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Ana María Machado

Lectura, escuela y creación literaria


Traducción: Mario Merlino
Contenido

Cubierta

Prólogo

En la escuela
Entre gansos y vacas: escuela, lectura y literatura
La lectura no es un deber sino un derecho
Clásicos. Libros para todas las clases

Lecturas y censuras
Censura, literatura, basura y otras «uras» algo oscuras
Parpadeante como un faro

Sobre creación y escritura


Autor y lector cara a cara: el encuentro entre curiosidad y valentía
Escritura y traducción
De lectora a escritora
¿Por qué escribo?
Creatividad: motor del desarrollo

Créditos
Prólogo

El presente volumen recoge un conjunto de conferencias de la conocida


autora brasileña, Premio Andersen de Literatura Infantil 2000, Ana María
Machado. Dichas conferencias las hemos agrupado en tres apartados, que
hacen referencia a los tres enunciados del título. En el primero, En la
escuela, la autora aborda el tan comentado asunto de la promoción de la
lectura, desde una perspectiva crítica y lúcida. Según ella, la lectura debe
comenzar por los mediadores, es decir, los maestros; son los docentes los
responsables de crear una actitud positiva hacia los libros y la lectura, y ese
camino pasa necesariamente por que ellos sean lectores.
En el segundo, Lecturas y censuras, Ana María Machado plantea el
aparentemente superado problema de la censura en el ámbito de la lectura.
No se trata de que vivamos en un régimen autoritario, que decide qué libros
pueden publicarse o no; se trata de una censura mucho más sutil: la
propaganda constante y abrumadora de un solo tipo de mensajes, que impide
que quepan otras ofertas. Así, el ciudadano se convierte en consumidor de lo
único que se publicita, es decir, aquello que interesa a un sistema que
propicia la conformidad, el individualismo y una actitud crítica hacia la
cultura.
Por último, Sobre creación y escritura ofrece la mirada íntima y personal
de esta autora sobre el camino que media entre la lectura y la creación
literaria. No se trata de dos mundos separados: allí los escritores en su
paraíso de palabras y aquí los lectores, receptores de su producción. Lectura
y escritura son dos esferas de un mismo reloj. Todo escritor es, antes que
nada, un lector que indaga los textos en busca de su significado, escrutando
los significantes que lo configuran con la misma actitud con que el niño se
entrega al juego: de la manera más seria y ensimismada. Un lector
inteligente se posiciona ante un texto de la misma manera que el escritor
aborda la creación de su universo de ficción, de forma expectante y
receptiva, con la tensión que, inevitablemente, produce el proceso creativo.
El lector, igual que antes lo consiguió el escritor, accederá al universo de
las palabras. «No para que todos sean artistas —decía Rodari— sino para
que nadie sea esclavo».

Antonio VENTURA
En la escuela
Entre gansos y vacas: escuela, lectura y literatura 1

Estuve hace poco en una capital latinoamericana, exactamente


Montevideo, con ocasión del lanzamiento de uno de mis libros para jóvenes:
Uma vontade louca 2 . Hablé durante una hora sobre el libro ante un auditorio
de ciento veinte profesores que se reunieron por la noche, después de su
jornada de trabajo, y tuvieron que pagar entrada, lo que, evidentemente, les
exigía un esfuerzo. Era de suponer que les interesaba el libro, la lectura y la
literatura. Hablé sobre la obra, expliqué cómo había surgido, me detuve en
los temas que aborda, en especial la comparación entre el pensamiento
científico y el imaginario, además de referirme a la cuestión de las diferencias
de clase y el tema del primer amor. Y me centré en lo que considero la
cuestión fundamental del libro: el propio lenguaje narrativo, el acto de
escribir, visto desde la óptica de un narrador adolescente. Leí un capítulo de
la obra. Después abrí un debate con los asistentes. La primera pregunta, de un
profesor que seguramente no había cumplido aún 40 años, fue la siguiente:
«¿Cuántos personajes tiene el libro?».
Ninguno de los asistentes pareció encontrar descabellada la pregunta. Si
en una ciudad grande como Montevideo, llena de excelentes librerías, en un
país con una buena red de bibliotecas, que se enorgullece de haber resuelto
sus problemas de analfabetismo hace más de medio siglo, entre profesores
interesados, es ese el tipo de preguntas que suponen que debe suscitar la
literatura en el espíritu humano, evidentemente no hay ninguna esperanza de
que a los jóvenes les guste leer. La continuación del debate mostró que todos
querían aprender técnicas y trucos para resolver un difícil problema actual:
¿qué podemos hacer para que los niños lean más? Como si fuese la receta de
un pastel o una fórmula química. Pregunté qué estaban leyendo ellos. Sea por
timidez o por sinceridad, no hubo por parte del público ninguna respuesta que
revelase una lectura medianamente fecunda, ni siquiera de semanarios de
información general.
Voy a contar otra experiencia, que viví hace algún tiempo en Mato
Grosso, en el interior de Brasil, casi en la frontera con Bolivia. Varias
profesoras de la zona rural asistieron a un curso organizado por un
ayuntamiento. Una de ellas, con muy pocos estudios y precaria formación
pedagógica, había viajado dos días en canoa por el río, en medio de la selva,
para poder llegar, y le esperaba un viaje semejante de regreso. Daba clases en
una escuela con una única aula, que reunía al mismo tiempo cerca de cuarenta
niños entre 7 y 15 años. Solo había dos libros en la escuela… y en las vidas
de sus alumnos. Pero como a ellos les gustaba mucho escuchar historias, el
fondo de libros disponibles estaba agotado y se había acabado su repertorio,
ella sugirió que cada uno de ellos pidiese a alguien de su casa que le contara
una historia y que después la transmitiese en el aula. Varios llevaron más de
una. Las habían escuchado de abuelos, padres o tíos. Cada día se contaba una
y, a continuación, todos comentaban, dibujaban o transcribían. Fueron
juntando los textos y dibujos en un cuaderno especial. En realidad, en dos
cuadernos: uno con historias de apariciones y de «almas en pena»; otro con
cuentos de animales, indios y folclore de la vera del río. Ahora la escuela
tenía dos libros más. La profesora me preguntó si era conveniente o no seguir
desarrollando ese tipo de actividad y creando ese nuevo material de lectura
que, evidentemente, no era «literatura», pero sí el único disponible. Para
justificar su actitud, dijo que aún tenía mucho material, habló de varias de las
historias que los niños contaron y de otras más que ella conocía y recordaba,
llena de entusiasmo. Había surgido una verdadera biblioteca de literatura oral.

Si pudiésemos comparar a los alumnos de los dos maestros, poniendo a su


disposición los mismos libros, no cabe duda de quiénes serían los mejores
lectores, quiénes considerarían la lectura como un bien precioso y capaz de
despertar su avidez, quiénes serían capaces de encontrar en los libros una
fuente inagotable de atracción. En otras palabras, los alumnos del primer
maestro, evidentemente, deben leer obligados, intentando retener la máxima
cantidad de datos que les permitan después superar una prueba llena de
preguntas casi policiales, destinadas a descubrir si no prestaron atención a
algún detalle. Seguramente no viven la lectura como algo placentero y vital.
A los alumnos de la segunda maestra, por otro lado, se les habrá despertado
sin duda su vocación de lectores y llevarán consigo, durante toda la vida, la
curiosidad por lo que esconden los libros y la tentación irresistible de leer
todo lo que caiga en sus manos.
Hace poco más de un mes, en la feria de LIBER, en Barcelona, participé
en una mesa redonda en la que se reunían once especialistas para debatir lo
que los adultos (padres y profesores) pueden hacer para que los niños lean
más. Una vez más se repetían las mismas preguntas sobre tácticas y
estrategias posibles para desarrollar el hábito de la lectura, como si leer fuese
algo semejante a cepillarse los dientes y tuviera que convertirse en
costumbre. Éramos tantas las personas en la mesa que, después de las
presentaciones, apenas quedaba tiempo para hablar. Me limité a hablar dos
minutos, simplemente para proponer que se invirtiese la pregunta: ¿qué
pueden hacer los niños para que los adultos (padres y profesores) lean más?
¿Cómo pueden enseñarles que el imperativo de los verbos disfrutar o gustar
es puramente retórico o, dicho en otras palabras, que no es posible ordenar a
alguien «disfruta» o «gusta»?
Nadie discutió el asunto. Como no me atrevo a creer que una mesa tan
preparada, un auditorio tan especializado, en un lugar tan dedicado a los
libros, no supiese leer mi pregunta (que me parecía clara) y entender lo que
estaba diciendo, solo puedo concluir, entonces, que fui yo quien no supo
expresarse con claridad. O creyeron, si no, que se trataba de un chiste. Me
siento feliz por tener ahora la oportunidad en el mismo país de intentar
explicarme mejor.
En pocas palabras, estoy convencida de que lo que lleva a un niño a leer
es, ante todo, el ejemplo. De la misma forma que aprende a cepillarse los
dientes, a comer con tenedor y cuchillo, a vestirse, a ponerse los zapatos, y
tantos otros actos cotidianos. Desde pequeño, ve que los adultos lo hacen así.
Entonces también él quiere hacerlo como ellos. No es natural, es cultural. En
los pueblos donde se come directamente con las manos, no serviría de nada
dar tenedor y cuchara a los niños si nunca vieran a nadie utilizarlos. Es tan
evidente que no vale la pena insistir en ello. Si ningún adulto de los que
rodean al niño tiene la costumbre de leer, será difícil que este se vuelva
lector.
Esto resulta casi aterrador cuando se comprueba que las familias no están
leyendo, que ya no hay espacios en las casas para tener libros. ¿Estarán todos
condenados a un apartheid literario? Existe, no obstante, una segunda
oportunidad: la escuela. El momento y espacio de la salvación de la literatura,
del posible descubrimiento y formación del futuro lector. Se multiplican así
las iniciativas de apoyo a la producción editorial para esa área, las campañas
de fomento a la lectura, los proyectos destinados a que los libros infantiles
lleguen a las escuelas. Nunca se ha hecho tanto en ese terreno. Todos
nosotros somos militantes de ese proyecto y conocemos el panorama:
tampoco hace falta insistir en ello. Sin embargo, todos los que vivimos ese
proceso de manera seria y responsable estamos aquí reunidos y nos damos
cuenta de que los resultados no corresponden al esfuerzo realizado y de que,
si es verdad que cada vez hay menos analfabetos y más niños que leen, por
otro lado también es innegable que algo sucede al llegar a la adolescencia: la
mayoría de las veces el joven lector pierde su impulso, no quiere ir más allá
del nivel de lectura llamada «fácil», pierde el gusto por leer y abandona los
libros. Como si lectura y facilidad fuesen un par indisociable. Como si vencer
cierto misterio y descifrar un secreto no formasen parte intrínseca del placer
de quien lee literatura. Este es un problema que me está preocupando cada
vez más y sobre el cual he reflexionado bastante. Estoy segura de que a
vosotros os pasará lo mismo.
En relación con este proceso ocurre algo que me recuerda un episodio que
llegó a ser muy conocido, que quedó como anécdota del mundo deportivo, y
que es rigurosamente cierto. En la década de 1960, la época de oro del fútbol
en Brasil, tuvimos dos jugadores sorprendentes e incomparables. Uno era
Pelé, el atleta perfecto, insuperable, preparado, inteligente, un genio del
balón. Otro era Garrincha, un duende de piernas torcidas, que disputaba cada
partido jugando como un niño, regateaba como nadie, hacía reír a los hinchas
a carcajadas y era conocido como «la alegría del pueblo». Antes de uno de
los partidos decisivos contra Rusia, con ocasión del Mundial de Chile, en
1962, Pelé estaba lesionado y no iba a jugar. El técnico, entonces, reunió al
equipo en el vestuario y explicó la táctica que deberían emplear: «cuando el
adversario venga por un lado, vosotros pateáis la pelota hacia el otro, cuando
ellos hagan tal cosa vosotros hacéis tal otra…», y así sucesivamente. Todos
escucharon atentos y, al final, Garrincha hizo solo una pregunta: «¿Alguien
ha coordinado ya eso con los rusos?».
Tal vez sea eso lo que está faltando en los programas de lectura. Decimos
que leer es bueno, es útil, es importante, incentivamos a los niños a leer. Pero
nos olvidamos de coordinar con los rusos, es decir, con los maestros. Y ellos
no juegan como se esperaba que jugasen. No leen, no viven con los libros una
relación buena, útil, importante. Siendo así, no dan ejemplo y no consiguen
realmente transmitir pasión por los libros, y sin pasión nadie lee de verdad.
No contagian, no transmiten el virus, porque no son portadores.
Siempre hay excepciones, claro: profesores maravillosos e imaginativos,
apasionados, que transmiten el fuego sagrado a la generación siguiente. Tuve
maestros así, a quienes agradezco y rindo homenaje, pues es inestimable su
aportación a mi formación de lectora y de persona. Pero ellos también se
formaron de modo diferente. No sé lo que está pasando hoy con la formación
de los maestros, pero sin duda no despertaron en ellos, en general, el
entusiasmo por la literatura y, en consecuencia, no están preparados para
transmitir a los jóvenes lo que ellos mismos no tienen. No creo que nadie
enseñe a otra persona a leer literatura. Por el contrario, estoy absolutamente
convencida de que lo que una persona lega a otra es la revelación de un
secreto: el amor por la literatura. Y eso es más un acto de contagio que una
enseñanza.
Muchas veces tengo la impresión de que los maestros recién formados
llegan a una escuela como si estuviesen yendo a una granja y no saben qué
hacer con los libros frente a esos pequeños animales humanos que los miran
con ojos brillantes y esperanzados. Según Felicidad Orquín, muchos se
comportan como si fuesen pastores de burros. Pero hay otros tipos. Y los
profesores se alternan. A veces tratan a los alumnos como gansos: los cogen
por el pescuezo, los inmovilizan y les hacen tragar una gran cantidad de
comida, tomando la precaución de no alimentarlos de verdad, porque lo único
que interesa es promover las futuras grasas especiales y preciosas que valen
en el mercado. En otros momentos, los tratan como vacas: se sientan a su
lado, los acarician, pero solo para ordeñarlos, para extraer de ellos lo que
pueda ser útil a la producción del sistema, asegurar más ganancias y la
continuidad del negocio al comprobar que, finalmente, la granja funciona y
consigue transformar la hierba en leche.
La escuela suele debatirse sin salir de su sitio entre el exceso de
información inútil metido por la garganta de los gansos y la evaluación
utilitaria ordeñada de las vaquitas (siempre con honrosas excepciones de
praxis, claro), a pesar de los inmensos esfuerzos que hace. A pesar de todo el
apoyo que está logrando, de la cantidad de excelentes libros para niños y
jóvenes que hoy existen, del extraordinario desarrollo editorial del sector, de
la disminución del analfabetismo a niveles inéditos en la historia, de la
multiplicación de programas de animación a la lectura o de fomento del libro.
Se ha alcanzado incluso la meta de hacer que los niños lean más que las
generaciones anteriores, pero ello no significa que los adolescentes y los
jóvenes sigan leyendo.
Realmente no se consigue despertar a los jóvenes a la lectura por medio
del ejemplo o, una vez despiertos, mantenerlos ligados por medio de la
curiosidad. Ejemplo y curiosidad: para mí son esos los dos pies con los que
debería caminar el descubrimiento de la lectura. Pero, de alguna forma, la
curiosidad juvenil no despierta, y eso me resulta muy extraño, no logro
entender por qué. Por increíble que parezca, no surge el deseo de abrir la caja
de Pandora, de entrar en la habitación de Barba Azul, de descifrar el mensaje
secreto, de encontrar el mapa del tesoro. Para saber un poco de esos secretos,
a través de las generaciones, los hombres no han vacilado en correr riesgos y
han llegado incluso a enfrentarse a la ira de Dios, siendo expulsados del
Paraíso porque no resistieron la tentación de probar el fruto del conocimiento.
Ahora, la curiosidad está dormida. Tal vez lo que está ocurriendo
simplemente es que los jóvenes lectores no saben que existe la caja, la
habitación, el mensaje, el mapa, el fruto prohibido. Mucha gente les dice:
«¡abre, entra, prueba!», pero como no ven a nadie que lo haga, como nadie
les habla con pasión de lecturas ya hechas, concluyen que no es bueno, creen
que es mera obligación escolar y no sienten la menor curiosidad por iniciar
una exploración, aunque solo sea pequeña, por su cuenta.

Imaginad, al contrario, un maestro diferente. Alguien que un día entra en


el aula, abre un libro y lee: «Si de verdad les interesa lo que voy a contarles,
lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi
infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí y demás puñetas estilo
David Copperfield» 3 .

Seguirá leyendo un fragmento donde el narrador aclara que no le apetece


contar nada semejante y añadirá: «Primero porque es una lata y, segundo,
porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de
su vida privada. Para esas cosas son muy especiales, sobre todo mi padre.
Son buena gente, no digo que no, pero a quisquillosos no hay quien les gane.
Además, no crean que voy a contarles mi autobiografía con pelos y señales.
Solo voy a hablarles de una cosa de locos que me pasó durante las Navidades
pasadas, antes de que me quedara tan débil que tuvieran que mandarme aquí
a reponerme un poco. A D.B. tampoco le he contado más, y eso que es mi
hermano. Vive en Hollywood» 4 .
Resístase quien pueda. El profesor que lea un fragmento como ese, de El
guardián entre el centeno, de J.D. Salinger, a sus alumnos, les estará
entregando un mapa del tesoro. La curiosidad por la lectura. Para ello, solo
hace falta que sea lector, porque entonces podrá hablar con pasión de lo que
está escrito, aunque no llegue a hablar a sus alumnos de esa poderosa imagen,
cinematográfica y vertiginosa, de un vasto campo de centeno donde juegan
muchos niños, al borde de un precipicio. Tal vez les hable de otra poderosa
imagen, con la que se abre el libro Lejos del mundanal ruido, de Thomas
Hardy 5 ; en un hermoso pastizal inglés, al lado de un precipicio al borde del
mar, está paciendo un enorme rebaño de ovejas. De repente, una de ellas se
asusta, sale corriendo y salta al abismo. Todas saltan tras ella, a pesar de los
ladridos de los perros y del pastor que corre. En pocos minutos, la familia que
es dueña de la mansión y de todas aquellas tierras pierde su riqueza. ¿Quién
no querrá saber lo que ocurre después? Mucho más si advierte la tensión
sexual que existe entre la bonita hija de la familia y uno de los criados,
siempre objeto de desdén por su posición subalterna, pero que tiene muchas
ovejas que no se arrojaron al mar.
Dos imágenes en paisajes semejantes —el peligro oculto en medio de una
belleza idílica— y con sentidos tan diferentes. Cualquiera de nosotros, que
ama la literatura, es capaz de quedarse horas hablando de escenas e imágenes,
frases y personajes, situaciones e ideas, de algunos de sus libros preferidos.
Sin duda, eso despertará el deseo de leer en alguien que nos esté escuchando,
como nosotros nos volvemos locos por ver un libro que despierta nuestra
curiosidad.
Pero imaginar que quien no lee puede hacer leer es tan absurdo como
pensar que alguien que no sabe nadar puede convertirse en profesor de
natación. Pero eso es lo que estamos haciendo. Recordando una imagen de
otro libro, somos como el rey que manda a un general que eche a volar por
sus propios medios y después protesta porque no cumple la orden. ¿Tiene
alguna culpa el general?
Me parece, pues, que tal vez es hora de cambiar un poco el centro de
nuestra preocupación. Los programas de fomento cuantitativo de la lectura
están llegando a una situación de estancamiento, parecen estar cerca de su
techo, al fin de cuentas meramente estadístico. Cada vez se edita más, es
cierto. Los números crecen y se multiplican. Pero ¿qué se edita? ¿Qué se lee?
¿Qué se les da a leer a los niños y a los jóvenes? Ya hemos discutido bastante
esta cuestión, y sigo insistiendo en que lo importante no es multiplicar una
lectura de consumo sino asegurar el encuentro con la literatura. No voy a
repetirlo una vez más.
Lo que hoy me interesa es enfatizar otro aspecto: cuando entramos en el
terreno de la calidad, resulta imposible no cuestionar al profesor. ¿Qué
criterio puede tener un profesor para lidiar con esta situación o para elegir
libros? ¿Qué preparación recibe? ¿Qué estímulo le dan?
No seguiré repitiendo y fundamentando lo que ya he dicho en muchas
otras ocasiones, asuntos que todos vosotros sabéis muy bien y en los cuales
estamos de acuerdo. Solo resumo, para que intentemos algunas sugerencias
prácticas, partiendo de esas premisas. Libro no es sinónimo de literatura:
existen muchos libros que son basura. Es un desperdicio absoluto aprender a
leer solo para leer manuales de instrucciones y guías de autoayuda. Todo
ciudadano tiene derecho al acceso a la literatura y a descubrir cómo compartir
una herencia humana común. El placer de leer no significa solo encontrar una
historia divertida o seguir las peripecias de un enredo llevadero y fácil.
Además de los placeres sensoriales que compartimos con otras especies,
existe un placer puramente humano: el de pensar, descifrar, argumentar,
razonar, disentir, unir y confrontar, en fin, ideas diversas. Y la literatura es
una de las mejores maneras de encaminarnos a ese territorio de refinados
placeres. Una democracia no es digna de ese nombre si no consigue
proporcionar a todos, como lectores, el acceso a la literatura.
No obstante, sabemos que la democracia siempre ha dejado que desear,
sobre todo en países como los nuestros, en los que aún está fresca la memoria
de largas dictaduras recientes. Leer literatura siempre ha sido el privilegio de
unos pocos, entre los cuales podía haber de vez en cuando algunos individuos
que no pertenecían necesariamente a la élite social, pero que habían
descubierto la lectura solo gracias a un factor de suerte en su biografía: por lo
común, el contacto personal con un lector notable o una buena biblioteca.
Así, la formación de los maestros, a quienes hoy les corresponde facilitar el
encuentro entre el joven y la literatura, se ha realizado en general sin que
ellos personalmente hayan tenido ese encuentro.
En el caso de los libros para niños muy pequeños, con poco texto, aún es
posible que un buen profesor consiga hojearlos, saber de qué tratan, disfrutar
de algunos, y hablar con entusiasmo a los niños sobre sus favoritos. En el
caso de los libros para mayores, no hay remedio. Es imposible, de una sola
vez, entrar en un mundo hecho de estantes y más estantes llenos y tener que
decidir lo que es bueno o vale la pena. El profesor queda enteramente
entregado a mensajes publicitarios o a un trabajo de divulgación escolar que
no sabe cómo valorar críticamente y se convierte en presa fácil en manos de
las editoriales más eficaces desde el punto de vista comercial. Esto no
siempre es sinónimo de la oportunidad de un encuentro con la literatura, por
no ir más allá de un delicado eufemismo.
Creo, cuando me inquieto por esta situación, que tenemos que descubrir
cada vez más medios para facilitar la inmersión del profesor en la buena
lectura. Para sí mismo. Lectura de cosas que le den placer y que le atraigan,
que despierten su pasión de leer. Ante todo, las escuelas que forman
profesores, en los diversos niveles, tienen que incluir literatura.
Hace un tiempo tuve una experiencia en una universidad, a la que fui
invitada para dar una conferencia a unos trescientos profesores sobre la
importancia de la lectura. Decidí hacer otra cosa. En vez de una conferencia,
seleccioné textos que me gustan y, durante casi una hora, solo leí poemas,
cuentos, fragmentos de novelas de autores clásicos y modernos que considero
admirables. Después llegó el debate. Para mi absoluta sorpresa, la inmensa
mayoría de los profesores jamás había leído ninguno de esos textos y muchas
veces ni siquiera había oído hablar de aquellos autores ni de sus libros o, si
habían oído pero no habían llegado a leerlos, no sabían de qué trataban y se
consideraban expulsados del paraíso por una muralla infranqueable. Después
de la experiencia de oír literatura se quedaron emocionados, fascinados, con
la sensación de estar recibiendo un regalo: puertas que se abrían.
Creo que tenemos que buscar las experiencias positivas y concretas en esa
área y reforzarlas. Y es eso lo que me gustaría que se discutiera aquí. Algo
semejante a la experiencia inglesa de lectura silenciosa continua, en la que en
cierto horario en una escuela todos leen, sin pedir nada a cambio, desde la
directora hasta el portero. O clubes de lectura para profesores. Salas de
lectura para profesores, en las escuelas, con un estante lleno de libros buenos
e interesantes para adultos. Concursos para profesores lectores de literatura,
con premios atrayentes (como viajes, por ejemplo).
Tal vez de ese modo cada vez aparezcan algunos más que lean algo de
calidad como, por ejemplo, este otro fragmento de Salinger en El guardián
entre el centeno: «Muchas veces me imagino que hay un montón de niños
jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir
que no hay nadie mayor vigilándolos. Solo yo. Estoy al borde de un
precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto
empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo.
Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el
guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de
verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura» 6 .
Solo así, descubriendo los libros que despertarán su pasión, los autores
que hablarán por su alma, es como los profesores se sentirán apóstoles de la
literatura, capaces de transmitir a los otros su buena nueva. No todos se
convertirán en lectores, porque también para eso existen vocaciones: muchos
son los llamados, pocos los elegidos. Pero todo ciudadano tiene el derecho de
descubrir qué es leer literatura, para qué se lee, cuál es el sentido que puede
tener en su vida. Y así decidir si quiere o no. Y todo profesor (aunque enseñe
ciencia o historia) tiene el deber de estar en condiciones de dar al alumno la
oportunidad de hacer ese descubrimiento. Y tal vez juntos puedan discutir
sobre algunos de los libros y de los autores que los fascinan. Tal vez puedan
conversar incluso sobre alguien como Guimarães Rosa, que tan bien entendió
esta relación al escribir:
«Maestro no es quien siempre enseña sino quien, de repente, aprende».

1. Conferencia en la Casa de América de Madrid, 4 de noviembre de 2002.

2. Nova Fronteira, 1990.

3. Salinger, J.D.: El guardián entre el centeno, traducción de Carmen Criado. Alianza,


1998.

4. Salinger, J.D.: Op. cit.

5. Espasa-Calpe, 2001.

6. Salinger, J.D.: Op. cit.


La lectura no es un deber sino un derecho 7

Vivo dando conferencias por todo Brasil. Ya debería estar acostumbrada.


Pero siempre acabo medio emocionada cuando me encuentro en esta
situación. Produce una onda de calor en el corazón, casi un nudo en la
garganta, cada vez que vengo a conversar con profesores y me veo ante un
auditorio como este, lleno de gente que hace un enorme esfuerzo para educar
a nuestros niños, en una actividad que se valora tan poco (o solo se la celebra
con palabras vacías y cada vez tiene menos prestigio social y económico y no
alcanza a articular argumentos consistentes en su propia defensa). Gente que,
a pesar de todas las dificultades, quiere perfeccionarse, capacitarse,
actualizarse, sea cual fuere el nombre que se le dé a ese propósito. En
definitiva, gente que enseña pero quiere aprender.
Esta vez decidí comenzar nuestra charla analizando un poco esa reacción
mía. Puede ser que, en parte, se deba puramente a un factor individual y
personal, de recuerdos de mi vida de profesora y de alumna. También he
dado clases. Primero, desde los 16 años, clases particulares. Después, clases
para los alumnos de lo que entonces eran el cuarto y el quinto curso de la
educación primera en un colegio privado: clases de inglés, una asignatura en
la que no se ponía nota y era un excelente pretexto para que los alumnos
armasen gran alboroto porque, en efecto, no contaba para nada. Enseñé
lenguas en general en los antiguos cursos llamados «gimnasio» y «clásico»,
dando clases de latín, portugués, francés, redacción, y me enorgullezco de
haber sido elegida madrina de todos los grupos que se formaron conmigo,
prueba de que, a pesar de haber sido tan exigente y temida, algo bueno
ocurría todo el tiempo entre los alumnos y yo, un intercambio rico, denso y
cariñoso. Di clases para cursillos preuniversitarios y de preparación para el
Instituto Rio Branco, de Itamarati. Di clases en facultades de Letras y
Comunicación, en Brasil y en el exterior. Y siempre lo hice con mucho gusto,
con placer, con pasión. Me encanta la situación que se da en el aula, la
convivencia con los alumnos, los desafíos que ellos nos lanzan. Si no sigo
dando clases es porque detesto la burocracia que acompaña al magisterio y
las exigencias del marco administrativo que se multiplican en papeles,
horarios, programas impuestos... Y también porque mi vida sufrió un traspié
que me llevó a una brusca interrupción profesional cuando daba clases. Era
en la época de la dictadura y estuve presa, tuve alumnos presos, sentí a mi
familia amenazada, tuve que dejar el país y, ya fuera, acabé cambiando de
profesión y me convertí en periodista, en un camino que más adelante me
llevó a otra forma de escritura: la ficción, de la cual comencé a vivir.
Pero, de vez en cuando, mi lado de profesora aún se impone y me hace
multiplicar las conferencias o volver a las aulas en instituciones que sean
suficientemente flexibles como para aceptarme solo por un tiempo y después
dejarme batir las alas y echar a volar.
Por otro lado, es verdad que también me gusta estudiar, escuchar
conferencias interesantes, hacer cursos que me aporten cosas nuevas, retomar
un poco la actividad de estudiante, a la cual debo tanto de lo que soy. Gracias
a los profesores que tuve y a quienes no me canso de rendir homenaje,
personalmente o en el recuerdo, oralmente en entrevistas o por escrito, en
varios textos que he publicado.
Ampliando un poco mis recuerdos individuales de alumna y de profesora
y pasando al ámbito familiar, tal vez aún tenga otros motivos personales para
sentirme tan ligada al universo del magisterio. Vengo de una familia de
profesores. Mi madre se graduó como profesora, aunque nunca llegó a ejercer
la profesión. Pero mi abuelo fue profesor de Física y Matemáticas durante
cincuenta años en Vitória, donde daba clases en cuatro colegios: hubo una
época en la que todo aquel que había estudiado en la ciudad era ex alumno
suyo. De mis tíos, uno era profesor de Portugués y otro de Historia. Tengo
varios primos profesores, casados con profesoras. Es natural que me sienta
muy próxima a los educadores.
Por todo ello, hace algún tiempo me sorprendí haciendo algunas
reflexiones sobre la razón de ser del magisterio. Si la valoración social es
pequeña, el salario es injusto y ridículo, ¿por qué alguien quiere ser profesor?
Un ex colega mío, profesor de Historia, aseguraba que solo hay tres razones
para esa elección: enero, febrero y julio, los dos meses de verano y el más
breve período invernal. Pero, bromas aparte, incluso esas ya no son tan
poderosas, dados los nuevos calendarios escolares que han reducido las
vacaciones.
Acabé llegando a la conclusión de que los motivos profundos que llevan a
la opción por el magisterio tienen que ver con cuestiones mucho más serias y
esenciales. En cierto modo, están emparentados con el sexo y el hambre.
Tienen que ver con los dos instintos fundamentales de los seres vivos: el
instinto de supervivencia y el de la preservación de la especie. Para
sobrevivir, necesitamos comer, protegernos y aprender los secretos para
vencer los peligros que nos amenazan, tanto por experiencia propia como
aprovechando la experiencia de las generaciones que nos precedieron. Para
que la especie continúe existiendo, tenemos que crecer y multiplicarnos,
según la formulación bíblica. Y después enseñar a la cría, a los pichones
humanos, al fruto de esa multiplicación, el conocimiento que se viene
acumulando desde el hombre de las cavernas, la sabiduría en la que ese
conocimiento se fue transformando. Tenemos que legar a los recién llegados
al planeta la herencia que la humanidad ha ido construyendo y transmitiendo
desde el comienzo de los tiempos. De la misma forma que la recibimos de
manos de aquellos que vivieron antes y la aumentamos durante nuestras
vidas, tenemos que legar esa herencia a los que nos sucederán. Para que la
vida humana siga desarrollándose en el planeta. Es nuestro deber. Pero es
también derecho de cada generación que ese patrimonio creciente no le sea
negado. Y ese derecho no puede escamotearse.
Antes de la aparición de la escritura, las formas conocidas de transmisión
de ese legado eran mucho más limitadas y precarias. Algún nómada que
abandonaba una región hacía un dibujo en la pared de una caverna y aquello
podía ser un aviso para huir de allí porque era peligroso, o indicar que se
trataba de un lugar muy propicio para la caza y había que agradecer a las
divinidades. Un grupo de guerreros escenificaba una danza para alabar sus
hazañas o pedir ayuda para nuevas proezas. O un viejo al que se le acercaba
el momento de despedirse de la vida trataba de relatar a los que quedaban
toda la sabiduría que había logrado acumular, recordaba o inventaba historias
que sirviesen de ejemplo y, para que no olvidasen, se quedaba repitiendo lo
mismo como un estribillo, o fijaba su relato en una forma musical, con
métrica y rima que facilitasen la memorización.
Todos esos procesos contribuyeron a que la humanidad diese un paso
adelante y superase a los animales que vivían a su alrededor, siendo capaz de
transmitir de una generación a otra aquello que había descubierto para
sobrevivir. Algunos animales (como las abejas o los delfines) también logran
hacerlo, de forma más o menos elemental, y son capaces de avisar a los otros
de su especie dónde hay alimento o peligro. Pero solo nuestra especie, con el
lenguaje articulado, ha sido capaz de elaborar los sonidos que producía con la
lengua para expresar cosas mucho más amplias: el miedo a lo desconocido, la
esperanza de un socorro, el anhelo de una tierra más acogedora (donde
«corriese leche y miel», por ejemplo), el recuerdo de días diferentes, de
lugares distantes o de personas desaparecidas, el arrobamiento ante la
naturaleza o la persona amada, los misteriosos sueños que venían en visita
nocturna y después asombraban el día con sus transformaciones. Solo nuestra
especie —según atestiguan los más avanzados centros tecnológicos que hoy
en día se ocupan de estudiar lo que llaman ciencias del cerebro— ha sido
capaz de desarrollar ese lenguaje para transformarlo en la base de la narrativa
y, con ello, dar un salto espectacular.
La narrativa —o sea, el relato, el acto de contar historias— hizo posible
que los seres humanos pudiesen establecer y expresar la subjetividad y la
objetividad, la linealidad, la causalidad, la simultaneidad, la condicionalidad
y tantos otros conceptos fundamentales para la transmisión de esa sabiduría
acumulada, tan esencial para la preservación y expansión de la especie. Al
contar una historia, se dice qué ha hecho alguien, qué ocurrió después, por
qué, y qué se dio como consecuencia de eso, qué ocurría al mismo tiempo, de
qué modo esos dos hechos se relacionaban, cuáles eran las dificultades
superadas para que ocurriesen, qué condiciones serían necesarias para su
acontecer, etc. Más que eso, esos primeros narradores hicieron que los
oyentes de esas primeras historias orales pudiesen percibir que había
personas diferentes de ellos y, a la vez, qué parecidos eran todos en otras
cosas, en ocasiones hasta iguales. Incluso en el caso de que viviesen en
circunstancias y lugares distintos.
Algunas de esas historias incluían personajes humanamente tan ricos, en
situaciones tan llenas de estímulos, que quedaban marcadas en la memoria
del oyente. Pasaban a vivir en el intelecto y en la sensibilidad de quien las
conocía, orientando acciones y decisiones, sirviendo de parámetros para un
comportamiento futuro. Daban ejemplo, sedimentaban experiencias,
transmitían conocimientos. Establecían escalas de valores por las cuales era
posible y deseable medirse. Proporcionaban fuerza en los momentos difíciles,
alegría en las horas de celebración, consolidaban la sensación de no ser un
individuo suelto en el espacio y en el tiempo, alguien indefenso y solo en el
mundo sino, por el contrario, afirmaban la pertenencia social, la certeza de
formar parte de un grupo, de pertenecer a un linaje que venía desde antes e
iba más allá, de estar en compañía de gente que hacía cosas y valía algo. La
noción de valor es indisociable de la narrativa desde su aparición y la lengua
la refleja incluso en los términos más comunes que usamos para hablar de
hechos épicos, valerosos, de alguien valiente. O para pedir ayuda: «Válgame
Dios».
Para que esas historias no se olvidasen en su transmisión oral, los
contadores fueron descubriendo trucos para facilitar la memorización.
Repetían los hechos importantes en episodios que ocurrían como mínimo tres
veces, por ejemplo. Usaban fórmulas reiteradas a través de la narración,
estribillos, refranes, ecos, paralelismos. Recurrían al ritmo musical, usaban
rimas, métricas elaboradas, no solo prefiriendo esquemas con determinado
número de sílabas, sino también haciendo que la acentuación tónica se diese
siempre con los mismos intervalos, alternando sílabas breves y largas con
rigor matemático. Desarrollaban aproximaciones insólitas de palabras que
tuviesen un impacto nuevo e inolvidable, exploraban las posibilidades del
lenguaje para evocar imágenes visuales que se formasen en la retina del
oyente y fijasen la memoria de modo más fuerte que el mero recuerdo del
sonido. De manera análoga, los chamanes o hechiceros, los más viejos que
guardaban la sabiduría espiritual y medicinal acumulada, trataban de fijarla
en fórmulas cautivadoras fáciles de ser recordadas. Un vasto repertorio de
recursos narrativos y poéticos se fue desarrollando, de la misma forma que un
rico acervo de trucos para enlazar el raciocinio, vincular un argumento con
otro, orientar el pensamiento en dirección a un objetivo y desarrollarlo poco a
poco, profundizando la comprensión y asegurando la permanencia de aquella
enseñanza. En el transcurso de ese proceso, el lenguaje fue desarrollando
nuevas funciones, explorando sus posibilidades poéticas, narrativas y
retóricas, volviéndose cada vez más artístico para fijar mejor lo que pretendía
enseñar.
Claro, pues: yo puedo seguir hablando del hombre de las cavernas, pero a
esta altura todos esos usos del lenguaje ya están al servicio del arte y la
expresión. En su origen, sin embargo, estaban indisolublemente ligados a la
necesidad de comunicación, de transmisión del saber común, de compartir un
legado.
El descubrimiento de la escritura dio un impulso enorme a todo ese
proceso. Estimuló la multiplicación de ese patrimonio en términos hasta
entonces insospechados. Hizo posible una inmensa acumulación horizontal,
lateral, de todo lo que se pudiese añadir y ya existiese en la época, y también
una acumulación vertical, en el tiempo, que guardase para el futuro aquella
herencia de saber. Había tanto que transmitir que se hizo necesaria la
aparición de especialistas. Unos enseñaban, otros escribían. Surgieron
escribas y copistas para registrar las palabras de artistas y maestros. ¿He
dicho maestros? Ya están ahí los profesores dominando la escena. Rodeados
de aprendices, los maestros transmitían su conocimiento y su sabiduría. Su
importancia era incalculable. La lengua también guarda esos vestigios en
palabras que van desde el «maestro» que dirige la orquesta hasta el «master»
que en otras lenguas designaba al dueño de la propiedad y de los esclavos. De
más está decir que Jesucristo era llamado Maestro, y los apóstoles se
enorgullecían de presentarse como sus discípulos. Voy a recordar solo un
ejemplo elocuente, el del primer maestro occidental cuyas enseñanzas fueron
registradas directamente por un discípulo, por medio de la palabra escrita, en
su propio tiempo, y con eso ejerció una influencia enorme sobre todo lo que
vino después: Sócrates, que enseñaba conversando y cuyos conocimientos se
han conservado gracias a los Diálogos escritos por Platón.
Con la escritura, todo fue cambiando. Uno de los cambios afectó a la
relación entre maestro y discípulos. A medida que la alfabetización se iba
afirmando como un valor (tan precioso que se les negaba a las mujeres, los
esclavos, los siervos, los trabajadores y todos aquellos que los poderosos
pretendían dominar), a medida que se hacía evidente su extraordinaria
importancia para la fijación y transmisión del patrimonio cultural acumulado
por la humanidad, que se creaban bibliotecas, ya no era posible concebir la
figura de un maestro que no leyese mucho. A no ser, evidentemente, que se
tratase de un «maestro» artesano u obrero, que solo enseñase técnicas de
trabajo a sus aprendices, para asegurar una mano de obra eficiente y sin
mayores capacidades de formular deseos de cambiar aquella situación social.
O, mucho más tarde, cuando las mujeres comenzaron a vivir su ascenso
social, la cultura dominante trató de modificar la imagen del profesor,
distinguiendo al «maestro» o «doctor» (que lee mucho y se sitúa en la esfera
del saber) de la «maestra» (que lee poco o casi nada y se sitúa en la esfera del
afecto). A esta también se la celebra como una abnegada segunda madre y el
magisterio, en esos casos, se presenta como «un verdadero apostolado o
sacerdocio». Y, como tal, puede vivir de migajas y de la caridad de los fieles.
Estoy caricaturizando y exagerando, claro, pero esa simplificación es
deliberada, porque quiero que quede bien claro mi argumento. Es decir,
existe una relación entre lectura y poder. Cuando renunciamos a leer algo
consistente, estamos renunciando a una parcela del poder. Incluso porque
atrofiamos nuestra capacidad de reivindicarlo por medio de argumentos
fundamentados, insertos en una visión amplia de la situación.
Un ejemplo sencillo y elocuente. En Brasil, como en el resto de América
Latina e incluso en Francia, en culturas volcadas a la afectividad, existen una
campaña anual de promoción de la lectura que se llama «Pasión de leer». Y
es así, leer es una pasión. Pero no solo eso. Es mucho más, como se sabe en
Inglaterra, país que hizo la Revolución Industrial, que creó el capitalismo
moderno y llevó el imperialismo a su punto de mayor expansión, además de
ofrecer las bases culturales para algunas de las transformaciones más
significativas del modo de pensar de la historia contemporánea. Basta
recordar el impacto científico de Darwin, que era inglés y con el
evolucionismo dejó atrás las explicaciones de la vida que daba la Biblia
desde hacía milenios, o recordar que Marx escribió El capital observando la
sociedad inglesa e investigando en la Biblioteca del Museo Británico, o que
Freud fue a vivir a Londres cuando huyó del nazismo y fue allí donde
consolidó su obra. Pues bien, en Inglaterra la campaña nacional de fomento
del libro no se llama «Pasión de leer» sino «El poder de la lectura». Y sobre
ello quiero insistir. Quien no lee se da por vencido y renuncia al poder.
En el caso del profesor, el asunto se vuelve aún más serio. Si su oficio es
transmitir a los alumnos la sabiduría acumulada por la humanidad en el
transcurso de su historia, ¿cómo va a hacerlo si no lee? Simplemente, no lo
hará. Transmitirá solo algunos conocimientos, aquellos que le enseñaron
cuando se graduó y que actualiza lo mejor que puede a través de su vida, en
conversaciones con los demás, viendo televisión u hojeando una revista. A lo
sumo, en el caso de los más afortunados o privilegiados que tienen acceso a
ordenadores —y que en general no se sitúan exactamente dentro de la
mayoría de los explotados que ganan salarios ridículos— puede actualizar sus
conocimientos en Internet. La informática es una manera fantástica de
diseminación de información y de democratización del acceso a datos. Un
medio excelente de adquirir o aumentar el conocimiento. Pero no es una
forma de adquirir sabiduría. Para la transmisión de la sabiduría se exige otro
proceso, en el que decidir no depende de una opción entre otras de un menú,
de una preferencia por esto O aquello, sino de una comparación entre esto Y
aquello, con análisis de argumentos, oposición de contrarios,
complementación de divergencias, encadenamiento lógico que lleve a
conclusiones, etc. Un proceso complejo, elaborado a partir de la absorción de
experiencias ajenas y la convivencia con el otro, mecanismos propios del
lenguaje narrativo, del lenguaje poético y del lenguaje expositivo, y hasta de
la retórica. Un proceso construido con la lectura de novelas y cuentos, de
poemas, de ensayos. Con el contacto con la literatura y la filosofía. Con
textos capaces de emocionar estéticamente, de discutir valores y llevar a
opciones morales.
Pero no penséis que mi idea es que el profesor debe leer y que el alumno
debe leer. Nada de eso. No se trata de deber. La lectura no es deber de nadie.
Es un derecho, sí, de todo ciudadano, y por él tenemos que luchar, lucha que
sí constituye un deber. Incluso en la guerrilla cotidiana de la resistencia
constante, empeñándose en sacar libros de la biblioteca, llevar libros a casa,
leer en el autobús, regalar libros, hablar de libros con compañeros y amigos,
apagar el televisor a cambio de un libro en el momento en que hay un
programa aburrido (no es posible que todo el mundo crea que nunca hay nada
aburrido en la televisión). Y en la estrategia más amplia, frecuentando
librerías aunque sea para hojear un libro y sacar algún provecho, escribiendo
a periódicos y revistas para exigir más espacio dedicado a la literatura,
exigiendo de los candidatos a alcalde, concejal y diputado un compromiso
público con la consideración de ese derecho en cada provincia y
ayuntamiento. En la acción cotidiana profesional, esa estrategia adopta otras
formas, pero debe mantenerse viva, comprometiéndose en la lucha por una
sala de lectura en la escuela, por la garantía de un tiempo reservado a la
lectura en el horario escolar, por la renovación del fondo de libros del
colegio.
Y además de un derecho nuestro, la lectura es un derecho básico y
fundamental de las nuevas generaciones, sometidas a un intenso proceso de
distanciamiento del libro sin precedentes en la historia. Para asegurar ese
derecho, un profesor tiene que luchar por la lectura de obras literarias con la
misma energía con la que se dispone a reivindicar otros derechos. Si no lo
hace, será un responsable más de ese proceso perverso que consiste en negar
a alguien la herencia que sus antepasados le dejaron. Cada uno de nosotros
tiene derecho a conocer —o al menos saber que existen— las grandes obras
literarias del patrimonio universal: la Biblia, la mitología grecorromana, la
Ilíada y la Odisea, el teatro clásico, las epopeyas medievales, el Quijote, la
obra de Shakespeare y Camões, las Mil y una noches, los cuentos populares,
los grandes poemas, novelas y obras teatrales que nos han legado. Varios de
esos contactos se establecen por primera vez en la infancia y juventud,
abriendo caminos que pueden recorrerse después nuevamente o no, pero ya
funcionan como una señalización y un aviso: «Esta historia existe... Está a mi
alcance. Si quiero, sé dónde ir a buscarla».
Leer literatura es una forma de acceso a ese patrimonio, confirma que se
está reconociendo y respetando el derecho de cada ciudadano a esa herencia,
revela que no estamos dejándonos robar. Y nos inserta en una familia de
lectores, con los que podemos intercambiar ideas y experiencias y
proyectarnos hacia el futuro.

7. Conferencia en la Bienal del Libro de São Paulo, abril de 2000.


Clásicos. Libros para todas las clases 8

¿Vamos a comenzar con una historia? Clásica, naturalmente.


Hace muchísimos años, vivía en Babilonia un muchacho llamado Píramo,
el más bello de los jóvenes de su tiempo. Justo al lado de su casa, separada
solo por un muro, vivía Tisbe, la joven más hermosa del Oriente. Como eran
vecinos, acabaron por encontrarse y se hicieron amigos. Más que eso, en
poco tiempo aquella amistad se convirtió en amor y comenzaron a hablar de
casamiento. Pero las familias no querían aquella unión y prohibieron el
noviazgo. Los dos no podían siquiera hablarse. Como no tenían un aliado o
confidente que pudiese llevar sus recados y ayudarlos, fueron desarrollando
un lenguaje de gestos y señales. Cuanto más se ocultaban, más el amor
escondido ardía y abrasaba.
En el muro que separaba los dos patios había una fisura que se había
convertido en grieta. Tan cerrada que había pasado inadvertida para todos.
¡Pero nada escapa a los ojos de los enamorados! Píramo y Tisbe descubrieron
esa grieta y enseguida se dieron cuenta de que podía ser un canal para sus
voces. Píramo se mantenía quieto de un lado, Tisbe del otro, y comenzaban a
oír la respiración del ser amado allí cerca. Al poco rato, estaban susurrando:
—Muro, muro, deja de ser celoso... ¡no te interpongas en el camino de los
que se aman! ¿Por qué no dejas que nos abracemos?
—Por favor, muro, ábrete más, para podernos besar...
Se pasaban todo el día murmurando al lado del paredón. Por la noche se
despedían y besaban las piedras del muro.
Cierta mañana, cuando la Aurora había apagado el fuego de las estrellas y
los rayos del sol ya habían secado el rocío de la noche, ambos llegaron al
punto de encuentro y, como siempre, comenzaron a suspirar. Pero estaban
muy tristes. Sus lamentos se fueron haciendo cada vez más dolorosos. Ya no
podían resistir. Por eso, acabaran decidiendo que, aquella noche, cada uno
intentaría burlar la vigilancia de los guardias y escaparse de la casa. Una vez
que huyesen, se encontrarían fuera de la ciudad. Para no perderse, fijaron un
encuentro junto a un túmulo que había en el campo, al lado de una enorme
morera, porque la sombra del árbol podía ayudar a esconderlos, en el caso de
eventuales miradas indiscretas. Y como muy cerca había una fuente de agua
fresca, sería un lugar perfecto para esperar.
Cuando la noche llegó, Tisbe pudo abrir la puerta y salir con facilidad, sin
que nadie la viese. Envuelta en un velo, llegó al lugar acordado y se sentó
debajo de la morera, cuyos frutos en ese tiempo eran blancos como la nieve y
brillaban bajo la luna. Pero al rato apareció una leona que acababa de devorar
su presa del día y, aún con la boca goteando sangre, iba a beber agua a la
fuente. A la luz de la luna, Tisbe vio al animal acercarse y corrió a refugiarse
en una caverna cercana. En la carrera, dejó caer el velo. La leona encontró la
prenda y avanzó sobre ella, rasgó la tela y la dejó toda sucia de sangre.
Después, bebió agua y se marchó.
Píramo llegó un poco más tarde. Vio las huellas de la fiera y palideció.
Peor aún, vio el velo de Tisbe, desgarrado y manchado de sangre. Se
desesperó. Creyó que Tisbe había sido devorada por un león y la culpa era
suya, por haberla convencido de ir sola de noche a un lugar peligroso y no
haber llegado a tiempo para estar allí antes esperándola. Llorando, abrazado
al velo de Tisbe, desenvainó la espada y se la clavó en su pecho. La sangre
chorreó con fuerza y abundancia, y alcanzó la raíz de la morera y las moras,
que quedaron teñidas por aquel color púrpura.
Ansiosa porque no quería disgustar a su amado, Tisbe volvió. Miró a su
alrededor en busca de él con unas ganas locas de contarle su aventura y el
peligro del que había escapado. Cuando vio a Píramo en el suelo, muerto y
cubierto de sangre, se puso fuera de sí. Se golpeaba el pecho, se mesaba los
cabellos, lavaba con sus lágrimas la sangre de Píramo, besaba su rostro frío.
Al darse cuenta de que las manos del joven sujetaban su velo rasgado y que la
espada estaba desenvainada, se dio cuenta de lo que había ocurrido. Sujetó
entonces la espada con firmeza y se arrojó sobre ella para morir también, en
el acero aún caliente del cuerpo amado. Con tristeza, los dioses guardaron
para siempre el recuerdo de ambos en los frutos de la morera: color de la
sangre antes de madurar, y negros de luto en el apogeo de la dulzura, cuando
están a punto de ser arrancados. Y al amanecer, las dos familias, finalmente,
comprobando hasta qué punto había llevado su intransigencia frente a los dos
enamorados, permitieron que Píramo y Tisbe quedasen unidos para siempre y
guardaron las cenizas de ambos en la misma urna.
Esta historia podría ser solo un mito de origen, la leyenda de la morera.
Existen otras versiones en la mitología griega. Pero tal como la cuenta Ovidio
en las Metamorfosis se convierte en una hermosa y emocionante historia de
amor prohibido que concluye en tragedia. Llega al fondo, atrapa al lector. No
ha de sorprender que Shakespeare la haya tomado como punto de partida e
inspiración por lo menos en dos ocasiones. En Sueño de una noche de
verano, la historia de Píramo y Tisbe se cuenta literalmente, como el enredo
de la pieza que los artesanos ensayan y presentan en la boda de Titania y
Oberón. Y, evidentemente, sus temas se repiten con intensidad poética y
tintes aún más trágicos en Romeo y Julieta, desde el amor prohibido por las
familias hasta la fuga para la boda clandestina, el encuentro fijado junto a un
túmulo, el equívoco que hace que el amante crea en la muerte de su amada y
se suicide, lo que provoca la muerte de ella de inmediato.
Ovidio, que incluyó un magnífico relato de la historia de Píramo y Tisbe
en la fascinante obra citada, nació en Italia en el año 43 a.C. Shakespeare
vivió en Inglaterra, donde el primer registro de su vida es el bautismo, en
1564. Hay dieciséis siglos entre ellos y todo un continente, en épocas en las
que los viajes resultaban difíciles y las comunicaciones eran precarias. Pero
uno tenía tanta familiaridad con la obra del otro que se permitía visitarla a su
antojo.
Hasta hace unos pocos años, todavía era posible decir que la gente de
letras, en general, tenía un buen conocimiento de ambos. Cuando hice mi
curso preuniversitario, tocó en la prueba de latín (porque no se concebía la
idea de un futuro profesor de lenguas que no conociese latín) la traducción de
un fragmento de las Metamorfosis. Y en el siglo XIX, un escritor brasileño
como Machado de Assis, hijo de una lavandera y descendiente de esclavos,
nacido y criado a este lado del Atlántico, tenía tal familiaridad con la obra de
Shakespeare que utilizó Otelo como uno de los elementos generadores de
Don Casmurro. Hoy en día, sin embargo, cuando nos enorgullecemos de
saber tanto, de tener tanta información y de vivir en un mundo globalizado,
muy pocos tienen idea de quiénes son Proserpina, Perseo, Medea, Dafne,
Titania, Oberón, Desdémona, Yago, Capitu, Bentinho, Escobar, José Dias,
por citar solo algunos de los personajes principales de los libros que acabo de
mencionar. La tradición clásica está desapareciendo a una velocidad
galopante y todos nos estamos empobreciendo por ello.
El crítico y ensayista inglés George Steiner señala que hasta mediados del
siglo XX, en la posguerra, los lectores de los libros compartían un acervo
común de referencias, a partir de la Biblia, la literatura grecorromana, obras
orientales como las Mil y una noches, los grandes clásicos medievales,
renacentistas y modernos. Hablar de justicia salomónica, caballo de Troya o
paciencia de Job evocaba inmediatamente una historia. Decir que alguien era
quijotesco o pantagruélico era una descripción perfecta, un «Sésamo ábrete»
para el personaje en cuestión, y esa expresión también se comprendía
inmediatamente. Cualquier escritor podía estar seguro de que, si por
casualidad se refería a Catilina o Adamastor, sus lectores sabrían de qué se
trataba. Había un repertorio clásico común que permitía ese entendimiento
cómplice. Transmitido desde la más tierna infancia.
En mi experiencia muy reciente de leerle a mi nieto Reinaçoes de
Narizinho, de Monteiro Lobato 9 , como lo hice con mis hermanos y mis hijos,
descubrí algo sorprendida que la mayor dificultad para entender la historia
actualmente no procedía del lenguaje, de una sintaxis un poco antigua o de
palabras que ya no se usan. Procedía de mi necesidad de explicar alusiones a
elementos anteriormente obvios. Como el contacto de los niños con los
cuentos populares hoy en día se hace básicamente a través de los dibujos
animados y toda la parafernalia Disney que de ellos se deriva, las historias
que no se han adaptado a través de ese medio quedan en segundo plano. Ya
no las cuentan padres ni profesores. Para explicar quién era Pulgarcito, había
que hacer una larga digresión y contar otra historia, en cada momento de la
trama, interrumpiendo las peripecias y el propio ritmo del autor. En otras
palabras, tampoco los niños comparten ya el repertorio mínimo de cuentos de
hadas, historias populares y canciones de corro que eran propiedad común de
la infancia de generaciones anteriores.
Hoy en día, por tanto, está desapareciendo esa certeza de que el lector
comparte con el autor un acervo básico de conocimiento de los clásicos. Así,
como Steiner observa, comenzaron a aparecer notas a pie de página en los
libros para explicar ciertas alusiones y referencias. Hasta tal punto que
actualmente, sigue diciendo él, para leer la mayoría de las obras no
contemporáneas, en muchos casos serían necesarias tantas notas explicativas
que más de la mitad de la página quedaría comprometida, lo que haría de la
lectura una actividad penosa y prolongada, una verdadera carrera de
obstáculos a cámara lenta. Porque somos más ignorantes y más pobres, nos
falta cultura clásica. Pero somos también más despilfarradores, porque
estamos tirando un tesoro a la basura.
Claro, el ritmo de vida actual es otro, hay muchas más demandas,
competencia de otros medios. Y de alguna manera esos otros medios también
ayudan a proporcionar parte de esas informaciones, que ya no viven
exclusivamente de su transmisión por el libro. Incluso un adolescente que no
ha leído Robinson Crusoe o Robin Hood tiene muchas veces una vaga noción
de quiénes se trata. Sabe que el primero naufragó y fue a parar a una isla
desierta y el segundo se escondía con su banda en un bosque y robaba a los
ricos para dar a los pobres. Captó esas referencias en dibujos animados,
historietas, películas. Pero con eso está sujeto solo a las modas del momento.
No sabrá que La isla del tesoro es más que un mapa y un paisaje tropical, es
una obra que discute lealtades y es capaz de cambiar para siempre a quien la
lee. No sabrá de otras islas más allá de las de Robinson y Long John Silver y,
sin ese archipiélago, una parte de su alma estará para siempre perdida en los
mares del espíritu, a merced de corrientes fortuitas, sin ninguna probabilidad
de llegar a tierra firme. Podrá saber que Peter Pan era el niño que no quería
crecer pero, sin un contacto con el libro, seguirá ignorando de qué se trata,
realmente, en la obra: de su sed de narrativa, de su confianza ilimitada en la
imaginación y, sobre todo, de su incitante celebración de la memoria frente al
olvido, el tema principal del libro, oculto por debajo de las deliciosas
aventuras en la Tierra de Nunca Jamás. La historia de Peter Pan es
básicamente el doloroso relato de un niño sujeto a la maldición de vivir en un
lugar de eterno presente, donde todo se olvida de inmediato. Para intentar
sobrevivir a esa angustia, tiene ansia de aventuras y va en busca de quien le
cuente historias, función con la cual lleva a Wendy a la Tierra de Nunca
Jamás. Justamente el tema del que estamos tratando en esta charla.
En un maravilloso libro titulado Por qué leer los clásicos 10 , el escritor
italiano Italo Calvino observa:
«Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular cuando se
imponen por inolvidables ya sea cuando se esconden en los pliegues de la
memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual».
Poco después, añade:
«Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo consigo la huella de
las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han
dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o, más
sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres)».
Y ello le lleva a concluir que:
«Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir».
Y más aún:
«Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas,
tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad».
A lo largo de su obra, Calvino menciona varias veces el hecho de que los
clásicos son libros que las personas releen, pero que cualquier
lectura/relectura de ellos es siempre un descubrimiento.
Esto se vincula con un aspecto que me interesa especialmente destacar: la
primera lectura de los clásicos. En el mundo contemporáneo, en general, para
que un día un adulto lea un clásico, debe estar ya algo habituado a ese
universo no inmediatista y haberse dejado seducir por los placeres de esas
lecturas y descubrimientos. Es muy importante, por tanto, que ya haya
encontrado clásicos en su infancia y adolescencia, aunque sean adaptados o
contados con otro lenguaje. Mi generación tuvo en la obra de Monteiro
Lobato una estrella-guía para ese recorrido en Brasil, mostrando caminos,
abriendo puertas. Leyendo sus libros, trabamos conocimiento del universo de
los cuentos de hadas, los héroes de la mitología griega, los personajes de las
Mil y una noches (como el Ave Roc, en cuyas patas doña Benita se sienta
creyendo que son las raíces de un árbol), los personajes famosos de la historia
de la humanidad, los de las grandes obras literarias (Don Quijote, Robinson
Crusoe, Robin Hood, Peter Pan, Alicia), una galería inmensa que se presenta
al pequeño lector como un tesoro de cultura general. Pero somos el país del
desperdicio y arrojamos esa riqueza. Hoy en día llegamos al extremo de
formar a profesores que nunca leyeron a Lobato y ni siquiera sospechan
cuánta falta les hace. Enseguida se justifican diciendo que no pueden leer
porque el libro cuesta caro y el salario es bajo... ¡Listo, están libres de esa
obligación!

8. Conferencia en el Semanario Internacional «Clásicos para niños». Editora Projeto y


PUC-RS, Porto Alegre, mayo de 2000.

9. Brasiliense, 1991.

10. Traducción de Aurora Bernárdez. Tusquets, 1994, pp. 14-16 (N. del T.)
Lecturas y censuras
Censura, literatura, basura y otras «uras» algo oscuras 1

Ante la propuesta de decir unas palabras sobre censura y literatura infantil,


solo se me ocurre una: NO.
De ninguna manera debe aceptarse la idea de que censura y literatura estén
juntas. Siempre que lo han estado, a lo largo de la historia, ha habido
períodos de ignorancia y violencia, de represión y tiranía, de la Inquisición
medieval a Hitler en el siglo XX, pasando por los distintos dictadores que
triste memoria han dejado en nuestro continente. Listas de libros prohibidos,
obras quemadas en la plaza pública, autores y editores en la cárcel, lectores
impedidos de deleitar su espíritu con obras que enriquecen a la humanidad:
todo esto es parte de una pesadilla que suele acompañar los pasos de la
censura y la literatura cuando están juntas. Nada justifica que se piense así,
por ello no entendí lo que me proponían cuando me invitaron a hablar sobre
ese tema y mi reacción inmediata fue decir que no. No hay mucho que añadir
a un rechazo vehemente e intenso de tal proceso. NO, y basta. No hay nada
de qué discutir. Imagino que todos estamos de acuerdo en denunciar la
censura, protestar contra ella, luchar contra sus males.
Lo único que se podría intentar, a lo mejor, es una reflexión sobre las
distintas formas que adopta la censura actualmente, cuando hay democracia
en nuestros países. La democracia no presupone la eliminación de los
antidemócratas, sino la convivencia con ellos. Y no hay pruebas de que se
hayan convertido a los ideales democráticos gracias a esa convivencia. Así
que bien podemos aceptar como premisa el hecho de que en nuestras
sociedades —o fuera, pero con poderosos medios de penetración en ellas—
siguen existiendo grupos e intereses ajenos a los de una cultura nacional
legítima y autónoma de afirmación soberana. Y es lógico imaginar que esos
grupos e intereses, si ya no tienen en sus manos los mecanismos que antes les
permitían censurar la cultura por medio de la prohibición, seguramente
descubrirán otras herramientas para defender sus puntos de vista e implantar
sus proyectos, por ejemplo impidiendo que se difundan las obras que
consideran subversivas o perjudiciales para su visión del mundo y su
hegemonía. Nos parece lógico suponer que esas fuerzas lograrán, de algún
modo, encontrar distintos caminos para intentar impedir las manifestaciones
culturales que puedan amenazar su ideal de poder dominante.
En general, la manera más moderna y sofisticada de censurar la literatura
—y la más común en nuestros días— ya no es decir NO a algún libro que se
desea eliminar, sino decir SÍ a lo que se quiere imponer. Pero un SÍ repetido
centenares y millones de veces, cantado, fotografiado, dibujado o filmado,
visto en la televisión y en todos los periódicos, objeto de intensa publicidad
que transforma la obra propuesta en obra impuesta y la presenta como algo
que todos deben leer, que nadie puede ignorar, que el mundo entero alaba.
Con ese proceso se impone una unanimidad poderosa que resulta en la
inhibición de las voces discordantes y en el freno de una evaluación crítica
capaz de subrayar aspectos negativos de la obra impuesta. O del mecanismo
mismo que la impone.
Ese mecanismo, sin embargo, es mucho más poderoso que una simple
publicidad masiva. Presupone, además, condiciones económicas dominantes
y una centralización creciente y notable en las distintas etapas de distribución
del libro entre el público lector. Es decir, la moderna imposición de lecturas
—el proceso contemporáneo de control del pensamiento que sustituye a las
formas arcaicas de censura consistentes en prohibir libros— se apoya
económicamente en una tendencia a la formación de oligopolios editoriales.
La nueva censura necesita grandes cadenas de librerías, impresionantes redes
de divulgación masiva, enormes grupos editoriales y, más aún, inimaginables
grupos económicos que devoran a los enormes grupos editoriales y los
integran en un macrosistema de comunicación e industria cultural, a su vez
parte limitada de una vastísima galaxia de empresas multinacionales. Para ser
eficiente y realmente eliminar todo lo que pueda eventualmente apartarse de
la gran tendencia al pensamiento único que imponga y exprese los ideales de
la cultura económica, es necesario que ciertos autores no sean oídos y que se
eliminen esfuerzos individuales de pequeños libreros o pequeñas editoriales y
críticos aislados. Al fin y al cabo, a estos debemos la difusión de las voces
personales, autónomas y con frecuencia disidentes de los artistas creadores,
de todos aquellos que no siguen a la mayoría sino que anuncian nuevos
senderos, miran la realidad desde perspectivas diferentes o admiten
posibilidades insospechadas por los demás.
Estudiosos como el crítico inglés George Steiner o el profesor palestino-
estadounidense Edward Said han analizado y denunciado ese proceso sutil de
una censura que no prohíbe libros sino que impone sus modelos. No se trata
de una interpretación paranoica ni delirante. Nada de eso. Es la descripción
de algo que ocurre en nuestros días. Pero tampoco se trata, por cierto, de un
proyecto consciente. No estoy diciendo que existe un grupo de personas
representantes del MAL —como los presentarían las viñetas de los cómics—,
reunidas en algún sitio secreto y planificando la manera de aplastar las
manifestaciones culturales de quienes no son como ellos desean. Me limito a
describir un fenómeno de acentuada concentración económica y sus
consecuencias. Los grandes grupos, que actúan sobre grandes mercados,
tienen que buscar productos que puedan agradar al mayor número de
consumidores posibles. Su ideal es la producción masiva, lista para la
divulgación masiva, para llegar al consumo masivo. No pueden perder sus
inversiones ni derrochar su esfuerzo lidiando con excepciones individuales o
minorías. Buscan lo mediano y lo mediocre. Su ideal es la repetición de lo ya
consagrado, para buscar que el éxito y los beneficios se repitan. Siempre bajo
la apariencia formal de algo nuevo, para que el público no sospeche que está
comprando otra vez lo que ya ha comprado. Lo que importa es esa apariencia
exterior, falsamente nueva, para que la impresión de novedad oculte el
interior repetido, ya probado y aprobado. El producto cultural, así, tiene que
parecer muy nuevo y, al mismo tiempo, llevar implícita la garantía de que no
lo es. De allí se pasa al énfasis absoluto en lo formal, lo espectacular que
tiende al abandono de las discusiones de fondo sobre cuestiones éticas y
religiosas...
Pero el arte solo se ocupa de las excepciones y los individuos y la paradoja
es que, así, trasciende lo mediano y escapa a la mediocridad. La verdadera
novedad (que acompaña a la inquietud creadora y plantea cuestiones aún sin
respuesta) raramente se encontrará en esas obras de producción masiva, en
rigor más productos que obras.
El desarrollo del pensamiento crítico en el siglo XX abarca innumerables
teorías difundidas en libros que —conviene recordar— no formaron parte de
ese sistema de producción y consumo masivos. Así ocurre con la lingüística
estructural de Saussure y Benveniste y la antropología estructural de Levi-
Strauss, la gramática generativa de Chomsky, los análisis marxistas de
Althusser y Adorno, las teorías psicoanalíticas de Freud y Lacan, las teorías
sobre el discurso y el poder de Michel Foucault, los análisis sobre cultura y
sociedad de Raymond Williams y Stuart Hall, la crítica de la metafísica de
Jacques Derrida. Son muy diferentes entre sí, pero coinciden en una premisa
común: la noción de que el significado se constituye dentro del lenguaje. No
hay una garantía individual de significado previo, estable y permanente para
cada sujeto que habla. No hay características biológicas predeterminadas de
significación. La significación es un proceso dinámico, que surge mientras se
usa el lenguaje. Esto quiere decir que el empleo del lenguaje juega a la vez
dos papeles esenciales: el fundamental de atribuir significado y el de
construir la subjetividad de quien se vale de él. Y ese proceso no es fijo, sino
una negociación dinámica y constante con un conjunto de fuerzas
económicas, culturales y políticas.
Michel Foucault, en particular, analiza cómo se ejerce el poder, cómo
funciona la dominación social: no por medio de una coerción abierta, sino por
una inversión en determinadas instituciones y discursos y en las formas de
conocimiento que así se producen. En otras palabras, la producción de
significado es inseparable de la producción de poder, como afirma la crítica
Lisa Tickner 2 .
Recordando esas observaciones que hemos resumido muy rápidamente, es
comprensible que el fenómeno de concentración económica al que asistimos
hoy en día en el mundo editorial se desarrolle paralelamente a la imposición
de caminos que conduzcan a la difusión de la cultura hegemónica o a la
construcción del pensamiento único.
Analizando las relaciones entre dominadores y dominados en su libro
Dialética da colonização 3 , el profesor y crítico brasileño Alfredo Bosi
distingue en la cultura cuatro grandes áreas. La primera es la cultura erudita,
centrada en el sistema educativo (fundamentalmente en las universidades), y
distinta de la segunda, que es la cultura popular, básicamente iletrada,
correspondiente al repertorio moral, material y simbólico del hombre rural o
suburbano, aún no del todo asimilado por las estructuras simbólicas de la
ciudad moderna. A esas dos —que podríamos resumir como Academia y
Folclore—, se añaden otros dos territorios culturales. Uno corresponde a lo
que se suele llamar industria cultural: la cultura de masas o de consumo,
íntimamente relacionada con los sistemas de producción y el mercado de
bienes de consumo. Otra es la cultura creadora individualizada, la de los
artistas, es decir, intelectuales que no viven dentro de la universidad sino que
son independientes de la institución. Señala Bosi que, desde el punto de vista
del sistema capitalista tecnoburocrático, se pueden situar del lado de las
instituciones la universidad y los medios de comunicación masiva y, fuera de
las instituciones, la cultura creadora y la popular. Y aún más: observa Bosi
que solamente la cultura creadora logra realizar una síntesis entre todas ellas
y funciona así como una cultura de resistencia, además de ser una cultura de
la invención: una prolongación de lo cotidiano y una reflexión sobre lo
cotidiano.
Para nuestra discusión sobre la forma contemporánea de censura, es decir,
la imposición de patrones culturales hegemónicos y monopolistas, me
interesa rescatar la expresión cultura de resistencia casi como sinónimo de
cultura creadora individualizada, hecha por artistas. Y con este planteamiento
pretendo llevar el tema general que se me propuso a un debate más concreto,
centrado en las condiciones del trabajo de docentes y bibliotecarios en su
quehacer diario. Porque sospecho que, en realidad, cuando se me invitó a
Medellín para discutir sobre censura y libros para niños, lo que se deseaba
debatir eran los criterios de selección de los libros al alcance del público
infantil. Algo muy práctico y sencillo. Algo que permita saber cuál es el libro
más adecuado en cada caso.

Pero debo deciros que no hay una respuesta única para ese tipo de
pregunta. De la misma manera que no debe existir una lista de libros
prohibidos, no debe haber una lista única de libros seleccionados. Cada padre
o maestro, cada bibliotecario o docente tendrá que hacer su selección
personal. Lo que importa es que conozca lo que ha seleccionado y sepa por
qué lo elige. La única exigencia fundamental es que lea. Sería inconcebible la
idea de encargar a alguien que no nada que enseñe natación en las escuelas. O
un profesor de inglés que no hable esa lengua. Sin embargo, muchas veces se
espera que personas que no leen orienten la lectura de los niños. El resultado
es siempre un desastre y no podía ser de otra manera. No basta con preguntar
a un especialista cómo se hace. Los profesores de natación o de inglés pueden
preguntar a especialistas cómo se nada o cómo se habla inglés, pero eso
jamás convertirá a sus alumnos en nadadores o angloparlantes. De la misma
manera, no basta con buscar informarse sobre los libros que deben
recomendarse para que los niños lean o sobre técnicas de fomento de la
lectura. Puede llegar a ser muy interesante, pero inútil en la práctica.
En definitiva, propongo que los adultos lean. Sobre todo los maestros que
pretenden que sus alumnos lean. Y vuelvo a Bosi para recomendarles que
lean la cultura creadora, de resistencia, lo que han escrito los artistas de la
palabra. Que lean literatura: novelas, cuentos, poesía, ensayo, teatro,
literatura infantil, lo que quieran. El resultado será el desarrollo de su propia
conciencia lectora, de una actitud crítica y conocedora que implique
familiarizarse con la calidad y la diversidad de la creación individual, que
presupone el rescate de la memoria y la valoración de lo imaginario. Quien ha
leído a García Márquez o a Neruda, a Juan Rulfo o a Vargas Llosa está en
mejores condiciones para decidir qué libros recomendar a los niños que
alguien que solo ve la tele o lee los semanarios y supone que un especialista
le dará pautas y consejos. Un verdadero educador sabe perfectamente que la
educación no puede confundirse con la aplicación de fórmulas o recetas. Es
una construcción colectiva y dinámica.
Porque en realidad los niños (y los adultos, por supuesto, que en eso no se
distinguen en nada) deben leer lo que es bueno y abarcar un espectro variado
de lecturas. Libros de géneros diferentes, de autores diferentes, de
colecciones y temas y culturas diferentes. La variedad de lecturas, a partir de
un grado básico de calidad, alimenta al lector y le da fuerzas para enfrentar lo
que pueda sorprenderlo en su camino. La práctica de una lectura variada de
obras literarias, esa insuperable creación de resistencia por medio de las
palabras y los conceptos, desarrolla la capacidad crítica que impide que el
lector se convierta en una víctima más de la cultura hegemónica y el
pensamiento único. En la memoria, cada lector irá formando su repertorio
personal, comparará una lectura con otra, las hará entrar en discusión,
efectuará su propia síntesis, llegará a sus propias conclusiones.
De esa manera, será fácil comprender que lo importante no es discutir si
un niño puede leer un cuento de hadas o un relato con situaciones violentas,
sino determinar cuál es el sentido de lo que se está leyendo, cuál es la
significación de ese texto. La capacidad de construir sus propias
significaciones es algo que uno logra a través del empleo constante del
lenguaje narrativo, un empleo que no es solo la comunicación inmediata entre
las personas, sino el desciframiento de un texto ajeno, el contacto con la
expresión original de un individuo diferente de los demás. Por tanto, se
llegará a esa capacidad solo por medio de la convivencia continua con la
literatura, el arte de las palabras, que utiliza la ambigüedad del lenguaje para
condensar una multiplicidad de significaciones posibles, virtuales, que
necesariamente descodificarán de maneras distintas lectores distintos.
Los docentes no tienen otra forma de capacitarse en el fomento de la
lectura entre los niños salvo leer. Ni me parece que exista, más allá de la
lectura de obras literarias, otra manera de resistir a la censura contemporánea
y a los variados intentos de dominación cultural.
Para terminar, me gustaría decir que, si aceptamos esta conclusión, me
parece muy positiva y cargada de esperanzas. Porque frente a ella no cabe
duda de que tenemos algo que hacer. No basta con lamentarnos, criticar al
gobierno, a los capitalistas o a las multinacionales. Es necesario mucho más.
En realidad, muy poco más pero mucho más eficiente. Basta con resistir
culturalmente y como lectores. Militantes de la lectura. Resistentes de la
cultura. Frente a la dictadura de la basura, hay que insistir en leer lo bueno,
defender el derecho a leer literatura. Y empezar a hacerlo, individualmente,
pero de forma decidida y segura. Con vistas a la sociedad futura. Como quien
sabe que así no se dejará dominar.

1. Encuentro de Literatura Infantil. Medellín, Colombia, octubre de 1999.

2. «Feminism and Art History». En Genders, vol. 3, otoño de 1998, pp.92-128.

3. Companhia das Letras, 1992.


Parpadeante como un faro 4

Todos los que trabajamos con la palabra escrita sabemos cómo esta se
conforma en una búsqueda permanente de sentido. Por tanto, tanto en la
construcción de un texto narrativo como en el desarrollo de un ensayo,
generalmente nos gusta ver cómo esa palabra deja levemente una semilla, un
indicio de significación que se desarrollará más adelante. O cómo planta un
tema que solo florecerá después, cuando ya esté casi olvidado en el desarrollo
de la trama o del razonamiento. Una construcción cultural consciente. Pero a
veces la vida hace esas cosas. Espontáneamente, atribuye sentido a pequeños
detalles. En cierto modo, por lo menos, es así como prefiero encarar mi
llegada al PEN Club de Brasil y a vuestra compañía, a cuya generosidad en
recibirme solo puedo responder con mi agradecimiento.
Durante la década de 1970, cuando estaba comenzando a escribir y no me
consideraba exclusivamente una escritora profesional, trabajaba también
como periodista en un gran matutino carioca. Además de una columna
semanal, durante siete años, ocupé allí también un cargo directivo, como
editora de periodismo radiofónico. En pleno gobierno militar, era constante la
presencia de la censura. Casi diariamente —y con frecuencia varias veces al
día— sonaba el teléfono y era algún agente de policía encargado de transmitir
nuevas prohibiciones que acababan sumándose a todas las anteriores que
seguían en vigor sin ser anuladas jamás. No quedaba más remedio que
obedecer; si no, se suspendería la emisora y, en caso de reincidencia, se
clausuraría la radio. Pero era muy importante que todos conociesen esas
prohibiciones de la censura. Sin embargo, en una redacción que funcionaba
con tres turnos, desorganizada como suelen ser esos lugares de trabajo
intenso donde se corre contra reloj, era común que se perdiesen algunos de
los papeles que deberían permanecer sujetos en un tablón de anuncios, como
recordatorio de las prohibiciones.
Una de mis primeras medidas, al asumir el cargo, ya que no era siquiera
posible levantar la censura o cuestionar a los censores, fue por lo menos
intentar organizar ese material y asegurar una rutina que garantizase algún
tipo de protección para nuestro trabajo: pedir que el agente de policía se
identificase al telefonear, que dejase un número para comprobar si no era una
burla, esas cosas. Y, enseguida, además de fijar el papel en el tablón de
anuncios, debíamos añadir esa nueva prohibición a una lista general, con
varias copias, que pudiese consultar en cualquier momento el periodista que
estuviese cumpliendo su turno.
Para iniciar este índice, traté de reunir los diversos papeles sueltos que
circulaban por la redacción. A ellos también se sumaba una memoria
colectiva de prohibiciones. En una de ellas, oí hablar del PEN Club. Por
orden superior, estaba absolutamente prohibido transmitir cualquier noticia
que mencionase al PEN Club. Hasta hoy no sé por qué, no tengo la menor
idea. Pero inmediatamente me desperté curiosa y solidaria. Si a la dictadura
no le gustaban los escritores reunidos en el PEN Club, entonces a mí me
gustaban. Intenté, entonces, informarme mejor sobre la historia y la filosofía
de la entidad y llegué a enterarme de su compromiso con la defensa de la
libertad de pensamiento, la celebración del respeto mutuo, el combate a los
prejuicios raciales, de clase y nacionalidad.
Hoy, tantos años después, los censores policiales han desaparecido, la
dictadura militar se ha acabado y me reciben cariñosamente aquí. Pero no por
eso es ocioso reflexionar un poco sobre la censura y las diversas formas que
ella adopta para sobrevivir en una sociedad como la nuestra. Celebrar la
democracia significa también no tolerar la intolerancia. Me formaron así.
Desde mucho antes de sonreír con Voltaire al definir la tolerancia:
«perdonémonos recíprocamente nuestras necedades; es la primera ley de la
naturaleza».
En mi infancia, siendo la mayor de nueve hermanos, los que nacimos
primero éramos hinchas del Flamingo, hasta que Botafogo ganó un
tricampeonato por los años 50 y uno de mis hermanos menores aprendió a
gritar «¡Amarildo!» de tanto oír a un borracho que andaba por el Puesto 6 con
ese grito de guerra. Siendo aún un niño, decidió que sería hincha del
Botafogo. Todos comenzamos a meternos con él. Unos días después, a la
hora de cenar, con toda la familia reunida alrededor de la mesa, mi madre
comunicó que había cambiado de chaqueta y que ahora sería Fluminense. Y
exigía que la respetasen. Nadie la entendió. Solo muchos años más tarde, en
una de esas sesiones nostálgicas que a veces se dan en las reuniones
familiares, ella nos reveló el sentido obvio de la lección que en su momento
se nos había escapado. Pero incluso sin la explicación todos habíamos
aprendido en la práctica a respetar el derecho de las minorías.
Mi padre, el periodista y político Mario Martins (cuyo libro de memorias
fue editado hace poco tiempo por Nova Fronteira, bajo el título Valou a
pena 5 ), publicó en uno de los primeros años del gobierno militar una
recopilación de artículos llamada Em nossos dias de intolerância (Editora
Tempo Brasileiro). En ella desarrollaba la tesis de que la intolerancia ante las
ideas divergentes es uno de los primeros pasos hacia la dictadura. En poco
tiempo, la aprobación del Acta Institucional nº 5 le dio la razón.
En el Brasil de hoy, existe libertad de pensamiento y no hay censura. Por
lo menos, no aquella censura policial que impone vetos con el sello del NO.
Creo, sin embargo, que vemos crecer día a día otra forma de censura mucho
más insidiosa —y a veces más eficiente—, que es la dictadura de un único SÍ.
Sea por el dominio de pautas comerciales para juzgar la producción
cultural, sea por la falta de preparación de los medios para discernir lo que es
importante aunque no esté de moda, el hecho es que muchas veces hay un
cortocircuito en la atribución de valores a la creación artística o al
pensamiento original, inventivo o simplemente diferente. Lo que podría ser
un debate fecundo desaparece, así como una escena estética más rica.
Esa exclusión no se hace en nombre de la censura, pero funciona. Basta
con dar un ejemplo del área de la música popular. Un compositor como Edu
Lobo, de obra vasta y excelente, sigue en plena actividad. Durante la
dictadura, la censura intentó prohibirlo, pero no logró impedir que todo el
país cantase y tocase sus canciones. Hoy nadie sabe qué está haciendo. No
toca en la radio, no aparece en la televisión, no graba discos. De una
generación posterior, Ivan Lins anunció en una entrevista, hace poco más de
dos meses, que ha decidido no volver a grabar obras propias, aunque continúe
componiendo. Explicó el porqué: no toca en ningún lugar...
La primacía del mercado constituye la imposición de un modelo único de
creación y pensamiento bien conocido por todos aquellos a quienes nos
gustan los libros y en vano buscamos en librerías o suplementos literarios
algo que no sean los últimos lanzamientos con alguna posibilidad comercial
evidente.
Pero no solo de economía vive esa nueva forma de censura. Vive también
de la intolerancia con respecto a la opinión ajena, de la demonización de
quien no piensa exactamente igual (fenómeno al que Gilberto Dimenstein se
ha referido como «otrología», que tal vez corrija a Sartre al afirmar que los
otros pueden no ser exactamente el infierno sino, sin ninguna duda, el propio
diablo). La censura en nuestros días se construye a partir de lo que el crítico
inglés Terry Eagleton ha llamado «intuismo», algo que nos exime de leer u
oír al otro, porque ya conocemos su ideología y eso basta para colocarle una
etiqueta. O no necesitamos leerlo porque nos gusta y lo aprobamos, o no sirve
de nada leerlo porque sabemos de antemano que no estamos de acuerdo.
En otras palabras, como lo sintetiza tan bien Umberto Eco en Cinco
escritos morales 6 , «el espíritu crítico hace distinciones», pero para el
fascismo «el desacuerdo es traición». Por otra parte, este es un libro
instigador y agudo, que merece nuestra reflexión. Y como brillante escritor
que es, Umberto Eco llama la atención sobre el hecho de que el fascismo se
construye a partir de la utilización de una neolengua, basándose «en un léxico
pobre y en una sintaxis elemental, con el fin de limitar los instrumentos para
un raciocinio complejo y crítico».
Me he referido a esa tendencia en varias conferencias, algunas de las
cuales están reunidas en el libro Contra corrente, Conversas sobre leitura e
política 7 . El fenómeno no es solo brasileño. Además del italiano Eco y el
inglés Eagleton, ya citados, y de pensadores franceses que vienen
denunciando la hegemonía del pensamiento único, algunos profesores más
independientes dentro de las universidades más críticas de Estados Unidos
también se han centrado en esta cuestión, rebelándose contra la imposición de
modelos, muchas veces llamados «políticamente correctos», que no dejan
espacio para forma alguna de disensión. En Literature Lost 8 , el profesor John
M. Ellis alerta sobre la corrupción del humanismo derivada del corte que la
universidad contemporánea efectuó en su convivencia con la literatura y la
diversidad a ella inherente, al privilegiar los textos de cultura de masas o los
escritos sobre literatura, en lugar de las propias obras. Y en The Pleasures of
Reading in an Ideological Age, Robert Alter 9 , catedrático de Literatura
Comparada en Berkeley, denuncia la desaparición de la lectura de literatura
(y su sustitución por los estudios teóricos) como uno de los elementos
responsables de la pérdida de impulso de construcciones intelectuales que
eviten el cerramiento semántico y que busquen equilibrio e interacción entre
posibilidades diversas, así como por el panorama que define como una
«atmósfera de retroceso democrático y de intimidación ideológica» que está
dominando los medios intelectuales y la sociedad letrada en general.
Entre nosotros, algunos espíritus más sensibles también han detectado esas
nuevas formas de censura, intolerancia y sutil cercenamiento de la libertad de
pensamiento. En su discurso de ingreso en el PEN Club, hace un año, el
crítico Wilson Martins ya recordaba que la censura «tiene hoy el nombre de
corrección política» y afirmó: «Hay una dialéctica que no puede reducirse a
fórmulas simplistas. Debemos combatir no las formas específicas de censura,
sino el espíritu de censura». Y, en un brillante y reciente artículo en el Jornal
do Brasil 10 , celebrando el Premio Nobel de Literatura otorgado a Günter
Grass, Alberto Dines recordó a varios estudiosos contemporáneos del
fascismo como Eco, Laqueur, Robert O. Paxton y Zeev Sternhell.
Resumiéndolos, el articulista estableció «una tipología de situaciones que,
combinadas en el todo o en parte pueden producir climas pre o
protofascistas». Cito algunas de ellas:
—insistencia en el chivo expiatorio extranjero;
—demonización de ideas que niega la posibilidad de diálogo y debate;
—resentimiento de la clase media incapaz de aceptar cualquier pérdida de
status cuando hay otras clases que se resignan a ella;
—alejamiento de los trabajadores de los partidos socialistas o
socialdemócratas tradicionales, en favor de las salidas populistas;
—incapacidad de las élites para ofrecer soluciones, pautas y valores;
—descreimiento continuo en las reglas de convivencia y deferencia, en la
eficacia de las instituciones (sobre todo la justicia), en los procedimientos
y calendario democrático;
—ruptura de los pactos y contratos sociales con apuestas por cambios de
gran velocidad;
—desprecio por la historia, tendencia a la discontinuidad;
—fórmulas políticas mágicas y simplificadas;
—fragmentación del proceso de información, lo que genera un público
desorientado.
Y otras más...
Frente a ese conjunto de rasgos, Dines nos invita a pensar sobre el caso
brasileño, a preguntarnos dónde nuestro proceso «supera los límites de la
normalidad y debería accionar las alarmas». Según él, citando a Laqueur,
corresponde a los más sensibles y experimentados prever la formación de
esas condiciones. Así, propone que comencemos a buscar esos indicadores
significativos en el noticiario nuestro de cada día. Me puse a hacerlo y me di
un susto: hay mucho más de lo que imaginaba.
Sé que el día es festivo y tengo una imagen fuerte de autora infantil, algo
muy ameno y leve. Debería estar contando historias. Pero quien me conoce
sabe que mis historias, aunque sean para niños, nunca están desligadas de lo
que vivo. Y hablo de lo que vivo en este momento en Brasil.
Si la literatura infantil, desde Andersen, y con muchos y magníficos
seguidores aquí, durante la resistencia a la dictadura brasileña, nunca tuvo
miedo a decir que el rey estaba desnudo, tampoco debe tener miedo a decir
que hay un tufo a censura y a creciente comportamiento fascista en el aire. Y
seguramente una reunión del PEN Club es un foro adecuado para decirlo. Por
eso me permito terminar esta charla con estas palabras de Dines:
«El fascismo es un modo de actuar convertido en enfermedad,
incontrolable cuando se vuelve epidemia».
Pero para que no se diga que he acabado con una consigna,
mantengámonos en un terreno más propiamente literario, con un enigma
irónico de Drummond en sus «Reflexiones sobre el fanatismo» 11 :
«Sin duda, la ortodoxia es plácida para quien la practica. Nos libra de
ejercicios incómodos, incluso de poner a prueba al objeto de nuestro culto. La
heterodoxia y el libre análisis implican, en cambio, riesgos intelectuales que
no interesa afrontar. Y si calificamos de científica nuestra ortodoxia,
apoyándola en algunas ideas generales inmutables, aunque continuamente las
olvidemos en la práctica, habremos establecido la mullida almohada, no de la
duda, como quería Montaigne, sino de la certeza consoladora y apta para
proporcionarnos la suprema dignidad intelectual».
En las entrelíneas de esas observaciones, casi podemos adivinar la sonrisa
del poeta mayor, amigo de varios de los que estamos aquí presentes. Al
recordarlo en este día de fiesta, quiero dejar su luz entre nosotros,
parpadeante como un faro, alertando sobre los peligros escondidos antes de
que ocasionen naufragios.

4. Discurso de ingreso en el PEN Club, 24 de noviembre de 1999.

5. Me permito decir: en excelente edición y redacción final de mi hermano Franklin (N. de


la A.).

6. Trad. de Helena Lozano. Lumen, 1997.

7. Atica, 1999.

8. Yale University Press, 1997.

9. W.W. Norton, 1996.

10. 2 de octubre de 1999.

11. Drummond de Andrade, Carlos: Passeios na Ilha. Livraria José Olympio Editora,
1975.
Sobre creación y escritura
Autor y lector cara a cara: el encuentro entre
curiosidad y valentía 1

Es un placer estar nuevamente en Colombia entre viejos amigos, haciendo


nuevos amigos. Una vez más, hago las maletas, salgo de mi casa y me alejo
de mi tierra y mi familia, cojo un avión y vengo a intercambiar ideas sobre
cuestiones ligadas a la literatura, los libros y las lecturas. Aquí estoy, a finales
de este mes de octubre, así como estaba hace menos de un mes en Barcelona,
como estuve dos semanas antes en Montevideo, y estaré dentro de más de un
mes en París o en enero en California. Hablando de literatura, contando
historias, multiplicando contactos entre textos diferentes, haciendo puentes
que ligan un público nuevo con autores que amo y me alimentan con el
estímulo de sus pensamientos o con la belleza que crean con sus palabras.
¿Cuál es el sentido de esto? ¿Es solo efecto de la globalización? ¿De la
facilidad de transportes con los viajes aéreos? Pero ¿justamente en la era de la
red mundial de las informaciones? ¿En estos días de contactos virtuales
inmediatos y on-line, en los que nadie necesita ya desplazarse para hacer que
su palabra llegue a cualquier parte? ¿Se tratará acaso de una moda más? ¿Una
novedad facilitada por el avance tecnológico?
En verdad, cuando me paro a pensar un poco en eso, me siento más a
gusto entre compañías más antiguas. Tan antiguas que se pierden en la noche
de los tiempos. Y me reconozco humilde para participar de un linaje que se
remonta a las épocas más lejanas que puede abarcar la memoria humana. No
ando con sandalias de peregrino, cayado en mano, enfrentando el polvo de la
carretera. No llevo un laúd de juglar o trovador, o la lira celta de un bardo,
que me prepare un lecho de melodías en el que las palabras puedan descansar
sin ser olvidadas y puedan despertarse una a una, lentamente, solo a medida
que se vuelven necesarias. No me presento ante vosotros con una guitarra o
un violín, como los cantantes analfabetos de las ferias populares del noreste
de Brasil. Ni con un tambor, como los de las tribus africanas, o con una
sonaja hecha con una calabaza y adornada con plumas, como los indios de
nuestro bosque tropical, para que el ritmo me ayude a recordar las frases y
fórmulas aprendidas de los que me precedieron y que tengo la obligación de
legar a quienes me suceden. No me acerco a este auditorio con la lira o la
cítara en la mano, con cuerdas hechas de tripas, como los aedos y rapsodas
griegos utilizando el regalo que Apolo les hizo al fundar la lírica. Pero, como
todos ellos, traigo una palabra venida de lejos, renovada por mi propia voz,
palabra que se niega a morir, insistiendo en la necesidad invencible de
trasponer distancias en el tiempo y el espacio.
Hoy, sin embargo, esa palabra podría apoyarse en el soporte físico del
papel, en el proceso dinámico de la escritura y la lectura, en la memoria de
los bancos de datos, de las bibliotecas, de los ordenadores. Grandes avances
tecnológicos. No obstante, esa palabra vive en una situación intrínsecamente
diferente del impulso andariego y ambulante que siempre hizo al poeta ir de
un lado al otro, de una feria a otra, para repetir las aventuras que oyó de otros,
celebrar los amores que fue viviendo o inventando, hacer las preguntas cuyas
respuestas busca a lo largo de su vida, lanzar las ideas que elaboró gracias a
tantos pensamientos ajenos encontrados en sus andanzas.
Todo eso era perfectamente comprensible en épocas o sociedades que no
convivieron con la diseminación de la palabra escrita. Pero cuando existe
lectura, me parece evidente que ese contacto físico —hecho por medio de
esta presencia que ahora nos liga, vosotros y yo frente a frente, de verdad, en
carne y hueso— debería considerarse superfluo e innecesario. Sin embargo,
por la multiplicación de este tipo de eventos, es obvio que no es eso lo que
ocurre. Intento entonces analizarlo, hacer la lectura de ese fenómeno,
descifrar su sentido. Y lanzo estas indagaciones hoy en el lugar en el que nos
reunimos.
Tal vez el primer aspecto que me llama la atención es algo que no sé
definir pero que tiene que ver con el desprestigio de la lectura. Si en vez de
venir aquí —todos los demás conferenciantes y yo—, simplemente
enviásemos nuestros textos para que se distribuyesen, es posible que gran
parte de las personas que están presentes se limitaría a recibir las hojas
impresas, a guardarlas para leerlas después, pero jamás lo haría y así no
llegaría a enterarse de lo que tenemos que decir. ¿Por qué? De modo más
amplio, ¿por qué tantos lectores potenciales interrumpen el recorrido del
texto y condenan a los autores al silencio, anticipadamente, sin al menos
intentar un contacto? Por muchas razones diferentes, es probable.
Tal vez la más importante de todas es que no saben que se los está
convocando a un encuentro con esa palabra. En un mundo tan lleno de
solicitaciones diversas, la obra literaria se va reduciendo cada vez más solo a
su soporte físico, a la condición de libro, una mercancía entre otras, sin
ninguna distinción en cuanto a su contenido. No se establece ninguna
diferencia entre expresión y comunicación, entre el arte literario que, hace
milenios, viene alimentando el espíritu humano y, por otro lado, los mensajes
utilitarios, de innegable importancia social, pero objetos de otra esfera. Por
poner como ejemplo casos extremos, nadie confundiría un libro de poemas
con la guía telefónica, o Don Quijote con Las siete claves del éxito o las 261
maneras de enloquecer a un hombre en la cama. Sin embargo, cuando se
habla de libros como si todo fuese lo mismo, estamos borrando esas
diferencias. Si estas no están claras, se acaba confundiendo todo y
permitiendo que el espacio de la literatura esté totalmente ocupado por
mercancías —en las librerías, en los periódicos, en los estantes domésticos,
en los diálogos entre amigos, en todas partes. Incluso en nuestra mente. Y
cuando abrimos los ojos, somos solo lectores de mercancía y ya no lectores
de literatura, esa expresión que parece redundante y que sería un pleonasmo
incomprensible para las generaciones anteriores, cuando alguien que fuese
lector leería necesariamente literatura. Hoy en día esa situación ha cambiado
mucho. Tanto que podemos examinar cuáles son los factores que, por
ejemplo, llevan a tanta gente (que dice que se preocupa por los libros) a
reunirse a oír una conferencia o ir a ver una película, al mismo tiempo que
aplaza la lectura propiamente dicha de un ensayo o una novela, obras que,
muchas veces, podrían incluso abordar el mismo tema que motivó su
desplazamiento hasta una sala de conferencias o un patio de butacas.
En primer lugar, porque todos saben que leer es una actividad. Da trabajo.
Más trabajo que ser espectador y limitarse a ver y oír. Pero ocurre que ser
espectador de una conferencia, en rigor, es también una forma de lectura,
aunque solo auditiva, y exige el mismo tipo de atención, esfuerzo de
desciframiento y elaboración mental para seguir el desarrollo de un raciocinio
ajeno. Por tanto, la comodidad no llega a ser una explicación del hecho de
que muchas personas (aunque no todas, claro) que van a congresos o
seminarios o asisten a conferencias no busquen también leer sobre el tema
que les ha interesado tanto, hasta el punto de ponerse en movimiento para
disponer de ese tiempo libre, salir de casa y gastar una energía para llegar a
determinado local. Sobre todo si consideramos que la lectura ofrece varias
ventajas sobre una conferencia. Podemos leer en cualquier lugar y a cualquier
hora, en el sillón preferido junto al fuego o en una hamaca en el balcón, de
día o de noche. Podemos acompañar la lectura con otros placeres, oyendo
música mientras leemos, comiendo bombones o una fruta, acariciando a un
gato... Podemos interrumpir cuando nos cansamos, para ir a consultar algo en
un diccionario o enciclopedia, si necesitamos más aclaraciones. Podemos
volver atrás y releer cuando no entendemos bien o cuando nos gusta mucho.
Podemos saltarnos un fragmento que comienza a hacerse farragoso. Podemos
simplemente dar por cerrado el caso, si percibimos que no nos interesa para
nada y no vale la pena el esfuerzo. Es decir: la lectura nos asegura un espacio
de libertad y de bienestar que un auditorio no podrá ofrecer jamás. Y aun así,
cuánta gente que viene a un auditorio la desprecia...
Debe de haber buenos motivos para eso. Sigamos analizando.
Sin duda, algo que explica que se prefiera el seminario a la lectura es que,
además de ser modernamente participantes de sociedades del espectáculo y
no de la reflexión, también formamos parte de una cultura que valora cada
vez más las actividades colectivas en detrimento de las individuales. Son los
megaconciertos, en lugar de la audición aislada de música. Son las audiencias
planetarias de los grandes acontecimientos deportivos transmitidos por
televisión. Son las excursiones turísticas organizadas, que sustituyen a los
viajes individuales llenos de imprevistos. Buscamos cada vez más cosas
preparadas por los otros, en horarios que no elegimos, y en compañía de
mucha gente. Previsible, repetible, homogéneo. Dando la sensación de ser
más seguro, no implicar amenazas, no exigir un valor especial. Aquello que
el historiador Daniel Boorstin 2 ha llamado «seudoevento», por oposición a
los eventos, cosas que realmente son acontecimientos, inesperados, únicos,
heterogéneos, con la posibilidad de sorprender. La lectura encaja mal en ese
panorama de experiencias programadas con anticipación, aun cuando cierto
tipo de lectura puede convivir muy bien con él: es el caso de los best-sellers,
por ejemplo, a los cuales Boorstin dedica todo un capítulo de su obra,
recordando que no son exactamente los libros más vendidos, sino los
«mejores vendedores, con capacidad de venderse a sí mismos». Son
campeones del comercio, no de la lectura.
De cualquier modo, no hay duda de que esa posibilidad de transformar el
acto de leer (aunque sea una «lectura» auditiva) en un hecho social ayuda
mucho a responder a las preguntas que nos planteamos al principio. Tiene
que ver con la actitud gregaria contemporánea. Con el horror que sentimos, el
miedo a entregarnos a nosotros mismos y a nuestros fantasmas por unos
instantes, solos, solitarios, como si toda forma de soledad fuese abandono y
no pudiese existir un tipo fecundo de aislamiento. En portugués, nuestra
actitud cultural a ese respecto se revela cuando no logramos hacer la
distinción que otras lenguas establecen (como el inglés, por ejemplo), entre el
sufrimiento de la soledad (loneliness) y el bálsamo de la soledad (solitude).
Llegamos hasta el punto de tener una única palabra, que solo existe en
portugués y gallego y que, aunque en casos muy restringidos, ha incorporado
el castellano: saudade. Se trata de una evolución de soledade y designa el
dolor que sentimos por la falta de un ser amado, de un tiempo para siempre
perdido o de la tierra natal: mucho más que la simple nostalgia. En fin, el
rechazo de la lectura tiene por cierto mucho que ver con ese miedo, esa
angustia contemporánea, el temor a quedarse a solas con uno mismo. Para
enfrentarlo, hace falta valor.
Por otro lado, el hecho de que varias personas se encuentren para oír
hablar de un asunto que les interesa, tiene también aspectos muy positivos.
En primer lugar, los propios integrantes del auditorio se conocen, hacen
amistad, descubren afinidades. Por eso, la mejor parte de los congresos es
casi siempre aquello que ocurre en los pasillos, en los comedores, en los
bares y cafés, en las fiestas, donde todos se encuentran informalmente y
pueden establecer vínculos directos y personales con los seres humanos que
no encontrarían si no existiese esa oportunidad. Sin duda, es una función muy
importante de estos encuentros, que permiten reunir a personas con intereses
comunes, que tendrían motivos de sobra para estar separadas y hasta en
conflicto en sociedades tan complejas y competitivas como las nuestras.
Además, el hecho de que la lectura auditiva se haga frente a frente con el
autor del texto genera otra oportunidad esencial de este tipo de reunión, que
no debe despreciarse: la de la intervención directa en el texto en proceso,
participando en debates, sea de forma inmediata, siempre estimulante, con
preguntas y objeciones del público después de la charla, sea de manera más
sutil e indirecta, a través de representantes-especialistas en mesas redondas, o
por medio de las conversaciones que acaban siempre trabándose entre los
oyentes al final de la conferencia, conversaciones cuyos ecos con frecuencia
llegan al autor, si es que este no ha participado directamente de las
discusiones. En resumen, si la lectura aislada posee ventajas de conveniencia
y comodidad con respecto a la conferencia, no hay dudas de que el encuentro
de varias personas en torno a un tema común, por sí solo, justifica todo el
esfuerzo que se hace para organizar ese tipo de evento y desencadena un
proceso único, de profundización e intercambios. Más aún si tenemos en
cuenta que muchas veces el desafío lanzado a los conferenciantes en el
momento en que los llaman para hablar sobre un tema acaba sirviendo de
elemento detonante de una reflexión —y de una escritura y su subsiguiente
lectura— que tal vez no existiese sin ese tipo de estímulo inicial externo.
Pero para que todo ese proceso alcance plenamente su objetivo y realice
toda su potencialidad, es indispensable que complete su trayectoria mediante
la posterior publicación de los trabajos, que transportará en el espacio, para
todos los que no aparecieron, lo que aquí se ha discutido, y que fijará en el
tiempo el intercambio intelectual alcanzado (como hizo Platón, registrando
por escrito sus diálogos con Sócrates, de naturaleza oral, y dejando el
pensamiento de su maestro como un legado para toda la humanidad). Y esto
nos coloca de nuevo en el ámbito de la lectura propiamente dicha. Es
evidente que no estoy comparando la sabiduría socrática o la Grecia antigua
con lo que ocurre aquí ahora. Sin embargo, si nadie leyese lo que Platón
registró de sus diálogos con Sócrates, ¿de que serviría que los hubiese
escrito?
Por otro lado, la posibilidad de fijar los encuentros por medio de la
escritura abre una nueva línea de interrogantes. Es decir, si quien no ha
venido aquí puede leer lo que aquí se discute, ¿por qué la lectura no sustituye
al hecho? ¿Por qué estamos todos aquí, en vez de buscar en una biblioteca o
en Internet los libros o artículos de los conferenciantes? ¿Solo por el placer
gregario de estar juntos? Un concierto o una competición deportiva también
nos reunirían. Como espectadores. ¿O acaso hemos venido atraídos por una
forma de recompensa material, que estimula la asistencia a este tipo de
hechos, transformándolos en puntos para la promoción personal en la carrera?
En otras palabras, ¿habremos venido solamente a buscar un certificado?
Si la respuesta fuese un no, de quien quiere más y no se conforma solo con
una ventaja material, podemos comenzar a intentar estudiar qué nos lleva a
leer, a oír al otro con atención. Curiosidad, ante todo, creo. El ser humano es
un animal curioso, y quiere siempre saber más, encuentra en ello un inmenso
placer. Podemos darle a ese fenómeno varios nombres más nobles: afán de
conocimiento, búsqueda del saber, deseo de perfeccionamiento. En el fondo,
siempre, el deseo de satisfacer la curiosidad. «¿Qué tendrá que decirnos esta
mujer?». Es eso lo que os tiene a todos vosotros ahí sentados, mirándome.
Por otra parte, ¿qué nos lleva, a nosotros que estamos frente a vosotros, a
elaborar las ideas y venir aquí a compartirlas? Abstrayendo también las
eventuales compensaciones materiales: a fin de cuentas, el pago tiene para
nosotros el mismo efecto que el certificado para vosotros. Pero en los dos
lados existe mucho más que eso. Y si el impulso dominante sería en el lector
la curiosidad, ¿cuál sería en el caso del autor?
Hoy en día existen estantes y más estantes repletos de obras que analizan
la escritura y la lectura. Uno de los libros más interesantes que he leído hace
poco con respecto a la escritura, del profesor Ralph Keyes 3 , me dio la
profunda sensación de que estaba reconociendo mis motivos cuando
establece la necesidad de trascender el miedo, entendido como motor de la
escritura.
Claro que una conferencia guarda mucha semejanza con una clase y, en
ese caso, la dosis de valor necesaria para enfrentar el miedo es menor, porque
los riesgos son menores que cuando se trata de un texto de ficción o de un
poema. Una clase tiene otros motivos fundamentales: la necesidad de
compartir el saber, de un modo más sencillo. O, yendo más al fondo, el
instinto de preservación de la especie y de perpetuación de la vida, el mismo
tipo de energía que está por detrás de la lucha por la supervivencia y del
impulso sexual. En el caso de la educación, se manifiesta en sus rasgos
específicos, empujando a alguien a transmitir a los otros, sobre todo de las
generaciones más nuevas, la experiencia adquirida y la sabiduría acumulada
por los que vivieron antes. Para que todos podamos sobrevivir, como especie,
en un mundo hostil.
Pero un poeta, un escritor de ficción, esos artistas de la palabra que crean
las obras literarias que aquí discutimos, y que son la razón de ser de todo
proyecto de estímulo a la lectura, en definitiva ¿por qué esa gente escribe? La
novelista Katherine Anne Porter ya decía que el valor era la esencia
primordial de un escritor. García Márquez revela que durante toda su vida
sintió miedo en el momento de sentarse a escribir. John Steinbeck hablaba de
los terrores de fijar las primeras líneas en el papel. Margaret Atwood dice que
la página en blanco la llena de terror.
Y el miedo no es solo enfrentar la página en blanco, comenzar, como
muchas veces se piensa. Va mucho más lejos. Arthur Miller decía que las
mejores obras son aquellas que se quedan en ese límite en el que el autor se
avergüenza. «Todo libro es el naufragio de una idea perfecta», sostiene Iris
Murdoch. «Todos fracasamos para alcanzar el sueño de la perfección»,
recuerda Faulkner, «...nuestro espléndido fracaso en hacer lo imposible».
Ese miedo a no lograr expresarnos como queremos es solo la superficie
del pavor que sentimos. Es el miedo de someternos al juicio de extraños y la
certeza de que nuestro propio juicio no nos aprueba por exigirnos una
perfección imposible e inalcanzable. A pesar de todo, seguimos adelante y
escribimos.
Al continuar, cada escritor enfrenta un miedo mucho peor, el de
exponerse, salir desnudo al mundo, exhibiendo sus sentimientos y
pensamientos más secretos. La amenaza del ridículo y el rechazo. El miedo a
revelarse peligrosamente. A enfrentarse con fuerzas íntimas sin control. A
tener que herir en ese proceso a personas que ama más que a otras
cualesquiera en la vida.
Pero quien es escritor no puede evitar esta situación. Para escribir bien,
hace falta escribir con honestidad, en el sentido emocional. Revelar lo más
íntimo sin ocultamientos. Al mismo tiempo, como ser humano, preservar a
quien se ama. Intentar equilibrar la necesidad de franqueza con la exigencia
fundamental de discreción y privacidad, valores en los que se basa toda
relación íntima. Ese es el nudo ético y emocional que todo escritor tiene que
desatar diariamente.
El novelista inglés John Fowles reescribió su novela The Magus 4 después
de la muerte de sus padres, cuando se sintió más libre de lo que llamó «el
horror número uno de cualquier novelista: el vínculo con seres tan queridos
como su padre y su madre». Otro gran autor británico, Graham Greene, se
preguntaba si la deslealtad no sería una cualidad tan importante para un
escritor como la lealtad para un soldado. No eximir a nadie, poner en el papel
cosas que no se tendría el valor de decir cara a cara, escribir para vengarse:
esos son solo algunos de los problemas morales con los que tiene que lidiar
un escritor para parir su texto.
James Joyce sacrificó a su familia. Faulkner traicionó a parientes y
amigos. Philip Roth se refiere al caso de un autor que fue procesado por su
propia madre por haber sacado a la luz asuntos privados. Simone de Beauvoir
describió la muerte de su madre y la senilidad de Sartre de una forma que se
juzgó despiadada. Eugene O´Neill dejó órdenes expresas para que Long Day
´s Journey into Night 5 solo se publicase 25 años después de la muerte de sus
padres. Isabel Allende pidió permiso a algunos amigos para usar en su obra
sus experiencias. Y muchos, muchos escritores eligen recorrer caminos
metonímicos, metafóricos o cifrados en un intento consciente de elaborar su
material mediante el proceso que sigue la mente al componer los sueños, en
una sucesión de mecanismos de condensación y desplazamiento. Un
personaje acaba siendo la suma de muchos modelos, por ejemplo, o solo uno
de los aspectos de alguno de ellos. Si no, se aparta una serie de características
de uno de ellos para disimular la semejanza con la persona real. Pero siempre
es peligroso, aunque a veces el escritor logre proteger a los otros.
Es realmente difícil protegerse a sí mismo. Yo diría imposible. No se llega
a escribir una obra literaria significativa sin sumergirse en verdades
personales dolorosas y sin arriesgarse a descubrir secretos profundos en uno
mismo. Sin autenticidad emocional no se obtiene una obra literaria digna de
ese nombre. Por ello, Faulkner decía que un libro es la vida secreta de un
autor, «el alma gemela oscura de un hombre» (o mujer, claro). «El diablo
vive en mi tintero», afirmaba Nathaniel Hawthorne. Y Hemingway, que
entendía de nuestro oficio como pocos, decía que una de las tareas más
difíciles de un escritor es determinar sus sentimientos reales, no aquellos que
debería sentir o que le gustaría sentir. Y lo que es aún peor, no hay límites en
ese proceso. En extensión, profundidad o intensidad del dolor. En la
dimensión del riesgo. Por eso, tantos escritores hablan del acto de escribir
como algo en el límite de la locura. O como la única vía para su salud mental.
¿Por qué, entonces, un escritor escribe y publica?
Tal vez para no quedarse solo. Para tener un lector al lado, o cara a cara,
dispuesto a leerlo y oírlo. Un lector que no lo deje solo, con quien establezca
una complicidad, una relación confidencial. Una persona con la que pueda
discutir cosas que no tendría el valor de decir personalmente, y a la que no
hace falta decirle una palabra, para responderle con pensamientos tan
verdaderos y tan secretos que nadie sabrá jamás. Para establecer, en fin, ese
espacio privilegiado de comunicación entre dos espíritus humanos que solo la
literatura es capaz de asegurar.
Por todo esto, en un mundo donde cada vez hay menos tiempo e
incentivos para la lectura, es muy importante que no se trivialice ese
intercambio humano, tan rico y esencial. Es fundamental que se tenga la
conciencia de que leer literatura es una experiencia única. Algo riquísimo.
Esos momentos de lectura son preciosos e importantes y no deberían perderse
con tonterías. Que no sean un desperdicio, tiempo gastado con textos que son
meros manuales de instrucciones o fórmulas comerciales de éxito fácil. O, en
las lecturas de niños y jóvenes, que no sean solo pretextos para clases de
gramática, ecología, ciencia, historia o cualquier otra cosa o, peor aún, una
serie de obstáculos en el camino de las notas, las pruebas y el desempeño
escolar.
Como seres humanos, de cualquier edad, merecemos mucho más que eso.
Y podemos llevar a ese encuentro lo mejor de nosotros mismos. En ese caso,
con toda certeza, saldremos de él aún mejores. Como ocurrió con los lectores
que nos precedieron, a través de la Historia, que no dilapidaron esa preciosa
herencia que hemos recibido. Esa literatura que, al parecer, estamos alejando
de nuestros hijos y negándosela a nuestros nietos y biznietos.

1. Presentado en el Seminario del Premio Norma-Fundalectura, octubre de 1998.


2. The Image: A Guide to Pseudo-Events in America. Peter Smith Pub., 1984.

3. The Courage to Write: How Writers Transcend Fear. Henry Holt and Company, 1995.

4. Little Brown & Company, 1966.

5. Yale University Press, 1989.


Escritura y traducción 6

Sin duda es muy importante e interesante reunir en un debate a escritores


y traductores. Aunque he participado en todos estos años en muchas mesas
redondas, conferencias, seminarios y otras actividades de este tipo, en
muchos lugares diferentes, es la primera vez que tengo esta oportunidad. En
general, se nos mantiene separados. Por ello, quiero agradecer no solo la
amable invitación de venir a Galicia, que siempre quise conocer, sino,
principalmente, el privilegio de poder intercambiar ideas sobre ese tema con
colegas de la profesión.
Está claro que somos todos colegas, hacemos lo mismo. No solo porque
muchos de nosotros, escritores, también hacemos traducción, de la misma
forma que muchos traductores escriben obras originales. Ahora mismo estoy
hablando aquí como escritora, que es lo que soy fundamentalmente, pero
acabo de hacer una revisión de mi traducción más reciente, la de Peter Pan 7 ,
que por primera vez saldrá en portugués en versión íntegra.
Nuestro trabajo se asemeja de manera mucho más profunda. Incluso el
escritor que solo conoce su lengua nativa está siempre traduciendo. Incluso el
traductor que no se considera un escritor está siempre haciendo creación
literaria. Estamos todos, siempre, intentando expresar en otro lenguaje
algunos conceptos, ideas y emociones que se presentan bajo una forma
diferente. Estamos todos intentando llevar pensamiento y forma a nuevos
lectores con las palabras más adecuadas, sin traicionar la fuerza que les ha
dado origen y, al mismo tiempo, ampliando su alcance en términos de
público. Estamos todos transportando una carga literaria, conduciéndola a
otra parte. En una palabra, traduciendo. Conducir, traducir... No por azar son
palabras de la misma familia que producir, deducir, inducir, seducir. Pues de
eso también se trata en nuestros oficios.
Seguramente cuando escuchemos las intervenciones de Miguel Azaola y
Valentín Arias y los debates que las sigan, podremos profundizar en esa
cuestión. Antes de eso, no obstante, me gustaría compartir con vosotros
algunas reflexiones sobre aspectos específicos del trabajo del escritor. Tal vez
incluso, en términos más modestos, sin querer generalizar, deba aclarar que
hablaré un poco sobre mi experiencia personal, individual —y, por eso
mismo, limitada—, en la actividad de la escritura.
Primero pensé en intentar responder de manera sucinta a las preguntas
más corrientes que se le hacen a un escritor. Principalmente las preguntas que
los niños hacen en nuestros encuentros. Pensé que esa podría ser una manera
de llegar a introducir en nuestra conversación la curiosidad infantil frente a la
oportunidad del testimonio de alguien que escribe. Una manera de traducir la
voz del niño en este debate.
Ellos siempre quieren saber cómo alguien se transforma en escritor. Si mi
infancia fue diferente de las otras, si ya quería escribir cuando era pequeña,
qué me llevó a escribir. Con su intuición del misterio, apuntan a un aspecto
importante con esa pregunta. Escribiendo para adultos o para niños, el
escritor no se distingue de sus hermanos en nada. Es un oficio como otro
cualquiera. Un ser igual a los otros y al mismo tiempo profundamente
diferente, como cualquier hombre o mujer. Si no, no escribiría. Tiene que ser
suficientemente igual para compartir experiencias. Y suficientemente
diferente para percibir de manera diferente. Sin eso, no podría expresar de
forma propia. Porque lo que se escribe no comienza en el momento en que las
palabras van llenando el papel. Cualquier libro mío comenzó mucho antes.
Antes incluso de que yo pensara en él, en la historia, en los personajes, en las
situaciones que lo conformarían. Un libro es solo la traducción de una masa
informe anterior e interior. Una masa de ideas, emociones y sensaciones
frente a la vida. Es decir, la traducción de un conjunto de percepciones.
Esas distinciones, no obstante, son genéricas. Valen para cualquier
creador. Científico, filósofo o artista. Músico, pintor, arquitecto o escritor.
Todos traducen percepciones en otro lenguaje. El paso siguiente es analizar
por qué el escritor, al expresarse, utiliza las palabras en vez del dibujo, la
melodía, el movimiento del cuerpo o cualquier otra forma de expresión. Debe
de haber diferencias biológicas, hereditarias o no. Unas personas son más
verbales que otras, así como algunas son más musicales. Pero hay también,
claramente, una influencia de la historia de cada uno, del contacto con un
medio en el que se privilegia la palabra. En mi caso, sé que fue muy
importante la presencia de mi abuela materna, que fue analfabeta hasta
casarse, pero era una biblioteca ambulante y afectiva. Por la noche, en
vacaciones, en una casa junto a la playa, en un lugar sin luz eléctrica,
solíamos encender una hoguera para ahuyentar a los mosquitos y mi abuela
se sentaba en una hamaca. Los nietos disputábamos un lugar en su regazo. Y,
en medio del suave balanceo de la hamaca que chirriaba, oíamos historias
constantemente. Cuentos del folclore ibérico, africano e indígena, historias de
serpientes y jaguares, de príncipes moros y princesas que salían del interior
de calabazas pidiendo agua, de pícaros astutos que recorrían el mundo
engañando a los poderosos. En la oscuridad, sin ilustraciones, todo existía
solo por las palabras. Se creaba todo un mundo. Un mundo sin límites.
A medida que me fui desarrollando como lectora, fui descubriendo mucho
más, viendo que la palabra podía mostrar aventuras en escenarios mucho más
lejanos e insospechados, del Mississippi a las islas del Pacífico, de Liliput a
Oz, del Polo Norte a la ínsula de Barataria. Pero podía hacer también algo
mucho más difícil y revelar peligrosos abismos interiores, como un espejo
que reflejase el alma. Sin embargo, si aquello había surgido del espíritu de
alguien, y yo me reconocía tanto en aquella imagen, entonces llegaba la
certeza tranquilizadora de que yo no era la única loca con aquellos miedos y
angustias, aquellos sueños y deseos. Gracias a Monteiro Lobato, el patriarca
de la literatura infantil brasileña, ya había descubierto la pasión de la lectura.
Amplié los horizontes también gracias a él, incansable traductor que abrió las
puertas de la literatura universal a toda una generación de brasileños, ya
traduciendo directamente, ya publicando traducciones en su editorial, en un
trabajo fecundo para toda una nación que se estaba formando. Por fin, en la
adolescencia me zambullí compulsivamente en la lectura. Y, de la lectura a la
escritura, hubo un paso. En cierto momento, me di cuenta de que mis
demonios interiores también pedían ser traducidos en palabras, lo que era un
modo de exorcizarlos. Y de que eso me volvía una persona más feliz. No
podía haber mejor razón para que me transformase en escritora. Una razón
personal y egoísta, ante todo. Aquello que el poeta brasileño Ferreira Gullar
analizó tan bien en su poema «Traducirse», donde, después de citar varias de
sus contradicciones internas y hablar de las innúmeras oposiciones entre una
parte de sí mismo y otra parte, acaba diciendo:
«Traducir una parte en otra parte
Que para mí es cuestión de vida o muerte,
¿será arte?».

Esa es la duda permanente, claro. El dilema entre la necesidad absoluta de


expresarse y la conciencia de las limitaciones. De cualquier modo, el proceso
de la escritura pasa por ahí. Y nace, en gran medida, de esa necesidad.
Muy bien, en términos generales eso es fácil de entender. Pero ¿cómo
arranca alguien para escribir un libro determinado?
—¿De dónde ha sacado la idea para esa historia? —suelen preguntar los
niños.
Respondo habitualmente devolviendo la pregunta:
—¿De dónde has sacado la idea para esa pregunta?
Y cuando dicen:
—De mi cabeza...
Es posible, entonces, explicar que las ideas salen siempre de cada cabeza
individual. Y, al mismo tiempo, que lo más importante no es de dónde salen
las ideas sino asegurarse de que siempre estén entrando. En otras palabras, es
fundamental la percepción.
Para mí, allí comienza todo. En la percepción del mundo. De todos los
mundos, exteriores e interiores. En las sensaciones que nos afectan, en las
emociones despertadas, en los pensamientos que reflexionan sobre todo ello.
Solo crea quien antes ha sentido, ha percibido con intensidad. Y ha logrado
elaborar eso en una especie de fábrica íntima en la que la energía es un
espacio de silencio interior. Eso me lleva a pensar un poco en la escuela y en
las estructuras de la enseñanza contemporánea. No sé cómo funcionan esas
cosas en este país, pero puedo asegurar que en el mío la escuela es cada vez
menos capaz de ofrecer la oportunidad de un silencio fecundo. Como si la
cultura contemporánea padeciese de aquel mismo horror al vacío del que
tanto se habló a propósito de la decoración barroca. Y confundiese vacío y
nada, silencio y cero. Si la creación literaria —para volver a nuestro asunto,
más específico— es la expresión, por medio de palabras, de una realidad
interior, no hay cómo estimular esa expresión sin respetar e incentivar el
desarrollo del fermento creador oculto, elaboración crítica e innovadora de lo
que se ha percibido. ¿Cómo traducir en palabras algo que no se puede leer,
algo escrito en una lengua que no nos dedicamos a aprender? Hace falta
estimular la percepción. Sin eso, no se escribe.
De inmediato, como todo buen traductor puede confirmar, viene el
conocimiento de la lengua para la cual se está traduciendo. Fundamental,
indispensable. En la lectura de la lengua de origen, podemos incluso perder
algunas palabras, a veces, sin alterar el sentido general. Pero es esencial que
la forma final, en la lengua a la que se vierte el texto, refleje un absoluto
dominio del idioma. En el caso del escritor, no hay otro camino. Hay que
dirigir la herramienta de trabajo. Con lectura, intimidad con el lenguaje,
pasión por las palabras, ejercicio permanente. Como un músico toca escalas
diariamente, o un atleta hace gimnasia todos los días, el escritor también
acaba por tener con la escritura una relación de ejercicio constante y
cotidiano, aunque algunas veces eso ocurra en el terreno de los juegos
mentales y no se haga necesariamente en el soporte del papel. Como decía
Roland Barthes, el escritor padece de una extraña enfermedad. Ve el
lenguaje. Sin eso, no escribe. A lo sumo, se comunica. Pero esa ya es otra
historia y no tiene que ver directamente con el tema que nos ocupa.
Planteadas estas reflexiones iniciales, me gustaría hacer también algunas
observaciones finales antes de pasar la palabra a los traductores y al público.
En mi libro más reciente (una novela para adultos llamada Canteiros de
Saturno 8 ), hay una profesora universitaria que prepara una tesis sobre el
mecanismo de la creación literaria. Aprendí mucho con ella. Juntas,
investigamos entrevistas y testimonios de escritores, extrajimos fragmentos
de novelas que hablaban sobre la ficción, exploramos las más diferentes citas
de autores sobre su arte. Fue exhaustivo, pero ambas salimos enriquecidas de
ese proceso. Y por medio de él, me convencí de una cosa que ya intuía, pero
nunca había logrado expresar con claridad. Hoy estoy segura de que el artista
—y particularmente el escritor, que es quien aquí nos interesa— no es de
manera predominante un ser cultural, como tradicionalmente se ha intentado
siempre presentarlo, con aquella vieja imagen de alguien muy dotado, tal vez
algo superior a sus semejantes, por ser talentoso, genial, uno de los hitos de la
civilización de su tiempo, o cosas por el estilo.
Muy al contrario, estoy convencida de que el papel del creador es mucho
más humilde y modesto y la mayoría de los autores que he analizado se ven
de esa manera, se reconocen en esa imagen. El escritor es solo un
instrumento, un mediador, un portavoz. Alguien que, humildemente, traduce.
Y traduce un original tan vasto e inmenso que lo aniquila. Como dice el poeta
estadounidense Gary Snyder, el poeta traduce el cosmos. Permite que la
naturaleza se manifieste y hable en él, como en un árbol ella habla dando
hojas y flores cuando llega la primavera. El punto ideal de la creación
literaria es aquel en que el llamado creador consigue recogerse de tal manera
que oye los sonidos del silencio y los reproduce con palabras, dando la forma
que él mismo no sabía que tenían pero que reencuentra cada mañana mientras
trabaja, un nuevo día se inicia, los pájaros cantan fuera, el mar rompe en la
playa, el viento sopla y todo se mueve, incluso sus palabras. Su texto será
tanto mejor cuanto más concuerde con ese orden recóndito, con esos ritmos
universales, con esa exuberancia confusa y ese rigor económico de la
naturaleza. Cuanto más consiga el escritor hacerse pequeño y humilde para
expresar aquello que, por su intermedio, escribe aquella «súbita mano de
algún fantasma oculto» de la que hablaba otro poeta, el portugués Fernando
Pessoa. Cuanto más humildemente se maraville ante lo que Rafael Alberti
llamó «el inédito asombro de crear». Cuanto más busque el tono afinado, el
término exacto, el ritmo único, la palabra insustituible que sea la clave,
descifre el enigma, haga pasar de un mundo a otro, traduzca, dé voz a la
naturaleza, a los otros hombres y a su tiempo. Pero no es el descubrimiento lo
que importa, sino la búsqueda que hace a la aventura, que da sentido a la
demanda, como en el caso del Santo Grial. De la misma forma, a través de la
exploración rigurosa se hace la escritura.
Tampoco estoy siendo original al comprobarlo. Muchos otros creadores ya
lo hicieron antes que yo. Y termino aquí estas pequeñas observaciones con
una cita más y un homenaje. Se trata de un poema breve titulado «La palabra
mágica», de Carlos Drummond de Andrade, el mayor poeta brasileño.

Cierta palabra duerme en la sombra


de un libro raro.
¿Cómo descubrirla?
Es señal de la vida,
señal del mundo.
Voy a buscarla.

Voy a buscarla toda la vida


en el mundo entero.
Si tarda el encuentro, si no la encuentro,
no me desanimo,
sigo buscando.

Sigo buscando y mi búsqueda


acabará siendo
mi palabra.

6. Santiago de Compostela, junio de 1991, Encuentro Internacional de Literatura Infantil.

7. FTD Editora, 1995.

8. Nova Fronteira, 1991.


De lectora a escritora 9

Vengo de una familia de origen humilde, pero que valoraba mucho los
libros, la lectura y la educación, incluso como instrumento de ascenso social.
Mi abuelo paterno era un inmigrante portugués que había dejado el arado y el
lagar en el que ayudaba a su padre a hacer vino en la aldea de Gondomar, e
intentó ir a estudiar farmacia en Oporto. Ya graduado, sin perspectivas de
trabajo en su tierra, se fue definitivamente a Brasil con lo puesto. En su
escaso equipaje llevaba algunos libros de los que nunca quiso separarse.
Entre ellos, las dos gramáticas latinas con las que había estudiado en el
colegio. Una de ellas, impresa en 1884 y con anotaciones hechas a lápiz en
1887 por el entonces niño de diez años, me acompaña hasta hoy. Más tarde,
ya en tierras brasileñas, el joven farmacéutico eligió como esposa a la hija
mayor de otro inmigrante portugués, que había llegado a Petrópolis una
décadas antes, cuando apenas tenía 9 años de edad, solo en la bodega de un
barco, para trabajar en la ferretería de un compatriota, a cambio de casa y
comida. En una época en la que no había leyes laborales que limitasen la
jornada de trabajo o el esfuerzo de los menores, el niño era el primero en
comenzar, ordenando todo antes de abrir la tienda, y el último en acabar,
después de que el comercio se cerraba y le correspondía barrer el suelo.
Mientras se agotaba en su trabajo, se juraba a sí mismo que un día haría que
sus hijos estudiasen. Así, mi abuela paterna estudió por encima de la media
que era posible para las muchachas de aquel tiempo. Fue al colegio, aprendió
francés y no dejó de practicarlo, como una forma particular de resistencia
individual, leyendo mucho y siempre. Más de medio siglo después, cuando
yo ya estaba en la facultad, para nosotras dos era una gran alegría poder
prestarnos libros o cambiar impresiones sobre lecturas y autores. Con ella
conversé sobre Alexandre Dumas y Balzac, Victor Hugo y Stendhal,
Maupassant y Flaubert. Pero, para mi tristeza, solo mucho más tarde, ella ya
muerta y yo escritora conocida, me enteré de que durante años mi abuela
había escrito regularmente para el Jornal de Petrópolis, con seudónimo, en
una columna combativa que defendía los derechos de las mujeres y hacía
campaña por el voto femenino.
Del lado materno, la abuela Ritinha era una mujer muy diferente. A pesar
de ser socialmente aristócrata, pues su padre era barón, era una muchacha del
campo, muy sencilla, aunque sabia en todas las cosas de la cultura no escrita.
Fue analfabeta hasta después de los veinte años. Apenas sabía escribir su
nombre cuando se casó con mi abuelo, antiguo labrador que recogía café en
la hacienda del padre de ella, al norte de Espírito Santo. Él le enseñó a leer y
escribir con más fluidez, y conservo los cuadernos de esas clases amorosas,
llenos de copias, dictados, ejercicios de caligrafía y análisis, borrones de
misivas. Ese abuelo fue un apóstol de los libros y la educación. Muy
pequeño, en medio del campo, a orillas del río Cricaré —que nadie aquí sabe
dónde queda—, aprendió a leer con algún alma generosa que solo puede estar
en el cielo. Acabó devorando todo lo que caía en sus manos en materia de
escritura. En poco tiempo, se convirtió en ayudante del profesor de una
pequeña escuela en el pueblo vecino. A los 13 años, ese profesor lo eligió
para que lo sustituyese un día y logró que un señor de la ciudad grande (São
Mateus), de paso por allí, lo llevase consigo como recadero y ayudante
doméstico, a cambio de ir a la escuela y continuar sus estudios. En poco
tiempo, se hizo amigo de todas las personas que tenían libros —el cura, el
juez, el profesor, el farmacéutico... Leyó prestado todo lo que la pequeña
ciudad tenía para ofrecer. Y siguió avanzando. Fue a Vitória, de allí a Río, a
estudiar ingeniería. Con una condición: en cada lugar que dejaba, pedía que
lo sustituyese un hermano más joven, en las mismas condiciones, y acordaba
con este que después se encargaría de buscar a otro. Para que todos tuviesen
la oportunidad de estudiar. Una vocación de educador. No sorprende que,
además de ingeniero, acabase siendo profesor de matemáticas y física durante
50 años. Y abriendo un colegio en Vitória, en el sótano de su casa. Sentía
pasión por la literatura. Leía mucho. Vivió rodeado de libros. Era capaz de
aparecerse ante una nieta de 12 o 13 años con un enorme volumen de los
viajes de Saint-Hilaire por Brasil y decir: «Lee para hacerlo tuyo. Así nadie
podrá quitártelo nunca». Irresistible. Me hizo leer a Gilberto Freyre y José
Lins do Rego, Câmara Cascudo y Vianna Moog. Otra cosa que siempre decía
era: «lo único que tengo para dejaros es la educación. Y eso no es algo que se
gane de un día para el otro». Y de nuevo un libro. A los ochenta años tuvo
dos infartos y pensó que para sobrevivir necesitaba encontrar un nuevo
interés en la vida. Decidió estudiar inglés para leer a Shakespeare. No llegó a
tanto. Pero leímos juntos algunas buenas cosas de Dickens y Thomas Hardy,
intercambiando cartas con nuestras opiniones sobre la lectura.
Mi madre, su hija, tenía a quien salir. No solo porque hizo dos carreras y
llegó a graduarse en Farmacia y Derecho, sino porque leía sin parar. Tuvo 9
hijos y eso representaba un trajín doméstico inimaginable. Pero siempre la
recuerdo defendiendo su derecho sagrado a parar al menos media hora a
mitad del día para seguir con la lectura en la que estaba sumergida. O
amamantando a un bebé y leyendo un libro al mismo tiempo. A ella le
gustaban los clásicos y no tenía tiempo que perder: Tolstoi, Machado de
Assis, Eça de Queirós. En eso la ayudaba mi padre, un autodidacta voraz. Él
había comenzado a trabajar desde muy pronto, apenas terminada la escuela
primaria. Cuando la conoció, hizo el curso para adultos (el supletivo, que en
aquel tiempo se llamaba artículo 91) y entró en la facultad de Derecho, que
después dejó porque trabajaba en el periódico y no tenía tiempo para las
clases. Para compensar, leía. Pero leía con mucho método, porque tenía
conciencia de que esas lecturas constituían toda la formación que no había
podido obtener en la escuela. Compraba a plazos colecciones de libros y las
leía de cabo a rabo: Biblioteca Internacional de Obras Célebres, los ganadores
del premio Nobel, además de todos los libros importantes que salían y se
recomendaban en los periódicos. Y como los dos, mi padre y mi madre,
conversaban animadamente sobre las lecturas, todos nosotros (sus hijos)
teníamos ganas de entrar en aquel mundo. La Ilíada y la Odisea, Don
Quijote, la Divina Comedia, El paraíso perdido, Vidas paralelas de Plutarco
son algunos libros que recuerdo claramente haber visto con un marcador
dentro, apoyados en la mesilla de noche. O, de repente, él hacía una pausa, le
leía un fragmento en voz alta, subrayaba con un lápiz. Y tenía también las
colecciones brasileñas, de las editoriales de la época, Martins, Globo, José
Olimpio, Companhia Editora Nacional. Todo Jorge Amado, José Américo de
Almeida, José Lins do Rego, Graciliano Ramos, Raquel de Queirós, Mário de
Andrade, Enrico Verissimo, Lima Barreto, Graça Aranha. Y la serie
Documentos Brasileiros. Y la Brasiliana... Y además los que se iban
traduciendo, más o menos intelectuales, daba igual: Proust, Hemingway,
Conrad, Cronin, Pearl Buck, Howard Fast, Vicki Baum.
Pero os estaréis preguntando: ¿qué demonios hago aquí hablando de las
lecturas de otros? ¿El tema no era contar cómo me convertí de lectora en
escritora? Pues precisamente creo que es eso lo que estoy haciendo. Porque
para mí la respuesta a esa pregunta es una sola. ¿Cómo llegué de la lectura a
la escritura? Naturalmente. Nunca pensé que pudiese haber otra forma.
Hablé de ese ambiente que me rodeaba porque creo que es un retrato de
algo que solo mucho más tarde llegué a entender hasta qué punto era fuera de
lo común, pero que para mí fue absolutamente natural durante toda mi
formación: tenía libros en todos los rincones. Las personas a mi alrededor
leían y valoraban el libro como un bien precioso. No porque fuesen
económicamente privilegiadas, sino porque no concebían que se pudiese vivir
sin leer, sin preguntar, sin consultar el diccionario, sin buscar respuestas. Pero
hay además otro aspecto, más general, que merece destacarse y solo percibo
hoy, en plena madurez, cuando ya he viajado bastante, he vivido en otros
países y he conocido por dentro otros lugares, como para hacer
comparaciones. Al contrario de las sociedades muy estratificadas, como las
europeas (y podemos pensar en la británica, en particular), la sociedad
brasileña —aunque sea perversa y cruelmente excluyente— permite una
movilidad social impensable para los patrones europeos. En ese sentido, mi
abuelo tenía razón. Con la herencia de la educación (y de la lectura, en el
caso de mi padre, por ejemplo, que solo terminó el nivel primario pero
completó su formación leyendo), fue posible hacer el trayecto que llevó a la
hija de un niño inmigrante que barría en una tienda a tener una columna
pionera en un periódico. O el camino que permitió a un chico del campo,
peón e hijo de labrador, llegar a ser médico, escribir libros y convertirse en el
primer alcalde de Vitória y primer rector de la UFES. O la trayectoria del
niño que dejó de estudiar para trabajar en una gasolinera pero que siguió
leyendo, acabó dirigiendo la redacción de su propio periódico, siendo
vicepresidente de la A.B.I. y diputado federal y senador de la República (de
aquellos que ya no se ven, rebelde, de oposición, cesado en su cargo por la
dictadura y lleno de deudas cuando murió). En Inglaterra, como sabe
cualquiera que haya visto My Fair Lady, por ejemplo, el simple acento es un
signo social diferenciador y difícilmente alguien de la llamada working class
asciende a la clase media en una sola generación. Quizá porque generalmente
en Brasil se lee poco, la convivencia íntima con los libros acaba
constituyéndose, a su vez, en un factor de esa especie. Y puede ser que ayude
a explicar, además, por qué en general las campañas de fomento de la lectura
en nuestro país nunca parecen estar realmente dispuestas a acercar la
literatura a la población o viceversa, ya que con frecuencia han estado más
cerca del paternalismo y del clientelismo que de una actitud verdaderamente
democrática, dispuesta a poner a todos en contacto con la buena lectura.
Suelen ser para fines más utilitarios. Así como bastaba con alfabetizar o
enseñar a firmar para asegurarse al elector, tal vez ahora baste con enseñar a
leer y acercar al lector a manuales de instrucción, libritos desechables e
inconsistentes, obras de autoayuda, libros juegos y otros chicles mentales
para asegurar una masa a la que manipular fácilmente. Si la buena lectura
abre la posibilidad de ascenso social y la toma de una parcela de poder,
desarrollando la capacidad de leer entre líneas y pensar con la propia cabeza,
puede ser muy peligroso para los privilegiados que se garantice la inmersión
de la población en un ambiente de buenos libros. Como aquel que he descrito
ligado a mi historia personal, antes de hacer ese paréntesis más genérico que
plantea un aspecto que habrá de discutirse en otra ocasión, porque ahora se
escapa del tema propuesto.
Era natural que, en ese ambiente, yo me interesase por los libros desde
muy pronto. No solo porque siempre oía hablar de los libros como algo
precioso o porque tenía el ejemplo de todos a mi alrededor, sino también
porque me moría de curiosidad por aquel mundo, tan atrayente como para
dejar a mis padres distraidísimos cuando se sumergían en él y no me
prestaban toda la atención que me habría gustado tener. De alguna forma, yo
quería participar de aquello, entrar en la lectura, poder conversar sobre libros
y descubrir todo lo que había escondido dentro de las cubiertas de aquellos
volúmenes que se alineaban en los estantes, se apilaban sobre las mesas, se
amontonaban en los rincones e invadían toda la casa. Servían de paredes para
casas de muñecas, rampas y puentes para que avanzasen los cochecitos,
cercas para animales de peluche. Aprendí a leer sola, muy pronto, a los cuatro
años. En la Navidad de mi quinto cumpleaños, me regalaron el muy
codiciado Reinaçoes de Narizinho, que se añadió al almanaque del Tico-Tico
de todos los años, pero que ahora ya podía leer sola. A partir de entonces, me
dejé fascinar por toda la obra de Monteiro Lobato, los diversos volúmenes de
cuentos tradicionales de la Editora Quaresma, los diversos volúmenes
pequeñitos de cuentos de Andersen, Grimm y Perrault de la Biblioteca
Infantil Melhoramentos. Y todo lo que caía en mis manos. Cuando cumplí 8
años, dos regalos inolvidables, ambos con ilustraciones de Caribé —hoy
artista bahiano, ilustrador de Jorge Amado y García Márquez, en aquel
entonces un dibujante local en Argentina, donde estábamos viviendo. El
primero era un enorme y maravilloso Robinson Crusoe completo, que no leí
realmente hasta muchos años después, pero cuyas historias oía de mi padre,
fascinada, desde entonces, capítulo a capítulo de sus muchas páginas en
castellano (ahora, al interrumpir este texto e ir a consultar en el estante el
número exacto de páginas, 393, descubro que la traducción era de un tal Julio
Cortázar. Imposible pedir más calidad). El segundo regalo fue un cuadernito
negro de cuero, tipo agenda, donde se podían cambiar las páginas de tres
agujeros. Llevaba muchas hojas pautadas pero en la primera, lisa, tenía el
dibujo coloreado de una niña radiante, entre palmeras y papagayos, y se leía:
Mi diario - Ana María - 1948.
El camino de la lectura a la escritura, pues, también fue natural, dos caras
de la misma moneda. Los libros eran solo una fórmula para multiplicar ese
saber acumulado durante varias generaciones, de acercar la palabra de gente
lejana en el espacio (como doña Benita, que no estaba a mi lado como la
abuela Ritinha) o en el tiempo (como el Andersen que escribió «El patito
feo» en la época en la que aún no había Zé Macaco y Faustina). De cualquier
modo, mi noción de sabiduría tenía que ver con mi abuela. Ella tenía refranes,
coplas y oraciones para cualquier situación, se ocupaba de todo, hacía
infusiones con las hojas del guayabo, cataplasmas para el pecho, sabía qué
gallina del gallinero pondría huevos un día determinado, zurcía la ropa
rasgada, preparaba dulces, arreglaba juguetes, guardaba cuerda en el bolsillo
e imperdibles en la cajita... Y sabía las historias más increíbles y mejores,
mejores que cualquier libro. En las vacaciones, cuando íbamos a pasar el
verano con ella a Manguinhos, en Espírito Santo, el repertorio era
interminable. De vuelta a Río, yo, la mayor, me esforzaba por mantener vivo
el recuerdo, volviendo a contar esas historias a mis hermanos menores.
Estando más lejos, en Buenos Aires, cuando me regalaron el diario y descubrí
que era divertidísimo escribir todos los días lo que me ocurría o no me
ocurría pero yo tenía ganas de que me ocurriese, me di cuenta también de que
escribir era otra forma de no olvidar. Al principio, escribía las historias de mi
abuela. Pedí y me regalaron otro cuaderno más grande, forrado con un papel
que parecían telarañas en relieve, y comencé a escribir lo que recordaba de lo
que ella nos contaba. En poco tiempo, mi ficción se estaba mezclando con su
contar y comencé a hacer mis cuentos, sobre los juguetes que nos rodeaban,
las vidas y aventuras imaginarias de los diferentes objetos, los recuerdos
nostálgicos de niños como nosotros, en una playa brasileña, lejos del frío
porteño.
De todas maneras, tránsitos naturales. No había ninguna pretensión de ser
escritora, eso no se es. Yo leía y escribía como quien duerme, se ducha,
come, sin pretender ser dormilón o gourmet cuando creciera. Viviendo lejos
de tíos, primos, abuelas, las cartas y misivas eran la forma normal de
comunicación. Recibíamos y enviábamos correspondencia como hoy
cualquiera atiende el teléfono o manda una carta por correo electrónico. La
escritura, como la lectura, no era un acto extraordinario.
Ah, pero no había televisión... Siempre aparece alguien a esta altura del
razonamiento para recordarlo. O para ponderar («plantear», como suele
decirse) que, frente a las atracciones ofrecidas por los nuevos medios
tecnológicos contemporáneos —tele, vídeo, ordenador, Internet, videojuegos
—, es imposible lograr que los niños se interesen por los libros... Ah, ¿y
jardín? Nosotros teníamos patio, no olvidemos. ¿Se puede imaginar tentación
mayor? Haced la prueba de colocar a un niño de hoy en una situación de
acceso libre, seguro e ilimitado en un patio y vamos a ver quién gana, si las
nuevas tecnologías o el patio. En el patio había espacio para correr, jugar a la
pelota, jugar a la mancha o al escondite, había árboles a los que trepar, con
frutas para comer en el acto, había un gallinero, perros, el muro del vecino,
un montón de amigos, tierra para tirar las canicas en el gua o jugar a la
rayuela, había restos de tejas, hormigueros... Ah, si dijese todo lo que había o
podía haber en el patio no acabaría nunca. Y, a pesar del patio, las carreras y
los juegos, también leíamos. Y con mucho gusto y entusiasmo. Los amigos
leían y hablaban de libros. Y los mayores que los rodeaban también.
Fui creciendo, leyendo y escribiendo. Al mismo tiempo, sin pasar de
lectora a escritora. Leí todo Monteiro Lobato y todo Mark Twain, La isla del
tesoro y Robin Hood, Los tres mosqueteros y La pimpinela escarlata,
Ivanhoe y los Pardaillan, Tarzán y Robinson Crusoe, la colección
Terramarear, la serie los Audazes, Menina y moza, la biblioteca das Moças, la
serie Rosa, los libritos verdes de M. Delly y Elynor Glyn, todo Sherlock
Holmes y Arsenio Lupin. En poco tiempo me encontraba hurgando en los
estantes paternos para leer Kim de Kipling y devorar todo Dickens, con
aquellas historias tristes de pobres huérfanos abandonados (en ese tiempo
nadie se habría atrevido a llamar a Oliver Twist chico de la calle, eso es parte
de la Revolución Industrial, como Los miserables, las categorías del Primer
Mundo son otras). Leía lo que me daba mi abuela, lo que me indicaba mi
padre, lo que estaba leyendo mi madre, lo que me prestaban mis amigos. Y
escribía. Redacciones en el colegio todas las semanas. Un artículo sobre
pesca artesanal en Manguinhos para una revista de folclore, que mi tío llevó
para publicar sin que nadie supiese que había sido escrito por una niña.
Cartas para mi abuelo, mis primos, mis amigos. Y cartitas de amor
adolescente. En unas vacaciones tuve un novio en Vitória, el más guapo y
deseado del grupo. Durante todo un año, fue un intercambio de cartas
esperadísimas, y mi palabra tenía que ser lo suficientemente seductora para
hacer que aquel chico no me olvidase y suspirase por mi regreso. ¿Alguien
quiere mejor motivación para la escritura? Al año siguiente, otros chicos, en
otros escenarios, formaban parte del gremio del colegio. En poco tiempo
llegué a ser redactora del periódico escolar y me ocupaba de secciones
diferentes en diversos estilos. Aún no se ha inventado mejor taller de la
palabra.
En los libros adultos inagotables, descubrí preferencias y caminos propios.
Exploraba los estantes de toda la familia, pedía sugerencias a profesores en el
colegio, me servía de la antología escolar como si fuese un trailer, para ver
qué texto o autor me gustaba, e iba tras él. En el ámbito científico, entre los
15 y los 17 años, tenía mi propia cuenta en una librería, la Ler, que me
permitía llevarme libros tentadores pero por encima de mis posibilidades, así
que los iba pagando mes a mes. Al entrar en la facultad, tuve ganas de
escribir más regularmente e intentar ganar algún dinero de esa manera: ¿quizá
ser periodista? Y hacía Geografía (y después Letras), pero no exigían un
diploma especial para Periodismo. Elegí un periódico, el Correio da Manhã,
y fui a ofrecerme. A escondidas, porque mi padre no quería una hija
periodista, creía que la redacción no era ambiente para una chica. Me quedé
un tiempo entrenándome, en la sección femenina, y después ayudé a dar
forma y a redactar notas en columnas.
Un día me promovieron y me encargaron que hiciese mi primer artículo
por cuenta propia: una entrevista dominical con un pintor que iba a inaugurar
una exposición en Río. ¡Justamente Caribé! Pensé que mi ángel de la guarda
me protegía. Me esmeré en el trabajo y le dedicaron toda una página, aunque
sin firma, ya que no se otorgaba ese relieve a un reportero principiante. Pero
internamente fue bien recibida y, a la semana siguiente, me dieron una nueva
oportunidad para hacerle una entrevista a otro artista, esta vez Augusto
Rodrigues, con quien yo había estudiado pintura en la Escolinha de Arte do
Brasil. Un placer, yo me sentía francamente a gusto, quedó estupenda. Una
vez más, toda una página, realzada pero sin firma. El domingo, cuando mi
padre acabó de leer el periódico, comentó que era excelente, que además otro
día había salido otra muy buena con Caribé, y era una pena que no dijesen
quién la había hecho. No pude resistir y lo confesé. Pasado el enfado paterno,
llegó el orgullo y la aceptación oficial de mi condición de profesional de la
escritura.
A partir de entonces, ya adulta, estaba formada como lectora y escritora.
El resto son pequeños detalles biográficos. Como hice Letras Neolatinas,
estudié bien literatura, puse orden en mis lecturas, adquirí mayor base en
lingüística y filología. En poco tiempo estaba haciendo posgraduado, una
monografía sobre García Lorca y finalmente preparé mi tesis sobre
Guimarães Rosa (que llegaría a ser mi primer libro publicado, Recado do
nome 10 , en 1976). Mientras tanto, daba clases en colegios, facultades y el
curso de preparación para el Itamarati. Un día, en 1969, me telefonearon de
São Paulo. Una nueva revista, que crearía la editorial Abril, pretendía
dirigirse a niños y buscaba autores que nunca hubiesen escrito para ellos pero
que fuesen buenos conversadores y supiesen escribir. Habían hecho cierto
sondeo buscando profesores en diferentes facultades y mi nombre había
surgido en la de Letras. Como el de Joel Rufino dos Santos, entre los
historiadores. O el de Ruth Rocha entre los sociólogos. Allí fuimos,
publicamos un montón de historias en la revista Recreio, tuvimos buena
acogida. Años después, en 1976, nos pidieron historias más largas para libros
(surgió así mi Bento que bento é o frade 11 , primer libro infantil) y en 1977
nuestros cuentos se reunieron en antologías publicadas por la misma Editora
Abril. Nos habíamos convertido en escritores. Al año siguiente, en 1978,
mandé un original inédito a un concurso en Belo Horizonte con seudónimo, y
gané el premio João de Barro con História meio ao contrário 12 . Algunos
editores me preguntaron si tenía otros originales. Imaginaos, tenía los cajones
llenos: escribía desde hacía años sin saber qué hacer con aquellas historias
que no encajaban en la revista Recreio. Escribía porque me gustaba, porque
quería, porque tenía ideas y tenía que sacarlas fuera, porque había leído tanto
que ahora me tocaba escribir. Publiqué un montón de libros en 1979 y 1980,
fruto de ese desove de lo que se había acumulado. Comencé a ser considerada
irremediablemente escritora, asumí esa condición, me separé del periodismo.
Pero hoy, aquí, solo para vosotros, confieso la verdad. Ya que me
preguntaron sobre mi paso de la lectura a la escritura, puedo decir que nunca
pasé de una a otra, solo acumulé y sumé. Porque en el fondo soy
irremediablemente, y para siempre, lectora. Voraz y fascinada, encantada y
agradecida a esa maravilla del cerebro humano que nos permitió la
posibilidad de leer y escribir. Milagro cotidiano, aquí a nuestro alcance. Y
pensar que hay gente que sabe leer, puede leer y no sabe lo que se está
perdiendo...

9. Ponencia encargada para el Encuentro en el SESC, septiembre de 2000, en conjunto con


PUC, Proleitura.

10. Recado do nome: Leit. Guimarães Rosa a luz do nome. Martins Fontes, 1976.

11. Salamandra, 1990.

12. Atica, 1979.


¿Por qué escribo?

¿Por qué escribo? Porque el lenguaje me fascina, me encanta, me intriga.


Porque desde niña siempre me gustó navegar por los mares de las historias:
oyendo, leyendo, inventando. Porque la lectura es para mí un
deslumbramiento y la escritura es la otra cara de la moneda de ese tesoro.
Por ninguna de esas razones en particular y por todas a la vez. Y muchas
más. Siempre me han gustado las personas, los animales y las plantas y un
día me di cuenta de que el lenguaje, las historias y las ideas son el sello de lo
humano. Y, ya que no soy capaz de hacer como los árboles y transformar el
anhídrido carbónico en oxígeno, debía intentar algo que pudiese hacer, para
que el veneno se convirtiese en fuente de vida.
Desde niña sabía que era sensible, me emocionaba fácilmente, reparaba en
cosas menudas que pasaban inadvertidas para mucha gente. Lloraba sin
motivo visible, era como mantequilla que se derrite. Una niña que usaba
palabras extrañas. Algunos compañeros se reían por eso de mí y no dejaban
de hacerme notar que era diferente. Una de mis hermanas se ocupaba siempre
de corregirme cuando yo contaba una anécdota: «no ha sido exactamente así,
Ana ha vuelto a exagerar...». Algunos profesores y amigos de mis padres
también señalaban otras cosas —«¡Ana tiene cada idea!»— y decían que yo
era muy racional.
Mi abuelo era profesor de física y se pasaba la vida elogiando mi espíritu
científico, mi objetividad, mi memoria para los detalles, mi fidelidad a un
hecho observado. En resumen, yo era una contradicción ambulante. Lo que
me dejaba siempre con la sensación de ser medio marginal en todo.
Cuando me tocó elegir una profesión, no se me ocurrió que escribir podía
entrar en esa categoría. Hice un test vocacional, descubrí que debía elegir
entre ser artista o científico. Pensé en estudiar agronomía (para lidiar con
plantas y animales) o química (en la que tenía muy buenas notas) o
arquitectura (porque quedaba a mitad de camino entre la ciencia y el arte).
Acabé eligiendo geografía, con una prueba de ingreso sin matemáticas ni
latín. Soñaba con una geografía humana, no pude aguantar un año estudiando
rocas y me rendí. Al año siguiente, hice otra prueba de ingreso. Esta vez para
letras, sería profesora. Pero no pensaba en escribir. Y como ya estaba
haciendo mis pinitos en el periodismo, pude concentrar en los textos del
periódico mi gusto por la escritura, mi capacidad de observación, mi fidelidad
a los hechos. Mi lado científico objetivo, en definitiva.
Yo sabía que era artista, pero no sabía cómo. No me parecía que esa fuese
una profesión. Era mi parte delirante en busca de un cauce. Estudié piano
muchos años. Formé parte de un grupo de teatro experimental. Fui pintora
con pasión (hasta hoy pinto y me encanta hacerlo), hice exposiciones donde
hubo extraños que compraron mis cuadros, fui elogiada por la crítica,
comencé a entrar en el circuito profesional.
Pero un día, hacia finales de los años 60, llegué a darme cuenta de que los
títulos de muchos cuadros y las entrevistas de algunos pintores tenían más
importancia que la pintura en sí misma. Pensé: «Si se trata de usar palabras,
¿por qué no escribir, en vez de intentar explicar el cuadro?». De ese modo,
entendí que mi arte era otro, era verbal. Encontré las palabras. O ellas me
encontraron a mí.
Escribiendo, reuní todas mis partes, todos mis aspectos, pegué mis
pedazos internos, di cierto orden a mi caos interior. Me fui apasionando por
las posibilidades infinitas que me abría la escritura literaria, por la intensa
libertad que me otorgaba. Un día, seguí el consejo de Ernest Hemingway
cuando dijo que el periodismo no le hace ningún daño a un escritor... siempre
que se deje a tiempo. Tardé un poco tal vez, pero, después de 17 años en
redacciones, me despedí de ellas.
También escribo guiada por otros motivos. Uno de ellos es muy
importante: mis circunstancias. Si hubiese nacido en el seno de una familia
analfabeta y sin contacto con libros, o en una de las tantas regiones
paupérrimas de Brasil, o en una generación anterior, difícilmente podría ser
escritora profesional y vivir de ello. Para colmo siendo mujer. Mis abuelas,
por ejemplo, no tuvieron esa opción. Mi abuela materna nació en el campo,
nunca fue a la escuela, solo aprendió a leer y escribir después de casada. Mi
abuela paterna, que estudió en el Colegio Sion, hablaba francés fluidamente y
era una apasionada por la literatura, incluso intentó escribir, a pesar de tener
que criar a siete hijos. Fue una pionera valerosa. Mantenía una columna
regular en un periódico de Petrópolis. Pero firmaba con seudónimo, porque
una muchacha de buena familia no hacía esas cosas. Y, evidentemente,
escribía gratis, porque el atraso siempre considera que no hace falta pagar el
trabajo intelectual, que ya basta con el honor que da el prestigio.
En ese sentido, yo tuve mucha suerte. Por ello pude escribir, y este es un
porqué importantísimo. Descubrí que era escritora después de que una
generación de mujeres (a las que rindo homenaje y gratitud) ya había abierto
las primeras puertas de la prensa y la literatura. Y en un momento en el que el
mercado editorial brasileño comenzaba a ampliarse. Fue gracias a él que pude
existir como autora.
En 1969, la Editora Abril lanzó la revista infantil Recreio. Me invitaron a
colaborar. En poco tiempo llegaron a vender 250.000 ejemplares semanales,
cuando las historias iban firmadas por Ruth Rocha o por mí. Con semejante
éxito, cada vez pedían más textos nuestros. A principios de 1970, había
comenzado mi exilio y, desde lejos, inventaba historias para mi hijo. Después
las enviaba a Recreio. La acogida de los lectores era mi garantía.
Hoy escribo porque ellos me profesionalizaron, me permitieron escribir,
incluso obras aparentemente áridas como mi primer libro, Recado do nome,
un ensayo sobre Guimarães Rosa. Después comencé a publicar cuentos y
relatos infantiles en libros. Solo pude seguir escribiendo porque los lectores
me leyeron, los críticos me alentaron, los editores me dieron espacio. A ellos
también les debo gratitud y reconocimiento. Sin esa preciosa ayuda, no habría
sido posible continuar.
En 1983, me atreví a publicar mi primera novela, Alicia e Ulisses 13 ,
guardada en un cajón durante cinco años. Desde entonces alterno obras para
niños, jóvenes y adultos, lectores de cualquier edad, sin los cuales el libro no
existe. Escribo porque ellos me leen. Y me duele mucho pensar en la cantidad
de escritores que no logran llegar a los lectores, en los innumerables libros
que no rompen el bloqueo y se quedan encallados, sin ser leídos, muertos...
También por eso soy una militante de la lectura. He sido librera, editora, vivo
dando conferencias y cursos de promoción de la lectura por todo Brasil.
También por eso escribo: porque amo los libros, les debo muchísimo y quiero
colaborar en la expansión de ese universo.
Ya lo he dicho en otra oportunidad 14 , pero no me canso de repetirlo: «A
medida que el tiempo pasa y voy madurando y entendiendo mejor todo ese
proceso, compruebo que escribir, para mí, se liga a dos impulsos. El primero
es el intento de fijar una experiencia pasajera y, así, vivir la vida con más
intensidad, aprehender en ella aspectos que me pasaban inadvertidos,
comprender su sentido. El otro es la voluntad de compartir, de ofrecer a los
demás esa visión y esa comprensión, para que de alguna forma eso quede,
para que mi paso por el mundo —aunque efímero— no sea inútil. En el
tránsito de la escritura a la lectura, la palabra se multiplica y se reproduce,
fecundadora de una creación compartida».
¿Por qué escribo? Simplemente porque forma parte de mi naturaleza, es lo
que sé hacer. Si fuese árbol, daría oxígeno, frutos, sombra a todo el mundo.
Pero lo único que puedo es dar palabras, historias, ideas.

13. Nova Fronteira, 1983.

14. Esta força estranha. Editora Atual, 1998.


Creatividad: motor del desarrollo 15

Comienzo con una frase de Freud, casi como si fuese un epígrafe:


«Nosotros, los legos, siempre sentimos una enorme curiosidad (...) por
saber de qué fuentes ese extraño ser, el escritor creativo, toma su material, y
cómo logra impresionarnos con el mismo y despertar en nosotros emociones
de las que tal vez no nos creíamos capaces. Nuestro interés se intensifica aún
más por el hecho de que, al ser interrogado, el escritor no nos ofrece una
explicación, o por lo menos ninguna satisfactoria. Y ese interés no se debilita
en nada por saber que ni siquiera la más clara comprensión de los
determinantes de su elección de material y de la naturaleza del arte de
creación imaginativa contribuirá de alguna forma a volvernos escritores
creativos» 16 .
Dialogando con esa cita, podría decir que nosotros, los escritores, no
sabemos siquiera explicar cómo y por qué creamos. Y podría también
confirmar que esa curiosidad del público sobre el proceso creativo es una
constante en nuestros encuentros con lectores. Pero por más que intentemos
desvelar ese misterio, cualquier respuesta es insuficiente y frustrante:
insatisfactoria, para usar el término de Freud. Es incluso un misterio delicado.
Tiene la delicadeza de la fragilidad, porque está hecho de algo muy tenue e
indefinible, que puede romperse de manera inesperada. Y tiene la delicadeza
de la generosidad, de la gentileza, del altruismo, por ser algo destinado al otro
desde su origen. Cuando un artista o científico crea algo nunca lo hace para sí
mismo, sino para compartir con sus semejantes una perplejidad, un insight,
una emoción, un camino posible de respuesta... Algo que de alguna manera
encauce una voz colectiva aun cuando sea ignorada. Y acabe llevando a algo
mejor para todos: no sé si es posible considerar eso como una forma de
desarrollo.
Pero si el propio padre del psicoanálisis afirma que las respuestas dadas
por escritores a esas cuestiones no son satisfactorias, concluyo que lo mejor
es no frustrar al auditorio y no internarme por ese camino. ¿Qué hacer,
entonces?
Recientemente, me ocupé de organizar un libro 17 que reunía conferencias
que pronuncié en diferentes oportunidades y me di cuenta de algunas cosas
interesantes. Una de ellas es que existe una fuerte unidad entre esos diferentes
textos, porque incluso tratando de temas diversos revelaban preocupaciones
constantes en mí, llevaban al diálogo con el público algunas lecturas que me
impresionaron y algunas reflexiones que comencé a desarrollar sobre el
tiempo en que vivimos. Otra observación corresponde al carácter de encargo
de algunas de esas charlas. Tal vez quien esté escuchando puede pensar que a
Lya y a mi nos invitaron para que viniésemos a tratar aquí de la creatividad
como motor de desarrollo porque es un asunto del que solemos ocuparnos.
Pero no es exactamente así. No quiero hablar por ella pero, por mi parte,
siempre me ha fascinado la creación y la creatividad y me preocupo por el
desarrollo del país, pero nunca se me ocurrió llamar a la creatividad motor del
desarrollo. No obstante, me pidieron que pensase sobre eso —como un
profesor que da un título a una redacción de sus alumnos en el aula—, y aquí
estoy, intentando enhebrar las ideas sobre el tema. Un ejemplo de cómo la
creación puede despertarse a través de un desafío y un estímulo. En ese
esfuerzo, me doy cuenta de que voy reuniendo varios elementos que me
rondan la mente en los últimos tiempos, y corro incluso el riesgo de repetirme
aquí y allá, volviendo a decir cosas que ya he afirmado y escrito en otros
contextos y que vuelvo a traer para compartir con vosotros aquí. Pero, de
cualquier modo, confirmo que el desafío de un tema propuesto incita a pensar
sobre él. Aceptar desafíos es un ejercicio de creatividad.
Podemos partir de la aceptación de la premisa de que la creatividad es, sí,
el motor del desarrollo, pero no puedo dejar de recordar que sería un asunto
interesantísimo comprobar hasta qué punto Japón se desarrolló imitando
modelos ajenos sin preocuparse por poner a salvo su originalidad. O cómo
Corea hizo de la piratería la base de su salto desarrollista. Pero no pensemos
solo en desarrollo económico. Y como formamos parte de otra tradición
cultural, creo que vale la pena que intentemos centrarnos más en nuestra área
y coincidir en que, para desarrollarnos, es indispensable estimular la
creatividad. Más que eso, multiplicarla, en interés de toda la sociedad,
democratizando las oportunidades para que todos los ciudadanos puedan
explotar su propia inventiva.
Para analizar esta cuestión más de cerca, es imprescindible que miremos
con un poco de atención las concepciones de cultura y educación en las que
estamos inmersos. En otra ocasión, al final de una conferencia en Vitória, una
psicoanalista me recordó la opinión de un respetado intelectual y político
brasileño, según la cual Brasil necesita más atención a la cultura y menos a la
economía. Como el autor no estaba presente, no pude debatir con él como
habría deseado. Pero encuentro esta observación tan típica que la tomo como
punto de partida.
¿Quién ha dicho que la economía no forma parte de la cultura? O ¿no
necesitaremos acaso justamente lo contrario de lo que él propone? ¿Más
economía y menos discurso? ¿Más matemáticas y menos retórica? O, sobre
todo, ¿menos separación entre números y letras, entre ciencias exactas y
humanas, entre ciencia y arte? ¿Menos desconfianza entre las diferentes áreas
del saber? Si nuestros políticos e intelectuales prestasen un mínimo de
atención a la aritmética elemental y ya hubiesen entendido hace mucho
tiempo lo que cualquier ama de casa sabe —que solo se puede gastar lo que
se tiene—, ¿no estaríamos hoy acaso más avanzados en nuestro desarrollo, en
vez de recurrir año tras año a la varita mágica de la inflación que inventa
dinero ficticio, de base inexistente, o a la lámpara de Aladino de los
préstamos milagrosos que se convierten en endeudamiento galopante? Dicho
sea de paso, recursos a medida para esconder a la sociedad lo que realmente
ocurre, disimulando fraudes, tapaderas y evasiones de divisas... ¿Acaso con
un poco más de matemáticas básicas nuestros periodistas no lograrían captar
más claramente los maquillajes en los balances de bancos y empresas o en la
manipulación de números ofrecidos por los entrevistados? ¿Acaso con un
poco menos de retórica no habríamos intuido que las reglas de la economía
son matemáticas y no varían mucho en relación con lo que cada uno vive en
su casa? ¿Y que, por más que la publicidad engañe con promociones
milagrosas, ya somos bastante grandecitos y debemos saber que Papá Noel
no existe, por lo que no basta con incluir en la constitución una enorme lista
de pedidos al buen viejecito dado que, sin prever de dónde vendrán los
recursos, los zapatitos están condenados a quedarse vacíos?
Pero no. Es un rasgo de nuestra cultura. Desconfiamos de la matemática y
de la economía. Históricamente, basta con leer a Sergio Buarque de Holanda
para ver cómo forma parte de nuestras raíces lo que él llama «aversión del
brasileño a las virtudes económicas» 18 , así como la consideración de que el
trabajo duro es poco honroso y no debe asociarse a la remuneración —ya
porque quedaba en manos de esclavos, ya porque aquel sector del trabajo
considerado noble es un sacerdocio (como el magisterio) o una fuente de
prestigio (como el trabajo intelectual en general)—. O, para citar a un autor
más contemporáneo, basta con leer a Jorge Caldeira, en A nação
mercantilista 19 , para comprobar cómo nuestra sociedad se construyó encima
de los privilegios a los amigos del Estado, defendidos como «derechos
adquiridos» cada vez que se osaba cuestionarlos. Y se mantuvo encima del
clientelismo, del parroquialismo, de la sustitución de la moneda por la mano
de obra esclava, de la desconfianza en relación con el capital, de la ausencia
de cualquier formación de ahorro interno. Trabajo y capital que también
podrían haber sido motores del desarrollo, conviene recordar.
Pero no recordamos, y en verdad no podemos afirmar que realmente
sabemos algo de eso, como muchas veces no sabemos que un Estado no
produce riqueza y en rigor solo puede obtener recursos mediante una de tres
fuentes: impuestos, préstamos o inflación. Y para recaudar muchos impuestos
de forma más justa y democrática es necesario que el desarrollo sea grande,
se produzca mucha riqueza y paguen todos. Pero no conocemos bien esas
cosas, por una razón muy sencilla: porque no estudiamos economía en el
colegio. Así que no es propiamente cultura, porque no forma parte de la
educación... Y la matemática que estudiamos no podía estar más alejada de la
realidad social y política del país. En los países desarrollados, el estudio de
las matemáticas se hace muchas veces relacionado con el análisis de
estadísticas o con una aplicación tecnológica. Entre nosotros, el objetivo es
otro. La matemática y las ciencias exactas en la enseñanza media cumplen el
papel fundamental de mantener la exclusión social. Dificultar el aprendizaje
al máximo para poder limitar el ingreso en la universidad (selectividad,
exámenes de ingreso, etc.). Se exige de los futuros nuevos alumnos que
resuelvan problemas comparables a los que enfrenta el profesional que está
diseñando proyectos de aviones 20 . Pero aún no ha aparecido un profesor de
matemáticas lo bastante creativo (seguramente existe, pero como el
currículum está dirigido a la selectividad, no puede perder tiempo) como para
analizar en el aula cuestiones candentes y prácticas de la realidad, como
ahora, por ejemplo, el factor asistencial (creado por una joven, conviene
recordar), considerando las variables que tienen que tomarse en cuenta para
comprender el quid de la asistencia social en el país. Cuenta, además, que
será pagada dentro de algunos años por aquellos que hoy están estudiando
cosas mucho más inútiles. El único colegio que conozco que intentó incluir
clases de economía en el nivel medio, como disciplina optativa, tuvo tanto
éxito que acabó por suspenderlas: a los alumnos les encantó, pero algunos
padres argumentaron que los economistas estaban ocupando la mente de sus
hijos. Es decir, los niños no siempre coincidían con los padres en esa
cuestión, porque dejaron sistemáticamente de repetir eslóganes antes de
analizar el tema y con frecuencia aportaron puntos de vista discordantes sobre
el momento económico del país.
«Nos hace falta más cultura y menos economía», se afirmaba, citando al
intelectual-político. Y espero que cuando pensemos en la creatividad no
incurramos en ese equívoco. Porque si no, estamos corriendo el riesgo de
perpetuar la situación en la que estamos, que podríamos irónicamente
sintetizar con la fórmula distorsionada que a veces parece dominar la imagen
que tenemos de nosotros mismos: «Con nosotros nadie puede. Improvisamos,
buscamos una salida, no nos quedamos sujetos a fórmulas». En el fondo, otra
manera de decir: «nosotros somos muy creativos, los demás solo se
desarrollan». Baste recordar que, en un país como Estados Unidos, por
ejemplo, con frecuencia un adolescente se reúne con dos amigos en el garaje
y desarrolla algo que revoluciona a toda la sociedad, incluso a la economía —
como Apple o Microsoft—, mientras que aquí, la mayoría de las veces, lo
que resulta de esas reuniones al margen es solo «cultura», pero esa cultura
aséptica, no contaminada por los números. Una magnífica expresión de los
valores que veneramos: improvisación, flexibilidad, libertad, alegría de vivir
y creatividad...
Es verdad... Pero ¿qué pasaría si usásemos todo eso combinándolo con
algún método y disciplina para construir algo? ¿Y con alguna economía para
obtener los recursos indispensables de esa construcción? Que somos
perfectamente capaces no hay duda, y nuestra pujanza y diversidad cultural
están ahí para probarlo. Pero tenemos que multiplicar esas capacidades, no
solo dando a mucha más gente la oportunidad de ir al colegio, sino también
cuestionando la enseñanza, analizándola objetivamente para ver dónde es más
urgente actuar, influyendo profundamente en la formación del profesor... En
fin, haciendo del colegio algo que no sea aquello a lo que se refería Darcy
Ribeiro cuando decía que «el profesor finge que enseña y el alumno finge que
aprende». No voy a entrar aquí en detalles sobre ese asunto, solo quiero
destacar que es absolutamente indispensable que se cuestione en profundidad
el tipo de educación que tenemos en Brasil y aquella que necesitamos y
queremos. Si la premisa que nos reúne hoy aquí es verdadera, nunca
avanzaremos en el camino del desarrollo sin una educación que estimule la
creatividad y que abra las puertas del conocimiento, de la reflexión y del
espacio crítico para mucha más gente. Porque vamos a continuar reforzando
el eficiente mecanismo de exclusión social vigente, un proceso que, a lo largo
de años de enseñanza, tiende a disminuir la presión sobre las reducidas plazas
en la universidad y a mantener el abismo entre trabajo manual y el respeto
debido a los títulos como baremos de prestigio. Todo en el orden más
perfecto.
Necesitamos una educación dinámica, dirigida al futuro y al desorden,
ligada a una cultura que produzca conocimientos y símbolos y no solo los
consuma.
Pero no basta con hablar sobre educación. Tenemos que hablar de cultura.
Y en este caso me permito recurrir al profesor Alfredo Bosi que, en su libro
Dialética da colonização 21 , hizo de esa cuestión un análisis que me gusta
citar porque, en mi opinión, vale la pena conocer por la finura e inteligencia
de sus observaciones.
Bosi propone que se reconozca el plural cuando se habla de cultura
brasileña y dialécticamente sugiere que el término abarca cuatro franjas. Cito:
«Si por el término cultura entendemos una herencia de valores y objetos
compartida por un grupo humano relativamente cohesionado, podríamos
hablar de una cultura erudita brasileña, centrada en el sistema educativo (y
principalmente en las universidades) y una cultura popular, básicamente
iletrada, que corresponde a las mores materiales y simbólicas del hombre
rústico, habitante del interior, y del hombre pobre suburbano aún no
totalmente asimilado por las estructuras simbólicas de la ciudad moderna».
A esas dos franjas (que, en el límite, serían la academia y el folclore), se
añaden dos más. La cultura creadora individualizada, de los artistas que no
viven dentro de la universidad, y la cultura de masas que, por su íntima
imbricación con los sistemas de producción y mercado de bienes de
consumo, también puede ser llamada industria cultural o cultura de
consumo. De esas cuatro franjas, dos son institucionales (la de la universidad
y de los medios de comunicación de masas) y dos quedan fuera de las
instituciones (la cultura creadora y la popular). Todas se relacionan entre sí,
pero actualmente existe una tendencia creciente al predominio de la cultura
de masas que amenaza a las otras, en la medida en que tiende a transformar
todo en espectáculo destinado al consumo.
De tal modo, en la cultura erudita, al mismo tiempo se abandonan la
filosofía y las humanidades, se burocratiza la universidad dando más
importancia al formalismo, a la estructura y a la jerga especializada que a la
creación y el espíritu crítico, se eligen en los medios algunos nombres como
darlings o stars, transformándolos en celebridades que dan entrevistas a todas
horas y afianzan tópicos, institucionalizando las vanguardias y esterilizando
el verdadero debate. Hasta tal punto que el discurso oficial comienza a
incorporar el argot de la cultura crítica, pero todo se queda en la superficie y
nada va más allá del plano retórico.
Con respecto a la cultura popular, o es estigmatizada como fósil primitivo
destinado a desaparecer, o se la exalta de una forma romántica nacionalista o
populista, lo que no hace más que mitificarla y transformarla en objeto
pintoresco y de consumo.
Para Bosi, solo la cultura creadora individualizada llega a ser de
resistencia e, incluso transitando por las franjas de las otras tres, es capaz de
no dejarse absorber. Logra mantener una relación amorosa con la cultura
popular, a través de su arraigo en ella, su rescate de la memoria y una fecunda
reflexión sobre lo cotidiano. Puede incorporar elementos de la cultura erudita
que ayudó a formar a sus creadores. Y logra también transfigurar críticamente
aspectos derivados de la industria cultural, por su desarraigo y desencanto
con el consumismo y porque, al ser creadora, es una cultura de resistencia,
comprometida con la memoria y la historia, y que lleva a la conciencia de sí,
del otro y de la naturaleza.
La educación debe estar abierta a ese tipo de cultura. Así, pues, la atención
a la matemática y a la economía de la que hablábamos no será solo una
reiteración de una economía meramente consumista, sino un análisis de los
medios de producción e intercambio de la sociedad, de los privilegios e
injusticias existentes, de la distribución de la renta, de la organización social,
de los valores humanos subyacentes a cualquier modelo. Y la convivencia
entre ciencias y artes no llevará al mero desarrollo tecnológico, sino a una
reflexión sobre las posibilidades o imposturas transmitidas por la industria y
el comercio cultural. Para dar un ejemplo concreto: no basta con saber leer, es
bueno leer literatura. No basta con usar un ordenador, hay que entenderlo
como un instrumento humano. Al servicio de lo humano.
El novelista inglés John Fowles 22 recuerda que en ese punto se inserta el
gran problema de la enseñanza contemporánea: definir los papeles que la
ciencia y el arte deben tener en la vida humana. Para él, todo el mundo debe
tener una buena base en ciencias fundamentales e incorporar a su espíritu el
eje básico de la razón que es el método científico. Además, insiste en que la
ciencia ejerce dos efectos principales sobre los que la practican. El primero es
totalmente benéfico y deseable: entrena a la persona en pensar y descubrir por
sí sola. El segundo es un cuchillo de doble filo: la tendencia a analizar, a
dividir el todo en partes, es útil, pero puede llevar a una compartimentación
excesiva y a la pérdida de la dimensión de lo humano. Ese es el proceso que
Fowles denuncia como la hipocresía del científico moderno: la moralidad
científica convive perfectamente con la inmoralidad social. Aún más, porque
ese científico se convence de que la única verdad es la científica, de la cual
separa su parte personal, su singularidad. Se derivó en la bomba atómica y se
deriva en la ingeniería genética y en el desarrollo armamentista. De ahí la
constatación de Fowles, literalmente: «los científicos tienen una tendencia
innata a transformarse en esclavos del estado». O de quien financia sus
investigaciones, cuando no es el estado.
También nos sirve lo que destaca Umberto Eco, hablando de la
hiperespecialización:
«Estamos en vías de vivir la tragedia de los saberes separados: cuanto más
los separamos, tanto más fácil es someter la ciencia a los dictados del poder.
Ese fenómeno está íntimamente ligado al hecho de que fue en el siglo XX
cuando los hombres hicieron más hincapié en la supervivencia del planeta.
Un excelente químico puede imaginar un excelente desodorante, pero ya no
posee el saber que le permitiría darse cuenta de que su producto provocará un
agujero en la capa de ozono. El equivalente tecnológico de la separación de
los saberes fue la línea de montaje. En esta, cada uno conoce solamente una
fase del trabajo. Privado de la satisfacción de ver el producto acabado, cada
uno queda liberado también de toda responsabilidad» 23 .
De ahí la extrema importancia del arte en el mundo contemporáneo. Hasta
principios del siglo XX, con frecuencia un científico se interesaba por el arte,
tocaba el violín, pintaba, hablaba sobre poesía y novela, escribía. Y un artista
estudiaba anatomía, conocía algo de química para preparar sus propios
pigmentos, leía filosofía o historia natural. Hoy no. Los campos se han
alejado y uno de ellos está prácticamente tiranizando al otro.
Si el científico atomiza, aísla, particulariza, condensa, despersonaliza,
alguien tiene que sintetizar, reunir, humanizar, entregarse, meterse a fondo en
lo que hace. La ciencia intenta eliminar el misterio, el arte lo provoca. Nos
hacen falta las dos actitudes. Y la educación debe dar a las dos el mismo
valor. Hoy en día, tiende a estar más volcada en una visión tecnológica y
mecanicista de la vida, despreciando la actividad artística ya que no puede
comprobarla con exactitud ni medir rigurosamente sus efectos. Y como no
puede medir el arte, no sabe valorarlo y acaba por despreciarlo. No obstante,
la mejor manera de poder hacer esa valoración está, justamente, en la
convivencia frecuente con el arte. La educación debe dar oportunidades para
que cada uno desarrolle su propia inventiva en ese terreno. ¿Todos van a ser
artistas? No, claro, algunos sí, otros no. Pero todos apreciarán mejor el arte,
expresarán su mundo interior, elegirán su propio lenguaje y así entenderán
mejor el ajeno, ejercerán una forma de libertad. En palabras del italiano
Gianni Rodari 24 , dejarán de ser esclavos. O en las de John Fowles, verán que:
«No existe un abismo entre Leonardo y la media de la humanidad. No
vamos a ser todos Leonardo, pero todos somos de su misma especie, el genio
es solo una línea de la escala. Subí al monte Parnaso una vez y, entre la aldea
de Arachova en la falda y el pico encantador en la altura, hermoso como los
poetas siempre dijeron que era, solo existe una pendiente suave: no hay
abismos, despeñaderos ni lugar alguno donde hagan falta alas».
En un libro instigador, La emoción y la regla 25 , otro italiano, Domenico
De Masi, estudia el funcionamiento de los grupos creativos europeos que más
influyeron en el siglo comprendido entre 1850 y 1950 y los toma como
ejemplo de una forma de organización adecuada para estimular la creatividad
y alcanzar el desarrollo. En ese sentido, serían precursores porque, en plena
época del taylorismo, de la línea de montaje y de los excesos de
compartimentación, acabaron estableciendo un modelo muy avanzado para su
tiempo y plenamente adecuado a los días de hoy, capaz de organizar la
creatividad y, con ello, estimularla. Desmenuzando el análisis de 13 grupos
históricos tan diferentes entre sí como la Bauhaus en Alemania, el Instituto
Pasteur en París, la Escuela de Biología de Cambridge en Inglaterra (que
descubrió la estructura del ADN), el grupo de Bloomsbury, la Cooperativa de
Artesanos de Viena y varios otros, De Masi y su equipo acaban destacando
algunas constantes que vale la pena recapitular.
Entre los factores individuales, llama la atención ante todo la fuerte
motivación de los artistas y científicos, y la frecuencia con la que esa
motivación se interrumpe con fases de abulia o desinterés. Algo que Virginia
Woolf llamaba «visitar los reinos silenciosos» de vez en cuando y que me
gusta llamar «entusiasmo con derecho a pausa», una alternancia de expansión
y recogimiento que todos nosotros, como creadores, conocemos bien.
A continuación, según De Masi, surge el hecho de que las habilidades
intelectuales y la preparación rigurosa de los individuos que componen esas
colectividades se exaltan a través de una fuerte implicación emotiva, una
admirable corrección profesional y un elevado sentido de unión entre los
miembros del grupo. Y además: «espíritu de iniciativa, confianza recíproca,
voluntad firme, dedicación total, flexibilidad, primacía de la expresividad del
trabajo más que de la instrumentalidad» y también multiplicidad de intereses,
confianza en las propias ideas, disponibilidad para el riesgo, culto de la
estética, de los valores éticos, de la dignidad y supremacía del arte y la
ciencia.
Además, analizando las características colectivas de esos grupos creativos,
De Masi notó que solían incorporar la convivencia de personalidades muy
distintas, la búsqueda obstinada de un ambiente físico acogedor y hermoso, la
flexibilidad de los horarios pero también la capacidad de sincronía y
puntualidad, la interdisciplinariedad, la habilidad de concentrar energías
individuales en un objetivo común, la capacidad de percibir la significación
de determinados momentos, de evaluar al grupo en relación con las
dimensiones de la tarea, de encontrar los recursos financieros para realizarla,
de hacer convivir la naturaleza afectiva con la profesionalidad. Y, por encima
de todo, la claridad de reconocer la preeminencia del líder fundador, una
personalidad carismática cuyo liderazgo se «acepta con respeto y hasta con
veneración, atendiendo a los imperativos éticos del universalismo, del
interclasismo, del antiburocratismo, del antiacademicismo, del
internacionalismo y los imperativos prácticos de la parsimonia» (en otros
momentos habla de frugalidad y economía), «del amor por lo bello y por la
modernidad tecnológica».
Es difícil de resumir, así que recomiendo la lectura del libro. Pero tal vez
podríamos decir que en esos grupos encontramos simultáneamente disciplina
y flexibilidad, estudio riguroso y confianza en la intuición, interés científico y
estético, compromiso ético y capacidad práctica de buscar recursos
materiales, internacionalismo y cohesión grupal.
La lectura de ese libro me hizo pensar mucho. Y no pude dejar de recordar
a un artista que reunía varias de esas características y que considero uno de
los mayores modelos creativos de la humanidad: Pablo Picasso. Alguien que
trabajaba mucho y se divertía mucho, estudiaba exhaustivamente, se
interesaba por todo, dominaba las técnicas más tradicionales pero no dejaba
que ellas lo limitasen. Y mientras tanto, experimentaba sin parar. Un artista
obsesivo, metódico, riguroso y al mismo tiempo sumamente juguetón,
rebelde e iconoclasta. Porfiado y libre como un niño que juega y no tiene
dudas de que existe un mundo real pero sabe que está creando un mundo
propio, «o mejor», como dice Freud, «reajusta los elementos de su mundo de
una nueva forma que le agrade». Es decir, la antítesis de la creación y la
fantasía no es la seriedad, es el mundo real. El juego —o la creación— es
muy serio, tiene reglas propias que deben ser respetadas, pero también
cargadas de una gran cantidad de emoción.
Así, si creemos con Freud que la creación es seria y es una continuación
del juego, que está ligada al intenso placer de jugar y también que no nos
gusta renunciar a placeres ya experimentados, podemos llegar a una
conclusión obvia, que me gustaría dejar como punto final de reflexión de esta
charla. Solo logra ser creativo quien es capaz de mantener dentro de sí el
placer infantil del juego, ya experimentado cuando era niño. Si queremos el
desarrollo por medio del motor de la creatividad, es absolutamente
indispensable que tengamos la inteligencia y la delicadeza de respetar la
infancia y hagamos un esfuerzo colectivo, como sociedad, para que los niños
puedan ser niños. Para que tengan acceso a una educación de calidad,
escuelas donde puedan aprender sin ataduras, como dice el profesor Nelson
Pretto, sin estar centrados en la idea del orden y la reacción lineal. Y que, en
todas partes, en la escuela y fuera de ella, puedan jugar mucho y sueltos,
libres, sin miedo a la violencia, sin tener que trabajar para comer, sin caer en
la trampa del consumismo desenfrenado, de los tópicos sucesivos y la
erotización precoz.
En ese caso, quién sabe, tal vez podamos tener una sociedad formada por
personas que interactúen, creen, inventen, se diviertan y no se avergüencen
por tener emociones o sentir que algunas cosas son bonitas. Y no crean que
disculpas bien formuladas por medio de expresiones como «reforzar la
autoestima» y «querer ser feliz» puedan ser los nuevos nombres del egoísmo,
o que para tener lo que quieren vale todo, ya que todo se justifica, incluso
pasar por encima de los demás y hacerles lo que jamás nos gustaría que nos
hiciesen a nosotros. En fin, una hermosa utopía para el milenio que se ha
iniciado. Una sociedad delicada, ética y creativa, capaz de jugar. Y, sin duda,
más desarrollada.

15. Textos para la mesa redonda con Lya Luft, sobre un tema fijado, en el Seminario «Por
una era de delicadeza», octubre de 1999, Planetario de Río de Janeiro.

16. «Escritores Criativos e Devaneios», ESB, Vol. IX. Imago Editora, 1976.

17. Contra corrente, Conversas sobre leitura e política. Atica, 1999.

18. Raízes do Brasil. Companhia das Letras, 1995.

19. Editora 34, 1999.


20. Unos meses después de haber preparado esta conferencia, un excelente artículo de
Claudio de Moura Castro en la revista Veja del 1 de marzo de 2000, titulado «Livros para
gênios?», comparaba los currículos de ciencias en la enseñanza secundaria brasileña con
los de otros países y observaba que los libros de matemática y física «para alumnos
modestos de nivel medio en Brasil son más áridos y difíciles que los usados por
universitarios estadounidenses». El brillante economista y educador decía además lo que
ocurrió cuando analizó recientemente un libro de matemática y física «ya adaptado a las
nuevas directrices y dirigido a alumnos de muy modestas ambiciones. Lo leí para ver si se
entendía. No entendí casi nada. O me perdía en las fórmulas o no veía allí algo que se
conectase con mi mundo».

21. Companhia das Letras, 1992

22. The Aristos, Plume Books, 1975.

23. «Rápida utopía», en Veja - 25 anos, Reflexões para o futuro, 1993.

24. Gramática de la fantasía. Aliorna, 1989.

25. L’emozione e la regola. Laterza, 1990.


Edición en formato digital: agosto de 2012

© Ana María Machado, 2002


© Traducción: Mario Merlino, 2002
© De esta edición: Grupo Anaya, S. A., 2012
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28027 Madrid; teléfono 91 393 88 88
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