gracia santificante para que seamos y vivamos como hijos suyos?
¿Podemos dudar que hacerse conformes a la imagen de su Hijo sea otra
cosa que dejarse transformar por la acción del Espíritu Santo hasta que
llegue un momento en el que nos parezcamos tanto a Jesús que podamos
decir que nos hemos identificado con Él?

Conocer a Cristo

El camino de nuestra identificación con Cristo pasa necesariamente por el


de su imita-

23 Ga 2, 20.

24 Rm 8,29.

64

ción. Pero para imitarle hay que conocerle. y ¿lo conocemos bien? ¿Qué sé
de Cristo? ¿Conozco sus pensamientos, sus ilusiones, el trabajo que
desarrolló durante sus años de vida oculta? ¿He pensado alguna vez en los
sacrificios, en las humillaciones, en su anonadamiento para corresponder a
la voluntad del Padre y redimirnos del pecado? ¿Qué podría decir de su
amor por nosotros que le lleva a la Pasión y a la Muerte para convertirnos
en hijos de Dios?

Tanto más somos hijos de Dios, cuanto más nos unimos a Jesús en el
ejercicio de la caridad y con la práctica de las virtudes cristianas. Por eso,
el camino de nuestra filiación divina pasa necesariamente por la imitación
de Cristo. Pero, para imitarle hay que conocerle, y parece mentira que
existiendo tanta avidez por informarse de la vida de algunos personajes, sea
tan grande la ignorancia acerca de Nuestro Señor Jesucristo.
¿Hemos meditado la vida de Jesús? Por los Evangelios conocemos su
infancia, la fundación de la Iglesia, la institución de los sacramentos, el
Primado de Pedro, y todas las verdades que debemos conocer si queremos
salvamos. ¿Hemos leído estos libros detenidamente, con afán de conocer al
detalle la historia de su vida?

Cuenta San Jerónimo en una epístola a Eustoquio que, aunque resuelto a


llevar una vida decididamente cristiana y penitente, no podía deshacerse de
ciertas aficiones litera-

65

rias, por estar grandemente encariñado con ellas: «Yo, pues, miserable y
desventurado pecador -escribe el Santo-, ayunaba por leer a Tulio.
Después de las vigilias ordinarias de las noches, y después de haber
derramado muchas lágrimas al recuerdo de mis pecados pasados, tomaba
en mis manos a Plauto y leía en él. Si alguna vez, tomando en mí,
comenzaba a leer los Profetas, dábame allí pena el lenguaje sin arte y sin
estilo; y porque teniendo yo los ojos ciegos no veía la luz, no pensaba que
era de ellos la culpa, sino del Sol».

En este estado tuvo una visión: «Fui arrebatado en espíritu -dice el santo- y
llevado como por fuerza y arrastrado al tribunal del Juez. Había allí tanta
luz y tanto resplandor de la claridad de los circunstantes, que, caído en
tierra, no podía ni osaba mirar arriba. Preguntáronme qué religión
profesaba. Yo respondí que era cristiano. Mentís, dijo el Juez que presidía,
mentís; que no sois sino ciceroniano, y no sois cristiano, porque donde está
vuestro tesoro allí está vuestro corazón».

Una corrección severísima siguió en aquel mismo instante a este reproc 'le,
1 casta e punto de que, llorando, pronunció este juramento: «Señor, si de
aquí en adelante yo tuviese libros profanos y los leyere, haced cuenta de
que os he negado, y castigadme como tal».

«Después de esta visión -continúa el Santo- quedé tan escarmentado que


desde enton-
66

ces leí las cosas divinas con mayor diligencia y atención que las que antes
había tenido para leer las cosas humanas»25.

No hemos de interpretar estas palabras como si hubiéramos de renunciar a


la lectura de tantos libros, que pueden servimos de formación y descanso,
sino más bien como escarmiento ejemplar de cuantos nos entregamos a
estas aficiones -o a otras similares-, con detrimento de nuestra ocupación
principal: conocer y amar a Jesucristo.

También nosotros hemos de hacer un propósito: cuando descubramos que


una tarea, un trabajo, o una actividad nos enfría en el amor al Padre, hemos
de tener el valor de abandonarla -si no somos capaces de enderezarla-
como si se tratara del mayor de los males. Si no lo hiciéramos, casi sin
sentir, aquello actuará hasta desplazar a Cristo del lugar preferente que ha
de ocupar en nuestros afectos.

Buscara Cristo

Cuenta San Mateo cómo mientras el Señor hablaba a la multitud, la Virgen


salió a su encuentro para hablar conÉI26. María no se conforma con estar
lejos de su Hijo y, cuando las

25 Citado por C. BALLESTER, Prólogo al Nuevo Testamento.

Tournail936.

2(, Cfr Mt 12, 46.


67

circunstancias los separan, le busca con afán, con interés, y no descansa


hasta encontrarle. Le busca en el templo, le busca mientras predica, y le
busca y le acompaña en el Calvario. Y es que María lleva a Jesús en el
corazón orque es su gran amor y no puede vivir sin @-pi.

¿Nos ocurre lo mismo a nosotros?, ¿nos tornamos el mismo interés que


Nuestra Señora en buscar y tratar a Jesús? La voluntad del Pacire es bien
clara: Dame, hijo mío, tu corazón27. El Padre quiere nuestros corazones y
no estará satisfecho hasta que se los entreguemos porque ésa es la señal
de que empezamos a vivir como hijos suyos.

Y ¿cómo podemos darle el corazón, que es tanto como amarle, si no le


buscamos? Y ¿cómo y dónde vamos a buscarle y a encontrarle si no
reproducimos su vida en nosotros? Y ¿cómo vamos a repetir su vida si no
es con pequeños esfuerzos, heroicos a veces, para conseguir abandonar al
hombre vieio28del que nos habla el Apóstol para convertimos en ese
hombre nuevo que es Cristo viviendo en mí?

27 Pr 231 26.

28 Ef 4, 22.

Capítulo IV

CON TODO EL CORAZÓN


1. LOS DOS SEÑORES

El mundo de los afectos

«Dios quiere nuestro amor y no estará satisfecho con ninguna otra cosa. Lo
que nosotros hagamos no tiene valor fundamental para Dios, porque Él
puede hacer lo mismo que nosotros con un solo pensamiento, o con gran
facilidad puede crear otros seres que hagan lo mismo que nosotros
hacemos. Pero el amor de nuestros corazones es algo único que ningún
otro puede darle. Él podría hacer otros corazones que le amasen, pero una
vez que nos ha creado a nosotros y nos ha dado libertad, el amor de
nuestro corazón particular es algo que sólo nosotros podemos darle»1.

El Padre, como se ve, se empeña en querernos y es su deseo que le


correspondamos en la medida de nuestras fuerzas. Por eso,

1 E. BOYLAN, El amor supremo, 1, Madrid, p. 12 1.

70

cuando nos manifiesta su divina voluntad, lo primero que nos dice es:
amarás al Señor ti¿ Dios con todo tu corazón2. Esto hace que sólo a los
que se mueven por egoísmo les parezca que Dios pide demasiado. Pero,
incluso ellos, han de reconocer que la entrega del corazón es el mejor
medio de corresponder a su amor paternal.

Por eso no debemos tener miedo a renunciar incluso a nuestros afectos


más arraigados -si llegara el caso-, aunque nos parezca que como
consecuencia llegarán la soledad y el ffio al corazón, porque sabemos que
tras una actitud generosa nos aguarda la luz, el calor y la alegría del cariño
del Padre.

De ahí que cuando nos demos cuenta de que algo no va, de que nos
sentimos lejos de Dios, nos dispongamos a reaccionar con un sincero
examen de conciencia para detectar la causa, que no sería extraño
encontrarla en los afectos desordenados.

Cuando se habla de desorden en los afectos podría parecer que nos


referimos exclusivamente a los que se dirigen hacia los bienes materiales,
sin darnos cuenta de que no tiene que ser así necesariamente. En efecto:
lo que nos separa de Dios, lo que nos impide vivir como hijos suyos, no es
tener más o menos, que un bien sea material o espiritual, sino poner el
corazón en esto o en aquello, porque lo

2 LV 19, 18.

71

que el Padre nos pide no son nuestras cosas sino nuestro amor.

No siempre estamos en condiciones de entregarle a Dios el corazón, debido


a que hay dernasiados momentos en los que éste se encuentra apegado a
personas, cosas o actividades de las que no estamos dispuestos a
desprendernos. A estos apegamientos los llarnamos afectos desordenados
porque lo son a los ojos de Dios, aunque a los nuestros parezcan cosas sin
importancia.

Aparentemente no tienen más malicia que el pequeño desorden que


introducen en nuestra vida. En su origen no se trata, desde luego, de
afectos pecaminosos, sino de inclinaciones naturales. Debidamente
ordenadas tendrían que servirnos para acercarnos más al amor del Padre,
pero, si nos dominan terminan- nor constituir una barrera que nos separa de
@l.

Es al desprendimiento de esas inclinaciones, que de suyo no son malas, a


lo que más tememos los hijos de Dios. Hay muchos, y muchas, que están
dispuestos a apartar el pecado de sus vidas, pero se sienten sin fuerzas
para prescindir de estas cosas pequeñas -pequeñas en apariencia-, que
producen tan malas consecuencias. Les parece que renunciar a esto es
como renunciar a lo más suyo, a algo que realmente tienen derecho a
disfrutar y que, si lo pierden, quedarán sin asidero humano, lo que les lleva
a concluir que una vida así no vale la pena vivirla.

72

Sin embargo andamos muy equivocados si pensamos así, porque esa


entrega, esa renuncia, nos limpia la mirada y convierte en realidad las
palabras de Jesús: bienaventurados los limpios de corazón: porque ellos
verán a DiOS3. Nuestros ojos purificados por el desprendimiento nos
permitirán ver la verdadera imagen del Padre y, aunque pudiera parecer de
otra manera, cuando nos determinemos a dejar aquellas cosas en manos
del Señor, Él nos las devolverá -a su tiempo- limpias y ordenadas a su
verdadero fin.

Nuestro Padre no quiere que destruyamos ninguno de los dones recibidos,


pero desea que los utilicemos rectamente, que sepamos renunciar a ellos -
si preciso fuera- antes de pennitir que nos separen de Él. Esta doctrina no
es una teoría sin más fundamento que la imaginación, porque en el Santo
Evangelio se recoge cuanto estamos diciendo al pie de la letra. ¿No es ésa
la recompensa de los siervos que le entregaron los talentos con sus
ganancias?4. ¿Qué hemos de temer, entonces, si la respuesta a nuestra
generosidad es el rostro amabilísimo del Padre que nos so@e y bendice?

No podéis servir a dos señores

Para descubrir las inclinaciones que nos impiden vivir como hijos de Dios
hemos de
3 Mt 5, 9.

4 Cfr Mt 25, 24-30.

rk@

73

proceder atentamente y con rectitud de intención. De no ser así, nos


pasarán inadvertidas o no tendremos el valor necesario para arrancarlas.
También conviene notar que quizá a más de uno le parezcan
exageraciones, pero ahí están las palabras de Cristo que afirman lo
contrario: Nadie puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión al
uno, y amor al otro, o si se sujeta al primero, mirará con desdén al
segundo5.

Es aquí donde está la clave de la entrega del corazón. En efecto: ¿qué


puede separarnos del amor del Padre si no es otro amor? Y ¿cuál puede
ser ese otro amor sino tener más interés por algo o por alguien que no sea
Dios mismo? Por eso sólo la buena voluntad y el deseo auténtico de amarle
por encima de todas las cosas nos permitirá vivir como hijos suyos.

Nuestros afectos son desordenados cuando los anteponemos al trato con


Dios que, por esta causa, pasa a un segundo término. Esta situación los
convierte en el centro de gravedad de nuestro querer y, si se diese esta
triste circunstancia, pronto podremos comprobar sus consecuencias: la
caridad se enfriará, y a la vez nos sentiremos impulsados a buscar con
mayor afán el consuelo que proporcionan los bienes temporales -materiales
o espirituales-, con lo que insensiblemente nos iremos alejando del amor del
Padre.

5 Mt 6, 24.
74

Por eso debemos estar dispuestos a renunciar a los afectos desordenados


como hacen los niños al abandonarlo todo en manos de su padre. Es
preciso que no guardemos nada para nosotros. Si nos reservamos algo,
aunque fuese pequeño, tan pequeño que lo consideremos una excepción de
la regla, pronto se descubrirá que constituye una verdadera dificultad,
¡porque lo es!

¿Qué más da si al caminar encontramos un obstáculo que apenas levanta


un palmo del suelo o que se eleva hasta las nubes? Si no estamos
dispuestos a salvarlo, tanto estorba el uno como el otro, porque no
podremos continuar el camino que nos lleva a la casa del Padre.
Confiemos en Él, pero sin abandonar el cuidado de portarnos como
verdaderos hijos suyos. Ciertamente el Padre cuidará de nosotros, pero ¿lo
hará con quienes no muestran interés en serle fieles, en apartar lo que les
aparta de Él?

2. MADERA DE SANTO

Un adversario de nuestra filiación

La filiación divina es un don y una conquista. Es un don en cuanto se trata


de un regalo que el Padre nos concede sin que exista título personal por el
que podamos exigirla, ni de naturaleza ni de virtud. Es también una
conquista; no en el sentido de que podamos

75
alcanzarla con las propias fuerzas, sino en el sentido de que una vez
iniciados en esa nueva vida, nos toca a nosotros poner cuanto se precisa
para caminar con el garbo de los hijos de Dios.

Por parte de Dios todo está dispuesto; Él hace cuanto es preciso para que
podamos vivir como hijos suyos, pero con eso no basta; es necesaria
también nuestra correspondencia personal para vivir de acuerdo con esta
realidad. De no ser así, nuestra situación seria como la de quien posee un
tesoro y vive en la indigencia porque no hace uso de su riqueza. De ahí que
el verdadero obstáculo de nuestra filiación se encuentre en nuestro interior,
en nuestra falta de disposición para cor-responder a tan gran don, no en el
ambiente o en las circunstancias de tiempo y de lugar, sino en nosotros
mismos.

Por eso, si deseamos enriquecer-nos con el tesoro divino de la filiación y


que nuestra vida de hijos de Dios no se vea reducida a una bonita teoría, en
modo alguno prescindiremos de cualquier ayuda que favorezca nuestras
disposiciones interiores. Y, aunque es cierto que Dios puede dirigir
directamente a las almas, debemos tener en cuenta que de ordinario no
actúa así, sino que suele valerse de personas que le sirven de instrumento
para guiarlas en la vida espiritual,para que puedan conocer su voluntad y
distinguir sus sendas de nuestras sendas, y su querer de nuestro querer,
para no errar en el camino.

Pero la falta de disposiciones interiores tiene un origen. Y ¿cuál es ese


origen, dónde radica la dificultad que encontramos para vivir como hijos de
Dios? ¿En el entendimiento o en la voluntad; en la cabeza o en el corazón?
Es indudable que los cristianos no encontramos obstáculo por parte de la
razón para admitir la realidad de la filiación divina, porque se trata de una
verdad revelada por Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. Luego
el obstáculo se encuentra en la voluntad, en el corazón.

Efectivamente es así porque es en el corazón del hombre donde anida el


amor propio que, insaciable, reclama nuestra atención, y que no descansará
hasta lograr situarse en el centro de nuestros afectos. Si no hiciéramos
frente a su tiranía pronto nos convertiría en muñequitos movidos por sus
hilos, en esclavos, sin más voluntad que la de su amo. A partir de ese
momento, la transfon-nación será total: sólo nos interesará lo nuestro,
dejarán de importarnos las cosas del Padre, y no habrá otra ley ni otro dios
que el yo.

Y ¿qué sucederá entonces con nuestra vida de hijos de Dios? Pues que
pronto dejará de existir para convertirse en una caricatura, porque nos
moveremos de acuerdo con una peculiar escala de valores en la que el
primer puesto será para lo mío: mi placer, mi comodidad, mi opinión, mi
voluntad, mis gustos o mis caprichos; y, después, si ha lugar, vendrá lo
demás.

77

Naturalmente la realidad no se presenta con tanta crudeza porque el amor


propio se resiste a ser reconocido y se disfraza con prendas ajenas,
tomando la apariencia de educación, de interés, de arte, de preocupación
por el prójimo, o incluso de caridad, porque teme al rechazo que produce su
verdadera imagen, lo que le convierte en un eneInigo todavía más peligroso.

Conviene, pues, permanecer atentos, porque aunque no tenga que suceder


así necesariamente, no deja de ser ésta la radiografía de la naturaleza
humana, de lo que hay dentro de nosotros, de lo que bulle en lo más
profundo de nuestro ser después del pecado original. Y, aunque sólo se
tratase de tendencias desordenadas, debemos preguntamos cómo haremos
para vencerlas y poder vivir como verdaderos hijos de Dios.

La solución, como siempre, la encontramos en los grandes principios de la


vida espiritual, en las enseñanzas de la Iglesia y en el consejo de los santos
y de los hombres espiri-

tuales: «Conviene que conozcas esta doctrina

segura: el espíritu propio es mal consejero,

mal piloto, para dirigir el alma en las borrascas y tempestades, entre los
escollos de la vida interior. Por eso es Voluntad de Dios que la dirección de
la nave la lleve un Maestro, para que, con su luz y conocimiento, nos
conduzca a puerto seguro»6.

6Camino, 59.

78

Para los que no somos santos

Sin la ayuda de la dirección espiritual es muy difícil, por no decir imposible,


vivir como hijos de Dios, porque para guiarnos a nosotros mismos
necesitaríamos una santidad y un desprendimiento del que carecemos. De
ahí que -contra quienes piensan que es para los que ya están en la cumbre
de la santidad, o a punto de alcanzarla- la dirección espiritual sea sobre
todo para nosotros: para las mujeres y los hombres normales, para los que
tropezamos y caemos tantas veces en los mismos defectos y pecados, para
los que no somos santos.

A la dirección espiritual debemos acudir con ganas y sin temor, porque no


empequeñece ni infantiliza sino que engrandece. En efecto, su objetivo es
orientar nuestra conducta a la luz de la fe, ponernos frente a frente con la
verdad, con los deberes propios de hijos de Dios, no la de substituimos a la
hora de decidir.

Esto hace que permanezca íntegra la propia capacidad de incorporarnos


libremente a la maravillosa tarea de vivir la filiación divina como una
conquista personal. Es así porque las decisiones continúan siendo de
nuestra exclusiva responsabilidad, que no queda mermada por el hecho de
haber recibido el consejo del director, que aplica las enseñanzas Y el
ejemplo de Cristo a nuestro caso concreto.

79
En la dirección espiritual buscamos orientar toda nuestra actividad de cara a
Dios; descubrir lo que quiere de nosotros en las situaciones concretas de la
vida real en la piedad, en el trabajo, en el comportamiento familiar o en el
apostolado, para sacar el máximo provecho a los talentos recibidos.

No deberíamos olvidar que la voluntad de Dios es nuestra santidad, y que la


santidad consiste en identificarse con Cristo, y que identificarse con Cristo
es ser hijo de Dios. Esta labor, naturalmente, además de abandono supone
esfuerzo. Todos somos llamados a la santidad, y la certeza divina de esta
llamada ha de servimos para no asustamos ante las dificultades, porque a
todos -sin excepción- nos da el Padre las condiciones y los medios
necesarios para alcanzarla.

«Madera de santo. -Eso dicen de algunas gentes: que tienen madera de


santos. -Aparte de que los santos no han sido de madera, tener madera no
basta. Se precisa mucha obediencia al Director y mucha docilidad a la
gracia. -Porque, si no se deja a la gracia de Dios y al Director que hagan su
obra, jamás aparecerá la escultura, imagen de Jesús, en que se convierte el
hombre santo. Y la 'madera de santo' de que venimos hablando, no pasará
de ser un leño infonne, sin labrar, para el fuego... ¡para un buen fuego si era
buena madera!7.

1 Camino, 56.

80

Nuestra condición de hijos de Dios es una constante invitación a seguir su


voluntad en cualquier momento de la vida, lo sabemos bien, pero
necesitamos que nos lo recuerden a menudo porque cada día hemos de
cumplir nuestra jornada, y eso es lo que nuestra filiación divina supone de
conquista personal.
Ésta es la meta de la dirección espiritual. Tomársela en serio es ponerse en
manos de Dios, porque el director sólo puede ayudarnos a descubrir la
voluntad divina prescindiendo del deslumbramiento que producen el amor
propio y el clamor de las pasiones. Además nos aleja del peligro, tan
constante, tan claro, tan insidioso, de seguir la propia opinión, que nos
llevaría a permanecer prisioneros de los criterios personales -erróneos con
tanta frecuencia- a la hora de enfocar nuestros problemas.

3. LA LIBERTAD DE LOS HIJOS DE DIOS

¿Libres o esclavos?

Es relativamente frecuente encontrar a quienes, con el pretexto de un


apasionado amor a la libertad renuncian a la dirección espiritual, y son
incapaces de comprometerse a nada. Soy un hombre libre -dicen- y no sé
vivir sin mi libertad. Hablan así porque ignoran la verdadera naturaleza de
su albedrío y la misión del director de almas. Creemos, creen,

81

que es libre de verdad el que hace lo que le viene en gana. En una visión
superficial podría parecer verdadera esta afirmación, pero carece de
fundamento y no resiste el más ligero análisis.

En efecto: ¿es libre, libre de verdad, quien sólo hace su capricho? ¿Quién
es más libre el que hace su gusto o el que hace lo que le dicta su razón?
¿Es más libre quien no puede superar sus apetitos, o el que los vence y
hace lo que quiere su voluntad? ¿Es más libre el que no puede prescindir, a
veces, de un programa de televisión o el que sabe renunciar a ese
programa? ¿El que se toma su bebida preferida, o el que se vence y se
priva de ella? ¿No será que llamamos libertad al placer, al gusto, a la propia
voluntad?

Cualquiera entiende que solamente es libre el hombre o la mujer capaz de


conseguir lo que realmente quiere. Y, si quiere vivir como hijo de Dios, no
podrá llamarse libre cuando es incapaz, no ya de conseguirlo, sino tan
siquiera de intentarlo sometiéndose a la dirección espiritual. ¿No será que
no son libres, sino esclavos de sus antojos y temen perder su esclavitud?
¿Cuántos serán los que adoran la libertad y se sienten libres porque sus
cadenas son de oro?

La verdad os hará libreS8. Sólo se puede ser libre con la verdad por
delante. Hemos de conseguir la verdadera libertad, que consiste

8 Jn 18, 32.

82

en hacer el bien, en identificamos con Cristo. No debemos engañarnos


pensando que somos libres cuando no vivimos como hijos de Dios, que es
lo que deseamos en lo más profundo de nuestro ser. Por eso, la dirección
espiritual es un canto a la libertad de los que no quieren ser esclavos del
propio gusto y rompen las ataduras que les impiden cumplir la voluntad del
Padre.

Abrir el alma

De nada nos serviría poner la vida interior en manos de un director espiritual


si éste no estuviera al corriente de las múltiples facetas de nuestra
personalidad. Para esto es preciso que nos demos a conocer tal y como
somos, no como nos gustaría ser; sino como somos en realidad, para que
nos ayuden a ser como queremos. «En esa dirección espiritual mostraos
siempre sinceros: no os concedáis nada sin decirlo, abrid por completo
vuestra alma, sin miedo ni vergüenzas... Mirad que, si no, ese camino tan
llano y carretero se enreda, y lo que al principio no era nada, acaba
convirtiéndose en un nudo que ahoga»9.

El Beato Josemaría Escrivá, al hablar de la virtud de la sinceridad, solía


decir-que ha de ser salvaje. Manifestaba así la necesidad de llegar a la raíz
de lo que nos sucede, sin ocul-

9 BEATO JOSEM@ EscRivÁ, Amigos de Dios, 15.

El":

83

tar lo que nos pudiera resultar humillante o duro de reconocer. Pero


sinceridad salvaje no quiere decir falta de delicadeza a la hora de mostrar el
fondo del alma, quiere decir que nunca debe ocultarse la verdad ni
disimularla con la envoltura de las palabras.

¡Oiga!, preguntaba un estudiante: ¿es pecado confesarse con un sacerdote


que no oye bien? El sacerdote le respondió: si lo has hecho para que no te
entienda, sí. La sinceridad es fundamental en la confesión, pues su
ausencia en materia grave constituiría un sacrilegio. Pero también es
importantísima en la dirección espiritual, porque si faltase no podríamos
llegar a la meta, como tampoco puede curarse el que oculta la enfermedad
al médico.

Si queremos sacar el mayor provecho, debemos prepararnos en la


presencia de Dios antes de entrevistamos con el director espiritual.
Repasaremos los temas que vamos a tratar; sobre todo lo que mira a
nuestros deberes con Dios y con el prójimo, cuanto se refiere al
cumplimiento de los mandamientos y a la frecuencia y piedad con que
recibimos los sacramentos.
Examinaremos el modo de hacer la oración, el tiempo que le dedicamos y el
aprovechamiento de ese tiempo. Si meditamos las cuestiones que
realmente nos interesan o si por miedo a conocer la voluntad del Señor las
evitamos. En la charla con el director no omitiremos la manifestación de
nuestro espíritu

84

de penitencia, y la observancia de las mortificaciones habituales que tanta


falta nos hacen para mantener el tono sobrenatural propio de los hijos de
Dios.

También es importante declarar las disposiciones interiores que de alguna


manera condicionan nuestra conducta. Con brevedad, sin embargo, porque
una exposición meticulosa sólo sirve para perder el tiempo buscando el
consuelo de los hombres más que las luces del Cielo, expondremos nuestra
situación actual para que puedan orientarnos y no perdamos la ocasión de
identificarnos con la voluntad del Padre a través de esas circunstancias.

Docilidad

La dirección espiritual es una ayuda para superar la distancia que nos


separa de Jesucristo, modelo de los hijos de Dios. Por eso, debemos ser
muy dóciles a las indicaciones que podamos recibir del director espiritual,
teniendo siempre presente que nos habla en nombre de Dios y que se
ocupa de nuestra vida espiritual como el médico lo hace de nuestra salud.

En la práctica, la docilidad se -manifiesta en la sencillez y en la humildad


con que aceptamos los consejos, porque a la dirección espiritual no vamos
a imponer criterios personales, sino a orientar nuestra conducta de
85

acuerdo con las luces recibidas, aunque no sean conformes a nuestro


gusto.

El máximo provecho de la dirección espilitual se saca cuando llevamos a


nuestra oración personal cuanto oímos de labios del director. Si actuamos
de esta manera, nuestras buenas disposiciones y deseos pronto se verán
recompensados; comprenderemos mejor la importancia de cumplirlos, y nos
dispondremos a ponerlos por obra, aunque para ello tengamos que vencer a
nuestra natural disposición.

San Juan de Ávila resume admirablemente la esencia de la dirección


espiritual en las siguientes palabras: «Conviene que, (... ) toméis por guía y
padre alguna persona letrada y ejercitada y experimentada en las cosas de
Dios (... ). Fiadle con mucha seguridad vuestro corazón y no le escondáis
cosa buena ni mala: la buena, para que la examine y os avise; y la mala,
para que os corrija. Y cosa de importancia no hagáis sin su parecer,
teniendo confianza en Dios que es amigo de obediencia, que Él pondrá en
el corazón y lengua de vuestro guía lo que conviene a vuestra salud'O.

Si nos determinamos a seguir este camino, llegaremos a la verdadera


libertad. Sin duda, la sensualidad, el amor propio y la comodidad
protestarán; pero esas protestas son la señal más clara de que no se les
tiene en cuenta, de

'0 SAN JUAN DE ÁVILA, Audi filia. Obras completas. BAC,

T. 1, p. 506.

86
que no nos sometemos a su tiranía, de que no toleramos que nadie ni nada
se imponga a nuestro querer- serán la prueba de que hemos roto las
caden@s y seguimos las sendas de los que viven con la libertad de los hijos
de Dios".

11 CfrRm 8,21.

Ca pítulo V

HERMANOS DE CRISTO Y DE LOS

HOMBRES

1. EN EL MUNDO

Sentimientos y fe

Es relativamente frecuente que los cristianos tengamos un conocimiento


superficial de las verdades de la fe. Debido a esto, el trato con Dios se
convierte, en no pocas ocasiones, en una especie de sentimiento que
depende casi exclusivamente de nuestro estado de ánimo: si nos sentimos
fervorosos cuidamos la vida de piedad, y si nos encontramos fríos nos
abandonamos en la indiferencia.

Comportarse de este modo produce un debilitamiento del amor a Dios que


empieza a enfriarse y poco a poco termina por extinguirse. Por eso hemos
de procurar a toda costa que nuestra vida espiritual tenga siempre como
fundamento y punto de partida las verdades de la fe, pues de lo contrario la
propia situación emocional, sometida a los alti-
88

bajos que la vida nos presenta, podría desorientarnos hasta el extremo de


hacemos perder el buen camino.

Esta doctrina debe tenerse especialmente presente en lo que se refiere a


nuestra filiación divina, pues es una verdad tan entrañable que se presta
más que otras a ser considerada desde el punto de vista emotivo. Por eso
debemos preguntarnos: ¿qué es más importante, ¿sentirnos hijos de Dios o
serlo? Sin duda serlo; y es ahí donde debemos poner nuestra atención,
donde habrá que hacer hincapié, donde habrá que acudir una y otra vez
hasta que esa realidad de nuestra filiación divina esté tan firmemente
grabada en nuestra mente que ninguna dificultad sea capaz de removerla.

Somos hijos de Dios en Cristo

Para fortalecer la decisión de apoyamos en la fe más que en los


sentimientos, nos conviene recordar que nuestra filiación divina no depende
de nuestros deseos ni de lo que sintamos o dejemos de sentir, porque los
hijos de Dios no nacen de la sangre, ni de la voluntad de la carne ni de
querer de hombre, sino que nacen de Dios l.

Nacemos de Dios al recibir el Bautismo porque en ese momento Jesucristo


nos hace

1 Jn 1, 12 y 13.

89
SUYOS, miembros de su Cuerpo MíStiCO2. Gracias a esta unión
singularísima participamos de la Filiación del Hijo de Dios, y somos hijos de
Dios en CriSto3. De aquí se deduce que, tanto más seremos hijos de Dios,
cuanto más íntima y vital sea nuestra unión con Jesús, cuanto más nos
identifiquemos con Él. Por eso no deberíamos descansar hasta que «en las
intenciones, sea Jesús nuestro fin; en los afectos, nuestro Amor; en la
palabra, nuestro asunto; en las acciones, nuestro modelo»4.

El mosquitero

Pero no debemos cerrar los ojos a la realidad; nuestra identificación con


Cristo encierra ciertas dificultades que pueden convertirse en obstáculos
insuperables. Entre ellos, aunque para algunos resulte increíble, se
encuentra la falta de interés por los acontecimientos de la vida ordinaria.

En cierta ocasión, un científico relataba las peripecias de un viaje de estudio


por la selva. Los universitarios e intelectuales que le rodeaban le oían con
atención hasta que empezó el coloquio con el público. Alguien preguntó: «Y
de las fieras ¿qué puede decirnos?». El sabio profesor se quedó mirándole
y, como

' Cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 1213.

3 Cfr FERNANDO OcÁRiz, Hijos de Dios en Cristo. Pamplona 1976.

'Camino, 27 1.

90
si la pregunta estuviera fuera de lugar, respondió: «De las fieras, nada. Las
fieras no suelen atacar. Sin embargo, el peligro viene normalmente de los
insectos; ésos son los peligrosos, porque transmiten las fiebres. De ahí
que, en esas circunstancias lo importante no es ir bien armados, sino bien
preparados para dormir con mosquitero».

Sucede algo parecido a los que, en el trato con Dios, sólo tienen en cuenta
las cuestiones de mayor apariencia y descuidan lo cotidiano. Y no saben lo
que se pierden, porque «la vida ordinaria no es cosa de poco valor: todos
los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo, que
nos llama a identifi-

carnos conÉI»5.

Sólo los que orienten su vida de acuerdo con este criterio sacarán provecho
espiritual de lo más pequeño. Sólo ellos sabrán descubrir el sentido
sobrenatural que encierra, y sólo ellos serán capaces de convertir la rutina
de lo ordinario en un peldaño que les facilita la ascensión al trato y a la
identificación con Jesucristo.

Por eso debemos prestar suma atención a este modo de entender la vida
interior, porque, salvo aquellos que el Señor ha llamado a la vida religiosa
en el convento, la mayoría de los hombres hemos de encontrarnos con
Cristo en los afanes del mundo, sin que para ello tengamos necesidad que
hacer cosas especiales, distintas de los afanes de la gente

-5 Es Cristo que pasa, 1 1 0.

91

honrada que se ocupa en cumplir sus obligaciones concretas.

La vida nos presenta mil ocasiones de encontramos con Jesús y de dialogar


con Él. Es en medio de los que nos rodean, en la ciudad que nos vio nacer,
en la oficina, en la fábrica, en el taller, en la universidad o en el cuartel,
donde cristo nos espera. El deporte, la familia, el trabajo, la cultura, el arte,
el amor noble y limpio que lleva al matrimonio, no son sino ejemplos del
lugar de nuestro encuentro con Jesús.

Por tanto, para permanecer unidos a Cristo no hay que dejar de amar al
mundo y a las criaturas, sino amarle más que al mundo y a las criaturas; y
no desanimarse ante las dificultades, porque no ama a Jesús el que nunca
las tiene sino el que las vence, el que se esfuerza en vivir como Él vivió y
como'Él viviría en la situación concreta en que nosotros nos encontramos.

Jesús es la fuente de la alegría

El esfuerzo por salir al encuentro de Cristo se reduce en último término a


ser generosos con Él, a no negarle lo que nos pide en el cumplimiento de
nuestros deberes sin temor a que esta actitud, en lo que supone de
negación personal, nos haga perder la alegría de vivir. Y no debemos
temerlo porque ser generosos con Dios no equivale a encontrarse con la
tñsteza, sino más bien su contrario.

92

Se comprende fácilmente si se tiene en cuenta que sólo con la fuerza de la


generosidad pueden romperse las cadenas del egoísmo, de la sensualidad
y de las otras pasiones, que son las ataduras que nos impiden identificamos
con Cristo, fuente y razón de la verdadera alegría.

Pero romper esas cadenas no tiene como objetivo conseguir la indiferencia


ante los estímulos humanos o a cuanto sucede a nuestro alrededor; ni
significa separarse de la familia ni retirarse del mundo. Romper las cadenas
quiere decir esforzarse en cumplir la voluntad de Dios, que se manifiesta a
través de las circunstancias de nuestra vida, para estar más unidos a Cristo,
para identificarnos con Él, aunque para ello tengamos que renunciar a
detenninadas afirtnaciones de tipo personal.

Dios nos quiere alegres, y lo quiere de verdad, pero nosotros nos


empeñamos en serio a nuestra manera sin darnos cuenta de que la alegría
tiene un precio: estar dispuestos a perderla por amor a Jesucristo. Cuando
el hombre se dispone a darlo todo por amor al Señor, se encuentra con Él.
Y ¿cabe mayor dicha? Imposible, porque encontrarse con Cristo es
encontrarse con Dios. ¿Cuándo nos enteraremos de que el que quiera
salvar su, vida la perderá, mas quien perdiera su vida por amor de mí y del
Evangelio, la salvará?6.

6 Mc 8, 35.

93

No confundir las cosas

Hemos, pues, de entender, que para ser felices de verdad hay que
identificarse con Cristo cumpliendo su voluntad en los pormenores de lo
ordinario, aceptando cuanto nos sucede con una sonrisa, con una acción de
gracias constante, con una visión sobrenatural que nos permita descubrir la
ocasión de dialogar y compartir nuestra vida en sus menores incidencias
con Él.

Sin embargo, debemos permanecer atentos para no confundir las cosas.


En efecto- encontrarse con Cristo es encontrar la alegría; pero no es la
alegría lo que debemos buscar, sino a Cristo que es su causa. Esto no
deberíamos olvidarlo, porque no pocas veces la buscamos al margen del
Señor y nos conformamos con cualquier cosa que nos contenta, sin tener
en cuenta que nuestro contento, en esos casos, no está en Él.
Por tanto, se equivocan los que creen haber encontrado a Cristo porque
tienen la paz que produce la ausencia de problemas y preocupaciones. Si
fuéramos de ésos, se nos podkan aplicar al pie de la letra las palabras del
Apocalipsis: porque estás diciendo: Yo soy rico y hacendado y de nada
tengo falta, y no conoces que eres un desdichado y miserable y pobre y
ciego y desnudo7.

7 Ap 3, 17.

94

Pero se equivocan también los que creen no haber encontrado a Cristo


porque continúan sintiendo las tentaciones de siempre: la envidia, el amor
propio, la sensualidad, la ira y las preocupaciones de la vida presente. Y se
equivocan porque la unión con Cristo es una invitación a la lucha interior
que no lleva consigo la anulación de los estímulos del pecado.

Los que niegan a Dios con las obras

Jesús nos lo dice a las claras: Yo soy el camino8. Por eso, si queremos
identificarnos con Él, hemos de seguir las huellas que ha dejado a su paso
por la tierra. A partir de la Encarnación nuestro itinerario está tan bien
definido que no hemos de afanamos más que en intentar imitarle con la
mayor fidelidad posible: «Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación
que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de
Jesucristo»9.

No negaremos que la meta es alta ni que existan dificultades para


alcanzarla, pero Dios nos quiere con una inmensa ternura, con un infinito
amor y está siempre dispuesto para acudir en nuestra ayuda. Por eso, ni las
debilidades, ni las caídas, ni los pecados -si nos arrepentimos y los
confesamos-'serán verdaderos obstáculos a nuestra identificación con

8 jn 14, 6.

· Camino, 2.

95

Cristo, si nos disponemos a realizarla con obras y de verdad'O.

Si no fueran ésas nuestras disposiciones, se nos podrían aplicar las


palabras de San Pablo cuando afirma que hay quienes profesan conocer a
Dios, pero le niegan con las obras]'. y ¿cuáles son esas obras con las que
negamos a Dios? Está claro que el Apóstol se refiere a las cosas
corrientes, a lo ordinario, pues raro será el hombre y excepcional ha de ser
su situación, para poder hacer algo extraordinario.

Al ser distintas las personas, su estado, su familia, su ambiente, su edad, su


salud, y tan diferentes circunstancias de su vida, resulta imposible concretar
la fortna en que hemos de identificamos con Cristo a la hora de
desenvolvernos en nuestra actividad humana. Por eso nos fijaremos en
algo común a todos los hom-

bres: no sólo a los cristianos, sino a todos.

2. EL TRABAJO DE LOS HIJOS DE DIOS

Encuentro con Cristo en el trabajo


Un foco de interés universal es el trabajo. «El trabajo que ha de acompañar
la vida del hombre sobre la tierra, es para nosotros a la vez el punto de
encuentro de nuestra voluntad con la voluntad salvadera de nuestro Padre

'0 1 Jn 3,18.

" Tt 1, 16.

96

celestial»". San Pablo lo consideraba tan importante que les dio a los
cristianos la siguiente norma de conducta: el que no trabaje que no comal3.
Y no se limitó a decirlo sino que fue por delante con su ejemplo trabajando
día y nochel4.

Pero el modelo supremo es Nuestro Señor Jesucristo que a su paso por la


tierra se empeñó en una tarea profesional de la que fueron testigos sus
familiares, amigos y vecinos. Entre sus paisanos era conocido
precisamente por su trabajo; de tal manera que cuando empieza a predicar,
sorprendidos por su sabiduría y asombrados por sus palabras, se dirán:
¿De dónde saca esas cosas que dice? ¿No es éste el artesano, el Hijo de
María? 15 .

De manera que Jesús era conocido por ser el Hijo de la Virgen y por
tratarse de un artesano del lugar; un hombre que trabaja, al que no se le
supone más ciencia ni más saber que el demostrado hasta esos
momentos. Pensaban así porque durante años le habían visto, en su
pueblo, afanarse en su tarea y manejar con habilidad las herramientas de su
profesión, desde que apenas era un niño. Con razón pone el Salmista estas
palabras en su
12 BEATO JOSEMARÍA EscRivÁ, caria 1 1 -III- 1 940. Citado por J. L.
ILLANEs en La santificación del trabajo, p. 113. Madrid

1980.

13 2 Ts 3, 10-12.

14 1 TS 2, 9.

15 MC 6, 2-3.

97

boca: Soy pobre y me crié en trabajos desde mi

tierna edadl6.

No resulta, pues, extraño que se asombren.

También a nosotros, que conocemos perfectamente la realidad de Cristo -


verdadero Dios y verdadero Hombre-, nos maravilla que el Redentor del
mundo permanezca durante tanto tiempo dedicado a una tarea sin aparente
relación con la salvación de las almas; pero el trabajo de Jesús en Nazaret
nos revela el valor sobrenatural y escondido de cualquier labor profesional
bien realizada.

Santificar la profesión

El desempeño de la propia tarea profesional nos proporciona una


oportunidad maravillosa de encontramos con Cristo en la vida ordinaria
porque «cualquier trabajo digno y noble en lo humano, puede convertirse en
quehacer divino»17. Sin embargo no siempre sucede así, pues si bien es
cierto que el trabajo «hace más hombre al hombre»18, no por eso nos
identifica con Cristo.

Para que el trabajo identifique con Cristo hay que hacerlo por Dios. Y no lo
hacen por Dios los que sólo pretenden la retribución material, la satisfacción
de la vanidad, la aproba-

16 Sal 87, 16.

17 Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, 55.

18 JUAN PABLO 11, Enc. Laborein exercens, 1, 9.

98

ción de los superiores o cualquier otro fin. Por eso los que obran así
quedarán defraudados en el más allá, pues ya recibieron su recom~
pensa'9; la de los hombres, la que buscaban movidos por intereses
puramente humanos.

Este modo de obrar está en manifiesta oposición al sentir de Cristo que «no
aprobará jamás que el hombre sea considerado o se considere a sí mismo
solamente como un ins~ trumento de producción; que sea apreciado,
estimado y valorado según ese principio. ¡Cristo no lo aprobará jamás! Por
eso se ha hecho clavar en la cruz, como sobre el frontispicio de la gran
historia espiritual del hombre, para oponerse a cualquier degradación del
hombre, también a la degradación mediante el trabajo. Cristo permanece
ante nuestros ojos sobre su cruz, para que todos los hombres sean
conscientes de la fuerza que Él les ha dado: Les ha dado el poder de llegar
a ser hijos de Dios (Jn 1, 12)»20.
El correveidile

En todos los pueblos, en todas las regiones y en todas partes hay siempre
alguien que trae y lleva de acá para allá los chismes locales; es lo que en
buen castellano se llama el correveidile, Uno de estos personajes asistió en
cierta

19 Mt 6, 3-5.

20 JUAN PABLO II, en Mogila (Polonia), 9-VI-1979.

99

ocasión a la venta de un caballo. Al concluir el trato se dirigió al comprador


y le dijo a solas:

-Te ha engañado: el caballo es cojo.

-Lo sé -contesta éste-, yo mismo le clavé una astilla en la pata para que me
lo vendiera más barato.

El corrveidile acudió entonces al vendedor y le contó lo que había hecho el


otro.

-¿Te crees que no lo sabía? Pero me alegré porque el caballo ya era cojo.

Al correveidile le faltó tiempo para volver al comprador y contarle la astucia.


Montó éste en cólera y exclamó:

-¿Cómo puede soportar la tierra estafadores de tal ralea? ¡Y yo que me


estaba artepintiendo de haber pagado el caballo con dinero falso!21.
No todos son así, pero el ejemplo puede resultar útil para descubrir las mil
artimañas que pueden enturbiar el desarrollo normal del propio trabajo.
También nos servirá para recordar que la identificación con Cristo no se
realiza siguiendo simples criterios humanos de producción, de
profesionalidad o de rendimiento económico, sino que, además, es
necesario actuar con tal honradez y con tal sentido sobrenatural que ese
trabajo se convierta en una obra bien hecha delante de Dios y delante de
los hombres.

Si actuamos habitualmente con rectitud de intención, el trabajo nos ayudará


a mejorar, a

21 Cfr T. TOTH, Venga a nosotros tu reino.

madurar espiritualmente, a ser más responsables, a pertnanecer unidos a


Jesús mientras vi~ vimos en la tierra, porque: «El trabajo, aun con sus
componentes de fatiga, de monotonía, de obligatoriedad -donde se
advierten las consecuencias del pecado original- le ha sido dado al hombre,
antes del pecado, precisamente como instrumento de elevación, de
perfeccionamiento del cosmos, como plenitud de su personalidad, como
colaboración a la obra creadora de Dios. La fatiga que lleva consigo asocia
al hombre a la obra redentora deCliSto»22.

Us clavijas

Buscar un encuentro personal con Cristo en nuestra labor profesional,


dejarle que viva en nosotros, será lo que nos ayude a confesarle con obras
delante de los demás. Pero el esfuerzo y la atención que ponemos en
identificarnos con Jesús mientras desempeñamos la propia tarea ¿no
producirá una merma en la calidad de nuestro trabajo que dejaría de ser un
reflejo del de Cristo que todo lo hizo bien?23.

La respuesta a este aparente dilema la encontramos en Santo Tomás que


afirma: «cuando de dos cosas una es la -razón de la otra, la ocupación del
alma en una no impide

22 JUAN PABLO II, Aloc. 1 -IV- 1 980.

23 Mc 7, 37.

NUESTROPADREDIOS 101

ni disminuye lo ocupación en la otra... Y como Dios es aprehendido por los


santos corno la razón de cuanto hacen o conocen, su ocupación en percibir
las cosas sensibles, o en contemplar o hacer cualquier otra cosa, en nada
les impide la divina contemplación, ni viceversa»24.

La dificultad es, pues, más aparente que real y se desvanece como el humo
cuando realizamos el trabajo con presencia de Dios, como lo haría Cristo,
porque entonces se convierte en oración, en un diálogo divino. Por eso
debe realizarse «con perfección humana (competencia profesional) y con
perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los
hombres). Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e
insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las
realidades temporales -a manifestar su dimensión divina- y es asumido e
integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del
mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se
convierte en obra de Dios»21.

Dialogaba el capellán con un alumno de su colegio y le decía:

-Juan, a ti, lo que te. pasa es que no amas a Jesucristo.

-¿Que yo no amo a Jesucristo?

-Eso, que no le amas.


24 Supl., q. 82, a.3, ad 4.

25 Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 10.

102

-Y ¿cómo lo sabe?

-Pues lo sé porque no estudias.

-Y ¿qué tendrá que ver el estudio con el amor a Dios? -añadió asombrado el
chaval.

Mientras no entendamos que nuestro trabajo, el que sea, es voluntad de


Dios y lo realicemos cumplidamente, nuestra vida no se parecerá a la de
Cristo. Y no se parecerá porque en esto no le imitamos. Y si no le
imitamos, aunque haya quienes piensen que somos buenos o piadosos, no
pasaremos de ser una mala caricatura de Jesús y no sería un encuentro
con Cristo.

Dada nuestra condición de hombres débiles y pecadores no resulta fácil


conocer si avanzamos o retrocedemos en nuestra identificación con Cristo,
pero siempre estará a nuestro alcance saber si ponemos los medios para
llegar a la meta. Cuando un escalador trata de subir la pared de una
montaña lo hace poco a poco. No pretende llegar a la cumbre de un salto,
sino apoyándose en unas clavijas que ha introducido entre las grietas de la
roca, que le sirven para ascender. Sabe que así llegará a lo más alto, pero
sabe también que no lo conseguirá más que cuidando atentamente lo que
lleva entre manos.

A nosotros lo que debe preocuparnos es colocar bien nuestras clavijas:


hacer bien el trabajo, ofrecerlo y desempeñarlo con presencia de Dios. Si lo
realizamos con ese afán, nos identificará con Cristo, y el Padre verá en no-
103

sotros la imagen de su Hijo que se ganó el pan con el sudor de su frente.

3, VOSOTROS SOIS LA SAL DE LA TIERRA

,Uermanos en Cristo

En nuestro trato con Dios debemos evitar el peligro que supondría convertir
nuestra vida en algo egoísta que nos llevase a olvidarnos de los demás,
como si nuestra filiación divina no tuviese otro horizonte que el trato íntimo y
personal con el Padre. Si por unas cosas o por otras, en la teoría o en la
práctica, nos dejásemos seducir por este modo de pensar o de actuar,
caeríamos en un error lamen-

table.

En la teoría, porque no tiene fundamento. En efecto, ¿cómo podríamos


pensar que los demás no tienen nada que ver en nuestra relación con Dios,
cuando el mismo Cristo premiará a los que le dieron de comer y beber y
condenará a quienes le negaron el agua y el pan? A unos y otros, cuando
le pregunten asombrados cuándo ocurrió eso, les responderá que cuanto
hicieron o dejaron de hacer por los demás, a Él se lo hicieron o dejaron de
hacérseJO26. Y en la práctica, porque al dar su vida por los demás nos
mostró el camino que deberíamos seguir.

26 Cfr Mt 25, 31-45.

104

Pero la preocupación por los demás que nos llevará a buscar su mayor
bien, y en consecuencia nos impulsará al apostolado, no tiene su origen
exclusivamente en el ejemplo y en la enseñanza de Nuestro Señor
Jesucristo. Existe también una razón más profunda. En efecto; como
somos hijos de Dios en Cristo, también en Él somos hermanos, y de esta
fraternidad nacen unos vínculos que nos ligan a los demás con una fuerza
mayor que la que nace de los lazos de la sangre. Por eso, el apostolado es
irrenunciable, pues no tiene su origen en nuestro deseo de ayudar al
prójimo sino en la voluntad de Dios que, al hacemos hijos suyos, nos
hermana con todos los hombres porque sois uno en Cristo JesúS27.

Jesús nos amó y se entregó a sí mismo por nosotroS28para que todos


pudieran conocer el camino de la salvación. Y aunque eso pasó hace ya
veinte siglos continúa realizándose y se hace actual, en la medida en que
los hombres y las mujeres de cada generación se convierten en apóstoles;
en la medida en que son fieles a la doctrina del Señor; en la medida con que
repiten a los demás sus enseñanzas, y en la medida en que reflejan en sus
vidas la de Cristo.

27 Ga 3, 28.

28 Ef5, 2.

105

jesús nos ha escogido

Vosotros sois la luz del mundo -dice el Señor-. No se puede encubrir una
ciudad edificada sobre un monte, ni se enciende la luz para ponerla debajo
de un celemín, sino sobre el candelero, a fin de que alumbre ante los
hombres, de manera que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a
vuestro Padre que está en los cieJOS29. Y ¿cómo vamos a ser luz?
¿Cómo será posible iluminar a los demás en un mundo obscurecido, tantas
veces, por las tinieblas del pecado? Sólo con la ayuda de Dios. Podemos
estar seguros de que esta ayuda no nos faltará porque, cuando el Señor
llama a una tarea determinada, proporciona siempre los medios necesarios
para arribar con éxito a la meta propuesta.

Debemos tener la certeza de que es así porque es Él quien ha dicho: No me


elegisteis vosotros a mí, sino que soy yo el que os ha elegido a vosotros y
os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto sea duraderos.
Y estas palabras ¿no confirman que se trata de una elección divina para
una misión divina? Y ¿no garantizan también la ayuda divina? De acuerdo
con esta enseñanza podemos señalar cuatro notas características del
apóstol de Cristo.

29 Mt 5, 14-16.

30 Jn 15,16-18.

106

el La primera es de elección: el Señor nos ha elegido: no me elegisteis


vosotros que soY Yo el que os ha elegido. La llamada al apostolado es,
pues, divina. Por tanto, no debemos detenernos ante la consideración de si
tenemos más o menos condiciones, o si nos harán o dejarán de hacernos
caso. Ese problema no es nuestro, sino de Cristo que es quien llama al
apostolado.

La segunda es de destino: os he destinado para que vayáis. Hemos de


llevar la doctrina de Cristo a todos los rincones de la tierra sin detenemos
ante las dificultades del ambiente. ¿Habéis pensado alguna vez que los
primeros cristianos, predicaban a Jesús crucificado, ejecutado públicamente
como un malhechor? ¿Habrá obstáculo mayor? Y sin embargo, la fe se ha
extendido por todo el mundo. Y es porque la fuerza para creer y para obrar
como cristianos no la damos nosotros, sino que la da Dios cuando
predicamos a Cristo.
La tercera: para que deis fruto; es una promesa de futuro porque Él se
encargará de dar fuerza y eficacia a nuestra palabra y a nuestro ejemplo
para que el grano de trigo se multiplique por ciento, por sesenta, o por
treinta3l.

Y la cuarta, por fin, sale al paso del desaliento que puede surgir ante la
aparente ineficacia del trabajo apostólico, cuando afirma que Dios bendice
nuestros esfuerzos: y vuestro fruto sea duradero. Vayamos, pues, a ganar
a

31 Cfr Mt 13, 23.

107

todos para Cristo, convencidos de que nada ni nadie podrá resultar un


verdadero obstáculo a la propagación del Evangelio: mis elegidos no
trabajarán en vano32.

El ejemplo de Jesús

Jesús nos amonesta para que nos guardernos de hacer nuestras buenas
obras delante de los hombres con el fin de que nos vean33, pero eso no
significa que deban omitirse, porque el apostolado debe ser tan real y tan
concreto como la luz que alumbra a los que viven en la casa o la ciudad
edificada sobre un monte, que sólo dejan de verse, la una cuando se oculta,
y la otra cuando no está allí.

Conviene insistir en esto porque no se sabe por qué extraños vericuetos


algunos han llegado a la conclusión de que el apostolado y el proselitismo
no exigen una acción concreta, y se imaginan, sin fundamento, que basta
limitarse a rezar y a esperar que lleguen los frutos. No actuó así Nuestro
Señor Jesucristo, que se entregó generosamente no sólo a adoctrinar a las
muchedumbres sino también a una intensa labor proselitista de la que
proceden los doce apóstoles y, al menos, los setenta y dos discípulos de los
que nos habla el santo Evangelio.

32 Is 6S, 23.

33 Cfr Mt 6, 1.

108

El apostolado y el proselitismo dependen desde luego de nuestra


identificación con Cristo. No podemos dudarlo porque así nos lo enseñó el
Maestro: Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; quien está unido conmigo y
yo con él, ése da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer34. Pero,
estas palabras no son una invitación a la pasividad, sino más bien todo lo
contrario, pues precisamente nos muestran lo que hemos de «hacer» para
dar fruto apostólico. De ahí que nos sintamos urgidos a la acción, a dar la
cara por la extensión del reino de Cristo con todos los medios que estén a
nuestro alcance.

Jesús buscó a las almas sin concederse tregua ni descanso. A los


apóstoles, mientras se afanan con sus barcas y sus redes; entre sus dineros
a Mateo; en el brocal del pozo a la Samaritana; a Lázaro y a sus hermanas
en la casa que tantas veces le recibió; y a otros, como Zaqueo, en situación
divertida: cuando al levantar los ojos le sorprende subido a las ramas de
una higuera.

Por eso no se entiende que algunos cristianos no se atrevan a hablar de


Dios atenazados por los respetos humanos. Y no se entiende porque el
apostolado tiene su raíz en la realidad de nuestra incorporación a Cristo por
el Bautismo, uiiedebe impulsarno's a identíficamos con lí también en el
apostolado, en el trato con los demás.

34 Jn 15, 5.
109

y no se comprende porque el apostolado hunde sus raíces en la realidad de


nuestra incorporación a Cristo, de cuyo Sacerdocio participamos desde el
día de nuestro bautismo. En Cristo, pues, somos sacerdotes, intermediarios
entre Dios y los hombres. Y, aunque es cierto que este sacerdocio es
diferente del que poseen los que han recibido el sacramento del Orden, nos
capacita sin embargo para ir a los demás en nombre de Cristo y unidos
aÉI35. El apostolado no es, por tanto, una tarea exclusiva de sacerdotes y
religiosos; es la misión concreta de cualquier cristiano, y no debemos
separar nuestra condición de cristianos del apostolado.

Por eso no debemos ser tímidos ni temer al qué dirán, ni amilanarnos ante
el reconocimiento más o menos exagerado de nuestra falta de condiciones
para ir en nombre de Cristo a los demás. ¿No nos dice el Señor que
seamos luz? Pues vamos a ser luz, no sólo con el ejemplo, que es
imprescindible, sino también con la palabra, con el consejo oportuno,con la
ayuda apostólica que hace posible acudir a unos medios de formación
espiritual y a frecuentar los sacramentos.

35 Cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 863.

El padre de Kika

Kika estudia su segundo año en la universidad. Quiere mucho a su padre y


le anima a marcharse unos días de retiro espiritual. Don José vuelve el
domingo por la tarde y trae el determinado propósito de hacer apostolado
con un colega del mismo despacho. El lunes, a primera hora se hizo un
pequeño guión con lo que quería decirle. Fue a Misa, comulgó y pidió
mucho por su amigo. Después, en la oficina, hacia el mediodía se dirigió a
él y le dijo:

-Juan, me gustaría hablar contigo de un asunto.

-Pues tú dirás -contestó éste.

-¿Te parece al salir del trabajo?

-Me parece bien, cuando volvamos a casa.

Don José estaba algo nervioso y repasó cuidadosamente su guión. Por fin
salieron juntos, pero Juan, curioso e impaciente, le preguntó a bocajar-ro:

-Pepe, ¿qué querías decirme?

Y Pepe, don José, aturullado, olvidó su discursito y contestó lo primero que


se le vino a la mente, aunque nada tenía que ver con lo que había pensado.

-Pues quería decirte que hace mucho tiempo que no vas a Misa -le soltó
don José, con la impresión de quien ha metido la pata y no sabe cómo
sacarla. Sin embargo, su amigo reaccionó noblemente y mirándole a los
ojos le dijo:

111

-Pepe, en treinta años, ni siquiera en mi casa se han atrevido a decírmelo.


Te lo agradezco de verdad. A partir de ahora te prometo que las cosas
empezarán a cambiar. El próxirno domingo me recoges y me iré contigo a
la iglesia.

Si actuamos con sencillez y rectitud de intención, poniendo nuestra


confianza en Dios, el Señor se valdrá de nosotros para iluminar y remover
los corazones de los demás. Tal vez no nos hagan caso, tal vez podrá
parecer que de nada sirve lo que hacemos, pero nadie conoce los caminos
de Dios. Jesús no nos pide triunfar sino que vayamos en su nombre a
colegas, amigos y familiares, para decirles unas palabras al oído.
Dios hablará por nosotros

El éxito no está en nuestras manos sino en las de Dios, pues no somos


nosotros ni nuestros consejos los que convierten las almas. Por eso, el
apostolado hay que apoyarlo en el trabajo bien hecho, en la oración y en la
mortificación con que pedimos al Señor las gracias necesarias para
realizarlo con eficacia. El apostolado «no es algo diverso de la tarea de
todos los días; se confunde con ese mismo trabajo, convertido en ocasión
de encuentro personal con Cristo. En esa labor, al esforzarnos codo con
codo en los mismos afanes con nuestros compañeros, con nuestros amigos,

con nuestros parientes, podremos ayudarles a llegar a Cristo»36.

Pero «es que mis amigos no entienden»; «es que viven lejos de Dios»; «es
que no me harán caso». Y ¿quién dice eso? ¿No somos nosotros? ¿No es
nuestra pereza? ¿No es nuestra comodidad? ¿No son ésas las falsas
razones en que nos apoyamos para dejar de hacer lo que debemos? Jesús
prometió la asistencia divina en momentos de persecución: os será dado en
aquella hora lo que hayáis de decir Puesto que no sois vosotros quien habla
entonces, sino el Espíritu de vuestro Padre, el cual hablará por vosotroS37.
Y ¿nos abandonará por el hecho de no ser perseguidos por los demás?
¿No pondrá en nuestros labios palabras de vida eterna, capaces de
remover a los que aún viven lejos de Él, quizá porque nadie se les ha
acercado en nombre de Cristo?

No hemos de temer porque no estamos solos. El Señor estará siempre a


nuestro lado. Pero seamos humildes, vayamos a los demás con sencillez,
sin prepotencia, porque al apostolado no vamos a discutir ni a vencer, sino a
exponer con fe y con caridad la atractiva doctrina de Nuestro Señor
Jesucristo que vino a la tierra para salvar a todos.
36 BEATO JOSEMARIA EscRivÁ. Amigos de Dios, 264-265.

37 Mt 10, 19-20.

Capítulo VI

PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN EL

CIELO

114

1. HABLAR CON DIOS

La oración de los hijos de Dios

Las ideas deben ser siempre claras. No todos los cristianos, sin embargo,
poseen esa claridad, y a menudo se conforman con lo que podríamos llamar
aproximación a la verdad. Y esto ocurre precisamente en lo que se refiere a
nuestra vida de hijos de Dios. Así es frecuente pensar que basta recibir los
sacramentos para ser buenos hijos de Dios, sin darnos cuenta de que los
sacramentos solamente son un medio para alcanzar nuestro fin:
identificarnos con Nuestro Señor Jesucristo, ser Cristo, y en Cristo hijos de
Dios.

«Por la filiación divina, el cristiano ha de vivir constantemente metido en


Dios, endiosado. No sólo pasivamente -porque con la gracia Dios nos mete
dentro de su Vida divina-, sino activamente, participando también con su
inteligencia y su voluntad en esa eterna actividad de Conocimiento y Amor
que es el misterio de Dios Uno y Trino. Toda nuestra actividad ha de ser
oración»'. Por eso no se entiende el descuido de tantos que solamente
acuden al Padre en momentos de extrema necesidad, cuando se
encuentran en algún apuro o no cabe más solución que la que pueda
llegarles sólo desde el Cielo.
La importancia de la oración es tan grande que de ella depende en buena
parte la eficacia de los sacramentos. En efecto, muchas veces no sacamos
de ellos todo el fruto que esperamos por falta de preparación. Y esa falta de
preparación es la ausencia de la atención debida antes de recibirlos o
después de haberío hecho, en último término, la demostración de que no
hemos orado como conviene.

Por eso un buen hijo de Dios no tiene en poco la oración, sino que la valora
como lo primero en el orden de sus disposiciones interiores a la hora de
tratar con nuestro Padre del Cielo. Sin oración no hay o es muy difícil que
pueda existir verdadero amor al Padre. Jesucristo no sólo la aconsejó:
conviene orar siempre2@ sino que también nos dejó el ejernplo a seguir,
recogido en el Evangelio en citas tales como: pasó la noche en oración3@ u
otras parecidas, que han quedado como testimonio de su conducta.

F. OcÁRiz, El sentido de la filiación divina. En Mons. Escrivá de


Balaguer. Pamplona 1985.

2 LC 18, 1.

3 LC 6, 12.

115

A los hijos de Dios debería llamarnos la atención esta actitud de Cristo. En


efecto: nosotros nos contentamos con acordarnos del Padre de vez en
cuando, mientras que Jesús no se conforma con mantener una continua
presencia de Dios -que tenía por ser verdadero Dios-; y, como hombre -
porque también es verdadero hombre-, busca las ocasiones de estar a solas
con el Padre y dialogar confiadamente con Él. «Me has escrito: orar es
hablar con Dios. Pero, ¿de qué? -¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas,
éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias...,
¡flaquezas!: y nacimientos de gracias y peticio-
nes: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte:
'tratarse'»4.

Estas breves líneas resumen la esencia de lo que ha de ser nuestra oración:


una conversación sencilla, sin adornos ni complicaciones, que no
necesitamos para dirigirnos a Dios. «Los hijos de Dios no necesitan un
método cuadriculado y artificial, para dirigirse a su Padre. El amor es
inventiva, industrioso: si amamos, sabremos descubrir caminos personales,
íntimos, que nos lleven a este diálogo continuo con el Señor»5.

4 Camino, 91.

· BEATO JosEm~ EscpjvÁ, Amigos de Dios, 255.

116

¿Cómo hablar con el Padre?

Sabemos que el cariño nace y crece con el trato, por eso si de veras
queremos amar a nuestro Padre del Cielo, no podemos prescindir del
alimento de la oración. De ahí que resulte imprescindible saber encontrar
cada día unos minutos, un tiempo dedicado exclusivamente a conversar con
Él. En esto debemos ser muy exigentes, y no descansar hasta que
hayamos fijado el momento de la jornada y el tiempo que vamos a dedicar a
la oración. De no ser así, pronto descubriremos que las disposiciones
generales de poco o de nada sirven, si no van acompañadas de la firme
determinación de cumplirlas.

Una vez concretados estos aspectos, cada uno se dirigirá al Padre como
pueda, y lo hará de acuerdo con la formación y la cultura que posea, que
Dios no se fija en esas cosas sino en nuestra buena voluntad, aunque no
acertemos a expresaría con palabras. Al actuar de esta manera -aunque no
seamos conscientes de ello-, el alma se adentra en la intimidad divina, y allí
-en diálogo filial-, nacerán los mejores propósitos de fidelidad y santidad.

Para hablar con nuestro Padre no necesitamos rebuscar lo que vamos a


decirle. Bastará mirar a nuestro alrededor para encontrar los temas más
adecuados. El trabajo, el comportamiento con los demás, la familia, la casa
en que vivimos, la comida, las diversiones, el carácter, y otros similares, nos
presentarán la oportunidad de dialogar con Él de nuestra vida ordinaria, que
es el lugar de nuestra identificación con Cristo.

Con esto no pretende decirse que siempre y de modo habitual debamos


seguir el mismo camino o que obligatoriamente hayamos de sujetarnos a un
tema. Pero sí que, al menos durante algunas temporadas, los enumerados
deberán ocupar el tiempo de nuestra oración, porque si no hablamos con el
Padre de nuestras cosas, nunca aprenderemos a portarnos como hijos
suyos. Sin embargo, no faltarán ocasiones en las que lo mejor será
ponerse en presencia de Dios y quedar tranquilos y a gusto con Él que, por
decirlo así, nos da descanso y consuelo.

Mirando a Jesús

La voluntad del Padre es que imitemos a su Hijo, y la oración nos


proporciona la ocasión de conocerle mejor y de amarle más. «Los hombres,
hasta inconscientemente, se mueven en un continuo afán de imitarse unos
a otros. Y nosotros, ¿abandonaremos la invitación de imitar a Jesús? Cada
individuo se esfuerza, poco a poco, por identificarse con lo que le atrae, con
el modelo que ha escogido para su Propio talante. Según el ideal que cada
uno se fo@a, así resulta su modo de proceder»6.

Id., 252.
Como nuestro modelo es Cristo, hay que contemplarle en la oración, hay
que «observar los pasos del Mesias porque ÉI'ha venido a mostrarnos la
senda que lleva al Padre. Descubriremos, con Él, có'mo se puede dar
relieve sobrenatural a las actividades aparentemente más pequeñas:
aprenderemos a vivir cada instante con vibración de eternidad, Y
comprenderemos con mayor hondura que la criatura necesita esos tiempos
de conversación íntima con Dios: para tratarle, para invocarle, para alabarle,
para romper en acciones de gracias, para escucharle o, sencillamente, para
estar conÉI»7.

En la oración no sólo encontramos la oportunidad de conocer mejor a


Jesucristo, sino también las gracias necesarias para corregir y enmendar,
con sencillez y humildad, lo que nos aparta del Padre y ejercitamos en lo
que nos acerca a Él. Por esta razón, además de otros asuntos, habrá que
hablarle de nuestros defectos: contárselos y pedirle fuerzas para
superarlos. De no ser así, nuestra oración se convertiría en una especie de
consideración teórica, pero no en una conversación confiada en la que
tratamos de todo: de lo bueno porque siempre será posible mejorarlo, y de
lo que no es tan bueno para arrancarlo de nuestra vida con la ayuda divina.'

Como fruto del trato con el Padre nacerán los propósitos, las decisiones
personales con

7 Id., 239.

11 9

las que nos determinamos a cumplir su voluntad y a vivir como hijos suyos.
Sin embargo, seda un error pensar que la oración debe tenninar siempre
con un propósito. Muchas veces, en efecto, bastará insistir en algunos de
los hechos anteriortnente, y pedirle a Dios que nos ayude a cumplirlos. Si
actuamos así, cuando se presente la ocasión de practicarlos, el alma estará
preparada para vencer con mayor facilidad porque se sentirá empujada a
actuar de acuerdo con las disposiciones adquiridas.
La oración es un diálogo con nuestro Padre Dios

La verdadera oración es siempre un diálogo entre Dios y nosotros. Y por


diálogo se entiende un intercambio de modos de pensar, un enriquecimiento
de la propia persona ante las ideas de los demás.

En nuestro caso es evidente que no vamos a enriquecer a Dios, sino que


vamos a ser ennquecidos por Él, y para esto es preciso partirde un principio
claro: somos nosotros los que tenemos que aprender a tratarle como Padre
y a comportarnos como hijos suyos. De ahí que intentemos, por todos los
medios a nuestro alcance, impedir que la oración se convierta en un
continuo hablar en el que Dios no puede intervenir. La oración no consiste
tanto en hablar como en escuchar. De no ser así se transforrnaría en un
monólogo y dejaría de ser ora-

120

ción para convertirse en una fonna más 0 menos velada de pensar en los
propios problemas y pretender resolverlos a fuerza de darle vueltas en un
ejercicio inútil de la imaginación.

De todo esto se deduce que debemos conducirnos con sencillez en el trato


con nuestro Padre. Y la sencillez, más que en contarle lo que nos pasa,
radica en atender a lo que tenga que decirnos. Si Él se complace en
escucharnos es para poder intervenir en nuestra vida con su luz y con su
amor. Por eso la mejor oración es la del que deja hablar a Dios, la del que
está dispuesto a entender su voluntad y a poner por obra cuanto le pida.

En la oración es Dios quien debe llevar «la voz cantante», a nosotros nos
corresponde prestar atención a su palabra. ¿No habéis observado lo que
sucede cuando entre dos personas, una no quiere tratar determinado tema
en la conversación? Se hablará de pájaros y de flores, o del tiempo, de
todo menos de lo que verdaderamente importa. Se dirá que nadie va a la
oración con esta ausencia de buena voluntad; pero el hecho de que nos
cueste trabajo pensar en alguien así, no significa que no exista, y ni siquiera
que no sea uno de nosotros.

Por eso no debemos empeñarnos tontamente en llenar el tiempo de la


oración con nuestras palabras, sino poner nuestra atención en las suyas
que son las únicas que verdaderamente importan, las únicas que pueden

121

proporcionar las fuerzas de la gracia y del arnor. «Permanece atento,


porque quizá Él querrá indicarte algo: y surgirán esas mociones interiores,
ese caer en la cuenta, esas reconvenciones»8.

2. CO@ENE ORAR SIEMPRE

oración vocal y filiación divina

El hombre tiende por naturaleza a comunicarse, y sólo los engreídos, los


egoístas o los soberbios buscan la soledad de estar consigo mismos,
olvidándose de Dios y de los demás. Si queremos ser buenos hijos de Dios
es preciso que aprendamos a dialogar con el Padre, con el Hijo, con el
Espíritu Santo, con la Santisima Virgen, y con los Ángeles y los Santos.

A esto se opone nuestro enemigo, el demonio, empeñado en convencemos


de lo contrario. Y, a juzgar por los efectos, debe hacerlo bastante bien,
pues consigue hacer mucho mal. Y así, no faltan los que admiten la
conveniencia de la oración, pero -esto es lo que afirman-, prefieren la
mental, porque a la vocal la desprecian y califican de algo rutinario que sólo
lleva a perder el tiempo.
Si fuésemos de esta opinión habríamos de atenernos a sus consecuencias
pues es falsa por varias razones. La primera porque orar no

8 Id., 253.

122

es una cuestión de preferencias, sino de amor. La segunda porque la


oración vocal es una de las fonnas que tenemos de hablar con Dios. y en
tercer lugar porque, como nos dice Santa Teresa: «sé que muchas
personas, rezando vocalmente, las levanta Dios, sin saber ellas cómo, a
subida contemplación»9.

San Gabriel habla con la Virgen en la Anunciación, Santa Isabel con María
en la Visitación, y con las palabras de estas dos entrevistas la Iglesia ha
formado esa hermosísima oración que es el Avemaría. Y si previamente
tenemos en cuenta que cuando los Apóstoles piden a Jesús que les enseñe
a orar les recita el Padrenuestro -la mejor de todas las oraciones-, llegamos
a la conclusión de que la oración vocal, aunque el demonio o un ejército de
demonios se empeñen en convencernos de lo contrario, no es cuestión de
poca monta.

Para seguir la exhortación del Espíritu Santo de orar sin descansos, es casi
imprescindible el ejercicio de la oración vocal. Porque, ¿cómo conseguirlo
cuando la cabeza no da de sí o el tiempo del que disponemos es escaso?
¿Nos abandonaremos al loco juego de la imaginación cuando lo más seguro
es que nos lleve por otros derroteros?

¿No vale la pena comenzar el día, desde el principio, con un sentido más
profundo de nuestra filiación, rezando las oraciones que

9 Caminode perfección, 30, 7.


10 Cf 1 Ts 5, 17.

123

aprendimos de niños? ¿Qué hacer después, cuando nos dirigimos al lugar


de nuestro trabajo, cuando paseamos, al subir unas escaleras 0 mientras
esperamos el autobús? ¿No podríamos aprovechar esos minutos para
recitar alguna de las oraciones que sabemos de me-

nioria?

El Oh Señora mía", los actos de amor y de contrición, las comuniones


espiritualesl2y las jaculatorias, el Padrenuestro, el Credo, el Bendita sea tu
pureza 13, el Acordaosl4, el Ángel de

Dios 15-por poner algunos ejemplos-, tienen

1 1 i Oh Seiíora mía, oh Madre mía! Yo me ofrezco enteramente a Vos; y


en prueba de mi filial afecto os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi
lengua, mi corazón; en una palabra todo mi ser. Ya que soy todo vuestro,
Madre de bondad, guardadme y defendedme como cosa y posesión
vuestra. Amén.

12 Entre las diversas fónnulas que pueden utilizarse para rezar la comunión
espiritual, recogemos la siguiente. Yo quisiera, Señor, recibimos con
aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima
Madre; con el espíritu y fervor de los santos.

13 Bendita sea tu pureza, y eternamente lo sea, pues todo un Dios se


recrea en tan graciosa belleza. A Ti, celestial Princesa, Virgen Sagrada,
María, yo te ofrezco en este día, alma, vida y corazón. Mírame con
compasión. No me dejes, Madre mía.
14 Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!, que jamás se oyó decir que
ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorado vuestra
asistencia, reclamado vuestro auxilio, haya sido abandonado de Vos.
Animado con esta confianza, a Vos también acudo, oh Madre Virgen de las
vírgenes, y gimiendo bajo el peso de mis pecados, me atrevo a comparecer
ante vuestra presencia soberana. Oh Madre de Dios, no desechéis mis
súplicas, antes bien escuchadlas y atendedlas henignamente. Amén.

11 Angel de Dios, bajo cuya custodia me puso el Señor con amorosa


piedad, a mí que soy tu encomendado, alúmbrame hoy, guárdame,
defiéndeme y gobiérname. Amén.

un encanto especial que nos mueve a verdadera devoción, y nos


proporcionan además la ayuda necesaria para salir airosos en los
momentos tontos del día, en los que el demonio se aprovecha para
tentarnos con las cosas más absurdas.

Esto no quiere decir que debamos considerar las oraciones vocales,


exclusivamente, como un remedio o una salida airosa para utilizar en
situaciones excepcionales. En esas circunstancias serán efectivamente una
solución de urgencia, pero no debemos menospreciarlas porque son
verdadera oración, tan valiosa y eficaz como la mental.

¿Es posible que queramos vivir como hijos de Dios, que deseemos dialogar
continuamente con Él, y que seamos capaces de prescindir de un medio tan
sencillo de conseguirlo? ¿Somos conscientes de que son muchos los
minutos que se pierden a lo largo del día en pensar en nuestras cosas o en
luchar tontamente con las tentaciones, cuando tenemos a nuestro alcance
la posibilidad de aprovecharlos dialogando con nuestro Padre Dios?
Identificación con Cristo en la oración vocal

Y ¿qué decir de esa devoción, tan popular en la Iglesia que es el Santo


Rosario? «Es rni oración predilecta (... ). Con el trasfondo de las Avem@as
pasan ante los ojos del alma los episodios principales de la vida de
Jesucristo. El

125

Rosado en su conjunto consta de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos,


y nos ponen en comunión vital con Jesucristo a través del Corazón de su
Madre. Al mismo tiempo, nuestro corazón puede incluir en estas decenas
del Rosaiio todos los hechos que entraman la vida del individuo, la familia,
la nación, la Iglesia y la humanidad. Experiencias personales o del prójimo,
sobre todo de las personas más cercanas o que llevamos más en el
corazón. De este modo, la sencilla plegaria del Rosario, sintoniza con el
ritmo de la vida humana»16.

El camino de la filiación divina pasa por la identificación con Cristo. Y esta


oración nos ayuda a meditar en su vida y, además, nos sirve para llegar a
Jesús a través de María. Ella lo trajo al mundo porque es su Madre, y Ella
nos llevará hasta Él porque es Madre nuestra.

Claro que la oración vocal tiene un secreto. Consiste en poner los medios
para que no se convierta en una rutina sin sentido, aunque digamos siempre
lo mismo. «¿Siempre lo rnismo? ¿Y no se dicen siempre lo mismo los que
se aman?... ¿Acaso no habrá monotonía porque en lugar de pronunciar las
palabras como hombre, emites sonidos como aninial, estando tu
pensamiento muy lejos de Dios?»17.

" JUAN PABLO 11, Aloc. 29-X- 1 978.

1988. 1 7BEATO JOSEM@A EscRivÁ, Santo Rosario. 23 ed. Madrid


126

Las distracciones que suelen surgir en la oración vocal, se vencen como los
malos pensamientos: huyendo de ellos y acudiendo a la ayuda de la
Virgen. Por eso hemos de seguir el

consejo: «Despacio. -Mira qué dices, quién lo

dice y a quién' -Porque ese hablar de prisa,

sin lugar para la consideración, es ruido, gol-

peteo de latas. Y te diré con Santa Teresa, que no lo llamo oración aunque
mucho menees los labios» 18.

No es necesario que las oraciones vocales las dirijamos directamente a


Dios. También la Santísima Virgen, los Ángeles y los Santos, pueden
recibirlas. Esto no supone detrimento de la gloria divina, porque el Señor
cuenta con su mediación. Prescindir de estos intermediaños equivaldría a
renunciar a la valiosísima recomendación de Nuestra Señora, y a las
súplicas con que los bienaventurados las acompañan y las presentan al
Padre como hijos suyos predilectos.

3. VMR EN LA PRESENCIA DE DIOS

Siempre como hijos de Dios

Sería un error pensar que el trato con el Padre se reduce a buscarle en la


intimidad de la oración y allí, a solas con Él, hablarle y esperar sus
inspiraciones. A Dios hay que tra-

18 Camino, 85.

127
tarle también en la vida ordinaria, en el trabajo y en las relaciones con los
demás. Por eso, no debemos confonnamos con dedicarle unos minutos de
la jornada, sino que hemos de esforzarnos en prolongar el diálogo con el
Padre hasta convertir nuestro día en una oración continua.

«Es posible que haya quienes, como hombres fuertes, a los que basta hacer
sólo una gran comida al día, mantengan la tensión interior gracias a un largo
rato de oración; nosotros somos niños que necesitan para mantenerse de
muchas comidas: tenemos siempre necesidad de nuevo alimento. Cada día
debe haber algún rato dedicado especialmente al trato con Dios, pero sin
olvidar que nuestra oración ha de ser constante, como el latir del corazón:
jaculatorias, actos de amor; acciones de gracias, actos de desagravio,
comuniones espirituales. Al caminar por la calle, al cerrar o abrir una
puerta, al divisar en la lejanía el campanario de una iglesia, al comenzar
nuestros quehaceres, al hacerlos, y al tenninarlos, todo lo referimos al
Señor» 19.

A esta referencia constante al Señor es a lo que llaman los autores


espirituales presencia de Dios. Algunos creen que para tenerla se necesita
una fantasía especial, porque suponen que consiste en imaginárselo, y se
esfuerzan en recordarlo como lo han visto representado en cualquiera de
las expresiones del arte. Pero

19]3EATO JOSEMAWA EscRwÁ, Carta 24-III-1930.

128

si las cosas fueran así, mantener la presencia de Dios resultara poco menos
que imposible.

¿Qué sucedería, en efecto, a una mujer ocupada en las tareas del hogar, a
un contable, o a un obrero de la industria, si se les pidiese que además de
tener en cuenta el tiempo del asado, la suma de una columna de cifras y la
exactitud de una pieza de precisión, tuvieran que estar imaginándose al
Señor? El resultado sería catastrófico porque al intentar mantener su
atención en dos ocupaciones a la vez, se terminaría descuidando alguna de
ellas; y se acabaría arruinando la comida, con error en las cuentas o
destruyendo la maquinaria; 0, por el contrario, olvidándonos de Él.

Afortunadamente la presencia de Dios es algo más sencillo que todo eso.


Fundamentalmente consiste en darse cuenta de que siempre está junto a
nosotros, y compartir con Él lo que estamos haciendo -sea lo que sea-.
Naturalmente la presencia de Dios es una oración distinta de la que se hace
cuando estamos a solas con el Padre, sin nada que nos lo estorbe. En este
caso, sólo debemos empeñamos en escucharle o en hablarle, mientras que
para mantener viva su presencia -al realizar una tarea- habremos de
ocuparnos tarnbién de lo que llevamos entre manos.

Es más fácil de lo que parece y, en ocasiones, será suficiente dirigir una


breve mirada al crucifijo o a una imagen de la Virgen para iniciar un diálogo
de amor con nuestro Padre celestial. Para vivir la presencia de Dios tene-

129

nios que esforzarnos porque, aunque de un modo ideal Dios sea lo primero
para nosotros, no ocurre igual en la realidad cotidiana. ¿En qué pensamos
durante el día? ¿Dónde están nuestras ilusiones? ¿Cuántas veces nos
detenemos para ofrecer al Padre el trabajo, las alegrías o las contrariedades
que nos salen al

paso'>

Los hijos de Dios somos siempre hijos suyos, y por tanto no hay, o no
debería haber, horas, días, trabajos o actividades en los que nos podamos
considerar desligados del compromiso amoroso que nos une a Él. Por eso
no hemos de conformarnos con vivir algunas prácticas de piedad, y
después, con la satisfacción del deber cumplido, dedicamos a lo que
llamamos nuestras cosas: aficiones, gustos, diversiones o trabajo.
No, un hijo de Dios no se contentará con el cumplimiento de unos cuantos
deberes, sino que procurará mantener un diálogo constante con el Padre.
¿Cuándo se entenderá esta verdad tan sencilla y que puede hacernos tan
felices? Porque ¿cabe pensar en algo más bonito que esa idea de
compartir nuestro día, nuestro traba . o, nuestras diversiones, nuestras pe-

nas, toda nuestra vida con Dios?

También entre pucheros anda el Señor

El Padre nos ha hecho, y nos ama como somos. Y somos materia y espíritu,
cuerpo y

130

alma. Por eso, en la presencia de Dios deben entrecruzarse lo material y lo


espiritual, y prescindir de alguno de estos elementos equivaldría a renunciar
a la condición humana. Y, en esa situación, ¿cómo podríamos conducirnos
como hijos de Dios?

No hay otro camino: «o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al


Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita
nuestra época devolver -a la materia y a las situaciones que parecen más
vulgares- su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios,
espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro
con Jesucristo»20.

Esto le ocurre a quienes no terminan de entender -lo diremos con palabras


de Santa Teresa-, que también entre pucheros anda el Señor. Y así les va
en la vida: son como flores de invernadero, y les falta el amor que nace del
encuentro y del trato con Dios en el trabajo, en la vida de familia, en el trato
con los demás y en sus diversiones. En pocas palabras, puede que sepan
lo que es amar a Dios, pero su corazón lo tienen seco y frío porque carecen
de la vida y del calor que la intimidad con el Padre presta a nuestra filiación
divina.

20 BEATO JOSEMAPIA EscRivÁ, Conversaciones, 114.

Capítulo VII

EN LA CASA DEL PADRE

1. LA HUIDA DE DIOS

¿Puede perderse la filiación divina?

Somos hijos de Dios porque Nuestro Señor Jesucristo con su Vida, su


Pasión, Muerte y Resurrección Gloriosa, nos hace suyos y, en Él, hijos
queridísimos del Padre. Pero ¿puede perderse la filiación divina? A esto
debemos responder: lo que propiamente puede perderse es nuestra
participación en la Vida de Cristo. Por eso, un buen cristiano ha de
procurar, por todos los medíos a su alcance, no romper su unión con Jesús,
pues en el momento en que se produjera la ruptura dejaría de participar de
su Vida, como el hierro que se enfría al separarse del fuego, y como el
sarmiento que se convierte en un palitroque inútil al arrancarse de la vid.

Nuestra unión con Cristo se pierde de modo inverso al que se produjo. Se


produjo por amor: porque Dios nos ama y nos hace hi-

132
jos suyos. Y se pierde por desamor: cuando nuestra falta de
correspondencia nos lleva a apartarnos de Él. Así sucedió en el Paraíso,
donde vinimos a parar de hijos de Dios en simples criaturas', heridas incluso
en lo natural, incapaces por nosotros mismos de conseguir nada que, de
una o de otra manera, tuviese algo que ver con la vida divina.

Algunos cargan excesivamente la responsabilidad sobre Adán y Eva como


si sólo ellos fueran los causantes de tanto mal, olvidando que también
nosotros -hijos de Dios al recibir el bautismo-, al pecado original con el que
todos nacemos, hemos añadido otros que también nos separan de Él. Por
eso, no nos engañemos, que todos somos pecadoreS2@ y@ COMOdice
San Juan: si alguno dijere que no tiene pecado, ése miente3.

La separación de Dios

«El hombre es como un planeta. El planeta tiene que girar alrededor del
sol. La obligación de girar pertenece a su esencia. Si el planeta tuviera
voluntad libre, podría abandonar su órbita y desviar su trayectoria hacia
cualquier punto del espacio. Esto es lo tentador del pecado, su
independencia. Pero sin duda

1 Cfr Ga 4, 22; Rm 5, 12-14; Hb 2,14.

· St 3, 2.

3 1 Jn 1, 8.

133
alguna, la independencia es para el hombre lo que sena para el planeta si
pudiera librarse de su órbita. Naturalmente, el girar significa una obligación
para él, pero también significa luz. Mientras gira alrededor del sol, recibe de
éste la luz que le vivifica y calienta. Pero lejos, en el espacio universal hacia
donde su libertad le irnpulsa, reina el ffio y la noche»4.

Esta triste situación se repite cada vez que caemos en los pecados que nos
separan del Padre.. Cuando pecamos lo hacemos a sabiendas de que nos
apartamos de Dios, de que huirnos de la casa del Padre, y de que
perdemos el derecho a llamarnos hijos suyos. Pero nos amamos tan
desordenadamente a nosotros mismos, que pretendemos ignorar ese
conocimiento para actuar con mayor tranquilidad de conciencia en la
búsqueda de la satisfacción personal: del orgullo, de la vanidad, de la
pereza, de la sensualidad o del egoísmo.

Todos los pecados, sin embargo, no revisten la misma gravedad, ni


producen las mismas consecuencias, porque no todos nos separan de
Dios. Hay pecados que acarrean lamuerte5@ son los mortales, que nos
hacen perder la gracia santificante y con ella la participación en la Vida
divina. Que el pecado mortal nos separa de Dios es algo tan cierto que se
ve confirmado por la terrible sentencia con que el mismo Jesucristo
rechazará a los que

4 BIRNGRUBER, S., La moral del seglar. Madrid 1963, p. 87.

· 1Jn 5, 16.

134

mueran en ese estado: apartaos de mí, malditos, al fuego eterno6. Pero la


razón de esta sentencia no hemos de buscarla en la voluntad de Dios, que
quiere que todos los hombres se salven, sino en el hombre, porque el
pecado no es ajeno a nuestra voluntad7, sino algo que ésta quiere, algo que
se hace a ciencia y conciencia, y negar esta realidad sólo nos llevaría a
alejamos más del Padre y a obstinarnos en el mal8.
El hecho de que nos cueste aceptar el para siempre de la separación de
Dios en el Infierno, donde nunca más podremos vivir como hijos suyos, no
quiere decir que se trate de un castigo injusto, sino más bien que la malicia
del pecado mortal es tan grande que de algún modo se nos escapa su
comprensión. Su maldad es tan profunda que no puede entenderse sin
acudir a la luz de la fe, que nos enseña que el Hijo de Dios se hizo Hombre
y murió por nosotros en la Cruz precisamente para libramos del pecado y
hacemos hijos del Padre.

De ahí que no sea justo argumentar acerca de la injusticia del Infierno, sino
que, de acuerdo con la fe y con la razón hemos de decir: el pecado mortal
nos aparta de tal modo de Dios y nuestra voluntad está tan apegada al

6 Mt 25,41.

7 Cfr 1 Tm 2, 4.

8 Cfr Mt 13, 14.

135

inal que nos desca@a, que el pecador merece justamente la eterna


separación del Padre.

Además del pecado mortal existe también el venial. Esta clase de pecados
procede de una tibieza en el amor, por la que nos quedarnos para nosotros
algo que le corresponde al padre. Algo que le negamos con egoísmo.
Santa Teresa de Jesús lo describe admirablernente: «Que esto me parece a
mí, ser como quien dice: Señor, aunque os pese, haré esto; ya veo que lo
veis, y sé que no lo queréis, y lo entiendo; mas quiero más seguir mi antojo
y mi apetito que no vuestra voluntad»9.

El pecado venial no supone una ruptura con el Padre, ni priva al alma de la


gracia santificante, ni interrumpe nuestra vida de hijos de Dios, pero nos
hace perder el sabor de las cosas sobrenaturales y sumergimos en el mar
de los gustos puramente humanos. Produce un enfriamiento de la caridad,
y si se enffia la caridad, que es el amor con que se ama al Padre, cabe
esperar que con ese enfriamiento nos vengan males mayores, como podría
ser el pecado mortal, con la consiguiente pérdida de la gracia y del derecho
a la gloria, que se habría perdido también al dejar de ser hijos de Dios para
convertimos en esclavos del demonio.

9 Caminode perfección, cap. 4 1.

136

2. EL RETORNO

Dios quiere nuestro arrepentimiento

Nos enseña la fe que en esa huida de la casa del Padre que es el pecado
mor-tal, perdemos la gracia divina y quedamos sin las fuerzas necesarias
para realizar un acto de arrepentimiento que nos permita recuperar los
derechos de hijos de Dios. La Iglesia lo ha definido así al afirmar que el
hombre caído no puede convertirse y hacer penitencia sin el auxilio del
Cielo'O.

La razón es muy simple: al perder la gracia desaparece toda actividad


sobrenatural y, en este supuesto, ¿cómo podríamos alcanzar la
justificación? Imposible. Pretenderlo sería tanto como intentar el absurdo de
convertir, por nosotros mismos, lo natural en sobrenatural. Para recuperar la
gracia, la amistad y la filiación divina, hace falta una intervención del Cielo:
pues es Dios el que produce en nosotros, por un efecto de su voluntad, no
sólo el querer sino también el obrar' 1.
Esto no significa que después de haber caído en el pecado mortal todo esté
perdido, pues nos queda el recurso de la oración con la que podemos y
debemos pedir el ' don del arrepentimiento: Hazme volver a ti y volveré, por-

10 Cfr CONCILIO 11 DE ORANGE Y CONCILIO DE TRENTO, SCS- 6,

cap. 16, can. 3: D. 817.

11 Flp 2,13.

137

que tú, Señor, eres mi Diosl2. Esta petición debernos hacerla llenos de
esperanza porque sabemos que el Padre no sólo desea nuestro retorno,
sino que lo favorece siempre. De no ser así, ¿cómo podríamos interpretar
las palabras de la Escritura Santa: Arrepentíos y convertíos para que sean
borrados vuestros pecados? 13. ¿Acaso no manifiestan que Dios está
dispuesto a prestarnos, en cualquier circunstancia, la ayuda necesaria para
convertirnos?

Con otras palabras: Dios quiere devolvernos la gracia, pero a condición de


que nos arrepintamosl4. El cumplimiento de esta condición es
imprescindible porque el pecado procede de la mala voluntad con que nos
apartamos del Padre y, mientras dure esa actitud, Él no podría perdonarnos
sin contradecirse. En efecto: si nos perdonase sin estar arrepentidos, nos
encontraríamos con el absurdo de estar, a la vez, en gracia y en pecado.
En gracia porque Dios nos habría perdonado, y en pecado porque mientras
perdure nuestra mala voluntad pennaneceriamos en él.
La infinita misericordia del Padre

El amor del Padre se nos manifiesta en su Hijo hecho hombre. Jesús


piensa en nosotros,

12 Jr 31,18.

13 Hch3, 19.

14 Cfr SANTO TomÁs, summa Theologica, 3, q. 86, 2.

138

en el camino que hemos de recorrer, en las dificultades que hemos de


superar, en las caídas que podemos sufrir, y en las veces que nos
tendríamos que levantar. Por eso, lleno de ternura nos invita a confiar en
Él, a pesar de nuestros pecados y debilidades: El hijo del Hombre ha venido
a salvar lo que se había perdido. Si un hombre tiene cien ovejas, y una de
ellas se hubiese desca@ado, ¿qué os parece que hará entonces? ¿No
dejará las noventa y nueve en los montes, y se irá en busca de la que se ha
descarriado?15.

Es tanta la misericordia del Señor, tanta su piedad, tan grande su deseo de


destruir el obstáculo que nos impide vivir como hijos del Padre, que concede
a los Apóstoles y a sus suce~ sores en el sacerdocio el poder de perdonar
los pecados: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados
les serán perdonados, y a quienes se los retuvieseis les serán retenidosl6.
De esta manera nos facilita la posibilidad de alcanzar -en cualquier
momento- la gracia que nos hace hijos de Dios y herederos de su gloria.

El sacramento de la Penitencia es el sacramento de la paciencia divina, de


la infinita misericordia de Dios que aguarda cada día el retorno del hijo que
se fue: «Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los
brazos, aunque no lo merezcamos. No ím-
1 5 Mt 18, 11-13.

16 Jn 201 21-23.

139

porta nuestra deuda. Como en el caso del hijo pródigo, hace falta sólo que
abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre,
que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de
podemos llamar y de ser, a pesar de tantas faltas de correspondencia por
nuestra parte, verdaderamente hijosSUyOS » 17.

«Dios no se cansa de esperar: Cuando aún estaba lejos, dice la Escritura, lo


vio su padre, y entemecíéronsele las entrañas y co@endo a su encuentro,
le echó los brazos al cuello y le dio mil besos (Lc 15, 20). Éstas son las
palabras del libro sagrado: le dio mil besos, se lo comía a besos. ¿Se puede
hablar más humanamente? ¿Se puede describir de manera más gráfica el
amor patemal de Dios por los hombres? Ante un Dios que corre hacia
nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San Pablo, Abba, Pater
(Rm 8, 15), ¡Padre, Padre mío!, porque siendo el Creador del universo, no le
importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida
confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos
esa palabra llenándonos el alma de gozo»] 8.

«Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos


purificamos en el santo sacramento de la Penitencia, Dios sale a nuestro
encuentro y nos perdona, ya no

17 BEATO JOSEMARÍA EscRivÁ, Es Cristo que pasa, 64.

18 Ibid.
140

hay tristeza: es muy justo regocijarse porque tu hennano había muerto y ha


resucitado, estaba perdido y ha sido hallado (Lc 15, 32). Estas palabras
recogen el final maravilloso de la pará~ bola del hijo pródigo, que nunca nos
cansaremos de meditar: 'he aquí que el Padre viene a tu encuentro; se
inclina sobre tu espalda, te dará un beso, prenda de amor y de ternura; hará
que te entreguen un vestido, un anillo, calzado. Tú temes todavía una
represión, él te devuelve tu dignidad; temes un castigo, y te da un beso;
tienes miedo de una palabra airada, y prepara para ti un banquete'(S.
AmBRosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, 7; PL 15, 1540)»19.

Jesucristo fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra


justificación2O. Por eso la confesión nos lleva a participar en la Pasión de
Cristo, y no sólo nos perdona los pecados, sino que también nos hace
renacer a la vida de la gracia y a la filiación divina, con una vitalidad tanto
mayor cuanto más mudamos, por el dolor, nuestras disposiciones interíores.

Amor a la Confesión sacramental

En el sacramento del Perdón, la Sangre de Cristo salva, conforta, purifica y


santifica al

19 Ibid., 179.

20 Rm 4, 25.

141
alma devolviéndole la gracia perdida, o la aurnenta si lo recibió libre de
pecado mortal. En la Confesión se recibe ayuda para poner nuestra vida de
hijos de Dios más de acuerdo con las enseñanzas de Jesucristo; se nos
aumentan las fuerzas para combatir las malas inclinaciones y para evitar las
ocasiones de pecado; la voluntad se fortalece en el propósito de no volver a
caer, y encontramos nuevos bríos para reemprender con ilusión la tarea de
la santificación personal y el apostolado a la que somos llamados por el
Señor.

Sin embargo, de nuestro amor, de la rectitud de nuestras disposiciones, de


la intensidad de nuestro arrepentimiento, dependen en buena parte las
gracias que se han de recibir en este sacramento. Por eso hemos de hacer
cuanto esté en nuestras manos para evitar que se vean disminuidas por la
precipitación, la superficialidad, o la ligereza. De ahí que sea tan importante
insistir en la adecuada preparación, de ahondar en el dolor y en la humildad.

Deberían ser tales nuestras disposiciones al confesar, tan profundas y


sinceras como si se tratase de nuestra última oportunidad. Con qué
cuidado, con qué amorosa diligencia haremos entonces el examen de
conciencia. Con cuánto amor y con cuánto arrepentimiento pediremos, en
esos momentos, perdón y qué firmes serán nuestros propósitos de
enmienda. Cuánta sinceridad y cuánta verdad al declarar los pecados,
mientras se hace caso omiso de la vergüenza que antes, quizá, nos

atenazaba. Con qué claridad se descubrirá la verdadera importancia de


nuestras faltas, y con cuánta fe y con qué fervor y con qué ilusionada
esperanza cumpliremos la penitencia que nos imponga el confesor.

Y ¿por qué no ha de ser siempre así? Si el Señor nos da su gracia, ¿por


qué no vamos a ahondar en cada confesión como si se tratase de la
última? Para recuperar la amistad del Padre, perdida por el pecado, es
preciso que se realice una profunda y sincera conversión interior. «Esa
conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firtne
de mejorar nuestra vida, y que -por tanto- se manifiesta en obras de
sacrificio y de entrega. Volver hacia la casa del Padre, por medio de este
sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos
revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la
familia de Dios»21.

La fe nos enseña que la Confesión no sólo es un medio para alcanzar el


perdón de los pecados, sino un sacramento en el que, si nos acercamos
con las debidas disposiciones, la Iglesia nos aplica los méritos de la Pasión,
de la Muerte y de la Resurrección de Cristo. Por eso cuando nos
confesamos es como si hubiéramos muerto con Cristo y resucitado con Él a
una vida nueva. ¿Despreciaremos esta ayuda tan especial del Padre
descuidando su

21 BEATO JOSEMAPIA EscRivÁ, Es Cristo que pasa, 64.

143

preparación o recibiéndola con menor frecuencia de la debida?

La Confesión es un encuentro con el Amor del Padre. «Tal amor es capaz


de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria hurnana, y singularmente
hacia toda miseria moral o pecado. Cuando esto ocurre, el que es objeto de
misericordia no se siente humillado, sino como hallado de nuevo
y'revalorizado'. El Padre le manifiesta, particularmente, su alegría por haber
sido'hallado de nuevo'y por 'haber resucitado'»22.

3. EL PAN DEL CIELO


Jesús es nuestro alimento

Son muchos los medios que podemos emplear en la tarea de nuestra


identificación con Cristo para vivir como buenos hijos de Dios, pero el primer
lugar lo ocupa la Eucaristía. Este es el principal sacramento al que se
ordenan los demás porque, a diferencia de los otros, no sólo nos da la
gracia sino también al autor de la gracia.

En la Sagrada Eucaristía Nuestro Señor Jesucristo está realmente presente,


con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad. Por eso, al
comulgar recibimos al Hijo de Dios hecho hombre. Es cierto que

22 JUAN PABLO 11, Enc. Dives in misericordia, n. 6.

144

nuestros sentidos son incapaces de descubrirlo porque Jesús permanece


oculto bajo las apariencias del pan y del vino, pero la fe nos enseña que
esto es así, y los cristianos lo creemos con más firmeza que si lo viéramos
con nuestros propios ojos, porque Dios lo ha revelado.

Fue Cristo el que nos lo enseñó: mi carne verdaderamente es comida., y mi


sangre verdaderamente es bebida23@ y Él mismo quien dio a sus
sucesores en el sacerdocio el poder de transformar el pan y el vino en su
Cuerpo y en su Sangre. Por eso, cada vez que el sacerdote pronuncia las
palabras de la consagración, Él se hace presente como alimento espiritual
de quienes lo reciben.

Pero hay una diferencia fundamental entre la comida material y la espiritual.


La material se convierte en quien la come y, en consecuencia, restaura y
acrecienta las fuerza vitales: nutre y edifica el cuerpo del hombre. Esta
comida espiritual, en cambio, «convierte en sí al que la come, y así el efecto
propio de este sacramento es la conversión del hombre en Cristo, para que
no viva él sino Cristo en él; y, en consecuencia, tiene el doble efecto de
restaurar las pérdidas espirituales causadas por los pecados y deficiencias,
y de aumentar las ftierzas de las virtudes»24.

23 Jn 6, 56.

24 SANTO TomÁs, Comen. IV al Libro de las Sentencias,

d. 12, q. 2, a. 1 1.

145

ir de Jesucristo

Al comulgar nos hacemos uno con Cristo: Él y nosotros somos entonces


como dos gotas de agua que se juntan: Quien come mi carne y bebe mi
sangre, en mí mora, y yo en él. Así como el Padre que me ha enviado vive,
y yo vivo por el Padre, así quien me come, también él vivirá por mí25. ¿Se
nos ocurre otro medio n-iás seguro que éste para identificarnos con Cristo,
para vivir de Él y para ser mejores hijos del Padre> No lo encontraremos por
más que nos esforcemos.

Sin embargo la presencia real de Nuestro Señor sacramentado en nosotros


puede ser mejor aprovechada. Cuando comulgamos recibimos siempre a
Jesucristo, aunque no siempre nos aprovecha de la misma manera. Pero si
estuviésemos en pecado mor-tal, la Comunión no sólo no aprovecha, sino
que se convierte en una ofensa a Dios, y en un nuevo motivo de perdición
porque quien come el Pan y bebe el Cáliz del Señor indignamente, será reo
del Cuerpo y de la Sangre del Señor26. Por eso el Apóstol nos amonesta a
mirar el interior de nuestra conciencia, antes de comulgar, para considerar si
estamos o no en condiciones de hacerlo: examínese el hombre a sí mismo,
y entonces coma el pan y beba el Cáliz; pues el que

25 Jn 6, 57 y 58.

26 1 Co 11, 27.

146

come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor come y bebe su propia
condenación27.

No es ésta, afortunadamente, la situación de los que sólo tienen gravada la


conciencia con el pecado venial. En este caso, aunque conviene que estén
libres de pecados veniales, «basta sin embargo que no tengan culpas
mortales»28 para acercarse a recibir a Jesucristo. Pero en cuestión de
tanta importancia han de tenerse en cuenta no sólo las disposiciones que
hacen lícita la Comunión, sino también aquellas otras que nos preparan
para sacar el mayor provecho.

En la Comunión recibimos a Cristo que se ha hecho presente en el


Sacrificio del Altar y por eso la Santa Misa constituye, en sí misma, la más
inmediata preparación para comulgar. El acto de contrición inicial, las
lecturas de la Sagrada Escritura, las oraciones, la adoración del Señor
cuando se realiza la maravilla de la consagración, la recitación del
Padrenuestro -enseñado por el mismo Jesús- ¿no nos disponen
admirablemente?

Después de la Comunión
Debemos tener en cuenta que, al descomponerse las especies
sacramentales, desaparece

27 Ibid., 28-30.

28 Decreto de la Congregación del Santo Concilio, 16-1X1905.

147

también la presencia de la Santísima Humanidad de Nuestro Señor


Jesucristo. Y aunque en el alma en gracia permanece la Divinidad -el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo-, sin embargo, dejan de estar con nosotros
el Cuerpo, la Sangre y el Alma de Cristo. Por eso aunque podemos acudir
siempre a Él, en el tiempo que sigue a la Comunión su presencia tiene una
especial intimidad y deberíamos aprovecharla.

No es fácil determinar con exactitud la duración de ese tiempo, pero casi


todos están conformes en apuntar alrededor de media hora. Tal vez no
llegue a tanto pero, en lo que se refiere a nosotros, diremos que un mínimo
de delicadeza con el Señor parece exigir unos minutos de acción de
gracias, sin perjuicio de que, posteriormente, la prolonguemos durante el día
como lógica consecuencia del hecho de que Dios nos haya visitado.

Al comulgar nos hacemos uno con Cristo que nos habla, nos anima, nos
consuela y nos enseña a portamos como verdaderos hijos de Dios. Él está
con nosotros con todo el poder de su Divinidad y con toda la fuerza de su
amor, y siendo esto así «¿quién se atreverá a impugnar o reprender a la
Iglesia porque aconseje a los sacerdotes y a los fieles que, después de la
Sagrada Comunión, se entretengan al menos un poco con el Divino
Redentor y porque inserte en los libros litúrgicos oraciones oportunas?»29.
29 Enc. Mediator De¡, 20-XI- 1 947.

148

Santa Teresa nos exhorta a darle su verdadero valor al tiempo de la acción


de gracias después de la Comunión con las siguientes palabras: «Si cuando
andaba en el mundo, de sólo tocar su ropas sanaban los enfertnos, ¿qué
hay que dudar que hará milagros estando dentro de mí, si tenemos fe, y nos
dará lo que pidiéramos pues está en nuestra casa? Y no suele Su Majestad
pagar mal la posada si se le hace buen hospedaje»30. Y ¿no es suficiente
pag@ la esperanza de llegar a identificarnos con El y así hacemos más
hijos de Dios?

4. VAYAMOS AL PADRE CON EL HIJO

Jesucristo nos reconcilió con el Padre

El Padre de las misericordias y Dios de toda consolación3l@ para devolver


al hombre su amistad, perdida en el Paraíso, y restaurarlo al estado de
gracia y de filiación divina al que había sido elevado, determinó enviarnos a
su Hijo. Y el Hijo de Dios se hizo hombre para pasar por las penalidades y
el dolor por los que pasan las criaturas, a fin de ser Él quien pagase la
deuda contraída por el pecado. Por eso murió por nosotros: el Justo por los
injustos a fin de reconciliamos con DiOS32-

30 Camino de perfección, c. 34, 8.

31 2 Co, 1, 3.
32 1 P 3, 18.

149

El sacrificio de Cristo en el Calvario es una manifestación clara del inmenso


amor del Padre que amó tanto al mundo que no paró hasta dar a su Hijo
@Unigénito a fin de que todos los que creen en @l no perezcan, sino que
tengan la vida eterna33; y una muestra inigualable del amor que el Hijo nos
profesa pues se hizo obediente hasta la muerte y muerte de CruZ34.

Jesucristo, con su muerte, nos consiguió de nuevo la gracia y la filiación


divina que habíamos perdido por el pecado. Y, para que su sacrificio
redentor no quedase como un recuerdo q ' ue se pierde en las brumas del
tiempo: «en la última Cena, la noche en que le traicionaban, instituyó el
Sacrificio Eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre, con el cual iba a
perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el Sacrificio de la Cruz»35.

Pero el Sacrificio Eucarístico no es una mera representación, «una pura


conmemoración de la Pasión y Muerte de Jesucristo, sino un sacrificio
propio y verdadero»36. Es el mismo Sacrificio de la Cruz que se hace
presente sobre el Altar. No nos encontramos ante dos sacrificios distintos,
sino ante la misma realidad, ante el único sacrificio en el que Cristo murió.
El que ofreció cuando subió a la Cruz, el que volvió a ofrecer cuando
expiraba

33 Jn 3, 6.

34 Flp 2,8.

35 CONCILIO VATICANO 11, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 47.

36 Cfr Ibid., n. 20.


150

en los estertores de su agonía, el que vuelve a ofrecer un año, dos, cinco, o


mil después, cada vez que se celebra la Misa en la que se renueva, se
actualiza, se hace presente el del Calvario.

Junto al Hijo de Dios en el Calvario

De este modo la Omnipotencia divina hace posible que, cuantos volvimos


las espaldas al amor del Padre, podamos estar presentes, sin barreras de
tiempo ni de espacio, en el día, en el lugar y en el momento en que se
realizó nuestra redención, cuando Jesús dio su vida por nosotros. Por eso,
acudir a la Misa es como subir al Calvario y colocamos junto a la Cruz de
Jesús, al lado de la Santísima Virgen, de San Juan y de las Santas Mujeres,
testigos del amor sin límites con que nuestro Señor se entregó por nosotros,
dispuestos a consolarle, si esto fuera posible.

Es cierto que Jesucristo muere en la Cruz para redimirnos del pecado y


devolvernos la filiación divina, pero aun cuando Cristo murió por todOS37@
«no todos reciben el beneficio de su muerte, sino sólo aquellos a quienes se
les comunica el mérito de su Pasión»38.

«Se puede decir que Cristo ha construido en el Calvario una piscina de


purificación y de

37 2 Co 5, 15.

38 CONCILIO DE TRENTO, ses. 6, decr. De Iustificatione cap. 3.

1
151

salvación que llenó con la Sangre, por Él vertida; pero si los hombres no se
bañan y no lavan en ella las manchas de su iniquidad, no serán ciertamente
purificados y salvados. Por eso, para que los pecadores se purifiquen en la
Sangre del Cordero, es necesaria su propia

colaboración»19.

La única forma de acompañar al Señor, de estar junto a Él en esos


momentos, es asistir a la Santa Misa, porque es donde se renueva y se
hace presente el Sacrificio del Calvario. Ir a Misa es ir al Calvario para
empaparse con la Sangre de Cristo, porque «mediante el Sacrificio
Eucarístico se nos aplica la virtud salvadora de la Cruz»40@ y recibimos el
abrazo del Padre que nos acoge como al hijo pródigo.

Participación en la Santa Misa

Si deseamos que se nos apliquen los méritos de Cristo, sentirnos más hijos
de Dios, que el Padre nos acoja en sus brazos, y vivir de este modo con
más intensidad nuestra filiación divina, debemos acudir al Santo Sacrificio
con las mejores disposiciones que podamos conseguir.

Para hacernos una idea aproximada de la importancia de estas


disposiciones bastará recordar que cuando asistimos a la Misa sin po-

39Enc. Mediator De¡, n. 21.

40 Ibid.
152

ner obstáculos a la acción de la gracia, alcanzamos la conversión. Es decir,


que Dios nos da fuerzas para arrepentirnos de nuestros pecados y hacer
una buena confesión, único medio ordinario para recibir el perdón de los
pecados mortales, ya que aplacado por el ofrecimiento de este sacrificio nos
concede la gracia y el don de la penitencia4l.

Jesucristo es, pues el Camino que nos lleva al Padre: nadie va al Padre sino
porMí42@ y Sólo por Él, con Él y en Él, podemos vivir como hijos de Dios y
acercamos al corazón del Padre. La Iglesia nos lo recuerda todos los días
en la Santa Misa: «Por Él, con Él y en Él, a Ti Dios Padre omnipotente en la
unidad del Espíritu Santo todo honor y toda gloria». únicamente a través de
Cristo acepta el Padre concedemos su perdón y acogemos de nuevo en su
seno, como hizo con el hi . o que abandonó su hogar y dilapidó sus bienes.
Por eso debemos ofrecemos con Cristo en el Santo Sacrificio con la
voluntad de cambiar de vida.

El pan y el vino que se utilizan en la Santa Misa pueden servirnos para


considerar que, del mismo modo que se transforman y dejan de ser lo que
fueron para convertirse en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de
Nuestro Señor Jesucristo, nosotros debemos transformarnos también y
«dejar'de ser el

41 Cfr CONCILIO DE TRENTO, ses. XII, cap. Il

42 jn 14, 6.

153
hombre de ayer, el hombre de la infidelidad, el hombre de deseos
desordenados, pasiones, inclinaciones y hábitos perversos, el hombre de
los apegos absurdos, de la preocupación desmedida por lo terreno, el
hombre del amor propio desordenado y del egoísmo»43@ para convertirnos
en imágenes vivas del Hijo de Dios.

43 BAUR, B., En la intimidad con Dios. Barcelona 1975,

p. 187.

Capítulo VIII

MADRE DE LOS HIJOS DE DIOS

La Virgen y nuestra filiación divina

Quizá llame la atención que honremos a la Santísima Virgen con el título de


«Madre de los hijos de Dios». Sin embargo este título le corresponde con
toda propiedad.

En efecto; cuando Nuestra Señora responde a la embajada del Arcángel


con su hágase en mí según tu palabra', no sólo dice que sí a la Encarnación
del Hijo de Dios, sino también a la formación del Cuerpo Místico de Cristo.
Y como nosotros somos los miembros de ese Cuerpo Místico, se afirma con
toda propiedad que la Virgen es Madre nuestra, pues nos engendra a una
nueva vida en Cristo. Por esto es la Madre de los hijos de Dios.

Esta maternidad es espiritual, porque María sólo concibe en su seno virginal


al Hijo de Dios. Sin embargo, el calificativo espiritual no significa que se
trate de un mero título hono-

1 Lc 1, 38.

156
dfico porque nos hallamos ante una auténtica realidad sobrenatural,
confirmada y proclamada por Nuestro Señor Jesucristo desde el árbol de la
Cruz. Poco antes de expirar, se dirige a la Virgen y mirando a Juan -en
quien la Iglesia ha visto siempre representados a todos los hombres- le dijo:
aquí tienes a tu hiio2. Y ¿no es esto la proclamación solemne, a los cuatro
vientos, de que María es nuestra Madre?

La Virgen nos elige como hll'os

Se lee en la vida de algunos santos que, al quedar huérfanos o por


cualquier otra circunstancia, se decidieron a tomar como madre a la del
Cielo. «Acuérdome -escribe Santa Teresa-, que cuando murió mi madre,
quedé yo de edad de doce años, poco menos. Como yo comencé a
entender lo que había perdido, afligida fuime a una imagen de nuestra
Señora y suplicaba fuese mi madre, con muchas lágrimas. Paréceme que,
aunque se hizo con simpleza, que me ha valido; porque conocidamente he
hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he encomendado a Ella y, en
fin, me ha tornado aSí»3.

Pero esto no debe entenderse como si Mada, a partir de los ruegos de


Teresa, hubiere

2jn 19, 26.

3 SANTA TERESA, Vida, 1, 7.

157
empezado a ser su madre, sino más bien en el sentido de ser entonces
cuando ella -la Santa-, se determinó a tomarla por tal y a vivir como hija
suya. Conviene dejarlo claro: la Virgen no es nuestra Madre porque
nosotros la hayamos elegido, sino porque colabora con el Padre para
hacernos nacer a una nueva vida como hijos de Dios.

Esta colaboración es tan íntima e intensa que podemos poner en boca de


Nuestra Señora las palabras de Jesús: no me elegisteis vosotros, sino que
yo os elegí4. Este hecho nos proporciona una inefable paz y una ¡limitada
confianza en su acción maternal, porque tenemos la certeza de que su amor
no depende del nuestro. Ciertamente aquél crecerá en la medida en que se
vea correspondido; pero si por debilidad o por cualquier otro motivo nos
apartásemos del buen camino, podemos tener -en todo momento- la
seguridad de que basta una mirada, un ruego de nuestra parte para que Ella
redoble sus súplicas ante el Padre.

Es así como Dios enciende en MaHa la luz de su misericordia: nuestra


Madre siempre vela y pide por sus hijos a fin de que alcancen la gracia del
arrepentimiento y del perdón. Y ¿podremos dudar de conseguirlo, cuando
es la propia Madre de Dios quien lo solicita?

4 Jn 1 S@ 16.

158

Amor de Madre

Al decir que la Virgen es Nuestra Madre debemos tener presente que «la
maternidad determina siempre una relación única e irrepetible entre las
personas: la de la madre con el hijo y la del hijo con la madre. Aun cuando
una misma mujer sea madre de muchos hijos, su relación personal con
cada uno de ellos caracteriza la maternidad en su misma esencia. En
efecto, cada hijo es engendrado de un modo único e irrepetible, y esto vale
tanto para la madre como para el hijo. Cada hijo es rodeado del mismo
modo por aquel amor ma-

temo ... »5.

Nos alegra saber que el amor de Nuestra Señora sea así; tan singular como
el que una madre puede sentir por su único hijo. Pero, ¿hasta dónde llega
su amor, hay alguna medida, algún punto de comparación que nos permita
ponderar, sopesar la magnitud de ese amor? Afortunadamente sí, y está a
nuestro alcance; se trata del amor que siente por el Hijo de Dios hecho
hombre en su seno virginal. Ése es el punto de comparación que nos
pertnite medir su inmensidad.

Dice el cantar: amor de madre, lo demás es aire. No hay amor que pueda
comparase al amor de las madres. El amor de una'madre es el mayor amor
que cabe imaginar. Es un amor mayor que el de los esposos, mayor que el
de

5 JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris Mater, n. 45.

159

los hermanos, mayor que el de los enamorados, mayorque el de los hijos,


no cabe pensar en un amor mayor.

Sin embargo, en el amor maternal caben distinciones y grados, porque unas


madres aman más que otras. Y aman más las mejores porque su bondad
les proporciona mayor capacidad de amar. Por eso el amor de la Virgen -la
mejor de las madres- es el mayor de los amores.
Pero en este amor también debe tenerse en cuenta la bondad del hijo:
cuanto mejor es éste tanto más merece y puede ser amado. Y ¿cabe
siquiera imaginar un hijo mejor y más amable que Jesús, el Hijo de María?
Luego entre los amores de las madres por sus hijos, el mayor es el de la
Virgen por Jesucristo, porque es el de la mejor de las madres por el mejor
de los hijos. La Virgen María ama a Jesucristo más que todas las madres
juntas pueden querer a sus hijos, pues se trata de la mejor de las madres y
el objeto de su amor es el mejor de los hijos.

Éste es el punto de referencia que nos permitirá descubrir la grandeza de su


amor, porque hay un momento en el que, podemos expresarnos así, la
Virgen ha de elegir entre su Hijo y nosotros, entre la vida de su Hijo y la vida
de nuestra alma: «es una Madre con dos hijos, frente a frente: Él... y tú»6.
Y lo grande, lo increíble, lo maravilloso es que nos elige a

6 Camino, 506.

160

nosotros. Unida a la voluntad del Padre, María acepta la entrega de su Hijo


a la muerte para que yo pueda vivir como hijo de Dios. No nos
contentemos, pues, con decir que nos quiere mucho, ni muchos millones -
como dicen los niños-, porque su amor por nosotros le lleva a padecer el
inmenso dolor de ver modr al Hijo de sus entrañas en la Cruz.

Nuestro amor por la Virgen

Nuestra Madre del Cielo es como un espejo que refleja el amor que el Padre
siente por nosotros. Por eso, amar a Nuestra Señora es una forma de amar
a Dios, que -si es lícito decirlo así- se manifiesta más asequible a nuestra
condición humana, al solicitar nuestro afecto a través del Corazón de su
Madre que también es Madre nuestra.

El amor de la Virgen está a nuestro alcance y sólo espera una respuesta


proporcionada. Por eso debemos examinar el mundo de nuestros afectos,
con la mayor sinceridad posible, para descubrir si nuestro amor por María
es un eco fiel del que Ella siente por nosotros. Sinceridad, en nuestro
examen de conciencia, quiere decir que no debemos limitarnos a echar una
mirada superficial a nuestro corazón, porque -en ese caso-, tal vez
quedaríamos satisfechos. Raro será, en efecto, el cristiano que no pueda
decir, de una o de otra manera, que quiere a la Virgen.

161

Sin embargo esto no significa que se trate del verdadero amor. El amor de
nuestra Madre ha sido demostrado con obras, y qué obras: ¡cuántas
renuncias, cuánto dolor al entregar a su Hijo a la muerte! Y, en contraste
con esta actitud, quién se atrevería a decir que ha llegado a la meta de su
amor por María sin que su conciencia la diga: ¡mentira!

La medida del amor a Nuestra Señora es a de un amor sin medida. Y no se


piense que esto es una exageración porque si alguien ha podido exagerar
ha sido la Santísima Trinidad. En efecto: ¿no la ama tanto el Padre que la
hace su Hija Predilecta?; ¿no la ama tanto el Hijo que la hace su Madre?; y
¿no la ama tanto el Espíritu Santo que la hace su Esposa virginal? ¿Cabe
mayor exageración?

¿A qué viene, entonces, la prevención de algunos, que parece como si


tuvieran miedo a excederse en el amor a nuestra Madre? ¡Fuera temores!,
que no existe el peligro de exagerar sino el de quedarse cortos, porque
nunca alcanzaremos con nuestro amor al que Dios le tiene.

¿Desaliento?
La consideración de las dificultades que encierra ese amor sin medida, sin
embargo, no debe desanimarnos, porque María nos mira como una Madre
que contempla los esfuerzos de sus hijos pequeños, desvalidos, en-

162

fermos y débiles, por portarse bien, y sigue nuestros pasos con mayor
solicitud que la más cariñosa de las madres.

Estos pasos, aunque sean lentos, no deben faltar nunca porque Ella se
alegra al comprobar que nuestros deseos son sinceros, que intentamos
demostrar con obras que somos buenos hijos suyos. Y se lo demostraremos
con nuestra oración, que no ha de faltar a diario; con nuestra vida limpia,
viviendo la virtud de la pureza sin dejarnos engañar con pretextos de
naturalidad, de no querer llamar la atención, o de no ser distintos de los
demás.

En esta virtud, como en todas, cuando queramos saber si actuamos


correctamente, no tenemos más que mirar a María. En Ella está la medida
de la pureza: no miro lo que María no miraría; no hablo lo que María no
hablarla; no pienso lo que María no pensaría; no me visto como Marla no se
vestiría; respetaré mi cuerpo como lo respetó María; y al manifestar mis
afectos no llegaré hasta donde María ni siquiera se hubiera acercado. No
nos engañemos: la pureza tiene nombre y ese nombre es Maria.

Amor con amor se paga. Si de verdad queremos amar al Padre y vivir como
hijos suyos, hemos de aspirar a la santidad, hemos de ser santos, y gastar
lo mejor de nuestras fuerzas en ese afán. Y para esto, oración. Y para
esto, vida de la gracia. Y para esto, confesión frecuente. Y para esto, trato
con el Señor en la Santa Misa y en la Comunión. Y para esto,

163
como una panacea universal, amor a la Virgen porque María es el camino
más corto para ir a

Jesús.

Nuestro Padre del Cielo nos espera, desea encontrarse con nosotros en
Jesucristo. Y ¿cómo va a verificarse ese encuentro, esa identificación con
Cristo si no vamos a MaKa? Tomemos su mano maternal, dejémonos
conducir y Ella nos llevará a Jesús en el trabajo, en el descanso, en la
obediencia, en el desprendimiento. Ella nos enseñará y ayudará a vivir con
plenitud de entrega nuestra vocación de hijos de Dios. Si nos dejamos
conducir alcanzaremos la meta a pesar de nuestras debilidades y flaquezas,
y a pesar de nuestra pequeñez nos sentiremos seguros porque sabemos
que Ella no nos abandona.

En Ella y por Ella no cesa de revelarse el amor misericordioso del Padre.


«Tal revelación es especialmente fructuosa, porque se funda, por par-te de
la Madre de Dios, sobre el tacto singular de su corazón materno, sobre su
sensibilidad particular, sobre su especial aptitud para llegar a todos aquellos
que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de parte de una
madre7.

Por eso cuando nos parezca que el sentido de la filiación divina se


tambalea, que vacilan nuestros propósitos, que no podemos seguir
adelante, invoquemos a Nuestra Señora: « ¡Madre! -Llámala fuerte, fuerte. -
Te escucha,

7 JUAN PABLO 11. Enc. Dives in misericordia, n. 9.

164

te ve en peligro quizá, y te brinda tu Madre Santa Maria, con la gracia de su


Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias; y te encontrarás
reconfortado para la nueva lucha»8.
8 Camino, 5 17.

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